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El capitán Montoya José Zorrilla (1824 – 1905) Este texto digital es de dominio público en España por haberse cumplido más de setenta años desde la muerte de su autor (RDL 1/1996 - Ley de Propiedad Intelectual) . Sin embargo, no todas las leyes de Propiedad Intelectual son iguales en los diferentes países del mundo. Por favor, infórmese de la situación de su país antes de descargar, leer o compartir este fichero.

El capitán Montoya - Espacio Ebook · me demandéis a la par, os juro a Dios desde ahora que son vuestros, Capitán. -Lo hecho, dijo Montoya, pagado en exceso está con la amistad

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  • El capitán Montoya José Zorrilla (1824 – 1905) Este texto digital es de dominio público en España por haberse cumplido más de setenta años desde la

    muerte de su autor (RDL 1/1996 - Ley de Propiedad Intelectual) . Sin embargo, no todas las leyes de

    Propiedad Intelectual son iguales en los diferentes países del mundo. Por favor, infórmese de la situación

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    José Zorrilla y Moral

    (Valladolid, 21 de

    febrero de 1817 –

    Madrid, 23 de enero de

    1893) fue un poeta y

    dramaturgo español que

    cultivó todos los géneros

    poéticos: la lírica, la

    épica y la dramática.

    El capitán

    Montoya José Zorrilla (1824 – 1905)

    Muerta la lumbre solar iba la noche cerrando, y dos jinetes cruzando

    a caballo un olivar. Crujen sus largas espadas al trotar de los bridones, y vense por los arzones las pistolas asomadas.

    Calados anchos sombreros, en sendas capas ocultos, alguien tomara los bultos lo menos por bandoleros.

    Llevan, porque se presuma cuál de los dos vale más,

    castor con cinta el de atrás, y el de delante con pluma. Llegaron donde el camino en dos le divide un cerro,

    y presta una e rnz de hierro algo al uno de divino. Y es así, que si los ojos

    por el izquierdo se tienden, sotos se ven que se extienden

    enmarañados de abrojos. Mas vese por la derecha

    un convento solitario, en campo de frutos vario y de abundante cosecha.

    Echóse a tierra el primero, y al dar la brida al de atrás,

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    «Aquí, dijo, esperarás», y el otro dijo: «Aquí espero.»

    y hacia el convento avanzando del caballero la obscura sombra, se fue la figura

    hasta perderse menguando. Quedó el otro en soledad, y al pie de la cruz sentada,

    siguió inmoble y embozado en la densa obscuridad.

    Mugía en las cañas huecas en son temeroso el viento,

    rasgándose turbulento por entro las ramas secas, y en los desiguales hoyos con las lluvias socavados,

    hervían encenagados, sin cauce ya, los arroyos.

    Ni había una turbia estrella que el monte alumbrara acaso, ni alcanzaba a más de un paso

    ciega la vista sin ella; ni señal se,apercibía de vida en el olivar,

    ni más voz que el rebramar del vendaval, que crecía.

    Y al hierro santo amarrados ambos caballos estaban,

    y allí en silencio, aguardaban, a esperar acostumbrados.

    Ni de la áspera maleza pisada, al agrio rumor, les volvió su guardador sólo una vez la cabeza.

    Un pie sobre el otro pie, embozado hasta las cejas,

    metido hasta las orejas el sombrero, se le ve

    como un entallado busto de alguno que allí murió,

    y allí ponerse mandó por escarmiento o por susto.

    Ni incrédulo faltaría que si cerca dél pasara,

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    medroso se santiguara dudando lo que sería.

    Que a quien suele con la luz y en compaña blasfemar, bueno es hacerle pasar

    de noche junto a una cruz. Mas esto se quede aquí;

    y volviendo yo a mi cuento, digo que, dudoso y lento,

    gran rato se pasó así. Y ya se estaba una hora

    de espera a expirar cercana, cuando sonó una campana de lengua aguda y sonora. Y aun duraba por el viento

    su vibración, cuando el guía, alguien notó que venía

    por el lado del convento. Sacó la faz del embozo,

    y oyendo el son más distinto, eclióse la mano al cinto,

    y ¿quién va? el amo y el mozo preguntaron a la par;

    mas conocidos los sones, asieron de los bridones y volvieron a montar.

    Y es fama que, menos fiero el señor con el criado, dejóle andar a su lado

    como digno compañero. Y éste, al ver cuán satisfecho

    volvió de su expedición, así la conversación

    introdujo de lo hecho: -Señor, ¿cómo está la monja? -Y ¿cómo ha de estar, Ginés?

    Atortolada a mis pies y más blanda que tina esponja.

    -Y ¿pensáis dejarla así? -¡Dejarla, ni por asomo!

    No sé todavía cómo, mas la sacaré de allí,

    que según lo que yo he visto, más quiere la tortolilla

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    volar libre por Castilla, que estar en jaula con Cristo.-

    Y aquí el recio vendaval, en voz y empuje creciendo, puso lo que iban diciendo para escucharse muy mal.

    Y ellos, temiendo que acaso les cogiera la tormenta,

    sacaron por buena cuenta los caballos a buen paso.

    En una noche de Octubre que las nieblas encapotan, ahogando de las estrellas la escasa lumbre dudosa,

    de la ciudad de Toledo en una calleja corva

    que el paso desde el alcázar a Zocodover acorta,

    es fama que se apostaron seis hombres, que grupo forman,

    de una de las dos esquinas a la prolongada sombra. Murmuraron por lo bajo algunas palabras cortas;

    cortas, porque a ellos les bastan, bajas, por si hay quien las oiga.

    Repartiéronse sus puestos con precaución previsora,

    favorable a los que esperan, y a los que lleguen dañosa;

    y quedaron en silencio casi por un cuarto de hora,

    tan ocultos y pegados a la tapia en que se apoyan,

    tan hundidas en la niebla sus desvanecidas formas,

    que hubo quien pasando entre ellos juzgó la calle muy sola.

    Caía desde las tejas

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    desprendida gota a gota la niebla, que do halla sitio,

    calladamente se posa, y alguna ráfaga errante,

    con tenue voz melancólica cruzaba de alguna reja

    las hendiduras angostas. Se oían de cuando en cuando

    sonar por la calle próxima puertas y aldabas de casas,

    pasos y voz de personas. Mas nada a los apostados

    mueve, anima o impresiona, ni voces ni transeuntes

    parece que les importan. Inmóviles permanecen,

    y las sospechas se agotan al ver que por ellos pasan

    tanta gente y tantas horas; y es imposible atinar

    con el intento que forman, cogiendo la calle a espacios

    por ambas aceras toda. Marcó las once un reloj,

    sonaron tardas y cóncavas de las once campanadas las once pesadas notas,

    y al par que en la callejuela los cinco se desembozan, alumbrándola por dentro, luz a una puerta se asoma. Corriéronse los cerrojos,

    rechinó la llave sorda, y un cuadro de luz voluble vaciló en piedras y losas.

