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Los Cuadernos Inéditos EL AMOR CELESTE Luis Antonio de Viena e onocí a Max en su primer año de Uni- versidad, en Berlín. Yo había estudia- do durante dos cursos Derecho y al fin, no sin cierto disgusto de mi pa- dre, e e un notable abogado, opté por la Fa- cultad de Letras, donde pensaba entregarme con ardor a la Filosoa. Tenía veintiún años, y había leído mucho para mi edad. Mi madre -mi queridí- sima madre- solía decirme gunas noches: Rai- ner, deja ya de leer, si no tienes cuidado vas a perder la vista. Y me pasaba una mano por el pelo, sonriendo, no sé si intuyendo que a mí, estúpidente, me molesta. Alguien me había contado que Herr Wamowitz-Moellendorf pa- saba días enteros con los lros, haciendo apenas respiros pa beber café, y tomar guna ligera colación. El, y el viejo Mommsen cuya volumi- nosaHistoria de Roma había leído con ardor, eran mis modelos. Dos cableros sabios, dedicados cultivo de la ciencia de la Antigüed. Dos huma- nistas, pa quienes, desde el orbe clásico, nada humano podría ser ajeno. Me pregunto ahora si mi afán, mi culto por las letras antiguas, venía sólo de esa especie de fervor humanístico que he mencio- nado. Creo ser sincero diciendo e sí, o que cuquier otra cosa se ocultaba de mí mismo. Yo era un joven que amaba con pasión el saber, que me deleitaba en la literatura, y que suponía (me- nos equivoco de lo que t vez se crea) que vivir y saber eran exactamente lo mismo. En las aulas -dij conocí a Max von Sylburg que tenía enton- ces dieciocho años. No le será dícil imaginar a quien lea estas pabras, que Max -devoto a mi igu de la caera que comenzábamos- tenía me- nos experiencia que yo en el tema, ꜷnque una curiosa variedad con respecto a mi ego. El amaba la Filología, pero pensaba que -además- había que vivirla. Es decir, que el saber invitaba a vivir. Sabiendo se accedía a una más intensa vida. Pero vivir y saber, a su entender, no er idénti- cos. Los estudiantes gozan cas i siempre de una pura y envidile libertad. Y M y yo, llevamos aquel -aellos os- esa estupenda vida de ocio fértil. Asistíamos a las clases, pasábamos horas en la Biblioteca, y luego recorríamos los Cés de Ber- lín, habldo encdiladamente de cuanto nos in- teresaba... El atardecer -los neblinosos atardece- res de otoño, sobre todo- eran siempre la hora de los grdes proyectos de turo. Escribíamos, ormente, los libros que íbamos a escribir en el porvenir, repasábamos temas filológicos, y nos enzarzábamos después en nros polémica o fogosente los lros leídos. Desde los men- tos de So (a propósito del ensayo de Wamo- witz) hasta guna de las das de Plutarco ... Nos 52 compenetrábamos y nos entendíamos. Pero acaso yo era más un enamorado de la Filología (la au- gusta maona, virgen como Minerva) y Max un enamorado de Grecia. Planeábamos también via- jes a aquel ps, aunque yo -más reista- le decía a M que ya no encontraría lí lo que buscaba. Grecia no era ahora un país re, sino un territorio de la mente. Pero mi observación no œsaba el entusiasmo de mi amo, que ideaba escribir un libro turo que titularía (creo record) Los días presentes de la Grecia Antigua, en el que iba a comentar la vigencia de los idees griegos, y a segu su rastro en la literatura y el pensamiento contemporáneos ... Max me ho leer los poemas de Von Platen, sin que hlase yo en ellos la Belleza (con mayúscula) que él predicaba, y también los libros, entonces raros aún, de Karl Heinrich Ulri- chs. Aunque ésto debió ser ya en nuestro segundo año de carrera. Nuestra amist se había hecho íntima, cerrada, ꜷtosuficiente. Pecíos s n ese estadio fe- liz- los únicos protagonistas de la Historia. Pasá- bamos todo el día juntos, esdiando, leyendo, conversando o bebiendo, y cuando -siempre muy avanzada la noche- nos despedíamos hasta la ma- ñana del día siguiente (breves horas enas de sepación) casi inconscientemente inventábamos pretextos que nos permitiesen prolongar cinco mi- nutos más la charla. Y luego nos sonreíamos, nos deseábamos buenas noches, nos dábamos la mano, y la despedida se volvía a argar. Un día me sentí necesito de decie a Max lo plena y espléndida que era nuestra amistad. Y dije: vi- mos la verdadera amistad, Max. A lo que él me respondió sin dudlo: No, Rainer, ésto es el amor. Confieso que la pra me conturbó ¿Amor? Claro que Max me aclaró -en aquel ca- mino de actuización helénica en el que tanto creía- que nuestro amor era la relión entre hombres, entre compañeros, que sacrizaron Só- crates y Platón, y que nuestro ejemplo no era diferente del de Niso y Euríalo, o de aquel otro de Hmodio y Aristogitón, que narra Tucidides. Todo era lí puro y noble -pensé- y Max siguió mis pensamientos cuando me recordó que en El Banquete, una obra que nos entusiasmaba, ese or está bo la protección de Aodita Uria, y es, por tto, un amor celeste. Yo i siempre muy poco icionado a los de- portes, y apenas alguna tarde pasa por el són de esgrima, a cruzar el florete con Herr von Grünwald, cuyos empinados mostachos me haacia... M, sin embgo, dedicaba horas m- nasio, y era veloz en la carrera y diestro en el remo. Al principio yo sólo acudía a vee, pero después me pidió e involucró en nuestra amistad, el que yo pticipara también en los deportes, y corrimos juntos por la hierba, y remamos -en pri- mavera- y conocimos el gozo tísimo y digno de csarse juntos, de compartir el jeo de la respi- ración y la egría del aire... En ese contexto, Max me prestó un día las obras de Ulrichs. Vindex e

