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El enigma del faraón - ForuQ

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Traducción deBruno Castaño Pérez

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PRÓLOGO

CIUDAD DE LOS MUERTOS

Abidos, Egipto1353 a.C., decimoséptimo año delreinado del faraón Akenatón

La luna llena ponía un resplandor azul

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en las arenas de Egipto, pintando lasdunas del color de la nieve y lostemplos abandonados de Abidos contonos de hueso y alabastro. Bajo esa fríailuminación se movían unas sombras,una procesión de intrusos que sedeslizaban atravesando la Ciudad de losMuertos.

Los intrusos, treinta hombres ymujeres, avanzaban a un ritmo sombrío,los rostros cubiertos por las capuchas delas exageradas túnicas, la miradaclavada en el camino. Pasaron pordelante de las cámaras funerarias que

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contenían los faraones de la primeradinastía y los santuarios y monumentosconstruidos en la Segunda Era parahonrar a los dioses.

En un polvoriento cruce, donde laarena arrastrada por el viento cubría lacalzada de piedra, la procesión sedetuvo en silencio. Su líder, Manu-hotep, escudriñó la oscuridad, ladeandola cabeza para escuchar mientrasapretaba la empuñadura de una lanza.

—¿Has oído algo? —preguntó unamujer, deteniéndose a su lado.

La mujer era su esposa. Detrás de

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ellos venían otras familias y una docenade sirvientes que transportaban lascamillas donde descansaban los cuerposde los niños de cada familia. Todos conla vida segada por la misma misteriosaenfermedad.

—Voces —contestó Manu-hotep—.Susurros.

—Pero la ciudad está abandonada —dijo ella—. Por decreto del faraón,entrar en la necrópolis es ahora delito.Solo por estar aquí corremos peligro demuerte.

Manu-hotep se echó la capucha de la

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túnica hacia atrás, descubriendo unacabeza afeitada y un collar de oro que loseñalaba como miembro de la corte deAkenatón.

—Nadie es más consciente de eso queyo.

Durante siglos, Abidos, la Ciudad delos Muertos, había prosperado, pobladapor sacerdotes y acólitos de Osiris,señor de la vida de ultratumba y dios dela fertilidad. Allí habían sido enterradoslos faraones de la dinastía más antigua, yaunque los reyes más recientes se habíanenterrado en otro sitio, habían seguido

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construyendo templos y monumentos enhonor a Osiris. Todos menos Akenatón.

Poco después de convertirse enfaraón, Akenatón había hecho loimpensable: rechazó los viejos dioses,minimizándolos por decreto ydeponiéndolos después, echando abajoel panteón egipcio y sustituyéndolo porla adoración de una sola divinidad porél elegida: Atón, el dios sol.

Por ese motivo la Ciudad de losMuertos estaba abandonada, y hacíamuchos años que no entraban en ellasacerdotes ni fieles. Cualquiera que

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fuera sorprendido dentro de sus límitessería ejecutado. Para un miembro de lacorte del faraón, como Manu-hotep, elcastigo sería peor: incesante torturahasta que pidiera la propia muerte conoraciones y súplicas.

Cuando iba a hablar, Manu-hoteppercibió un movimiento. De laoscuridad salió corriendo un trío dehombres armados.

Manu-hotep empujó a su mujer hacialas sombras y embistió con la lanza.Acertó en el pecho al hombre que ibadelante, empalándolo y parándolo en

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seco, pero el segundo hombre clavó unacuchillada a Manu-hotep con una dagade bronce.

Manu-hotep torció el cuerpo paraevitar el golpe y cayó al suelo. Arrancóla lanza y atacó con ella al segundoagresor. No acertó, pero el hombre dioun paso atrás mientras le salía por elpecho la punta de una segunda lanza: unode los criados había empezado aparticipar en la lucha. El herido sedesplomó de rodillas, boqueando y sinpoder gritar. Cuando terminó de caer, eltercer agresor huyó a la carrera.

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Manu-hotep se levantó y arrojó lalanza haciendo girar el cuerpo conpotencia. El arma falló por unoscentímetros y el objetivo desapareció enla noche.