    Transpusieron los umbrales tres bultos, y una tras otra se oyeron tres despedidas

    que murmuraron tres bocas. Quitó la luz el de dentro, dobló a la puerta la hoja,

    quedó en tinieblas la calle, ijeron fuera: «¡Ahora!»

    «¡Viles!», gritó el que salía;

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    los que esperaban, «¡La moza, dijeron, cuenta con ella.,» Y a esta palabra traidora, en dos pedazos la calle

    partida, en música ronca crujieron y en lid confusa de las espadas las hojas. «Asirla», dicen los unos;

    «¡Hija, a mi espalda!», en voz torva decía el recién salido,

    que las cuchilladas dobla. «¡Cómo, decían los unos,

    son dos y tenernos osan!» «¡Cómo, murmuraba el otro, villanos tientan mi honra!»

    «¡Mueran!», dicen de una parte; «¡Vengan!», dicen de la otra;

    y crece de la contienda la confusión temerosa.

    Llueven los tajos sin tino, y aunque se tiran con cólera,

    como tirados a ciegas, la mayor parte malogran. Pero valientes parecen,

    porque se buscan y acosan con terquedad tan resuelta,

    que unos de otros se asombran. Dan, hieren, cubren, atajan, tierra ganan, tierra cortan,

    y al ruido de los aceros la vecindad se alborota. Sacaron luces por alto,

    gritaron: «¡Fuego! ¡La ronda! ¡La guardia!» Mas todo inútil,

    porque los tajos redoblan. Las mismas luces que sacan son de los menos en contra,

    y por doquiera cercados, en sus postrimeras tocan.

    En esto, la calle arriba llegó un mozo a quien abona

    por noble la larga pluma con que su sombrero adorna,

    que excusándose palabras

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    y revelándose en obras, echó la capa por tierra

    y por aire la tizona. Púsose en pro de la dama como quien hidalgos goza pensamientos, y ha nacido de noble sangre española; y anuncióse con tal furia

    de cuchilladas, que a pocas tendió en la calle dos hombres

    en las postreras congojas. Y tan rápido revuelve

    contra los cuatro que afronta, que con una sola espada para los cuatro le sobra.

    Con tiempo y valor apenas para su defensa propia,

    dijo uno de ellos: «¡A tanto, sólo el demonio se arroja!» Y al escucharle el mancebo,

    dijo con voz poderosa: Con una legión no basta

    para el capitán Montoya.» Y haciendo el último esfuerzo,

    la calle entera despoja, por donde entraba a tal punto

    a todo correr la ronda.

    Cuando llegó la justicia de la contienda al lugar, halló asido de la mano

    con un hombre al Capitán. Desmayada una doncella,

    de él se veía detrás, por otro hombre sostenida

    con intensísimo afán. Y cuando ufanos quisieron

    meter su tardía paz, oyeron en esta guisa

    al desconocido hablar:

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    -Fadrique soy de Toledo, Montoya, no os digo más:

    mi honor os debo y mi hija; si tienen precio mirad,

    Y vedlo bien, que aunque entrambos me demandéis a la par,

    os juro a Dios desde ahora que son vuestros, Capitán. -Lo hecho, dijo Montoya,

    pagado en exceso está con la amistad de un Toledo;

    ésta es mi mano, tomad: hice lo que debe un noble; no hablemos en ello más. -Y asiéndola don Fadrique, dijo:-Montoya, apretad.-

    Tornóse después a su hija, y volviéndose a nombrar,

    paso le dieron y gente con que ir en seguridad. Tomó cartas la justicia,

    y empezando a justiciar, llevóse en prenda los muertos,

    y citó ante el tribunal a los testigos que hubiere,

    incluyendo al Capitán, quien calándose el sombrero

    replicóles:-¡Bien está! Póngame, seor corchete,

    esa capa en caridad, y tome esa friolera

    con que entierren a ese par.- Y echando un bolsillo de oro

    de la justicia en mitad, fuese, dejando en la turba

    adrniración general.

    Y justamente admirado merece ser en verdad

    quien da tales cuchilladas y tales bolsillos da.

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    -¡Esa gente es un tesoro! Él generoso y valiente,

    ella hermosa; ¡y juntamente la ofrecen pesada en oro!

    ¿Qué te parece, Ginés? Cuatro millones la dan.

    -¡Gran presa, mi Capitán! ¿La aceptaréis?

    -¡Fácil es! -¿Y la monja? - -¡Eso te aflige!

    ¡Buenas son ambas, por Dios! Y quien de dos toma dos,

    como hombre avisado elige. Dicen que parece mal

    que hombre de mi condición viva siempre solterón

    derrochando su caudal. Y a mí también me parece

    que quien tanto tiene y vale, pues de lo vulgar se sale, más de lo vulgar merece. La consecuencia te toca:

    si una me dan y otra quito, que con dos puedo acredito;

    conque, Ginés, punto en boca. - Esto dijo el Capitán, y pidiendo de vestir,

    anunció que iba a salir a cierto asunto galán.

    Colgóse al cinto la espada, de plata en doble cadena,

    tendió la negra melena sobre la gola plegada.

    Caló el chambergo de lado, y retirando el espejo,

    tornó su postrer consejo a repetir al criado.

    Doblóse este siervo fiel en presencia del señor, y ganando un corredor, cruzóle delante de él.

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    Abrióle de par en par, una tras otra, tres puertas, que se quedaron abiertas mucho después de pasar.

    Venia le hicieron gran pieza siervos que al paso topó,

    y un paje tras él salió descubierta la cabeza. Y a fe que se colegía

    mirando tal homenaje, que era mucho personaje quien con tal pompa vivía.

    Mas ya es tiempo ¡vive Dios! de que dé el lector discreto

    con quién es este sujeto que anda ha rato entre los dos.

    Sepa, pues, que el capitán don César Gil de Montoya

    es de las armas la joya, y de las hembras imán.

    Nadie se atreve a afrontallo, ni hay quien resista su lanza;

    nadie su poder alcanza, sea a pie, sea a caballo. En liza donde él se mete por empeño o por favor,

    nunca falta justador para el último jinete.