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Los Cuadernos Inéditos

EL AMOR CELESTE

Luis Antonio de Villena

e onocí a Max en su primer año de U ni­versidad, en Berlín. Yo había estudia­do durante dos cursos Derecho y al fin, no sin cierto disgusto de mi pa­

dre, que fue un notable abogado, opté por la Fa­cultad de Letras, donde pensaba entregarme con ardor a la Filosofía. Tenía veintiún años, y había leído mucho para mi edad. Mi madre -mi queridí­sima madre- solía decirme algunas noches: Rai­ner, deja ya de leer, si no tienes cuidado vas a perder la vista. Y me pasaba una mano por el pelo, sonriendo, no sé si intuyendo que a mí, estúpidamente, me molestaba. Alguien me había contado que Herr Wilamowitz-Moellendorf pa­saba días enteros con los libros, haciendo apenas respiros para beber café, y tomar alguna ligera colación. El, y el viejo Mommsen cuya volumi­nosaHistoria de Roma había leído con ardor, eran mis modelos. Dos caballeros sabios, dedicados al cultivo de la ciencia de la Antigüedad. Dos huma­nistas, para quienes, desde el orbe clásico, nada humano podría ser ajeno. Me pregunto ahora si mi afán, mi culto por las letras antiguas, venía sólo de esa especie de fervor humanístico que he mencio­nado. Creo ser sincero diciendo que sí, o que cualquier otra cosa se ocultaba de mí mismo. Yo era un joven que amaba con pasión el saber, que me deleitaba en la literatura, y que suponía (me­nos equivocado de lo que tal vez se crea) que vivir y saber eran exactamente lo mismo. En las aulas -dije- conocí a Max von Sylburg que tenía enton­ces dieciocho años. No le será difícil imaginar aquien lea estas palabras, que Max -devoto a miigual de la carrera que comenzábamos- tenía me­nos experiencia que yo en el tema, aunque unacuriosa variedad con respecto a mi fuego. Elamaba la Filología, pero pensaba que -además­había que vivirla. Es decir, que el saber invitaba avivir. Sabiendo se accedía a una más intensa vida.Pero vivir y saber, a su entender, no eran idénti­cos.

Los estudiantes gozan casi siempre de una pura y envidiable libertad. Y Max y yo, llevamos aquel -aquellos años- esa estupenda vida de ocio fértil.Asistíamos a las clases, pasábamos horas en laBiblioteca, y luego recorríamos los Cafés de Ber­lín, hablando encandiladamente de cuanto nos in­teresaba ... El atardecer -los neblinosos atardece­res de otoño, sobre todo- eran siempre la hora delos grandes proyectos de futuro. Escribíamos,oralmente, los libros que íbamos a escribir en elporvenir, repasábamos temas filológicos, y nosenzarzábamos después en narrarnos polémica ofogosamente los libros leídos. Desde los fragmen­tos de Safo (a propósito del ensayo de Wilamo­witz) hasta alguna de las Vidas de Plutarco ... Nos

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compenetrábamos y nos entendíamos. Pero acaso yo era más un enamorado de la Filología (la au­gusta matrona, virgen como Minerva) y Max un enamorado de Grecia. Planeábamos también via­jes a aquel país, aunque yo -más realista- le decía a Max que ya no encontraría allí lo que buscaba. Grecia no era ahora un país real, sino un territorio de la mente. Pero mi observación no oesaba el entusiasmo de mi amigo, que ideaba escribir un libro futuro que titularía (creo recordar) Los días presentes de la Grecia Antigua, en el que iba a comentar la vigencia de los ideales griegos, y a seguir su rastro en la literatura y el pensamiento contemporáneos ... Max me hizo leer los poemas de Von Platen, sin que hallase yo en ellos la Belleza (con mayúscula) que él predicaba, y también los libros, entonces raros aún, de Karl Heinrich Ulri­chs. Aunque ésto debió ser ya en nuestro segundo año de carrera.

