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EL BARRO DE LOS MUERTOS: EL CIELO DE LOS DESAPARECIDOS El tajo fortuito de una pala permitió que Diana Triay y Sebastián Llorens –militantes del ERP «chupados» en 1975– salieran del subsuelo de la desaparición y ascendieran a la tierra húmeda de los muertos. Para quienes conocieron a sus padres por fotos, abrazarse a los huesos representa un triunfo: es reencontrarse con la historia de esos cuerpos que nunca pudieron tocar o acariciar de manera consciente. FOTO: GENTILEZA FERNANDO LÓPEZ

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EL BARRO DE LOS MUERTOS:

EL CIELO DE LOS DESAPARECIDOS

El tajo fortuito de una pala permitióque Diana Triay y Sebastián Llorens–militantes del ERP «chupados» en 1975– salieran del subsuelo de la desaparición y ascendieran a la tierra húmeda de los muertos.

Para quienes conocieron a sus padres por fotos, abrazarse a los huesos representa un triunfo: esreencontrarse con la historia de esoscuerpos que nunca pudieron tocar oacariciar de manera consciente.

FOTO: GENTILEZA FERNANDO LÓPEZ

Era miércoles. Era marzo. Esos dosdatos aparecen nítidos cada vezque Carolina Llorens lo recuerda:iba charlando con Paula, una

amiga y colega, cuando sonó el celular. La comunicación fue corta y amena.–¿Carolina? Me presento: soy Anahí Gi-

narte, del Equipo de Antropología Forense,y necesito hablar con vos. ¿Cuándo pode-mos vernos?

Carolina dijo que estaba ocupada: debíaviajar a Villa Dolores, dar un taller hasta lanoche y, al día siguiente, volver a Córdoba yatender varios pacientes.

–¿Podés mañana a la tarde? –preguntóCarolina.

–Sí –respondió la mujer.Acordaron reunirse el jueves por la

tarde, en la casa de Carolina, camino a VillaAllende, a unos minutos de la ciudad deCórdoba.

Carolina cortó la llamada y, al bajarse enla terminal de ómnibus, notó que estabatemblando, pero minimizó la situación: sele fue de la mente durante el resto del día.Disfrutó del taller y se sintió plena en lanoche calma de Villa Dolores. Pero todovolvió a su cabeza a la mañana siguiente. Elómnibus recorría la autopista que une VillaCarlos Paz y Córdoba. Apenas cruzó elpuente de Malagueño, la vista se clavó delotro lado de la ruta: en la estructura de hor-migón que recuerda que allí funcionó LaPerla, el principal centro clandestino de de-tención, tortura y exterminio de la provin-cia de Córdoba durante la última dictadura.Sintió escalofríos.

Entonces –recién entonces- Carolinasupo que la esperaba una noticia que la sa-cudiría. Se dijo a sí misma que nadie delEquipo de Antropología Forense (EAAF)iría hasta su casa sólo por un trámitemenor que pudiera hacerse por teléfono. Lainvadió la impaciencia. Había esperado esemomento durante treinta y siete años.Cerró los ojos.

Atendió a sus pacientes y durante lasdos últimas sesiones sintió una ansiedadque la desbordaba. Anahí Ginarte llegó a lahora prevista. Hizo sonar la campana dehierro ubicada junto a la puerta de rejas yoyó el ladrido de los perros. Carolina abrióy la invitó a pasar. Subieron juntas a la ha-bitación donde funciona el consultorio yse sentaron en dos pufs mullidos.

Había un silencio apenas roto por elcanto de los pájaros:

–Encontramos a tu mamá y casi con se-guridad a tu papá –dijo Anahí con una vozcálida. Carolina tardó en reaccionar. Se sin-tió aturdida. Trató de pensar cuántas vecesy con qué intensidad había deseado encon-trar a su mamá o a su papá, pero jamásimaginó que pudieran darle la noticia queacababa de escuchar: que habían aparecidojuntos.

Anahí prosiguió: los restos de SebastiánLlorens y Diana Triay habían aparecido demanera azarosa en un barrio marginal ubi-cado a orillas del Río La Matanza, en la pro-vincia de Buenos Aires, el 26 de octubre de2012. A cuatro meses y medio del hallazgo,y luego del paciente trabajo del EAAF,Anahí describía minuciosamente todo lo

POR GABRIEL ROSENBAUN

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que sabía mientras Carolina trataba de aco-modar –a los tumbos– un rompecabezascon más partes que las que podía ordenar.

–Yo quería encontrar los huesos. Es rarodecirlo, pero necesitaba tocar algo que pro-bara que mis papás habían existido. Y que-ría darles una despedida –dice ahoraCarolina, casi en un susurro. Hay una rela-ción inversamente proporcional entre elpeso de las palabras y la intensidad con laque las pronuncia.

