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El crimen de la Hipotenusa - IES BOTÁNICO (San Fernando) crimen de la... · Boris son algunos de ... ni una parte infinitesimal de ... imaginarios, seguro que no se quedaría quieta

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Annotation

La profesora de matemáticas,apodada la Hipotenusa, desaparecemisteriosamente dejando manchas desangre. En el colegio, el inspectorArveja emprende un largo interrogatoriode los alumnos a los que la Hipotenusaiba a suspender: Nico, María, Román yBoris son algunos de ellos... Todos sonsospechosos pero sólo uno es culpa ble.Y el inspector Arveja ha decididodesenmascararlo.

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Emili Teixidor

El crimen de laHipotenusa

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. Título Original: El crim de la

hipotenusa1989

Traducción:Fran Bravo

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EL CRONISTA

CUANDO llegué a la escuela aquellamañana de mediados de diciembre teníael corazón encogido, y no por culpa delos primeros fríos que habían llegado ala ciudad aquella noche. Todo el mundohabía desenterrado los abrigos, lascazadoras y las bufandas del fondo delos armarios, y andaba de prisa, comoempujado por el viento helado. Pero yosabía que mis temblores no eran de frío,sino de miedo.

El miedo a enfrentarme con el jaleoque provocaría en el colegio elasesinato de la Hipotenusa. La

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Hipotenusa, con mayúscula de nombrepropio.

Es decir, no de nombre propio. Deapodo propio, o sea, de sobrenombre depersona. La Hipotenusa. La señoritaCinta Olius, alias la Hipotenusa,profesora de matemáticas de nuestrocurso. Asesinada aquella misma noche.

Los compañeros de cursossuperiores la llamaban también la Cintade Moebius, pero daba igual: ninguno desus malos nombres la había salvado delsacrificio, suponiendo que todo hubierasalido como estaba previsto.

El jaleo, la alarma y eldesconcierto que produciría la noticia,el notición, si corría la voz por elcolegio, sólo serían comparables al

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estallido de su resurrección. Porque unamujer con un carácter tan fuerte como elde aquella profesora, que se jactaba demantener a sus alumnos tiesos comoreclutas y de no dejar que pasaran cursoni una parte infinitesimal de estudiantesque no hubieran sudado todos losnúmeros, incluso los númerosimaginarios, seguro que no se quedaríaquieta y tranquila en su tumba parasiempre jamás.

Es decir, no se encontraba todavíaen la tumba. Debía de hallarse en ellugar donde la habían dejado losasesinos, hasta que la policía o laautoridad correspondiente dispusiera loque ordenan las leyes para esos casos.¡Uf, menudo trabajo!

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Me parecía verla, menuda ynerviosa como una ratita, un manojo denervios, los ojos azul pálido, muyhermosos tras unas gafas enormes deestudiante aplicada que aumentaban suhermosura, unos ojos que iluminabanuna cara pálida y avispada de ardillasabia; la nariz respingona, la bocasiempre con una mueca de disgusto, elcabello estirado hacia atrás y recogidoen la nuca con un lacito del color de losojos, dos hoyuelos en las mejillas,siempre vestida de gris, siempre con suenorme cartera de repartidor de correosrepleta de libros y papeles, y los zapatosde tacón alto para ganar unoscentímetros... Y siempre con losnombres de Pitágoras, Arquímedes,

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Euclides, Cantor... en la boca. ¡Y Talesde Mileto, claro! ¡Faltaría más!¡Imposible olvidarse del insigne Talesde Mileto! ¡Pobre Hipotenusa inocente!

La mayor parte de los apodos delos profesores se transmiten de curso encurso desde la prehistoria del colegio.Eso, aquellos que lo tienen. No todoslos profesores gozan de ese privilegio,ventaja o prerrogativa. Ese truco de lossinónimos me da siempre muy buenosresultados en los ejercicios de lengua.Se sitúan estratégicamente de tres en tresa lo largo de la redacción y la nota subecomo pompa de jabón; una buenaensalada de beneficios, prebendas,gangas y preferencias, las palabrascuanto más cultas mejor, y el profesor se

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traga el plato que da gusto. Y como laautoridad judicial me ha nombradocronista oficial del caso del crimen dela Hipotenusa, pienso recrearme en lamerced, el favor y el permiso de utilizartantos sinónimos y cultismos que huelana latín como las ocasiones me permitan.Hablábamos de los apodos de losprofesores que se arrastraban desde laprehistoria. Aunque la Hipotenusapertenecía a la Edad Moderna, o inclusoa la Contemporánea. Llevaba varioscursos en el colegio, pero se conservabajoven y soltera. Los rigurosamentecontemporáneos, acabados de llegar, nogozaban de categoría suficiente para sermerecedores de apodo. Un apodo eracomo el título de nobleza que llevan los

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reyes: Pedro el Cruel, Juana la Loca,Jaime el Conquistador... O bien que losreyes otorgan a los subditos distinguidosy con méritos suficientes: Guzmán elBueno, el Gran Capitán... Era unaprueba de familiaridad que los alumnosconcedían a los maestros más populares,queridos o sabios.

El nombre de la Hipotenusa le cayóa la señorita Cinta Olius por diversasrazones. Una era que el profesorayudante de mates, que la sustituía en lasclases cuando ella no podía venir, era unlatazo tan fenomenal que le conocíamosentre nosotros, sin categoría de títulooficial, como el Cateto. Otra razón eraque ella sólita elevada al cuadrado valíatanto o más que el cuadrado de sus

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catetos. Otra era que su carácter directo,decidido y audaz le daba semejanza a laflecha de la hipotenusa. Otra, quesonaba como un insulto. Otra...

Pero no nos alarguemosinnecesariamente en detalles de lo queno es de ninguna manera el o laprotagonista del caso. Dejemos que loscadáveres descansen en paz. Que losmuertos entierren a sus muertos...

Los verdaderos protagonistas de lahistoria, o de la crónica si queréis, sonlos criminales. Los asesinos. O mejor, elinvoluntario provocador del asesinato.El causante inconsciente, que a su vezera la víctima...

Bien. Y todos los implicados en elmisterioso crimen, aquella mañana fría

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de diciembre, con el cielo de nieve y elaire de Siberia, no tardarían mucho enllegar al colegio.

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LA PRIMERACLASE DE LAMAÑANA

EN la escalera de la puerta principalhabía dos o tres grupos de compañeros,chicos y chicas, que me pareció quecomentaban el suceso por las palabrasque cacé al vuelo mientras subía: «... esun misterio...»; «... la policía en elcolegio...»; «... una profesora...»; «...estanoche han robado los exámenes...»; «...un interrogatorio...».

—¡Andrés! —me llamó unconocido del curso superior—.

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¿Sabes...?Pero se quedó con las palabras en

la boca, porque yo seguí hacia arriba,sin detenerme, saludándole con la mano.Lo que nos temíamos —pensé— ya hasucedido. Queríamos llevar el caso congran discreción, y todo el colegioempezaba a hervir con los rumores. LaDirección echaría fuego por la boca,porque había recomendado sobre todaslas cosas: discreción, discreción ydiscreción. Pero la Dirección vivía enlas nubes si creía que en aquel centro, oen cualquier otro, los jóvenes no olíanlos secretos a muchos kilómetros dedistancia.

En cuanto puse los pies en elvestíbulo, dos tipos altos y fuertes, con

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gabardina y sombrero, como si sehubieran disfrazado de policías depelícula,

me cerraron el paso.—¿Tu nombre? —me preguntó el

más alto, que también era el más joven.—Andrés Tal y Cual. —¿Curso?—Tal.El bajito consultó una libretita que

tenía en la mano, en la cual sospechéque buscaba mi nombre. Sin duda, loencontró entre los de la lista negra,porque el individuo alto me puso lamano en el hombro para apartarme delcorredor que conducía directamente alas aulas de la planta baja y meacompañó hasta la puerta de labiblioteca, situada en el lateral

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izquierdo de la puerta principal.—Entra —me ordenó—, y espera

aquí dentro.Dentro estaban dos chicos y una

chica que debían de haber llegado antesque yo, y otro personaje con gabardina yaspecto de policía. Al entrar, me quedéun momento parado, sin saber qué hacer.Los tres compañeros, Román, Carlota yNico, estaban sentados a la gran mesacentral, formada por la conjunción deocho o diez mesas de lectura normales,los tres muy separados y con un libroabierto delante, como si estuvierancumpliendo un castigo. El tío de lagabardina estaba de pie frente a uno delos armarios repletos de libros, y eraevidente que ejercía las funciones de

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vigilante o, mejor dicho, de centinela ocarcelero. Todos nos miramos con ojosinterrogantes, algo asustados los de losamigos, y los del hombre, con ciertafrialdad profesional.

—Siéntate aquí. —El centinela meindicó una silla delante de él, lejos delos otros detenidos—. Estudia y calla.

—¿Qué ocurre...? —empecé yo, sinsaber claramente si debía hacer aquellapregunta. Las miradas desanimadas delos condiscípulos me demostraron quehabría sido mejor que no hubiera abiertola boca.

—De momento, siéntate y calla.—Es que... nos perderemos la

primera clase de la mañana, queempieza dentro de unos minutos... —

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volví a pelear yo, como si me importaramucho pulirme una clase.

—¡Esta es la primera clase de lamañana! —replicó el policía—. ¡Y a lomejor resulta la última!

A callar, silencio y se acabó. Mesenté en la silla indicada y, al sacar unlibro cualquiera de la cartera para fingirque estudiaba un rato, apareció, como unnegro presagio o una triste casualidad,el texto de matemáticas.

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UNA REUNIÓN DEACUSADOS

DE manera —pensé, simulando que mesumergía en las páginas indigestas dellibro—, de manera que aquí, en labiblioteca, han reunido a los acusados,aquí han concentrado a los sospechosos.O sea que se trata de una reunión deacusados. La frase me recordaba algo,quizá el título de una novela policíaca, oalguna película del género negro pasadapor la tele. Una reunión de acusados.

Fuera de la biblioteca, por todo eledificio del colegio, los ruidos

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familiares de carreras por las escalerasy corredores, los timbres que llamabanal comienzo de las clases, los gritos delos retrasados, las prisas de losprofesores, las peleas de losbuscabroncas... indicaban que la jornadaescolar empezaba como todas lasmañanas. Como todas las mañanas, no.La clase de matemáticas la daría elpobre suplente, el Cateto, que quizá hoy,por vez primera en su carreraacadémica, conseguiría que los alumnosescucharan sus explicaciones conatención, impresionados por los rumoresque corrían sobre la suerte de laseñorita Cinta Olius. ¿Cómo lesexplicarían la ausencia de laHipotenusa? ¿Quién lo haría...?

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La puerta de la biblioteca se abrió,y el policía alto introdujo a María Vilar,con abrigo, bufanda, guantes y unsombrerito de lana, como si se hubieravestido para ir a esquiar.

Como en mi caso, el vigilante-carcelero-centinela le señaló un sitio enla mesa central, suficientemente alejadode los demás acusados, cuatroexactamente incluyéndome a mí; yMaría, sin dejar de mirarnos con losojos vivos, se quitó de encima las ropasde abrigo y después se sentó y sacó unpar de libros de la cartera pararepresentar la comedia de que repasabalas lecciones.

María Vilar o María la Roja, comola llamábamos, era pelirroja y de piel

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roja como un demonio; mejor dicho,como una diablesa, ya que María era unadeclarada y descarada defensora de losderechos de las mujeres que seindignaría hasta el punto más alto sillegara a saber que demonios sólopueden serlo los hombres; las mujeressólo pueden aspirar a diablesas, ygracias. Ella llamaría a eso gramática olenguaje machista y discriminatorio. Erala acusada número cinco.

El número uno podría serlo yo. Elsegundo, sentado frente a mí, era NicoFerrer, el atleta del curso, un futurocampeón de gimnasia y natación, conunos puños —que ahora tenía en lassienes sujetándose la cabeza negra yrizada—, de potencia a prueba de acero.

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Nico Ferrer, alias el Deltoide, era lafuerza con un corazón de angelito.

El tercer acusado, sentado al otroextremo de la mesa, podría ser RománVeira, el niño bonito oficial del curso,un chachi apreciado por la basca...Román Veira, por quien suspiran todaslas niñas, el Adonis o el Narciso... enfin, un tío bien plantado, aunque algotímido y embarullado, de manera que lagente del curso le interrumpía cuandointentaba explicar algo diciéndole quetodo quedaba más claro si callaba. Tanembarullado como el retrato que estoyintentando hacer de él. Conocidotambién como Rodolfo Violentino, y noes necesario añadir que el apodo se locolgaron las gachís (¡ay!, las chicas) tras

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una charla sobre el lenguaje del cine enla que el conferenciante o charlista nosdescubrió que Rodolfo Valentino lasmataba sólo con una sonrisa tímida ocon una caída de ojos, exactamente igualque Román. Y como el gachó podíatambién mostrarse violento cuando seenfadaba, con brotes de violenciaexagerados e imprevisibles, comoparece que sacuden a los tímidos, elapellido de Violentino le iba que nipintado.

Y la cuarta sospechosa: CarlotaTorrente, una chica con todas lascualidades: hermosa, inteligente,simpática, buena amiga, noble... o sea,una joya, y por eso la llamamos laVerduguilla, porque verduguillo es un

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arete o joya para la oreja, un pendiente,y en otro sentido era la verduga quehacía sufrir a sus admiradores, y así lapalabra tenía para nosotros dos sentidos,el de joya auténtica y el de verdugoimplacable y cruel. Sólo la llamábamosasí cuando ella no estaba presente,porque de lo contrario se enfadaba y seponía roja como un tomate. Y porque, laverdad, la gracia de un apodo es queescueza un poquito, y llamar a alguienjoya o verdugo, en el sentido de bellezaque hace sufrir, es más un elogio que unmal nombre. Pero es que Carlota notenía defectos. Los chicos la mirábamosun poco a distancia porque siempresacaba las notas más altas en todo...excepto en matemáticas. El curso

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anterior, Verduguilla se quedó,sorprendentemente, parada enmatemáticas. Se hundió como el Titanic,como si la materia hubiera perdido todointerés a sus ojos. La materia... o laprofesora. Quizá la policía, en susinterrogatorios, descubriría la causa delespectacular fracaso. Y quizá tambiénllegara a descubrirle algún defectooculto, alguna tara secreta, a aquellajoya tan brillante.

