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El día que murió...a la doña; que cómo no se va a morir, que el flaco se murió mi - litando, que lo dio todo, y ahí sí, me lloré la vida”. Intentó retomar: habrá censado,

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PrólogoPor Alan Ojeda y Diego Tomasi

Hace diez años el país era otro y quienes lo habitamos tam-bién. Pero algunas luchas y algunos deseos persisten: un país más justo, más igual, más solidario.

Hace diez años fallecía Néstor Kirchner. Su muerte es uno de los sucesos más importantes en la historia argentina reciente. Un momento de esos que durante décadas siguen dejando hue-lla. Pasados diez años, diez escritorxs argentinxs buscan po-ner en perspectiva ese suceso a partir de la propia mirada del mundo, de nuestra sociedad, de la política y de la literatura.

El día que Néstor murió es una manera posible de pensar alre-dedor del fallecimiento de Néstor Kirchner y de sus consecuen-cias. Al mismo tiempo, quizás resulte ser una marca de época: qué se escribe en la actualidad, cómo se piensa la Argentina de los últimos años, qué se reflexiona sobre los liderazgos políti-cos.

En los textos que siguen se puede leer la mirada de personas que, desde diferentes pensamientos y trayectorias, considera-ron importante que la literatura contara un hecho tan tras-cendente. El resultado es un recuerdo emocionante y a la vez crítico de una de las figuras políticas más importantes de las últimas décadas.

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Tristezasde octubrepor Martín Kohan

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Martín Kohan

Martín Kohan nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Li-teraria en la Universidad de Buenos Aires. Publicó tres libros de ensayo, dos libros de cuentos y seis novelas antes de ganar, en 2007, el Premio Herralde de Novela con Ciencias morales, llevada al cine en 2010. En 2020 publicó los libros Me acuerdo y Confesión.

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Tristezas de octubrepor Martín Kohan

Estábamos muy tristes por esos días, estábamos muy tristes ese día. Cómo olvidarlo: apenas una semana antes, es decir, el 20 de octubre, habían matado a Mariano Ferreyra. Mariano Ferreyra tenía veintitrés años y era militante del Partido Obre-ro. Participaba ese día 20 de un corte de vías en Avellaneda, en el marco de la lucha sostenida en favor de los trabajadores tercerizados en ferrocarriles y en contra de más de un cente-nar de despidos decididos por entonces. El grupo de manifes-tantes se alejaba del lugar, hostigado por una patota sindical, fuerza de choque habitual para impedir protestas obreras. De esa patota surgió el disparo que impactó en Mariano Ferreyra. Murió poco después, al mediodía, apenas ingresado al Hospital Argerich. Todo indica que la zona donde se produjo la agresión había sido liberada por la Policía de la Provincia de Buenos Aires, cuyo gobernador era Daniel Scioli. Era el domingo 20 de octubre de 2010.

José Pedraza, figura de larga data en el sindicato de ferrovia-rios, acompañante burocrático del desmantelamiento privati-zador operado por el menemismo, era ahora un aliado noto-rio del gobierno kirchnerista. De presunto representante de los intereses de los trabajadores había pasado a fungir más bien como empresario, esto es, como explotador de esos trabajado-res, toda vez que había quedado en su poder el manejo de la lí-nea del Belgrano Cargas y de la Cooperativa de Trabajo Unión del Mercosur. Cito a Diego Rojas en ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?: “Los obreros de la cooperativa son monotributis-tas, no tienen ART, no cobran aguinaldo, no tienen vacaciones

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pagas ni días por enfermedad, tampoco se les realizan aportes jubilatorios ni de designaciones familiares; pero son obligados a afiliarse a la Unión Ferroviaria y a su obra social”.

La lucha política por la incorporación de los tercerizados afec-taba directamente los intereses de José Pedraza, el rendimiento de sus pingües negocios con los trenes. La justicia estableció su responsabilidad fehaciente en la instigación del accionar de la patota criminal ese luctuoso 20 de octubre, y además compro-bó que estuvo al tanto del ataque a medida que se producía. Pedraza habrá comprendido que estaba perdido cuando Cris-tina Kirchner, presidenta de la Nación por entonces, le soltó como suele decirse la mano. Claro que solo puede soltarse una mano si antes se la sujetaba. Tiempo después, Pedraza era de-tenido en su departamento, sito en el barrio de Puerto Madero.La muerte de Mariano Ferreyra nos duele todavía hoy, a diez años de distancia; es de imaginarse cómo estábamos cuando había transcurrido solamente una semana de esos hechos; es decir, aquel 27 de octubre. Otras cosas pasaron ese día, tam-bién de muerte, también muy tristes, aunque sin dudas muy de otra índole.

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Tu voz es un mito del que puedo dar fepor Julieta Habif

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JulietaHabif

Julieta Habif nació en 1991 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudió Comunicación Social y ac-tualmente trabaja en la UBA. Tam-bién es editora de El Gato y La Caja. Coescribió No me olvidé de vos, un proyecto de literatura epistolar. Co-labora en medios digitales. Vive en Palermo, con dos perros.

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Tu voz es un mito del que puedo dar fepor Julieta Habif

Una estaca fría y seca clavada por atrás. Una sorpresa del des-tino, del devenir de las cosas, una reafirmación de la morta-lidad de la especie, un aporte a la estadística, una edición en Wikipedia. Una sorpresa violenta, destructora, debilitante, fría y seca clavada por atrás. Para quienes sintieron ese puñal, el día corrió a otro tiempo. Los que pudieron contener la hemo-rragia y saltar el umbral de sinsentido lloraron, salieron a la calle y gritaron. Exteriorizar el dolor ayudaba, había alivio en compartirlo, algo de moverse y de que fuera en multitud daba la sensación cálida de que era hacia adelante. Quiero decir: de que había un adelante. No sobreviviríamos como especie si no compartiéramos también las penas. No sobreviviríamos si el dolor fuera soportable.

El 27 de octubre de 2010, por la mañana, el país estaba dete-nido. La población argentina comenzaba su censo cuando la radio, la televisión y los portales nacionales y de todo el mundo anunciaron que había muerto el expresidente Néstor Kirchner. Para algunos no hubo consuelo, otros celebraron, algunos fue-ron a la plaza a despedirlo e hicieron cola durante horas, otros necesitaron tiempo y a varios los eclipsó el desconcierto. Esta es la historia de ese rato en dos casas o dos personas o dos ca-minatas.

Julieta estaba terminando su primer año en la Universidad Na-cional de la Plata y militaba, hacía algunos meses, en el Mo-vimiento Evita. Ese día le tocó censar City Bell, la parte de las casas quintas. Como se anotó tarde, fue sola. En la primera casa todo sucedió rápido y bien: entró, allí vivía sólo una per-

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sona, explicó, llenó el formulario y se fue. En la segunda, ni siquiera terminó de explicar.

“Las casas estaban una al lado de la otra, pero había que ca-minar media cuadra porque eran todas muy grandes, entonces pensé que mi censo iba a ser cortísimo, eran pocas” cuenta hoy, y cada tanto, cuando la cronología permite el hipo, comenta que con Néstor siempre tuvo algo especial, que siempre le voló la cabeza, que todo esto no hizo más que intensificar algo que, igual, ya bullía. Dice de la segunda casa, entre una decena de cosas difíciles que dirá, que a veces tiene miedo de haberlos odiado tanto que eso haya teñido su recuerdo. Es probable que también haya teñi-do su experiencia. Un puñal no ejerce el mismo daño en todos los organismos. Una vez leí que no hay inmunidad contra el olvido (la memoria a veces es bastarda), pero quizás, pienso, por muy pasional o incluso triste que suene, esa inmunidad sea el odio. Bajo esa premisa, sigue: “un living muy grande, la familia más tipo que te puedas imaginar, mamá papá hijo hija labrador. Los chicos eran chicos, 10 o 12 años. Había todo un show con el tema censo, me invitaron a sentarme y llamaron a los hijos para que fueran espectadores. Me sentía súper obser-vada”. Sacó las hojas y comenzó, de la manera didáctica que le habían enseñado, su instrucción sobre las distintas partes del formulario para tipificar el hogar. El padre respondía y ella iba marcando círculos; la mujer servía té, que muy amablemente rechazó sin animarse a pedir un mate.

Su papá la llamó una, dos, tres, ocho veces. Él sabía que yo no podía atender pero llamó tantas veces que Julieta pensó okey, pasó algo. Con vergüenza pidió disculpas y se apartó unos pasos. “Mi viejo, cero tacto, pobre, él también estaba re

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angustiado y le salió decir directo ‘se murió Kirchner’, y lo pri-mero que pensé fue cuál”. Se quedó unos segundos sin decir nada, él también, o tampoco: una conversación entre silen-cios. Cortó, giró y la familia entera estaba mirándola, como a la espera de que explicara qué había pasado. Les dijo que se había muerto Néstor, así, en dos palabras: murió Néstor. Las primeras reacciones fueron de destemple, desajuste, ocho ojos enormes, lo más abiertos humanamente posible mirándola: el show del censo había sido interrumpido de forma abrupta. El padre prendió la televisión que era la más grande que Julieta había visto en su vida, y en efecto la noticia estaba en todos los canales. “Lo vimos todos, todos mirando la tele y yo no le vi la cara a nadie, imaginé algo de tristeza o rareza, pero no vi nada”. Reconstruye: Él se da vuelta, mira a la mujer y le sonríe como si se hubiera ganado la lotería, ella le devuelve una son-risa cómplice, pero también registra que Julieta no se siente có-moda. La mujer, atenta; él en absoluto, se olvidó de que existía. Se quedó en el sillón con los papeles en la mano, paralizada. Los hijos estaban metidos en una película que no entendían, que les era completamente ajena, seguían con los ojos las reac-ciones de un lado y otro como si fuera una final de ping-pong. Julieta permaneció sentada y la mujer finalmente le preguntó si estaba bien, pero ella, aturdida, no podía responder, quería terminar de censar e irse. El hombre va a la cocina y desde ahí se escucha que grita pero no se escucha qué. “Les grita, o nos grita, porque quizá calculó que estábamos todos en la misma, y cuando lo miro tiene una botella de champagne en la mano, y mientras se acerca al sillón exclama vamos a descorchar, esto hay que festejarlo”. Julieta les dijo que se tenía que ir mientras la mujer le seguía preguntando estás bien, estás bien, estás bien. Él flotaba en las buenas nuevas, nunca registró su par-tida. Se volvió física, molesta, incluso dolorosa la idea de que cada familia es un mundo.

