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36 36 36 36 36 LETRAS Revista Casa de las Américas No. 255 abril-junio/2009 pp. 36-37 El Después nos espera con las brasas y los brazos abiertos ah pero mientras tanto vemos pasar con su cadencia la muerte meridiana de los otros los más queridos y los no queridos cada paso que damos hace huella tiene su nube propia / su pregunta pero además sabe que es imposible reconciliarnos con la propia sombra el llanto no es pretexto válido tampoco es válido el pasado ya no encontramos a los nuestros en las pálidas imágenes ausentes no logramos soñar / solo esperamos que alguien nos sueñe sin puñales pero también sin melancolías de segunda o quinta mano de todos modos preparamos la boca por si vuela un beso MARIO BENEDETTI El Después

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El Después nos esperacon las brasas y los brazos abiertosah pero mientras tantovemos pasar con su cadenciala muerte meridiana de los otroslos más queridos y los no queridos cada paso que damos hace huellatiene su nube propia / su preguntapero además sabe que es imposiblereconciliarnos con la propia sombra el llanto no es pretexto válidotampoco es válido el pasadoya no encontramos a los nuestrosen las pálidas imágenes ausentes no logramos soñar / solo esperamosque alguien nos sueñe sin puñalespero también sin melancolíasde segunda o quinta mano de todos modos preparamosla boca por si vuela un beso

MARIO BENEDETTI

El Después

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y si no vuela simpre quedauno que emerge del olvido aunque está hecho de blandurasel amor es un esqueletocon vértebras / tuétanos / huesitosque permanecen mientras el restoinútil como siemprese va haciendo ceniza ¿y qué dirá el Después / después de todo?tengo la impresión de que sus brazosempiezan a cerrarsey es ahora mi muerte meridianala que en silencio está diciendo venpero yo me hago el sordo c

Festival de Teatro Latinoamericano (1964): Vestido de novia, original del dramaturgo brasileño Nelson Rodrigues,Grupo Guernica

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Cuando llegue la luna llenairé a Santiago de Cuba,iré a Santiago,en un coche de agua negra.Iré a Santiago.Cantarán los techos de palmera.Iré a Santiago.Cuando la palma quiere ser cigüeña,iré a Santiago.Y cuando quiere ser medusa el plátano,iré a Santiago.Iré a Santiagocon la rubia cabeza de Fonseca. [GARCÍA LORCA]

Cuando leí este poema de Lorca, quedé intrigado con el significado deaquel verso «Iré a Santiago con la rubia cabeza de Fonseca». Escribí,en algún lugar, que la poesía no tiene que ser entendida, y sí sentida,pero los escritores son contradictorios, y esta historia es antigua; enaquella ocasión yo estaba más interesado en entender que en sentir elpoema. Pregunté a un amigo, estudioso de la obra de Lorca, cómoél interpretaba aquel verso, y respondió que el poeta español no queríadecir nada, porque en verdad no existía tal poema. Respondí, con ciertaimpaciencia, que tenía absoluta seguridad de que había un poema conaquel verso de Lorca, pero no sabía dónde estaba el libro en que lo habíaleído. (Encontrado después: Federico García Lorca: Obras completas,recopilación y notas de Arturo del Hoyo, prólogo de Jorge Guillén, epí-logo de Vicente Aleixandre, Madrid, Aguilar, octava edición, 1965). Dis-cutimos, ambos acaloradamente convencidos, hasta que el especialista

RUBEM FONSECA

La rubia cabeza de FonsecaUna breve historia sobre poesía y tabacos

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dio por terminado el debate diciendo «quien lee en exceso, como tú, termina por crear cierto desordenen la cabeza», lo cual es una falacia, pues mientras más el individuo lee más organizada está su mente.

Existe desorden, sí, pero en mis estantes. Casi diariamente, nuevos libros se agregan a mi acervo y,como no existe espacio en los entrepaños, terminan esparciéndose por toda la casa, lo que contribuyea que yo nunca logre encontrar un libro que estoy buscando. Hoy la situación es caótica, pero inclusoen aquella ocasión, cuando los libros estaban en cantidad menor, el problema ya existía. Lo cierto esque olvidé por algún tiempo la rubia cabeza de Fonseca, y nunca más vi al experto en Lorca.

Fumo tabacos desde hace muchísimos años. Durante largo tiempo, mi preferido era un Pimenteloscuro, negro, que hoy ya no existe, de olor tan fuerte que impregnaba cortinas, alfombras, ropas,papeles, libros, poltronas, paredes: la casa entera. Era el preferido de los buenos macumbeiros,1 untabaco barato, de arquitectura imperfecta (si es que se podía llamar arquitectura a su tosco torcido), yde combustión tan deficiente que, en una caja de veinte o veinticinco tabacos, apenas unos ocho,como máximo, se podían encender correctamente y tener su humo aspirado. Pero el sacrificiode tratar de encender un tabaco y botarlo sucesivas veces era compensado cuando finalmente uno deellos quemaba de principio a fin, proporcionando un placer inefable.

Evidentemente, yo no fumaba ese Pimentel negro en presencia de otras personas. Me acuerdo deque, en cierta ocasión, fui a almorzar con Ruy Guerra, que estaba interesado en filmar «O cobrador»,lo que infelizmente no ocurrió por problemas vinculados a la cesión de los derechos autorales. Des-pués del almuerzo, salimos caminando por las calles, yo con ganas de encender mi tabaco hediondo,pero sin querer ofender el olfato de Ruy, incluso considerando que estábamos al aire libre. Inesperada-mente, Ruy me preguntó: «¿El humo del tabaco lo incomoda? El mío es muy fuerte». Respondí que no.Entonces Ruy sacó del bolsillo un genuino Pimentel oscuro. De inmediato saqué el que llevaba en mibolsillo y, para felicidad nuestra, los dos tabacos ardieron de manera perfecta, mientras caminábamostranquilamente y una leve brisa tranquilizaba nuestras conciencias.

Como dije, ese Pimentel negro se acabó y acaso solo yo, Ruy y algunos viejos macumbeiros sientansu falta. Pasé a fumar unos puros bahianos de buena calidad, hasta que un día fui invitado a ir a Cubapara participar del Premio Casa de las Américas como jurado.

(Ya escribí con más detenimiento sobre ese viaje, hablando del encanto del pueblo cubano y de lariqueza cultural de Cuba; puedo volver a hacer lo mismo en otra ocasión, pero quiero aprovechar parasaludar con esta participación la jubilosa conmemoración de los gloriosos cincuenta años de la crea-ción y la existencia fructífera, desde todos los puntos de vista, de la reputada Casa de las Americas).

En Cuba, comencé a fumar tabacos cubanos. Quien gusta de tabacos, después de fumar un purocubano, no logra fumar con gran placer otro que no sea originario de las tierras de Vuelta Abajo. En eseviaje, como en el siguiente que hice algunos años después, permanecí la mayor parte del tiempo en LaHabana, pero pasé algunos días, creo que una semana, en Santiago.

«Iré a Santiago con la rubia cabeza de Fonseca», me acordé entonces. En Santiago me dieron unacaja de tabacos Fonseca. Cuando la abrí, allí estaba, impresa en colores, en la parte de dentro de latapa, la singular figura de un hombre joven con abundante cabellera rubia, el Fonseca de rubia cabezadel poema. (Fumé muchos tabacos Fonseca, pero confieso que no están entre mis preferidos, mas esahistoria queda para después.)

1 Partidario o practicante de la macumba, designación genérica de los cultos sincréticos afrobrasileños derivados deprácticas religiosas y divinidades de pueblos bantúes, influenciados por el candomblé y con elementos amerindios, delcatolicismo, del espiritismo, del ocultismo, etcétera (N. del T., tomado y traducido del diccionario Aurélio).

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Volviendo a La Habana, visité la fábrica de los Fonseca, fundada en 1891. En las primeras décadasde 1900, los Fonseca eran muy estimados en España. Lorca debía de conocer el tabaco; no sé si lofumaba, pero seguramente se impresionó con la figura de la caja. El poeta habla de la rubia cabeza deFonseca en «Son de negros en Cuba», que escribió y recitó en Cuba, después de haber estado enNueva York, alrededor de 1930, cuando estudiaba en la Universidad de Columbia. Todos los poemas dela colección «Poeta en Nueva York» están entre los mejores del gran poeta. Lorca tenía un estiloadmirable, como conferencista y recitador de sus propios poemas. «Son de negros en Cuba» se habríaescrito para ser cantado y bailado. Me gustaría ver un día ese espectáculo.

Traducción del portugués por Rodolfo Alpízar Castillo

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En 1967 durante el Encuentrocon Rubén Darío: de izquierda a derechaNoé Jitrik, Enrique Lihn, Paco Urondo,César Fernández Morenoy Roberto Fernández Retamar

Taller Cultura y Revolución (1999)José Saramago

y el ministro de Cultura Abel Prieto

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La educación (Spencer R. Herrera)

Aún te amoJehovápero no creo másen tu justicia.¿Por qué estos golpesque recibo?Por qué los esclavoslos malvadosy los niños que mueren?No tengo nada ahorani familiani amigosni riquezas.Nada queda de mísalvo estas llagasputrefactasy el hedor.Soy un hombre y no un Diosy sufro más que tú.Difícil tu silencioJehovádifícil aceptarlo.¿A quién contarmis penas?¿A quién pedir perdón?Te necesito Diospero tú también me necesitasCharlatán me llamanmis amigos

CLARIBEL ALEGRÍA

El desespero de Job

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y se avergüenza mi mujer.Los he perdido a todoshe perdido a mi Diosmis ojos están secosmi garganta está secaestoy vivocomo lo está una rocao el tronco de un árbolya marchito.No me lamento másno soy capazhe dejado de orarte acusoDioste acuso y te conmino¿dónde te has escondido?¿Aquí en mis llagas?¿Cómo puedo bendecirtesi con tu gran podertambién creaste el mal?Es hora de que salgasy te enfrentes a mí.Cuánta tristeza ahoracuántas dudas y abismo

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Cuántas veces tomé el tren y desembarqué en Ávila para ver el fantas-ma de Teresa pasar. La religiosa me aguardaba sabiendo que vendría deBrasil para estar juntas en las próximas horas.

Teresa actuaba como era de su forma. No innovaba en lo que decíarespecto al diseño de la amistad. Me llevó al convento de San Josépara retomar el hilo de su memoria y sentarnos en torno a la mesa de lacocina, donde percibiera la omnisciencia de Dios, que también habitabaen las cazuelas mientras que las religiosas preparaban la sopa.

Ansiosa por probarle cuanto avanzara en la comprensión de su pen-samiento, le leí fragmentos de Fundaciones, interrumpidos con comen-tarios atrevidos. Forzaba a Teresa a recordar la magnitud de su proyec-to, raro para una mujer del siglo XVI. Un libro que nos enseñaba a percibir,en cada lectura, la imagen de la sistemática construcción de los monas-terios que reforzaban los senderos de lo sagrado, su ambicioso proyec-to de salvar a la Iglesia. Partícipe que era de la Contrarreforma, teniendoa Juan de la Cruz a su lado, se convenció de que Roma carecía desantos y seres emblemáticos capaces, en conjunto, de redimir la institu-ción de sus severos pecados.

En estos viajes a Ávila, yo hacía continuas anotaciones. Todavíatengo cuadernos que atestiguan mi fervor por la doctora de la Iglesia,una de las tres, siendo las otras Catalina de Siena y Teresita de Jesús. Alrecorrer sus callejuelas, con falso hábito religioso y sandalias abiertas,cubiertas de polvo, me entretenía en hablar con Teresa. En el bar, pedíacafé con minúsculas magdalenas, actuando como cualquiera de la ciu-dad. La lectura me imantaba, siempre girando en torno a la indomable eimpertinente Cepeda, que fuera bella, apreciara los perfumes, joyas,luciera trajes de la época. Tenía los cabellos negros y crespos y velabapor la limpieza del cuerpo.

Al desmenuzarle lo cotidiano, tenía la intención de darle un marconovelesco. Pensaba en tenerla como figura central de una novela. Se-gún el proyecto, Teresa se alzaría a la condición de un personaje porencima de las instancias de su siglo, igualada con María Magdalena adesafiar la arrogancia de los Apóstoles, herederos de Cristo.

NÉLIDA PIÑÓN

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Algunos años después, desistí de la modesta utopía. Brasil se encontraba muy lejos de la geografíaitinerante de la sapiencia de la Iglesia. Además, Teresa de Ávila excedía mis límites, temía herirle lahonra, el transcurso de su santidad. La protegí, así, de mi ímpetu verbal e inventivo, aunque acompa-ñase, por intermedio de extensa bibliografía, de sus libros, y de la vasta correspondencia que dejó,sobre todo en Sevilla, las batallas trabadas contra los enemigos, la tentación de la carne, las persecu-ciones que le causó la princesa de Éboli, la perspicacia con que registró su cotidiano en la España deFelipe II, a la contemporaneidad que me sujeta y ajustase a cualquier época.

Agotada con su historia, hago una pausa, mastico con confianza los dulces de yema de Ávila.Teresa, no obstante, insiste en dirigirme la palabra, enseñarme a vivir, que reconozca en sus actos elentendimiento que tuvo de los litigios religiosos de la época, de la creación de las nuevas matricespolíticas, de las guerras mantenidas por Carlos V, de las cuestiones que animaban el fanatismo, delespurio protagonismo del poder. Su intuición, que le avivaba la fantasía, seguía atenta a los debatesreligiosos ocurridos entre Roma y los reformistas, con Lutero al frente, y que desembocaron en elcisma religioso. Una huelga dramática que, en vez de favorecer la libertad de su tiempo, le vació el almade una creencia incorruptible.

A veces, imagino a Teresa en las noches frías de Ávila, con los pies heridos, al recorrer el interiorde las murallas, las aldeas de Castilla. En el afán de cumplir la misión de recuperar capillas en ruinas ydevolverlas al pueblo carente de lugares donde refugiarse de los horrores de lo cotidiano.

Asaltada por el arrebato amoroso que Dios le inspiraba, satisfecha con alucinadas sensaciones de larealidad arcaica y perpleja de aquellos días, a pesar del renacer reformista. Por otra parte, por cuentadel temperamento simultáneamente de ira y risa, se dedicaba a discutir con Dios. Lo trataba conintimidad, no eximiéndole reprimendas.

En cierta oportunidad, en pleno invierno, camino de la aldea donde pretendía restaurar la últimacapilla antes de morir, se topó con un caudaloso río. Las religiosas que la acompañaban, intentarondisuadirla de los peligros de la travesía. Ella, sin embargo, obstinada como era, avanzó por las aguas.Iba ya por la mitad de la distancia cuando tropezó, mojándose toda.

El accidente la enfureció. Con un gesto manifestó al Señor su desagrado. Y oyó una voz decirle queera así como Él trataba a los amigos.

Teresa no se quedó atrás. Cortante y clara, de manera que fuera oída por las monjas, se desquitó:–Y es por eso, Señor, que tienes tan pocos.Ella amaba a Cristo, las sopas humeantes, y levitaba. Su parte judaica intensificaba la devoción

religiosa. Al obrar, no obstante, anclada en las pasiones humanas, realzó la magnífica histeria. Pero,¿qué podía hacer una mujer de carácter en aquel siglo?

Traducción del portugués por Bertha Hernández López

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Creía que no existíatragada por la selvaya solo ciudad fantasma

Manausla de la Ópera de Carusoy la ropa enviada a lavar a Londres el Carrara desde Italia Aduana venida de Liverpool con las piedras numeradas

castillo de Baviera la cervecería la ciudad más suntuosa de América segunda o tercera con luz eléctrica

más unida a Londres que a Río de Janeiroinmenso muelle de acero flotantetraído flotante desde Londres con carreras de caballos y regatas fuentes luminosas y puentes metálicos velódromos belgas y boliches alemanes

putas del Moulin Rougevuelven de Londres las camisas planchadas

los tigres cerca de casinos y clubesvulgares criminales de frac en los burdeles

al lado de lodazales lo versallesco el París de la selva

con sus bulevares de azulejosy el esplendor efímero del Teatro florentinosudor y sangre de los seringeiroslos palcos con varandillas de hierro doradoy la luz eléctrica de las arañas

ERNESTO CARDENAL

Manaus resucitado

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reflejada en espejos venecianosla selva pintada en el telón gigantey real alrededor de Manausfuente de ángeles rosados y rosas rococó

cúpulas doradas plazoletas con kioscos estilo «bela época»

la Bolsa de Londres acabó todo

Después entró otra vez la selva en vez de los trajes de gala

las lagartijas en el Teatro Amazonasla bóveda de ninfas y diosasya sin el eco de Sarah Bernhardt

sin luz eléctrica y sí zancudosen el pequeño Versalles las boasya ningún ajuar de novia llegó de París ni barcos con operetas italianaslos barcos ya solo por los que se iban

haciendo gestos obscenos a Manaustan pocos años duró el auge del cauchoManaus volvió otra vez al largo letargode las ciudades amazónicas la locomotora inmovilizada entre las lianas

y como la fiebre amarilla que mata a los monos fue la caída del precio del caucho para Manaus

Pero ahora está hecha Zona Francapara todo el comercio del Amazonas

un Edén industrial digamos lujuriante selva de electrodomésticos

y rascacielos de vidrioy vi para mi sorpresa una urbe viva

las colegialas bajando de busesy regadas como palomas en la plazade piso de mosaicos en forma de olafrente a la fachada de mármol del Teatro Amazonas

el tráfico estrepitoso de Manaus hoteles

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aviones arribando clamores de cláxones

los edificios con pintas ininteligiblesde misteriosos jóvenes que no vemoscomo hoy hay en todas partes

me viene el olor a pescadodel mercado de Manaus

el mercado un encaje de hierrocomo la Torre Eiffely hecho también por Eiffellos pescados en mesas de mármol

pirarucú tucunaré tambaquí y mil más

pirarucú del tamaño de un hombresalado y enrollado como alfombra

tambaquí gordo como cerdo y con sabor de cerdotucunaré que Thiago nos llevó a comer

a un restaurante popularbien tostado en manteca de cerdo muy caliente

invitado esa primera vez por Thiago de Mello nativo del Amazonas

a su casa río abajo24 horas de barco desde Manausel gobernador nos prestó su barcoy yo fui en el camarote del gobernador

el agua del Río Negrocomo gafas ahumadas

la estela de color de té bien cargadomuy lejos las orillas en medio río

verde-azul la más cercala más lejos azul-verdoso

borrosas por la bruma y la distancia pero no son las orillas del río sino

de islas tras las cuales hay otras islas y otros ramales del río

también islotes flotantes río abajo más grandes que el barcoriberas desaparecidas y aparecidas en otra parte

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el barquito de 2 pisos abandonadoencaramado en una loma adonde lo llevó el aguacasas en balsas o en altas estacas sobre el río rodeadas de palmeras y papayas ropas de colores secándose

al lado el excusado en viejos botes rotos llenos de tierra siembras de hortalizas o floreslas lanchitas con techos de palma como chozas

vegetación de todos los tonos de verde verde tierno casi amarillo de las yerbas verde oscuro casi negro de los árboles

y por un momento tan soloen un recodo

entre las dos orillas un vislumbre

del Amazonas entero¡un océano!

Delfines rosados van siguiéndonos

Barreirinha Donde está la casa de ThiagoJunto a un imponente río

el Andirá:un mero ramal del Amazonas

y allí por donde Thiago el barquito que nos prestaron para pescar

sacamos solo pirañasmulticolores

de refulgentes escamasque comimos asadas

y en una aldea indígenajóvenes en una apuesta horrible

borrachos de dolora ver quién aguantaba más hormigas

y otra vez en Manausel Encuentro de Poetas Amazónicosyo invitado como poeta amazónico honorífico

cuando leímos poemas en un gran parque

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a mucho pueblo reunidoy también en la selvateniendo como paisaje de fondo donde se juntanel Amazonas y el Río Negroy otra vez más en Manausla reinauguración del Teatro Amazonas

costosísima restauración de un sueñotodo igualito a como era antes

y mi lectura de poesía que me parecía mentira

en aquel Teatro de ensueñoy ya no es más una ciudad fantasma Manausdonde hasta soy miembro de la Academia Amazónica

La Bolsa de Londres lo acabópero tu Manaus Thiago ha resucitado c

Premio Casa 1975:Julio Cortázar y David Viñas

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En Vietnam los llaman fantasmas de rincón, imágenes-recuerdos quese niegan a desaparecer.