Nuestra amistad se había hecho íntima, cerrada, autosuficiente. Parecíamos ser -en ese estadio fe­liz- los únicos protagonistas de la Historia. Pasá­bamos todo el día juntos, estudiando, leyendo, conversando o bebiendo, y cuando -siempre muy avanzada la noche- nos despedíamos hasta la ma­ñana del día siguiente (breves horas apenas de separación) casi inconscientemente inventábamos pretextos que nos permitiesen prolongar cinco mi­nutos más la charla. Y luego nos sonreíamos, nos deseábamos buenas noches, nos dábamos la mano, y la despedida se volvía a alargar. Un día me sentí necesitado de decirle a Max lo plena y espléndida que era nuestra amistad. Y dije: Vivi­mos la verdadera amistad, Max. A lo que él me respondió sin dudarlo: No, Rainer, ésto es el amor. Confieso que la palabra me conturbó ¿Amor? Claro que Max me aclaró -en aquel ca­mino de actualización helénica en el que tanto creía- que nuestro amor era la relación entre hombres, entre compañeros, que sacralizaron Só­crates y Platón, y que nuestro ejemplo no era diferente del de Niso y Euríalo, o de aquel otro de Harmodio y Aristogitón, que narra Tucidides. Todo era allí puro y noble -pensé- y Max siguió mis pensamientos cuando me recordó que en ElBanquete, una obra que nos entusiasmaba, ese amor está bajo la protección de Afrodita U rania, y es, por tanto, un amor celeste.

Y o fui siempre muy poco aficionado a los de­portes, y apenas alguna tarde pasaba por el salón de esgrima, a cruzar el florete con Herr von Grünwald, cuyos empinados mostachos me hacían gracia... Max, sin embargo, dedicaba horas al gim­nasio, y era veloz en la carrera y diestro en el remo. Al principio yo sólo acudía a verle, pero después me pidió e involucró en nuestra amistad, el que yo participara también en los deportes, y corrimos juntos por la hierba, y remamos -en pri­mavera- y conocimos el gozo altísimo y digno de cansarse juntos, de compartir el jadeo de la respi­ración y la alegría del aire ... En ese contexto, Max me prestó un día las obras de Ulrichs. Vindex e

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Inclusa eran dos pequeños tomos -en sus prime­ras y breves ediciones firmados con el pseudó­nimo de Numa Numantius- que trataban, con li­bertad y respeto, el tema de la amistad, del amor, entre hombres. Me gustaron por lo que hablaban de Max y de mí, aunque alusiones a comporta­mientos o a actos físicos -aunque tratados de le­jos- me molestaban ... Y o nada sabía de ese Karl Heinrich Ulrichs que despertaba en Max indeci­bles entusiasmos. Es el Sócrates de ahora, decía,

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y es el único ser, que finalizando el siglo XIX ha logrado crear un clima de espiritualidad y refina­miento, donde vivir la alta pasión del «uranismo». (Tal era el término que, siguiendo a Platón, em­pleaba Ulrichs para designar el amor, ese amor, masculino). Insisto, comprobé el mérito de Ulri­chs, pero sólo me interesó por qué Max lo ado­raba, agregando: Sócrates hoy sería Ulrichs. La pasión de mi amigo por aquel teórico de la amis­tad -como también le llamaba- le llevó a indagar sobre su paradero, pues Herr Ulrichs vivía desde hacía tiempo fuera de Alemania, y hacía más de diez años que nada publicaba. (Si bien era en aquellos días cuando sus minoritarios libros de la década de los sesenta, comenzaron a tener éxito).

