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Para cuando llegó noviembre, ninguno de los apenas cien vecinos de la aldea de Luiro dudaba ya de que ese año no habían tenido otoño. Hasta entonces, algunos de los ancianos de este pe- queño pueblo situado en los confines septentrionales del continente en Laponia finlandesa aún se resistían a acep- tarlo. Sabían que el tiempo es así, y que algunos años, por ejemplo, la nieve se retrasaba incluso hasta el punto de coincidir su llegada con la Navidad. Pero este año era dife- rente: que metidos ya en el penúltimo mes del calendario, las temperaturas nocturnas no hubiesen bajado lo sufi- ciente como para permitir que el hielo cubriese (al menos con una fina capa traslúcida) el vecino lago de Aaapajärvi era demasiado raro, incluso para ellos. Luiro era el paradigma de aldea finlandesa: un puñado de casas desperdigadas en uno de los claros del bosque boreal que tupe gran parte de la superficie de Finlandia, como si de un espeso jersey de lana verde se tratase, visto desde el aire. Bueno, para ser exactos, el claro donde hacía unos 400 años los primeros pobladores de Luiro decidieron asentar- se era una gran turbera, un terreno encharcadizo que en primavera –estamos hablando del mes de junio- se cubría de flores de todo tipo, que al marchitarse eran sustituidas por hordas enteras de mosquitos recién metamorfoseados en las praderas inundadas. A cambio de este «tormento» alado, los habitantes de Luiro contaban aún con uno de los cielos más puros de Europa, donde era relativamente fácil contemplar uno de los prodigios de la Naturaleza más impresionantes que exis- ten: las auroras, fenómenos ópticos que aparecen algunas noches cerca de los polos, imposibles de describir con palabras. El río Luirojoki (joki en finés significa río) serpenteba por entre los pequeños campos de la aldea, proveyendo de peces a los vecinos, grandes aficionados a la pesca. Además, nuestra pequeña aldea poseía algo que la con- vertía aún en más especial: la mayoría de las casas y paja- res conservaban su estructura original, con el aspecto envejecido que los años dan a la madera sin pintar someti- da a la intemperie. Aunque no faltaba alguna granja pinta- da del color rojo característico de las viviendas finlandesas, procedente de una pintura natural que, aún hoy, muchos de los habitantes de Finlandia siguen preparando con tin- tes silvestres en hogueras al aire libre. El único vínculo de Luiro con el «mundo exterior» era una estrecha carretera sin asfaltar, una pista que terminaba en el pueblo, y que los habitantes de Luiro se afanaban en mantener visible –limpia de nieve era una utopía durante casi seis meses al año-, y donde no era raro encontrarse con algún alce cruzando despreocupadamente de un lado al otro. Pero eso no era un problema, porque Luiro no era un sitio de paso frecuente, no se llegaba a él por casuali- dad, había que querer ir expresamente. Además, había que tener en cuenta que Pelkosenniemi, municipio al que pertenecía esta pequeña población, tenía una densidad de población de tan sólo 0,5 habitantes por kilómetro cuadrado 1 . El primero que se dio cuenta de que ese año algo extra- ño estaba ocurriendo fue el sr. Vuori. Un día de principios de octubre, al ir a apañar la última cosecha de patatas de la temporada a la pequeña parcela heredada de sus abuelos. Al llegar, Juhani se sorprendió al comprobar que las gru- llas, vecinas habituales de su tierra, que les proporcionaba invertebrados para alimentar a sus crías en verano, aún no se habían marchado. Normalmente, para esas fechas esta- ban ya bastante lejos, llegando incluso a España, huyen- do del General Invierno y su ejército de fríos. Lo cierto es que tampoco dio mucha importancia al asunto, pero de regreso a casa se encontró con su hermano Ossi, que ve- nía del lago, de capturar algunas tencas. Su mujer se había empeñado en invitar al día siguiente a unas amigas de Rovaniemi con las que había coincidido en un grupo de canto, y él había decidido ir de pesca mientras su esposa preparaba la visita. Ossi le comentó que le había chocado ver cómo los álamos de las orillas del lago Aapajärvi aún no habían cambiado de color. Continuaban verdes, cuando en octu- bre lo normal era que gran parte de las hojas estuvieran ya flotando sobre la superficie de las quietas aguas del lago, o en los árboles, pero con el tono rojizo ciertamente her- moso, que precedía a su caída con el susurro de la fría brisa pre-invernal, fina ya como cuchillos, que forzaba su caída al colarse entre las ramas. Una semana más tarde, Päivi, la misteriosa mujer que vivía sola en la casa más apartada de la aldea, donde el bosque de píceas volvía a dominar el paisaje, comenzó también a escamarse. ¿Dónde estaban ese año las delicio- sas moras de los pantanos que solían madurar por doquier en toda la zona? Päivi era una experta cocinera, y muy aficionada a recoger cualquiera del casi medio centenar de Juan Manuel Sandín Pérez EL AÑO QUE NO HUBO OTOÑO