Cinco acusados. Según miscálculos, todavía faltaban dos más. Sieteen total. Íbamos mal en matemáticas,pero sumar cinco más dos, hasta eso síllegábamos.

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LOS OTROS DOS

EL número seis no tardó en llegar.Mejor dicho, la número seis, porque lapersona recién llegada, ligeramenteretrasada, era Salud Mir, la Pitufa.

Como ya era difícil encontrar unasilla separada de las demás, elvigilante-centinela-carcelero(abreviado, Vicencar, como vamos allamarlo desde ahora) hizo la vistagorda y no dijo nada cuando Salud, consu buen humor, su tranquilidad y suparsimonia de siempre, que utilizabacomo sus armas más eficaces, se colocóa poca distancia de María Roja, e

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incluso disimuló, como si no se dieracuenta, cuando tras unos minutos deseriedad, las dos compañeras seacercaron más e inclinaron las cabezaspara cuchichear o cuando se escribieronpapelitos y sofocaron las risas, algonerviosas, para matar la preocupación.

Salud Mir era pequeñita ygordinflona, como una peonza, y muysimpática. Siempre tenía alguna cosagraciosa que contar. Todos buscaban sucompañía, chicos y chicas. Era normalque la llamáramos la Pitufa, pero casinunca se lo decíamos, porque todo elmundo apreciaba su humor inalterable.Además, si a alguno se le escapaba y lallamaba Pitufa, ella era la primera enreírse, y así ya no tenía interés.

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Salud tenía la suerte de noencontrar ningún defecto en nada ni ennadie, todo el mundo le caía bien,incluso la señorita Cinta Olius, que nose cansaba de catearla en todas lasevaluaciones. La Pitufa tenía tan buentalante que, cuando la profesora dematemáticas preguntó un día si había enla clase un voluntario para ir a su casa aayudarla (¡pagando!) a ordenar loslibros de su biblioteca, Salud se apuntóentusiasmada, pensando que de esamanera tenía el suficiente asegurado afin de curso. Y cuando comprobó que nolograba pasar ni a fuerza de clasificarlibros, en vez de desanimarse y plantar ala Hipotenusa, se reenganchó paratrabajar de jardinera por cuatro cuartos

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en el jardín de la casita de cuatroinquilinos —ella vivía en la planta baja— donde se había trasladado hacía pocotiempo con la biblioteca desordenada.Pero el cambio de bibliotecaria ajardinera no mejoró sensiblemente elrendimiento en matemáticas, y es que laHipotenusa era insensible. Tenía elcorazón de piedra berroqueña. O dehielo. Mejor dicho, toda ella no era másque un ordenador frío e impersonal.

Ocurría que los siete acusadoséramos todos muy malos en mates. Eraun rasgo común en el grupo, el únicolazo que nos unía. Nos desenvolvíamosmejor en letras, dibujo, deporte,sociales... Por ejemplo, yo pasaba porser el más imaginativo del grupo.

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Carlota Verduguilla Torrente era mássabia en todo, pero incapaz deinventarse una historia. Y el resto, trescuartos de lo mismo. No sabían mentir yeso, en nuestras circunstancias, podíaser fatal. Fatal.

En este momento acababa de entrarel peor de todos en matemáticas... y enmuchas otras cosas. A deshora, comosiempre. Tardón. Con el sueño todavíacolgándole de los ojos y la caradesganada, como todas las mañanas.Con el gesto cansado de no haberdormido en toda la noche, como decostumbre. Desarreglado, porque sevestía en un santiamén y llegaba alcolegio en dos trancos, siempre a puntode perder el autobús, siempre echando

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el último resuello y con el tiempo justo.La mayor parte de los días perdía laprimera clase y se pasaba la horadesayunando en el bar de enfrente, uncubil infecto.

El séptimo detenido: Boris Bau o,mejor, Bo Boris, porque tartajeaba unpoco. Alto, flaco y nervioso, de carasonriente pero con una sonrisa desorpresa, de encantamiento, de no saberqué hacer ni qué decir, ya que por culpade su impuntualidad le costaba un granesfuerzo enterarse de qué iba el rollocuando llegaba tarde a algún sitio.

La verdad es que a Bo Boristodavía no lo conocíamos bien. Habíaingresado en el colegio y en el grupo dela clase el curso anterior. Y le había

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costado lo suyo adaptarse y destaparse.Los primeros meses, entre un curso en elque nos conocíamos prácticamente todosdesde párvulos, como hermanitos que nose han apartado nunca de las faldas de lamaestra, Boris no dijo ni pío. Y nosotrosle hicimos sudar su integración en laclase. Al principio, ni le mirábamos,como si fuera un intruso, un ser de otroplaneta, un extranjero que venía adestruir la gran familia. Con el tiempose fue abriendo, y al final del curso ya lohabíamos aceptado plenamente, como uncompañero más. Es necesario decir queen la aceptación de Boris jugó un papelimportante su hermano gemelo,Malaquías, y la fama de sus proezas.Pero el hecho fue que, a finales de

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curso, Boris ya formaba parte del grupo.El más reciente. El más complicado,también.

Bien. Ya estábamos todos, si miscálculos eran correctos. Sólo faltaba queapareciera el culpable.

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EL INSPECTORARVEJA

BORIS no tuvo tiempo de sentarse nide decir nada. Todavía no se habíaquitado de la cara la sonrisa de despistey el gesto de sorpresa y desorientacióndel cuerpo entero, cuando la puerta de labiblioteca se abrió de nuevo para dejarpasar a un hombretón alto y grueso comoun atlante y con unos bigotesensortijados como los de un gato de casabien. Tenía la piel de la cara sonrosada,y las manos hinchadas, como suelentenerlas las personas que le dan mucho

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al vino. Los ojos eran pequeñitos yhundidos en el fondo de un par decuevas protegidas por unas cejas largasy espesas como una cortina de pelos. Eldetalle más característico, no obstante,era la nariz: una napia torcida yaplastada de boxeador, un apéndicedeformado y maltrecho, una especie decarretera comarcal de tercer orden concurvas espectaculares, una narizotaextrañísima de algarroba o arveja.

Boris, que al llegar se habíadetenido ante la gran mesa, se quedóboquiabierto cuando vio al singularpersonaje —siniestro como unsepulturero o un verdugo de la EdadMedia—, que acababa de entrar detrásde él.

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—¡Buenos días! —saludó elnarizotas con una voz que surgía de lasprofundidades de un pechoabsolutamente triturado por un montónde años

de humo.Dirigió el saludo al Vicencar, sin

mirarnos siquiera a nosotros. Llevaba unabrigo oscuro y triste como unguardapolvo de dependiente demercería, y una gorra negra que hacíaaún más tétrica la figura de aquelhombracho.

—¡Buenos días, inspector! —contestó, con una ligera reverencia, elsubordinado Vicencar—. Ya estamostodos.

—Muy bien, Sala. Muchas gracias.

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El inspector hizo un gesto con lacabeza, como si esquivara a una mosca,para significar al inferior que podíaretirarse. El Vicencar hizo una nuevainclinación de cabeza, más profunda quela primera, y salió.

—Sala —le llamó el inspectorantes de que cerrara la puerta—, avise ala doctora Kellerman y al profesorJuncosa que pueden pasar.

El Vicencar llamado Sala dobló elespinazo en una tercera y definitivareverencia antes de desaparecer tras lapuerta, hacia la fría inmensidad de loscorredores.

Entonces, el inspector Arveja (suextraña nariz le daba derecho a estesobrenombre) cruzó toda la biblioteca

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sin dignarse fijar los ojos ni un instanteen nosotros, o quizá no lo notamos detan hundidos y ocultos que los tenía, yfue a situarse en el mismo lugar dondeantes estaba de guardia el pobre Sala, allado de la mesita de la bibliotecaria,ante los armarios de puertas de cristaldel fondo.

Arveja tosió dos o tres vecesmirándose la punta de los zapatos, sequitó la gorra y el abrigo paracolocarlos en el respaldo de la silla dela bibliotecaria, y por fin dio la cara ynos miró. Sospechamos que nos miraba,porque dirigía la punta de la algarrobaal grupo de mesas en el que estábamossentados.

—¿Y tú, qué haces ahí de pie,

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como un pasmarote? —chilló al pobreBoris.

—Es... que... no... nadie... no...me... ha dicho nada...

—¡Siéntate!Boris se apresuró a sentarse al lado

de Nico Deltoide Ferrer.Y él continuó el escrutinio. Era

como una mirada ciega, apagada, sinninguna señal de vida. Daba un poco depavor.

Estábamos bastante asustados,aunque lo disimuláramos. Por los ojosatentos y nerviosos de mis compañeros,yo notaba que la procesión iba pordentro.

Por fin, tras el examensupuestamente ocular, el inspector

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resucitó aquella voz de condenado porel tabaco que le sacudía el tórax, y sedignó dirigirnos la palabra.

—Tengo entendido que vosotrossois los siete de la lista.

Nadie se atrevió a decir ni pío.—La lista de las siete personas que

vieron por última vez con vida a laseñorita Cinta Olius, vuestra profesorade matemáticas.

Los siete nos miramos. Salud iba adecir algo, pero el inspector la dejó conla boca abierta.

—La señorita Cinta Olius hadesaparecido de su casa esta noche.

Parecía como si el inspectorhablara por etapas. A sacudidassintácticas. A golpes de revelación. De

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pausa en pausa hasta la gran sorpresafinal.

—La noche pasada alguien penetróen su despacho para robar.

La voz era cada vez más oscura,más cavernosa, más terrible. Un puntodemasiado espectacular, pensaba yo.

—Revolvió todos sus papeles, subiblioteca, su mesa, sus ordenadores,sus cosas...

A cada nuevo comunicado, lasangre se nos alejaba un poco más de lacara. En este momento ya estábamostodos más blancos que una hoja de papelde fumar. María Roja y Bo Borisparecían los más afectados. Susordenadores, había dicho. ¡No era paratanto! Salud nos había revelado que sólo

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poseía dos.—Y en la alfombra y en un sillón

hemos hallado manchas de sangre que nohacen presagiar nada bueno.

A María Roja, sobre todo, se lenotaba la alteración: parecía como si enpocos minutos le hubieran pasado unamano de cal por el rostro. Estaba apunto de desmayarse.

—Y ella no aparece por ningunaparte. No hay manera de dar con laprofesora, ni viva ni muerta. Como si sela hubiera tragado la tierra.

Bo Boris tenía su sonrisacongelada en la cara, una sonrisa deincredulidad y unos ojos tan abiertos,que en pocos minutos podían estallarle.

—Un secuestro... o peor, quizá. Un

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crimen.Nico Deltoide Ferrer había cerrado

los puños y los apretaba con fuerza,como si se preparara para un combatedifícil.

—Y vosotros, alumnos suyos, soislos últimos testigos que ayer por lanoche estuvisteis con ella y la visteiscon vida.

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EL EQUIPOTÉCNICO

UNOS golpes discretos en la puertanos distrajeron un momento de lasrevelaciones del inspector.

—Sí... —lanzó el policía con vozfuerte, mientras nosotros volvíamos lacabeza para ver quién llamaba.

Entraron dos personas. Una mujer yun hombre. Una conocida y undesconocido. La señora OliviaKellerman o doctora Kellerman,psicóloga del colegio, y un señor deunos treinta y cinco años de aire

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deportivo, sin sombrero ni abrigo ogabardina.

—Pasen, pasen... Adelante... —losanimó Arveja levantando las manos,abiertas y acogedoras. Y mientras losrecién llegados iban a situarse a su lado,el inspector retomó la voz parapresentárnoslos.

»Es el equipo técnico, el equipo deexpertos que nos ayudará a sacar algo enlimpio de este misterio tan triste ydesagradable. Ya conocéis a la doctoraKellerman. Es psicóloga escolar ytrabaja en este centro, entre otros...

A la señora Olivia Kellerman lallamábamos la Curuja porque tenía pintade lechuza, con su cara plana y sus gafasde cristales gruesos como culos de

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botella. Era una mujer de unos cincuentaaños, muy amable y fina, bienconservada, como si hubiera practicadodeporte toda su vida. Siempre iba convestidos extravagantes; por ejemplo,aquella mañana llevaba un traje dechaqueta que parecía una mantaescocesa.

—Y este señor que está a miizquierda es Goyo Juncosa, profesor depsicología de la universidad, que haaceptado amablemente acompañarnos yayudarnos en lo que se presente.

Cogió una silla y se la ofreció a laseñora.

—Siéntese, por favor.Después indicó otra silla al

profesor y, eligiendo una tercera para él,

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dijo:—Sentémonos.Se sentaron los tres, acercando las

sillas a la mesa de la bibliotecaria,situada encima de una plataforma demadera, como la tribuna de los jueces.El sol había conseguido sacar la cabezaentre el mar de nubes matinales, y loscristales de las cuatro ventanas de labiblioteca se encendieron con unamarillo tímido y flojo.

—Bien... Aquí están los sietetestigos —explicó el inspector mientrassacaba unos papeles del bolsillo de lachaqueta y los depositaba encima de lamesa, junto a sus manos—. Aquí tengolas siete fichas que he elaborado conayuda del director y el secretario del

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colegio.Cogió de nuevo la pila de

cartoncitos para jugar con ellos como sise tratara de una baraja, mientrashablaba:

—Creo que hay de todo, como entodas partes: cuatro chicos y tres chicas,estudiantes buenos y malos, diligentes yholgazanes, puntuales y tardones, seriosy tarambanas, personas de fiar ymentirosos— Dejó que este últimocalificativo quedara colgado en la pausaque hizo, quizá para que se grabara conmás fuerza en nuestra memoria.

—Pero los siete tienen undenominador común: los repetidosinsuficientes en la asignatura de laseñorita Cinta Olius. Eran el martirio de

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la profesora de matemáticas. Ydejémonos ya de historias y pongámonosa trabajar. Lo primero, antes de empezarlos interrogatorios, será establecer lasreglas del juego.