    En fiesta o lance que él entra, toda opulencia es escasa; nadie en lo galán le pasa,

    ni más bizarro se encuentra. Favorece a quien pregunta,

    obliga a quien aconseja, enloquece a quien corteja, y avasalla a quien se junta. Audaz con quien enamora, manda, cela, acosa, exige,

    y al cabo del mes elige nuevo amor, nueva señora.

    Un filtro lleva en los ojos que fanatiza a quien ama,

    deleite su voz derrama, y fuego sus labios rojos.

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    Mujer que cayó en su red, su corazón dejó preso,

    que sorbe con cada beso un corazón cada vez.

    No hay puerta que lo resista ni reja que le desaire,

    que entra su amor como el aire; con sólo mirar conquista. Como un sultán opulento, como un Adonis hermoso,

    sin par en lo generoso, sin igual en ardimiento,

    sol que mata las estrellas, la fama arrebata toda;

    y es siempre el galán de moda entre las damas más bellas.

    Resuena desde Toledo su nombre por toda España;

    los nobles le tienen saña, los bravos le tienen miedo.

    Los golillas lo desdoran, los clérigos le aborrecen, los soldados le apetecen, y los villanos lo adoran.

    Mas a él lo importa un ardite de tan varia voluntad, y toma por la ciudad,

    donde le encuentra, desquite. Que no hallando ningún Cid

    ni topando una Lucrecia, cuantas conquista, desprecia,

    mata cuantos vence en lid. Tiene un palacio por casa,

    da fiestas por afrentar, que no hay quien sepa igualar

    sus profusiones sin tasa. Sin amigos y sin deudos,

    vive sólo para sí, y le mantienen así

    sus herencias y sus feudos. Tan rico y gran bebedor,

    no hay medida a sus deseos, y pasa entra devaneos

    una existencia de amor.

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    Y para ahogar su indolencia y ocultar que se fastidia, juega sin afán ni envidia pedazos de su opulencia. Si gana, sin ver recoge; si pierde, paga sin ver;

    y ni en ganar ni en perder hay medio de que se enoje.

    Y según derrama el oro cuando pierde o cuando presta,

    parece que tiene puesta cada mano en un tesoro.

    Hay quien de impío le trata, y juzga que es mal ejemplo

    que un paje le lleve al templo cojín con borlas de plata, y que es audacia inaudita hincarse al pie de la grada

    y esperar a una tapada para darla agua bendita.

    Y aun corren de sus amores susurros por la ciudad,

    que a ser ciertos, en verdad pueden tornarse clamores,

    que anda entro ellos una llave con que se abre un presbiterio.....

    Mas el caso es un misterio y la verdad no se sabe. Él sigue ufano y galán,

    y log rumores de que hablo, si los sabe, los da al diablo

    satisfecho el Capitán. Tal es, amigo lector,

    el don César de mi cuento: si le crees malo, lo siento; mas no fuá mucho mejor.

    Casa don Fadrique a Diana, y en su palacio reúne

    cuanto hay en Castilla entera

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    en armas y amor ilustre; que es don Fadrique muy rico

    y a origen de reyes sube, y sólo el Rey lo aventaja

    cuando sus empeños cumple. Ofreció una noche su hija

    en lance que aun hoy encubre el misterio de las sombras,

    a un hombre a quien atribuye tantos misterios el vulgo,

    como al lance que produce el repentino consorcio

    que amor y razones une. Mas aunque pasa la noche

    y ya su presencia urge, el novio no está en Toledo, lo que a sospechas induce. Mas buenas tiene sin duda razones que le disculpen,

    porque aunque le echan de menos nadie de falso le arguye.

    Todos aguardan que llegue, y no hay un alma que dude que se hallará al dar las diez

    en los salones del Duque. Que él ha marcado esa hora,

    y tal confianza infunde su palabra, que no hay prenda,

    que más valga ni asegure. Prosiguen, pues, de la boda las fiestas, los brindis crujen,

    y suenan los instrumentos voluptuosos y dulces.

    Nunca tal gala ostentaron los que de grandes presumen,

    ni vio jamás tanta pompa la asombrada muchedumbre..

    Inútil es ponderarla, y querer pintarla inútil,

    que fiestas como ésta mía, contándolas se deslucen.

    Harto lo llora el poeta, Mas ¡ay, que por más que luche,

    con su voz y con su lira,

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    la realidad no le suplen! Hará que sus creaciones

    en bellos versos murmuren, que canten báquicos himnos cuando su festín concluyen. Podrá, cuando más se afane,

    de quien su cuento le escuche lograr que se finja apenas

    el rostro, las actitudes, la situación o el carácter de los seres que dibuje; todo ello pesado y débil,

    aunque a lo vano renuncie. Podrá trazar en un cuadro,

    aunque sombras se le enturbien, las principales figuras

    de que su historia se ocupe; mas la luz, y el movimiento,

    y el todo que las circuye, la multitud, las comparsas

    que en torno de ellas agrupe, que giran, hablan, murmuran,

    van, vienen, bajan y suben, las cercan o las desvían,

    y con ellas se confunden, y respiran con su aliento, y con impulsos comunes con ellas gozan, esperan,

    ríen, cantan, lloran, sufren..... ¡Imposible que lo pinten

    y en la mente lo acumulen con voz, movimiento y vida

    fácil, palpable, voluble! ¿Cómo contar el tumulto

    que en un momento produce en un salón donde danzan,

    un lance que lo interrumpe? La voz de «¡Ahí está, señores, ahí está!», que brota y bulle

    de boca en boca rodando y en derredor se difunde; y el son de las herraduras

    del bridón que le conduce, que al detenerse en el patio

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    hace que el patio retumbe; que en las puertas y ventanas los que bailaban se agrupen, y por ver mejor se empinen se encaramen y se empujen; los muchos que, prodigando

    serviles solicitudes, bajan a asirle el estribo

    porque les mire o saludo, y el salón que dejan solo

    con la alfombra y con las luces, y la chimenea, en donde chisporrotea la lumbre,

    ¿con qué voz, ni con qué lira se pinta o se reproduce,

    de modo que quien escucha lo conciba y no se ofusque? ¿Cómo el satisfecho porte

    contar con que se descubre al apetecido novio

    que por la escalera sube, mientras se agolpa por ella

    la aturdida servidumbre, y al peso de los curiosos

    por ambas barandas cruje? Avanza, puesp por la sala

    la gente se distribuye, y este es el lance más crítico que en toda la noche ocurre.

