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elizabeth chadwick El caballero más grande Traducción isabel murillo

El caballero más grande - La esfera de los libros...13 La brisa levantó el estandarte de seda de la lanza, agitándolo de tal manera que el león bordado en rojo que adornaba su

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e l i z a b e t h c h a d w i c k

El caballero más grande

Traducciónisabel murillo

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1Fortaleza de Drincourt,

Normandía, verano de 1167

En la hora más oscura, justo antes del amanecer, las contra-ventanas del gran salón permanecían cerradas para proteger el interior de los vapores malignos de la noche. Bajo el rígido

toque de queda, el fuego recordaba el ojo de un dragón extinto. Si-luetas adormiladas de caballeros y criados revestían los muros y el aire suspiraba al ritmo del sonido de su respiración y reverberaba con algún que otro ronquido gutural.

En un extremo del salón, ocupando uno de los espacios menos favorecidos, cerca de la corriente de aire y lejos del resplandor resi-dual del fuego, un joven se agitaba en sueños, su frente se fruncía a medida que las intensas imágenes lo transportaban desde la azoga-da oscuridad de un inmenso castillo normando hasta una íntima y pequeña estancia del torreón que habitaba su familia en Hamstead, Berkshire.

Tenía cinco años de edad, iba vestido con su mejor túnica, la de color azul, y su madre lo estrechaba contra su pecho mientras le exhortaba con voz quebrada a que se comportase como un buen niño.

—Recuerda que te quiero, William. —Lo apretujó con tanta fuerza que apenas podía respirar. Cuando lo soltó, jadearon ambos, él para coger aire, ella para reprimir las lágrimas—. Dame un beso y vete con tu padre.

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Acercó los labios a la suave mejilla de su madre y aspiró su aroma, dulce como el heno recién segado. De pronto, no quería irse y le empezó a temblar la barbilla.

—Deja de llorar, mujer, estás poniéndolo nervioso. William notó la mano de su padre posándose sobre su hom-

bro, dura, firme, apartándolo de aquella estancia bañada por el sol y del resto de los miembros de su familia allí congregados: sus tres hermanos mayores, Walter, Gilbert y John, que lo observaban con mirada solemne. A John también le temblaba el labio.

—¿Estás listo, hijo? Levantó la cabeza. El plomo fundido y ardiente del tejado de

una iglesia había destruido el ojo derecho de su padre y abierto en carne viva un sendero que iba desde la sien hasta la mandíbula, de-jándole un rostro angelical a un lado y la máscara de una diabólica gárgola en el otro. William, que no había conocido a su padre sin aquellas cicatrices, las aceptaba sin reparos.

—Sí, señor —respondió, y se vio recompensado por una des-lumbrante sonrisa de aprobación.

—Bravo, muchacho. Los mozos de cuadras los esperaban en el patio con los caba-

llos. John Marshal calzó el pie en el estribo y montó a horcajadas, inclinándose acto seguido para levantar a William e instalarlo en la silla delante de él.

—Recuerda que eres hijo del mariscal del rey y sobrino del conde de Salisbury. —Su padre espoleó los flancos del semental y, acompañados por el estrépito de los cascos, abandonaron el to-rreón junto con la tropa. William fijó su atención en las enormes manos de su padre, cubiertas de cicatrices de batalla, que sujetaban las riendas y en los vistosos brocados que decoraban los puños de la túnica.

—¿Estaré fuera mucho tiempo? —preguntó el niño del sueño con un registro agudo en la voz.

—Eso depende de cuánto tiempo quiera tenerte con él el rey Esteban.

—¿Y por qué quiere el rey Esteban que esté con él?

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—Porque le prometí que haría una cosa y quiere tenerte a su lado hasta que yo cumpla mi promesa. —La voz de su padre sonó tan desapacible como el filo de una espada contra una piedra de afilar—. Eres el rehén de mi palabra de honor.

—¿Qué tipo de promesa? William percibió un espasmo en el pecho de su padre y escu-

chó un gruñido que era casi una risotada. —El tipo de promesa que solo un tonto le pediría a un loco. Era una respuesta extraña y el William niño giró la cabeza y

estiró el cuello para observar la cara destrozada de su padre, mientras el William joven se removía dentro de la contención de su manta, las arrugas de su frente cada vez más pronunciadas, sus ojos mo-viéndose a toda velocidad bajo los párpados cerrados. La voz de su padre se disipó entre la neblina de aquel paisaje onírico hasta quedar reemplazada por las de un hombre y una mujer que mantenían una acalorada conversación.

