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El diario secreto de la señorita Miranda Cheever · molestaban en jugar con los demás niños de la zona, muchos de los cuales vivían casi a una hora de camino. ... para objetar

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2 de Marzo, 1810... Hoy me heenamorado.A los diez años MirandaCheever no muestra signo alguno deconvertirse en una gran belleza. Y nisiquiera a esa temprana edad Mirandaha aprendido a aceptar las expectativasque la sociedad tiene depositadas enella... hasta la tarde en que NigelBevelstoke, el guapo y elegantevizconde Turner, besa solemnemente sumano y le promete que un día maduraráy se convertirá en una mujer tan hermosacomo inteligente. Y ni siquiera a losdiez años Miranda sabía que le amaríapara siempre. Pero los años siguientes

se han mostrado tan crueles para Turnercomo amables ha sido para Miranda.Ella es tan fascinante como osadamentepredijo el vizconde aquel memorabledía... y aquel hombre se ha convertidoen un hombre solitario y amargado,destrozado por una devastadora pérdida.Pero Miranda jamás ha olvidado laverdad que dejó por escrito en aquelpapel tantos años atrás... y no permitiráque el amor que es su destino se leescape de entre los dedos...

Julia QuinnARGUMENTOCAPÍTULO 1CAPÍTULO 211 ABRIL DE 1819

CAPÍTULO 3CAPÍTULO 42 DE JUNIO DE 1819CAPÍTULO 610 DE JUNIO DE 181911 DE JUNIO DE 1819CAPÍTULO 7CAPÍTULO 820 DE JUNIO DE 1819CAPÍTULO 103 DE JULIO DE 1819.3 DE JULIO DE 181913 DE AGOSTO DE 181924 DE AGOSTO DE 1819CAPÍTULO 1528 AGOSTO 1819CAPÍTULO 166 DE NOVIEMBRE DE 1819

7 DE MAYO DE 1820.7 DE JUNIO DE 1820CAPÍTULO 202 DE MARZO DE 1810.FIN

Julia Quinn

El DIARIOSECRETO DE LASEÑORITAMIRANDACHEEVER

ARGUMENTO

A la edad de diez años, MirandaCheever no mostraba indicios de GranBelleza. E incluso a los diez, Mirandaaprendió a aceptar las expectativas quela sociedad tenía para ella... hasta latarde en que Nigel Belvestoke, el guapoy gallardo vizconde Turner, besó sumano solemnemente y le prometió queun día ella se convertiría en ella misma,que un día sería tan hermosa comointeligente.

E incluso a los diez años, Mirandasupo que lo amaría para siempre.

Turner siempre ha considerado aMiranda como de la familia. Tras un

desastroso matrimonio, Turner sabe queel amor que pudiera sentir lodestruyeron las infidelidades de sudifunta esposa.

Pero a pesar de su cinismo, Turnerse sorprende a sí mismo al darse cuentadel incontrolable deseo que Mirandaempieza a despertar en él.

Prólogo

Cuando tenía diez años, la SeñoritaMiranda Cheever no mostraba signos degran belleza. Su pelo era castaño —lamentablemente— al igual que sus ojos;y sus piernas, extraordinariamente

largas, se negaban a aprender nada quepudiera ser ni remotamente llamadogracia. Su madre solía remarcar quedefinitivamente andaba a zancadas porla casa.

Desgraciadamente para Miranda, lasociedad en la que había nacido dabagran valor a la apariencia femenina. Yaunque sólo tenía diez años, sabía que aese respecto era considerada inferior ala mayoría de las otras chicas que vivíanen las cercanías. Los niños siempreencontraban la forma de enterarse deestas cosas: normalmente, gracias aotros niños.

En la fiesta del onceavocumpleaños de Lady Olivia y elhonorable Winston Bevelstoke, los dos

hijos gemelos del Conde y la Condesade Rudland, ocurrió un incidenteverdaderamente desagradable. La casade Miranda estaba bastante próxima aHaverbreaks, la vieja casa de losRudland cerca de Ambleside, en el Paísde los Lagos de Cumberland, y siemprehabía compartido las lecciones conOlivia y Winston cuando eranresidentes. Se habían convertido en untrío bastante inseparable, y raramente semolestaban en jugar con los demás niñosde la zona, muchos de los cuales vivíancasi a una hora de camino.

Pero una docena o así de veces alaño, y especialmente en los cumpleaños,todos los niños de la nobleza y la altaburguesía locales se reunían. Fue por

esta razón que Lady Rudland dejóescapar un gruñido nada propio de unadama; dieciocho pilluelos estabandejando barro tras sus pisadas con granregocijo por toda su sala de estar,después de que la fiesta de los gemelosen el jardín se viese interrumpida por lalluvia.

—Tienes barro en la mejilla, Livvy—dijo Miranda, alargando la mano paralimpiársela.

Olivia dejó escapar un dramáticosuspiro pesado.

—Será mejor que vaya al aseo,entonces. No querría que Mamá meviese así. Ella detesta la suciedad, y yodetesto oírla diciéndome lo mucho quela aborrece.

—No veo cómo tendría tiempopara objetar por un poco de barro en tucara cuando lo tiene por toda laalfombra. —Miranda lanzó un vistazohacia William Evans, quién soltó ungrito de guerra y se lanzó sobre el sofá.Apretó los labios; o de otra forma,sonreiría—. Y los muebles.

—Da igual, será mejor que hagaalgo con esto.

Se deslizó fuera de la habitación,dejando a Miranda cerca de la entrada.Miranda observó la conmoción duranteun minuto o más, bastante contenta deestar en su lugar habitual comoobservadora, hasta que, por el rabillodel ojo, vio que alguien se acercaba.

—¿Qué le trajiste a Olivia por su

cumpleaños, Miranda?Miranda se giró para ver a Fiona

Bennet ante ella, elegantemente vestidacon un vestido blanco con faja rosa.

—Un libro —contestó—. A Oliviale gusta leer. ¿Qué le trajiste tú?

Fiona alzó una caja vistosamentepintada atada con un cordón plateado.

—Una colección de cintas para elpelo. Seda y satín, e incluso raso.¿Quieres verlas?

—Oh, pero no me gustaría arruinarla envoltura.

Fiona se encogió de hombros.—Todo lo que tienes que hacer es

deshacer el cordón con cuidado. Yo lohago cada Navidad —deslizó el cordóny levantó la tapa.

Miranda contuvo el aliento. Sobreel raso negro de la caja descansaban almenos dos docenas de cintas para elpelo, todas ellas exquisitamente atadasen un lazo.

—Son preciosas, Fiona. ¿Puedover una?

Fiona entrecerró los ojos.—No tengo barro en las manos.

¿Ves? —Miranda sostuvo las manos enalto para que las inspeccionara.

—Oh, muy bien.Miranda bajó la mano y levantó una

cinta violeta. El satín parecíapecaminosamente lustroso y suave ensus manos. Se colocó el lazocoquetamente contra el pelo.

—¿Qué te parece?

Fiona puso los ojos en blanco.—Violeta no, Miranda. Todo el

mundo sabe que queda mejor con el pelorubio. El color prácticamentedesaparece contra el castaño. Túobviamente no puedes llevar uno.

Miranda le tendió de vuelta lacinta.

—¿Qué color va con el cabellocastaño? ¿El verde? Mi mamá tiene elcabello castaño, y la he visto llevarcintas verdes.

—El verde sería aceptable,supongo. Pero queda mejor con el pelorubio. Todo queda mejor con el pelorubio.

Miranda sintió una chispa deindignación alzarse en su interior.

—Bueno, entonces no sé qué vas ahacer tú entonces, Fiona, ya que tu peloes tan castaño como el mío.

Fiona retrocedió con un jadeo.—¡No lo es!—¡Sí lo es!—¡No lo es!Miranda se inclinó hacia delante,

con los ojos entrecerrados de maneraamenazante.

—Será mejor que eches un vistazoen el espejo cuando vayas a casa, Fiona,porque tu pelo no es rubio.

Fiona devolvió la cinta violeta a sucaja y cerró la tapa de golpe.

—Bueno, solía ser rubio, mientrasque el tuyo nunca lo ha sido. Y además,mi pelo es castaño claro, y todos saben

que es mejor que castaño oscuro. Comoel tuyo.

—¡Mi pelo castaño oscuro no tienenada de malo! —protestó Miranda. Peroya sabía que la mayor parte de Inglaterraestaba en desacuerdo con ella.

—Y —añadió Fiona con malicia—¡tienes los labios grandes!

La mano de Miranda voló hasta suboca. Sabía que no era hermosa; sabíaque ni siquiera la consideraban bonita.Pero nunca antes había visto nada demalo en sus labios. Levantó la vistahacia aquella chica que sonreía consatisfacción.

—¡Tú tienes pecas! —gritó.Fiona retrocedió como si la

hubiesen abofeteado.

—Las pecas se van. Las mías seirán algún día antes de que cumpla losdieciocho. Mi madre me pone jugo delimón todas las noches. —Resopló porla nariz con desdén—. Pero no hayremedio para ti, Miranda. Tú eres fea.

—¡No lo es!Ambas chicas se giraron para ver a

Olivia, que había vuelto del aseo.—Oh, Olivia —dijo Fiona—. Sé

que tú y Miranda sois amigas porquevive muy cerca y compartís laslecciones, pero debes admitir que no esdemasiado bonita. Mi mamá dice quenunca conseguirá un marido.

Los ojos azules de Olivia brillaronpeligrosamente. La única hija del condede Rudland siempre había sido

excesivamente leal, y Miranda era sumejor amiga.

—¡Miranda conseguirá un maridomejor que el tuyo, Fiona Bennet! Supadre es un barón mientras que el tuyoes un simple señor.

—Ser la hija de un barón no marcamucha diferencia a menos que una tengabelleza o dinero —recitó Fiona,repitiendo las palabras que obviamentehabía oído en casa—. Y Miranda notiene ninguno de los dos.

—¡Cállate, estúpida! —exclamóOlivia, golpeando el pie contra el suelo—. Ésta es mi fiesta de cumpleaños, y sino puedes ser amable, ¡te irás!

Fiona tragó saliva. Sabía bien queno debía ofender a Olivia, cuyos padres

tenían la categoría más alta de la zona.—Lo siento, Olivia —murmuró.—No te disculpes conmigo.

Discúlpate con Miranda.—Lo siento, Miranda.Miranda se quedó en silencio hasta

que por fin Olivia le dio una patada.—Acepto tus disculpas —dijo a

regañadientes.Fiona asintió y se fue corriendo.—No puedo creer que la llamaras

estúpida —dijo Miranda.—Tienes que aprender a defenderte

sola, Miranda.—Me estaba defendiendo sola

bastante bien antes de que aparecieses,Livvy. Sólo que no en voz tan alta.

Olivia suspiró.

—Mami dice que no tengo ni unapizca de autocontrol ni de sentidocomún.

—Es verdad —convino Miranda.—¡Miranda!—Es verdad, no tienes. Pero te

quiero de todas formas.—Y yo también te quiero, Miranda.

Y no te preocupes por la tonta de Fiona.Puedes casarte con Winston cuandocrezcas y entonces seremos verdaderashermanas.

Miranda miró al otro lado de lahabitación y observó recelosa aWinston. Le estaba tirando a unapequeña chica del pelo.

—No sé —dijo dudosa—. Noestoy segura de querer casarme con

Winston.—Tonterías. Sería perfecto.

Además, mira, acaba de derramarponche encima del vestido de Fiona.

Miranda sonrió abiertamente.—Ven conmigo —dijo Olivia,

cogiéndola de la mano—. Quiero abrirmis regalos. Prometo que gritaré másfuerte cuando llegue al tuyo.

Las dos chicas caminaron de vueltaa la habitación, y Olivia y Winstonabrieron los regalos. Afortunadamente(en opinión de Lady Rudland)terminaron a las cuatro en punto, la horaen que los niños debían volver a casa.Ningún niño fue recogido por sirvientes;una invitación a Haverbreaks eraconsiderada un gran honor, y ninguno de

los padres quería perderse laoportunidad de codearse con el conde yla condesa. Ningún padre, excepto el deMiranda. A las cinco, todavía estaba enla sala, evaluando el botín decumpleaños con Olivia.

—No puedo imaginar qué les habrápasado a tus padres, Miranda —dijoLady Rudland.

—Oh, yo sí —replicó Mirandajovialmente—. Mamá fue a Escocia avisitar a su mami, y estoy segura de quepapá se olvidó de mí. Lo hace a menudo,¿sabe?, cuando está escribiendo unmanuscrito. Hace traducciones delGriego.

—Lo sé —sonrió Lady Rudland.—Griego antiguo.

—Sí —dijo Lady Rudland con unsuspiro. Aquella no era la primera vezque Sir Rupert Cheever perdía a su hija—. Bueno, tendrás que llegar a casa dealguna forma.

—Iré con ella —sugirió Olivia.—Tú y Winston necesitáis guardar

vuestros nuevos juguetes y escribir lasnotas de agradecimiento. Si no lo hacéisesta noche, no recordaréis quién os dioqué.

—Pero no puedes mandar aMiranda a casa con un sirviente. Notendrá a nadie con quien hablar.

—Puedo hablar con el sirviente —dijo Miranda—. Siempre hablo conellos en casa.

—No con los nuestros —susurró

Olivia—. Son estirados y callados, ysiempre me miran con desaprobación.

—La mayoría del tiempo temereces ser mirada así. —InterpusoLady Rudland, dándole a su hija unacariñosa palmada en la cabeza—.Haremos un trato, Miranda. ¿Por qué nohacemos que Nigel te lleve a casa?

—¡Nigel! —chilló Olivia—.Miranda, qué suerte.

Miranda alzó las cejas. Nuncahabía conocido al hermano mayor deOlivia.

—De acuerdo —dijo lentamente—.Me gustaría conocerle por fin. Hablasde él tan a menudo, Olivia.

Lady Rudland mandó a unasirvienta a que lo buscase.

—¿No lo has conocido, Miranda?Qué raro. Bueno, supongo que sólo sueleestar en casa por navidad, y tú siemprete vas a Escocia durante las vacaciones.Tuve que amenazarlo con que lodesheredaría para conseguir que vinieseal cumpleaños de los gemelos. Sinembargo, no asistió a la fiesta por miedoa que una de las madres intentaracasarlo con una niña de diez años.

—Nigel tiene diecinueve, y es muydeseable. —Dijo Olivia práctica—. Esun vizconde. Y es muy atractivo. Separece a mí.

—¡Olivia! —dijo Lady Rudlandcon reprobación.

—Bueno, es así, mamá. Yo seríamuy atractivo si fuese un chico.

—Tú eres bastante guapa siendochica, Livvy. —Dijo Miranda leal,mirando los rizos rubios de su amigacon una pizca de envidia.

—Igual que tú. Toma, coge uno delos lazos de la tonta de Fiona. De todasformas, no los necesito todos.

Miranda sonrió ante aquellamentira. Olivia era una buena amiga.Bajó la vista a las cintas y terca, eligióel de satín violeta.

—Gracias, Livvy. Me lo pondrépara la clase del lunes.

—¿Me llamaste, madre?Ante el sonido de la grave voz,

Miranda giró la cara hacia la entrada ycasi jadeó. Allí estaba la criatura másespléndida que nunca había

contemplado. Olivia había dicho queNigel tenía diecinueve años, peroMiranda lo reconoció inmediatamentecomo el hombre que realmente sería.Sus hombros eran maravillosamenteanchos, y el resto de él era esbelto yfirme. Tenía el pelo tan oscuro como elde Olivia pero veteado de dorado,dando fe del tiempo pasado bajo el sol.Pero su mejor parte, decidióinmediatamente Olivia, eran sus ojos, deun brillante azul claro, como los deOlivia. También brillaban con picardía.

Miranda sonrió. Su madre siempredecía que uno podía conocer a unapersona por sus ojos, y el hermano deOlivia tenía buenos ojos.

—Nigel, ¿serías por favor tan

amable de escoltar a Miranda a casa? —preguntó Lady Rudland—. Su padreparece haberse entretenido.

Miranda se preguntó por qué élhabía hecho una mueca cuando su madrelo había nombrado.

—Claro, Madre. Olivia, ¿tuvisteuna buena fiesta?

—Bárbara.—¿Dónde está Winston?Olivia se encogió de hombros.—Está fuera jugando con el sable

que le regaló Billy Evans.—Falso, espero.—Que Dios nos ayude si no lo

fuese. —Agregó Lady Rudland—. Deacuerdo, Miranda, hora de ir a casa.Creo que tu capa está en la habitación de

al lado.Despareció a través de la entrada y

emergió unos segundos después con elpráctico abrigo de Miranda.

—¿Podemos irnos, Miranda? —lacriatura con apariencia de dios le alargóla mano.

Miranda se encogió dentro de suabrigo y colocó la mano sobre la de él.¡Era el paraíso!

—¡Te veré el lunes! —gritó Olivia—. Y no te preocupes por lo que dijoFiona. Sólo es una estúpida.

—¡Olivia!—Bueno, es que lo es, mamá. No

quiero que vuelva.Miranda sonrió mientras permitía

al hermano de Olivia guiarla hacia el

vestíbulo, las voces de Olivia y LadyRudland se fueron apagando lentamente.

—Muchas gracias por llevarme acasa, Nigel —dijo suavemente.

Él volvió a hacer una mueca.—Lo... lo siento —dijo

rápidamente—. Debí haberte llamadomilord, ¿verdad? Es sólo que Olivia yWinston siempre se refieren a ti por tunombre y yo... —bajó sus ojos tristeshacia el suelo. Sólo llevaba dos minutosen su espléndida compañía, y ya habíametido la pata.

Él se detuvo y se agachó para queella pudiese verle la cara.

—No te preocupes por lo de“milord”, Miranda. Te diré un secreto.

Los ojos de Miranda se

agrandaron, y olvidó respirar.—Desprecio mi nombre de pila.—Eso no es tan secreto, Nig...

Quiero decir, milord, digo, como seaque desees ser llamado. Haces muecascada vez que tu madre lo dice.

Él le sonrió. Algo le había dado untirón en el corazón cuando había visto aaquella pequeña con expresióndemasiado seria jugando con suindomable hermana. Era una pequeñacriatura de aspecto gracioso, pero habíaalgo verdaderamente adorable en susgrandes y conmovedores ojos castaños.

—¿Cómo te llaman? —preguntóMiranda.

Él sonrió ante su modo directo.—Turner.

Por un momento, creyó que ellaquizás no contestara. Simplemente sequedó allí, totalmente quieta a excepcióndel parpadeo de sus ojos. Y entonces,como si hubiese llegado por fin a unaconclusión, dijo:

—Es un nombre agradable. Unpoco raro, pero me gusta.

—Es mucho mejor que Nigel, ¿nocrees?

Miranda asintió.—¿Lo elegiste tú? Siempre he

creído que la gente debería elegir suspropios nombres. Creo que muchoselegirían alguno diferente al que tienen.

—¿Y cuál escogerías tú?—No estoy segura, pero no sería

Miranda. Algo más sencillo, creo. La

gente espera cosas diferentes de unaMiranda y casi siempre los decepcionocuando me conocen.

—Tonterías —dijo Turnerenérgicamente—. Eres una Mirandaperfecta.

Ella sonrió radiante.—Gracias, Turner. ¿Puedo llamarte

así?—Por supuesto. Y no lo elegí yo,

me temo. Es sólo un título de cortesía.Vizconde Turner. Lo he estado usandoen lugar de Nigel desde que fui a Eton.

—Oh. Creo que te pega bien.—Gracias —dijo él gravemente,

completamente hechizado por aquellaseria niña—. Ahora, dame de nuevo lamano, y nos podremos en camino.

Él había levantado la mano paraella. Miranda rápidamente cambió lacinta de la mano derecha a la izquierda.

—¿Qué es eso?—¿Esto? Oh, una cinta para el

pelo. Fiona Bennet le regaló dosdocenas a Olivia, y Olivia dijo quepodía quedarme con una.

Los ojos de Turner se entrecerraronligeramente cuando recordó las últimaspalabras de Olivia. No te preocupes porlo que lo dijo Fiona. Él le quitó la cintade la mano.

—Las cintas pertenecen al cabello,creo.

—Oh, pero no me pega con elvestido —dijo Miranda en una débilprotesta. Él ya la había trabado en lo

alto de su cabeza—. ¿Qué tal se ve? —susurró ella.

—Bárbara.—¿De verdad? — agrandó los ojos

dudosa.—En serio. Siempre he pensado

que las cintas violetas lucenespecialmente bien con el pelo castaño.

Miranda se enamoró allí mismo. Elsentimiento fue tan intenso que casiolvidó darle las gracias por elcumplido.

—¿Nos vamos? —dijo él.Ella asintió, sin confiar en su voz.Salieron de la casa y fueron a los

establos.—Creo que tendremos que ir a

caballo —dijo Turner—. Hace un día

demasiado bueno para ir en carruaje.Miranda volvió a asentir. Hacía un

día anormalmente cálido para ser marzo.—Puedes coger el pony de Olivia.

Estoy segura de que no le importará.—Livvy no tiene un pony —dijo

Miranda, encontrando por fin la voz—.Ahora tiene una yegua. Yo también tengouna en casa. No somos bebés, ¿sabes?

Turner contuvo una sonrisa.—No, ya veo que no. Qué tonto por

mi parte. No estaba pensando.Unos pocos minutos después, los

caballos estaban ensillados, y sepusieron en marcha hacia el camino dequince minutos hasta la casa de losCheever. Miranda permaneció ensilencio el primer minuto o así,

demasiado perfectamente feliz paraestropear el momento con palabras.

—¿Lo pasaste bien en la fiesta? —preguntó finalmente Turner.

—Oh, sí. La mayor parte fueencantadora.

—¿La mayor parte?La vio hacer una mueca. Era obvio

que se arrepentía de haber dichodemasiado.

—Bueno —dijo con lentitud,capturando el labio entre los dientes yluego soltándolo antes de continuar—,una de las chicas me dijo algunas cosasdesagradables.

—¿Sí? —Sabía que no debía serdemasiado curioso.

Y obviamente, estaba en lo cierto,

porque cuando Miranda habló, lerecordó un poco a su hermana,mirándolo con ojos francos mientras laspalabras salían con firmeza de su boca.

—Fue Fiona Bennet —dijo, congran aversión—, y Olivia la llamóestúpida, y debo decir que no siento quelo hiciera.

Turner mantuvo la expresiónapropiadamente grave.

—Yo tampoco, si Fiona dijo cosasdesagradables de ti.

—Sé que no soy bonita —soltóMiranda—. Pero es indeciblementedescortés decirlo, sin mencionar que esmanifiestamente malvado.

Turner la miró durante un largorato, no del todo seguro de cómo

consolar a la pequeña. No era hermosa,eso era verdad, y si intentaba decirleque lo era, ella no le creería. Pero noera fea. Simplemente era... un poco...poco elegante.

Se salvó, sin embargo, de tener quedecir nada debido al siguientecomentario de Miranda.

—Creo que es este pelo castaño.Él alzó las cejas.—No está para nada a la moda —

explicó Miranda—. Y tampoco mis ojoscastaños. Soy con mucho demasiadodelgada, y mi cara es demasiadoalargada, y también soy demasiadopálida.

—Bueno, eso es verdad —dijoTurner.

Miranda se giró para mirarlo, susojos grandes y tristes en su cara.

—Ciertamente tienes los ojos y elcabello castaños. No hay sentido endecir lo contrario. —Inclinó la cabeza yfingió examinarla completamente—.Eres algo delgada, y tu cara es de hechoun poco alargada. Y definitivamenteeres pálida.

Los labios le temblaron, y Turnerno pudo tomarle más el pelo.

—Pero da la casualidad —dijo conuna sonrisa—, que yo mismo prefierolas mujeres con el pelo y los ojoscastaños.

—¡No es verdad!—Lo es. Siempre las he preferido.

También me gustan delgadas y pálidas.

Miranda lo miró con recelo.—¿Y qué hay de con caras

alargadas?—Bien, debo admitir que nunca he

pensado mucho en eso, pero ciertamenteno me importa una cara alargada.

—Fiona Bennet dijo que tengo loslabios grandes —dijo casi desafiante.

Turner se tragó una sonrisa.Ella suspiró pesadamente.—Nunca me había dado cuenta de

que tenía los labios grandes.—No son tan grandes.Ella le lanzó una recelosa mirada.—Sólo dices eso para hacerme

sentir mejor.—En realidad sí que quiero que te

sientas mejor, pero no lo digo por eso.

Y la próxima vez que Fiona Bennet tediga que tienes los labios grandes, dileque se equivoca. Que tienes los labiosplenos.

—¿Cuál es la diferencia? —le miróimpaciente, sus oscuros ojos serios.

Turner respiró hondo.—Bueno —se anduvo con rodeos

—. Los labios grandes no son atractivos.Los llenos sí.

—Oh. —Aquello pareciósatisfacerla—. Fiona tiene los labiosdelgados.

—Los labios llenos son muchomejores que los delgados —dijo Turnerenfáticamente. Le gustaba mucho aquelladivertida pequeña y quería hacerlasentir mejor.

—¿Por qué?Turner ofreció una silenciosa

disculpa a los dioses de la etiqueta y eldecoro antes de contestar:

—Los labios llenos son mejorespara besar.

—Oh. —Miranda se sonrojó, yluego sonrió—. Bien.

Turner se sintió absurdamentecomplacido consigo mismo.

—¿Sabes lo que pienso, SeñoritaMiranda Cheever?

—¿Qué?—Creo que sólo necesitas creer —

se arrepintió en el mismo minuto en quelo dijo. Seguramente le preguntaría quéquería decir, y no tenía ni idea de quécontestarle.

Pero la precoz pequeñasimplemente ladeó la cabeza a un ladomientras sopesaba su declaración.

—Espero que tengas razón —dijopor fin—. Sólo mira mis piernas.

Una discreta tos enmascaró la risaque brotó de la garganta de Turner.

—¿Qué quieres decir?—Bueno, son demasiado largas

también. Mamá siempre me dice que meempiezan en los hombros.

—A mí me parece que empiezanbastante apropiadamente en tu cintura.

Miranda rió como una niña.—Lo decía metafóricamente.Turner parpadeó. Aquella niña de

diez años tenía de hecho bastantevocabulario.

—Lo que quiero decir —continuó—, es que mis piernas tienen un tamañoequivocado comparadas con el resto demí. Creo que es por eso que no puedoaprender a bailar. Siempre le estoypisando los pies a Olivia.

—¿Los pies de Olivia?—Practicamos juntas —le explicó

Miranda con brío—. Creo que si el restode mi cuerpo fuera igual a mis piernas,no sería tan torpe. Así que creo quetienes razón. Tengo que crecer.

—Espléndido —dijo Turner,dándose cuenta con felicidad de que dealguna manera había podido decirexactamente lo adecuado—. Bien,parece que hemos llegado.

Miranda alzó la vista hacia la gris

casa de piedra que era su hogar. Estabaemplazada justo en una de las muchascalles que conectaba los lagos deldistrito, y uno tenía que cruzar por unpequeño puente empedrado para llegar ala puerta principal.

—Muchas gracias por traerme acasa, Turner. Te prometo que nunca tellamaré Nigel.

—¿También me prometes pellizcara Olivia si me llama Nigel?

Miranda soltó una risita y se pusola mano en la boca. Asintió.

Turner desmontó y entonces se giróhacia la pequeña y la ayudó a bajar.

—¿Sabes lo que creo que deberíashacer, Miranda? —dijo de pronto.

—¿El qué?

—Creo que deberías llevar undiario.

Parpadeó sorprendida.—¿Por qué? ¿Quién iba a querer

leerlo?—Nadie, tonta. Para ti misma. Y

quizás algún día, después de quemueras, tus nietos lo leerán y sabráncómo eras cuando eras joven.

Ella ladeó la cabeza.—¿Qué pasa si no tengo nietos?Turner alargó la mano impulsivo y

la despeinó.—Haces demasiadas preguntas,

gatita.—¿Pero qué pasa si no tengo

nietos?Dios, era persistente.

—Quizás serás famosa. —Suspiró—. Y los niños que te estudien en laescuela querrán saber cosas sobre ti.

Miranda le lanzó una dubitativamirada.

—Oh, muy bien, ¿quieres saber laverdadera razón de por qué creo quedeberías llevar un diario?

Ella asintió.—Porque algún día vas a crecer, y

serás tan bonita como lista eres ya. Yentonces podrás mirar hacia atrás en tudiario y darte cuenta de lo tontas que sonlas niñas pequeñas como Fiona Bennet.Y te reirás cuando recuerdes a tu madrediciéndote que las piernas te empiezanen los hombros. Y quizás me guardarásuna pequeña sonrisa cuando recuerdes la

agradable charla que hemos tenido hoy.Miranda lo miró, pensando que

debía ser uno de aquellos dioses griegossobre los que su padre siempre leía.

—¿Sabes lo que creo? —susurró—. Creo que Olivia es muy afortunadade tenerte como hermano.

—Y yo creo que es muy afortunadaal tenerte como amiga.

A Miranda le temblaron los labios.—Te guardaré una gran, gran

sonrisa para ti, Turner —susurró.Él se inclinó y besó grácilmente el

dorso de la mano de ella como si fuerala dama más hermosa de Londres.

—Ocúpate de que así sea, gatita.Sonrió y asintió antes de subirse al

caballo, llevando a la yegua de Olivia

detrás.Miranda lo miró hasta que

desapareció tras el horizonte, y luego sequedó mirando durante unos buenos diezminutos más.

Más tarde aquella noche, Mirandaentró en el estudio de su padre. Ésteestaba inclinado sobre un texto,inconsciente de la cera de la vela quechorreaba sobre el escritorio.

—Papá, ¿cuántas veces tengo quedecirte que vigiles las velas? —suspiróy puso la vela en su soporte adecuado.

—¿Qué? Oh, querida.—Y necesitas más de una. Está

demasiado oscuro aquí para leer.—¿Sí? No me había dado cuenta.

—Parpadeó y entrecerró los ojos—.¿No pasó ya la hora de irse a la cama?

—La niñera dice que podíaquedarme despierta media hora más estanoche.

—¿Sí? Bueno, lo que ella digaentonces. —Se inclinó sobre sumanuscrito otra vez, despachándolaefectivamente.

—¿Papá?Él suspiró.—¿Qué pasa, Miranda?—¿Tienes un cuaderno de sobra?

¿Cómo los que usas cuando estástraduciendo pero antes de que copies elborrador final?

—Supongo que sí. —Abrió elúltimo cajón de su escritorio y hurgó en

él—. Aquí. ¿Pero qué deseas hacer conél? Es un cuaderno de calidad, ¿sabes?,y no uno barato.

—Voy a escribir un diario.—¿Ahora? Bueno, supongo que es

un esfuerzo encomiable. —Le tendió elcuaderno.

Miranda sonrió radiante ante elelogio de su padre.

—Gracias. Te dejaré saber cuandose me acabe el espacio y necesite otro.

—De acuerdo, entonces. Buenasnoches, querida. —Volvió a suspapeles.

Miranda abrazó el cuaderno contrael pecho y corrió escaleras arriba haciasu habitación. Sacó un bote de tinta yuna pluma y abrió el libro por la

primera página. Escribió la fecha, ydespués de mucho pensarlo, escribo unaúnica frase. Parecía ser todo lonecesario.

2 de Marzo de 1810

Hoy me he enamorado.

CAPÍTULO 1

Nigel Bevelstoke, más conocidocomo Turner por todo aquel que sepreocupaba por intentar congraciarsecon él, sabía muchas cosas.

Sabía leer latín y griego, y sabíacómo seducir a una mujer en francés eitaliano.

Sabía dispararle a un objetivo enmovimiento desde lo alto de un caballoen marcha, y sabía exactamente cuántopodía beber antes de abandonar sudignidad.

Podía lanzar un puñetazo odefenderse como un experto, y podíahacer ambos mientras recitaba a

Shakespeare o a Donne.Resumiendo, sabía todo lo que un

caballero tenía que saber, y, según sedecía, sobresalía en todas las áreas.

La gente lo miraba.La gente alzaba la vista para

observarlo.Pero nada —ni un segundo de su

prominente y privilegiada vida— lohabía preparado para aquel momento. Ynunca había sentido tanto el peso de unamirada como ahora, mientras daba unpaso adelante y tiraba un trozo de tierrasobre el ataúd de su esposa.

Lo siento tanto, seguía diciendo lagente. Lo siento mucho. Lo sentimosmucho.

Y mientras tanto, Turner no podía

evitar pensar si Dios lo castigaría,porque todo en lo que podía pensar era:

Yo no.Ah, Leticia. Tenía tanto que

agradecerle.Veamos. ¿Por dónde empezar? Por

supuesto, estaba la pérdida de sureputación. Sólo el demonio sabíacuántas personas eran conscientes deque le había puesto los cuernos.

Varias veces.Luego estaba la pérdida de su

inocencia. Era difícil recordarlo en esemomento, pero una vez le había dado ala humanidad el beneficio de la duda. Engeneral, había creído lo mejor de laspersonas —que si trataba a los demáscon honor y respeto, ellos harían lo

mismo respecto a él.Y luego estaba la pérdida de su

alma.Porque mientras retrocedía,

juntando las manos rígidamente tras élmientras escuchaba al sacerdote enviarel cuerpo de Leticia al suelo, no podíaescapar del hecho de que había deseadoaquello. Había querido librarse de ella.

Y no iba —no lloraría su muerte.—Es una pena —susurró alguien a

sus espaldas.La mandíbula de Turner se

contrajo. Aquello no era una pena. Erauna farsa. Y ahora pasaría el próximoaño vistiendo de negro por una mujerque había llegado a él llevando el hijode otro hombre. Lo había hechizado,

atormentado hasta que no había podidopensar en otra cosa que no fueseposeerla. Había dicho que le quería, yhabía sonreído con suave inocencia ydeleite cuando él le había declarado sudevoción y prometido su alma.

Ella había sido su sueño.Y más tarde su pesadilla.Perdió al bebé, el que había

apresurado el matrimonio. El padre fueun conde italiano, o al menos es lo queLeticia decía. Estaba casado, o era pococonveniente, o quizás ambas cosas.Turner había estado preparado paraperdonarla; todos cometían errores, ¿yno quiso él también seducirla antes de sunoche de bodas?

Pero Leticia no había querido su

amor. No sabía qué demonios quería,poder, quizás, la embriagadorasensación de satisfacción cuando otrohombre caía bajo su hechizo.

Turner se preguntaba si Leticiahabría sentido eso cuando él sucumbió.O quizás había sido simplemente alivio.Estaba embarazada de tres mesescuando se casaron. No tenía tiempo queperder.

Y ahora aquí estaba ella. O másbien, allí estaba ella. Turner no estabamuy seguro de qué pronombre de lugarera más adecuado para un cuerpo sinvida bajo tierra.

Lo que fuese. Sólo lamentaba queella pasaría la eternidad en su suelo,descansando entre los Bevelstokes de

días pasados. Su lápida llevaría elnombre de él, y en unos cientos de años,alguien miraría el grabado en el granitoy pensaría que debió haber sido unabuena mujer, y que era una tragedia quehubiese muerto tan joven.

Turner alzó la vista hacia elsacerdote. Era un tipo joven, nuevo en laparroquia y por lo que se decía, todavíaconvencido de que podía hacer delmundo un lugar mejor.

—Cenizas a las cenizas —dijo elsacerdote, y alzó la vista hacia elhombre que se suponía era el afligidoviudo.

Oh sí, pensó Turner mordaz, esesería yo.

—Polvo al polvo.

Detrás de él hasta alguien sorbiócon ruido.

Y el sacerdote, sus brillantes ojosazules con aquel horrible e inmerecidobrillo de simpatía, siguió hablando:

—Confiando en la resurrección...Buen Dios.—...a la vida eterna.El sacerdote miró a Turner y de

hecho se estremeció. Turner se preguntóqué era exactamente lo que había vistoen su cara. Nada bueno, eso estabaclaro.

Hubo un coro de amenes, y en esemomento terminó el servicio. Todosmiraron al sacerdote, y miraron aTurner, y luego todos observaron alsacerdote coger las manos de Turner en

las suyas y decir:—La echaremos de menos.—Yo —dijo Turner entre los

dientes apretados— no.

No puedo creer que dijese eso.Miranda bajó la vista a las

palabras que acaba de escribir. Enaquellos momentos, estaba en la páginacuarenta y dos de su decimotercerdiario, pero aquella era la primera vez—la primera desde aquel fatídico díanueve años antes— que no tenía ni ideade qué escribir. Incluso cuando los díaseran aburridos (y lo solían ser), se lasarreglaba para escribir apresuradamenteuna anotación.

En Mayo, cuando tenía catorce

años...Me desperté.Me vestí.Desayuné: tostadas, huevos,

beicon.Leí Sentido y Sensibilidad, autor,

dama desconocida.Escondí Sentido y Sensibilidad de

padre.Comí: pollo, pan, queso.Conjugué verbos franceses.Escribí una carta a la abuela.Cené: bistec, sopa, pudín.Leí más de Sentido y Sensibilidad,

la identidad de la autora aúndesconocida.

Me retiré.Dormí.

Soñé con él.Ésta no debía confundirse con la

anotación del 12 de Noviembre delmismo año...

Me desperté.Desayuné: huevos, tostadas,

jamón.Hice un gran alarde de lectura de

la tragedia griega. En vano.Pasé la mayor parte del tiempo

mirando por la ventana.Almorcé: pescado, pan, guisantes.Conjugué los verbos en Latín.Escribí una carta a la abuela.Cené: asado, patatas, pudín.Llevé la tragedia a la mesa (el

libro, no el evento)Padre no se dio cuenta.

Me retiré.Me dormí.Soñé con él.Pero ahora, ahora que algo enorme

y trascendental sí había ocurrido (lo quenunca había pasado) no tenía nada quedecir excepto...

No puedo creer que dijese eso.—Bien, Miranda —murmuró,

observando la tinta seca en la punta dela pluma—, no serás famosa comodiarista.

—¿Qué dijiste?Miranda cerró de golpe el diario.

No se había dado cuenta de que Oliviahabía entrado a la habitación.

—Nada —dijo con rapidez.Olivia caminó por la alfombra y se

dejó caer sobre la cama.—Qué día tan horrible.Miranda asintió, girando en el

asiento para poder estar de cara a suamiga.

—Me alegra que estuvieses aquí —dijo Olivia con un suspiro—. Graciaspor quedarte el resto de la noche.

—Por supuesto —replicó Miranda.No había habido preguntas, no

cuando Olivia había dicho que lanecesitaba.

—¿Qué escribes?Miranda bajó la vista al diario,

sólo para darse cuenta de que sus manosdescansaban protectoras sobre él.

—Nada —dijo.Olivia había estado con la vista fija

en el techo, pero ante eso movió lacabeza en dirección a Miranda.

—Eso no puede ser verdad.—Tristemente, lo es.—¿Por qué es triste?Miranda parpadeó. Olivia solía

hacer las preguntas más obvia, y las quetenían respuestas menos obvias.

—Bueno —dijo Miranda, noprecisamente para ganar tiempo, ya queen realidad, era más porque estabaintentando pensar mientras lo hacía.Movió las manos y bajó la vista aldiario como si la respuesta correctaestuviera mágicamente inscrita en lacubierta—. Esto es todo lo que tengo. Eslo que soy.

Olivia la miró dudosa.

—Es un libro.—Es mi vida.—¿Por qué será —opinó Olivia—

que la gente me llama dramática a mí?—No digo que sea mi vida —dijo

Miranda con un deje de impaciencia—,sólo que la contiene. Todo. Lo he escritotodo. Desde que tenía diez años.

—¿Todo?Miranda pensó en los muchos días

en que había registrado obedientementelo que había comido y poco más.

—Todo.—Yo nunca podría llevar un

diario.—No.Olivia giró sobre su costado,

apuntalando su cabeza con una mano.

—No tienes por qué estar deacuerdo conmigo con tanta rapidez.

Miranda simplemente sonrió.Olivia se dejó caer hacia detrás.—Supongo que vas a escribir que

tengo un corto lapso de atención.—Ya lo he hecho.Silencio, entonces:—¿En serio?—Creo que dije que te aburrías con

facilidad.—Bueno —replicó su amiga, con

un único momento de reflexión—, esbastante cierto.

Miranda volvió a bajar la miradaal escritorio. La vela derramabadestellos de luz sobre el secante, y sesintió repentinamente cansada. Cansada,

pero afortunadamente, no soñolienta.Agotada, quizás. Intranquila.—Estoy exhausta —declaró Olivia,

deslizándose fuera de la cama. Susirvienta le había dejado la ropa denoche sobre las mantas, y Miranda giróla cabeza respetuosamente mientrasOlivia se cambiaba.

—¿Cuánto crees que se quedaráTurner aquí? —preguntó Miranda,intentando no morderse la lengua.Odiaba estar todavía tan desesperadapor verlo aunque fuese fugazmente, peroasí había sido durante años. Inclusocuando él se había casado, y ella sehabía sentado en un banco de la iglesiadurante la boda, y lo había observado,es decir, lo había visto mirar a su novia

con todo el amor y la devoción queardían en su propio corazón...

Aún lo miraba. Aún lo quería.Siempre lo haría. Era el hombre que lahabía hecho creer en sí misma. Él notenía ni idea de lo que le había hecho —lo que había hecho por ella— yprobablemente no lo haría nunca. PeroMiranda aún suspiraba por él. Yprobablemente lo haría siempre.

Olivia gateó dentro de la cama.—¿Te quedarás despierta mucho

rato? —preguntó, su voz pesada por losprincipios de sopor.

—No mucho. —Le aseguróMiranda.

Olivia no podía dormirse con unavela ardiendo tan cerca. Miranda no

podía entenderlo, ya que el fuego de lachimenea no parecía molestarle, perohabía visto a Olivia sacudirse y girarcon sus propios ojos, y por eso, cuandose dio cuenta de que su mente estabatodavía funcionando y que “no mucho”había sido un poco mentira, se inclinóhacia delante y sopló la vela.

—Me llevaré esto a otro sitio —dijo Miranda, colocándose el diariobajo el brazo.

—Graciasss —murmuró Olivia, ypara el momento en que Miranda le pusouna sobrecubierta y llegó al pasillo, yaestaba dormida.

Miranda sujetó el diario bajo elmentón y lo encajó contra el esternónpara liberar las manos y poder atarse la

bata a la cintura. Era una invitadanocturna frecuente en Haverbreaks, peroaún así, no era cuestión de vagar por lospasillos de la casa de otra persona connada más que un camisón.

Era una noche oscura, como únicaguía tenía la luz de la luna que sefiltraba a través de las ventanas, peroMiranda podría haber hecho el caminodesde la habitación de Olivia hasta labiblioteca con los ojos cerrados. Oliviasiempre se dormía antes que ella —teníademasiados pensamientos en la cabeza,decía Olivia— y por eso Miranda solíallevar su diario a otra habitación paraguardar sus pensamientos. Suponía quepodía haber pedido una habitación paraella, pero la madre de Olivia no creía en

extravagancias innecesarias y no veíarazón para calentar dos habitacionescuando con una era suficiente.

A Miranda no le importaba. Dehecho, agradecía la compañía. Su propiacasa estaba demasiado silenciosaaquellos días. Su querida madre habíamuerto hacía casi un año, y Miranda sehabía quedado sola con su padre.Debido a su dolor, su padre se habíaencerrado con sus preciososmanuscritos, dejando que su hija se lasarreglara por su cuenta. Miranda sehabía girado hacia los Bevelstokes enbusca de amor y amistad, y ellos lahabían acogido con los brazos abiertos.Olivia incluso se vistió de negro durantetres semanas en honor a Lady Cheever.

—Si una de mis primas se muriese,me vería obligada a hacer lo mismo —había dicho Olivia en el funeral— Y deverdad quería a tu madre mucho más quea cualquiera de mis primas.

—¡Olivia! —Miranda estabaconmovida, pero aún así, pensó quedebería estar sorprendida.

Olivia puso los ojos en blanco.—¿Has conocido a mis primas?Y Miranda había reído. En el

funeral de su propia madre, se habíareído. Más tarde se dio cuenta de queera el regalo más precioso que su amigapodría haberle ofrecido.

—Te quiero, Livvy —le dijo.Olivia le cogió la mano.—Sé que sí —dijo suavemente—.

Y yo a ti. —Luego había cuadrado loshombros y asumido su postura usual—.Sería bastante incorregible sin ti,¿sabes? Mi madre suele decirme queeres la única razón porque la que no hecometido alguna ofensa irredimible.

Era probablemente por esa razón,reflexionó Miranda, que Lady Rudlandse había ofrecido a ser su madrinadurante la temporada en Londres. Alrecibir la invitación, su padre habíasuspirado con alivio y había adelantadocon rapidez los fondos necesarios. SirRupert Cheever no era un hombreexcepcionalmente rico, pero tenía losuficiente como para cubrir unatemporada en Londres para su únicahija. Lo que no poseía era la paciencia

necesaria —o para ser francos, elinterés— para llevarla él mismo.

El debut de Miranda y Olivia seretrasó un año. Miranda no pudo irdurante el período de luto de su madre, yLady Rudland había decidido permitirlea Olivia esperar también. Con veinteaños lo harían tan bien como condiecinueve, declaró. Y era cierto; nadieestaba preocupado porque Oliviaconsiguiese un gran partido. Con sudespampanante belleza, su vivazpersonalidad, y, como Olivia señalabairónicamente, su enorme dote, estabasegura de que tendría éxito.

Pero la muerte de Leticia, ademásde haber sido trágica, había sidoparticularmente inoportuna; ahora había

que guardar otro período de luto. Sinembargo, a Olivia le bastarían con sóloseis semanas, ya que Leticia no habíasido su hermana de sangre.

Llegarían sólo un poco tarde parala temporada. No se podía evitar.

Secretamente, Miranda estabacontenta. El pensar en un baile enLondres la atemorizaba completamente.No porque fuese tímida precisamente,porque no creía serlo. Era sólo que no legustaban las grandes multitudes, ypensar en tanta gente mirándola yjuzgándola era horrible.

No se puede evitar, pensó mientrasbajaba las escaleras. Y en todo caso,sería aún peor quedarse atrapada enAmbleside, sin Olivia como compañía.

Miranda hizo una pausa al pie delas escaleras, decidiendo adónde ir. Elsalón al oeste tenía el mejor escritorio,pero la biblioteca tendía a estar caliente,y hacía un poco de frío aquella noche.Por otro lado...

Hmmm... ¿Qué había sido eso?Se inclinó hacia un lado,

escudriñando el salón. Alguien tenía elfuego encendido en el estudio de LordRudland. Miranda no podía imaginarque nadie estuviese todavía levantado ypor ahí, los Belvestokes siempre seretiraban temprano.

Se movió en silencio por laalfombra del pasillo hasta que llegó a lapuerta.

—¡Oh!

Turner alzó la vista desde la sillade su padre.

—Señorita Miranda —dijoalargando las palabras, sin reajustar niun músculo de su perezosa postura—.Quelle surprise.

Turner no estaba seguro de porquéno estaba sorprendido de ver a laseñorita Miranda Cheever de pie en laentrada al estudio de su padre. Cuandohabía oído las pisadas en el vestíbulo,de alguna manera había sabido que eraella. Es verdad que su familia teníatendencia a dormir como troncos, y eracasi inconcebible que uno de ellospudiese estar despierto y por ahí,deambulando por los pasillos en busca

de un aperitivo o algo de lectura.Pero había sido algo más que el

proceso de eliminación lo que le habíaconducido hasta Miranda como laelección obvia. Ella era unaobservadora, siempre ahí, siempreobservando la escena con aquellos ojossuyos de búho. No podía recordarcuándo la había conocido por primeravez, probablemente antes de que lamuchachita dejase de llevar arnés. Enrealidad era un elemento fijo, de algunaforma siempre ahí, incluso en momentoscomo ése, que debería haber sido sólofamiliar.

—Me iré —dijo ella.—No —contestó él, porque... ¿por

qué?

¿Porque se sentía como si estuviesehaciendo una travesura?

¿Porque había bebido demasiado?¿Porque no quería estar solo?—Quédese —dijo, haciendo

amplios gestos con la mano.Seguramente había algún sitio másdonde sentarse allí—. Tómese algo.

Los ojos de ella se agrandaron.—No creo que pudieran volverse

más grandes —musitó él.—No puedo beber —dijo ella.—¿No?—No debería —se corrigió, y él

creyó ver cómo juntaba las cejas. Dios,la había irritado. Era bueno saber quetodavía podía provocar a una mujer,incluso a una indocta como ella.

—Está aquí —dijo él con unencogimiento de hombros—. Bienpodría tomarse un brandy.

Se quedó quieta por un momento, yél pudo jurar que podía oír cómo ledaba vueltas el cerebro. Finalmente,dejó su pequeño libro en una mesa cercade la puerta y se adelantó.

—Sólo una —dijo.Él sonrió.—¿Porque conoce su límite?Los ojos de ambos se encontraron.—Porque no conozco mi límite—Que sabiduría en alguien tan

joven —murmuró él.—Tengo diecinueve —dijo ella, no

desafiante, sino como estableciendo unhecho.

Él alzó una ceja.—Como decía...—Cuando usted tenía diecinueve...Sonrió sarcástico, notando que ella

no había terminado su frase.—Cuando yo tenía diecinueve —

repitió por ella, tendiéndole unagenerosa porción de brandy—, era unidiota.

Miró el vaso que se había puesto,igual en volumen que el de Miranda. Loapuró en un largo y satisfactorio trago.

El vaso aterrizó sobre la mesa conun sonido sordo, y Turner se reclinóhacia detrás, dejando descansar lacabeza contra las palmas de sus manos,los codos doblados hacia fuera.

—Como todos los niños de

diecinueve años, debería añadir —terminó.

La miró. Ella no había tocado subebida. Ni siquiera se había sentadoaún.

—La presente compañíaposiblemente podría ser excluida —enmendó.

—Creía que el brandy se debíaservir en copitas para coñac —dijo ella.

Él la observó mientras tomabaasiento cuidadosamente. No estabacerca de él pero tampoco estaba en laotra punta. Sus ojos nunca dejaban lossuyos, y no pudo evitar preguntarse quépensaba que le podría hacer.¿Abalanzarse sobre ella?

—El brandy —anunció, como si le

estuviese hablando a un público de másde una persona— se sirve mejor en loque sea que uno tiene a mano. En estecaso... —alzó su vaso y lo miró,observando cómo la luz del hogardanzaba en su superficie.

No se molestó en terminar la frase.No parecía necesario, y además, estabaocupado sirviéndose otro trago.

—Salud. —Y se lo bebió.La miró. Todavía estaba sentada

allí, observándolo. No podía decir si lodesaprobaba; su expresión erademasiado inescrutable para eso. Perodeseó que dijese algo. Cualquier cosa,en realidad, incluso más tonterías sobrecopas, sería suficiente para sacar a sumente del hecho de que todavía eran las

once y media, y de que le quedabantreinta minutos antes de que pudiesedeclarar terminado aquel miserable día.

—Así que dígame, SeñoritaMiranda, ¿disfrutó del servicio? —preguntó, desafiándola con la mirada aque dijese algo más allá de lo que solíadecirse en situaciones así.

La sorpresa se registró en la carade ella, la primera emoción de la nocheque Turner era claramente capaz dediscernir.

—¿Se refiere al funeral?—El único servicio del día —dijo

él, con considerable desenfado.—Fue... er... interesante.—Oh, vamos, Señorita Cheever,

puede hacerlo mejor.

Ella capturó su labio inferior entrelos dientes. Leticia solía hacer aquello,recordó él. Cuando aún pretendía serinocente. Había dejado de hacerlocuando el anillo había estado a salvo ensu dedo.

Bebió otro trago.—¿No cree...?—No —dijo él enérgicamente. No

había suficiente brandy en el mundo parauna noche como aquella.

Y en ese momento alargó la mano,cogió su vaso y tomó un sorbo.

—Creo que estuvo espléndido.Maldita fuese. Tosió y farfulló,

como si fuese él el inocente, tomando suprimer sorbo de vino.

—¿Perdón?

Ella sonrió plácidamente.—Puede que ayude el tomar sorbos

más pequeños.La fulminó con la mirada.—Es raro que alguien hable

honestamente de una muerta —dijo ella—. No estoy segura de que fuese ellugar más apropiado, pero... bueno... noera una persona demasiado agradable,¿verdad?

Parecía tan serena, tan inocente,pero sus ojos... eran perspicaces.

—Vaya, Señorita Cheever —murmuró él—. Creo que en realidad síque tiene una vena vengativa.

Se encogió de hombros y tomó otrosorbo de su bebida, uno pequeño, notóél.

—Para nada —dijo, aunque élestaba seguro de que la creía—. Perosoy una buena observadora.

Él rió entre dientes.—Totalmente de acuerdo.Se puso rígida.—¿Disculpe?La había alterado. No sabía por

qué lo encontró tan satisfactorio, pero nopudo evitar que le gustase. Habíapasado mucho tiempo desde que nohacía nada que le produjera placer. Seinclinó hacia delante, sólo para ver sipodía hacerla avergonzar.

—La he estado observando.Palideció. Él pudo verlo incluso a

la luz del hogar.—¿Sabe lo que he visto? —

murmuró él.Los labios de ella se entreabrieron,

y negó con la cabeza.- Usted ha estado observándome.Ella se levantó, lo repentino del

movimiento casi tiró la silla al suelo.—Debo irme — dijo—. Esto es

totalmente poco ortodoxo, y es tarde, y...—Oh, venga, Señorita Cheever —

dijo él, poniéndose en pie—. No seapure. Usted observa a todo el mundo.¿Cree que no me he dado cuenta?

Alargó la mano y la cogió delbrazo. Ella se paralizó. Pero no se dio lavuelta.

Los dedos de él apretaron más.Sólo un toque. Sólo lo suficiente paraevitar que se fuese, porque no quería

que lo hiciese. No quería estar solo. Lequedaban veinte minutos más, y queríaque ella se enfadase igual que él estabaenfadado, igual de enfadado que habíaestado durante años.

—Dígame, Señorita Cheever —susurró, colocando dos dedos en la parteinferior de su barbilla—. ¿Alguna vez lahan besado?

CAPÍTULO 2

No habría sido una exageracióndecir que Miranda había soñado coneste momento durante años. Y en sussueños, siempre parecía saber qué decir.Pero en la realidad, por lo visto, estabalejos de ser elocuente, y no podía hacerotra cosa excepto mirarle fijamente, sinrespiración —literalmente- pensó,literalmente sin respiración.

Gracioso, siempre había pensadoque era una metáfora. Sin respiración.Sin respiración.

—Pensé que no —estaba diciendoél, y Miranda apenas le podía oír porencima de la carrera frenética de sus

pensamientos. Debería echar a correr,pero estaba paralizada, y no deberíahacer esto, pero lo deseaba, al menospensó que en verdad lo había queridodesde que tenía diez años yparticularmente aún no sabía qué era loque había estado queriendo y...

Y sus labios tocaron los de ella.—Adorable —murmuró él, dándole

una lluvia de besos delicados,seductores, a lo largo de la mejilla hastaque alcanzó la línea de la mandíbula.

Se sentía como en el cielo. Sesentía como nada que hubiera conocido.Sintió una agitación interior, una tensiónextraña, enrollándose y desperezándose,y no estaba segura de lo que significaba,así es que estaba allí quieta, aceptando

sus besos mientras él se movía por sucara, a lo largo de su pómulo, de regresoa sus labios.

—Abra la boca —le pidió, y ellalo hizo, porque él era Turner, y ellaquería esto. ¿No lo había queridosiempre?

Su lengua se sumergió adentro, y sesintió atraída más firmemente contra él.Sus dedos estaban exigiendo, y despuéssu boca exigía, y entonces se dio cuentade que estaba equivocada. Éste no era elmomento con el que había estadosoñando durante años. Él no la deseaba.No sabía por qué la besaba, pero no ladeseaba. Y ciertamente no la amaba. Nohabía ternura en este beso.

—Devuélvame el beso, maldita sea

—gruñó él, y presionó sus labios contralos de ella con insistencia renovada. Fueduro, y estaba enfadado, y por primeravez en la noche, Miranda comenzó asentirse asustada.

—No —trató de decir Miranda,pero su voz se perdió contra su boca. Sumano de alguna manera habíaencontrado sus nalgas, y la estabaapretando, presionándola hacia arribacontra él en la mayoría de los lugaresíntimos. Y no entendía cómo podíahaber buscado esto y no desearlo, cómoél le podía hacer sentir un cosquilleo yhacer que se asustase, cómo podíaamarle y odiarle al mismo tiempo, enigual medida.

—No —dijo ella otra vez,

interponiendo las manos entre ellos, laspalmas contra su pecho—. ¡No!

Y entonces él se alejó conbrusquedad, sin el más leve indicio dequerer quedarse.

—Miranda Cheever —murmuró,con lo que realmente era un tonocansado—, ¿quién lo diría?

Ella le abofeteó.Sus ojos se entrecerraron, pero él

no dijo nada.—¿Por qué ha hecho eso? —le

preguntó, su voz tranquila aunque elresto de ella temblaba.

—¿Besarla? —Se encogió dehombros—. ¿Por qué no?

—No. —Se echó hacia atrás,horrorizada por la nota de dolor que

detectó en su propia voz. Deseó estarfuriosa. Estaba furiosa, pero quería quese le notase. Quería que él lo supiera—.No puede optar por la salida más fácil.Perdió ese privilegio.

Él se rió por lo bajo, el condenado,y dijo:

—Es tan divertida como unadominatrix.

—Basta —gritó Miranda. Él seguíahablando acerca de cosas que ella noentendía, y le odió por eso—. ¿Por quéme besó? Usted no me ama.

Se clavó las uñas en las palmas delas manos. Estúpida, chica estúpida.¿Por qué había dicho eso?

Pero él sólo sonrió.—Me olvido de que sólo tiene

diecinueve años y no se da cuenta deque el amor nunca es un requisito previopara un beso.

—No creo que yo le guste.—Tonterías. Por supuesto que sí.

—Parpadeó, como si tratara de recordarcuándo, exactamente, la había conocido—. Bien, ciertamente no me produceaversión.

—No soy Leticia —murmuró ella.En medio segundo, una mano se

había enrollado alrededor de la partesuperior de su brazo, apretando casi alextremo del dolor.

—No mencione su nombre nuncamás. ¿Me ha oído?

Miranda se quedó mirándolofijamente, asombrada por la cruda ira

que emanaba de sus ojos.—Lo siento —dijo

precipitadamente—. Por favor, déjemeir.

Pero él no lo hizo. Aflojó elapretón, pero sólo ligeramente, y casiera como si viese a través de ella. A unfantasma. Al fantasma de Leticia.

—Suélteme, por favor —murmuróMiranda—. Me está lastimando.

Su expresión se suavizó, y dio unpaso atrás.

—Lo siento —dijo. Miraba haciaotro lado, ¿a la ventana?, ¿al reloj?—.Mis disculpas —dijo bruscamente—.Por asaltarla. Por todo.

Miranda tragó saliva. Debería irse.Debería abofetearle otra vez y luego

debería irse, pero se había comportadode forma miserable, y no podíaperdonarse lo que había dicho.

—Siento que ella le hiciera taninfeliz.

Sus ojos volaron hacia los deMiranda.

—Los chismes viajan hasta llegar alas aulas, ¿es así?

—¡No! —dijo Mirandarápidamente—. Es sólo que... puedoexplicarlo.

—¿Oh?Miranda se mordisqueó el labio,

preguntándose lo que debería decir.Hubo cotilleos en el aula. Pero ademásde eso, lo había visto por sí misma.Había estado tan enamorado en su boda.

Sus ojos habían brillado con amor, ycuando miraba a Leticia, Miranda pudoprácticamente ver al mundodesaparecer. Era como si estuvieran ensu propio pequeño universo, solamenteellos, y ella estuviese mirando desde elexterior.

Y la siguiente vez que le vio...había sido diferente.

—Miranda —la apremió.Miró hacia arriba y dijo con

delicadeza.—Cualquiera podía darse cuenta

de que su matrimonio le hacía infeliz.—¿Y cómo es eso? —Turner bajó

la mirada hacia ella, y había algo tanurgente en sus ojos que Miranda sólopodía decirle la verdad.

—Acostumbraba a reír —dijosuavemente—. Solía reír, y sus ojosbrillaban.

—¿Y ahora?—Ahora es frío y duro.Él cerró los ojos, y por un momento

Miranda pensó que estaba sufriendo.Pero al final le dirigió una mirada fija ypenetrante, y una esquina de su boca securvó hacia arriba en una parodiasardónica de sonrisa.

—Lo soy —cruzó los brazos y seapoyó insolentemente contra una librería—. Le ruego me diga, Señorita Cheever,¿desde cuándo se ha vuelto tanperceptiva?

Miranda tragó saliva, luchandocontra la decepción que ascendió por su

garganta. Sus demonios habían ganadootra vez. Durante un momento, cuandosus ojos habían estado cerrados, casipareció como si la hubiera oído. No suspalabras, sino el significado que habíatras ellas.

—Siempre lo he sido —dijoMiranda—. Usted solía hacercomentarios al respecto cuando erapequeña.

—Esos grandes ojos marrones —dijo con una despiadada risa ahogada—.Siguiéndome a todas partes. ¿Cree queno me di cuenta de que estabaencaprichada conmigo?

Las lágrimas escocieron los ojosde Miranda. ¿Cómo podía ser tan cruelcomo para decir eso?

—Fue muy amable conmigo cuandoera un niño —dijo suavemente.

—Supongo que lo fui. Pero de esohace mucho tiempo.

—Nadie se da cuenta de eso másque yo.

No dijo nada, y Miranda tampoco.Y después finalmente...

—Váyase.Su voz sonó ronca y dolida y llena

de angustia.Ella se fue.Y esa noche no escribió nada en su

diario.

La mañana siguiente Miranda sedespertó con un objetivo claro. Quería ira casa. Le traía sin cuidado perderse el

desayuno, no le importaba si los cielosse abrían y tenía que avanzar condificultad a través de la lluviatorrencial. Sencillamente no quería estaraquí, con él, en la misma casa, en lamisma propiedad.

Era demasiado triste. Se había ido.El Turner que había conocido, el Turnerque había adorado se había ido. Ella lohabía sentido, por supuesto. Lo habíasentido en sus visitas a casa. La primeravez habían sido sus ojos. La siguiente suboca, y las líneas blancas de cóleragrabadas en las esquinas.

Lo había sentido, pero hasta ahoraverdaderamente no se había permitidosaberlo.

—Estás despierta.

Era Olivia, completamente vestiday luciendo encantadora, incluso con sunegro de luto.

—Desafortunadamente —murmuróMiranda.

—¿Qué dices?Miranda abrió la boca, luego

recordó que Olivia no iba a esperar paraobtener una respuesta, ¿para qué gastarenergía?

—Bien, date prisa —dijo Olivia—.Vístete, y enviaré a mi doncella para lostoques finales. Es sin lugar a dudasmágica con el pelo.

Miranda se preguntó cuando sedaría cuenta Olivia de que no habíamovido un solo músculo.

—Levántate, Miranda.

Miranda casi se puso de pie de unsalto.

—Dios mío, Olivia. ¿Nadie te hadicho que es de mala educación gritar enel oído de otro ser humano?

La cara de Olivia se asomó porencima de la suya, bastante cerca.

—No pareces muy humana estamañana, a decir verdad.

Miranda se dio la vuelta.—No me siento humana.—Te sentirás mejor después del

desayuno.—No tengo hambre.—Pero no te puedes perder el

desayuno.Miranda apretó los dientes. Tal

vitalidad debe ser ilegal antes del

mediodía.- Miranda.Miranda se puso una almohada

encima de la cabeza.—Si dices mi nombre una vez más,

tendré que matarte.—Pero tenemos trabajo que hacer.Miranda hizo una pausa. ¿Acerca

de qué diantres estaba hablando Livvy?—¿Trabajo? —repitió.—Sí, trabajo —Olivia le arrancó

la almohada y la lanzó al suelo—. Hetenido la idea más maravillosa. Mesobrevino en un sueño.

—Estás bromeando.—Muy bien, estoy bromeando,

pero me vino esta mañana cuando estabaen la cama.

Olivia sonrió con un tipo desonrisa más bien felina, realmente deltipo que significaba que había tenido undestello de genialidad o iba a destruir elmundo tal y como lo conocían. Yentonces Olivia esperó, se trataba de laprimera vez que esperaba, y Miranda lapremió con un...

—Muy bien, ¿cuál es?—Tú.—Yo.—Y Winston.Por un momento, Miranda no pudo

hablar. Luego dijo.—Estás loca.Olivia se encogió de hombros y se

recostó.—O muy, muy inteligente. Piensa

en ello, Miranda. Es perfecto.Miranda no podía imaginarse el

pensar en tener una relación con algúncaballero en ese momento, mucho menosuno con el apellido Bevelstoke, aunqueno fuera Turner.

—Le conoces bien, y estás en laedad —dijo Olivia, enumerando losmotivos con los dedos.

Miranda negó con la cabeza yescapó hacia el otro lado de la cama.

Pero Olivia era ágil, y estuvo a sulado en cuestión de segundos.

—Tú realmente no quieres unatemporada —continuó—. Lo has dichoen numerosas ocasiones. Y odiasconversar con personas que no conoces.

Miranda trató de esquivarla

escabulléndose hacia el guardarropa.—Puesto que conoces a Winston,

como ya he dicho, eso elimina lanecesidad de conversar condesconocidos, y además —la carasonriente de Olivia se hizo visible—,significa que seremos hermanas.

Miranda estaba inmóvil, sus dedosagarrando firmemente el vestido de díaque había sacado del guardarropa.

—Eso sería encantador, Olivia —dijo, porque realmente, ¿qué otra cosapodía decir?

—¡Oh, estoy emocionada de queestés de acuerdo! —Exclamó Olivia, yabrazó a Miranda—. Será maravilloso.Espléndido. Más que espléndido. Seráperfecto.

Miranda se quedó quieta,preguntándose cómo diablos habíalogrado conseguir meterse a sí misma ental enredo.

Olivia retrocedió, todavía radiante.—Winston no tendrá la menor idea

de lo que se le viene encima.—¿El propósito de esto es el de

igualar o simplemente se trata de algunamanera de superar a tu hermano?

—Bien, ambos, por supuesto —admitió Olivia con franqueza. Soltó aMiranda y se dejó caer en una sillacercana—. ¿Tiene importancia?

Miranda abrió la boca, pero Oliviafue más rápida.

—Por supuesto que no —dijo—.Lo que importa es estar igualados,

Miranda. Verdaderamente estoysorprendida de no haber tenido estosserios pensamientos con anterioridad.

Como estaba detrás de Olivia,Miranda se dio el gusto de hacer unamueca. Por supuesto que a ella no lehabía dado por pensar seriamente.Había estado demasiado ocupadasoñando con Turner.

—Y vi a Winston mirándoteanoche.

—Sólo había cinco personas en lahabitación, Olivia. Muy bien podía noestar mirándome a mí.

—Todo está en cómo —persistióOlivia—. Estaba como si nunca tehubiera visto antes.

Miranda comenzó a vestirse.

—Estoy convencida de que estásequivocada.

—No lo estoy. Date la vuelta, teabrocharé los botones. Nunca meequivoco acerca de estas cosas.

Miranda permaneció de piepacientemente mientras Olivia leabrochaba el vestido. Y entonces se leocurrió.

—¿Cuándo has tenido la ocasión desaber que tienes razón? Estamos aquíenterradas en el campo. No es como sihubiésemos sido testigos de que alguiencayese enamorado.

—Por supuesto que lo somos. EstánBilly Evans y...

- Tuvieron que casarse, Olivia. Losabes.

Olivia acabó de abrochar el últimobotón, movió las manos hacia loshombros de Miranda, y la volvió hastaque estuvieron cara a cara. Su expresiónera de superioridad, incluso para Olivia.

—Sí, ¿pero por qué tuvieron quecasarse? Porque se amaban.

—No recuerdo tus prediccionessobre el emparejamiento.

—Tonterías. Por supuesto que lashice. Tú estabas en Escocia. Y no pudedecírtelo por carta, eso hubiera hechoque todo pareciera completamentesórdido.

Miranda no estaba segura de queese fuera el caso, un embarazoimprevisto era un embarazo imprevisto.Ponerlo por escrito no iba a cambiar las

cosas. Pero a pesar de todo, Olivia teníaalgo de razón. Miranda iba a Escociadurante seis semanas cada año paravisitar a sus abuelos maternos, y BillyEvans se casó mientras ella no estaba.Olivia había venido con el únicoargumento que ella no podía refutar.

—¿Vamos a desayunar? —preguntóMiranda con desaliento. No habíamanera de evitar dejarse ver, y además,Turner había estado un tanto raro lanoche anterior. Si hubiese justicia en elmundo, entonces estaría como una cubaen su cama con la cabeza palpitándoletoda la mañana.

—No hasta que María te arregle elpelo —decidió Olivia—. No debemosdejar nada al azar. Ahora tu trabajo es

estar maravillosa. Oh, no me miresfijamente. Eres más bonita de lo quepiensas.

—Olivia...—No, no, ha sido una mala

elección de palabras. Tú no eres bonita.Yo soy bonita. Bonita y sosa. Tú tienesalgo más.

—Una cara larga.—La verdad es que no. No tanto

como cuando eras pequeña, por lomenos.

