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El día en que le gané a Maradona - Cristina Peri Rossi De chica me gustaba mucho jugar al fútbol, para horror de mi familia, que lo encontraba poco femenino (como si hubiera un único modelo de femineidad; que no incluía los deportes considerados varoniles) y para desconsuelo mío, ya que estaba claro, desde entonces, que era más fácil ganarse la vida como centro delantero que como escritora, bióloga o pianista, que eran mis otras opciones vitales. Mis tíos abueIos solían llevarme al Estadio Centenario, en un enorme Dodge gris, eran todos de Peñarol (yo también) y tenían la precaución de retirarse del estadio cinco minutos antes del final del partido, para evitarme las posibles trifulcas, con lo cual, a veces, me iba con el resultado equivocado, porque en el último minuto (o en el descuento) el pardo Abaddie o el flaco Schiaffino, el puntero (¿izquierdo o derecho?) metían el gol definitivo. Me enteraba porque mientras el Dodge gris enfilaba el camino de regreso, yo me quedaba mirando el mástil, donde las banderitas ascendían con cada gol. A veces, en España, donde la afición al fútbol es tan grande como lo era en el Uruguay de mi infancia, asombro a los críticos literarios o a los periodistas que vienen a hacerme entrevistas con la relación completa del "once" uruguayo que triunfó en Maracaná, única épica por la que se nos conoce en el exterior (¿el exterior de qué?, ¿cuál es el centro?, ¿quién no es exterior de algo o de alguien?). Vivo en Barcelona, pero ojo, no soy del Barça, diminutivo con el que se lo conoce. En realidad, no tengo equipo, y a veces, por solidaridad con los más pobres, con los de escasos recursos, soy del último de la tabla, o del recién ascendido: de equipos tan poco conocidos en el exterior (¿el exterior de qué?, ¿cuál es el centro?, ¿quién no es el exterior de algo o de alguien?) como el Alavés o el Numancia. No soy del Barça por los mismos motivos que no soy del Real Madrid: porque se han convertido en empresas multimillonarias dirigidas a golpes de talón bancario, que especulan con los sentimientos nacionalistas o localistas de los aficionados, que necesitan adherirse a algo, y dicen "ganamos" o "perdimos" en un proceso de identificación por el que siento una repugnancia instintiva. He vivido durante muchos años a cien metros del estadio del Barcelona y sólo una vez fui a ver un partido: el de Barcelona con Peñarol, en un innoble torneo de verano de escasa atención. O sea soy una sentimental, cosa que todo el mundo que me conoce sabe. Esa tarde admiré el enorme estadio del equipo local, el bonito césped, las instalaciones flamantes, y me sentí completamente rara, verdaderamente extranjera: sin lugar a dudas yo era la única espectadora hincha de Peñarol. Me dan miedo las multitudes enfervorizadas por un lema político, una canción de moda, un credo religioso o cualquier cosa que pueda convertirse en fanatismo, y casi todo es susceptible de ser objeto fanático: lo que importa es el proceso, no el objeto. Al cuarto de hora, Peñarol metió un gol que no me animé a aplaudir en medio del silencio sepulcral del estadio, pero algún lector que me reconoció, entre el público, me gritó, en castellano con acento catalán: "¡Aplauda, aplauda, escritora, es su equipo!". De modo que me volví, me sentí un poco más tranquila: quizás era un lector catalán que me concedía venia para hinchar por el equipo de mi país de nacimiento. (Los catalanes comprenden muy bien los nacionalismos, salvo uno: el español.) Una golondrina no hace verano, y el partido terminó Barcelona 3, Peñarol 1, como era dado esperar. Vi a Maradona jugar en el Barça, por televisión, en la difícil etapa que vivió en esta ciudad (¿cuál de sus etapas no ha sido difícil?) y creo que alguna vez escribí algún artículo, en la prensa española, acerca de los problemas que para un pibe porteño de origen pobre podía significar un éxito tan fulgurante, un cambio tan radical de manera de vivir. (El hecho de que hablara de sí mismo en

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El día en que le gané a Maradona - Cristina Peri Rossi

De chica me gustaba mucho jugar al fútbol, para horror de mi familia, que lo encontraba poco

femenino (como si hubiera un único modelo de femineidad; que no incluía los deportes

considerados varoniles) y para desconsuelo mío, ya que estaba claro, desde entonces, que era más

fácil ganarse la vida como centro delantero que como escritora, bióloga o pianista, que eran mis

otras opciones vitales. Mis tíos abueIos solían llevarme al Estadio Centenario, en un enorme Dodge

gris, eran todos de Peñarol (yo también) y tenían la precaución de retirarse del estadio cinco minutos

antes del final del partido, para evitarme las posibles trifulcas, con lo cual, a veces, me iba con el

resultado equivocado, porque en el último minuto (o en el descuento) el pardo Abaddie o el flaco

Schiaffino, el puntero (¿izquierdo o derecho?) metían el gol definitivo. Me enteraba porque

mientras el Dodge gris enfilaba el camino de regreso, yo me quedaba mirando el mástil, donde las

banderitas ascendían con cada gol. A veces, en España, donde la afición al fútbol es tan grande como

lo era en el Uruguay de mi infancia, asombro a los críticos literarios o a los periodistas que vienen a

hacerme entrevistas con la relación completa del "once" uruguayo que triunfó en Maracaná, única