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Cuando salió se sentó en un tronco y empezó a hacer llama-dos en busca de alguien con quien compartir la tristeza. La mayoría estaba censando o llorando con alguien que también lloraba. Las casas enormes, el verde insoportablemente vasto, la soledad, el desastre desparramado, inasible; la anatomía del desamparo. No pudo seguir y se fue caminando a la escuela desde la que había salido, que quedaba bien lejos. “Me ataja-ron las porteras del edificio, una me dijo que lo conocía a Nés-tor y me empezó a hablar de él, me decía que cómo no se iba a morir Néstor si en los inviernos del sur, cuando había una casa en el medio de la nieve, él se bajaba del tractor y caminaba hasta ahí, enterrado hasta la cintura, para darle la mercadería a la doña; que cómo no se va a morir, que el flaco se murió mi-litando, que lo dio todo, y ahí sí, me lloré la vida”.

Intentó retomar: habrá censado, como mucho, ocho casas. Un propietario le dijo que era un gran día y otros, la mayoría, mos-traban desinterés o preocupación leve. Esa noche no durmió. La mañana siguiente fue a la plaza, el funeral seguía y duraría incluso otra jornada. “Hicimos la fila 14 horas. Velamos a Nés-tor. Éramos un mar de lágrimas. Ese tipo me voló la cabeza”.Aquella casa quinta en City Bell finalmente no fue censada. Esa familia argentina no está contemplada en los 40.117.096 de argentinos que había entonces.

El 27 de octubre de Franco fue menos solitario. Tenía 18 años y vivía donde vive, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se levantó temprano para estudiar, pero muy pronto su mamá le tocó la puerta y le dijo que tenía una noticia fea. “Mi reacción fue muy rara, no puedo decir que fue tristeza, eso surgió des-pués. Al principio fue adrenalina”. También pensó en la posi-bilidad de que los medios estuvieran mintiendo, en el afán de

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sembrar algún tipo de caos o disputa. Mucho se había hablado de la enfermedad de Néstor las semanas previas, incluso había tenido lugar un gran acto en el Luna Park, recuerda, en que él iba a hablar y finalmente habló Cristina, pero ahí estaba, se lo veía de pie, sano, quizá sí era cuestión de rumores para apagar el fervor. Al día siguiente de aquel acto los medios oficialistas fogonearon esta hipótesis, pero la mañana del censo la hipó-tesis se refutó. “A partir de ese momento mi casa fue habitada por un silencio y un vacío gigante. No existía intención de ha-cer ninguna especulación política, no había ni ganas de pensar en ¿ahora qué? No había nada, no sabíamos qué sentir”.

Habló con mucha gente, como si cada conversación fuera un paso ascendente, uno para salir de la espiral de incertidumbre en la que había entrado. Cuando la noticia se asentó un poco más, con toda la tristeza a cuestas se fue junto a un grupo de amigos a Plaza de Mayo. Lo primero que vio, dice, fue una multitud. Después pudo desgranarla: miles de ojos vidriosos, manos mirando al cielo, algunas caras también, gente hablán-dole a Néstor, pensando o sintiendo que ahí estaba, que estaría siempre. “Un sentimiento de tristeza individual se convertía en un hecho colectivo, Néstor dijo un día Salgan, den una demos-tración de conciencia popular y eso hacíamos, y nos acompa-ñaba”.

Para Franco esa despedida era terrible, claro, pero también un comienzo, una invitación y, en la partícula más minúscula de su emoción, una posibilidad de siembra: entre la tristeza po-día sentir algo gestándose. Quizás sea recién hoy, una década después (la memoria a veces es piadosa), cuando adquiere la capacidad de leer tras las líneas de esa fuerza colectiva, a pesar de la estaca fría y seca que había partido el tiempo, la historia por la mitad y luego en millones de pedazos, que provocaba

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lágrimas, brindis, que auguraba el fin del kirchnerismo. Toda-vía tiene un póster que dice TODOS A FERRO. KIRCHNER 2011. Néstor era el candidato. Sin Néstor, a dónde, sin Néstor por qué.

Aún no había voluntad para responder. La de Néstor Kirchner se trató de una despedida de tres días, ningún portal arriesga un número de la cantidad de gente que se acercó a llorarlo, todos hablan de ‘cientos de miles’. Franco y su puñado de ami-gos se juntaron en algún punto de Callao y de ahí fueron a la plaza. Cantaron algo que se inventó en el momento: Néstor, fuerte se escuchajunto a Cristina seguiremos en la luchaen siete años, de construcción, le devolviste a la Argentina la ilusiónde una patria para todos, justa, libre y federalen el cielo te acompañan... Evita y el general.

El gobierno decretó tres días de duelo nacional: 27, 28 y 29 de octubre, pero el funcionamiento de las escuelas transcu-rrió (exceptuando el día de censo) con normalidad. “A la plaza fuimos los tres días, ese y los siguientes cuando salimos del colegio. Nos pusimos una banda negra cruzada en el brazo, encima del uniforme. Queríamos un duelo no sólo explícito, compartido, queríamos que lo vieran los que lloraban y los que festejaban: queríamos llevarlo también en el cuerpo”. Sentía, por ese entonces, que era una muerte sin igual, pero también que estaban parados sobre un punto de inflexión, un vértice que tenían la responsabilidad y el honor de encauzar. “Todos creían que Cristina tenía mucha imagen negativa. Cuando vi-mos la multitud, los abrazos, las gente gritando, la cosa em-pezó a cambiar. Pero igual en ese momento sólo se trataba de aguantar: de eso, de aguante, no de fortalecimiento”.

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La última tarde de velorio volvió y conversó con su abuela, que le contó sus recuerdos de la muerte de Eva Perón. Describió el puñal y la herida tal cual la sentía él, por más joven que fuera ella al fallecer, por más dulce y bella, por diferente que resul-tara el efecto estético, por mucho tiempo que hubiera pasado había, en esa conversación, un palíndromo hecho de muertes. Pero ahí estaban, la vida personal, política y colectiva había continuado sin Evita, había crecido también; y también, sabe-mos hoy, lo haría sin Néstor.

Como en Julieta, la figura de Kirchner en Franco retumba, mueve y provoca. Como en Julieta, en Franco, y en cientos de miles, tantos que ningún medio arriesgó a contar. Seguramente serán muchos otros los que habrán celebrado, necesitado tiem-po o vístose eclipsados por el desconcierto. Así funciona el filo. Hacia el final, Franco dice que Néstor no solo ayudó a poner de pie al país, sino que dio los elementos y enseñó el camino sobre el cual tejer la continuidad de nuestra historia política; “y de alguna manera está presente en todos y todas los que buscamos una política al servicio de la justicia social”.

Hay un poema de Leandro Gabilondo que empieza con Tu voz es un mito del que puedo dar fe y termina con Tengo miedo, y me la banco. En el medio, como siempre, pasan otras cosas: Necesito confiar en algo, Falta mucho para otra ausencia, Lo poco que me queda es un desierto de paro, y otras. Me han di-cho que los poemas son del autor mientras se están escribien-do, que el durante del poema es el deseo, el magma, pero una vez que se termina, que toma contacto con la superficie, una vez que tiene forma esa propiedad se disuelve y el poema es de cada lectura.

Este, para mí, en mí, al menos hoy, habla del 27 de octubre

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de 2010 a la mañana. De ese rato en distintas casas, personas, caminatas.

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Nestornautapor Juan Diego Incardona

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Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió las revistas el interpretador y La per-la del oeste. Coordinó el área de Letras del Espacio Cultural Nuestros Hijos (Madres de Plaza de Mayo), trabajó en la Comisión Nacional de Bibliotecas Po-pulares (CONABIP), en el programa Memoria en Movimiento (Jefatura de Gabinete de la Nación Ar-gentina) y fue profesor en la Universidad Nacional de Hurlingham. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Las estrellas federales (2016) y La cárcel del fin del mundo (2019), además de cuentos en varias antologías. Coeditó Los días que vivimos en peligro (2009). Actualmente, dicta talleres literarios y es director de la Casa de la Provincia de Buenos Aires.

Juan Diego Incardona

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Nestornautapor Juan Diego Incardona

Lo decían en la radio, en la televisión, en internet, lo repetían en las casas y las calles, cuando por fin me desperté de una noche más larga de lo habitual, quizás por el cansancio, o por la acumulación de sueños que esperaban, desde hacía tiempo, el momento justo para salir.