—Ese bastardo ha faltado a su palabra, ha reforzado el torreón, lo ha llenado hasta los topes de hombres y de víveres, ha apuntalado las defensas. —La voz del hombre rebosaba desdén—. Jamás tuvo la mínima intención de rendirse.

—¿Y su hijo? —preguntó la mujer con un horrorizado susurro. —La vida del chico es el precio a pagar. Dice el padre que no le

importa, que dispone aún de yunque y martillo para engendrar más y mejores hijos que el que va a perder.

—No lo dirá en serio…El hombre escupió. —Se trata de John Marshal, y es un perro rabioso. Quién sabe

lo que sería capaz de hacer. El rey quiere al chico. —Pero no irás a… ¡no puedes hacerlo! —dijo la mujer, alzan-

do horrorizada la voz.—No, no lo haré. Eso recae sobre la conciencia del rey y sobre

la del maldito padre del chico. El guiso ha arrancado a hervir, mujer; atiende tus obligaciones.

El niño del sueño fue agarrado por el brazo y arrastrado con brusquedad por la amplia extensión de un campo de batalla. Captaba

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el olor del humo azul de las hogueras y distinguía a los soldados afi-lando sus armas, y vio asimismo un equipo de mercenarios atarea-dos en el ensamblaje de lo que ahora sabía que era una catapulta.

—¿Dónde vamos? —preguntó. —A ver al rey. —La cara de aquel hombre había permaneci-

do imprecisa hasta aquel momento, pero ahora el sueño empezaba a enfocarla hasta conseguir revelar una osamenta dura y cuadrada que ejercía presión contra una piel oscura como el cuero. Se llamaba Henk y era un mercenario flamenco al servicio del rey Esteban.

—¿Por qué? Sin responder, Henk viró de repente hacia la derecha. Entre la

máquina de asedio y una sofisticada tienda de campaña construida con tela de rayas azules y doradas, charlaba un grupo de hombres. Un par de guardias dieron un paso al frente, lanzas en ristre, pero se relajaron enseguida y saludaron al paso de Henk y William. Henk dio dos zancadas más y se arrodilló, tirando de William para que siguiera su ejemplo.

—Señor. William levantó la vista y miró entre el pelo de su flequillo, sin

saber muy bien a quién se dirigía Henk, pues ninguno de aquellos hombres lucía corona o se asemejaba a la idea que él se había hecho del rey. Vislumbró un caballero que portaba una elegante lanza con un estandarte de seda ondeando en la empuñadura.

—De modo que este es el chico cuyo único valor para su padre es el de ganar tiempo —dijo el hombre situado al lado del portador de la lanza. Tenía el pelo canoso y facciones arrugadas y ojerosas—. Levántate, niño. ¿Cómo te llamas?

—William, señor. —El niño del sueño se incorporó—. ¿Sois vos el rey?

El hombre pestañeó, sorprendido. Pero al instante, entrecerró sus descoloridos ojos azules y apretó los labios.

—Lo soy, en efecto, aunque por lo visto tu padre no opina lo mismo. —Uno de sus acompañantes se inclinó para murmurarle algo al oído. El rey lo escuchó y movió vigorosamente la cabeza—. No —dijo.

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La brisa levantó el estandarte de seda de la lanza, agitándolo de tal manera que el león bordado en rojo que adornaba su parte central dio la impresión de estirarse y moverse. William se distrajo al instante con aquello.

—¿Puedo cogerla? —preguntó ansioso. El señor lo miró con el ceño fruncido. —Me parece que eres todavía muy joven e insignificante para

ser lancero —dijo, aunque con un reacio destello en la mirada, y al instante le entregó la lanza a William—. Ve con cuidado.

William cerró los deditos en torno a la empuñadura, que es-taba caliente por la presión ejercida previamente por la mano del señor. Al agitar el estandarte, el león gruñó al viento y el pequeño rio encantado.

El rey se había alejado ligeramente de su consejero y realizaba gestos de negación con la mano.

—Señor, si cedéis, no cosecharéis otra cosa que el desprecio de John Marshal… —insistió el cortesano.