–Que los encontraran juntos rompecualquier lógica –dice Carolina–. Hay casosen los que encontraron a los dos integran-tes de una pareja de desaparecidos, peromuy pocos en los que aparecieron juntos. Sino tenés alguna manera mística de explicareso y todas las coincidencias posteriores nopodés entender casi nada de esta historia.

Carolina se ríe con risas cortas, quizánerviosas, como si estuviera haciendo unatravesura en la memoria de su abuela ma-terna –también llamada Carolina-, una an-daluza profundamente anticlerical que lacrió con mucha espiritualidad pero lejos detoda mística.

Desde ese jueves de principios de marzode 2013, y durante unos cuantos meses,todo el resto de la vida de Carolina –pacien-tes, obligaciones menores, trámites cotidia-nos- entró en un paréntesis.

***

Antes de despedirse, Anahí dejó anota-dos los datos de los compañeros del

EAAF que habían participado del procesode identificación de los cuerpos, para quese contactaran con ellos y avanzaran en elcamino hacia la restitución. Emocionada,Carolina bajó a su casa. Su marido, César, ysus dos hijos menores, Teo (doce años) yValentín (nueve), esperaban ansiosos. Elladescribió todo cuanto pudo hilvanar. Césarabrió los ojos con expresión de sorpresa ypidió más precisiones sobre el sitio en elque habían aparecido los cuerpos.

–Si es donde supongo, yo estuve en esebarrio el año pasado, trabajando con el Mo-

vimiento Campesino –dijo CésarBuscaron mapas y cotejaron informacio-

nes. Todo coincidía. Pero era demasiado in-verosímil para ser cierto. Aún incrédula,Carolina llamó a Ana Clérici, una amiga quetambién integra el Movimiento NacionalCampesino. Ana le dijo que sí: que hacíaunos meses, en ese barrio Sarmiento en elcual había estado César, una comunidadubicada a orillas del Río La Matanza y po-blada en su mayor parte por inmigrantesindocumentados, habían aparecido restoshumanos, mientras algunos pobladores ca-vaban en un terraplén.

Cuando llamó a los contactos que Anahíle había dejado anotados, Carolina sabía de-masiado. Sólo le quedaba conocer aspectosformales de la investigación que había es-tado bajo la órbita del juez federal DanielRafecas.

Aquel jueves de marzo faltaba un paso:determinar si Sebastián era Sebastián. De-bían cotejar sus datos genéticos con los dePablo, su otro hermano desaparecido, quienpresuntamente había muerto en un enfren-tamiento en Tucumán. Primero le tomaronuna muestra a Joaquín, el hermano de Caro-lina, ya que el cromosoma «Y» aporta infor-mación fundamental sobre la línea paterna.Luego, en la embajada de Washington(EE.UU.), se hizo lo mismo con uno de loshijos de Pablo. Diez días más tarde, el EAAFdeterminó la identidad: era Sebastián.

***

–De chiquita yo decía que mis papásestaban en lo más azul del cielo.

Cuando los extrañaba, me sentaba en elpatio de la escuela a mirarlos en lo más azuldel cielo. Y me quedaba ahí –dice Carolina.Bajo tierra, de casualidad y en lo que en1975 era un descampado, aparecieron loscuerpos de Diana y Sebastián. Allí creciódespués un barrio y en ese barrio alguienhizo un tajo en la tierra con una pala quesacó a la luz tanta sombra.

Aun cuando el hallazgo establecieracierto orden –ansiado o probablemente

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imaginado-, el reverso de la moneda im-plicó el duelo: la aparición de los cuerpostambién traía la certeza de la muerte.

Militantes del Ejército Revolucionariodel Pueblo (ERP), Diana y Sebastián habíansido «chupados» el 9 de diciembre de 1975,dos semanas antes del ataque al Batallónde Monte Chingolo –la última y más arries-gada acción del ERP, que Diana estaba pla-neando con sumo detalle- y dos díasdespués de la captura de Juan Eliseo Le-desma, el jefe de logística erpiano, entre-gado por las delaciones de Jesús “el Oso”Ranier, agente de inteligencia del Ejércitoinfiltrado en el ERP.

Un grupo de trece personas los secues-tró en un departamento del cuarto piso deCallao 1158 de la Capital Federal, en pre-sencia de sus hijos Carolina y Joaquín –na-cidos en la clandestinidad-, de un año ymedio y tres meses respectivamente.Treinta y siete años después de oír por úl-tima vez a sus padres –acaso los gritos depánico y dolor, aunque ella no tenga recuer-dos conscientes de aquello-, Carolina era la

primera persona de su familia en saber queDiana y Sebastián salían, por fin, del sub-suelo terrorífico de la desaparición y ascen-dían al mundo de los muertos.