Olivia ladeó la cabeza. Y no dijonada.

Nada. Olivia.—¿Qué pasa? —preguntó Miranda

con recelo.—Creo que te has hecho mayor.

Era lo que había dicho Turnertodos esos años atrás. Algún día teharás mayor, y serás tan hermosa comoahora inteligente. Miranda odió elrecuerdo. Y realmente lo odió hasta elpunto de querer gritar.

Olivia, viendo la emoción en susojos empañados, dijo abrazándolaapretadamente.

—Oh, Miranda. Yo también tequiero. Seremos las mejores hermanas.No puedo esperar.

Cuando Miranda llegó a desayunar(exactamente treinta minutos enteros mástarde, juraría que nunca había tardadotanto en arreglarse el pelo, y despuésjuró que nunca lo haría otra vez) el

estómago le rugía.—Buenos días, familia —dijo

Olivia alegremente mientras cogía unplato del aparador—. ¿Dónde estáTurner?

Miranda elevó una silenciosaoración de gracias por su ausencia.

—Todavía en la cama, imagino —contestó Lady Rudland—. El pobre. Hasufrido una conmoción.

—Ha sido una semana terrible.Nadie dijo nada. A ninguno de

ellos les había gustado Leticia.Olivia aprovechó el silencio.—Correcto —dijo—. Bien, espero

que no esté demasiado hambriento.Tampoco cenó con nosotros anoche.

—Olivia, su esposa acaba de morir

—dijo Winston—. Con el cuello roto,nada menos. Te ruego un poco debenevolencia.

—Porque le quiero es el motivo deque esté preocupada por su bienestar —dijo Olivia, con la irritabilidad quereservaba sólo para su hermano gemelo—. No come.

—Pedí que subieran una bandeja asu habitación —dijo su madre, poniendofin a la riña—. Buenos días, Miranda.

Miranda avanzó. Había estadoocupada mirando a Olivia y a Winston.

—Buenos días, Lady Rudland —dijo rápidamente—. Confío en que hayadormido bien.

—Tan bien como puede esperarse.—La condesa suspiró y tomó un sorbo

de té—. Son tiempos duros. Pero deboagradecerte otra vez que hayas pasadoaquí la noche. Sé que fue un consuelopara Olivia.

—Por supuesto —murmuróMiranda—. Me complace haberayudado.

Siguió a Olivia hacia el aparador yse sirvió un plato de desayuno. Cuandoregresó a la mesa, se encontró con queOlivia le había dejado un asiento al ladode Winston.

Se sentó y contempló a losBevelstokes. Todos le estabansonriendo, Lord y Lady Rudland deforma totalmente benevolente, Oliviacon un indicio de astucia, y Winston...

—Buenos días, Miranda —dijo

afectuosamente. Y sus ojos... tenían...¿Interés?

¡Dios mío!, ¿Tendría razón Olivia?Había algo diferente en la forma en quela estaba mirando.

—Buenos días —dijo Miranda,completamente perturbada. Winston eracasi su hermano, ¿no? De ningunamanera podía pensar que a ella legustaba, y ella tampoco. Pero si él podíaentonces, ¿ella podía? Y...

—¿Tienes intención de quedarte enHaverbreaks toda la mañana? —lepreguntó Winston—. Pensé quepodríamos dar un paseo. ¿Quizá despuésdel desayuno?

Dios querido. Olivia tenía razón.Miranda sintió que sus labios se

abrían con sorpresa.—Yo, esto, no lo había decidido.Olivia le dio una patada por debajo

de la mesa.—¡Oh!—¿Se te ha atragantado la caballa?

—preguntó la señora Rudland.Miranda negó con la cabeza.—Lo siento —dijo, aclarándose la

voz—. Ehrm, creo que era una espina.—Ése es el motivo por el que

nunca tomo pescado en el desayuno —declaró Olivia.

—¿Qué dices Miranda? —insistióWinston. Sonrió perezosamente, unaobra maestra de inocencia, queseguramente había roto más de milcorazones—. ¿Damos un paseo a

caballo?Miranda apartó cuidadosamente sus

piernas del alcance de Olivia y dijo.—Me temo que no he traído traje

de montar. —Era la verdad, y erarealmente una lástima, porquecomenzaba a pensar que una excursióncon Winston era justo lo que necesitabapara desterrar a Turner de su mente.

—Puedes coger uno de los míos —dijo Olivia, sonriendo dulcemente porencima de su tostada—. Sólo te quedaráun poquito grande.

—Entonces, está decidido —dijoWinston—. Será espléndido ponerse aldía. Ha pasado mucho tiempo desde quetuvimos la ocasión.

Miranda se encontró sonriendo. Era

tan fácil estar con Winston, inclusoahora, cuando estaba confundidarespecto a sus intenciones.

—Creo que han pasado variosaños. Siempre estoy en Escocia cuandotú vuelves a casa de la escuela.

—Pero no hoy —anunció élfelizmente. Se tomó el té, sonriéndolepor encima de la taza, y Miranda sintióun choque por lo mucho que se parecía aTurner cuanto éste era más joven.Winston tenía ahora veinte años,exactamente uno más que Turner cuandoella se había enamorado de él.

Cuando se encontraron por primeravez, se corrigió. No se había enamoradode él. Simplemente pensó que lo estaba.Ahora tenía mejor criterio.

11 ABRIL DE 1819

Hoy disfruté de un espléndidopaseo con Winston. Es muy parecido asu hermano, si su hermano fueseamable y considerado y todavía tuviesesentido del humor.

Turner no había dormido bien, perono le asombró; ahora raramente dormíabien. Y ciertamente, por la mañanatodavía estaba irritable y enfadado,sobre todo consigo mismo.

¿En qué diablos había estadopensando? Besando a Miranda Cheever.La chica era prácticamente su hermanapequeña. Había estado enfadado, y quizá

un poco borracho, pero ésa no eraexcusa para tan mal comportamiento.Leticia había matado muchas cosasdentro de él, pero por Dios, todavía eraun caballero. De otra manera, ¿qué lequedaba?

Ni siquiera la había deseado. Norealmente. Sabía lo que era el deseo,conocía esa fuerza que retorcía lasentrañas con la necesidad de poseer yreclamar, y lo qué había sentido porMiranda...

Bien, no sabía lo que era, pero nohabía sido eso.

Eran esos grandes ojos marronessuyos. Lo veían todo. Ledesconcertaban. Siempre lo hicieron.Incluso cuando era una niña, había

parecido increíblemente sabia. Cuandoestuvo en el estudio de su padre, sehabía sentido expuesto, transparente. Erasolamente una jovenzuela, apenas reciénsalida del aula, pero vio a través de él.La intrusión había sido exasperante, asíes que había repartido golpes a diestro ysiniestro del único modo que le habíaparecido apropiado entonces.

Excepto que nada podía haber sidomenos apropiado.

Y ahora iba a tener quedisculparse. Dios mío, pero el pensarloera intolerable. Sería más fácil fingirque nunca había ocurrido y la ignoraríapara el resto de su vida, pero esoclaramente no lo iba a redimir, no sipretendía mantener relación con su

hermana. Y además de eso, esperabaque le quedase algún jirón de decenciacaballerosa.

Leticia había matado la mayorparte de la bondad e inocencia que habíaen él, pero seguramente tenía quequedarle algo dentro. Y cuando uncaballero agraviaba a una dama, uncaballero se disculpaba.

Cuando Turner bajó a desayunar, sufamilia se había ido, lo cual le satisfizo.Comió rápidamente y se tragó el café,tomándolo negro como penitencia y sinestremecerse cuando bajó, caliente yamargo por su garganta.

—¿Desea algo más?Turner contempló al lacayo, que

permanecía inmóvil a su lado.

—No, ahora no.El lacayo dio un paso atrás, pero

no salió del cuarto, y Turner decidió enese momento que era el momento de irsede Haverbreaks. Había demasiada genteaquí. Infiernos, su madre probablementehabía dado instrucciones a todos lossirvientes para que le vigilasen decerca.

Todavía con el ceño fruncido,apartó de un empujón su silla y caminó agrandes pasos saliendo hacia elvestíbulo. Avisaría a su ayuda decámara de que se iban a toda prisa.Podrían irse en una hora. Todo lo que lerestaba era encontrar a Miranda y lograrquitarse de encima ese enojoso asunto yuna vez hecho volvería a esconderse en

su propia casa y...Risas.Alzó la vista. Winston y Miranda

acababan de entrar, las mejillassonrosadas y lozanas a causa del airefresco y el sol.

Turner arqueó una ceja y se paró,esperando a ver cuánto tiempo tardabanen advertir su presencia.

—Y así —estaba diciendoMiranda, claramente llegando al final deuna historia—, fue cómo supe queOlivia no era de confianza con elchocolate.

Winston se rió, sus ojosexaminándola calurosamente.

—Has cambiado, Miranda.Ella se sonrojó bastante.

—No tanto. Sobre todo he crecido.—Sí, tienes razón.Turner pensó que posiblemente iba

a atragantarse.—¿Pensaste que podrías irte a la

escuela y encontrarme exactamente igualque cuando me dejaste?

Winston sonrió abiertamente.—Algo así. Pero debo decir que

estoy satisfecho con el resultado. —Éltocó su pelo, que había sido enrolladoen un pulcro moño—. Supongo que no levolveré a dar ningún tirón.

Miranda se sonrojó otra vez y, deverdad, esto simplemente no podíatolerarse.

—Buenos días —dijo Turnerhablando alto, sin molestarse en

moverse de su lugar en el vestíbulo.—Creo que ya es la tarde —

contestó Winston.—Para quién no está

acostumbrado, quizás —dijo Turner conuna sonrisa medio burlona.

—¿En Londres la mañana durahasta las dos? —preguntó Mirandaserenamente.

—Sólo si la noche anterior resultódecepcionante.

—Turner —dijo Winston conreproche.

Turner se encogió de hombros.—Necesito hablar con la Señorita

Cheever —dijo, sin molestarse en mirara su hermano. Los labios de Miranda sesepararon por la sorpresa, supuso

Turner, y quizás también con un poco deenfado.

—Me parece que eso depende deMiranda —dijo Winston.

Turner mantuvo los ojos enMiranda.

—Infórmeme cuando esté lista pararegresar a casa. La acompañaré.

La boca de Winston se abrió conconsternación.

—Mira —dijo rígidamente—. Esuna dama, y harías bien en ofrecerle lacortesía de pedirle permiso.

Turner se volvió hacia su hermanoe hizo una pausa, quedándose con lamirada fija hasta que el más joven sesintió avergonzado. Turner miró denuevo a Miranda y dijo nuevamente.

—La acompañaré a casa.—Tengo...Él la cortó con una mirada

penetrante, y Miranda accedió con unasentimiento de cabeza.

—Por supuesto, milord —dijo, lasesquinas de su boca inusualmenteapretadas. Se volvió hacia Winston—.Turner tiene que analizar un manuscritoiluminado con mi padre. Se me habíaolvidado completamente.

Inteligente Miranda. Turner casisonrió.

—¿Turner? —dijo Winstondudando— ¿Un manuscrito iluminado?

—Es mi nueva pasión —dijoTurner suavemente.

Winston miró de Turner a Miranda

y vuelta a empezar, después finalmentese rindió con una rígida inclinación decabeza.

—Muy bien —dijo—. Ha sido unplacer, Miranda.

—Ciertamente —dijo ella, y por sutono, Turner supo que no mintió.

Turner no abandonó su posiciónentre los dos jóvenes enamorados, yWinston le lanzó una mirada irritada,después se giró hacia Miranda diciendo.

—¿Te veré otra vez antes de queregrese a Oxford?.

—Espero que sí. No tengo planesen firme para los próximos días, y...

Turner bostezó.Miranda se aclaró la voz.—Estoy segura de que podemos

hacer planes. Quizá Olivia y tú podáisvenir a tomar el té.

—Me agradaría mucho.Turner consiguió proclamar su

aburrimiento con el aspecto de sus uñas,las cuales inspeccionó con unasignificativa falta de interés.

—O si Olivia no puede hacer unavisita —continuó Miranda, con la vozimpresionantemente acerada—, quizáspuedas venir tú.

Los ojos de Winston se agrandaroncálidos y con interés.

—Estaría encantado —murmuró,inclinándose sobre la mano de Miranda.

—¿Está preparada? —LadróTurner.

Miranda no movió ni un músculo

cuando dijo con un esfuerzo:—No.—Bien, apresúrese entonces, no

tengo todo el día.Winston se volvió hacia él con

incredulidad.—¿Qué pasa contigo?Fue una buena pregunta. Quince

minutos antes, su única meta era escaparde la casa de sus padres a toda prisa, yahora estaba insistiendo todo el tiempoen escoltar a Miranda a casa.

Muy bien, él había insistido, perotenía sus razones.

—Estoy bastante bien —dijoTurner dándose la vuelta—. Mejor quecómo lo he estado en años. Desde 1816,para ser preciso.

Winston con incomodidad cambiósu peso de un pie al otro, y Miranda semovió disgustada. 1816 fue, todos losabían, el año del matrimonio de Turner.

—Junio —agregó, con un toqueperverso.

—¿Perdón? —dijo Winston conrigidez.

—Junio. Junio de 1816. —Yentonces Turner les sonrió a ambos, unasonrisa claramente falsa, la clase desonrisa de autosatisfacción. Se volvióhacia Miranda—. La esperaré en elvestíbulo delantero. No se retrase.

CAPÍTULO 3

¿No se retrase?¡¿No se retrase?!Para qué, Miranda echó humo por

decimosexta vez mientras tiraba de susropas. No habían acordado una hora. Élni siquiera le había pedido escoltarla acasa. Se lo había ordenado y luego,después de ordenarle que le dijeracuándo estaba lista para irse, no sehabía molestado en esperar unarespuesta.

¿Estaba tan impaciente de que sefuera?

Miranda no sabía si reír o llorar.—¿Te vas ya?

Era Olivia, saliendo del corredor.—Tengo que volver a casa —dijo

Miranda, eligiendo ese momento paraponerse el vestido por la cabeza. Nodeseaba especialmente que Olivia vierasu cara—. Tu traje de montar está sobrela cama —añadió, las palabrasamortiguadas por la muselina.

—Pero, ¿por qué? Tu padre no teechará de menos.

Qué amable por su parteseñalárselo, pensó Miranda pococaritativamente, aunque ella hubieraexpresado la misma opinión a Olivia eninnumerables ocasiones.

—Miranda —persistió Olivia.Miranda se puso de espaldas para

que Olivia pudiera abrocharle los

botones.—No deseo quedarme más tiempo

del debido.—¿Qué? No seas idiota. Mi madre

haría que vivieras con nosotros si fueraposible. Es lo que harás, de hecho, unavez que vayamos a Londres.

—No estamos en Londres.—¿Qué tiene eso que ver?Nada. Miranda apretó los dientes.—¿Has discutido con Winston?—Claro que no. —Porque en

realidad, ¿quién podría discutir conWinston? Aparte de Olivia.

—Entonces, ¿cuál es el problema?—No es nada. —Miranda

consiguió calmar su temperamento y seestiró a por sus guantes—. Tu hermano

desea preguntarle a mi padre sobre unmanuscrito iluminado.

—¿Winston? —preguntó Oliviadudosamente.

—Turner.—¿Turner?Cielos, ¿estaría alguna vez sin

preguntas?—Sí —contestó Miranda—. Y

planea irse pronto, así que necesitaescoltarme ahora.

La última parte era completamenteinventada, pero Miranda creyó estarbastante inspirada, bajo esascircunstancias. Además, tal vez ahora éltendría que volver a su hogar enNorthumberland, y el mundo podríavolver a su posición normal,

inclinándose con satisfacción en su eje,girando alrededor del sol.

Olivia se inclinó contra el marcode la puerta, situándose de tal modo queMiranda no podía ignorarla.

—Entonces, ¿por qué estas de unhumor tan espantoso? Siempre te hagustado Turner, ¿verdad?

Miranda casi rió.Y luego casi gritó.Cómo se atrevía a darle órdenes

como a una recalcitrante mujerzuela.Cómo se atrevía a hacerla sentir tan

miserable aquí, en Haverbreaks, el cualhabía sido más un hogar para ella estospasados años de lo que lo había sidopara él.

Se apartó. No podía dejar que

Olivia le viera la cara.Cómo se atrevía a besarla y no

haber querido hacerlo.—¿Miranda? —dijo Olivia

suavemente—. ¿Estás bien?—Estoy perfectamente bien —

cortó Miranda, pasando rápidamente asu lado mientras huía hacia la puerta.

—No suenas...—Estoy triste por Leticia —soltó

Miranda. Y lo estaba. Cualquiera quehiciera a Turner miserable seguramentese merecía ser compadecida.

Pero Olivia, siendo Oliva, no sedejaría convencer, y mientras Mirandase apresuraba bajando por las escalerashacia el vestíbulo delantero, ella estabajusto en sus talones.

—¡Leticia! —exclamó—. Debesestar bromeando.

Miranda patinó por el descansillo,aferrándose fuerte al pasamanos paraevitar salir volando.

—Leticia era una vieja brujadesagradable —continuó Olivia—. Hizoa Turner espantosamente infeliz.

Precisamente.—¡Miranda! ¡Miranda! Oh, Turner.

Buenos días.—Olivia —dijo cortésmente,

otorgándole una pequeña inclinación decabeza.

—Miranda dice que se compadecede Leticia. ¿No es eso insoportable?

—¡Olivia! —jadeó Miranda.Turner podía haber detestado a su mujer

muerta, lo suficiente para decirloincluso en el funeral, pero había ciertascosas que estaban más allá de loslímites de la decencia.

Turner simplemente miró aMiranda, una de sus cejas se elevó enuna burlonamente socarrona expresión.

—Oh, tonterías. Él la odiaba, ytodos nosotros lo sabíamos.

—Sincera como siempre, queridahermana —murmuró Turner.

—Tú siempre has dicho que nodisfrutas de la hipocresía —lerespondió.

—Bastante cierto. —Miró aMiranda—. ¿Vamos?

—¿Vas a llevarla a casa? —preguntó Olivia, aunque Miranda se lo

acababa de decir.—Tengo que hablar con su padre.—¿No puede llevarla Winston?—¡Olivia! —Miranda no estaba

segura de qué la avergonzaba más, queOlivia estuviera haciendo decasamentera o que lo estuviera haciendoenfrente de Turner.

—Winston no necesita hablar consu padre —dijo Turner suavemente.

—Bien, ¿no puede ir él?—No en mi calesa.Los ojos de Olivia se volvieron

redondos de anhelo.—¿Vas a llevar tu calesa? —

Estaba recién construida, alta, rápida, delíneas puras, y Olivia había estadomuriéndose por coger las riendas.

Turner hizo una mueca, y por unmomento casi pareció de nuevo élmismo, el hombre que Miranda habíaconocido y amado, todos aquellos añosatrás.

Eso funcionó, también. Olivia hizoun sonido extraño y gorgoteante, como siestuviera ahogándose en su propiaenvidia.

—¡Gracias, querida hermana! —dijo Turner con una sonrisa desatisfacción. Deslizó su brazo por el deMiranda y la atrajo hacia la puerta—.Te veré más tarde... o quizá me veas tú amí. Cuando pase.

Miranda se tragó una risa mientrasse dirigían por las escaleras hacia laentrada.

—Eres terrible —dijo.Él se encogió de hombros.—Se lo merecía.—No —dijo Miranda, sintiendo

que debía defender a su más queridaamiga, incluso si se había divertido conla escena en un grado impropio.

—¿No?—Muy bien, sí, pero aún así eres

terrible.—Oh, absolutamente —coincidió,

y mientras Miranda le dejaba ayudarla asubirse en la calesa, se preguntó cómohabía ocurrido todo esto, estaba sentadaal lado de él y estaba realmentesonriendo y pensando que tal vez no leodiaba, y tal vez podría ser redimido.

Condujeron en silencio durante los

primeros minutos. La calesa era muyfina, y Miranda no pudo evitar sentirsetremendamente elegante mientras iban agran velocidad, alto por encima de lacarretera.

—Has hecho toda una conquistaesta tarde —dijo Turner finalmente.

Miranda se puso rígida.—Winston parece bastante atraído

por ti.Aún así, ella no dijo nada. No

había nada que pudiera decir, nada quepudiera dejarla con la dignidad intacta.Podía negarlo, y sonaría como unacoqueta, o podía estar de acuerdo ysonaría jactancioso. O burlona. O Diosla perdonara, como si deseara ponerleceloso.

—Supongo que debo darte mibendición.

Miranda se giró para mirarle consorpresa, pero Turner mantuvo los ojosen el camino mientras añadía:

—Ciertamente sería un ventajosomatrimonio para ti, e indudablemente élno podría hacerlo mejor. Puedes carecerde los fondos que un hijo menornecesita, pero lo compensas con sentidocomún. Y sensibilidad, en realidad.

—Oh. Yo... yo... —Mirandaparpadeó. No tenía la más mínima ideade qué decir. Era un cumplido, y nisiquiera uno ambiguo, pero aun así, nosurtió el efecto deseado. No quería queél desvariara sobre sus cualidadesestelares si la única razón era

emparejarla con su hermano.Y no quería ser sensata. Por una

vez quería ser bella, o exótica, ocautivante.

¡Cielos! Sensata. Era una tristedenominación.

Miranda se dio cuenta de que élestaba esperando a que ella finalizara sutitubeante respuesta, así que murmuró.

—Gracias.—No deseo que mi hermano

cometa los mismos errores que yo.Ella lo miró cuando dijo eso. La

cara estaba demacrada, los ojosapuntando resueltamente al camino,como si una sola mirada en su direcciónpudiera hacer que el mundo sederrumbase a su alrededor.

—¿Errores? —repitió suavemente.—Error —dijo con voz cortante—.

Singular.—Leticia. —Ya estaba. Lo había

dicho.La calesa fue más despacio, luego

se paró. Y finalmente, la miró.—Efectivamente.—¿Qué te hizo? —preguntó

suavemente. Era demasiado personal, yaltamente inapropiado, pero no pudodetenerse, no cuando sus ojos estabantan intensamente concentrados en los deella.

Pero fue algo inoportuno que decir.Claramente, porque su mandíbula setensó, y se alejó de ella mientras dijo.

—Nada que sea adecuado para los

oídos de una dama.—Turner...Se dio la vuelta para mirarla a la

cara, los ojos llameantes.—¿Sabes cómo murió?Miranda estaba negando con la

cabeza incluso cuando dijo:—Su cuello. Se cayó.—De un caballo —cortó—. Fue

arrojada de un caballo...—Lo sé.—Montando para encontrarse con

su amante.Eso, ella no lo sabía.—También estaba embarazada.Buen Dios.—Oh, Turner, lo sient...La cortó.

- No lo digas. Yo no.Su mano cubrió su boca abierta.—No era mío.Ella tragó con dificultad. ¿Qué

podía decir? No había nada que decir.—El primero no era mío, tampoco

—añadió. Las aletas de su nariz seensancharon, sus ojos se entrecerraron, yhabía una curva en sus labios, casi comosi la estuviera retando. Retándolasilenciosamente a responder.

—T... —Intentó decir su nombre,porque pensaba que debía hablar, perola verdad era, que estuvo benditamenteagradecida cuando la cortó.

—Estaba embarazada cuando noscasamos. Es por lo que nos casamos, silo quieres saber. —Se rió cáusticamente

por ello—. Si lo quieres saber —dijode nuevo—. Gracioso, considerando queyo no lo sabía.

El dolor en su voz la atravesó, perono tanto como su autodesprecio. Sehabía preguntado como había llegado éla esto, y ahora lo sabía... y sabía quenunca podría odiarlo.

—Lo siento —dijo, porque losentía, y porque algo más habría sidodemasiado.

—No fue tu... —Se cortó a símismo, se aclaró la garganta. Y luego,tras varios segundos, dijo—. Gracias.

Cogió de nuevo las riendas, peroantes de que pudiera ponerlos enmovimiento, ella preguntó.

—¿Qué harás ahora?

Él sonrió ante eso. Bueno, norealmente, pero la comisura de su bocase movió un poco.

—¿Qué haré? —repitió.—¿Irás a Northumberland? ¿A

Londres? —¿Te volverás a casar?—Qué haré —musitó—. Lo que me

plazca, supongo.Miranda se aclaró la garganta.—Sé que tu madre estaba

esperando que te presentaras en Londresdurante la temporada de Olivia.

—Olivia no necesita mi ayuda.—No. —Tragó con dificultad.

Dolorosamente. Era su orgullodeslizándose por su garganta—. Pero yosí.

Se giró y la evaluó con las cejas

alzadas.—¿Tú? Pensé que tenías a mi

hermano pequeño cuidadosamenteenvuelto con un lazo.

—No —dijo ella rápidamente—.Quiero decir, no lo sé. Es bastantejoven, ¿no crees?

—Es mayor que tú.—Por tres meses. —Le respondió

en el acto—. Aún está en la universidad.No va a desear casarse pronto.

Su cabeza se inclinó, y su miradase hizo penetrante.

—¿Y tú sí? —murmuró.Miranda luchó contra el impulso de

saltar por un lado de la calesa. Conseguridad había algunas conversacionesque una dama no debía tener que

aguantar.Seguramente ésta tenía que ser una

de ellas.—Me gustaría casarme algún día,

sí —dijo vacilantemente, odiando quesus mejillas se estuvieran poniendocalientes.

Él la miró. Y la observó. Y luegola miró un poco más.

O quizás era apenas un vistazo.Realmente ya no podía decirlo, peroestaba más que aliviada cuandofinalmente él rompió el silencio, tantocomo había durado, y dijo.

—Muy bien. Lo consideraré. Tedebo eso, al menos.

Buen señor, la cabeza le dabavueltas.

—¿Deberme qué?—Una disculpa, para comenzar. Lo

que sucedió la pasada noche... fueimperdonable. Es por lo que insistí enescoltarte a casa. —Se aclaró lagarganta, y durante el más escaso de losmomentos apartó la mirada—. Te debouna disculpa, y pensé que preferirías quelo hiciera en privado.

Ella miró hacia delante.—Una disculpa pública requeriría

que le dijéramos a mi familiaexactamente por qué me estabadisculpando —continuó—. No creo quequisieras que lo supieran.

—Quieres decir que tú no quieresque lo sepan.

Él suspiró y se pasó la mano por el

pelo.—No, no quiero. No puedo decir

que esté orgulloso de micomportamiento, y preferiría que mifamilia no lo supiera. Pero tambiénestaba pensando en ti.

—Disculpa aceptada —dijosuavemente.

Turner dejó escapar un largo yagotado suspiro.

—No sé por qué lo hice —continuó—. Ni siquiera era deseo. No sé lo queera. Pero no fue culpa tuya.

Ella le echó una mirada. No eradifícil de descifrar.

—Ah, joder... —Dejó escapar unirritado suspiro y apartó la mirada.Brillante trabajo, Turner. Besar a una

chica y luego decirle que no lo hicistepor deseo—. Lo siento, Miranda. Eso hasonado mal. Estoy siendo un imbécil. Noparece que pueda evitarlo estos días.

—Tal vez debas escribir un libro—dijo glacial—. Ciento una maneras deinsultar a una joven dama. Me atrevo adecir que andas por al menos cincuentapor ahora.

Él inspiró profundamente. Noestaba acostumbrado a disculparse.

—No es que no seas atractiva.La expresión de Miranda se volvió

incrédula. No ante sus palabras, se diocuenta, sino ante el mero hecho de queestuviera diciéndolas, de que estabasiendo obligada a sentarse allí yescuchar mientras él los avergonzaba a

ambos. Debería parar, lo sabía, pero eldolor en los ojos de ella habíadespertado un doloroso rincón de sucorazón que había mantenido cerradodurante años, y tenía la extrañacompulsión de hacer las cosas bien.

Miranda tenía diecinueve años. Suexperiencia con los hombres consistíaen Winston y él mismo. Los cualeshabían sido hasta ahora figurasfraternales. La pobre chica debía estarconfundida infernalmente. Winston derepente había decidido que ella eraVenus, la Reina Isabel, y la VirgenMaría todo en una, y Turnerprácticamente había hecho de todoexcepto forzarla. No era exactamente undía normal en la vida de una señorita de

campo.Y aun así aquí estaba ella. La

espalda derecha. La barbilla alta. Y nole odiaba. Debería, pero no le odiaba.

—No —dijo, tomando de verdadsu mano en la de él—. Debesescucharme. Eres atractiva. Totalmente.

Dejó que los ojos se posaran en sucara y por primera vez en años le echóun buen vistazo. No tenía una bellezaclásica, pero había algo en sus enormesojos marrones que era bastanteatrayente. Su piel era perfecta yelegantemente pálida, proporcionándoleun contraste luminiscente con su pelonegro, el cual era, notó de repenteTurner, espeso, con sólo la más ligeratendencia a rizarse. Parecía suave,

también. Lo había tocado la nocheanterior. ¿Por qué no recordaba cómo sesentía? Seguramente se había dadocuenta de su textura.

—Turner —dijo Miranda.La estaba mirando. ¿Por qué la

estaba mirando?Su mirada se movió hacia abajo

hasta los labios cuando ella dijo sunombre. Tenía una boquita sensual.Labios llenos, muy besables.

—¿Turner?—Totalmente —dijo él

suavemente, como si estuviera llegandoa una increíble comprensión.

—¿Totalmente qué?—Totalmente atractiva. —Sacudió

la cabeza ligeramente, arrancándose del

hechizo que ella de algún modo le habíalanzado—. Eres completamenteatractiva.

Ella dejó escapar un suspiro.—Turner, por favor no mientas

para no herir mis sentimientos. Esomuestra una falta de respeto a miinteligencia, y eso es más insultante quenada que puedas decir sobre miapariencia.

Él se echó hacia atrás y esbozó unasonrisa.

—No estoy mintiendo. —Sonósorprendido.

Miranda se cogió el labio inferiornerviosamente entre los dientes.

—Oh. —Sonó tan sorprendidacomo él—. Bien, gracias entonces.

Creo.—No suelo ser tan torpe con los

cumplidos que no puedan seridentificados.

—Estoy segura de que no —dijoella ásperamente.

—Bueno, ¿por qué de repente mesiento como si estuvieras acusándomede algo?

Los ojos de ella se abrieron.¿Había sido su tono tan frío?

—No sé de qué estás hablando —dijo rápidamente.

Por un momento pareció como siquisiera preguntarle algo más, peroentonces debió haberse decidido encontra, ya que cogió las riendas y leofreció una sonrisa anodina mientras

decía.—¿Vamos?Siguieron adelante durante varios

minutos, Miranda robando vistazos aTurner cuando podía. Su expresión eraindescifrable, incluso plácida, y era másque un poco irritante, cuando suspropios pensamientos estaban tanconfusos. Había dicho que no la habíadeseado, pero entonces, ¿por qué lahabía besado? ¿Cuál había sido larazón? Y entonces se le escapó.

—¿Por qué me besaste?Por un momento pareció como si

Turner estuviera ahogándose, aunquecon qué, Miranda no podía imaginarlo.Los caballos se ralentizaron un poco,sintiendo la falta de atención de su

conductor, y Turner la miró con evidentesorpresa.

Miranda vio su angustia y decidióque él no podía encontrar la manera deresponder a su pregunta.

—Olvida lo que pregunté —dijorápidamente—. No importa.

Pero ella no olvidaba lo que habíapreguntado. ¿Qué tenía que perder? Élno iba a burlarse de ella y no iba acontarle historias. Tenía sólo elbochorno de este único momento, y esono podía compararse con la vergüenzade la noche anterior, así que...

—Fui yo —dijo él de repente—.Sólo yo. Y tu estabasdesafortunadamente lo bastante cerca demí.

Miranda vio la desolación en susojos azules y colocó la mano en sumanga.

—Está bien que estés enfadado conella.

Él no fingió no saber de qué estabahablando.

—Está muerta, Miranda.—Eso no quiere decir que no fuera

una persona excepcionalmente horriblecuando estaba viva.

La miró con extrañeza y luegorompió a reír.

—Oh, Miranda, a veces dices lascosas más imposibles.

Ella sonrió.—Definitivamente tomaré eso

como un cumplido.

—Recuérdame que nunca teproponga para el puesto de maestra dela escuela dominical.

—Nunca he dominado totalmente lavirtud cristiana, me temo.

—Oh, ¿de verdad? —Pareciódivertido.

—Todavía le guardo rencor a lapobrecita Fiona Bennet.

—¿Y ella es?—La chica horrible que me llamó

fea en la fiesta del decimoprimerocumpleaños de Olivia y Winston.

—Dios querido, ¿cuántos añoshace de eso? Recuérdame no enojarte.

Ella enarcó repentinamente unaceja.

—Me ocuparé de que no lo hagas.

—Tú, mi querida muchacha, tienesdecididamente carencias en lo que serefiere a la naturaleza caritativa.

Se encogió de hombros,maravillándose de cómo él habíaconseguido hacerla sentir tandespreocupada y feliz en tan cortoespacio de tiempo.

—No se lo digas a tu madre, creeque soy una santa.

—Comparada con Oliva, estoyseguro de que lo eres.

Miranda meneó el dedo hacia él.—Nada malo sobre Olivia, si eres

tan amable. Soy bastante leal a ella.—Eres tan fiel como un perro, si

me perdonas el menos que atractivosímil.

—Adoro a los perros.Y fue entonces cuando llegaron a

casa de Miranda.Adoro a los perros . Ése sería su

comentario final. Maravilloso. Duranteel resto de su vida, él la asociaría conperros.

Turner la ayudó a bajar y luegoechó una mirada hacia el cielo, el cualhabía comenzado a oscurecerse.

—Espero que no te importe si no teacompaño dentro —murmuró.

—Por supuesto que no —dijoMiranda. Era una chica práctica. Era unatontería que él se mojara cuando ella eraperfectamente capaz de entrar en supropia casa.

—Buena suerte —dijo él, saltando

de vuelta a la calesa.—¿Con qué?—Londres, la vida. —Se encogió

de hombros—. Lo que quiera quedesees.

Ella sonrió tristemente. Si élsupiera.

19 de Mayo de 1819Llegamos a Londres hoy. Juro que

nunca he visto algo así. Es grande,ruidosa y llena de gente. En realidad,bastante maloliente.

Lady Rudland dice que llegamostarde. Mucha gente ya está en laciudad, y la temporada comenzó haceun mes. Pero no hay nada que hacer,Livvy habría parecido terriblemente

maleducada por salir cuando sesuponía que estaba de luto por Leticia.Aún así, hicimos algo de trampa yvinimos antes, aunque sólo para laspruebas y los preparativos. Noasistiríamos a eventos hasta que elduelo estuviera completo.

Gracias a Dios sólo se requeríanseis semanas. El pobre Turner debíaguardarlo un año.

Ya le he perdonado, me temo. Séque no debería, pero no puedoobligarme a despreciarlo. Seguramentedebo tener alguna especie de recordpor el periodo más largo de amor nocorrespondido.

Soy patética.Soy un perro.

Soy un perro patético.Y desperdicio papel

increíblemente.

CAPÍTULO 4

Turner había planeado pasar laprimavera y el verano enNorthumberland, donde podría negarse allorar la muerte de su esposa con algúngrado de privacidad, pero su madrehabía empleado un número asombrosode tácticas. La más letal, hacerlo sentirculpable, por supuesto; para hacerletorcer el brazo y obligarlo a viajar aLondres en apoyo de Olivia.

No había cedido cuando le habíaindicado que era el cabeza de familia, yante la sociedad su presencia en el granbaile de Olivia aseguraría laconcurrencia de los mejores caballeros

al completo.No había cedido cuando le había

dicho que no debería desmoronarse enel campo, y que le haría bien salir yestar entre sus amigos.

Sin embargo, tuvo que rendirsecuando apareció en su umbral y dijo,aún sin el beneficio de un saludo:

—Es tu hermana.Y por eso allí estaba, en la Casa

Rudland en Londres, rodeado porquinientas personas, si no lo más selectodel país, al menos lo más pomposo.

De todos modos, Olivia iba a tenerque encontrar un marido entre todosellos, Miranda, también, y Turnermaldito si permitía a cualquiera de ellashacer un matrimonio tan desastroso

como había sido el suyo. Londreshormigueaba con equivalentesmasculinos de Leticia, muchos de loscuales comenzaban sus nombres conLord Esto o Sir Aquello. Y Turnerdudaba bastante de que su madreestuviese al día de los más escabrososcotilleos que atravesaban sus círculos.

Aún así esto no significaba quenecesitaran que hiciese demasiadasapariciones. Estaba aquí, en el baile dedebutantes, y las acompañaba de vez encuando, quizás si había algo en el teatrorealmente le gustase verlo, y aparte deeso, observaría el progreso de losacontecimientos. Para el final delverano, se habría cansado de todas estastonterías, y podría regresar a...

Bien, podría volver a lo que fueseque había estado pensando yplanificando hacer. El estudio de larotación de cultivos, quizás. Reanudar eltiro con arco. Visitar el pub local. Legustaba bastante su cerveza. Y nadiejamás hacía preguntas sobre la recientedesaparición de Lady Turner.

—¡Querido, estás aquí! —Sumadre de repente llenó su visión,encantadora en su vestido púrpura.

—Te dije que llegaría a tiempo —contestó, terminándose la copa dechampán que había estado sosteniendoen la mano—. ¿No te avisaron de millegada?

—No —contestó, algodistraídamente—. He estado corriendo

por todas partes como una loca contodos los detalles de último momento.Estoy segura que los criados nodesearon molestarme.

—O no pudieron encontrarte —comentó Turner, explorandoociosamente la muchedumbre. Era unamultitud desenfrenada, un éxito desdetodo punto de vista. No vio a ninguna delas invitadas de honor, pero por otrolado, había estado bastante contento depermanecer en las sombras duranteveinte minutos o así que llevaba allí.

—He conseguido permiso para elvals para ambas muchachas —dijo LadyRudland—, así que por favor, cumplecon tu deber con ambas.

—Una orden directa —murmuró.

—Especialmente con Miranda —añadió, no habiendo oído su comentarioaparentemente.

—¿Qué quieres decir,especialmente con Miranda?

Su madre se giró con ojos serios.—Miranda es una muchacha

notable, y la quiero muchísimo, peroambos sabemos que no es del tipo que lasociedad normalmente favorece.

Turner le dirigió una aguda mirada.—También sabemos que la

sociedad raramente es una excelenteconocedora del carácter. Leticia, sirecuerdas, fue un gran éxito.

—Como Olivia, si lo de esta tardesirve de algún indicio —le contestóásperamente su madre—. La sociedad es

caprichosa y recompensa al malo tan amenudo como al bueno. Pero nuncarecompensa al aburrido.

Fue en aquel momento que Turnerdivisó a Miranda. Estaba de pie cercade Olivia en la puerta del vestíbulo.

Cerca de Olivia, pero en mundosseparados.

No era que Miranda estuvierasiendo ignorada, porque seguramente nolo era. Estaba sonriendo a un jovencaballero que apareció solicitándole unbaile. Pero no tenía nada parecido a lamuchedumbre que rodeaba a Olivia,quien, Turner tenía que admitirlo,brillaba como una radiante joyacolocada en el engarce apropiado. Losojos de Olivia chispearon, y cuando

sonrió, la música pareció llenar el aire.Había algo cautivador en su

hermana. Incluso Turner tenía queadmitirlo.

Pero Miranda era diferente.Miraba. Sonreía, pero era casi como situviera un secreto, como si tomaraapuntes en su mente sobre la gente queencontraba.

—Ve a bailar con ella —animó sumadre.

—¿Con Miranda? —preguntó,sorprendido. Había pensado quedesearía que concediera su primer bailea Olivia.

Lady Rudland asintió.—Será un éxito enorme para ella.

No has bailado desde... ni siquiera

puedo recordarlo. Mucho antes queLeticia muriera.

Turner sintió su mandíbulaapretarse, y habría dicho algo, de no serporque su madre de repente jadeó, locual no fue ni la mitad de sorprendentede lo que siguió, lo que, estabacompletamente seguro, era el primerindicio de blasfemia que alguna vezcruzara sus labios.

—¿Madre? —requirió—¿Dónde está tu brazalete? —

susurró urgentemente.—Mi brazalete —dijo, con algo de

ironía.—Por Leticia —añadió, como si él

no lo supiera.—Creo haberte dicho que he

elegido no estar de luto por ella.—Pero esto es Londres —siseó—.

Y es el debut de tu hermana.Se encogió de hombros.—Mi abrigo es negro.—Tus abrigos son siempre negros.—Quizás estoy de luto perpetuo

entonces —dijo suavemente—, por lainocencia perdida.

—Crearás un escándalo —siseólimpiamente.

—No —dijo intencionadamente—,Leticia creaba escándalos. Yosimplemente rechazo afligirme por miescandalosa esposa.

—¿Deseas arruinar a tu hermana?—Mis acciones no repercutirán

sobre ella ni la mitad de mal que mi

difunta esposa lo hubiera hecho.—Eso no tiene nada que ver,

Turner. La verdad es que es tu esposamurió, y...

- Vi el cuerpo —replicó, parandocon eficacia sus argumentos.

Lady Rudland retrocedió.—No hay necesidad de ser vulgar

sobre ello.La cabeza de Turner comenzó a

palpitar.—Pido perdón por ello, entonces.—Desearía que lo reconsideraras.—Yo preferiría que no te causara

angustia —dijo con un pequeño suspiro—, pero no cambiaré de opinión. Puedestenerme aquí en Londres sin el brazalete,o puedes tenerme en Northumberland...

también sin el brazalete —terminódespués de una pausa—. Es tu decisión.

Su madre apretó la mandíbula, y nodijo nada. Entonces simplemente seencogió de hombros y dijo:

—Me reuniré con Miranda,entonces.

Y lo hizo.

Miranda había estado en la ciudaddurante dos semanas, y aunque no estabasegura que pudiera calificarse como unéxito, no pensaba calificarse como unfracaso tampoco. Estaba justo dóndehabía esperado estar... en algún lugarintermedio, con una tarjeta de baile queestaba siempre a medio llenar y undiario rebosante de observaciones de lo

necio, lo insano, y ocasionalmente, lodoloroso. (Ese sería Lord Chisselworth,quien tropezó con un escalón en la fiestade Mottram y se torció el tobillo. De losnecios e insanos, había demasiado quecontar)

En general, se consideraba biendotada para el juego con los particularestalentos y atributos que Dios le habíadado. En su diario, escribió:

Me propuse afilar mi don degentes, pero como Olivia señalara, lacharla ociosa nunca ha sido mi fuerte.Pero he perfeccionado mi dulce yvacua sonrisa, y parece haberfuncionado el truco. ¡Tenía trescandidatos para acompañarme en lacena!

Ayudaba, desde luego, que suposición como íntima amiga de Oliviafuera bien conocida. Olivia habíatomado a la sociedad por asalto, comotodos sabían que haría, y Miranda sebeneficiaba por asociación. Habíacaballeros que llegaban al lado deOlivia muy tarde para asegurarse unbaile, y había otros que simplementeestaban demasiado aterrorizados parahablar con ella. (En tales casos,Miranda siempre parecía una opciónmás cómoda)

Pero aún con toda la desbordanteatención, Miranda todavía permanecíasola cuando oyó una voz dolorosamentefamiliar.

—Nunca diga que la he cogido sin

compañía, Señorita Cheever.Turner.No pudo menos que reír. Estaba

devastadoramente apuesto con su oscurotraje de noche, y la luz de la velaparpadeaba dorada contra su pelo.

—Ha venido —dijo simplemente.—¿Pensó que no lo haría?Lady Rudland había dicho que

planeaba venir, pero Miranda no habíaestado tan segura. Había dejadomeridianamente claro que no queríaparticipar en la sociedad este año. Oposiblemente en ningún año. Era difícildecirlo justo ahora.

—Entiendo que tuvieron quechantajearle para que asistiera —dijomientras adoptaban posiciones uno al

lado del otro, ambos mirandoociosamente hacia la multitud.

Él fingió ofenderse.—¿Chantaje? Qué palabra tan fea.

E incorrecta en este caso.—¿Oh?Se inclinó ligeramente hacia ella.—Era culpabilidad.—¿Culpabilidad? —crispó los

labios y se giró hacia él con ojospícaros—. ¿Qué hizo usted?

—Es lo que no hice. O más bien loque no estaba haciendo —dijoencogiéndose despreocupadamente dehombros—. Me dijeron que usted yOlivia serían un éxito si ofrecía miapoyo.

—Supongo que Olivia sería un

éxito aunque no tuviera dinero y nacieraen el lado equivocado de la cama.

—Yo no me preocuparía por usted,tampoco —dijo Turner, sonriendo haciaella de una manera irritantementebenévola. Entonces frunció el ceño—.¿Y podría decirme con qué mechantajearía mi madre?

Miranda se sonrió. Le gustó queestuviera desconcertado. Siempreparecía tan controlado frente a ella,mientras que su corazón siempre se lasarreglaba para palpitar por triplicadodonde quiera que lo veía. Por suerte losaños la habían hecho sentirse cómodacon él. Si no lo conociera de tantotiempo, dudaba que fuera capaz dearreglárselas con una conversación en su

presencia. Además, él seguramentesospecharía algo si se quedara mudacada vez que se encontraban.

—Ah, no sé —pretendióreflexionar—. Historias de cuando ustedera pequeño y eso...

—Cierre la boca. Yo era unperfecto ángel.

Ella levantó sus cejas con recelo.—Usted debe pensar que soy muy

crédula.—No, solamente demasiado cortés

para contradecirme.Miranda puso los ojos en blanco y

se volvió hacia la muchedumbre. Oliviaestaba dando audiencia a través delsalón, rodeada por su grupo habitual decaballeros.

—Livvy tiene un talento natural,¿verdad? —dijo.

Turner cabeceó asintiendo.—¿Dónde están todos sus

admiradores, señorita Cheever?Encuentro difícil de creer que no tenganinguno.

Se ruborizó con su elogio.—Uno o dos, supongo. Tiendo a

mezclarme con la carpintería cuandoOlivia está cerca.

Él disparó hacia ella una miradaincrédula.

—Déjeme ver su tarjeta de baile.De mala gana, se la entregó. Él la

examinó rápidamente, luego se ladevolvió.

—Tenía razón —dijo—. Está casi

llena.—Muchos de ellos encontraron el

camino hacia mí sólo porque estaba depie al lado de Olivia.

—No sea tonta. Y no es nada por loque ofenderse.

—Ah, pero no lo estoy —contestóella, sorprendiéndose de que tansiquiera lo pensara—. ¿Por qué?¿Parezco alterada?

Él retrocedió y la inspeccionó.—No. No, no lo parece. Qué

extraño.—¿Extraño?—Yo nunca he conocido a una

dama que no deseara que una manada dejóvenes candidatos la rodeara en unbaile.

Miranda se erizó con lacondescendencia de su voz y no fuecapaz de guardarse la insolencia, cuandole dijo:

—Bien, ahora sí.Pero él sólo se rió entre dientes.—¿Y cómo, querida muchacha, va

usted a encontrar a un marido con esaactitud? Ah, no me mire como si laestuviera subestimando.

Sólo hizo que sus dientesrechinaran más duro.

—... Usted misma me dijo quedeseaba encontrar un marido estatemporada.

Tenía razón, ¡caray con el hombre!Que la dejó sin otra cosa que decir.

—Hágame el favor de no llamarme

“querida muchacha”.Él sonrió abiertamente.—Vaya, Señorita Cheever, ¿detecto

un poco de carácter en usted?—Yo siempre tuve carácter —dijo

ella un poco enojada.—Por lo visto así es. —Todavía

sonreía cuando lo dijo, lo cual era aúnmás irritante.

—Creía que se suponía que ustedera malhumorado y amenazante —sequejó.

Él se encogió de hombros.—Usted parece sacar lo mejor de

mí.Miranda le dirigió una mirada

mordaz.¿Había olvidado la noche del

funeral de Leticia?—¿Lo mejor? —habló casi

arrastrando las palabras—. ¿Realmente?Al menos tuvo la gracia de parecer

avergonzado.—O de vez en cuando lo peor. Pero

esta noche, sólo lo mejor. —Al alzarella las cejas, añadió—: Debo cumpliraquí mi deber para con usted.

Deber. Una palabra tan formal yaburrida.

—Entrégeme su tarjeta de baile, sile parece.

Ella se la entregó. Era una pequeñatarjeta de fiesta, con florituras y unpequeño lápiz atado con una cinta a laesquina. Los ojos de Turner sedeslizaron por la tarjeta, luego los

entrecerró.—¿Por qué ha dejado usted todos

sus valses libres, Miranda? Mi madreme dijo bastante expresamente que habíaasegurado el permiso al vals tanto parausted como para Olivia.

—Ah, no es eso —apretó losdientes por una fracción de segundo,tratando de controlar el rubor que sabíaiba a comenzar a subir por su cuello encontados segundos—. Es solo que,bueno, para que lo sepa...

—Suéltelo, Señorita Cheever.—¿Por qué siempre me llama

Señorita Cheever cuándo se burla demi?

—Tonterías. También la llamoSeñorita Cheever cuando la regaño.

Oh, bien, aquello era una mejora.—¿Miranda?—No es nada —refunfuñó.Pero no la dejaría estar.—Obviamente es algo, Miranda.

Usted...—Oh, muy bien, para que lo sepa,

esperaba que usted bailara el valsconmigo.

Él retrocedió, sus ojos demostraronsu sorpresa.

—O Winston —dijo ellarápidamente, porque era seguro, o almenos escaseaban las posibilidades depasar vergüenza...

—¿Somos intercambiablesentonces? —murmuró Turner.

—No, desde luego que no. Pero

como no soy experta en el vals, mesentiría más cómoda si mi primera vezen público fuera con alguien queconozco —improvisó a toda prisa.

—¿Alguien que no se ofenderíamortalmente, si pisara sus pies?

—Algo así —masculló. ¿Cómohabía conseguido meterse en esteaprieto? Sabría que estaba enamoradade él o pensaría que era una imbécilasustada por bailar en público.

Pero Turner, bendito su corazón, yaestaba diciendo.

—Será un honor bailar un vals conusted. —Tomó el pequeño lápiz yestampó su nombre en la tarjeta de baile—. Ahora está comprometida conmigopara el primer vals.

—Gracias. Lo esperaré conimpaciencia.

—Bien. Yo también. ¿Me dejaráanotarme otro? No puedo pensar ennadie más aquí con quien preferiríaverme forzado a conversar durante loscuatro minutos y pico del vals.

—No tenía idea que fuera una faenapara usted —dijo Miranda, haciendo unamueca

—¡Oh, no lo es! —le aseguró—.Pero todas las demás sí lo son. Aquítiene, me anoto para el último vals,también. Tendrá que defenderse ustedmisma el resto de ellos. No debo bailarcon usted más que dos veces.

¡Cielos, no! Miranda pensómordazmente. Alguien podría pensar que

había sido intimidado para bailar conella. Pero sabía lo que se esperaba deella, así que sonrió firmemente y dijo:

—No, desde luego que no.—Muy bien, entonces —dijo

Turner, con el tono terminante que legusta usar a los hombres cuandodefinitivamente están listos paraterminar una conversación, sin repararen si alguien más lo está—. Veo al jovenHardy viniendo a reclamar el siguientebaile. Voy a conseguir algo para beber.La veré en el primer vals.

Y luego la dejó de pie en laesquina, murmurando saludos al señorHardy mientras partía. Miranda hizo unacumplida reverencia a su acompañantede baile y luego tomó su mano

enguantada siguiéndolo a la pista debaile para una cuadrilla. No sesorprendió cuando, después de comentarsobre su vestido y el tiempo, le preguntópor Olivia.

Miranda contestó sus preguntas tancorrectamente como fue capaz, tratandode no animarlo excesivamente. Juzgandola multitud que había alrededor de suamiga, las posibilidades del señorHardy eran escasas de verdad.

El baile terminó con una velocidadmisericordiosa, y Miranda rápidamentese encaminó hacia Olivia.

—¡Ah, Miranda, querida! —exclamó—. ¿Dónde has estado? Heestado hablando a todos sobre ti.

—No lo hiciste —dijo Miranda,

levantando sus cejas incrédulamente.—De verdad que sí, ¿no es así? —

Olivia codeó a un caballero a su lado, yél inmediatamente asintió—. ¿Tementiría yo?

Miranda escondió una risa.—Si eso satisficiera tus objetivos.—¡Oh, para! Eres terrible ¿Y

dónde has estado?—Necesitaba un poco de aire

fresco, así que me escapé a un rincón atomar un vaso de limonada. Turner mehizo compañía.

—¡Ah! ¿Ha llegado, entonces?Tendré que guardarle un baile.

Miranda dudó.—No creo que tengas ninguno libre

para guardar.

—Eso no puede ser —Olivia miróhacia su tarjeta de baile—. Oh, querida.Tendré que tachar uno de estos.

—Olivia, no puedes hacer eso.—¿Por qué no? Escucha, Miranda,

debo decirte... —se detuvo de pronto,recordando la presencia de sus muchosadmiradores. Dio la vuelta, sonriendoesplendorosamente a todos ellos.

Miranda no habría estadosorprendida si hubieran caído al piso,uno por uno, como proverbiales moscas.

—Caballeros, ¿a alguno de ustedesles importaría traerme una limonada? —preguntó Olivia dulcemente—. Estoycompletamente sedienta.

Hubo un cúmulo de promesas,seguida por una ráfaga de movimiento, y

Miranda sólo podía fijarse sobrecogidamientras los observaba escabullirse enmanada.

—Son como ovejas —susurró.—Bueno, sí —estuvo de acuerdo

Olivia—, excepto porque son más biencomo cabras.

Miranda tuvo aproximadamente dossegundos para intentar descifrar esoantes de que Olivia añadiera:

—Brillante por mi parte, no escierto, librarnos de todosinmediatamente. Te digo, estoy llevandobastante bien todo esto.

Miranda asintió, sin molestarse enhablar. Realmente, era inútil tratar deincluir algo propio, cuando Oliviaestaba contando una historia...

—Lo que iba a decir —siguióOlivia, inconscientemente confirmandola hipótesis de Miranda—, es querealmente, la mayor parte de ellos sonespantosamente aburridos.

Miranda no pudo resistirse a dar asu amiga un pequeño pinchazo.

—Una ciertamente nunca seríacapaz de decirlo mirándote en acción.

—Ah, no estoy diciendo que noesté disfrutando —Olivia le dirigió unamirada vagamente sardónica—. Quierodecir, realmente, no tiraría piedrascontra el tejado de mi madre.

—El tejado de tu madre —repitióMiranda, tratando de recordar el origendel proverbio original—. En algún sitioalguien seguramente está revolcándose

en su tumba.Olivia ladeó la cabeza.—¿Shakespeare, quizás?—No. —Maldición, ahora no iba a

ser capaz de dejar de pensar en ello—.Eso no era Shakespeare.

—¿Maquiavelo?Miranda agotó mentalmente su lista

de escritores famosos.—No creo.—¿Turner?—¿Quién?—Mi hermano.Miranda levantó de golpe la

cabeza.—¿Turner?Olivia se inclinó un poco a su lado,

estirando el cuello mientras se esforzaba

por mirar detrás de Miranda.—Parece bastante decidido.Miranda miró hacia su tarjeta de

baile.—Debe ser el momento de nuestro

vals.Olivia inclinó la cabeza a un lado

en una especie de pesado movimiento.—Se ve espléndido también,

¿verdad?Miranda parpadeó y trató de no

suspirar. Turner se veía guapo. Casiinsoportablemente. Y ahora que eraviudo, seguramente cada mujer soltera, ytodas las madres, lo tendrían en la mira.

—¿Piensas que se casará otra vez?—murmuró Olivia.

—Yo... no lo sé. —Miranda tragó

—. Creía que debería, ¿no?—Bueno, siempre está Winston

para proporcionar un heredero. Y si tú...¡uf!

El codo de Miranda. En suscostillas.

Turner llegó junto a ellas y saludóelegantemente.

—Encantada de verte, hermano —dijo Olivia con una amplia sonrisa—.Casi había renunciado a tu presencia.

—Tonterías. Mamá me habríacortado en filetes. —Sus ojosentrecerrados (casi imperceptiblemente,pero claro, Miranda tendía a notarcualquier cosa sobre él), y preguntó—:¿Por qué Miranda te ha golpeado en lascostillas?

—¡No lo hice! —protestó Miranda.Y entonces, cuando su fija mirada setornó bastante dudosa, masculló—: Fuesólo un golpecito.

—Codazo, golpecito, esto tienetodos los sellos de una conversación quees a primera vista más divertida quecualquiera del resto en este salón debaile.

—¡Turner! —protestó Olivia.Turner la descartó con un

movimiento rápido de su cabeza y se diovuelta hacia Miranda.

—¿Piensa usted que objeta milenguaje o es mi juicio de los asistentesa vuestro baile como idiotas?

—Pienso que era su lenguaje —dijo Miranda suavemente—. Ella dijo

que la mayor parte eran idiotas, también.—No es lo que dije —interpuso

Olivia —. Dije que eran aburridos.—Ovejas —confirmó Miranda.—Cabras —añadió Olivia con un

encogimiento de hombros.Turner comenzó a parecer

alarmado.—Buen Dios, ¿habláis vosotras dos

un lenguaje propio?—No, estamos siendo

perfectamente claras —dijo Olivia—,pero dime, ¿sabes quién dijo primero,“No escupas al cielo que te puede caeren la cara”?

—No estoy seguro de entender laconexión —murmuró Turner.

—Eso no es Shakespeare —dijo

Miranda.Olivia sacudió la cabeza.—¿Quién otro podría ser?—Bueno —dijo Miranda—,

cualquiera de los miles de notablesescritores de lengua inglesa.

—¿Era eso por lo que, ehh, la hagolpeado en las costillas? —preguntóTurner.

—Sí —contestó Miranda,atrapando la oportunidad.Lamentablemente, Olivia le ganó pormedio segundo con un:

—No.Turner miró de una a otra con

expresión divertida.—Era sobre Winston —dijo Olivia

con impaciencia.

—Ah, Winston —Turner miróalrededor—. Está aquí, ¿no? —Entoncesarrancó la tarjeta de baile de Mirandade sus dedos—. ¿Por qué no hareclamado un baile o tres? ¿No habéisestado vosotras dos planeandoemparejarse?

Miranda apretó los dientes y rehusócontestar. Lo cual era una opciónabsolutamente razonable, aunque sabíaque Olivia no permitiría dejar pasar laoportunidad.

—Desde luego no es nada oficial—estaba diciendo—, pero todosestamos de acuerdo en que serían unapareja espléndida.

—¿Todos? —preguntó Turnersuavemente, mirando a Miranda.

—¿Y quién no? —contestó Oliviacon cara impaciente.

La orquesta levantó susinstrumentos, y las primeras notas de unvals flotaron en el aire.

—Creo que este es mi baile —dijoTurner, y Miranda comprendió que susojos no se habían apartado de los suyos.

Ella tembló.—¿Nos vamos? —murmuró él, y

ofreció su brazo.Ella asintió, necesitando un

momento para recuperar la voz.Comprendió que él le hacía algo. Algoextraño, estremecedor que la dejaba sinaliento. Sólo tenía que mirarla, no en laforma usual como cuando conversaban,sino realmente mirarla, dejar los ojos

puestos en los suyos, profundamenteazules e intuitivos, y se sentía desnuda,el alma descubierta. Y lo peor de todo...él no tenía ni idea. Allí estaba ella, concada emoción expuesta, y Turnerprobablemente no veía nada más que elmoreno embotado de sus ojos.

Era la pequeña amiga de supequeña hermana, y según todas lasprobabilidades, era todo lo que siempresería.

—Me dejas aquí absolutamentesola, ¿verdad? —dijo Olivia, noirritada, sino con un quedo suspiro.

—No tengas ningún miedo —leaseguró Miranda—, no estarás sola pormucho tiempo. Creo ver tu multitudvolver con la limonada.

Olivia hizo un mohín.—¿Alguna vez has notado, Turner,

que Miranda tiene un sentido del humorbastante raro?

Miranda inclinó la cabeza de ladoy suprimió una sonrisa.

—¿Por qué sospecho que tu tono noera precisamente elogioso?

Olivia hizo una pequeña ondadespectiva.

—¡Lárgate ya! Qué tengas unagradable baile con Turner.

Turner tomó el codo de Miranda yla condujo a la pista de baile.

—Sabe, realmente tiene un sentidodel humor bastante raro —murmuró.

—¿Lo tengo?—Sí, pero eso es lo que más me

gusta de usted. Por favor, no cambie.Miranda trató de no sentirse

absurdamente satisfecha.—Intentaré que no, señor.Él se estremeció cuando puso sus

brazos alrededor de ella para el vals.—Señor, ¿así es ahora? ¿Desde

cuándo se ha vuelto tan formal?—Es por todo este tiempo en

Londres. Su madre ha estadoinsistiéndome sobre la etiqueta —riódulcemente—, Nigel.

Él frunció el ceño.—Creo que prefiero señor.—Yo prefiero Turner.Su mano apretaba su cintura.—Bueno. Déjelo así.Miranda soltó un pequeño suspiro

mientras se quedaban callados. Mientrasel vals seguía bastante formal. No habíagiros jadeantes, nada que la pudieradejar tensa y mareada. Y eso le dio laoportunidad de saborear el momento,saborear la sensación de su mano en lade él. Aspiró su olor, sintió el calor desu cuerpo, y simplemente disfrutó.

Todo se sentía tan perfecto... tanperfectamente correcto. Era casiimposible imaginarse que él no losintiera también.

Pero no lo hacía. No se engañaba,desearía que él la deseara. Cuando alzóla vista hacia él, miraba a alguien en lamuchedumbre, la mirada sólo un pocoturbia, como si estuviera luchando conun problema en su mente. Ésa no era la

mirada de un hombre enamorado. Ytampoco lo era la que siguió, cuandofinalmente miró detenidamente haciaella y dijo:

—No es mala con el vals, Miranda.De hecho, realmente es bastante experta.No veo por qué estaba tan inquieta sobreesto.

Su expresión era amable. Fraternal.Era desgarrador.—No he tenido mucha práctica

recientemente —improvisó ella, ya queél pareció esperar una respuesta.

—¿Incluso con Winston?—¿Winston? —repitió.Sus ojos se mostraron divertidos.—Mi hermano menor, si usted

recuerda.

—Claro —dijo—. No. Quierodecir, no, no he bailado con Winston enaños.

—¿En serio?Alzó la vista hacia él rápidamente.

Había algo raro en su voz, casi, pero nolo suficiente, una débil nota de placer.No de celos, lamentablemente, no pensóque se preocupase de una u otra manerasi bailaba con su hermano. Pero tenía laextraña sensación que estabafelicitándose a sí mismo, como sihubiera predicho su respuestacorrectamente y estuviera contento porsu astucia.

Dios mío, estaba pensandodemasiado, estaba llegando demasiadolejos... Olivia siempre la estaba

acusando de ello, y por una vez,Miranda tuvo que concederle la razón.

—No veo a menudo a Winston —dijo Miranda, esperando que laconversación la frenaría deobsesionarse sobre preguntascompletamente incontestables... como elverdadero significado de la frase enserio.

—¿Oh? —provocó Turner,añadiendo un toque de presión en laparte baja de su espalda mientrasgiraban hacia la derecha.

—Generalmente está en launiversidad. Incluso ahora no haterminado del todo el trimestre.

—Supongo que lo verá bastantemás durante el verano.

—Eso espero —carraspeó—. Er,¿cuánto tiempo planea quedarse usted?

—¿En Londres?Ella asintió.Él hizo una pausa, e hicieron un

encantador y pequeño giro a la izquierdaantes de que finalmente dijera:

—No estoy seguro. No muchotiempo, pienso.

—Entiendo.—Supongo que estoy de luto de

todos modos. Mamá estaba horrorizadaporque no me puse el brazalete.

—Yo no —declaró.Él le sonrió, y esta vez no fue

fraternalmente. No estaba lleno depasión y deseo, pero al menos era algonuevo. Era astuto y conspirativo e hizo

que se sintiera parte de un juego.—¿Por qué, Señorita Cheever —

murmuró maliciosamente—, detecto unaveta de rebeldía en usted?

Su barbilla se elevó una pulgada.—Nunca he entendido la necesidad

de vestirse de negro por alguien conquien uno no está familiarizado, yciertamente no veo la lógica del luto poruna persona a quien se halla detestable.

Durante un momento la cara de élpermaneció en blanco, y luego sonrióabiertamente.

—¿Por quién se vio forzada allevar luto?

Los labios de ella se deslizaron unasonrisa.

—Un primo.

Él se inclinó acercándose a sucabello.

—¿Alguna vez le ha dicho alguienque es impropio sonreír cuando se hablade la muerte de un familiar?

—Nunca conocí al hombre.—Aún así...Miranda soltó un resoplido

elegante. Sabía que estabaaguijoneándola, pero estaba demasiadodivertida para frenarse.

—Vivió su vida entera en el Caribe—añadió. No era estrictamente laverdad, pero en su mayor parte lo era.

—Es una pequeña mozasanguinaria —murmuró.

Ella se encogió de hombros.Viniendo de Turner, parecía un elogio.

—Creo que usted será un miembrobien recibido en la familia —dijo—. Acondición de que pueda tolerar a mihermano menor por larguísimosperíodos de tiempo.

Miranda intentó conseguir unasonrisa sincera. El casamiento conWinston no era su método preferido paraconvertirse en miembro de la familiaBevelstoke. Y a pesar de los intentos ymaquinaciones de Olivia, Miranda nocreía que el emparejamiento estuvierapróximo.

Había numerosas y excelentesrazones para considerar casarse conWinston, pero había una poderosa razónpara no hacerlo, y esa estaba de piedirectamente frente a ella.

Si Miranda fuera a casarse conalguien a quien no quisiera, ese no iba aser el hermano del hombre al queamaba.

O al que creía amar. Seguíatratando de convencerse de que no loamaba, que todo había sido unenamoramiento de adolescente, y quepodía superarlo... que ya lo habíasuperado, y que simplemente no sehabía dado cuenta todavía.

Tenía el hábito de pensar queestaba enamorada de él. Eso era todo.

Pero entonces él hizo algocompletamente odioso, como sonreír, ytoda su difícil tarea voló por la ventana,y tuvo que comenzar de nuevo.

Un día lo conseguiría. Un día se

despertaría y comprendería que habíatenido dos días de sensatez sin pensar enTurner y luego mágicamente serían tres yluego cuatro y...

—¿Miranda?Alzó la vista. Él la estaba mirando

con una expresión de regocijo, y podríahaber parecido condescendiente,excepto porque sus ojos estabanfrunciéndose en las esquinas... y duranteun momento, pareció aliviado, joven, ytal vez satisfecho.

Y ella estaba todavía enamorada deél. Al menos por el resto de la noche nopodría convencerse de lo contrario. A lamañana siguiente, comenzaría otra vez,pero por esta noche, no iba a molestarseen intentarlo.

La música terminó, y Turner dejósu mano, retrocediendo para ejecutaruna elegante reverencia. Miranda hizouna reverencia a su tiempo, y luego tomósu brazo mientras la conducía alperímetro del salón.

—¿Dónde supone que podríamosencontrar a Olivia? —murmuró,estirando el cuello—. Supongo quetendré que borrar a uno de loscaballeros de su tarjeta para bailar conella.

—¡Por Dios!, no haga que suenecomo un trabajo —declaró Miranda—.No somos tan terribles.

Él dio la vuelta y la miró con unpoco de sorpresa.

—No dije nada sobre usted. No me

importaría seguir bailando con usted enlo más mínimo.

Como elogios eran, tibios a losumo, pero Miranda todavía encontró unmodo de sostenerlos cerca de sucorazón.

Y eso, pensó miserablemente, eraprueba de que se había hundido tan bajocomo podía. El amor no correspondido,estaba descubriendo, era mucho peorcuando una realmente veía al objeto desus deseos. Había pasado casi diez añossoñando despierta con Turner,esperando pacientemente cualquiernoticia ocurrida a los Bevelstokesdejada caer en el té de la tarde, y luegotratando de ocultar su dicha y alegría(para no mencionar el terror de ser

descubierta) cuando venía de visita unao dos veces por año.

Había pensado que nada podría sermás patético, pero al parecer, estabaequivocada. Esto era definitivamentepeor. Antes, había sido inexistente.Ahora era un viejo zapato cómodo.

¡Cáspita!Ella le echó un vistazo. No estaba

mirándola. No estaba mirándola yseguramente no estaba evitando mirarla.Simplemente no estaba mirándola.

No le perturbaba en absoluto.—Ahí está Olivia —dijo

suspirando. Su amiga estaba rodeada,como siempre, por un surtidoridículamente grande de caballeros.

Turner contempló a su hermana con

ojos entrecerrados.—No parece como si alguno de

ellos se comportase mal, ¿verdad? Hasido un día largo, y preferiría no tenerque jugar al viejo hermano feroz estanoche.

Miranda se elevó sobre sus piespara observar mejor.

—Pienso que está a salvo.—Bien.Y luego se dio cuenta de que había

inclinado la cabeza y miraba a suhermana de una manera extrañamenteobjetiva.

—Hmmm.—¿Hmmm?Se volvió hacia Miranda, que

estaba todavía en su lado, mirándolo con

aquellos ojos marrones siemprecuriosos.