Phuc está sentado frente a mí en su comedor. Cuando bajo la mirada,veo nuestros reflejos en el grueso cristal. Sus labios son carnosos, ex-presivos, de un color púrpura oscuro. Su apartamento, en el enormeedificio con forma de ala llamado Focsa –en el elegante distrito de ElVedado, en La Habana– es cómodo con sus muchas capas de historia:carácter práctico vietnamita sobre recuperación revolucionaria cubanasobre era de opulencia batistiana. Tres veces por semana presiono eldisonante timbre y me hace pasar con su sonrisa profundamente con-movedora. Nos sentamos a la mesa de cristal y comenzamos a conver-sar, asegurándose de que le corrijo los errores de sintaxis y pronuncia-ción. Los pronombres son lo que más difícil le resulta.

Phuc dirige La voz de Vietnam, programa de onda corta en lenguainglesa que se transmite varias veces al día por Radio Habana Cuba. Loscubanos dan a los norvietnamitas –todavía existen Vietnam del Nortey del Sur– segmentos repetidos de veinte minutos para hacer con elloslo que deseen. Lo que desean es llegar a sus aliados en los EstadosUnidos que luchan, como ellos, por poner fin a esta terrible guerra.

Voluntarios estadunidenses del personal de Radio Habana leen losguiones. Phuc desea mejorar su inglés. De las docenas que ofrecieron susservicios, me escogió a mí. Mi inglés parece muy similar, dice, al quehablan muchos de los prisioneros de guerra estadunidenses: inglés de lacalle, nada demasiado académico o refinado. Lo tomo como elogio.

Todavía no he viajado a Vietnam. Cuando le pregunto a Phuc sobresu familia, habla con cuidado. Una hija y un hijo que han sacado deHanoi para mayor seguridad. Una esposa que es química sigue en laciudad porque es también responsable de una batería antiaérea. Al ter-minar una de las lecciones, me traza un mapa en el cuaderno en queapunta su lista de palabras nuevas: Esta es nuestra cuadra. Anoche lasbombas destruyeron los edificios de este lado de la calle. Este es nues-tro edificio. Todavía en pie. Su sonrisa callada. Ojos en los que quisieraentrar a gatas, acurrucarme, habitar en su seguridad donde tal vez pu-diera ser posible calmar los fuertes latidos de mi corazón.

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Fantasmas de rincón

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Un día Phuc me llama para decirme que no podré darle clases por unos días. Está hospitalizado. Losmédicos no están seguros de lo que tiene. Cuando lo visito, parece sorprendido. No sé si hice bien envenir. Parece importarle mucho preservar su intimidad. ¿O es solo la costumbre de no llamar la aten-ción hacia sí como individuo con necesidades individuales?

La guerra, el pueblo, la lucha: eso es más que la vida. Con tantos muertos, la salud de un hombredifícilmente sea una preocupación, aunque Phuc siempre trata de acercarse a mi cultura, útil, a suentender, para comprender al enemigo. No que me considere un enemigo. Nunca se cansa de asegu-rarme que los vietnamitas distinguen entre mi gobierno y mi pueblo. Y siempre aplaude nuestrosesfuerzos por poner fin a la guerra. Esto es algo que me parece embarazoso cuando lo comparo con loque hacemos sufrir a su pueblo. Cada uno en nuestro frente, me recuerda Phuc.

Cuando recibí una invitación de la Unión de Mujeres Norvietnamitas, apenas pude creer mi buenasuerte. Tendré la oportunidad de tocar ese suelo que una sucesión de gobiernos estadunidenses hamutilado, envenenado, hecho improductivo para un futuro de años. Podré conversar con mujeres yhombres vietnamitas, escuchar sus historias, probar fragmentos de su cultura milenaria, abrir unaventanita a sus vidas, aprender algo de cómo se las arreglan. Sus vidas con y sin mis compatriotas, queaún invaden, aún asesinan, aún mutilan. Estoy ansiosa e impaciente a un tiempo. Todavía no sé de losfantasmas de rincón.

La guerra de los Estados Unidos en Vietnam es parte de quién soy. Su furia torcida ha dado formaa una porción tan grande de mi vida consciente. La mía es la generación de Vietnam por antonomasia(y nosotros, en los Estados Unidos, todavía la llamamos la Guerra de Vietnam). Mis amigos evadieronel reclutamiento, algunos tomando un verdadero ramillete de drogas, sin bañarse ni dormir días antesde la fecha en que debían presentarse a la junta. Es preferible la locura a verse obligado a matar oarriesgarse a morir. Otros huyeron a Canadá o a Suecia. Algunos escogieron la cárcel. Luego encon-traría a otros más que fueron, sobrevivieron y regresaron cambiados para siempre.

Treinta años después yo misma regresaré a Vietnam –ahora unidos el Norte y el Sur– en compañía,entre otros, de un veterano de Vietnam estadunidense que no se resistió, que no protestó por la guerra.Parece haber hecho las paces con ese capítulo lejano de su vida. Su esposa todavía toma la posicióndel patriota, todavía justifica a los Estados Unidos, todavía habla con orgullo del sacrificio del soldadoestadunidense y con desprecio de esos Viet Cong que cavaron miles de millas de túneles en Cu Chi. Suesposo solo sonríe, transportado, silencioso.

En 1974 estoy ansiosa por ver por mí misma. Volaré a París, luego a Moscú, Rangún, Tashkent,Vientiane, Hanoi. Viajaré por la Carretera Uno a Quang Tri, la zona liberada justo debajo del Paralelo 17.Me inclinaré mucho para entrar en los túneles costeros en que se esconden los campesinos y susbúfalos de agua, donde los niños que pasaron sus primeros años bajo tierra salen, no acostumbradosa la luz y temerosos del color rojo. Visitaré a jóvenes en aldeas pescadoras con una educación primariaque les dificulta dominar las matemáticas que necesitan para comandar baterías antiaéreas, pero detodos modos comandan baterías antiaéreas, y a médicos que cuidan a víctimas del Agente Naranja.

Un día, en un ferry que usé para cruzar un río con el puente destruido, reconstruido y vuelto adestruir, contemplo el rostro de una joven campesina que le pregunta a mi guía de dónde soy. Cuandomi guía pronuncia la palabra que significa los Estados Unidos, veo el odio más fiero y más raudo quejamás he visto en ojos ajenos, seguido por una sonrisa sincera y la tradicional bienvenida a Vietnam.Los fantasmas de rincón se mueven entre nosotros, apretados en ese ferry que se abre paso de un ladoa otro del río.

Pero todo esto se encuentra todavía en mi futuro. Ahora estoy sentada frente a Phuc, contándole loexcitada que estoy porque pronto visitaré su país amado y preguntándole –en el inglés que deseo que

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aprenda tan bien– qué podría llevar de regalo a mis anfitriones vietnamitas. Nada, me asegura, nosagrada tanto que sea nuestra invitada. Y por mucho que insisto, durante esta lección y varias futuras,no puedo hacer que cambie esa respuesta de estudiante a maestro.

Por último, días antes de mi viaje, insisto una vez más. Sabes, digo, aunque me digas o no, llevaréalgo. Si no me das una idea, puede que lleve algo que no les guste o no quieran. Por favor, Phuc.

Le estoy rogando.Los ojos de Phuc se hacen nostálgicos. En el distrito vietnamita de París, comienza, hay una

tiendecita… Usa una hoja de su libreta de ortografía, una vez más, para dibujarme un diagrama de laparada del metro, la calle, el mercado de las minorías étnicas.

La salsa de pescado, explica, es muy importante para los vietnamitas. No hay comida que esté biensin ella. La mejor salsa de pescado procede de una islita junto a la costa ocupada en estos momentospor los sudvietnamitas. Por esa causa, la salsa de pescado se ha hecho muy difícil de conseguir. Sipudiera ir a esa tienda, es propiedad de sudvietnamitas –su reticencia había desaparecido de repente–.Compre una o dos botellas… Sus ojos se animan, la boca parece a punto de hacérsele agua.

Encantada de tener esta información privilegiada, le digo que iré a la tienda, compraré la salsa y seréfeliz llevándola como regalo. Phuc me advierte que es muy fuerte. Parece respirar su acritud cuandohabla. Si la transfiere a una botella plástica, aconseja, es menos probable que se rompa o se bote en elcamino. Si se saliera en vuelo –comprendo que se trata de una broma, lo más difícil cuando se estáaprendiendo un idioma– ¡aterrizarían enseguida y la sacarían del avión!

Los verbos y sus tiempos. Los pronombres. Las cláusulas condicionales. No volví a ver a ver aPhuc antes del viaje. En París me encaminé enseguida a la tienda de especialidades vietnamitas yencontré sin problemas la salsa de pescado que llevaba el nombre que leí de la página de la libreta deinglés de Phuc. Cambié de botella el contenido. Tomé la precaución adicional de envolver las botellasplásticas en bolsas de plástico y asegurar las bolsas con cordel. Cuando llegué a Hanoi y me reuní conlas representantes de la Unión de Mujeres, les ofrecí mi regalo, que un aspecto tan desastrado tenía,orgullosa de haber sabido comprar esta salsa especial cuya adquisición se dificultaba por la ocupaciónde su tierra por mis compatriotas.

Me lo agradecieron con calidez, dijeron que no debí haberme tomado la molestia.Vietnam cambia mi vida. En formas que no pude haber imaginado. En una escuela en Quang Tri,

mujeres con esposos, padres y hermanos en el ejército títere insisten en que la guerra terminará en seismeses. Es octubre de 1974. Les pregunto cómo lo saben. Entramos a escondidas en las barracas delos soldados por las noches, me dicen, e instamos a nuestros hermanos a que no luchen. En las aldeas noencontrarán resistencia, dicen, la gente depondrá las armas. Hablan como si ya esto hubiera ocurrido.

Seis meses después ocurre.Yo lo había dudado. Pero en los meses intermedios el Viet Cong había ido de aldea en aldea y

encontrado poca o ninguna oposición. En abril de 1975 los estadunidenses habían sido expulsados.A mi regreso, me es difícil escribir sobre mi experiencia. No sabía entonces que lo mismo les ocurre

a los soldados de ambas partes, que la literatura perdurable sobre la guerra surgirá decenios mástarde… cuando el trauma más crudo haya empezado a apagarse y el paso del tiempo haga posible lacicatrización.

Regreso a Cuba y reanudo las clases de inglés a Phuc. En nuestras primeras lecciones después delviaje guarda un silencio cortés, esperando. Entonces, un día, pregunta tímidamente por qué no le habíatraído la salsa de pescado de la que le había hecho hablar.

Me sorprendo. Pero te preguntaba qué le llevaba a mis anfitriones, balbuceo. En su afán por asiresos tan esquivos pronombres, de manera concluyente se le pierden el ellos, el él, el los.

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Entonces comienza a reír entre dientes, la incredulidad bailándole en el rostro. ¿De veras creíste quenuestros camaradas norvietnamitas no podían conseguir esa salsa de pescado, me pregunta, cuandoson capaces de construir millas de túneles subterráneos, de guiar sus bicicletas sobrecargadas porcaminos de la selva, de reconstruir un puente bombardeado en una sola noche, de derrotar a la mayorpotencia militar de la tierra?

No, era el propio Phuc quien ansiaba esa salsa de pescado. Quien creyó que le preguntaba quédeseaba que le trajera de regalo. Quien había puesto a un lado su propio recato egoísta cuando, agotadopor mi insistencia, había dado voz a su deseo y me había apuntado las instrucciones para que llegara ala tienda parisina cuya ubicación conocía de memoria.

Solo había equivocado los pronombres.Más tarde ese año Phuc regresó a Vietnam. Deseaba escribirme con él, pero me dijo que no se

alienta a los miembros del Partido Comunista a escribirse con extranjeros, esperando que yo compren-diera que nuestra amistad era verdadera, más fuerte que esas reglas. Reglas que sé que nunca romperá.Unos años después me entero de que ha muerto, de repente, del mismo problema cardíaco crónico que lollevó un tiempo a un hospital de La Habana. Incluso hoy, cuando oigo la palabra fuck, tengo quehacerme recordar que es un improperio, no el nombre de ese hombre al que amo.

Cuba se desvanece. Vietnam, para tantos aquí y allá, se asienta en su propio reajuste histórico. Lospuentes son ahora permanentes. Turistas, incluso estadunidenses, desfilan junto al cadáver de Ho ChiMinh, visitan el Museo de Reliquias de Guerra, avanzan con ojos soñadores por la bahía de Halong enjuncos con anchas velas naranja. La playa China, ya no lugar de descanso y recreación para soldadosestadunidenses, está punteada de botes de pesca redondos, parecidos a canastas. Es de nuevo un país,no una guerra. Aquí y allá un número cada vez menor de personas extienden atrás la mano para tocarel dolor.

Pero los fantasmas de los rincones siguen allí. En Kee Tseel. En Vietnam. Y sin duda en Iraq cuando,un día en un futuro que no podemos discernir, nuestros nietos y los suyos se confundan en una callehoy todavía húmeda de sangre.

Traducción del inglés por María Teresa Ortega Sastriques

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Marcia Leisecay Arquímides Nuviola (1989)

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No frecuentas másde cuerpo conmovido,los espacios del mundo.La medida del tiempo no te alcanza.Ya ganaste la dimensión del sueño,eres lucero de la esperanza.

Veinte años son solo una bella señalque la memoria nos sirvepara decir que te amamos,hermano de los manantiales,porque nos acompañas.

Llegaste al mundoen el verde centro acreano–la frente estrellada,el pecho caudaloso–para que te realizarasen la construcción del triunfoque en el hombre es grandeza,es rocío indignado y lúcida bondad.

Atendías (atiendes) elevados llamados:de la floresta y sus pueblos,y, permíteme decirte,el pueblo general del mundo,precisaban (precisan)constantes de la esperanza

THIAGO DE MELLO

Chico Mendes: el sueño que creceen el suelo de la floresta

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con que sembrabas (siembras)el poder del descubrimientode que el amor es posible.

Los enemigos de la vida,espantados de miedo de la aurora,segaron ferocestu camino escritopor indelebles letras.Solo porque tuvisteel poder de soñar,como conviene y es bueno,con los pies clavadosen la verde verdaddel suelo de cada día.

Locos por desaparecer contigo,imaginaban que podíanamordazar el ardoren la constancia de la feen el reino de la justiciay convertir en monedael esplendor de la primavera.

Ni presentir podíanque eres de la estirpe de los seresque nacen, florecen,para permanecerahora inquebrantable,prescindes del cuerpopara proseguir cantandoy repartiendo la vida.

Perduras y estás con nosotros.Nos llevas, te llevamos.Aquí está la vida del hombrees lo que él hace y hablay se hace fundamentode lo que será el porvenir.

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Tu propia muerte en la profundidadmás azul del pechocon un clamor compañero,que nos llama, nos clama,es llama que nos llamapara llevar el barro,preparar el pisaderoarreglar los puntalesde maçaranduba,y ayudar a construirlas espléndidas ciudades.

La mano de tu sagrada iraescribe los guarismos siniestrosde las hectáreas de purísima vidadevoradas por la repulsiva láminade gas, fuego e ingratitud.Y luego nos cruzasla espesura de las cenizasy guías nuestros pasospor el resplandor que inflamastedel corazón de la floresta.

Por eso te canto, hermano.Tú nos haces capaces(el aguijón de la fiera duele)de cuidar de la tierra y el cielode este reino de la luz verdeque es nuestra cuna y morada.

Avanzamos por los senderosque ayudaste a abriry para que no nos perdiéramos,atentos de los atajos,dejaste encendidas las estrellasde la perseveranciaclavadas en los troncos de los cauchos,en las capsulas de las sumaumeiras,

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en las pencas de los cocoteros,en las hojas de las imbáubas que guardan el solen el secreto de sus nervadurasy hasta en las habas morenasde la acapurana niñatu compañera de empate.El relámpago sereno de tus inmensos ojosbaila en las escamas esmaltadasque nacen de la confluenciade las aguas del Acre con el Xapuri.

Permíteme revelarte que a vecesnos muerde una sombra de desánimoy nos estremece el espanto

Es cuando los pájaros de la florestanos estimulan confiados(las lechuzas prolongansus despedidas de las estrellashasta que el sol termine de nacer),cantando las sílabas alegresde tu nombre de niño.

Por todo lo que nos das,te traigo el sonido de los remosde los pescadores de pirarucu;traigo la palma bailarinadel sindicato de los niños del valle,barrigoncitos, pequeñitos,pero que ya están en la escuelay a veces duermen con hambre,gracias al chibé de toronjil.

Traigo el canto del sindicato numerosode los pájaros de alas quemadaspor las brasas de los inhumanos;de la transpiración feliz de la pobreza extremade las hacedoras de harina de agua,de las amasadoras de açaí.

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Y termino este adiós de mano agradecidacon el abrazo de los niños amazónicosque todavía están por nacer, bendecidospor el majestuoso arco iris del amorque se yergue de la húmeda savia del bosquede las tierras firmes de tu Xapuri,con los colores de todas las razas humanas.

Barreirinha, Amazonas, primavera de 2008

Traducción del portugués por Bertha Hernández López

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Encuentro de la Canción Protesta, Varadero, 1967: HaroldGramatges, Estela Bravo y Daniel Viglietti

Haydee Santamaría con Víctor Jaray Rafael Aponte Ledée

durante el Encuentro de MúsicaLatinoamericana (1972)

Homenaje por el X aniversario de la Nueva Trova (1982):Arquímides Nuviola, Silvio Rodríoguez,

Noel Nicola y Pablo Milanés

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Empezó como un juego y pronto se convirtió en propósito ineludible.Algo entre la pasión y el oscuro deber. Las voy a matar a todas, se dijo,como que me llamo Juan Marq. La última letra de su nombre le quedóvibrando en la lengua de la mente, ese badajo de campana que amenaza-ba con hacerle estallar el cerebro. Hubiera podido escribir Mark o Marc,lo sabía desde siempre, o mejor dicho desde aquel día aciago cuandoentendió que ya no March, nunca más March, nunca para siempre ja-más. Se sentía agotado aquel día, y no era la enfermedad recién descu-bierta. Era el diagnóstico: una simple sentencia de muerte a largo plazo.Mal de Chagas. Empezó rechazando el nombre clínico tan poco poéti-co. No era romántica tuberculosis, ni leucemia que sonaba a lamida, acaricia de olas del Caribe. Chagas. Como un disparo de escopeta. Y paracolmo, para colmo. El asco a las cucarachas, a ese insecto asqueroso ycucarachil que lo había picado en algún momento de su estúpida vida enel Chaco. Al Impenetrable había ido en un arranque porque sabía que allínadie lo podría encontrar y no quería ser encontrado y no quería –menos,menos– reconocer que nadie lo buscaba. Entonces en el Chaco, en VillaCharata, parece que lo encontró la vinchuca. El mal de Chagas. ¿Quiénante tanta cacofonía era capaz de seguir llamándose March? Barajó Marcy Mark, pero optó por la q por ser una letra insólita y por sentirseinconcluso. Así de simple. Y pensó escaparle a los chasquidos que mar-caban la amenaza. La imaginación ata inesperados hilos. Y se dejó estarMarq por los años de los años –así es el mal de Chagas, irremediable-mente lento y también irremediable–. Ya llevaba como diecisiete años deMarq con q y se había acostumbrado al lento deterioro de su corazón,imperceptible a corto plazo. Una paulatina pérdida de fuerzas que lohabía traído hasta este momento, hasta este lugar y circunstancia. Esdecir enero 22, Santiago de Chile, tirado sobre la cama de un hotel –buen hotel– oteando el cerro San Cristóbal a lo lejos, sin ganas de nada.Llegué acá con un propósito, se dijo, y el propósito ya se me ha esfuma-do, ya no me importa ni me despierta esperanza alguna. La esperanza yano me interesa, se dijo, nada me interesa, y la sola idea le dio escalofríosaunque quizá los escalofríos eran también parte de esa enfermedad malditay muda que le iba royendo el corazón de a poco. ¿Cuánto le quedaría

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ahora de corazón? ¿Cuánto ileso? Un pedacito apenas que ni para amar alcanzaba. ¿Para qué se habríatrasladado hasta allí? Ya ni valía la pena ver a nuevos cardiólogos ni a inmunólogos. El ultimo, esaeminencia chilena, ni pudo darle una palabra de consuelo. ¿Entonces? Entonces nada. Dejarse morir enel hotel chileno de una vez por todas con el cartel de no molestar colgado del picaporte de la puerta yuna orden a la telefonista de que no le pasen las llamadas, aun sabiendo que nadie habría de llamarlo.Juan Marq. Con q de queja pero no iba a andar con esas mariconadas. Entonces estiró la mano para noquejarse y tomó el libro que estaba sobre la mesa de luz. Al salir del consultorio había pasado frente ala librería Catalonia y había visto la vidriera tapizada de rojo. Un rojo más allá de la sangre, vibrante, quelo había obligado a detenerse. Cantidades de ejemplares de un libro que se estaba por presentar esamisma tarde. La lectura no era su fuerte pero algo lo había fulminado ahí mismo obligándolo a com-prarse un ejemplar. Y ahora, en la penumbra de su pieza de hotel, desnudo sobre la cama, acaricia latapa del libro. El campo rojo es mate y por ende aterciopelado, pero la viñeta central es brillante y al tactoparece de cera. De seda. O más bien de un raso que alguna vez acarició en la espalda de una bellamujer, raso negro en la fiesta, bailando, raso negro sobre el piso del dormitorio de su casa y la piel de lamujer casi con el mismo tacto, sedoso y algo frío. Estremecedora. Hoy, solo el recuerdo. Chagas se llevó elresto. La viñeta en la portada del libro tiene negro y tiene también blanco o mejor marfil casi de piel humana,blanquísima y lo que es más –debe encender la luz del velador para verla bien porque la pieza está enpenumbra– muestra a una mujer rabiosa arrancándole el corazón (lo único rojo de la escena) a unhombre en posición supina. De eso trata el libro, lo sabe. Crímenes de mujeres es el título. ¿Cómo no lasodió de entrada a todas las mujeres? Tal como las odia ahora debió de haberlas odiado desde el primerdía, empezando por su propia madre que lo trajo a este mundo de mierda y por esa maestra de quintogrado que lo alentaba a quedarse escribiendo poemas mientras los demás iban al campo de deportes. Yla mujer del vestido de raso negro, a esa sí que debió de haberla odiado con solo verla pero no, se casócon ella. La muy chota, la chancha, la muy chusma y chúcara y chabacana. Como para no hacersellamar Marq después del malhadado divorcio. Como para no huir al Impenetrable cuando ella lo dejópor otro. Impenetrable ahora su corazón, de puro carcomido nomás.