***

Hasta que crecieron y pudieron enten-der la complejidad de las desaparicio-

nes, los tres hijos de Carolina repitieronuna misma pregunta:

–Mami, si no los viste muertos, ¿cómosabés que los abuelos están muertos?

Ludmila Catena, antropóloga y directoradel Archivo Provincial de la Memoria deCórdoba, argumentará después que la fi-gura de la desaparición implica una triplefalta: del cuerpo, de la muerte misma y delduelo, tan necesario. Esa triple ausencia fueconstitutiva de la identidad de Carolina yde sus hijos.

–Yo no los esperaba vivos. Terapéutica-mente lo había elaborado: los había soñado,los había enterrado; yo quería encontrarlos huesos. Además, no tenía recuerdos de

FOTO: GENTILEZA FERNANDO LÓPEZ

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ellos vivos –dice Carolina–. ¿A quién iba aesperar vivo? Si lo que yo tenía de elloseran fotos. Por eso, y aunque suene raro, dechica lo que yo esperaba eran imágenes,cuentos, canciones.

***

En su patio de barrio Los Boulevares,Nacho Llorens habla con una voz honda

mientras cae la tarde. Nacho es hermano deSebastián y tío de Carolina. Tiene una barbaoscura y mueve sus dedos largos mientrashabla.

–Nosotros pensábamos que los habíantirado al mar. Que los habían hecho«volar». Nunca imaginamos que pudieranaparecer –se sincera.

A Nacho se le anuda la voz y hace largossilencios. Traga saliva y dice que su cabezase aferró a una esperanza, difícil de explicarpara alguien que vivió décadas devastado-ras. En los años ’60 y ’70, hubo momentosen los que sólo tres o cuatro de sus diezhermanos estaban en libertad; los demássufrían en cárceles o en el exilio. O estaban«desaparecidos».

–Aunque no lo decía, en el fondo yo pen-saba que a lo mejor Sebastián estaba vivo.Siempre estaba la remota posibilidad de queestuviera loco y perdido por ahí –dice Nacho–.O vivo, en algún lado, qué sé yo. Con Pablo sa-bíamos lo que pasó, pero con Seba no.

Cuando la muerte es tan extemporánea–cuando la certeza de la muerte llega tantarde-, a veces sólo queda salvar en el pen-samiento a esos muertos queridos: meca-nismos psicológicos para evitarlessufrimientos.

***

Sentada en el puf en el que Anahí Ginartele dijo que habían encontrado a sus pa-

dres, Carolina habla pausado. Ahora quesabe que sus padres no murieron por heri-das de bala ni por traumatismos que dejaranevidencias en los huesos, puede imaginar es-cenarios más y menos dolorosos:

–Pueden haber muerto por tortura opor una inyección letal. Si quiero imagi-narme algo más «agradable», me imaginouna inyección letal, porque eso significaque sufrieron menos. Pero que los tortura-ron, los torturaron un montón –dice.

Las desapariciones –no las de Diana ySebastián: todas– no fueron sólo la elimina-ción física e individual, sino el mensaje co-lectivo de esas ausencias: la construcciónen las cabezas ajenas, la inoculación del te-rror y el silencio rellenando los huecos delas certezas.

Desenterrar los huesos fue desenterrarcierto silencio familiar: rellenar de vida losrecuerdos inanimados de Diana y Sebastián.

Durante casi cuarenta años, ni los Llo-rens ni los Triay pudieron sumergirse enlas profundidades en las que a veces buceóCarolina. Ella –que tantas veces quiso en-tenderlos- cree que fue la forma que encon-traron los demás para cuidar a los vivos y alos muertos. Dolían tanto las ausencias quecasi todos naturalizaron un doble muro decontención: un cristal que por un ladoponía a salvo a Carolina y Joaquín, y por elotro blindaba el recuerdo de Diana y Sebas-tián. Ese cristal se hizo pedazos.

–En mi familia Triay se hablaba muchode mi mamá, pero nada de su militancia. Eseera el límite. Aun así, tenía muchas historiasde ella. Pero de mi papá nadie me hablaba.Por momentos pensaba: «¿Qué les pasa? ¿Nolo querían?». Pero aparecieron los restos yaparecieron las historias, las anécdotas. Yentendí esa dificultad de los Llorens, esa im-posibilidad de contar cosas lindas –dice Ca-rolina–. Pudimos hablar de temas que, detan dolorosos, nadie nunca hablaba.

Carolina se afloja y ríe. Mezcla relatosque brotaron en los últimos tiempos y vacosiendo una herencia familiar de gestos ycomportamientos.