Max averiguó (no sé cómo, o lo he olvidado) que Karl Heinrich había tenido importantes pro­blemas académicos relacionados con el contenido de sus libros (el análisis del uranismo) y que a resulta de ellos había optado por el exilio. Una retirada hacia la luz, que era -como siempre­Grecia o cuanto la había tocado. Ulrichs marchó a Italia, y se instaló en Nápoles -Neápolis, la nueva ciudad, agregaba lleno de optimismo Max- donde sin embargo -sabían sus informantes- ya no vivía. Ignoraban por qué Karl Heinrich se había trasla­dado -tras unos años junto al mar del sur- a una hermosa y extraña ciudad, en el interior de la Italia central, en los Abruzzos, llamada Aquila. Allí en un viejo caserón, que le había subarren­dado una decaída familia de la nobleza local, el nuevo Sócrates pasaba sus días ... ¿Ironía? No, os aseguro que no. Yo entonces creía a Max, y no me importaba lo que aquel profesor fuese, si lo­graba tal entusiasmo en mi querido amigo (un en­tusiasmo que no le despertaron Mommsen ni Hol­derlin). Según Max, Ulrichs vivía rodeado de un pequeño círculo de discípulos elegidos, una suerte de monasterio laico, donde podían entregarse a la amistad, al amor, al saber y al espíritu, retirados de la servil bullanga del mundo, ajenos por com­pleto a la maledicencia y a la envidia que acechan y enturbian siempre las relaciones del hombre mundano ... ¿Y no era algo así lo que también habíamos deseado nosotros? Un cerrado mundo en la luz de la belleza y de la inteligencia, entre camaradas hechos a nuestra imagen, y maestros encargados de alimentar un fuego vivo. Y discípu­los favoritos, y profundas amistades del alma, que traían a la memoria el nombre de Agatón, y el epigrama en que Platón cuenta como su alma an­hela saltar a los labios del amado ... ¡Y Max era tan ardiente, tan espléndidamente joven cuando describía todo ésto! Había escrito algunos poemas que me leía en aquellas venturosas tardes, en las que ni la llovizna ni la niebla nos impedían la alegría, y algunas páginas de un ensayo que pen­saba dedicar a Ulrichs, comparando naturalmente su pensamiento con la vida de la Grecia antigua ... Yo trabajaba ya en el estudio sobre los fragmentos de Georgias, que años después, sería mi primer libro y mi tesis de doctorado. Y el hermoso color

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de aquella amistad parecía que no tendría fin nunca ...

Cursábamos ya el tercer año de la carrera, cuando Max me dijo una tarde que en las vacacio­nes de Verano debíamos ir a Italia a conocer a Karl Heinrich. Su pasión por él -por sus libros- y por el uranismo era ya absoluta. Algunos amigos, compañeros de estudios, quisieron ponerme en guardia -decían ellos- respecto a la moralidad de Max. Entendían en él una pasión poco clara, y hasta me contaron historias absurdas ocurridas, narraban, tras alguna prueba atlética el anterior verano ... Pero, ¿qué sabían ellos de mi amigo? De la enorme pasión de nuestra amistad limpia. Del ardor extraordinario con que soñaba un mundo nuevo, amando la belleza y los libros. ¿Era dable una identificación, una intercomunicación mayor entre lo que la razón sueña y construye en sus solitarias noches y lo que se puede hacer -y él realizaba- al empezar el día? Tan perfecto era todo que parecía inacabable. A Max podría ro­dearle la envida, la hybris, porque progresaba en saber y entusiasmo, y cuando corría raudo en los días soleados de la primavera, traspasado de luz, al viento y a la brisa su cuerpo blanco y su cabello de oro, él mismo parecía un dios vivo, la perfec­ción total de cuanto hablábamos. (Cuando, mu­chos años después, vi la célebre Invocación al Sol de Fidus, con el joven que eleva sus brazos hacia la luz, desde lo más alto de la roca, desnudo, rubio y puro, reconocí a Max; era Max mismo, mi gran amigo, modelo perfecto para la juventud de Alemania ... ). Es el caso, según iba diciendo, que planeamos para aquel verano ( 1892, creo) el viaje a Italia, que incluiría Aquila y la visita a Ulrichs, al que mi amigo había ya escrito, comunicándole su admiración y nuestro propósito ... Pero, casi como ese tópico de la frustración romántica, ape­nas un mes antes del comienzo del viaje, el padre de Max enfermó grave y éste tuvo que marchar precipitadamente a Hamburgo. Suponían que el óbito sucedería de un momento a otro, pero no fue así. La agonía del pobre Herr Sylburg, la dolencia pulmonar, que aunque con el fin fatal se estanca en aparentes mejoras, hizo que Max quedase en

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su ciudad natal, esperando el acontecimiento triste que no llegaba ... Fui a verle a menudo, y Max retornó a Berlín -fugazmente- para algunos exá­menes. Pero el padre no moría. Lo que también me afectó a mí, pues cada rato libre de que dispo­nía lo gastaba en el tren camino de Hamburgo ... Desde que nuestra amistad alcanzó las cotas que he dicho, apenas me había separado de Max, pues hasta los veranos -o los veranos mejor que nunca­estábamos juntos. Su ausencia era para mi caren­cia de aire. Falta de elemento vital, fuente de angustia. Y yo sentía que eso era la amistad, y que toda verdadera amistad es un acontecimiento irre­petible. Comenzó el verano, acabaron las clases y los exámenes, y el padre de Max -aunque siempre en la inminencia de la muerte- aún no había falle­cido. Lamenté que el viaje a Italia tuviese que postergarse para otro año. Pero Max -nervioso, visiblemente alterado por la situación familiar- me gritó: De ninguna manera, Rainer. Yo no puedo ir, pero tú sí. Debes ir a Italia, te pido que vayas, y que lo veas todo por mí. Tienes que conocer a Ulrichs, lo demás podremos hacerlo nosotros cualquier otro año ...