—¿Ladrones de tumbas? —preguntóalguien.

—O espías —dijo Manu-hotep—.Durante días tuve la sensación de quenos seguían. Hay que darse prisa. Si selo cuentan al faraón, mañana noestaremos vivos.

—Quizá deberíamos irnos —dijo su

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mujer—. Quizá nos estemosequivocando.

—El error fue seguir a Akenatón —afirmó Manu-hotep—. El faraón es unhereje. Osiris nos castiga por haberloapoyado. Sin duda habrás advertido queson nuestros hijos quienes se duermen yno despiertan nunca más; solo nuestroganado yace muerto en los campos.Debemos pedir clemencia a Osiris. Ydebemos hacerlo ya.

Mientras hablaba, estaba cada vezmás decidido. Durante los largos añosdel reinado de Akenatón, toda

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resistencia había sido aplastada por elpoder de las armas, pero los dioseshabían empezado a vengarse y ahoraquienes habían apoyado al faraón eranlos que más sufrían.

—Por aquí —señaló Manu-hotep.Siguieron internándose en la ciudad

silenciosa y pronto llegaron al edificiomás grande de la necrópolis, el Templode Osiris.

Era una construcción amplia, conazotea, rodeada de altas columnas quebrotaban de enormes bloques de granito.Una gran rampa conducía hasta una

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plataforma de piedra exquisitamentetallada. Mármol rojo de Etiopía, granitoveteado de lapislázuli persa. En la partedelantera del templo había un par degigantescas puertas de bronce.

Manu-hotep se acercó y las abrió conasombrosa facilidad. Recibió unabocanada de incienso y el fuego queardía delante del altar y las antorchasinstaladas en las paredes losorprendieron. La luz vacilante lepermitió ver unos bancos dispuestos ensemicírculo. Sobre ellos yacíanhombres, mujeres y niños muertos,

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rodeados por el llanto apagado y lasoraciones susurradas de los miembrosde su familia.

—Parece que no somos los únicosque han desobedecido el decreto deAkenatón —dijo Manu-hotep.

Los que estaban dentro del templo lomiraron, sin reaccionar.

—Rápido —ordenó a sus servidores,que se acercaron y colocaron loscuerpos de los niños donde encontraronsitio mientras Manu-hotep se acercabaal gran altar de Osiris, ante el cual searrodilló junto al fuego, haciendo una

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reverencia en señal de súplica. De latúnica sacó dos plumas de avestruz—.Gran Señor de los Muertos, a ti venimosen sufrimiento —susurró—. Nuestrasfamilias han padecido una desgracia.Sobre nuestras casas ha caído unamaldición y nuestros campos se hanvuelto improductivos. Pedimos que telleves a nuestros muertos y los bendigasen el más allá. A ti, que controlas lasPuertas de la Muerte, que a la semillacaída ordenas renacer, te rogamos:devuelve la vida a nuestras tierras y anuestros hogares.

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Depositó las plumas en el suelo conreverencia, las roció con una mezcla desílice y oro en polvo y dio un paso atrásalejándose del altar.

Una ráfaga de viento recorrió la sala,empujando las llamas hacia un lado.Hubo entonces un sonoro estruendo queresonó en toda la sala.

Manu-hotep giró a tiempo para vercomo, en el otro extremo del templo, secerraban las enormes puertas. Nervioso,miró alrededor mientras las antorchas delas paredes parpadeaban, amenazandocon apagarse. Sin embargo, siguieron

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ardiendo y pronto se estabilizaron.Restituida la iluminación, descubriódetrás del altar la silueta de unas figurasdonde poco antes no había nadie.

Cuatro de ellas llevaban ropa negra ydorada: sacerdotes del culto de Osiris.La quinta lucía una vestimenta diferente,como si fuera el mismísimo señor delinframundo. Tenía las piernas y lacintura envueltas con la tela que seusaba para momificar a los muertos.Pulseras y un collar de oro contrastabancon su piel verdosa, y una corona

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repleta de plumas de avestruz leadornaba la cabeza.

En una mano esa figura llevaba uncayado de pastor y en la otra un mayalde oro, usado para azotar el trigo yseparar el grano de la paja.