–Me contaban cosas de mi papá y eraverlo actuar ahora a Teo, mi hijo de doceaños: tiene el mismo carácter cabrón y lamisma cabeza de huevo –dice–. Le ves loshuesos y decís: «Éste va a ser igualito alabuelo».

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***

Los esqueletos de Diana y Sebastián, ar-mados a la par, impresionaban. Sólo tres

familiares habían entrado a la sala delEAAF, en la Ciudad de Buenos Aires, dondese realizaba la primera ceremonia íntimade restitución de los cuerpos.

Carolina, acompañada por su esposoCésar y su tía María –hermana de Sebas-tián-, vivió una experiencia conmovedora.

–Lo hemos hablado con otros chicos deHIJOS (Hijos e Hijas por la Identidad y laJusticia contra el Olvido y el Silencio) y estarfrente a los huesos es decir: «Soy parte deesto que ya no está, pero yo nací de estoshuesos» –dice Carolina–. Cuando vi la pelvisde mi mamá me imaginé que estuve ahí.Cuando vi las piernas de mi papá me vi ju-gando agarrada de esas piernas. Fue sentirpor primera vez que tocaba de maneraconsciente lo que fueron sus cuerpos.

Pocos días después hubo una segundaceremonia en el EAAF. Nacho estuvo ahí.

–Fue durísimo tener contacto con los ca-dáveres descarnados. Un momento muy,muy triste –dice Nacho–. No necesitabashacerles el ADN para darte cuenta. Era ver-los a Sebastián y Diana ahí.

Nelly, madre de Sebastián y una de lasfundadoras de Madres de Plaza de Mayo enCórdoba, no quiso entrar a la sala del EAAF.A los noventa y dos años no le cabía ta-maño dolor. Ludmila (dieciocho años), Teo(doce) y Valentín (nueve) –hijos de Caro-lina- sí se animaron: tocaron los huesos, hi-cieron ese duelo.

Carolina siente que ahí –justo ahí- em-pezó un tiempo distinto. Porque la restitu-ción fue mucho más que reencontrarse conlos cuerpos. Fue un proceso de restituciónde los huesos pero, sobre todo, de resignifi-cación de las vidas de sus padres. Ella, quese reconoce como una «zurcidora de la his-toria», encontró gente y anécdotas, entre-vistó y hurgó. Y aparecieron fotos: algunasfueron un tesoro, como las del Registro deExtremistas, que en mayo se incluyeron en

un pequeño libro que editó el Archivo Pro-vincial de la Memoria.

Mientras habla, Carolina busca el librito.Señala una foto de Diana, joven, con dos lar-gas trenzas y una mirada que recuerdamucho a la de su hija.

–La conseguimos cuando armábamos ellibro y tiene una nitidez impresionante. Amí y a mi hija Ludmila nos hacía imaginarlamoviéndose. Cuando vimos los huesos, esafoto nos permitió tener una imagen de pre-sencia tangible –dice Carolina.

***

El corazón del barrio Sarmiento, dondehabían aparecido los cuerpos, latía en el

interior de la historia. Carolina sintió queallí debía ocurrir un hecho simbólico. Lohabló con el equipo del EAAF y logró laaprobación. Allí, a mil metros de Camino deCintura y avenida La Noria –en lo más re-cóndito del conurbano bonaerense-, se hizoel primer acto público de restitución de losrestos de Sebastián Llorens y Diana Triay.En la mañana del 28 de mayo de 2013, Mar-tín Fresneda, secretario de Derechos Huma-nos de la Nación y compañero de militanciade Carolina en HIJOS Córdoba, habló emo-cionado bajo un aguacero:

–Ellos volvieron de la desaparición a lamuerte. Para quienes nos tocó conocer anuestros padres por fotos, abrazar estos

FOTO: TIEMPO ARGENTINO

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huesos es abrazarnos con nuestros padres–dijo el funcionario. A su izquierda, bajo lalona de una carpa anaranjada, mirabaatento el ex juez español Baltazar Garzón. Ala derecha de Fresneda, Nelly Llorens, chi-quitita, arrugada, sonriente, se sacaba unaboina oscura y se anudaba el pañueloblanco de las Madres de Plaza de Mayo. Pe-gada a su abuela, y con el pelo chorreandoel agua de la lluvia, Carolina contemplabacon ojos brillosos. Le apretaba una mano aNelly y miraba con ternura los portarretra-tos con imágenes de sus papás sobre lasurnas en las que estaban los huesos.