—¿Turner?La oyó, y contestó con otro:—¿Hmmm?—Parece un poco extraño.No dijo: ¿se siente bien? O ¿está

indispuesto? Sólo: parece un pocoextraño.

Eso lo hizo sonreír. Y lo hizopensar cuánto en realidad le gustaba estamuchacha, y cómo de equivocado conella había estado el día del funeral deLeticia. Eso le hizo querer hacer algoagradable por ella. Miró a su hermanauna última vez, y luego dijo, girándoselentamente.

—Si fuera un hombre más joven, lo

que no soy...—Turner, no tiene aún treinta años.Su expresión se tornó impaciente...

en aquella controlada forma que élencontraba extrañamente entretenida, yregalándole un perezoso encogimientode hombros contestó:

—Sí, bueno, me siento más viejo.Anciano estos días, a decir verdad. —Cuando comprendió que lo estabamirando expectante, se aclaró lagarganta y dijo—: Simplemente tratabade decir que si yo estuviera husmeandoalrededor de la camada de nuevasdebutantes, no creo que Olivia atraparami mirada.

Las cejas de Miranda se elevaron.—Bueno, es su hermana. Aparte de

las ilegalidades...—Oh, por el amor de... estaba

intentando elogiarla — la interrumpióél.

—Oh. —ella se aclaró la garganta.Ruborizándose un poco, aunque fueradifícil estar segura con tan poca la luz—. Bien, en ese caso, por favor sigaadelante.

—Olivia es bastante hermosa —siguió—. Incluso yo, su viejo hermano,puedo ver eso. Pero hay un algo decarencia detrás de sus ojos.

Lo cual obtuvo un inmediato jadeo.—Turner, qué cosa terrible está

diciendo. Sabe tan bien como yo queOlivia es muy inteligente. Mucho másque la mayor parte de los hombres que

pululan a su alrededor.La miró indulgente. Era una

jovencita tan leal. No tenía duda de quemataría por Olivia si alguna vez surgierala necesidad. Era una buena cosa queestuviera aquí. Aparte de cualquiertendencia calmante que tuviera sobre suhermana, más bien sospechaba que lafamilia Bevelstoke entera tenía unaenorme deuda de gratitud por ello.Miranda era bastante segura, la únicacosa que iba a hacer su tiempo enLondres soportable. Dios sabía que nohabía querido venir. La última cosa quenecesitaba en este mismo momento eraque las mujeres estuvieran a la caza desu posición, intentando llenar lospequeños y miserables zapatos de

Leticia. Pero con Miranda, al menos seaseguraba una conversación decente.

—Desde luego que Olivia esinteligente —dijo con voz apaciguadora—. Permítame replantearlo.Personalmente no la encontraríafascinante.

Ella frunció los labios, y lainstitutriz volvió.

—Bien, esa es su prerrogativa,supongo.

Él sonrió e inclinándose, leinsinuó:

—Creo que sería más probable queme encaminara en su dirección.

—No sea tonto —masculló.—No lo soy —le aseguró—. Pero

repito, soy más viejo que la mayor parte

de aquellos idiotas que están con mihermana. Quizás mis gustos hanmadurado. Pero el punto es discutible,supongo, porque al no ser un joven, noestoy husmeando en la camada dedebutantes de este año.

—Y no está buscando una esposa.—Esto era una declaración, no unapregunta.

—Dios, no —soltó—. ¿Quédiablos haría yo con una esposa?

2 DE JUNIO DE 1819

Lady Rudland anunció en eldesayuno que la fiesta de anoche habíasido un estupendo éxito. No pudemenos que sonreír ante su elección depalabras, no creo que nadie rechazarasu invitación, y juro que el salónestaba tan atestado como nuncaexperimenté. Ciertamente me sentídiminuta entre toda una suerte deperfectos extraños. Creo que debo seruna muchacha pueblerina de corazón,porque no estoy tan segura que deseealguna otra vez intimar tanto con misprójimos masculinos.

Lo dije así en el desayuno, yTurner escupió el café. Lady Rudlandle lanzó una mirada asesina, pero nopuedo imaginarme que sea porque estéenamorada de su mantelería.

Turner tiene la intención depermanecer en la ciudad durante sólouna semana o dos. Se queda connosotras en la Casa Rudland, lo que esencantador y terrible a la vez.

Lady Rudland divulgó que algunavieja viuda duquesa malhumorada(fueron sus palabras, no las mías, y norevelaría su identidad en cualquiercaso) dijo que yo estaba actuandoDemasiado Familiar con Turner y quela gente podría concebir una IdeaIncorrecta.

Dijo que le indicó a la vieja viudamalhumorada (lo que le viene comoanillo al dedo) que Turner y yo somosprácticamente como hermanos, y quesólo es natural que confiara en él parami debut en la fiesta, y que no hayninguna Idea Incorrecta que ser tenidaen cuenta.

Me pregunto si habrá alguna vezuna Idea Correcta en Londres.

CAPÍTULO 5

Una semana o algo después, el solbrillaba tan deslumbrantemente queMiranda y Olivia, añorando sushabituales estadías en el campo,decidieron pasar la mañana explorandoLondres. Ante la insistencia de Olivia,empezaron por el barrio comercial.

—En realidad no necesito otrovestido —dijo Miranda cuandopaseaban calle abajo, sus criadassiguiéndolas a una distancia respetuosa.

—Ni yo, pero siempre es muydivertido mirar, y por otra parte, quizásencontremos una chuchería o algo por elestilo que comprar con nuestro dineropara gastos menores. Tu cumpleañosestará aquí antes de que nos demos

cuenta. Debes comprarte un regalo.—Tal vez lo haga.Ambas deambularon por tiendas de

ropa, sombrererías, joyerías, y porconfiterías antes de que Mirandaencontrara lo que sin haberlo sabidohabía estado buscando.

—Mira eso, Olivia —suspiró—.¿No es magnífico?

—¿Qué no es magnífico? —replicóOlivia, escudriñando el escaparateelegantemente decorado de la librería.

—Eso. —Miranda señaló con eldedo a una copia exquisitamenteencuadernada de La Morte D’Arthur deSir Thomas Malory. Parecía caro yprecioso, y Miranda no deseaba nadamás que inclinarse a través de la ventana

e inhalar el aire que flotaba alrededorde éste.

Por primera vez en su vida, vioalgo que simplemente debía poseer.Olvidándose de su economía.Olvidándose de su espíritu práctico.Suspiró profunda, expresiva yurgentemente, luego dijo:

—Creo que finalmente comprendotus sentimientos hacia los zapatos.

—¿Zapatos? —Repitió Olivia,mirándose los pies—. ¿Zapatos?

Miranda no se molestó enexplicarle más. Estaba demasiadoocupada en inclinar la cabeza parapoder admirar el pan de oro queribeteaba las páginas.

—Ya lo hemos leído —insistió

Olivia—. Creo que fue hace dos años,cuándo la Señorita Lacey fue contratadacomo nuestra institutriz. ¿No lorecuerdas? Estaba consternada porqueaún no lo habíamos leído.

—No me importa si ya lo hemosleído —dijo Miranda, acercándosemucho más al vidrio—. ¿No es el objetomás hermoso que hayas visto?

Olivia observó a su amiga con unaexpresión vacilante.

—Eh... no.Miranda sacudió la cabeza

ligeramente y levantó la mirada haciaOlivia.

—Supongo que esto es lo queconvierte al arte en algo importante. Quépuede hacer que una persona entre en

éxtasis o puede fallar en conmoverle lomás mínimo.

—Miranda, es un libro.—Ese libro —Miranda determinó

con firmeza—, es una obra de arte.—Parece muy antiguo.—Lo sé. —Suspiró felizmente

Miranda.—¿Lo comprarás?—Si tengo el dinero suficiente.—Creía que podrías. No has

gastado tu dinero para gastos menores enaños. Siempre lo has guardado en esejarrón de porcelana que Turner te enviópor tu cumpleaños hace cinco años.

—Seis.Olivia parpadeó.—¿Seis qué?

—Fue hace seis años.—Hace cinco o seis años, ¿Cuál es

la diferencia? —exclamó Olivia,pareciendo bastante exasperada por laexactitud de Miranda—. La cuestión esque tienes guardado el dinero suficiente,y si deseas sinceramente ese libro, lodebes comprar para celebrar tuvigésimo cumpleaños. Nunca comprasnada para ti misma.

Miranda giró hacia la tentación quela llamaba en la ventana. El libro habíasido colocado en un pedestal y estabaabierto en una página del centro. Conbrillantes colores una ilustraciónretrataba a Arturo y Ginebra.

—Será costoso —dijo ellalamentablemente.

Olivia le dio un pequeño empujón ydijo:

—Nunca lo sabrás si no entras ypreguntas.

—Tienes razón. ¡Lo haré! —Miranda le brindó una sonrisa queoscilaba entre el entusiasmo y elnerviosismo, luego se dirigió a la tienda.La confortable librería estaba decoradaen tonos ricos y masculinos, atiborradacon sillas de cuero colocadas en lugaresestratégicos para aquellos que quizásquisieran sentarse y hojear un volumen.

—No veo al propietario —cuchicheó Olivia en la oreja deMiranda.

—Justo allí. —Miranda hizo gestoscon la cabeza hacia un hombre delgado y

parcialmente calvo cercano a la edad desus padres—. Mira, está ayudando a esehombre a encontrar un libro. Esperaréhasta que esté desocupado. No deseo seruna molestia.

Las dos damas esperaronpacientemente durante unos pocosminutos mientras el librero estabaocupado. De vez en cuando, les dirigíauna mirada ceñuda, la cual desconcertómucho a Miranda, tanto ella comoOlivia vestían apropiadamente yobviamente podían permitirse comprarla mayor parte de la mercancía.Finalmente, él terminó su tarea y sedirigió apresuradamente hacia ellas.

—Me preguntaba, señor... —empezó a decir Miranda.

—Ésta es una librería paracaballeros —dijo él con voz hostil.

—Ah. —Miranda retrocedió, algoamilanada por su actitud. Pero comodeseaba desesperadamente el libro deMalory, se tragó su orgullo, sonriódulcemente, y continuó—. Me disculpo.No me di cuenta de esto. Pero esperabaque...

—Le he dicho que esta es unatienda de caballeros. —Los pequeños ybrillosos ojos se estrecharon—. Leruego que se marche.

¿Me ruega? Ella lo miró fijamente,los labios abiertos con asombro. ¿Meruega? ¿Con esa clase de tono?

—Vámonos, Miranda —dijoOlivia, agarrándola de la manga—.

Debemos irnos.Miranda apretó los dientes y no se

movió.—Querría comprar un libro.—Estoy seguro que así es —dijo el

librero vilmente—. Y la librería paradamas está a tan sólo un cuarto de milla.

—La librería para damas no tienelo que deseo.

Él sonrió burlonamente.—Entonces estoy seguro que usted

no debería leerlo.—No creo que esté en posición de

emitir ese juicio, señor —dijo Mirandafríamente.

—Miranda —murmuró Olivia, conojos abiertos.

—Sólo un momento —contestó

ella, sin apartar los ojos del pequeño yrepulsivo hombre—. Señor, le puedoasegurar que poseo amplios fondos. Y siusted sólo me permitiera revisar LaMorte D’Arthur, quizás puedapersuadirlo a separarse de éste.

Él cruzó los brazos.—No vendo libros a mujeres.En verdad, eso había llegado muy

lejos.- ¿Disculpe?—Marchaos —gruñó—, o tendré

forzosamente que echarlas.—Eso sería un error, señor —le

contradijo Miranda bruscamente—.¿Sabe quiénes somos nosotras? —No leera habitual aprovechar su rangosuperior, pero no se oponía a hacerlo si

la ocasión lo justificaba.El librero no estaba impresionado.—Con certeza me tiene sin

cuidado.—Miranda —le suplicó Olivia,

viéndose sumamente incómoda.—Soy la Señorita Miranda

Cheever, hija de Sir Rupert Cheever, yésta —dijo Miranda con una floritura—,es Lady Olivia Bevelstoke, hija delConde de Rudland. Le sugiero quevuelva a considerar su política.

Él igualó su altanera mirada conuna igual.

—No me interesa si usted es lamaldita Princesa Carlota. Salga de mitienda.

Miranda entrecerró los ojos antes

de moverse para salir. Era lo suficientemalo que él la hubiera insultado. Perotamaña afrenta a la memoria de laprincesa, estaba más allá de los límites.

—Usted no ha escuchado el finalde esta conversación, señor.

—¡Fuera!Ella tomó el brazo de Olivia y dejó

el local en un arranque de furia,haciendo que la puerta diera un buengolpe.

—¿Lo puedes creer? —dijo unavez que estuvieron seguras afuera—.Eso fue horroroso. Criminal. Fue...

—Una librería para caballeros —le interrumpió Olivia, mirándola comosi de repente le hubiera brotado unacabeza de más.

—¿Y?Olivia se tensó ante su tono casi

agresivo.—Hay librerías para caballeros, y

librerías para damas. Es la manerahabitual.

Miranda cerró con fuerza lospuños.

—Es una maldita y estúpidamanera, si me lo preguntas.

—¡Miranda! —jadeó Olivia deforma audible—. ¿Qué acabas de decir?

Miranda tuvo la gracia deruborizarse ante su lenguaje soez.

—¿Observas cuánto ha hecho portrastornarme? Jamás antes me habíasoído maldecir en voz alta.

—No, y no estoy segura de querer

saber cuántas maldiciones tienes enmente.

—Es absurdo —humeó Miranda—.Absolutamente absurdo. Él tiene algoque deseo comprar, y yo tengo el dineropara pagar por ello. Debió haber sido unasunto sencillo.

Olivia miró furtivamente al camino.—¿Por qué no sólo vamos a la

librería para damas?—No hay nada que desearía en

circunstancias más o menos normales.Preferiría no frecuentar esa espantosatienda para hombres. Pero dudo quetengan una copia similar de La MorteD’Arthur, Livvy. Estoy segura que es unartículo singular. Y lo peor... —Mirandaalzó la voz cuando la injusticia de todo

ello la embargó más firmemente—. Y lopeor...

—¿Hay algo peor?Miranda la fulminó con una mirada

llena de irritación pero sin embargo lecontestó:

—Sí. Lo hay. Lo peor es que siincluso hubiera dos copias, de lo cualestoy segura no es así, la librería paradamas probablemente no tendrán uno, detodos modos, ¡porque nadie pensaríaque una dama desearía un librosemejante!

—¿No lo harían?—No. Probablemente esté repleta

de Byron y novelas de la señoraRadcliffe.

—Me gusta Byron y las novelas de

la señora Radcliffe —dijo Olivia,sonando vagamente ofendida.

—También a mí —le aseguróMiranda—, pero también disfruto deotro tipo de literatura. Y con seguridadno creo que ese hombre esté en posición—señaló enojadamente con un dedohacia el escaparate de la librería—, dedecidir lo que puedo o no puedo leer.

Olivia la miró fijamente por unmomento, entonces cortésmentepreguntó:

—¿Lo deseas mucho?Miranda alisó sus faldas y sorbió

por la nariz.—Mucho.Olivia giró hacia la librería, y

luego le dirigió una mirada lastimera

sobre el hombro antes de colocar unamano consoladora en el brazo deMiranda.

—Conseguiremos que Padre locompre para ti. O Turner.

—Ésa no es la cuestión. No creoque comprendas cuánto me afecta esto amí.

Olivia suspiró.—¿Cuándo te convertiste en una

guerrera, Miranda? Creía que era yo ladesinhibida del dueto.

La mandíbula de Miranda empezó adolerle de tanto apretarla.

—Supongo —casi gruñó—, quenunca he anhelado tanto algo antes deeste contratiempo.

La cabeza de Olivia se echó

levemente para atrás.—Recuérdame que tome

precauciones para evitar alterarte en elfuturo.

—Conseguiré ese libro.—Excelente, haremos que...—Y él sabrá que lo he obtenido. —

Miranda dio a la librería una última yagresiva mirada, luego dio largaszancadas hacia casa.

—Por supuesto que compraré ellibro para usted, Miranda —dijo Turnercondescendientemente. Había disfrutadode una tarde bastante tranquila, leyendoel periódico y ponderando la vida comoun caballero sin compromisos, cuandosu hermana entró como una explosión en

el cuarto, anunciando que Mirandanecesitaba desesperadamente un favor.

Todo esto era muy entretenido,realmente, especialmente la miradamortal que Miranda había dado a Oliviaal usar la palabra desesperada.

—No quiero que usted lo comprepara mí —puntualizó Miranda—. Quieroque usted lo compre conmigo.

Turner se recostó en la cómodasilla.

—¿Hay alguna una diferencia?—Un mundo de diferencia.—Un mundo —confirmó Olivia,

sólo que ella sonreía, y él sospechó queno veía ninguna diferencia.

Miranda le lanzó otra miradaencolerizada, y esta vez Olivia

realmente retrocedió y exclamó.—¿Qué? ¡Te estoy apoyando!—¿No cree que es una

equivocación —Miranda continuóferozmente, retornando a su diatriba ydirigiéndose a él—, que no pueda hacercompras en cierta tienda simplementeporque soy una mujer?

Él le sonrió perezosamente.—Miranda, hay ciertos lugares

donde las mujeres no pueden ir.—No pretendo entrar en uno de sus

preciosos clubes. Solamente deseocomprar un libro. No hay nadaremotamente inapropiado en ello. Es unaantigüedad, por Dios Santo.

—Miranda, si ese caballero es elpropietario de esa tienda, puede decidir

a quién venderá y a quién no.Ella cruzó los brazos.—Bien, quizás no debería ser

consentido. Quizás debería existir unaley que diga que los libreros no puedenimpedir la entrada a las mujeres en susestablecimientos.

Él le levantó una irónica ceja.—¿Usted no ha estado leyendo a

esa Mary Wollstonecraft, o sí?—¿Mary quién? —preguntó

Miranda con una voz distraída.—Bien.—No cambie de tema, por favor,

Turner. ¿Concuerda o no con que debocomprar ese libro?

Turner suspiró, bastante agotadoante su inesperada terquedad. Y todo

por un libro.—Miranda, ¿por qué deberían

permitirle la entrada en una librería decaballeros? Usted ni siquiera puedevotar.

Su explosión de indignación fuecolosal.

—Y eso es otro punto...Turner se dio cuenta rápidamente

que había cometido un error táctico.—Olvide que mencioné el derecho

al voto. Por favor. Iré con usted acomprar el libro.

—¿Lo hará? —Sus ojos seiluminaron con un suave brillo marrón—. Gracias.

—¿Le parece bien el viernes? Nocreo tener ningún compromiso esa tarde.

—Ah, yo también quiero ir —interrumpió Olivia.

—Absolutamente no —dijo Turnerfirmemente—. Una de vosotras es todolo que puedo manejar. Mis nervios, yasabes.

—¿Tus nervios?Él le dio una mirada.—Vosotras los ponein a prueba.—¡Turner! —exclamó Olivia. Ella

giró hacia Miranda—. ¡Miranda!Pero Miranda aún estaba

concentrada en Turner.—¿Podríamos ir ahora? —le

preguntó ella, dando la impresión de nohaber oído una palabra de su pelea—.No quiero que ese librero se olvide demí.

—Juzgando por el relato de Oliviade su aventura —dijo Turnerirónicamente—, dudo que eso suceda.

—Pero, por favor, ¿podríamos irhoy? Por favor. Por favor.

—Se da cuenta de que estásuplicando.

—No me importa —dijo ellainmediatamente.

Él caviló sobre eso.—Ocurre que podría utilizar esta

situación a mi favor.Miranda lo miró entornando los

ojos.—¿Qué es lo que quiere decir?—Ah, no sé. Uno nunca sabe

cuándo quizás necesite un favor.—Ya que no tengo nada que usted

pueda desear, le aconsejo olvidarse desus inocuos planes y simplementeacompáñeme a la librería.

—Muy bien. Hagámoslo.Él creyó que ella quizás saltara de

felicidad. Dios bendito.—No queda lejos —decía ella—.

Podemos ir andando.—¿Estás seguro de que no puedo ir

con vosotros? —preguntó Olivia,siguiéndolos al vestíbulo.

—Quédate —ordenó Turnerbenignamente cuando observó queMiranda cruzaba la puerta—. Alguiennecesitará llamar a la guardia cuando noregresemos en una pieza.

Diez minutos después, Miranda se

detenía frente a la librería de la cualhabía sido expulsada más temprano esedía.

—Calma, Miranda —escuchómurmurar a Turner a su lado—. Se la veun poco atemorizante.

—Bien —contestó ellasucintamente, y dio un paso haciaadelante.

Turner le colocó una manotranquilizadora en el brazo.

—Permítame entrar antes que usted—sugirió él, con un brillo de diversiónen la mirada—. La mera vista de ustedpuede ocasionarle al pobre hombre unaapoplejía.

Miranda le frunció el ceño pero lepermitió el paso. No había manera de

que el librero le ganara esta vez. Veníaacompañada con un verdadero caballeroy una sana dosis de rabia. El libro casiera suyo.

Una campanilla tintineó cuandoTurner entró en la tienda. Miranda loseguía de cerca, pisándoleprácticamente los talones.

—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó el librero, todo aduladoracortesía.

—Sí, estoy interesado en... —Suspalabras se desvanecieron mientras ellaechaba una mirada por la tienda.

—Ese libro —dijo Mirandafirmemente, señalando hacia elexhibidor en el escaparate.

—Sí, ése. —Turner le ofreció al

librero una amable sonrisa.—¡Usted! —farfulló el librero, su

cara se sonrojó con la ira—. ¡Fuera!¡Salga de mi tienda! —Asió del brazo aMiranda y trató de arrastrarla a lapuerta.

—¡Pare! ¡Qué pare le digo! —Miranda no permitiría ser maltratadapor un hombre al que consideraba unidiota, cogió su retículo y lo golpeó enla cabeza.

Turner gimió.—¡Simmons! —gritó el librero,

llamando a su ayudante—. Trae a lapolicía. Esta señorita esta desquiciada.

—No estoy desquiciada, ¡usted,cabra sobrecrecida!

Turner evaluó sus opciones.

Realmente, no podía haber un buenresultado.

—Soy un cliente que paga —continuó Miranda acaloradamente—. ¡Yquiero comprar La Morte D’Arthur!

—¡Me moriré antes que llegue asus manos, usted ramera mal educada!

¿Ramera? Eso era realmentedemasiado para Miranda, una señoritacuya susceptibilidad era comúnmentemás modesta que la de ella quizás sehubiera adoptado a su actual conducta.

—Usted vil... vil hombre —siseó.Ella levantó su retículo otra vez.

¿Ramera? Turner suspiró. Era uninsulto que realmente no podía dejarpasar. Además, no podía permitir queMiranda atacara al pobre hombre. Cogió

el retículo de su mano. Ella le fulminócon la mirada debido a su interferencia.Él entrecerró los ojos y le dio unamirada de advertencia.

Él se aclaró la garganta y se volvióhacia el librero.

—Señor, debo insistir en que sedisculpe con la dama.

El librero cruzó los brazosdesafiantemente.

Turner miró a Miranda. Sus brazosestaban cruzados de la misma manera.Miró hacia el hombre más viejo y dijo,un poco más fuertemente:

—Se disculpará con la dama.—Ella es una amenaza —dijo el

librero enconadamente.—Porque usted... —Miranda se

habría lanzado a él si Turner no hubieraagarrado rápidamente la parte trasera desu vestido. El anciano apretó los puñosy asumió una postura amenazadora queera bastante dispar con su apariencialibresca.

—Quédese callada —le siseóTurner a ella, sintiendo retazos de furiadesatándose en el pecho.

El librero la fulminó con unamirada triunfante.

—Ah, eso fue un error —dijoTurner. ¿Santo Dios, no tenía el hombresentido común? Miranda se abalanzóhacia adelante, lo cual significó queTurner tenía que sostener el vestido aúnmás firmemente, lo cual significó que ellibrero asumiera una sonrisa más

afectada, lo cual significó que esajodida farsa iba a dar vueltas en espiralhasta convertirse en un huracán a granescala si Turner no solucionaba elasunto de inmediato.

Él le brindó al librero su más fría ymás aristocrática mirada.

—Se disculpará con la dama, oharé que se arrepienta mucho, deverdad.

Pero el librero era claramente unidiota delirante, porque no aceptó laoferta que Turner le daba, en suestimación, muy generosamente. En vezde eso, echó hacia delante la mandíbulaagresivamente y anunció:

—No tengo nada de lo cualdisculparme. Esa mujer vino a mi

tienda...—Ah, demonios —murmuró

Turner. Ahora no había forma de evitarla desgracia.

—... Perturbó a mis clientes, meinsultó...

Turner apretó la mano en un puño yla dirigió directamente a la nariz dellibrero.

—Ah, Dios Bendito —suspiróMiranda—. Creo que le rompió la nariz.

Turner la fulminó con una miradamordaz antes de bajar la mirada hacia ellibrero en el piso.

—Creo que no. No sangra losuficiente.

—Lástima —murmuró Miranda.Turner la agarró del brazo y la

arrastró hacia él. La sanguinaria ypequeña moza iba a conseguir que lamatara.

—Ni una otra palabra hasta quesalgamos de aquí.

Los ojos de Miranda seensancharon, pero cerró sabiamente laboca y le permitió sacarla de la tienda.Cuando pasaron por el escaparate, sinembargo, ella vislumbró La MorteD’Arthur y exclamó:

—¡Mi libro!Eso fue el colmo. Turner se detuvo

intempestivamente.—No quiero oír otra palabra

acerca de su condenado libro, ¿me oyeusted?

La boca de Miranda se abrió.

—¿Entiende lo que acaba desuceder? Golpeé a un hombre.

—¿Pero acaso no concuerda que élnecesitaba que lo golpearan?

—¡No tanto como usted necesitaque la estrangulen!

Ella retrocedió, claramenteagraviada.

—Al contrario de lo que sea queusted piensa en mí —exclamó él—, nopaso mis días reflexionando sobrecuándo y dónde aplacaré miagresividad.

—Pero...—Pero nada, Miranda. Usted

insultó al hombre...—¡Él me insultó!—Estaba solucionando el asunto —

dijo entre dientes—. Por eso me trajoaquí, para solucionarlo todo. ¿No esasí?

Miranda frunció el ceño y movió elmentón con un brusco y reaciomovimiento.

—¿Qué demonios era el problemacon usted? ¿Qué si ese hombre hubieratenido menos restricción? Qué si...

—¿Pensó que mostrabarestricción? —preguntó ella, atónita.

—¡Al menos tanto como la tuvousted! —La cogió de los hombros y casila comenzó a sacudir—. Bendito Dios,Miranda, ¿se da cuenta de que haymuchos hombres que no parpadearíanantes de golpear a una mujer? O algopeor —agregó él de manera

significativa.Esperó su respuesta, pero ella lo

miraba fijamente, sus ojos inmensos eimpasibles. Y tuvo el mayorpresentimiento de que veía algo que élno.

Algo en él.—Perdón, Turner —dijo ella

entonces.—¿Debido a qué? —preguntó él

menos que amablemente—. ¿Por haceruna escena en medio de una tranquilalibrería? ¿Por no callarse cuando debíahacerlo? Por...

—Por trastornarle —dijoquedamente—. Lo siento. No está bienque lo haya hecho.

Sus suaves palabras cortaron

limpiamente su enojo, y él suspiró.—Simplemente no lo haga otra vez,

¿lo jura?—Lo prometo.—Bien. —Se dio cuenta de que aún

la sostenía por los hombros y aflojó suagarre. Entonces se dio cuenta de quesus hombros se sentían muy bien.Sorprendido, la soltó del todo.

Ella inclinó la cabeza a un ladocuando una expresión preocupada cruzósu rostro.

—Por lo menos creo que loprometo. En verdad trataré de no hacernada que lo altere como en esta ocasión.

Turner tuvo una repentina visión deMiranda intentando no trastornarlo. Lavisión lo contrarió.

—¿Qué le ha sucedido?Dependemos de su sensatez. Sólo Diossabe que ha salvado a Olivia más de unavez de un problema.

Ella apretó fuertemente los labios,y luego dijo:

—No confunda sensatez conmansedumbre, Turner. No son la mismacosa. Y con seguridad ciertamente nosoy sumisa.

Notó que ella no era desafiante,simplemente indicaba un hecho, uno quesospechó su familia había inadvertidopor años.

—No se preocupe —dijo concansancio—, si alguna vez tuve lanoción que usted era sumisa, tenga laseguridad de que me ha desengañado de

ello esta tarde.Pero que Dios lo ayudara, ella no

estaba convencida.—Si veo algo que es obviamente

una injusticia —dijo ella seriamente—,no puedo sentarme y no hacer nada.

Iba a matarlo. Estaba seguro deello.

—Sólo intente alejarse de loobviamente descarriado. ¿Podríahacerlo por mí?

—Pero no creo que esto sea algoparticularmente descarriado. E hice...

Él alzó la mano.—Nada más. Ni otra palabra del

tema. Me quitará diez años de vidahablar sobre esto. —La tomó del brazo yse dirigió hacia la casa.

Querido Dios, ¿qué estaba mal enél? Su pulso aún estaba acelerado, y ellani siquiera estuvo en peligro. Norealmente. Dudaba que el libreropudiera dar un buen puñetazo. ¿Yademás, por qué diablos estaba tanpreocupado por Miranda? Por supuestoque se interesaba por su bienestar. Eracomo una hermana pequeña para él.Pero entonces trató de imaginarse aOlivia en su lugar. Todo lo que podíasentir era una apacible diversión. Algoestaba muy mal si Miranda podíaponerlo así de furioso.

CAPÍTULO 6

—Winston estará aquí enseguida.—Olivia entró majestuosamente en elsalón rosado con aquella declaración,ofreciendo a Miranda una de sussonrisas más alegres.

Miranda alzó la vista de su libro,una manoseada y decididamente nadaglamurosa copia de Le Morte d’Arthurque había tomado prestada de labiblioteca de Lord Rudland.

—¿En serio? —murmuró, inclusoaunque sabía muy bien que se esperabaque Winston llegase aquella tarde.

—¿En serio? —la imitó Olivia. —¿Eso es todo lo que puedes decir?

Perdón, pero tenía la impresión de queestabas enamorada del chico, oh,discúlpame, ahora es un hombre, ¿no esasí?

Miranda volvió a su lectura.—Te dije que no estaba enamorada

de él.—Bueno, pues deberías estarlo —

replicó Olivia—. Y lo estarías, si tedignaras a pasar algún tiempo con él.

Los ojos de Miranda, que se habíanestado moviendo con determinación porlas palabras de la página, se detuvieronde golpe. Alzó la vista.

—Perdón, pero, ¿no está enOxford?

—Bueno, sí —dijo Olivia,restándole importancia al comentario

con un movimiento de la mano como silas sesenta millas de distancia notuvieran trascendencia—, pero estuvoaquí la semana pasada, y apenas pasastetiempo con él.

—Eso no es verdad —replicóMiranda—. Dimos un paseo a caballopor Hyde Park, fuimos a Gunter a porhelados, e incluso tomamos una barcapor el Serpentine aquel día en que hizotanto calor.

Olivia se dejó caer en una sillacercana, cruzándose de brazos.

—No es suficiente.—Te has vuelto loca —dijo

Miranda. Agitó ligeramente la cabeza yla giró de vuelta a su libro.

- Sé que vas a quererlo. Sólo

necesitas pasar algo de tiempo en sucompañía.

Miranda apretó los labios ymantuvo los ojos firmemente sobre ellibro. Aquella no era una conversaciónque pudiese llegar a nada sensato.

—Estará aquí sólo durante dos días—meditó Olivia—. Vamos a tener quetrabajar rápido.

Miranda pasó la página de golpe ydijo:

—Haz lo que quieras Olivia, perono tomaré parte en tus intrigas. —Entonces alzó la vista con alarma—. No,he cambiado de idea. No hagas lo quequieras. Si dejo las cosas en tus manos,terminaré drogada y de camino a GretnaGreen antes de darme cuenta.

—Una idea intrigante.—Livvy, nada de hacer de

casamentera. Quiero que me loprometas.

La expresión de Olivia se volviómaliciosa.

—No haré una promesa que quizásno pueda mantener.

- Olivia.—Oh, muy bien. Pero no puedes

parar a Winston si él tiene en mentehacer de casamentero. Y a juzgar por suactual comportamiento, bien podría ser.

—Mientras tú no interfieras...Olivia sorbió por la nariz e intentó

parecer ofendida.—Me duele que pienses siquiera

que yo haría una cosa así.

—Oh, por favor. —Miranda volvióa su libro, pero era casi imposibleconcentrarse en la trama cuando sumente estaba continuamente contandohacia atrás... veinte... diecinueve...dieciocho...

Seguramente, Olivia no sería capazde quedarse en silencio durante más deveinte segundos.

Diecisiete... dieciséis...—Winston sería un marido

encantador, ¿no crees?Cuatro segundos. Era

extraordinario, incluso para Olivia.—Obviamente es joven, pero

nosotras también lo somos.Miranda la ignoró cuidadosamente.—Turner probablemente también

habría sido un buen marido si Leticia nose hubiese ido y lo hubiese arruinado.

Miranda levantó la cabeza degolpe.

—¿No crees que ese es uncomentario bastante desagradable?

Olivia le dirigió una pequeñasonrisa.

—Sabía que me estabasescuchando.

—Es casi imposible no hacerlo —musitó Miranda.

—Sólo estaba diciendo que... —Olivia alzó la barbilla, y su mirada semovió hacia la entrada a espaldas deMiranda—. Y aquí está él. Quécoincidencia.

—Winston —dijo alegremente

Miranda, girando en el asiento parapoder echar un vistazo por encima delborde del sofá. Excepto que no eraWinston.

—Siento decepcionarla —dijoTurner, una de las comisuras de su bocase retorció en una perezosa yextremadamente suave sonrisa.

—Lo siento —masculló Miranda,sintiéndose inesperadamente tonta—.Estábamos hablando de él.

—También estábamos hablando deti —dijo Olivia—. Hace poco, dehecho, que es por lo que hice algunoscomentarios a tu entrada.

—Cosas diabólicas, espero.—Oh, por supuesto —dijo Olivia.Miranda se las arregló para sonreír

a pesar de tener los labios cerradosmientras él se sentaba a su lado.

Olivia se inclinó hacia delante ydescansó la barbilla coquetamente sobrela mano.

—Estaba diciéndole a Miranda quecreía que serías un marido horrible.

Él pareció divertido mientras sereclinaba hacia detrás.

—Es bastante cierto.—Pero estaba a punto de decir que

con la formación adecuada —continuóOlivia-podrías rehabilitarte.

Turner se puso de pie.—Me voy.—No, ¡no te vayas! —gritó Olivia

riendo—. Por supuesto, sólo te estoytomando el pelo. Ya es demasiado tarde

para redimirte. Pero Winston... bueno,Winston es como un trozo de arcilla.

—No le diré que has dicho eso —murmuró Miranda.

—No digas que no estás deacuerdo conmigo. —La provocó Olivia—. No ha tenido tiempo de volversehorrible, como hacen el resto dehombres.

Turner miró a su hermana conmanifiesto asombro.

—¿Cómo es posible que esté aquísentado escuchándote dar un sermónsobre cómo manejar a los hombres?

Olivia abrió la boca para replicar—algo inteligente e ingenioso, seguro—pero justo entonces apareció elmayordomo en la entrada y se lo ahorró

a todos.—Su madre requiere su compañía,

Lady Olivia.—Volveré —advirtió Olivia

mientras salía excitada de la habitación—. Estoy impaciente por terminar estaconversación. —Y entonces, con unasonrisa traviesa y una sacudida de susdedos, se fue.

Turner suprimió un gemido —suhermana iba a ser la muerte de alguien,sólo esperaba que no fuera la suya— ymiró a Miranda. Estaba hecha un ovillosobre el sofá, los pies plegados bajo elcuerpo y un enorme y polvoriento tomoen el regazo.

—¿Una lectura densa? —murmuróél.

Ella alzó el libro.—Oh —dijo él, los labios se le

crisparon.—No se ría —le advirtió ella.—Ni en sueños.—Tampoco mienta —dijo ella, su

boca asumió aquella expresión deinstitutriz que parecía saber hacer tanbien.

Él se recostó hacia detrás con unarisita.

—Bueno, eso no puedo prometerlo.Durante un momento, simplemente

se quedó allí sentada, pareciendo dura ysevera a partes iguales, y entonces lecambió la cara. Nada dramático, nadaalarmante, pero suficiente para dejarclaro que había estado debatiendo algo

en su mente. Y que había llegado a unaconclusión.

—¿Qué opina de Winston? —preguntó.

—Es mi hermano —dijo él.Ella extendió la mano e hizo un

movimiento rápido con la muñeca, comodiciendo: ¿Qué más?

—Bueno —dijo, intentando ganartiempo. Realmente, ¿qué esperaba quedijese?—. Es mi hermano.

Ella elevó los ojos hacia arribasarcásticamente.

—Bastante revelador de su parte.—¿Qué me está preguntando

exactamente?—Quiero saber qué piensa de él —

insistió.

El corazón se le paró en el pechosin una razón que pudiese identificar.

—¿Me está preguntando —inquiriócon cautela— si creo que Winston seríaun buen marido?

Ella le dirigió aquella solemnemirada suya, y entonces parpadeó, y —de lo más extraño— fue casi como siestuviese aclarándose la mente antes dedecir, en un tono de lo más normal:

—Parece que todo el mundo intentaemparejarnos.

—¿Todo el mundo?—Bueno, Olivia.—No es precisamente la persona a

la que iría a pedirle consejosrománticos.

—Así que no cree que debiera

proponerme conquistar a Winston —dijoella, inclinándose hacia delante.

Turner parpadeó. Conocía aMiranda, y la había conocido duranteaños, por lo que estaba bastante segurode que no había modificado su posturacon la intención de exhibir susorprendentemente adorable pecho. Perohabía resultado ser una gran distracción.

—¿Turner? —murmuró.—Es demasiado joven —dejó

escapar él.—¿Para mí?—Para cualquiera. Por dios, sólo

tiene veintiún años.—En realidad, todavía tiene veinte.—Exacto —dijo incómodo,

deseando que hubiese alguna forma de

reajustarse el pañuelo sin parecer idiota.Estaba empezando a sentir calor, y seestaba volviendo más difícil mantener laatención concentrada en algo más queMiranda sin ser obvio.

Ella se echó hacia atrás. Gracias adios.

Y no dijo nada.Hasta que él no pudo evitar decir:—Entonces, ¿tiene la intención de

perseguirle?—¿A Winston? —pareció

pensárselo—. No lo sé.Él soltó un bufido.—Si no lo sabe, entonces

claramente no debería.Ella se giró y lo miró directamente

a los ojos.

—¿Eso es lo que piensa? ¿Qué elamor debería ser obvio y claro?

—¿Quién ha hablado de amor? —su voz sonó ligeramente cruel, lo quelamentó, pero seguramente ella entendíaque aquella era una conversacióninsostenible.

—Hmmm.Tuvo la desagradable sensación de

que lo había juzgado, y de que habíasalido perdiendo. Una conclusión quefue reforzada cuando volvió su atenciónal libro que tenía en el regazo.

Y allí se sentó, como un completoidiota, simplemente mirándola leer sulibro, intentando idear algún tipo decomentario ingenioso.

Ella levantó la vista, su cara

irritantemente plácida.—¿Tiene planes para esta tarde?—Ninguno. —Contestó

bruscamente, incluso aunque habíatenido la intención de darle un paseo asu caballo.

—Oh. Se espera que Winstonllegue pronto.

—Estoy informado.—Por eso hablábamos de él —

explicó, como si importase—. Va avenir para mi cumpleaños.

—Sí, por supuesto.Se inclinó hacia delante una vez

más. Qué dios lo ayudara.—¿Recuerda? —preguntó—.

Vamos a tener una comida familiarmañana por la noche.

—Por supuesto que me acuerdo —murmuró él, incluso aunque no seacordaba.

—Hmmm —murmuró ella— en fin,gracias por su opinión.

—Mi opinión —repitió. ¿De quédemonios hablaba ahora?

—Sobre Winston. Hay muchascosas a tener en cuenta, y de verdad quedeseaba su opinión.

—Bueno. Ahora ya la tiene.—Sí. —Ella sonrió—. Me alegro.

Porque siento un gran respeto haciausted.

De alguna forma estaba lograndohacerle sentir como si fuese algún tipode reliquia antigua.

—¿Siente un gran respeto hacia mí?

—las palabras se deslizarondesagradablemente de su lengua.

—Bueno, sí. ¿Creía que no?—Francamente, Miranda, la

mayoría del tiempo no tengo ni idea delo que piensa —le espetó.

—Pienso en usted.Los ojos de él volaron a los de

ella.—Y en Winston, claro. Y en

Olivia. Como si uno pudiese vivir en lamisma casa con ella y no pensar en ella.—Cerró el libro de golpe y se puso enpie—. Imagino que debería ir abuscarla. Ella y su madre no están deacuerdo sobre algunos vestidos queOlivia quiere encargar, y prometí

ayudarla en su causa.Se levantó y la escoltó hasta la

puerta.—¿En la de Olivia o en la de mi

madre?—Caramba, en la de su madre, por

supuesto —dijo Miranda riendo—. Soyjoven, pero no tonta.

Y con aquello, se marchó.

10 DE JUNIO DE1819

Tuve una extraña conversacióncon Turner esta tarde. No era miintención hacerle sentir celoso, aunquesupongo que podría interpretarse deesa forma, si alguien conociese missentimientos por él, lo que porsupuesto nadie hace.

Sin embargo, sí era mi intencióninspirar ciertas nociones de culpa en lorelacionado a Le Morte d’Arthur. Eneso, no creo que tuviese éxito.

Más entrada la tarde, Turner volvió

de montar por Hyde Park con su amigoLord Westholme, sólo para encontrar aOlivia merodeando por el salónprincipal.

—¡Chis! —dijo.Era suficiente para que a

cualquiera le picase la curiosidad, y poreso Turner fue inmediatamente a su lado.

—¿Por qué estamos tan callados?—preguntó, negándose a susurrar.

Ella le lanzó una mirada de enfado.—Estoy fisgoneando.Turner no podía imaginar a quién,

puesto que estaba acercándose concautela a la escalera que bajaba a lascocinas. Pero entonces lo oyó, el tonocantarín de una risa.

—¿Ésa es Miranda? —preguntó.

Olivia asintió.—Winston acaba de llegar, y han

ido escaleras abajo.—¿Por qué?Olivia lanzó un vistazo por el otro

lado de la esquina y se girórepentinamente para estar frente aTurner.

—Winston tenía hambre.Turner se quitó los guantes.—¿Y necesita que Miranda le dé

de comer?—No, han bajado a por galletas de

mantequilla de la señora Cook. Iba aunirme a ellos, ya que odio estar sola,pero ahora que estás aquí, creo quedejaré que seas tú quien me hagacompañía.

Turner lanzó una mirada hacia laparte de abajo del salón, incluso aunqueera imposible que viese a su hermano ya Miranda.

—Yo también estoy bastantehambriento —murmuró pensativo.

—Abstente —ordenó Olivia—.Necesitan tiempo.

—¿Para comer?Ella puso los ojos en blanco.—Para enamorarse.Había algo bastante mortificante en

recibir tal mirada de desdén de lahermana pequeña de uno, pero Turnerdecidió que tomaría, si no el caminomás largo, al menos uno intermedio, ypor eso le dirigió una mirada desuperioridad y le devolvió sucintamente:

—¿Y tienen la intención de hacertodo eso con las galletas y el té en unasola tarde?

—Es un comienzo —replicó Olivia—. No te veo hacer nada para fomentarla pareja.

Aquello, pensó Turner coninesperada contundencia, era porquecualquier idiota podía ver que iba a serun pésimo casamiento. Quería mucho aWinston, y lo tenía en tan alta estimacomo cualquiera pudiese tener a unchico de veinte años, pero estaba claroque era el hombre equivocado paraMiranda. Era verdad que sólo la habíallegado a conocer bien esas pocassemanas pasadas, pero incluso él podíaver que ella era madura para su edad.

Necesitaba a alguien que fuese másmaduro, mayor, que supiera apreciar susmagníficas cualidades. Alguien quepudiese tener mano firme cuando sucarácter hiciese una de sus rarasapariencias.

Winston, suponía, podría ser esehombre... en diez años.

Turner miró a su hermana y dijo,con firmeza:

—Necesito comida.—¡Turner, no! —Pero Olivia no

pudo detenerlo. Cuando lo intentó, él yaestaba a medio camino del vestíbulo.

Los Bevelstoke siempre habíanllevado una casa relativamente informal,al menos cuando no entretenían ainvitados, y por eso, ninguno de los

sirvientes se sintió particularmentesorprendido cuando Winston habíaasomado la cabeza por la cocina,ablandando a la cocinera con su dulzura,con su expresión de cachorrito, y luegose había dejado caer en la mesa conMiranda para esperar mientras lacocinera preparaba con rapidez algunasde sus más famosas galletas demantequilla. Las acababa de dejar sobrela mesa, aún humeantes y oliendo agloria, cuando Miranda oyó un audibleportazo tras ella.

Se giró, parpadeando, para ver aTurner de pie en la base de lasescaleras, con apariencia de libertino,avergonzado, y totalmente adorable,todo a la vez. Suspiró. No pudo evitarlo.

—Bajé las escaleras de dos en dos—explicó, aunque ella no estabatotalmente segura de la importancia deaquello.

—Turner —gruñó Winston,demasiado ocupado comiéndose sutercera galleta como para darle labienvenida de forma más elocuente.

—Olivia me dijo que estabais aquí—dijo Turner—. Llegué en buenmomento. Estoy famélico.

—Tenemos un plato de galletas, siquiere. —Dijo Miranda, haciendo unademán hacia el plato que estaba sobrela mesa.

Turner se encogió de hombros y sesentó a su lado.

—¿Las hizo la señora Cook?

Winston asintió.Turner cogió tres, luego se giró

hacia la cocinera con la mismaexpresión de cachorro que Winstonhabía adoptado antes.

—Oh, muy bien —resopló,adorando claramente la atención—.Haré más.

Justo entonces Olivia apareció enla entrada, los labios apretados mientrasfulminaba con la mirada a su hermanomayor.

—Turner —dijo con voz irritada—. Te dije que quería enseñarte elnuevo, er, libro que tengo.

Miranda ahogó un gemido. Le habíadicho a Olivia que dejase de intentarforzar la unión.

- Turner —dijo Olivia con losdientes apretados.

Miranda decidió que si Olivia lepreguntaba alguna vez por aquello, lediría que simplemente no se habíapodido contener, así que alzó la vista,sonrió dulcemente, y preguntó.

—¿Y qué libro sería?Olivia la fulminó con la mirada.—Ya sabes cuál.—¿Podría ser ése que habla del

Imperio Otomano, o el que va sobretramperos en Canadá, o aquél que hablade la filosofía de Adam Smith?

—El del Smith ese —contestóbruscamente Olivia.

—¿En serio? —preguntó Winston,girándose hacia su gemela con renovado

interés—. No tenía ni idea de que tegustaran ese tipo de cosas. Este añoleímos La Riqueza de las Naciones. Esuna mezcla bastante interesante defilosofía y economía.

Olivia sonrió apretadamente.—Estoy segura de que sí. Me

aseguraré de darte mi opinión una veztermine de leerlo.

—¿Hasta dónde has leído? —Preguntó Turner.

—Sólo unas pocas páginas.O al menos eso fue lo que Miranda

creyó oír. Era difícil estar segura debidoa lo apretado de los dientes de Olivia.

—¿Quieres una galleta, Olivia? —preguntó Turner, y luego le sonrió demanera fugaz y burlona a Miranda, como

diciendo: Los dos estamos juntos enesto.

Parecía un jovencito. Lucía joven.Parecía... feliz.

Y Miranda se derritió.Olivia cruzó la habitación y se

sentó al lado de Winston, pero por elcamino se inclinó y le susurró en laoreja a Miranda:

—Estaba intentando ayudarte.Sin embargo, Miranda aún se

estaba recuperando de la sonrisa deTurner. Sentía como si el estómago se lehubiese caído a los pies, la cabeza ledaba vueltas, y parecía como si sucorazón estuviese latiendo en unasinfonía completa. O bien estabaenamorada o había pillado la gripe.

Echó una mirada furtiva al cinceladoperfil de Turner y suspiró.

Todos los signos apuntaban haciael amor.

—Miranda. ¡Miranda!Alzó la vista hacia Olivia, quién

decía su nombre impacientemente.—Winston quiere conocer mi

opinión sobre Las Riquezas de lasNaciones cuando acabe de leerlo. Ledije que tú lo leerías conmigo. Estoysegura de que podremos conseguir otracopia.

—¿Qué? Oh, sí, de acuerdo, meencantará leerlo. —Fue sólo cuando viola sonrisa de satisfacción de Olivia queMiranda se dio cuenta de a lo queacababa de acceder.

—Vaya, Miranda —dijo Winston,inclinándose sobre la mesa y dándolegolpecitos en la mano con la suya—.Tienes que contarme cuánto hasdisfrutado la temporada.

—Estas galletas están deliciosas—declaró Turner en voz alta, alargandola mano para coger una—. Perdóname,Winston, ¿podrías mover el brazo? —Winston devolvió el brazo a su antiguaposición, y Turner cogió una galleta y sela metió con rapidez en la boca. Sonrióampliamente—. ¡Maravillosas comosiempre, señora Cook!

—Te prepararé otro plato para tien sólo unos minutos —le aseguró ella,radiante ante el halago.

Miranda esperó a que terminara el

intercambio y entonces le dijo aWinston.

—Ha sido adorable. Simplementeme hubiese gustado que hubieses estadoaquí más a menudo para disfrutarla connosotros.

Winston se giró hacia ella con unaperezosa mirada que debería haberlehecho dar un salto el corazón.

—Al igual que yo —dijo— perome quedaré durante la mayor parte delverano.

—No tendrás mucho tiempo paralas damas, me temo —interpuso Turneramablemente—. Por lo que recuerdo,mis vacaciones de verano las pasaba dejuerga con los amigos. Era enormementedivertido. No querrás perdértelo.

Miranda lo miró de forma rara.Turner sonaba casi demasiado alegre.

—Estoy seguro de que lo fue —contestó Winston—. Pero también megustaría ir a algunos de los eventos de lasociedad.

—Buena idea —dijo Olivia—.Querrás adquirir un poco de saber estarentre la sociedad.

Winston se giró hacia ella.—Tengo suficiente saber estar,

muchas gracias.—Por supuesto que sí, pero no hay

nada como la experiencia real para, er,refinar a un hombre.

Winston se sonrojó.—Tengo experiencia, Olivia.Los ojos de Miranda se abrieron

como platos.Turner se puso de pie en un único y

fluido movimiento.—Creo que esta conversación se

está deteriorando con rapidez hasta unnivel nada adecuado para oídos tiernos.

Winston pareció como si hubiesequerido decir algo más, pero por suertepara la paz familiar, Olivia unió lasmanos con un alentador:

—¡Bien dicho!Pero Miranda la conocía

demasiado como para confiar en ella, almenos cuando se trataba de hacer decasamentera. Y era seguro que pronto seencontraría siendo la receptora final dela sonrisa más taimada de Olivia.

—Miranda —dijo, casi demasiado

encantadora.—Er, ¿sí?—¿No me dijiste que querías llevar

a Winston a aquella tienda de guantesque vimos la semana pasada? Tienen losguantes mejor hechos que he visto —continuó Olivia, dirigiendo elcomentario hacia Winston—. Tanto parahombre como para mujer. Pensamos quequizás necesitarías un par. Noestábamos seguras de que tipo decalidad era la que se encontraba enOxford, ¿sabes?

Era un tipo de discurso poco sutil,y Miranda estaba segura de que Olivialo sabía. Lanzó una mirada furtiva aTurner, quién estaba observando elprocedimiento con un aire de diversión.

O quizás era disgusto. A veces eradifícil discernirlo.

—¿Qué dices, querido hermano?—dijo Olivia con su voz másencantadora—. ¿Iremos?

—No puedo pensar en nada que meapetezca más.

Miranda abrió la boca para deciralgo, entonces vio la futilidad de hacerloy la cerró. Iba a matar a Olivia. Iba adeslizarse en su dormitorio y matar a laentrometida chica. Pero por ahora, suúnica opción era decir que sí. Nodeseaba hacer nada que pudiese llevar aWinston a creer que tenía sentimientosrománticos hacia él, pero sería el colmode la insensibilidad intentar zafarse delpaseo justo frente a él.

Y por eso, cuando se dio cuenta deque tres pares de ojos estabanconcentrados y expectantes en ella, nopudo más que decir:

—Podemos ir hoy. Seríaestupendo.

—Iré con vosotros —anuncióTurner, poniéndose decisivamente depie.

Miranda se giró hacia élsorprendida, al igual que Olivia yWinston. Turner nunca había mostradointerés en acompañarlos a ninguna desus salidas cuando estaban enAmbleside, y en realidad, ¿por quédebería haberlo hecho? Era nueve añosmayor que ellos.

—Necesito un par de guantes —

dijo simplemente, sus labios se curvaronligeramente como si dijese: ¿Por quéotra razón iría?

—Por supuesto —dijo Winston,aún parpadeando ante la inesperadaatención por parte de su hermano mayor.

—Muy bien por tu parte elsugerirlo —dijo Turner bruscamente—.Gracias, Olivia.

Ella no pareció alegrarsedemasiado.

—Será genial que nos acompañes—dijo Miranda, quizás un poco másentusiasta de lo que había sido suintención—. No te importa, ¿verdad,Winston?

—No, claro que no. —Pero parecíacomo si le importara. Al menos un poco.

—¿Has terminado con tu leche y tusgalletas, Winston? —preguntó Turner—.Deberíamos ponernos en camino. Parececomo si fuese a nublarse esta tarde.

Winston alargó la mano tercamentepara coger otra galleta, la mayor de lamesa.

—Podemos llevar un carruajecerrado.

—Iré a buscar mi abrigo —dijoMiranda, poniéndose de pie—. Vosotrosdos podéis decidir el carruaje y eso.¿Nos encontramos en el salón? ¿Enveinte minutos?

—Te acompañaré escaleras arriba—dijo rápidamente Winston—.Necesito coger algo de mi maleta deviaje.

La pareja abandonó la cocina, yOlivia se giró enseguida hacia Turnercon una expresión que era positivamentefelina.

—¿Qué pasa contigo?La miró de manera insulsa.—¿Disculpa?—He estado trabajando con cada

aliento de mi cuerpo para que esos dosformen pareja, y lo estás arruinandotodo.

—No te pongas dramática —dijocon un breve movimiento de cabeza—.Sólo voy a comprar guantes. Nodetendrá una boda, si de verdad hayalguna inminente.

Olivia frunció el ceño.—Si no te conociese bien, pensaría

que estás celoso.Por un momento, Turner no pudo

hacer otra cosa que mirarla. Y entoncesencontró el sentido común —y la voz—y le dijo bruscamente:

—Bueno, me conoces bien. Así quete agradecería que no hiciesesacusaciones infundadas.

Celoso de Miranda. Buen dios,¿qué sería la siguiente cosa en quepensaría Olivia? Ella se cruzó debrazos.

—Bueno, ciertamente estabasactuando de forma extraña.

Durante toda su vida, Turner habíatratado a su joven hermana de diferentesmaneras. En general, de formabenignamente descuidada. A veces,

adoptaba un rol más amistoso,sorprendiéndola con regalos y halagoscuando era conveniente para él hacerlo.Pero la distancia entre las edades habíaasegurado que nunca la tratara como auna igual, que nunca le hablase sinprimero considerarla una niña.

Pero ahora, al haberlo acusado deaquello, de desear a Miranda, de todaslas cosas, arremetió contra ella sinmedir sus palabras, sin reducir sumagnitud ni sus sentimientos. Y su vozfue ruda, cortante y afilada cuando dijo:

—Si miraras más allá de tu propiodeseo de tener a Mirandaconstantemente a tu disposición, veríasque ella y Winston son extremadamenteincompatibles.

Olivia jadeó ante el inesperadoataque, pero se recuperó con rapidez.

—¿A mi disposición? —repitiófuriosa—. ¿Ahora quién haceacusaciones infundadas? Sabes tan biencomo cualquiera que adoro a Miranda yno quiero más que su felicidad. Además,le falta belleza y una dote, y...

—Oh, por el amor de... —Turnercerró la boca con fuerza antes demaldecir delante de su hermana—. Lamenosprecias —le espetó.

¿Por qué la gente insistía en ver aMiranda como la desgarbada muchachaque había sido? Quizás no se ajustaba alactual estándar de belleza de lasociedad como Olivia, pero tenía algomucho más profundo e interesante. Uno

podía mirarla y saber que había algodetrás de sus ojos. Y cuando sonreía, noera algo practicado, no era de maneraburlona, oh, muy bien, a veces sí era deforma burlona, pero podía aceptarlo, yaque poseía exactamente el mismosentido del humor que él. Y realmente,atrapados en Londres para la temporadacomo estaban, estaban obligados aencontrarse con un montón de cosasdignas de burla.

—Winston sería una excelentepareja para ella —continuó Olivia convehemencia—. Y ella para... —sedetuvo, jadeó, y se colocó la mano confuerza sobre la boca.

—Oh, ¿y ahora qué? —dijo Turnerirritado.

—Esto no es por Miranda,¿verdad? Es por Winston. No crees queella sea lo suficientemente buena paraél.

—No —replicó, instantáneamentecon una extraña y casi indignada voz—.No —volvió a decir, midiendo esta vezlas palabras con más cuidado—. Nadapodría estar más lejos de la realidad.Son demasiado jóvenes para casarse.Especialmente Winston.

Olivia se sintió inmediatamenteofendida.

—Eso no es verdad, somos...—Es demasiado joven —la cortó

con frialdad—, y no necesitas mirar másallá de esta habitación para ver por quéun hombre no debería casarse tan joven.

No lo entendió en el acto. Turnervio el momento exacto en que sí, vio lacomprensión, y luego la compasión.

Y él odiaba la compasión.—Lo siento. —Dejó escapar

Olivia. Las dos palabras le garantizaronque volverían a colocarlo una vez mássobre el borde. Y entonces volvió adecir—. Lo siento.

Y huyó.

Miranda había estado esperando enel salón rosado durante varios minutoscuando apareció una criada en la entraday dijo:

—Le pido me disculpe, señorita,pero Lady Olivia me ha pedido que lediga que no bajará.

Miranda dejó en su sitio la figurillaque había estado examinando y miró a lacriada con sorpresa.

—¿Se siente indispuesta?La criada pareció vacilar, y

Miranda no deseó ponerla en unaposición difícil cuando simplementepodía ir a ver a Oliva ella misma, asíque dijo:

—No importa. Se lo preguntaré yomisma.

La criada se inclinó en unareverencia, y Miranda se volvió hacia lamesa que estaba a su lado paraasegurarse de que había devuelto lafigurita de regreso a su antigua posición,entonces, lanzándole un último vistazo—sabía que a Lady Rudland le gustaba

que hiciese gala de su curiosidad perodejando las cosas en su sitio— caminóhacia la puerta.

Y chocó contra un largo cuerpomasculino.

Turner. Lo supo incluso antes deque hablase. Podría haber sido Winston,o un lacayo, o podría haber sido —quedios la ayudase, qué vergüenza— LordRudland, pero no lo era. Era Turner.Conocía su olor. Conocía el sonido desu aliento.

Sabía cómo se sentía el aire a sualrededor cuando estaba cerca de él.

Y fue entonces cuando supo, contotal seguridad, que aquello era amor.

Era amor, y era el amor de unamujer por un hombre. La jovencita que

había pensando en él como en uncaballero de brillante armadura ya noestaba. Ahora era una mujer. Conocíasus fallos y veía sus defectos, y aún asílo quería.

Lo amaba, y quería sanarlo, yquería...

No sabía lo que quería. Lo queríapor completo. Lo quería todo. Ella...

—¿Miranda?Las manos de él estaban todavía en

sus brazos. Levantó la vista, inclusoaunque sabía que sería casi insoportableenfrentarse con el azul de sus ojos.Sabía lo que no vería allí.

Y no lo vio. No había amor, nirevelación. Pero parecía extraño,diferente.

Y ella sintió calor.—Lo siento —tartamudeó, tirando

para apartarse—. Debería tener máscuidado.

Pero no la liberó. No de inmediato.La estaba mirando, a su boca, y Mirandapensó por un adorable y bendito segundoque quizás quería besarla. Contuvo elaliento, y entreabrió los labios, y...

Y entonces todo se acabó.Él se alejó.—Mis disculpas —dijo, con

apenas inflexión de ningún tipo—.También yo debería tener más cuidado.

—Iba a buscar a Olivia —dijo,sobre todo porque no tenía ni idea dequé más decir—. Me acaba de mandar adecir que no bajará.

La expresión de él cambió, sólo losuficiente y con el suficiente cinismocomo para que supiese que sabía quealgo iba mal.

—Déjala —dijo—. Estará bien.—Pero...—Por una vez —dijo cortante—,

deja que Olivia se encargue de suspropios problemas.

Los labios de Miranda se abrieroncon sorpresa ante su tono. Pero se libróde tener que responder gracias a lallegada de Winston.

—¿Preparados para irnos? —preguntó jovialmente, completamenteinconsciente de la tensión en lahabitación—. ¿Dónde está Olivia?

—No va a venir —dijeron Miranda

y Turner al unísono.Winston miró a uno y luego al otro,

ligeramente desconcertado por surespuesta colectiva.

—¿Por qué? —preguntó.—No se siente bien —mintió

Miranda.—Qué le vamos a hacer —dijo

Winston, sin sonar particularmentetriste. Sostuvo el brazo en alto paraMiranda—. ¿Vamos?

Miranda miró a Turner.—¿Aún vas a venir?—No. —Y ni siquiera tardó más de

dos segundos en responder.

11 DE JUNIO DE1819

Hoy fue mi cumpleaños,encantador y extraño.

Los Bevelstoke celebraron unacena familiar en mi honor. Fuerealmente dulce y amable,especialmente ya que mi propio padreprobablemente se ha olvidado de quehoy es otra cosa aparte del día en quecierto estudioso griego realizó uncierto cálculo especial matemático oalguna otra Cosa Muy Importante.

De parte de Lord y Lady Rudland:un hermoso par de zarcillos color

verde mar. Sé que no debería aceptaralgo tan caro, pero no podía armar unescándalo en la mesa y de hecho dije:“No puedo...” (si bien con algo de faltade convicción) y fui categóricamenteacallada.

De parte de Winston: un conjuntode preciosos pañuelos.

De parte de Olivia: una caja deescritorio, con mi nombre grabado.Adjuntó una pequeña nota queadvertía: “Sólo para ti”, y decía,“¡Espero que no puedas usar estodurante demasiado tiempo!”. Lo queclaramente significaba que esperabaque mi nombre pronto fuese Bevelstoke.

No hice comentariosY de parte de Turner, una botella

de perfume. Violetas. Inmediatamentepensé en el lazo violeta que me colocóen el cabello cuando tenía diez años,pero por supuesto no se habráacordado de una cosa así. No dije nadasobre ello; habría sido demasiadoembarazoso revelar algo tansentimental. Pero creo que es un regalomuy dulce y encantador.

No parece que pueda dormir. Hanpasado diez minutos desde que escribíla frase anterior, y aunque bostezo confrecuencia, no siento los párpados niun poco pesados. Creo que bajaré a lacocina para ver si puedo conseguir unvaso de leche caliente.

O quizás no iré a la cocina. No es

probable que haya nadie abajo que mepueda ayudar, y aunque soyperfectamente capaz de calentarmealgo de leche, es probable que el cheftenga palpitaciones cuando vea quealguien ha usado una de las cazuelassin su conocimiento. Y lo que es másimportante, ya tengo veinte años. Siquiero puedo tomarme un vaso de jerezpara que me ayude a dormir.

Creo que eso es lo que haré.

CAPÍTULO 7

Habiendo terminado una vela ydespués de tres vasos de brandy, Turnerse encontraba sentado en la penumbradel estudio de su padre, mirando através de la ventana, escuchando elcrujido de las hojas de un árbol cercanoque, azotadas por el viento, golpeaban elvidrio.

Aburrido, tal vez, pero justo en esemomento se aferraba al aburrimiento.Algo aburrido era precisamente lo quedeseaba después de un día como el quehabía tenido.

Primero fue Olivia, acusándolo dedesear a Miranda. Luego fue Miranda, y

él había...Dios querido, la había deseado.Sabía el momento exacto en el que

lo comprendió. No fue cuando chocócontra él. No fue cuando le rodeó conlas manos la parte superior de losbrazos para estabilizarla. Se habíasentido bien, sí, pero no lo había tomadoen cuenta. No de esa forma.

El momento... el momento que muyprobablemente fue su perdición habíaocurrido medio segundo más tarde,cuando ella levantó la vista.

Fueron sus ojos. Siempre habíansido sus ojos. Sencillamente había sidodemasiado estúpido para darse cuentade ello.

Y mientras permanecían allí,

durante lo que pareció una eternidad,sintió cómo cambiaba. Sintió que sucuerpo se enrollaba y que su respiracióncesaba, todo al mismo tiempo, y luegoapretó los dedos y los ojos de ella... seagrandaron más aún.

Y la deseó. La deseó como nuncase hubiera podido imaginar, de unaforma que no era ni apropiada ni buena.

Nunca había estado tan enfadadoconsigo mismo.

No la amaba. No podía amarla.Estaba bastante seguro que no podíaamar a nadie, no después de la muerteque Leticia había labrado en su corazón.Era lujuria, pura y simple, y era lujuriapor la mujer que probablemente fuera lamenos conveniente de toda Inglaterra.

Se sirvió otro trago. Decían que loque no mataba a un hombre lo fortalecía,pero esto...

Esto iba a matarlo.Y entonces, cuando estaba allí

sentado, pensando en su propiadebilidad, la vio.

Era una prueba. Sólo podía tratarsede una prueba. Alguien en algún lugarestaba decidido a probar su templecomo caballero, y él iba a fallar.Trataría, se contendría tanto tiempocomo le fuera posible, pero muyprofundamente en su interior, en unpequeño rincón de su alma que no teníaun interés particular en examinar, losabía. Fallaría.

Se movía como un fantasma, casi

brillando vestida con algún tipo deondulante camisón blanco. Era liso y dealgodón y estaba seguro que erarecatado, apropiado y perfectamentevirginal.

Hizo que se desesperara por ella.Se aferró a los costados del sillón

y se sostuvo con todas sus fuerzas.Cuando Miranda entró en el estudio

de Lord Rudland, se sentía un pocointranquila, pero no había encontrado loque estaba buscando en el salón rosa, ysabía que tenía una botella en un estantecercano a la puerta. En menos de unminuto podría entrar y salir; seguro queunos meros segundos no constituían unainvasión a la privacidad.

—Entonces, ¿dónde están esos

vasos? —murmuró, dejando la vela enla mesa—. Aquí están. —Encontró labotella de jerez y se sirvió un poco.

—Espero que no esté habituándosea esto —dijo una voz pausada.

El vaso se deslizó de sus dedos yaterrizó en el suelo con un fuerteestrépito.

—Tsk, tsk, tsk.Siguió la voz hasta que lo vio a él,

sentado en un sillón orejero, con lasmanos extrañamente aferradas a losbrazos del mismo. La luz era tenue, peroaún así, podía ver la expresión de surostro, sarcástica y seca.

—¿Turner? —susurró tontamente,como si quizás fuera posible que setratara de otra persona.

—El mismo.—Pero, qué está... ¿Por qué está

aquí? —Avanzó un paso—. ¡Ouch! —Una astilla de cristal le perforó la pielde la planta del pie.

—Pequeña tonta. Bajar descalza.—Se levantó del sillón y atravesó lahabitación a zancadas.

—No tenía planeado romper unvaso —respondió Miranda a ladefensiva, inclinándose y sacándose laastilla.

—No importa. Cogerá un resfriadode muerte correteando por ahí de esaforma. —La levantó en brazos y laapartó de los vidrios rotos.

En ese momento a Miranda se lecruzó por la mente que estaba más cerca

del cielo de lo que jamás había estadoen su corta vida. Su cuerpo era cálido, ypodía sentir el calor fluyendo a travésdel camisón. Le cosquilleaba la piel porsu cercanía, y el aliento comenzó asalirle en pequeños y anómalos jadeos.

Era su aroma. Debía ser eso. Nuncaantes había estado tan cerca de él, nuncalo suficientemente cerca como para olersu esencia extraordinariamentemasculina. Olía como madera caliente ybrandy, y un poco de algo más, algo queno podía precisar exactamente. Algo queera sencillamente Turner. Aferrándose asu cuello, se permitió acercar la cabezaa su pecho sólo lo justo como parapoder inhalar profundamente su aromauna vez más.

Y entonces, cuando estabaconvencida de que la vida era lo másperfecta que se podía pedir, la tiróbruscamente en el sofá.

—¿Por qué hizo eso? —Lepreguntó, luchando para sentarsederecha.

—¿Qué está haciendo aquí?—¿Qué está haciendo usted aquí?Se sentó en una mesa baja enfrente

de ella.—Yo pregunté primero.—Parecemos un par de niños —

dijo, sentándose sobre las piernas. Perono obstante, le respondió. Parecíaabsurdo discutir sobre semejante asunto—. No podía dormir. Pensé que un vasode jerez podría ayudarme a conseguirlo.