    Corre confuso murmullo y ancho movimiento cunde,

    mientras, asiendo un instante, a sí cada cual acude.

    Quién se compone la gola, quién los vuelillos se sube,

    quién desencaja una hebilla porque el cinturón le ajuste;

    quién se revienta unos guantes, y del placer en la cumbre, las hermosas se sonríen,

    y aunque astutas disimulen, la vista a un espejo tienden, la mano a la flor o al bucle. La que gracias o riquezas,

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    bien que la pesa, no luce, busca a una bella la espalda,

    que aunque la humille la oculte. Aquí asoma un pie pequeño,

    allí unos ojos azules, acá una falda de encaje, allá un airón de tisúes;

    aquí un cuello alabastrino, y allí una mano que pule un centenar de brillantes

    que por mano y dueño arguyen. Todo esto en viviente masa, con movimientos comunes,

    con existencia uniforme que en todo fermenta y bulle,

    que gira o que vaga a un tiempo, se dispersa o se reune,

    danza o se asoma, y el ruido cesa, aumenta o disminuye:

    este momento de atenta y afanosa incertidumbre,

    ¿quién lo cuenta o quien lo canta, por más que a la par se junten

    la voz y el arpa, sin ver que es fuerza al fin que renuncien

    la voz y el arpa, humilladas, a empresa donde sucumben? Desisto, pues, de mi empeño, y aunque me da pesadumbre,

    el salón de don Fadrique quien pueda que se figure.

    Todos los ojos clavados en la puerta del salón, toda la gente del baile agolpada en derredor, en impaciente y atenta

    duda un instante quedó, esperando la llegada

    del venturoso amador.

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    Don Fadrique, Diana y todos los parientes que juntó

    en su fiesta el noble Duque, de sus huéspedes en pos, están al dintel parados,

    que el danzar se interrumpió, y ahogaron los instrumentos

    su ya no escuchado son. Todos inciertos callaban, y allá en confuso rumor, del novio por la escalera

    se percibía la voz, como si alguno a su paso, demandándole atención, recibiera una respuesta de superior a inferior.

    -¿Comprendiste? dijo al fin en voz clara.-Sí, Señor,

    repuso otra voz humilde; y él a replicar volvió:

    -La hora, las dos en punto; la gente, nosotros dos.-

    Y de sus anchas espuelas áspero compás se oyó.

    Cundió general murmullo de gente por el montón, la masa de mil cabezas adelantándose hirvió,

    moviéndose a un tiempo todas para ver y oír mejor;

    y a tal punto, por la sala con paso resuelto entró

    el buen capitán don César, cual siempre fascinador. Echó los brazos al cuello de don Fadrique, tomó

    la mano a Diana, y besóla con acendrada pasión,

    y por la estancia avanzando, en tal guisa les habló:

    -Señor Duque, hermosa Diana, si tardé, mirad que estoy

    pronto desde este momento a demandaros perdón.

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    -Capitán, en vuestra casa nadie exige sino vos.

    Id, venid cuando os pluguiere, sin pena y sin restricción,

    que en todo lo que gustareis nos daréis gusto y honor.

    -Pues cuando os venga en agrado, señor Duque, la ocasión

    del notario aprovechemos, con la ley cumplamos hoy;

    y atendiendo a ambos mandatos de justicia y religión,

    hoy nos casarán las leyes, mañana temprano, Dios.

    ¿Os place? -¡Sí, por mi vida! -¿Y a vos, Diana?

    -¿Tengo yo más voluntad que la vuestra,

    mi esposo y libertador? -Pues de ese modo, abreviemos,

    que aunque por ello aflicción siento en el alma, esta noche aun mi ausencia no acabó.-

    Volvióse a tales palabras el Duque, y conversación siguieron de esta manera por lo bajo ambos a dos:

    -Don César, ¿lleváis espada? -Solamente a precaución.

    -Sabéis, Capitán, que os debo..... -Gracias, Duque; aunque de honor,

    no es asunto de estocadas, sino de tiempo.

    -¡Por Dios, que tomara por agravio

    que en caso de exposición reclamarais el auxilio

    de otro que no fuera yo! -Dormid sin cuidado, Duque,

    que en todo evento hombre soy, y os despertaré mañana.

    Volved esta noche vos al baile desde la mesa;

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    danzad, Duque, sin temor, y no os acordéis de mí

    hasta que despunte el sol. Y así el Capitán diciendo, la mano de Diana asió,

    y a otro aposento pasaron con toda la gente en pos.

    Firmáronse alegremente los contratos en unión,

    volvióse a la danza luego y a la mesa se volvió.

    El Duque estuvo gozoso, el Capitán decidor,

    y Diana hermosa y radiante y hechicera como el sol.

    Y aunque no faltó un misántropo que admirado se mostró

    y auguró mal de esta boda, cenando como un león, desde la cena, la danza

    tercera vez empezó, Más que nunca bullicioso

    y pacífico el salón. mas justo será añadir como fiel historiador,

    que mientras seguía el baile y de los brindis el son,

    el Capitán y Ginés salían al dar las dos,

    de la empinada Toledo por las puertas del Cambrón.

    Cerraron en un convento a doña Inés de Alvarado,

    y obraron con poco tiento, porque jamás fue su intento tomar tan bendito estado.

    Niña alegre y bulliciosa, de noble estirpe nacida,

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    pensó, libre mariposa, de volar de rosa en rosa por el jardín de la vida.

    Con dos ojos que hallan poca la luz del brillante sol,

    y una mente inquieta y loca, ¿quién puso bajo una toca

    corazón tan español? ¿Qué valen las. celosías que la aprisionan el ver, si en sus bellas fantasías

    adora todos los días sus delirios de mujer?

    ¿Qué importa ¡pese a su estrella! que algunos doctores viejos nieguen el mundo para ella,

    si presintiéndose bella, se encuentra con los espejos? Y ¿qué la importan los sones

    del salterio sacrosanto, si las lindas tentaciones

    de otro dios y otras canciones se la acuerdan entretanto? ¿Cómo abrazar las espinas

    del ayuno y la oración como exigencias divinas,

    si hay otras que están ladinas punzándola el corazón?

    ¿Para qué son sus sentidos si de nada han de gozar? ¿Qué fue para los nacidos

    el mundo a que son venidos, si en venir han de pecar?