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LAS REGLAS DELJUEGO

—VAMOS a perder las clases... —dijo Salud con voz clara pero insegura,cosa inhabitual en ella, siempre tandirecta y decidida.

—No importa —opinó el inspector—. Los aquí reunidos tenemos permisode la Dirección para tomarnos todo eltiempo que precisemos. Una clasemenos no influirá muchas décimas en lanota final. El asunto que nos ocupa esmás importante que los númerosquebrados. Se trata de una vida

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quebrada.La doctora Kellerman lo contempló

con ojos severos, como reprendiéndole,como si hubiera ido demasiado lejos ensus palabras. E inmediatamente sedirigió a nosotros con su voz suave deisleña.

—¿Qué clase teníais ahora?—Matemáticas... —respondió

Román Veira.Se hizo un silencio que duró el

tiempo de mirarnos unos a otros, consorpresa por la coincidencia y sin saberqué decir para salir de aquel atolladero.

—Bien... —dijo el inspector,abriendo las manos sobre el montón defichas, con un gesto que significaba queno teníamos nada que perder, mientras

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miraba de reojo a la psicóloga, comopara pedirle la aprobación—, nopenséis en la clase perdida, pensad en laprofesora que quizá todavía podamosganar.

—¿Qué ha ocurrido, exactamente?—preguntó Boris, aprovechando elmomento en que parecía que el inspectorhabía bajado las defensas—. Como hellegado tarde... no he oído bien qué le hapasado a la... profesora Cinta Olius.

—Deberás esperar. —Arvejavolvió a amurallarse en su rigidez—. Yen otra ocasión, sé más puntual. Ahoraquiero que me ayudéis a organizar lasentrevistas. Vamos a ver...

El inspector repasó las fichas, paracomprobar que estábamos todos, y

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prosiguió con su voz de subterráneo:—De momento, estos

procedimientos no son oficiales... demodo que podéis hablar con todalibertad, porque se trata sólo de unprimer contacto que no os compromete anada. Pero, aunque sólo se trata de unacharla amigable, quiero que uno devosotros tome nota de todas las cosasque surgirán aquí. Una especie derecordatorio para evitar repeticiones yfacilitar la memoria de todo lo quedigamos... ¿Quién puede encargarse deescribir la crónica de estas entrevistas?

Las miradas de todos miscompañeros me acribillaron.

—¡El literato del curso! —exclamóla doctora Kellerman.

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—Escribe poesía... —reveló SaludPitufa creyendo hacerme un favor—,aunque a mí no me ha dedicado ni una.

—Andrés escribe bien... —añadióNico Deltoide.

—¡Muy bien! ¿Tienes papel ypluma? —El inspector no perdía eltiempo.

—Sí, pero yo no sé si...—No se admiten protestas. ¡Te ha

tocado a ti y no se hable más! Siéntateaquí, más cerca de nuestra mesa, yempieza a apuntarlo todo. Luegopondrás los apuntes en limpio. Yañadirás al borrador un informe con tuspropias declaraciones...

Me cambié de sitio, avergonzadopor tener que poner, por primera vez en

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la vida, mis aptitudes literarias alservicio de una causa tan alejada de lapoesía como es la burocracia de un casocriminal. Y para más inri en papeleo nooficial. Una especie de chapuza, unborrador de procedimiento. Aquelinspector Arveja, con su pinta fantasmalde brujo de la tribu, empezaba aparecerme un policía de pega, undetective de segunda o tercera división,y encima mal clasificado. Pero me callécomo un muerto, claro.

Abrí el cuaderno, destapé elbolígrafo y afiné el oído para comenzarmis apuntes de lo que más adelante seconvertiría en esta crónica.

—Los demás, por favor, saldréisde la biblioteca en silencio y esperaréis

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fuera hasta que os llamemos. Aquí sequedará sólo uno. Y el primero será...—el inspector examinó las fichas—,Boris Bau, para que no se diga quesiempre es el último en todo. Boris, túno te muevas. Ahora te vas a enterardetalladamente de lo que ha ocurridoesta noche, mientras tú dormías más dela cuenta.

Los cinco descartados ya salían,cuando el trueno de la voz del amo deljuego los detuvo.

—¡Eh...! ¡Un momento! ¡Unaadvertencia...! Mientras esperáis fuera,no quiero de ninguna manera que habléisentre vosotros y, sobre todo, no quieroque digáis nada a los demás alumnos delcolegio. No quiero alarmas ni

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cuchicheos. Y mucho menos, rumores.Cuando llegue la hora, ya lescomunicaremos lo que debamoscomunicarles. De momento, pido calmay serenidad para poder trabajar coneficacia. De manera que un agente oscolocará en un despacho cercano y sequedará vigilándoos para que no abráisla boca más que para respirar. Hasta queos llegue el turno de venir a

declarar.El policía alto abrió la puerta

desde fuera, como si hubiera tenido laoreja planchada en la madera y lohubiera oído todo, y condujo el rebañoal corral vecino.

Y Boris se quedó solo ante eltribunal.

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PRIMERINTERROGATORIO

BORIS había cambiado el color,pasando de un rosa pálido a un blancode leche pura, como si la sangre se lehubiera evaporado y no le quedara niuna gota en todo el cuerpo.

Contemplaba a los tres expertos, elequipo técnico, con unos ojos inmensos.Los nervios se le habían concentrado enla cara y movía la comisura izquierda delos labios hacia arriba en un tic que lehinchaba rítmicamente la mejilla.

—Leo aquí —empezó el inspector,

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leyendo la ficha— que eres alumno deeste colegio desde hace poco. ¿Adondeibas antes?

—A otro colegio, al AntonioMachado. Es un colegio público.

—¿Y por qué te cambiaste?—Lo decidieron... en casa.—¿Por qué razón?—Para cambiar...—Ésa no es ninguna razón... Boris

se encogió de hombros.—Leo también que las

calificaciones no son muy buenas.Especialmente en matemáticas. Borisencogió de nuevo los hombros.

—¿Qué oficio quieres aprender oqué carrera quieres estudiar?

—No lo sé...

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—¿No tienes aficiones? ¿No tegusta nada?

—El fútbol, el dibujo, la gimnasia,la historia...

—¿Cuál es la profesión de tuspadres? Boris se calló un momento,desconcertado. Con intención de ayudaral muchacho, la doctora OliviaKellerman tomó la palabra y le dijo alpolicía:

—Estas fichas son muyesquemáticas. Boris vive actualmentecon su padre, un famoso abogado, que loadoptó hace poco más de un año. Es supadre adoptivo. Viven los dos solos,porque el abogado es viudo.

—Bien... —reaccionó el inspector—, eso no significa nada. Carece de

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importancia para el caso que nos ocupa.¿Dónde vivías antes?

—Con una familia que se ocupabade nosotros...

—¿Vosotros? ¿Cuántos hermanossois?

—Catorce o quince.—¿Catorce o quince hermanos?—A los chicos y chicas que

vivíamos en la misma casa, con lamisma familia, nos decían que éramoshermanos...

—Ya. Comprendo. Amigos-hermanos, digamos. ¿Los ves alguna vez,ahora? Desde que vives con el abogado,quiero decir.

—Una vez al año, por Navidad,nos reunimos para visitar al matrimonio

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que llevaba la casa y nos cuidaba.—¿Todos los... compañeros-

hermanos han sido adoptados, como tú?—Casi todos.—¿Y están contentos?—Si no nos gusta o no nos

entendemos con la familia que nos haacogido, podemos decirlo y esperar aque surja otra.

—¡Ah...! No sabía que esas cosasfuncionaran así. Se han modernizado,por lo que dices. Y entonces... ¿volvéisa casa... de la familia de quincehermanos?

—Si hay sitio, sí. Si no, nos llevana otra casa. Eso es durante los dosprimeros años. Hasta que firmamos lospapeles ante el juez.

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—Y a ti, ¿cómo te va con elabogado?

—Bien...—¿Te quedarás con él cuando se

cumpla el período de prueba?La Lechuza psicóloga miró a

Arveja con unos ojos de fuego que porpoco lo fulminan.

—Sí... —dijo Boris con un hilo devoz—. Creo que sí... Antes viví con otragente y no quise quedarme.

—¿Por qué?—Les interesaba sólo para el

trabajo. Mi hermano...Boris se detuvo.—¿Qué decías de tu hermano? —le

tiró de la lengua el policía.—Nada... Que a mi hermano le

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ocurre igual con la familia donde estáahora.

—¿Y piensa dejarlos?—Seguramente.—¿En qué trabajan?—Son traperos. Pero no de los que

van por las calles con un saco a laespalda como los quinquis, sino concamiones. Son muy ricos, trafican concacharros, coches viejos... con todo.

—¿Se trata de un hermano...hermano?

—Gemelo.—¿Un mellizo, igual que tú?—Clavado.—¿Y... lo ves con frecuencia?Boris negó con la cabeza.—Comprendo... —dijo el inspector

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—. Es raro que separaran a unosmellizos.

—Vivimos separados desde hacetiempo...

—¿No formaba parte de la familiade los quince hermanos?

—No. A él lo adoptaron enseguida, casi inmediatamente después dela muerte de nuestros padres en unaccidente de coche. Éramos unos crios.

—Bien... no dejemos que los malosrecuerdos nos ablanden. Sigamos, ¿teparece, Boris?

Boris asintió con la cabeza, sindemasiado convencimiento.

—¿Por dónde íbamos...? ¡Ah... sí!Que llevabas las matemáticas muy malporque no podías con ellas. Y con la

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profesora, ¿cómo te llevabas?—Era muy exigente...—¿Te entendías bien con ella?Boris hizo un gesto vago que quería

decir que ni sí ni no.—¿Cómo aceptaste, entonces,

asistir a la reunión que convocó ayer porla noche en su casa, en una especie demerienda-cena, para tratar de lasdificultades que los siete convocadosteníais para sacar medianamente bien laasignatura?

—Decidimos ir todos... los siete.—¿Y quién decidió robar los

exámenes que la señorita Cinta Olius,alias la Hipotenusa, había preparadopara la primera evaluación, en eldespacho de su casa?

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Boris, pillado por sorpresa,recuperó toda la sangre evaporada alcomienzo de la sesión y quedócompletamente teñido de rojo.

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BO BORIS

—¿TE ha sorprendido la pregunta?Boris tragó saliva antes de

responder.—No sabía que... no sabía nada...—¿Quién robó los exámenes?El acusado movió la cabeza para

buscar ayuda en mis ojos, pero yo bajéla vista a la libreta en la quegarabateaba los apuntes del acto. Notéun nudo en el estómago y me sentí muymiserable por tener que abandonar a uncompañero.

—Del cajón de la mesa deldespacho de la profesora han

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desaparecido las preguntas y losejercicios de los exámenes que habíapreparado para la próxima evaluación.Lo hemos descubierto porque el ladrón,en su precipitación, perdió una de lashojas al saltar por la ventana. Una únicahoja de ejercicios que hemos encontradoen el jardín, debajo mismo de la ventanaabierta. ¿Qué explicación das a todoeso?

—No sé nada... no me expliconada...

—¿No quieres ayudarnos?—Sí, sí... —El tic de los labios se

hizo más intenso.—¿Sospechas de alguno de tus

compañeros?—¡Oh, no, no...!

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—¿Quién fue el primero en llegar acasa de la profesora?

—No sé. Cuando yo llegué, yaestaban todos.

—¿También fuiste el primero enabandonar la casa?

—Fui el primero.—¡Por una vez no fuiste el último

en todo!—El último autobús para volver a

casa pasaba a las once.—¿Saliste solo?—Sí... La reunión ya había

acabado.—¿Con qué resultado?—La... señorita Olius nos

aconsejó, todo el rato, que no nosdesanimáramos si no acertábamos la

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primera prueba. Dijo que después nospondría unos ejercicios de repaso delcurso pasado y, si los sacábamos bien,nos subiría un punto o dos la primeraevaluación de este año...

—¿Os dejó solos en algúnmomento?

—Sí... dos o tres veces... cuandoentraba a la cocina a buscar la comida.Las chicas la ayudaban...

—¿Y vosotros os quedabais solitosen el comedor como unos iberosmachistas, servidos por esclavas?

—No estábamos en el comedor.—¿Ah, no? ¿Dónde merendasteis o

cenasteis, entonces? ¿En el suelo, comosi se tratara de una excursión a lamontaña?

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—En la sala de estar. La casa notiene comedor. En la cocina hay unamesa grande para comer, pero no parasiete personas.

—Un comedor-cocina, vamos,como en las casas americanas. Y sivosotros no entrasteis en la cocina,¿cómo sabes que la mesa erainsuficiente? Boris no esperaba lapregunta y tardó unos momentos encontestar.

—Abrían y cerraban la puerta de lacocina y, a veces, la dejaban abierta. Lasala donde comimos estaba al lado y seveía muy bien todo.

—¿Y el despacho?—Estaba al otro lado de la sala de

estar, con todas las paredes llenas de

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libros hasta el techo.—Y una ventana...—Sí...—Que alguien dejó abierta por

dentro para poder entrar más tardedesde el jardín.

—Eso no lo sé.—Pero conoces muy bien la casa y

el jardín.—Como los demás, supongo.—Antes has dicho que no entrasteis

en el despacho.—Yo no he dicho eso.—Pues dímelo ahora: ¿quién entró

en el despacho y por qué razón?—Yo no vi que entrara nadie.—¿Y cómo sabes dónde se

encuentra y que tiene una ventana que da

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al jardín y que está todo lleno de libros?No me digas que lo viste a través de lapuerta.

Boris miró al inspector con rabia.—La puerta estaba entornada y se

veía algo...—¿Muy entornada o poco

entornada?—A medias.—¿El despacho estaba iluminado o

a oscuras?—A oscuras, pero entraba la luz de

la sala.—¿Y alcanzabas a ver que los

libros llegaban hasta el techo?—No lo sé... se veían muchos

libros ordenados en estanterías en lapared.

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—¿Hasta el techo? ¿Se veía eltecho?