Crímenes de mujeres, justo ese libro se tenía que comprar, pero la verdad es que esa mañana a lasalida el consultorio se dejó invadir por la marea roja y sin fijarse en la viñeta que ahora acaricia consaña pensó que se trataría de crímenes cometidos contra las mujeres. Eso. Y lo compró sin echarle unaojeada, aturdido por el diagnóstico del eminente cardiólogo, el muy hijo de puta que no le había ahorra-do pormenores de su irreversible mal tan avanzado. Es decir que. Y ahora el maldito libro como únicacompañía en la pieza de hotel porque la televisión no le depara consuelo alguno. Y en la contratapa dellibro las caras tamaño estampilla de trece mujeres, algunas sonrientes, alguna hasta mona. Y no son lasmuertas, no. Son las asesinas. Son las escritoras que se han solazado matando a algún o a algunoshombres con su pluma o lo que fuere. Una antología de cuentos, eso dice la solapa, «que trata sobrecrímenes cometidos por ellas». Y el vendedor siempre atento con sus clientes ha incluido a manera deseñalador una tarjeta que invita a la presentación del libro, esa misma mismísima tarde, a las 19:30dice la tarjeta, en el Parque Forestal, donde se celebra una feria de libreros. Y hete aquí que lasescritoras estarán presentes, quizá no las trece pero la mayoría de ellas, y con las manos manchadasde sangre detallarán los pormenores de sus crímenes. Es como para vomitar. Es como para ponerseen movimiento. Porque siempre, se lo viene repitiendo desde aquel maldito diagnóstico, siempre hastaúltimo momento hay que tener un proyecto. Un nuevo proyecto, excitante, que le haga olvidar a uno sumaldita existencia, su existencia ahora tan acotada y con fecha de caducidad a un paso. A otra cosa, sedice. Y se dice manos a la obra. Porque se ha encontrado un nuevo proyecto, y llama a conserjería parapedir que le manden junto con un club sándwich y una cerveza un plano de la ciudad. Más adelante no

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pedirá un taxi, de eso está seguro, no es tan idiota como para delatarse, pretende pasar sus últimosmeses de vida gozando de su obra. Y además puede que le lleve esos pocos meses completarla. Losmismo meses y a otra cosa. Entonces, así será. Irá al Parque Forestal, escuchará a estas furias narrarsus métodos homicidas y después seguirá a la primera, buscará en Internet o como sea las otrasdirecciones y una a una las irá ultimando con sus mismos desaforados métodos. Tendrá que ir alParque Forestal con cara de nadie y escuchar con cuidado, cada una narrará su cuento, hablará de sucrimen, él solo tendrá que repetirlo. Copy cat lo llamarían los detectives anglófonos, como dicen en lasnovelas negras. Un copión de textos ajenos que él sabrá poner en acto. Bien por él. La realidad comosuele suceder imitará al arte. Él como quien no quiere la cosa tomará el metro a tres cuadras del hotel,se apeará en Bellas Artes como corresponde y desde allí se mezclará con el gentío para empezar acomponer su propio circo de despedida. Le gusta la idea. Lo alienta. Le devuelve bríos olvidados.Espera que todas las minas vistan de satén, negro en lo posible, suave como el papel ilustración o elglaceado de la carátula.

Él podría sin duda empezar a leer los cuentos e ir adelantando el trabajito, pero así no vale, leimporta escucharlos de sus propias bocas, sentir el tintineo de sus voces cuando se regodean con loscrímenes. Salir a matar machos, ¡pobre de ellas! Él les hará saber en carne propia qué es eso deinventarse asesinatos. ¿A cuál atacar en primera instancia? Hay una lógica inapelable en este caso,porque él estará al borde de la muerte pero no de la boludez. Primero matará a la que no requiera armao instrumento complejo alguno. Una por lo menos habrá cometido su crimen, así, en un arrebato,quizá con algún objeto contundente que pueda encontrarse al alcance de la mano. Después tendrá éltiempo de pertrecharse con todo lo necesario, pero en primera instancia la cosa tiene que ser sencilla.

No se ha animado a pedir indicaciones a nadie pero llegó sin problemas al Parque Forestal y de allílos senderos mismos, o mejor dicho la gente que los transita, lo conducen al lugar del hecho. Hay unestrado al aire libre, está dispuesta la mesa y los vasos de agua y las sillas. Trece, cuenta, pero no sehace ilusiones. Quizá haya un moderador, y el mismo editor y también el librero, quizá. Decide nosentarse a esperar, merodea por los stands de libros haciéndose el interesado pero por supuesto nopuede fijar la vista. La impaciencia lo carcome, y también el miedo. Pero es más fuerte la excitación detodo esto, porque la impaciencia y el miedo lo hacen sentir vivo. Una vez más, vivo, aunque nuncahasta entonces haya cometido el menor acto de violencia contra los otros. Porque la violencia contrauno mismo tiene otro nombre, otro cariz, otra temperatura. Lo sabe, lo percibe en sus huesos y escomo un acercamiento a sí después de años y años de haberse apartado de las propias sensaciones.Sentimientos. Eso. Como si hasta el momento se mentara en tercera persona. Le cuesta dejar dehacerlo pero lo va a lograr, lo va a lograr, lo sabe. Por el rabillo del ojo ve que empieza a habermovimiento sobre el estrado, van llegando las escritoras, al menos unas mujeres que se reúnen en latarima y ríen. Ríen, las muy perversas. Él sabe que quien ríe último... Eso. Ya llegó la hora de sentarsea un borde de la penúltima fila, listo para salir detrás de la que corresponda en esta primera instancia.Nadie lo mira. Está acostumbrado. No se deja distraer por eso. Está dispuesto a escuchar con todaatención hasta la menor palabra de quienes están a punto de firmar sus propias sentencias. Las muyperversas ¿leerán sus cuentos o simplemente los narrarán, abreviando detalles? Pero no los detalles delcrimen, de eso está seguro. Eso sin duda las complace más que nada en el mundo. A la primera lamatará con los medios de a bordo como dicta su historia, no le falta dinero para después irse armandocomo corresponde. Trajo consigo lo suficiente como para pagarse varias visitas al eminente cardiólo-go y el muy hijo de mil putas lo despachó a la primera de cambio sin darle esperanza alguna. Podráhasta comprar armas legalmente presentando su vieja cédula de identidad con el nombre de March,porque a todos los demás efectos él es Marq, una nada fácil marca. No es que tenga tanto afán por huir

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de la justicia, pero quiere llevar a cabo su obra en la forma más completa posible. Lo otro no le importa,la condena la tiene ganada de antemano y es de muerte, su condena.

¿De dónde le habrá nacido tanta violencia, tamaña sed de sangre? se pregunta sin ánimo de darserespuesta alguna, tan solo para relamerse y entender que por fin ha logrado descubrir su verdaderosecreto, su más íntima y siniestra aspiración: matar a las castradoras, las muy comehombres. No dejade causarle una forma de alegría el saber que por fin ha logrado aceptarse. Total no cree en el cielo ypor ende no cree en el infierno, el infierno somos nosotros, se complace en recordar tergiversando. Yacasi casi acaricia la futura nueva pistola, algún cuchillo espléndido. La mujer de la viñeta le arranca alhombre el corazón de propia mano, tal como a él se lo han ido arrancando de a poco. Le ha llegado elmomento de tomar el toro por los cuernos. Se prohíbe pensar en esos términos, en esas alusiones,ahora que ya están tomando su lugar las criminales y alguien les está poniendo carteles delante y sabeasí quién es quién y descubre que hay allí dos compatriotas suyas. ¿Tendrá que volver a su patria trasellas o podrá ultimarlas antes de que dejen Santiago? Mejor apurarse. Prestar bien atención.

En el Parque Forestal no pareció transcurrir el tiempo y él se fue distrayendo de su sano propósito,perdiéndose en cavilaciones. La culpa quizá la tuvo la primera escritora que habló, una mujer mayor.Después él habría de asociar conscientemente aquel suave rostro nimbado de blanco con su maestrade quinto, esas trampas fatales de la memoria. La verdad es que la cosa empezó mal, y esa mujermayor, la antologadora, habló más del cuento como género en sí que de los crímenes. Mucho mástarde, de regreso en su pieza de hotel, él habría de encontrar casi las mismas palabras en el prólogo dellibro rojo: «siempre nos ha fascinado la estructura y a la vez la libertad del cuento. Nos parecía que ensu concisión, las dudas y las pasiones estallan con mayor intensidad». ¡Con mayor intensidad! Esasmismas chingaderas dijo la culpable allá en el parque, más o menos, y así encendió la mecha que habríade conducirlo a él a su propia perdición. La seño de quinto, ¡puta madre!, que lo hacía escribir poemas,¿por qué no cuentos? En el parque las demás escritoras parecieron perderse por el camino de laveterana, perdiéndolo a él por otras latitudes de su mente porque ellas no trazaron el mapa de loscrímenes sino el de la escritura, esa miseria. Y él con el dinero reservado para la Beretta o la Luger o loque fuere, un arma de última generación, se compró otra arma llamada laptop y aquí está a los tirostecleando con furia este mismo cuento, incapaz aún de mentarse en primera persona pero ya puestísimoa darle su merecido a cada una de las escritoras de los crímenes, seguro de que el suyo será el másperfecto de todos.

Para Virginia Vidal

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la parte más efímera de míes esta conciencia de que existo

y todo lo que existe consiste en esto

¡es extraño!y más extraño aún me es saberlo

y saberque esta conciencia dura menosque un pelo de mi cabello

y más extraño aún que saberloes que mientras dura me es dado el infinito universo constelado de cuatrillones y cuatrillones de estrellassiendo que unas pocas de ellaspuedo ver resplandeciendo en el presente del pasado

7 de julio de 2006

Traducción del portugués por Bertha Hernández López

FERREIRA GULLAR

Perplejidades

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Arthur Bispo do Rosario fue negro, pobre, marinero, boxeador y artis-ta por cuenta de Dios.

Vivió en el manicomio de Río de Janeiro.Allí, los siete ángeles azules le trasmitieron la orden divina: Dios le

mandó hacer un inventario general del mundo.Monumental era la misión encomendada. Arthur trabajó noche y día,

cada día, cada noche, hasta que en el invierno de 1989, cuando estabaen plena tarea, la muerte lo agarró de los pelos y se lo llevó.

El inventario del mundo, inconcluso, estaba hecho de chatarras,vidrios rotos,escobas calvas,zapatillas caminadas,botellas bebidas,sábanas dormidas,ruedas viajadas,velas navegadas,banderas vencidas,cartas leídas,palabras olvidadas yaguas llovidas.Arthur había trabajado con basura. Porque toda basura era vida vivida,

y de la basura venía todo lo que en el mundo era o había sido. Nada de lointacto merecía figurar. Lo intacto había muerto sin nacer. La vida sololatía en lo que tenía cicatrices.

EDUARDO GALEANO

Inventario general del mundo

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Verla andar en esperade los que han de llegar,hace de CASA, hogarpara hijos de la Nueva Era,por la que su vida diera.Camina para entregarcon sus pasos la presenciaviva de quien es esenciaperdurable, familiary de la Patria cantar.

Confiada en el porvenirque nos acoja en sus brazos,se dedicó a tender lazos,que nos permitan unirlas Américas, vivir defendiendo el patrio sueloque nos libere del veloimpuesto a nuestro serpor los que quieren tenerestrellas del alto cielo.

Al tú fraternal, acudopara acercarme a la hermanapalma de monte y sabanaque saluda en el escudo

PABLO ARMANDO FERNÁNDEZ

Haydee camina por Casa de las Américas

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y nos liberó del nudoque a verdugos nos ataba.Haydee. tu ser orientabala mirada a lo infinitodonde aparecía escrito:«Patria o Muerte» y mostrabaseñales de alto vergel:hacer progenie de Abel c

Recorrido por la provincia de Oriente en 1966: Antonio Saura, Mario Benedetti,Roberto Fernández Retamar, Manuel Galich, Jesús López Pacheco, María RosaAlmendros, Chiki Salsamendi, Ricardo Pozas, José María de Quinto, entre otros

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Te esperany aguardanaltas contra la Luna a orillas del mar.

A la hora de la fascinaciónse entreabren por los labios hacia dentrode sus cuerpos celestes y sueltan sus cabellosen grandes rosas inundando el agua.

Esos ojos laspislázuli las ven a fondo hasta la opacidad.

Tierno como una herida recién hechael corazón retrocede y el dulce se le quema.

Te esperany aguardanaltas contra la Luna a orillas del mar.

Tegucigalpa, 1996

ROBERTO SOSA

El silencio de las sirenas

A Paul Éluard

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Cuando me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el HotelAlmagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribirlos relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contratopara publicarlo y me dio trabajo en la editorial. Le preparé una antologíade la prosa norteamericana que iba de Poe a Purdy y con lo que me pagóy con lo que yo ganaba en la Universidad me alcanzó para instalarme yvivir en Buenos Aires. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Intro-ducción a la Historia en la Facultad de Humanidades y viajaba todas lassemanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión cerca de laterminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Platadictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudadescomo si fuera dos tipos diferentes, con otros amigos y otras circulacio-nes en cada lugar. Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza dehotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el clima anónimo de esoslugares donde uno está siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejormodo de no caer en la ilusión de «tener» una vida personal, de no tener,quiero decir, nada personal para contar, salvo los rastros que dejan losotros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida enuna especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico quevivía de subalquilar los cuartos. La dueña de la casa estaba internada yel tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de correoen el hospicio de Las Mercedes. La pieza que yo alquilaba era cómoda,con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. Tambiénla pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un ventanal quedaba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían unropero muy parecido, con dos puertas y estantes forrado con papel dediario. Una tarde, en La Plata, encontré en un rincón del ropero lascartas de una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han esta-do antes cuando se vive en una pieza de hotel. Las cartas estaban disi-muladas en un hueco como si alguien hubiera escondido un paquete condrogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se entendía casi nada;como siempre sucede cuando se lee la carta de un desconocido, lasalusiones y los sobreentendidos son tantos que se descifran las palabras

RICARDO PIGLIA

Hotel Almagro

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pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer se llamaba Angelita y no estabadispuesta a que la llevaran a vivir a Trenque-Lauquen. Se había escapado de la casa y parecía desespe-rada y me dio la sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra, alguienhabía escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la guardia del hospital de CityBell. Por supuesto me olvidé del asunto pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la camade la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco,había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de Angelita. Explicaciones no tengo. Laúnica explicación que encuentro es que yo estaba metido en un mundo escindido y que había otros dosque también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo, y poresas extrañas combinaciones que produce el azar las cartas habían coincidido conmigo. No es raroencontrarse con un desconocido dos veces en dos ciudades, parece mas raro encontrar en dos lugaresdistintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y a las que uno no conoce. La casa depensión en la Plata todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante crónico, que ahora es un viejotranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de comercio, que pasan por LaPlata siguiendo la ruta del sur de la provincia de Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual, ycuando voy por Rivadavia hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puán, paso siempre por lapuerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay quetener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel. c

Coloquio Del Papiro a la Biblioteca Virtual, Sala Che Guevara, 2009

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1. Una mujer se está matando sola,navega dentro de alguien que la oyey mira a través de sus ojos.

2. Una mujer y un hombre, sin sombras ni vozcaminan; ella escapa corriendo y dejasolo su envoltura que vuela con la ropa.

3. Es tan fina que no soporta el peso de la piel.

4. Ella desde ayer dijo: «Voy a descarnar mi piernapara que la coma mi hombre; él no trabaja, todo el díase deleita solo tocando el huehuetl y viene a casa con hambre.Una agonía como ahora es preferible».

5. Cuando llegó su amante, comentó: «Tu madre trajo carne / de tepezcuintlepara la comida». Tzots Choj la saboreó confiado. De prontoal ponerse de pie vio chorrear sangre debajo de la enaguade su mujer, que se desvaneció como una sonámbula.

6. «¿Por qué cocinaste tu carne y me la diste? Vas a morir.Me llevarán contigo y me castigarán». Y la cubrió de juncia.

7. Como ranas que en la noche se llaman en el pantano y no / se oyen,así sus bocas no perturbaron los abismos, así sus sílabas solofueron espuma sin articulación.

JUAN BAÑUELOS

El descenso

de Tzots Choj

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8. Cuando al fin vino la Sombra por la mujer, alzó en vilola voz con el peso de los años, suplicante, el esposo:«Llévame a mí también, pero vivo como estoy. No quieromorir y sin embargo lo amo».

9. La hierba amarillaba en su tallo cuando cruzaron al otro/ mundo.

La naturaleza estéril, de enrojecidos ojos, disecó el pico del/ tucán.

De los dos caminos que existen –el Camino Real y el/ Camino del Descenso–

hay que elegir: el primero rodeado de cedros, lo cuidancangrejos de monte que con sus tenazas quiebran los huesosa los muertos; el segundo, es un camino sembrado de ortigas,de brezos, de zarzas, abrojos y bejucos de sangre. La Sombra

/ eligió este.

10. El descenso por el laberinto fue penoso. Tzots Choj tuvo/ hambre.

Quiso cazar tuzas y lagartijas del otro mundo; y como allí/ todos

los animales conversan, lo acusaron y le arrancaron las cejas.

11. Cuando llegó ante el Sol profundo, fue increpado: «¿A qué/ vienes?

Aquí no se ocupan hombres sin morir. Po lástima, antes dealumbrar el mundo, acompáñame a sabanear cangrejos para

/ comer».

El Sol, tan deslumbrado, se olvidó de darle después cualquier / Alimento.Cierta noche, le facilitó un ocote prendido para bajar a las

/ quebradas;el ocote se apagó y el hombre errante fue atacado por los

/ cangrejos.Entre el chocar de huesos, oyó en la lejanía que chillaban las

/ Estrellas.como micos nocturnos, y gritó: «Estoy perdido. Sálvenme.

/ Llévenme

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a donde vivo». Las estrellas, temblorosas por la salida del Sol,pudieron sacarlo de la sima y con el viento lo inclinaron a su

/ casa.

12. Dentro de sus costillas se abrió una somnolienta caverna.Tuvo miedo de ver a su familia; con frío y hambre no podía

/ hablarni saludar a nadie, sólo con señas conversaba. Terror, sorpresa,

/ asombro oía en el cráneo del infinito.

13. «¿Por qué llegaste con miedo? ¿por qué volviste con los pies/ quebrados?

¿por qué te hicieron mudo? ¿no tocas más el huehuetl?¿Cómo mataste a tu mujer?», interrogó la madre.Rodeada por el silencio, la nana le dijo que subiera a cortarunas frutas de jogo; cuando el hijo estuvo arriba, la madrederribó el árbol con su hacha y, al golpe seco, Tzots Chojrecobró el habla.