—Por Cristo en la cruz, y lo que cosecharé si ahorco a un ino-cente por los crímenes de su progenitor, será la tortura de mi alma. Míralo… ¡míralo! —El rey agitó el dedo índice en dirección a Wi-lliam—. Ni por todo el oro de la cristiandad pienso ver a un mucha-cho como ese bailando en el patíbulo. Ese padre suyo, ese engendro del infierno, sí, pero no él.

Ajeno al peligro al que estaba expuesto, consciente tan solo de ser el centro de atención, William continuó jugueteando con la lanza.

—Ven, pequeño. —El rey le indicó con un gesto que se aproxi-mase a él—. Permanecerás en mi tienda hasta que decida qué se hace contigo.

La decepción cuando tuvo que devolver la lanza a su propieta-rio, que resultó ser el conde de Arundel, fue mínima, no obstante. Al fin y al cabo, había una magnífica tienda de campaña rayada que explorar y tal vez, incluso, que tocar, si le daban permiso para ello… permiso real, además. Con una perspectiva de este calibre en mente, acompañó al rey dando saltitos de felicidad.

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La tienda estaba custodiada por dos caballeros vestidos con ar-madura de malla completa y varios escuderos y asistentes aguarda-ban a la espera de recibir órdenes del rey. Los faldones, recogidos con ganchos, dejaban ver un suelo cubierto con césped recién guadañado y el recinto de lona intensificaba el aroma embriagador de la hierba cortada. Junto a una gran cama con cabezal bordado y cobertores de seda y piel había un cofre decorado muy similar al que tenían sus padres en su alcoba en Hamstead. Había espacio además para un banco y una mesa con una jarra de plata y varias copas. La cota de malla del rey relucía sobre un soporte construido con palos de ma-dera de fresno colocados en forma de cruz, con el casco anclado en la parte superior del mismo y el escudo y la vaina apoyados a sus pies. William observó con anhelo el conjunto.

El rey le sonrió.—¿Quieres llegar a ser caballero, William? William movió vigorosamente la cabeza, sus ojos brillantes.—¿Y leal a tu rey? William asintió de nuevo, aunque esta vez porque su instinto

le dijo que era la respuesta exigida. —Me pregunto… —Con un suspiro, el rey ordenó a un es-

cudero que vertiese en una copa un poco de aquel vino rojo como la sangre que contenía la jarra—. Chico —dijo—, chico, mírame.

William levantó la cabeza. La intensidad de la mirada del rey lo asustó un poco.

—Quiero que recuerdes este día —dijo el rey Esteban, muy despacio y con intención—. Quiero que sepas que, independiente-mente de lo que tu padre me haya hecho, te concedo la oportunidad de hacerte un hombre y restablecer el equilibrio. Y quiero que sepas lo siguiente: un rey valora la lealtad por encima de todo. —Bebió de la copa y la depositó entre las manitas de William—. Bebe y promete que lo recordarás.

William obedeció, aunque el sabor le escoció en la garganta. —Prométemelo —repitió el rey, recuperando la copa. —Lo prometo —dijo William, y mientras el vino encendía su

estómago, el sueño lo abandonó y se despertó jadeante con el canto

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del gallo y los primeros movimientos de los ocupantes del gran salón de Drincourt. Permaneció un instante recostado y pestañeando, acli-matándose a la realidad. Hacía mucho tiempo que sus sueños no se remontaban a tantos años atrás para devolverlo al verano que había pasado como rehén del rey Esteban durante la batalla por Newbury. Apenas recordaba aquella parte de su vida, pero de vez en cuando, sin ton ni son, sus sueños lo devolvían a esa época, y el joven que acababa de entrar ya en la veintena se convertía de nuevo en un niño rubio de cinco años de edad.

Su padre, a pesar de todas sus maniobras, maquinaciones y pre-disposición para sacrificar a su cuarto hijo, había perdido Newbury y el señorío de Marlborough, pero aun habiendo salido perdedor en la batalla, el cambio de coyuntura había acabado beneficiándolo. El li-naje de Esteban yacía en la tumba y el hijo de la emperatriz Matilde, Enrique, el segundo con ese nombre, llevaba trece años firmemente asentado en el trono.

—Y soy un caballero —murmuró William, sus labios esbo-zaron una triste sonrisa. El cambio de condición era reciente. Hacía escasas semanas no era más que un escudero, encargado de pulir armaduras y hacer mandados, un tutelado en manos de sir Guillau-me de Tancarville, chambelán de Normandía y primo lejano de su madre. El ascenso a caballero de William había significado su llegada a la edad adulta y la subida de un único peldaño en una escalera tre-mendamente resbaladiza. Su situación en la casa de los Tancarville era precaria. El séquito de lord Guillaume tenía un número limitado de plazas para caballeros recién nombrados cuyas ambiciones eran mucho mayores que su experiencia o la capacidad que hubieran de-mostrado.