Para cuatro generaciones de la familiaLlorens, el hallazgo de los huesos en ese ba-rrio no era una casualidad: representabauna continuidad en la vida de Sebastián yDiana, quienes fueron tomados como íco-nos por los pobladores de Sarmiento.Cuando en esa mañana lluviosa Carolina vioque los vecinos habían colgado un pasaca-lles con los nombres de sus padres, le re-sultó imposible contener un llantoespontáneo y visceral. Se sintió arropadacon cada palabra de los pobladores del ba-rrio y tembló de emoción al descubrir unmural con letras amarillas sobre un fondocolor tierra, con dos puños apretados y al-gunas casitas con techos de colores: «Noson sólo memoria, son vida abierta, son ca-mino que empieza y que nos llama. Sebas-tián y Diana», leyó entre lágrimas.

Ahora, en un mediodía cordobés, Caro-lina recuerda aquella mañana helada demayo. Cree que inclusive esa lluvia feroztuvo su razón. Aquel aguacero en el conur-bano bonaerense los empapó pero, a la vez,hizo que no quedaran políticos de ocasiónni dolientes por compromiso. La gente delbarrio Sarmiento siguió ahí, en el barro yde pie. Terminaron comiendo un «locrazo»,mezclados familiares y vecinos.

A Carolina, un amigo le dijo que todo pa-recía una película guionada por «Rabo denube», la canción del trovador cubano Sil-vio Rodríguez.

Carolina canta muy suave: «Si me dijeran

pide un deseo / preferiría un rabo de nube /

que se llevara lo feo / y nos dejara el que-

rube / Un barredor de tristezas / un agua-

cero en venganza / que cuando escampe

parezca / nuestra esperanza».–Cuando leí la canción, era la restitu-

ción, tal cual –dice. Sentada en su puf, abre los ojos y sus-

pira, como queriendo retener una imagen.–Ese día sentí que la de mis papás fue

una victoria. Una victoria más compleja:como si le hubiesen ganado algo a la mal-dad terrible de la desaparición. Ellos seamaron mucho y yo me pregunto: «¿Eseamor se puede desaparecer?». Ahí está eltriunfo, y en que aparezcan entre los lucha-dores de un barrio –dice–. En un momentocon mi hermano nos dijimos, un poco enbroma y un poco en serio, si sus cuerpos nomerecían quedarse ahí, con su gente. Peronos respondimos: «Inclusive muertos yahan hecho mucho». Y necesitaban descan-sar en paz, en un cementerio.

***

Lejos de la situación idílica de un ordenansiado –cierto acomodo real, pero in-

completo-, el hallazgo de los cuerpos fue unpoderoso movimiento de desacomodo: sa-cudió emociones y construcciones de sen-tido. Se vivió el duelo con toda laintensidad: «como si se hubieran muertoayer». Elaborarlo fue una esforzada –pe-nosa, desgarradora- tarea para todos.

–Para mí fue muy sanador. Aunque pa-rezca contradictorio, hay mucha paz en lamuerte, y en tener un lugar en el que sabésque están los huesos de tus papás –dice Ca-rolina, que aclara que habla de una «calmade espíritus», una forma de atravesar losconflictos. Porque hubo conflictos, y la afec-taron. Se sentía la bisagra entre los Triay ylos Llorens, y contemplaba una batalla per-manente y no declarada.

–Yo no sé lo que es ser hija de padres se-parados, pero sí viví ser hija de dos fami-lias. Los papás unen a las familias mientrasestán presentes, mantienen una cohesión.Al no estar mis papás, y ahora que tampoco

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FOTO: LIBRO DEL ARCHIVO PROVINCIAL DE LA MEMORIA

estaban mis abuelos Triay, que nos criaron,había muchísima tensión. Se reavivaronmuchas cosas –dice.

Por aquellos días, Nelly Llorens –no-venta y tres años cumplidos en julio– seenojó muchísimo. Porque la muerte tam-bién produce enojo. Sobre todo cuando elhallazgo de los cuerpos es una noticia re-ciente que no se puede contar hasta que unjuez lo haga oficial. Nelly se mantuvo aflote con el salvavidas del fervor religioso.De todos modos, discutió mucho con susnietos –Carolina y Joaquín tenían un dere-cho superior para decidir en qué sitio ente-rrarían a Sebastián y Diana- hastaencontrar cierto sosiego. Empezó a aflo-jarse durante los actos públicos de restitu-ción: ante la gente fue, como siempre,seductora. Pero el frío y la lluvia del barrioSarmiento y las emociones de la ceremoniaen Córdoba le dejaron una neumonía de laque le costó recuperarse.

En octubre, cuando puede mirar todoaquello en perspectiva, Carolina destacaque pese a las diferencias internas en la fa-milia, los Llorens lograron una tregua a lacual le pone nombre preciso: concordia.Aunque las antipatías políticas se habíanagudizado –hubo quienes no participaronde las ceremonias públicas de restituciónporque sostenían que el Gobierno nacionalse aprovecharía del dolor familiar-, en el ri-tual íntimo de despedida la tristeza borrótodo encono: en la casa de Nelly, y delantede las urnas con los huesos de Sebastián yDiana, prevaleció una única tristeza.