épica por la que se nos conoce en el exterior (¿el exterior de qué?, ¿cuál es el centro?, ¿quién no es

exterior de algo o de alguien?). Vivo en Barcelona, pero ojo, no soy del Barça, diminutivo con el que

se lo conoce. En realidad, no tengo equipo, y a veces, por solidaridad con los más pobres, con los de

escasos recursos, soy del último de la tabla, o del recién ascendido: de equipos tan poco conocidos

en el exterior (¿el exterior de qué?, ¿cuál es el centro?, ¿quién no es el exterior de algo o de alguien?)

como el Alavés o el Numancia. No soy del Barça por los mismos motivos que no soy del Real Madrid:

porque se han convertido en empresas multimillonarias dirigidas a golpes de talón bancario, que

especulan con los sentimientos nacionalistas o localistas de los aficionados, que necesitan adherirse

a algo, y dicen "ganamos" o "perdimos" en un proceso de identificación por el que siento una

repugnancia instintiva.

He vivido durante muchos años a cien metros del estadio del Barcelona y sólo una vez fui a ver un

partido: el de Barcelona con Peñarol, en un innoble torneo de verano de escasa atención. O sea soy

una sentimental, cosa que todo el mundo que me conoce sabe. Esa tarde admiré el enorme estadio

del equipo local, el bonito césped, las instalaciones flamantes, y me sentí completamente rara,

verdaderamente extranjera: sin lugar a dudas yo era la única espectadora hincha de Peñarol. Me

dan miedo las multitudes enfervorizadas por un lema político, una canción de moda, un credo

religioso o cualquier cosa que pueda convertirse en fanatismo, y casi todo es susceptible de ser

objeto fanático: lo que importa es el proceso, no el objeto. Al cuarto de hora, Peñarol metió un gol

que no me animé a aplaudir en medio del silencio sepulcral del estadio, pero algún lector que me

reconoció, entre el público, me gritó, en castellano con acento catalán:

"¡Aplauda, aplauda, escritora, es su equipo!". De modo que me volví, me sentí un poco más

tranquila: quizás era un lector catalán que me concedía venia para hinchar por el equipo de mi país

de nacimiento. (Los catalanes comprenden muy bien los nacionalismos, salvo uno: el español.) Una

golondrina no hace verano, y el partido terminó Barcelona 3, Peñarol 1, como era dado esperar.

Vi a Maradona jugar en el Barça, por televisión, en la difícil etapa que vivió en esta ciudad (¿cuál de

sus etapas no ha sido difícil?) y creo que alguna vez escribí algún artículo, en la prensa española,

acerca de los problemas que para un pibe porteño de origen pobre podía significar un éxito tan

fulgurante, un cambio tan radical de manera de vivir. (El hecho de que hablara de sí mismo en

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tercera persona me parecía completamente significativo de una disociación, de un

desdoblamiento.) El capitalismo salvaje infla, hincha, especula, aprovecha, consume, y hay que ser

muy fuerte, muy maduro para aguantar el proceso: el ascenso y la caída.

Romario fue mucho más astuto que Maradona; tiene, aparentemente, mejores defensas

psicológicas: también pasó por el Barcelona, pero se rió de todo el mundo. Y Rivaldo es un obrero

capacitado: rinde cuando tiene que rendir, se la juega, pero sabe que la fortuna es transitoria y

exige, no derrocha, no se entrega si no es mediante cuantiosos talones (bancarios, no de

Aquiles).

Poco antes de fin de año leí que Maradona había publicado unas memorias, convenientemente

escritas por otra persona, y que el libro tenía muchísimo éxito. Pero la noche de fin de año, una

querida amiga uruguaya me pasó un fax desde Montevideo, con una página de la Guía del Ocio,

donde se destacaban los libros más vendidos en la Feria del Libro. Para mi asombro, mi novela El

amor es una droga dura figuraba primero en la lista, y tercero el de Maradona. Mi sorpresa fue

mayúscula, por varias razones. La primera, es que mi editorial en Argentina, Seix-Barral, ni siquiera

me comunicó que mi novela había sido publicada (en España el mismo sello la editó hace más de un

año), no tengo un ejemplar, no he visto ni la portada. El segundo motivo es el orgullo. Les confieso

que haberle ganado a Maradona me llena de satisfacción. En estas economías liberales donde todo

se vende, especialmente el mal gusto, la chabacanería, el sensacionalismo, las vacas locas, la sangre

contaminada, donde lo único que importa es la imagen (parecer y no ser), ganarle a Maradona es

ganarle al sistema, que en materia de ediciones consiste en publicarlo todo, con la mayor frivolidad

del mundo, inventándose genios, talentos y escritores inexistentes, o empleando el éxito en el

periodismo o en la televisión para lanzar libros de leer y tirar. Ganarle a Maradona no entraba en

mis proyectos, ni en mis aspiraciones. No puedo menos que agradecérselo a los lectores de mi país.