William se había planteado buscar alojamiento a las órdenes de su hermano en Hamstead, pero era aquel su último recurso y, por otro lado, tampoco disponía de los fondos necesarios para costearse el pasaje de vuelta a casa a través de las aguas del Mar Estrecho. Además, con la contienda entre Normandía y Francia al rojo vivo, se presentaban numerosas oportunidades para obtener la experiencia que necesitaba. En aquel mismo momento, el ejército francés estaba

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preparándose para adentrarse en Normandía y causar estragos. Te-niendo en cuenta que Drincourt protegía las incursiones a la ciudad de Ruán por el flanco norte, existía una necesidad apremiante de defensores armados.

Cuando las imágenes del sueño se desvanecieron por com-pleto, William echó una nueva cabezada y la tensión abandonó su cuerpo. El cabello rubio de su infancia había ido oscureciéndose a lo largo de su niñez hasta adquirir un tono castaño oscuro, aunque el cálido verano seguía dejando a su paso mechones dorados. La gente que había conocido a su padre decía que William era la viva imagen del John Marshal anterior a que el plomo del tejado de la abadía de Wherwell, fundido como consecuencia de un incendio, echara a perder su atractivo; que tenían los mismos ojos, el iris de un color gris oscuro, con los tonos variables y apagados de un río en invierno.

—Por los huesos de Dios, estoy seguro de que podrías dormir incluso con el bramido de las trompetas del Juicio Final, William. ¡Levántate, dormilón perezoso! —La voz llegó acompañada por una potente estocada en las costillas de William. Con un gruñido de do-lor, el joven abrió los ojos y vislumbró a Gadefer de Lorys, uno de los caballeros veteranos de Tancarville.

—Estoy despierto. —William se sentó llevándose la mano al costado—. ¿Acaso no puede un hombre poner en orden sus ideas antes de levantarse?

—¡Ja! Estarías poniéndolas en orden hasta la puesta de sol si te lo permitieran. Jamás he conocido un holgazán como tú. ¡Si no fueras pariente de mi señor, te habrían echado de una patada en el culo hace ya mucho tiempo!

La mejor manera de llevarse bien con Gadefer, que siempre refunfuñaba por las mañanas, era darle la razón en todo y tratar de no cruzarse en su camino. William era muy consciente del resenti-miento que su persona fermentaba entre determinados caballeros, que lo consideraban como una amenaza para su puesto en la mesna-da. Su parentesco con el chambelán era tanto un impedimento como una ventaja.

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—Tienes razón —replicó con una modesta sonrisa—. Voy a echarme personalmente de inmediato y saldré a ejercitar mi semental.

Gadefer se alejó pisando fuerte y murmurando para sus aden-tros. Con una mueca disimulada, William enrolló su jergón, dobló la manta y salió al exterior. El aire estaba impregnado con el aroma polvoriento de pleno verano, aunque el fresquillo verdoso del ama-necer seguía todavía aferrado a las sombras de los muros, evaporán-dose a medida que la piedra bebía del sol naciente. Miró en dirección a los establos, dudó, cambió de idea y decidió seguir el retumbar de su estómago que lo empujaba hacia las cocinas.

Los cocineros de Drincourt estaban acostumbrados a las visi-tas de William, por lo que muy pronto se encontró apoyado a una mesa de caballete devorando pan de trigo recién salido del horno, untado con mantequilla y dulce miel de trébol. La esposa del coci-nero se quedó mirándolo y movió la cabeza.

—No sé dónde lo metes. En honor a la verdad, deberías de tener una tripa como la de una mujer a punto de dar a luz.

William sonrió y se dio unas palmaditas en el estómago, liso como una tabla.

—Trabajo duro. La mujer levantó una ceja, un gesto que valía más que mil pa-

labras, y continuó cortando verduras. Sin dejar de sonreír, William relamió las últimas gotas de miel mantecosa que le caían por el dorso de la mano y se dirigió hacia la puerta, donde apoyó el brazo en el dintel y contempló satisfecho la preciosa mañana. Los gritos proce-dentes del patio interrumpieron la paz del momento. Instantes des-pués, el conde de Essex, vestido con cota de malla, y varios caballeros y sargentos atravesaron la puerta abierta y corrieron en dirección a los establos. William se apresuró hacia el pabellón.