EL AÑO QUE NO HUBO OTOÑO · menos algo de paja seca. Los avisos no erraron. El día 27 de noviembre amaneció desapacible, y una fuerte ventisca se encargó de recordar a los habitantes

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Page 1: EL AÑO QUE NO HUBO OTOÑO · menos algo de paja seca. Los avisos no erraron. El día 27 de noviembre amaneció desapacible, y una fuerte ventisca se encargó de recordar a los habitantes

Para cuando llegó noviembre, ninguno de los apenascien vecinos de la aldea de Luiro dudaba ya de que eseaño no habían tenido otoño.

Hasta entonces, algunos de los ancianos de este pe-queño pueblo situado en los confines septentrionales delcontinente en Laponia finlandesa aún se resistían a acep-tarlo. Sabían que el tiempo es así, y que algunos años, porejemplo, la nieve se retrasaba incluso hasta el punto decoincidir su llegada con la Navidad. Pero este año era dife-rente: que metidos ya en el penúltimo mes del calendario,las temperaturas nocturnas no hubiesen bajado lo sufi-ciente como para permitir que el hielo cubriese (al menoscon una fina capa traslúcida) el vecino lago de Aaapajärviera demasiado raro, incluso para ellos.

Luiro era el paradigma de aldea finlandesa: un puñadode casas desperdigadas en uno de los claros del bosqueboreal que tupe gran parte de la superficie de Finlandia,como si de un espeso jersey de lana verde se tratase, vistodesde el aire.

Bueno, para ser exactos, el claro donde hacía unos 400años los primeros pobladores de Luiro decidieron asentar-se era una gran turbera, un terreno encharcadizo que enprimavera –estamos hablando del mes de junio- se cubríade flores de todo tipo, que al marchitarse eran sustituidaspor hordas enteras de mosquitos recién metamorfoseadosen las praderas inundadas.

A cambio de este «tormento» alado, los habitantes deLuiro contaban aún con uno de los cielos más puros deEuropa, donde era relativamente fácil contemplar uno delos prodigios de la Naturaleza más impresionantes que exis-ten: las auroras, fenómenos ópticos que aparecen algunasnoches cerca de los polos, imposibles de describir conpalabras.

El río Luirojoki (joki en finés significa río) serpentebapor entre los pequeños campos de la aldea, proveyendode peces a los vecinos, grandes aficionados a la pesca.Además, nuestra pequeña aldea poseía algo que la con-vertía aún en más especial: la mayoría de las casas y paja-res conservaban su estructura original, con el aspectoenvejecido que los años dan a la madera sin pintar someti-da a la intemperie. Aunque no faltaba alguna granja pinta-da del color rojo característico de las viviendas finlandesas,procedente de una pintura natural que, aún hoy, muchosde los habitantes de Finlandia siguen preparando con tin-tes silvestres en hogueras al aire libre.