14. «No la maté», respondió al fin, «sola ella se mató. Comí su carne por descuido. Me han castigado mucho. Las estrellasme devolvieron a este mundo para morir.¿Cuántos árboles debo contar para medir la experiencia?¿La cordura, acaso, la adquirí danzando?de ella he comido la carne de su espíritu, el extasisde la tormenta; me he quemado con sus huesosy ese esqueleto grita asfixiando la niebla de todo el Valle.

En lo alto de su cuerposolo su rostro canta.

No hay nadiesi no el que soy».

15. Al otro día, Tzots Choj murió arrastrado por un río comollegó al mundo, cuando huracanes y ciclones pastoreabansombras.

Bosques enteros se levantan sobre sus hombros mientras caminaa la orilla de la niebla.

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Y la brisa va murmurando entre el maíz que se mese:«los contrarios son igualmente verdaderos».

16. Cada amaneceruna mujer se está matando sola. c

Fidel Castro imponela Medalla Haydee Santamaría

a Osvaldo Guayasamín (1989).Aparecen, además, George Lamming,

Jorge Enrique Adoumy Gérard Pierre-Charles

Pintores latinoamericanos participantesen el Encuentro de Intelectuales

por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, en 1985

Exposición El rojo, el verde y el azul, entre la luz y las tinieblas,de Carlos Cruz-Diez (1999)

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Un cadáver muy limpio, estrafalariamente vestido, descansa encimade su propia cama como si posara para convertirse en figura de unmuseo de cera. Como si durmiera, dijo uno de los agentes después deinspeccionar el cuerpo por segunda vez.

–¿Por qué lo dice?–Por la costumbre de ver siempre sangre en el lugar del crimen –dijo–

. Si a la víctima la matan desnuda, no la vuelven a vestir.–¿Piensa que a este lo vistieron después de matarlo desnudo?–No se lo aseguro –dijo el agente con escepticismo–. Podría ser al

revés. Ocurrencias mías.Conocía estilos de matar: retorcidos, apresurados, torpes golpes san-

grientos, pero este crimen era de tan austera perfección que parecíaejecutado con sutil cortesía hacia la víctima. Conocía casos en los queel asesino, después de largas sesiones de tortura, decidía no dejar nadarepugnante en la escena, como si la muerte no fuera sino la irrelevanteculminación de la crueldad ejercida contra su víctima, escribiría des-pués en mi cuaderno de apuntes. Un asesino que prefiere la asepsia delmétodo a la vulgaridad de la sangre, pensé.

–Esto es obra de una sola persona –le dije en voz baja a Bertha Samudio,mi asistenta. Lo había estado pensando al examinar una y otra vez elcadáver de Roberto Prado. Me llamó la atención el decorado, tan asép-tico como el aspecto del cadáver. El único detalle que rompía la perfec-ción de la escena era la cama destendida, el cadáver encima de sábanasblancas. El asesino había esparcido sobre ellas y en orden casi simétricofotografías de la víctima en distintas épocas y escenarios. En muchasde las imágenes, Prado vestía el uniforme de los ejércitos irregulares enlos que sirvió durante más de veinticinco años. El asesino pretendíadevolver a Prado su antigua identidad y dejarlo para siempre y más alláde la muerte reconvertido en Señor Sombra. Así que a medida que vol-vía a recorrer la escena, pensaba una y otra vez en la limpieza querodeaba al espectáculo de un hombre recostado en actitud de lectura, lacabeza apoyada en los almohadones de su propia cama, vistiendo eluniforme de combate de La Empresa, un ejército privado fragmentado

ÓSCAR COLLAZOS

Señor Sombra (fragmento)

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en numerosos frentes regionales, subdivididos a su vez en cuadrillas que componían la estructura deuna sólida organización criminal.

¿Qué había de novedoso en la escena?El dormitorio en orden.No había a primera vista huellas de violencia ni sangre alrededor del cadáver.Puertas, ventanas y cristales intactos. Nada había sido violentado ni roto.Imaginé la delicadeza que se tiene al servir un plato en la mesa: hay que limpiarlo de manera que la

salsa rodee perfectamente la carne o el pescado, si se trata de carne o de pescado, poner alrededor lasverduras y acompañamiento de manera que no oculten la importancia de carne o pescado. Y todo esto–pensé al clasificar por su valor simbólico los detalles de la escena– había llevado un tiempo incalcu-lable en la concepción final del espectáculo.

La muerte como representación escénica, escribí después en mi libreta de apuntes. E imaginé lasacotaciones del libreto: tener a mano algodón, alcohol antiséptico y algo para detener la hemorragia; hacerun tratamiento adecuado de la herida; el cadáver debe aparecer en la quieta solemnidad de la muerte.

Desde el inicio de la investigación, mis colaboradores y yo pensamos que el asesino había hechouso de toda la paciencia del mundo al calcular el tiempo que le llevaría adecentar el cadáver y hacerloen el tiempo previsto. La sangre que debió de haber corrido en la frente, desapareció en la limpieza yesta, la limpieza impensable en quien acaba de asesinar a un hombre, fue concebida como un detalle debuen gusto: la pulcritud del uniforme requería de un cuerpo limpio de sangre, verificábamos de nuevosin salir de la sorpresa, a medida que nos sorprendían aún más los elementos de la utilería meticulosa-mente recogidos y guardados, seguramente sacados de la escena.

Más que la limpieza del cuerpo y del uniforme que le habían puesto a Prado después del impacto enla frente, de las fotografías regadas sobre la cama como si fueran los pétalos de rosas que el suicidaelige para embellecer su propio cadáver, del cubrecama que había sido retirado y que no se encontraríaen las siguientes pesquisas, nos llamó la atención la carpeta con recortes de periódicos escrupulosa-mente distribuidos por orden cronológico.

La primera foto conocida y publicada de Prado, antes de llamarse Señor Sombra, era la de un jovenreseñado por la policía y acusado de haber dado muerte a un sindicalista en la zona bananera de Urabá.Un vulgar sicario de casi treinta años. Conocía desde mucho antes estos detalles, algunos confesadospor el mismo Prado. Estaban en el expediente ya cerrado de Señor Sombra. Las demás imágenes teníanpies de foto confusos o errados. En cada uno de los recortes aparecía en todo caso el nombre deRoberto Prado, pero la primera página de la serie había sido rodeada por un círculo rojo: Señor Sombraal frente de sus tropas, como si así se destacara la importancia jerárquica de los personajes. Hacíaentrega simbólica de las armas al Delegado del Gobierno. En un plano general, como telón de fondo,figuraban en disciplinada formación los hombres de sus tropas, jóvenes reclutados a la fuerza, meno-res de edad o desertores de las guerrillas, campesinos asalariados, ex oficiales y ex suboficiales deEjército y Policía que abandonaron el uniforme para adoptar el camuflado de La Empresa.

En otra de las fotos, Señor Sombra posa en algún lugar de las sabanas de Córdoba o de Sucre-Valencia o Corozal, me figuro. Si no fuera un paisaje conocido por ser, además de fértil suelo deagricultura y ganadería, campo también abonado con atrocidades, alguna de las fotos haría pensar enla casi bucólica paz del entorno: inmensas praderas de horizonte luminoso, espléndido verdor tropical,un escenario ideal para la ficción que seguramente dejará de ser ficción al encontrarse con la realidadde sus orígenes.

Estas fueron mis primeras impresiones.

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Los rostros de aquellas imágenes no estaban marcados por el terror que imponían. O si lo estaban,las huellas ya habían sido borradas por el cinismo. Prado sonreía siempre a la cámara. Parecía feliz,dijo mi asistenta. En otra, Prado le está enseñando un caballo a un personaje de espaldas, en algúnrincón de una de sus pesebreras, mientras acaricia el lomo del animal. En el momento en que fuetomada esta foto, Prado era probablemente uno de los hombres que más tierra fértil y productiva habíaacumulado en la vasta región que dominaba, más tierra y poder a medida que conseguía expulsar a susenemigos y mantener el control de aquellos territorios.

Detengo la película y la devuelvo a la primera escena: alias Señor Sombra, reposa recostado enposición de lectura en la cama de un dormitorio de al menos ochenta metros cuadrados. Estamos en lasegunda planta de su mansión. Bertha, mi asistenta, acababa de pasearse deslumbrada por comedores,habitaciones, salas y baños, y vino a decirme casi lo mismo que escribiría en su informe: que lamansión tenía, además de un gimnasio, tres terrazas, espejos de agua, baño turco y jacuzzi, lujos que–me diría después confidencialmente– la hicieron sentir más pobre que nunca.

–Nunca me había sentido más pobre –dijo a punto de sollozar–. Y eso que he conocido gentemuchísimo más pobre que yo.

¿Por qué vivir en una mansión si no se tienen mujer y familia?, se preguntaba Bertha. ¿Por qué noelegir la suite de un hotel de cinco estrellas, con puntuales servicios diarios y medidas de seguridadgarantizadas? ¿Por qué, además, vivir en una mansión si no se conocen los placeres de la vida ni lafunción que podría desempeñar en esa clase de vida una mansión como esa?

Las respuestas fueron muchas, recordé. Al principio, todo es confusión, escribí en mi libreta.–Prado pudo haber concebido su vida en aquella mansión como si se tratara de una prisión en la que

él es el carcelero y el recluso, el vigilante y el vigilado –me dijo días después el agente Ramiro Ruiz.–Prado tenía que gastar el dinero que guardaba en efectivo –añadí–. Al adquirir esa mansión se quitó

de encima el peso de dos millones de dólares.–Prado –terció Ruiz– pudo haber recibido la casa en calidad de préstamo mientras resolvía sus

enredos con la justicia.Al cadáver lo protegía la luz filtrada por las persianas de áspero lienzo beige con forro posterior de

black out. Verlo de nuevo en la penumbra, vestido con uniforme de camuflaje, nos pareció la repeticiónde un ejercicio morboso. Y no era así. Quería asegurarme de que la víctima no había elegido morirseen esa posición ni en esa cama y mucho menos vestido con el uniforme y las botas puestos durante susguerras de terror. Los detalles –no tanto la precisión del disparo como la elección del uniforme decombate, la posición en la cama y el grueso álbum con recortes de periódicos– debieron de habertenido alguna relación con el placer de ejecutar el crimen. Desde el principio, me obsesionó esta idea:el placer que el asesino experimentó explicaba los detalles elegidos para la puesta en escena. No era unaejecución rutinaria: a medida que se cometía el crimen y se cumplían las secuencias que conduciríana la pulcritud de la escena final, el asesino debió de haber experimentado sucesivas emociones, todasrelacionadas con el placer que le producía la perfección de su trabajo. Es posible –repitió Bertha– quese tratase de un hombre mayor y de experiencia, muy frío, de frío yo diría marmóreo, la interrumpícon una frase burlona, capaz de seguir con mano firme y sin vacilación, siguió diciendo ella, cada unode los pasos previstos, consciente de que un solo error abriría una pequeña brecha que lo delataría.

Un disparo fulminante y ninguna huella visible de sangre.Disparo y utilería cargados de simbolismo.Liturgias de la muerte, escribiría después en mi libreta. c

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Hablaba muy bajo,caminaba despacio y por la sombra,escribía con una letra pequeñapara que fuera difícil leerlo;pedía disculpas por ocupar un lugar en la viday tardar en morirse.Y era útil, tremenda, totalmente útil,como lo son los pájaros que regresanal laurel de la plaza,las franjas violáceas de la atardecidaen la ciudad que hierey anula la esperanza.Sabía dos o tres cosas sobre el tiempo,los seres, los bellos animales,los ritmos de la tierray las palabras.Creía en ellas con fe de carboneroy todo lo demás vivía en la duda.Miraba el halo que rodea las cosasmucho más que las cosas,la vibración lumínicamás que el sol iracundo,la emoción sin sentidomejor que la certezay el momento precisoen que el día ya no es díay la noche aún no es noche.La vaguedad, la calma,la asumida sordina

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Un poeta en la sombra

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eran su ser más íntimo;su luz por la rendija,y brillaba su estrellapor detrás de la nube.Su poema fue escritoen juventud sin treguay una noche de dudasse hundió en su propia sombra.Recordaba palabrasy veía a una mujeren el desfiladeroque avanzaba llevandola vida entre sus manos.

Copilco el Bajo, invierno de 2000 c

Encuentro de Jóvenes ArtistasLatinoamericanos y del Caribe (1983)

La Joven Estampa (2009)

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Señor:Lorenzo de MirandaCastillo o CasaDel Caballero del Verde Gabán

Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en lassuyas. Me asedia la memoria como a otros los asedia la locura.

Por ejemplo, y es algo que he compartido con un escritor que desdesu avanzada y progresiva ceguera razonó sobre mi debilidad por la me-moria llamándome el memorioso, me apasiona la historia o la leyenda deCiro, el rey persa que sabía uno a uno el nombre de los innumerablesmiembros de su soldadesca, como me atraen como imán otros datossin importancia, hechos que solo pertenecen al paisaje de la historia, detan precaria trascendencia para la olvidadiza humanidad.

La leyenda sobre mis portentos memoriosos se los debo, pues, a eseescritor que vivía en la admiración de que un hombre corriente, y seincluía en tan gregario racimo, no pudiera ver sino lo grueso de losobjetos, sus formas evidentes y que yo, Ireneo Funes, hijo de una mujercuyo oficio doméstico era planchar ropas ajenas e hijo de un padre deoficios variopintos y hasta inventados, pudiera, donde todos ven unpan, casi adivinar el movimiento del trigal del que proviene. Algo asícomo ver las partes y no engañarse únicamente con el todo, saber decuántas rayas está hecha la cebra.

Sin embargo no estoy, a pesar de ese don, dotado para ser crítico dearte o cosa parecida. Aunque sepa que el córtex prefrontal dorsolateralizquierdo es la parte del cerebro humano responsable del juicio estéticovisual, según comprobaciones de un grupo de científicos de su rumorosaEspaña, que realiza sus investigaciones en la Universidad de las IslasBaleares.

Hoy, un día cualquiera en el que me sé a punto de morir, pues todoindica que mis pulmones se congestionan, he leído, mi hidalgo señor

JUAN MANUEL ROCA

Carta de Funes el Memoriosoa don Lorenzo de Miranda

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Lorenzo de Miranda, unos versos suyos, unas raras glosas que ya puedo repetir como quien enciende ensu cerebro y en su lengua un eco guardado en las gavetas de la memoria. Podría decirle el número de laspáginas en las que habita usted, en la casi veintena de ediciones que tengo de Don Quijote de la Mancha.

Me he decidido a escribirle desde la ficción de mi existencia y desde la aflicción de la misma. Y esque sus glosas –con sus justos cuatro versos– y sus sonetos que tanto entusiasmaron al señor DonQuijote hasta hacerlo decir a él, tan docto en letras, que se las estaba viendo con «el mejor poeta delorbe», esos versos, repito, se entreveran a cada paso con mi vida:

¡Si mi fue tornase a es,sin esperar más será,o viniese el tiempo yade lo que será después...!

Esas setenta letras bastaron para colmar mi atención. Quisiera el cielo que «mi fue» anclara en loque soy, sin vivir de prestado en memorias ajenas. Pero estoy condenado a repetir. Puedo repetirle, porejemplo, uno a uno los diálogos que usted, mi buen señor, tuvo con ese legendario caballero andantellamado Don Quijote de La Mancha. Y todo lo que tuvo ocurrencia durante su estancia en el Castillo delCaballero del Verde Gabán, su legítimo padre que tropezara e invitara al de la Triste Figura tras oírlohablar de poesía y de historias remotas de caballería, muchas de ellas entreveradas de razón y delocura. Los versos de Garcilaso de la Vega dichos por Don Quijote en homenaje a Dulcinea del Tobosoy su dulce y enfebrecida explicación de la ciencia de la caballería andante, ciencia que contemplaconocimientos teológicos, médicos, de aromado herbolario, de astrólogo y tantos otros saberes, mecondujeron a verdades que yo solo consigo enumerar.

Nunca escribo versos tan finos como los suyos, don Lorenzo, pero los aprendo, que es otra forma,un tanto huera, valga la verdad, de grabarlos en una tarja invisible. Sé que usted afirmaba no quererparecer «de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se lospiden los vomitan» y desde entonces me cuido de decir aun los que otros me prodigan. Me atrevo allamarlo con el título de Don, pues entiendo que esa palabra, descompuesta en cada una de sus letras,quiere decir De Origen Noble. Y lo hago a pesar de sus dieciocho años de edad, según las cuentas quehiciera su padre, Caballero del Verde Gabán.

Mi locura es cartesiana, don Lorenzo, no como la de su bizarro huésped, el «entreverado loco llenode lúcidos intervalos». No tan cartesiana quizá como la de Pierre Menard, otra invención de mi amigoo, mejor, un álter ego de mi amigo Borges, ese poeta nacido en Buenos Aires en el año de 1889, elmismo año en que él, mi creador, anunció mi muerte por «congestión pulmonar».

Pues bien, ese tal Menard, tuvo vocación de espejero, pues se dedicó a copiar, como un servil espejo,las aventuras narradas por ese historiador árabe de nombre exótico como el Oriente, Cide HameteBenengeli. Era como si Pierre Menard atrajera desde las antípodas una estrella fugaz con un espejo.

Pero yo no he muerto, en puridad. Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive enlas suyas.

No me agrada confundir las historias, pero hablando de espejos, esa Dulcinea recordada por DonQuijote tras observar unas simples y ordinarias tinajas en casa suya y de don Diego, su generosopadre, tan solo por haber sido torneadas por alfareros del Toboso, esa Dulcinea, repito, se refleja sinpermiso en muchos otros cristales de la historia y de la literatura.

No es que ella, la amada evanescente, preguntara como lo hace la madrastra de la saga infantil a suservil cristal quién es la más bella del mundo. Pero bastaba que su espejo fuera azogado por las fabulaciones

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conmiserativas de Sancho o por el espejo de locura del andante señor de las derrotas, para que aparecie-ra como la más hermosa mujer y la más dulce utopía del levantisco caballero libertario.

Le envidio a usted haber conocido a Don Quijote, un Cid en armas, un Cicerón en elocuencia, comodice su historiador. De la misma manera envidio el coloquio sostenido por su padre, don Diego deMiranda, con el andariego y estrafalario señor de los caminos, mientras va trocado en Caballero delVerde Gabán, intercambiando opiniones y creencias.

Que las palabras del Quijote sobre la poesía lleguen de nuevo a usted, don Lorenzo. Las repitomemorizadas del coloquio que tuvo con su padre: la poesía «no ha de ser vendible», dice en unmomento. «No se ha de dejar tratar de los truhanes», agrega. Y es que su padre, antes de llevar aSancho y a su amo a las estancias del castillo, le habló con orgullo de hombre generoso e inteligente,de un hijo «embebido» en los reinos de la poesía. También afirmó que «letras sin virtud son perlas enel muladar».

«Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comerhoy, si Dios fuere servido», fue la invitación que don Diego le hizo a don Quijote durante la jornada enla que este alimenta su olvido, olvido de los apaleamientos, de los dientes quebrados por el vueloatinado de una piedra, de la lluvia de estacas, de las artes encantatorias padecidas en la confrontacióncon el Caballero de los Espejos.

Debo decirle a usted, y si pudiera hacerlo a su padre, que Funes no es apócope de Funesto, buenseñor. Pero el que sufre tiene memoria, era algo que decía con plena conciencia Cicerón. De otra parte,un escritor francés, Montaigne, agregaba para mi desgracia que «saber de memoria no es saber: estener lo que se ha dado a guardar a la memoria».

Mi pastor, mi guía, mi creador, mi inventor, mi padrastro que tanto admiró las mitologías y lasinvenciones de Cervantes, parece que de alguna manera quería despojarme de algunas libertades.

De esta manera y a guisa de ejemplo, es como me describe, don Lorenzo, al final de uno de susagudos relatos: «Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sinembargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En elabarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos».

Conocer detalles y datos, fechas y números, recuerdos y estrellas, vocabularios infinitos, en inglés,en francés, en portugués, en latín, no me dan acceso a la poesía. Pero aquello que tanto me hainquietado de sus versos:

¡Si mi fue tornase a es,sin esperar más será,o viniese el tiempo yade lo que será después...!

a cada tanto vuelve a mí como un ritornelo, como si me rebelara ante mi creador y pudiera pensarmás allá de los linderos de una portentosa memoria de archivero.

Poder escribirle a usted puede resultar un acto de rebeldía aprendido al de la Triste Figura, como irgalopando por un llano junto al Caballero del Verde Gabán para luego llegar a su casa en procura deltiempo futuro, del tiempo de lo que será después.

Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en las suyas. Pero puedo repetirle,como un estruendoso eco llegado de otra parte: Deus in nobis, Dios está con nosotros y ya olvido quesoy un memorioso. c

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Amo las esfinges entregadas al desierto corroídas por el simún implacable

y la lepra del tiempo

Sus lenguas silban ahora en mis oídos un rumor que crece al mando de viejas respiraciones

Dormí al rescoldo de sus abatidas fogatas en medio de altas dunascuando el amanecer se confundía entre la arenay un pedazo de pan hacía las veces de linterna

Era el habla de las llagas y las cicatrices El tañir de un poder restituido a mi plexoEra el idioma que solo conocen las tormentas La clara y dulce contraseña de los desposeídos.

GUSTAVO PEREIRA

Somari con esfinges

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Estábamos enroscados en el sofá viendo el final de Taxi Driver. Sentíun calorcito en el cuello y miré a La Doña. La luz del televisor le bailabaen los ojos. Entonces, con esa cara larga que ella sabe poner cuando metiene algo bien desagradable en reserva, soltó:

–Los fumigadores mueren de cáncer.Tanta preocupación por mi salud me dio mala espina. Especialmente

después de tres semanas de canteleta a tiempo completo contra mi resuel-ve de matón de cucarachas. Lo próximo en la agenda era el sermón demotivación y autoestima: que estaba hasta la coronilla de darle zarpazos asu madre para comprar un litro de leche y de tener que defenderme comogato boca arriba cada vez que la vieja rompía a machacarle que, a cuentade la bomba de insecticida, jamás de los jamases tendríamos casa propia.

A la semana, mi compadre ya me había conseguido los dos mil ver-des con un prestamista de Capetillo. Y así fue cómo me encontré, de lanoche a la mañana, con la palanca de los cambios en una mano y unabanico de cartón en la otra. El carro era una bañera mohosa de cuandono habían inventado el aire acondicionado. Le pegué una cartulina ama-rilla al parabrisas y lo convertí en taxi.

El día del estreno mundial, le di un champú de cariño por la mañanay lo tiré a la calle como a las tres de la tarde. Casi dos horas estuvedando vueltas en aquella sauna ambulante y acordándome de la madrede Robert de Niro. Dos horas, total, para terminar ensalchichado en eltapón de la Baldorioty, y sin radio. Estaba desesperado por agarrar alcliente que fuera, aunque tuviera que llevarlo gratis a las ventas delcarajo. Por eso, seguramente, fue que me dio con seguir hacia el aero-puerto, a ver si la mala pata bajaba la guardia y mi ratonera de cantazopinchaba algún rabo.

Me estacioné frente a la terminal de American Airlines, a cierta dis-tancia de la fila kilométrica de los taxis oficiales que acechaban comobuitres el próximo vuelo. Me dediqué a fumarme un tabaquillo y a ponercara de chofer asociado, cuestión de desviar las miradas gatilleras queme acribillaban el perfil.

Me entretuve pasándole revista al hembraje. Y sobre todo a una rubiaoxigenada en shorts y plataformas altas que dejaba bizco a medio mundo

ANA LYDIA VEGA

De qué mueren los taxistas

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cada vez que pasaba. Ya estaba a punto de largarme a procesar par de cervezas con bacalaítos en lasfritangas de Piñones cuando el gentío corrió a pegarse como lapas a los cristales de la terminal.

Enseguida salieron los primeros pasajeros, los felices que viajan sin maletas. La rubia oxigenada sele tiró encima a un gordo que no traía más que un saco deportivo y se dieron un apretón rompehuesos.El gordo le escurrió la mano libre por la espalda y le sobó una nalga. Tan pendiente al manoseo estabayo que por poco ni me doy cuenta de que alguien estaba trasteando la puerta trasera.

Chequeé discretamente al candidato: alto, trigueño, picando en los cincuenta. Andaba bien puesto.Con todo y eso, la pinta no era precisamente de banquero. Quité el seguro, qué cará, las cosas noestaban como para ponerse tan tiquismiquis. Entró, puso el bulto de mano y desembuchó: Si me llevasa donde quiero ir, me esperas y me vuelves a traer, te metes cien al bolsillo.

Pensé en el préstamo del carro, en los dos meses de atraso de la luz y el agua, en el tercer aviso delteléfono. Me tomó exactamente un segundo decidirme y uno más arrancar. El tipo se acomodó, seaflojó la corbata, abrió la ventana. Alcancé a verle la cara de disgusto a un taxista de los de la fila oficialy levanté el dedo del medio en su honor.

Enfilamos hacia Humacao. El silletazo no iba a ser tan largo, aunque por cien dólares me hubieratirado hasta el Monte del Estado con una goma vacía. Estaba oscureciendo. El calor y el tránsitohabían bajado. Al tipo le habían comido la lengua los ratones y a mí me estaba mordisqueando lacuriosidad. ¿Viene a ver a la familia?, le piché.

El tipo se sacó unas gafas oscuras del bolsillo del chaquetón y empezó a frotarlas con el pañuelo.Parecía que iba a dejarme con la palabra en la boca cuando por fin:

–No tengo.–¿Viaje de negocios?–Más o menos.–¿Vive en Nueva York?–Unjú.No volví a abrir el pico ni para bostezar.Con el sonsonete del motor y la monotonía de la autopista, se me goteaban los párpados. Hubiera

dado el dedo gordo del pie derecho por un pocillo de café. Me espacié viendo prenderse a lo lejos lasluces de las casas y pensando en la careta de La Doña cuando le barajara los cien verdes en lasnarices. Por poco se me pasa el letrero de La Treinta y vamos a tener a Ponce de rolinpín.

En el cruce, me pidió una izquierda. Yo conocía un poco el área porque allí mismo, entre el Balneario dePunta Santiago y el muelle viejo, había acampado con La Doña una víspera de San Juan. La posibilidad deuna transacción nebulosa me pellizcó las tripas. ¿A qué rayos podía venir un individuo (sin familia) direc-tamente desde Nueva York hasta la playa de Humacao si no había de por medio un buen billetal?

Con uno de cada cuatro focos funcionando, la carretera era el sitio ideal para un asalto. ¿Y si teníaalgún compinche escondido a la vuelta del camino? Picadillo a la criolla es lo que harían conmigocuando abrieran la cartera y no encontraran más que la foto de La Doña en sus buenos tiemposcorriendo bicicleta en el Parque Central.

–Métete por aquí.Y por ahí mismo me metí sin chistar. Era un callejoncito estrecho , una de esas veredas de pesca-

dores que llegan hasta el mismo mar. Excepto por el golpe del marullo en la orilla y el jolgorio de lossapos en los charcos, el silencio era de catedral.

Como los ojos de un gato en la oscuridad se nos aparecieron de frente las ventanas de una casa demadera trepada en zocos sobre la arena. Apaga las luces, dijo mi pasajero arrimándome la boca aloído. El tufo que me azotó delató la tanda de tragos que se había echado al cuerpo en el avión.

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–Párate.La adrenalina me subía por las piernas como un batallón de hormigas bravas. El ojo izquierdo

brincaba como cuando la suegra se pone a leerme los clasificados. Me asomé al espejo. El tipo habíaagarrado el bulto. Ahora fue, pensé al ver cómo rebuscaba. En eso, me agarró velándolo y me tiró unasonrisita jodedora.

El traqueteo metálico dentro del saco no era para tranquilizar a nadie. La mano encontró lo queestaba buscando y empezó a sacarlo con una pasta que me paró los pelos de la nuca. Los labios se mehicieron tembleque y las palabras me saltaron de la boca como dientes partidos: Jefe, estoy vacío, pormi madre, quédese con el carro y déjeme ir que tengo cuatro chamaquitos...

Su carcajada me atragantó el embuste. Salud, dijo empinándose una caneca de ron.Mientras más chupaba, más se le desenrollaba la lengua. Le había dado por reírse sin parar y repetir

entre trago y trago: Te cagaste, ¿ah?, te cagaste... Yo estaba más serio que un sacristán pero con lavista clavada en el espejo, o mejor dicho, en el bulto donde se zambullía cada tanto la mano rebuscona.En una, sacó un pitillo y me pidió fuego. El carro se llenó de humo. Yo aguantaba la respiración para noestornudar.

–Me lo juró por el hijo que le hice. Que por más sola que se sintiera, por más años que me echaran,ella iba a esperar.

Sonaba ahogado, como a punto de llanto. Yo escuchaba con la boca trinca y levantaba las cejas. Losmosquitos me clavaban los aguijones en los brazos. No me atrevía a despegar ni un dedo del guía paraespantármelos.

Él movió la cabeza de lado a lado y engoló la voz como para recitar el «Brindis del bohemio» lanoche de Año Viejo:

–La cárcel es de piedra, mi hermano, pero el corazón es de cristal.De qué ranchera habrá sacado eso, pensé yo. Se le salió un sollozo y las lágrimas empezaron a

bajarle por la cara. Levantó una mano para limpiárselas con la muñeca. Lo brusco del movimiento meaceleró el brincoteo del ojo. Sentí que se esperaba alguna reacción de mi parte y murmuré bien bajito:¿Le jugaron sucio, compai?

En mala hora. No sé cómo la patada que le zafó a la puerta no agrietó el cristal de la ventana.–¡Doce años, coño! ¡Doce años! –gritaba.Las cataratas de sudor me bajaban por el cuello. Abrí la boqueta para espepitar otra estupidez, algo

así como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, pero me imaginé la cara de La Doñacuando amaneciera y no me oyera roncándole la serenata y me arrepentí.

La cabeza se me quería partir en dos. Ya estaba empezando a ver puntos negros cuando el malditotraqueteo metálico me hizo parar la oreja y chequear el espejo. Lo que se le asomaba ahora entre losdedos me cortó la respiración.

–No te asustes, macho, que esto no es pa’ ti.El ron le enredaba la lengua. Un frío hijo de puta empezó a treparme por la espalda. Mientras él

trataba a duras penas de colocar una bala en el revólver, chillé con un hilito de voz: ¡No haga eso, don,mujeres es lo más que hay por ahí!

El sonido de la segunda bala cayendo en su sitio fue la contestación.A estas alturas, yo estaba rezando y tratando de acordarme de lo que venía después del pan nuestro

de cada día. El que la hace la paga, repetía él y apuntaba el cañón del revólver como cogiendo puntería.Incliné con disimulo la cabeza por aquello de esquivar la línea de tiro.

Lo que pasó después me agarró desprevenido.–Espérame aquí.

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Antes de que la puerta se cerrara, la luz de la lamparita le retrató la cara brillosa de sudor. Yo estabapetrificado, solo podía seguir con el rabo del ojo aquella sombra larga de un revólver con brazo queproyectaba la luna sobre la arena.

Miré hacia la casa. Pensé en el hombre sentado a la mesa. Pensé en la mujer sirviéndole las habichue-las. Pensé en el muchachito mirando su serie de televisión en el sofá. Y encendí las luces delanteras.

Ya muy cerca de la casa, con los focos quemándole la cara, el tipo se viró hacia mí y alzó la manodel revólver como para protegerse la cara. Giré la llave. Metí el pie en la paleta y, con el volante hundidoen el pecho, di reversa hacia el callejón. Como una ráfaga de ametralladora en las tripas sentí elbocinazo que voló en cantos el silencio. Vi el balcón oscuro llenarse de luz. Vi la sombra congelada alpie de la escalera. Y seguí retrocediendo sin pensar, sin respirar, hasta que, de un salto, a ciegas, porpuro milagro, caí en la carretera.

Entonces fue que pude despegar el pecho de la bocina para empezar a atravesar como un persegui-do aquella oscuridad.

Mi mujer subió la cabeza. Algo en mi cara la hizo soltar el cupón de revista que estaba recortando.–¿Qué, chocaste?Fui directo a la nevera y regresé con una cerveza. Los dientes me sonaban contra la lata. Con tres

o cuatro buches encima, pude sacar fuerza para contarle. Cosa rara, me oyó sin interrumpirme. Peroa lo último tuvo que explotar:

–¿Y no se te ocurrió cobrarle por adelantado?Sentado en el sillón del balcón, acabé con las cervezas que quedaban. Dondequiera que ponía la

vista, veía la playa, la sombra, la escalera.La Doña estaba en el quinto sueño cuando entré dando tumbos en el cuarto a las tantas de la

madrugada. Y menos mal. Porque tenía suficiente alcohol en la sangre como para rasparle sin pesta-ñear que por lo menos ahora ya sabía de qué carajo mueren los taxistas. c

María Escuderoy Javier Villafañe,

jurados del PremioCasa 1975

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Prodigioso enjambre de pasionesContenidas, río urbanoQue surca por las calles yLos corazones preocupadosPor llegar tarde al trabajo,A la escuela,A la citaDe aquel amor imposible,PerdónameMi vida por llegar recién ahora:Aquí está tu zunzún,Tu peor es nada.Pero mosquito no da bisté.Y arrancasA toda máquina la travesíaQue nos llevaráPor caminosTendidos como lagartosEn celo o peor aún:A punto de desovarPasajeros que empiezan el díaO terminan la noche agotados,Enmielados, pero qué tú dices,Mi niño. Abre las ventanasAl deseo, al verano, al cañonazoDulzón de la noche cómplice.Apéome de la guagua, esDecir, de ti, mi cielo y

HILDEBRANDO PÉREZ GRANDE

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Prendo el penúltimo cigarrillo,Troto por las calles,Por mis huesos,Por la lluviaComo un relámpago desbocadoPues deseo cabalgarA pelo, a cuchillo,Para tatuar este viento sobre mi pecho,Y así llevarte como un prendedorDe plata quemadaEn mil batallas que ya duranUn barril de añares:Más de cien huracanes,Diez frentes impíos,Dos amores perdidos,Castellano soy señores.Y ese bendito buey, el solQue golpeaMis palabras, mi camisa,Mis zapatos, mis lentesDe carey, ah caray,Ya estoy llegando:En un abrirY cerrar de ojosA tus brazos, a tu plaza,A tu nido, a la certezaQue aún estamos vivos,Caballeros. YNo hay quien puedaCon nosotrosLos de entonces,Los de forever, mi hermanoLos de la línea 20 / Miramar.Miracielo / Miraencanto,Miracanto.Mira. c

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En opinión de Eglin, De vinculis supera en todo a Il principe de Ma-quiavelo. Quien lo descubra y lo aplique en sus justas proporcionesdominará el mundo. Quizá no fue un desquicio haber pensado en suquema, quizá debiéramos quemarlo, y en su quema quizá se mueva unamano suprema, que guía las nuestras, en una concatenación infinita. Hahecho dos copias. Me obsequia una. Me explica que no tengo que leerlaahora. De vinculis es para un futuro no muy lejano, pero en el que ya noestaremos ninguno de los dos. Nuestra misión es solo conservarlo; enrealidad ha dicho «sería». No entiendo, no capto los posibles móvilespor los que Eglin, sin habérmelo propuesto o por lo menos preguntado,me vincula a su destino, a su «misión». Complejo este Eglin. Mantienecontactos con sociedades secretas a las que no me da entrada, y cuyanaturaleza y fines no alcanzo a colegir. Ha estado en Ginebra, pareceque ha sido amigo de Galeazzo, marqués de Vico, quien prestó valiosaayuda cuando el hereje estuvo en esa ciudad, donde cambió la túnica porla capa y la espada. Poco me ha preguntado sobre la quema de su maes-tro en Roma. Me ha dicho que no es «tan así», que él no fue su dis-cípulo. Ni siquiera amigos fueron. No me cae bien ni el qué ni el cómolo dice. Tampoco fue mi amigo, pero ante una pregunta por el estilocreo que guardaría silencio. Porque, en suma, ¿qué es la philía? Poralgunas fanfarronadas que se le escapan me da a entender que compar-tieron una o dos mujeres, que «experimentaron» con ellas, con el «bajoeros». Es decir, que con ellas y gracias a ellas ambos experimentaron ydescubrieron algo de sí mismos, seguramente sin que ellas llegaran nuncaa saber el papel clave que jugaron. Me dice que es realmente difícil, una«quimera», poder hallar aquella mujer con la que uno puede hundirsehasta lo más profundo y luminoso del alma. Me sorprende, pensé queasociaría lo más profundo a lo más oscuro. En esto tiene «algo» de sumaestro.

HORACIO VERZI

Sesión del 2 de febrero de 1942, «Salir delcamino» (Inicio: 17:00 - Finalización: 18:35)*

* Capítulo de novela inédita. Revi

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[...]Gracias a Eglin llegan a mis manos fragmentos de las obras del abad Trithemius, y de Nicolás de

Cusa, Miguel Escoto, Marsala, Johannes Zell y Roger Bacon, de Ficino y Juan Pico, estos dos enemi-gos jurados del papa Inocencio VIII, feroz adversario de la astrología, la cábala y la magia; de Al-Kindi,Albumasar, Cardano y de Grümpeck, que anticipó una explicación astrológica de la terrible epidemiadel «mal francés» que nos tortura y diezma; de Savonarola, de Agrippa, que no obstante cayó bajo laburla del hereje, de Juan Luis Vives, Paracelso, Proclo, Salustio, Lipsius, D’Ailly, Gaurico, Prisciliano,Della Porta, Carpócrates, tanto y tan diverso saber me apabulla, aunque gratamente, tantas pasionessalvadas, y de un tal Kepler, que había sorprendido al hereje por su juventud y precocidad en lamatemática; parece que cuando lo conoció estaba trabajando en un horóscopo de Jesús, por medio delcual se podía rastrear su origen divino, el nacimiento de una casa real, la alegoría inmortal, el amorsecreto y la crucifixión, y que mucho lamentó, luego de alejarse de Württemberg, haber perdido todocontacto; a mí nunca me lo mencionó. Gracias a Eglin me llegan las Invocaciones enoquianas, losOráculos caldeos, los himnos theárquicos, la poesía de Pontano, los pensamientos de Clemente deAlejandría, quien consideró que «la filosofía fue un don de la providencia con el que debían prepararselos griegos para recibir a Cristo»; también me acerca a Orígenes, un precursor en la idea de aprove-charse de la filosofía griega en beneficio de la fe cristiana; en fin..., seguramente estos textos fueranalgunos de los que el hereje mencionó como escondidos en el Vaticano. Llego a tener entre mis manosun libro suyo desconocido para mí: De magia mathematica. Momentos, fragmentos de otros alusivosa la magia me pasó el hereje, pero nada bajo esta denominación. Ante este despliegue abrumador detextos malditos y con seguridad listados en el Index Librorum Prohibitorum, comprendo que no eraninfundados los temores de la Santa Sede ni peregrina la necesidad de formación y mantenimiento deredes de espionaje.