¿Qué significaban tales palabras? Protesté que decía locuras, que yo no quería ir a Italia sin él, pero él insistía e insistía: Debes ir, Rainer, debes ir ... ¿Acaso tenía la premonición -casi cierta- de que Ulrichs moriría pronto? O era solo nervio­sismo, histeria. Acaso un repentino y muy exi­gente deseo de soledad, de que yo me alejara ... Nunca lo he sabido con certeza. El caso es que yo tuve que ir a Italia. Aunque, naturalmente, acorté el viaje.

Pasé fugazmente -pues mi inhabitual soledad me pesaba mucho- por Venecia, Florencia y Roma. Por supuesto que me emocionaba lo que veía -y Roma, sobre todo, que era ya para mí casi como un libro abierto- pero no era así como yo había pensado (durante cerca de un año) tal viaje, y al mismo tiempo que recibía la emoción, su fuego profundo, sentía el remordimiento de que Max no estaba allí, y mi rara culpa por haberle hecho caso. ¡Debiera haberme quedado en Ham­burgo con él, y ya habríamos venido, juntos el año siguiente!

Después de una semana en Roma -Y nunca más de tres, viajando- tomé un tren (hube de esperar a una determinada fecha, pues la comunicación no era buena- que me conduciría hasta L 'Aquila, nueva Atenas y promontorio sagrado, en cuya ce­gadora luz vivía oculto Karl He inri ch Ulrichs. No imagino difícil suponer que yo iba sin ganas, en un trenucho que era tal vez el peor de entre los que yo había viajado, hasta el momento. Pero he de decir que según pasaban las horas y el paisaje se volvía -tras mi ventanilla- más rocoso, más difícil o fuerte, iba creciendo mi deseo de conocer a mialejado compatriota, acaso de ingresar en su so­crática cofradía, y de inscribir, desde luego, elnombre de Max en ella. (No tenía remordimientosen ese instante, porque imaginaba el goce que

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proporcionarla a mi amigo contándole cuanto ya presentía que iba a suceder. Describiéndole la ra­diante faz del Maestro ... ).

Aquila es una ciudad extraña. Muy italiana, tiene poco que ver -al tiempo mismo- con lo que la imaginación concibe al decir Italia. Tiene algo de árido, de agreste, de fortaleza medieval, un extraño e irreal recuerdo de las Cruzadas, y a la vez mucha luz latina, y una raza hermosa, de grandes ojos negros, que recuerda a los antiguos y enigmáticos etruscos ... Me instalé en un pequeño hotelito de aire familiar, y la misma tarde de mi llegada a la ciudad, pasé por el palacete de Karl Heinrich, y dejé una misiva, diciéndole quién era y pidiéndole audiencia. Tras la puerta -casi dete­riorada- del viejo casón, me recibió una anciana portera, toda vestida de negro, que tras decirme que el Signare U/rico no se hallaba en casa, pare­ció tranquilizarse al comprobar que yo sólo quería entregarle una carta. No, la entrada no era bri­llante, ni el zaguán hermoso, ni el casón aureolado de llamas góticas o de almohadones renacentistas, pero yo supuse -más entonces que antes- que la verdad está siempre tras cáscara abrupta, y que el mejor bebedor -como dice el refrán- se cubre de tabardo infame ...