El único vínculo de Luiro con el «mundo exterior» erauna estrecha carretera sin asfaltar, una pista que terminabaen el pueblo, y que los habitantes de Luiro se afanaban enmantener visible –limpia de nieve era una utopía durantecasi seis meses al año-, y donde no era raro encontrarsecon algún alce cruzando despreocupadamente de un ladoal otro. Pero eso no era un problema, porque Luiro no eraun sitio de paso frecuente, no se llegaba a él por casuali-dad, había que querer ir expresamente.

Además, había que tener en cuenta que Pelkosenniemi,municipio al que pertenecía esta pequeña población, teníauna densidad de población de tan sólo 0,5 habitantes porkilómetro cuadrado1.

El primero que se dio cuenta de que ese año algo extra-ño estaba ocurriendo fue el sr. Vuori. Un día de principiosde octubre, al ir a apañar la última cosecha de patatas de latemporada a la pequeña parcela heredada de sus abuelos.Al llegar, Juhani se sorprendió al comprobar que las gru-llas, vecinas habituales de su tierra, que les proporcionabainvertebrados para alimentar a sus crías en verano, aún nose habían marchado. Normalmente, para esas fechas esta-ban ya bastante lejos, llegando incluso a España, huyen-do del General Invierno y su ejército de fríos. Lo cierto esque tampoco dio mucha importancia al asunto, pero deregreso a casa se encontró con su hermano Ossi, que ve-nía del lago, de capturar algunas tencas. Su mujer se habíaempeñado en invitar al día siguiente a unas amigas deRovaniemi con las que había coincidido en un grupo decanto, y él había decidido ir de pesca mientras su esposapreparaba la visita.

Ossi le comentó que le había chocado ver cómo losálamos de las orillas del lago Aapajärvi aún no habíancambiado de color. Continuaban verdes, cuando en octu-bre lo normal era que gran parte de las hojas estuvieran yaflotando sobre la superficie de las quietas aguas del lago,o en los árboles, pero con el tono rojizo ciertamente her-moso, que precedía a su caída con el susurro de la fríabrisa pre-invernal, fina ya como cuchillos, que forzaba sucaída al colarse entre las ramas.

Una semana más tarde, Päivi, la misteriosa mujer quevivía sola en la casa más apartada de la aldea, donde elbosque de píceas volvía a dominar el paisaje, comenzótambién a escamarse. ¿Dónde estaban ese año las delicio-sas moras de los pantanos que solían madurar por doquieren toda la zona? Päivi era una experta cocinera, y muyaficionada a recoger cualquiera del casi medio centenar de

Juan Manuel Sandín Pérez

EL AÑO QUE NO HUBO OTOÑO

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especies de bayas silvestres que crecen en Finlandia, paraluego hacer con ellas deliciosos pasteles. Y la mora de lospantanos, una suerte de mora anaranjada que crece soloen la parte más septentrional del país, era una de sus favo-ritas. El año pasado éstas crecían casi en la puerta mismade su casa hasta llegar las primeras heladas, que les anima-ban a madurar, pero esta vez parecían haber desaparecidopor completo.

Y es que el calendario marcaba ya mediados de octubre,y de ninguna de las chimeneas de Luiro emanaba todavíaese humo sutil tan característico de la leña de abedul, árbolcuya corteza es capaz de arder como la tea aunque estémojada.

El tiempo se convirtió en el tema de conversación favo-rito en el pueblo ese año, y todo encuentro fortuito con unoso en el bosque, o las ocurrencias de Gunnar, el molinerochiflado, pasaban a segundo plano en cuanto la palabraotoño aparecía en la conversación, lo cual no era muy in-frecuente dadas las circunstancias.

La televisión, cuya señal había llegado hacía no muchotiempo a Luiro, también se hacía eco del retraso del otoño,y casi todas las noches había alguna noticia o tertulia ha-blando sobre el asunto. Había incluso quien achacaba elfenómeno al tan manido cambio climático. Después de todo,hacía tres años la primera nevada de importancia habíacaído casi en febrero, cuando lo normal es que para Navi-dad toda Laponia estuviese ya cubierta por un gruesomanto de nieve.