Para los Triay, la restitución fue traumá-tica. Hay heridas que no cerrarán jamás.Los abuelos Carolina y Hugo, quienes cria-ron a Carolina y Joaquín, murieron con tris-teza infinita, esperando a Diana, o a surecuerdo. Cuentan que las navidades de losTriay eran antológicas. Pero que despuésdel secuestro de Diana, a fines del ’75, ya nohubo navidades: el miedo se había metidocomo el salitre que corroe todo.

Nidia, la mayor de las tres hermanas deDiana, vivió la restitución como un hechodramático. Tiene pegadas fotos de Diana en

su habitación y el pasado la traiciona: hacepoco, durante una reunión, pidió silenciopara contar que habían secuestrado a suhermana menor. Talía, la segunda hermana,no participó de la restitución: sólo cuandopudo fue al cementerio de Unquillo a dejarflores. Mirta, la tercera hermana, vive enEspaña: no quiso volver para las ceremo-nias y se enfureció con todos los actos pú-blicos de restitución. Para Carolina fue undolor inesperado.

–Mi tía todavía está más enojada con elERP que con los militares. Está dolida, y laentiendo, pero yo la quiero mucho y paramí fue muy doloroso que no viniera y quedurante dos meses no me hablara. Con mifamilia Triay no pudimos hacer un ritualpara despedir a mis papás –dice Carolina.

De los Triay, sólo logró reunirse con susprimos Hugo, Gabriela y Diego. Comieronunas empanadas y rieron. Sólo con elloscompartió esa extraña alegría. Pese a todo,Carolina se siente en paz.

–Lo que pasa es que encontrar los restosno borra los 37 años de desaparición –diceCarolina–. Mi abuela nunca pudo sobrelle-var la pérdida de su hija. La siguió espe-rando hasta el día que murió. Que ahorahayamos encontrado los restos, ¿quita algode todo ese tiempo de inmenso dolor?

***

Unos dos meses después de las ceremo-nias de restitución, Teo llegó preocu-

pado a su casa. –Mis abuelos ya no son desaparecidos.

Son víctimas de la dictadura –dijo.–Siempre fueron víctimas de la dicta-

dura, Teo –le dijeron Carolina y César.Teo se quedó pensando. Le costaba re-

accionar. Su identidad se construyó comonieto de desaparecidos. El nuevo escenariole resultaba complejo. Tan complejo y difícilcomo resultó no poder hablarlo con nadieque no fuese de su familia hasta que la Jus-ticia hiciera público que habían hallado losrestos de sus abuelos.

Por afuera, Carolina irradiaba claridad.

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Por dentro estaba llena de preguntas. Comotodos. No hay manuales para construir laidentidad. De todos modos, ella sintió unpoderoso apuntalamiento. Largas rondas demates con los integrantes del EAAF, cálidastardes en el Archivo de la Memoria –Lud-mila Catena tuvo un rol protagónico- y lascharlas de siempre con sus compañeros yamigos de HIJOS.

En octubre de 2013, unos días antes deque se cumpliera el primer aniversario delhallazgo de sus padres, Carolina ya encon-tró algunas respuestas.

–¿Qué cambió en relación con mi identi-dad? ¿Quién soy ahora? –se pregunta–. Creoque mi identidad se hace más compleja, nodistinta. Ahora soy hija de desaparecidos,asesinados y restituidos. No dejo de ser hijade desaparecidos. Eso es parte de mi exis-tencia y mi identidad. Soy una hija de des-aparecidos que pudo encontrar los restos,pero los huesos no borran los 37 años dedesaparición.

Teo solía empeñarse en saber si los hue-sos de sus abuelos podían estar en cual-quier parte: debajo de la vereda que pisabaen ese instante, por ejemplo. Ahora sabepero sigue tratando de entender.

–Recién ahora estoy cayendo, mami.Porque yo los esperaba vivos –confesó hacepoco.

Esas preocupaciones de sus hijos –esasesperanzas, esas construcciones- atraviesana Carolina. De chica, ella discutía mucho consu abuela materna. Y ese recuerdo se actua-liza ahora, mientras todos van, poco a poco,complejizando sus identidades.

–Con mi abuela nos peleábamos unmontón. Yo le discutía que perder a dos pa-dres era mucho peor que perder a una hija.Ella me decía que no, que perder a una hijaera peor. Y llegábamos a un punto en el queyo le planteaba que no había un «doloríme-tro», que no lo podíamos medir –recuerdaCarolina–. Cuando tuve hijos y cuando ellosse fueron haciendo preguntas sobre mispapás entendí todo lo que ella quería decir.¿Quién le quita a mi abuela todo ese dolor?