—Porque ha llegado a la madura yanciana edad de veinte años —dijo él enson de burla.

Pero ella no mordió el anzuelo.Sólo inclinó la cabeza con un graciosomovimiento de reconocimiento y dijo:

- Exactamente.Él se rió.—Pues, no faltaría más, permítame

asistirla en su caída. —Se puso de pie ycaminó hacia el cercano mueble—. Perosi va a beber, entonces, por Dios, hágaloadecuadamente. Un brandy es lo quenecesita, preferentemente del francésque se obtiene de contrabando.

Miranda lo observó mientrastomaba dos copas del estante y las poníasobre la mesa. Sus manos eran firmes

y... —¿las manos podían ser hermosas?— al servir dos considerables medidas.

—Cuando era pequeña, mi madre,ocasionalmente, me daba brandy.Cuando me pescaba la lluvia —explicó—. Sólo un traguito para calentarme.

Turner se volvió a mirarla, aunqueestaba oscuro sentía que sus ojos laperforaban.

—¿Tiene frío ahora?—No. ¿Por qué?—Está temblando.Miranda bajó la vista a sus brazos

traidores. Estaba temblando, pero noera el frío lo que lo causaba. Se abrazóa si misma, con la esperanza de que nosiguiera con el tema.

Él volvió a su lado y le entregó el

brandy, su cuerpo imbuido de una enjutaelegancia masculina.

—No lo tome de un trago.Antes de tomar un sorbo, Miranda

le lanzó una mirada extremadamenteirritada por el tono de condescendenciaque había en su voz.

—¿Por qué está usted aquí? —Lepreguntó.

Se sentó enfrente de ella yperezosamente apoyó un tobillo sobre larodilla opuesta.

—Tenía que discutir unos asuntosde la heredad con mi padre, así que meinvité a mi mismo a compartir un tragocon él después de la comida. Nunca mefui.

—¿Y ha estado aquí sentado solo

en la oscuridad?—Me gusta la oscuridad.—A nadie le gusta la oscuridad.Se rió con ganas, haciéndola sentir

terriblemente inmadura y joven.—Ah, Miranda —dijo, aún

riéndose—. Gracias por eso.Ella entrecerró los ojos.—¿Cuánto ha bebido?—Una pregunta muy impertinente.—Ajá, así que ha tomado

demasiado.Él se inclinó hacia delante.—¿A usted le parece que estoy

borracho?Ella se alejó involuntariamente, no

estando preparada para la intensidad desu mirada.

—No —dijo lentamente—. Perousted es mucho más experimentado queyo, y me imagino que sabe cómo beber.Probablemente pueda beber ocho vecesmás que yo sin que se le note enabsoluto.

Turner rió ásperamente.—Muy cierto, todo lo que dijo. Y

usted, querida niña, debería aprender apermanecer apartada de hombres queson “mucho más experimentados” queusted.

Miranda tomó otro sorbo de subebida, resistiendo apenas el impulso debajársela de un trago. Pero la quemaría,y seguramente se atragantaría, y luego élse echaría a reír.

Y ella se querría morir de

vergüenza.Había estado de malhumor toda la

velada. Cortante y burlón cuandoestaban a solas, y silencioso y desabridocuando no lo estaban. Maldijo sutraicionero corazón por amarlo tanto;hubiera sido mucho más fácil adorar aWinston, cuya sonrisa era alegre yabierta, y que se había mostradoencantador con ella toda la noche.

Pero no, lo deseaba a él. Turner,cuyos humores eran como el mercurio, yen un momento estaba riendo ybromeando con ella, y al siguiente latrataba como si la odiara.

El amor era para los idiotas. Lostontos. Y ella era la mayor tonta detodos.

—¿En que está pensando? —ledemandó él.

—En su hermano —le dijo, sólopara ser perversa. De todas formas, eraun poco cierto.

—Ah —dijo él, añadiendo másbrandy a su copa—. Winston. Buenapersona.

—Sí —contestó. Un pocodesafiante.

—Alegre.—Encantador.- Joven.Se encogió de hombros.—Yo también lo soy. Tal vez

seamos una buena pareja.No dijo nada. Ella terminó su

bebida.

—¿No está de acuerdo? —lepreguntó.

Él siguió sin hablar.—Acerca de Winston —lo

presionó—. Es su hermano. Quiere quesea feliz ¿verdad? ¿Piensa que seríabuena para él? ¿Piensa que podríahacerlo feliz?

—¿Por qué me está preguntandoeso? —le preguntó él, con la voz baja ycasi ajena en el silencio de la noche.

Miranda se encogió de hombros,luego deslizó el dedo dentro de la copapara recoger las últimas gotas. Despuésde lamerse la piel, levantó la vista.

—A su servicio —murmuró él, y lesirvió dos dedos más de brandy en lacopa.

Miranda asintió a forma deagradecimiento y luego contestó supregunta.

—Quiero saber —dijosencillamente—, y no sé a quien máspreguntarle. Olivia está tan ansiosa deverme casada con Winston, que dirácualquier cosa que piense que mellevará más rápidamente al altar.

Esperó, contando los segundoshasta que él habló. Uno, dos, tres... yluego tomó aliento entrecortadamente.

Fue casi como una rendición.—No lo sé, Miranda. —Sonaba

cansado, afligido—. No veo razón paraque no lo haga feliz. Haría feliz acualquier hombre.

¿Hasta a usted? Miranda se moría

por decir esas palabras, pero en cambiopreguntó.

—¿Piensa que él me hará feliz?Le tomó aún más tiempo responder

esa pregunta. Y luego finalmente, en untono lento y mesurado dijo:

—No estoy seguro.—¿Por qué no? ¿Que hay de malo

con él?—No tiene nada de malo. Es

simplemente que no estoy seguro de quevaya a hacerla feliz.

—Pero, ¿por qué? —Estaba siendoimpertinente, lo sabía, pero si podíahacer que Turner le dijera por quéWinston no la haría feliz, tal vez sediera cuenta de por qué él sí loconseguiría.

—No lo sé, Miranda. —Se pasó lamano por el cabello hasta que losmechones dorados quedaron en unángulo desmañado—. ¿Es necesario quetengamos esta conversación?

—Sí —dijo ella con intensidad—.Sí.

—Muy bien. —él se inclinó haciadelante, entrecerrando los ojos comopara prepararla para darle noticiasdesagradables—. No entra dentro de losmodelos de hermosura que la sociedadestima actualmente para ser consideradabella, es demasiado sarcástica por nodecir más y no le gusta particularmentesostener una conversación educada.Francamente, Miranda, no puedoimaginarla deseando un típico

casamiento social.Ella tragó con fuerza.—¿Y?Él apartó la vista por un largo

minuto antes de volverse finalmente amirarla de frente.

—Y la mayoría de los hombres nola apreciarían. Si su esposo trata deamoldarla a algo que no es, seráespectacularmente infeliz.

Hubo una corriente eléctrica en elaire, y Miranda fue bastante incapaz desacarle los ojos de encima.

—¿Y cree usted que ahí afuerahabrá alguien capaz de apreciarme? —Susurró.

La pregunta colgó pesadamente enel aire, hipnotizándolos a los dos hasta

que Turner finalmente contestó.—Sí.Pero sus ojos bajaron hacia la

copa, y luego acabó el resto del brandy.Su mirada era la de un hombresatisfecho por la bebida, no la de unhombre concentrado en el amor y elromance.

Ella apartó la vista. El momento —si alguna vez hubo uno, si no había sidosólo producto de su imaginación—había pasado, y el silencio que siguió nofue un silencio cómodo. Era embarazosoy torpe, y ella se sintió avergonzada ytorpe, y así, ansiosa por llenar ladistancia entre ellos, balbuceó laprimera cosa trivial que se le pasó porla mente.

—¿Piensa asistir al baile de losWorthington la semana entrante?

Él se volvió, una de sus cejasenarcada a modo de interrogación por suinesperada pregunta.

—Es probable.—Me gustaría que lo hiciera.

Siempre tiene la amabilidad de bailarconmigo dos veces. Si no fuera así mefaltarían muchas parejas. —Estababalbuceando, pero no estaba segura deque le importara. En cualquier caso, noparecía capaz de detenerse—. SiWinston pudiera ir, no lo necesitaría,pero tengo entendido que él tiene queregresar a Oxford por la mañana.

Turner la miró extrañamente. Noera una verdadera sonrisa, y no era una

burla, y ni siquiera era un gesto irónico.Miranda odiaba que fuera taninescrutable; no le daba absolutamenteninguna señal de cómo proceder. Perode todas formas siguió. A esas alturas,¿qué tenía que perder?

—¿Irá? —Preguntó—. Loapreciaría mucho.

La miró por un momento, y luegodijo:

—Allí estaré.—Gracias. Le estoy muy

agradecida.—Es un placer ser de utilidad —

dijo él con sequedad.Ella asintió, sus movimientos

guiados más por una energía nerviosaque por cualquier otra cosa.

—Sólo debe bailar conmigo unavez, si eso es todo lo que puede tolerar.Pero si lo hiciera al principio, loapreciaría. Otros hombres parecenseguir su ejemplo.

—Extraño como pueda parecer —murmuró él.

—No es tan extraño —dijoMiranda dedicándole el encogimiento deun solo hombro. Estaba comenzando asentir los efectos del alcohol. Aún noestaba desequilibrada, pero se sentíabastante caliente, tal vez un pocoatrevida—. Usted es bastante apuesto.

Turner pareció no saber quéresponder. Miranda se felicitó a simisma. Era muy raro ingeniárselas paradesconcertarlo.

El sentimiento fue impetuoso, asíque tomó otro trago de su brandy, y estavez tuvo cuidado de dejarlo deslizarselentamente por la garganta, y dijo:

—Es bastante parecido a Winston.—Discúlpeme.Su tono fue escarpado, y

probablemente ella debería haberlotomado como una advertencia, peroparecía no ser capaz de salir del pozoque se estaba cavando rápidamente a sualrededor.

—Bueno, ambos tienen ojos azulesy cabello rubio, aunque supongo que elde él es un poco más claro. Y también supostura es similar, aunque...

—Es suficiente, Miranda.—Oh, pero...

—Dije que es suficiente.Se calló ante el tono cáustico,

luego murmuró:—No hay necesidad de sentirse

ofendido.—Ha bebido demasiado.—No sea tonto. No estoy para nada

borracha. Estoy segura que usted hatomado diez veces más que yo.

Él la miró con una engañosa miradaindolente.

—Eso no es del todo cierto, perocomo dijo antes, tengo mucha másexperiencia que usted.

—Yo dije eso, ¿verdad? Creo quetenía razón. No creo que esté ni unpoquito borracho.

Él inclinó la cabeza y le dijo con

suavidad.—Borracho no. Sólo un poquito

atolondrado.—Atolondrado, ¿eh? —Murmuró

ella, probando la palabra en la lengua—. Que descripción más interesante.Creo que yo también estoy atolondrada.

—Ciertamente debe estarlo, o sehabría ido de vuelta a la planta alta en elmomento que me vio.

—Y no lo hubiera comparado conWinston.

Sus ojos brillaron con un color azulacerado.

—Definitivamente no hubierahecho eso.

—No le molesta, ¿verdad?Hubo un largo y mortal silencio, y

por un momento Miranda pensó quehabía ido demasiado lejos. ¿Cómo podíahaber sido tan tonta, tan engreída parapensar que él podría desearla? ¿Por quéen nombre de Dios le importaría a élque ella lo comparara con su hermanomenor? Para él, no era más que una niña,la pequeña niña rústica con la que habíahecho amistad porque le daba lástima.Nunca debería haber soñado que tal vezalgún día llegara a encariñarse con ella.

—Discúlpeme —musitó,poniéndose torpemente de pie—, mesobrepasé. —Y luego, como todavíaestaba allí, se terminó el resto delbrandy y salió corriendo hacia la puerta.

—¡Aaaah!—¿Qué demonios? —Turner se

puso de pie de un salto.—Me olvidé de los vidrios —

lloriqueó—. Los vidrios rotos.—Oh, Cristo, Miranda, no llore. —

Caminó rápidamente atravesando lahabitación y por segunda vez esa nochela levantó en brazos.

—Soy tan estúpida. Tancondenadamente estúpida —dijo con unsollozo. Las lágrimas se debían más a lapérdida de dignidad que al dolor, y poresa razón eran más difíciles decontrolar.

—No maldiga. Nunca la escuchémaldecir antes. Tendré que lavarle laboca con jabón —bromeó, llevándola devuelta hacia el sofá.

Su tono gentil la afectó más de lo

que las palabras severas podríanhacerlo jamás, y tomó dos profundosalientos, tratando de controlar lossollozos que se cernían en algún lugar enel fondo de su garganta.

La dejó suavemente de vuelta en elsofá.

—Ahora déjeme ver ese pie, ¿leparece?

Ella negó con la cabeza.—Puedo arreglármelas sola.—No sea tonta. Está temblando

como una hoja. —Fue hacia el estantedonde estaban los licores y recogió lavela que ella había dejado antes.

Miranda lo observó mientrascruzaba la habitación para regresar a sulado y dejar la vela en el extremo de la

mesa.—Bien, aquí tenemos algo de luz.

Déjeme ver el pie.Reluctantemente, le dejó tomarle el

pie y ponérselo sobre el regazo.—Soy tan estúpida.—¿Quiere dejar de decir eso? Es

la mujer menos estúpida que conozco.—Gracias. Yo... ¡Ouch!—Quédese quieta y deje de

retorcerse.—Quiero ver lo que está haciendo.—Bueno, a no ser que sea

contorsionista, no puede hacerlo, así quetendrá que confiar en mí.

—¿Le falta poco?—Poco. —Colocó el dedo

alrededor de otra astilla de vidrio y tiró.

Ella se tensó por el dolor.—Me quedan sólo una o dos.—¿Qué pasa si no las saca todas?—Lo haré.—¿Y si no?—Buen Dios, mujer, ¿alguna vez le

he dicho que es muy insistente?Ella casi sonrió.—Sí.Y él casi le devolvió la sonrisa.—Si me dejo una, probablemente

salga sola en unos pocos días. Lasastillas generalmente lo hacen.

—¿No sería lindo que la vida fueratan simple como una astilla? —dijo ellatristemente.

Turner alzó la vista.—¿Encontrando su propio camino

en unos pocos días?Asintió.Él le sostuvo la mirada otro

instante, y luego volvió a su trabajo,arrancando una última astilla de vidriode su piel.

—Ahí tiene. Estará como nueva ennada de tiempo.

Pero no hizo ningún movimientopara retirarle el pie de su regazo.

—Siento haber sido tan torpe.—No lo sienta. Fue un accidente.¿Era su imaginación o él estaba

susurrando? Y sus ojos se veían tantiernos. Miranda se retorció y se doblópara poder sentarse más cerca de él.

—¿Turner?—No diga nada —dijo él

roncamente.—Pero yo...—¡Por favor!Miranda no entendía la urgencia de

su voz, no reconocía el deseoentrelazado en sus palabras. Sólo sabíaque estaba cerca, y que podía sentirlo, yque podía olerlo... y que deseabasaborearlo.

—Turner, yo...—No diga más —dijo

ásperamente, y la atrajo hacia él,aplastando sus pechos contra su firme ymusculoso torso. Sus ojos brillaban conferocidad, y súbitamente se dio cuenta—súbitamente supo— que nada iba aimpedir el lento descenso de sus labioshacia los de ella.

Y entonces la besó, sentía suslabios calientes y hambrientos contra laboca. Su deseo era intenso, crudo ydevorador. La deseaba. No podíacreerlo, apenas lograba reunir lapresencia de ánimo para pensarlo, perolo sabía.

La deseaba.La hizo sentir atrevida. La hizo

sentir femenina. Rescató algún tipo deconocimiento secreto que había estadoenterrado en ella, tal vez desde antes denacer, y le devolvió el beso, moviendolos labios con ingenua incertidumbre, lalengua disparándose para probar elcaliente sabor salado de su piel.

Las manos de Turner lepresionaron la espalda, aprisionándola

contra él, y entonces ya no pudieronpermanecer erguidos, y se hundieron enlos almohadones, Turner cubriendo elcuerpo de Miranda con el suyo propio.

Se había vuelto salvaje. Estabaenloquecido. Ésa era la únicaexplicación, pero parecía que no sesaciaba de ella. Sus manos vagaron portodos lados, probando, palpando,apretando, y en todo lo que podía pensar—cuando era capaz de pensar— era enque la deseaba. La deseaba de todas lasmaneras posibles. Deseaba devorarla.Deseaba adorarla.

Deseaba perderse dentro de ella.Susurró su nombre, lo gimió contra

su piel. Y cuando ella respondiósusurrando el de él, sintió que sus manos

se movían por voluntad propia hacia lospequeños botones del cuello delcamisón. Cada uno parecía derretirsedebajo de la punta de los dedos hastaque los abrió todos, y todo lo quefaltaba era que deslizara la tela sobre supiel. Podía sentir la hinchazón de suspechos debajo del camisón, perodeseaba más. Deseaba su calor, su olor,su sabor.

Le recorrió la garganta hacia abajocon los labios, siguiendo la elegantecurva de la clavícula, justo donde elborde del camisón se encontraba con lapiel. Corrió el borde hacia abajo,saboreando una nueva pulgada de ella,explorando la suave y salada dulzura, yestremeciéndose de placer cuando los

planos llanos de su pecho dieron lugar ala suave turgencia de su seno.

Dios querido, la deseaba.Ahuecó la mano sobre ella a través

de la ropa, presionándola hacia arriba,acercándola a su boca. Ella gimió, y élapenas pudo contenerse, apenas pudoforzar su deseo a avanzar lentamente.Acercó la boca, aproximándose hacia elpremio más codiciado, al mismo tiempoque deslizaba la mano por debajo deldobladillo del camisón, deslizándolasobre la sedosa piel de la pantorrilla.

Cuando su mano alcanzó el muslo,ella casi lanzó un grito.

—Shhh —canturreó, silenciándolacon un beso—. Despertarás a losvecinos. Despertarás a mis...

Padres.Fue como si le tiraran un balde de

agua fría.—Oh, Dios.—¿Qué sucede, Turner? —Su

respiración salía en jadeosentrecortados.

—Oh, Dios. Miranda. —Dijo elnombre con toda la conmoción que leinundaba la mente. Fue como si hubieraestado dormido, soñando, y se hubieradespertado y...

—Turner, yo...—Silencio —susurró él

bruscamente, y rodó para salir deencima de ella con tanta fuerza queaterrizó en la alfombra a su lado—. Oh,Dios querido —dijo. Y luego otra vez,

porque merecía ser repetido—. Oh.Dios. Querido.

—¿Turner?—Levántese. Tiene que levantarse.—Pero...Bajó la vista hacia ella, lo que fue

un gran error. Su camisón todavía estabaenrollado cerca de sus caderas, y suspiernas —Dios querido, quien hubierapensado que serían tan adorables ylargas— y él sólo deseaba...

No.Se estremeció con la fuerza de su

propia negativa.- Ahora, Miranda —gruñó.—Pero yo no...Le dio un tirón y la puso de pie. No

tenía ningún deseo de tomarle la mano;

francamente, no confiaba en sí mismopara tocarla, por muy poco románticoque fuera el agarre. Pero tenía queponerla en movimiento. Tenía quesacarla de allí.

—Váyase —le ordenó—. Por elamor de Dios, si tiene algo de sentidocomún, váyase.

Pero ella simplemente se quedó allíde pie, mirándolo conmocionada, con elcabello desordenado, y los labioshinchados, y él deseándola.

Dios querido, aún la deseaba.—Esto no volverá a ocurrir —dijo,

con la voz tensa.Ella no dijo nada. Lo observó

cautamente. Por favor, por favor, nopermitas que se ponga a llorar.

Se mantuvo ferozmente inmóvil. Sise movía, era probable que la tocara. Nosería capaz de evitarlo.

—Será mejor que suba —le dijo envoz baja

Ella asintió con una sacudida decabeza, y huyó a su habitación.

Turner se quedó mirando fijamentela puerta. Maldito infierno sagrado.¿Qué iba a hacer?

12 de Junio de 1819Estoy sin palabras.

Absolutamente.

CAPÍTULO 8

Turner se despertó a la mañanasiguiente con un abrasador dolor decabeza que no tenía nada que ver con elalcohol.

Deseaba que hubiera sido por elbrandy. El brandy habría sido uninfierno mucho más simple que esto.

Miranda.¿En qué diablos había estado

pensando?En nada. Obviamente no había

estado pensando en absoluto. Al menosno con la cabeza.

Había besado a Miranda. Infiernos,prácticamente la había magullado. Y era

difícil imaginar que podía existir encualquier parte de Bretaña una jovenmenos conveniente para sus atencionesque la Señorita Miranda Cheever.

Iba a arder en algún sitio por esto.Si fuera un buen hombre, suponía,

se casaría con ella. Una joven podríaperder su reputación por bastante menosque eso. Pero nadie los había visto, unapequeña voz en su interior le insistió.Nadie los conocía a ellos dos. YMiranda no diría nada. No era de esaclase.

Y él no era un buen hombre. Leticiase había ocupado de eso. Ella habíamatado lo bueno y amable que había ensu interior. Pero todavía tenía sensatez.Y de ningún modo iba a permitirse

acercase a Miranda otra vez. Un errorpodía ser comprensible.

Dos serían su perdición.Y tres...Buen Dios, no debería estar

pensando en tres.Lo que necesitaba era distanciarse.

Distancia. Si estaba lejos de Miranda,no podría tentarlo y ella podría olvidarsu encuentro ilícito y encontraría por símisma a algún muchacho jovial yagradable para casarse. La imagen deella en los brazos de otro hombre deimproviso era desagradable, peroTurner decidió que era porque era muytemprano en la mañana, y estabacansado y la había besado sólo hacíaseis horas o algo así y...

Y podría haber unas cien razonesdiferentes, ninguna de ellas lo bastanteimportantes para examinarlas más decerca.

Mientras tanto, tendría que evitarla.Tal vez debería dejar la ciudad.Escapar. Podría irse del país. Realmenteno había pensado permanecer enLondres mucho tiempo de todos modos.

Abrió los ojos y gimió. ¿No teníaningún autocontrol? Miranda era unajovenzuela inexperta de veinte. No eracomo Leticia, conocedora en todas lashabilidades femeninas, y dispuesta autilizarlas para su ventaja.

Miranda podría ser tentadora, peroresistible. Turner era lo suficientehombre para mantener la cabeza cuando

estuviese cerca de ella. En todo caso,probablemente no debería estarviviendo en la misma casa. Y mientrashacía los cambios, quizás era hora deinspeccionar a las mujeres del la altasociedad este año. Había muchasdiscretas y jóvenes viudas. Hacíademasiado tiempo que no había estadoen compañía femenina.

Si algo podía hacerle olvidar a unamujer, era otra.

—Turner se muda.—¿Qué? —Miranda había estado

arreglando las flores en un florero deporcelana. Fue sólo por las ágiles manosy la enorme buena suerte que la preciosaantigüedad no se estrellara contra el

suelo.—Ya se ha ido —dijo Olivia con

un encogimiento—. Su ayuda de cámaraestá empaquetando sus cosas ahoramismo.

Miranda puso el florero de regresosobre la mesa con doloridos ycuidadosos dedos. Despacio, constante,inspira, espira. Y entonces finalmente,cuando estuvo segura de que podíahablar sin temblar, preguntó:

—¿Abandona la ciudad?—No, no lo creo —dijo Olivia,

asentándose sobre el diván con unbostezo—. No tenía pensadopermanecer en la ciudad tanto tiempo,por lo que tomará un apartamento.

—¿Tomará un apartamento? —

Miranda luchó contra el horrible huecoque sentía estaba hundiéndose en supecho. Tomaba un apartamento. Tansólo para alejarse de ella.

Se habría sentido humillada si noestuviera tan triste. O tal vez era ambascosas.

—Esto es probablemente lo mejor—continúo Olivia, olvidando la angustiade su amiga—. Sé que dice que nunca sevolverá a casar otra vez...

—¿Él dijo eso? —Miranda secongeló. ¿Cómo era posible que no losupiera? Sabía que había dicho que nobuscaba esposa, pero seguramente nohabía pensado para siempre.

—Oh, sí —contestó Olivia—. Lodijo el otro día. Fue bastante firme.

Pensé que Madre tendría un ataque porello. Por así decirlo, estuvo muy cercade desmayarse.

—¿Tu madre? —Miranda teníadificultad en imaginárselo.

—Bueno, no, pero si sus nervioshubieran sido menos fuertes,seguramente lo habría hecho.

La mayor parte del tiempo Mirandadisfrutaba de las divagaciones de suamiga, pero en este momento queríaestrangularla.

—De todos modos —dijo Olivia,suspirando mientras se recostaba—, dijoque no se casará, pero estoycompletamente segura de que loreconsiderará. Simplemente debepasársele la pena. —Hizo una pausa,

mirando de refilón a Miranda con unaexpresión sardónica—. O la falta deella.

Miranda sonrió tensamente. Tantensamente, de hecho, que estaba lobastante segura de otra persona eraquien lo hacía.

—Pero a pesar de lo que dice —agregó Olivia, recostándose y cerrandolos ojos—, con seguridad no encontraráuna novia mientras viva aquí. Cielos,¿cómo podría alguien hacer la corte encompañía de una madre, un padre y doshermanas más jóvenes?

—¿Dos?—Bien, una, desde luego, pero tú

podrías ser contada como una segunda.Con seguridad no puede comportarse de

ninguna otra forma como podría gustarlecomportarse mientras estás en supresencia.

Miranda no sabía si debía reír ollorar.

—E incluso si no escoge a unanovia en cualquier momento pronto —añadió Olivia—, deberá tomar unaamante. Seguramente esto le ayudará aolvidar a Leticia.

Miranda no vio que podía decir aeso.

—Y seguramente no puede hacerlomientras esté viviendo aquí. —Oliviaabrió los ojos y se apoyó sobre loscodos—. Por lo que realmente, es todopara mejor. ¿No estás de acuerdo?

Miranda asintió con la cabeza.

Porque tenía que hacerlo. Porque sesentía demasiado aturdida para llorar.

19 de junio de 1819Él se ha ido hace una semana y

estoy más allá de mi misma.Si simplemente se hubiera ido,

podría perdonarlo, ¡pero no ha vuelto!No me ha llamado. No me ha

enviado una carta, y aunque oigosusurros y chismes de que reanuda susactividades normales y está siendovisto en sociedad, es cierto que nuncalo veo, si estoy en un evento, él no está.Una vez pensé que lo había visto alotro lado de una habitación, pero nopuedo estar segura, porque sólo fue suespalda mientras efectuaba su salida.

No sé qué hacer con todo esto, nopuedo llamarlo, podría estar a laaltura de lo impropio. Lady Rudland haprohibido hasta a Olivia visitarlo; estáen The Albany y es estrictamente paracaballeros. Ningún familiar o viudas.

—¿Qué planeas ponerte para elbaile de esta noche de los Worthington?—Preguntó Olivia, echando tres terronesde azúcar en su té.

—¿Es esta noche? —Los dedos deMiranda se apretaron alrededor de lataza de té. Turner le había prometidoque asistiría al baile de los Worthingtony bailaría con ella. Seguramente nofaltaría a una promesa.

Él estaría allí. Y si no estaba...

Ella simplemente tendría queasegurarse de que no faltara.

—Llevaré mi vestido de sedaverde —dijo Olivia—. A no ser quequieras llevar tu vestido verde. Te vesrealmente adorable con el verde.

—¿Es lo que piensas? —Mirandase enderezó. De repente era imperativoque se viera absolutamente hermosa.

—Mmm-hmm. Pero sería buenopara ninguna que las dos llevemos elmismo color, por lo que tendrás quedecidirte pronto.

—¿Qué me recomiendas? —Miranda no estaba desesperada porestar a la moda, pero nunca tendría unojo tan experto como Olivia.

Olivia inclinó la cabeza hacia un

lado mientras examinaba a su amiga.—Con tu tez, realmente siento que

no puedas llevar algo más vivo, peroMamá dice que todavía somosdemasiado novatas. Pero tal vez... —Selevantó de un salto, arrebatandosabiamente una almohada verde pálidode una silla cercana y la sostuvo bajo labarbilla de Miranda—. Hmmm.

—¿Estás planeando redecorarme?—Sujeta esto —le ordenó Olivia, y

dio varios pasos hacia atrás, soltando unelegante—. ¡Euf! —Cuando su pie seenganchó en una pata de la mesa—. Sí,sí —murmuró, manteniendo el equilibriocon el brazo del sofá—. Es perfecto.

Miranda miró hacia abajo. Y luegohacia arriba.

—¿Debo llevar una almohada?—No, llevarás mi vestido de seda

verde. Éste es precisamente el mismocolor. Annie lo recogerá hoy.

—Pero entonces, ¿que te pondrás?—Oh, alguna otra cosa —dijo

Olivia con un movimiento de mano—.Algo rosa. Los caballeros parecenvolverse locos por el rosa. Hace que mevea como un dulce, me dicen.

—¿No te importa ser un dulce? —Porque Miranda lo odiaría.

—No me importa lo que piensen —se corrigió Olivia—. Me ayuda. Hay amenudo una ventaja en la subestimación.Pero tú... —Negó con la cabeza—. Túnecesitas algo más sutil. Sofisticado.

Miranda recogió su té para tomar el

último sorbo, entonces se paró, alisandola suave muselina de su vestido de día.

—Debería ir a probármelo ahora—dijo ella—. Para darle tiempo aAnnie de hacer las modificaciones.

Y además de eso, tenía algo decorrespondencia que atender.

Turner descubrió, mientras seanudaba la corbata de fantasía condedos ágiles, que su talento para elataque verbal era más amplio y profundode lo que se había percatado. Habíaencontrado unas cien cosas malignasdesde que había recibido esa mismatarde esa maldita nota de Miranda. Perosobre todo, maldecía, pasase lo quepasase, el maldito sentido del honor que

todavía poseía.Asistir al baile de los Worthington

era el colmo de la insensatez, la cosamás necia que posiblemente podíahacer. Pero ya lo creo que no podíaromper la promesa a la jovenzuela,incluso si era por su bien.

Santo infierno. Esto no era lo quenecesitaba ahora mismo.

Volvió a mirar la nota. Le habíaprometido bailar con ella si le faltabancompañeros, ¿verdad? Bien, esto nodebería ser un problema. Simplementese aseguraría de que tuviera máscompañeros de lo que supiera qué hacercon ellos. Sería la más bella del baile.

Supuso que ya que tenía que asistira esa fiesta, debía seguir adelante y

examinar a las jóvenes viudas. Con algode suerte, Miranda vería exactamentedónde planeaba dedicar sus atenciones ycomprendería que debía mirar en otradirección.

Se estremeció. No le gustaba elpensamiento de contrariarla. Infiernos,le gustaba la jovenzuela. Siempre lehabía gustado.

Movió la cabeza. No iba acontrariarla. No mucho, de todos modos.Y además, la resarciría.

La guapa del baile, se recordómientras entraba en su carruaje y sepreparaba duramente para lo queseguramente iba a ser una veladasumamente difícil.

La. Guapa. Del. Baile.

Olivia descubrió a Turner en elmomento en el que entró.

—Oh, mira —dijo, dándole uncodazo a Miranda—. Mi hermano estáaquí.

—¿Sí? —Contestó Mirandajadeando.

—Mmm-hmm. —Olivia seenderezó, juntando las cejas—. No lo hevisto desde hace siglos, ahora quepienso en ello. ¿Y tú?

Miranda negó con la cabezadistraídamente mientras estiraba elcuello, intentando divisar a Turner.

—Está hablando con DuncanAbbott —le informó Olivia—. Mepregunto de qué estarán hablando. El

señor Abbott es totalmente un político.—¿Lo es?—Oh, sí. Me gustaría tener un

debate con él, pero probablemente no legustaría hablar de política con unamujer. Eso sí que es molesto.

Miranda estuvo a punto de asentircon la cabeza cuando Olivia frunció elceño y dijo con voz irritada.

—Ahora se dirige a LordWestholme.

—Olivia, permite al hombre hablarcon quien quiera —dijo Miranda, peropor dentro, ella también se estabairritando debido a que Turner no seabría paso hacia ellas.

—Lo sé, pero debería venir ysaludarnos primero. Somos su familia.

—Bueno, tú lo eres al menos.—No seas tonta. Tú también eres

familia, Miranda. —La boca de Oliviase abrió con una pequeña O deindignación—. ¿Estás viendo esto? Sedirige en dirección opuesta.

—¿Quién es ese hombre hacia elque se dirige? No lo reconozco.

—El Duque de Ashbourne. El tipoes endemoniadamente bien parecido,¿verdad? Creo que ha estado en elextranjero. Estaba de vacaciones con suesposa. Por lo que sé, son bastantesdevotos el uno del otro.

Miranda pensó en que era un signopositivo oír que al menos un matrimoniodel la alta sociedad era feliz. De todosmodos, Turner seguramente no pediría

su mano si no se había podido molestaren atravesar el salón de baile para decirhola. Ella frunció el ceño.

—Perdóneme, Lady Olivia. Creoque éste es mi baile.

Olivia y Miranda levantaron lavista. Un hermoso joven cuyo nombreninguna de las dos podía recordar estabade pie ante ellas.

—Desde luego —dijo Oliviarápidamente—. Qué tonta soy porhaberlo olvidado.

—Creo que tomaré un vaso delimonada —dijo Miranda con unasonrisa. Sabía que Olivia siempre sesentía incómoda cuando se iba a bailar ydejaba a Miranda sola.

—¿Estás segura?

—Vete. Vete.Olivia flotó hacia la pista de baile

y Miranda inició su camino hacia ellacayo que servía la limonada. Comosiempre, había sido requerida para sóloaproximadamente la mitad de los bailes.¿Y dónde estaba Turner, podríapreguntarse, después de que le habíaprometido bailar con ella si carecía decompañeros?

Horrible, horrible hombre.De algún modo, se sentía bien

maldiciéndolo en su mente, incluso sirealmente no lo creía.

Miranda había recorrido la mitaddel camino hacia la limonada cuandosintió una firme mano masculina sobresu codo. ¿Turner? Se giró, pero se

decepcionó al encontrar a un caballeroque no conocía pero cuya cara le eravagamente familiar.

—¿Señorita Cheever?Miranda asintió.—¿Puedo tener el placer de este

baile?—Pues sí, por supuesto, pero no

creo que hayamos sido presentados.—Oh, perdóneme, por favor. Soy

Westholme.¿Lord Westholme? ¿No era el

caballero al que Turner había estadodirigiéndose tan sólo unos momentosantes? Miranda le sonrió, pero en sumente fruncía el ceño. Nunca había sidouna gran creyente de las coincidencias.

Lord Westholme demostró ser un

bailarín excelente y la pareja giró sinesfuerzo por el piso. Cuando la músicase acercó al final, él se inclinóelegantemente y la escoltó al perímetrode la habitación.

—Gracias por el adorable baile,Lord Westholme —dijo Mirandagentilmente.

—Soy yo quien deberíaagradecérselo, Señorita Cheever.Espero que pronto podamos repetir esteplacer.

Miranda notó que Lord Westholmehabía logrado depositarla tan lejos de lalimonada como era posible. Había sidouna mentira piadosa cuando le habíadicho a Olivia que tenía sed, pero ahorarealmente estaba bastante seca. Con un

suspiro, comprendió que tendría queabrirse paso de regreso a través de lamuchedumbre. No había dado dos pasoshacia los refrescos cuando otrosumamente elegante joven elegible separó frente a ella. Lo reconocióinmediatamente. Era el Señor Abbott, elcaballero políticamente importante conquien también había estandoconversando Turner.

En el plazo de unos segundos,Miranda estaba de regreso en la pista dela baile y ciertamente su irritacióncrecía.

No es que pudiera poner falta a suscompañeros. Si Turner había encontradonecesario sobornar a los hombres paraque bailaran con ella, al menos los había

escogido hermosos y educados. Sinembargo, cuando el Señor Abbott lasacaba de la pista de baile y vio alDuque de Ashbourne abriéndose caminohacia ella, Miranda se retirórápidamente.

¿Había pensado que ella no tendríaningún orgullo? ¿Pensaba que apreciaríaque engatusara a sus amigos pidiéndolesque bailaran con ella? Esto erahumillante. Y aún peor era laimplicación de que conseguía queaquellos hombres bailaran con ellaporque él mismo no se podía molestaren hacerlo. Las lágrimas le picaban enlos ojos y Miranda, aterrorizada porderramarlas en el salón de baile a lavista de la alta sociedad, salió

corriendo hacia un pasillo desierto.Se apoyó contra una pared y tomó

grandes bocanadas de aire. Su rechazono le dolía.

La apuñalaba. La hería como balas.Y su puntería era precisa hasta ciertopunto.

Esto no se parecía a todos aquellosaños cuando la había visto como unaniña. Entonces al menos ella se podíaconsolar diciéndose que no sabía lo queestaba mal. Pero ahora lo sabía. Ahorasabía exactamente lo que estaba mal y élno se preocupaba ni un poco.

Miranda no podía permanecer en elvestíbulo toda la noche, pero no estabapreparada para volver al baile, por loque salió al jardín. Era una pequeña

zona verde, pero bien proporcionada ypresentada con buen gusto. Miranda sesentó sobre un banco de piedra en laesquina del jardín que estaba enfrente dela parte de atrás de la casa. Grandespuertas de cristal se abrían en el salónde baile, y durante unos minutos miró alas damas y caballeros girar con lamúsica. Se sorbió la nariz y se sacó unode los guantes para poder limpiarse lanariz con la mano.

—Mi reino por un pañuelo —dijocon un suspiro.

Tal vez podía fingir que estabaenferma e irse a casa.

Probó con una pequeña tos. Tal vezestaba realmente enferma. Realmente,no tenía ningún sentido permanecer el

resto del baile. El objetivo era serbonita, sociable y cautivadora, ¿verdad?No había ningún modo que ella pudieraconseguir cualquiera de estos esavelada.

Y entonces vio un destello dorado.Pelo veteado de dorado, para ser

más exacta.Era Turner. Desde luego. ¿Cómo

no iba a ser él cuando estaba sentada,patéticamente sola? Caminaba por laspuertas francesas que conducían aljardín.

Y había una mujer de su brazo.Un extraño bulto rodó por su

garganta y Miranda no sabía si reírse ollorar. ¿No le ahorraría ningunahumillación? El aliento se le enganchó

en la garganta, se movió a toda prisahacia el borde del banco donde quedaríamás oculta por las sombras.

¿Quién era? La había visto antes.Lady Algo u otra. Una viuda, habíaescuchado y muy, muy rica eindependiente. No parecía una viuda. Laverdad sea dicha, no parecía muchomayor que Miranda.

Murmurando una disculpa pocosincera, Miranda agudizó los oídos paraoír su conversación. Pero el viento sellevaba las palabras en direccióncontraria, así que sólo se enteró detrocitos vacíos. Finalmente, después delo que sonó como “no estoy segura”,Turner se inclinó y la besó.

El corazón de Miranda se rompió.

La Lady murmuró algo que no pudooír y regresó al salón de baile. Turnerpermaneció en el jardín, las manossobre las caderas, mirandoenigmáticamente hacia la luna.

Márchate, quiso gritar Miranda.¡Vamos! Se encontraba allí atrapadahasta que se marchara y todo lo quequería era irse a casa y enroscarse en sucama. Pero ésta no parecía ser unaopción en este mismo momento, estandoen el borde más alejado del banco,intentando ocultarse incluso con mássombras.

La cabeza de Turner se giróbruscamente en su dirección.¡Maldición! La había oído. La miró dereojo y dio un par de pasos en su

dirección. Entonces cerró los ojos ydespacio negó con la cabeza.

—¡Maldita sea, Miranda! —Dijocon un suspiro—. Por favor, dime queno eres tú.

Hasta aquí la tarde había estadoyendo muy bien. Había logrado evitar aMiranda completamente, finalmentehabía conseguido ser presentado a laencantadora viuda Bidwell de sóloveinticinco años y el champagne nohabía sido demasiado malo tampoco.

Pero no, los dioses claramente nose inclinaban a concederle algunosfavores. Allí estaba ella. Miranda.Sentada sobre un banco, mirándolo.Presumiblemente viéndolo besar a la

viuda.¡Por Dios!—¡Maldita sea, Miranda! —Dijo

con un suspiro—. Por favor, dime queno eres tú.

—No soy yo.Ella intentaba sonar orgullosa, pero

su voz sostuvo un borde hueco que loatravesó. Él cerró los ojos un momentopor que, maldición, se suponía que noestaría allí. Se suponía que él no tendríaeste tipo de complicaciones en su vida.¿Por qué algo por una vez no podía sersimple y fácil?

—¿Por qué estás aquí? —Lepreguntó.

Ella se encogió de hombros unpoco.

—Quería algo de aire fresco.Dio unos pasos hacia ella hasta que

estuvo profundamente encajado en lassombras como lo estaba ella.

—¿Me espiabas?—Debes tener una opinión muy alta

de ti mismo.—¿Lo hacías? —Le exigió.—No, desde luego que no —

replicó, retrayendo la barbilla concólera—. No me inclino hacia elespionaje. Deberías inspeccionar losjardines con más cuidado la próxima vezque planees una cita.

Él cruzó los brazos.—Encuentro difícil de creer el que

estuvieras aquí fuera y que no tenga nadaque ver con mi presencia.

—Dime, entonces —respondió ella—, si te he seguido hasta aquí, ¿cómo hellegado hasta el banco sin que te descuenta?

Él ignoró la pregunta, sobre todoporque tenía razón. Se pasó la mano porel pelo, agarrando un mechón yestrujándolo, la sensación de tirar de sucuero cabelludo de algún modo leayudaba a refrenar su genio.

—Estás tirándote del pelo —dijoMiranda con irritabilidad en la voz. Élsuspiró. Dobló los dedos. Y su voz fuecasi estable cuando le exigió.

—¿Qué es esto Miranda?—¿Qué es esto? —Ella hizo eco,

poniéndose de pie—. ¿Qué es esto?¡Cómo te atreves! Esto es sobre que no

me haces caso durante una semana y metratas como algo que tiene que serbarrido debajo de una alfombra. Essobre que piensas que tengo tan pocoorgullo que apreciaría que sobornaras atus amigos para que me pidieran bailar.Es sobre tu grosería, egoísmo y tuincapacidad para...

Él le colocó la mano sobre la boca.—Por el amor de Dios, habla bajo.

Lo que pasó la semana pasada fue unaequivocación, Miranda. Y eres unaidiota por proceder al cobro de tuspromesas y obligarme a atenderlas estanoche.

—Pero lo has hecho —susurró ella—. Has venido.

—Vine —le escupió—, porque

busco una amante. No una esposa.Ella se echó hacia atrás. Y lo miró

fijamente. Lo miró fijamente hasta quepensó que vaciaría los ojos sobre él. Yluego finalmente con una voz tan bajaque dolía, le dijo:

—No me gustas ahora mismo,Turner.

Esto estaba bien. Él tampoco segustaba mucho a sí mismo en esemomento.

Miranda levantó la barbilla, perotemblaba mientras le decía.

—Si me perdonas. Tengo un baileque atender. Gracias a ti, tengo unimportante número de compañeros debaile y no querría ofender a ninguno deellos.

La observó mientras se marchabaairadamente. Y entonces miró la puerta.Y luego se marchó.

20 DE JUNIO DE1819

Vi que la viuda estaba otra vezesta noche después de que regresé alsalón de baile. Le pregunté a Oliviaquién era y me dijo que su nombre eraCatherina Bidwell. Es la condesa dePembleton. Se casó con LordPembleton cuando él casi tenía sesentaaños y rápidamente tuvo un hijo, LordPembleton pasó a mejor vida al pocotiempo y ahora ella tiene el podercompleto de su fortuna hasta que elmuchacho sea mayor de edad. Unamujer muy simpática. Tiene mucha

independencia. Probablemente noquerrá casarse otra vez, como estoysegura que conviene a Turnerperfectamente.

Tuve que bailar con él una vez,Lady Rudland insistió en ello, ydespués, como si la tarde no pudieraempeorar, ella me apartó paracomentar mi repentina popularidad.¡El Duque de Ashbourne bailandoconmigo! (Signo de admiración deella). Él está casado, desde luego ymuy felizmente, pero de todos modos,no malgasta su tiempo con pequeñasseñoritas fuera de la clase, Lady R.estaba emocionada y muy orgullosa demí. Pensé que iba a ponerme a gritar.

Ahora sin embargo, estoy en casa

e intento decidir algún tipo deenfermedad para no salir durante unosdías. Una semana, si puedoconseguirlo.

¿Sabes lo que más me molesta?Lady Pembleton no está consideradacomo hermosa, oh, no es desagradablede mirar, pero no es ningún diamantede primera categoría. Su pelo essimplemente castaño y sus ojostambién.

Justo como los míos.

CAPÍTULO 9

Miranda pasó la siguiente semanafingiendo leer tragedias Griegas. Le eraimposible mantener la menteconcentrada en un libro lo suficientecomo para de verdad leer uno, peropuesto que tendría que mirar las letrasen la página de vez en cuando, se figuróque bien podría elegir algo acorde consu humor.

Una comedia la habría hechollorar. Una historia de amor, que dios laperdonase, la habría hecho desear moriren el instante.

Olivia, a quién nunca se le habíaconocido por su falta de interés en los

asuntos de otras personas, había sidoincesante en la búsqueda de la razón quehabía tras el malhumor de Miranda. Dehecho, las únicas veces en que nointerrogaba a Miranda, era cuandointentaba alegrarle el humor. Oliviaestaba en mitad de una de esas sesionesde ánimo, entreteniendo a Miranda conhistorias sobre cierta condesa que habíaechado a su marido de casa hasta queéste accedió a dejarle comprar cuatrodiminutos caniches como mascotas,cuando Lady Rudland llamó suavementea la puerta.

—Oh, bien —dijo, asomando lacabeza por la puerta—. Estáis las dosaquí. Olivia, no te sientes de esa forma.No es propio de una dama.

Olivia ajustó sumisamente supostura antes de preguntar.

—¿Qué ocurre, mamá?—Quería informaros de que hemos

sido invitados a la casa de Lady Chesterpara una visita campestre la próximasemana.

—¿Quién es Lady Chester? —inquirió Miranda, dejando su nuevomanoseado volumen de Esquilo sobre elregazo.

—Una prima nuestra —contestóOlivia—. Tercera o cuarta, no puedorecordarlo.

—Segunda —la corrigió LadyRudland—. Y he aceptado la invitaciónen nombre de todos. Sería de malaeducación no acudir, ya que es un

familiar tan cercano.—¿Va a ir Turner? —preguntó

Olivia.Miranda quiso agradecerle mil

veces a su amiga el haber preguntado loque ella no se atrevía a expresar.

—Más vale que lo haga. Halogrado escaparse de las obligacionesfamiliares durante demasiado tiempo —dijo Lady Rudland con inusual dureza—.Si no lo hace, tendrá que responder antemí.

—Cielos —dijo Olivia impasible—. Qué idea tan terrible.

—No sé qué le pasa a ese chico —dijo Lady Rudland con un movimientode cabeza—. Es casi como si nosestuviese evitando.

No, pensó Miranda con una sonrisatriste, sólo a mí.

Turner daba golpecitos impacientescon el pie mientras esperaba a que sufamilia bajase. Por decimoquinta vezesa mañana, se encontró deseandoparecerse más al resto de hombres de laalta sociedad, muchos de los cuálesignoraban a sus madres o las tratabancomo fragmentos de pelusas. Pero dealguna forma, su madre había logradoque accediese a aquella condenadafiesta de fin de semana en casa, a lacuál, por supuesto, Miranda tambiéniría.

Era un idiota. Ese día estabaconsiguiendo que el hecho se volviese

cada vez más claro.Un idiota que aparentemente había

ofendido al destino, porque tan prontocomo su madre llegó al vestíbulo, dijo:

—Vas a tener que ir con Miranda.Aparentemente los dioses tenían un

morboso sentido del humor.Se aclaró la garganta.—¿Crees que es buena idea,

madre?Ella le dirigió una mirada de

impaciencia.—No vas a seducir a la chica,

¿verdad?¡Maldita fuese!—Claro que no. Es sólo que hay

que tener en cuenta su reputación. ¿Quédirá la gente cuando nos vean llegar en

el mismo carruaje? Todo el mundo sabráque hemos pasado varias horas a solas.

—Todo el mundo piensa envosotros como si fueseis hermano yhermana. Nos encontraremos a una millade Chester Park y nos cambiarás, y asíllegarás con tu padre. No habrá ningúnproblema. Además, tu padre y yonecesitamos hablar a solas con Olivia.

—¿Qué ha hecho ahora?—Aparentemente llamó tonta a

Georgiana Elster.—Georgiana Elster es una tonta.—¡A la cara, Turner! Se lo dijo a

la cara.—Falta de juicio por su parte pero

nada que requiera una regañina de doshoras, en mi opinión.

—Eso no es todo.Turner suspiró. Su madre estaba

decidida. Dos horas a solas conMiranda. ¿Qué había hecho paramerecer aquella tortura?

—Llamó a Sir Robert Kent“armiño demasiado grande”.

—A la cara, supongo.Lady Rudland asintió.—¿Qué es un armiño?—No tengo la menor idea, pero

supongo que no es un cumplido.—Un armiño es una comadreja,

creo —dijo Miranda mientras entraba enel vestíbulo con un vestido de viaje azulcrema. Les sonrió a los dos,irritantemente compuesta.

—Buenos días, Miranda —dijo

Lady Rudland enérgicamente—. Vas a ircon Turner.

—¿En serio? —casi se ahogó consus propias palabras y tuvo queencubrirlo con algo de tos. Turnerencontró una bastante juvenilsatisfacción en ello.

—Sí. Lord Rudland y yonecesitamos hablar con Olivia. Haestado diciendo algunas cosas bastanteinapropiadas en público.

Se escuchó un gemido desde lasescaleras. Tres cabezas giraronalrededor para mirar a Olivia mientrasbajaba.

—¿Es realmente necesario, mamá?No pretendía hacer daño. Nunca habríallamado bruja miserable a Lady

Finchcoombre si hubiese sabido que seiba a vengar.

La sangre abandonó la cara deLady Rudland.

—¿Llamaste a Lady Finchcoombreuna qué miserable?

—¿No lo sabías? —preguntódébilmente Olivia.

—Turner, Miranda, os sugiero queos vayáis ya. Nos vemos en un par dehoras.

Se alejaron en silencio hasta elcarruaje que los esperaba, y Turnersostuvo la mano en alto para ayudar aMiranda mientras subía. Los dedosenguantados de ella parecían eléctricossobre los de él, pero ella no debía dehaber sentido lo mismo, puesto que sonó

singularmente inmutable cuando musitó:—Espero que mi presencia no sea

una prueba demasiado dura para usted,milord.

La respuesta de Turner fue unamezcla entre gruñido y suspiro.

—Yo no lo planeé, ¿sabes?Se sentó frente a ella.—Lo sé.—No tenía ni idea de que... —ella

levantó la vista—. ¿Lo sabes?—Lo sé. Madre estaba bastante

resuelta a pillar a Olivia a solas.—Oh. Gracias por creerme,

entonces.Él dejó salir el aire contenido,

mirando por la ventana durante unmomento mientras el carruaje se ponía

en marcha.—Miranda, no creo que seas

ningún tipo de mentirosa empedernida.—No, claro que no —dijo ella con

rapidez—. Pero parecías bastantefurioso cuando me ayudaste a subir alcarruaje.

—Estaba furioso con el destino,Miranda, no contigo.

—Vaya mejora —dijo ellafríamente—. Bueno, si me disculpas, hetraído un libro. —Se retorció de formaque la mayor parte posible de su espaldaestuviese de cara a él y comenzó a leer.

Turner esperó alrededor de treintasegundos antes de preguntar.

—¿Qué es eso que estás leyendo?Miranda se quedó helada, luego se

movió lentamente, como si estuviesecompletando la más odiosa de lastareas. Levantó el libro.

—Esquilo.—Qué deprimente.—Igual que mi humor.—Oh querida, ¿eso fue un dardo

envenenado?—No seas condescendiente,

Turner. En estas circunstancias, es pocoapropiado.

Él alzó las cejas.—¿Y qué significa eso

exactamente?—Significa que después de todo lo

que ha... eh... ocurrido entre nosotros, tuactitud de superioridad ya no estájustificada.

—¡Caramba!, esa sí que fue unafrase larga.

Miranda dejó que su mirararespondiese por ella. Aquella vez,cuando volvió a coger el libro, se cubrióenteramente la cara.

Turner se rió entre dientes y seinclinó hacia detrás, sorprendido por lomucho que se estaba divirtiendo. Lasmás calladas eran siempre las másinteresantes. Miranda quizás nuncaeligiese por sí misma colocarse en elcentro de atención, pero podíadefenderse en una conversación coninteligencia y estilo. Hacerla picar elanzuelo era altamente divertido. Y no sesentía culpable en lo más mínimo porello. A pesar de su malhumorada forma

de actuar, Turner no tenía dudas de queella disfrutaba de cada onza de susenfrentamientos verbales tanto como él.

Quizás aquel viaje no fuese tanterrible. Sólo tenía que asegurarse demantenerla ocupada en aquella clase dedivertida conversación y no mirarle laboca demasiado tiempo.

Le gustaba mucho su boca.Pero no iba a pensar en eso. Iba a

reanudar la charla e intentar disfrutarigual que lo hacía antes de que sehubiesen visto envueltos en todo aquellío. Añoraba bastante la vieja amistadcon Miranda, y supuso que ya que iban aestar atrapados juntos en aquel carruajedurante dos horas, bien podría ver quépodía hacer para arreglar las cosas.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó.Ella levantó la vista, irritada.—Esquilo. ¿No me lo preguntaste

ya?—Quería decir, qué libro de

Esquilo —improvisó él.Para su diversión, ella tuvo que

bajar la vista al libro antes de contestar:—Las Euménides.Él parpadeó.—¿No te gusta?—¿Todas esas mujeres furiosas?

No creo. Dame una buena historia deaventuras un día cualquiera.

—Me gustan las mujeres furiosas.—¿Sientes una fuerte empatía? Oh,

querida, no, no aprietes los dientes,Miranda, no te gustaría tener que ir al

dentista, te lo juro.La expresión de ella fue tal, que él

no pudo hacer más que reír.—Oh, no seas tan sensible,

Miranda.Aún fulminándolo con la mirada,

ella musitó:—Lo siento, milord.Y luego se las arregló de alguna

manera para hacer una sumisareverencia allí en mitad del carruaje.

La risa de Turner explotó endivertidas carcajadas.

—Oh, Miranda —dijo,enjuagándose los ojos—. Eres una joya.

Cuando se recobró por fin, ella loestaba mirando como si estuviese loco.A él se le ocurrió durante un segundo

levantar las manos como si fuesen garrasy soltar algún tipo de sonido animalextraño, sólo para confirmar sussuposiciones. Pero al final, simplementese recostó hacia detrás y sonrió de orejaa oreja.

Ella sacudió la cabeza.—No te entiendo.Él no contestó, sin desear que la

conversación volviese a aguas másserias. Ella volvió a alzar su libro, yaquella vez, él se dedicó a cronometrarcuántos minutos pasaban antes de quepasara de página. Cuando el resultadofue de cincuenta segundos, dibujó unasonrisa.

—¿Una lectura difícil?Miranda bajó lentamente el libro y

lanzó una mirada mortal en su dirección.—¿Disculpa?—¿Muchas palabras grandes?Ella simplemente lo miró.—No has pasado de página desde

que empezaste.Ella dejó escapar un fuerte gruñido

y con gran determinación, pasó lapágina.

—¿Es en inglés o en griego?—¿Perdón?—Si está en griego, eso explicaría

tu velocidad.Los labios de ella se abrieron.—O la falta de ella —dijo él con

un encogimiento de hombros.—Sé leer griego —dijo ella entre

dientes apretados.

—Sí, y es un logro encomiable.Ella bajó la vista a sus manos.

Estaban apretando el libro con tantafuerza, que los nudillos se le estabanponiendo blancos.

—Gracias —dijo forzada.Pero él no había acabado.—Poco común para una mujer, ¿no

crees?Aquella vez, ella decidió ignorarlo.—Olivia no puede leer griego —

dijo él conversador.—Olivia no tiene un padre que no

hace otra cosa que no sea leer en griego—dijo ella sin levantar la vista. Intentóconcentrarse en las palabras de la partesuperior de la nueva página, pero notenían mucho sentido, puesto que no

había terminado de leer la anterior. Nisiquiera la había comenzado.

Dio golpecitos con un dedoenguantado contra el libro mientrasfingía leer. No creía que hubiese maneraalguna de volver a la página anterior sinque él lo notase. Tampoco importabademasiado, pues dudaba que lograseleer nada más mientras él la estuviesemirando con aquella mirada de espesaspestañas suya. Era mortal, decidió. Lahacía arder y estremecersesimultáneamente al mismo tiempo,estaba completamente irritada con elhombre.

Estaba totalmente segura de que élno tenía interés en seducirla, pero apesar de todo, estaba haciendo un buen

trabajo.—Un talento peculiar, ése.Miranda aspiró los labios y levantó

la vista hacia él.—¿Sí?—Leer sin mover los ojos.Ella contó hasta tres antes de

responder.—Algunos de nosotros no tenemos

la necesidad de articular las palabrascuando leemos, Turner.

- Touché , Miranda. Sabía que aúnte quedaba alguna chispa.

Clavó las uñas con fuerza en elasiento acolchado. Uno, dos, tres. Siguecontando. Cuatro, cinco, seis. A aquelpaso, iba a tener que llegar hastacincuenta si quería controlar su carácter.

Turner la observó mover la cabezaligeramente al son de algún ritmodesconocido y sintió curiosidad.

—¿Qué haces?Dieciocho, diecinueve...—¿Qué?—¿Qué haces?Veinte.—Te estás volviendo

extremadamente molesto, Turner.—Soy persistente. —Sonrió burlón

—. Creí que tú, de todas las personas,apreciaría ese rasgo. Y ahora, ¿quéestabas haciendo? Tu cabeza se estabameneando de una forma de lo máscuriosa.

—Si quieres saberlo —dijocortante— estaba contando

interiormente para así poder controlarmi temperamento.

Él la miró durante un momento,entonces dijo:

—A uno le da escalofríos tan sólopensar lo que podrías haberme dicho sihubieses dejado de contar antes.

—Estoy perdiendo la paciencia.—¡No! —dijo él con fingida

incredulidad.Cogió el libro una vez más,

intentando ignorarlo.—Deja de torturar ese pobre libro,

Miranda. Los dos sabemos que no loestás leyendo.

—¿Vas a dejarme en paz? —explotó por fin ella.

—¿Hasta qué número llegaste?

—¿Qué?—¿Qué número? Dijiste que

estabas contando para así no ofender mitierna sensibilidad.

—No lo sé. Veinte. Treinta. No losé. Dejé de contar hace más o menosunos cuatro insultos.

—¿Llegaste hasta treinta? Me hasmentido, Miranda. No creo que hayasperdido tu paciencia conmigo enabsoluto.

—Sí, lo he hecho —dijo ella conlos dientes apretados.

—No creo.—¡Aaaargh! —le tiró el libro. Le

dio limpiamente en un lado de la cabeza.—¡Ay!—No seas niño.

—No seas tirana.—¡Deja de provocarme!—No estaba provocándote.—Oh, por favor, Turner.—Oh, de acuerdo —dijo petulante,

frotándose el lado de la cabeza—.Estaba provocándote. Pero no lo habríahecho si no me hubieses ignorado.

—Perdóname, pero creía quequerías que te ignorase.

—¿De dónde diablos sacaste esaidea?

La boca de Miranda se abrió degolpe.

—¿Estás loco? Me has evitadocomo a una plaga durante al menos losúltimos quince días. Hasta has evitado atu madre para evitarme a mí.

—Bueno, no es cierto.—Díselo a tu madre.Él parpadeó.—Miranda, yo quería que fuésemos

amigos.Ella sacudió la cabeza. ¿Había

palabras más crueles en la lenguainglesa?

—No es posible.—¿Por qué no?—No puedes tener ambas cosas. —

Continuó Miranda, usando cada onza deenergía para evitar que le temblase lavoz—. No puedes besarme y luegodecirme que quieres que seamos amigos.No puedes humillarme como lo hicisteen Worthingtons, y luego declarar que tegusto.

—Tenemos que olvidar lo que pasó—dijo él suavemente—. Debemosdejarlo detrás, si no por el bien denuestra amistad, entonces por el denuestra familia.

—¿Tú puedes hacerlo? —ExigióMiranda—. ¿De verdad puedes olvidar?Porque yo no.

—Por supuesto que puedo —dijo,un poco demasiado fácilmente.

—Carezco de tu sofisticación,Turner —dijo, y luego añadiógélidamente—. O quizás, no soy tansuperficial como tú.

—Yo no soy superficial, Miranda.—Le devolvió con rapidez—. Soysensible. Dios sabe que uno de nosotrostiene que serlo.

Miranda deseó tener algo quedecir. Deseó tener alguna mordazrespuesta que lo humillara, que lo dejarasin palabras, dejándolo como un montónsucio y gelatinoso de patéticapodredumbre.

Pero en lugar de eso sólo se tenía así misma, y las horribles y furiosaslágrimas que le ardían detrás de losojos. Y ni siquiera estaba segura depoder fulminarlo adecuadamente con lamirada, así que miró a otro lado,contando los edificios mientras pasabanpor la ventana y deseando estar encualquier otro sitio.

Y con cualquier otra persona.Y aquello era lo peor, porque en

toda su vida, incluso con una mejor

amiga que era más guapa, más rica, yque tenía mejores conexiones que ella,Miranda nunca había deseado estar connadie más que con quien estaba.

En toda su vida, Turner habíahecho cosas de las que no estabaorgulloso. Había bebido demasiado yvomitado sobre una alfombrilla valiosa.Había apostado dinero que no tenía. Eincluso una vez había montado sucaballo con demasiada dureza y pococuidado y había dejado al caballo cojodurante una semana.

Pero nunca se había sentido tanrastrero como mientras miraba el perfilde Miranda, dirigido de forma tandecidida hacia la ventana.

Tan decididamente lejos de él.No habló durante un largo

momento. Dejaron atrás Londres,atravesando las afueras donde losedificios se volvieron más escasos ylejanos entre sí, y finalmente alcanzaronel ondulado campo abierto.

Ella no lo miró ni una vez. Losabía. La había estado mirando.

Y por eso, por fin, puesto que nopodía tolerar otra hora más de silencio,ni podía llegar a plantearse qué eraexactamente lo que significaba aquelsilencio, habló.

—No pretendía insultarte, Miranda—dijo en voz suave—, pero sé cuandoalgo es una mala idea. Y tener un líoamoroso contigo es una idea

extremadamente mala.Ella no se giró, pero le oyó decir:—¿Por qué?La miró, incrédulo.—¿En qué estás pensando,

Miranda? ¿No te importa nada tureputación? Si corren rumores sobrenosotros, estarás arruinada.

—O tendrías que casarte conmigo—dijo con voz baja y socarrona.

—Lo que no tengo intención dehacer. Lo sabes. —Juró en voz baja.Dios santo, aquello estaba saliendo todomal—. No quiero casarme con nadie. —Explicó—. Y eso también lo sabes.

—Lo que yo sé -le devolvió ellacon rapidez, los ojos con destellos deevidente furia— es que... —y entonces

se paró, cerrando con fuerza la boca ycruzándose de brazos.

—¿Qué? —exigió él.Ella volvió a girarse hacia la

ventana.—No lo entenderías. —Y luego

agregó—. Ni me escucharías.Su tono despectivo fue como si

tuviese uñas arañándole bajo la piel.—Oh, por favor. La petulancia no

te pega.Ella se giró con rapidez.—¿Y cómo debería actuar? Dime,

¿cómo se supone que me tengo quesentir?

Los labios de él se curvaron.—¿Agradecida?—¿Agradecida?

Él se sentó hacia detrás, su cuerpoentero era una prueba viva deinsolencia.

—Podría haberte seducido, ¿sabes?Con facilidad. Pero no lo hice.

Ella jadeó y se echó hacia detrás, ycuando habló, su voz fue baja y letal.

—Eres odioso, Turner.—Sólo estoy diciéndote la verdad.

¿Y sabes por qué no hice más? ¿Por quéno retiré el camisón de tu cuerpo, teacosté y te tomé allí mismo en aquelsofá?

Los ojos de ella se abrieron comoplatos, y su respiración se volvióaudible, y él supo que estaba siendocrudo, grosero, y sí, odioso, pero nopodía detenerse, no podía detener su

franqueza, porque, maldita fuese, ellatenía que entender. Tenía quecomprender quién era él en realidad, yde lo que era y no era capaz de hacer.

Y aquello... aquello. Por ella.Había logrado hacer lo honorable porella, ¿y no estaba siquiera agradecida?

—Te lo diré —prácticamente siseó—. Me contuve por el respeto que tetengo. Y te diré algo... —se detuvo,perjuró, y ella lo miró interrogante,atrevida, provocadora, como diciendo:ni siquiera sabes lo que quieres decir.

Pero ése era el problema. Lo sabía,y había estado a punto de decir lo muchoque la había deseado. Que si hubiesenestado en cualquier otro lugar que nofuese la casa de sus padres, no estaba

seguro de haberse detenido.No estaba seguro de haber podido

detenerse.Pero ella no necesitaba saber

aquello. No lo sabría. No necesitabaaquel poder sobre él.

—Puedes creerlo —musitó, máspara sí mismo que para ella—. Noquería arruinar tu futuro.

—Mi futuro es cosa mía —contestóenfadada—. Sé lo que hago.

Resopló desdeñoso.—Tienes veinte años. Te crees que

lo sabes todo.Ella lo miró enfadada.—Cuando yo tenía veinte, creía que

lo sabía todo —dijo él encogiéndose dehombros.

Los ojos de ella se entristecieron.—Yo también —dijo suavemente.Turner intentó ignorar el

desagradable nudo de culpa que seretorcía en su estómago. Ni siquieraestaba seguro de por qué se sentíaculpable, y de hecho, todo aquello eraridículo. No debería sentirse culpablepor no tomar su inocencia, y todo lo quelogró pensar en decir fue:

—Algún día me darás las graciaspor ello.

Lo miró incrédula.—Suenas igual que tu madre.—Te estás poniendo hosca.—¿Puedes culparme? Me estás

tratando como a una niña, cuando sabesmuy bien que soy una mujer.

Al nudo de culpabilidad lecrecieron tentáculos.

—Puedo tomar mis propiasdecisiones —dijo desafiante.

—Es obvio que no. —Se inclinóhacia delante, un peligroso centelleo ensus ojos—. O no me habrías dejadobajarte el vestido la semana pasada ybesarte los pechos.

Ella se sonrojó con el carmesíprofundo de la vergüenza, y su voztembló con acusación cuando dijo:

—No intentes decir que es culpamía.

Él cerró los ojos y se pasó ambasmanos por el pelo, consciente de queacababa de decir algo muy, muyestúpido.

—Por supuesto que no es culpatuya, Miranda. Por favor, olvida que hedicho eso.

—Igual que quieres que olvide queme besaste. —Su voz estaba desprovistade toda emoción.

—Sí. —La miró y vio una especiede falta de vida en sus ojos, algo quenunca antes había visto en su cara—.Oh, Dios, Miranda, no te pongas así.

—No hagas esto, haz aquello. —Gritó—. Olvida esto, no olvidesaquello. Aclárate, Turner. No sé quéquieres. Y creo que tú tampoco.

—Soy mayor que tú nueve años —dijo con voz imponente—. No memenosprecies.

—Lo siento mucho, su alteza.

—No hagas eso, Miranda.Y la cara de ella, que había estado

tan reservada y gélida, de repenteestalló con emoción.

—¡Deja de decirme lo que tengoque hacer! ¿Alguna vez se te ha ocurridoque yo quería que me besaras? ¿Quéquería que me desearas? Y me deseas,lo sabes. No soy tan tonta como para quepuedas convencerme de lo contrario.

Turner sólo pudo mirarla fijamente,susurrando:

—No sabes lo que dices.—¡Claro que sí! —Los ojos le

centelleaban, y las manos se le curvaronen temblorosos puños, y él tuvo unaterrible y horrible premoción de queaquel era el momento. Todo dependía de

aquel momento, y supo, sin ni siquierapensar en lo que ella diría, y en lo que élle contestaría, que no terminaría bien.

—Sé exactamente lo que estoydiciendo —dijo ella—. Te deseo.

El cuerpo de él se tensó, y elcorazón le bramó en el pecho. Pero nopodía permitir que aquello continuase.

—Miranda, sólo crees desearme —dijo con rapidez—. Nunca has besado anadie antes, y...

—No me trates concondescendencia. —Sus ojos lo mirarondirectamente, y estaban ardiendo dedeseo—. Sé lo que quiero, y te deseo ati.

Él aspiró de forma irregular. Semerecía ser santificado por lo que

estaba a punto de decir.—No. No me deseas. Es un

encaprichamiento.—¡Maldito seas! —explotó—.

¿Estás ciego? ¿Estás sordo, tonto yciego? ¡No es un encaprichamiento,idiota! ¡Te quiero!

Oh, Dios mío.—¡Siempre te he querido! Desde

que nos conocimos la primera vez hacenueve años. Te he querido todo estetiempo, cada minuto.