[...]Eglin desaparecerá, lo sé, lo presiento, sencillamente un día dejaré de verlo y nada más sabré de él,

entonces tendré que marchar solo, golpear puertas inciertas, arriesgarme, sugerir, tal vez rogar. Singuía o iniciación no podré avanzar en los estudios, todo me resultará un caos, me extraviaré. Se lodigo, dos copas de vino por medio, pero no parece conmoverlo. Vamos a visitar a unas mujeres, nossentimos un poco alegres, me dice que son algo así como sacerdotisas, expertas en la práctica de launión tántrica, que él aprendió junto al hereje en Fránkcfort y Praga, me dice que el tantrismo es unade las puertas a la magia, no la única, pero sí una de las más eficaces en el establecimiento de vínculosabsolutos y de la visión trascendental. No tengo la más mínima idea de a qué se refiere. Lo enfrento ala necesidad de que al menos de manera sucinta me ilustre al respecto. Sonríe. Dice que apenas podrédescorrer una punta del velo que tapa los secretos de la naturaleza. Dice que me veré a mí mismo enellas, el «ellas» se refiere a esas mujeres. Y que he de asustarme cuando vislumbre el fondo de mímismo. Sin decir agua va me pregunta si he leído a un castellano de nombre Juan de Yepes y Álvarez,un monje, ya fallecido, que se hizo llamar Juan de la Cruz. Le digo que no; me pregunta entonces si heoído de una tal Teresa de Cepeda y Ahumada, oriunda de Ávila. Menos que menos. Se toma su tiempopara contarme sobre las bellezas y las peculiaridades de Ávila, me recomienda que la visite si algunavez llego a pasar cerca, vale la pena desviarse, si alguna vez decido ir a Salamanca o a Madrid... Correnunos segundos, quizá un minuto que interrumpe la locuacidad con la que venía ilustrándome. Entoncesme mira, siento como un contacto físico cuando sus ojos se posan en los míos, como insectosrecorren mi frente, nariz, labios, y las manos que asen la jarra; en realidad su expresión denuncia queha estado sopesando la conveniencia o no de librar salvoconducto a lo que está a punto de soltarme.Sonríe. Bebe. No capto si es una sonrisa que me regala, si es una sonrisa que le dispensa a lo profundo

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de su alma, si es socarrona consigo misma o conmigo, si es de alegría o tristeza o jactancia. Comienzaa contarme que Juan y Teresa se conocieron, que fueron... Digamos que amigos, dice. Debo mostrar-me intrigado, porque vuelve a sonreír, es ahora una sonrisa enigmática, es el tipo de sonrisa que desdeniño siempre me representé en uno de los rostros de Satanás, si es que Satanás sonríe, si es que tienerostro; una vez mi preceptor me dijo que la cara de los hombres era el rostro de Satanás y que lasonrisa es una más de las infinitas caras con que se nos muestran los infinitos contrastes. Recuerdouno de los últimos momentos con el hereje, cuando quería convencerme de «la aventura sin fin delser», y se lo comento a Eglin, que escucha con expresión indescifrable, cuando iba y venía en unaexplicación acerca de que la muerte no existía ni para nosotros ni para ninguna sustancia, acerca deque nada sustancialmente se pierde, sino que todo lo que por el infinito espacio transcurre nada máscambia de cara. La aventura sin fin, repite Eglin. Sacude levemente la cabeza. Pasa que no es suscep-tible de definición, dice; pensar un mundo completamente ilimitado y abierto en todos los sentidos erapara los antiguos una idea impía, abominable, equivalente a la idea de un universo imperfecto, porquelo informe y lo inacabado, el caos, el ápeiron, eran atributos que se oponían a las ideas de límite, dearmonía, de orden y perfección del universo, y con este chorro suelta una risita final, sacude de nuevola cabeza, indefinidamente, no se puede saber si asintiendo o no. Apenas hemos tomado una jarra devino, acompañado con un quesillo de Puerto Real. También es cierto que el vino no es muy bueno. Mepone al tanto: hace unos treinta años, año más año menos, sor Teresa convenció a Juan, eran amigoshacía mucho tiempo, quizá desde niños, para que se convirtiera en el primer carmelita descalzo. Lasrazones por las cuales sor Teresa llegó a ser la fundadora de la rama reformada de los carmelitas le sonun enigma: el prior general le dio permiso de fundar dos conventos reformados para hombres. Hayquienes ya la llaman Madre de las Carmelitas Descalzas y de los Carmelitas Descalzos, mater spiritualium.Arquea la cejas como diciendo: ¡Nada menos! Juan funda conventos y Teresa otros, añade, Juan yTeresa acostumbraron a tener encuentros asiduos y prolongados... Me contempla, me estudia. Pormomentos la vaharada que proviene de caldos y tisanas que llevan las mozas entre las mesas parecedistraerlo, se instala entre nosotros, nos envuelve, nos pesa. Algunas discípulas de Teresa han dicho,y siguen diciéndolo, que muchas veces fueron sorprendidos por ellas levitando los dos, esto es flotan-do por el aire... ¡en el locutorio!... del que luego salían radiantes, diciendo que las cosas naturales eransiempre hermosas, «como las migajas de la mesa del Señor». Le salta una carcajada, se atora con elvino, lo suelta por la nariz, lo escupe. Me confunde: por lo general es de modales delicados, diría quehasta felinos, siempre deja alguna palabra suspendida, revoloteando, pero la carcajada final ha sido unaguarrada. Hasta unos parroquianos vecinos se voltearon, incomodados, pero volvieron a lo suyo cuan-do Eglin los miró de hito en hito. Me pone al tanto, sigo sin captar con qué finalidad, de que Juan deYepes era un tío de las mil y quinientas, porque a la par de lo anterior buscaba profundizar en lahumildad, para liberarse de la vanidad y el egoísmo, y que como forma para alcanzarla se puso deaprendiz de carpinteros y herreros, de sastres, escultores y pintores, de enfermeros y porqueros de todalaya, soportando innúmeros destratos y bajezas. Los restos de Juan están en una iglesia que se encuen-tra en un valle verde y fresco, que nos estimula la imaginación, me dice, y la deleita, al imaginárnoslojunto a Teresa. Pero entonces su expresión se torna sombría, y dice, luego de apurar el fondo de lajarra: Los doctos siguen trabajando con ardor para divinizarle toda su poesía. Y como ejemplo, medispara de memoria lo que supongo debe ser uno de esos poemas: «Un pastorcico solo está penado, /ajeno de placer y de contento, / y en su pastora puesto el pensamiento, / y el pecho del amor muylastimado. / No llora por haberle amor llagado, / que no le pena verse así afligido, / aunque en elcorazón está herido; / mas llora por pensar que está olvidado. / Que solo de pensar que está olvidado/ de su bella pastora, con gran pena, / se deja maltratar en tierra ajena, / el pecho del amor muy

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lastimado. / Y dice el pastorcico: ¡ Ay desdichado / de aquel que de mi amor ha hecho ausencia, / y noquiere gozar la mi presencia / y el pecho por su amor muy lastimado! / Y al cabo de un gran rato se haencumbrado / sobre un arbol, do abrió sus brazos bellos, / y muerto se ha quedado, asido de ellos, / elpecho del amor muy lastimado». ¿Qué piensas de lo que vienen haciendo los doctos con nuestro Juan,me pregunta, que algunos ya denominan «el místico»? Pero tengo mis sospechas; no puedo saber si elpoema es de Eglin o del tal Juan. Debe estar jugando con mi ignorancia y me está resultando uno deesos tipos diestros en minar el pensamiento y opacar lo cristalino. Y en esto tiene algo del hereje, sumaestro, aunque lo niegue. Le confieso que no sé qué pensar, no soy lector, no lo he sido, de poesíacastellana ni de ninguna otra. No tengo idea «de lo que vienen haciendo los doctos» ni a qué doctosalude. Le digo que no tengo los estudios o la sabiduría que parece él cree que poseo. Pero sí siemprequise, sigo, queriendo saber, quiero el saber, le digo. Hoy pienso que en las circunstancias que meacercaron y me unieron a tu maestro hubo una vara divina, un designio que no podré develar, pero esavara me dio un golpecito para que me acercara al saber, para que me despabilara al menos... No esfácil, dice, hay que quemarse las pestañas... Pero no sé por dónde empezar, le digo, tiene que haber unsistema, tu maestro pudo hallarlo de joven, aventajando a mucho «docto» que anda por ahí. Meescucha con atención, asiente con la cabeza un par de veces; lo último que he dicho le robó unasonrisa, distinta de las anteriores. No obstante sigue manteniendo una distancia conmigo. Me asaltay estremece un pensamiento: lo que está ocurriendo es que debe intrigarlo muchísimo esta infre-cuente y apresurada asistencia mía al maestro en los días previos a su quema, el conjunto de particu-laridades azarosas que me acercaron a su final; se ha propuesto saber todo lo que el hereje pudohaberme dicho en esos días últimos, y entonces, debe estar barajando dos o tres hipótesis, o más talvez, todas peligrosas para mi vida. Una: yo miento, soy un aventurero, un timador, que busca obteneralgo material y aprovecharse de ello y desaparecer; dos: yo miento, pero porque soy un espía, de laSanta Sede, de la Compañía, de los ingleses o los franceses, que lo ha contactado en busca de algo queconserva del hereje, luego de obtenerlo quitarle la vida y también desaparecer, todavía no ha podidosaber detrás de qué estoy ni a quién sirvo y por eso sigue gastando tiempo conmigo; tres: siempremiento, en esta variante porque soy otro apóstata, un renegado, un caído, un desgraciado, débil,asustado, requiriendo cualquier tipo de amparo; también, en cualquier momento, sin aviso, puedodesaparecer... Estoy sopesando la conveniencia de ponerlo en conocimiento de todo lo que está pasan-do por mi cabeza cuando prosigue diciéndome que hay quienes andan difundiendo que «el Señor», alquerer purificar su corazón de toda debilidad y apego humanos, sometió «al bueno de Juan» a las másseveras pruebas interiores y exteriores, y que luego de haber experimentado, y gozado, de las deliciasde la contemplación, sufrió una prueba que lo privó de toda piedad, sumiéndose en la turbación y larepugnancia por los ejercicios espirituales; que hay quienes andan proclamando que el demonio loatacaba con irresistibles tentaciones, y que hermanos carmelitas y de otras congregaciones, así comomatronas y burgueses lo persiguieron con calumnias. Mujeres hermosas cruzaron su vida, y unosdicen que eludió las tentaciones, mientras otros dicen que no recurrió ni a tizones ardientes o palabrassuaves para desprendérselas. Respecto del pastorcillo de las canciones, dice, porque son canciones lasque acabas de oír, ¿dirías que son canciones «a lo divino de Cristo y el alma», según ha dejadoconstancia Juan en una declaración? Dudo, desconfío: ¿Todo es por el estilo? Ha podido leer mipensamiento: Veo que dudas de algo. Me excuso diciendo que es mi ignorancia. Es siempre preferibleser ignorante a estúpido, dice. Respecto de otras canciones, continúa, Juan dice en esas declaracionesque «es imposible bien explicarlas», que incluso para él mismo, «que ha vivido lo que expresan, nopuede hacerlo, pues todo lenguaje se revela aquí impotente». ¿Por qué hace entonces esas declaracio-nes? ¿A quién se estaba dirigiendo nuestro querido Juan, a una porrada de estúpidos? Quizá a alguien

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como yo. Parece que le agrada mi respuesta, aunque debe olerle cierto tufillo de hipocresía; entoncesprosigue contando que cuando Teresa asumió por obediencia el oficio de superiora en un convento noreformado de la Encarnación de Ávila, llamó a Juan a su lado, que era unos diez años más joven, meacota, así al pasar, para que fuese su guía espiritual y confesor. Las monjas dicen que hasta llegó aescribirle a su hermana acerca de las maravillas que obraba Juan, que le contaba de una magia en laspalabras de Juan, que le explicaba que no había trabajo mejor ni más necesario que el amor, que loshumanos fuimos hechos para el amor, que el único instrumento del que Dios se sirve es el amor, puesel amor expande el corazón y las capacidades de entrega. Y que todo es permitido y aceptado si eshecho en la magia del amor. Pero no puedo medir si la proyección que le está dando al concepto deamor es amplia o restringida, absoluta o acotada, y me distraigo pensando si caben esas dos miradas.¿También la pira?, digo al salir del ensimismamiento momentáneo. Tu maestro, prosigo, pudo habersido a la postre traicionado por su propia magia desplegada: escaparía a su lógica que se quejara orechazara las consecuencias que tuvieron con él la «magia del amor» de Clemente el Papa y de Severina.Tampoco tú podrías irritarte si la «magia del amor» de Torquemada, bien viva todavía hoy día, tealcanzara. Frunce el entrecejo, le asoma una expresión de dolor punzante, alza la vista hacia los cabiosde la posada. Esta última salida mía, innecesaria, tiene que haber generado una inseguridad conmigo, sies que viene estudiándome, tanteándome, en la posibilidad de estar yo apto para formar parte de algúncírculo secreto. Le digo que nada sé ni remota idea tengo de quiénes fueron Juan y Teresa, ni de lo querealizaron y escribieron, pero podría suponer, por la manera en que me lo dice, que formarían parte deuna telaraña, vasta y bien armada, de ideas que corren subterráneas por el mundo. ¿Es esto lo quetratas de sugerir? Voy a adelantarte algo, dice: barrunto, pienso, que Juan se vio obligado a hacer esasdeclaraciones, los versos habían alcanzado una difusión dentro y fuera de España que impedía sudestrucción, su desaparición, su quema. Entonces... ¿qué crees que harías tú si te vieras en la supremanunciatura apostólica? No sé qué responder. Llegó a escribir, más tarde, estos enigmáticos versos:«Aquella eterna fonte está escondida, / que bien sé yo do tiene su manida, / aunque es de noche». Y meexplica que el «aunque es de noche» cierra todas y cada una de las estrofas. Comienza a treparme porel pecho, arañándolo, un temor conocido. Sospecho que me está tendiendo una trampa. Hace una señapara que nos alcancen una tercera jarra de vino. Pide unos buñuelos. Llena las copas. No sé si laparsimonia de los movimientos y el silencio que guarda es el tiempo que se toma para organizar unarespuesta o indicación de que la conversación ha llegado a su fin, es decir que yo la he frustrado.Aunque el último pedido puedo interpretarlo como de buen augurio. Comemos y bebemos sin hablar,como si flotáramos en el vocerío encerrado en la posada, en los vapores de frituras y humos. Desdeafuera nos llegan las corridas y gritos de una refriega. Yo nada he dicho, pero igualmente me explica:Con todo, condescienden en que coexisten en Juan el místico enamorado de arrobada escritura con elversero que con habilidad de orfebre ajusta a la perfección cada palabra con la otra. Un fraseo seme-jante inmoviliza, ataja, cualquier posible comentario mío. Sospecho que fui imprudente, indiscreto, yapuré las cosas. Pero no aguanto más y le digo que se está burlando de mí, que me está usando comodiversión malsana. Pero, sin atender mi queja, me suelta este otro, también de Juan, parece que escritocuando hacía muchos meses no veía a Teresa, por una y otra razón, cuando preso por los CarmelitasCalzados cree que su Teresa lo ha olvidado: «Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y hermosura;/ mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura». Lo que yo ledescubro es un imprevisto entusiasmo que hasta ahora había sabido esconder y que parece haberpuesto de manifiesto más el vino que mi interés. Y entonces suelta al pobre Juan pero se la toma con laTeresa y me pregunta qué diría yo si una mujer que me ama y a la que yo también amara, me dijera,luego de haber estado esperándome y ansiosa por verme: «Ay, qué larga es esta vida! / ¡Qué duros

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estos destierros! / Esta cárcel, estos hierros / en que el alma está metida. / Solo esperar la salida / mecausa dolor tan fiero, / que muero porque no muero». O qué pensaría yo si al separarnos ella mehiciera llegar una misiva que dijera: «Tiróme con una flecha / enarbolada de amor, / y mi alma quedóhecha / una con su criador; / ya yo no quiero otro amor, / pues a mi Dios me he entregado, / que es miamado para mí / y yo soy para mi Amado». Pero los doctos dicen que «Dios» es Dios y no reflejo desu amado, añade, para enseguida cerrar el hato que ha venido haciendo con un cintillo perfecto en lalógica de sus argumentos: Luego de los votos, siendo profeso, Juan pidió más de una vez ser solamen-te hermano lego, más de una vez, sí, lo sugirió, lo suplicó, pero no se lo permitieron. Y así pasaron esosaños hasta que concluyó con éxito unos estudios de teología, y finalmente, es muy posible que para susorpresa, lo ordenaron sacerdote. Le pregunto si conoció o fue amigo o cofrade de los tales Juan yTeresa, qué de común tuvieron los tres, y al instante caigo en la cuenta de que he sido indiscreto denuevo. Tal vez es mi interior profundo que me hace actuar así para alejar caminos impropios. Sinembargo me dice: Vamos a separarnos muy pronto. Tú por tu camino, yo por el mío. Quiero decirtealgo. Las declaraciones, en suma los comentarios, que Juan hizo de sus canciones, le fueron solicita-das dos años después de la muerte de Teresa porque sus escritos habían sido considerados sacrílegos,aunque hoy se esté pensando decir otra cosa de ellos. Los que están en nuestro poder se mantienen ensecreto. No cualquiera puede llegar a ellos y si te damos alguno para que lo leas es porque confiamosen tu buena fe. Tienes que saber que los doctos vienen estudiándolos desde antes de su fallecimientoporque advirtieron concomitancias con varias herejías. ¿Vas entendiendo? ¡«Concomitancias»! Comono pudieron quemarlo en la pira ahora estudian la posibilidad de darles licencia para su publicación.Naturalmente, incluyendo «las declaraciones». Le pregunto si habla en primera persona del plural pormodestia solamente. Pero solo sonríe. Complejo este Eglin.

[...]Complejo, complejo... Aún así, no me parece un tipo de mala uva. Antes de separarnos me instruye

en la manera de ubicar a un tal Vanini, también fue fraile carmelitano, no sabe si dejó los hábitos, tal vezlo siga siendo, no sabe. Puede andar por Boloña, o por Venecia o en Padua. Curioso: el tal Vaninitambién es oriundo de Nápoles o de un pueblo cercano. Si paso por Medina del Campo que busque aun dominico de nombre Báñez. Suelta la lengua, no esperaba que lo hiciera, me da otros nombres,maneras de ubicar a personas que podrían iniciarme en los secretos. Otro estremecimiento: empiezo aver más nítida la existencia de una red, una red muy sutil, que abre o cierra la malla, según lugar,momento, pertinencia. Vuelvo a ojear los textos que me ha acercado; comprendo que en la mayoría delos casos me da acceso a una parte de la obra, a unos breves fragmentos, para estudiar mis reaccionesy valorar si vale la pena y es conveniente darme a conocer más. La idea de la red es ahora más fuerte.Vuelve a mencionar a Vanini, me advierte que puede esconderse bajo varios nombres de pila, JulioCésar, Lucilo, Lucilio, el escalofrío es ahora más profundo: parece que el tal Vanini tiene vínculosestrechos con el embajador inglés en Venecia y con el embajador de Venecia en Londres, tanto una uotra vía pueden favorecerme si deseo viajar a Inglaterra. Y repite, como al pasar, que no deje de dar unavuelta por Ávila y por Medina del Campo.

Nos despedimos. Lo hicimos antes de ayer, ayer, hoy, mañana volveremos a hacerlo, siempre antesde despedirnos me suelta algún dato más, que registro de memoria, ya he aprendido a no escribir estainformación. Decidimos ir a visitar una vez más a las mujeres. Ya me causa gracia. Debe ser unaestrategia, es una especie de proceso que responde a una lógica que no comprendo, quizá sean pasosde una magia. Pero los pasos son lógicos. Una lógica que no capto, una lógica que resbala, cae,escurre.

[...]

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Complejo este Eglin. Me hace una seña para que dejemos solas a las mujeres, para que pasemos a lahabitación contigua. Todo pasa... y todo queda, dice. No parece preocupado por el porvenir, no loinquieta la posibilidad de que el pasado lo haya engañado. Del pasado lo intriga lo inagotable de lo queha sido, de lo hecho, de lo dicho. Me resulta un pensamiento paradójico... Casi absurdo, le digo. Loimperfecto me tiene sin cuidado, aclara, el verdadero Jesús está metido de contrabando en el NuevoTestamento, se les coló a los Atanasio, a los Agustín, a los Jerónimo, ¡se les coló!, como también se lescoló nuestro Juan de Yepes; es casi increíble que no se hayan dado cuenta de que Jesús no nos dejó unsistema cerrado ni acabado, sino todo lo contrario, porque es más bien desordenado; Jesús es sobretodo un método, pero un método muy especial porque consiste, esto sí es una paradoja, compadre,consiste en salirse del camino. c

Fiesta de los trabajadores de la Casa por sus veinte años: Manuel Galich, Roberto Fernández Retamar, Alfonso Camino,Haydee Santamaría, Rolando Sánchez y Mariano Rodríguez

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La luz de la bahíaalza sus blancas columnasante el estupor del viajero, siempre a la sombra,ladeando la punta de su boina blancapara apresar con sus ojos,la inmensidad de las aguasy esa espuma, como las columnas de la bahía a esta hora,visitada por el ángel de los ancestros,escoltada por el piar de unos pájaros breves,que alzan su vuelo primitivo ante los velerosimpasibles testigos del látigosobre los torsos sutiles de las sirvientas negras,oh sus rostros calados y sus manos callosasy sus senos que amamantaron y dieron luz,en los manteles que animan los vientos alisios,al cuerpecito de Saint-John Perse,mecido en el sillón de ébanode las robustas y seguras sirvientas negras,cantarinas como las aguas de los islotes,dibujadas en la memoria de las islasfijas en asombrosas páginasde Alejo Carpentier y Nicolás Guillénporque sus aguas fundaronno solo el tabaco rojizo de una piel criollasino el grano de café y los rones vertidosen medio del relámpagoo sobre la sal de los tornados en octubrecomo la aparición del humo de cada amanecerentre las faldas de las mujeres esenciales,suaves como la luz alzadaen el esplendor de los cielos,sobre las aguas de la bahía de Pointe-à-Pitre.

NANCY MOREJÓN

Escrito ante el portal de Saint-John Perse

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I

Alquimista, La Habanabarba de Camilonegra y roja vestimentanegro el espejo que nos reflejaentre columnas de todos los tiemposbodega de café, blanca azúcarapenas a unas callesdonde se ejecutaba la tratamarea de rostros que retornandesde lo azulhacia noches de trompetasel tres y el bongóun telón de fondoY en el pisoel estruendoso resonarde la armaduracuando cae.