—Soy el mensajero de Osiris —dijoel sacerdote—. El avatar del GranSeñor del Más Allá.

La voz era profunda y resonante, deun tono casi sobrenatural. Todos los queestaban en el templo inclinaron lacabeza y quienes acompañaban a esafigura central se adelantaron. Caminaron

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alrededor de los muertos desparramandohojas, pétalos de flores y —esa fue laimpresión que tuvo Manu-hotep— pielseca de reptiles y anfibios.

—Buscas el consuelo de Osiris —dijo el avatar.

—Mis hijos están muertos —respondió Manu-hotep—. Busco suprotección en el más allá.

—Tú sirves al traidor —fue larespuesta—. Como tal, eres indigno detal favor.

Manu-hotep siguió con la cabezainclinada.

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—He dejado que mi lengua hiciera eltrabajo de Akenatón —admitió—. Poreso puedes castigarme. Pero lleva a misseres queridos al más allá como se leshabía prometido antes de que Akenatónnos corrompiera.

Cuando Manu-hotep se atrevió alevantar la mirada, descubrió que elavatar seguía clavándole los ojos negrossin parpadear.

—No —dijeron finalmente aquelloslabios—. Osiris te ordena actuar. Tienesque demostrar tu arrepentimiento.

Un dedo huesudo apuntó hacia un

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ánfora roja apoyada en el altar.—En ese recipiente hay un veneno

que no se puede degustar. Llévatelo.Échalo en el vino de Akenatón. Leoscurecerá los ojos y le impedirá ver.Ya no podrá mirar su precioso sol, y sugobierno se derrumbará.

—¿Y mis hijos? —preguntó Manu-hotep—. Si hago eso, ¿tendránprivilegios en el más allá?

—No —dijo el sacerdote.—Pero ¿por qué? Pensé que tú...—Si eliges este camino —le

interrumpió el sacerdote—, Osiris

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ordenará que tus hijos vivan de nuevo eneste mundo. Hará que el Nilo vuelva aser un río de vida y permitirá que estoscampos sean otra vez fértiles. ¿Aceptasel honor?

Manu-hotep vaciló. Una cosa eradesobedecer al faraón, pero asesinarlo...

Mientras dudaba, el sacerdote seapresuró a actuar, metiendo una puntadel mayal en el fuego que había junto alaltar. Las hebras de cuero seencendieron de repente, como siestuvieran empapadas en aceite. Con unmovimiento de muñeca, el sacerdote

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descargó el arma en las cáscaras y hojassecas desparramadas por susseguidores. El fuego saltó al instante a lapaja seca y corrió hasta rodear tanto alos vivos como a los muertos.

El calor hizo retroceder a Manu-hotep. El humo y los gases se volvieroninsoportables, empañándole la vista yhaciéndole perder el equilibrio. Cuandolevantó la cabeza, un muro de fuego loseparaba de los sacerdotes, que se ibanretirando.

—¿Qué has hecho? —gritó su mujer.Los sacerdotes desaparecían por una

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escalera detrás del altar. Las llamas lellegaban al pecho y tanto los dolientescomo los muertos estaban ahoraatrapados por un resplandor circular.

—Dudé —murmuró Manu-hotep—.Tenía miedo.

Osiris les había dado una oportunidady la habían desperdiciado. Agobiado,Manu-hotep miró el ánfora cargada deveneno que había en el altar. Ladesdibujaba el calor y después la ocultóel humo.

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La luz que entraba a raudales por losabiertos paneles del techo despertó aManu-hotep. El fuego se había apagadoy en su lugar quedaba un círculo decenizas. Olía a humo y en el suelo seveía una delgada capa de residuos,como si el rocío de la mañana sehubiera mezclado con las cenizas ocomo si hubiera caído una fina llovizna.

Aturdido y desorientado, Manu-hotepse incorporó y miró alrededor. Lasenormes puertas en el otro extremo de lasala estaban abiertas y por ellas entrabael frío aire de la mañana. Después de

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todo, los sacerdotes no los habíanmatado. ¿Por qué?