—¡Holà! —gritó—. ¿Qué sucede? —¡Han avistado a los franceses y a los flamencos en las afue-

ras! —le informó un caballero, mirándolo por encima del hombro y resoplando.

Sus palabras impactaron a William como un rayo. —¿Que han cruzado la frontera?

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—Así es, han entrado por Bresle y han bajado hasta Eu. Los tenemos ya en nuestras murallas, con Matthew de Boulogne a la cabeza. Vamos a pasarlas canutas para contenerlos. ¡Equípate, Mar-shal, ahora no hay tiempo para llenarse el estómago!

William echó a correr hacia el salón. Cuando llegó allí, el co-razón retumbaba como un tambor en el interior de su pecho y em-pezaba a arrepentirse de haber comido tanto pan con miel, pues sen-tía incluso náuseas. Un escudero lo aguardaba para ayudarlo con el gambesón acolchado y la cota de malla. Vestido ya con su atuendo, el señor de Tancarville deambulaba de un lado a otro del salón como si tuviera un erizo en los calzones, emitiendo tensas órdenes a los caballeros que se debatían con sus armaduras.

William cerró la boca con fuerza. Las ganas de vomitar alcan-zaron su punto álgido y amainaron a continuación. El latido recuperó su regularidad en cuanto se puso la cota de malla, aunque seguía con las palmas de las manos pegajosas por culpa del sudor frío, viéndose obligado a secárselas con la tela de su sobreveste. Había llegado el momento para el que tanto se había entrenado. Era su oportunidad de demostrar que era bueno en algo más que zampar y dormir, y que el lugar que ocupaba en la casa se lo había ganado por su destreza, y no como un favor familiar.

Para cuando el señor de Tancarville y su séquito se sumaron al conde de Essex en el puente occidental de la ciudad, los suburbios de Drincourt eran un enjambre de mercenarios flamencos y los aterra-dos habitantes huían de sus casas para salvar la vida. El olor a comi-da asándose en la lumbre había quedado apagado por el desapacible hedor de incendios indiscriminados y en la rue Chaussée empezaba a congregarse un grupo de caballeros boloñeses dispuestos a preparar el asalto a la puerta occidental e irrumpir en la ciudad.

Impaciente, nervioso y decidido, William animó a su semental a seguir adelante y se abrió paso a empellones entre diversos caballe-ros veteranos hasta conseguir situarse a la altura de De Tancarville en persona. Este le lanzó una mirada de advertencia y puso freno a su caballo de batalla que pretendía arremeter contra el sudoroso alazán de William.

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—Muchacho, no te precipites —gruñó, enojado aunque a la vez satisfecho—. Vuelve atrás y deja que los caballeros hagan su trabajo.

Ruborizado de vergüenza, William se tragó la réplica de que él era también un caballero y tiró de las riendas para retroceder. Ceñudo, permitió que lo adelantaran tres de los caballeros más ex-perimentados, pero cuando un cuarto intentó abrirse paso a empu-jones, William espoleó de nuevo su montura para avanzar, decidido a demostrar su temple.

Rugiendo su nombre a modo de grito de guerra, De Tancar-ville lanzó una carga sobre el puente y por la rue Chaussée para combatir a los caballeros que se acercaban de frente. William cogió el escudo con fuerza y lo pegó a su cuerpo, niveló la lanza y dio rienda suelta a su alazán. Fijó la vista en el emblema carmesí de un caballe-ro a lomos de un garañón negro y mantuvo la posición mientras su monta lo aproximaba al momento del impacto. Se dio cuenta de que su oponente llevaba la lanza excesivamente alta y que su escudo rojo estaba algo ladeado hacia el interior. Estabilizó el brazo y mantuvo los ojos abiertos hasta el último instante. Su lanza asestó un golpe al escudo del caballero, lo perforó y a pesar de que el asta se partió en la mano de William, el impacto fue suficiente para que el hombre se tambalease. Utilizando el muñón a modo de garrote, William derri-bó al caballero de su silla. Y cuando el corcel negro se desbocó, con las riendas arrastradas por el suelo, William desenfundó la espada.