    ¿Qué sirven de sus cabellos los mal mutilados rizos,

    si no ha de prender en ellos una flor, que hará más bellos

    sus ojos antojadizos? Doquier que su sombra alcanza,

    curiosa va tras su sombra con afanosa esperanza,

    y el pie se ensaya en la danza doquiera que halla una alfombra.

    Doquier que hablan de virtud,

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    la causa secreta estudia de su secreta inquietud;

    doquier que encuentra un laúd, un himno de amor preludia.

    Tal vez a solas mirando de su mansión los cerrojos,

    las horas pasó soñando, y se encontró, despertando,

    con lágrimas en los ojos. Tal vez desde una ventana al ver la inmensa campiña donde cruza una aldeana,

    trocar su sayal de lana quiso por una basquiña. Tal vez al tomar su aguja

    y al bordar un santo nombre, la santa labor estruja;

    que audaz tentación la empuja a delinear el de un hombre.

    Y así se la van los días en suspirar y gemir,

    por las bóvedas sombrías de las largas galerías

    que la habrán de ver morir. Y sus ojos se marchitan, y sus labios palidecen, y sus pies se debilitan, y sus delirios la irritan,

    y sus pesadumbres crecen. ¡Oh, que al abrir un convento

    a doña Inés de Alvarado, obraron con poco tiento,

    que bien se ve que su intento no la llamaba a su estado!

    Pero ¿qué han visto sus ojos,

    que serenos y radiantes, ha días que sin enojos moderaron los antojos

    tras de que corrieron antes? Ella, que ayer esquivaba.

    del templo el cantar sonoro la oración la cansaba,

    hoy de rodillas se clava

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    ante las rejas del coro. Ella, que ayer distraída asistía al gran misterio

    del Redentor de la vida, hoy no quita, embebecida,

    los ojos del presbiterio. Ella, que ayer con el son del importuno esquilón dejaba el lecho tardía,

    hoy madruga con el día y adora la creación.

    Ella, que ayer descuidada olvidaba sus labores,

    hoy, noche y día afanada, multiplica delicada

    sus bordados y sus flores. Y salen de su aposento

    ofrendas del sentimiento bajo formas infinitas,

    sus labores exquisitas, que orgullo son del convento.

    Mutación inesperada que a sus hermanas admira;

    y la oveja descarriada, dicen, del pastor llamada,

    ya a su redil se retira. Ya vuelve al dulce reclamo

    de la dulce compañía, y a los cuidados de su amo,

    la blanca oveja que huía tan salvaje como el gamo nacido en la selva umbría.

    Y en secretas reuniones dándose la enhorabuena, doblaban las oraciones,

    pidiendo a estas intenciones perseverancia serena.

    ¡Impertinencia importuna! ¡Oh necias, sin duda alguna, las pobres siervas de Dios, si no alcanzasteis ninguna

    lo que va de Inés a vos! Tras recogimiento tanto, su tez la color recobra,

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    sus ojos brillo y encanto..... Y ¿pensáis que el fuego santo

    tales maravillas obra? ¿Pensáis que el alma prensada

    en la seca soledad vuelve a una niña apenada

    la pura tez sonrosada y el contento y la humildad? ¡Oh necias, que sin recelos cubrís el mundo y los ojos

    con vuestros benditos velos, cuando a la luz de los cielos se ven muy mal sus abrojos! ¡Necias! La blanca ovejuela que se vuelve a su pastor, y cuya vuelta os consuela,

    es tórtola que se vuela al reclamo de su amor.

    Cuando sus ojos estaban clavados en el altar,

    el altar no contemplaban, que otros ojos no cesaban

    sus ojos de reclamar. Huir las rejas impiden,

    pero, pese a los cerrojos, lenguas en ojos residen, y los espacios se miden

    con las lenguas de los ojos. Un hombre la contemplaba,

    y un hombre la devoraba con sus ardientes pupilas, y doña Inés se abrasaba,

    y vosotras.... tan tranquilas. Ni sorprendisteis su exceso, ni de la reja a una esquina

    visteis que, perdido el seso, tendió la mano, y que un beso

    crujió en la mansión divina. Ni visteis que, en vez de andar

    al toque de los maitines desde su celda al altar, solía más tarde entrar al atrio de los jardines.

    Ni hubo de vosotras una

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    que, del paseo celosa, abriese ventana alguna, y viese huir con la luna

    una sombra sospechosa. Ni hubo ningún jardinero

    que, al primer canto del gallo, viese acercarse rastrero un rondador caballero,

    que atrás dejaba un caballo. Ni os ocurrió que sus flores,

    sus vistosos ramilletes que encontraban compradores,

    pudieron de sus amores guardar ocultos billetes.

    Ni la visteis espiando el sueño de la tornera, las llaves manoseando,

    abierta afición mostrando del manojo a la tercera.

    ¡Oh! Que al abrir un convento a doña Inés de Alvarado, obraron con poco tiento,

    pues ni han mirado su intento, ni en el Capitán pensado.

    Tras grave asunto, a juzgar por lo que van espoleando,

    corren dos hombres, cruzando a caballo un olivar.

    No está la noche muy clara, más bien se ve al pie de un cerro

    una cruz grande de hierro que dos caminos separa.

    Y de advertir fácil es, aun a los ojos peores,

    que son dos los corredores, y los caballos son tres.

    Echó pie a tierra el primero, y al dar la brida al de atrás, le dijo: «Aquí esperarás»;

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    y el otro dijo: «Aquí espero.» Y hacia el convento avanzando,

    del caballero en la obscura sombra se fue la figura,

    hasta perderse, menguando. Y aquí, ¡oh mi lector amigo! fuerza será que convengas

    en que es preciso que vengas hacia el convento conmigo.

    Sigue mi camino, pues, y de una verja detrás, un atrio acaso hallarás a pocos pasos que des.

    Sube tres gradas, si puedes, da un paso más, y con él

    tocarás en el cancel, donde es fuerza que te quedes.

    ¿Ves un hombre que, embozado, encorvando la figura,

    por la estrecha cerradura en mirar está ocupado?

    Acércate sin temor, que lo que alcanza por dentro, no haca temible el encuentro

    del Capitán reñidor. Tú, lector, preguntarás:

    -¿Conque el Capitán es ése? El mismo, mas que te pese;

    pero hazte un poquito atrás, porque levantando el brazo, empuja a espacio la puerta. Entró, y dejándola incierta,

    sopló el aire y dió un portazo. Mas veo, lector, que dices, sin que pueda replicarte,

    que esto es, llamándote, darte con la puerta en las narices. Mas tu impaciencia sosiega,

    todo lo presenciarás, que del poeta, a eso y más

    el poder mágico llega. Está el Capitán en pie

    en medio de la ancha nave, y a la verdad que no sabe

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    ni qué pasa, ni qué ve. El templo mira enlutado con lúgubre terciopelo,

    mucha gente haciendo duelo, y un féretro en medio alzado. Vense en el paño del túmulo

    entrelazados blasones, y a la luz de los blandones un cadáver en su cúmulo. Monjes le rezan en coro

    tristísimos funerales, y le alumbran con ciriales pajes de libreas de oro.