La respuesta -es cierto- no se hizo esperar, y al día siguiente un mandadero dejó en mi hotel una notita del propio Ulrichs. Le espero en mi casa al atardecer. Los calores de la estación convierten ese momento, en punto a la charla, en el mejor del día. Cordialmente. K.H. U. En aquella mi pri­mera visita a Karl Heinrich -a cuya casa me dirigí tan pronto comenzaron a caer las sombras- sólo le vi a él. Ni discípulos ni rastros de una academia. La vieja portera (que debía ser también gober­nanta y ama de llaves) y que después supe que se llamaba -me parece- Assunta, me condujo por vetustas escaleras, y unos cuartitos abarrotados de libros, pero con frugalidad general, y cierto desorden, a un gabinete, con ventana a un patio interior, donde me esperaba aquel Sócrates nuevo. Era un hombre enjuto, de unos sesenta y cinco o sesenta y seis años, de ojos terriblemente expresivos -lo recuerdo bien, pues pensé que también él era etrusco en eso- con entradas en la frente, y el pelo algo largo y casi completamente cano. Llevaba levita negra -bastante deslucida- y un grueso monóculo le colgaba de un gran cordón negro y blanco. Jugueteaba continuamente con él, entre los dedos pecosos, manchados, de sus ma­nos alargadas y raras. Me saludó afablemente y me invitó a tomar asiento. Poco después apareció la portera trayendo en una bandejita una botella de vino y dos copas, y dejándonos solos, ya no volvió a reaparecer en toda la noche. Ulrichs sir­vió, sin preguntarme, y me dijo, mientras vertía el líquido dorado-oscuro: Es malvasía. Me acordé enseguida de algo que Max me había asegurado sobre Ulrichs (y que debió saber por alguno de los que le facilitaron su dirección) y es que el Maes­tro, efectivamente, era crisóstomo. Tras inquirir si

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me encontraba bien, y si había hecho buen viaje, Ulrichs comenzó a hablar suave y encantadora­mente, engarzando un tema con otro de manera admirable. Me habló de Grecia, de su pasión por las obras clásicas, de la estupidez del mundo con­temporáneo, en el que reinaba (a su decir) la gro­sería y la estulticia, y aunque me dijo estar can­sado de todo, y harto especialmente de lo que llamaba la brutal cerrazón teutónica -agregando a continuación que, por supuesto, nunca pensaba volver a Alemania- yo contemplé un ser lleno de magia y de fuerza. No importaba que ya no qui­siera escribir (me lo dijo al firmar para Max y para mí dos de sus libros) porque su palabra irradiaba, colmaba de luz, y tampoco importaba su desazón, su hastío, porque su tono y sus maneras infundían entusiasmo. Karl Heinrich era, en efecto, lo que Max me había dicho, y detrás -pensé yo- lógica­mente oculta a la mirada del advenedizo, debía estar su academia, aquel refinado mundo fuera del mundo, aquel monasterio laico, consagrado a la Venus Urania, donde viviría en el amor, en la sabiduría con sus discípulos, lejos de la grosería y de la estupidez (¡cuánta razón tenía!) de nuestros contemporáneos, de todos los contemporáneos de tod�s las épocas ...

Al despedirme en aquella primera -y por qué no decirlo- memorable visita, Karl Heinrich me dijo, mientras me acompañaba a la puerta cancela del zaguán, que podía volver a verle cuando quisiera, y que siempre sería bien recibido ... Dada la evi­dente cordialidad que había brotado entre noso­tros, yo no entendí aquellas palabras suyas como retórica cortés. Ulrichs me estrechó la mano -era bien entrada la madrugada, y habíamos agotado la botella de malvasía- y me palmeó la mejilla varias veces, mientras agregaba: Vuelva a verme pronto, querido Rainer, vuelva a verme ... (Tenía una voz curiosa, atiplada levemente y cantarina, pero al mismo tiempo oscura, profunda, una voz densa y suave juntamente). Antes de dormirme, en mi ho­tel, recuerdo que casi releí Vindex, hallando nue­vos y preciosos sentidos a lo que allí se decía, y pensando por supuesto, en Max, en lo mucho que el hubiera disfrutado con Karl Heinrich, en lo mucho que, sin duda, poco después disfrutaría ...

Creo que dejé pasar un día, pero no más, sin decidirme a volver a la casa antigua y poco bri­llante del viejo maestro. Entendí, por sus pala­bras, que mis nuevas visitas, dentro de las horas prudentes, podían hacerse ya sin previo aviso, y así al caer nuevamente la tarde de ese tercer día, me encaminé contento al destartalado caserón, aguardando encontrar en él, lo que a no dudar en él existía. Entré -Assunta me franqueó la puerta sin preguntas- y ascendí la escalera, mientras emocionadamente oía llegar hasta mí, risas y murmullos juveniles. Subía despacio, sabía que aquello era lo que yo buscaba, el círculo cerrado y hermético, en el que Sócrates-Ulrichs, gozaba de una existencia fuera de la detestable tierra, lejos