—Oh, Dios mío.—Y no intentes decirme que es un

enamoramiento infantil porque no lo es.Puede que lo fuese en algún momento,pero ya no.

Turner no dijo nada. Sólo se quedó

allí sentado como un imbécil y la miró.—Yo sólo... conozco mi corazón, y

te quiero, Turner. Y si tienes la másmínima pizca de decencia, dirás algo,porque he dicho todo lo queposiblemente podía decir, y no puedosoportar el silencio y... oh, ¡Por amor deDios! ¿Vas a parpadear al menos?

Él ni siquiera fue capaz de haceraquello.

CAPÍTULO 10

Dos días más tarde, Turner parecíaseguir estando algo aturdido.

Miranda no había intentado hablarcon él, ni siquiera se le había acercado,pero de vez en cuando lo pillabamirándola con expresión insondable.Sabía que lo había agitado puesto que élni siquiera tenía la presencia de ánimode apartar la mirada cuando sus ojos seencontraban. Sólo se la quedabamirando fijamente durante un largomomento, entonces parpadeaba y seapartaba.

Miranda seguía esperando que enalgún momento asintiese.

No obstante, se las habíanarreglado para no estar en el mismolugar al mismo tiempo durante la mayorparte del fin de semana. Si Turner salíaa cabalgar, Miranda exploraba elinvernadero. Si Miranda daba un paseopor los jardines, Turner jugaba a lascartas.

Realmente civilizados. Muyadultos.

Y, pensaba más de una vez,totalmente desgarrador.

No se veían en las comidas. LadyChester se enorgullecía de sushabilidades como casamentera, y puestoque era impensable que Turner yMiranda se involucraranrománticamente, no los sentaba cerca.

Siempre estaba rodeado por un grupo dejóvenes y preciosas jovencitas, yMiranda la mayoría de las veces se veíarelegada a hacer compañía a viudas dela tercera edad. Suponía que LadyChester no tenía muy buena opiniónsobre su habilidad para atrapar unmarido deseable. En cambio, Oliviaestaba siempre sentada con tresextremadamente atractivos y ricoshombres, uno a su derecha, otro a suizquierda, y otro al otro lado de la mesa.

Miranda aprendió bastante sobrelos remedios caseros para la gota.

Lady Chester, sin embargo, habíadejado las parejas al azar para uno desus planeados eventos, y aquél era subúsqueda anual del tesoro. Los invitados

debían buscar en equipos de dos. Ypuesto que el objetivo de cada invitadoera casarse o embarcarse en un escarceo(dependiendo, por supuesto, del estatusmarital de cada uno), cada equipoestaría formado por un hombre y unamujer. Lady Chester había escrito losnombres de sus invitados en trocitos depapel y luego había puesto todas lasdamas en una bolsa y a los caballeros enotra.

En aquel momento estaba metiendola mano en una de aquellas bolsas.Miranda sintió deseos de vomitar.

—Sir Anthony Waldove y... —Lady Chester introdujo la mano en laotra bolsa—. Lady Rudland.

Miranda soltó el aire, sin darse

cuenta hasta ese momento de que habíaestado conteniendo el aliento. Haríacualquier cosa por ser emparejada conTurner, y cualquiera para evitarlo.

—Pobre mamá —le susurró Oliviaal oído—. Sir Anthony Waldove esbastante lerdo. Será ella la que tengaque hacer todo el trabajo.

Miranda se llevó un dedo a loslabios.

—Nos puede oír.—El señor William Fitzhugh y... la

señorita Charlotte Gladdish.—¿Con quién deseas formar

pareja? —le preguntó Olivia.Miranda se encogió de hombros. Si

no era asignada a Turner, realmente noimportaba.

—Lord Turner y... —el corazón deMiranda dejó de latir-...Lady OliviaBevelstoke. ¿No es dulce? Llevamoshaciendo esto cinco años, y este esnuestro primero equipo hermano-hermana.

Miranda comenzó a respirar otravez, sin estar segura de si estabadecepcionada o aliviada.

Olivia, sin embargo, no tenía dudasde sus sentimientos.

- ¡Quel desastre! —musitó, en sutípicamente chapurreado francés—.Todos esos caballeros, y me toca con mihermano. ¿Cuándo será la próximaocasión en que se me permita vagar porahí sola con un caballero? Es una pena,te lo digo, una pena.

—Podría ser peor —dijo Mirandapragmática—. No todos los caballerosque están ahí son, eh, caballeros. Almenos sabes que Turner no intentaráviolarte.

—Es poco consuelo, te lo aseguro.—Livvy...—Shhh, acaban de nombrar a Lord

Westholme.—Y en cuanto a las damas... —

Lady Chester estaba emocionada—. ¡Laseñorita Miranda Cheever!

Olivia le dio un codazo.—¡Qué suerte!Miranda sólo se encogió de

hombros.—Oh, no actúes como una

mujerzuela —la reprendió Olivia—.

¿No crees que es divino? Daría mi pieizquierdo por estar en tu lugar. Dime,¿por qué no cambiamos lugares? No hayreglas contra eso. Y después de todo,Turner te gusta.

Sólo que demasiado, pensóMiranda con tristeza.

—¿Y bien? ¿Lo harás? ¿A menosque también le hayas echado el ojo aLord Westholme?

—No —contestó Miranda,intentando no sonar consternada—. No,claro que no.

—Entonces hagámoslo —dijoOlivia excitada.

Miranda no sabía si debíaaprovechar la oportunidad o correr a suhabitación y esconderse en el armario.

De cualquier forma, no tenía ningunabuena excusa para negarse a la peticiónde Olivia. Livvy ciertamente querríasaber por qué no quería estar a solas conTurner. ¿Y entonces qué diría ella? ¿Essólo que le dije a tu hermano que loamaba, y temo que me odie? ¿No puedoestar a solas con Turner porque temoque intente violarme? ¿No puedo estara solas con él porque me temo quepodría intentar violarle?

El pensamiento la hizo querer reír.O llorar.Pero Olivia la estaba mirando

expectante, en aquella Oliviana maneraque había perfeccionado a la edad de,oh, tres años, y Miranda se dio cuenta deque en realidad no importaba lo que

dijese o hiciese, iba a terminar siendo lapareja de Turner.

No es que Olivia fuese unamimada, aunque quizás lo era un poco.Era sólo que cualquier intento por partede Miranda para eludir el asunto seencontraría con una pregunta tan precisay tan persistente que era probable queterminase revelándolo todo.

Punto en el que tendría que huir delpaís. O al menos, encontrar una camadonde esconderse. Durante una semana.

Así que suspiró. Y asintió. Y pensóen la parte buena y en días mejores, ydedujo que ninguno era visible.

Olivia le cogió la mano y le dio unapretón.

—Oh, Miranda, ¡gracias!

—Espero que a Turner no leimporte —dijo Miranda con cautela.

—Oh, no le importará.Probablemente se pondrá de rodillas ydará gracias por no tener que pasar latarde entera conmigo. Opina que soy unamocosa.

—No es verdad.—Sí que lo es. A menudo me dice

que debería ser más como tú.Miranda se giró sorprendida.—¿En serio?—Ajá. —Pero la atención de

Olivia había regresado a Lady Chester,quien estaba completando la tarea deunir hombres y mujeres. Cuando hubofinalizado, los hombres se levantaronpara buscar a sus compañeras.

—¡Miranda y yo hemosintercambiado lugares! —exclamóOlivia cuando Turner se acercó a sulado—. ¿No te importa, no?

—Claro que no —dijo.Pero Miranda no hubiese apostado

siquiera un cuarto de penique a queestaba diciendo la verdad. Después detodo, ¿qué otra cosa podía decir él?

Lord Westholme llegó pocodespués, y aunque fue lo suficientementeeducado como para intentar ocultarlo,parecía encantado con el cambio.

Turner no dijo nada.Olivia le lanzó a Miranda un

perplejo ceño, el cual Miranda ignoró.—¡Aquí está vuestra primera pista!

—gritó Lady Chester—. ¿Podrían los

caballeros, por favor, acercarse a cogersus sobres?

Turner y Lord Westholmecaminaron hasta el centro de lahabitación y regresaron unos segundosdespués con unos crujientes sobresblancos.

—Abramos el nuestro fuera —ledijo Olivia a Lord Westholme, lanzandouna breve y pícara sonrisa a Turner yMiranda—. No me gustaría que nadienos espiase mientras discutimos nuestraestrategia.

Aparentemente, el resto decompetidores tuvieron la misma idea,porque un momento después, Turner yMiranda se encontraron en total soledad.

Él respiró hondo y plantó las

manos en sus caderas.—Yo no pedí el cambio —dijo

Miranda con rapidez—. Olivia queríaque lo hiciera.

Él alzó una ceja.—¡No fui yo! —protestó—. Livvy

está interesada en Lord Westholme, ycree que piensas que es una mocosa.

- Es una mocosa.En aquel instante Miranda no se

sintió particularmente inclinada adisentir, pero aún así dijo:

—Difícilmente podía saber lo quehacía cuando nos emparejó.

—Podrías haberte negado alcambio —dijo él sin rodeos.

—¿Oh? ¿Sobre qué base? —exigióMiranda irritada. Él no tenía por qué

estar tan disgustado porque hubiesenacabado como compañeros—. ¿Cómosugieres que le explique que nopodemos pasar la tarde juntos?

Turner no contestó porque no teníarespuesta, supuso. Simplemente diomedia vuelta sobre los talones y saliócon paso airado de la habitación.

Miranda lo observó un momento, yentonces, cuando se hizo aparente que notenía intenciones de esperarla, dejóescapar un pequeño jadeo y se apresurótras él.

—Turner, ¡no corras tanto!Él se paró en seco, los exagerados

movimientos de su cuerpo mostrabanclaramente su impaciencia hacia ella.

Cuando Miranda llegó a su lado, la

cara de él sostenía una aburrida ymolesta expresión.

—¿Sí? —dijo alargando lapalabra.

Miranda hizo lo que pudo paracontrolarse.

—¿Podemos al menos sercivilizados el uno con el otro?

—No estoy enfadado contigo,Miranda.

—Bueno, ciertamente lo finges muybien.

—Estoy frustrado —dijo, de unaforma que ella estaba totalmente segurade que iba destinada a conmocionarla. Yluego se quejó—. De muchas formas quepodrías imaginar.

Miranda podía imaginar, lo hacía a

menudo, y se sonrojó.—Abre el sobre, ¿vale? —musitó.Él se lo tendió, y ella lo rasgó para

abrirlo.—Encontrad vuestra siguiente pista

bajo un sol en miniatura —leyó.Ella le lanzó una mirada. Ni

siquiera la estaba mirando. No es que noestuviese mirándola a ella en particular,era sólo que estaba mirando al vacío,pareciendo como si más bien estuvieseen otra parte.

—El invernadero de naranjas —declaró ella, casi en el punto en el queno le importaba si él iba a participar ono—. Siempre he pensado en lasnaranjas como diminutas piezas de sol.

Él asintió bruscamente y le hizo un

gesto con el brazo para que ella fuesedelante. Pero había algo bastantedescortés y condescendiente en susmovimientos, Miranda sintió unaabrumadora urgencia de apretar losdientes y gruñir mientras se adelantabacon paso airado.

Sin decir una palabra, salió de lacasa hacia el invernadero. Realmente élno podía esperar que acabaran de unavez con aquella maldita búsqueda deltesoro, ¿verdad? Bueno, ella estaríafeliz de complacerlo. Era losuficientemente inteligente; aquellaspistas no deberían ser demasiadodifíciles de descifrar. Podrían estar devuelta en sus respectivas habitaciones enuna hora.

En efecto, encontraron una pila desobres bajo un naranjo. Sin una palabra,Turner se inclinó para coger uno y se lotendió.

Con igual silencio, Miranda rasgóel sobre. Leyó la pista y luego se la pasóa Turner.

LOS ROMANOS PODRÁNAYUDARTE A ENCONTRAR LASIGUIENTE PISTA.

Si estaba irritado por su silenciosocomportamiento, no lo demostró. Sólodobló el trozo de papel y la miró conexpresión de aburrida expectación.

—Está bajo un arco —dijo ella entono práctico—. Los romanos fueron losprimeros en usarlos como arquitectura.Hay varios en el jardín.

Así fue. Diez minutos después,recogieron otro sobre.

—¿Sabes cuántas pistas tenemosque conseguir antes de finalizar? —preguntó Turner.

Era la primera frase desde quehabían comenzando, y concernía acuándo se libraría de ella. Mirandaapretó los dientes ante el insulto, negócon la cabeza, y abrió el sobre. Teníaque permanecer serena. Si le dejabahacer siquiera una grieta en su fachada,se rompería completamente en pedazos.Dominando sus rasgos para permanecerimpasibles, sacó el trozo de papel yleyó:

—Necesitaréis cazar para lapróxima prueba.

—Algo relacionado con la caza,supongo —dijo Turner.

Ella alzó las cejas.—¿Has decidido participar?—No seas mezquina, Miranda.Ella dejó salir el aire, irritada y

decidió ignorarlo.—Hay un pequeño pabellón de

caza al este. Nos llevará al menosquince minutos caminar hasta allí.

—¿Y cómo descubriste dichopabellón?

—He estado caminando un poco.—Siempre que estoy dentro de la

casa, supongo.Miranda no vio razón para negar

aquella declaración. Turner entrecerrólos ojos hacia el horizonte.

—¿Crees que Lady Chester nosenviaría tan lejos de la casa principal?

—Hasta ahora no me heequivocado —replicó Miranda.

—Es cierto —dijo con un aburridoencogimiento de hombros—. Vamos.

Se habían abierto pasopenosamente entre los árboles durantediez minutos cuando Turner lanzó unadudosa mirada al oscurecido cielo.

—Parece que va a llover —dijolacónicamente.

Miranda levantó la mirada. Estabaen lo cierto.

—¿Qué quieres hacer?—¿Justo ahora?—No, la próxima semana. Por

supuesto que ahora, imbécil.

—¿Imbécil? —sonrió, sus blancosdientes casi la cegaron—. Me hieres.

Miranda entrecerró los ojos.—¿Por qué de repente estás siendo

tan agradable conmigo?—¿Lo estaba? —murmuró, y ella

se sintió mortificada—. Oh, Miranda,quizás me guste ser agradable contigo —continuó, con un condescendientesuspiro.

—Quizás no.—Quizás sí —dijo

intencionadamente—. Y quizás a veces,tú simplemente lo haces difícil.

- Quizás -dijo con igual arrogancia—, va a llover, y deberíamos movernos.

Un trueno ahogó su última palabra.—Quizás tengas razón —contestó

Turner, haciendo una mueca al cielo—.¿Estamos más cerca del pabellón o de lacasa?

—Del pabellón.—Entonces démonos prisa. No me

gustaría quedar atrapados en unatormenta eléctrica en mitad del bosque.

Miranda no pudo disentir, a pesarde su preocupación por la propiedad,así que comenzó a caminar más rápidohacia el pabellón de caza. Pero apenashabían avanzado diez yardas cuandocayeron las primeras gotas de lluvia.Otras diez yardas y era un aguacerotorrencial.

Turner la agarró de la mano ycomenzó a correr, arrastrándola por elcamino. Miranda iba tropezando tras él,

preguntándose si servía de algo, puestoque ya estaban calados hasta los huesos.

Unos pocos minutos después seencontraron frente al pabellón de cazade dos habitaciones. Turner agarró elpomo y lo giró, pero la puerta no semovió.

—¡Maldita sea! —musitó.—¿Está cerrada? —preguntó

Miranda entre el castañeo de susdientes.

Él asintió bruscamente con lacabeza.

—¿Qué vamos a hacer?Le respondió estrellando el hombro

contra la puerta.Miranda se mordió el labio. Eso

tenía que doler. Probó una ventana.

Cerrada.Turner volvió a empujar la puerta.Miranda se deslizó por el costado

de la casa e intentó otra ventana. Con unpequeño esfuerzo, se deslizó haciaarriba. Al mismo tiempo, oyó a Turnercaer al otro lado de la puerta. Por unmomento Miranda consideró gatear através de la ventana de todas maneras,pero más tarde decidió hacer lomagnánimo y la bajó. Había pasado porun montón de problemas para derribar lapuerta. Lo menos que ella podía hacerera dejarle creer que era su caballero dela brillante armadura.

—¡Miranda!Ella volvió corriendo al frente.—Estoy justo aquí. —Se apresuró

al interior de la casa y cerró la puertatras ella.

—¿Qué diablos estabas haciendoahí fuera?

—Siendo una persona mucho másamable de lo que podrías imaginar —musitó, deseando en ese momento habercruzado la ventana.

—¿Eh?—Sólo echaba un vistazo —dijo—.

¿Has dañado la puerta?—No mucho. Aunque el cerrojo de

seguridad está roto.Ella hizo una mueca de dolor.—¿Te has hecho daño en el

hombro?—Está bien. —Se quitó el

empapado abrigo y lo colgó en un

gancho que había en la pared—. Quítatetus... —con un gesto señaló su ligerapelliza-... como sea que llames a eso.

Miranda se colocó los brazosalrededor y negó con la cabeza.

Él le dirigió una miradaimpaciente.

—Es un poco tarde para modestiasde señorita.

—Podría entrar alguien encualquier momento.

—Lo dudo —dijo—. Imagino quetodos están a salvo y calientes en elestudio de Lord Chester, observando lascabezas que tiene colocadas en la pared.

Miranda intentó ignorar el nudo quese le acababa de formar en la garganta.Había olvidado que Lord Chester era un

ávido cazador. Inspeccionó rápidamentela habitación. Turner estaba en lo cierto.No había ningún sobre a la vista. No eraprobable que nadie tropezara con ellosen breve, y por lo que se veía fuera, lalluvia no tenía intenciones de amainar.

—Por favor, dime que no eres unade esas damas que eligen la modestiapor encima de la salud.

—No, claro que no. —Miranda sequitó la pelliza y la colgó en el ganchopróximo al de él—. ¿Sabes cómoencender un fuego? —preguntó.

—Siempre que tengamos maderaseca.

—Oh, pero debe haber alguna poraquí. Después de todo, es un pabellón decaza —levantó la vista hacia Turner con

ojos esperanzados—. ¿No le gusta a lamayoría de los hombres estar calientesmientras cazan?

- Después de que cazan —lacorrigió ausentemente mientras buscabamadera—. Y la mayoría de los hombres,Lord Chester incluido, supongo que sonlo suficientemente perezosos parapreferir el corto viaje de vuelta a la casaprincipal que esforzarse en encender unfuego aquí.

—Oh —Miranda permanecióquieta por un momento, observandocomo él se movía por la habitación.Entonces dijo—. Voy a ir a la otrahabitación a ver si hay algo de ropa secaque podamos usar.

—Buena idea. —Turner observó su

espalda mientras ella desaparecía de suvista. La lluvia le había pegado lacamisa al cuerpo, y pudo ver los cálidosy rosados tonos de su piel a través delhúmedo material. Sus partes bajas, loscuáles habían estado increíblementeheladas debido a la lluvia, se pusieroncalientes y duras con remarcablevelocidad. Maldijo y luego se dio en elpie cuando levantaba la tapa de un arcónde madera para buscar madera.

Dios misericordioso, ¿qué habíahecho para merecer aquello? Si lehubiesen entregado una pluma y papel yle ordenaran componer la torturaperfecta, nunca hubiese imaginadoaquello. Y eso que tenía una activaimaginación.

—¡Encontré madera aquí!Turner siguió la voz de Miranda

hasta la siguiente habitación.—Está justo aquí —señaló una pila

de leños cerca de una chimenea—. Creoque Lord Chester prefiere usar estachimenea cuando está aquí.

Turner miró la larga cama con susuave edredón y sus mullidasalmohadas. Tenía una verdaderamentebuena idea de por qué Lord Chesterprefería aquella habitación, y no incluíaa la corpulenta Lady Chester.Inmediatamente puso un leño en lachimenea.

—¿No crees que deberíamos usarla de la otra habitación? —preguntóMiranda. También ella había visto la

larga cama.—Es obvio que esta parece más

usada. Es peligroso usar una chimeneasucia. Podría estar atascada.

Miranda asintió lentamente, y élpudo ver que estaba intentando contodas sus fuerzas no parecer incómoda.Continuó buscando ropa seca mientrasTurner atendía el fuego, pero todo lo queencontró fueron unas viejas mantas conáspera apariencia. Turner la mirómientras se colocaba una sobre loshombros.

—¿Cachemir? —dijo él alargandola palabra.

Los ojos de Miranda de abrieroncomo platos. Él se dio cuenta de queella no había sido consciente de que la

estaba mirando. Sonrió, o en realidad,fue más bien enseñar los dientes. Quizásse sentía incómoda, pero maldita fuese,él también. ¿Creía que era fácil para él?Había dicho que lo amaba, por amor dedios. ¿Por qué demonios había ido yhecho tal cosa? ¿Es que no sabía nadade los hombres? ¿Era posible que noentendiese que esa era la única cosagarantizada para aterrorizarlo?

Él no quería que le confiase sucorazón. No quería esa responsabilidad.Había estado casado. Tenía su propiocorazón estrujado, pateado y tirado enun quemado montón de basura. La últimacosa que quería era custodiar el de otrapersona, especialmente el de Miranda.

—Usa el edredón de la cama —le

dijo con un encogimiento de hombros.Tenía que ser más cómodo que lo quehabía encontrado.

Pero ella negó con la cabeza.—No quiero arrugarlo. No quiero

que nadie sepa que estuvimos aquí.—Mmm, sí —dijo él con crueldad

—. Entonces tendría que casarmecontigo, ¿no es así?

Pareció tan afligida que él musitóuna disculpa. Buen dios, se estabavolviendo en alguien queparticularmente no le gustaba. No queríaherirla. Sólo quería...

Demonios, no sabía lo que quería.Ni siquiera podía pensar en el futuromás allá de diez minutos, justo en esemomento, no podía concentrarse en otra

cosa que no fuese mantener las manosquietas.

Se mantuvo ocupado con el fuego,dejando salir un gruñido satisfechocuando una diminuta llama amarilla porfin se curvó sobre un leño.

—Tranquila —murmuró,colocando con cuidado una pequeñarama cerca de la llama—. Ahí vamos,ahí vamos... y... ¡sí!

—¿Turner?—He encendido el fuego —

masculló, sintiéndose un poco tonto porsu emoción. Se enderezó y se giró. Ellaaún estaba sujetando la raída mantaalrededor de sus hombros.

—Te hará poco bien una vez que seempape gracias a tu camisa —comentó

él.—No tengo mucho donde elegir,

¿no?—Eso depende de ti, supongo. En

cuanto a mí, voy a secarme. —Sus dedosfueron hacia los botones de su camisa.

—Quizás debería irme a la otrahabitación —susurró ella.

Turner notó que no se habíamovido ni un centímetro. Se encogió dehombros, y luego se quitó la camisa porentero.

—Debería irme —susurró denuevo.

—Entonces vete —dijo él. Pero suslabios se curvaron.

Ella abrió la boca como si fuese adecir algo, pero la cerró.

—Yo... —se interrumpió, unamirada de horror cruzó sus facciones.

—¿Tú qué?—Debo irme. —Y esta vez lo hizo,

dejó la habitación con prontitud.Turner sacudió la cabeza cuando se

fue. Mujeres. ¿Alguien las entendía?Primero decía que lo amaba. Luegodecía que quería seducirlo. Y más tardelo evitaba durante dos días. Ahoraparecía aterrada.

Volvió a menear la cabeza, esta vezmás rápido, su pelo roció agua por lahabitación. Envolviéndose una de lasmantas alrededor de los hombros, separó frente al fuego y se secó. Sinembargo, sentía las piernascondenadamente incómodas. Miró de

soslayo la puerta. Miranda la habíacerrado de golpe tras ella cuando se fue,y dado su presente estado de virginalvergüenza, dudaba que entrase sin tocar.

Se quitó los pantalones conrapidez. El fuego comenzó a calentarloinmediatamente. Volvió a echar unvistazo a la puerta. Sólo por si acaso,bajó la manta y se la enrolló alrededorde la cintura. De hecho, se parecíabastante a un kilt.

Volvió a pensar de nuevo en laexpresión de su cara justo antes de quesaliese corriendo de la habitación.Vergüenza virginal y algo más. ¿Erafascinación? ¿Deseo?

¿Y qué había estado a punto dedecir? No había sido “debería irme”,

que fue lo que en realidad dijo.Si se le hubiese acercando, le

hubiese cogido la cara entre sus manos ysusurrado, “Dime”, ¿qué habría dichoella?

3 DE JULIO DE 1819.

Casi se lo vuelvo a decir. Y creoque lo supo. Creo que él sabía lo queiba a decirle.

CAPÍTULO 11

Turner estaba tan ocupadopensando en cuánto le gustaría tocar a

Miranda —en cualquiera y por todaspartes— que olvidó por completo quedebía estar congelándose el trasero en laotra habitación. Sólo cuando se diocuenta de que por fin estaba calentito sele ocurrió que ella no lo estaba.Maldiciéndose una y otra vez y diezveces más por ser un idiota, se levantó ycaminó a zancadas hacia la puerta queella había cerrado entre ambos. La abrióde un tirón y profirió otra sarta demaldiciones cuando la vio acurrucada enel suelo, temblando violentamente.

—Pequeña tonta —dijo—.¿Intentas matarte?

Ella levantó la vista, sus ojos seensancharon al verlo. Turner recordó depronto que estaba apenas vestido.

—Mierda —murmuró para símismo, entonces sacudió la cabeza conexasperación y tiró de ella hasta ponerlade pie.

Miranda salió de su aturdimiento ycomenzó a luchar.

—¿Qué estás haciendo?—Devolviéndote algo de sentido

común.—Estoy perfectamente bien —dijo,

aunque sus estremecimientos eran laprueba de que mentía.

—Y un cuerno. Me estoycongelando sólo por hablar contigo. Venjunto al fuego.

Ella miró con anhelo lasanaranjadas llamas que chisporroteabanen la habitación contigua.

—Sólo si te quedas aquí.—Bien —dijo él. Cualquier cosa

para que entrase en calor. Con unempujón poco amable, la dirigió en ladirección adecuada.

Miranda se detuvo cerca del fuegoy extendió las manos hacia delante. Unbajo gemido de felicidad se escapó desus labios, viajando al otro lado de lahabitación y golpeándole directamenteen el estómago.

Dio un paso hacia delante,fascinado por la pálida y casitranslúcida piel del dorso de su cuello.

Miranda volvió a suspirar,entonces se giró para calentarse laespalda. Se alejó unos centímetros de unsalto, sobresaltada al verlo tan cerca.

—Dijiste que te irías —le acusó.—Mentí. —Turner se encogió de

hombros—. No tengo la menor pizca defe en que te secarás apropiadamente.

—No soy una niña.Él lanzó un vistazo a sus pechos. Su

vestido era blanco, y pegado a su pielcomo estaba, podía distinguir el oscurocolor rosáceo de sus pezones.

—Es obvio que no lo eres.Los brazos de ella volaron a su

pecho.—Gírate si no quieres que te mire.Ella lo hizo, pero no antes de

quedarse con la boca abierta ante suaudacia.

Turner observó su espalda duranteun largo rato. Era casi tan adorable

como lo había sido su parte delantera.La piel del cuello era de alguna formahermosa, y unos pocos rizos de su pelose le habían escapado del peinado y securvaban debido a la humedad. Olíacomo rosas humedecidas, y le costótodas sus fuerzas no alargar la mano ydeslizarla a lo largo de su brazo.

No, no por su brazo, por suscaderas. O quizás por la pierna. O puedeque...

Él respiró de forma entrecortada.—¿Ocurre algo? —Ella no se giró,

aunque su voz sonaba nerviosa.—Nada en absoluto. ¿Estás

entrando en calor?—Oh, sí —pero incluso mientras

decía aquello, se estremeció.

Antes de que Turner se diese a símismo la oportunidad de pensar en ello,alargó la mano y le desabrochó la falda.

De la boca de ella emergió unestrangulado grito.

—Nunca te calentarás con estacosa pegada a ti como un carámbano. —Comenzó a tirar de la tela hacia abajo.

—No creo que... Sé que... Estorealmente...

—¿Sí?—Es una mala idea.—Probablemente. —La falda cayó

al suelo en un montón empapado,dejando a Miranda vestida únicamentecon su delgada blusa, la cual se lepegaba como una segunda piel.

—Oh, Dios mío. —Intentó

cubrirse, pero obviamente no sabía pordonde comenzar. Cruzó los brazos,luego bajó una mano para tapar el lugardonde se unían sus piernas. Entoncesdebió darse cuenta de que no estaba nisiquiera de cara a él, así que alargó lasmanos a los lados y las colocó sobre sutrasero.

Turner casi esperó a que se loapretase.

—¿Podrías, por favor, simplementeirte? —dijo en un mortificado susurro.

Quería hacerlo. Querido Dios,sabía que debía obedecer su petición.Pero sus piernas se negaban firmementea moverse, y no podía apartar los ojosde la visión de su exquisitamenteredondo trasero cubierto por sus

esbeltas manos.Unas manos que temblaban de frío.Maldijo otra vez, recordando el

por qué en un inicio le había arrancadola falda.

—Acércate más al fuego —ordenó.—¡Más cerca y me meteré dentro!

—Le espetó ella—. Tan sólo vete.Él retrocedió un paso. Le gustaba

más cuando expulsaba fuego.—¡Fuera!Caminó hasta la puerta y la cerró.

Miranda se quedó totalmente quietadurante un momento, entonces por findejó caer la manta que tenía alrededorde los hombros mientras se arrodillabaante el fuego.

El corazón de Turner le latió con

fuerza en el pecho, tan alto, de hecho,que se sorprendió de que no hubiesedelatado su presencia.

Miranda suspiró y se tumbó.Turner se puso incluso más duro,

una proeza que no creía posible.Ella apartó las pesadas trenzas del

cuello y movió la cabeza alrededorlánguidamente.

Turner gimió.El corazón de Miranda dio un

vuelco.—¡Bribón! —Escupió, olvidando

cubrirse.—¿Bribón? —Tuvo que alzar una

ceja ante la anticuada palabra.—Bribón, calavera, demonio,

como quieras llamarlo.

—Culpable, me temo.—Si fueras un caballero, te irías.—Pero tú me amas —dijo, sin estar

seguro de por qué se lo recordaba.—Eres horrible por sacar ese tema

a colación —susurró ella.—¿Por qué?Miranda lo miró con dureza,

asombrada de que lo hubiesepreguntado.

—¿Por qué te amo? No lo sé.Ciertamente no lo mereces.

—No —coincidió él.—De todas maneras, no tiene

importancia. No creo que te siga amando—dijo con rapidez. Cualquier cosa parapreservar su magullado orgullo—.Tenías razón. Fue un encaprichamiento

de colegiala.—No, no lo fue. Y no dejas de

estar enamorada de alguien con tantarapidez.

Los ojos de Miranda se abrieroncomo platos. ¿Qué estaba diciendoTurner? ¿Quería su amor?

—Turner, ¿qué es lo que quieres?—A ti. —Las palabras fueron

apenas un susurro, como si a duraspenas tuviera el valor suficiente paradecirlas.

—No, no es verdad —dijo, máspor nervios que por otra cosa—. Tú lodijiste.

Él dio un paso adelante. Iría alinfierno por aquello, pero primero iríaal cielo.

—Te quiero a ti —dijo. Y eraverdad. La deseaba con más fuerza, conmás ardor e intensidad de la quesiquiera podía comprender. Aquello ibamás allá del deseo.

Más allá de la necesidad.Era inexplicable, y seguramente era

irracional, pero estaba allí, y no podíaser negado.

Lentamente, cerró la distancia entreambos. Miranda se quedó paralizadajunto al fuego, sus labios seentreabrieron, su respiración se volvíasuperficial.

—¿Qué vas a hacer? —susurró.—Debería ser obvio en este

momento. —Y en un único y fluidomovimiento, se inclinó hacia delante y la

levantó.Miranda no se movió, no luchó

contra él. La calidez del cuerpo deTurner era embriagadora. La llenó,derritiéndole los huesos, haciéndolasentir deliciosamente lasciva.

—Oh, Turner —suspiró.—Oh, sí. —Los labios de él

dibujaron una línea por su mandíbulamientras la dejaba con suavidad yreverencia sobre la cama.

En el último momento, antes decubrir su cuerpo con el de él, Mirandasólo pudo mirarlo, pensando que lohabía amado desde siempre, que cadauno de sus sueños, cada pensamiento aldespertar, habían conducido a aquelmomento. Él aún no había pronunciado

las palabras que harían que su corazónechara a volar, pero ahora aquello noparecía importar. Los ojos de élresplandecían brillantes, con tantaintensidad que Miranda pensó que debíaquererla al menos un poco. Y aquellopareció ser suficiente.

Suficiente para hacer aquelloposible.

Suficiente para hacerlo correcto.Suficiente para que fuese perfecto.Miranda se hundió en el colchón

cuando el peso de él se asentó sobreella. Alzó la mano para tocar su espesocabello.

—Es tan suave —murmuró—. Quédesperdicio.

Turner levantó la cabeza y bajó la

vista hacia ella con asombro.—¿Desperdicio?—En un hombre —dijo con una

sonrisa tímida—. Como las pestañaslargas. Las mujeres matarían por eso.

—Lo harían, ¿verdad? —Él lesonrió—. ¿Y cómo calificarías a mispestañas?

—Muy, muy alto.—¿Y tú matarías por unas pestañas

largas?—Mataría por las tuyas.—¿En serio? ¿No crees que son un

poco claras para tu oscuro cabello?Ella lo palmeó en broma.—Las quiero pestañeando contra

mi cara, no pegadas a mis párpados,tonto.

—¿Acabas de llamarme tonto?Ella le sonrió abiertamente.—Sí.—¿Crees que esto es ser tonto? —

Movió su mano hacia arriba por sudesnuda pierna.

Ella negó con la cabeza, el alientoabandonó su cuerpo en segundos.

—¿Y esto? —Su mano se cerrósobre su pecho.

Ella gimió incoherentemente.—¿Lo es?—No —logró decir ella.—¿Cómo se siente?—Bien.—¿Eso es todo?—Maravilloso.—¿Y?

Miranda respiró de forma irregular,intentando no concentrarse en el dedoíndice de él, el cuál trazaba perezososcírculos a través de la fina seda quecubría su arrugado pezón. Y dijo laúnica palabra que parecía describirlo.

—Chispeante.Él sonrió con sorpresa.—¿Chispeante?Lo único que pudo hacer fue

asentir. El calor de él la tocaba portodas partes, y era tan sólido, tan duro ytan masculino... Miranda se sentía comosi estuviese deslizándose por el bordede un precipicio. Estaba cayendo,cayendo, pero no quería ser salvada.Sólo quería llevarse a él con ella.

Le estaba mordisqueando la oreja,

luego su boca estaba en el hueco de suhombro, los dientes tiraban del finotirante de su camisa.

—¿Cómo te sientes? —preguntó élcon voz ronca.

—Ardiendo. —Era la únicapalabra que parecía describir cadacentímetro de su cuerpo.

—Mmmm, bien. Así es como megustas. —Su mano se coló bajo lasedosa tela y acunó su pecho desnudo.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Turner! —Arqueó la espalda bajo él, dándole sinquerer un mejor acceso.

—¿Dios o yo? —dijo él burlón.La respiración de Miranda salía en

cortos jadeos.—No... lo... sé.

Turner deslizó su otra mano bajo eldobladillo de su blusa y la empujó haciaarriba hasta que sintió la suave curva desu cadera.

—Vistas las circunstancias —murmuró contra su cuello—, creo quesoy yo.

Ella sonrió débilmente.—Por favor, nada de religión. —

No necesitaba que le recordaran que susacciones iban contra cualquier principioque le hubiesen enseñado en la iglesia,el colegio, en casa, y en cualquier otrositio.

—Con una condición.Ella abrió los ojos como platos,

interrogante.—Tienes que quitarte esta

condenada cosa.—No puedo. —Se ahogó con las

palabras.—Es adorable y suave, y te

compraré cientos de ellas, pero si no telibras ahora mismo de esto, lo haréjirones. —Como para demostrar suurgencia, apretó su cadera más cerca deella, recordándole la intensidad de suexcitación.

—Simplemente no puedo. No sépor qué. —Tragó saliva—. Pero túpuedes.

Una de las esquinas de la boca deTurner se alzó en una astuta sonrisa.

—No era la respuesta queesperaba, pero ciertamente es unarespuesta que apruebo. —Se arrodilló

sobre ella y empujó la camisa más y másarriba hasta que dejó atrás los pechos yla deslizó por la cabeza.

Miranda sintió el aire frío soplarsobre la piel desnuda pero, por extrañoque pareciese, ya no sentía la necesidadde cubrirse. Parecía perfectamentenormal que aquel hombre pudiese ver ytocar cada centímetro de su cuerpo. Losojos de él barrieron posesivos suencendida piel, y se sintió excitada antela fiereza de su expresión. Queríapertenecerle de todas las maneras en queuna mujer podía pertenecerle a unhombre. Quería perderse en su ardor yfuerza.

Y quería que se entregase a ellacon igual totalidad.

Levantó la mano y la colocó contrasu pecho, dejando que las yemas de susdedos rozaran el plano pezón marrón. Élse estremeció en respuesta.

—¿Te he hecho daño? —susurróansiosa.

Él negó con la cabeza.—Otra vez —dijo en tono áspero.Imitando su caricia previa, cogió la

punta del pezón entre el pulgar y elíndice. Se endureció bajo su caricia,haciéndola sonreír de placer. Como sifuese una niña descubriendo un juguetenuevo, alargó la mano hacia un ladopara jugar con el otro. Turner, dándosecuenta de lo rápidamente que estabaperdiendo el control bajo los curiososdedos de ella, puso su mano sobre las de

ella, manteniéndolas inmóvil. La miródurante un minuto entero, con sus ojosazules fieros. Su mirada era tan intensaque Miranda tuvo que luchar contra laurgencia de apartar la mirada. Pero seobligó a mantener su mirada al nivel dela de él. Quería que supiese que noestaba asustada, que no sentíavergüenza, y más importante aún, que lodecía en serio cuando decía que loamaba.

—Tócame —susurró.Pero él parecía congelado en su

lugar, su mano aún sosteniendo las suyascontra el pecho. Parecía raro, dividido,casi... asustado.

—No quiero hacerte daño —dijoronco.

Y ella no sabía cómo terminóasegurándole que todo estaría bien, peromurmuró.

—No lo harás.—Yo...—Por favor —rogó. Lo necesitaba.

Lo necesitaba ahora.Su apasionado ruego se abrió pasó

por las reservas de Turner, y con ungruñido la empujó hacia arriba contra élpara besarla con dureza antes de volvera bajarla hasta la cama. Esta vez bajójunto con ella, la dura longitud de sucuerpo presionaba sus pechos. Lasmanos de él estaban por todas partes,estaba gimiendo su nombre, y cadacaricia y cada sonido parecían atizar lallama en su interior.

Necesitaba sentirlo. Cadacentímetro.

Tiró de su improvisado kilt,deseando deshacerse de la últimabarrera entre ellos. Sintió la fricciónmientras se deslizaba, y entonces nohubo nada más allí... excepto Turner.

Jadeó ante la excitación de él.—Oh, Dios mío.Y aquello lo hizo reír.—No, sólo yo. —Enterró la cara en

el hueco de su cuello—. Ya te lo dije.—Pero eres tan...—¿Grande? —Sonrió contra ella

—. Es tu culpa, cielo.—Oh, no. —Se retorció bajo él—.

No puedo haber hecho eso.Él se presionó más firmemente

contra ella.—Shhh.—Pero quiero...—Lo harás. —La silenció con un

ardiente beso, no del todo seguro de loque acababa de prometerle. Una vez quela tuvo gimiendo otra vez, apartó suboca de la de ella y forjó un ardientesendero hasta su ombligo. Su lenguatrazó un círculo a su alrededor y seintrodujo escandalosamente dentro. Lasmanos estaban en sus muslos,abriéndolos con facilidad,extendiéndolas para su invasión.

Quería besarla. Devorarla, pero nocreyó que estuviese lista para unaintimidad así, y en lugar de eso, empujóuna de sus manos...

Y deslizó un dedo en su interior.—¡Turner! —gritó, y él no pudo

evitar una sonrisa de satisfacción.Movió con ligereza el pulgar sobre lossuaves y rosáceos pliegues, revelándoseen la forma en que ella se retorcía bajoél. Tuvo que mantenerle quietas lascaderas con la mano libre para evitarque se cayese de la cama.

—Ábrete para mí —gimió,arrastrando su boca de vuelta a la deella.

La oyó soltar un pequeño grito deplacer, y sus piernas parecieron casiderretirse, deslizándose aún más lejoshasta que la punta de su erecciónpresionó contra ella, probando susuavidad. Turner movió los labios hasta

su oreja y susurró.—Ahora voy a hacerte el amor.Ella asintió, sin aliento.—Voy a hacerte mía.—Oh, sí, por favor.Se movió lentamente hacia delante,

paciente contra su apretada inocencia.Lo estaba matando, pero iba arefrenarse. Quería más que nada en elmundo hundirse en ella con fuertes yfuriosos embates, pero aquello tendríaque esperar para otro momento. No ensu primera vez.

—¿Turner? —susurró, y él se diocuenta de que había permanecido quietoalgunos segundos. Apretando losdientes, se retiró lentamente hasta queúnicamente su punta quedó dentro de

ella.Miranda se agarró con fuerza a sus

hombros.—Oh, no, Turner. ¡No te vayas!—Shhhh. No te preocupes. Sigo

aquí. —Volvió a entrar.—No me dejes —susurró ella.—No lo haré. —Alcanzó su

virginidad y gruñó ante la resistencia—.Esto va a doler, Miranda.

—No me importa. —Sus dedos sele clavaron en la piel.

—Quizás después te importe. —Presionó un poco más allá, intentándolocon tanto cuidado como podía.

Se arqueó bajo él, gimiendo sunombre. Los brazos envueltos alrededorde su cuerpo, y sus dedos presionando

espasmódicamente en su espalda.- Por favor, Turner —rogó—. Oh,

por favor. Por favor, por favor.Incapaz de seguirse controlando,

Turner se hundió hasta el final,estremeciéndose ante la exquisitasensación de ella apretada a sualrededor. Pero Miranda se puso rígidabajo él, y la oyó hacer una mueca dedolor.

—Lo siento —dijo con rapidez,intentando quedarse quieto e ignorar lasdolorosas demandas de su cuerpo—. Losiento. Lo siento mucho. ¿Duele?

Ella apretó los ojos y negó con lacabeza.

Él borró las diminutas lágrimas quese estaban formando en la comisura de

sus ojos con besos.—No mientas.—Sólo un poco —admitió en un

susurro—. Fue más la sorpresa que otracosa.

—Mejorará —dijo fervientemente—. Te lo prometo. —Se apoyó en susantebrazos para mantenerla libre de supeso, y se movió de nuevo lentamente,con embates seguros, cada uno trajo unasacudida de deseo con su suave fricción.

Mientras tanto, tenía la mandíbulaapretada con concentración, cadamúsculo de su cuerpo tenso y apretadocon la tensión de mantenerse controlado.Dentro y fuera, dentro y fuera, recitabapara sí mismo. Si se salía de ritmo sólopor un segundo, perdería el control por

completo. Tenía que mantenerlo porella. No estaba preocupado por él, sabíaque alcanzaría el cielo antes de que lanoche acabase.

Sino por Miranda... Todo lo quesabía es que sentía una intensaresponsabilidad por asegurarse de quetambién encontrase el éxtasis. Nuncaantes había estado con una virgen, asíque no estaba seguro hasta que puntosería posible, pero por Dios, iba aintentarlo. Temía que incluso hablar lohiciera estallar, pero logró decir:

—¿Cómo te sientes?Miranda abrió los ojos y parpadeó.—Bien. —Sonaba sorprendida—.

Ya no duele.—¿Ni un poco?

Ella negó con la cabeza.—Me siento muy bien... y

hambrienta. —Hizo correr sus dedosvacilantes por la espalda de él.

Turner se estremeció ante su toqueligero como la pluma y sintió cómo se leescapaba el control.

—¿Cómo te sientes tú? —susurróella—. ¿También estás hambriento?

Gruñó algo que ella no pudoentender y comenzó a moverse másrápido. Miranda sintió su abdomenapretarse, luego una insoportabletensión. Comenzaron a hormiguearle losdedos de las manos y de los pies, yentonces, cuando estuvo segura de quesu cuerpo se rompería en cientos depequeñas piezas, algo en su interior se

partió, y las caderas se le alzaron fueradel colchón con tanta fuerza que inclusolo levantó a él.

—¡Oh, Turner! —chilló—.¡Ayúdame!

Él bombeó hacia delante más lento.—Lo haré —gimió—. Lo juro. —Y

entonces gritó, su cara lució como sisintiese dolor, y por fin, exhaló,derrumbándose contra ella.

Yacieron unidos durante algunosminutos, húmedos por el esfuerzo.Miranda adoró el peso de él sobre ella,adoró el sentimiento de lánguidasatisfacción. Le tocó ociosamente elpelo con la mano, deseando que elmundo alrededor de ellos simplementedesapareciera. ¿Durante cuánto tiempo

podrían permanecer así, a salvo en elpequeño pabellón de caza, antes de quelos echaran de menos?

—¿Cómo te sientes? —le preguntóella suavemente.

Los labios de él se curvaron en unajuvenil sonrisa.

—¿Cómo crees que me siento?—Bien, espero.Rodó encima de ella, se apoyó

sobre un codo, y la cogió por debajo dela barbilla con dos dedos.

—Bien, lo sé —dijo, enfatizandodeliberadamente la última palabra.

Miranda sonrió. Una no podíaesperar nada mejor que aquello.

—¿Qué tal tú? —preguntó en vozbaja, la preocupación marcando su ceño

fruncido—. ¿Estás dolorida?—No lo creo. —Se movió como

para verificar su cuerpo—. Quizásluego.

—Lo estarás.Miranda frunció el ceño. Entonces,

¿tenía mucha experiencia en desflorarvírgenes? Había dicho que Leticia yahabía estado embarazada cuando secasaron. Y apartó el pensamiento de sumente. No quería pensar en Leticia.Ahora no. La esposa muerta de Turnerno tenía lugar en la cama con ellos.

Y se encontró fantaseando conbebés. Pequeños rubios, con brillantesojos azules, sonriéndole con regocijo.Un Turner en miniatura, eso es lo quequería. Suponía que un bebé podría

parecerse a ella y tener que cargar consu singular color, pero en su mente, eratodo Turner, de los pies a la cabeza.

Cuando finalmente abrió los ojos,lo vio mirándola, y él le tocó la boca,junto a la comisura que se había estadocurvando hacia arriba.

—¿Qué te ha tenido tan absorta? —murmuró, con su voz cargada desatisfacción.

Miranda evitó su mirada,avergonzada por la dirección de suspensamientos.

—Nada importante —murmuró—.¿Aún llueve?

—No lo sé —contestó, y se levantópara echar un vistazo por la ventana.

Miranda empujó las sábanas sobre

su cuerpo desnudo, deseando no haberpreguntado por el tiempo. Si habíadejado de llover, tendrían que volver ala casa principal. Seguramente, a esasalturas ya les habían echado de menos.Podrían afirmar que habían buscadorefugio bajo la lluvia, pero aquellaexcusa sonaría falsa si no volvían tanpronto como aclarara el tiempo.

Turner volvió a colocar lascortinas en su sitio y se giró para estarfrente a ella, y Miranda contuvo elaliento ante la pura y masculina bellezade él. Había visto dibujos de estatuas enlos muchos libros de su padre, e inclusohabía poseído una miniatura de laestatua de David en Florencia. Peronada se comparaba al hombre vivo de

pie ante ella, y bajó la vista al suelo,temiendo que el mero hecho de verlovolviera a seducirla.

—Aún llueve —dijo sereno—.Pero se está despejando. Deberíamoslimpiar nuestro, eh, desorden, asíestaremos listos para irnos en elmomento en que se despeje.

Miranda asintió.—¿Podrías alcanzarme mi ropa?Alzó una ceja.—¿Modestia ahora?Ella asintió. Quizás era algo tonto,

después de su comportamiento lascivo,pero no era tan sofisticada como paralevantarse desnuda de la cama conalguien más en la habitación. Ladeó lacabeza hacia la falda, que estaba todavía

sobre el suelo en un montón.—¿Podrías, por favor?La recogió y se la tendió. Aún

estaba húmeda en algunos sitios puestoque Miranda no se había preocupado deponerla extendida, pero había estado losuficientemente cerca del fuego, no seríatan horrible. Se vistió con rapidez yarregló la cama, apretando con cuidadoy tensando bien las sábanas, en la formaen que había visto hacerlo a lasdoncellas en casa. Fue un trabajo másduro de lo que esperaba, con eso detener la cama contra la pared.

Cuando por fin tanto ellos como elpabellón estuvieron presentables, lalluvia se había diluido hasta convertirseen una vaga llovizna.

—Supongo que nuestras ropas nose mojarán mucho más de lo que yaestán —dijo Miranda mientras sacaba lamano por la ventana para evaluar lalluvia.

Él asintió, y se pusieron en caminode vuelta a la casa principal. No dijonada, y Miranda tampoco fue capaz deromper el silencio. ¿Qué iba a pasarahora? ¿Tenía que casarse con ella?Debería, por supuesto, si era elcaballero que siempre había pensadoque era, lo haría, pero nadie sabía queella había sido comprometida. Y él laconocía lo suficientemente bien comopara no preocuparse de que se locontara a alguien para atraparlo enmatrimonio.

Quince minutos después, seencontraban justo delante de losescalones que conducían a la puertaprincipal de Chester House. Turner hizouna pausa y miró a Miranda, sus ojosserios y decididos.

—¿Estarás bien? —preguntóamablemente.

Ella parpadeó varias veces. ¿Porqué le estaba preguntando eso ahora?

—No podremos hablar una vezestemos dentro —explicó Turner.

Ella asintió, tratando de ignorar lasensación de desazón de su estómago.Algo no iba del todo bien.

Él se aclaró la garganta y tiró delcuello como si la corbata estuviesedemasiado apretada. Se volvió a aclarar

la garganta, y volvió a hacerlo unatercera vez.

—Me notificarás si surge algunasituación por la que debamos actuar conrapidez.

Miranda asintió una vez más,intentando discernir si aquello habíasido una afirmación o una pregunta. Unpoco de ambas, decidió. Y no estabasegura de por qué eso importaba.

Turner respiró hondo.—Necesitaré algo de tiempo para

pensar.—¿En qué? —preguntó, antes de

tener la oportunidad de pensarlo mejor.¿No debería ser todo simple ahora?¿Qué quedaba por debatir?

—Sobre mí mismo, principalmente

—dijo, con la voz ligeramente ronca, yquizás un poco distante—. Pero te verédentro de poco, y lo arreglaré todo. Notienes de qué preocuparte.

Y entonces, puesto que Mirandaestaba harta de esperar, y harta de sertan malditamente conveniente, dejóescapar.

—¿Vas a casarte conmigo?Porque por Dios, era como si el

hombre estuviese hablando a través dela niebla.

Él pareció sorprendido por laestridente pregunta de ella, pero aún así,dijo bruscamente.

—Por supuesto. —Y mientrasMiranda esperaba el júbilo que sabíaque debería sentir, él añadió—. Pero no

veo razón para apurarnos a menos quese nos presente una razón de peso.

Ella asintió y tragó saliva. Un bebé.Quería casarse con ella sólo si había unbebé. Lo haría pasase lo que pasase,pero cuando a él le pareciese.

—Si nos casamos ahora mismo —dijo—, sería obvio que tenemos quehacerlo.

—Que tú tienes que hacerlo —musitó Miranda.

Él se inclinó hacia delante.—¿Umm?—Nada. —Porque sería humillante

volver a decirlo. Porque ya erahumillante el haberlo dicho una vez.

—Deberías entrar —dijo él.Asintió. Se estaba volviendo una

experta en asentir.Siempre un caballero, Turner

inclinó la cabeza y cogió el brazo deMiranda. Entonces la condujo al salón yactuó como si no tuviese nada por lo quepreocuparse.

3 DE JULIO DE 1819

Y después de que pasó eso, novolvió a dirigirme la palabra ni unasola vez.

CAPÍTULO 12

Cuando al día siguiente Turnerregresó a casa, se retiró a su estudio con

un vaso de brandy y la mente enturbiada.La fiesta en la casa de Lady Chester noestaba programada para terminar hastadentro de unos días, pero se habíainventado una historia acerca de unosasuntos urgentes que tenía que tratar consus abogados en la ciudad y se habíaretirado antes. Estaba bastante seguro depoder comportarse como si nada hubierapasado, pero no estaba tan seguro de siMiranda podría. Era inocente —almenos lo había sido— y no estabaacostumbrada a ese tipo de fingimientos.Y en consideración a su reputación, tododebía aparecer escrupulosamentenormal.

Lamentaba no haber tenido ocasiónde explicarle las razones para su partida

prematura. No pensaba que ella pudierasentirse ultrajada; después de todo, lehabía dicho que necesitaba un tiempopara pensar. También le había dicho quecontraerían matrimonio; seguramente nopondría en duda sus intenciones portomarse unos pocos días para cavilaracerca de su inesperada situación.

No se le escapaba la enormidad desus actos. Había seducido a una jovendama soltera. Una que verdaderamentele gustaba y a la cual respetaba. Una a laque su familia adoraba.

Para un hombre que no tenía deseosde volverse a casar, era evidente que nohabía estado pensando con el cerebro.

Gimiendo, se hundió en un sillón yrecordó las reglas que él y sus amigos

habían establecido unos años atráscuando habían dejado Oxford parasumergirse en los placeres de Londres yla alta sociedad. Sólo eran dos. Noinvolucrarse con damas casadas, a noser que fuera extremadamente obvio quea su marido no le importaba. Y porsobre todas las cosas, nada de vírgenes.Nunca, nunca, nunca seducir a unavirgen.

Nunca.Tomó otro trago de su bebida. Buen

Dios. Si necesitaba una mujer, habíadocenas que hubieran sido másconvenientes. La adorable y jovencondesa viuda había estadofrecuentándolo bastante agradablemente.Katherine hubiera sido la amante

perfecta, y no habría habido necesidadde casarse con ella.

Matrimonio.Lo había intentado una vez, cuando

poseía un corazón romántico y estrellasen los ojos, y lo había destruido. Erarealmente gracioso. En el matrimonio,las leyes de Inglaterra le daban absolutaautoridad al marido, pero nunca se habíasentido con menos control de su vidaque cuando había estado casado.

Leticia había enterrado su corazónen la tierra y lo había convertido en unhombre colérico y desalmado. Sealegraba de que hubiera muerto. Sealegraba. ¿En qué clase de hombre loconvertía eso? Cuando el mayordomo lohabía encontrado en su estudio, y

vacilando le informó que había habidoun accidente, y que su esposa estabamuerta, Turner ni siquiera se habíasentido aliviado. El alivio al menoshubiera sido una emoción inocente. No,el primer pensamiento de Turner habíasido...

Gracias a Dios.Y sin importar que tan despreciable

pudiera haber sido Leticia, sin importarcuantas veces hubiera deseado nohaberse casado nunca con ella, ¿nodebería haber sentido algo máscaritativo ante su muerte? ¿O al menos,aunque sea algo que no fuera tanenteramente poco caritativo?

Y ahora... y ahora... Bueno, laverdad era que no deseaba casarse. Era

lo que había decidido cuando habíantraído el cuerpo roto de Leticia a lacasa, y fue lo que volvió a ratificarcuando estuvo ante su tumba. Habíatenido una esposa. No deseaba otra. Almenos no en un futuro cercano.

Pero a pesar de los mejoresesfuerzos de Leticia, aparentemente nohabía matado todo lo que era bueno ycorrecto en él, porque aquí estaba,planeando casarse con Miranda.

Sabía que era una buena mujer, ysabía que nunca lo traicionaría pero,Dios querido, sí que podía ser testaruda.Turner la recordó en la tienda de libros,asaltando al propietario con su retículo.Ahora se convertiría en su esposa. Lecorrespondería a él mantenerla apartada

de los problemas.Maldijo y tomó otro trago. No

deseaba esa clase de responsabilidad.Era demasiado. Sólo deseaba descansar.¿Era eso pedir demasiado? Un descansode tener que pensar en alguien más queno fuera él mismo. Un descanso de tenerque preocuparse, de tener que protegersu corazón de otro golpe.

¿Era eso ser demasiado egoísta?Probablemente. Pero después de Leticia,se merecía un poco de egoísmo.Ciertamente, era necesario.

Pero por otra parte, el matrimoniopodría traer algunos beneficiosoportunos. Con sólo pensar en Miranda,comenzó a cosquillearle la piel. En lacama, debajo de él. Y luego cuando

comenzó a imaginarse lo que podríatraer el futuro...

Miranda. De vuelta en la cama. Yotra vez en la cama. Y otra vez en lacama. Y otra vez...

¿Quién lo hubiera pensado?Miranda.

Matrimonio. Con Miranda.Y razonó, apurando el resto de la

bebida, realmente le gustaba más quecasi todo el resto de las personas. Eraciertamente más interesante y más amenapara conversar que cualquiera de lasotras damas de la alta sociedad. Si unodebía tener una esposa, probablementebien podría ser Miranda. Era unamaldita mejor visión que cualquier otra.

Se le ocurrió que no estaba

enfocando este asunto de una maneraterriblemente romántica. Necesitaríamás tiempo para pensarlo. Tal vezdebería irse a la cama con la esperanzade que su mente estuviera más clara porla mañana. Con un suspiro, dejó el vasoen la mesa y se puso de pie, luego lopensó mejor y volvió a levantar el vaso.Otro brandy bien podría ser justo lo quenecesitaba.

A la mañana siguiente, a Turner lelatía la cabeza, y seguramente su menteno estaba más dispuesta a lidiar con elasunto que tenía entre manos de lo quelo había estado la noche anterior. Porsupuesto, todavía planeaba casarse conMiranda... un caballero no comprometía

a una dama de buena cuna sin pagar lasconsecuencias.

Pero odiaba el sentimiento de estarsiendo apresurado. No le importaba queeste enredo fuera enteramente culpasuya; necesitaba sentir que habíasolucionado todas las cosas a su propiasatisfacción.

Fue por eso que, cuando bajó adesayunar, la carta de su amigo LordHarry Winthrop fue una distracción muybienvenida. Harry estaba considerandocomprar una propiedad en Kent. ¿Leapetecía a Turner ir y darle un vistazopara ofrecerle su opinión?

Turner había partido en menos deuna hora. Era sólo por unos pocos días.Se haría cargo de Miranda a su regreso.

A Miranda no le importódemasiado que Turner abandonara lafiesta antes de tiempo. De haber podidoella hubiera hecho lo mismo. Además,podía pensar más claramente en suausencia, y aunque realmente no habíamucho que debatir —se habíacomportado de forma contraria a cadaprincipio por los cuales había sidoeducada, y si no se casaba con Turner,estaría deshonrada para siempre—, almenos era un pequeño alivio sentirseparcialmente con el control de susemociones.

Unos días después cuandoregresaron a Londres, Miranda teníaplena esperanza de que Turner diera la

cara inmediatamente. Realmente no teníaintención de atraparlo en el matrimonio,pero un caballero era un caballero y unadama era una dama, y cuando ambos sejuntaban, en general lo que seguía era unmatrimonio. Él lo sabía. Y había dichoque se casaría con ella.

Y seguramente querría hacerlo. Sehabía sentido profundamente conmovidapor la intimidad compartida... él debíahaber sentido algo también. Elsentimiento no podía haber sidounilateral, al menos no completamente.

Cuando le preguntó a Lady Rudlanddónde estaba él, se las arregló paraconservar un tono casual, pero su madrele respondió que no tenía ni la menoridea, sólo sabía que había dejado la

ciudad. A Miranda se le cerró el pecho,y murmuró: “Oh” o “Ya veo” o algo así,antes de subir corriendo las escaleraspara meterse en su habitación, dondelloró tan silenciosamente como pudo.

Pero pronto asomó su ladooptimista, y decidió que tal vez habíasido llamado para ocuparse de unaemergencia en los asuntos de la heredad.Había un largo camino hastaNorthumberland. Seguramente estaríafuera al menos por una semana.

Una semana llegó y pasó, y en elcorazón de Miranda creció la frustraciónde la mano de la desesperación. Nopodía preguntar por su paradero —nadiede la familia Bevelstoke se percataba deque tenían una estrecha relación,

Miranda siempre había sido consideradaamiga de Olivia, no de Turner— y sipreguntaba repetidamente dónde estabaél, se vería sospechoso. Y no hacía faltadecir que Miranda no tenía una razónlógica para ir en persona a la morada deTurner a preguntar por él. Eso arruinaríacompletamente su reputación. Al menosahora su deshonra todavía era un asuntoprivado.

Sin embargo cuando pasó otrasemana, decidió que ya no podíasoportar estar en Londres por mástiempo. Se inventó una enfermedad parasu padre y les dijo a los Bevelstoke quedebía regresar a Cumberlandinmediatamente para cuidarlo. Todosestaban terriblemente preocupados, y

Miranda se sintió algo culpable cuandoLady Rudland insistió en que viajara enel carruaje con dos criados y unadoncella.

Pero tenía que hacerlo. No podíapermanecer en Londres ni un minutomás. Era demasiado doloroso.

Unos pocos días después, estaba encasa. Su padre estaba perplejo. No sabíamucho acerca de mujeres jóvenes, perole habían asegurado que todas queríantemporadas en Londres. Pero lo traía sincuidado; ciertamente Miranda nuncahabía sido una molestia. La mitad deltiempo ni siquiera se daba cuenta de queella estaba allí. Así que le palmeó lamano y regresó a sus preciadosmanuscritos.

En cuanto a Miranda, casi seconvenció a sí misma de que estabacontenta de estar de regreso en su hogar.Había extrañado los prados verdes y elaire puro de los Lagos, el sereno trajinardel pueblo, la costumbre de levantarse yacostarse temprano. Bueno, tal vez esono... sin compromisos y sin nada quehacer, dormía hasta el mediodía y sequedaba despierta hasta tarde en lanoche, garabateando furiosamente en sudiario.

Sólo dos días después de la llegadade Miranda, llegó una carta de Olivia.Miranda sonrió mientras la abría...estaba segura de que la impaciencia deOlivia la había llevado a enviarle unamisiva al instante. Antes de leerla, los

ojos de Miranda volaron sobre la cartabuscando el nombre de Turner, pero nolo mencionaba. Sin estar segura de si sesentía desilusionada o aliviada, volvióal principio y comenzó a leer. Oliviaescribía que Londres era aburrido sinella. No se había dado cuenta de cuantohabía disfrutado de las secasobservaciones de Miranda en cuanto a lasociedad se refería hasta que ya no lastuvo. ¿Cuándo volvía a casa? ¿Se habíacurado su padre? Si no era así, ¿estabamejorando al menos? (subrayado tresveces, en un estilo típico de Olivia).Miranda leyó esas frases sintiendo unapunzada en su conciencia. Su padreestaba en la planta baja en el estudio,examinando sus manuscritos sin ni

siquiera el más pequeñito de losresfriados.

Con un suspiro, Miranda empujó suconciencia a un lado y dobló la carta deOlivia, dejándola en el cajón delescritorio. Se dijo que una mentira noera siempre un pecado. Seguramentetenía excusas para cualquier cosa quehubiera tenido que hacer para escaparde Londres, donde todo lo que podíahacer era permanecer sentada,esperando con anhelo a que Turner sedecidiera a pasar por allí.

Por supuesto, que todo lo que hacíaen el campo era sentarse y pensar en él.Una noche se obligó a sí misma a contarcuantas veces aparecía su nombre en eldiario, y para su absoluto disgusto, el

total era de treinta y siete.Evidentemente el viaje al campo no

le estaba aclarando la mente.Luego, después de una semana y

media, llegó Olivia en una visitasorpresa.

—Livvy, ¿qué estás haciendo aquí?—Preguntó Miranda mientras seapresuraba a entrar en la salita donde laesperaba su amiga—. ¿Hay alguienherido? ¿Pasó algo malo?

—Para nada —respondió Oliviaanimadamente—. Sólo he venido arecobrarte. En Londres se te necesitadesesperadamente.

El corazón de Miranda comenzó alatir erráticamente.

—¿Quién?

—¡Yo! —Olivia entrelazó el brazocon el de ella y la llevó hacia la sala deestar—. Santo Dios, soy un completodesastre sin ti.

—¿Tu madre te dejó abandonar laciudad en medio de la temporada? Nopuedo creerlo.

—Prácticamente me empujó por lapuerta. Desde que te fuiste me hecomportado horriblemente.

Miranda se echó a reír a pesar desí misma.

—Seguramente no debe haber sidotan malo.

—No estoy bromeando. Mamásiempre ha dicho que eres una buenainfluencia, pero creo que no se diocuenta de cuán cierto era hasta que te

fuiste. —Olivia le dedicó una sonrisaculpable—. Parece que no soy capaz decontener la lengua.

—Nunca lo fuiste. —Mirandasonrió y lideró el camino hacia el sofá—. ¿Te gustaría tomar el té?

Olivia asintió.—No entiendo por qué me meto en

tantos problemas. La mayoría de lascosas que digo no son ni la mitad demalas que las que dices tú. Eres lalengua más malvada de Londres.

Miranda tiró del cordón parallamar a una criada.

—No lo soy.—Oh, sí, lo eres. Eres la peor. Y

sé que lo sabes. Y nunca te metes enproblemas por nada de ello. Es

terriblemente injusto.—Sí, bueno, quizás no digo las

cosas tan escandalosamente como tú —respondió Miranda, reprimiendo unasonrisa.

—Tienes razón —suspiró Olivia—. Sé que tienes razón, pero aún así esinmensamente molesto. Túverdaderamente tienes un sentido delhumor malicioso.

—Oh, vamos, no soy tan mala.Olivia dejó escapar una corta risa.—Oh, sí lo eres. También Turner

lo dice siempre, así que no soy sólo yo.Miranda tragó con fuerza el nudo

que se le estaba formando rápidamenteen la garganta ante la mención de sunombre.

—Entonces, ¿ha vuelto a la ciudad?—Preguntó, oh-tan-casualmente.

—No. Hace siglos que no lo veo.Está en algún lugar de Kent con susamigos.

¿Kent? Uno no podía viajar muchomás lejos de Cumberland y todavíapermanecer en Inglaterra, pensóMiranda lúgubremente.

—Ha estado ausente por bastantetiempo.

—Sí, así es, ¿no es verdad? Pero,bueno, está con Lord Harry Winthrop, yHarry siempre ha sido algo más que unpoquito salvaje, si entiendes lo quequiero decir.

Miranda temía entenderlo.—Estoy segura que se dejaron

llevar por el vino, las mujeres, y cosasde ese estilo —continuó Olivia—.Seguramente no va a frecuentar aninguna dama decorosa.

Rápidamente el nudo reapareció enla garganta de Miranda. El pensamientode Turner con otra mujer eraextremadamente doloroso,especialmente ahora que sabía qué tancerca podían estar un hombre y unamujer. Se había inventado todo tipo derazones para su ausencia... sus díasestaban llenos de razonamientos yexcusas en su defensa. Era, pensóamargamente, su único pasatiempo.

Pero nunca había pensado queestaba con otra mujer. Él sabía lodoloroso que era ser traicionado. ¿Cómo

podía hacerle lo mismo a ella?No la quería. La verdad la golpeó y

la abofeteó enterrándole las pequeñas ysucias uñas justo en el corazón.

No la quería, y ella aún lo queríatanto que dolía. Era algo físico. Podíasentirlo, apretando y pinchando, ygracias al cielo, Olivia estabaexaminando el jarrón griego premiadode su padre, porque no pensaba quepudiera ocultar la agonía de su rostro.

Con algún tipo de comentariomascullado que no fue dicho con laintención de ser entendido, Miranda sepuso de pie y rápidamente cruzó lahabitación hasta la ventana,pretendiendo mirar el horizonte.

—Bueno, debe estar divirtiéndose

—se las arregló para decir.—¿Turner? —Escuchó a sus

espaldas—. Seguramente, o no se estaríaquedando tanto tiempo. Mama estádesesperada, o lo estaría, si no estuvieratan ocupada desesperándose por mí.Ahora, ¿te molestaría que me quedaraaquí contigo? Haverbreaks es muygrande cuando no hay nadie en casa yestá lleno de corrientes de aire.

—Por supuesto que no me moleta.—Miranda permaneció en la ventanaunos pocos instantes más, hasta quepensó que era capaz de mirar a Oliviasin romper a llorar. Últimamente estabamuy emotiva—. Será un gran placer paramí. Esto es un poco solitario con sólo mipadre para hacerme compañía.

—Oh, sí. ¿Cómo está? Mejorando,espero.

—¿Mi padre? —Miranda se sintióagradecida por la interrupciónprovocada por la doncella que habíavenido en respuesta a sus anterioresdemandas. Antes de darse la vueltahacia Olivia, ordenó el té—. Ehm, estámucho mejor.

—Debería buscarlo para desearleque se mejore. Además, mamá me pidióque le mandara sus recuerdos.

—Oh, no, no deberías hacer eso —dijo Miranda apresuradamente—. No legusta que le recuerden su enfermedad.Es muy orgulloso, ya sabes.