—Yo pensé que llegaban porque nose veía el final de las estanterías.

—Y la ventana, ¿se veía?—Desde el jardín, al entrar. La

planta baja estaba rodeada de ventanas.—Yo te pregunto si la veías desde

el interior.—Me senté en diferentes sitios.

Para cenar nos sentamos en el suelo.—¿Viste la ventana o no?—Sí... me parece que sí.—¿Sólo te parece?—No me fijé tanto como para estar

segurísimo. Si hubiera sabido que me loiban a preguntar...

—¿Cuántas paredes llenas de

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libros viste?—Una o dos.—¿Se veía la mesa también?—Sí...—¿Volviste solo a casa?—Sí...—¿Por qué no esperaste a tus

compañeros?—Íbamos en diferentes

direcciones. Y el padre de Carlota veníaa recogerla en coche y se llevaba a doso tres más que viven cerca de su casa.

—Bien... —suspiró el inspectorcon voz cansada, como para indicar queel interrogatorio había terminado—.Luego volveremos a casa de laprofesora para comprobar si desde elsuelo de la sala de estar, y con la puerta

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del despacho entornada, se pueden verla mesa, la ventana y los montones delibros.

—Muchas cosas no se distinguíancon claridad... —puntualizó Boris convoz dudosa—, y muchas cosas lashablábamos entre nosotros...

—¿Qué significa eso?—Que nos reíamos con los amigos

cuando la señorita estaba en la cocina...—¿Qué tipo de bromas?—Normales...—¿Qué significa normales para

vosotros?—Las que hacen todos antes de los

exámenes: que si alguien se atreviera aentrar en el despacho a copiar losejercicios de las pruebas y cosas así,

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que no se dicen en serio... Imaginábamosque tendría las preguntas preparadas enla mesa del despacho...

—¿Quieres decir con eso que lamesa del despacho no era visible?

—Los libros sí que eran visibles enla pared, pero la mesa no recuerdo biensi se veía o hablábamos de ella como sialguien supiera que estaba allí...

Los tres técnicos se miraron sindecir nada.

—Bien... —repitió el policía—.Ya lo comprobaremos. ¿Habláis muchasveces en plan de broma con loscompañeros?

—Normal... es decir, sí.—¿Y las víctimas son siempre los

profesores?

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—Nosotros también.—Por ejemplo, ¿a ti te han jugado

una mala pasada alguna vez?—Cuando era novato y no conocía

a nadie en la clase me llamaban Bobo.—¿De Boris?—Sí, porque me ponía nervioso y

tartamudeaba un poco. Y también... —Sedetuvo porque el tic, imparable, lemolestaba de nuevo.

—Y también, ¿qué?—Nada... que también se reían de

mi hermano.—¿Le conocían?—En alguna ocasión había estado

hablando con los compañeros. Venía avisitarme y charlaban. Pocas veces. Ytambién se burlaban de él. Le llamaban

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Mamal.—¿Mamal?—Se llama Malaquías.—¡Bobo y Mamal...! —El

inspector ensayó una sonrisa, pero sucara y, sobre todo, su nariz no estabanhechas para alegrías.

—Decían que éramos el bueno y elmalo. —El tono de voz de Boris habíacambiado, y se había vuelto humilde, unpoco entristecido y sufriente—. Comoen las películas del Oeste.

—Pues no te quejes, que te hanadjudicado el papel de bueno. Esoindica que tus compañeros te aprecian—se rió amablemente el profesor GoyoJuncosa.

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LA JOYAVERDUGUILLA

EL inspector decidió llamar al segundoacusado. Mejor dicho, a la segunda.Despidió a Boris, dejándolo en manosdel policía alto de la puerta, e hizopasar a Carlota Torrente, la joya delcurso, la Verduguilla de todo el colegio.El inspector recomendó al custodio deBo Boris que lo vigilara bien y no lomezclara con los restantes sospechosos,que esperaban su turno.

Carlota se sentó ante el tribunal sindecir nada. Estaba hermosa, como

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siempre, tan fina y esbelta y con sus ojosde luz de luna. Un cierto aire desuperioridad la hacía un puntoantipática, a pesar de que ella seesforzaba, cuando quería, para no serlo.

—Carlota Torrente —leyó elinspector tras seleccionar las fichashasta dar con la de la Verduguilla, quetenía delante—. ¿No crees que con lasnotas que sacas en todo también podríasaprobar las matemáticas si te esforzarasun poco?

—Siempre las apruebo... enseptiembre —afirmó ella, con aquellaseguridad que la hacía temible para loschicos.

—Sí, pero un expediente como eltuyo quedaría más brillante sin esa

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mancha negra entre un montón desobresalientes.

—Yo creía... —dijo ella, mirandocon desconcierto a la doctoraKellerman.

—Sí, ya lo sé —la cortó el policía— tú creías que tu presencia aquí erapara aclarar el caso de la profesora, yen seguida nos ocuparemos de eso. Perotu problema con las matemáticas no dejade ser un misterio interesante parainvestigar algún día.

—No hay ningún misterio. Noestudio lo suficiente. De hecho, ni lasmiro.

—¿Por qué?—Hace un par de años, cuando

entró como nueva profesora la señorita

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Olius, me suspendió en la primeraevaluación.

—¿Una injusticia?—Sí. Ella quería que

resolviéramos los problemas con losdibujitos de la matemática moderna, yyo los resolvía como nos habíaenseñado el profesor anterior. Si elresultado es correcto, ¿qué importanciatiene el método utilizado?

—Y desde entonces, comovenganza, suspendes voluntariamentetodas las pruebas.

—¿Para qué sirve estudiar unaasignatura si la profesora no es justa yno se adapta a la peculiaridad de cadaalumno?

—Y tú misma te dictas la ley. Tú

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eres a la vez el juez, el verdugo y lavíctima... En fin..., vamos al caso quenos ha traído aquí. Con los antecedentesexpuestos, seguro que no aceptaste debuen grado la asistencia a la reuniónconvocada por la profesora.

—Nunca me he negado a colaboraren algo que pudiera beneficiar a miscompañeros. Si a ellos lesaprovechaba...

—Pero no serías de las primeras enllegar a la reunión...

—Cuando yo llegué, sólo faltabaBoris.

—¿Cómo te llevas con Boris?—Es un compañero como los

demás.—Según él, y según la psicóloga

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aquí presente, le costó adaptarse a laclase.

—Es normal cuando eres novato yno conoces a nadie.

—¿Cómo os enterasteis de que setrataba de un chico adoptado?

—No lo recuerdo con precisión. Alprincipio era un chico huraño y nohablaba con nadie. Todos loconsiderábamos como una cosa rara.Hasta que un día me dio pena y, cuandotodos corrían hacia el laboratorio, mehice la remolona para ir a su lado.Desde aquel día, al verme, me sonreía, yempezamos a hablar un poco.

—¿De qué?—De cosas sin importancia:

música, televisión, chistes, cosas así...

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Y otro día, cuando ya empezaba a hablarcon todo el mundo, me regaló una joya.

—¿Una joya?Carlota se ruborizó y, con el

rabillo del ojo, me miró a mí y, después,a la doctora Kellerman.

—Sí... ya se lo dije a la doctoraKellerman.

El inspector se volvió hacia lapsicóloga.

—No lo he comentado porque nocreía que el hecho arrojara ninguna luzsobre el caso, pero... —se excusó laseñora Olivia Kellerman— ahora piensoque sí... aunque tampoco tenía permisode Carlota para hablar del tema. Ella melo contó confiando en mi discreción.

—¿Qué clase de joya? ¿De dónde

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la había sacado?—Un... arete para las orejas. Un

pendiente en forma de perla, como unalágrima. Yo creía que era bisuteríabarata. Boris dijo, sin darle importancia,que me la regalaba por haber sido laprimera en dirigirle la palabra yofrecerle mi amistad.

—¿Se la enseñaste a alguien?—Los primeros días, no. Me daba

vergüenza. Pero me la vieron en casa, yresultó que era una joya auténtica, demucho valor. Entonces tuve queexplicarles de dónde la había sacado.

—¿De dónde la había sacado?—Mi madre llamó por teléfono al

domicilio de Boris y habló con su padre.Quedaron en que le devolvería la pieza

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a la mañana siguiente. En casasupusieron que Boris la había cogido dealgún estuche en el que el abogadoguardaba las joyas de su difunta esposa.

—¿Y se la devolviste?—Sí... El me dijo que no era cierto

que la hubiera sacado de su casa, que sela había entregado su hermano gemelo,que a veces se lo encontraba a la salidadel colegio y siempre llevaba encimaobjetos raros y le regalaba algunos. Quesu hermano no había tenido tanta suertecomo él con sus padres adoptivos, queya hacía tiempo que rodaba de familiaen familia, todas de mal vivir, y laúltima era un clan de traficantes enobjetos usados que lo aprovechabantodo: coches usados, pinturas y muebles

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viejos, joyas...—¿Se trataba de una joya robada?—No lo dijo así de claro...—¿Qué más dijo de su hermano?—Poca cosa más...; que no sabía

exactamente a qué se dedicaba y que,muchas veces, transcurría mucho tiemposin que supiera nada de él...

—¿Mencionó si le había visitadoalguna vez en casa del abogado?

—No lo dijo. Comentó que elabogado era un hombre muy amable ymuy ocupado, que procuraba sacartiempo para estar con él e interesarsepor sus cosas... y que para llegar aquerer a una persona como a un padre senecesitaba más tiempo y más contacto.

—¿Conocen los compañeros la

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existencia del hermano gemelo?—Los más amigos, sí. Pero la

mayoría pasa completamente de cómo ycon quién vive Boris.

—¿Alguno de los más amigos havisto en alguna ocasión a Mal...Malaquías, el mellizo?

—Nico Ferrer y María Vilar, queyo sepa.

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LA FUERZA BRUTA

—¿CÓMO es el hermano de Boris?¿Cómo lo conociste?

Nico Deltoide Ferrer había cruzadolos brazos sobre la mesa, y la fuerzaconcentrada en los músculos del tórax sereflejaba en la tirantez del cuello y de lacara. Tenía los ojos semicerrados yclavados en el inspector como dospuntas de alfiler. El jersey de cuellocerrado, la nariz chata, los pómulossalientes, la mandíbula cuadrada y lacabeza rapada como la de un reclutaacentuaban su vigilante postura deluchador a punto de saltar contra su

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rival.—Es como Boris. Son mellizos.—¿No observaste ninguna

diferencia entre ellos?—Muchas.—¿Por ejemplo?—El otro viste peor...—¿De qué modo?—Parece un ratero, un quinqui, un

golfo...—¿Y diferencias físicas?—¡Ah...! Son iguales, claro... pero

el gemelo es más oscuro, quiero decirque tiene la piel más oscura y el pelomás negro. Y parece más delgado...

—Quizá lo parece porque vadesarreglado, por lo que has dicho.

Nico sonrió confiado.

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—Sólo nos vimos en una ocasión...—¿Y no volviste a verlo?—No, sólo lo vi una vez.—¿Cómo fue el encuentro?Nico se pasó la mano por la cara,

como si intentara ahuyentar la timidez.—Fue para... pegarle una paliza a

un contrario.—¿A un contrario?—Para darle una lección a un

chaval mayor del equipo de nuestrosrivales, los del Atlético de la Academia.

—¿Cómo fue eso?—Boris jugaba con nosotros, de

suplente. Y en un partido muy liado, enterreno contrario, el capitán del Atléticose metió con Boris con mala sangre. Elcapitán era un tío alto, el mayor de los

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dos equipos, y le sentó fatal perder elpartido. Al volver a los vestuariosempezó a acusarnos de comprarrevientapartidos y chorizos como Borispara robarles el partido jugando sucio.Boris protestó, y nosotros nos pusimosde su lado, pero aquel pesado no parabade gritar que Boris era un chorizo, queél lo había visto detenido con un grupode toperos o topistas en una comisaríade policía a la que había acudido consus padres para denunciar el robo delcoche.

—Toperos son los ladrones depisos y topistas los que revientan laspuertas —explicó en voz baja elinspector a los psicólogos.

—El público también se metía con

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nosotros y tuvimos que huir para queaquellos salvajes no nos cayeranencima; pero juramos darle una leccióna aquel gallito del Atlético, y Boris dijoque hablaría con su hermano para quenos ayudara a hacerle una cara nueva almatón de barrio que le había insultadode mala manera. Y el equipo dejó lacuestión en nuestras manos.

—Así que depositaron el honor delequipo en vosotros —dijo el inspectoren tono ligeramente burlón.

—Dos semanas después, Boris medijo que su hermano me esperaría en laesquina del parque, por donde pasabasolo todas las noches el capitáncontrario al volver a su casa. Boris y yohabíamos espiado durante unos días el

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itinerario de nuestro gigantón.—¿Y qué ocurrió aquel día en la

esquina?—Boris no vino. Dijo que se lo

había prohibido su hermano.Nico hizo una pausa.—El gemelo me esperaba en el

lugar convenido. Parecía un delincuente.Cuando apareció el capitán contrario,saltamos encima de él y le pegamos unatunda de cuidado. Lo cogimos porsorpresa y no le dimos tiempo parareaccionar. El hermano de Boris pegabacomo una bestia. Es tan fuerte o más queyo. «¡Deja a mi hermano tranquilo,¿entiendes?!», le repetía a puñetazos.«En la comisaría me viste a mí y no a él,¿entiendes? Y a ti te vamos a ver en el

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hospital como vuelvas a meterte con mihermano o con sus amigos, ¿hascomprendido? ¡A mi hermano, nimentarlo siquiera!»

Nico se detuvo, como sorprendidode sus propias palabras.

—¿Qué más? —insistió elinspector, interesado.

—No... que el capitán huyó a todapastilla, morado de golpes. Parecía unespantapájaros. Y el hermano... Mamal,Malaquías, me saludó, adiós y gracias ydesapareció. Y no lo he vuelto a vermás. —Nico hinchó el pecho como paracoger impulso y añadió—: A la mañanasiguiente, el hermano de Boris era másfamoso entre nosotros que si hubieraganado la vuelta ciclista a España. Y

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eso que sólo lo conocía yo..., bueno, yoy María Roja, es decir, María Vilar.