    La muchedumbre que asiste, y que la tumba rodea,

    dado que bien no se vea, se ve que de noble viste.

    Y parece que al bajar el que ha finado a su nicho,

    memoria tuvo capricho de su opulencia en dejar.

    Y al par que su eterna calma las oraciones consuman,

    mirras y esencias perfuman la despedida del alma.

    Música triste le aduerme, salmodias le santifican, e hisopos le purifican

    el cuerpo, que yace inerme. Mas aquellas oraciones y responsorios precisos, llevan de anatema visos y planta de maldiciones.

    A veces son sus compases hondos, siniestros, horribles,

    murmurando incomprensibles, negras e incógnitas frases.

    En son lento, ronco y quedo se hacen oir otras veces,

    y entonces aquellas preces hiela los huesos de miedo.

    Otras semejan aullidos discordes, desesperados, lamentos de condenados

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    de los infiernos salidos. Otras lejanos rumores,

    cual de tormentas, se escuchan, o de ejércitos que luchan, los espantosos clamores.

    Y siempre siendo los mismos los sones que se levantan,

    responsos a un tiempo cantan y murmuran exorcismos.

    Atónito de la escena extraña y aterradora

    que encuentra tan a deshora y le asombra y enajena,

    don César, con paso lento, entre la turba mezclado, dirigióse A un enlutado

    que oraba en aquel momento, -¿Quién es el muerto, sabéis, dijo, a quien rezando están?

    Y él respondió: -El capitán Montoya: ¿le conocéis?- Mudo quedó de sorpresa

    don César oyendo tal, mas no lo tomó tan mal como tal vez le interesa. Volviólo la espalda, pues,

    diciendo:-Me ha conocidoy burlárseme ha querido; mas luego veré quién es.- Siguió la iglesia adelante,

    y una capilla al cruzar, vio un sepulcro preparar,

    entre otros varios vacante; y a un personaje que halló

    de luto, y que parecía que el trabajo dirigía, el Capitán se acercó.

    -¿Para quién abren la hoya? le dijo; y el enlutado

    le contestó de contado: -Para el capitán Montoya.-

    Mudósele la color a don César; mas repuesta su calma, al de la respuesta

    volvió entre risa y furor.

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    Miróle de arriba abajo, pero no le conoció;

    segunda vez le miró, pero fue inútil trabajo. Ni recordó que quizás

    le hubiese visto la cara, ni imaginó que la hallara tan repugnante jamás,

    que encontró en ella tal gesto de aterradora hediondez, que por no verla otra vez,

    dejó caviloso el puesto. Fuése a otro punto a situar,

    diciendo:-¡Ese hombre estremece! De aquel sepulcro parece que le acaban de sacar- Uno tras otro se puso,

    a contemplar los que vía, mas a nadie conocía,

    de lo que andaba confuso. Tenían todos las caras descoloridas y secas,

    y dijeran que eran huecas, a más de antiguas y raras.

    Cansado de fiesta tal, y a impulso de una aprensión,

    llegóse a un noble varón que oraba con un cirial. Cabe él la rodilla apoya, y dícele ya con miedo:

    -¿Quién es el muerto? -y muy quedo contestó el otro: -Montoya.-

    Del catafalco a los pies llegó entonces decidido,

    de aquella duda impelido, a ver el muerto quién es., Por los monjes atropella, trepa al túmulo, la caja

    descubre, ase la mortaja, y él mismo se encuentra en ella.

    Miró y remiró, y palpó con afán hondo y prolijo, y al fin consternado dijo:

    -¡Cielo santo, y quién soy yo!

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    Miró la visión horrenda

    una y otra y otra vez, y nunca más que a sí mismo

    en aquel féretro ve. Aquel es su mismo entierro, su mismo semblante aquel:

    no puede quedarle duda, su mismo cadáver es.

    En vano se tienta ansioso; los ojos cierra, por ver si la ilusión se deshace, si obra de sus ojos fue.

    Ase su doble figura, la agita, ansiando creer

    que es máscara puesta en otro que se le parece a él.

    Vuelve y revuelve el cadáver y le torna a revolver;

    cree que sueña, y se sacude porque despertarse cree, y tiende el triste los ojos desencajados, doquier.

    Mas ¡nuevo prodigio! Mira a las puertas, y al dintel

    ve que despiden el duelo, de duelo henchidos también, don Fadrique y doña Diana,

    que arrastran luto por él. Baja, les tiende los brazos, les nombra, cae a sus pies. -Miradme, les dice atónito, Montoya soy, vedme bien. Y ellos le miran estúpidos

    sin poderle conocer, e inclinando las cabezas, replican: -Montoya fue.- Entonces, desesperado con angustia tan cruel,

    vase otra vez hacia el muerto demandándole quién es.

    -¿No hay quien sepa aquí quién soy? ¿No hay a salvarme poder?- Y allá desde el presbiterio,

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    de las rejas al través, oyó una voz que decía: -Sí, te conozco, mi bien:

    abre; ¿qué tardas? Partamos: yo soy tu amor, soy tu Inés.

    Y los brazos le tendía la de Alvarado también,

    de la reja tentadora tras el cuádruple cancel.

    Mas viéndola cual espectro que le persigue a su vez,

    gritaba él:-Aparta, aparta; ¿que soy cadáver no ves? Y apenas palabras tales

    pronunció, cuando tras él vio llegarse aquel fantasma

    cuyo gesto de hediondez le hizo miedo, y no le pudo

    recordar ni conocer. Contemplóle de hito en hito,

    le asió del brazo después, y así con voz espantosa

    vio que le dijo: -¡Pardiez! Tú eres quien cambia conmigo;

    a mi sepultura ven.- Y a esta horrorosa sentencia,

    ya sin poderse valer, cayó en el suelo Montoya, falto de aliento y de pies.

    -¿Dónde estoy? ¿Qué es de mi vida?

    ¿Respiro aún? exclamó Montoya abriendo los ojos,

    con desfallecida voz. -Señor, estáis en mis brazos.