Y esa mañana, incluso despierto, muchos sueños salieron de las cuevas profundas. El portero tocó la puerta y me dio la noticia.

—No puede ser —atiné a decir.

Instintivamente, salí de casa y me tomé el colectivo hasta el cen-tro. Brillaba el sol, pero la pesadez húmeda del aire anunciaba que pronto vendría una tormenta.

Más allá de la ciudad contemporánea, existe una zona que perte-nece no a la historia sino a la mitología. Agujeros de gusano por Diagonal Sur o Norte desembocan en una dimensión de épocas mezcladas, donde el espacio parece tiempo y el tiempo, espacio.

La Plaza de Mayo se fue llenando de gente, que se enfilaba en largas colas hasta la Casa de Gobierno. Esperaban su turno para saludar al féretro, como los padres al cuerpo de Perón, como los abuelos al cuerpo de Eva Perón. Caminé para un lado y para otro; hablé con conocidos y desconocidos hasta que cayó la noche. Deambulaba, como si buscara algo en el velorio público, una ceremonia espontá-nea y típicamente argentina, mezcla de angustia rioplatense y fiesta pagana de las provincias, llanto y canciones políticas, voces invisi-

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bles bajo el humo de las parrillas.

—No puede ser —me repetía a mí mismo, y miraba las figuras en el humo achicando los ojos, para jugar con la vista y el paisaje y que, de ese modo, cambiaran las palabras y las cosas.

Entonces, me encontré en el medio de una ronda, entre banderas de La Cámpora, el Movimiento Evita, la Juventud Sindical, la JP Descamisados. Todos se habían puesto de acuerdo en torno a un montículo de la Plaza, donde una chica escarbaba el suelo con un palo, pero que, a través de mi vista nublada de oscuridad y alcohol, daba la sensación de meter una llave gigante en el ojo de una cerra-dura, abierto en la tierra.

—¡Cristina está en la Plaza! —gritó de repente un muchacho.—No digás pavadas —le contestaron—; si Cristina está en la Casa Rosada, lo están mostrando en la TV.—Te digo que es Cristina —el muchacho estaba seguro y empezó a convencer a sus compañeros, que hicieron correr el rumor.—¡Cristina está en la Plaza! ¡Fuerza Cristina!

Todo el mundo se volvió loco y se puso a saltar y cantar.

—¡Cristiiinaaa con el Pueeeblooo y Neeéstooor con Peerooón!

Me acerqué. El viento empezó a soplar más fuerte. Un trueno se oyó a lo lejos y luego la chica pegó un alarido, como si le contestara a la naturaleza. Todos dejaron de cantar y la Plaza guardó un silencio completo, hasta que la misma chica, apuntando al montículo, gritó:

—¡Miren! ¡Miren ahí!

Varios se pusieron a gritar histéricos.

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La noche se cerraba más por el frente de la tormenta. No sé en qué dimensión estábamos ahora. El país me resultaba algo lejano, como si la realidad sucediera a varias cuadras que medían kilómetros, más allá de la 9 de julio. Nosotros, en cambio, nos habíamos metido en un sueño.

—¡Es imposible!

Pronto trajeron las primeras ofrendas, banderas, camisetas, notas, y así el montículo se fue transformando en un santuario. La chica se paró frente al resto y preguntó, a los gritos:

—¡¿Si le cortan la oreja?!—¡Vuelve a crecerle! —contestaron los demás.

Entonces, se pusieron a cantar:

¿Si le cortan la oreja?¡Vuelve a crecerle!¿Si le cortan la lengua?¡Vuelve a crecerle!¿Si le cortan la nariz?¡Vuelve a crecerle!

¡Vuelve!¡Vuelve! ¡Vuelve!

¿Si le cortan el brazo?¡Vuelve a crecerle!¿Si le cortan la cabeza?¡Vuelve a crecerle!

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ACÁ VA UNA FRASE O ALGO ASÍ

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¿Si le arrancan el corazón?¡Vuelve a crecerle!

¡Vuelve!¡Vuelve! ¡Vuelve!

¿Si le dispara el Ejército?¡Sano y Salvo vuelve!¿Si lo maldice la Iglesia?¡Sano y Salvo vuelve!¿Si lo critica la prensa?¡Sano y Salvo vuelve!

¡Vuelve!¡Vuelve! ¡Vuelve!

Los militantes bailaban y sus pasos levantaban las primeras gotas de lluvia. La misma chica de antes, arrodillándose en el piso, empe-zó a gritar desaforada, mientras señalaba el montículo. Los demás nos acercamos y entonces el grito se generalizó: ¡Un ojo asomaba de la tierra!

—¡Hagan espacio! —pidieron.

La chica retiró las ofrendas y liberó la zona de piedras. Entonces, pudimos ver, estupefactos, cómo el ojo empezó a pestañear. Todos se pusieron frenéticos. Se formó una ronda y nos pusimos a dar vueltas.

¡Vuelve!¡Vuelve!

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¡Vuelve!

La cara empezó a cobrar forma, el otro ojo también pestañeó, la nariz creció, las mejillas tomaron color, los hombros salieron de la tierra y más allá una mano, levantando polvareda, se sacudió y después ganó altura, mostrando el resto del brazo, el pecho se infló sobre la superficie y después se desinfló, y otra vez, hasta que los charcos se movieron debido a la respiración del resucitado, la pan-za, el torso y la espalda surgieron de la profundidad, las piernas se elevaron, aparecieron las rodillas, los tobillos, los talones y final-mente el cuerpo quedó completo.

—Vuelvo —dijo sonriendo, y todos nos abalanzamos para abrazar-lo.

Los militantes lo levantaron en andas. Su figura, vuelta a la vida, contrastaba con el fondo trágico de la tormenta y la espesa cortina de agua que velaba, no a un muerto, sino a la ciudad entera. En los ojos del líder, se reflejaban los presentes, bailarines del extraño carnaval, cada uno espectro, igual que aquél, del farol que lo alum-braba, como si fueran luces tomadas de la mano, brujerías, de un aquelarre de la juventud peronista echando pócimas mágicas, en el pasto de la Plaza, otra vez, un mes de octubre.

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Algo estáardiendopor Elsa Drucaroff

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Elsa Drucaroff es escritora, crítica y docente. Inves-tiga y enseña literatura argentina contemporánea y teoría y crítica literarias en la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires. Es autora de las novelas La patria de las mujeres (Marea, 2014), Conspiración contra Güemes (Marea, 2015), El in-fierno prometido (El Aleph, 2006), El último caso de Rodolfo Walsh (Interzona, 2010), y de los libros de relatos Leyenda erótica (Eloísa Cartonera, 2007) y Checkpoint (Páginas de Espuma, 2019). También escribió los ensayos Mijail Bajtín. La guerra de las culturas (Almagesto, 1996); Arlt, profeta del miedo (Catálogos, 1998); Los prisioneros de la torre. Polí-tica, jóvenes, literatura (Emecé, 2011); Otro logos. Signos, discursos, política (Edhasa, 2015) y dirigió La narración gana la partida, Historia Crítica de la Literatura Argentina, vol. XI (2000). Ha sido tradu-cida y editada en el extranjero y ha dado cursos y charlas en universidades latinoamericanas, europeas y norteamericanas.

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Algo está ardiendopor Elsa Drucaroff

El 27 de octubre de 2010 yo estaba enojada con Néstor Kirch-ner.

No era un enojo íntimo. Ni conocí a Néstor ni fundo en motivos personales mi amor, mi odio, mi entusiasmo, mi gratitud o mi rabia, si se trata de protagonistas de la política.Aún no había prendido la televisión cuando me crucé en las escaleras con mi vecina, ya avanzada la mañana. Me lo contó con lágrimas en los ojos. Entré a mi estudio estupefacta, prendí la computadora, me dispuse a trabajar. En ese tiempo estaba cerrando la edición de Los prisioneros de la torre, un análisis de la narrativa que venían escribiendo las personas jóvenes durante ese largo lapso que (por razones fundadas) yo llamaba y sigo llamando postdictadura. La dictadura, en ese octubre 27, llevaba también 27 años de finalizada pero no me cabía ni me cabe duda de que entonces la postdictadura todavía esta-ba transcurriendo. ¿Está transcurriendo hoy, a diez años de la muerte de Kirchner? Hoy cabe, afortunadamente, la duda. Y eso tiene mucho que ver con que Néstor Kirchner haya existi-do.

Pero volvamos a aquel mediodía. Tenía agendada, entre otras, la tarea de escribir mis impresiones de lectura sobre un libro de F.G. Mazzeo alias el Gato, escritor y periodista con quien me gustaba charlar cuando nos cruzábamos en eventos de la Revista Barcelona. Yo acababa de leer su libro de cuentos Ejer-cicios para la mano izquierda y había decidido extraer de ahí un epígrafe para mi ensayo. Como hago cuando una obra me

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interpela, decidí redactar mis notas en un email para el autor. Me proponía hablar de su libro pero los dedos se pusieron a volar por su cuenta en el teclado: Gato querido, cuando ayer pedí tu mail a Dani no tenía cómo imaginarme que te iba a escribir con este estupor, esta desa-zón. En realidad quería contarte que leí tus cuentos de Ejerci-cios... y como voy a usar un epígrafe tuyo, preciso tu fecha de nacimiento. Pero me siento Nerón tocando la lira, Gato, pen-saba usar todo el día para el ensayo y la clase de mañana y ya veo que no podré dejar de pensar en lo que pasó.