Mientras buscaba la razón, a su ladose agitó una mano pequeña con dedosdiminutos. Al volver la cabeza vio a suhija temblando como si sufriera unaconvulsión, boqueando como un pez enla orilla del río.

La cogió con las manos. No estabafría sino caliente, no estaba rígida sinoque se movía. No podía creerlo. Su hijotambién se movía, pateando como sisoñara.

Trató de que sus hijos dejaran de

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temblar y hablaran, pero no logróninguna de las dos cosas.

Alrededor, otros niños despertaban dela misma manera.

—¿Qué les pasa a todos? —preguntósu mujer.

—Están atrapados entre la vida y lamuerte —aventuró Manu-hotep—. Quiénsabe qué dolor produce ese estado.

—¿Qué hacemos?Ahora no podían vacilar. Ahora no

había vuelta atrás.—Haremos lo que Osiris nos ordena

—dijo—. Cegaremos al faraón.

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Se levantó y caminó deprisa sobre lascenizas hacia el altar. El ánfora rojallena de veneno seguía allí, aunquehabía quedado negra a causa del hollín.La agarró, colmado de fe y convicción.Repleto también de esperanza.

Manu-hotep y los demás salieron deltemplo, esperando que sus hijoshablaran o les respondieran o inclusopermanecieran inmóviles. Pasaríansemanas antes de que eso ocurriera,meses antes de que quienes habían sidoresucitados empezaran a actuar comoantes de caer en las garras de la muerte.

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Pero para entonces se estarían apagandolos ojos de Akenatón y el reino delfaraón hereje iría llegando rápidamentea su fin.

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Bahía Abukir, en la desembocadura delrío Nilo1 de agosto de 1798, poco antes delanochecer

El ruido del fuego de cañones tronabasobre la amplia extensión de la bahía

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mientras unos fogonazos iluminaban ellejano crepúsculo gris. Cada vez que losproyectiles de hierro caían a pocadistancia de sus objetivos, brotabangéiseres de agua blanca, pero laescuadra atacante se acercaba conrapidez a la flota anclada. La siguienteandanada no sería disparada en vano.

Una chalupa avanzaba hacia esamaraña de mástiles impulsada por losfuertes brazos de seis marinerosfranceses. Iba directa al buque situadoen el centro de la batalla en lo queparecía una misión suicida.

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—Llegamos tarde —gritó uno de losremeros.

—Sigue remando —ordenó el únicooficial del grupo—. Tenemos que llegara L’Orient antes de que la rodeen losbritánicos y la flota entera entre encombate.

La flota en cuestión era la granarmada mediterránea de Napoleón,diecisiete barcos, incluidos trece navíosde línea. Devolvían las descargasinglesas con disparos atronadores y todala zona quedó rápidamente envuelta en

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humo de cañón, incluso antes de queoscureciera.

En el centro de la chalupa, temiendopor su vida, iba un civil francés llamadoEmile D’Campion.

Si no hubiera estado esperando moriren cualquier momento, D’Campionpodría haber admirado la cruda bellezadel espectáculo. El artista que llevabadentro —porque era un conocido pintor— podría haberse planteado la mejormanera de plasmar toda aquellaferocidad en la quietud de un lienzo.Cómo representar los destellos de luz

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silenciosa que iluminaban la batalla. Elaterrador silbido de las balas de cañónque chillaban hacia sus objetivos. Losaltos mástiles se apiñaban comomatorrales esperando el golpe delhacha. Podría haber dedicado especialatención al contraste entre las cascadasde agua blanca y los últimos toques derosa y azul en el cielo cada vez másoscuro. Pero D’Campion temblaba depies a cabeza y se aferraba al borde dela lancha.

Cuando un proyectil perdido produjo

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un cráter en la bahía a cien metros dedistancia, intervino:

—¿Por qué demonios nos disparan?—No nos disparan —respondió el

oficial.—Entonces ¿cómo explica que las

balas de cañón caigan tan cerca?—Puntería inglesa —dijo el oficial

—. Es extrêmement pauvre. Muy pobre.Los marineros se echaron a reír. Un

poco exageradamente, pensóD’Campion. También ellos teníanmiedo. Sabían que llevaban mesesjugando al zorro con los sabuesos

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británicos. No habían coincidido enMalta por solo una semana, y enAlejandría por no más de veinticuatrohoras. Ahora, con el ejército deNapoleón en tierra después de anclar losbarcos en la desembocadura del Nilo,los ingleses y su cazador preferido,Horacio Nelson, habían encontrado elrastro por fin.