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MARÍA ROJA

NADA más entrar en la biblioteca,María agitó la cabeza como paraespantar una mosca, y el brillo rojo desu pelo formó una especie de aureola defuego alrededor de su cara.

Mientras se sentaba en la silla delos acusados, delante de los tresexpertos, yo pensaba que María gozabade un privilegio que no tenía el resto delos testigos: si se ruborizaba por algunapregunta, a ella no se le iba a notarcomo a los demás. El rubor era unaespecie de máquina detectora dementiras, y a ella no la podrían atrapar

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por ese lado.—La profesora de matemáticas...

—empezó ella, antes de que nadie lepreguntara nada.

Pero el inspector la cortó alinstante.

—Ahora no nos interesa la señoritaCinta Olius. Nos interesa el hermanogemelo de Boris. Hablanos de él y decómo, cuándo y por qué os conocisteis.

María parpadeó durante unossegundos, como si la pregunta la hubieradesconcertado.

—¿No podemos empezar de otromodo?

—María —intervino conciliadorala doctora Kellerman—, deja que elinspector dirija el interrogatorio a su

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manera.María se encogió de hombros,

resignada, y comentó con una vozneutral, como si recitara una lecciónaburrida y archisabida:

—Muy bien. Después de la palizaal capitán del Atlético, todo el colegiole preguntaba a Boris por su famosohermano. Sólo yo y unos pocos másopinábamos que había sido unademostración de fuerza bruta, un acto decafres típico de los niñatos que no hansuperado la ley de la fuerza. Y ademásuna acción cobarde por atacar aescondidas y sin avisar. «Una victoriasin peligro es un triunfo sin gloria», leíen un libro sobre Alejandro Magno.

—¿Y cómo se lo tomaban Boris y

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Nico Ferrer?—No nos hacían ningún caso. El

equipo y la mayoría de la claseaplaudían la gesta, y todos los cursoscreían que los dos héroes habían dejadomuy alto el honor del colegio. A las quenos atrevíamos a criticar un poco, nosacusaban de pacifistas, feministas,chaladas, bobas... ¡Ellos son así!

—Continúa.—Entonces Salud Mir, otra

compañera y yo organizamos, con elrespaldo de un par de profesores, unamesa redonda contra la violencia osobre la no violencia. Nos llamaron detodo: traidoras, renegadas y otraslindezas por el estilo. E intentaronhacernos el boicot.

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—¿Asistieron Nico y Boris? —¡Qué va! Del equipo no vino ni uno. Nilos suplentes. Pero el día del simposiodescubrí en la última fila al hermano deBoris. Mi primera impresión fue que erael mismo Boris, no su hermano. Peroluego me fijé mejor y comencé a dudarsi era Boris o su hermano. Parecíanidénticos, pero al ver su mirada másdura, su piel más oscura, su actitud másadusta y su vestimenta más pobre ydescuidada... me convencí de que setrataba del hermano gemelo, deMalaquías.

María se detuvo un momento, yluego continuó.

—Al acabar las charlas, los cuatrogatos del público comenzaron a

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hacernos preguntas a las quepresidíamos la mesa. Entonces, yo melevanté para hablar con él y agradecerlesu asistencia. Después de todo era ungesto de buena voluntad que demostrabainteligencia y coraje. Pero ya se habíaido.

—¿Y no le viste más?—Aquella misma noche me llamó a

mi casa.—¿Sabía tu número de teléfono?—Se lo había dado Boris. Me dijo

que no estaba de acuerdo conmigo nicon ninguno de los argumentos que sehabían expuesto en la mesa redonda.Que muchas veces es necesario recurrira la violencia para evitar una violenciamayor. Que un buen puñetazo en favor

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del débil puede equilibrar situacionesinjustamente desequilibradas. Yorespondí que la fuerza bruta nunca estájustificada, que es preferible sufrir lainjusticia que cometerla, que laviolencia genera odio, y el odio essiempre malo. Le repetía las razonesexpuestas en las charlas: que el odio esun veneno que nos intoxica poco a pocoy acaba convirtiéndonos en aquellomismo que odiamos, etcétera, cuando derepente él empezó a hablarme de laprofesora de

matemáticas.—¿De la profesora de

matemáticas? ¿A propósito de qué?—De improviso me preguntó: «¿No

me dirás que no le tienes un poco de

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ojeriza a la Hipotenusa? ¿O es que noson una forma de violencia sus repetidosinsuficientes, muchas veces injustos?».Yo me quedé muy cortada, porque, laverdad, un poco de antipatía sí sentíacontra ella. A veces pensaba que siexplicara mejor o fuera más paciente, seacabarían mis rollos con lasmatemáticas. «¿No es una violencia»,continuó él, «su exigencia exagerada, sufalta de compasión? Ella no perdona...»—¿De qué la conocía él?

—Eso mismo me pregunté yo enaquel momento. Pero él me dijo queBoris le había contado cómo lotorturaba aquella mujer con lasmatemáticas, y comentó que habíandecidido darle una lección. Boris creía

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que si la Hipotenusa no le hubiera tenidomanía, habría intentado ayudarle cuandoingresó en la clase con un nivel muybajo. Yo me asusté, pero él me explicó,riendo: «Se trata de una broma. Sóloutilizaremos la violencia contra lascosas, no contra las personas, y muchagente se alegrará. ¿Verdad que el rollode los exámenes os da miedo? Habéisdiscurseado en la sala de actos que elmiedo es malo porque de él puedensurgir el odio y la violencia, ¿no? Puesno os parecerá mal que entre en eldespacho de la Hipotenusa, en elcolegio o en su casa, y coja laspreguntas y los ejercicios con que osamenaza. Son sus armas. Y si lerequisamos las armas, adiós violencia».

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RODOLFOVIOLENTINO

—¿Y estuvisteis todos de acuerdocon la proposición de robar losexámenes?

Román Veira exhibió una deaquellas sonrisas que tumbaban a susadmiradoras y que le eximían depronunciar una sola palabra. Pero elinspector y la pareja de sabiondosestaban inmunizados contra sus encantose insistieron con más fuerza.

—¿Cómo reaccionasteis cuandoBoris os dijo, según acaba de declarar

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María Vilar, que su hermano osproporcionaría el cuestionario de laprimera evaluación?

Román intentó de nuevo salir delpaso por la cara, con otra exhibición dedientes blancos y hoyuelos en lasmejillas. Pero el inspector le echó unamirada más terrible, si cabe, que la quemostraba normalmente, a la vez quechillaba:

—¿Eres mudo, sordo o imbécil?Y nuestro Rodolfo Violentino de

andar por casa comenzó a hablar convoz temblorosa, como si la mirada ferozy los gritos del inspector hubieranquebrado su figurita de porcelana.

—No... nadie...—¿Qué quieres decir? ¿Que

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rechazasteis la propuesta?—No...—¿En qué quedamos?—Quería decir que no lo propuso a

todo el grupo... Primero habló sólo conMaría, que ya estaba enterada porque suhermano se lo había dicho por teléfono.María se lo contó a Carlota como unsecreto. Y las dos se lo dijeron a Saludy a ése... —Román volvió la cabezapara mirarme, pero yo fingí no darmecuenta, enfrascado como estaba en losapuntes del acta—, Andrés, y después aNico y a mí...

—¿Tú, el último?—Más o menos... Nos lo íbamos

diciendo, no había un orden fijo... ycomo todos saben que yo estoy siempre

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de acuerdo con la mayoría...—¿Ah, sí...? ¡Mira qué fácil!—No..., es por solidaridad.—¿O para ahorrarte el esfuerzo de

examinar si la mayoría lleva razón o noy para no tener que intentar, en esteúltimo caso, comprender las razonesminoritarias?

Román se quedó con la bocaligeramente abierta: al parecer, nunca sele había ocurrido pensar que unaminoría, fuera del tipo que fuere,pudiera tener razón, e incluso lepreocupaba que alguien pudieraimaginar que él, ¡un chico como él!,pudiera pertenecer a una minoría,cualquiera que ésta fuera.

—Todos dijimos lo mismo, que por

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nosotros... que bien... que si nosotros noteníamos que hacer nada y él nos traíalos ejercicios...

—¿O sea que tú pensaste que, si eltrabajo sucio y peligroso lo realizabaotro, podías aprovecharte de losresultados con las manos y la concienciabien limpias? ¡Claro! ¡Mientras sea otroel que saque las castañas del fuego!

El acusado palideció y empezó amover la cabeza a izquierda y derechacomo buscando unos ojos amigos en losque apoyarse. Los míos no se apartaronun momento de la libreta y de laescritura.

—Yo... hice... como los demás...—¡Siempre con la mayoría, vaya!Román asintió sin el menor gesto

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de duda.—Pero si la profesora ha sido

ases...El inspector inició su reprimenda

en tono alto y truculento, un poco teatral,y se detuvo al comprobar el efecto queproducía en el pobre y desconcertadotestigo, que se había transformado en untrozo de hielo, tan blanco que parecíatransparente. Hasta temblaba.

—Imagínate que la profesora —rectificó el policía con voz firme peromoderada—, por culpa del intruso o aconsecuencia del robo, ha sufrido algunadesgracia irreparable... ¿Aceptarás tuparte de responsabilidad en este asunto,de la misma manera que estabasdispuesto a aceptar los beneficios?

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—Yo... no soy responsable denada... —Román estaba cada vez másasustado, muerto de miedo—. Habíamosquedado en que...

—¡Déjate ahora de historias! Si tehubieras negado de plano en el momentoen que te lo propusieron, quizá tunegativa habría convencido a losindecisos del grupo, y el ladrón nohabría tenido ningún motivo para entraren el despacho de la profesora, y nohabría ocurrido esa desgracia, hastaahora hipotética.

—Pero... yo no estaba solo... todosdijimos lo mismo...

—¡Ya lo sé! ¡Tú siempre con lamayoría! Pero he oído que las niñashacen mucho caso de lo que tú dices y

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haces, que tienes mucha influencia sobreellas. Según veo, más por tu cara bonitaque por tu cerebro.

Esta vez Román se puso coloradocomo un pimiento.

—De todas maneras —acabó elinspector, como si terminara lademostración de un teorema que lostorpes de la clase no habíamosentendido hasta entonces—, el autor delatropello pediría un ayudante para poderentrar por la ventana del despacho.Nuestro bandido generoso, ladrón deexámenes y redentor de condenados alinsuficiente eterno, debió de tener uncómplice para actuar con más facilidady seguridad.

Y Román, en una actuación de actor

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consumado, hizo un gesto con loshombros de desolada impotencia y pusocara de perfecto despistado.

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SALUD PITUFA

—SÍ, yo le ayudé a entrar por laventana del despacho —confesó SaludMir, Pitufa, mirando fijamente altribunal de expertos con una sonrisaencantadora, casi como si estuvierarelatando una proeza con su voz declarinete, alegre y segura, que en ciertasocasiones podía resultar un pocoinsolente y fuera de tono. Y así era enaquella ocasión.

—Explícate —le ordenó Arveja,sin dejarse impresionar por la seguridadde la chica.

—Es muy fácil —continuó ella con

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su cara redonda de satisfacción—. Laclase llevaba varios días obsesionadacon las aventuras y desventuras delhermano de Boris. Y de pronto corrió lanoticia de que se ofrecía para ayudardesinteresadamente a los pobrescolgados en mates, a los malditos de laHipotenusa. La verdad es que laevaluación se acercaba a pasosagigantados y no presagiaba nada bueno,pues la misma profesora nos habíaconvocado a una reunión en su casa paraprepararnos para el desastre. Aquellaoferta era como lanzar una tabla desalvación a los náufragos de Pitágoras.La verdad es, también, que no tomamosmuy en serio el milagro que Mamal nosanunciaba por boca de Boris y de María,

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esa estrecha que se escandaliza de todo.No acabábamos de creérnoslo y nospreguntábamos cómo se las arreglaríapara coger los ejercicios ypasárnoslos...

—¡Al grano!—¡Uy! ¿Cómo quiere que se lo

explique, entonces?—Déjate de tonterías y ve directa

al asunto.—¡Uy! Para mí todo es grano. Más

directa no puedo ser. Lo que digo...—¿Cómo se puso el ladrón en

contacto contigo?—¿El ladrón...? ¡Uy...! ¡Qué

palabra! Dicho así...—¿Cómo lo llamarías tú?—El hermano de un compañero que

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quería ayudarnos con un favor... ¡Todoscreíamos que sólo se trataba de eso!Que no hacíamos ningún daño a nadie...

—Las cosas no son tan sencillascomo imaginabas...

—Sí... no sé por qué, siempre secomplica todo...

—No lo compliques más ahora ycuenta de una vez cómo se puso encontacto contigo vuestro ángel custodio.

—Una mañana, justo antes deempezar la primera clase, abrí el pupitrepara dejar los libros y encontré en elfondo una carta de Malaquías.

—¿Una carta del hermano deBoris?

—Sí... Al principio pensé que setrataba de una de esas cartitas, medio en

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broma medio en serio, que los chicosescriben a las chicas... ya sabe... cosasde amigos y de novios y jaleos de ésos.Pero en cuanto la abrí, noté que era unacarta especial.

—¿En qué lo notaste?—Era muy corta, como un

telegrama. Sólo ponía: «Si quieres queos ayude, deja abierta la ventana deldespacho de la Hipotenusa, el martespor la noche». Y firmaba una «M».Nada más.

—¿Por qué te pedía eso a ti,precisamente?

—Quizá porque yo era la única delgrupo que iba dos veces por semana acasa de la señorita Olius. Vivo muycerca, y ella dijo hace unos meses que

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necesitaba a alguien para ordenar loslibros de su biblioteca, pues los teníaapilados en el suelo sin orden niconcierto desde que se cambió de casa.Y cuando terminé de ordenar los libros,me quedé de jardinera.

—¿O sea que ya no te ocupas desus libros?