Yo no sé cómo te pega a vos esta historia, no soy kirchnerista (me siento muy poco kirchnerista cuando pasan cosas como Mariano Ferreyra, francamente) pero frente a ciertos enfren-tamientos extremos apoyé el kirchnerismo. De todos modos, aunque la muerte de Néstor me agarra bastante furiosa con las políticas K con el sindicalismo (la negación a reconocer a las CTA, solo por dar un ejemplo, es inadmisible), no puedo dejar de acordarme de la real alegría, la real esperanza de aquellos primeros meses del gobierno de Néstor, que voté, no puedo dejar de pensar que mal que bien, estos dos presidentes hicieron los mejores gobiernos que recuerdo desde 1974 (claro que eso no es mucho decir...). Estoy shockeada y preocupada. Y no puedo dejar de sentir una profunda solidaridad con esa mujer que se queda sola después de tantos, tantos años, y tiene que tirar para adelante y seguir gobernando en este momento político tan tenso. Y mirá que detesto varias cosas de esta mu-jer y de estos dos gobiernos que tantas veces fueron más para el bla bla y la foto que para acciones en serio...

Y sin embargo me pega. Me pregunto si voy a ir hoy al Congre-so, creo que sí. Me digo que quise ir al velorio de Perón cuando

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tenía 16 años y me arrepentí siempre de no haber ido... Hay gente que no podés juzgar solamente con tu juicio individual ni por una coyuntura… Creo que esa sería la conclusión, ¿no? Hay gente que se juzga (o se llora, o se homenajea, o se repu-dia) incluso más allá del propio llanto y el propio homenaje o repudio, porque tienen una significación histórica cuya evi-dencia no se debe evitar, no se puede eludir.Cuando murió Alfonsín no sentí este dolor, y eso que tuve una cierta conmoción porque fue también el nombre de una breve, brevísima esperanza para mí. Cuando murió Alfonsín mis sen-timientos estuvieron más cerca del poema de Pablo Marchetti, pese a que soy de otra generación. De paso te cuento que ese poema va también como epígrafe de un parágrafo de Los pri-sioneros…: “el problema es/que hoy murió el padre/de nuestro escepticismo y esa muerte/no nos deja ninguna/esperanza”.Sospecho que Néstor es en cambio el padre de una cierta espe-ranza. Quizás porque pese a las decepciones, ni él ni Cristina nos terminan de decepcionar.

Recién después de esas largas líneas pude hablarle al Gato de su libro, y cuando terminé le mandé un abrazote en este día tan raro, a lo mejor tan triste. Envié el mail y mi marido me habló desde su estudio:

-Facebook arde -dijo.Ardor. Una palabra tan hermosa.

Recordé esas noches de intensidad en el viejo Bar La Paz, in-cluso durante la dictadura: las mesas bullendo de conversacio-nes, ideas, gente que entraba, se acercaba, contaba proyectos y después se iba pero venía otra que estaba pensando que…, estaba escribiendo que…, proponía hacer esto, lo otro, te abra-zaba y gritaba: ¡justo necesitaba encontrarte porque…! Y ha-

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bía risas y había discusiones y hasta insultos y pelea. Algunas noches así, ya años ‘80, Horowicz me había dicho (o yo había pensado): La Paz arde.

Pero el 27 de octubre de 2010 La Paz era un bar de porquería donde algún viejo solo revolvía su café, alguna gente anodina consumía ahí como pudiera haber consumido en otro lado. La Paz no arde hace mucho, pensé, ni cenizas tiene. Hoy algo está ardiendo.

Entró un email de Laura Meradi dirigido a unas veinte perso-nas además de a mí. Reconocí la mayoría de los nombres: varios fueron estudiantes míos en la Facultad, todos eran integrantes de la movida de la nueva narrativa. Laura, una escritora de veintipico, también había sido mi alumna. Yo había leído obra suya, compartimos reuniones, fiestas, lecturas. El email decía: Amigos: para los que estén pensando en ir, estoy proponiendo un encuentro en mi casa después de la concentración a las 20hs en Plaza de Mayo. Me parece importante compartir nuestras reflexiones, saber qué pensamos. Cualquier cosa me escriben, voy a andar ahí. No sé cuán extensiva hacer la propuesta, dis-culpen si a alguno le rompe las pelotas este mensaje. Abrazo.

Entonces se me llenaron los ojos de lágrimas. No eran de duelo por Néstor, eran lágrimas de bienvenida, diría de alegría por-que a jóvenes como Laura les parecía tan importante juntarse a reflexionar. Año tras año yo daba (doy) clase a chicos y chi-cas veinteañeros. En los ‘90 me buscaban al final de la clase para putear contra lo que llamaban su generación, a la cual decían (creían) no le importaba nada, pero yo días atrás había escuchado igual queja de una que se sentaba dos bancos a la izquierda del que hablaba, la semana anterior, lo mismo de

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otro que se sentaba un banco atrás. Entonces respondía: “no te creas, hay muchos como vos, Fulana, atrás tuyo, Zutano, júntense”. Pero juntarse no era concebible en ese tiempo. Lo concebible era la angustia solitaria y también otra angustia con máscara de irónico escepticismo defensivo: todo el arsenal teórico de la postmodernidad al servicio de racionalizar que solo lxs boludxs intentaban una salida colectiva.

Algo cambió después de 2001, al menos alrededor de la lite-ratura. Empezaron las fiestas y lecturas de la nueva narrativa, imitaban las que los poetas habían hecho en los oscuros ‘90, juntarse empezaba a ser posible. Amo el ardor, así que empecé a asistir a esas fiestas. De pronto fue el conflicto por el campo, en 2008, y juntarse sumó otro sentido. Por primera vez en la Argentina de postdictadura, leí una declaración política colec-tiva firmada por escritores y escritoras menores de 30 años. Firmé de inmediato esa declaración de apoyo al gobierno de Cristina Kirchner. Varixs firmantes habían sido mis estudian-tes, de esxs que cultivaban años atrás la ironía escéptica. El árbol de la Historia está volviendo a crecer, pensé. Y este 27 de octubre de 2010, el email de Laura Meradi fue una flor que se abría en su rama. Así que entré al Facebook que ardía y escri-bí:

No soy kirchnerista y estoy de luto. Y hoy voy a la Plaza. Cierta gente no es solo lo que es, también es lo que hace y lo que sig-nifica, y los antes y después que establece su presencia. Ningu-na crítica, ni siquiera las mías, por profundas o acertadas que sean, pueden invalidar lo que Néstor Kirchner significó para la Argentina.

Hubo decenas de respuestas empáticas y algunas horrorosas que, como pasa tantas veces, me hicieron saber en qué bando

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no estaría jamás. Néstor, un político millonario que murió con las venas obstruidas de la buena vida y el stress del poder, escribió un tipo. Contesté: las metáforas que moralizan y cul-pabilizan los motivos biológicos de una muerte rezuman odio. Hace un rato escuché culpar a Néstor por sus venas obstruidas en TN, supongo que no querés parecerte a TN ni decir Viva el Cáncer. Una muchacha acotó: el gobierno de Néstor Kirchner fue para mi generación la posibilidad de abrazar la política para cambiar las cosas y no para hacerse la pileta en el coun-try. Otra de 25 años puso en su muro: Es innegable que la dis-cusión política (en mi generación y sus alrededores) volvió en 2001 y continuó con el gobierno de Nestor Kirchner. Más allá de las discrepancias que pueda tener, me parece que ese es un motivo más que válido para agradecer.Ese anochecer en la Plaza encontré decenas de jóvenes que co-nocía y menos jóvenes también. Kirchner construyó la primera posibilidad de diferencia desde 1976. Y esto más allá de otras conductas del propio Kirchner. Él abrió una puerta nueva. ¿Que esto tiene graves contradicciones? ¿que mucho de lo viejo permanece? Por supuesto, pero no es por esa parte vieja que lo estamos llorando ni que ayer a la noche llenamos la plaza. Y eso lo saben todos. Escribí así el 28 de octubre. Releo, pienso que debería haber escrito: lo sabemos todos solo desde ahora.El punto final de la muerte entrega a una existencia su senti-do; cuando ese sentido está cargado de futuro, la muerte abre paso a la gloriosa tormenta de la vida. El día en que Néstor murió me la pasé escribiendo y fui a la Plaza, vi arder los cora-zones nobles, sentí el viento correr por las ventanillas del tren que también gracias a él se había puesto en marcha. Y aunque hubo y hay errores, decepciones, agachadas, la vida que desató esta muerte sigue latiendo en millones de personas. Acá esta-mos: dispuestxs a volver a la plaza y a las calles para ganar por fin esta partida.

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Un jovenperonistapor Valentino Cappelloni

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Valentino Cappelloni nació en Mar del Plata en 1992. Estudió Artes Audiovi-suales en la UNA y actualmente se en-cuentra terminando una película so-bre Witold Gombrowicz. En el 2019 su cuento Una novia china fue premiado en la Bienal de Arte Joven y publicado en el libro Divino tesoro. Cuando pue-de escribe críticas de cine.