Olivia, que nunca había sido deltipo que midiera sus palabras, dijo:

—Eso es muy extraño.—Sí, bueno, es una dolencia

masculina —improvisó Miranda. Habíaoído tantas veces acerca de lasdolencias femeninas; seguramente loshombres debían tener algún tipo depadecimiento que fuera exclusivamentede ellos. Y si no era así, estaba seguraque Olivia no lo sabría.

Pero Miranda no había contado conla insaciable curiosidad de su amiga.

—Oh, ¿en serio? —suspiróinclinándose hacia delante—. ¿Qué esexactamente una dolencia masculina?

—No debería hablar de ello —dijoMiranda rápidamente, dándole a supadre una silenciosa disculpa—. Loavergonzaría enormemente.

—Pero...—Y tu madre se disgustaría mucho

conmigo. Realmente no es un temaadecuado para oídos inocentes.

—¿Oídos inocentes? —Bufó Olivia—. Como si tus oídos fueran menosinocentes que los míos.

Podía ser que sus oídos lo fueran,pero el resto de ella ciertamente no loera, pensó Miranda sarcásticamente.

—No hablemos más de ese tema —dijo firmemente—. Lo dejaré a tumagnífica imaginación.

Olivia refunfuñó un poco peroluego finalmente suspiró y preguntó:

—¿Cuándo volverás a casa?—Estoy en casa —le recordó

Miranda.

—Sí, sí, por supuesto. Esta es tucasa oficial, lo sé, pero te aseguro quetoda la familia Bevelstoke te extrañamucho así que, ¿cuándo volverás aLondres?

Miranda se atrapó el labio inferiorentre los dientes. Obviamente no toda lafamilia Bevelstoke la extrañaba, o ciertomiembro de ella no habría permanecidotanto tiempo en Kent. Pero aún así,regresar a Londres era la única forma enla que podría luchar por su felicidad, yquedarse sentada aquí en Cumberland,llorando con su diario y mirandomalhumoradamente por la ventana, lahacía sentir como una imbécilredomada.

—Sí, soy una imbécil —murmuró

para sí misma—, al menos deberéconvertirme en una imbécil sustancial.

—¿Qué fue lo que dijiste?—Dije que sí regresaré a Londres

—respondió Miranda con gran decisión—. Padre está lo suficientemente bienpara arreglárselas sin mi.

—Espléndido. ¿Cuando partimos?—Oh, pienso que en dos o tres

días. —Miranda no era tan valientecomo para no desear posponer loinevitable unos pocos días—. Necesitoempacar mis cosas, y seguramente estáscansada por el viaje a través del país.

—Estoy un poco cansada. Tal vezdeberíamos quedarnos una semana.Asumiendo que a estas alturas no estéscansada de la vida de campo. No me

importaría tener un breve descanso de lacongestión de Londres.

—Oh, no, eso está bien —leaseguró Miranda. Turner podía esperar.Ciertamente no iba a casarse con nadieen el ínterin, y ella podía usar esetiempo para reforzar su valor.

—Perfecto. Entonces ¿Vamos acabalgar mañana por la tarde? Mueropor un buen galope.

—Eso suena ideal. —Llegó el té, yMiranda se ocupó de servir el humeantelíquido—. Creo que una semana esperfecto.

Una semana después, Mirandaestaba convencida más allá de toda dudade que no podía volver a Londres.

Jamás. Su período, que era tan regularque ciertamente era mensual, no habíaaparecido. Debería haber sangrado unosdías antes de que llegara Olivia. Losprimeros días se las había arregladopara vencer sus preocupaciones,diciéndose a sí misma que era sóloporque estaba deprimida. Luego con laexcitación de la llegada de Olivia, sehabía olvidado del tema. Pero ahoratenía más de una semana de atraso. Yvaciaba su estómago cada mañana.Miranda había llevado una vidaprotegida, pero era una chica de campo,y sabía lo que eso significaba.

Dios querido, un bebé. ¿Qué iba ahacer? Debía decírselo a Turner; nohabía forma de evitarlo. Aunque no

quisiera usar una vida inocente paraforzar un matrimonio obviamente eso noestaba destinado a suceder, ¿como podíanegarle a su hijo su derecho denacimiento? Pero el pensamiento deviajar a Londres era una pura agonía. Yaestaba enferma de perseguirlo yesperarlo, de tener esperanzas y rezarpara que tal vez algún día él llegara aamarla. Por una maldita vez, bien podríavenir él a ella.

Y él lo haría, ¿verdad? Era uncaballero. Podría no amarla, peroseguramente ella no podría haberlojuzgado tan completamente mal. Él noeludiría su responsabilidad.

Miranda sonrió débilmente para símisma. Así que así estaban las cosas.

Ella era un deber. Lo tendría... despuésde tantos años de soñar, en verdadconseguiría ser Lady Turner, pero nosería más que una obligación. Se puso lamano en el estómago. Éste debería serun momento de alegría, pero sinembargo todo lo que deseaba era llorar.

Sonó un golpe en la puerta de sudormitorio. Miranda levantó la vistasobresaltada pero no pronunció palabra.

—¡Miranda! —La voz de Oliviaera insistente—. Abre la puerta. Puedooír que estás llorando.

Miranda tomo un profundo aliento ycaminó hacia la puerta. No seríasencillo ocultarle el secreto a Olivia,pero tenía que intentarlo. Olivia eraextremadamente leal, y nunca

traicionaría la confianza de Mirandapero no obstante, Turner era su hermano.No se podía prever lo que haría Olivia.A Miranda no le sorprendería que ellamisma le pusiera una pistola en laespalda y lo hiciera marchar hacia elnorte.

Miranda se dio un rápido vistazoen el espejo antes de dirigirse a lapuerta. Las lágrimas se las podíaenjugar, pero tendría que culpar aljardín de verano por los ojosenrojecidos. Inspiró profundamentevarias veces, pegó la sonrisa más alegreque pudo en sus labios y fue a abrir lapuerta.

No engañó a Olivia ni por unminuto.

—Santo cielo, Miranda —le dijo,apresurándose a rodearla con los brazos—. ¿Qué te ha pasado?

—Estoy bien —aseguró Miranda—. Siempre me pican los ojos en estaépoca del año.

Olivia se apartó, la miró por unmomento, luego cerró la puerta con elpie.

—Pero estás muy pálida.A Miranda comenzó a revolvérsele

el estómago, y tragó convulsivamente.—Pienso que me agarré algún tipo

de... —Ondeó la mano en el aire, con laesperanza de que esa acción terminara laoración por ella—. Tal vez deberíasentarme.

—No puede haber sido nada que

hayas comido —dijo Olivia ayudándolaa alcanzar la cama—. Ayer apenastocaste la comida, y en cualquier caso,yo comí lo mismo que tú y más. —Inclinó a Miranda hacia delante paraacomodarle las almohadas—. Y mesiento tan bien como siempre.

—Probablemente me enfrié —murmuró Miranda—. Quizá deberíasregresar a Londres sin mí. No deseo quetambién caigas enferma.

—Tonterías. No puedo dejarte solaestando así.

—No estoy sola. Está mi padre.Olivia la miró.—Sabes, no tengo intención de

desmerecer a tu padre, pero pienso quea duras penas sabrá qué hacer con una

persona enferma. La mitad del tiempo, nisiquiera estoy segura de que recuerdeque estamos aquí.

Miranda cerró los ojos y se hundióentre las almohadas. Olivia tenía razón,por supuesto. Adoraba a su padre, perosinceramente, cuando se trataba deasuntos que involucraban unainteracción con otro ser humano, era uncaso completamente perdido.

Olivia se encaramó en el borde dela cama, hundiendo el colchón con supeso. Miranda trató de ignorarla, tratóde pretender que no la notaba, a pesarde tener los ojos cerrados, que Olivia laestaba mirando fijamente, sencillamenteesperando que reconociera su presencia.

—Miranda, por favor dime qué te

pasa —dijo Olivia suavemente—. ¿Es tupadre?

Miranda negó con la cabeza, perojusto en ese momento Olivia cambió deposición. El colchón onduló debajo deellas, de forma parecida al movimientode un bote, y aunque Miranda nuncahabía padecido de mareos ni una solavez en su vida, su estómago comenzó arevolverse, y súbitamente se volvióimperativo...

Miranda se levantó de un salto,tirando a Olivia al suelo. Alcanzó allegar justo a tiempo a la bacinilla quehabía en la habitación.

—Dios sea loado —dijo Olivia,manteniendo una respetuosa —y-auto-conservadora— distancia—. ¿Cuánto

tiempo hace que estás así?Miranda evitó responder. Pero su

estómago hizo arcadas en respuesta.Olivia dio un paso atrás.—Er, ¿te puedo ayudar en algo?Miranda sacudió la cabeza,

agradecida de que su cabello estuvieraretirado hacia atrás.

Olivia la observó durante unosmomentos, luego fue hacia la escudilla yhumedeció un trapo.

—Aquí tienes —dijo,sosteniéndolo delante de ella, con elbrazo completamente estirado.

Miranda lo tomó agradecida.—Gracias —susurró, limpiándose

el rostro.—No creo que esto sea un

enfriamiento —dijo Olivia.Miranda sacudió la cabeza.—Estoy bastante segura de que el

pescado de anoche estaba perfectamentebien, y no puedo imaginar...

Miranda no necesitó ver el rostrode Olivia para interpretar su jadeo. Losabía. Podía ser que aún no lo creyeradel todo, pero lo sabía.

—¿Miranda?Miranda permaneció inmóvil en su

lugar, inclinada patéticamente sobre labacinilla.

—¿Estás... Acaso tú...?Miranda tragó convulsivamente. Y

asintió.—Oh, Señor. Oh, Señor. Oh, oh,

oh, oh, oh...

Era, quizás, la primera vez en suvida que Miranda veía a Oliviaquedarse absolutamente sin palabras.Miranda terminó de limpiarse la boca, yluego, con el estómago todavía un pocorevuelto, finalmente se apartó de labacinilla y se sentó un poco másderecha.

Olivia todavía la estaba mirandofijamente como si hubiera visto unfantasma.

—¿Cómo? —Preguntó finalmente.—De la forma acostumbrada —

replicó Miranda—. Te aseguro, que nohay motivo para informar a la Iglesia.

—Lo siento. Lo siento. Lo siento—dijo Olivia apresuradamente—. Notenía intención de trastornarte. Es sólo

que... bueno... debes saber... bueno... essólo que esto es una tremenda sorpresa.

—A mí también me sorprendió —contestó Miranda con una vozciertamente apagada.

—No puede haber sido tantasorpresa —dijo Olivia sin pensar—.Quiero decir, si hiciste... si estuviste...—Dejó que las palabras sedesvanecieran, dándose cuenta de quehabía metido la pata del todo.

—Aún así fue una sorpresa, Olivia.Olivia se quedó callada por un

momento mientras absorbía el impacto.—Miranda, debo preguntar...—¡No lo hagas! —le advirtió

Miranda—. Por favor, no me preguntescon quién.

—¿Fue Winston?—¡No! —Replicó violentamente. Y

luego murmuró—. Por Dios.—Entonces, ¿quién?—No puedo decírtelo —dijo

Miranda, quebrándosele la voz—. Fue...fue alguien totalmente inadecuado...No... no sé en qué estaba pensando pero,por favor, no vuelvas a preguntarme. Noquiero hablar de ello.

—Está bien —dijo Olivia,evidentemente dándose cuenta que seríaimprudente presionarla más—. No te lovolveré a preguntar, te lo prometo. Pero,¿qué vamos a hacer?

Miranda no pudo evitar sentirsealgo animada por el uso de la palabravamos.

—Digo yo, Miranda, ¿estás segurade que estás embarazada? —PreguntóOlivia de súbito, con los ojos brillandode esperanza—. Podría ser sólo unatraso. A mí se me atrasa todo el tiempo.

Miranda le echó un significativovistazo a la bacinilla. Y luego sacudió lacabeza y dijo:

—Yo nunca me atraso. Jamás.—Tendrás que irte a alguna parte

—dijo Olivia—. El escándalo seráespectacular.

Miranda asintió. Planeaba enviarleuna carta a Turner, pero eso no podíadecírselo a Olivia.

—Lo mejor que podemos hacer essacarte del país. Al continente, tal vez.¿Qué tal está tu francés?

—Es tétrico.Olivia suspiró afligida.—Nunca fuiste muy buena con los

idiomas.—Ni tú tampoco —dijo Miranda

tentativamente.Olivia decidió no dignarse a

contestar eso, en cambio sugirió:—¿Por qué no vas a Escocia?—¿Con mis abuelos?—Sí. No me digas que te

rechazarán debido a tu condición.Siempre estás diciendo lo buenos queson.

Escocia. Sí, esa era la soluciónperfecta. Notificaría a Turner, y élpodría unírsele allí. Podrían casarse sinpublicar las amonestaciones y entonces,

todo estaría, si no bien, al menosarreglado.

—Yo te acompañaré —dijo Oliviadecididamente—. Me quedaré todo eltiempo que pueda.

—Pero, ¿qué dirá tu madre?—Oh, le diré que alguien se ha

enfermado. Ha funcionado antes, ¿no esasí? —Olivia le dedicó a Miranda unamirada penetrante, una que claramentedecía que sabía que se había inventadola historia acerca de su padre.

—Eso es una cantidad increíble degente enferma.

Olivia se encogió de hombros.—Es una epidemia. Más razones

para que ella permanezca en Londres.Pero, ¿qué le dirás a tu padre?

—Oh, cualquier cosa —respondióMiranda restándole importancia—. Nopresta mucha atención a lo que hago.

—Bueno, por una vez eso es unaventaja. Partiremos hoy.

—¿Hoy? —dijo Miranda como uneco.

—Después de todo, ya hemosempacado, y no hay tiempo que perder.

Miranda miró su estómago que aúnlucía plano.

—No, supongo que no.

13 DE AGOSTO DE1819

Olivia y yo llegamos hoy aEdimburgo. La abuela y el abuelo sequedaron bastante sorprendidos alverme. Se quedaron aún mássorprendidos cuando les dije el motivode mi visita. Estaban muy silenciosos yserios, pero ni por un momento mehicieron ver que estabandecepcionados o avergonzados de mí.Siempre los amaré por ello.

Livvy le mandó una nota a suspadres diciendo que me habíaacompañado a Escocia. Cada mañana

me pregunta si me ha venido elperíodo. Como yo ya lo habíaanticipado, no sucede. Me encuentro amí misma mirándome la panzaconstantemente. No sé qué espero ver.Seguramente una no se hincha de lanoche a la mañana, y ciertamente notan tempranamente.

Debo decírselo a Turner, sé quedebo hacerlo, pero al parecer no puedoescapar de Olivia, y no puedo escribirla carta en su presencia. Por muchoque la adore, voy a tener queespantarla. Ciertamente no puedotenerla aquí cuando llegue Turner, queseguramente vendrá una vez que recibami nota, asumiendo, por supuesto, quealguna vez sea capaz de enviársela.

Oh, cielos, aquí viene ella.

CAPÍTULO 13

Turner no estaba seguro de por quéhabía permanecido tanto tiempo en Kent.La excursión de dos días prontamente sehabía prolongado cuando Lord Harrydecidió que en verdad quería adquirir lapropiedad, y no sólo eso, sino quequería invitar a unos amigosinmediatamente para realizar una

ruidosa fiesta. No había forma de queTurner pudiera librarse educadamente, ypara ser honestos, en realidad no teníadeseos de partir, no cuando esosignificaba regresar a Londres paraenfrentar sus responsabilidades.

No es que estuviera tramando unaforma de evitar casarse con Miranda. Dehecho, era absolutamente lo contrario.Una vez que se había resignado a la ideade volver a casarse, ya no le parecía undestino tan horrendo.

Pero aún así, no se decidía aregresar. Si no se hubiera apresurado asalir de la ciudad argumentando la mástrivial de las excusas, podría haberaclarado el asunto de inmediato. Perocuanto más tiempo lo posponía, más

deseaba seguir posponiéndolo. ¿Cómodemonios iba a explicar su ausencia?

Así que el viaje de dos días seconvirtió en una fiesta campestre de unasemana de duración que a su vez setransformó en una fiesta sin restriccionesde ningún tipo de tres semanas deduración con cacerías, carreras yabundantes mujeres disolutas a quienesse les había dado rienda suelta dentro dela casa. Turner tuvo cuidado de noinvolucrarse con estas últimas. Puedeque estuviera rehuyendo de suresponsabilidad para con Miranda, perolo menos que podía hacer erapermanecer fiel.

Luego llegó Winston a Kent yprocedió a unirse a la fiesta con un

desenfreno tan temerario que Turner sesintió obligado a quedarse y ofrecerlealgunos consejos fraternales. Estorequirió otras dos semanas de su tiempo,las que otorgó alegremente, ya quemitigaba algo de la culpa que habíaestado sintiendo. No podía abandonar asu hermano, ¿verdad? Si no vigilaba aWinston, el pobre muchachoprobablemente terminara con un severocaso de sífilis.

Pero finalmente se dio cuenta queno podía postergar lo inevitable por mástiempo, y regresó a Londres, sintiéndosemás bien un imbécil. ProbablementeMiranda estuviera echando pestes.Tendría suerte si lo recibía. Y con esoen mente y no sin sentirse un poco

agitado, subió los escalones de la casade sus padres y sin esperar a serrecibido entró en el vestíbulo principal.

El mayordomo se materializóinmediatamente.

—Huntley —dijo Turner a modo desaludo—. ¿Se encuentra la SeñoritaCheever? ¿O mi hermana?

—No, milord.—Hmmm. ¿Cuándo se las espera

de regreso?—No lo sé, milord.—¿Por la tarde? ¿A la hora de la

cena?—Me imagino que no volverán

hasta dentro de varias semanas.—¡Varias semanas! —Turner no

había anticipado esto—. ¿Dónde

demonios están?Huntley se puso rígido ante la

imprecación de Turner.—En Escocia, milord.¿Escocia? Maldito infierno. ¿Qué

demonios estaban haciendo allí arriba?Miranda tenía amigos en Edimburgo,pero si había hecho planes paravisitarlos, no se lo había informado.

Espera un momento, ¿no estaríaMiranda prometida a algún caballeroescocés relacionado con sus abuelos? Siése fuera el caso seguramente alguien selo habría informado. Miranda, primeroque nadie. Y Dios sabía que Olivia eraincapaz de mantener un secreto.

Turner caminó a zancadas hacia elpie de las escaleras y comenzó a

vociferar.—¡Madre! ¡Madre! —Se volvió

hacia Huntley—. ¿Me imagino quepuedo asumir que mi madre no las siguióhasta Escocia?

—No, ella está residiendo aquí,milord.

—¡Madre!Lady Rudland se apresuró a bajar.—Turner, en nombre del cielo,

¿qué sucede? ¿Y dónde has estado?Marchándote a Kent sin ni siquieradecírnoslo.

—¿Por qué están Olivia y Mirandaen Escocia?

Ante su interés, Lady Rudlandenarcó las cejas.

—Una enfermedad en la familia.

Quiero decir en la familia de Miranda.Turner evitó señalar que eso era

obvio, ya que los Bevelstoke no teníanfamilia en Escocia.

—¿Y Olivia fue con ella?—Bueno, ya sabes que están muy

unidas.—¿Cuándo regresan?—No puedo decirte nada acerca de

Miranda, pero ya le he escrito a Olivia,insistiendo en que regrese. Laesperamos en unos pocos días.

—Bien —murmuró Turner.—Estoy segura que se sentirá

complacida por tu devoción fraternal.Turner entrecerró los ojos. ¿Había

cierta nota de sarcasmo en la voz de sumadre? No podía estar seguro.

—Te veré pronto, madre.—Estoy segura de que lo harás. Oh,

y ¿Turner?—¿Sí?—¿Por qué no intentas pasar más

tiempo con tu ayuda de cámara? Te vesun poquito andrajoso.

Cuando Turner se fue estabagruñendo.

Dos días después, Turner fueinformado de que su hermana habíaregresado a Londres. Turner se apresuróa salir para su casa inmediatamente. Sihabía una cosa que odiaba era esperar.Y si había algo que odiaba aún más, erasentirse culpable.

Y se sentía malditamente culpable

por haber hecho esperar a Miranda porlo que ahora se había convertido en unperíodo de más de seis semanas.

Cuando llegó, Olivia estaba en sudormitorio. En vez de esperarla en lasalita de estar, Turner subió la escaleray golpeó en su puerta.

—¡Turner! —Exclamó Olivia—.¡Válgame Dios! ¿Qué estás haciendoaquí?

—Sinceramente, Olivia, solía viviraquí. ¿Recuerdas?

—Sí, sí, por supuesto. —Sonrió yse volvió a sentar—. ¿A qué debo esteplacer?

Turner abrió la boca, y luego lacerró, no del todo seguro de qué era loque quería preguntarle. No podía

simplemente salirle con, “Seduje a tumejor amiga y ahora necesito enderezarla cosas, así que ¿consideraríasapropiado que la fuera a buscar a lacasa de sus abuelos mientras uno deellos está enfermo?”

Volvió a abrir la boca.—¿Sí, Turner?La cerró, sintiéndose un tonto.—¿Querías preguntarme algo?—¿Qué te pareció Escocia? —

Farfulló.—Hermosa. ¿Alguna vez has

estado allí?—No. ¿Y Miranda?Olivia dudó antes de responder.—Está bien. Manda saludos.De alguna forma, a Turner eso le

parecía dudoso. Tomó aliento. Debíaproceder con cautela.

—¿Está de buen ánimo?—Ejem, sí. Sí, lo está.—¿No estaba desanimada al

perderse el resto de la temporada?—No, por supuesto que no. Para

empezar nunca la disfrutó mucho. Tú losabes.

—Correcto. —Se giró para quedarde frente a la ventana, tamborileandocon la mano contra una de sus piernas enseñal de impaciencia—. ¿Regresarápronto?

—Me imagino que no lo hará hastadentro de unos cuantos meses.

—Entonces, ¿su abuela estábastante enferma?

—Bastante.—Debería enviarle mis

condolencias.—No ha llegado a eso todavía. —

Se apresuró a decir Olivia—. El doctordice que llevará algún tiempo, ejem, almenos medio año, tal vez un poco más,pero piensa que se recobrará.

—Ya veo. Y exactamente, ¿quéenfermedad padece?

—Una dolencia femenina —dijoOlivia, su voz sonó tal vez un poquitopetulante en exceso.

Turner enarcó una ceja. Unadolencia femenina en una abuela.Sumamente intrigante. Y sospechoso.Volvió a girarse.

—Espero que no sea contagioso.

No me gustaría que Miranda seenfermara.

—Oh, no. La, er, enfermedad quehay en esa casa definitivamente no escontagiosa. —Cuando vio que Turner nodesviaba la mirada penetrante de surostro, añadió—. Mírame a mí. Estuveallí una quincena, y estoy sana como uncaballo.

—Sí, lo estás. Pero debo decir, queestoy preocupado por Miranda.

—Oh, pero no deberías estarlo —insistió Olivia—. Ella está bien, enserio.

Turner entrecerró los ojos. Lasmejillas de su hermana se habían puestoun poco rosadas.

—Hay algo que no me estás

diciendo.—Yo... yo no sé de que me estás

hablando —tartamudeó—. ¿Y por quéme estas haciendo tantas preguntasacerca de Miranda?

—También es una buena amiga mía—le contestó en un tono suave como laseda—. Y te sugiero que trates dedecirme la verdad.

Mientras él se le acercaba azancadas, Olivia se deslizó velozmentepor encima de la cama, atravesándola.

—No sé de qué me estás hablando.—¿Está enredada con un hombre?

—Demandó—. ¿Lo está? ¿Es por esoque has inventado esta historia tan obviaacerca de un familiar enfermo?

—No es una historia —protestó.

—¡Dime la verdad!Cerró la boca con fuerza.—Olivia —dijo

amenazadoramente.—¡Turner! —Su voz adquirió un

tono chillón—. No me gusta la miradaque tienes en los ojos. Voy a llamar amamá.

—Mamá es de la mitad de mitamaño. No será capaz de evitar que teestrangule, mocosa.

Se le agrandaron los ojos.—Turner, te has vuelto loco.—¿Quién es él?—¡No lo sé! —estalló—. No lo sé.—Así que sí hay alguien.—¡Sí! ¡No! ¡Ya no!—¿Qué demonios está sucediendo?

—Los celos, puros y ardientementeviolentos, lo recorrieron por entero.

—¡Nada!—Dime qué le pasó a Miranda. —

Rodeó la cama hasta que arrinconó aOlivia. Un sentimiento de temor muyprimitivo correteaba por su cuerpo.Miedo ante la posibilidad de perder aMiranda y miedo de que de alguna formaestuviera herida. ¿Y si le había pasadoalgo? Nunca hubiera imaginado que elbienestar de Miranda podría causarleese tipo de preocupación que le cerrabala garganta, pero allí estaba, y Cristo,era espantoso. Nunca había queridopreocuparse tanto por ella.

La cabeza de Olivia se disparabade derecha a izquierda buscando un

medio de escape.—Ella está bien, Turner. Lo juro.Posó las grandes manos sobre sus

hombros.—Olivia —dijo en voz muy baja,

con los ojos azules destellando de furiay de temor—. Voy a decir esto sólo unavez. Cuando éramos niños, nunca tegolpeé, a pesar, podría añadir, de habertenido suficientes razones. —Hizo unapausa, inclinándose amenazadoramente—. Pero no tengo inconvenientes enempezar a hacerlo en este mismomomento.

A ella comenzó a temblarle el labioinferior.

—Si no me dices en este mismoinstante en qué tipo de lío se metió

Miranda, te puedo asegurar que tearrepentirás profundamente.

Cien emociones diferentes cruzaronel rostro de Olivia, la mayoría de ellasrelacionadas de cierta forma con elpánico y el miedo.

—Turner —le suplicó—, es mimejor amiga. No puedo traicionar suconfianza.

—¿Qué le pasa? —Presionó.—Turner...—¡Dime!—No, no puedo, yo... —Olivia se

puso pálida—. Oh, Dios mío.—¿Qué?—Oh, Dios —resolló—. Eres tú.Una expresión que Turner nunca

había visto antes, no en su hermana, ni

dado el caso, en nadie más, se apoderóde su rostro, y entonces...

—¡Cómo pudiste! —Gritó,aporreando la parte superior de sucuerpo con sus pequeños puños—.¿Cómo pudiste? ¡Eres una bestia! ¿Meescuchaste? ¡Un animal! Y esciertamente ruin de tu parte dejarla así.

Turner permaneció inmóvil durantetoda la andanada, tratando deencontrarle sentido a sus palabras y a sufuria.

—Olivia —dijo pausadamente—.¿De qué estás hablando?

—Miranda está embarazada —siseó—. Embarazada.

—Oh, Dios mío. —Las manos deTurner cayeron, apartándose de los

brazos de ella y se dejó caerhundiéndose en la cama, conmocionado.

—Asumo que eres el padre —ledijo con frialdad—. Eso es repugnante.Por amor de Dios, Turner.Prácticamente eres su hermano.

Él echó humo por la nariz.—Difícilmente.—Eres mayor que ella y más

experimentado. No deberías haberteaprovechado.

—No voy a justificar mis accionesante ti —escupió fríamente.

Olivia bufó.—¿Por qué no me lo dijo?—Por si no lo recuerdas, estabas

en Kent. Bebiendo y fornicando y...—No estaba fornicando —dijo

bruscamente—. No he estado con otramujer después de haber estado conMiranda.

—Discúlpame si lo encuentrodifícil de creer, hermano mayor. Eresdespreciable. Sal de mi habitación.

—Embarazada. —Volvió apronunciar la palabra como si repetirlalo hiciera más fácil de creer—.Miranda. Un bebé. Dios.

—Es un poco tarde para rezar —dijo Olivia glacialmente—. Tucomportamiento fue de lo peor, va másallá de lo reprochable.

—No sabía que estaba embarazada.—¿Acaso importa?Turner no respondió. No podía

responder, no cuando sabía que había

actuado tan absolutamente mal. Dejócaer la cabeza entre las manos, su menteaún retrocedía ante la conmoción. Diosquerido, cuando pensaba en lo egoístaque había sido... Había postergadoenfrentar a Miranda sencillamentedebido a que era demasiado indolente.Se había imaginado que cuandoregresara, estaría aquí esperándolo.Porque... porque...

Porque eso era lo que ella hacía.¿No había estado esperándolo duranteaños? No le había dicho...

Era un idiota. No podía haber otraexplicación ni otra excusa. Simplementehabía asumido... y luego se habíaaprovechado... y...

Nunca, ni en sus sueños más

salvajes se hubiera imaginado que ellase podría haber ido unas trescientasmillas hacia el norte, sobrellevando unembarazo inesperado que pronto seconvertiría en un hijo ilegítimo.

Le había dicho que le notificara sialgo así ocurría. ¿Por qué no le habíaescrito? ¿Por qué no le había dichoalgo?

Bajó la vista y se miró las manos.Se veían extrañas, como ajenas, ycuando flexionó los dedos, sintió losmúsculos tensos y torpes.

—¿Turner?Pudo oír a su hermana susurrar su

nombre pero, por algún motivo no pudoresponderle. Podía sentir su gargantamoviéndose, pero no podía hablar, ni

siquiera podía respirar. Todo lo quepudo hacer fue permanecer allí sentadosintiéndose un tonto, y pensar enMiranda.

Sola.Estaba sola y probablemente

aterrada. Estaba sola, cuando deberíahaber estado casada y confortablementeinstalada en su hogar de Northumberlandcon aire fresco, comiendo comidasaludable y donde él pudiera vigilarla.

Un bebé.Era gracioso, siempre había

asumido que dejaría que Winstoncontinuara el apellido de la familia, yahora lo que deseaba más que cualquierotra cosa era tocar el vientre hinchadode Miranda, sostener a su hijo en brazos.

Esperaba que fuera una niña. Esperabaque tuviera ojos marrones. Podía tenerun heredero más adelante. Con Mirandaen su cama, ya no le preocupaba el temade la concepción.

—¿Qué vas a hacer al respecto? —Demandó Olivia.

Lentamente Turner levantó lacabeza. Su hermana estaba de pie comoun militar, enfrente de él, con las manosen las caderas.

—¿Qué piensas tú que haré alrespecto? —Rebatió.

—No lo sé, Turner —y por una vezla voz de Olivia carecía de filo. Turnerse dio cuenta que no era una réplicamordaz. No era un reto. Era cierto queOlivia no estaba convencida de que

tuviera la intención de hacer lo correctoy que fuera a casarse con Miranda.

Turner nunca se había sentidomenos hombre.

Con un profundo y temblorososuspiro, se puso de pie y se aclaró lagarganta.

—Olivia, ¿serías tan amable deproporcionarme la dirección de Mirandaen Escocia?

—Con gusto. —Fue hacia elescritorio y arrancó un pedazo de papelen el cual rápidamente garabateó unaspocas líneas—. Aquí tienes.

Turner tomó el trozo de papel, lodobló y se lo puso en el bolsillo.

—Gracias.Olivia muy intencionadamente, no

respondió.—Creo que no te veré por algún

tiempo.—Tengo esperanzas de que al

menos sea por siete meses —replicóella.

Turner cruzó Inglaterra hastaEdimburgo a la carrera, completando elviaje en un increíble lapso de cuatrodías y medio. Cuando llegó a la capitalescocesa, estaba cansado y polvoriento,pero eso no parecía importar. Cada díaque Miranda pasaba sola era otro día enque podría... Infiernos, no sabía qué eracapaz de hacer, pero tampoco queríaaveriguarlo.

Antes de comenzar a subir los

escalones volvió a comprobar ladirección. Los abuelos de Mirandavivían en una casa relativamente nuevaen un sector elegante de Edimburgo. Unavez había oído que eran gente adineraday que tenían propiedades más al norte.Suspiró aliviado de que estuvieranpasando el verano aquí abajo cerca dela frontera. No le hubiera agradado tenerque continuar el viaje internándose enlas Highlands. Ya con haber llegadohasta allí estaba exhausto.

Golpeó la puerta con firmeza. Unmayordomo abrió la puerta y lo saludócon el acento nasal que uno podríaencontrarse en la residencia de unDuque.

—He venido a ver a la Señorita

Cheever —dijo Turner con un tonocortante.

El mayordomo miródesdeñosamente la ropa arrugada deTurner.

—No está en casa.—¿No está? —El tono de Turner

implicaba que no le creía. No lesorprendería que ella le hubiera dado sudescripción a toda la casa coninstrucciones de que le prohibieran laentrada.

—Tendrá que regresar más tarde.Sin embargo, estaría encantado detrasmitirle un mensaje, si usted...

—La esperaré. —Turner hizo a unlado al mayordomo, entrando en unpequeño salón del vestíbulo principal.

—¡Cómo se atreve, señor! —Protestó el mayordomo.

Turner sacó una de sus tarjetas y sela entregó. El mayordomo miró sunombre, lo miró a él, y luego volvió amirar su nombre otra vez. Obviamenteno esperaba que un Vizconde tuviera unaapariencia tan desgreñada. Turnersonrió con sequedad. Había veces en lasque un título podía resultar malditamenteconveniente.

—Si desea esperar, milord —dijoel mayordomo en un tono algo máscontenido—. Haré que una criada letraiga el té.

—Por favor.Cuando el mayordomo salió,

Turner comenzó a vagar por la

habitación, examinando lentamente losalrededores. Obviamente los abuelos deMiranda tenían buen gusto. Los muebleseran sencillos y de estilo clásico, estiloque nunca parecía fuera de lugar niirremediablemente pasado de moda.Mientras examinaba ociosamente elcuadro de un paisaje, reflexionó, comolo había hecho unas mil veces desde quedejara Londres, acerca de qué le iba adecir a Miranda. El mayordomo nohabía ido a llamar a la guardia alescuchar su nombre. Eso era una buenaseñal, o eso suponía.

Unos minutos después llegó el té, ycuando Miranda no apareció enseguida,Turner decidió que el mayordomo nohabía estado mintiendo acerca de su

paradero. No importaba. Esperaría loque fuera necesario. Al final se saldríacon la suya... no tenía ninguna duda alrespecto.

Miranda era una muchachasensible. Sabía que el mundo era unlugar frío y despiadado para un niñoilegítimo. Y para su madre. Sin importarcuán enfadada estuviera con él —y loestaría, de eso no le cabía duda— nodesearía relegar a su hijo a una vida tandifícil.

También era su hijo. Se merecía laprotección de su apellido. Tanto comoMiranda. Realmente no le complacía laidea de que ella permaneciera muchomás tiempo librada a su suerte, aúncuando sus abuelos hubieran accedido a

acogerla en este difícil momento.Turner permaneció allí sentado con

su té por media hora, arrasando con almenos seis bizcochos de los que lehabían traído. Había sido un largo viajedesde Londres, y no se había detenidomuy a menudo para comer. Se estabamaravillando con el hecho de que elsabor de estos fuera mucho mejor quecualquier cosa que hubiera probado enInglaterra, cuando oyó que se abría lapuerta principal.

—¡MacDownes!La voz de Miranda. Turner se puso

de pie, con un bizcocho a medio comerentre los dedos. Sonaron pisadas en elvestíbulo, presumiblementepertenecientes al mayordomo.

—¿Podría ayudarme con algunosde estos paquetes? Sé que deberíahaberlos hecho enviar a casa, peroestaba demasiado impaciente.

Turner oyó el sonido de paquetescambiando de manos, seguido de la vozdel mayordomo.

—Señorita Cheever, deboinformarle que tiene un visitanteesperándola en el salón.

—¿Un visitante? ¿Yo? Qué raro.Debe ser uno de los MacLean. Siemprehe sido amistosa con ellos cuando estoyen Escocia, deben haberse enterado queestoy en la ciudad.

—No creo que sea de origenescocés, señorita.

—Realmente, entonces quién...

Turner casi sonrió cuando su voz sealargó por la conmoción. Casi podía vercomo se quedaba boquiabierta.

—Fue de lo más insistente, señorita—continuó MacDownes—. Tengo sutarjeta justo aquí.

Hubo un largo silencio después delcual Miranda dijo finalmente:

—Por favor, dígale que no estoydisponible. —Su voz tembló en laúltima palabra, y luego se lanzóescaleras arriba.

Turner salió al vestíbulo azancadas justo a tiempo para chocar conMacDownes, que probablemente seestaba regodeando con la idea deecharlo fuera.

—Ella no desea verlo, milord —

canturreó el mayordomo, no sin el másleve indicio de una sonrisa.

Turner lo empujó para abrirsecamino.

—Maldición si no lo hará.—No lo creo, milord. —

MacDownes lo agarró de la chaqueta.—Mire, amigo —dijo Turner,

tratando de sonar fríamente simpático, sital cosa era posible—. No tengoinconveniente en golpearlo.

—Y yo no tengo inconveniente engolpearlo a usted.

Turner examinó al hombre mayorcon desdén.

—Salga de mi camino.El mayordomo cruzó los brazos y

mantuvo su posición.

Turner le frunció el ceño y le sacóla chaqueta de las manos de un tirón,luego caminó a zancadas hasta el pie dela escalera.

—¡Miranda! —Gritó—. ¡Bajaahora mismo! ¡Ahora mismo! Tenemoscosas que disc...

¡Thwack!Buen Dios, el mayordomo le había

dado un puñetazo en la mandíbula.Aturdido, Turner se acarició la piel.

—¿Está loco?—No, para nada milord. Me tomo

mi trabajo con mucha seriedad.El mayordomo había adoptado una

posición de lucha con la soltura y lagracia de un profesional. Podías contarcon Miranda para contratar a un

mayordomo entrenado para boxear.—Mire —dijo Turner en tono

conciliador—. Necesito hablar con ellainmediatamente. Es de sumaimportancia. El honor de la dama está enjuego.

¡Thwack!Turner se tambaleó por un segundo

puñetazo.—Eso, milord, es por implicar que

la Señorita Cheever es algo menos quehonorable.

Turner entrecerró los ojosamenazadoramente pero decidió que notendría ni la más mínima oportunidadcontra el mayordomo loco de Miranda,no cuando ya había estado en el extremoopuesto a dos golpes atontadores.

—Dígale a la Señorita Cheever —dijo mordazmente—, que regresaré, yserá mejor que me reciba. —Salió de lacasa y bajó los escalones dando furiosaszancadas.

Absolutamente furioso porque lachica se hubiera negado terminantementea verlo, se dio la vuelta para mirar haciala casa. Ella estaba de pie en unaventana abierta del piso superior,cubriéndose la boca nerviosamente conlos dedos. Turner la miró con el ceñofruncido y entonces se dio cuenta quetodavía estaba sosteniendo el bizcocho amedio comer.

Lo lanzó con fuerza a través de laventana, y le dio de lleno en medio delpecho.

Encontró cierta satisfacción enello.

24 DE AGOSTO DE1819

Oh, cielos.Nunca envié la carta, por

supuesto. Me pasé un día enteroredactándola, y luego justo cuandoestaba lista para enviarla, se hizoinnecesaria.

No supe si regocijarme o ponermea llorar.

Y ahora Turner está aquí. Debehaberle sacado la verdad —o mejordicho, lo que solía ser la verdad— aOlivia a la fuerza. De otra forma ellanunca me hubiera traicionado. Pobre

Livvy. Puede ser aterrador cuando sepone furioso.

Cosa que, aparentemente, todavíaestá. Me tiró un bizcocho. ¡Unbizcocho! Es algo difícil decomprender.

CAPÍTULO 14

Turner volvió a aparecer dos horasmás tarde. Esta vez, Miranda lo estabaesperando.

Abrió la puerta delantera de untirón antes de que pudiera golpearsiquiera. Sin embargo, él ni siquieravaciló, solamente permaneció allí con supostura perfecta, el brazo mediolevantado, la mano formando un puñolista para entrar en contacto con lapuerta.

—Oh, por el amor del cielo —dijoirritada—. Entra.

Turner enarcó las cejas.—¿Me estabas esperando?—Por supuesto.Y como sabía que no podía

posponer esto por más tiempo, marchóhacia la salita de estar sin mirar atrás.

Él la siguió.—¿Qué quieres? —Exigió.

—Qué bienvenida tan agradable,Miranda —dijo él suavemente viéndoselimpio y almidonado, apuesto yabsolutamente cómodo y... ¡Oh! Deseabamatarlo—. ¿Quién te ha estadoenseñando modales? ¿Atila el Huno?

Ella hizo rechinar los dientes yrepitió la pregunta.

—¿Qué quieres?—¡Vaya! Casarme contigo, por

supuesto.Era, por supuesto, lo que Miranda

había estado esperando desde el primermomento en que lo había visto. Y nuncaen su vida se había sentido tan orgullosade si misma como cuando dijo:

—No, gracias.—¿No... gracias?

—No, gracias —repitiódescaradamente—. Si eso es todo, teacompañaré a la puerta.

Pero cuando hizo el intento dedejar la habitación, Turner le agarró lamuñeca.

—No tan rápido.Podía hacerlo. Sabía que podía.

Tenía su orgullo, y ya no existía unarazón que la compeliera a casarse conél. Y no debería. Sin importar cuánto ledoliera el corazón, no podía ceder. Nola amaba. Ni siquiera la apreciaba losuficiente como para habersecomunicado con ella ni una sola vez enel mes y medio que había pasado desdeque habían estado juntos en el pabellónde caza.

Era posible que se hubieracomportado como un caballero, perociertamente no era uno.

—Miranda —le dijo sedosamente,y supo que estaba tratando de seducirla,sino para meterla en la cama, sí paraobtener su conformidad.

Ella tomó un profundo aliento.—Viniste hasta aquí, hiciste lo

correcto, y yo rehusé. Ya no tienes nadapor lo que sentirte culpable, así quepuedes regresar a Inglaterra con laconciencia tranquila. Adiós, Turner.

—No lo creo, Miranda —le dijo,apretando su sujeción sobre ella—.Tenemos muchas cosas que discutir, tú yyo

—Ejem, no mucho en realidad. No

obstante, gracias por tu preocupación.—Le hormigueaba el brazo en el lugardonde él la sostenía, y sabía que siquería mantener su resolución, debíalibrarse de él lo antes posible.

Turner cerró la puerta con el pie.—Discrepo.—¡Turner, no! —Miranda tiró de

su brazo y trató de ir hacia la puertapara volver a abrirla, pero él le bloqueóel paso—. Ésta es la casa de misabuelos. No los avergonzaré con ningunaclase de comportamiento impropio.

—Diría que deberías preocupartemás por la posibilidad de queescucharan lo que tengo que decirte.

Mirada le echó un vistazo a suexpresión implacable y cerró la boca.

—Muy bien. Di lo que sea quehayas venido a decir.

Con un dedo, empezó a dibujarleperezosos círculos en la palma de lamano.

—He estado pensando en ti,Miranda.

—¿En serio? Eso es muyhalagador.

Él ignoró su tono sarcástico y se leacercó.

—¿No has pensado en mí?Oh, Dios querido. Si sólo supiera.—De vez en cuando.—¿Solamente de vez en cuando?—Raramente.Tiró de ella, y le deslizó la mano

sinuosamente a lo largo del brazo.

—¿Qué tan raramente? —Murmuró.—Casi nunca. —Pero su voz se

estaba suavizando, y sonaba muchomenos segura.

—¿En verdad? —Enarcó una cejaasumiendo una expresión deincredulidad—. Creo que toda estacomida escocesa te ha estadoconfundiendo la mente. ¿Has estadocomiendo Haggis?

—¿Haggis? —Preguntó ella sinaliento. Podía sentir que se le aligerabael pecho, como si el aire en sí mismo sehubiera convertido en algo intoxicante,como si pudiera emborracharse conúnicamente respirar en su presencia.

—Mmm-hmm. Creo que es unacomida horrible.

—No... no está mal —¿De qué leestaba hablando? ¿Y por qué la estabamirando de esa forma? Sus ojosparecían zafiros. No, eran como el cieloiluminado por la luna. Oh, cielos. ¿Ésaque salía volando por la ventana era sudeterminación?

Turner sonrió indulgentemente.—Tu memoria es un poco

escurridiza, querida. Creo que necesitaun recordatorio. —Sus labiosdescendieron suavemente sobre los deella, extendiendo rápidamente el fuegopor todo su cuerpo. Miranda se aflojócontra él, suspirando su nombre.

La apretó más firmemente contra sucuerpo, presionando la fuerza de suerección contra ella.

—¿Puedes sentir lo que me haces?—susurró—. ¿Puedes?

Miranda asintió temblorosamente,apenas consciente de que estaba enmedio del salón de sus abuelos.

—Únicamente tú puedes ponermeasí, Miranda —murmuró con voz ronca—. Sólo tú.

Ese comentario alcanzó una cuerdadiscordante en su interior, y se pusorígida en sus brazos. ¿No acababa depasarse más de un mes en Kent con suamigo Lord Harry como-quiera-que-fuera-su-apellido? ¿Y acaso Olivia no lehabía dicho alegremente que lascelebraciones incluirían vino, whisky, ymujeres? Mujeres fáciles. Montones deellas.

—¿Qué pasa, querida?Las palabras fueron susurradas

contra su piel, y una parte de ella deseóvolver a derretirse contra él. Pero no laseduciría. No esta vez. Antes de quepudiera cambiar de opinión, le plantólas palmas de las manos contra el pechoy empujó.

—No trates de hacerme esto a mí—le advirtió.

—¿Hacerte qué? —Su rostro era laimagen de la inocencia.

Si Miranda hubiera tenido un jarrónen las manos, se lo hubiera arrojado. Omejor aún, un bizcocho a medio comer.

—Seducirme hasta que me plieguea tu voluntad.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? —Repitió conincredulidad—. ¿Por qué no? Porqueyo... Porque tú...

—¿Por qué, qué? —Estabasonriendo ahora.

—Porque... ¡Oh! —Cerró lasmanos formando puños a los costados desu cuerpo, y de hecho golpeó el suelocon el pie. Lo que la puso aún másfuriosa. Ser reducida a esto... erahumillante.

—Bueno, bueno, Miranda.—No me vengas con “bueno,

bueno” a mí, tú, altanero, despótico...—Estás enfadada conmigo, ya veo.Ella entrecerró los ojos.—Siempre fuiste inteligente,

Turner.

Él ignoró el sarcasmo.—Bueno, aquí va... Lo siento.

Nunca tuve la intención de permanecertanto tiempo en Kent. No sé por qué lohice, pero así fue, y lo siento. Estabaprogramado para ser un viaje de dosdías de duración.

—¿Un viaje de dos días deduración que duró casi dos meses? —Seburló ella—. Disculpa si me resultadifícil creerte.

—No estuve en Kent todo eltiempo. Cuando regresé a Londres, mimadre dijo que estabas atendiendo a unfamiliar enfermo. No fue hasta queOlivia regresó que supe que no era así.

—¡No me importa cuánto tiempoestuviste... donde sea que hayas estado!

—Gritó ella, cruzando firmemente losbrazos sobre el pecho—. No deberíashaberme abandonado de esa forma.Puedo entender que necesitaras tiempopara pensar, porque sé que nuncaquisiste casarte conmigo pero, por elamor del cielo, Turner. ¿Necesitabassiete semanas? ¡No puedes tratar a unamujer de esa forma! ¡Es grosero ydesconsiderado y... y francamente pococaballeroso!

¿Era eso lo peor que se le ocurríadecirle? Turner resistió el impulso desonreír. Esto no iba a ser ni la mitad demalo de lo que había pensado que sería.

—Tienes razón —dijo suavemente.—Y más aún... ¿Qué? —Parpadeó.—Que tienes razón.

—¿La tengo?—¿No quieres tenerla?Abrió la boca, la cerró, y entonces

dijo:—Deja de tratar de confundirme.—No lo hago. En caso de que no lo

hayas notado, te estoy dando la razón. —Le dedicó su sonrisa más atractiva—.¿Aceptas mis disculpas?

Miranda suspiró. Debería ser ilegalque un hombre tuviera semejantecantidad de encanto.

—Sí, está bien. Las acepto. Pero,¿qué —preguntó suspicaz—, estabashaciendo en Kent?

—Emborrachándome mayormente.—¿Eso es todo?—Algo de caza.

—¿Y?—Y cuando Winston llegó allí

proveniente de Oxford, hice lo posiblepor evitar que se metiera en problemas.Esa tarea me entretuvo una quincenaadicional, para que lo sepas.

—¿Y?—¿Estás tratando de preguntarme

si había mujeres allí?Ella apartó los ojos de su rostro.—Quizás.—Sí.Miranda trató de tragar el enorme

nudo que súbitamente había aparecidoen su garganta y se hizo a un lado paradesocupar el camino hacia la puerta.

—Creo que deberías irte —dijotranquilamente.

Turner la tomó por la partesuperior de los brazos y la forzó amirarlo.

—Nunca toqué a ninguna de ellas,Miranda. Ni a una.

La intensidad de su voz fuesuficiente para provocarle deseos dellorar.

—¿Por qué no? —Susurró ella.—Sabía que iba a casarme contigo.

Sé lo que se siente al ser traicionado. —Se aclaró la garganta—. No te haría algoasí.

—¿Por qué no? —Las palabrasfueron apenas un suspiro.

—Porque me preocupo por tussentimientos. Y te tengo en la más altaestima.

Se apartó de él y caminó hacia laventana. Era primera hora de latardecita, pero durante el veranoescocés los días eran largos. El solestaba alto en el cielo, y la gente todavíaseguía yendo y viniendo, terminando susrecados diarios como si no tuvieran niuna sola preocupación en el mundo.Miranda deseaba ser una de esaspersonas, deseaba caminar por la callealejándose de sus problemas y nuncaregresar.

Turner quería casarse con ella. Lehabía sido fiel. Debería estar bailandode alegría. Pero no podía desprendersede la sensación de que estaba haciendoesto por obligación, no por que sintieraamor o afecto por ella. Aparte del

deseo, por supuesto. Estabaabsolutamente claro que la deseaba.

Una lágrima bajó por su rostro. Noera suficiente. Podría serlo, si ella no loamara tanto. Pero esto... era demasiadodisparejo. Lentamente la debilitaría,hasta que no fuera más que una triste ysolitaria cáscara.

—Turner, yo... yo aprecio que tetomaras la molestia de venir hasta aquí averme. Sé que fue un largo viaje. Y fuerealmente... —buscó la palabraadecuada-...honorable de tu partemantenerte apartado de todas esasmujeres en Kent. Estoy segura de queeran muy bonitas.

—Ni la mitad de bonitas que tú —susurró él.

Miranda tragó compulsivamente.Esto se estaba poniendo más difícil concada segundo que pasaba. Se aferró alalfeizar de la ventana.

—No puedo casarme contigo.Silencio de muerte. Miranda no se

volvió. No podía verlo, pero podíasentir la furia emanando de su cuerpo.Por favor, por favor, sólo sal de lahabitación, suplicó silenciosamente. Novengas hacia aquí. Y por favor... oh,por favor, no me toques.

Sus plegarias no fueronescuchadas, y las manos de éldescendieron brutalmente sobre sushombros, haciéndola girar paraenfrentarlo.

—¿Qué fue lo que dijiste?

—Dije que no puedo casarmecontigo —replicó trémula. Bajó lamirada al suelo. Sus ojos azules laestaban perforando con ardor.

—¡Mírame, maldita sea! ¿En quéestás pensando? Debes casarte conmigo.

Negó con la cabeza.—Tú pequeña tonta.Miranda no sabía que decir a eso,

así que no dijo nada.—¿Has olvidado esto? —Tiró de

ella con fuerza pegándola contra él, ysaqueó sus labios con los suyos—. ¿Lohas olvidado?

—No.—Entonces, ¿has olvidado que

dijiste que me amabas? —Exigió.Miranda deseaba morirse allí

mismo.—No.—Eso debería servir de algo —

dijo sacudiéndola hasta que algunosmechones de cabello se le salieron delas horquillas—. ¿No es así?

—¿Has dicho alguna vez que meamabas? —Contraatacó ella.

La miró enmudecido.—¿Me amas? —Tenía las mejillas

ardiendo de furia y vergüenza—. ¿Lohaces?

Turner tragó con fuerza,súbitamente sintiendo que se ahogaba.Las paredes parecían más cercanas, y nopudo decir nada, no podía pronunciarlas palabras que ella quería escuchar.

—Ya veo —dijo ella en voz baja.

Un músculo saltóespasmódicamente en su garganta. ¿Porqué no podía decirlo? No estaba segurode amarla, pero tampoco estaba segurode no hacerlo. Y seguro como el infiernoque no quería herirla, así que, ¿por quésencillamente no decía esas dospalabras que la harían feliz?

A Leticia le había dicho que laamaba.

—Miranda —dijo vacilante—.Yo...

—¡No lo digas si no lo sientes! —Estalló, enfatizando las palabras con lavoz.

Turner giró sobre sus talones ycruzó la habitación hacia donde habíavisto una botella de brandy. Había una

botella de whisky en el estante queestaba debajo de ésta y sin pedirpermiso, se sirvió un vaso. Se lo tomóde un vehemente trago, pero no lo hizosentir mucho mejor.

—Miranda —dijo, deseando que suvoz sonara un poco más firme—. No soyperfecto.

—¡Se suponía que lo serías! —Gritó—. ¿Sabes cuán maravilloso eraspara mí cuando era pequeña? Y nisiquiera te esforzabas. Erassimplemente... simplemente tú. Y mehacías sentir como si no fuera semejantecosita torpe. Y luego cambiaste, peropensé que podía volver a cambiarte. Ytraté, oh, como traté, pero no fuesuficiente. Yo no fui suficiente.

—Miranda, no eres tú...—¡No te inventes excusas para mí!

¡No pude ser lo que necesitabas, y teodio por eso! ¿Me oyes? ¡Te odio! —Agotada, se volvió y se abrazó a símisma, tratando de controlar lostemblores que sacudían su cuerpo.

—Tú no me odias. —Su voz erasuave y extrañamente tranquilizadora.

—No —le dijo, ahogando unsollozo—. No lo hago. Pero odio aLeticia. Si ya no estuviera muerta, lamataría yo misma.

Él elevó una comisura de su bocaformando una sonrisa ladeada.

—Lo haría lenta y dolorosamente.—Realmente tienes una veta

maligna, chiquilla —dijo, ofreciéndole

una sonrisa satisfecha.Ella trató de sonreír, pero sus

labios se negaron a obedecerla.Hubo una larga pausa antes de que

Turner hablara otra vez.—Trataré de hacerte feliz, pero no

puedo ser todo lo que tú quieres que sea.—Lo sé —dijo amargamente—.

Pensé que podrías, pero estabaequivocada.

—Pero igualmente podemos tenerun buen matrimonio, Miranda. Mejorque la mayoría.

“Mejor que la mayoría” podíasignificar únicamente que se hablarían eluno al otro al menos una vez al día. Sí,quizás podrían tener un buenmatrimonio. Bueno, pero vacío. No

creía que pudiera soportar vivir con élsin su amor. Sacudió la cabeza.

—¡Maldición, Miranda! ¡Debescasarte conmigo! —Cuando no atendiósu estallido, le gritó—. ¡Por el amor deDios, mujer, estás embarazada de mihijo!

Ahí estaba. Había sabido que ésatenía que ser la razón de que hubieraviajado tan lejos, y con un propósito tandeterminado. Y por más que apreciabasu sentido del honor —aunque pudieraser algo tardío— no había forma deignorar el hecho de que el bebé ya noexistía. Había sangrado y luego habíaregresado su apetito, y su bacinilla habíavuelto a recuperar su uso habitual.

Su madre le había contado acerca

de ello, le había dicho que le habíapasado exactamente la misma cosa dosveces antes de tener a Miranda y tresveces después. Tal vez había sido untema poco adecuado para una jovencitaque ni siquiera había salido del salón declases aún, pero Lady Cheever sabía quese estaba muriendo, y había deseadotraspasarle a su hija tanto conocimientode su feminidad como le fuera posible.Le había dicho a Miranda que no selamentara si le ocurría lo mismo a ella,que siempre había sentido que esosbebés perdidos no estaban destinados anacer.

Miranda se humedeció los labios ytragó con fuerza. Y luego, en voz baja ysolemne, dijo:

—No estoy embarazada. Lo estaba,pero ya no lo estoy.

Turner no dijo nada. Y luego:—No te creo.Miranda se quedó aturdida.—¿Disculpa?Él se encogió de hombros.—No te creo. Olivia me dijo que

estabas embarazada.—Lo estaba, cuando Olivia estuvo

aquí.—¿Cómo sé que no estás

simplemente intentando deshacerte demí?

—Porque no soy idiota —dijo conbrusquedad—. ¿Piensas que rehusaríacasarme contigo si estuvieraembarazada?

Turner pareció considerarlo por unmomento, y luego se cruzó de brazos.

—Bueno, aún así tu virtud estácomprometida, por lo que te casarásconmigo.

—No —dijo irónica—. No lo haré.—Oh, sí lo harás —le dijo, con los

ojos brillando cruelmente—. Es sóloque aún no lo sabes.

Se apartó de él.—No veo cómo podrás forzarme.Él dio un paso adelante.—No veo cómo podrás detenerme.—Gritaré pidiéndole ayuda a

MacDownes.—No creo que lo hagas.—Lo haré. Lo juro. —Abrió la

boca y entonces lo miró de lado para ver

si comprendía su advertencia.—Adelante —le dijo,

encogiéndose de hombros casualmente—. Esta vez no me agarrarádesprevenido.

—Mac...Le puso la mano sobre la boca con

asombrosa velocidad.—Pequeña tonta. Aparte del hecho

de que no tengo ningún deseo de que tumaduro mayordomo pugilista interrumpami privacidad, ¿te paraste a considerarque su irrupción aquí sólo apresuraríanuestro matrimonio? No querrás seratrapada en una situación comprometida,¿o sí?

Miranda masculló algo contra sumano y luego le dio puñetazos en la

cadera hasta que la quitó. Pero novolvió a gritar llamando a MacDownes.Por muy reacia que fuera a admitirlo, éltenía algo de razón.

—Entonces, ¿por qué no me dejastegritar? —Lo provocó—. ¿Hmmm? ¿Noes un matrimonio lo que deseas?

—Sí, pero pensé que podríaspreferir entrar en él con algo dedignidad.

Miranda no tenía una respuesta aeso, así que se cruzó de brazos.

—Ahora quiero que me escuches—le dijo en voz baja, tomándole labarbilla con la mano y forzándola amirarlo—. Y escúchame con cuidado,porque únicamente diré esto una vez.Vas a casarte conmigo antes de que

termine esta semana. Ya queconvenientemente has huido a Escocia,no necesitamos una licencia especial.Tienes suerte de que no te arrastre a unaiglesia en este preciso instante.Consíguete un vestido y algunas floresporque, cariño, vas a obtener un nuevonombre.

Ella lo fulminó con una miradamordaz, incapaz de pensar en ningunapalabra adecuada para expresar toda sufuria.

—Y ni siquiera pienses en huir otravez —le dijo perezosamente—. Para tuinformación, he alquilado habitacionessólo a dos puertas de aquí y hearreglado que vigilen la casa lasveinticuatro horas del día. No lograrás

llegar ni al final de la calle.—Dios —suspiró—. Te has vuelto

loco.Se rió ante esto.—Piensa en esa declaración,

quieres. Si trajera a diez personas a estahabitación y les explicara que he tomadotu virginidad, que te he pedido que tecases conmigo y que tú rehúsas. ¿Aquién crees que considerarían loca?

Estaba tan encolerizada, que pensóque podría explotar.

—¡No a mí! —le dijo él vivamente—. Ahora sé optimista, chiquilla, y mirael lado bueno. Haremos más bebés y lopasaremos espléndidamentehaciéndolos, prometo nunca golpearte niprohibirte hacer nada a no ser que sea

algo absolutamente disparatado, yfinalmente serás hermana de Olivia.¿Qué más podrías desear?

Amor. Pero no pudo pronunciar lapalabra.

—Considerándolo todo, Miranda,podrías encontrarte en una situaciónmucho peor.

Siguió callada.—Muchas mujeres estarían

encantadas de cambiar de lugar contigo.Se preguntó si habría alguna forma

de borrar la expresión satisfecha de surostro sin provocarle un dañopermanente.

Él se inclinó hacia delantesugestivamente.

—Y puedo prometerte que estaré

muy, muy atento a tus necesidades.Ella entrelazó las manos en la

espalda porque estaban empezando atemblarle por la frustración y la ira.

—Algún día me agradecerás poresto.

Y eso fue demasiado.—¡Aaaaargh! —Gritó

incoherentemente, lanzándose contra él.—¿Qué demonios? —Turner se

giró, tratando de sacársela a ella y a suspuños golpeadores de encima.

—Nunca, nunca vuelvas a decir,“Algún día me agradecerás por esto” —demandó, golpeándolo furiosamente enel pecho.

—Cálmate, querida. Te prometoque nunca volveré a usar ese tono

condescendiente contigo.—Lo estás usando ahora —aseguró

ella.—No, no es así.—Sí, lo hacías.—No, no lo hacía.—Sí, lo hacías.Bueno Dios, esto se estaba

volviendo tedioso.—Miranda, estamos actuando como

niños.Ella pareció crecerse, y sus ojos

adquirieron una mirada salvaje quedebería haberle provocado temor.Sacudiendo la cabeza escupió:

—No me importa.—Bueno, tal vez si comienzas a

actuar como una adulta, dejaré de

hablarte en lo que tú llamas un tonocondescendiente.

Él entrecerró los ojos, y gruñódesde el fondo de la garganta.

—¿Sabes algo, Turner? A vecesactúas como un completo imbécil. —Diciendo esto, formó un puño con lamano, tiró el brazo hacia atrás, y lo dejóvolar.

—¡Santo maldito infierno! —Turner se llevó la mano al ojo, y se tocóla ardiente piel sin poder creerlo—.¿Quién demonios te enseñó a lanzar unpuñetazo?

Miranda sonrió satisfecha.—MacDownes.

24 DE AGOSTO DE 1819—

MÁS TARDE ESA NOCHE

MacDownes le informó a laabuela y el abuelo de que hoy habíarecibido una visita, y ellos prontamenteadivinaron quien era él. El abuelofarfulló cerca de diez minutos acercade cómo podía ese hijo de algo que mees imposible escribir, aparecer poraquí, hasta que finalmente la abuela localmó y me preguntó a qué habíavenido.

No puedo mentirles a ellos. Nuncafui capaz de hacerlo. Les dije laverdad... que había venido a casarseconmigo. Reaccionaron con granalegría y hasta con gran alivio hastaque les dije que había rehusado. El

abuelo se lanzó a otra andanada,únicamente que esta vez el objetivo erayo, y mi falta de sentido común. O almenos creo que eso fue lo que dijo. Esde las Highlands, y aunque habla elinglés del Rey con un acento perfecto,su acento escocés se hace evidentecada vez que está perturbado.

Estaba, para decir lo menos,particularmente perturbado.

Así que ahora me encuentro conellos tres aliados en contra mía. Metemo que es probable que esté librandouna batalla perdida.

CAPÍTULO 15

Dada la oposición contra ella, fueextraordinario que Miranda resistieratanto tiempo como lo hizo, que fuerontres días.

Su abuela lanzó el ataque,utilizando el abordaje dulce y sensato.

—Bueno querida —le había dicho—. Entiendo que Lord Turner estuvoquizás un poquito lento en susatenciones, pero cumplió con losrequisitos, y bien, tú hiciste...

—No necesitas decirlo —habíareplicado Miranda, enrojeciendofrenéticamente.

—Bien, lo hiciste.

—Lo sé.Que el cielo cayera sobre ella.

Raramente podía pensar en nada más.—Pero realmente, dulzura, ¿qué va

mal con el vizconde? Parece un hombrebastante agradable, y nos ha aseguradoque será capaz de mantenerte y cuidarteapropiadamente.

Miranda apretó los dientes. Turnerse había detenido la tarde anterior parapresentarse él mismo a sus abuelos.Confiado en lograr que su abuela seenamorara de él en menos de una hora.Aquel hombre debía ser apartado de lasmujeres de cualquier edad.

—Y opino que es tan atractivo —continuó su abuela—. ¿No lo crees así?Por supuesto que lo crees. Después de

todo, la suya no es la clase de cara quealgunos piensan que es bien parecido yotros no. La suya es de la clase quecualquiera encuentra atractiva. ¿Noestas de acuerdo?

Miranda estaba de acuerdo, perono iba a decirlo.

—Por supuesto, bien parecido escomo ser atractivo, y tanta gente bienparecida tiene mentes deformadas.

Miranda nunca iba a igualaraquello

—Pero parece tener la cabeza en susitio, y es bastante afable, también.Mirándolo bien, podías hacerlo muchopeor. —Cuando su nieta no replicó, dijocon inusitada severidad—. Y no creoque sepas hacerlo mejor.

Eso escocía, pero era verdad. Aúnasí, Miranda dijo

—Podría quedarme soltera.Puesto que su abuela no

contemplaba aquello como una opciónviable, no lo dignificó con unarespuesta.

—No estoy hablando de su título— dijo severamente—. O su fortuna.Sería un buen partido si no tuviera unpenique.

Miranda encontró una forma deresponder que implicaba un sonidoevasivo, una leve sacudida de cabeza,girarla un poquito y encoger loshombros brevemente. Y aquello,esperaba, sería todo.

Pero no lo fue. El final no estaba ni

mucho menos a la vista. Turneremprendió el siguiente asalto paraintentar apelar a su naturaleza romántica.Grandes ramos de flores llegaron cadados horas o así, cada uno con una notadiciendo “Cásate conmigo, Miranda”

Miranda hizo lo que pudo paraignorarlos, lo cual no fue fácil, porquepronto llenaron cada esquina de la casa.Él hizo grandes avances con su abuela,sin embargo, quien estaba empeñada ensu propósito de ver a su Miranda casadacon el encantador y generoso vizconde.

Su abuelo lo intentó después, suestrategia fue considerablemente másagresiva.

—¡Por el amor de Dios, muchacha!—Rugió— ¿Has perdido la cabeza?

Ya que Miranda no estabaexactamente segura de conocer larespuesta a esa pregunta, no replicó.

Turner volvió de nuevo, esta vezcometiendo un error táctico. Envió unanota diciendo “Te perdono porgolpearme”. Al principio Mirandaestaba enfurecida. Era aquelcondescendiente tono el que la habíaprovocado a darle un puñetazo enprimer lugar. Después lo reconoció porlo que era... una tierna advertencia. Élno iba a resistir su testarudez mucho mástiempo.

En el segundo día del asedio, elladecidió que necesitaba algo de airefresco... en realidad, el aroma de todasaquellas flores era verdaderamente

empalagoso... así que Miranda cogió supapalina y se dirigió hacia el cercanoJardín de Queen Street.

Turner comenzó a seguirlainmediatamente. No había estadobromeando cuando le había dicho queestaba vigilando su casa. No se habíatomado la molestia de mencionar, sinembargo, que no estaba contratandoprofesionales para hacer guardia. Supobre y atormentado ayuda de cámaratenía aquel honor, y tras ocho horasconsecutivas de mirar fijamente por laventana, estuvo muy aliviado cuando ladama en cuestión finalmente salió, y élpudo abandonar su puesto.

Turner sonrió mientras Mirandarecorría el camino al parque con rápidos

y eficientes pasos, después frunció elceño cuando se dio cuenta de que nollevaba una doncella con ella.Edimburgo no era tan peligroso comoLondres, pero sin duda una gentil damano se aventuraba fuera sola. Este tipo decomportamiento debería cesar una vezestuvieran casados.

Y ellos se casarían. Fin de ladiscusión.

Él iba, no obstante, a tener queabordar este asunto con una ciertamedida de sutileza. En retrospectiva, lanota expresando su perdónprobablemente era un error. Demonios,había sabido que la molestaría inclusomientras la escribía, pero no parecíaayudarle. No cuando, cada vez que se

miraba en el espejo, era saludado por suojo ennegrecido.

Miranda entró en el parque yanduvo a zancadas durante variosminutos hasta que encontró un bancodesocupado. Sacudió el polvo, se sentó,y sacó un libro del bolso que habíallevado con ella.

Turner sonrió desde su ventajosaposición cincuenta metros más lejos. Legustaba mirarla. Le sorprendió locontento que se sentía sólopermaneciendo allí bajo un árbol,viéndola leer un libro. Sus dedos searqueaban delicadamente mientras ellapasaba cada página. Tuvo una repentinavisión de ella sentada tras el escritoriode la sala adjunta a su dormitorio en su

casa de Northumberland. Estabaescribiendo una carta, probablemente aOlivia, y sonriendo mientras relataba losacontecimientos del día.

De pronto Turner se dio cuenta deque este matrimonio no solo era locorrecto, era además una buena cosa, yél iba a ser totalmente feliz con ella.

Silbando bajito, se paseó despaciohacia donde ella estaba sentada y sedejó caer ruidosamente cerca de ella.

—Hola, gatita.Ella levantó la vista y suspiró,

poniendo los ojos en blanco al mismotiempo.

—Oh, eres tú.—Decididamente espero que nadie

más emplee palabras cariñosas contigo.

Ella hizo una mueca mientrascontemplaba su cara.

—Siento lo de tu ojo.—Oh, ya te he perdonado por eso,

si recuerdas.Ella se puso tiesa.—Lo recuerdo.—Sí —murmuró él—. Me

inclinaba a creer que lo harías.Ella esperó durante un momento,

más probablemente por olvidarlo.Después volvió intencionadamente a sulibro y anunció.