—Debo de haber nacido con malaestrella —murmuró D’Campion por lobajo—. Propongo regresar.

El oficial negó con la cabeza.—Tengo órdenes de entregarlo a usted

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y estos baúles al almirante Brueys abordo de L’Orient.

—Conozco sus órdenes —respondióD’Campion—. Estaba presente cuandose las dio Napoleón. Pero si su intenciónes llevar esta lancha entre los cañonesde L’Orient y los buques de Nelson, loúnico que logrará es matarnos a todos.Debemos regresar, a la costa o a uno delos otros barcos.

El oficial dio la espalda a sushombres y volvió la cabeza para mirarpor encima del hombro hacia el centrode la batalla. L’Orient era el buque de

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guerra más grande y poderoso delmundo. Una fortaleza sobre el agua conciento treinta cañones a su disposición,que pesaba cinco mil toneladas y quetransportaba a más de mil hombres. Ibaflanqueado por otros dos barcos de líneafranceses en lo que el almirante Brueysconsideraba una inexpugnable posicióndefensiva. Solo que nadie parecía haberinformado de eso a los británicos, cuyosbuques más pequeños arremetían contraél impertérritos.

Hubo un intercambio de granadas acorta distancia entre L’Orient y el buque

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británico Bellerophon. El barcobritánico, más pequeño, se llevó la peorparte, ya que la barandilla de estriborquedó hecha añicos y dos de los tresmástiles se quebraron y cayeronestrellándose contra las cubiertas. ElBellerophon se alejó hacia el sur, peroal abandonar la batalla ocuparon sulugar otros buques británicos. Mientrastanto, las fragatas, más pequeñas, semetieron en las aguas menos profundas,internándose en los huecos de la líneafrancesa.

D’Campion pensaba que entrar con la

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lancha en ese tumulto era una especie delocura e hizo otra sugerencia.

—¿Por qué no entregar los baúles alalmirante una vez que haya despachadoa la flota inglesa?

Al oír estas palabras, el oficialasintió.

—¿Ven? —dijo el oficial a sushombres—. Por eso Le General lo llamasavant.

El oficial señaló uno de los barcos dela retaguardia francesa, que aún no habíasido atacado por los británicos.

—Vayamos al Guillaume Tell —dijo

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—. Allí está el contraalmiranteVilleneuve. Él sabrá qué hacer.

Volvieron a remar con fuerza y lapequeña lancha se alejó de la mortíferabatalla con la debida celeridad.Maniobrando en la oscuridad y bajo lacapa de humo, la tripulación llevó lalancha hacia la retaguardia de la líneafrancesa, donde esperaban cuatro barcosextrañamente silenciosos mientras allídelante rugía la batalla.

En cuanto el bote chocó contra losgruesos maderos del Guillaume Tell, lestiraron unos cabos. Enseguida se

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amarraron y desde arriba los subieron,tanto a los hombres como la carga.

Cuando D’Campion llegó a cubierta,la ferocidad y la brutalidad de la batallahabían alcanzado una intensidad quedifícilmente hubiera imaginado. Losbritánicos habían logrado una enormeventaja táctica a pesar de su ligerainferioridad numérica. En vez de atacartoda la flota francesa por el flanco,ignoraron la retaguardia de los buquesfranceses y redoblaron el fuego sobre laprimera línea. Ahora cada barco francésluchaba contra dos británicos, uno a

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cada lado. El resultado era previsible:la gloriosa armada francesa estabasiendo destruida.

—El almirante Villeneuve desea verle—anunció a D’Campion un oficial delEstado Mayor.

Lo condujeron bajo cubierta y lollevaron ante la presencia delcontraalmirante Pierre-CharlesVilleneuve. El almirante tenía abundantepelo blanco, el rostro estrecho marcadopor una frente alta y una nariz romana.Llevaba un uniforme impecable, con laparte superior de color azul oscuro,

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bordada en oro y atravesada por unabanda roja. A D’Campion le pareció queestaba más preparado para un desfileque para una batalla.