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Un joven peronistapor Valentino Cappelloni

Yo había soñado con la muerte de Néstor la noche antes de que pasara. Me lo dijo Pedro, el hermano menor de Lea, que nos dio la noticia esa mañana. Dice que lo miré y se lo dije y que él no se lo olvidó más. La verdad que no me acuerdo porque en general es raro que me acuerde de las cosas que sueño. Dor-mir para mí es una pausa oscura y profunda y soy más bien una persona diurna. Esa noche, la anterior al 27, yo me había quedado a dormir en la casa de Lea y me había despertado demasiado temprano al día siguiente. Esto me pasaba seguido y como en general me daba vergüenza salir de la habitación y encontrarme a solas con el resto de una familia que no era la mía, mi solución era quedarme a oscuras, jugando con el celu-lar hasta que también mi amigo se despertara. Esa vez estaba jugando al Pokemon Crystal.

Pedro, que era un nene de unos doce años en ese momento, abrió la puerta de la habitación y entonces alguien levantó las persianas, entró la luz gris de un día nublado, antes o después se prendió el televisor y el ruido de un noticiero demasiado par-co inundó el ambiente. Había muerto Néstor Kirchner y para mí eso no significaba prácticamente nada. Nada. Mar del Plata era una ciudad tan refractaria a la gestión peronista como su inevitable encarnación histórica y espiritual. Habíamos teni-do interventores milicos re-electos, intendentes vecinalistas y radicales (incluso uno que era poeta y terminó renunciando). Pero ¿qué hubiese sido Mar del Plata sin las vacaciones pagas, los aguinaldos, los hoteles de los sindicatos, los contingentes de niños de primaria que viajan a conocer el mar? ¿Hay algo

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más peronista que la peatonal, la playa popular, la rambla? De alguna forma extraña, el peronismo no había gobernado la ciudad, pero la había convertido en lo que era, la había forma-teado de manera irreversible y así también (¿cómo podría ser de otra forma?) a las personas que vivían y nacían ahí.Pero yo no era peronista todavía.

Mi mamá había fundado la franja morada en su universidad y tenía una foto con Alfonsín y mi papá se identificaba como peronista, pero como buen abogado que era tranquilamente podía argumentar en contra. Ellos estaban separados y yo no hablaba mucho de política en ese entonces. Ese 27, después de irme de lo de amigo, volví a mi casa y nadie estaba llorando. Yo vivía con mi hermano más chico, y mi papá, que laburaba en obra pública, apenas se lamentaba mientras por la pantalla veíamos desfilar a una multitud de personas en la plaza y en las calles. En ese momento no sentí que me estuviera perdien-do de nada. No sentí la necesidad de fundirme en esa marcha, como haría en años siguientes, ni sentí que un pedazo grande de la historia dejaba su marca en ese momento. Yo acababa de cumplir dieciocho años. Estaba en mi último año de secundaria y usaba un aro de coco en la oreja izquierda. Estaba pensando en irme a vivir a Capital para estudiar cine. Estaba sufriendo porque era un adolescente y, como todos los adolescentes, no sabía nada del mundo pero estaba desesperado por entenderlo.

¿Dónde estaba el peronismo en mi vida, además de en las fibras subterráneas de mi ciudad costera? El gorilaje local se expre-saba muy fuertemente en las escuelas y la mía era la norma. A excepción de un profesor. Quizás por alguna lógica de acción y reacción, como esa teoría que dice que si hay superhéroes hay supervillanos y viceversa, este profesor de Historia era rabio-samente peronista. No lo matizaba sino que, al revés, aprove-

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ACÁ VA UNA FRASE O ALGO ASÍ

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chaba el campo libre que dejaba la asepsia y el desprecio por la política de los demás docentes para pincharnos con el descaro, la viveza y la mugre que el peronismo usaba como armamento. Y funcionaba, porque para despejar las dudas estaba la reali-dad, que es la única verdad. Y también estaba Leonardo Favio.

No sé cómo habrá vivido mi profesor ese día. Seguro lo habla-mos, pero no me acuerdo. Probablemente haya estado muy triste. Sin embargo, y un poco como Evita, la muerte realizaba una especie de exorcismo. Néstor era trasladado a una dimensión mítica que se cristalizaba más en ciertos ideales y actos pun-tuales que en la humanidad porosa y contradictoria que todos acarreamos, la que en definitiva había encarnado esos valores. El dibujo del Nestornauta es eso, en parte. Una reducción. Con la muerte de Néstor vino el archivo, la revisión y el montaje. Pasolini dice que la muerte es el montaje de la vida que la an-tecedió. Ordena sus actos, los separa, les da jerarquía, y enton-ces omite y eleva. Néstor fue, con su muerte, una gran puerta de entrada al peronismo posible del siglo XXI para mí y para muchos de mi generación. El montaje de su vida sintetizaba la posibilidad real de un cambio a través de la política. Bajar el cuadro, plantarse contra Bush, comerse un piedrazo, pero tam-bién los juicios, la redistribución, las notebooks. Las fotos fijas y la película en movimiento. Contraponer algo puede cambiar” al que se vayan todos de un 2001 que había sido especialmente feroz en Mar del Plata.

En esos años mi mamá, una ingeniera agrónoma, había traba-jado de cajera y después de secretaria. Las empresas construc-toras donde trabajaba mi papá habían fundido. Los marpla-tenses odiábamos a los turistas que durante los mejores meses venían con todo su ruido y toda su desconsideración y dejaban

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la ciudad hecha un chiquero, pero en ese momento entendimos que no podíamos vivir sin ellos. Había que elegir entre el caos o el desierto. Y el desierto era helado. Mar del Plata había te-nido los índices más altos de desempleo. Mis recuerdos de esa infancia eran los de una ciudad clausurada, el esfuerzo de una clase media colgada de un piolín. Sin embargo, no se trataba de una experiencia personal que bien podía justificar la adhesión a un proyecto que había logra-do recomponer las cosas, sino la experiencia colectiva alrede-dor de algunas consignas que considerábamos tan justas como necesarias. Y saber que era la política la única herramienta real porque ya no estábamos para revoluciones. ¿Pero qué era la política? En nuestra ciudad de sobrevivientes, entre familias que, un poco como todas, habían sido defraudadas por este país una y otra vez, ¿qué era? Nuestro profesor de Historia se esforzaba por hacernos entender que eso que tan fuertemente pregnaba en nuestro idealismo ju venil no era todo (y esto lo entendí recién más tarde). El peronismo despejaba el caretaje, la falsa humildad, el puritanismo y la ingenuidad. No podía-mos esperar a los iluminados, a los buenos. Nadie hace el mal en nombre del mal. El peronismo entendía la política como una dimensión humana de conflicto: se trataba de hacer lo necesario con lo que había, sin esperar soluciones mágicas, sin apelar al voluntarismo y sin esconder la cara.

Yo nunca milité y ahora siento que ya estoy un poco grande. Siento que es algo de gente joven con ganas, con tiempo, con energía. Jóvenes en las universidades discutiendo de forma in-útil, jóvenes en los barrios rompiéndose el lomo para mejorar las cosas: dos caras distintas del mismo sacrificio. Un poco me arrepiento, no porque crea que eso habría cambiado algo de los acontecimientos, sino porque de esa forma, al menos, ha-

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bría puesto el cuerpo, la experiencia real del peronismo y de la política, lo que puso Néstor con su muerte.

A mí aquel 27 de octubre me marcó de forma imborrable. No por lo que sucedió puntualmente, sino por la cantidad de ecos y resonancias que disparó a futuro: una modulación inson-dable que cambió todo para siempre. Estoy seguro de que yo sería otra persona si no hubiera comprendido ciertas cosas que creí comprender cuando la presencia de un tipo se borró de la Tierra. Cuando me convertí, de forma definitiva, en un joven peronista.

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La Brasapor Morena García

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Morena García es militante peronista, travesti, escritora. Nacida en Rosario en 1978. Integrante del Área de Inter-nacionalización de la Universidad de Rosario.

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La Brasapor Morena García

Voy a relatar en las palabras de esa trava que era, sin el vicio de lo que sé o soy ahora. No quiero adornar nada o caretearla para que se lea bonito. Expresar la muerte de Néstor tal cual la viví.

Yo no sabía nada de política y mucho menos de estrategias. Era descendiente de peronistas, con ese vínculo de pertenencia que tenemos a las pasiones y a la obligatoriedad lxs que nace-mos en hogares de trabajadorxs. De hecho la política para mí era un vaivén donde nada era seguro. Nací en el 78, Malvinas, Alfonsín, Menem, De la Rúa y el desfile presidencial luego de su particular salida en helicóptero. Ya para ese entonces traba-jaba en la calle. De más está decir que mi única performance militante era mantenerme viva como tantxs otrxs.

No había fuego que prenda ese rescoldo, aquella brasa que in-cendiara el pecho. Mucho menos un proyecto que albergara mi pasión bruta de expresar mi descontento ante tanta injusticia vivida, por las mías y por el Pueblo.

Cuando escuché hablar de Néstor por primera vez ya llevaba gobernando como dos años. No lo conocía, pero había algo en el aire que marcaba cierto bienestar. La risa de lxs laburantes del barrio, empezar a ver cómo los ladrillos huecos afloraban de nuevo en hileras entre los fierros oxidados, detenidos en el tiempo. Las manadas de pibxs paseando en la calle sin ganas de saquear. El humo del asado que se saltaba el tapial. El pue-blo andaba, el barrio se llenaba de vida.

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Se empezaban a marcar esos paralelismos que mi viejo voci-feraba lleno de cal cuando gritaba Con Perón teníamos casa y vacaciones, y otras tantas cosas que se le entrecortaban por lo que fumaba y porque se quedaba sin voz.