—Ahora sólo colocaba bien loslibros nuevos. Los papeles no los hetocado nunca para nada. Ella era unamaniática de los ordenadores y tenía lacasa llena de programas nuevos ytoneladas de papeles y juegos... que nome interesan nada. Para mí son comopiezas de rompecabezas.

—¿Y ayer dejaste abierta laventana?

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—En la reunión que ella convocópara animarnos fue todo más fácil.

—¿Más fácil? ¿Por qué?—Me daba no sé qué

aprovecharme de mi trabajo paraengañarla, porque cuando estaba en sucasa trabajando en la biblioteca o en eljardín, muchas veces me dejaba solaporque tenía quehacer fuera y confiabaplenamente en mí.

—¿Y a pesar de eso dejaste laventana abierta?

—Sí... claro... todos esperaban quelo hiciera..., no podía negarme...

—¿Vieron la carta los siete delgrupo?

Salud cerró los ojos y se mordiólos labios, como para recordar mejor.

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—Creo... que no.—Pero ¿sabían todos lo que el

gemelo te había pedido hacer?—Sí... todos. No hablábamos de

otra cosa. Era emocionante, como unmisterio.

—¿Boris también?—Al principio, sí, pero luego se

fue desinflando. Era como si lasaventuras de su hermano no acabaran degustarle o temiera comprometerle.Nosotros pensábamos que Boris sesentía culpable porque su hermano no hatenido tan buena fortuna como él con lafamilia que lo ha adoptado; todo elmundo decía que son unos salvajes.

—¿Qué hiciste con la carta?Salud me miró a mí.

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—La rompió Andrés... Sí, él lahizo pedazos, antes de que pudiera verlaalguien. Me convenció de que era mejorno dejar pruebas que luego pudierancomprometernos.

—Pero... ¿quién depositó la cartaen tu pupitre?

Salud se encogió de hombros.—Mamal, el hermano gemelo, digo

yo.—¿Y cómo entró en el colegio?

¿No es más difícil y expuesto entrar enel colegio de noche, sin ayuda, que encasa de la señorita de matemáticas?

—Las dos cosas son difíciles... sialguien no te ayuda desde dentro.

—¿No caísteis en la cuenta de estedetalle ni se os ocurrió preguntaros

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cómo había llegado la carta a tu pupitre?—No... Todo lo relacionado con el

fabuloso hermano gemelo de Boris eratan emocionante, tan misterioso, que nospareció normal el hecho de encontrar lacarta en el pupitre. Podía habérmelaenviado por correo, o habérsela dado aBoris para que la dejara en mi pupitre ome la entregara... ¿Tan importante es esedetalle?

—Es importante porque demuestraque estabais tan deslumbrados por lafigura del hermano gemelo y por laesperanza de que él resolviera todosvuestros problemas, que no os dabaiscuenta de lo que pasaba ante vuestrosojos. Malaquías no os dejaba ver másallá de vuestras narices.

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—¿Eso quiere decir que no fue élquien dejó la carta?

—Claro que sí... ¿Y tampocoreconociste la caligrafía?

—Era una nota muy corta, unaviso...

—Pero la letra... ¿reconociste laletra?

—¿Quiere decir que no la habíaescrito él?

—¿Cómo podías saber tú que erasu letra?

—No podía reconocerla, claro.Imaginé que sería la suya...

—¿No te pareció rara la caligrafía?—Me pareció normal.—¿Normal? ¿Qué significa eso?—Que podía haberla escrito

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cualquier compañero...—Exacto.—¿O sea que...?—El autor era un compañero de

clase. El mismo que la depositó en elpupitre. El mismo que te aconsejó que,para no dejar pruebas, era mejorromperla, rasgarla en mil pedazos, queno quedara ni rastro de ella. Nuestrocronista, Andrés.

—¿Andrés?

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REUNIÓNGENERAL

—¿ANDRÉS?—Andrés, sí.—Que hable, pues. Que diga todo

lo que sabe.—Andrés no dirá nada. Le hemos

prohibido que abra la boca. Su únicotrabajo es escribir. Y su declaración seincluirá al final de la crónica que ha idoredactando sobre «el crimen de laHipotenusa», el caso que nos ocupa. Suconfesión, escrita, será el últimotestimonio de esta historia. ¡Y basta!

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Con esas palabras, el inspectorcortó las preguntas que Salud teníapreparadas y en la punta de la lengua, ylas protestas de los demás compañeros—Carlota Verduguilla Torrente, NicoDeltoide Ferrer, María Roja y RodolfoViolentino, o sea, todos menos Boris—,que habían entrado de nuevo en la sala-biblioteca del tribunal por orden delinspector. El policía alto de la puerta leshabía hecho pasar a todos juntos, algrupo casi completo, y habían entradocon la mirada baja y la cabeza gacha,como abatidos. Con andar cansino, sesentaron al lado de Salud, que losacogió con la sonrisa algo apagada,decepcionada del rumbo que seguían lascosas. Y cuando intentó abrir la boca, el

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inspector se le echó encima con undesaforado «¡y basta!».

—Un momento de atención, porfavor —continuó el policía en un tonode voz más civilizado—. Vuestrasdeclaraciones han sido muy interesantesy espero que útiles. Ya sé que habéishablado de algunos de esos problemascon la doctora Kellerman... Nosotrostambién lo hemos hecho, y no solamentecon ella, que es quien conoce el casomás de cerca, sino también con elprofesor Goyo Juncosa, que nosacompaña, y con otros expertos. Por esopuedo aseguraros que la mejor soluciónes la que vamos a tomar dentro de unmomento.

Hizo una pausa para llenarse el

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pecho de aire y pedir con la mirada laaprobación de los dos psicólogos quetenía a su lado.

—Dentro de un momentollamaremos a Boris. Parece que haquedado claro que el culpable es suhermano gemelo, Malaquías. Todas laspruebas le acusan. Pero si recordáisalguna cosa más que pueda ayudarnos aser más justos, decidla sin temor antesde que entre Boris.

Mis compañeros se miraron conojos interrogantes. Todos tenían cara deno saber qué decir. Y todos evitabanmirarme a mí, que, atareado con losapuntes, no levantaba la cabeza de mitrabajo y sólo los espiaba de reojo.

—No... no hay nada más.

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—Lo hemos dicho todo...—Todo lo que se refería al

hermano gemelo y a los exámenes...—A Boris no le ocurrirá nada

malo, ¿verdad? —preguntó la Pitufa conun punto de inquietud—. De hecho, él...

Y se detuvo. La observábamos concuriosidad, pero Salud no dijo nadamás. Todos comprendimos que iba adecir: «De hecho... él no tiene ningunaculpa», pero sabíamos que eso no eracompletamente cierto y que por esohabía callado Salud.

—Al contrario —dijo el profesorJuncosa, una voz que apenas conocíamos—: este acto representará para él unaliberación. No os preocupéis, que no leocurrirá nada malo. Precisamente

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nosotros, la doctora Kellerman y yo,estamos aquí para amortiguar el golpe.Casi no hemos intervenido en losinterrogatorios porque nuestroverdadero trabajo empieza ahora.

—Como ya sabéis —continuó elinspector—, Boris ha escuchadovuestras declaraciones desde eldespacho de al lado, donde se oyeperfectamente todo lo que se habla aquí,en compañía de un agente y del abogado.Y en estos momentos ha salido porqueacaba de llegar su padre adoptivo, quele acompañará cuando entre en esta sala,dentro de unos segundos. Ha oído todolo que habéis declarado y no hamanifestado en ningún momento que noestuviera de acuerdo con vuestras

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palabras.—Parece, pues, que ha llegado el

momento del veredicto —anunciósolemne la doctora Kellerman.

—¡Un momento! —levantó lasmanos el inspector—. Se me ocurre quequizá fuera mejor hablar con Boris asolas, sin la presencia de suscompañeros...

—Tarde o temprano, tendrá queenfrentarse con ellos... —protestó lapsicóloga.

—Sí, pero más adelante. Después,cuando haya digerido toda la carga delhermano gemelo —insistió el inspector.

—No estaba previsto así —comentó el profesor Goyo Juncosa—,pero es que lo habíamos pensado en

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frío. Aquí, en caliente, yo también creo,como el inspector, que es mejor hablarcon Boris y su padre sin nadie más ydejar para más adelante el encuentro conlos compañeros...

—Eso significa dos terapias... —calculó la doctora Lechuza.

—Depende de cómo encaje laprimera sesión —matizó el profesor.

—Podemos llamarle estemediodía... —propuso Salud Mir.

—O salir con él esta noche... —insinuó Nico Ferrer.

—Sí, pero sin olvidar que vosotrostambién debéis mostraros tan culpablescomo Boris, si no más —precisó ladoctora Olivia Kellerman.

—Pero... ¿no nos redime de la

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culpa la penitencia que hemos hechodurante todos esos días para ayudar aBoris? —sonrió Salud.

—Hasta la señorita Cinta Olius nosperdonaría, si resucitara con mássentido del humor del que gastaba envida —añadió Román Veira, utilizandotambién el poder de su sonrisa.

—Perdonaros, quizá —resumió elinspector—, pero aprobaros lasmatemáticas sin estudiar, lo dudomucho. ¡Ni en el otro mundo las pasaréissin estudiar fuerte, holgazanes!

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EL ASESINATO

BORIS no soltó ni una lágrima ni hizoninguna escena trágica, como nostemíamos. Mejor dicho, como habíanprevisto los dos sabios psicólogos. Sóloapretó con más fuerza la mano que supadre —un hombre agradable, decabello blanco y cara sonrosada— lecogía, e inclinó levemente la cabezahacia el brazo del caballero, como sipor un momento hubiera pensadoabrazarle o refugiarse en él.

El padre de Boris no escuchaba laspalabras del inspector. Sólo miraba alchico y le pasaba la mano libre por la

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cabeza, en un gesto de afecto yprotección.

—El análisis de las manchas desangre halladas en el despacho de laprofesora que me acaban de remitir dellaboratorio en este instante —hablaba elinspector jugando con un sobre y unospapeles que le había entregado uno delos auxiliares al terminar la reunióngeneral de acusados—, indica que nopertenecen a la señorita Olius, comotemíamos.

Los ojos de Boris se iluminaron. Elinspector no lo advirtió y, tras una cortapausa, continuó:

—Y tengo una noticia todavía másimportante, que confirma el resultadodel análisis de las manchas: la señorita

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Cinta Olius ha llamado a la comisaríadel barrio hace poco rato, muy excitadaporque dice... —el inspector se ayudócon la lectura de unos papeles—: diceque la noche pasada, poco después deacabada la reunión con los alumnosdifíciles, oyó un ruido sospechoso en sudespacho y acudió a ver qué era, casimuerta de miedo, pensando que algúnladrón había penetrado por la ventana.Atrapó a un chico andrajosorevolviendo los papeles y los cajones desu mesa y los ordenadores. La profesoracreyó que buscaba dinero o joyas. Diceque el ladronzuelo, al verse descubierto,se asustó tanto como ella y, cuandointentaba huir por la ventana abierta,tropezó con una silla y cayó al suelo. Y

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ella, alarmada, sin darse cuenta de loque hacía, agarró una pala de lasherramientas del jardín que había junto ala puerta y empezó a darle golpes. Lapala de hierro dio en la cabeza del chicoy se la abrió. Al ver la sangre, laprofesora se detuvo, más asustada queantes. Y el caco aprovechó el momentopara saltar por la ventana como pudo ydesaparecer con las manos en la cabeza,manchado de sangre.

Ni Boris ni su padre dijeron nada,inmóviles ante la tribuna.

—Esta mañana, a primera hora —continuó el inspector, guiándose por lospapeles—, los vecinos han descubiertomanchas de sangre en el jardín y en laacera, y al comprobar que en casa de la

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profesora no contestaba nadie, hanavisado a la policía y nos hemos puestoen movimiento.

Boris abrió la boca, como siintentara decir algo, pero no dijo nada, yel gesto quedó como si le hubierafaltado aire para respirar.

—Pasado el primer momento deaturdimiento, la profesora reaccionó consentimientos de culpa, pensando que elchico era un desgraciado y que la

herida grave que le había causadoera un daño más fuerte que los papeles ylibros que habría podido robarle, y salióa la calle a ver si lo encontraba. Hapasado la noche buscándolo porrincones y portales, por parques yjardines, y por callejuelas y antros de

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todo tipo. Incluso ha recorrido loshospitales y dispensarios de urgenciasde toda la ciudad preguntando si habíaido a curarse. Hasta que esta mañana sele ha encendido la lucecita de las buenasideas para advertirle que debía avisar ala policía y nos ha dicho que...

Entonces, Boris exclamó con vozalterada, interrumpiendo la explicacióndel inspector:

—¡El culpable soy yo!—No, Boris —replicó el inspector

—. No quieras proteger a tu hermano.Todas las pruebas le acusan. Él es elúnico culpable. Hay que esperar hastaque la profesora nos facilite ladescripción del ladronzuelo, pero yoapostaría cualquier cosa a que el

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culpable total es Malaquías. El casoes...

En este momento, el padre de Borisdejó la mano del muchacho y le puso lassuyas en los hombros para acogerlo enuna especie de abrazo, como si intentaraprotegerlo de algún peligro.

—El caso es... que así como hastaahora temíamos que a la profesora lehubiera ocurrido algo malo, inclusoirreparable, en este momento nuestrapreocupación se centra en Malaquías...¿Dónde puede haberse metido con lacabeza partida, medio muerto comoandaba? Imaginad que en su huida, conel afán de ocultarse, cae bajo las ruedasde un camión, o se refugia entre lasruinas de una casa destruida, o se dirige

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hacia el puerto y se cae al mar... ¡y nopodemos dar con él nunca más!

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LA CRÓNICA

AQUELLA mañana, Boris habíallegado con retraso, como de costumbre.También yo me retrasaba muchas veces.Normalmente llegaba a clase a tiempo.Pero de vez en cuando me ponía a leerpor la noche a escondidas alguna novelade las que me apasionaban y, como nopodía dejar la lectura, me dormía a lastantas de la madrugada y por la mañanano había fuerza humana capaz desacarme de la cama.

Es lo que me ocurrió la mañana enque Salud Mir encontró en el fondo desu pupitre la nota del hermano de Boris.