Villeneuve jugueteó un instante conlos candados del pesado baúl.

—Tengo entendido que es usted unode los savants de Napoleón.

Savant era la palabra que usabaBonaparte, y que molestaba aD’Campion y a algunos otros. Ellos erancientíficos y académicos, reunidos porel general Napoleón y enviados aEgipto, donde según él encontrarían

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tesoros que disfrutarían en cuerpo yalma.

D’Campion era un incipiente expertoen la nueva disciplina de la traducciónde lenguas antiguas, y en ese sentidoningún lugar ofrecía mayor misterio opotencial que la tierra de las pirámidesy la Esfinge.

Y D’Campion no era un sabio delmontón. Napoleón lo había elegidopersonalmente para que desvelara laverdad que se escondía detrás de unamisteriosa leyenda. Se le prometió unagran recompensa, incluida una riqueza

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que no podría acumular ni en diez vidas,y tierras que le daría la nuevaRepública. Recibiría medallas y gloria yhonores, pero antes debería encontraralgo que, según se rumoreaba, existía enel País de los Faraones: la manera demorir y después regresar a la vida.

Durante un mes, D’Campion y supequeño destacamento habían estadotomando todo lo que podían llevarconsigo de un sitio que los egipciosllamaban la Ciudad de los Muertos.Tenían escritos en papiros, tablillas de

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piedra y esculturas de todo tipo. Lo queno podían transportar, lo copiaban.

—Pertenezco a la Comisión deCiencia y Arte —dijo D’Campion,usando el título oficial preferido.

Villeneuve no parecía muyimpresionado.

—¿Y qué le ha traído a mi barco,comisionado?

D’Campion cobró ánimo.—No puedo decírselo, almirante. Los

baúles deben permanecer cerrados pororden del propio general Napoleón. Nose puede hablar de su contenido.

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Villeneuve seguía impertérrito.—Siempre se pueden sellar de nuevo.

Deme las llaves.—Almirante —le advirtió

D’Campion—, esto no le gustará algeneral.

—¡El general no está aquí! —exclamóVilleneuve con brusquedad.

En ese momento Napoleón ya era unafigura poderosa, pero todavía no eraemperador. El Directorio, formado porcinco hombres que habían conducido laRevolución, seguía al frente del

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gobierno mientras otros competían porel poder.

Aun así, a D’Campion le costabacomprender la actitud de Villeneuve.Napoleón no era un hombre con quienconviniera meterse; tampoco elalmirante Brueys, que era el superiorinmediato de Villeneuve y en esemomento luchaba por su vida a menosde media milla de distancia. ¿Por quéVilleneuve se preocupaba por esosasuntos en vez de ir a combatir contraNelson?

—¡La llave! —exigió Villeneuve.

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D’Campion superó las dudas y tomóla decisión más prudente. Sacó la llavedel cuello y la entregó.

—Confío los baúles a su cuidado,almirante.

—Más le vale hacerlo —dijoVilleneuve—. Puede retirarse.

D’Campion dio media vuelta pero sedetuvo en seco y arriesgó otra pregunta.

—¿Entraremos pronto en batalla?El almirante enarcó una ceja como si

la pregunta fuera absurda.—No tenemos órdenes de hacerlo.—¿Órdenes?

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—No hemos recibido señales delalmirante Brueys desde L’Orient.

—Almirante —dijo D’Campion—,los ingleses lo están atacando por ambosflancos. Seguramente no es el mejormomento para esperar una orden.

Villeneuve se levantó de repente yavanzó hacia D’Campion como un toroenfurecido.

—¡¿Se atreve a darme instrucciones?!—No, almirante, solo...—No nos favorece el viento —dijo

Villeneuve con un ademán displicente—.Tendríamos que recorrer toda la bahía

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para tener alguna esperanza de entrar enla pelea. Más fácil sería que elalmirante retrocediera hasta nuestraposición y nos permitiera apoyarlo.Hasta ahora ha decidido no hacerlo.