Empecé a militar para entender de qué venía la cosa, en una especie de apartado que se llamaba “diversidad” dentro de una organización peronista. Hacíamos talleres de pintura con otras travas, conseguíamos tarjetas de colectivo y bolsones para las compañeras. Por una u otra cosa nunca pude verlo. Quería co-nocerlo, escucharlo de primera mano aunque sea de lejos. Pasó mucho tiempo. Entonces me lo encontré en una noticia que titulaba: “El exmandatario volverá a Rosario para asistir a un encuentro de militantes que arrancará a las 19 en Tucumán y Oroño”. Fui, porque a esa altura no me movía la curiosidad: me movía la necesidad de verlo.

Escucharlo hizo que el corazón me galope y las lágrimas sal-ten. Su figura desgarbada y su seseo cuando hablaba de argen-tinas y argentinos me abrazaron como no lo había hecho nada. Recuerdo irme del Sportivo América toda transpirada y reva-lidada. “El peronismo permite ser lo que se quiera mientras se sea peronista: no niega la identidad, agrega otra” dijo alguien alguna vez y no pude estar más de acuerdo ese día.

Enamorarse de Néstor no era difícil. Él encarnaba la doctrina peronista que rezaba mejor que decir es hacer y llenaba de con-quistas sociales al pueblo. No las voy enumerar, pero sí puedo decir que las que me impactaron fueron aquellas que se vol-vieron imágenes, como la de bajar el cuadro y su impertinente rebeldía frente a Bush, marcando claramente que nosotrxs no íbamos a seguir siendo el perro de la mansión que velara por sus intereses a cambio de una limosna.

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Yo, como tantas otras travas, caímos rendidas ante su figura. Éramos o nos sentíamos sus novias, sus hijas, esa figura pro-tectora que guiñaba el ojo cuando se las mandaba a guardar a aquellos que siempre nos hicieron mal. Pero con ese affaire venía el miedo de siempre, del abandono, de la partida rauda, del descorazonamiento.

El 14 de septiembre de 2010 ese miedo se hacía realidad: Nés-tor estaba internado, algo del corazón había escuchado, algo del mío se detenía también. Era miedo a todo, miedo a perder-lo, miedo a perder el horizonte de nuevo. No porque las travas hayamos estado seguras en ese entonces, sino que el Pueblo ahora soñaba y, con ellxs, nosotras. Nosotras, las que creíamos en ese sueño que él propuso de entrada.

El 27 de octubre era el día del censo y yo estaba en casa. Has-ta el día de hoy me pregunto por qué. Me llamó una amiga y me dijo: “Néstor se murió”, con la voz quebrada y ahogada en llanto. Yo no le creí, la subestimé con la incredulidad que le tenemos a la muerte hasta que la tenemos de frente. “Este puto loco seguro está fumado” pensé. Lxs periodistas de todos los canales por los que hacía zapping tenían ese gesto entre asombro y dolor. Llegué a ver en algunxs mala leche, incluso la incertidumbre y el miedo. A las 10:13 lo anunciaban como algo real y entonces la mirada quedó fija en esas letras de la esquina, con esa cursiva y la hora que parecía no avanzar nunca. No tengo muchos recuerdos más de esas escenas, solo breves fogonazos como cuando tratas de acordarte de una pesadilla y por las dudas comés algo para que no se haga realidad.

El futuro se veía borroso de nuevo. No comprendía esta trava rosarina de proyectos nacionales, solo podía recoger los gestos

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de dolor y amor que pasaban en la tele. Viejxs, laburantes, do-centes, mujeres de a pie con sus hijxs llorando desconsolada-mente, pero sobre todo pibxs. Es que ese horizonte posible que él prometía involucraba a lxs pibxs y ellxs hicieron de esa brasa que se apagaba un fuego que les consumía el pecho y la vida. Y en la plaza ardían. Y yo ardía a través de la pantalla y ese sen-tir trava fluía y se acoplaba con ese río-pueblo que inundaba las calles. Podría describir cientos de cosas que hizo, pero se-guro que de eso se encargarán aquellxs que recogen datos, que se expresan mejor o quienes puedan tener una mirada mucho más prolija sobre sus memorias. Yo relato como una trava de una ciudad del interior el sentir después del enorme dolor de la muerte de Néstor, la enorme tranquilidad de que quedába-mos en buenas manos, de que el miedo no iba a vencer. Porque aún en el barrio se seguía escuchando la risa de lxs pibxs, las mañanas bulliciosas de lxs trabajadorxs y esa inquebrantable tradición de sonreír cuando nos sentimos amadxs.

Hoy comprendo que Néstor no murió, para alegría de muchxs y pesar de los de siempre. Alguna vez alguien recogió las pa-labras de otro autor y dijo: “Pobre del pueblo que necesita héroes”. Yo pienso que pobre de aquel que no tuvo otra opción que creer eso.

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El reparadorpor Marina Mariasch

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Marina Mariasch es Licenciada en Letras, escritora, ensayista y docente. Es activista de género desde Ni una menos, 100% Diversidad y Derechos y Mala Junta Poder Feminista. Forma parte de Latfem.org.

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El reparador

El señor es chino, pero vive acá, ¿lo van a censar? Eso pregun-tó mi hija mientras a las voluntarias del censo 2010 y a mí se nos deformaba la cara. No era por el comentario posiblemente racista de mi hija. Yo había leído en voz alta la noticia. Tenía la computadora en el living y lo dijeron primero en tuiter. Se murió Néstor.

A nosotras se nos derretía la cara como una vela encendida toda la noche pero había sido un día de sol el que había pa-sado desde que Néstor llegó. Ese día de sol habíamos ido con mi familia a la reinauguración del predio de la ex Esma. Unos años después, no lo sabía, iba a trabajar ahí. Pero antes iba a entrar con terror la primera vez, un día de invierno para leer poesía, casi de noche, y una jauría de perros de otra época me iban a ladrar en el playón. Después iba a volver en primavera con los árboles de moras ya frutados para quedarme un largo rato. Archivo de la memoria. Están quienes construyen su pasado con la muerte de Perón, la abuela que llora en un pañuelo, y una multitud de hormigas negras que pasan en la retina de una calle o de la televisión. Está el que su primer recuerdo es la muerte de su perro Bol-do que lo acompañó en la cama hasta que lo cambió por una chica. Ese 27 de octubre fue el día que algo grande terminó y empezó la historia personal de muchísimas personas, la casta de néstorxs, una trayectoria que va desde la vida de living, el mantel y ese aire de feriado a la peregrinación por Salguero, por las calles del centro hasta la Plaza. Otro hormigueo.

por Marina Mariasch

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A los siete, mi hijo le mandó una carta con toda la pompa a Balcarce 24. Fue el presidente que despertó a la democracia de un golpe de bastón en la frente. No hubo límite, ni el cielo, la locomotora a toda máquina. ¿Quién manejaría el control esa noche en el sillón frente a la tele cuando paró el corazón? Él no largaba el control por nada, ni por el beso que le dio arrojada esa última noche Cristina, ya no se daban tantas demostracio-nes de afecto, equipo táctico y estratégico.

Las sibilantes le salían con el viento trágico del sur, ese que nunca cesa y derriba todo. Y cayeron en deshielo una cascada de leyes de ampliación de derechos para todas y todos, los jui-cios de lesa. Sacado, cruzado el saco, asimétrico, emparejó la masa crítica que le tocó. No pensó en el legado, pensó en el hoy. Unos años después, con las dudas del mal gusto, le compré a mi hijo fanático la máscara de goma de Néstor. No importaba lo estético, era seguir en él, como el movimiento que no para ni hoy diez años después, con su apellido hecho ismo.

¿Nacieron Néstores después de él, por él? Nació una prima, ese mismo día. Fuimos a verla con la familia rota y recompuesta a la maternidad de la obra social. El olor a nuevo de los bebés que traen la potencia de futuro, una asignación universal bajo el brazo, la primera prima, Néstor reparador por siempre.

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Embarradoshasta laspestañaspor Belén Longo

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Belén Longo nació hace cuarenta años en Buenos Aires, pasando su infancia y adolescencia en la localidad de Gre-gorio de Laferrere. Es abogada y ac-tualmente se encuentra cursando la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes. Su primera novela, Donde mueren las ma-riposas, fue seleccionada por Mariana Enriquez, Juan Diego Incardona y Ga-briela Cabezón Cámara para recibir el Premio Futuröck de Novela 2019.

Belén Longo

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Embarrados hasta las pestañaspor Belén Longo

La lucidez viene con algunos hechos que, sincronizados al rit-mo galopante del tiempo, caen sin pedir pista. Es el despabilo del instante que congela y permanece, de lo inesperado que se desploma sin hundirse, que marca y salpica sobrevolando el lodo. Lo abrupto hace el surco y el hueco donde se sepultan las previsiones. El terreno se vuelve sinuoso. Eso pasó un 27 de octubre.

Tres horas antes de la partida, papá y señora están en el ae-ropuerto. Vamos en un taxi. No, no hace falta que nos lleven. Sí, no sé cómo es internet. Sí, cuando llegamos avisamos, que-date tranquila. El avión despega de noche. Por más de ochos horas la comunicación se clausura y mi posibilidad de dormir también. Una opción más amiga del descanso hubiera sido un viaje en micro o un vuelo de día. El celeste pintando la ventana oval me da un poco de paz. La oscuridad, sumada a la falta de tierra firme, aumenta los terrores. Y yo prefiero no aglutinar los miedos, se me pegotean. Esa es la razón por la que sigo te-niendo pesadillas con el sonido de la peli Irreversible, pero no recuerdo nada de El Gran Pez.