—Estoy intentando leer.—Ya lo veo. Muy bueno para ti, lo

sabes. Me gusta una mujer que educa sumente. —Recogió el volumen de susdedos y lo giró para leer el titulo—.

Orgullo y prejuicio . ¿Lo estasdisfrutando?

—Lo estaba.Él ignoró su dardo mientras echaba

un vistazo a la primera página,manteniendo la hoja con el dedo índice.

—Es una verdad universalmenteconocida —leyó en voz alta— que unsimple hombre en posesión de una buenafortuna debe buscar esposa.

Miranda intentó recuperar su libro,pero él lo movió fuera de su alcance.

—Hmm —reflexionó—. Unpensamiento interesante. Sin duda algunayo estoy buscando una esposa.

—Vete a Londres —replicó ella—.Encontrarás un montón de mujeres allí.

—Y estoy en posesión de una

buena fortuna. —Se inclinó hacíadelante y le sonrió abiertamente—. Sóloen caso de que no te hayas dado cuenta.

—No puedo decirte cómo metranquiliza estar en el conocimiento deque tú nunca pasarás hambre

Él se rió entre dientes.—Oh, Miranda, ¿por qué no

renuncias sencillamente? No puedesganar esta vez.

—No creo que haya muchossacerdotes que casen a una pareja sin elconsentimiento de la mujer.

—Tú consentirás —dijo él en untono agradable.

—¿Oh?—Tú me amas, ¿recuerdas?La boca de Miranda se tensó.

—Eso fue mucho tiempo atrás.—¿Qué, dos, tres meses? No hace

tanto. Volverá a ti.—No de la forma en que estás

actuando.—Qué lengua más afilada —dijo él

con una pícara sonrisa. Y después seinclinó hacia delante—. Para que losepas, es una de las cosas que más megustan de ti.

Ella tuvo que flexionar los dedospara guardarse de enrollárselosalrededor del cuello.

—Creo que me he hartado del airefresco —anunció ella, sujetando el librocon fuerza contra el pecho mientras selevantaba—. Me voy a casa.

Él se levantó inmediatamente.

—Entonces te acompañaré, LadyTurner.

Ella dio la vuelta.—¿Qué acabas de llamarme?—Sólo probaba el nombre —

murmuró él—. Queda muy bien, creo.Deberías acostumbrarte a ello tan prontocomo sea posible.

Miranda sacudió la cabeza yreanudó el camino a casa. Intentómantenerse unos pocos pasos pordelante de él, pero las piernas de él eranmás largas, y no tuvo dificultad en seguircon ella.

—No me gustas.—Eso es una mentira, así que no

cuenta.Ella pensó durante unos pocos

momentos, todavía caminando tan rápidocomo podía.

—No necesito tu dinero.—Por supuesto que no. Olivia me

dijo el año pasado que tu madre te dejóun pequeño legado. Suficiente paravivir. Pero es un poco estrecho de mirasrehusar casarse con alguien porque nodeseas tener más dinero, ¿no crees?

Ella rechinó los dientes y siguiócaminando. Llegaron a los escalones quellevaban a la casa de sus abuelos, yMiranda subió. Pero antes de quepudiera entrar, la mano de Turner seposó sobre su muñeca con la suficientepresión para asegurarle que él habíaperdido la frivolidad.

Y con todo estaba aún sonriendo

cuando le dijo.—¿Ves? Ni una simple razón.Ella debería haber estado nerviosa.—Quizás no —dijo con mucha

frialdad-pero no hay razón para hacerlo.—¿Tu reputación no es una razón?

—preguntó él suavemente.Los ojos de ella encontraron los de

él con cautela.—Pero mi reputación no está en

peligro.—¿No lo está?Ella tomó aliento—No lo harías.Él se encogió de hombros, un

minúsculo movimiento que envió unescalofrío por su columna.

—Generalmente no soy descrito

como despiadado, pero no mesubestimes, Miranda. Me casarécontigo.

—¿Por que quieres todavía? —gritó ella.

Él no tenía que hacerlo. Nadie loestaba obligando. Mirandaprácticamente le había ofrecido unasalida en bandeja de plata.

—Soy un caballero —masculló élentre dientes— cuido mis pecados.

—¿Soy un pecado? —susurró ella.Ya que el aire le había sido

arrancado de sus pulmones, todo lo quepudo emitir fue un suspiro.

Permaneció de pie frente a ella,mirándola tan incómodo como nunca lohabía visto.

—No debería haberte seducido,debería haber tenido mejor criterio. Yno debería haberte abandonado durantetantas semanas seguidas. Para esto notengo excusa, salvo mis propiosdefectos. Pero no permitiré que mi honorsea destrozado. Y tú te casarás conmigo.

—¿Me quieres a mí o quieres tuhonor? —susurró ella.

Él la miró como si ella se hubieraperdido una lección importante. Yentonces le dijo.

—Es lo mismo.

28 AGOSTO 1819

Me case con él.

Fue una boda pequeña. Minúscula,en realidad. Los únicos invitados fueronlos abuelos de Miranda, la esposa delvicario y, ante la insistencia de Miranda,MacDownes.

Por empeño de Turner, partieron asu hogar en Northumberlanddirectamente después de la ceremonia,la cual, también por su insistencia, habíasido celebrada a una hora terriblementetemprana así podrían salir a buena horapara regresar a Roseadle, la rectoría dela época de la Restauración que la nueva

pareja llamaría hogarDespués que Miranda se

despidiera, la ayudó a subir en elcarruaje, demorando las manos en sutalle antes de que le diera un empujón.Una extraña y desconocida emoción loinvadió, y Turner estaba ligeramenteconfuso para darse cuenta de que estabacontento.

Casarse con Leticia había sidomuchas cosas, menos pacífico. Turnerhabía entrado en esa unión con unvertiginoso apremio de deseo yexcitación que se había vueltorápidamente en un desencantado yabrumador sentido de pérdida. Y cuandoaquello estaba terminado, todo lo quehabía quedado era ira.

Le gustaba bastante la idea de estarcasado con Miranda. Podía depositar suconfianza en ella. Nunca le traicionaría,con su cuerpo o con sus palabras. Yaunque él no sentía la obsesión quehabía sentido con Leticia, la deseaba —Miranda- con una intensidad que aún asíno podía creer del todo. Cada vez que laveía, la olía, escuchaba su voz... Laquería. Quería poner la mano en subrazo, sentir el calor de su cuerpo.Quería arrastrarla cerca, absorberlamientras cruzaban los caminos.

Cada vez que cerraba los ojos,volvía hasta el pabellón de caza,cubriendo el cuerpo de ella con el suyo,impulsado por algo poderoso dentro deél, algo primitivo y posesivo, y

francamente un poquito salvaje.Ella fue suya. Y lo sería otra vez.Entró en el carruaje detrás de ella y

se sentó en el mismo lado, aunque nodirectamente junto a ella. No queríanada más que acomodarse a su lado yponerla en su regazo, pero sentía queella necesitaba un poco de tiempo.

Estarían muchas horas en elcarruaje aquel día. Podía permitirsetomarse su tiempo.

La observó durante varios minutosmientras el carruaje se alejaba deEdimburgo. Ella estaba apretando confuerza los pliegues de su vestido deboda color verde menta. Los nudillos seestaban volviendo blancos, untestimonio de sus crispados nervios.

Dos veces, Turner tendió la mano paratocarla, después se contuvo, inseguro desi su propuesta sería bienvenida. Trasunos pocos minutos, no obstante, dijosuavemente.

—Si deseas gritar, no te juzgaré.Ella no se volvió.—Estoy bien.—¿Lo estas?Ella tragó.—Por supuesto, acabo de casarme

¿no? ¿No es lo que toda mujer quiere?—¿Es lo que tu quieres?—Es un poco tarde para

preocuparse de eso ahora, ¿no crees?Él sonrió con ironía.—No soy tan horroroso, Miranda.Ella soltó una nerviosa carcajada.

—Por supuesto que no. Tú eres loque yo siempre he querido. Eso es loque has estado diciéndome durante días,¿no lo has hecho? Te he amado desdesiempre.

Se encontró deseando que laspalabras de ella no tuvieran un tono tanburlón.

—Ven aquí —dijo él, agarrándoladel brazo y arrastrándola su lado delcarruaje.

—Me gusta estar aquí... espera.¡Oh!

Ella estaba firmemente apretujadacontra su costado, el brazo de él era unabanda de acero a su alrededor.

—Esto es mucho mejor, ¿no crees?—Ahora no puedo ver por la

ventana —dijo ella agriamente.—No hay nada que no hayas visto

antes. —Apartó la cortina y echó unaojeada fuera—. Puedes ver mar,árboles, pasto, una choza o dos. Todocosas bastante vulgares. —Le tomó lamano en la suya y ociosamente leacarició los dedos—. ¿Te gusta elanillo? —preguntó—. Es algo sencillo,lo sé, pero las bandas de oro sencillasson una costumbre en mi familia.

La respiración de Miranda se habíaacelerado mientras sus manos eranentibiadas por sus caricias

—Es precioso. Yo... no querríanada ostentoso.

—No creí que lo quisieras. Tú eresuna criaturita bastante elegante.

Ella se ruborizó, dando vueltas connerviosismo a su anillo alrededor yalrededor de su dedo.

—Oh, pero es Olivia quien eligetodos mi modelos.

—Tonterías. Estoy seguro de queno le dejarías elegir nada llamativo oestridente.

Miranda lo miró de soslayo. Estabasonriéndole suavemente, casi conbenevolencia, pero sus dedos estabanhaciendo cosas pícaras en su muñeca,enviando palpitaciones y chispas hastasu mismo corazón. Y entonces él lelevantó la mano hasta su boca,presionando un irresistiblemente suavebeso en la cara interna de la muñeca.

—Tengo otra cosa para ti —

murmuró.Ella no se atrevía a mirarlo otra

vez. No si quería mantener siquiera unjirón de su compostura.

—Vuélvete —le ordenó él consuavidad. Puso dos dedos bajo sumentón e inclinó su cara hacia él.Rebuscando en su bolsillo, extrajo unacaja de joyas recubierta de terciopelo—. Con toda la prisa de esta semana,olvidé darte un anillo de compromisoadecuado.

—Oh, pero eso no es necesario. —Dijo ella rápidamente, no queriendodecirlo en realidad.

—Cállate gatita —dijo él con unasonrisa burlona—. Y acepta tu regalocon elegancia.

—Sí, señor —murmuró ella,quitando la tapa de la caja. Dentrorelucía un diamante cortado en ovalo yenmarcado por dos pequeños zafiros—.Es precioso, Turner —susurró ella—.Hace juego con tus ojos.

—Esa no era mi intención, te loaseguro —dijo él con voz ronca. Sacó elanillo de la caja y lo deslizó en su finodedo—. ¿Encaja?

—Perfectamente.—¿Estás segura?—Segurísima, Turner. Yo...

Gracias. Es muy considerado.Antes de que ella pudiera hablar

más de ello, se inclinó y le dio un rápidobeso en la mejilla.

Él le capturó la cara con las manos.

—No voy a ser un esposo tanterrible, ya verás —La cara de él se leacercó hasta que sus labios acariciaronlos de ella en un delicado beso. Ella seinclinó hacia él, seducida por suafabilidad y los suaves murmullos de suboca—. Tan suave — susurró él, tirandode las horquillas del cabello de ellahasta que pudo deslizar las manos através de él—. Tan suave, y tan dulce.Nunca soñé...

Miranda arqueó el cuello parapermitirle un mejor acceso de loslabios.

—¿Nunca soñaste qué?Él movió los labios ligeramente a

través del cuello de ella.—Que tú serías así. Que yo te

desearía así. Que esto podría ser así.—Yo siempre lo supe. Siempre lo

supe.Las palabras se le escaparon antes

de que pudiera considerar la sabiduríade decirlas, y después decidió nopreocuparse. No cuando él estababesándola así, no cuando su respiraciónestaba saliendo en jadeos irregularesemparejados con los de ella misma.

—Eres tan inteligente —murmuróél—. Debería haberte escuchado hacemucho.

Empezó a aflojarle el vestido delos hombros, después presionó loslabios contra la parte alta de su pecho, yel fuego de eso demostró ser demasiadopara Miranda. Se arqueó hacia abajo

contra él, y sus dedos fueron a losbotones del vestido, ella no ofrecióresistencia. En segundos, su vestido sedeslizó hacia abajo, y la boca de élencontró la punta de su pecho.

Miranda gimió por la sorpresa y elplacer.

—Oh, Turner, yo... —Suspiró—.Más...

—Una orden que estoy encantadode obedecer. —Los labios se movieronal otro pecho, donde repitieron la mismatortura.

Él besó y succionó, y todo eltiempo, sus manos vagaban. En lo altode su pierna, alrededor de su cintura...era como si estuviera intentandomarcarla, marcarla para siempre como

suya.Se sintió lasciva. Se sintió

femenina. Y sintió una necesidad quequemaba desde algún extraño, acaloradolugar, profundo dentro de ella.

—Te quiero —dijo ella en vozbaja, los dedos enterrados en el pelo deél—. Quiero...

Los dedos de él se pasearon másarriba, hacia su más sensible carne.

—Quiero eso.Él se rió entre dientes contra su

cuello.—A su servicio, Lady Turner.Ella ni siquiera tuvo tiempo de

sorprenderse por su nuevo nombre. Élestaba haciendo algo, Dios querido, nisiquiera sabía qué, y todo lo que podía

hacer era no gritar.Y entonces él quitó —no sus dedos;

ella lo habría matado si lo hubieraintentado— sino su cabeza, sólo lobastante lejos para bajar la mirada a ellacon una deliciosa sonrisa.

—Sé otra cosa que te gustará. —Semofó.

Los labios de Miranda sesepararon con entrecortada sorpresamientras él hundía las rodillas en elsuelo del carruaje.

—¿Turner? —susurró, porque sinduda él no podría hacer nada desde allíabajo. Sin duda él no podría...

Ella jadeó mientras la cabeza de éldesaparecía bajo sus faldas.

Después jadeó otra vez cuando lo

sintió, caliente y exigente, besando unsendero a lo largo de su muslo.

Y después no hubo más dudas de suintención. Sus dedos, los que habíanestado haciendo tan magnifico trabajoexcitándola, cambiaron de posición.Estaba extendiéndola abierta, ellaviolentamente se dio cuenta,separándola, preparándola para...

Sus labios.Después de aquello hubo muy poco

pensamiento racional. Todo lo que habíasentido la primera vez, y la primera vezhabía sido muy buena, de hecho, no eranada comparado con esto. Su boca eramalvada, y ella estaba hechizada. Ycuando ella estaba hecha pedazos, eracon cada pizca de su cuerpo, cada gota

de su alma.Cielos, pensó ella intentando

encontrar su aliento desesperadamente.¿Cómo podía alguien sobrevivir a algocomo esto?

El sonriente rostro de Turnerapareció de repente delante de ella.

—Tu primer regalo de boda —dijoél.

—Yo... yo...—Gracias será suficiente —dijo él,

descarado como siempre.—Gracias —susurró ella.Él la besó suavemente en la boca.—De nada.Miranda lo observó mientras él le

ajustaba el vestido, cubriéndolacuidadosamente y acabando con una

platónica caricia en el brazo. Su pasiónparecía haberse enfriadocompletamente, mientras que ellatodavía se sentía como si una llamaestuviera lamiéndola desde dentro haciafuera.

—Tu no... er no has...Una irónica sonrisa tocó sus

rasgos.—No hay nada que quiera más,

pero a menos que quieras tu noche debodas en un carruaje en movimiento,encontraré una forma de abstenerme.

—¿Aquella no era una noche debodas? —preguntó ella dudosamente.

Él sacudió la cabeza.—Sólo un pequeño placer para ti.—Oh.

Miranda estaba intentando recordarpor qué había puesto reparos almatrimonio tan encarnizadamente. Unaeternidad de pequeños placeres sonababastante delicioso.

Con el cuerpo agotado, sentía unalanguidez descendiendo sobre ella, y seacomodó adormilada en su lado.

—¿Lo haremos de nuevo? —masculló ella, aovillándose en la calidezde él.

—Oh, sí —murmuró, sonriéndosemientras la observaba quedarse dormida—. Te lo prometo.

CAPÍTULO 16

Rosedale era, para los nivelesaristocráticos, de dimensiones modestas.La cálida y elegante casa había estadoen la familia Bevelstoke durante variasgeneraciones, y era costumbre para elhijo mayor usarla como su casasolariega antes de que ascendiera aconde y a la mucho más magníficaHaverbreaks. Turner amaba Rosedale,amaba sus paredes simples de piedra yazoteas almenadas. Y sobre todo, amabael paisaje salvaje, domesticado sólo porlos cientos de rosas que habían sidoplantadas con abandono alrededor de lacasa.

Llegaron bastante tarde en la noche,habiendo parado para un relajadoalmuerzo cerca de la frontera. Mirandase había quedado dormida hacía mucho,le había advertido que el movimientodel carruaje siempre le dabasomnolencia, pero a Turner no leimportó. Le gustaba la tranquilidad de lanoche, con sólo los sonidos de loscaballos, el carruaje y el viento en elaire. Le gustaba la luz de la luna, quellegaba por las ventanas. Y le gustóechar un vistazo a su nueva esposa, queno era nada elegante en su sueño... suboca estaba abierta, y la verdad seadicha, roncaba un poco. Pero le gustó.No sabía por qué, pero así era.

Y le gustó saberlo.

Bajó del carruaje, colocó un dedosobre sus labios cuando uno de losescoltas se acercó para ayudar, luegoatrajo a Miranda y la tomó en susbrazos. Nunca había ido a Rosedale,aunque no había estado lejos de losLagos. Esperó que llegara a gustarlecomo a él. Pensó que lo haría. Laconocía bien, estaba comenzando acomprenderla. No estaba seguro decuándo había pasado, pero podía miraralgo y pensar, a Miranda le gustaríaesto.

Turner había parado en su camino aEscocia, y los criados habían sidoinstruidos para tener la casa lista. Loestaba, aunque no había mandado recadode su exacta llegada, por ende, el

personal no había estado reunido parapresentarse ante la nueva vizcondesa.Turner se alegró de esto; no habríaquerido despertar a Miranda.

Cuando entró de su recámara, notócon agradecimiento que el fuego estabaardiendo en el hogar. Podría haber sidoagosto, pero las noches deNorthumberland tenían un fríocaracterístico. Mientras colocaba aMiranda suavemente sobre la cama, unpar de lacayos trajeron su exiguoequipaje. Susurró al mayordomo que sunueva esposa podía conocer al personalpor la mañana, o quizás por la tarde, yluego cerró la puerta.

Miranda, que había pasado delronquido al balbuceo intranquilo,

cambió de posición y arrimó unaalmohada a su pecho. Turner volvió a sulado y susurró suavemente en su oído.Pareció reconocer su voz en el sueño;soltó un suspiro satisfecho einmediatamente se dio la vuelta.

—No te duermas justo ahora —murmuró—. Voy a liberarte de estasropas. —Estaba echada sobre sucostado, por lo que se puso a trabajar enlos botones que bajaban por su espalda—. ¿Puedes mantenerte sentada sólo unmomento? ¿Así puedo quitarte tuvestido?

Como un niño soñoliento, permitióque la sentara.

—¿Dónde estamos? —bostezó, nodel todo despierta.

—Rosedale. Tu nuevo hogar. —Movió sus faldas más arriba de suscaderas de modo que pudiera sacárselaspor la cabeza.

—¡Oh! Es agradable. —Se echóatrás sobre la cama.

Él rió indulgentemente y forcejeópara sostenerla.

—Sólo otros pocos segundos. —Con un hábil movimiento, le sacó elvestido por la cabeza, dejándola vestidacon la camisa.

—Bien —murmuró Miranda,tratando de arrastrarse bajo las sábanas.

—No tan rápido. —Atrapó sutobillo—. Aquí no dormimos con ropa.

La camisa se unió a su vestido en elsuelo. Miranda, apenas comprendiendo

que estaba desnuda, se arrebujófinalmente bajo las sábanas, suspiró contotal satisfacción y rápidamente cayódormida.

Turner rió en silencio y sacudió sucabeza cuando observó a su esposa.¿Había notado antes que sus pestañasfueran tan largas? Quizás era sólo la luzde la vela. También estaba cansado, asíque se desnudó con movimientosrápidos y eficientes y se arrastró haciala cama. Ella estaba tumbada de lado,enroscada como un niño, así queextendió un brazo a su alrededor y laatrajo al centro de la cama, donde élpodría acurrucarse contra su calor. Supiel era insoportablemente suave, yociosamente le deslizó la mano sobre el

estómago. Algo que tocó debió hacerlecosquillas, ya que soltó un suavequejido y se dio la vuelta.

—Todo va a salir bien —susurróél.

Ellos tenían el afecto y laatracción, y esto era más de lo quetenían muchas parejas. Se inclinó haciadelante para besar su soñolienta boca,delineando su contorno ligeramente consu lengua.

Sus párpados aletearon.—Tú debes ser la Bella Durmiente

del bosque —murmuró—. Despertadapor un beso.

—¿Dónde estamos? —preguntó, suvoz atontada.

—En Rosedale. Ya me lo

preguntaste.—¿Sí? No recuerdo.Totalmente incapaz de contenerse,

se inclinó y la besó otra vez.—¡Ah!, Miranda, eres muy dulce.Soltó un pequeño suspiro de

satisfacción por el beso, pero era obvioque estaba teniendo problemas paramantener sus párpados abiertos.

—¿Turner?—¿Sí, gatita?—Lo siento.—¿Qué lamentas?—Lo siento. Sólo no puedo... esto

es, estoy tan cansada. —Bostezó—. Nopuedo cumplir con mi deber.

Él rió irónicamente cuando laenvolvió entre sus brazos.

—Shhh —susurró, inclinándosepara besar su sien—. No pienses en ellocomo un deber. Es demasiadoespléndido para eso. Y no soy tanbellaco para forzar a una mujer que estáagotada. Tenemos tiempo de sobra. Note preocupes.

Pero ella estaba ya dormida.Rozó los labios contra su pelo.—Tenemos una vida entera.

Miranda despertó la primera a lamañana siguiente, soltando un inmensobostezo cuando abrió los ojos. La luzdel día se filtraba por las cortinas, perodefinitivamente no era el sol el queestaba haciendo que su cama fuera tanacogedora y caliente. El brazo de Turner

había sido abandonado sobre su cinturaen algún momento durante la noche, yestaba acurrucada contra él. Señor, elhombre irradiaba calor.

Se escabulló alrededor parapermitirse una mejor vista de él mientrasdormía. Su cara siempre mostraba unencanto juvenil, pero dormido el efectose acentuaba. Parecía un ángel perfecto,sin un rastro del cinismo que a vecesempañaba sus ojos.

—Tenemos que agradecer a Leticiapor esto —murmuró Mirandasuavemente, tocando su mejilla.

Él se revolvió, mascullando algoen su sueño.

—No todavía, mi amor —susurró,sintiéndose bastante valiente para usar

palabras cariñosas cuando sabía que nopodía oírla—. Me gusta verte dormir.

Turner dormía, y ella le escuchabarespirar.

Esto era el cielo.Finalmente se movió, el cuerpo

desperezándose camino de despertarseantes de que se levantaran sus párpados.Y luego allí estaba él, mirándola conojos somnolientos, sonriendo.

—Buenos días —dijo aturdido.—Buenos días.Bostezó.—¿Hace mucho que estás

despierta?—Sólo un ratito.—¿Tienes hambre? Podría hacer

subir algo para desayunar.

Ella sacudió su cabeza.Él bostezó otra vez y luego se rió

de ella.—Estás muy sonrosada por la

mañana.—¿Sonrosada? —No podía evitar

estar intrigada.—Mmm, mmm. Tu piel...

resplandece.—No lo hace.—Sí lo hace. Confía en mí.—Mi madre siempre me decía que

sospechara del hombre que dijera:“Confía en mí”.

—Sí, bueno, tu madre nunca meconoció muy bien —dijo sin pensarlo.Tocó sus labios con su índice—. Estosestán rosados, también.

—¿De verdad? —preguntó ella enun resuello.

—¡Mmm, mmm! Muy rosados. Perocreo que no tan rosados como algunasotras partes tuyas.

Miranda se puso absolutamentecolorada.

—Estos, por ejemplo —murmuró,rozando las palmas sobre sus pezones.Su mano rodó y tiernamente la ahuecó ensu mejilla—. Estabas muy cansadaanoche.

—Sí, lo estaba.—Demasiado cansada para atender

algunos asuntos importantes.Ella tragó nerviosamente, tratando

de no soltar un pequeño gemido mientrassu mano se arrastraba suavemente por su

espalda.—Creo que es el momento de

consumar este matrimonio —murmuróél, sus labios calientes y perversos en suoído. Y luego la impulsó contra él, yella comprendió justo cuan prontoquería tomar cartas en el asunto.

Miranda le dirigió una sonrisallena de reprobador humor.

—Tuvimos bastante cuidado deello, hace algún tiempo. Un poquitoantes de tiempo, si recuerdas.

—No cuenta —dijo alegremente,agitándola con su comentario—. Noestábamos casados.

—Si no contara, no estaríamoscasados.

Turner admitió el argumento con

una sonrisa libertina.—Ah, bien, supongo que tienes

razón. Pero todo se resolvió al final.Apenas puedes enfadarte conmigo porser tan tremendamente viril.

Miranda podría haber sido bastanteinocente, pero sabía lo suficiente paraponer los ojos en blanco ante esto. Nopodría mencionar, sin embargo, cuandosu mano se había movido hacia supecho, y le hizo algo a la punta que ellapodría jurar que sintió entre sus piernas.

Se sintió deslizar, quitar de laalmohada y poner sobre su espalda, sesintió resbaladiza por dentro, además,con cada toque parecía derretirse otrapulgada de su cuerpo. Él besó suspechos, su estómago, sus piernas.

Parecía no haber ninguna parte de ellaque no le interesara. Miranda no sabíaque hacer. Se recostó sobre la espaldabajo la exploración de sus manos y suboca, retorciéndose y gimiendo cuandolas sensaciones comenzaron aabrumarla.

—¿Te gusta así? —MurmuróTurner, mientras examinaba la parte deatrás de su rodilla con los labios.

—Me gusta todo —jadeó ella.Se movió pegándose a su boca y

dejó caer un beso sobre ella.—No puedo decirte cuánto me

complace oírte decir esto.—Esto no puede ser apropiado.Él sonrió abiertamente.—No menos que lo que te hice en

el carruaje.Enrojeció con el recuerdo, luego se

mordió el labio para impedir pedírselootra vez.

Pero él le leyó la mente, o al menossu cara, y soltó un ronroneo de placermientras besaba un camino a lo largo desu cuerpo hacia su feminidad. Sus labiostocaron primero el interior de un muslo,luego el otro.

—¡Oh, sí! —suspiró ella, más alláde la vergüenza ahora. No se preocupóde si eso la hacía parecer una pícaradescarada. Solamente quería el placer.

—Tan dulce —murmuró él, ycolocó una de sus manos sobre elpenacho suave de vello y la abrió aúnmás. El aliento caliente de él le tocó la

piel, y tensó las piernas, aún cuandosupo que quería esto—. No, no, no —dijo, con regocijo en su voz cuandogentilmente las separó. Luego se inclinóhacia abajo y besó aquella parte mássensible de carne.

Miranda, incapaz de decir algocoherente, chilló ante la absolutasensación de sus besos. ¿Era placer odolor? No estaba segura. Sus manos, quese habían cerrado en puños a loscostados, volaron a la cabeza de Turnery se enredaron en su pelo. Cuando suscaderas comenzaron a retorcerse bajoél, él hizo un movimiento como si fueraa levantarse, pero sus manos sostuvieronsu cabeza firmemente en el lugar.Finalmente se soltó de su agarre y se

movió por su cuerpo hasta que suslabios estuvieron a nivel con los de ella.

—Pensé que no ibas a dejarmetomar aire —murmuró.

Miranda no lo creyó posible en suposición, pero se ruborizó.

Él le mordisqueó la oreja.—¿Te gusta así?Cabeceó, incapaz de expresar las

palabras.—Hay muchas, muchas cosas para

que aprendas.—¿Podría yo...? —Oh, ¿cómo

preguntarlo?Le sonrió indulgentemente.—¿Podrías qué?Ella se tragó la vergüenza.—¿Podría yo tocarte?

En respuesta, él tomó su mano y ladirigió hacia abajo por su cuerpo.Cuando alcanzaron su virilidad, su manose sacudió con un reflejo. Estaba muchomás caliente de lo que había esperado, ymuy, muy duro. Turner pacientemente levolvió a llevar la mano hacia él, y estavez hizo algunas caricias vacilantes,maravillándose de cuan suave era lapiel.

—Es tan diferente —se maravilló—. Tan extraño.

Él se rió en silencio, en parteporque era el único modo en que podíacontener el deseo que corría por él.

—Nunca me ha parecido extraño.—Quiero verla.—¡Oh, Dios, Miranda! —Dijo con

los dientes apretados.—No, en serio. —Ella empujó

abajo las sábanas hasta que él estuvodesnudo ante sus ojos—. ¡Oh, Dios mío!—dijo en un susurro. ¿Esto encajaría enella? Apenas podía creerlo. Todavíainmensamente curiosa, cerró su manoalrededor y con cuidado apretó.

Turner casi se cayó de la cama.Ella lo dejó inmediatamente.—¿Te hago daño?—No —graznó—. Hazlo otra vez.Los labios de Miranda se curvaron

en una sonrisa de satisfacción cuandorepitió sus caricias.

—¿Puedo besarla?—Mejor no —dijo él con voz

ronca.

—¡Oh! Pensé tal vez que ya que túme habías besado...

Turner soltó un gruñido primitivo,volteándola sobre la espalda y se colocóentre sus muslos.

—Más tarde. Puedes hacerlo mástarde. —Incapaz de controlar mástiempo su pasión, su boca descendiósobre la de ella con contundente fuerza,reclamándola como suya. Le empujó elmuslo con su rodilla, forzándola aabrirse más.

Miranda instintivamente inclinó suscaderas para hacerle más fácil laentrada. Se deslizó dentro de ella sinesfuerzo, y ella se maravilló que sucuerpo cediera para encajarlo. Empezóa acariciarla despacio entrando y

saliendo, entrando y saliendo,moviéndose dentro de ella con un ritmolento pero implacable.

—¡Oh, Miranda! —gimió—. ¡Oh,Dios!

—Sí. Sí.La cabeza se le sacudía de lado a

lado. El peso de él estaba sujetándola, yaún así no podía estarse quieta.

—Eres mía —gruñó él,intensificando el ritmo—. Mía.

Ella gimió en respuesta.Aún la sujetaba, los ojos extraños y

penetrantes mientras decía.—Dilo.—Soy tuya —susurró ella.—Cada pulgada tuya. Cada

deliciosa pulgada tuya. Desde aquí —

ahuecó su pecho—, hasta aquí —deslizósu dedo a lo largo de la curva de sumejilla—, hasta aquí. —Se retiró hastaque sólo la punta de él quedó dentro deella y luego bombeó dentro hasta laempuñadura.

—¡Oh, Dios sí!, Turner. Cualquiercosa que quieras.

—Te quiero a ti.—Soy tuya. Lo juro.—De nadie más, Miranda.

Prométemelo. —Otra vez se retiró casihasta fuera.

Ella se sintió completamentedespojada sin él dentro de ella y casigritó.

—Lo prometo —jadeó—. Porfavor... vuelve a mí ahora mismo.

Él retrocedió, provocándole a lavez un suspiro de alivio y un jadeo dedeseo.

—No habrá ningún otro hombre.¿Me oyes?

Miranda sabía que sus apremiantespalabras derivaban de la traición deLeticia, pero estaba demasiado imbuidaen la pasión como para pensar enregañarlo por compararla con suanterior esposa.

—¡Ninguno, lo juro! Nunca hequerido a nadie más.

—Y nunca lo harás —dijofirmemente, como si pudiera hacerloverdad simplemente diciéndolo.

—¡Nunca! Por favor, Turner, porfavor... te necesito. Necesito...

—Sé lo que necesitas.Sus labios se cerraron alrededor de

uno de sus pezones mientras apresurabasus movimientos dentro de ella. Ellasintió la presión inundando su cuerpo.Los espasmos de placer estabandisparándose por su vientre, debajo desus brazos y por sus piernas. Y luego, depronto, supo que posiblemente nosoportaría otro momento sin expirar enel acto, su cuerpo entero se convulsionó,apretándose alrededor de su virilidadcomo un guante de seda. Gritó sunombre, agarrándose de sus brazoscuando sus hombros se alzaron de lacama por la fuerza del clímax.

La pura sensualidad de suliberación empujó a Turner sobre el

borde, y gritó con voz ronca cuando enel último minuto se sumergió dentro deella, metiéndose hasta la empuñadura.Su placer era intenso, y no podía creerla rapidez con la cual se derramó enella. Se derrumbó sobre ella,completamente exhausto. Nunca habíasido esto tan bueno, nunca. Ni siquierala vez anterior con Miranda. Era comosi cada movimiento, cada toque sehubiera intensificado ahora que sabíaque era suya y sólo suya. Estabasobresaltado por su posesividad,anonadado por el modo en que le habíahecho jurarle su fidelidad, y repugnadopor el hecho de que había manipulado supasión para satisfacer sus infantilesnecesidades.

¿Estaba enfadada? ¿Lo odiaba poresto? Levantó la cabeza y escudriñó sucara. Sus ojos estaban cerrados, y suslabios curvados en una media sonrisa.Parecía una mujer satisfecha en cadapulgada, y rápidamente decidió que sino estaba ofendida por sus acciones opreguntas, no iba a discutir con ella.

—Te ves sonrojada, gatita —murmuró, acariciando su mejilla.

—¿Todavía? —preguntóperezosamente, aún sin abrir sus ojos.

—Incluso más.Turner sonrió, apoyándose sobre

los codos para aligerar un poco de supeso de ella. Pasó el dedo a lo largo dela curva de su mejilla, comenzando en laesquina de la boca y luego terminando

en la sensible piel cercana al ojo. Letocó las pestañas.

—Ábrelos.Ella levantó los párpados.—Buenos días.—Así es —. Él sonrió abierta y

juvenilmente.Ella se retorció bajo su intensa

mirada.—¿No estás muy incómodo?—Me gusta estar aquí encima.—Pero tus brazos...—Son lo bastante fuertes para

sostenerme un rato más. Además,disfruto mirándote.

Tímidamente, ella apartó sumirada.

—No, no, no. No huyas. Vuelve a

mirar aquí. —Tocó su barbilla y laatrajo hasta que lo enfrentó otra vez—.Eres muy hermosa, sabes.

—No lo soy —dijo con una vozque significaba que ella sabía que élestaba mintiendo.

—¿No acabarás discutiendoconmigo sobre este punto? Soy másviejo que tú y he visto a muchasmujeres.

—¿Visto? —preguntó con recelo.—Eso mi querida esposa, es

realmente otro asunto, y uno que norequiere discusión. Simplemente quiseindicar que soy probablemente un pocomás conocedor que tú, y deberíasaceptar mi opinión sobre la materia. Sidigo que eres hermosa, entonces tú eres

hermosa.—Realmente, Turner, eres muy

dulce.Se inclinó hasta apoyar la nariz

sobre la de ella.—Estás empezando a irritarme,

esposa.—¡Dios mío! Yo no querría hacer

eso.—Yo creería que no.Sus labios se curvaron en una

sonrisa traviesa.—Eres muy guapo.—Gracias —dijo magnánimamente

—. Ahora, ¿viste cuán amablementeacepté tu elogio?

—Arruinaste un poco el efectoseñalando tus buenos modales.

Él sacudió la cabeza.—Qué boca la tuya. Voy tener que

hacer algo sobre eso.—¿Besarla? —dijo esperanzada.—Mmm, no es un problema. —Su

lengua se lanzó y dibujó el contorno desus labios—. Muy agradable. Muysabroso.

—No soy una tarta de fruta, sabes—replicó ella.

—Ahí está esa boca otra vez —dijo él suspirando.

—Me imagino que tendrás queseguir besándome.

Él suspiró como si fuera una grantarea.

—¡Oh, bien!Esta vez, empujó en su boca y

deslizó la lengua a lo largo de lasuperficie lisa de sus dientes. Cuandolevantó su cabeza otra vez y miró haciasu cara, ella estaba encendida. Ésaparecía ser la única palabra paradescribir el resplandor que emanaba desu piel.

—Dios, Miranda —dijo con vozronca—. Realmente eres hermosa.

Descendió, rodó sobre su costado,y la envolvió en sus brazos.

—Nunca he visto a nadie lucir así,como lo haces tú en este instante —murmuró, tirándola más fuerte contra él—. Túmbate aquí así por un rato.

Ella fue adormeciéndose, pensandoque este era un modo excelente decomenzar un matrimonio.

6 DE NOVIEMBREDE 1819

Hoy celebré la décima semana demi matrimonio, y la tercera desdecuando debería haber menstruado. Nodebería estar sorprendida de haberconcebido otra vez tan rápidamente...

Turner es el marido más atento.No me quejo.

12 DE ENERO DE 1820

Cuando entré en el baño estatarde, podría jurar que vi una levehinchazón en mi vientre. Lo creoahora. Creo que está aquí paraquedarse.

30 DE ABRIL DE 1820

¡Oh!, estoy enorme. Y quedan casitres meses. Turner parece adorar miredondez. Está convencido que seráuna niña. Susurra: " Te amo " a mivientre.

Pero solamente a mi vientre. No amí. Para ser justa, yo no he dicho las

palabras, pero estoy segura que él sabeque lo amo. Después de todo, se lo dijeantes de nuestro matrimonio, y él dijouna vez que una persona no sedesenamora tan fácilmente.

Sé que se preocupa por mí. ¿Porqué no puede amarme? O si lo hace,¿por qué puede no decirlo?

CAPÍTULO 17

Los meses pasaron, y los recién

casados se asentaron en una rutinacómoda y cariñosa. Turner, que habíavivido un infierno con Leticia, estabaconstantemente sorprendido por loagradable que podía ser el matrimonio,una vez asumido, con la personacorrecta. Miranda era un total placerpara él. Le encantaba observarla leerun libro, peinarse, dar instrucciones alama de llaves, le encantaba observarlahacer cualquier cosa. Y se descubríaconstantemente buscando excusas paratocarla. Señalaba una invisible mota depolvo sobre su vestido y luego lacepillaba para quitársela. Un mechónde su pelo se había extraviado,murmuraba mientras volvía a colocarloen su lugar.

Y a ella nunca parecía molestarle.A veces, si estaba ocupada con algo, leapartaba la mano con un golpecito,pero más a menudo meramente sonreía,y a veces movía la cabeza, sólo unpoco, lo suficiente para descansar lamejilla en su mano.

Pero en ocasiones, cuando no sedaba cuenta de que la estabaobservando, la pillaba mirándolo congran añoranza. Siempre apartaba lavista, con tanta rapidez que a menudono podía siquiera estar seguro de si elmomento había tenido lugar. Perosabía que sí, porque cuando cerrabalos ojos por la noche, veía los de ella,con aquel destello de tristeza que ledesgarraba las entrañas.

Sabía lo que ella quería. Habríasido tan fácil. Tres simples palabras. Yrealmente, ¿no debería decirlas?Incluso si no las sentía, ¿no valdría lapena sólo para verla feliz?

Había momentos en que intentabadecirlas, intentaba hacer que su bocaformase las palabras, pero siempreparecía aparecer aquella sensación deahogo, como si le estuviesencomprimiendo la misma respiración enla garganta.

Y la ironía era... que creía que laquería. Sabía que no le quedaría nadasi algo le pasase a Miranda. Sí, claroestaba, había creído que quería aLeticia, y mira donde le había llevadoaquello. Adoraba todo acerca de

Miranda, desde la forma en que su narizse alzaba ligeramente en la punta hastasu mordaz ingenio el cual nuncaescatimaba con él. Pero, ¿eso era lomismo que querer a la persona?

Y si la quería, ¿cómo iba asaberlo? Esta vez quería estar seguro.Quería alguna clase de prueba científica.Había tenido fe en el amor antes,creyendo que aquella vertiginosa mezclade deseo y obsesión tenía que ser amor.Porque, ¿qué otra cosa podría habersido?

Pero ahora tenía más edad.También era más sabio, lo que erabueno, y mucho más cínico, lo que no loera.

La mayoría del tiempo era capaz de

mantener apartadas aquellaspreocupaciones de la cabeza. Era unhombre, y francamente, aquello era loque hacían los hombres. Las mujerespodían discutir y rumiar (y era probableque siguieran discutiendo) todo lo quedesearan. Él prefería ponderar el asuntouna vez, quizás dos, y se acabó.

Que era por lo que eraparticularmente mortificante quepareciese incapaz de dejar aparte aqueltema en particular. Su vida eraencantadora. Feliz. Deliciosa. Nodebería estar perdiendo unos valiosospensamientos y energía reflexionandosobre el estado de su propio corazón. Semerecía ser capaz de disfrutar susmuchas bendiciones y no tener que

pensar en ello.Estaba haciendo precisamente

aquello —concentrándose en por qué nodeseaba pensar en todo aquello—cuando oyó un golpe en la puerta delestudio.

—¡Entre!La cabeza de Miranda asomó por el

umbral.—¿Molesto?—No, claro que no. Pasa.Empujó para abrir el resto de la

puerta y entrar en la habitación. Turnertuvo que suprimir una sonrisa cuando lavio. Últimamente su barriga parecíapreceder al resto de su cuerpo al entraren una habitación por unos buenos cincosegundos. Ella vio su sonrisa y se miró

con tristeza.—Estoy enorme, ¿verdad?—Cierto.Ella suspiró.—Deberías haber mentido para no

herir mis sentimientos y decirme que noestoy tan grande. Las mujeres en micondición están muy sensibles, ¿sabes?—Caminó hasta una silla cerca delescritorio de él y puso las manos sobrelos brazos de la silla para ayudarse adescender.

Turner se puso de pie de inmediatopara ayudarla a sentarse.

—Creo que me gustas grande.Ella bufó.—Sólo te gusta ver la prueba

tangible de tu propia virilidad.

Sonrió ante eso.—¿Te ha dado ella alguna patada

hoy?—No, y no estoy tan segura de que

sea una ella.—Por supuesto que lo es. Es

perfectamente obvio.—¿Debo suponer que estás

planeando abrir un consultorio sobrepartos?

Las cejas de Turner se alzaron.—Vigila tu boca, esposa.Miranda puso los ojos en blanco y

alzó un pedazo de papel.—Hoy recibí una carta de tu madre.

Pensé que te gustaría leerla.Turner le quitó la carta de la mano,

caminando de forma distraída por la

habitación mientras leía la misiva.Había aplazado tanto como habíapodido contarle a su familia lo delmatrimonio, pero después de dos meses,Miranda le había convencido de queposiblemente no podría evitarlo más.Como era de esperar, se sorprendieron(con excepción de Olivia, que habíatenido una vaga idea de lo que estabapasando), y Turner se había apresuradoenseguida a Rosedale para inspeccionarla situación. Oyó murmurar a su madreunas pocas cientos de veces: “Nuncahabría imaginado...”, y la nariz deWinston había quedado un pocodislocada, pero en general, Mirandahabía hecho una suave transición deCheever a Bevelstoke. Después de todo,

ya antes había sido prácticamente partede la familia.

—Winston se ha metido enproblemas en Oxford —murmuróTurner, los ojos moviéndose con rapidezsobre las palabras de su madre.

—Sí, bueno, era de esperar,imagino.

Levantó la vista para mirarla conexpresión de asombro.

—¿Qué significa eso?—No creas que nunca he oído

hablar sobre tus hazañas en launiversidad.

Él sonrió abiertamente.—Ahora soy mucho más maduro.—Eso espero.Turner caminó hacia ella y dejó un

primer beso en su nariz y luego otro ensu tripa.

—Desearía haber podido ir aOxford —dijo ella con anhelo—. Mehubiese encantado escuchar todas esasclases.

—No todas. Créeme, algunas eranpésimas.

—Aún así creo que me habríagustado.

Turner se encogió de hombros.—Quizás. Ciertamente eres

terriblemente más lista que la mayoríade hombres que conocí allí.

—Después de haber pasado casiuna temporada en Londres, debo decirque no es terriblemente difícil ser máslista que muchos de los hombres de la

alta sociedad.—Excluyendo a la presente

compañía, espero.Ella asintió cortésmente.—Por supuesto.Sacudió la cabeza mientras volvía

al escritorio. Aquello era lo que más legustaba de estar casado con ella,aquellas pequeñas y estrafalariasconversaciones que llenaban sus días.Volvió a sentarse y levantó eldocumento que había estado examinandocon detenimiento antes de que ellaentrase.

—Parece que voy a tener que ir aLondres.

—¿Ahora? ¿Aún hay alguien allí?—Muy pocos —admitió. El

Parlamento no estaba reunido, y lamayoría de la alta sociedad habíadejado la ciudad para ir a sus casas enel campo—. Pero un buen amigo míoestá allí, y necesita mi ayuda para unaempresa comercial.

—¿Quieres que vaya contigo?—Nada me gustaría más, pero no te

haré viajar en un momento así.—Estoy perfectamente saludable.—Y te creo, pero parece

imprudente correr riesgos innecesarios.Y debo decir que te has convertido enalgo... —Se aclaró la garganta—. Difícilde manejar.

Miranda hizo una mueca.—Me pregunto qué otra cosa

podrías haber dicho que pudiera

haberme hecho sentir menos atractiva.A él se le crisparon los labios, se

inclinó hacia delante y le besó lamejilla.

—No me iré durante demasiadotiempo. No más de una quincena, creo.

—¿Una quincena? —dijo ellatristemente.

—Son al menos cuatro días deviaje en cada sentido. Con toda lareciente lluvia, es seguro que lascarreteras estarán fatales.

—Te voy a extrañar.Él hizo una pausa por el momento

antes de contestar.—Yo también te echaré de menos.Al principio Miranda no dijo nada.

Y luego suspiró, un pequeño y

melancólico sonido que exprimió elcorazón de él. Pero entonces la actitudde ella cambió y pareció un poco másactiva.

—Supongo que hay muchas cosaspara mantenerme ocupada —dijo con unsuspiro—. Me gustaría redecorar la salaoeste. La tapicería está totalmentedesvaída. Quizás invite a Olivia a unavisita. Es muy buena con este tipo decosas.

Turner le sonrió cálidamente. Leproporcionaba gran placer que ellaestuviese llegando a amar su casa tantocomo lo hacía él.

—Confío en tu juicio. No necesitasa Olivia.

—Sin embargo, disfrutaría de su

compañía mientras no estés.—Entonces claro que sí, invítala.

—Lanzó un vistazo al reloj—. ¡Vaya!¿Tienes hambre? Es bien pasado elmediodía.

Miranda se frotó el estómago deforma ausente.

—No demasiado, creo. Pero podríacomer un bocado o dos.

—Más de dos —dijo firmemente—. Más de tres. Ya no comes sólo parati misma, ya lo sabes.

Miranda bajó tristemente la vista asu hinchada barriga.

—Créeme, lo sé.Se puso en pie y avanzó a zancadas

hacia la puerta.—Iré corriendo a la cocina y

conseguiré algo.—Puedes simplemente llamar para

pedir algo.—No, no, será más rápido así.—Pero yo no... —Demasiado

tarde. Ya había salido corriendo por lapuerta y no podía escucharla. Se sonriómientras se sentaba y curvaba laspiernas bajo ella. Nadie podía dudarque Turner se preocupaba por subienestar y el del bebé. Se veía en laforma en que ahuecaba las almohadaspara ella antes de que se metiera en lacama, en la forma es que se asegurabaque comiese bien, comida saludable, yespecialmente en la manera en queinsistía en ponerle la oreja en elestómago para oír cómo se movía el

bebé.—¡Creo que ha dado una patada!

—exclamaba excitado.—Es probable que haya sido un

eructo —había bromeando Miranda unavez.

Turner no pilló la broma y alzó lacabeza, la preocupación le nublaba losojos.

—¿Puede eructar ahí dentro? ¿Esnormal?

Ella había dejado salir una suave eindulgente carcajada.

—No lo sé.—Quizás debería preguntarle al

médico.Le había cogido la mano y lo había

empujado hacia arriba hasta que estuvo

acostado a su lado.—Estoy segura de que todo va

bien.—Pero...—Si mandas a buscar al médico,

va a pensar que estás loco.—Pero...—Simplemente durmamos. Eso es

todo, abrázame. Fuerte. —Suspiró y seacurrucó cerca de él—. Aquí. Ahorapodré dormir.

De vuelta en el estudio, Mirandasonrió mientras recordaba laconversación. Hacía cosas así cientosde veces al día, demostrándole cuánto laquería. ¿Verdad? ¿Cómo podía mirarlacon tanta ternura y no quererla? ¿Por quéestaba tan insegura de sus sentimientos?

Porque nunca los había dicho envoz alta, replicó en silencio. Oh, lehacía cumplidos y a menudo hacíacomentarios sobre lo contento queestaba de haberse casado con ella.

Era una de las formas más cruelesde tortura, y Turner no tenía ni idea delo que hacía. Creía que estaba siendoamable y atento, y era verdad.

Pero cada vez que la miraba, ysonreía con aquella cálida y misteriosaforma suya, y pensaba... por un intensosegundo pensaba que él se inclinaría ysusurraría...

Te quiero....y cada vez, cuando no pasaba, y

simplemente le rozaba la mejilla con suslabios, o le despeinaba el cabello, o le

preguntaba si había disfrutado el malditopostre, por amor de Dios...

Miranda sentía que algo sedesmoronaba en su interior. Un pequeñoapretón, creando solamente una pequeñaarruga, pero todos aquellos pliegues ensu corazón se iban sumando, y cada díaparecía un poco más duro fingir que suvida era precisamente como la habíadeseado.

Intentaba ser paciente. Lo últimoque quería de él era falsedad. Te quieroera totalmente devastador cuando nohabía ningún sentimiento detrás.

Pero no quería pensar en ello. Noen aquel momento, no cuando estabasiendo tan dulce y atento, y ella deberíaestar total y completamente feliz.

Y lo estaba. De verdad. Casi. Erasólo la pequeña parte de ella que seabría paso hacia delante, y se estabavolviendo molesta, de verdad, porqueMiranda no quería malgastar todos suspensamientos y energía pensando enalgo sobre lo que no tenía el control.

Sólo quería vivir el momento,disfrutar sus muchas bendiciones sintener que pensar en ello.

Turner entró en el momentooportuno, entrando a zancadas en elcuarto y dejando un suave beso sobre lacabeza de ella.

—La señora Hingham dice quehará subir un plato de comida en unosminutos.

—Te dije que no deberías haberte

molestado en bajar —le regañó Miranda—. Sabía que no habría nada preparado.

—Si no hubiese bajado yo mismo—dijo en tono práctico—, habría tenidoque esperar a que llegase la doncellapara ver que quería, entonces habríatenido que esperar a que bajase a lacocina, y luego habría tenido queesperar mientras la señora Hinghampreparaba la comida, y después...

Miranda sostuvo una mano en alto.—¡Suficiente! Ya veo lo que

quieres decir.—Llegará antes así. —Turner se

inclinó hacia delante con una sonrisadiabólica—. No soy una personapaciente.

Ni ella tampoco, pensó Miranda

tristemente.Pero su marido, inconsciente de sus

tormentosos pensamientos, simplementesonrió mientras miraba por la ventana.Una ligera capa de nieve cubría losárboles.

Un lacayo y una doncella sedeslizaron dentro de la habitación,trayendo comida, y la dejaron sobre elescritorio de Turner.

—¿No estás preocupado por tuspapeles? —preguntó Miranda.

—Estarán bien. —Los colocóformando una pila.

—¿Pero no se mezclarán?Se encogió de hombros.—Tengo hambre. Eso es más

importante. Tú eres más importante.

La doncella dejó escapar unpequeño suspiro ante las románticaspalabras. Miranda sonrió tirante. Elpersonal de la casa probablementepensaba que Turner le profesaba suamor siempre que estaban fuera delalcance del oído.

—Entonces vamos —dijo Turnerenérgicamente—. Hay algo de estofadode carne de ternera y vegetales. Quieroque te lo comas todo.

Miranda miró dudosa a la soperaque Turner colocó frente a ella. Haríafalta un pequeño ejército de mujeresembarazadas para terminarla toda.

—Estás bromeando —dijo.—En absoluto. —Sumergió la

cuchara en el estofado y la sostuvo

enfrente de su boca.—De verdad, Turner, no puedo...Le metió con rapidez la cuchara en

la boca.Se ahogó sorprendida durante un

segundo, entonces masticó y tragó.—Puedo comer solita.—Pero así es mucho más divertido.—Para ti, qui...La cuchara entró una vez más.Miranda tragó.—Esto es ridículo.—En absoluto.—¿Es alguna forma de enseñarme a

no hablar tanto?—No, aunque perdí una gran

oportunidad con esa última frase.—Turner, eres incorre...

La pilló otra vez.—¿Incorregible?—Sí —farfulló ella.—Oh, querida —dijo—. Tienes un

poco en la barbilla.—Tú eres el que maneja la

cuchara.—Siéntate quieta —se inclinó

hacia delante y lamió la gota de salsa desu piel—. Mmm, delicioso.

—Toma un poco —dijo ellainexpresiva—. Hay un montón.

—Oh, pero no quisiera privarte detan valiosos nutrientes.

Ella resopló en respuesta.—Aquí tienes otro poco... Oh,

querida, creo que he vuelto a fallar otravez —su lengua volvió a salir y limpió

el desastre.—¡Lo hiciste a propósito! —lo

acusó.—¿Y malgastar a propósito la

comida que alimentaría a mi esposaembarazada? —Se colocó una ofendidamano en el pecho—. ¡Qué canalla mecrees!

—Quizás no un canalla, pero sí unpequeño y furtivo...

—¡Victoria!Movió su dedo hacia él.—Mmph grmphng gtrmph.—No hables con la boca llena. Es

de mala educación.Ella tragó.—Dije, que me vengaré, tú... —

Dejó de hablar cuando la cuchara hizo

conexión con su nariz.—Mira lo que hiciste —dijo,

sacudiendo la cabeza con un movimientoexagerado—. Te moviste tanto que volvía fallar. Ahora quédate quieta. —Ellafrunció sus labios pero no pudo evitarque se le escapase la insinuación de unasonrisa—. Buena chica —murmuró él,inclinándose. Capturó la punta de sunariz en su boca y chupó hasta que lasalsa de carne desapareció.

—¡Turner!—La única mujer en el mundo con

una nariz cosquillosa —soltó una risita—. Y tuve el sentido común de casarmecontigo.

—Para, para, para.—¿De ponerte salsa en la cara o de

besarte?A ella el aliento se le quedó

atrapado en la garganta.—De ponerme salsa en la cara. No

necesitas una excusa para besarme.Él se inclinó hacia delante.—¿No?—No.—Imagina mi alivio. —Su nariz

tocó la de ella.—¿Turner?—¿Hmm?—Si no me besas pronto, creo que

voy a ponerme furiosa.La atormentó con el más ligero de

los besos.—¿Te vale eso?Ella negó con la cabeza.

Él profundizó el beso.—¿Y eso?—Me temo que no.—¿Qué necesitas? —susurró, su

ardiente voz contra los labios deMiranda.

—¿Qué necesitas tú? —respondióella. Sus manos se deslizaron haciaarriba hasta los hombros de él, y comoera costumbre, comenzó a masajearlos.

Y aparentemente el ardor de él sedifuminó instantáneamente.

—Oh, Dios, Miranda —gimió,relajándosele el cuerpo—. Eso esmaravilloso. No, no pares. Por favor, nopares.

—Es extraordinario —dijo ella conuna ligera sonrisa—. Eres masilla entre

mis manos.—Lo que quieras —gimió—.

Simplemente no te detengas.—¿Por qué estás tan tenso?Él abrió los ojos y le lanzó una

irónica mirada.—Lo sabes muy bien.Ella se sonrojó. El médico le había

informado durante su última visita queera momento de detener las relacionesmaritales. Turner no había parado degruñir durante una semana.

—Me niego a creer —dijo,levantando los dedos de los hombros deél y sonriéndole cuando gimió enprotesta—, que yo sea la única causa detus horribles dolores de espalda.

—Estrés por no ser capaz de

hacerte el amor, excesivo esfuerzo físicopor tener que cargar tu ahora enormecuerpo escaleras arriba...

—¡Nunca has tenido que cargarmeescaleras arriba!

—Sí, bueno, lo he pensado, yciertamente ha sido suficiente paradarme dolor de espalda. Justo... —hizogirar sus brazos alrededor y apuntó a unlugar de su espada-... aquí.

Miranda frunció los labios peroaún así comenzó a frotar donde él lehabía indicado.

—Tú, milord, eres un niño grande.—Mmm... mmm... —accedió él, la

cabeza prácticamente ladeada a un lado—. ¿Te importa si me echo? Hará que tesea más fácil.

Miranda se preguntó cómo habíalogrado manipularla para que le frotarala espalda sobre la alfombra. Pero loestaba pasando bien, también. Leencantaba tocarlo, memorizar elcontorno de su cuerpo. Sonriéndose, lesacó la camisa de la pretina de lospantalones y deslizó las manos debajopara poder tocarle la piel. Era caliente ysuave como la seda, y no pudo evitarmover sus manos ligeramente sobre ella,sólo para sentir la excelente suavidadque era única en él.

—Me gustaría que tú me frotaras laespalda —se oyó decir. Habían pasadosemanas desde la última vez que habíasido capaz de yacer sobre su estómago.

Giró la cabeza para que ella

pudiera verle la cara, y sonrió.Entonces, con un pequeño gruñido, sesentó.

—Siéntate recta —dijosuavemente, girándola para podermasajearle la espalda.

Era el paraíso.—Oh, Turner —suspiró—. Es

delicioso.Él emitió un sonido, uno extraño, y

se giró lo mejor que pudo para poderverle la cara.

—Lo siento —dijo, haciendo unamueca cuando ella vio el deseo y elcontrol luchando en sus ojos—. Yotambién te echo de menos, si te sirve deconsuelo.

La apretujó contra él, abrazándola

tan fuerte como pudo sin presionardemasiado fuerte contra su barriga.

—No es culpa tuya, gatita.—No, lo sé, pero aún así lo siento.

Te echo de menos terriblemente. —Bajóel tono de su voz—. A veces estás tandentro de mí, que parece como si meestuvieses tocando el corazón. Eso es loque más echo de menos.

—No digas eso —dijo él con vozronca.

—Lo siento.—Y por amor de Dios, deja de

pedir perdón.Ella casi rió.—Yo... no, lo retiro. No lo siento.

Pero sí siento que tú, eh, estés en talestado. No parece justo.

—Es más que justo. A cambiotengo una esposa sana y un bebéprecioso. Y todo lo que tengo que haceres contenerme unos pocos meses.

—Pero no deberías hacerlo —murmuró sugestivamente, su mano vagóhacia los botones de sus pantalones—.No tienes por qué.

—Miranda, detente. No podrésoportarlo.

—No deberías hacerlo —repitiómientras empujaba hacia arriba su yasacada camisa por el pecho y le besabael plano estómago.

—Qué... oh, Dios, Miranda —dejóescapar un gemido irregular.

Los labios de ella se movieronincluso más abajo.

—¡Oh, Dios! ¡Miranda!

7 DE MAYO DE1820.

Soy una descarada.Pero mi marido no se queja.

CAPÍTULO 18

A la mañana siguiente, Turner

posó un suave beso en la frente de suesposa.

- ¿Estás segura que estarás biensin mí?

Miranda tragó y asintió,conteniendo las lágrimas que habíaprometido no derramar. El cielotodavía estaba oscuro, pero Turnerhabía querido partir temprano aLondres. Ella se estaba sentando en lacama, sus manos descansando en suvientre mientras lo miraba vestirse.

- Tu ayudante de cámara va atener un ataque de apoplejía —dijo,tratando de bromear con él—. Sabesque piensa que no sabes como vestirteapropiadamente.

Vestido sólo con unos pantalones,

Turner caminó a su lado y se sentó enel borde de la cama.

- ¿Estás segura que no te importaque me vaya?

- Claro que me importa. Preferiríatenerte aquí. —Una sonrisatambaleante tocó su cara—. Peroestaré bien. Y probablementeadelantaré más trabajo sin ti aquídistrayéndome.

- ¿Oh? ¿Y soy tan molesto?- Mucho. Aunque —sonrió

avergonzada— no puedo ser“distraída” mucho últimamente.

- Mmm. Triste, pero cierto. Yo,desafortunadamente, estoy distraídotodo el tiempo. —Ahuecó su barbillacon sus dedos y bajó los labios hacia

los suyos en un apasionado y tiernobeso—. Cada vez que te veo —murmuró.

- ¿Cada vez? —preguntó elladudosamente.

Le dio un solemne asentimiento.- Pero parezco una vaca.- Mmm-hmm, —Sus labios nunca

dejaron los suyos—. Pero una vacamuy atractiva.

- ¡Desgraciado! —Lo empujó ygolpeó juguetonamente en el hombro.

Él sonrió malvadamente enrespuesta.

- Parece ser que este viaje aLondres va a ser beneficioso para misalud. O por lo menos para mi cuerpo.Soy afortunado de no magullarme

fácilmente.Ella hizo un puchero y sacó la

lengua.Él chasqueó la suya antes de

levantarse y cruzar la habitación.- Veo que la maternidad no ha

traído madurez consigo.Su almohada cruzó la habitación.Turner estuvo de vuelta a su lado

en un instante, su cuerpo extendido enla cama a lo largo del de ella.

- Tal vez debería quedarme, sólopara tener rienda firme sobre ti.

- Tal vez deberías.La besó de nuevo, esta vez apenas

reservando pasión y emoción.- Te he dicho —murmuró mientras

sus labios exploraban los suaves

planos de su cara—, ¿cuánto adoroestar casado contigo?

- Hoy no.- Es temprano todavía. Sin duda

puedes disculpar mi descuido. —Capturó el lóbulo de su oreja entre susdientes—. Ciertamente te lo dije ayer.

Y el día anterior, pensó Mirandaagridulcemente. Y el día anterior a esetambién, pero nunca le había dicho quela amaba. ¿Por qué siempre era “Amoestar contigo” y “Amo hacer cosascontigo” y nunca “Te amo”?. Parecíaque no podía ser capaz de decir, “Teadoro”. “Adoro estar casado contigo”,era obviamente más seguro.

Turner captó la melancólica miradaen sus ojos.

—¿Hay algo mal, gatita?—No, no —mintió—. Nada. Es

sólo... te voy a extrañar, eso es todo.—Yo también te voy a extrañar. —

La besó una última vez y luego selevantó y se puso la camisa.

Miranda lo observó mientras semovía por el cuarto, reuniendo suspertenencias. Sus manos se apretaronbajo los cobertores, enroscando lassábanas en espirales de rabia. No iba adecir nada a menos que ella lo hicieraprimero. ¿Y por qué debería él?Obviamente estaba perfectamentecontento con las cosas como estaban. Ibaa tener que forzar el asunto, pero estabatan asustada, tan asustada de que no laarrastrara a sus brazos y le dijera que

sólo había estado esperando a que ledijera que lo amaba otra vez. Pero sobretodo, estaba aterrorizada de que tragaraincómodo y dijera algo que comenzaracon: “Sabes cuanto me gustasMiranda...”

Ese pensamiento fue tan helado quetembló, su respiración tomando unsuspiro temeroso.

—¿Estás segura de que te sientesbien? —preguntó Turner en un tono devoz preocupado.

Cuan fácil sería mentirle. Sólo unaspocas palabras y se quedaría a su lado,sosteniéndola cariñosamente por lanoche y besándola tan tiernamente quecasi podía creer que la amaba. Pero sihabía una cosa que necesitaban entre

ellos, era la verdad, así que sólo asintió.—Estoy bien Turner, en serio. Fue

sólo una clase de despertar tembloroso.Mi cuerpo todavía está dormido,supongo.

—Como debería estar el resto. Noquiero que te sobrecargues mientras noestoy. Saldrás de cuentas en menos dedos meses.

Ella sonrió irónicamente.—Un hecho que es poco probable

que olvide.—Bien. Tienes a mi bebé ahí,

después de todo. —Turner se colocó suabrigo y se inclinó para darle un beso dedespedida.

—Es mi bebé, también.—Mmm, lo sé. —Se enderezó

disponiéndose a marcharse—. Eso espor lo que la amo ya tanto.

—¡Turner!Él se volteó. Su voz sonó extraña,

casi temerosa.—¿Qué sucede, Miranda?—Sólo quería decirte... eso es,

quería que supieras...—¿Qué sucede, Miranda?—Sólo quería que supieras que te

amo. —Las palabras explotaron de suboca en una prisa brusca, como siestuviera temerosa de que si bajaba lavelocidad perdiera el coraje.

Él se congeló, y se sintió como sisu cuerpo no fuera el suyo. Había estadoesperando por esto. ¿No era así? ¿Noera una buena cosa? ¿No quería su

amor?Sus ojos se encontraron con los de

ella, y pudo escuchar lo que estabapensando...

No rompas mi corazón, Turner.Por favor no lo rompas.

Los labios de Turner se separaron.Se había estando diciendo a sí mismodesde los últimos meses que quería queella lo dijera otra vez, pero ahora que lohabía hecho, se sintió como si una sogase apretara alrededor de su cuello. Nopodía respirar. No podía pensar. Yciertamente no podía ver bien porquetodo lo que podía ver eran esos grandesojos marrones, y lucían tandesesperados.

—Miranda, yo... —se atragantó con

sus palabras. ¿Por qué no podía decirlo?¿No lo sentía así? ¿Por qué era tandifícil?

—No, Turner —dijo con voztemblorosa—. No digas nada. Sóloolvídalo.

Algo dio tumbos en su garganta,pero se las arregló para decir.

—Sabes cuánto cariño siento porti.

—Pásalo bien en Londres.Su voz era plana,

extraordinariamente, y supo que nopodía dejarla así.

—Miranda, por favor.—¡No me hables! —gritó—. ¡No

quiero oír tus excusas, y no quiero oírtus trivialidades! ¡No quiero oír nada!

Excepto te amo.Las palabras no dichas colgaban en

el aire entre ellos. Turner pudo sentirlasdeslizándose lejos y más lejos de él, yse sentía impotente para detener estagrieta que se abría entre ellos. Sabía loque tenía que hacer, y no debería serdifícil. Eran sólo tres pequeñaspalabras, por Dios. Y quería decirlas.Pero estaba parado al borde de algo, yno podía dar ese último paso adelante.

No era racional. No tenía sentido.No sabía si estaba asustado de amarla ode que ella lo amara. No sabía si estabaasustado. Tal vez sólo estaba muerto pordentro, su corazón demasiado golpeadopor su primer matrimonio paracomportarse de una forma lógica y

normal.—Cariño —comenzó, tratando de

pensar en algo que la hiciera feliz denuevo. O si no era posible, por lo menosque se llevase algo de la devastación desus ojos.

—No me llames así —dijo en unavoz tan baja que casi no pudo oírla—.Llámame por mi nombre.

Quería gritar. Quiso chillar. Queríasacudirla por los hombros y hacerlaentender que él no entendía. Pero nosabía cómo hacer ninguna de esas cosas,así que sólo asintió y dijo:

—Te veré entonces en unas pocassemanas.

Ella asintió. Una vez. Y luego miróa lo lejos.

—Espero que sí.—Adiós —dijo suavemente, y

cerró la puerta detrás de él.

—Hay mucho que puedes hacer conel verde —dijo Olivia mientrasapuntaba a las cortinas deshilachadas enel salón oeste—. Y siempre te has vistobien en verde.

—No voy a vestirme con lascortinas —replicó Miranda.

—Lo sé, pero uno quiere lucir lomejor posible en su salón de dibujo, ¿nocrees?

—Supongo que sí-respondióMiranda, molestando a Olivia por suafectado discurso.

—Oh, basta. Si no quieres mi

consejo no deberías haberme invitado.—Los labios de Olivia se curvaron enuna sonrisa ingenua—. Pero me alegrotanto que lo hicieras. Te he extrañadoterriblemente, Miranda. Haverbreaks esterriblemente aburrido en invierno.Fiona Bennet no deja de llamarme.

—Una horrible circunstancia —concordó Miranda.

—Estuve tentada de aceptar susinvitaciones por puro aburrimiento.

—Oh, no lo hagas.—No estás todavía rencorosa por

el incidente de la cinta en mi décimocumpleaños, ¿verdad?

Miranda sostuvo su pulgar e índiceapartados por cerca de mediocentímetro.

—Sólo un poco así.—Dios, déjalo ir. Después de todo,

conseguiste a Turner. Y justo debajo denuestras narices. —Olivia todavíaestaba ligeramente disgustada de que suhermano y su mejor amiga se hubieranestado cortejando sin su conocimiento—. Aunque debo decir, es unabestialidad por parte de él marcharse aLondres y dejarte aquí sola.

Miranda sonrió forzadamentemientras manoseaba la tela de su falda.

—No es tan malo —murmuró.—Pero tu tiempo está tan cercano

—protestó Olivia—. No debería habertedejado sola.