—Pero no podemos quedarnos aquíquietos.

Villeneuve cogió una daga que teníaen el escritorio.

—Lo mataré si vuelve a hablarme enese tono. Después de todo, savant,¿quién le enseñó a navegar o acombatir?

D’Campion sabía que se había

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propasado.—Mis disculpas, almirante. Ha sido

un día difícil.—Retírese —ordenó Villeneuve—. Y

agradezca que no vayamos a entrartodavía en combate, porque lo pondríaen la cubierta de proa con una campanaal cuello para que los británicoshicieran puntería en ella.

D’Campion dio un paso atrás, hizouna ligera reverencia y desapareció dela vista del almirante con la mayorrapidez posible. Subió, encontró un

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hueco en la amura del buque y observóla carnicería a lo lejos.

Hasta desde esa distancia resultabapasmoso ver tanta ferocidad. Durantevarias horas las dos flotas sebombardearon mutuamente a bocajarro,una a la par de la otra, mástil contramástil, tiradores selectos tratando dematar a cualquiera que anduviera adescubierto.

—Ce courage —pensó D’Campion.Cuánto valor.

Pero no bastaba con el valor. Paraentonces, cada barco británico realizaba

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tres o cuatro disparos por cada uno delos franceses. Y, gracias a la reticenciade Villeneuve, tenían más buquesparticipando en la batalla.

En el centro de la acción, tres de losbarcos de Nelson machacaban L’Orient,transformándolo en un armatosteirreconocible. Hacía rato que habíaperdido la hermosa silueta y losimponentes mástiles. Los gruesoscostados de roble estaban astillados yrotos. Hasta por el sonido de los pocoscañones que quedaban, D’Campion se

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daba cuenta de que el buque se estabamuriendo.

D’Campion veía que las llamascorrían como mercurio por la cubiertaprincipal. Crueles, saltaban de aquí paraallá, sin mostrar piedad, subiendo porlas velas caídas y bajando por lasescotillas abiertas hacia la bodega.

Se produjo un repentino destello quecegó a D’Campion aunque había cerradolos ojos. Le siguió el trueno más fuerteque había oído jamás. La onda dechoque lo arrojó hacia atrás y le quemóel rostro y el pelo.

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Aterrizó de lado, boqueando, rodandovarias veces y tratando de apagar lasllamas de la ropa. Cuando finalmentelevantó la mirada, quedó estupefacto.

L’Orient había desaparecido.Alrededor de los restos ardía un

amplio círculo de fuego. Tan fuertehabía sido la explosión que ardían otrosseis barcos, tres de la flota inglesa y tresde la francesa. El estruendo de la batallacesó mientras los tripulantes, conbombas y cubos, tratabandesesperadamente de impedir su propiadestrucción.

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—El fuego debe de haber llegado alpolvorín —susurró la voz de un apenadomarinero francés.

En las profundidades de la bodega decada buque de guerra había centenaresde barriles de pólvora. La menor chisparepresentaba un peligro.

Por la manchada cara del marinerocorrían lágrimas mientras hablaba, yaunque D’Campion tenía ganas devomitar, estaba demasiado agotado paramostrar verdadera emoción.

Al llegar a Abukir había en L’Orientmás de mil hombres. El propio

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D’Campion había viajado a bordo yhabía cenado con el almirante Brueys.Casi todos los hombres que habíaconocido en el viaje iban en ese barco,incluso los hijos de los oficiales, niñosde tan solo once años. Al contemplarese destrozo, D’Campion no podíaconcebir que hubiera sobrevivido unosolo de ellos.

También se habían esfumado —salvolos baúles de los que Villeneuve sehabía apoderado— todos los esfuerzosde su mes en Egipto y la oportunidad desu vida.

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D’Campion se desplomó en lacubierta.

—Me lo advirtieron los egipcios —dijo.

—¿Te lo advirtieron? —repitió elmarinero.

—Que no sacara piedras de la Ciudadde los Muertos. Insistieron en que mecaería una maldición. Una maldición...Me reí de ellos y de sus tontassupersticiones. Pero ahora...