Cuando papá tiró su noticia feliz fruncí los labios para no vo-mitar los comentarios agrios. Los mantras del horror que mi monólogo interno arma: que no vaya a pasar esto, que no vaya a pasar lo otro, que las turbulencias, que si el clima es malo. Las advertencias fantasmagóricas quedan circulando en mi cabeza, por no escupirlas a tiempo. Tengo el hábito de prepa-rarme para lo peor, como si esa previa me dejara ilesa, por pre-

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cavida. Los “pre” maniatados a una desgracia potencial, para no dejar cabo suelto ni espacio a la sorpresa.

Aunque el destino final iba a ser Padre en la playa con mojito en mano mi cabeza hizo su recorrido siniestro. Lo mismo hu-biese pasado si era yo la que viajaba. Las taquicardias arran-can con la imagen de mis pies apoyados sobre un suelo ligero, de kilómetros de aire. La tensión muscular es el acto reflejo. Es que no tengo la capacidad de salto ni las siete vidas de Galileo, mi gato gris, que hace sus piruetas y se lanza desde la heladera al suelo, sin escala. Estoy lejos de la audacia de los acróbatas y mis escasos conocimientos de física sirven solamente para visualizar el manchón de sangre y huesos en el que me trans-formaría. Así que, como si tuviese algún poder sobre la esta-bilidad de la nave, cada vez que me siento en el sillón de clase turista no me levanto ni para ir al baño.

La madrugada del vuelo es el limbo, el purgatorio de los mie-dos. Respiro profundo para condensar las partículas de aire en mis pulmones y así descomprimir el ambiente cargado de catástrofe. El insomnio de padre en avión, Marcos cantando su canción de cuna, de silencios huecos y ronquidos violentos. Nada ayuda. Huyo de ese cuarto musicalizado por la apnea de mi compañero, perdiéndome entre las páginas de Los hombres que no aman a las mujeres. Durante unas cuantas horas me pongo los tatuajes de Lisbeth Salander. Intento zambullirme en la ficción, no necesito alarmas porque no hay que levantarse temprano, el censo regala un feriado.

¿Cele, papá te llamó? ¿Habrá llegado? ¿Cuál es la diferencia horaria? Sí, ya sé que son las ocho, que allá no hay buena señal y todo eso. Ok, me quedo tranqui, dale. Tiro una risita falsa mientras hablo, como si mi hermana se creyera el disfraz

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de relajada. Del otro lado del tubo ella ve a la perfección mi entrecejo que se arruga con la incertidumbre, con las horas de padre flotando.

Termino el libro, doy vueltas en el colchón que me mantiene mullida. Preparo el mate, prendo la tele. Quiero despertar a Marcos, que charle un rato. Bailo un malambo horizontal pero ni se inmuta. Salteo los canales de noticias, pongo uno de músi-ca. Busco la compu, chusmeo el Facebook. Demasiada energía para seguir en la cama. Alrededor de las diez, después de dos termos de mate, decido que es hora de abandonar el camisón y pasar a la ducha, la más breve de la historia.

¿Qué pasó? ¿Es papá? ¿Un avión? ¿Ahora no me contestás? Minutos antes de mis gritos, el agua caliente me masajeaba las vértebras. Duró poco. La voz de Marcos aplastó el momento. El clima zen, que bajo la ducha fluía sedado, pasó a ser fatídi-co. Escuché un Gorda y pensé en papá. Salí del baño goteando crema enjuague. El agua siguió corriendo mientras yo iba tras los alaridos de Marcos ¡Las noticias! Pensé en las malas y en papá. Vinieron las taquicardias y la tensión. Me resbalé. Caí cuerpo a tierra. Arrodillada agarré un toallón, otra mano bus-caba la pared. Pude incorporarme y seguir a los tumbos, con la intensidad de mis latidos calibrando el tiempo, con la sangre acumulada en los cachetes y los pies incómodos entre el agua jabonosa y el cemento alisado. Nunca llegué a enderezarme. Quise correr pero solo avanzaba a resbalones, dejando un ca-mino de charcos espumosos, de burbujas rasantes.

Entré a la habitación chorreando agua y sudor frío. Mi com-pañero estaba clavado frente a la tele y hablaba por teléfono. ¿Dónde se juntan? ¿Llamaste a todos los delegados? Hay que ir a la plaza. Miré la pantalla. No mostraba un avión, solo una

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ACÁ VA UNA FRASE O ALGO ASÍ

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foto de Néstor en primer plano.

Gorda, me voy con los del sindicato, ¿querés venir? Yo no podía digerir lo que había pasado cercada por la testosterona. Elegí volver a la cama y taparme hasta la nariz con el acolchado. Creo que solo saqué las manos para abrazarme al mate o al control remoto.

Los días siguientes son brumosos. Un continuado de setenta y dos horas donde la atmósfera parece aquietarse frente al des-concierto. Pasé mucho tiempo frente a la tele, estancada, petri-ficada, mirando las placas de los noticieros, salteando de canal en canal para ver lo mismo pero con diferentes tonos. Gente en la calle. Carteles improvisados para una muerte inesperada. Las cámaras alternando la vista aérea de una muchedumbre infinita, con el plano corto sobre caras de todas las edades, igualadas en moco y lágrimas. Una plaza inmensa en la que estaban mis amigos y a la que yo no me animé a ir.

No sé si papá llamó ese día, pero sí sé que vi mucho, mucho, unos lentes de sol apagados por un protocolar luto negro. Una cara ganó protagonismo sobre las otras, la de una mujer ocul-tando el dolor con la dureza del enojo. No me acuerdo de no-ticias del viejo cuando llegó a Cuba, tampoco de su cámara mostrando un mar de olas chiquitas. Sí me acuerdo de que a su regreso nos abrazamos fuerte y que en el primer almuerzo después de las vacaciones no intentó mostrar las mil fotos fue-ra de foco. Hablamos de un funeral y se lamentó por no haber podido estar en la plaza.

Es imposible andar liviano después de uno de esos días la-crados por la violencia de lo que no avisa; no hay forma de seguir con los pasos encabalgados a la costumbre. Los días

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inexorables son el tsunami que embiste las previsiones, firmes navegantes del vacío rutinario. Porque cuando se suelta la ca-dena imaginaria de control y nos arrasa lo impensado, ahí sí se marcan las pisadas lodosas, porque los pies desnudos se llenan de barro, porque el cuerpo toma conciencia y se para sobre lo acontecido. Entonces todo se impregna y quedamos embarra-dos hasta las pestañas.

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Tanlejospor Diego Tomasi

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Diego Tomasi nació en Morón en 1982. Publicó los libros Cortázar por Bue-nos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013); El caño más be-llo del mundo (Hojas del sur/Planeta, 2014) y Mil galletitas (Hojas del sur, 2016). Es guionista de radio y televi-sión y realiza la columna Mapas en el programa Maldita suerte que se emi-te por El Destape Radio. Forma parte del colectivo Cheque en Blanco, cuyo programa se emite por Futuröck, y es integrante del Congreso Gombrowicz.

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Tan lejospor Diego Tomasi

El desayuno es con pan lactal y manteca. Un gringo viejo toma el té sentado en un almohadón en el piso, y deja ver que no usa calzoncillos.

Nos presentan a Ahmed y Ahmad. Ahmed va a ser nuestro guía en español. Ahmad es el chofer. Ahmed usa chomba. Ahmad, camisa.

Hay algo latente que no sabemos qué es. Puede ser miedo, porque nunca estuvimos tan lejos de casa. Puede ser incomo-didad: no sabemos qué parte del cuerpo nos va a doler cuando veamos pirámides construidas hace cuatro mil años.

El auto esquiva un tránsito inverosímil. Parece no haber re-glas. La ciudad es un revoltijo de carne colgada en la vereda de los negocios, smog y ruido. Todo es tan ajeno y tan misterioso. El río, que se cuenta a sí mismo en su anchura, está adelante y de repente no está más.

Cuenta Ahmed que hace no tantos años las pirámides podían verse desde El Cairo. Pero ahora que la ciudad perdió los bor-des y se extendió sin freno hay que esperar un rato para que aparezcan, allá al fondo. Algunos edificios son pura cáscara: se construyó el frente, pero atrás no hay nada.

El calor es un calor sin humedad al que no estamos acostum-brados. El viaje, después de una sucesión de recovecos, se con-vierte en una recta. El auto es viejo y Ahmad lo maneja como si

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no importara. Ahmed hace su trabajo: nos da datos, nos cuenta curiosidades, es simpático. Busca a Messi en el diario y nos lee un párrafo en el que se habla de sus goles y de Iniesta.Y de repente ahí están. Dibujadas con ángulos perfectos y pol-vo flotando alrededor. Es la primera vez que vemos el desierto. Nos abruma y nos inmoviliza, y no podemos llorar ni decir ninguna palabra.

Hay una serie de trámites y explicaciones. Ahmed compra nuestras entradas y nos acompaña. Ahmad se queda en el auto y dos minutos después está dormido. Hay algo de indefensión que no se licúa con la presencia de un guía egipcio que habla español. Como si estar ahí fuera peligroso no porque vaya a pasarnos algo malo, sino porque estar lejos es arriesgarse a la pérdida.