La restitución y el reencuentro –aun en

la muerte, el mapa mutilado de los Llorensy los Triay recobra cierta forma- arrojanuna luz que permite leer el pasado familiarde manera menos virulenta. Carolina en-tiende, recién ahora, silencios y comporta-mientos que sentía nocivos.

–En el afán de vernos bien a mí y a Joa-quín, mis abuelos maternos trataban de di-simular la ausencia. Tal vez creían que nosíbamos a sentir mejor si la ausencia no eratan fuerte, tan marcada. Y yo iba a contra-mano de la familia: era una empecinada enla presencia. Hasta le ponía flores a mimamá para el Día de la Madre. Ja. ¡Mi abuelase sacaba de las casillas! –rememora.

Durante décadas, los Llorens tampoco

FOTO: GENTILEZA PABLO LÓPEZ GAVIOLA

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FOTO: LIBRO DEL ARCHIVO PROVINCIAL DE LA MEMORIA

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habían podido quitarse los fantasmas:desde los primeros años de la democraciahasta la restitución de los cuerpos en 2013,el velo de silencio había ido descorriéndosecon pasmosa lentitud. No obstante, el ha-llazgo en el terraplén de barrio Sarmientoabrió una grieta. Los sobrinos de Sebastiánindagaron quiénes eran esos tíos desapare-cidos de los que se hablaba poco y nada. In-clusive Carolina se atrevió a mostrarles asus primos algunos libros, fotos y recuer-dos que había atesorado y nunca –pormiedo, porque nadie hablaba de eso- sehabía animado a compartir.

Aunque la historia los haya distanciado,donde no hubo diferencias entre los Llo-rens y los Triay fue en la presencia de esasausencias: todos soñaron y siguen soñandocon Diana y Sebastián; todos los guardaronen la angustia y el dolor. En las dos familiassienten que son parte de sus identidades,de su cotidianeidad. De todos modos, el si-lencio fue más fuerte y cruel.

Nacho lo describe sin rodeos:–Se hizo un corralito de silencio alrede-

dor de nuestros desaparecidos, más aun enlos primeros años de la dictadura –dice–.Directamente no se hablaba de ellos. Se em-pezó a hablar con las primeras movilizacio-nes, ya en democracia. Los habían hechodesaparecer en todo sentido. Eso fue lo quelogró el Proceso.

***

Remera negra, sweater fucsia, pañuelode seda violeta oscuro alrededor de su

cuello, Ludmila habla con la mano derechaapoyada a la altura del corazón. Un sol tibiose hace sentir en la Plaza de la Memoria deFacultad de Filosofía y Humanidades de laUniversidad Nacional de Córdoba (UNC). Es31 de mayo de 2013 y Ludmila –dieciochoaños, hija de Carolina con su primera pa-reja- abre la ceremonia de restitución pú-blica de sus abuelos: Diana Triay ySebastián Llorens. Cuando se aleja del mi-crófono, su mamá la estruja en un abrazo.Se quedan así unos segundos: cara contra

cara, los ojos vidriosos pero sin lágrimas.La carga simbólica de ese acto en la UNC

–el último antes de la ceremonia íntima y elentierro- era poderosa. Durante meses, Ca-rolina y Ludmila lo habían esperado con in-tensidad: en público, el mismo Estado quehabía «desaparecido» a Diana y Sebastiánestaba restituyendo –a sus familias, al país-sus cuerpos y sus historias. Poco le impor-taba a Carolina que hubiera quienes objeta-ran esos actos por sus connotacionespolíticas. Para ella, el Estado le estabadando sentido a una complejidad enorme.Cuando lo recuerda, se emociona:

–Hace poco veía un video de las primerasreuniones de HIJOS. Entonces nos preguntá-bamos: «¿Qué mierda vamos a hacer?». Enese video tengo en brazos a Ludmila, que erabebita, y nunca podía imaginarme que íba-mos a encontrar a mis papás. Y esto, másallá de la suerte, pasó porque hay políticasde Estado, porque existe el EAAF y porquehay un reconocimiento de la importancia dela restitución pública de los restos de losdesaparecidos. No podemos hacernos losboludos. Quedarse sólo en la gente que losencontró –que es bellísima y acogedora- eshacer parecer más simple algo que tiene unacomplejidad muy grande –dice.

Aquella siesta cordobesa de mayo –quefue al mismo tiempo encuentro y despe-dida- trascendió las historias personales deSebastián Llorens y Diana Triay. Fue unduelo colectivo en un espacio público deuna Universidad, también pública, con lapresencia –y los discursos sentidos, nadaacartonados- del rector Francisco Tamarit yel Decano de la Facultad de Filosofía y Hu-manidades, Diego Tatián.