    -¿Eres tú, Ginés? -Yo soy.

    -¿Dónde estamos? -En la cruz.

    -¿Del olivar? -Sí, señor.

    -¿No estuve yo en el convento? Pues ¿quién de allí me sacó?

    -Yo fui, señor.

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    -¡Tú, Ginés! -Perdonad; temí por vos,

    y viendo que el tiempo andaba y ni seña ni rumor

    esperanza me infundían, tras vos eché. -¡Santo Dios!

    ¿Y llegastes..... -A la iglesia.

    -¿Atraído por el son, -Señor, no he oído nada.

    ¿No os lo dije? -¿Cómo no?

    ¿Dentro la iglesia no vistes los enlutados en pos

    de mi cadáver? -Miróle absorto de admiración

    el mozo, y dijo:-Soñamos, o vos, don César, o yo. Ni vi, ni oí cosa alguna.

    -¿Conque es mía esa visión? ¡A mis ojos solamente horrenda se presentó!

    ¿No vistes conmigo a nadie? -Os juro a mi salvación,

    que solo os hallé tendido al pie del altar mayor;

    y viendo el peligro doble del sitio y la situación, ni me detuve a pensar si estabais herido o no;

    cargué con vos y me vine; ni oí ni vi más, señor.

    Calló Ginés, y don César, a estas palabras quedó distraído y abismado en honda meditación.

    Mirábale de hito en hito Ginés, que aterrado vio

    de la faz del Capitán la extraña transformación.

    Desencajados los ojos, palidecido el color,

    torvo el mirar, parecía,

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    más que vivo, aparición. Sentado en el pedestal

    de la cruz, do él le posó, inmóvil permanecía

    sin fuerza y sin intención, amarrado a un pensamiento

    que bullía en su interior, y que se vía que todas

    las potencias le absorbió, como quien mira aterrado

    negra y horrible visión que le borra de los ojos

    cuanto existe en derredor. Temeroso el buen criado por su juicio y su razón, dirigióle atentas frases con afán consolador.

    Mas él ni tornó los ojos ni a sus voces respondió,

    ni agradeció sus cuidados, que en nada puso atención;

    y al cabo de largo trecho, con repentino vigor

    levantándose en silencio, en su corcel cabalgó. Hincóle los acicates,

    y el poderoso bridón, tras un poderoso brinco,

    á todo escape salió. Santiguóse el buen Ginés, y en su ruin superstición,

    dijo: -¿Si tendrá los malos? Y a escape tras él echó.

    Por una puerta secreta que de los salones sale a un secreto gabinete,

    puede a estas horas mirarse a don Fadrique y don César, que, pálidos los semblantes,

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    plática tienen trabada de asunto en verdad muy grave.

    Demanda con vehemencia don Fadrique, y contestarle

    resiste el otro, en su empeño ambos por demás tenaces.

    El Capitán, asentado en un sillón, torvo yace,

    guardando, pósele al otro, un silencio inalterable;

    y don Fadrique, colérico, en pie a su lado, las frases

    la dirige más violentas que halló para provocarle.

    Dejábale el Capitán que la ira desahogase,

    como si con él no hablara ni pudieran escucharles.

    Y al fin, de calma en su cólera aprovechando un instante,

    dirigióle la palabra con razones semejantes:

    -Todo es inútil, denuestos, súplicas, amagos, ayes;

    el mundo entero no puede a que os lo diga obligarme. Un secreto es que conmigo quiero que al sepulcro baje, y no ha de saberlo nunca, desde el sol abajo, nadie. Si es sueño o delirio mío,

    quiero de él aprovecharme; si es un aviso del cielo, es imposible excusarle.

    Tornó al silencio don César, y el Duque, que aunque no alcance

    la razón, sospecha alguna, díjole sin ira casi:

    -Don César, noble he nacido, y por mucho que yo os ame, llevar no puedo en paciencia

    sin una excusa un desaire. Por misterioso o fatal,

    por precioso o repugnante

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    que el secreto sea, ¿creéis que no sabré yo guardarle?

    -Sabéis quién soy, don Fadrique, y por excusa esto baste,

    que no hablaré más en ello si santos me lo rogasen.

    Y aquí, ya de don Fadrique la cólera desbordándose, dijo al capitán Montoya

    con voz resuelta y pujante: -¡Vive Dios, señor don César,

    que esto no es más que un ultraje que hacer queréis a mi casa, y que está pidiendo saiigrel

    Si no podéis el motivo descubrirme que deshace vuestra boda, satisfecho

    de un modo o de otro dejadme. -Señor Duque, ya está dicho.

    Si lo dejo de cobarde, pues que me debéis la vida,

    nadie como vos lo sabe; pero os juro que, aunque osado

    lleguéis hasta abofetearme, no haréis que por causa alguna

    la espada más desenvaine, ni más me la he de ceñir,

    ni más me harán que la saque cuantas honras y razones

    en el universo caben: mirad, señor don Fadrique,

    si el secreto será grande; y pues veis a lo que obliga, si hidalgo sois, réspetadle.

    Callaron ambos a dos y continuaron mirándose

    como hombres en sus propósitos igualmente imperturbable.

    Al fin dijo don Fadrique por la estancia paseándose,

    como quien duda si debe satisfacerse o vengarse: -Señor capitán Montoya,

    vida y honor me salvasteis

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    una noche, y aunque en ésta me los habéis vuelto tales

    que no será mucho tiempo a restablecerlos fácil,

    váyase lo uno por lo otro, de nada quiero acordarme. Estamos en paz, don César.

    Y continuó paseándose, y atarazándose un labio hasta revocar la sangre.

    Entonces el Capitán, con paso medido y grave,

    en mitad del aposento fue decidido a encontrarle;

    tendióle la mano, y dijo: -Pensad, Duque, si es bastante

    a dejaros satisfecho de este misterioso ultraje

    mi resolución postrera: tomad, señor, esas llaves; de mis inmensos tesoros haced con justicia partes: una a Ginés por servirme,

    con cuantos muebles hallare; un hospital o convento

    fundad con otra, si os place, y otra a don Luis de Alvarado, que gana la apuesta infame

    que hice de robar a Dios la mejor prenda al casarme.

    ¿Me comprendéis, señor Duque? Obedecedme y dejadme. Entregad al de Alvarado

    lo que hoy de perder me place; pero cuidad, don Fadrique, que no sepa el miserable

    que era Inés, su propia hermana, la prenda que iba a jugarse.-

    Y así el Capitán diciendo, un pliego sin letras ase,

    escribe algunas palabras, lo firma, lo sella y parte.