—No debería —dijo Mirandafirmemente, tratando de cambiar el tema

—. Tú estás aquí, ¿no es así?—Sí, sí, y me quedaría para el

nacimiento si pudiera, pero mamá diceque no es apropiado para una dama nocasada.

—No puedo pensar en nada másapropiado —replicó Miranda—. No escomo si no fueras a estar en esta mismasituación en unos años.

—Requiero de un esposo primero—le recordó Olivia.

—No veo ningún problema coneso. ¿Cuantas ofertas recibiste este año?¿Seis?

—Ocho.—Entonces no te quejes.—No lo estoy, es sólo... Oh,

olvídalo, ella dice que debo quedarme

en Rosedale. Sólo que no me estápermitido quedarme contigo.

—Las cortinas —le recordóMiranda.

—Sí, claro —dijo Oliviaenérgicamente, otra vez de vuelta a losnegocios—. Si tapizamos en verde, lascortinas pueden ser un color quecontraste. Tal vez un color secundariode la fábrica de tapicería.

Miranda asintió y sonrió cuandoera apropiado, pero su mente estabalejos. En Londres para ser exactos. Suesposo importunaba sus pensamientoscada segundo del día. Hablaba de unasunto con el ama de llaves cuando susonrisa bailaba ante sus ojos. No podíaterminar el libro que estaba leyendo

porque el sonido de su risa seguíaflotando en sus oídos. En la noche,cuando estaba casi dormida, el suavetoque de pluma de su beso jugaba consus labios hasta que ella ansiaba sucaliente cuerpo al lado suyo.

—¿Miranda? ¡Miranda!Miranda oyó a Olivia repetir su

nombre impacientemente.—¿Qué? Oh lo siento, Livvy. Mi

mente estaba a kilómetros de distancia.—Lo sé. Raramente pareces estar

en Rosedale estos días.Miranda fingió un sentido suspiro.—Es el bebé, imagino. Me pone

sentimental. —En otros dos meses,pensó tristemente, no iba a poder culparde sus momentáneos lapsos de razón al

bebé y entonces, ¿qué iba a hacer?Sonrió suavemente a Olivia—. ¿Quéquerías decirme?

—Iba simplemente a decir que sino te gusta el verde, quizás podríamosrehacer el cuarto en un color rosagrisáceo. Podrías llamarlo el cuartorosa. Lo cual cuadraría con Rosedale.

—¿No crees que sería demasiadofemenino? —Preguntó Miranda—.Turner usa también un poco este cuarto.

—Hmm. Eso es un problema.Miranda ni siquiera se dio cuenta

de que estaba apretando los puños hastaque las uñas se clavaron en sus palmas.Gracioso, como si la mera mención desu nombre pudiera molestarla.

—Por otro lado —dijo, sus ojos

entrecerrándose peligrosamente—.Siempre me ha gustado el rosa grisáceo.Hagámoslo.

—¿Estás segura? —Ahora Oliviadudaba—. Turner...

—Olvida a Turner —Miranda lodijo con suficiente vehemencia parahacer que Olivia levantara las cejas—.Si él quisiera decir algo de ladecoración, no debería haberse ido aLondres.

—No deberías exaltarte —dijoOlivia pacíficamente—. Estoy segura deque él te extraña mucho.

—Tonterías. Probablemente no hapensado en mí para nada.

Ella lo estaba atormentando.

Turner había pensado, después decuatro interminables días en un carruajecerrado, que podría apartar a Mirandade sus pensamientos cuando llegara aLondres y a todas sus distracciones.

Pero estaba equivocado.Su última conversación se

reproducía en su mente, una y otra y otravez, pero cada vez que Turner trataba decambiar sus líneas, de pretender quehabía dicho algo más, que habíapensado en algo más que decir, toda lacuestión desaparecía. El recuerdo sedisolvía y todo lo que le quedaba eransus ojos, grandes y marrones y planos dedolor.

Era una emoción poco familiar, laculpa. Quemaba y hormigueaba, y lo

agarró por la garganta. La rabia eramucho, mucho más fácil. La rabia eralimpia. Era precisa. Y nunca era acercade él.

Había sido acerca de Leticia.Había sido acerca de sus muchoshombres. Pero nunca había sido acercade él.

Pero esto... esto era algo más. Y nohabía forma de que pudiera vivir así.Podían ser felices otra vez, ¿no? Élciertamente había sido feliz antes. Ellatambién. Podía quejarse acerca de lossentimientos de él, pero sabía que habíasido feliz.

Y ella sería feliz de nuevo,prometió. Una vez que Miranda aceptaraque a él le importaba en cada forma que

conocía, podrían volver a la confortableexistencia que se habían forjado desdesu matrimonio. Tendría al bebé. Seríanuna familia. Él le haría el amor con susmanos y sus labios, con todo menos conpalabras.

La había ganado antes. Podríahacerlo otra vez.

Dos semanas después, Mirandaestaba sentada en su nuevo salón rosatratando de leer un libro pero pasandomucho más tiempo mirando por laventana. Turner le había dicho quellegaría en los próximos días, y ella nopodía controlar el correr de su corazóncada vez que escuchaba un sonido quesonaba como un carruaje subiendo por

la entrada.El sol se había deslizado bajo el

horizonte antes de que se diera cuenta deque no había volteado una sola páginade su libro. Un preocupado sirviente lehabía traído la cena que había olvidadopedir, y Miranda apenas habíaterminado su plato de sopa antes dequedarse dormida en el sofá.

Unas horas después, el carruaje porel cual había estado esperando tandiligentemente hizo un alto delante de lacasa, y Turner, cansado del viaje aunqueansioso de ver a su esposa, saltó afuera.Alcanzó uno de sus bolsos y retiró unpaquete casi envuelto, dejando el restode su equipaje en el vehículo para que ellacayo lo trajera. Miró a la casa y notó

que no había luz en su habitación.Esperaba que Miranda no estuviera yadormida, no tenía corazón paradespertarla, pero realmente queríahablar con ella esa noche y tratar decompensarla.

Pateó el suelo en los escalonesdelanteros, tratando de desalojar algodel barro de sus botas. El mayordomo,que había estado esperándolo casi tantotiempo como Miranda, abrió la puertaantes de que Turner pudiera tocar.

—Buenas noches, Brearley —dijoTurner afablemente.

—¿Puedo ser el primero en darle labienvenida, mi señor?

—Gracias. ¿Está mi esposa todavíadespierta?

—Creo que está en el salón rosa,mi señor. Leyendo, creo.

Turner encogió su abrigo.—Ciertamente le gusta hacer eso.—Somos afortunados de tener una

dama tan educada —agregó Brearley.Turner parpadeó.—No tenemos un salón rosa,

Brearley.—Lo tenemos ahora, mi señor. En

el anterior salón oeste.—¿Oh? Así que lo decoró. Bueno,

bien por ella. Quiero que piense en estelugar como su hogar.

—Como todos nosotros, mi señor.Turner sonrió. Miranda había

despertado una fiera lealtad entre elpersonal de la casa. Las criadas

positivamente la adoraban.—Voy a sorprenderla ahora. —

Anduvo a zancadas a través del pasillodelantero, girando a la derecha hasta quealcanzó lo que solía ser el salón oeste.La puerta estaba ligeramente entornada,y Turner podía ver el parpadeo de unavela. Tonta mujer. Debería saber quenecesitaba más de una vela para leer.

Empujó la puerta unos centímetrosmás y asomó la cabeza. Miranda estabaacostada en el sofá, su boca suave yligeramente abierta mientras dormía. Unlibro estaba sobre su vientre, y unacomida medio terminada estaba en lamesa cerca de ella. Se veía tanadorablemente inocente, su corazóndolía. La había extrañado en su viaje,

había pensado en ella, y su desfavorablepartida, casi cada minuto de cada día.Pero no había pensado que se habíadado cuenta de cuan profundo yelemental había sido su deseo hasta esejusto momento, cuando la vio de nuevo,sus ojos cerrados, su pecho subiendo ybajando suavemente en sueños.

Se había dicho a sí mismo que nola despertaría, pero eso, razonó, fuecuando pensó que estaría en lahabitación. Iba a tener que serdespertaba para ir arriba a la cama, asíque podría ser él quien lo hiciera.

Caminó hasta el sofá, empujó lacena a un lado, y la puso arriba de lamesa, dejando su paquete descansar ensu regazo.

—Despierta, cari... —se detuvo,tardíamente recordando como le habíaordenado que no usara más nombrescariñosos. Tocó su hombro—.Despierta, Miranda.

Ella parpadeó.—¿Turner? —su voz sonaba

aturdida.—Hola, gatita. —Que lo colgaran

si no quería que la llamara así. Si queríausar un sobrenombre, lo haría.

—Yo casi... —Bostezó—. Casidesisto de esperarte.

—Te dije que llegaría hoy.—Pero los caminos...—No estaban tan mal. —Le sonrió

a ella. Su mente adormilada no habíarecordado todavía que estaba molesta

con él, y no veía ninguna razón pararecordárselo. Tocó su mejilla—. Teextrañé.

Miranda bostezó otra vez.—¿Lo hiciste?—Mucho. —Hizo una pausa—.

¿Me extrañaste?—Yo... sí. —Mentir no tenía

propósito, entendió. Él ya sabía que loamaba—. ¿Lo pasaste bien en Londres?—preguntó educadamente.

—Preferiría que hubieses estadoconmigo —replicó, y sonó demasiadomoderado, como si sus oracionesestuviesen cuidadosamente escogidaspara no ofender. Y luego en la mismavoz educada—. ¿Lo pasaste bienmientras no estuve?

—Olivia vino por un par de días.—¿En serio?Miranda asintió. Y luego dijo:—Aparte de eso, sin embargo, tuve

mucho tiempo para pensar.Hubo un largo silencio, y luego:—Ya veo.Ella miró mientras dejaba el

paquete, se paraba y luego caminabaadonde la solitaria vela estabaconsumiéndose.

—Está un poco oscuro aquí —dijo,pero había algo afectado acerca de ello,y ella deseaba poder ver su caramientras levantaba la vela y usaba su luzpara iluminar más.

—Me dormí mientras todavíaestaba el crepúsculo —le dijo, porque...

bueno, porque parecía haber un ciertoacuerdo tácito entre ellos para mantenertodo esto cordial, cuidadosa ycivilizadamente y todo lo demás quesignificaba que evitaban algo real.

—¿En serio? —replicó—.Anochece más temprano ahora. Debeshaber estado muy cansada.

—Es agotador cargar a una personaextra con uno.

Él sonrió. Finalmente.—No será por mucho tiempo.—No, pero quiero que este último

mes sea lo más placentero posible.Las palabras colgaron en el aire.

Ella no las había querido decirinocentemente, y él no las malinterpretó.

—¿Qué quieres decir con eso? —

preguntó, cada palabra tan suave yprecisa que ella no pudo perder su seriaintención.

—Quiero decir... —Tragónerviosamente, deseando estar levantadacon las manos en sus caderas, o losbrazos cruzados, o algo, menos estaposición completamente vulnerableacostada en el sofá—. Significa que nopuedo continuar como estábamos antes.

—Pensaba que éramos felices —dijo con cautela.

—Lo éramos. Yo lo era. Quierodecir... pero no lo era.

—Lo eras o no lo eras, gatita. Unoo lo otro.

—Ambos —dijo, odiando el tonofalto de carácter de su voz—. ¿No lo

entiendes? —Y luego lo miró—. No,veo que no.

—No entiendo qué quieres quehaga —dijo rotundamente. Pero ambossabían que estaba mintiendo.

—Necesito saber en donde meencuentro contigo, Turner.

—¿En dónde te encuentrasconmigo? —preguntó con voz dudosa—.¿En dónde te encuentras conmigo?Maldita sea, mujer. Eres mi esposa.¿Qué más necesitas saber?

—¡Necesito saber que me amas! —explotó, poniéndose en pie con torpeza.Él no replicó, sólo se paró allí con unmúsculo retorciéndose en su mejilla,entonces ella añadió—. O necesitosaber que no lo haces.

—¿Qué demonios significa eso?—Significa que quiero saber qué

sientes, Turner. Necesito saber quésientes por mí. Si no... si no... —Ellaapretó sus cerrados ojos y retorció susmanos, tratando de entender exactamentequé era lo que quería decir—. Noimporta si no te preocupa —dijofinalmente—. Pero debo saber.

—¿De qué diablos estás hablando?—Arrastró sus dedos furiosamente porsu cabello—. Cada minuto del día tedigo que te adoro.

—No me dices que me adoras. Medices que adoras estar casado conmigo.

—¿Cuál es la diferencia? —casigritó.

—Tal vez sólo adoras estar

casado.—¿Después de Leticia? —escupió.—Lo siento —dijo, porque lo

sentía. Por eso. Pero no por el resto—.Hay una diferencia —dijo en una vozbaja—. Una grande. Quiero saber si teimporto, no sólo por la forma en la quete hago sentir.

Él descansó sus manos en elalfeizar, inclinándose pesadamentemientras miraba por la ventana. Ellasólo podía ver su espalda, pero lo oyódecir claramente:

—No sé que estás hablando.—No quieres saberlo —explotó—.

Tienes miedo de pensar en ello. Tu...Turner se giró y la calló con una

mirada que era tan dura como ninguna

que alguna vez hubiera visto. Incluso esanoche cuando la besó por primera vez,cuando estaba sentado solo,emborrachándose después de sepultar aLeticia, no se había visto así.

Anduvo hacia ella, conmovimientos lentos e hirviendo de rabia.

—No soy un esposo dominante,pero mi indulgencia no se extiende a serllamado cobarde. Escoge tus palabrascon gran cuidado, esposa.

—Y tú puedes elegir tus actitudescon mayor cuidado —respondió, su bajotono se deslizó a lo largo de su espalda—. No soy una pequeña y tonta-sucuerpo entero tembló mientras luchabapor las palabras— cosa que puedestratar como si me faltara cerebro.

—Oh, por el amor de Dios,Miranda. ¿Cuándo te he tratado así?¿Cuándo? Dime, porque estoycondenadamente curioso.

Miranda tartamudeó, incapaz dehacer frente a su desafío. Finalmentedijo:

—No me gusta que me hablen entono arrogante, Turner.

—Entonces no me provoques —suexpresión estaba peligrosamente cercade la mofa.

—¿Que no te provoque? —estallóincrédulamente, avanzando hacia él—.¡Tú no me provoques!

—No he hecho una maldita cosa,Miranda. Un minuto pensé que éramosdichosamente felices y al próximo

vienes a mí hecha una furia, acusándomede Dios sabe qué horrible crimen, y...

Se detuvo cuando sintió los dedosde ella frenéticamente clavados en susbrazos.

—¿Pensabas que éramosdichosamente felices? —susurró

Por un momento, cuando la miróera casi como si estuviera meramentesorprendida.

—Por supuesto que sí —dijo—. Telo digo todo el tiempo. —Pero luego sedio a sí mismo una sacudida, puso losojos en blancos y la empujó lejos—. Oh,lo olvidaba. Todo lo que he hecho, todolo que he dicho... nada ha importado. Noquieres saber que soy feliz contigo. Note importa si me gusta estar contigo.

Solamente quieres saber como mesiento.

Y luego, porque ella no podíaevitar no decirlo, susurró:

—¿Cómo te sientes acerca de mí?Fue como si lo hubiera reventado

con un alfiler. Había sido todomovimiento y energía, las palabrasderramándose en tono burlón de su boca,y ahora... Ahora sólo se quedó allí, sinhacer un ruido, sólo contemplándolacomo si hubiera liberado a Medusa ensu sala.

—Miranda, yo... yo...—¿Tú qué Turner? ¿Tú qué?—Yo... Oh, Cristo, Miranda, esto

no es justo.—No puedes decirlo. —Sus ojos

se llenaron de horror. Hasta esemomento había conservado la esperanzade que él simplemente lo soltara, que talvez sólo estaba pensando muy duramenteacerca de ello, y cuando el momentofuera correcto y sus pasiones fueranaltas, las palabras se derramarían de suslabios, y se daría cuenta de que laamaba—.Dios —suspiró Miranda. Lapequeña parte de su corazón quesiempre había creído que la amaría semarchitó y murió en el espacio de unsegundo, destrozando la mayoría de sualma con ella—.Dios —dijo otra vez—.No puedes decirlo.

Turner vio el vacío en sus ojos ysupo que la había perdido.

—No quiero herirte —dijo

débilmente.—Es demasiado tarde. —Sus

palabras se agarraron a su garganta, ycaminó lentamente a la puerta.

—¡Espera!Se detuvo y se dio la vuelta.Él la alcanzó y levantó el paquete

que había traído consigo.—Toma —dijo, embotado y llano

—. Te traje esto.Miranda tomó el paquete de su

mano, contemplando su espalda mientrassalía a zancadas del cuarto. Con manostemblorosas, lo desenvolvió. Le Morted’Arthur. La misma copia que habíadeseado tan fervientemente de la libreríade caballeros.

—Oh, Turner —susurró—. ¿Por

qué tenías que ir y hacer algo tan dulce?¿Por qué no puedes solamente dejarmeodiarte?

Muchas horas después, cuandolimpió el libro con su pañuelo, seencontró a sí misma esperando que sussaladas lágrimas no hubiesen arruinadopermanentemente la cubierta de cuero.

7 DE JUNIO DE 1820

Lady Rudland y Olivia llegaronhoy para esperar el nacimiento del“heredero”, como todo el clanBevelstoke lo llama. El doctor noparece pensar que voy a tenerlo hastadentro de un mes, pero Lady Rudlanddijo que no quería ningún riesgo.

Estoy segura que han notado queTurner y yo no compartimos más lahabitación. Es poco común, porsupuesto, para las parejas casadas quecompartan habitación, pero la últimavez que estuvieron aquí lo hacíamos, yestoy segura que se preguntan acercade la separación. Han pasado dos

semanas ya desde que mudé mispertenencias.

Mi cama está llena de corrientes yfría. Lo odio.

No estoy ni siquiera emocionadapor el nacimiento del niño.

CAPÍTULO 19

Las siguientes semanas fueronhorribles. Turner comenzó a hacer quele enviaran su comida al estudio, estar

sentado al otro lado de Miranda duranteuna hora cada tarde era más de lo quepodía soportar. Esta vez la habíaperdido, era una agonía mirar dentro desus ojos y verlos tan vacíos y carentesde emoción.

Si Miranda ya no era capaz desentir nada más, en ese momento Turnersentía demasiado.

Se sentía furioso con ella porponerlo en una situación crítica y queintentara forzarlo a reconocer emocionesque no estaba seguro de sentir.

Estaba enrabietado ya que ellahabía decidido abandonar su matrimoniodespués de determinar que no habíapasado alguna clase de prueba que habíadispuesto para él.

Se sentía culpable de haberla hechotan miserable. Estaba confuso acerca decómo tratarla y aterrorizado de no poderreconquistarla nunca.

Estaba enfadado consigo mismopor su incapacidad para decirlesencillamente que la amaba yconsideraba, de alguna manera,inadecuado no saber cómo hacerlo hastadeterminar si estaba enamorado.

Pero sobre todo, se sentía solo.Estaba solo y triste por su esposa. Laechaba de menos a ella y a todos suspequeños comentarios graciosos yexpresiones raras. De vez en cuando sela cruzaba en el pasillo, y se obligaba aexaminar su cara, tratando de vislumbrara la mujer con la que se había casado.

Pero ella se había ido. Miranda se habíaconvertido en una mujer diferente.Parecía que ya no se preocupaba. Pornada.

Su madre, que había venido paraquedarse hasta que el niño naciera, lohabía buscado para decirle que Mirandaapenas picoteaba su comida. Habíajurado por lo bajo. Ella debería darsecuenta de que era malo para su salud.Pero no se sentía con el valor suficientecomo para buscarla e inculcarle algo desentido común. Simplemente dioinstrucciones a algunos de los criadospara que mantuvieran un ojo vigilantesobre ella.

Le daban informes a diario, por logeneral, en las horas tempranas de la

tarde, cuando se sentaba en su estudio,considerando el alcohol y los efectosamnésicos de este. Esta noche no eradiferente; iba por su tercer brandycuando oyó un brusco golpecito en lapuerta.

—Entre.Para gran sorpresa suya, su madre

entró.La saludó con la cabeza

cortésmente.—Has venido a regañarme,

imagino.Lady Rudland se cruzó de brazos.—¿Y exactamente por qué piensas

que necesitas que te regañe?Su sonrisa careció de todo humor.—¿Por qué no me lo dices tú?

Estoy seguro que tienes una extensalista.

—¿Has visto a tu esposa a lo largode la semana pasada? —exigió.

—No, no creo que... ¡Ah!... ¡ah!,espera un minuto. —Tomó un sorbo delbrandy—. Me la crucé en el pasillo haceunos días. El martes, creo que fue.

—Está de más de ocho meses deembarazo, Nigel.

—Te aseguro que soy consciente.—Eres un canalla por dejarla sola

en un momento de necesidad.Él tomó otro trago.—Sólo para aclarar las cosas, ella

me dejó solo, no al revés. Y no mellames Nigel.

—Te llamaré como malditamente

me plazca.Turner alzó sus cejas ante el uso de

la primera blasfemia que en toda su vidahabía oído escaparse de los labios de sumadre.

—Felicidades, te has rebajado a minivel.

—¡Dame eso! —Se abalanzó haciaadelante y agarró el vaso de su mano. Ellíquido ámbar salpicó sobre elescritorio—. Me tienes horrorizada,Nigel. Eres tan malvado como cuandoestabas con Leticia. Eres odioso,grosero... —Se quedó sin acabar cuandola mano de él se envolvió alrededor desu muñeca.

—Nunca cometas el error decomparar a Miranda con Leticia —dijo

él con voz amenazante.—¡No lo hice! —Sus ojos se

abrieron de par en par por la sorpresa—. Jamás se me ocurriría.

—Bien. —La soltó de repente ycaminó hacia la ventana. El paisaje eratan desapacible como su humor.

Su madre permaneció silenciosa unrato, pero entonces preguntó:

—¿Cómo vas a hacer para intentarsalvar tu matrimonio, Turner?

Él soltó un desalentado suspiro.—¿Por qué estás tan segura de que

soy yo quien necesita hacer porsalvarlo?

—Por el amor de Dios, sólo mira ala muchacha. Está claramente enamoradade ti.

Sus dedos agarraron el alféizarhasta que los nudillos se le volvieronblancos.

—No he visto ninguna indicaciónde eso últimamente.

—¿Cómo podrías? No la has vistoen semanas. Por tu bien, espero que nohayas matado lo que fuera que ellasentía por ti.

Turner no dijo nada. Sólo queríaque la conversación terminara.

—No es la misma mujer que erahace unos meses —siguió su madre—.Era tan feliz. Habría hecho cualquiercosa por ti.

—Las cosas cambian, Madre —dijo concisamente.

—Y pueden volverse atrás —dijo

Lady Rudland con voz suave aunqueinsistente—. Ven a cenar con nosotrasesta noche. Es terriblemente incómodosin ti.

—Será mucho más incómodoconmigo, te lo aseguro.

—Déjame ser el juez en esto.Turner se quedó de pie erguido,

hizo una larga y temblorosa inhalación.¿Estaba su madre en lo cierto? ¿PodríanMiranda y él resolver sus diferencias?

—Leticia está todavía en esta casa—dijo su madre suavemente—. Déjalair. Deja que Miranda te cure. Ella loharía, lo sabes, si tan sólo le dieras laposibilidad.

Sintió la mano de su madre en suhombro pero no se giró, era demasiado

orgulloso para dejarle ver la cara de sudolor.

El primer dolor apretó su vientreaproximadamente una hora antes de quefuera a bajar para la cena. Asustada,Miranda se puso la mano sobre elabdomen. El doctor le había dicho quemuy probablemente daría a luz en dossemanas.

—Vaya, parece que te vas aadelantar —dijo suavemente—. Sóloquédate dentro para la cena, ¿vale?Realmente estoy hambrienta. No lo heestado durante semanas, ya sabes, ynecesito algo de alimento.

El bebé pateó en respuesta.—Así que éste es el modo en que

va a ser, ¿verdad? —susurró Mirandacon una sonrisa tocando sus rasgos porprimera vez en semanas—. Cerraré untrato contigo. Tú me dejas pasar la cenaen la paz, y te prometo no ponerte unnombre como Iphigenia.

Sintió otra patada.—Si eres una chica, por supuesto.

Si eres un chico, entonces prometo nollamarte... ¡Nigel! —Se rió, el sonidopoco familiar y... agradable—. Prometono llamarte Nigel.

El bebé se quedó quieto.—Bueno. Ahora, vayamos a

vestirnos, ¿nos vestimos?Miranda llamó a su criada, y una

hora más tarde, bajaba la escalera haciael comedor, sujetando fuertemente el

pasamanos en todo su descenso. Noestaba segura de por qué no queríadecirle a nadie que el bebé estaba encamino, quizás sólo era su naturalaversión a armar alboroto. Además,salvo por un dolor cada diez minutosmás o menos, se sentía bien. Ciertamenteno tenía ningún deseo de ser confinadaen su cama aún. Sólo esperaba que elbebé pudiera conseguir refrenarsedurante la comida. Había algovagamente bochornoso respecto al parto,y ella no tenía ningún deseo de enterarsedel por qué directamente en la mesa decomedor.

—Ah, ahí estás, Miranda —gritóOlivia—. Justamente estábamosbebiendo en el salón rosado. ¿Te unes a

nosotros?Miranda asintió con la cabeza y

siguió a su amiga.—Pareces un poco rara, Miranda

—continuó Olivia—. ¿Te sientes bien?—Sólo grande, gracias.—Bueno, te encogerás pronto.Más pronto de lo que cualquiera se

daría cuenta, pensó Mirandairónicamente.

Lady Rudland le dio un vaso delimonada.

—Gracias —dijo Miranda—. Derepente tengo mucha sed. —Desatendiendo las buenas formas,Miranda lo engulló de un trago. LadyRudland no dijo una palabra mientras lerellenaba el vaso. Miranda bebió aquel

casi igual de rápido—. ¿Crees que lacena estará lista? —preguntó—. Estoyterriblemente hambrienta. —Ésta era, enrealidad, sólo la mitad de la historia. Ibaa dar a luz al bebé en la mesa delcomedor si se demoraban mucho mástiempo.

—Seguramente —contestó LadyRudland ligeramente desconcertada porla impaciencia de Miranda—. Vedelante. Después de todo, ésta es tucasa, Miranda.

—Así es. —Curvó la cabezabruscamente y se sujetó el abdomencomo si esto pudiera contenerlo todo, ysalió al pasillo.

Caminó directamente hacia Turner.—Buenas noches, Miranda.

Su voz era rica y ronca, y ellasintió que algo revoloteabaprofundamente en su corazón.

—Confío que estés bien —dijo.Asintió con la cabeza, tratando de

no mirarlo. Había pasado el mesanterior entrenándose para no derretirseen un charco de deseo y anhelo cada vezque lo viera. Había aprendido a educarsus rasgos en una máscara impasible.Todos sabían que él la había destrozado;no necesitaba que todo el mundo lonotara cada vez que él entraba en unahabitación.

—Discúlpame —murmuró,pasando por delante de él hacia elcomedor.

Turner agarró su brazo.

—Permíteme que te escolte, gatita.El labio inferior de Miranda

comenzó a temblar. ¿Qué trataba dehacer él? Si hubiera estado sintiéndosemenos confusa —o menos embarazada— probablemente habría hecho unintento de soltarse de su agarre, pero talcomo estaba, consintió y le permitióconducirla a la mesa.

Turner no dijo nada durante losprimeros platos, lo cual fue mejor asípara Miranda, que estaba contenta deevitar toda conversación en favor de sucomida. Lady Rudland y Olivia trataronde involucrarla en la conversación, peroMiranda siempre lograba tener la bocallena. Se salvó de respondermasticando, tragando, y después

murmurando:—Realmente estoy muy hambrienta.Esto funcionó para los tres

primeros platos, hasta que el bebé dejóde cooperar. Había pensado que estabalogrando bastante bien no reaccionarante los dolores, pero debió haberseestremecido, porque Turner miróbruscamente en su dirección y preguntó:

—¿Algo va mal?Sonrió pálidamente, masticó, tragó,

y murmuró:—En absoluto. Pero realmente

estoy muy hambrienta.—Ya lo vemos —dijo Olivia con

sequedad, ganándose una reprobadoramirada de su madre.

Miranda tomó otro bocado de su

pollo con almendras y luego seestremeció de nuevo. Esta vez Turnerestaba seguro de haberlo visto.

—Has hecho un ruido —dijofirmemente—. Te oí. ¿Qué pasa?

Ella masticó y tragó.—Nada. Aunque estoy muy

hambrienta.—Quizás estás comiendo

demasiado deprisa —sugirió Olivia.Miranda se lanzó sobre la excusa.—Sí, sí, debe ser eso. Iré más

despacio. —Por suerte, la conversacióncambió de dirección cuando LadyRudland hizo entrar a Turner en undebate sobre el proyecto de ley que élhabía apoyado recientemente en elParlamento. Miranda estaba agradecida

de que su atención estuviera ocupada enotra parte; había estado mirándolademasiado detenidamente, y le resultabadifícil mantener la cara serena cuandosentía una contracción.

Su vientre se apretó de nuevo, yesta vez perdió la paciencia.

—Para-susurró mirando haciaabajo a su cintura—. O de seguro serásIphigenia.

—¿Has dicho algo, Miranda? —preguntó Olivia.

—Oh, no, creo que no.Pasaron otros pocos minutos, y

sintió otro apretón.—Para, Nigel —susurró—.

Teníamos un trato.—Estoy segura de que has dicho

algo —dijo Olivia bruscamente.—¿Me llamaste precisamente

Nigel? —preguntó Turner.Gracioso, pensó Miranda, como el

llamarlo Nigel parecía trastornarlo másque su marcha de la cama dematrimonio.

—Por supuesto que no. Estásimaginándote cosas. Pero juro que estoycansada. Creo que me retiraré, si aninguno de vosotros os importa. —Comenzó a levantarse, entonces sintió untorrente de líquido entre sus piernas.Volvió a sentarse—. Tal vez espere alpostre.

Lady Rudland se excusó, afirmandoque estaba haciendo un régimen deadelgazamiento y que no podía soportar

verles comer el pudín. Su partida hizomás difícil a Miranda el evitar laconversación, pero hizo todo lo posible,pretendió estar concentrada en lacomida y esperó que nadie le hiciera unapregunta. Finalmente, la cena terminó.Turner se puso de pie y caminó hacia sulado, ofreciéndole el brazo.

—No, creo que me quedaré sentadaaquí durante un momento. Estoy un pococansada, ya sabes. —Podía sentir unrubor subiendo a lo largo de su cuello.¡Cielos!, nadie había escrito alguna vezun libro de buenas costumbresconcerniente a lo que hacer cuando elbebé de alguien quería nacer en uncomedor formal. Miranda estabacompletamente mortificada y tan

asustada que le parecía imposiblelevantarse de la silla.

—¿Quieres otra porción? —El tonode Turner fue seco.

—Sí, por favor —contestó ella convoz cascada.

—Miranda, ¿estás segura de que teencuentras bien? —preguntó Oliviacuando Turner mandó llamar a unsirviente—. Estás muy rara.

—Haz que venga tu madre —graznó Miranda—. Ahora.

—¿Es...?Miranda asintió con la cabeza.—¡Oh, Dios mío! —dijo Olivia

tragando saliva—. Es el momento.—¿Qué momento? —preguntó

Turner con irritación. Entonces atisbó la

expresión aterrorizada de Miranda—.¡Por todos los santos! Ese momento. —Cruzó con largos pasos el cuarto y cogióen brazos a su esposa, inconsciente delmodo en que sus faldas empapadasmanchaban el fino tejido de su chaqueta.

Miranda se agarró a su poderosocuerpo, olvidando todos sus votos depermanecer indiferente ante él. Sepultósu cara en el recodo de su cuello,permitiendo que su fuerza se filtrara enella. Iba a necesitarla en las horasvenideras.

—Pequeña tonta —murmuró—.¿Cuánto tiempo llevas ahí sentada condolores?

Decidió no contestar, sabiendo quela verdad sólo le proporcionaría una

reprimenda.Turner la llevó arriba a un

dormitorio de invitados que había sidopreparado para el alumbramiento. En elmomento en que la posó en la cama,Lady Rudland se precipitó dentro.

—Muchas gracias, Turner —dijorápidamente—. Manda llamar almédico.

—Ya se ha encargado de elloBrearley —contestó, mirando haciaabajo a Miranda con expresión ansiosa.

—Bien, entonces, vete a mantenerteocupado. Tómate una copa.

—No tengo sed.Lady Rudland suspiró.—¿Tengo que explicártelo más

detalladamente, hijo? ¡Vete!

—¿Por qué? —Turner parecíaincrédulo.

—No hay sitio para los hombres enun parto.

—Ciertamente hubo suficiente sitiopara mí con anterioridad —refunfuñó.

Miranda se sonrojó con unprofundo carmesí.

—Turner, por favor —rogó.Él la miró.—¿Quieres que me vaya?—Sí. No. No lo sé.Se colocó las manos en las caderas

y afrontó a su madre.—Creo que debería quedarme.

También es mi hijo.—Oh, muy bien. Sólo acércate a

aquella esquina y quédate fuera del

camino. —Lady Rudland agitó susbrazos, espantándolo.

Otra contracción agarró a Miranda.—Eeeengh —gimió.—¿Qué fue eso? —Turner salió

disparado a su lado de un salto—. ¿Estoes normal? Si ella está...

—¡Turner, cállate! —dijo LadyRudland—. Vas a preocuparla. —Seinclinó hacia Miranda y presionó con unpaño húmedo su frente—. No le hagascaso, querida. Es absolutamente normal.

—Lo sé. Yo... —Hizo una pausapara coger un respiro—. ¿Podríasquitarme este vestido?

—¡Oh, Dios mío!, por supuesto. Losiento tanto. Se me olvidó por completo.Debes estar tan incómoda. Turner, ven

aquí y échame una mano.—¡No! —exclamó Miranda

bruscamente.Él se paró en seco, y su cara se

volvió fría.—Quiero decir, o lo haces tú o lo

hace él —le dijo Miranda a su suegra—.Pero no ambos.

—Es el parto el que habla —dijoLady Rudland dulcemente—. No estáspensando con claridad.

—¡No! Él puede hacerlo, si túquieres, porque... me ha visto antes. O túpuedes hacerlo porque eres una mujer.Pero no te quiero mirándome mientras élme ve. ¿No lo entiendes? —Mirandaagarró el brazo de la mujer mayor conuna fuerza inusitada.

Detrás, en la esquina, Turnerreprimió una sonrisa.

—Te dejaré hacer los honores,Madre —dijo manteniendo la vozinexpresiva para así no romper a reír.Con una brusca inclinación de cabeza,dejó la habitación. Se obligó a andarhasta la mitad del pasillo antes dedejarse llevar por la risa. Qué pequeñacolección de escrúpulos tan graciosostenía su esposa.

De vuelta en el dormitorio,Miranda estaba apretando los dientesante otra contracción cuando LadyRudland le sacó el vestido estropeado.

—¿Se ha ido? —preguntó. Noconfiaba en que él no echara unamiradita.

Su suegra asintió con la cabeza.—No nos molestará.—No es una molestia —dijo

Miranda, antes de que pudiera pensar lobueno de ello.

—Por supuesto que lo es. Loshombres no tienen sitio durante el parto.Es sucio y doloroso, y ninguno de ellossabe qué hacer para ser útil. Lo mejor,dejarles que se sienten fuera y quecavilen todos los modos en que ellosdeberían recompensarle a una por suarduo trabajo.

—Me compró un libro —susurróMiranda.

—¿Él? Estaba pensando endiamantes, para una misma.

—También sería agradable —dijo

Miranda débilmente.—Dejaré caer una indirecta en su

oído. —Lady Rudland terminó de metera Miranda en el camisón y ahuecó lasalmohadas detrás de ella—. Aquí tienes.¿Estás cómoda?

Otro dolor agarró su vientre.—No. Realmente —apretó entre

dientes.—¿Ha sido otra? —preguntó Lady

Rudland—. ¡Dios mío! Vienen muyseguidas. Este puede ser un nacimientoextraordinariamente rápido. Espero queel Doctor Winters llegue pronto.

Miranda contuvo el aliento cuandoremontó otra ola de dolor, asintiendocon la cabeza su acuerdo.

Lady Rudland tomó su mano y la

apretó con su cara arrugada con empatía.—Si te hace sentir un poco mejor

—dijo—, esto es mucho peor congemelos.

—No lo hace —jadeó Miranda.—¿Te hace sentir un poco mejor?—No.Lady Rudland suspiró.—No pensé que lo haría realmente.

Pero no te preocupes —añadióanimándose un poco—. Todo acabarápronto.

Veintidós horas más tarde, Mirandaquería una nueva definición de lapalabra pronto. Su cuerpo entero estabasacudido por el dolor, su respiraciónvenía en boqueadas irregulares, y sentía

como si verdaderamente no pudieraabastecer de suficiente aire a su cuerpo.Y las contracciones seguían viniendo,cada una peor que la última.

—Siento que viene una —gimió.Lady Rudland inmediatamente

restregó su frente con un paño frío.—Sólo empuja, amor.—No puedo... Estoy demasiado...

¡Maldita sea! —gritó usando el epítetofavorito de su marido.

En el pasillo, Turner se puso rígidocuando la escuchó gritar. Después deconseguir que Miranda se cambiara elvestido manchado, su madre lo habíallevado fuera del alcance del oído y lohabía convencido de que sería mejorpara todos si se quedaba fuera en el

pasillo. Olivia había traído dos sillas deuna sala cercana y diligentemente lehacía compañía, tratando de noestremecerse cuando Miranda gritaba dedolor.

—Eso sonó a una mala —dijonerviosamente, tratando de darleconversación.

Él la fulminó con la mirada. ¡Quépalabras más inoportunas!

—Estoy segura que todo terminarápronto —dijo Olivia con más esperanzaque certeza—. No creo que esto puedaempeorar mucho.

Miranda gritó otra vez, claramenteen agonía.

—Al menos no creo que tanto —añadió Olivia débilmente.

Turner enterró la cara en lasmanos.

—No voy a volver a tocarla jamás—gimió él.

—¡No va a volver a tocarmejamás! —oyeron el rugido de Miranda.

—Bueno, no parece que vayas atener mucha discusión con tu esposasobre ese asunto —gorjeó Olivia. Le dioun golpecito en la barbilla con losnudillos—. Anímate, hermano mayor.Estás a punto de convertirte en padre.

—Pronto, espero —refunfuñó—.No creo que pueda soportar esto muchomás.

—Si tú piensas que es malo, sólopiensa cómo debe sentirse Miranda.

La clavó una penetrante mirada

letal. De nuevo palabras inoportunas.Olivia cerró la boca.

En la habitación delalumbramiento, Miranda sostenía lamano de su suegra en un apretón firme.

—Haz que pare —gimió—. Porfavor, haz que pare.

—Terminará pronto, te lo aseguro.Miranda tiró hacia abajo de ella

hasta que estuvieron casi cara a cara.—¡Dijiste eso ayer!—Disculpe, ¿Lady Rudland?Era el Doctor Winters, que había

llegado una hora después de que losdolores hubieran comenzado.

—¿Podría hablar con usted?—Sí, sí, por supuesto —dijo Lady

Rudland, rescatando con cuidado sumano de la de Miranda—. Volveré. Telo prometo.

Miranda asintió sacudiendo lacabeza y se aferró sujetando las sábanas,necesitaba algo que apretar cuando eldolor alcanzaba su cuerpo. Su cabezacayó de un lado al otro mientras tratabade respirar hondo. ¿Dónde estabaTurner? ¿Es que él no se daba cuanta deque lo necesitaba aquí? Necesitaba sucalor, su sonrisa, pero sobre todo,necesitaba su fuerza porque no creía quetuviera bastante por ella misma parapasar por esta dura prueba.

Pero era obstinada y tenía suorgullo, y no se sentía con ánimo parapreguntar a Lady Rudland donde estaba

él. En lugar de eso apretó los dientes eintentó no gritar de dolor.

—¿Miranda? —Lady Rudland laestaba mirando con un gesto depreocupación—. Miranda, querida, elDoctor dice que tienes que empujar másfuerte. El bebe necesita un poco deayuda para salir.

—Estoy demasiado cansada —gimió—. No puedo hacerlo más. —Necesito a Turner. Pero ella no sabíacomo decir las palabras.

—Sí, puedes. Si empujas sólo unpoco más fuerte ahora, acabarás muchomás rápidamente.

—¡No puedo... No pued... ohhhh!—Eso es, Lady Turner —dijo el

Doctor Winters enérgicamente—.

Empuje ahora.—Yo... Oh, esto duele. Duele.—Empuje. Puedo ver la cabeza.—¿Puede? —Miranda intentó

levantar la cabeza.—Shhh, no estires el cuello —dijo

Lady Rudland—. De todos modos noserás capaz de ver nada. Confía en mí.

—Siga empujando —dijo elDoctor.

—Lo intento. Lo intento. —Miranda sujetó fuertemente sus dientesjuntos y apretó—. Es... Puede usted... —Tomó unas bocanadas gigantescas deaire—. ¿De qué género es?

—No puedo decirlo aún —contestóel Doctor Winters—. Espere. Espere unminuto... Aquí estamos. —Una vez que

la cabeza surgió, el cuerpo diminuto sedeslizó rápidamente—. Es una niña.

—¿Lo es? —Miranda respiró ysuspiró cansadamente—. Por supuestoque lo es. Turner siempre consigue loque quiere.

Lady Rudland abrió la puerta ysacó la cabeza al pasillo mientras elDoctor miraba al bebé.

—¿Turner?Alzó la vista con la cara

demacrada.—Ha terminado, Turner. Es una

niña. Tienes una hija.—¿Una niña? —repitió Turner. La

larga espera en el pasillo lo habíaconsumido, y después de casi un díaentero de escuchar a su esposa gritar de

dolor, no podía creer totalmente queestuviera hecho, y fuera padre.

—Es hermosa —dijo su madre—.Perfecta en todos los sentidos.

—Una niña —dijo él otra vez,sacudiendo la cabeza maravillado. Segiró hacia su hermana, que habíapermanecido a su lado a lo largo de lanoche—. Una niña. ¡Olivia, tengo unaniña! —Y luego, sorprendiéndoles aambos, le echó los brazos a su alrededory la abrazó.

—Lo sé, lo sé. —Incluso Oliviatenía problemas para contener laslágrimas en los ojos.

Turner le dio un último apretón,entonces volvió la mirada a su madre.

—¿De qué color tiene los ojos?

¿Son marrones?Una divertida sonrisa se extendió

por la cara de Lady Rudland.—No lo sé, querido. No llegué a

mirarla. Pero los ojos de los bebés amenudo cambian de color mientras sonpequeños. Probablemente no losabremos con certeza hasta dentro dealgún tiempo.

—Serán marrones —dijo Turnercon firmeza.

Los ojos de Olivia se agrandaronante el repentino conocimiento.

—Tú la amas.—¿Hmm? ¿Qué has dicho, mocosa?—La amas. Amas a Miranda.Gracioso, pero aquella estrechez en

la garganta que siempre sentía ante la

mención de la palabra que comenzabapor A había desaparecido.

—Yo... —Turner se paró en seco,su boca se abrió ligeramente enasombrada sorpresa.

—La amas —repitió Olivia.—Eso creo —dijo perplejo—. La

amo. Amo a Miranda.—Ya era hora de que te dieras

cuenta —dijo su madre descaradamente.Turner se sentó con la boca abierta,

asombrado de lo fácil que se sentía todoen ese momento. ¿Por qué le habíallevado tanto tiempo darse cuenta?Debería haber sido claro como el día.Amaba a Miranda. Amaba todo de ella,desde sus delicadamente arqueadascejas hasta sus habituales bromas

sarcásticas y la forma en que ladeaba lacabeza cuando sentía curiosidad. Amabasu ingenio, su calidez, su lealtad. Inclusole gustaba la forma en sus ojos estabanligeramente unidos. Y ahora le habíadado una hija. Había yacido en aquellacama y parido durante horas bajo untremendo dolor, todo para darle unahija. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Quiero verla. —Casi se ahogócon las palabras.

—El doctor tendrá lista a la niña enun momento —dijo su madre.

—No. Quiero ver a Miranda.—Oh. Bueno, no veo que hay de

malo. Espera sólo un segundo. ¿DoctorWinters?

Oyeron una maldición en voz muy

baja, y entonces dejaron al bebé en losbrazos de su abuela.

Turner abrió de golpe la puerta.—¿Qué ocurre?—Está perdiendo demasiada

sangre —dijo el Doctor con voz grave.Turner bajó la vista a su esposa y

casi tropezó por el dolor. Había sangrepor todos lados; parecía salir de ella, ytenía el rostro mortalmente pálido.

—Oh, Dios —dijo con vozestrangulada—. Oh, Miranda.

Te di a luz hoy. Aún no sé tunombre. No me han dejado sostenerte.Creía que podría ponerte el nombre demi madre. Era una mujer encantadora,y siempre me abrazaba con fuerza a la

hora de dormir. Su nombre eraCaroline. Espero que le guste a Turner.Nunca hablamos de nombres.

¿Estoy dormida? Puedo oír a todoel mundo a mí alrededor, pero pareceque no puedo decirles nada. Intentorecordar estas palabras en mi cabezapara así poder escribirlas luego.

Creo que estoy dormida.

CAPÍTULO 20

El doctor logró restañar lahemorragia, pero estaba sacudiendo lacabeza mientras se lavaba las manos.

—Ha perdido mucha sangre —dijocon seriedad—. Va a estar débil.

—¿Pero va a reponerse? —preguntó ansioso Turner.

El doctor Winters alzó los hombrosen un melancólico encogimiento.

—Sólo podemos tener esperanzas.No gustándole aquella respuesta,

Turner lo empujó para pasar y se sentóen una silla junto a la cama de suesposa. Le agarró su fláccida mano y lasostuvo en la de él.

—Se repondrá —dijo en voz ronca—. Tiene que hacerlo.

Lady Rudland se aclaró la garganta.—Doctor Winters, ¿tiene alguna

idea de qué causa tanta sangre?—Podría ser una rasgadura en el

útero. Probablemente al expulsar laplacenta.

—¿Es algo común?El doctor asintió.—Me temo que debo irme. Hay

otra mujer en la zona que estáesperando, y necesito dormir un poco siquiero atenderla apropiadamente.

—Pero Miranda... —Las palabrasde Lady Rudland se fueron apagandocuando miró a su nuera conconsternación y miedo.

—No hay nada más que puedahacer por ella. Sólo podemos esperar yrezar para que su cuerpo cure larasgadura, y no vuelva a sangrar.

—¿Y si lo hace? —preguntó Turnermonótonamente.

—Si lo hace, presionen vendaslimpias contra ella como he hecho yo. Yenvíen a buscarme.

—Si lo hacemos, ¿hay algunamaldita posibilidad de que llegue atiempo? —preguntó Turner mordaz, lapena y el terror rompiendo toda cortesía.

El doctor decidió no contestar.Inclinó la cabeza.

—Lady Rudland. Lord Turner.Cuando la puerta se cerró, Lady

Rudland cruzó la habitación hasta llegar

al lado de su hijo.—Turner —dijo en tono

tranquilizador—. Deberías descansar unpoco. Has estado en pie toda la noche.

—Al igual que tú.—Sí, pero yo... —sus palabras se

apagaron. Si su esposo estuviesemoribundo, ella querría estar con él.Plantó un beso en la coronilla de Turner—. Te dejaré solo con ella.

Él se dio la vuelta, sus ojosbrillaban peligrosamente.

—¡Maldita sea todo, Madre! Noestoy aquí para despedirme. No haynecesidad de hablar como si seestuviese muriendo.

—Claro que no. —Pero sus ojos,llenos de piedad y pena, decían algo

diferente. Dejó la habitación en silencio.Turner bajó la vista a la pálida

cara de Miranda, un músculo se movióespasmódicamente en su garganta.

—Debería haberte dicho que tequería —dijo con voz ronca—. Deberíahabértelo dicho. Es todo lo que queríasescuchar, ¿verdad? Y fui demasiadoestúpido para darme cuenta. Creo que tehe querido todo este tiempo, mi amor.Desde el principio. Desde aquel día enel carruaje cuando me dijiste por fin queme querías. Estaba...

Se detuvo, creyendo haber visto unmovimiento en su cara. Pero fue sólo supropia sombra moviéndose por su pielmientras se balanceaba de adelante aatrás.

—Estaba tan sorprendido —dijo,una vez que volvió a recuperar la voz—.Tan sorprendido porque alguien pudiesequererme y no desear ningún tipo depoder sobre mí. Tan sorprendido de quepudieses quererme y no quisiesescambiarme. Y yo... yo no pensé quepudiera volver a amar. ¡Pero estabaequivocado! —Flexionó las manosnerviosamente, y tuvo que resistir laurgencia de tomarla por los hombros ysacudirla—. Estaba equivocado, malditasea, y no fue culpa tuya. No fue tu culpa,cariño. Fue mía. O quizás de Leticia,pero definitivamente no tuya. —Le alzóotra vez la mano y se la llevó a loslabios—. Nunca fue tu culpa, cariño —dijo de manera suplicante—. Así que

vuelve a mí. Por favor. Lo juro, me estásasustando. ¿No quieres asustarme,verdad? Te lo aseguro, no es unespectáculo bonito.

No hubo respuesta. Deseó que ellatosiese, o que inquieta, cambiase deposición, o algo. Pero sólo siguió allíacostada, tan quieta, tan inmóvil que unmomento de absoluto terror descendiósobre él y frenético giró su mano parasentir el pulso en el interior de sumuñeca. Turner suspiró aliviado. Allíestaba. Era débil, pero estaba allí.

Dejó salir un cansado bostezo.Estaba agotado, y se le cerraban lospárpados, pero no se iba a permitirdormir. Necesitaba estar con ella.Necesitaba verla, oírla respirar,

simplemente ver la forma en que la luzjugaba con su piel.

—Está demasiado oscuro —musitó, poniéndose en pie—. Estoparece una maldita morgue. —Buscó porla habitación, revolviendo cajones yarmarios hasta que encontró algunasvelas más. Las encendió rápidamente ylas puso en sus soportes. Aún seguíaestando demasiado oscuro. Se acercó azancadas hasta la puerta, la abrió degolpe y gritó— ¡Brearley! ¡Madre!¡Olivia!

Inmediatamente ocho personascontestaron a su llamada, todastemiéndose lo peor.

—Necesito más velas —dijoTurner, su voz desmentía su terror y su

cansancio. Unas cuantas doncellas seescabulleron con prontitud.

—Pero esto ya está bastanteiluminado —dijo Olivia, asomando lacabeza en la habitación. Contuvo elaliento cuando vio a Miranda, su mejoramiga desde la infancia, acostada tanquieta—. ¿Va a estar bien? —susurró.

—Va a estar bien —le espetóTurner—. Siempre que podamos teneralgo de luz aquí.

Olivia se aclaró la garganta.—Me gustaría entrar y decir algo.—¡Ella no va a morir! —explotó

Turner—. ¿Me oyes? No va a morir. Nohay necesidad de hablar de esa forma.No tienes que decirle adiós.

—Pero si lo hace —persistió

Olivia, las lágrimas le rodaban mejillasabajo—. Me sentiría...

El control de Turner se quebró, yempujó a su hermana contra la pared.

—No va a morir —dijo con vozbaja y mortífera—. Apreciaría sidejases de actuar como si lo fuese.

Olivia asintió a tirones.Turner la soltó de improvisto y

luego se miró las manos como si fuesenobjetos extraños.

—Dios mío —dijo confuso—.¿Qué me está ocurriendo?

—No pasa nada, Turner —dijoOlivia tranquilizadora, tocándole concautela el hombro—. Tienes todo elderecho a estar crispado.

—No, no es verdad. No cuando

necesita que sea fuerte para ella. —Volvió a entrar a zancadas en lahabitación y se sentó una vez más con suesposa—. Ahora mismo no importa —musitó, tragando compulsivamente—.Nada importa excepto Miranda.

Una criada con cara de sueño entróen la habitación con algunas velas.

—Enciéndalas todas —le ordenóTurner—. Quiero que aquí dentro estétan iluminado como si fuese de día. ¿Meha oído? Iluminado como el día. —Segiró de vuelta hacia Miranda y le pasóla mano por la frente—. A ella siemprele gustaron los días soleados. —Sehorrorizó al oírse y miró frenéticamentea su hermana—. Quiero decir, leencantan los días soleados.

Olivia, incapaz de ver a suhermano en tal estado de pesadumbre,asintió y se marchó en silencio.

Unas pocas horas después, LadyRudland entró en la habitación portandoun pequeño bulto envuelto en una suavemanta rosada.

—Te traje a tu hija —dijosuavemente.

Turner alzó la vista, conmocionadoal darse cuenta de que se había olvidadopor completo de la existencia de aquelladiminuta persona. La miró conincredulidad.

—Es tan pequeña.Su madre sonrió.—Los bebés suelen llegar así.—Lo sé pero... se parece a ella. —

Alargó su dedo índice hacia su manita.Sus diminutos dedos la agarraron consorprendente firmeza. Turner alzó lavista hacia su madre, la maravilla anteaquella nueva vida escrita en su sombríorostro—. ¿Puedo sostenerla?

—Claro. —Lady Rudland lecolocó el bulto en los brazos—. Es tuya,ya lo sabes.

—Lo es, ¿verdad? —Bajó la vistahacia la rosada cara y le tocó la nariz—.¿Qué tal? Bienvenida al mundo, gatita.

—¿Gatita? —dijo Lady Rudlandcon todo divertido—. ¡Qué apodo tangracioso!

Turner negó con la cabeza.—No, no es gracioso. Es

absolutamente perfecto. —Volvió a

subir la vista hacia su madre—. ¿Porcuánto tiempo será así de pequeña?

—Oh, no lo sé. Al menos por untiempo. —Cruzó la habitación hasta laventana, y descorrió las cortinas—. Elsol está comenzando a salir. Olivia medijo que querías algo de luz en lahabitación.

Asintió, sin poder quitar los ojosde su hija.

Ella dejó de retocar la ventana y segiró de nuevo hacia él.

—Oh, Turner... tiene los ojosmarrones.

—¿En serio? —Volvió a bajar lavista al bebé. Tenía los ojos cerrados,dormida—. Sabía que los tendría así.

—Bueno, no querría decepcionar a

su papá en su primer día fuera, ¿verdad?—O a su madre. —Turner paseó la

vista sobre Miranda, aún mortalmentepálida, luego abrazó a aquel nuevo bebémás cerca.

Lady Rudland miró directamentelos ojos azules de su hijo, tan parecidosa los de ella, y dijo:

—Supongo que Miranda esperabaojos azules.

Turner tragó saliva, incómodo.Miranda lo había querido durante tantotiempo y tan bien, y él la habíarechazado. Ahora quizás la perdiese, yella nunca sabría que él se había dadocuenta de lo idiota que había sido.Nunca sabría que la amaba.

—Supongo que sí —dijo con voz

ahogada por la emoción—. Tendrá queesperar al próximo.

Lady Rudland se mordió el labio.—Por supuesto, querido —dijo

consoladora—. ¿Has pensando ennombres?

Alzó la vista sorprendido, como sila idea de un nombre nunca se le hubieseocurrido.

—Yo... no. Lo olvidé —admitió.—Olivia y yo hemos pensando en

algunos nombres bonitos. ¿Qué te pareceJulianna? O Claire. Sugerí Fiona, pero aOlivia no le gustó.

—Miranda nunca permitiría que suhija se llamase Fiona —dijo sinentusiasmo—. Siempre odió a FionaBennet.

—¿Aquella pequeña que vivíacerca de Haverbreaks? Nunca lo supe.

—Es un punto discutible, madre.No voy a ponerle un nombre sinconsultarlo con Miranda.

Lady Rudland volvió a tragar.—Por supuesto, querido. Yo... te

dejaré ahora. Para que puedas estar untiempo a solas con tu familia.

Turner miró a su esposa y luego asu hija.

—Esta es tu mamá —susurró—.Está muy cansada. Le costó granesfuerzo hacerte salir. No sé por qué.No eres muy grande. —Para demostrarsu argumento, tocó uno de sus diminutosdedos—. No creo que te haya visto aún.Sé que le gustaría. Te sostendría y te

abrazaría y te besaría. ¿Sabes por qué?—Se enjuagó una lágrima con torpeza—. Porque te quiere, esa es la razón.Apostaría a que te quiere más de lo queme quiere a mí. Y creo que debe dequererme bastante porque no siempre heactuado como debería.

Lanzó una furtiva mirada a Mirandapara asegurarse de que no se habíadespertado antes de añadir.

—Los hombres pueden ser idiotas.Somos tontos y estúpidos y raramenteabrimos los ojos lo suficiente como paraver las bendiciones que tenemosenfrente de nuestras caras. Pero yo teveo —añadió, sonriéndole a su hija—.Y veo a tu madre, y espero que sucorazón sea lo bastante fuerte como para

perdonarme por aquella última vez. Sinembargo, creo que sí lo es. Tu mamátiene un gran corazón.

El bebé gorjeó, haciendo sonreír aTurner de placer.

—Veo que estás de acuerdoconmigo. Eres muy lista para tener sóloun día. Pero claro, no veo por quétendría que sorprenderme. Tu mamátambién es muy lista.

El bebé hizo gorgoritos.—Me halagas, gatita. Pero por esta

vez, dejaré que pienses que yo tambiénsoy listo. —Miró a Miranda y susurró—. Sólo uno de nosotros necesita saberlo idiota que he sido.

El bebé hizo otro sonido, llevandoa Turner a creer que su hija debería ser

la niña más lista de todas las IslasBritánicas.

—¿Quieres conocer a tu madre,gatita? Bueno, por qué no ospresentamos. —Sus movimientos erantorpes, pues nunca antes había sostenidoa un bebé, pero de alguna manera logrócolocar a su hija en la curva del brazode Miranda—. Aquí vamos. Mmm, seestá calentita ahí, ¿eh? Me gustaríaintercambiar mi lugar contigo. Tu mamátiene una piel realmente suave. —Alargóla mano y tocó la mejilla del bebé—.Aunque no tan suave como la tuya. Tú,pequeña, eres asombrosamente perfecta.

El bebé comenzó a removerse ydespués de un momento dejó salir unfuerte llanto.

—Oh, querida —musitó Turner,completamente perdido. La recogió y laacunó contra el hombro, tomando grancuidado en sujetarle la cabeza como lehabía visto hacer a su madre—. Ya, ya.Shhh. Calla. Está bien.

Era obvio que sus súplicas noestaban surtiendo efecto porque lapequeña bramó en su oído.

Llamaron a la puerta, y LadyRudland miró dentro.

—¿Quieres que la coja, Turner?Negó con la cabeza, poco dispuesto

a separarse de su hija.—Creo que tiene hambre. La

nodriza está en el cuarto de al lado.—Oh. Claro. —Pareció vagamente

avergonzando mientras le entregaba el

bebé a su madre—. Aquí tienes.Estaba a solas de nuevo con

Miranda. Ella no se había movido paranada durante toda su vigilia, excepto porel leve movimiento de subida y bajadade su pecho.

—Es de mañana, Miranda —dijo,tomando sus manos entre las suyasnuevamente y tratando de hacerla volveren sí—. Es hora de despertarse. ¿Loharás? Si no lo haces por ti, entonceshazlo por mí. Estoy terriblementecansado, pero tú sabes que no puedoirme a dormir hasta que tú despiertes.

Pero no se movió. No se giró en susueño y no roncó, estaba aterrándolo.

—Miranda —dijo, oyendo elpánico en su voz—. Es suficiente. ¿Me

has oído? Es suficiente. Necesitas...Se derrumbó, incapaz de seguir

adelante por más tiempo. Le apretó lamano y apartó la mirada. Las lágrimas lenublaron la visión. ¿Cómo saldríaadelante sin ella? ¿Cómo criaría a suhija solo? ¿Cómo sabría qué nombreponerle? Y lo peor de todo, ¿cómopodría vivir con él mismo sabiendo quemurió sin haber escuchado cuanto laamaba?

Con clara determinación, se secólas lágrimas y se volvió hacia ella.

—Te amo, Miranda —dijo fuerte,esperando poder penetrar en su bruma,incluso aunque nunca despertase. Su vozsonó apremiante—. Te amo. A ti. Nopor lo que haces por mí ni por lo que me

haces sentir. Sólo a ti.Un leve sonido salió de los labios

de ella, fue tan suave que al principioTurner pensó que lo había imaginado.

—¿Has dicho algo? —Sus ojosinspeccionaron frenéticamente su cara,buscando alguna señal de movimiento.Los labios de ella temblaron de nuevo, yel corazón de él saltó de emoción—.¿Qué fue eso Miranda? Por favor, sólodilo otra vez. No te oí la primera vez.

Acercó la oreja a sus labios.Su voz era débil, pero la palabra

sonó fuerte y clara.—Bien.Turner empezó a reír. No pudo

evitarlo. Cómo había podido Mirandaser tan sabelotodo mientras se suponía

que estaba en su lecho de muerte.—Estarás bien, ¿no?La barbilla de ella sólo se movió

un milímetro, pero era definitivamenteun asentimiento.

Dando rienda suelta a su alegría y asu alivio, corrió hacia la puerta y gritólas buenas noticias para que las oyera elresto de la casa. Como era lógico, sumadre, Olivia, y muchos de lossirvientes vinieron corriendo hasta elpasillo.

—Ella está bien —jadeó, sin teneren cuenta que su cara estaba húmeda porlas lágrimas—. Está bien.

—Turner. —La palabra vino comoun graznido desde la cama.

—¿Qué pasa, mi amor?

Se puso a su lado.—Caroline —dijo suavemente,

usando toda su fuerza para curvar suslabios en una sonrisa—. LlámalaCaroline.

Él levantó su mano con las suyas ydepositó un cortés beso.

—Caroline será. Me has dado unaniña perfecta.

—Siempre consigues lo quequieres —susurró ella.

La miró con cariño, dándose cuentade repente de la extensión del milagroque la había traído de vuelta a de lamuerte.

—Sí —dijo roncamente—. Pareceque siempre lo hago.

Unos días después, Miranda ya sesentía mejor. Tal y como pidió, habíasido trasladada a la cama que ella yTurner habían compartido durante elprimer mes de matrimonio. Losalrededores la reconfortaban, y queríamostrarle a su marido que quería unverdadero matrimonio. Debían estarunidos. Era así de simple.

Aún guardaba cama, pero habíarecuperado gran parte de su fuerza, y susmejillas estaban teñidas con unsaludable rubor rosado. Aunque esopodía deberse a que estaba enamorada.Miranda nunca lo había sentido deaquella forma antes. Turner parecía nopoder decir dos frases sin mencionarlo,y Caroline sacó tanto amor de ambos,

que era indescriptible.Olivia y Lady Rudland la mimaron

en exceso, demasiado, pero Turnertrataba de no dejarlas entrometersedemasiado, queriendo a su mujercompletamente para él. Estaba sentado asu lado un día cuando ella despertó deuna siesta.

—Buenas tardes —murmuró.—Tardes ¿De verdad? —Ella dejó

escapar un bostezo.—Pasado el mediodía, al menos.—Dios mío. Nunca antes me había

sentido tan descansada.—Te lo mereces —le aseguró, sus

ojos azules brillaron con intenso amor—. Cada uno de los minutos.

—¿Cómo está la bebé?

Turner sonrió, ella lograba haceresa pregunta dentro del primer minuto decualquier conversación.

—Muy bien. Tiene muy buenospulmones, debo decir.

—Es muy dulce, ¿no?Él asintió.—Igual que su madre.—Oh, no soy tan dulce.Le dio un pequeño beso en la nariz.—Bajo ese gran temperamento que

tienes, eres muy dulce. Créeme. Te hesaboreado.

Ella se sonrojó.—Eres incorregible.—Soy feliz —la corrigió—,

verdaderamente y realmente feliz.—¿Turner?

La miró atentamente, escuchando laexcitación en la voz de ella.

—¿Qué mi amor?—¿Qué pasa?—No estoy seguro de entender lo

que quieres decir.Ella abrió la boca y luego la cerró,

obviamente tratando de encontrar laspalabras correctas.

—¿Por qué... de repente te hasdado cuenta...?

—¿De que te quiero?Ella asintió en silencio.—No lo sé. Creo que estuvo dentro

de mí todo este tiempo. Sólo que estabademasiado ciego para verlo.

Ella tragó nerviosamente.—¿Fue cuando casi muero?

No sabía por qué, pero la idea deque él no pudiera darse cuenta de que laquería antes de que fuera separada de élno le sentó bien.

Él negó con la cabeza.—Fue cuando me diste a Caroline,

la sentí llorar, y el sonido fue tan... tan...no lo puedo describir, pero la amé alinstante... Oh Miranda, la paternidad esla cosa más increíble. Cuando la tengoen mis brazos... desearía que pudierassentir lo que significa para mí.

—Será como la maternidad, meimagino —dijo ella inteligentemente.

Le tocó los labios con su dedoíndice.

—Espera un momento. Déjameterminar mi historia. Tengo amigos que

tienen niños, y ellos me habían dicho loextraordinario que era tener un nuevavida que formara parte de uno, de supropia carne y sangre. Pero yo... —Seaclaró la garganta—. Me di cuenta deque no la amaba porque era parte de mí,sino que la amaba porque era parte de ti.

Los ojos de Miranda se llenaron delágrimas.

—Oh, Turner.—No, déjame terminar. No sé que

hice o dije para merecerte, Miranda,pero ahora que te tengo, no voy a dejarteir. Te amo demasiado —tragó saliva,ahogándose con sus palabras—Demasiado.

—Oh, Turner, yo también te amo.Lo sabes, ¿no?

Él asintió.—Doy gracias por eso. Es el

regalo más preciado que he podidorecibir.

—Seremos verdaderamente felices,¿verdad?

Ella le sonrió vacilante.—Más allá de lo imaginable,

cariño, más allá de lo imaginable.—¿Y tendremos más hijos?La expresión de él se tornó severa.—Sólo con la condición de que no

me vuelvas a dar otro susto como este.Además, el mejor camino para evitar loshijos es la abstinencia, y no creo quepueda ser capaz de conseguirlo.

Ella se sonrojó, pero también dijo:—Bien.

Se acercó a ella y le dio un besotan apasionado como provocador.

—Debo dejarte descansar —dijo aregañadientes alejándose de ella.

—No, no. Por favor no te vayas.No estoy cansada.

—¿Estás segura?Que maravilloso era tener a alguien

cuidando de ella.—Sí, estoy segura. Pero quiero que

me traigas algo. ¿No te importaría?—Claro que no. ¿Qué es?Ella señaló con el dedo.—Hay una caja cubierta de seda en

mi escritorio en la sala de estar. Dentrohay una llave.

Turner levantó las cejasinterrogativamente, pero siguió sus

instrucciones.—¿La caja verde? —le preguntó.—Sí.—Aquí tienes —dijo mientras

volvía a la habitación trayendo la llave.—Bien. Ahora si vuelves a mi

escritorio, encontrarás una gran caja demadera en la parte trasera del cajón.

Él volvió a la sala de estar.—Aquí tienes. Dios, como pesa.

¿Qué tienes aquí? ¿Piedras?—Libros.—¿Libros? ¿Qué clase de libros

son tan preciados para tenerlos bajollave?

—Son mis diarios.Reapareció, cargando la caja con

ambas manos.

—¿Tus diarios? Nunca lo supe.—Fue sugerencia tuya.Él se giró.—No lo fue.—Sí lo fue. El primer día que nos

conocimos. Te hablé acerca de FionaBennet y de lo horrible que era, y medijiste que escribiera un diario.

—¿Lo hice?—Mmm-mmm. Y recuerdo

exactamente todo lo que me dijiste. Y tepregunté por qué debía llevar un diario yme dijiste: “porque algún día crecerásinteriormente, y serás tan hermosa comoahora eres lista. Y entonces podrásvolver a mirar tu diario y darte cuentade lo tontas que son las niñas pequeñascomo Fiona Bennet. Y reirás cuando

recuerdes que tu madre te decía que laspiernas te empezaban desde loshombros. Y quizás reserves algunasonrisa para mí cuando recuerdes labonita charla que hemos tenido hoy”.

La miró impresionado, manojos derecuerdos vinieron a él.

—Y tú dijiste que guardarías unagran sonrisa para mí.

Ella asintió.—Memoricé palabra por palabra.

Fue la cosa más dulce que nadie mehabía dicho nunca.

—Dios mío, Miranda —respiróreverente—. De verdad me amas, ¿no esasí?

Ella asintió.—Desde aquel día. Tráeme la caja

aquí.Le dejó la caja sobre la cama y le

dio la llave. Ella abrió la caja y sacóalgunos libros. Algunos de ellos eran depiel de cuero, y algunos otros estabancubiertos con una tela floral de niña,pero ella cogió el más sencillo de todos,un pequeño cuaderno parecido a los queél solía usar cuando era estudiante.

—Este fue el primero —dijo ella,pasando la portada con dedos reverentes—. De verdad te he amado todo estetiempo. ¿Lo ves?

Él miró la primera entrada.

2 DE MARZO DE1810.

Hoy me he enamorado.

Una lágrima brotó de los ojos deél.

—Yo también, mi amor, yotambién.

FIN

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03/03/2012