Keops, Kefrén, Micerino. La Esfinge. Están ahí. Existen. Igual que nosotros: estamos ahí, y existimos.

Nos pasamos todo el día ahí. Sacamos fotos, esquivamos otros turistas (porque también lo somos y eso es incómodo cuando uno toma dimensión), morimos de calor. Tocamos la piedra milenaria. Hay una sensación de incredulidad. En algún mo-mento se va a revelar el truco, la trampa. Alguien nos va a de-cir que estamos alucinando y que en realidad nunca dejamos el desayuno, el pan lactal, el yanqui en pelotas. Pero no. Acá estamos. Nuestra entrada incluye conocer la Gran Pirámide por dentro.

Entramos, que es lo mismo que decir bajamos, o invadimos, o nos sumergimos.

Son muchos metros de andar con las rodillas flexionadas. No

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en cuatro patas, no de pie. En cuclillas. El pasillo es agobiante pero frío. Muy frío. Le pregunto si se siente bien y me dice que sí. Ella va primero. Yo me siento como nunca. Es el momen-to de mayor libertad en toda mi vida. De alguna manera, no existe otra cosa. Solo ese largo pasillo que baja y el frío de las paredes.

Empieza a verse el final y un minuto después se abre una cá-mara inverosímil. Es enorme, es alta, y podemos estar de pie. Lo que sigue es la fascinación, el asombro y el miedo. Volve-mos por otro pasillo como el primero. Subir agachado me hace doler las rodillas.

Ahmad nos recibe con una sonrisa. Ve en nuestras caras la huella del cachetazo que acabamos de recibir. Arranca el auto y nos vamos.

No hablo con nadie. Solo quiero mirar hacia atrás y que la imagen no se borre. No funciona. Un rato después solo hay frentes de edificios vacíos.

Ahmad y Ahmed se despiden hasta mañana. Compramos en el Mc Donald’s que está enfrente del hostel y nos metemos en la habitación. Miro las fotos una y otra vez. Soy yo la persona que mide lo mismo que cada ladrillo de la pirámide de Kefrén. Soy yo el que está en primer plano con el desierto y la Esfinge atrás. Nunca estuve tan lejos de casa y nunca estuve en un lu-gar tan viejo, tan ineludible, tan ajeno.

Prendo la tele. Lo único que puedo mirar y entender es Al Jazeera en inglés. Como pasó anoche, el noticiero dura media hora y vuelve a empezar. La penúltima noticia, que no llego a escuchar, muestra las caras de Néstor y de Cristina. Sin ningu-

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na gráfica impresa en la pantalla. Cuando salimos de Argen-tina se discutía quién de los dos sería candidato a presidente. Si sería pingüino o pingüina. Pero no me entero. El noticiero termina y decido verlo de nuevo, completo, hasta que sus imá-genes vuelvan a aparecer.

Ella se va a bañar.

Pasan noticias de Afganistán, de Siria, de Marruecos. Después de Europa. Y de América Latina.

Y entonces el pingüino y la pingüina vuelven a aparecer en pantalla, y ahora sí entiendo lo que dicen las voces, y ahora sí leo el titular.

Me gustaría volver al momento feliz en el que un largo pasillo hacia abajo me daba frío y libertad.

Se murió, grito.

Quién, pregunta ella.

Él, respondo. Se murió él.

Mañana vamos a ir al museo, y no sabemos qué parte del cuer-po nos va a doler.

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El día que Néstor muriópor Marcos Urdapilleta

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Marcos Urdapilleta. 1993. Estudia Le-tras en la Universidad de Buenos Aires. Publicó notas y reseñas en diferentes medios gráficos y digitales: Anfibia, Re-vista Teatro Colón, Hispamérica, Clarín. Desde 2014 integra el colectivo Congreso Gombrowicz, y en 2018 fue selecciona-do para integrar la antología de cuen-tos del XII Premio Manuel Mujica Láinez editada por Notanpüan. Fue parte de los comités de lectura del Premio Heteróni-mos de Ensayo y del premio de novela del Fondo Nacional de las Artes, entre otros.

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El día que Néstor muriópor Marcos Urdapilleta

Néstor Kirchner fue un hito para mi generación. Y cuando digo esto quiero decir también, y tal vez sobre todo, que en mi caso hubo una mediación: la figura de Néstor me fue dada por otros, por amigos, por conocidos, por compañeros de la facultad o de la noche. Antes que Néstor estuvo todo lo demás, lo que vino después. Creo que, para mí y para otros --para los que creci-mos rodeados de conservadurismo, de antiperonismo irracio-nal--, entendido como la fuerza política que vino a desarticular cierto sentido común en la discusión pública, el kirchnerismo supuso una zona de incomodidad racional. Una zona que, por supuesto, supo interpelar desde esa incomodidad. En mi caso, y pienso que es el caso de varios más, el kirchnerismo aparece para avispar a partir de la disputa de sentido: el conflicto con el agro, la ley de medios, la ley de matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, todo eso apareció para mí antes que Néstor Kirchner, que en ese sentido se vuelve algo así como un pasado mítico, un prólogo imprescindible.

Hay una cierta suspensión del tiempo en los momentos en los que la política se sobreimprime con más fuerza a la cotidiani-dad. Cuando el magnetismo de lo urgente chispea en el aire y la calle se convierte en un espacio, acaso el único posible, de ce-lebración o de demanda, de pertenencia a algo más grande que una sumatoria de partes. Una de las últimas veces que esto me pasó con más fuerza fue la madrugada que el Senado terminó rechazando el proyecto de ley para la interrupción voluntaria del embarazo. La Academia, en Callao y Corrientes, bullía de gente. La calle había sido un hormiguero a pesar del frío y de

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la lluvia y el corolario de lo que había empezado como una jor-nada de entusiasmo y de optimismo ahora era la anticipación de una decepción muy grande, y de un modo confuso esas dos cosas, el entusiasmo y la decepción, y también el encuentro con los otros, todo eso se mezclaba y detenía el tiempo y sus cosas. Creo que ahí, en el café, no había espacio para una sola persona más, estábamos todos parados, pendientes de lo que mostraba la pantalla de una televisión diminuta, atentos a lo que se decía allá adentro, en el Congreso. Recuerdo sobre todo la extrañeza: la impresión lacerante de estar en un país que no era el mío, la sensación de haber vuelto de lejos después de mucho tiempo, la constatación, marcada por la urgencia en el cuerpo y en la cabeza, de que este país está hecho de unas con-tradicciones que, aun cuando entusiasmen y más aun cuando duelan, no pueden ser sino un punto de partida.

Me gustaría poder decir que el día que Néstor murió tuvo para mí esa sobreimpresión urgente y compartida. Pero las cosas fueron distintas.

Aquel 27 de octubre dormí hasta tarde porque el país se esta-ba censando y no tenía que ir al colegio. La puerta del cuarto se abrió y una voz me zamarreó y dijo dos veces: se murió, se murió. No había gravedad en el tono, no había ni pesadumbre ni había, tampoco, el registro de que algo excepcional había pasado. Al contrario: la voz me zamarreó con urgencia, sí, pero sobre todo con alegría. Néstor Kirchner había muerto, y eso era digno de celebrarse. Tampoco yo pude, ese día, entender que algo cuanto menos trascendente había pasado. La política no me interesaba porque la conocía y la entendía menos que ahora --es decir: ni la conocía ni la entendía--, con lo cual el resto del día no fue más que una tarde anodina, un sol pálido en el jardín, apenas el inicio de una efeméride más. Sí hubo un

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detalle, un gesto que no por sobreentendido fue menos obsce-no: aunque no se dijo nada, aunque no hubo explicitud alrede-dor del asunto, esa tarde en esa casa se merendó --en realidad: “se tomó el té”-- con una torta.

Es extraño que se celebre la muerte, y pienso que esa extra-ñeza habrá sido ese día un resquicio al que mi indiferencia adolescente pudo hacerle lugar. Pero ocurre que, a veces ca-prichosamente, la vida y la muerte irrumpen en la política y aparecen para desordenar el tablero y, acaso, para barajar y dar de nuevo. Será tarea de cada cual elegir qué celebrar. La llegada de Néstor fue disruptiva porque trastocó las reglas del juego político y económico --basta con rever nomás algunos de esos momentos que, hoy, son más significativos que otros: su discurso de asunción, el gesto en el colegio militar el 24 de marzo de 2004, el pago de la deuda con el FMI. Su muerte fue un límite no solo en la medida en que cortó en seco con esa hiperactividad suya, extenuante y en apariencia irrefrenable, sino en tanto que nos mostró a nosotros --a nosotros, es decir a los demás, o tal vez, en un sentido más íntimo pero no por eso menos compartido: a mí, a mis amigos, a la gente que quiero--, nos mostró con especial contundencia que los tiempos históri-cos son más que una abstracción, que están ahí más a mano de lo que uno podría suponer a priori, que la política opera sobre un mundo real y material en un sentido real y material, que cuando una muerte tiene un impacto colectivo es más que una muerte.

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Staff

Producción: Alan Ojeda y Diego TomasiDiseño Gráfico e Ilustración de tapa: Mariano F. HernándezSelección de fotos de portadas: Mar SánchezFuente de las fotos de portadas: TélamFoto Elsa Drucaroff: Bernardino ÁvilaFoto Diego Tomasi: Sofía CazèresFoto Valentino Cappelloni: Jazmín AlanisAgradecimientos: Matías Colombatti y Alejandro Orfano

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