Después de la violencia del primer impacto, la lucha se dividió en una serie de combates individuales. El entrenamiento que Wi-lliam había recibido no lo había preparado para el clamor y la fe-rocidad de la batalla, pero se mantuvo impertérrito y fue bebiendo con avidez de la experiencia, adquiriendo confianza al comprobar que salía victorioso de diversos encuentros con hombres más experi-mentados que él. Se sentía a la vez aterrado y eufórico: como un pez que abandona la tranquilidad de un criadero para ser liberado en un torrente de aguas rápidas.

El conde de Boulogne ordenó la incorporación de más tropas en la refriega y la batalla por hacerse con la posesión del puente se

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convirtió en una aglomeración desesperada de hombres y caballos. Armados con garrotes, cayados y hondas, los habitantes del burgo luchaban al lado de la guarnición del castillo y la batalla oscilaba hacia un bando y hacia otro como si estuviera a merced del viento. Era un combate sucio y cuerpo a cuerpo y el sudor y la sangre em-pezaban a dejar resbaladiza la mano con la que William sujetaba la espada.

—¡Tancarville! —rugió William con voz ronca al girar sobre sí mismo para atacar a un caballero francés. El corcel de su adver-sario se asustó y lanzó al jinete al suelo, donde el hombre se quedó inmóvil. William se apoderó de la lanza del caballero y empujó el animal hacia un corrillo de mercenarios que estaban saqueando una casa. Uno de los hombres había arrastrado un arcón hasta la calle y aporreaba la cerradura con la empuñadura de su espada. Al oír el grito de advertencia de sus compañeros, se volvió, pero no a tiempo para evitar que la lanza de William le atravesara el torso. Los otros se arrojaron de inmediato sobre William, rabiosos y empeñados en derribarlo del caballo.

William se giró y tiró del semental, rechazando a sus oponen-tes a punta de espada y valiéndose del escudo hasta que uno de ellos se hizo con una horca para remover la paja que había encontrado apoyada en la pared de la casa e intentó atrapar a William para ha-cerlo caer del caballo. La horca prendió en su cota a la altura del hom-bro, una de sus puntas le rasgó la malla, rompiendo varios remaches y traspasando el gambesón y la túnica hasta alcanzarle la piel. No sintió dolor alguno, pues su sangre corría acelerada con el calor de la batalla. Cuando lo rodearon e intentaron cogerle las riendas para derribarlo del caballo, atizó el lomo del alazán con las espuelas y el garañón arremetió contra ellos. Se oyó un grito en el instante en que el casco herrado trasero de la montura impactó con el cuerpo del hombre, que cayó al suelo como una piedra. William tiró del petral del semental y empleó de nuevo la espuela, por delante de la cincha esta vez. El caballo se alzó sobre sus patas traseras, descendió y salió disparado con tanta fuerza que los soldados que sujetaban las riendas tuvieron que soltarlas y saltar hacia un lado para no ser pisoteados.

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El mercenario que empuñaba la horca perdió de este modo su presa y William consiguió liberarse y girarse hacia él. Vociferando casi entre sollozos el grito de batalla de su señor, hizo descender la espa-da, vio al hombre caer y avanzó con el alazán sobre el cuerpo. Libre del hervidero de mercenarios, se sumó al grueso de los caballeros de Tancarville, pero el caballo había sufrido una herida profunda en el cuello y las riendas, manchadas de sangre, estaban resbaladizas.

El enemigo había forzado el regreso de la guarnición de Drin-court al extremo del puente. El humo y los incendios habían con-vertido los suburbios en la antecámara del infierno, pero la ciudad permanecía sin brecha y el ejército francés continuaba erosionando la defensa normanda como la espuma del mar el granito. William siguió asestando cortes y hachazos y en sus ojos empezaban a bailar puntos luminosos resultado del esfuerzo y el agotamiento; sus gol-pes habían perdido cualquier elegancia que pudieran tener. Se trata-ba de sobrevivir el momento, y el siguiente… de mantenerse firme y no ceder terreno. Cuando William pensaba que no podía continuar por más tiempo, se desafiaba a sí mismo y encontraba la fuerza de voluntad necesaria para subir y bajar el brazo una vez más.

De repente, sonaron las cornetas por encima de aquel hervide-ro de hombres y la tensión se alivió. El caballero francés que hasta aquel momento había estado presionando ferozmente a William, se soltó y se apartó de él.