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O mejor dicho, la mañana anterior,porque el sobre con la nota escritapidiéndole que dejara la ventana abiertalo deposité yo mismo la mañanasiguiente a la que no llegué a tiempopara la primera clase.

Delante del edificio del colegiohabía un bar sucio y oscuro, una especiede tugurio infecto, una covachuela, en elque nos refugiábamos los compañerospara desayunar, telefonear, jugar amarcianitos, beber colas y litronas, oesperar la hora de la segunda clase,cuando llegábamos tarde a la primera. Apesar de sus defectos, y los tenía casitodos, el Bar Quita, que nosotroshabíamos rebautizado como el Cubil delas Moscas, tenía dos virtudes

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importantísimas para los estudiantes:primera, era muy barato, y segunda, lapropietaria, doña Moniquita, nos fiabacuando estaba de buen humor.

Aquella mañana, al ver que llegabacon retraso, me dirigí directamente alCubil de las Moscas a esperar la hora.Ya que no había podido dormir a gusto,por lo menos desayunaría como unseñor.

Nada más entrar, me encontré conla gran sorpresa de ver ante una de lasmesas a Boris escribiendo en un papelque parecía una carta. Se hallaba tanconcentrado en el trabajo, que no se diocuenta de mi entrada. En el local nohabía nadie más, sólo nosotros dos ydoña Quita fregoteando detrás del

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mostrador.Me acerqué a la mesa de Boris,

admirado de haberlo atrapadoescribiendo. Ésa era la gran sorpresa, noel hecho de encontrarlo en el Cubil porfalta de puntualidad, pues Boris es deesas personas que no leen un libro niescriben una nota si no es bajo amenazade muerte. Y me entró una grancuriosidad por saber qué escribía y aquién.

Me senté, rápido, frente a él; a sumisma mesa, mientras clavaba los ojosdescaradamente en la hoja a medioescribir.

—¡Te he pescado! —me reí—.Escribes cartas secretas de amor en vezde resolver los problemas de la

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Hipotenusa.Boris, atrapado, me miró confuso.

E intentó ocultar con la mano el trozoescrito.

—No... no... —tartamudeó—. Noes nada...

—¿Quién es ella? ¿Verduguilla oMaría Roja?

—Se trata de otra...—¿Otra? ¿Salud Pitufa?—Otra cosa, quiero decir... Se... se

trata de otra cosa...—¡Vamos, tío! ¡No te creo!

¡Déjame ver!—¡No! —gritó como si lo fueran a

matar.—Puedo ayudarte, si lo deseas...

—me di pisto—. Ya sabes que soy el

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poeta oficial del curso. Capaz deconvencer a cualquiera de cualquiercosa.

El argumento pareció interesarle.Puso cara de reflexión, y cuando empezóa hablar, los dedos de la mano que teníacolocada sobre el papel ocultando elescrito iniciaron un movimiento prensily agarraron la carta hasta convertirla enun manojo de papel que atrapó en elpuño.

—Sí... —musitó—, quizá tengasrazón... Tú escribes mejor... Y se tratade convencer a alguien con esta carta.

—¿De qué va el rollo?—Es... algo... que me ha pedido mi

hermano...—¿De qué se trata? —Yo no

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quitaba el ojo del puño que apretaba elescrito interrumpido.

—Pues... como él escribe muchopeor que yo, me ha dicho que le mandeun papel a Salud, pidiéndole que dejeabierta la ventana del despacho de laHipotenusa.

—Yo creía que un profesionalcomo tu hermano no necesitabaayudantes. ¿No sabe cómo cortar uncristal para meter el brazo y abrir desdefuera?

—No lo sé... yo... ¿Y si resulta quelos postigos están cerrados por lanoche?

—Bueno... no discutamos. Dame elpapel. ¿Qué pongo?

—¡Lo que te he dicho! Como si lo

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hubiera escrito él. Dice que no hay quepringar a nadie. Quiere toda laresponsabilidad, tal como nos haprometido.

—Déjame ver lo que habías escritotú.

—¡No! —De nuevo el grito delmiedo—. Está muy mal. Tú lo harásmejor.

Y en un gesto brusco, se volviópara echar la bola de papel detrás delmostrador, entre la porquería sobre laque reinaba doña Quita.

Escribí en estilo telegráfico la notaque Salud se encontró en el pupitre, eintenté convencer a Boris de que en losnegocios, al contrario que en el amor, lomás convincente y menos comprometido

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es la brevedad. Le convencí también deque era más efectivo que Salud seencontrara con el mensaje en el pupitre,al abrirlo a primera hora de la mañana,que entregárselo en mano de parte deMalaquías, como si se tratara de unrecadito sin importancia. Yo mismo meencargaría de depositarlo a la mañañasiguiente, y por ello llegaría el primeroa la primera clase, cosa que él, tardóninnato, era incapaz de hacer.

Boris se dejó convencer tanfácilmente que yo estaba cada vez másseguro de que toda la historia de suhermano gemelo era pura comedia. Setrataba de una invención de Boris. Elhermano gemelo no existía. Pero... ¿porqué razón lo había inventado e

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interpretado en las dos o tres ocasionesque había dado la cara? ¿Y cómo podíaprobar mis sospechas?

Cuando estábamos a punto deentrar en el colegio para la segundaclase, exclamé con aire preocupado:

—¡La cartera! ¡Me he dejado lacartera en el bar!

—¿Qué cartera? ¡Si la tienes en lamano!

—¡La importante! ¡No la de loslibracos! ¡La del dinero! ¡La pasta!

Y sin esperar su reacción, me lancéa pedir a doña Quita el papelotearrugado que Boris había tirado unosminutos antes. El trabajo no fueencontrarlo, sino descubrir cuál de entrelos miles de papeles abandonados en el

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suelo del mostrador desde las primerasgeneraciones de estudiantes era el deBoris.

Me pulí también la segunda clase.Pero ahora tenía la prueba en mismanos. La carta que intentaba redactarBoris estaba escrita con una letradesfigurada que imitaba la caligrafía deotra persona. No era su letra, y las faltasde ortografía eran demasiado gravesincluso para un mal estudiante comoBoris; estaba claro que trataba de hacerpasar aquel escrito como si el autorfuera otra persona, su hermano...inexistente.

La carta decía: «Todo lo queencontremos en los cajones, según hainformado Boris, servirá para ayudar al

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grupo. Salud dejará la ventana abierta.Boris se encargará de convencerla. Losexámenes estarán entre los papeles deencima de la mesa». Y firmabaMalaquías.

Conste que la transcripción estácorregida. Tras reflexionar durante todala mañana, por la tarde decidí consultarel caso con la doctora Kellerman. Entreel peligro de ser acusado de delator ochivato y el de perder el curso y serexpulsado del colegio por haberconfiado en un loco que se inventabahermanos gemelos y se disfrazaba deperdulario para demostrarnos suexistencia, me decidí por la primerasolución. Al fin y al cabo, el primertraidor, el primero que se había burlado

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de nosotros y nos había engañado, eraBoris.

La doctora Kellerman, psicólogadel colegio, me escuchó con muchaatención, me pidió discreción absoluta yun par de días para consultar concolegas y profesores, y me prometió queno daría un paso ni diría una solapalabra en público sin consultar antes alos compañeros implicados en elmisterio.

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EL FANTASMA

PASADOS tres días, la psicóloga mellamó.

—Tienes razón —me confesó—.Hemos consultado con el orfanato y conla actual familia de Boris, y resulta quenadie conoce la existencia de ningúnhermano, ni gemelo ni de otra clase.

Después se lanzó a discursear unrato, diciendo que seguramente setrataba de un caso de carencia afectiva,que en palabras normales significabaque Boris era un chico que necesitabacompañía, amigos y cariño. Por eso sehabía inventado un hermano idéntico a él

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que le ayudaba en todas las situacionesdifíciles. También mencionó aindividuos con la personalidad dividida,o sea, que actúan como si fueran dos,muchas veces sin que una de laspersonalidades sepa qué hace la otra. Elcaso más célebre es el que describe elnovelista Robert Stevenson en El doctorJekill y Mister Hyde. Después se enrollócon una serie de términos médicos ypsicológicos que yo no entendí enabsoluto.

El resumen que yo me fabriquépara mi propio consumo es éste: Boris,abandonado por su familia de muy crío,había sufrido mucho y, como habíaperdido a todas las personas que queríay necesitaba, se inventó un hermano

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como él que no podía perder nunca,porque se trataba de un doble de símismo. El representaba el lado bueno, yel otro, que representaba el lado malo,le sacaría las castañas del fuego cuandofuera preciso. Bo Boris y MalMalaquías, el bueno y el malo. Lasolución perfecta.

No obstante, según la doctoraKellerman, este invento era muypeligroso, porque podía conducirle aengañarse a sí mismo y a no verse talcomo era en realidad. Por tanto, habíaque ayudar a Boris a librarse de suhermano imaginario, eliminar a su doblemental, deshacerse de él, matarlo,asesinarlo en sentido figurado.

Los compañeros del grupo, al

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enterarse, se quedaron de una pieza. Yeso que no les contamos todo, delprincipio al fin. Por ejemplo, no lesdijimos nada del embrollo de las cartas,para que los interrogatorios tuvieranalgún efecto sorpresivo. Todosaceptaron colaborar de buen grado en elplan que la doctora y sus colegas habíantrazado para sacar de la cabeza denuestro amigo el fantasma de suhermano.

La profesora Olius convocaría unareunión en su casa para facilitar lascosas. No se comunicaría nada a lapolicía para no perjudicar a Boris yporque los sucesos previstos nollegaban a la criminalidad. Se trataba deuna enfermedad y nada más. La doctora

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Kellerman y el director del colegio yahabían hablado con el abogado, padreadoptivo del chico, y él no había puestoninguna dificultad porque se trataba deayudar a Boris. Era preciso darle unabuena lección, hacerle comprender deuna manera práctica que aquellasolución de dar vida a un hermanoatrevido y chuleta, capaz de hacer aescondidas lo que él no se atrevía ahacer a plena luz, era un caminopeligroso y equivocado. Un buen susto,un golpe muy fuerte, y el chicoreaccionaría. ¿Y qué impresión másfuerte que simular que la profesora, a laque intentaba robar los exámenes, habíasido asesinada y que él podía verseenvuelto en el crimen?

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Discutimos durante horas y horassobre la oportunidad del escarmiento.En general, los compañeros pensabanque se trataba de una medicinademasiado fuerte. Pero los expertosopinaban lo contrario: que si no se ledaba una lección contundente, noreaccionaría.

—En el tribunal ficticio quemontaremos a la mañana siguiente —dijo el profesor Goyo Juncosa—, y en elque todos debemos actuar de la formamás natural posible, como si losestudiantes de psicología que nosayudarán fueran policías de verdad, seaclarará todo. Y las manchas de sangre,indicios del asesinato de la profesora,se convertirán en la sangre de su

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hermano. Así le daremos la posibilidadde no hablar más de él, de eliminarlocon total limpieza, sin que Boris tengaque avergonzarse de nada.Asesinaremos metafóricamente algemelo, y Boris no tendrá que darexplicaciones a nadie. Será comoempezar de nuevo desde cero, limpio ysin mentiras ni fantasías enfermizas.

—Pero él... —dudó Carlota—, élsabrá que no es verdad...

—Será él mismo quien habráentrado a coger los exámenes... —NicoFerrer tampoco lo veía muy claro.

—Escuchad: él, al salir deldespacho, habrá dejado la ventanaabierta y no sabrá si después ha entradoalguien más, no previsto en su esquema

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inicial. En cualquier caso, será él quienhabrá dejado la ventana abierta para quepenetre el asesino. Además, Boris nosabe ni sabrá que nosotros lo sabemostodo. Y si le ofrecemos una salidaelegante para salvar la cara ydeshacerse de su hermano, es muyposible que la acepte.

—Muy bien, profesor Juncosa. Unacosa: si no trae los exámenes, será señalde que acepta que su hermano hadesaparecido... para siempre.

—Esperemos, doctora, que no setrate sólo de un alejamiento temporal.

—Pero... ¿es que alguien va apensar en los exámenes y en lasevaluaciones con la profesoraasesinada? —se rió Salud Pitufa.

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—Ya hemos convenido queresucitará el mismo día, la mismamañana. Y los exámenes, o comodiablos se llamen ahora, se celebraránim-pe-pi-na-ble-men-te.

—¡Por favor, que no hayarepresalias! —rogó Salud, mirando concara de pena a la profesora Olius, que nisiquiera en aquella ocasión se dignórebajar el listón de su rígida exigencia.

Pasado todo, cuando Boris regresóal colegio, no trajo consigo losejercicios de matemáticas. Como sihubieran desaparecido junto con elhermano gemelo, supuesto autor delasalto al despacho.

Hasta que...

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EL HERMANOGEMELO

HASTA que, hacia finales de curso,volvimos a coincidir Boris y yo en elCubil de las Moscas, por culpa delreloj. Esta vez fue él quien vino asentarse a mi mesa. Nadie había habladomás de su hermano, como si se tratara deun muerto o desaparecido de verdad,que no se menciona por respeto al dolor.

Pocos días antes, alguien del cursohabía comentado que, seguramente,Boris no regresaría al colegio el cursosiguiente. Creo que fue Salud la que

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lanzó la indiscreción, porque le habíacogido una gran simpatía y se interesabapor todo lo que Boris hacía o dejaba dehacer.

—Me voy —dijo a modo de saludoal sentarse a mi mesa. En aquellosmeses del curso había perdido latimidez, el tartamudeo y los tics. Y habíapegado un estirón considerable. Varioscentímetros.

—Pero si acabas de llegar... —repuse yo— tarde, como siempre.

—Quiero decir el curso próximo.—¡Ah...! Espero que no sea por...—No, no tiene nada que ver con

todo aquel lío del crimen de laHipotenusa.

—Menos mal que no le ocurrió

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nada...—A mi hermano tampoco —se rió

él, divertido al ver mi cara de sorpresay alarma, mitad y mitad, como si hubierapronunciado un nombre prohibido.