Pero el caso es que el invierno estaba cada vez máscerca, como así lo corroboraba el que los días fuesen cadavez más cortos. De hecho, por estas fechas en estas latitu-des cada día el sol está sobre el horizonte casi diez minu-tos menos que la jornada anterior, hasta llegar a diciembre,cuando desaparece por espacio de casi una semana, tiem-po que todos, personas y animales, procuran pasar en susguaridas o al amor de la lumbre de los hogares, únicosvestigios de luz en medio de los bosques en esas horas deoscuridad absoluta, que en Finlandia denominan kaamos.

Las hojas del calendario iban pasando, y antes de aca-bar octubre, los frutales de los huertos de Luiro sorpren-dieron a sus propietarios con una cosecha extra de manza-nas, que algunos, como la enigmática pero bella Päivi, apro-vecharon para elaborar exquisitas tartas de manzana.

Otro que salió ganando ese otoño fue Vattanen, el exguarda forestal. Estaba ya retirado y ahora que ya no teníaque ocuparse de orientar a los excursionistas (hay pocosfurtivos en Escandinavia) se había vuelto un gran aficio-nado a la caza. Esa temporada, Vattanen se hinchó a captu-rar liebres y perdices nivales. Solía salir con su escopeta ala colina de Nivatunturi, en cuyas laderas las piezas, yacon su pelaje y plumaje pre-invernal tirando a blanco, seesforzaban inútilmente ese año en ocultarse entre el verdeoscuro de los brezales. El cambio de coloración con que laNaturaleza había dotado a muchos animales de latitudesárticas venía muy bien para escapar de las garras de loscárabos lapones desde mediados de otoño hasta la prima-vera, cuando la nieve de su alrededor los volvía invisibles.Pero esta adaptación biológica perdía toda su eficacia esteaño, en el que el ex-guarda no tenía más que apuntar consu escopeta a unas liebres que se detectaban a kilómetrosde distancia.

Pero por fin, cuando noviembre estaba a punto de aca-bar, las noticias se hicieron eco de lo que tarde o tempranohabía de suceder: el servicio meteorológico finlandés avi-saba de la llegada inminente de la primera gran borrasca dela temporada, procedente del gélido Mar de Barents.

En Laponia, detallaba la predicción, que ese día fue elespacio televisivo más seguido en los hogares de Luiro,las temperaturas podrían caer hasta 15 grados, e inclusopodrían escaparse algunos copos en Helsinki, la agrada-ble capital del país. Los vecinos de nuestro pueblecito noterminaban de convencerse del asunto, pero cuando alatardecer escucharon el graznido de los cisnessobrevolando las casas rumbo al Sur, vieron que quizáfuera mejor prepararse y guardar el ganado, que solía pas-tar libremente en la pradera, aunque sólo fuera por unosdías, hasta que pasase el temporal.

Por lo que, al día siguiente Juhani Vuori, ayudado porsu fiel golden retriever Rocky, reunió a sus 20 renos (por-que en Laponia la gente no tiene vacas u ovejas, sinorenos) y los encerró en su finca, donde podría ofrecerles almenos algo de paja seca.

Los avisos no erraron. El día 27 de noviembre amaneciódesapacible, y una fuerte ventisca se encargó de recordara los habitantes de Finlandia su posición en cuanto a lati-tud en el Planeta. Y el otoño, que como este año ocurriótambién en España, tanto se había demorado, regresó porfin a este apacible rincón de Finlandia, pillando a todospor sorpresa.

1 La densidad de población media de la comarca leonesa de LaMaragatería es en la actualidad de unos 6 habitantes/Km2.

* Juan Manuel Sandín Pérez (Astorga, 1978), es TécnicoS. en Gestión de Recursos Naturales. Aficionado al pe-riodismo y a los relatos cortos, ha viajado en numerosasocasiones al país nórdico de Finlandia, donde estáambientada esta historia, y cuyos datos geográficos ydemográficos se corresponden con la realidad.

Aldea de Luiro en una foto tomada en los años ochenta.Autor: Lauri Yli –Tepsa

16/ARGUTORIO nº 24 1er SEMESTRE 2010