II

Estás en Cubadice el Chedesde una camisetavoces, voces, vocesla Casa de las Américas un techoque cobija la memoriael tiempo una fábulaLa Habana un puente, puertaestación de trenes hacia todas partesla Casa de las Américas

CHIQUI VICIOSO

Ítaca

A la Casa de las Américas en sus cincuenta

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tierra firmeY en el pisoel estruendoso resonarde la armaduracuando cae.

III

Puertola Casa un caleidoscopiode todas las lucesaguas lilas, verde olivoel Atlántico y el Pacíficoentrando y saliendopor todas sus puertas y ventanaslos artistasmarineros arribandocon la piel agrietadapor la agrietada inclemenciade la desesperanzaY en el pisoel estruendoso resonarde la armaduracuando cae.

IV

Abrazo, pausa, risala Casa, caribeña Penélopefaro en la mirasentada frente al muro–tranquila en su certeza–tejiendo y entretejiendola cultura de AméricaY en el pisoel estruendoso resonarde la armaduracuando cae.

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V

La Casaverbo a la esperay verbo que arribasala, umbraldonde desnudos y descalzosregresamosal útero universalde lo fraterno. c

Mujeres en Líne@: Mujeres y ciudades: las arquitectas, 2008

Coloquio Internacional Ciudad y mujeres en lacultura y la historia latinoamericanas y caribeñas(2009): de izquierda a derecha Luisa Campuzano,directora del Programa de Estudios de la Mujer,Aurora Alcaide Ramírez, Mirelis Brínguezy Danae C. Diéguez

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En el mercado de las pulgas he encontrado un ejemplar de una viejanovela policial, Suicidio por mandato, del escritor Dwight MacFarlane.Hace tiempo lo andaba buscando, por recomendación de una amiga quevive en Escocia, la antropóloga Marthe Hometower, quien lo había leídohace unos quince años. Había perdido el libro, pero siempre me lo reco-mendaba con entusiasmo. La casualidad me premió con esa sorpresa.

Se trata de una novela de espionaje, más que policial, y narra unaintriga sucedida en un país europeo, cuyo nombre no se especifica. Elperíodo también es incierto, aunque se puede conjeturar que la acciónsucede no hace mucho tiempo. El protagonista es un investigador ytodo deja entender que se trata de una de esas series con un protagonis-ta fijo que desentraña misterios en cada episodio del avatar. No conozcootros libros de MacFarlane, porque no leo novelas seriales.

En la novela, el Primer Ministro de ese país ficticio tiene como ene-migo al jefe de la policía secreta. Por una razón que no se logra enten-der, el poderoso espía no puede ser removido de su cargo, y el altomandatario tiene que gobernar con la fastidiosa espina de un enemigo enel flanco.

Todo el mandato del primer ministro, míster Rider, está entorpecidopor las trampas que le tiende su enemigo, míster Mills. Este se vale,entre otras artimañas, de un periodista, míster Maple, para atacar a suadversario. Maple usa todas las armas de la libertad de prensa parainjuriar al paciente míster Rider. Poco a poco, los denuestos del perio-dista suben de tono y pasan a algunos parientes del Primer Ministro.

Un día, Maple aparece muerto en un hostal. Un balazo le ha atravesa-do la sien y una carta firmada anuncia el suicidio. El fiscal encargado delcaso liquida la cuestión según las evidencias, pero los amigos del muer-to no creen en la versión oficial. Sospechan que detrás de la muerte delperiodista hay alguna maniobra oscura. Entonces contactan a un inves-tigador privado, el famoso (según la ficción de MacFarlane) místerCheesapeake, quien comienza su búsqueda de la verdad.

La novela relata las entrevistas de Cheesapeake con la viuda, con laamante, con el amigo íntimo y hasta con los hijos del difunto. Como en

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toda novela de intriga, cada uno da versiones contrastantes, pero el mosaico se va formando. Conaudacia, el investigador llega a contactar al jefe de la policía secreta, míster Mills, quien, como esnatural, niega toda relación con el occiso.

Quizá el final de la novela sea lo mejor. Cheesapeake llega a una conclusión: Mills ha maniobrado aMaple todo el tiempo, pasándole informaciones que solo un miembro de la policía secreta habríapodido poseer. Cuando Maple se propasa y comete el error de exponerse demasiado, al punto queRider está por descubrir quién lo patrocina, Mills atrae a su marioneta al hostal, y con la complicidadde un sicario, lo elimina y escenifica el suicidio. Con un doble objetivo: deshacerse de un colaboradorpeligroso y hacer correr el rumor de que el Primer Ministro lo ha mandado matar. El protagonista tieneun solo problema: no puede revelar la verdad a quien le ha comisionado la investigación, pues para losamigos sería un insulto saber que Maple era menos que un espía.

Entonces decide escribir un artículo en clave, para el periódico de mayor circulación. Por desgracia(y aquí la novela termina) no puede hacerlo, porque todo el espacio está ocupado por un debate entrelos intelectuales del país, que discuten arduamente sobre la conveniencia de las reseñas literarias en laspublicaciones periódicas. Entonces se resigna, y escribe un largo informe en el que Maple aparececomo un héroe que ha preferido quitarse la vida antes que renunciar a los altos ideales que guiaron suexistencia. Cheesapeake no describe cuáles son esos ideales. No hace falta. Los amigos le creen. c

Edward Kamau Brathwaite y Roberto Fernández Retamar (2000)

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Dicen que los poemas no sirven para nadaQue los fusiles son más fuertes que las palabrasPero es la guerra lo que hay que matarLas palabras de paz son inocentes y débilesNo cargan heridos en sus brazosNo sepultan cadáveresNo vociferan en las fronterasAvanzan comoLentas semillas amadas por un destelloGraves tortugas de carapacho celestialAves indispensables al amorTodos los días en marchaTodas las noches en acciónPara que muera la guerra del hombre contra el hombreLa tierra es tan solo un pretexto donde se incendian sus ojosLas religiones iluminan hoguerasY las manos, apagadas al encontrarse de nuevo con la muerte, díasLas palabras de paz se parecen a las palabras de los cobardesLas encontramos a menudo en los ojos de los cadáveresBajo los techos derrumbados por todo el peso de la sangreEn las banderas donde se arropan los sarcófagosMientras repitenHay que matar a la guerraLa guerra cualquier guerraLa guerra del que enarbola sus razonesLa guerra del que se avergüenza de su sin razónLa guerra que prende fuego a los poemas indefensosLa guerra

ERNEST PÉPIN

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Que retuerce las palabrasQue aplasta las floresQue corta el cuello del solY que convierte al día en un humo sin nombreLas palabras de pazPidieron socorroSiguen detrás de los fantasmas de los pueblos masacradosDenuncianProtestanFirman peticiones que son balas de tintaPiden perdón a la madreA la hermanaA la esposa ahogada en sus cabellos viudosAl viejo postrado en un jardín de horroresAl niño cuya infancia juega con criminalesDicen que un poema no sirve para nadaQue la fuerza le pertenece a las bombasQue la verdad se impone sobre la espalda de los más débilesYo digo que este es un poemaDepositado al pie de la locuraUn poema sin fusilSin las botas de la desesperanzaSin un grito de odioSin armas y sin mediosUn pequeño poema que teme a los humanosQue pelean por la causaQue aplastan hormigas bajo las esteras de los tanquesUn poema de agua pura y de aire sin contaminaciónUn poema que sostiene en su mano una cucharaQue deberíamos beberComo un te hecho por una campesinaComo un sorbo de amorComo una gota de toleranciaPorque lo que hay que matar es la guerraNunca han servido para nada las guerrasDigo que este es un poemaUn poema color de hoja verdeCuyas palabras desarmadasSostienen la paz

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Oponiéndose a las invasionesA las colonizacionesA los muros sordos y ciegosY reclaman que Palestina sea una tierra de pazUn Estado de derechoUna vida que fluya y cante como un poema

Faugas, 3 de enero de 2009

Traducción del francés por Nancy Morejón

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El Caribe de George Lamming, coloquio convocadopor el Centro de Estudios del Caribe, en 2007, parahomenajear al intelectual barbadense, presente en el evento,en su octogésimo aniversario

Conferencia impartida por Nancy Morejón en la jornadainaugural. A su derecha Yolanda Wood, directoradel Centro de Estudios del Caribe

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Como no sé cuándo boi a morirme, pero tengo sus señas,qiero agradeser la grasia, la majia de Cuba i lo cubano.Resultará un poco larga la enumerasión de este poemacombersasional, qe por ejemplo,aprendí del maestro continental de la nueba poesía:mi qeridísimo, mi dulsísimo ermano mayor RobertoFernández Retamar, en cuyas manos,madres de esa estratejia de dugtilisasión de lo profano,lo sagrado i lo popular, lo culto, lo oculto ilo imbisible –‘siempre qe sea entrañable’–,lo entrego a sus amores radicales: su Cuba i sus Cubanos.Lo de ‘cubano’ como categoría, me lo enseñó Cintio Vitier,mi tío más sangrado. Ijo de Juanramón i de Lezamai jemelo infinito de su Fina –esaintelijensia jigante, recatadapor su finura, mayor aunqe paresca imposible–, entonsestía jimagua de este exjoben. Todos martianosi vallejianos, i respetuosos asta de locosdesde Rubén Darío a Roqe Dalton,después qe fueran siertos i justos. Nose conformaron con darme éso: También me regalaronel reconosimiento de mi Puertorricoi el respeto incondisional por mi puertorriqeñidácomo moneda dura de dignidá sirculante i contante(«morada», «mónada» i «monema»,pudieron ser palabras tan exagtas).Roberto publicó cosas de este peqeño ermano

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lado con lado de figuras mundiales; Cintioauspisió mi ambre sin reparo,i mis resetas de cosina; Fina García Marruzme lo dijo tan lebe como nadie. Después binieron cómplises. Qe no boi a agotar,porqe ai qe recortar (son reglas del poema);pero también porqe ser mi amigo es arriesgado–‘cómplise’ incluye un trato de espionaje–,aunqe ya los primeros aqeyos se tiraron de pecho. Víctor,Emilio, Arturo i Albertico, den la seña a los otros.¡Asta Ernesto Cardenal me yegó por Cuba! Por si ésto no diera todabía una transfusión de sangre sufisiente,la única ija qe bibió mi bida –el poema,el ensayo, el operatibo más perfegtoqe e tenido la dicha de gosar en cumplir– la parióuna cubana, artista i rebolusionaria por demás,fuera de su isla, en la mía también suya,como declaro aqí qe Cuba es también mía,patriota puertorriqeña como Lola Rodríguez fue cubana:Para no olbidar nunca ese orijen sagradomi ija se yama Yara. Mi maestro definitibo Juan Antonio Corretjer,en cuyo Sentenario redagto esta notisia,se crió oyendo cansiones mambises. ¿Cuánto de ese alimentoyegó asta mí en la leche qe no tube?I la Rebolusión enorguyesió toda mi jubentú.Todas las jenerasiones americanas simultáneas de los 60,por una década bibimos el Presentecon su sentro en nosotros. Qe ubiéramosde respirar el mismo aire qe FidelCastro en la Istoria de la Tierra –¡i nosotros,con las agayas, la medisina del salitre!–,es una encarnasión gososa: Somos testigos,como los de Jeshona i Gautama. Sin relijiónFidel sirbió la misa de la Desensia i el Balor,Martí i Albizu las dos mitades de su Ostia. Cuba fue una epopeyade berdá, no en paqines ni películas.Los superéroes bajaron de la literatura

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culta, erudita, proletaria i de farándula.Toda la umanidá se yamó Cuba. / No sigo. Algún decoroai qe guardar asta para agradeser.¡Qe Biba Cuba, coño! ¡I Biba Lo Cubano!(E consumido mis setenta líneas.) c

Encuentro de guitarristas en 1978: Leo Brouwer, AlirioDíaz, Issac Nicola y Antonio Lauro

Encuentro de artistas (1981): Mariano Rodríguez, Mercedes Sosa,Chico Buarque y Pablo Milanés

Concierto en 2005 de Gilberto Gil. En la fotocon Elisa Lucinda

Concierto Canciones por Santa Fe: Víctor Heredia,Silvio Rodríguez, Carlos Varela, León Gieco y Vicente Feliú (2003)

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Hablaban de la guerra como si no la hubiesen perdido hacía más detreinta años. Y como si aún pudieran ganarla. Remembraban las trage-dias de esos tiempos con tanto ardor como la de ayer mismo, y elsuicidio reciente del alférez Bautista adquiría en sus conversaciones elrelumbrón de una tragedia tan vieja como ellos. De pronto esa muerteparecía también una farsa, una mascarada idéntica a nuestra conmemo-ración anual de la batalla del Zurco, con su aire de efeméride escolarbañada en sangre de apilex y cañoneada con cohetones comprados dondelos chinos. Se mató como un valiente, dijo el capitán Margules cuandoentró renqueando en el café de mi padre. Sus camaradas asintieron alunísono como si la sentencia fuese una orden incuestionable. Pero elresto de los presentes no acabábamos de creer lo que estaba ocurrien-do. ¿No habríamos tenido que oír el disparo quienes vivíamos cerca dela casa del alférez? ¿Por qué había de matarse nadie a sus años? ¿No lohabíamos visto la víspera, charlando con los veteranos en su eternobanco de la plaza, afinando con ellos los últimos detalles de la próximaconmemoración de la batalla del Zurco?

Lo encontró el propio capitán Margules, quien fue a buscarlo cuandose hartó de esperar a que llegase para el vino de mediodía. Ni diez minu-tos concedió al desgraciado alférez para presentarse: a las doce conocho el capitán miró su reloj, emitió una maldición y salió bufando delcafé como si aún tuviese potestad sobre su camarada y acariciara elpropósito de hacerle fusilar por insubordinación, por lesa majestad, opor lo que me venga en gana, maricón, que ya está duro el alcancel parazampoñas. Así iba gritando el capitán por el borde de la calle que condu-cía a la casa del suboficial Bautista. Así gritaba todavía cuando empujóla puerta y olfateó el dulzor de la pólvora quemada, la consistencia de lamuerte recién impresa en los muros y en la mesa camilla, entre los restosde una cena a medio terminar y sobre el camastrón donde naufragaba elalférez Bautista en un charco tan abundante que era difícil creer quetanta sangre pudiera haber pulsado alguna vez en un cuerpo tan pequeño.Solo al verle el capitán Margules bajó la voz y susurró qué mierda,Quinito, a buena hora se te ocurre reventarte el ánima. Qué mierda, repitió

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cerrándole los párpados con un ademán cien veces repetido cuando ambos eran jóvenes, pero tandulce esta vez que luego el capitán dio gracias al cielo de que nadie lo hubiese sorprendido en uninstante tal de debilidad.

* * *

El capitán Nicolás Margules organizaba reuniones semanales donde los veteranos del Regimiento SantaEngracia discutían la celebración de su única victoria en una guerra remota y más bien turbia. Convo-caba a los sobrevivientes de la Batalla del Zurco con una autoridad tan marrullera como incontestable.Los reunía cada jueves en el café que regenteaba mi padre en los portales de la plaza. Y si había unnuevo dato aportado por el recuerdo cada vez menos fiable de sus camaradas, o por la diligenciaarchivística del alférez Joaquín Bautista, el capitán se aplicaba enseguida a perfeccionar el ritual.Afinados los detalles, los veteranos revisaban la batalla de punta a cabo como si en efecto estuviesen enun tris de volver a jugarse el pellejo frente a los federalistas. Repasaban su coreografía guerrera con unentusiasmo en el cual los acontecimientos del pasado adquirían esa vigencia solemne que solo parecereservada al futuro: una posteridad de disparos que todavía, por extraño prodigio de la memoria,parecían aún por detonarse en la vasta llanura del Zurco. Aquí arraigaremos dos baterías, anunciaba elcapitán Margules señalando con su bastón de mando el mismo mapa de campaña en el que medio sigloatrás habrían diseñado su triunfo los oficiales del Regimiento Santa Engracia. Los rodearemos por elflanco derecho, proseguía. En esta loma hay que andarse con cuidado, señores, porque en ella abatie-ron los federalistas al general Iruegas, quien cayó del caballo sin quitar la mano del sable, la izquierda,se entiende, porque era zurdo. Aquí rompimos a las mil quinientas la columna del Sexto de Zapadorescon un saldo de ocho de los nuestros contra veintisiete de esos cabrones, sentenciaba en sus ensayosel orgulloso capitán Margules.

En el cafetín de mi padre, convertido de pronto en un estado mayor de carcamales, el alférezJoaquín Bautista presentaba luego una maqueta que él mismo había fabricado con lingotes de plastilinay macizos de árboles raquíticos tan parecidos a los reales que hasta se antojaba ser enano para tumbar-se a su sombra. De repente aquella imagen micrométrica de nuestros campos de labranza se llenaba desoldaditos de plástico pintados por el alférez Bautista con la infinita paciencia del niño envejecido en elque para entonces se habían transformado él mismo y sus compañeros de lucha. No bien colocaba sumaqueta sobre la mesa, el alférez se ponía muy serio y recitaba una elegía por sus camaradas ausentes,no solo quienes murieron en la batalla del Zurco, sino aquellos que a partir de ese día glorioso habíanido sucumbiendo al paso del tiempo o a la impiedad de aquel ríspido aguardiente que desde la capitula-ción se había convertido en el más devastador enemigo del Regimiento Santa Engracia.

Cuando terminaba su letanía el alférez, el capitán Margules retomaba la palabra y decía: Esta es laBatalla del Zurco, señores, tal como ocurrió, y es una vez más nuestro deber luchar en ella para gloriade nuestra Segunda República y para ejemplo vivo de las generaciones por venir. Con esa mismacantaleta nos salía más tarde el Señor Regidor cuando se acercaba la fecha de la conmemoración. Asínos sermoneaba también el cura cada tercer domingo del año y cada día por la tarde desde un mesantes de conmemorarse la histórica contienda. Así lo recitaban con desgano mi padre y los padres demis amigos, como lo habían hecho los suyos desde la guerra, una guerra que para nosotros venía aindicar poco menos que el principio mismo de los tiempos.

A los niños de ese entonces nos parecía que aquel evento no se verificaría nunca, y que de tananunciado tendría que fracasar, por lo menos una vez en su historia, gracias a un meteoro justiciero oa un decreto presidencial que nos liberase de aquel discurso machacón que francamente nos causaba

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más gracia que alegría. Pero la fecha llegaba indefectiblemente. La conmemoración volvía siempre anuestra vida con su constancia absurda y paquidérmica. Llegaba el día exacto a la hora exacta, y habíaque ver cómo se las gastaban entonces los ancianos del Regimiento Santa Engracia. Ese día el airepueril de sus reuniones en el cafetín de mi padre se esfumaba por momentos para hacerlos parecerauténticos, casi épicos. Se diría que una conjunción de astros les había insuflado la noche previa algúnmodo de sangre nueva. Atildados y soberbios, los veteranos bajaban muy de mañana las escaleras deledificio municipal golpeando muy fuerte las baldosas, con energía castrense inusual para su edad. Losque habían sido oficiales se llevaban la mano a la sien al cruzarse con el Señor Regidor y el capitánMargules, que estaba junto, y luego la dejaban caer con un desgaire de cadetes digno de mejorescausas. Salían después a la calle principal, haciendo retumbar la grava, braceando, tal vez marcándosementalmente el paso. Entonces, viniendo no se sabía de dónde, de una ventana abierta o del enrejado deun balcón, se escuchaba un grito impertinente que les hacía volverse rígidos de furia buscando alculpable anónimo sin la menor esperanza de identificarlo, pues en el fondo sabían que ese ofensivogrito sin dueño era también parte inseparable de la conmemoración: En el Zurco, en el Zurco, losdisparos son de salva. En el Zurco, en el Zurco, Iruegas combatió de espaldas. Tras el balcón o laventana, el gritador se escabullía siempre sin mayores consecuencias, protegido por el salvoconductode ser todavía un niño, siempre un niño, el más audaz de aquella tarde, el que habría sido designado porsus pares para iniciarse con ese grito en nuestra propia e incipiente hermandad, una cofradía que a sumodo era también una maqueta pueril y liliputiense del Regimiento Santa Engracia.