—¡Tocan a retirada! —anunció jadeante un caballero de Tan-carville—. ¡Por los clavos de Cristo, se están retirando! ¡Tancarville! ¡Tancarville! —Espoleó su corcel. En cuanto William comprendió que el enemigo se marchaba, sus débiles miembros se revitalizaron. El caballo herido se tambaleaba bajo su peso pero él, impávido, saltó de la silla y continuó la persecución a pie.

Los franceses huían corriendo por los suburbios en llamas de Drincourt, hostigados por burgueses y moradores, librando batallas de retaguardia contra los caballeros y los soldados de la guarnición. Finalmente, William se quedó sin aliento y se derrumbó al llegar a un aprisco de las afueras de la ciudad. La garganta le ardía de sed y la hoja de su espada estaba mellada y picada como resultado de

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los numerosos contactos que había mantenido con escudos, mallas y carne. Se despojó del casco, sumergió la cabeza en el abrevadero de piedra destinado a las ovejas y, formando un cuenco con las manos, bebió con avaricia. Saciada la sed y recuperado el aliento, limpió la sangrienta pátina de su espada con la ayuda de un vellón de lana atrapado en el entramado del vallado, envainó la hoja a continuación y caminó con pesadez hacia el puente, sintiéndose de repente tan débil, que le pareció que su calzado estaba hecho de plomo.

Su semental yacía de costado y con una postura desgarbada que le comunicó al instante —incluso antes de que se arrodillase junto a su cabeza y viese su opaca mirada— que estaba muerto. Acercó la mano al cuello caliente y los mechones de la áspera crin rasparon sus ensangrentados nudillos. Había sido el regalo que el señor de Tancarville le había ofrecido con motivo de su nombramiento como caballero, junto con la espada, la cota de malla y la capa, y a pesar del poco tiempo que había permanecido junto al caballo, sabía que era un buen animal: fuerte, vigoroso y obediente. Le había consagrado más orgullo y cariño del prudencial y de repente sintió un nudo de dolor en la garganta.

—No será el último que pierdas —dijo secamente De Lorys, inclinándose desde lo alto de la silla de su garañón moteado, que había sufrido diversas heridas superficiales pero seguía aún en pie, seguía entero—. La guerra es así, muchacho. —Le tendió una mano que, al igual que la de William, estaba ensangrentada como conse-cuencia de las penurias de la jornada—. Vamos, sube detrás.

Y así lo hizo William, aunque le costó un verdadero esfuerzo calzar el pie en el estribo de Gadefer y acomodarse sobre la grupa. Los cortes y las magulladuras que le habían pasado por alto en el calor de la batalla empezaban a atacarle como acordes tocados con malevolencia en un arpa, sobre todo en el hombro derecho.

—¿Herido? —preguntó Gadefer cuando William recuperó el aliento lo suficiente como para poder hablar—. Tu malla muestra una raja muy fea.

—Es de la punta de una horca —replicó William—. No es grave. De Lorys refunfuñó.

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—No me retracto de lo que he dicho de ti. Sigues siendo un dormilón y un zampabollos, pero tal y como has combatido hoy… eso lo compensa todo. Tal vez mi señor de Tancarville no haya per-dido tanto el tiempo dándote formación.

* * *

Aquella noche, el señor de Tancarville ofreció una fiesta para celebrar una victoria que sus caballeros no habían tanto conseguido arrebatar en el último momento de las mandíbulas de la derrota, sino que más bien habían logrado después de descender por la garganta de la aniqui-lación, salir luego de allí y, finalmente, resucitar. Mal herido, el ejér-cito francés se había retirado para sanar sus heridas y, al menos por el momento, Drincourt estaba a salvo, aun cuando el vecino condado de Eu había quedado reducido a un páramo arrasado y saqueado.

William ocupaba un lugar de honor en la mesa y los caballeros más avezados lo agasajaban por la gesta que había llevado a cabo en su primer compromiso. Aunque agotado, la camaradería y los elo-gios colaboraron en su recuperación. Los pichones en salsa de vino, el perfumado y humeante frumenty* y las manzanas hervidas en leche de almendras sirvieron para reavivar sus fuerzas, así como el dulce y potente vino helado que repetidamente le escanciaron. Las heridas eran en su mayoría superficiales. El cirujano de Tancarville le había lavado y cosido la más profunda de todas ellas, la del hom-bro, que después había cubierto con un suave vendaje de tela. Le escocía, y tendría una cicatriz como recuerdo, pero el daño no sería duradero. Su cota de malla estaba ya en la armería para reparar los anillos metálicos y su gambesón estaba en manos de las mujeres

* El frumenty fue un alimento muy popular en la Europa medieval. Su ingrediente principal eran los cereales (de ahí su nombre derivado de frumen-tum, grano en latín), que se combinaban con leche de almendras, caldo de car-ne, huevos, etc. Solía servirse acompañando las carnes. Muchos lo consideran el plato tradicional inglés más antiguo. (N. de la T.)