    Quedó don Fadrique atónito, Ginés rompió en voces y ayes

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    y en llanto amargo, que al punto cambió en lágrimas el baile.

    Cundió la noticia rápida, y el escándalo fue grande,

    aunque al culpar los efectos, no acierta la causa nadie.

    Todo era hablillas Toledo, y todo interpretaciones,

    cada cual forjó un enredo, y hablaron todos con miedo de espectros y apariciones. Y como en vano buscaron

    por Toledo al Capitán, mil fábulas le colgaron,

    y los que las inventaron, por hechos las creen y dan.

    Quién dijo, que anocheciendo, le vio desde un corredor

    allá en los aires cerniendo un cuerpo alado y horrendo

    cual fue bello el anterior. Quién dijo que un día oraba

    ante un devoto retablo, y vio al Capitán que daba ayuda y defensa brava,

    contra San Miguel, al diablo. El hecho es que don Fadrique

    a su escribano mandó que en su nombre ratifique,

    firme, selle y testifique lo que don César firmó. Que se partió su tesoro algunos días después,

    que se dio a los pobres oro, y que, rico como un moro,

    partió a la corte Ginés. Ni más descubrirse pudo,

    ni puede decirse más, y este es el hecho desnudo,

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    pábulo, origen y escudo de las mentiras de atrás. Mas hay entre todas una que, fábula o tradición, en escritura oportuna

    encontrarla fue fortuna separada del montón.

    El vulgo a su vez la cuenta como innegable verdad,

    y de quien dudarla intenta, dice que de Dios atenta

    al poder y majestad. Yo, trovador vagabundo,

    la oí contar en Toledo, y de aquel pueblo me fundo en la razón, y así al mundo contarla a mi turno puedo.

    Ni quitaré ni pondrá; como a mí me la contaron

    fielmente la contaré, y a ser falso, juro a fe

    que en Toledo me engañaron. Diz que pasaron diez años,

    cada cual lleno a su vez de azares y clesengaños;

    mas a nuestro cuento extraños, no hacen al caso los diez.

    Las fabulillas cesaron de hervir en la muchedumbre;

    Diana y otras se casaron; y en fin, según es costumbre, al que murió lo enterraron.

    Y del mar de su destino ya pronto a romper el dique, diz que al linde del camino

    de la vida, don Fadrique pidió aprisa un capuchino.

    Y severo y respetable, con la faz descolorida,

    vino un varón venerable, al Duque a hacer tolerable

    la tremenda despedida. Tras sí la puerta entornó, y cuando a solas quedó

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    con el noble moribundo, la religión con el mundo

    así plática entabló: MONJE ¿Don Fadrique?

    DON FADRIQUE Bien venido, padre; concluyendo estoy.

    MONJE A ayudaros he venido a ir en paz; prestad oído

    a lo que deciros voy. Ha diez años que, arrastrado

    por intención criminal, hollé de un templo el sagrado,

    y a Dios me sentí llamado de una visión infernal.

    Los muertos vi que salían de las urnas sepulcrales

    y blandones me encendían, y con gran pompa me hacían

    en vida los funerales. Visión de los cielos fue;

    mas ¿quién creyera mi historia? A contarla me negué, y haberla determiné

    encerrada en mi memoria. Tan sólo existía un hombre

    a saberla con derecho; porfió, porfié; y no os asombre,

    no me la arrancó del pecho: don Fadrique era su nombre. Mas lo que excusar no pude

    al noble a quien ofendía, vengo; ¡y así Dios me ayude!

    a que mi razón escude la fe de vuestra agonía.-

    Y esto el buen monje diciendo, cayó ante el lecho de hinojos, las manos del Duque asiendo, quien, sus palabras oyendo,

    al monje tornó los ojos. Contemplóle de hito en hito

    con acongojado afán, y exclamó al fin con un grito:

    -¡Sois vos! ¡Dios santo y bendito! Abrazadme, Capitán.-

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    Y los brazos enlazaron, y a solas ambos a dos

    por largo tiempo quedaron, y largo tiempo lloraron ante la imagen de Dios. Y al fin de la confesión,

    henchido el Duque de fe, díjole: -A aquella visión

    debéis vuestra salvación, que aviso del cielo fue.-

    En cuyo punto, sintiendo llegar el trance fatal

    del paso duro y tremendo, -ADIÓS, DON CÉSAR,- diciendo,

    lanzó el aliento vital. Y aquí del todo acabada

    del buen monje la misión, y el ánima encomendada, con voz exclamó mudada

    al darle la absolución: -¡Ve en paz! Y, si como espero,

    el llanto ante Dios se apoya de un corazón verdadero,

    -ruega a , Dios, buen caballero, por el capitán Montoya!-

    Y dando al mundo un momento, al muerto besó en la frente,

    y a paso medido y lento, triste volvió a su convento

    el Capitán penitente. Y ha poco había en sepultura humilde,

    de la maleza oculta entre las hojas, una inscripción borrada por los años,

    que todo al fin sin compasión lo borran. Único resto de opulenta estirpe, único fin de la mundana pompa,

    montón de polvo, en soledad yacía quien hizo al mundo con su audacia sombra.

    Y apenas pueden los avaros ojos leer en medio de la antigua losa:

    Aquí yace fray Diego de Simancas, que fué en el siglo el capitón Montoya.

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    Y por si alguno pregunta curioso por doña Inés

    y opina que queda el cuento incompleto, le diré:

    que doña Inés murió monja cuando la tocó su vez,

    sin su amor, si pudo ahogarle, y si no pudo, con él.

    Porque destino de todos, vivir de esperanzas es:

    quien las logra, muere en ellas; quien no las logra, también. Conque ya sabe el curioso de mis héroes lo que fue,

    y sólo añadir me resta dos palabras de Ginés:

    Hizo en la corte fortuna, casóse al cabo muy bien con una dama muy rica

    y hermosa como un clavel;. y aunque dieron malas lenguas

    en alzarla no sé qué, ella no alzó las pestañas para al vulgo responder.

    Dió a Ginés un hijo zurdo, y dijo su padre de él

    que había nacido en casa, y en esto sólo habló bien.

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    I : La cruz del olivarII : Cuchilladas en la calleIII : OfertasIV : El capitán don CésarV : Insuficiencia del poetaVI : El novioVII : Doña InésVIII : Aventura inexplicableIXX : Hechos y conjeturasNota de conclusión