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de la absoluta vulgaridad del mundo ... Al llegar, medroso, al primer salón de la biblioteca, me en­contré con tres o cuatro muchachos, que bebían copas de vino y chanceaban entre sí. Dos eran, sin duda, morenos oscuros -muy etruscos- y otro era rubio. Ninguno tendría más de veinte años. Eran hermosos, me pareció, e irradiaban vida, luz, fuerza ... No vi más, pues impulsado por un ex­traño resorte, y puesto que los consideraba miem­bros de una academia, y (he de decirlo también) porque mi italiano no era bueno, me dirigí a ellos en latín. No recuerdo qué les dije, les saludé sim-

plemente -supongo que sin desechar literatura- y les pregunté por el Maestro. Fue terrible, fue como despertar súbitamente de un sueño, y en­contrarse abandonado en un bosque oscuro y tu­pido ... Los muchachos, al oír mi saludo latino, se volvieron hacia mí con estupor, y dándose coda­zos y en voz bien alta, prorrumpieron en carcaja­das y en muecas. Obviamente habían bebido. Y dijeron: Chié questo prete scognozza? Y después me invitaron a entrar, como entre zalemas, y fal­sas genuflexiones, con términos como reverendo, o (me pareció oír más atrás) señor seminarista ...No supe qué hacer, pero seguí adelante. Me sentéen un rincón del segundo salón a esperar a HerrUlrichs, y mientras vi cómo los chicos -que sí,ciertamente eran hermosos- seguían bebiendo ychanceando. Cuando -unos minutos más tarde­apareció Karl Heinrich, se me acercó, muy ama­blemente, y, como en tono de confidencia ( creoque estaba también levemente borracho) me dijoque aquellos muchachos eran amigos suyos, suspajes -añadió- si usted quiere así llamarlos, y quetrabajaban en la ciudad en oficios distintos ... Yosonreía sin casi poder hablar. Apenas logré pre­guntarle -pero Herr Ulrichs no se daba cuenta demis esfuerzos- si estudiaban con él alguna disci­plina ... Karl Heinrich se rió, cacheteándome consuavidad, como la vez primera·, la mejilla, y di­ciéndome que no. Que de aquellos chicos lo único

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que le interesaba era la vida. Su hermosa disponi-bilidad al goce, el fuego de vida que les rodeaba .. . La vida -repetía- sólo la vida, querido Rainer .. . Luego (y ya en italiano, que hablaba petfecta­mente) se dirigió a ellos, presentándome como un amigo alemán. Me devolvieron un gesto de com­plicidad, y contaron algo a Karl Heinrich -quizá mi saludo en latín- que también le hizo a él reir. Lo que vino después tengo casi reparo en na­rrarlo. Por supuesto la cosa no sucedió inmedia­tamente, sino que fue desgranándose a lo largo de la noche, en la que a menudo estuve tentado de salir de la casa, sin decidirme a hacerlo, fascinado o retenido no sabría decir bien por qué. KarlHeinrich hablaba y hablaba -como era su costum­bre- incansable, en italiano, ayudado por el vinoque sin cesar se reponía. Era una noche tórrida, yel humo de los cigarros, el vaho de las lámparasde petróleo, la embriaguez, y una extraña melan­colía -acompañada a veces de canciones, y otrasde risas- se fue apoderando de todos. Y los mu­chachos, lentamente, se fueron despojando de susropas, hasta quedar desnudos o semidesnudos,medio tumbados en los sofás, en el suelo apoya­dos espalda con espalda, y alguno -turnándose- lacabeza sobre las rodillas de Herr Ulrichs, que lesacariciaba la espalda y el cabello, y seguía ha­blando y bebiendo -beodo ya por entero- besán­doles también, de vez en cuando ... Yo permanecía

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en un rincón,· casi desapercibido. ¿Era aquello eluranismo? ¿Asistía a una escena de la vida griega? -¿Contemplaba al nuevo Sócrates en una nuevaAtenas? No, estaba seguro que no, y todo allí merepugnaba íntima y tenazmente. Aquello nada te­nía que ver con Max y conmigo. Karl Heinrich-que sin duda era un hombre de mérit0- se habíadejado ir por la peor pendiente, y en aquel mo­mento, viejo ya y con el pelo blanco, era un vulgardegenerado, un aborrecible anciano de esos queen Berlín frecuentan los cuerpos de guardia de loscentros militares y los urinarios de la vía pública;no otra cosa era Herr Ulrichs, lamentablemente ...Le vi dar dinero a los muchachos, besarlos, reirobscenamente, deleitarse en sus partes sexualeserectas, cantar (creí entender) sus excelencias fí­sicas no precisamente con altas palabras, y aplau­dir finalmente (y ésto me había prometido no con­tarlo) cuando el rubio, que era un mocetón decuerpo olímpico y rostro muy perfecto, despuésde largo jugueteo en el suelo, y sudando ambos,entre jadeos y contados gritos, sodomizó a uno delos morenitos más jóvenes, allí mismo, en repul­siva escena, a la luz mortecina de velas y lámpa­ras, dejando en el piso manchado, rastros de vino(pues no cesaban de beber) y de denso esperma ...No diré más. Max se había equivocado por com­pleto respecto a Ulrichs. Su sueño de una Greciaviva, era irreal, absurdo, completamente falto desentido ... Aquello nada tenía que ver con Greciani con Roma, no pertenecía ni siquiera a Safo o aTibulo ...