Se hizo un silencio pesado. Lamención de su hermano hizo quecontemplara a Boris de una maneradistinta, como si acabara de descubrirque se trataba de un trastornado, medioloco.

—Como dentro de pocos días nonos veremos más —continuó él—,puedo soltarte un par de cosas que no tehe dicho hasta ahora porque no queríamás follones. —Me miró directamente alos ojos, desafiante—. Eres un malcompañero —descargó, como un

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escupitajo—. En algunos sitios, ya tehabrían colgado por lo que hiciste.

—¿Qué quieres decir con eso? —Yo estaba absolutamente desorientado.

—Quiero decir que las cartas sondocumentos secretos, íntimos. Y que laraza de los chivatos es peor que la delas ratas de alcantarilla.

—Pero... ¡si me pediste que lacarta la escribiera yo!

—Me refiero a la carta que tirédetrás de este mostrador. Doña Quita esbuena amiga mía y me dijo que habíasvuelto para recogerla.

Un calorcillo desagradable en lasmejillas indicaba que me habíaruborizado o se me había subido lavergüenza a la cara, como dicen otros.

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—Se trataba de una falsa carta... —intenté excusarme.

—¿Cómo lo sabes?—La firmaba...—Yo. La firmaba yo.—... tu hermano. Ponía: Malaquías.—Malaquías soy yo.Otro silencio, más pesado todavía.

Y un ligero sentimiento de miedo, deextrañeza, como cuando te encuentrasante un peligro desconocido.

—¡No digas tonterías! Tú eres...Boris.

—No. Yo soy Malaquías.—¡Vamos, anda! ¡Deja ya la

comedia!—No es ninguna comedia. La

comedia la representasteis vosotros

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intentando hacerme tragar primero quela profesora había estado a punto de serasesinada, y luego que el muerto era mihermano. Y todo el montaje de losinterrogatorios, los policías falsos...

—¿Cómo sabes todo eso? ¿Quiénte lo ha dicho?

—¿Ves como yo no hago teatro?Cada vez estaba más

desconcertado. Miraba al chico quetenía delante, y no sabía qué hacer.

—Es peligroso jugar con ciertascosas... —dije.

—¿Qué cosas?—Pues... imaginar que eres otra

persona, esas fantasías...—Tú sí que tienes la cabeza

atiborrada de fantasías sacadas de los

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novelones que devoras. ¡Y no sabesnada de nada! Todo lo que tienes en lacabeza son imaginaciones.

—Y tú, ¿qué? ¿No has jugado connosotros con tu sarta de mentiras?

—Yo no jugaba.—¿Ah, no?—No. Y tú, que quieres dedicarte a

escribir no sé qué, poeta o periodista,tendrías que haberlo comprendido.

—¿Comprender qué?—No vale la pena...—Por favor...Se lo rogué sinceramente, porque

me tenía intrigado. Como él decía, yoquería dedicarme a trabajos en los quela imaginación jugara un papelfundamental, ¿y habría sido incapaz de

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percibir alguna de las fuerzas invisiblesque nos empujan en nuestras acciones yque yo me jactaba de que sabía detectar?

—Es un poco como en elinterrogatorio de la biblioteca, cuandoel tipo que hacía de policía riñó aCarlota Torrente porque no le daba lagana de aprobar las matemáticas, porqueella se fabricaba la ley y la justicia...

—¿Qué tiene que ver eso...?—Carlota se fabrica su mundo. Un

mundo del que, por despecho, haexcluido las matemáticas.

—Es por tozudez. Por orgullo,también. Ella es la primera perjudicada.

—Lo hace para restablecer lajusticia. Está convencida de que lasuspendieron injustamente, y trata de

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prolongar esa injusticia para que todo elmundo se dé cuenta. Es como un grito, elgrito mudo de la justicia.

—¿Quieres decir que laexistencia... —iba a decir ficticia, perofrené a tiempo— de tu hermano gemeloes también un grito por la injusticia dehaber pasado unos años difíciles... sinfamilia? ¿Intentas prolongar de esemodo la injusticia de vuestra orfandadpara que todo el mundo se dé cuenta?¿Como un acto de protesta?

—Es algo así, pero con una grandiferencia.

—¿Cuál?—Mi hermano Boris existe de

verdad.—¡Boris eres tú!

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—¡Yo soy Malaquías!

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LOS NÚMEROSIMAGINARIOS

ME miraba directo a los ojos, sinparpadear, como si intentaraconvencerme con la mirada en unaespecie de reto hipnótico.

—Demuéstramelo.—¿Quieres una demostración como

cuando la profe de matemáticasdemuestra un teorema? CarlotaVerduguilla no aprobará por más que ledemuestren la necesidad de pasar lasmatemáticas, hasta que alguien eliminela causa que le hace odiar la asignatura.

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—Y tú... ¿qué hecho quiereseliminar que te obliga a actuar de esamanera tan extraña?

—Tendrás que adivinarlo.—No importa. Demuéstrame, de

todos modos, que tú no eres Boris.—En el orfanato, a muchos

chavales de padres desconocidos nosponían el mismo apellido. A Boris y amí, por ejemplo. Por eso, y porque noscriamos juntos desde muy pequeños, nosconsiderábamos como hermanos.Cuando empezaron las adopciones y nosdimos cuenta de que en cualquiermomento nos separarían y dejaríamos devernos, decidimos intercambiar losnombres: Boris se llamaría Malaquías, yMalaquías se llamaría Boris...

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—¿Por qué?—Era como decir que yo sería él y

él sería yo: una manera de seguir juntos.Más que eso: si nos hacíamos pasar eluno por el otro, era como sidecidiéramos un poco nuestro futuro. Yaque nuestras vidas dependían de lavoluntad de desconocidos, de si nosadoptaban o no, nosotros tambiéndecidíamos ser Boris o Malaquías, anuestro antojo. Así quedaba claro quenuestra decisión también contaba.

—Pero...—Él viviría la vida que me habían

preparado a mí, y yo la suya.—Pero... ¿y los papeles,

documentos, certificados...?—La administración del orfanato

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era un desbarajuste y liamos a base decambios y enredos todos los documentosque pudimos. Pasamos por tantas manosque al final se fiaban más de nosotrosque de los papeles que nosacompañaban... Ni se fijaban en elpapeleo, ¿qué interés podíamos tener enengañarlos? Los apellidos eranidénticos.

—¿Erais gemelos o no? ¿Osparecíais?

—De pequeños nos parecíamos.De mayores, no tanto. Lo más importantees que nos considerábamos comoverdaderos hermanos, como la únicafamilia que teníamos, la verdadera.

—Sigue.—¿Ves como de verdad soy

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Malaquías, aunque deje que me llamenBoris y yo mismo haya escogidollamarme así?

—¿Y la paliza al capitán delequipo de fútbol, y las llamadas aMaría, y el regalo del arete a Carlota, yla idea de robar los exámenes...?

—Eran cosa de Malaquías.—¿De ti?—Sí, claro. Imagina un hermano

gemelo que realice todo lo que tú no teatreves a hacer y que cargue con toda larabia y la violencia y los malos humoresque llevas dentro...

—Entonces, la doctora Kellermantenía razón...

—No. Ella creía que yo hacía esoporque estaba chalado o para

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divertirme.—O para prolongar el grito de la

injusticia.—Y no es eso. Toda la historia del

robo de los exámenes no era más queuna tapadera para poder entrar sinmayores problemas en el despacho de laHipotenusa. Boris, es decir,Malaquías... bueno, mi hermano deorfanato, necesitaba unos programas deordenador muy valiosos que laprofesora había preparado. Se trataba desacar varias copias y devolverlos lamisma noche. Lo mismo que habíamosplaneado con los exámenes... es decir,lo mismo que yo quería hacer creer queiba a hacer mi hermano.

—¿Por qué dices que necesitaba?

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¿Le obligaba alguien?—La Hipotenusa es consultora o

ayudante... en fin, trabaja para unacompañía internacional de programaspara ordenadores, y la familia con laque vive actualmente mi hermano sededica a piratear programas. Tienen unaoficina de consulta para empresas, perola verdad es que se dedican al espionajeindustrial.

—¿Espías industriales?—Cuando una marca de perfumes,

por ejemplo, da con la fórmula de unnuevo perfume, las demás marcas paganun pastón para saber cómo se obtiene elnuevo producto y sacarlo al mercadoantes que la competencia. Se trata de unaguerra comercial, tan dura como toda

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guerra. Y lo mismo ocurre con losnuevos modelos de motos, de zapatillas,de trajes o de cualquier cosa que sevenda bien. En este momento, el negociomás fácil y rentable y menos peligrosoes la piratería de programas.

—¿Y... tu hermano espía?—Le obligan.—Con tu ayuda.—No puedo negarme. El hace lo

que me hubiera tocado hacer a mí si nonos hubiéramos cambiado.

—¿Y no lo han atrapado nunca?—Una sola vez. Lo llevaron a

comisaría. Y se libró por los pelos. Lafamilia con la que vive hizo mangas ycapirotes para sacarlo lo antes posible.

Saben que somos amigos y me

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llamaron. Yo fui con ellos a lacomisaría, por si servía de algo, y allídebió de verme aquel bestia delAtlético...

—Pero... ¿por qué no se rebela ylos denuncia? ¿Por qué no huye?

—¿Adonde? Empezó con cosaspequeñas, sin importancia, y ahora estámetido hasta el cuello...

—¿Y no sabe cómo librarse?—¿Puedes imaginar una salida que

no pase directamente por la comisaría?Además, la gentuza con la que vivepodría vengarse. Y también le quieren, asu manera, y él a ellos, lo mismo. Noson unos monstruos... son... unosestafadores...

Me pareció que iba a decir «de vía

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estrecha», pero pensé que aquellos tiposno eran de vía estrecha sino de víaancha. Quizá había estado a punto dedecir «como nosotros», pero pensé quenosotros no éramos unos estafadores, entodo caso, unos aprovechados o unoslistillos...

—Déjame pensar —dije—. Vamosa ver... Tú fuiste preparando poco apoco la presentación de tu hermano,para hacernos creer que nos ayudaba, yde este modo, si lo atrapaban en eldespacho de la Hipotenusa, todo selimitaría a la inocente sustracción deunos exámenes de matemáticas paraayudar a unos amigos con pocas ganasde estudiar o negados para losnúmeros... Eso se llama ir sobre seguro

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y preparar las cosas bien. Por cierto:¿llegó a entrar o no, aquella noche, paracoger los programas?

—¿Cómo quieres que entrara conel charco de sangre que se encontró?

—¡Ya lo tengo!—¿Qué?—La solución para deshacerse de

la familia de estafadores industriales.—Di.—Habla con tu padre, el abogado,

y cuéntale el cambio de nombres.¿Tienes confianza en él?

—Ahora, sí. Antes no lo conocíabien.

—Que alguien remueva todovuestro papelorio hasta que dé con algúndocumento equivocado y pueda

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demostrar que los nombres nocoinciden. Y entonces que reclame a lasautoridades y pida poner las cosas enclaro: tú debes ser él, y él debe ir en tulugar.

—Pero yo no quiero ir a parar acasa de esa gentuza... ¡Si supieras...!

—¡No tendrás que pasar con ellosni un segundo! Cuando pidan tu opinióny se presenten con los papeles, tú dicesque estás bien, que no piensas moverte,y él podrá decir que prefiere cambiar...

—¿Y venirse a vivir conmigo...?¿Y si el abogado no lo acepta?

—Lo aceptará.Boris-Malaquías movió las cejas,

dudando.—Ya me gustaría... —dijo.

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—A eso se llama un final feliz.—Imaginario.—Como los números imaginarios

que nos explicaba la Hipotenusa, que noexisten pero sirven para mucho.

—Al final acabarán gustándote lasmatemáticas.

—Tendremos que pedir a Carlotaque nos dé clases particulares, siqueremos pasar... en septiembre.

—¿Sabes? Quizá ése sea el únicomodo de que vuelva a estudiarlas y areconciliarse con ellas.

—¡Es una idea estupenda!—¡Tenemos el día, hoy!—Tal como repite uno de los

profesores de mi agrado, el de plástica ydibujo, se avanza más a golpes de

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entusiasmo que a golpes de látigo.Malaquías-Boris puso de nuevo

cara de enfado y dijo:—Sólo se trata de imaginaciones...,

no saldrá tan bien como pensamos.—¡Hombre! Si empezamos

pensando que todo va a salir mal, novale la pena ni mover el dedo meñique.

—Y lo de los númerosimaginarios... ¿tú lo has entendidoalguna vez?

—Muy poco.—¿Para qué sirven?—Creo recordar que para resolver

las raíces cuadradas de los númerosnegativos...

—¡Uf!... Me estalla la cabeza... ¡Yahora recuerdo que todavía estoy a

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malas contigo!—¿Ah, sí? No pongas mala cara

hasta que se publiquen las notas demates.

—¿Sólo las de mates?—¿Sólo las nuestras?—¡Esperemos que esta vez la Hipo

puntúe con «números imaginarios»!

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El Autor

EMILI Teixidor, nacido en Roda deTer (Barcelona), estudió Filosofía yLetras y Periodismo; durante años sededicó a la pedagogía para pasardespués al mundo editorial. Hacolaborado en programas de radio,televisión y diversos periódicos yrevistas, en los que obtuvo los premioAtlántida y Ondas. Por sus obrasinfantiles y juveniles ha obtenido lospremios Nacional de Literatura, de laGeneralitat de Catalunya, de la Crítica, yfue candidato español al InternacionalAndersen. Otras distinciones por sus

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obras para adultos son el de la CríticaSerra d'Or y el Sant Jordi. Sus libroshan sido traducidos a diversas lenguas.La crítica ha elogiado la inventiva desus tramas y la capacidad de aventura desus personajes.

Fran Bravo, nace en Ceuta(España) en 1975. Combina sus estudiosde pintura en la Facultad de Bellas Artesde Granada con cursos de serigrafía,ilustración y grabado. Estudia animaciónen la Academia de arte, arquitectura ydiseño de Praga. Ha ilustrado unadecena de libros y realizado diversosproyectos de animación y multimedia.Actualmente reside en Genova.