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que lo remendarían y remozarían. Los hombres no cesaban de repetirle lo afortunado que era. Y suponía que debían de estar en lo cierto, pues alguno de sus compañeros había dejado la vida en el campo de batalla, mientras que él solo había perdido su caballo y la virginidad de su inexperiencia. Aunque no tuvo la impresión de ser muy afor-tunado cuando uno de los presentes, sin darse cuenta, le arreó una buena palmada en el hombro herido para felicitarlo.

William de Mandeville, el joven conde de Essex, levantó la copa para brindar, sus ojos oscuros brillantes.

—¡Holà, Marshal, hazme un regalo en honor a nuestra amistad!La cabeza de William zumbaba como consecuencia del cansan-

cio y la euforia, pero sabía que no estaba borracho y no tenía idea de por qué De Mandeville le sonreía de aquel modo desde el otro ex-tremo de la mesa de caballete. Pero consciente de lo que se esperaba de él, le siguió el juego. Los obsequios entre compañeros formaban siempre parte de aquel tipo de festejos.

—Gustosamente, milord —respondió con una sonrisa—. ¿Qué queréis que os regale?

—Oh, déjame pensar. —De Mandeville hizo un gran des-pliegue de gestos, rascándose la mandíbula y mirando a los demás señores para hacerlos entrar también en el juego—. Una baticola estaría bien, o tal vez un petral decorado. ¿O una buena brida, por un casual?

Pasmado, William abrió las manos en expresión dubitativa. —Carezco de cualquiera de esos objetos —dijo—. Todo lo

que tengo, incluso las prendas que llevo encima, son mías por la espléndida caridad del señor de Tancarville. —Inclinó la cabeza en dirección a Tancarville, que reconoció el gesto moviendo su copón y reprimiendo un eructo.

—Hoy te he visto conseguirlos con mis propios ojos —bro-meó De Mandeville—. Debes de haber obtenido más de una docena y me niegas uno solo de ellos a mí.

William siguió mirándolo perplejo, mientras una risilla colec-tiva empezaba a retumbar por el estrado y aumentaba de volumen ante la expresión del muchacho.

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—Lo que estoy diciendo —le explicó De Mandeville, entre ri-sotadas—, es que si te hubieras tomado la molestia de exigir rescate a los caballeros que has invalidado y derribado, aunque fuese tan solo a unos pocos de todos ellos, esta noche serías un hombre rico en lugar de un hombre pobre. ¿Lo entiendes ahora?

Se produjo una nueva oleada de carcajadas a expensas de Wi-lliam que le llenó de vergüenza, aunque estaba acostumbrado a ser el blanco de las chanzas y sabía que lo peor que podía hacer era en-furruñarse en un rincón o ensañarse. La broma era bienintencionada y escondía tanto una advertencia como un buen consejo.

—Tenéis razón, milord —concedió a De Mandeville. El mo-vimiento de indiferencia que acompañó su respuesta le produjo una mueca de dolor y acarreó más risotadas—. No lo pensé. La próxi-ma vez estaré más atento. Pero os prometo que recibiréis vuestros arreos.

—¡Ja! —reconvino el conde de Essex—. Primero tienes que conseguir un nuevo caballo, y no son baratos.

* * *

Cuando aquella noche se retiró a su jergón, William permaneció un buen rato despierto a pesar de su cansancio. Sentía como si le hubie-ran dado con una maza tanto en la cabeza como en todo el cuerpo. Las imágenes de la jornada regresaban a él en intensos fogonazos: algunas, como su lucha desesperada con los soldados flamencos de infantería, repitiéndose una y otra vez; otras sin ser más que un fu-gaz deslumbramiento, como la luz del sol sobre el agua, llegaban y desaparecían al instante. Y como una constante, deslizándose como una hebra de hilo en el tejido de un tapiz, estaba la chanza que había hecho De Mandeville, que no era en absoluto una chanza, sino la pura verdad. Lucha por tu señor, lucha por su honor, pero nunca olvides que también estabas luchando por ti.

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