Volví precipitadamente a Hamburgo, turbado, traumatizado, y le conté todo una larga tarde -una de las últimas de la larga agonía de su pobre pa­dre- a mi querido Max. Al principio no me dio crédito. Pero poco a poco (y más fácilmente de lo que yo pensaba) fue asintiendo a cuanto le na­rraba, acaso porque viese el verismo pintado en mi rostro, pero también porque en aquellas sema­nas de ausencia, en Max se había operado un leve pero trascendental cambio -lo fui viendo poco a poco- que yo al comienzo no supe interpretar bien. ¿Había tenido Max, como yo, aunque en otro camino, alguna desagradable experiencia? ¿La próxima muerte de su padre, y el no buen estado de la economía familiar le habían hecho replantearse la vida? ¿La madurez, como un otoño prematuro, le había caído encima, sin de­jarle el respiro de las primeras tormentas? Nunca lo supe. Volví a Berlín, y fui y vine el resto del verano a Hamburgo. Uno de esos viajes me llevó al entierro del padre de mi amigo, cuando ya no­taba yo que entre nosotros -aquella inmensa amis­tad que todo lo abarcaba y a todo daba nombre­algo empezaba a cambiar. Max perdió entusiasmo en los estudios -y en nuestras conversaciones-, apenas nunca hablaba de sus antiguos proyectos helenos, y por supuesto, dejó de pensar y mencio­nar a Ulrichs. Para mí los estudios eran la vida, y por tanto nada cambiaba demasiado. Pero, ¿para él? ¿ Qué haría, si la vida -como parecía- no se

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correspondía con su idea, con las bellas páginas leídas en las aulas de Antigua Literatura Griega?

Max y yo nos distanciamos, aquel cuarto año de nuestra carrera. El se fue a Francia, el verano siguiente, después a España, al sur -me escribía de tarde en tarde- y no volvió nunca. No sé qué habrá sido de él. Acaso ya no viva. O acaso (y eso lo he pensado hoy) acaso sea muy feliz en quién sabe qué lugar remoto, y haya encontrado el amorceleste de nuestra juventud, que tal vez estúpida­mente perdimos ...

Yo acabé mis estudios, me casé, publiqué sesu­dos y doctos libros, tuve hijos ... Uno de ellos (el menor) tiene ahora la edad que Max tenía cuando nos conocimos. Dicen que soy especialista en Pla­tón, y se encomian mis ediciones de Juliano y de Marco Aurelio. Yo me pregunto qué soy, de ver­dad. Y no encuentro respuesta: ¿Quién de noso­tros halló en la vida el camino verdadero, yo que me sometí, brillantemente, al orden y a la acade­mia, y que he sido feliz, porque verdaderamente lo he sido? ¿O el pobre Max que huyó no sé adónde, y que debió hacer, si ha vivido, de lo que era su vida otra vida distinta? ¿O acaso el triunfa­dor -¡Dios mío, que ésto no lo lea Frieda!- sea Herr Ulrichs, degenerado y viejo lascivo? Nada sabemos. Pero puedo decir, eso sí, que yo he sido muy feliz en mi matrimonio, y que me alegro de haber tomado mi senda. La única que permite paz al hombre sobre la Tierra. La única digna y alta, aunque quizás, quizás (perdóname, querido Max) no sea la verdadera ...

Cuando visité a Ulrichs por primera vez -aque­lla grata y memorable visita- sobre la mesa de su gabinete, había un libro que le pedí prestado al irme, para leer en aquellos días. Era una edición, usada, no demasiado bella, de Las Efesíacas de Jenofonte de Efeso, novela que yo, por entonces, aún no conocía. Los acontecimientos posteriores me impidieron devolver a Karl Heinrich el volu­men, y un papel doblado que llevaba dentro: una traducción suya, fechada de su puño y letra, un año antes de mi visita, de aquel hermoso y pe­queño epigrama que se atribuye al joven Platón acaso sin demasiado fundamento, tan comentado por Max y por mí, y que Herr Ulrichs tituló Elvuelo del alma:

Mi alma, mientras besaba a Agatón, se llegó a mis labios. Hasta allí había ido, la desgraciada, para pasar a él.

¿Quién fue Agatón para Karl Heinrich? ¿Qué hace el alma, envuelta en ceniza, cuando desco­noce el sonar de la vida, y no tiene amor? ¿Puede la abyección ser noble? ¿Se halla la ver- edad, el oro, entre la vulgar piedra? ¿Dónde está la razón, Dios mío, dónde está la razón?

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