En un momento, antes de entrar al Cen-tro de Producción e Investigación en Artes(Cepia) de la UNC, una mujer que Carolinano conocía se acercó a hablarle.

–Yo tengo un hermano desaparecido yno sé qué me va a pasar el día que lo en-cuentre. Vine acá a ver cómo será, si voy apoder. ¿Podré? –le dijo.

***

EL BARRO DE LOS MUERTOS: EL CIELO DE LOS DESAPARECIDOS 11

En la restitución en la UNC, Nelly Llorensbrilla por su entereza. Cuando la ayu-

dan a sentarse –después de sus palabras ylos aplausos–, su mirada transmite paz.Tiene su bastón en el regazo, una flor delana roja en el ojal, un pulóver violeta de-bajo de un sobretodo negro y un largo rosa-rio de madera. El pañuelo blanco de lasMadres está anudado de manera prolija yaprieta levemente sus lentes de metal.

Compañera de lucha desde hace déca-das, Emi D’Ambra –pulóver beige, anteojosredondos, pañuelo blanco de las Madres-contempla a Nelly y pronuncia una fraseque resuena aunque no haya paredes cercaen ese enorme espacio de la Ciudad Univer-sitaria. Dice que siente una «extraña envi-dia» porque Nelly sabe, al fin, dónde estánlos huesos de su hijo y su nuera: ella –Emi-sigue y seguirá esperando al «Nona», suhijo desaparecido.

Inclusive a meses de aquella tarde, a Ca-rolina le resulta imposible sustraerse a eseimpacto de la restitución en los demás. Qui-tar la muerte de su lugar y correrla hacianinguna parte como plan de Estado –negarel entierro y el duelo- fue tan macabro queaun quienes recuperan jirones de su pa-sado tienen que anteponer la razón a cier-tas emociones: a veces se siente culpa porhaber recuperado y enterrado a un familiar,a veces hay que guardarse –o hacer menosvisible- una sonrisa, por compasión conquienes seguirán esperando a sus muertos.

Carolina dice que, al enterarse del ha-llazgo de los restos de sus padres, le costócompartir la alegría con sus primas, queaún tienen a su madre desaparecida. Sentíaque ella estaba haciendo algo que sus pri-mas probablemente nunca podrían hacer. Yle dolió muy adentro otro dolor: el de EmiD’Ambra, porque considera que ella es unícono de los Derechos Humanos en Cór-doba y muy probablemente se quede sincumplir el rito sagrado de enterrar a susmuertos.

–En cierto modo yo me siento afortu-nada. Porque además encontré a los dos: ¡a mi mamá y a mi papá! Es loco, ¿no? Por-

que uno se pone a pensar: «¿afortunada deencontrar los restos?». Parece poca cosa,pero te demuestra qué tan terrible fue elcrimen de hacerlos desaparecer –dice Caro-lina, la voz intensa, cargada de matices–.Desde el mito de Antígona o en la mismaTroya había un reconocimiento al enemigoy se le permitía enterrar a su gente. Eso eslo más jodido de las desapariciones: es uncrimen que sigue sucediendo.

Como psicóloga, Carolina disfruta de losprocesos de sanación. Ahora que recalcula yvuelve a acomodar en su lugar cada instantede su vida, cree que desde chica –cuandoempezó a contradecir el silencio familiarpara encontrarse con la dimensión real desus padres- que viene haciendo eso.

Y cree –lo dice con una sonrisa plena-que la restitución en la UNC fue un acto desanación colectiva.

–Yo sabía que no sólo era la restituciónde mis papás, sino de toda una generación.Por eso propuse que hiciéramos una mues-tra con las expresiones artísticas de los dos–dice Carolina, y los ojos se abren grandesmientras sonríe–. Queríamos que vieranque no sólo eran militantes del ERP, sinogente que creció, sufrió y creó. No hay quequitar esa complejidad. Y quizá eso hayaservido para repensar todo lo que nos per-dimos al no tenerlos entre nosotros.

–¿Exponer y hacer visible esa compleji-dad de sus vidas es tu triunfo? –le preguntoen una de las últimas charlas.

–Sí, por eso tengo una sensación decalma. La calma que viene después de unabatalla. Logramos, de manera colectiva, unavictoria: que mis hijos puedan sentir orgu-llo de sus abuelos. Yo no viví el orgullo: yoera hija de dos personas de las que nohabía que hablar. Al orgullo lo descubrímucho después.

Agradecimientos:A Caro, Silvia, Nacho,

Hugo, Tinti y Josefina.

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FOTO: GENTILEZA FERNANDO LÓPEZ