Ahora pienso que gritar así y aquello en los fastos de la Batalla del Zurco era nuestro modo dereconocernos, una insignia para integrarnos sin dolor a la burlería de nuestro pasado pueblerino. El gritorimado era un ultraje inevitable, aunque nunca podíamos estar seguros de por qué indignaba tanto a losviejos del Santa Engracia. Entendíamos apenas que aquel estribillo era un cuestionamiento esencial, lamancha necesaria en una historia que se quería inmaculada, el recordatorio de algo ignominioso que nisiquiera nuestros padres entendían, aunque igual lo habían gritado ellos cuando niños, y aunque ahoraellos mismos nos reprendiesen con impostada dureza cuando acabábamos de hacerlo: Si te atrapan,mocoso, el capitán te levanta una marcial aunque tengas menos de diez años, si te atrapan, pendejo, tefusilan sin sumario los héroes del Santa Engracia. Ante tales amenazas, pensábamos que aquel grito sobreel general Iruegas debía ser un insulto no solo contra los veteranos sino contra el pueblo entero. Unescarnio ritual que no obstante escondía un secreto terrible que saldría a flote más temprano que tarde,como hizo al fin, cómo negarlo ahora, el negro día en que el alférez Joaquín Bautista se mató, vaya cosa,señores, disparándose en el pecho cuando rayaba la venerable edad de setenta años.

* * *

Nos habíamos resignado a sus alardes como otros se resignan a quedarse calvos. Nos habíamosacostumbrado a que la conmemoración de la Batalla del Zurco fuese parte de nuestra vida y de nuestramemoria. Pero jamás nos hicimos a la idea de aceptar a quienes eran contratados cada año paraencarnar al enemigo federalista. Llegaban por oleadas en agosto. Se instalaban en nuestras casas,plazoletas y jardines con una chulería marcial que parecía diseñada para que en verdad los odiásemos.Era como si la correcta escenificación de la Batalla del Zurco exigiese también una auténtica preven-ción hacia ellos, la atmósfera de un pueblo en verdad ocupado, siempre a punto de ser expuesto,violado, escarnecido por un ejército avieso.

Ahora entiendo que a los viejos del Regimiento Santa Engracia les gustaba cultivar aquella xenofo-bia, tal vez porque sabían que al derrotar a esa detestable tropa de forasteros se allegarían algún tipo de

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gratitud, ya no solo durante la conmemoración de la batalla del Zurco sino en una auténtica contiendaentre los de Aquí y los de Allá. Era habitual que nuestros padres se quejasen de los modales delenemigo, carajo, que se apropian de las cantinas y las pensiones, mierda, que se sienten dueños hastade la luz del día. En cualquier caso, sabíamos que aquella soldadesca de pacotilla nos acarreaba dinero.Los forasteros eran financiados por el Ministerio de Cultura en sospechosa colusión con una sociedadinternacional de individuos consagrados a la reproducción de batallas célebres por el ancho mundo.Venían en autobuses escolares y dilapidaban fortunas en comida y aguardiente. Era necesario queviniesen putas de otros pueblos para atender la urgencia de esa marea descomunal de hombres relati-vamente jóvenes que no acababan de tomarse en serio su misión de dejarse derrotar por una tropa deancianos cada vez más diezmada. Poco antes de la llegada de los forasteros, las calles eran reconstrui-das y las casas repintadas. En los últimos años llegaban también con ellos los técnicos de una televisoralocal que se encargaban de registrar el magno evento. Llegó a decirse que alguien había visto unprograma dedicado a nuestros fastos en un canal de televisión extranjero.

Entretanto el enemigo se instalaba ruidosamente entre nosotros y se alistaba para la batalla como siesta solo fuese una vacación con gastos pagados, una oportunidad para olvidarse por un rato de losestudios universitarios o de una cotidianidad de oficinistas que de cualquier modo era más apetecibleque la vida de provincias. El desprecio de esos hombres por nuestras cosas iba a parejas con laveneración con que los miraban las muchachas, quienes recibían de sus madres un fárrago de adver-tencias que no siempre resultaron efectivas. Apenas un año antes de que muriese el alférez Bautista,nos sacudió el escándalo de un mozalbete de belleza extraordinaria que había llegado con los otros pararepresentar, si mal no recuerdo, a un sargento primero de las fuerzas federalistas. El joven no debíatener ni veinte años, pero se comportaba con la altanería de un general de división. Era un seductor decepa, la antítesis de los viejos del Regimiento Santa Engracia. Sus compañeros le trataban con laadmiración que espolea la hermosura, y los nuestros le repudiaron enseguida como si su mera existen-cia fuese una aberración de la naturaleza. Los jóvenes del pueblo percibieron de inmediato el peligro desu competencia entre las muchachas. Por eso se dieron pronto a criticarlo por sus modales afemina-dos como si con ello pudieran enaltecerse por simple comparación o porque entre ese señorito deciudad y los recios campesinos del llano tenía que haber por fuerza una insuperable diferencia de casta.Con todo, no hubo entre ellos desencuentros. Las francachelas del muchacho se limitaron a los luga-res, las mujeres y las calles que le estaban reservadas, de modo que llegamos a creer que su visitaquedaría en nuestros anales sin pena ni gloria. No fue así: un día antes de la conmemoración de aquelaño, el hermoso sargento federalista amaneció muerto en el burdel de un pueblo vecino, acuchilladocon una saña que más de uno juzgó merecida por corresponder a la desazón que su mera presenciahabía llegado a provocar entre los nuestros.

* * *

Como un valiente, siguió diciendo el capitán Margules con un énfasis que muy pronto comenzó a serenervante. Se merece por lo menos la Medalla al Buen Servicio, acotó a su vez el raso Béjar, demasiadoalcoholizado para una hora tan temprana. O un funeral patriótico, dijo algún otro, pues nadie como elalférez Joaquín Bautista había aportado tantas luces al conocimiento de la Batalla del Zurco. La idea nopareció mal a los que esa tarde estaban en el cafetín de mi padre. Ya iba siendo hora de tener por esosllanos unas exequias como Dios manda. Quizá entonces los miembros del Regimiento Santa Engraciapodrían dejar de lado sus uniformes de campaña y desembaular los uniformes de gala que no usabandesde hacía tres lustros, cuando el Gran Brigadier visitó el pueblo para darles un reconocimiento. Por

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un instante el alférez suicida se disolvió en el aguardiente, y la nostalgia sembró en los viejos unasonrisa que parecía de gratitud, como si la extinción de su camarada les diese una oportunidad paradesempolvarse, ya no solo con el pretexto de la batalla sino por un entierro militar como no se habíavisto desde los tiempos del frío. Allí estarían todos, ataviados como húsares, cargando de seis en seisel baúl abanderado del honorable Joaquín Bautista, valiente amigo, muerto en el cumplimiento de sudeber, celoso guardián de la sacratísima memoria de nuestros héroes, pilar de la nación. El SeñorRegidor podría después pronunciar una emotiva arenga desde el balcón que daba a la plaza, y el restodel pueblo vería a los sobrevivientes del Regimiento Santa Engracia alineados abajo, sable en mano,conteniendo con prestancia la expresión del hondo sentimiento que les daba perder a un camarada deesas dimensiones, señores, un titán que apenas ayer habría sido solo un viejo, otro más, que jugaba alajedrez en los bancos de la plaza y consultaba ostentosamente el reloj de bolsillo que le habría entrega-do en su agonía el propio general Iruegas. Aquel reloj ahora pasaría a manos de su sobrina, que estaríatambién en las exequias como una viuda pulcra, llorando, ella sí, la muerte de su señor tío, ay, tandecente que ni parecía soldado, tan bueno que hasta escribía poemas y le costaba trabajo no querer alenemigo. Yo no entiendo de estas cosas, solía decir la mujer cuando visitaba a mi madre, pero créameque mi tío era un hombre pacífico, no estaba nada bien con las valentonadas de sus compañeros, yhasta llegó a hacerse de palabras con ellos cuando le reprocharon que conviviese con los forasterosque hacían de federalistas. Nunca vi rabiar tanto al bueno de mi tío como el día en que le dijeron quehabían acuchillado a uno de los federalistas allá en Cruz de Piedra. A mí me parece que fue entoncescuando el mundo se le vino encima, comadre, porque créame que desde entonces las cosas nuncavolvieron a ser las mismas entre mi amado tío y los del Santa Engracia, vaya una a saber por qué.

* * *

Imaginaban las exequias del alférez Bautista y sentían que estaban de vuelta en sus años de gloria. Sealegraban aunque sabían que no era cierto, porque en el fondo había cosas que no podían ser igual queantes y que en la muerte de su camarada había algo de sentencia. Era tan claro como el hecho de quecada año se les moría alguien, tan visible como que estaban cada día más viejos y que ninguno de ellospodría resucitar para el entierro del alférez su uniforme de gala, pues ya desde la visita del GranBrigadier sus galas presentaban heridas de polilla mayores que de bala. Y aunque esa tarde lo desearande otro modo, aunque se jactaran de la fidelidad de sus conmemoraciones, del entusiasmo de susactores y del realismo del vestuario de los federalistas, se daban cuenta de que por más que insistieranen ajustarse a todo aquello la vejez cobraría al cabo su saldo inevitable. Ya resentían en el cuerpo lascaminatas hasta la llanura del Zurco, la fatiga de la belicosidad, el peso de las armas. Ya comprendíanque no iban a durar así mucho tiempo, y que en la muerte del alférez había cosas que no encajaban.

Recordaban a su pesar que en los últimos meses las aportaciones del alférez, su más devoto com-pañero, habían sido errátiles, y que sus notas recientes sobre la Batalla del Zurco estaban llenas deincorrecciones que en otros tiempos ni él mismo se habría permitido. Pero lo más grave era que latransformación del alférez Joaquín Bautista había dejado de ser un secreto, y que en el pueblo enterose rumoreaba que días antes de su muerte algo se había quebrado en la hermandad, algo que todosresintieron profundamente cuando supieron que se había quitado la vida. En voz baja y de noche, mipadre aseguraba que en una de sus últimas reuniones el capitán Margules había reprochado duramenteal alférez que cada vez les informase menos de los resultados de sus incursiones en los archivos delMinisterio de Guerra en la capital. Añadía a esto mi padre que esa tarde el alférez Bautista no tomó muybien los reclamos de su antiguo superior, y le insinuó con evasivas que había cosas que es mejor no

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saber, Nicolás, y si tanto te interesan los resultados de mis viajes a la ciudad, yo mismo me encargarémuy pronto de revelar a los periódicos verdades como templos por las que el Regimiento Santa Engraciatendrá que tomar decisiones importantes. Luego le dijo que estaba pasando por una época algo difícil,con la esperanza de que sus camaradas pudieran echarle una mano, pero que no fueran a creer quemendigaba, simplemente pedía lo justo por una vida entera dedicada a obedecer sus malditas órdenesy a perpetuar, así lo dijo, una infamia como la Batalla del Zurco.

No iban más allá los comentarios de mi padre sobre el desencuentro entre el alférez y sus compañe-ros, aunque al paso de los días los corrillos del pueblo le fueron añadiendo muchas otras historias,rumores ciertos o malintencionados donde se afirmaba que el alférez no era hombre para chantajear asía sus camaradas, por lo que sus problemas con el capitán Margules debían tener por fuerza otrosmotivos, y quién sabe, señores, quién sabe si era cierto aquello que decían del capitán, que la mañanaen que halló el cadáver del alférez había volteado la casa de arriba abajo buscando en vano una caja deguardar tabaco que estaría llena de documentos comprometedores recabados por el alférez en una desus últimas visitas de la capital, cuando asistió como testigo a la exhumación de los restos del generalIruegas para enterrarlo en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Del contenido de la caja se dijeronmuchas cosas, todas ellas vinculadas con el posible hallazgo de un informe forense, una prueba o untestimonio irrefutable de que al general Iruegas le habían disparado por la espalda, lo cual significabaque, o bien lo habían matado los suyos o bien huía de los federalistas cuando estos lo abatieron en lamítica carga de la Batalla del Zurco.

No sé ni recuerdo de dónde salió esta historia de la caja de guardar tabaco. Solo sé que nos quedógrabada en la memoria y en el ánimo como la coda de la canción que gritábamos siempre los niños paraofender a los veteranos del Regimiento Santa Engracia. Nunca nadie se ocupó de constatar si fue esala razón por la cual el alférez Joaquín Bautista se quitó o perdió la vida. Quizá los viejos, el SeñorRegidor y hasta la policía entendieron que era mejor no saberlo. En todo caso, lo cierto es que a partirde entonces la conmemoración de la Batalla del Zurco comenzó a debilitarse al par de sus actores. Dela noche a la mañana el Ministerio de Cultura dejó de interesarse por nosotros, las televisoras dejaronde venir y los viejos del Regimiento Santa Engracia se fueron muriendo sin que hubiera forma deimpedir que con ellos se extinguiese también nuestro pueblo.

* * *

Una mañana, en tránsito por una estación del tren suburbano, me encontré con mi paisano CarlosLagunas, amigo de mi infancia y sobrino nieto del alférez Joaquín Bautista, de quien llegó a heredar elreloj que había sido del general Iruegas y los mismos ojos tristes que recordábamos de su desdichadotío abuelo. Me fijé en eso cuando lo vi de nuevo, en sus ojos, que parecían los mismos de hacía no sécuántos años, aunque ahora su tristeza se veía acentuada por el martilleo natural de una vida que nodebía haber sido muy distinta de la mía: un exilio perpetuo, un bregar entre grandes ciudades sinalcanzar nunca a encontrarse bien en ninguna de ellas o con ninguna persona que no estuviese de unmodo u otro vinculada con un pasado provinciano tan añorado como vergonzoso. Yo venía de unaentrevista de trabajo en la que no me había ido demasiado bien, de modo que no llevaba prisa ni estabaen condiciones de desdeñar mi encuentro con un antiguo conocido. Parado en el andén, con unagabardina algo raída, Carlos Lagunas leía con atención un periódico deportivo y al hacerlo movía loslabios como si le costara trabajo creer, o peor aún, comprender lo que estaba leyendo. Se sosteníaprimero en un pie y luego en otro con una oscilación nerviosa que me hizo pensar en el péndulo de unreloj. Pensé entonces que aquel balanceo era también una manera de demostrar que no acababa de

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sentirse a gusto en aquel lugar, como si intentara discretamente emprender el vuelo y largarse parasiempre a un pueblo donde no tuviese que esperar trenes ni entretener sus días con acontecimientosdeportivos que en el fondo le importaban un higo.

Sin pensarlo demasiado me acerqué a él esperando que me reconociera, lo cual hizo enseguida conun brinco más bien penoso. Nos abrazamos sin mucho entusiasmo, pero igual acabamos charlando enel bar de la estación, cada uno disimulando de la mejor manera su avidez por alargar aquel encuentro.En algún punto de la conversación le pregunté si había vuelto alguna vez a nuestro pueblo, y élrespondió que sí, hacía unos diez años, cuando murió su madre y fue a tomar posesión, entre otrascosas, de la casa donde había muerto el alférez Joaquín Bautista, que había permanecido desocupadadesde entonces. Naturalmente, me dijo Carlos Lagunas, encontró la casa de su tío abuelo hecha unaruina. Me contó que no se acordaba de nada. Aquellos cuartos sórdidos, cubiertos de graffiti y minadosde jeringas, bolsas de plástico y excrementos de vagabundos no lo emocionaron. Pensó con tristeza,que él no pertenecía a ese lugar, que ya era solo un hombre de ciudad curioseando en la casa de unfantasma pueblerino. El hombre que lo acompañaba le dijo que si lo deseaba podía pasar al cuarto delfondo. Carlos Lagunas aceptó con desgana, y al apoyar la mano en la perilla de la puerta algo le ocurrió.De repente se sintió guiado por una suerte de intuición insostenible, y el recuerdo le hizo desplazarse concreciente rapidez conforme el niño que había sido tanto tiempo atrás, cuando visitaba aquella casa,despertaba en él. Así entró en el cuarto donde había muerto su tío abuelo y su mirada se dirigió al sueloen el punto donde habría estado la cama. Entonces, con una aprehensión inexplicable, se puso a gatas,hurgó en la duela, alzó de golpe una placa de madera, metió la mano y extrajo una caja pequeña, untesoro que acaso habría visto a su tío abuelo resguardar alguna tarde en ese mismo escondrijo.

Cómo o por qué había actuado de esa forma, era algo que Carlos Lagunas no acababa de explicarsecuando me contó su historia. Lo cierto es que en ese momento le pareció casi natural que aquel objetoestuviese ahora en sus manos. Fue como si siempre hubiese sido mío, me dijo años después mientrascharlábamos en el bar de la estación. O como si lo hubiera estado esperando con paciencia para que undía de muchos años y muchos muertos más tarde él abandonase corriendo aquella casa y abriese degolpe, en plena calle desolada, aquella caja de guardar tabaco cuyo contenido había sido inventado eimaginado por cada uno de los seres que habíamos poblado su infancia.

Pero era otra cosa, me aclaró luego Carlos Lagunas como si ahora mismo estuviese junto a míabriendo la caja y esperando hallar la prueba incontestable de que el general Iruegas había sido asesina-do por la espalda. No era eso, insistió mi paisano. Eran cartas de amor, carajo, cartas de amor que lehabía escrito a mi tío el sargento aquel que acuchillaron en Cruz de Piedra, el muy marica. Actoseguido me contó que el alférez Joaquín Bautista tenía aquellas cartas cuidadosamente atadas concintas tricolores, las mismas con que antes había decorado su uniforme de bravío héroe de la Batalladel Zurco. Carlos Lagunas me lo dijo sin pena, más bien molesto, no sé si con su tío abuelo o consigomismo o con todo lo que esa revelación significaba. Mientras le oía hablar, pensé que tal vez mi paisanohabía tenido esa tarde deseos de gritar su desazón, un prurito irrefrenable de escandalizar a alguien enaquel pueblo desierto. Lo imaginé en mitad de la calle, con la caja de su tío en una mano y las cartasamorosas del sargentillo federalista en la otra, mirando con profundo desamparo hacia la plaza dondetantas veces vimos bajar a los héroes del Regimiento Santa Engracia, rebuscando el balcón desde elcual él mismo alguna vez gritó que al general Iruegas lo habían matado por la espalda, reinventándoseel momento en que el alférez Joaquín Bautista habría conocido la muerte de su amado. ¿Crees que lomataron por eso?, le pregunté. ¿A quién? ¿A mi tío o al sargento?, respondió él. Pensé entonces quedaba igual: a cualquiera de ellos o a ambos podrían haberlos matado por maricas o por intimar con elenemigo o por amenazar al Regimiento Santa Engracia, al pueblo y a la nación misma con derribar de

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golpe los bastiones que hasta entonces habían defendido con tanto ahínco. La verdad en este casoimportaba poco, y así me lo dio a entender el propio Carlos Lagunas cuando finalmente replicó a mipregunta con un encogimiento de hombros. Nada era seguro, nada nunca lo había sido. Lo únicocierto era el silencio. El pesaroso silencio que esa tarde terminó por instalarse entre nosotros cuandoun altavoz casi marcial anunció de pronto la llegada del tren de las mil quinientas. c

Feria Internacional del Libro Cuba 2009 dedicada al aniversario 50 de la Casa de las Américas

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Me cansas, poesía, rumorosa felina,musa musitadora, golondrina fogosa.Pero aunque te niego, persisto en esta cosade creer que un incendio se apaga con bencina.

Me asomo a la ventana, descorro la cortinay creo verme pasar: voy a cavar mi fosay a grabar mi epitafio («Bajo tierra reposaun iluso que quiso filmar en la neblina»).

Porfiada tortícolis de ser juez y ser parte,emitiendo y tasando, como monedas duras,acciones de mi endeble empresa de papel.

Ni poeta ni sastre: estoy harto de este artede enhebrar agujas en tu pieza a oscurasy de hilvanarte fundas, serpiente cascabel.

EDUARDO LLANOS

Declaración de quiebra

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yo hablé con el pedazo de mi madreque no quería morir se resistiófue el potro que pierde la corduray es nervio cercenado ante la muerte

por la esgrima de fuego que sostuvotuvimos que enterrarla maniatada

yo pude hablar con esa jarra fríade sangre que se muereyo vi un dios reventado vi una estacade pólvora en su pecho

y a ese trozo de oído que latíacomo una seda sacracomo el último barcocomo el pulso final de flama de una astilla

a ese tercio de madre que me restay pesa más que el mundoy es el diamante hirvienteque entierro entre mis ojos

a ese frasco de fe que me cedieronclementes cirujanos desoladosle pude hablardecirle

adiós pequeñaduermeno habrá bestias feroces entre la oscuridad

ANA ISTARÚ

una hija conduce a su madre hasta el sueño

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Reunión de trabajo del juradode novela, Premio Casa 1969:Noé Jitrik, Alejo Carpentier,Salvador Garmendia,David Viñasy Ángel Rama

Claribel Alegría y José María Arguedas,jurados del Premio Casa 1968

Entrega de los Premios Casa 1969:Manuel Galich, Roque Dalton,Onelio Jorge Cardoso, detrás deHaydee Santamaría, Efraín Huertay José Agustín Goytisolo