Intentó levantarse pero volvió aderrumbarse. El marinero se acercó y leayudó a meterse bajo cubierta. Allí

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esperó la inevitable arremetida inglesaque acabaría con ellos.

Esa arremetida llegó al amanecer,cuando los británicos se reagruparon yavanzaron para atacar lo que quedaba dela flota francesa. Pero en vez deestruendos producidos por el hombre yel espeluznante crujido de madera bajolas balas de cañón, D’Campion oyó soloel viento, mientras el Guillaume Tell seponía en marcha.

Al subir a la cubierta descubrió queestaban viajando hacia el nordeste atoda vela. Los seguían los británicos,

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que rápidamente se iban rezagando.Esporádicas bocanadas de humoseñalaban los inútiles esfuerzos poralcanzar el Guillaume Tell desde tanlejos. Pronto sus velas se volvieron casiinvisibles en el horizonte.

Durante el resto de su vida, EmileD’Campion no dejaría de poner en dudael valor de Villeneuve, pero jamáscriticaría la astucia del hombre, einsistiría ante quien quisiera oírlo que ledebía la vida.

A media mañana el Guillaume Tell yotros tres barcos al mando de Villeneuve

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habían dejado atrás a Nelson y suimplacable Banda de Hermanos. Sedirigieron a Malta, donde D’Campionpasaría lo que le quedaba de vidatrabajando, estudiando y hastaconversando por carta con Napoleón yVilleneuve, sin dejar de pensar todo eltiempo en la pérdida de los tesoros quehabía sacado de Egipto.

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2

Motonave Torino, setenta millas aloeste de MaltaEn la actualidad

La motonave Torino era un carguero detrescientos pies de eslora y casco deacero construido en 1973. Con su

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avanzada edad, pequeño tamaño y bajavelocidad, no era ahora más que unbuque costero que hacía rutas cortas porel Mediterráneo y atracaba en variasislas pequeñas, en un circuito queincluía Libia, Sicilia, Malta y Grecia.

En la hora antes del alba navegabahacia el oeste, a setenta millas de suúltimo puerto de escala en Malta y condestino en Lampedusa, la pequeña islade soberanía italiana. A pesar de la horatemprana, se apiñaban varios hombresen el puente. Todos nerviosos, y conbuena razón. Durante la última hora un

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barco camuflado y sin luces los habíaestado siguiendo.

—¿Continúa acercándose?La pregunta fue un grito del capitán

del buque, Constantine Bracko, hombrerobusto con brazos de martinete, peloentrecano y barba de tres días queparecía papel de lija.

Con la mano en el timón, esperó unarespuesta.

—¿Y bien?—El barco sigue allí —gritó el

primer oficial—. Acompañando nuestramaniobra. Y acortando la distancia.

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—Apaguemos todas las luces —ordenó Bracko.

Otro miembro de la tripulación cerróuna serie de interruptores maestros y laTorino quedó a oscuras. Con el barco entinieblas, Bracko volvió a cambiar derumbo.

—Esto de poco servirá si tienen radaro gafas de visión nocturna —dijo elprimer oficial.

—Nos permitirá ganar un poco detiempo —respondió Bracko.

—¿Serán inspectores de la aduana?—preguntó otro miembro de la

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tripulación—. ¿O la Guardia Costeraitaliana?

Bracko negó con la cabeza.—No tenemos tanta fortuna.El primer oficial sabía lo que eso

significaba.—¿La mafia?Bracko asintió.—Tendríamos que haber pagado. Nos

dedicamos al contrabando en sus aguas.Quieren su tajada.

Pensando que podría pasarinadvertido en la oscuridad de la noche,

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Bracko se había arriesgado, pero lehabía salido mal la jugada.

—Traed las armas —ordenó—.Tendremos que luchar.

—Pero, Constantine —dijo el primeroficial—, con lo que llevamos eso serápeligroso.

La cubierta de la Torino iba cargadade contenedores, y la mayoría ocultabatanques presurizados del tamaño deautobuses, llenos de propano licuado.Llevaban también otras cosas, incluidosveinte barriles de una misteriosasustancia subida a bordo por un cliente

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egipcio, pero debido a los galopantesimpuestos sobre el combustible en todaEuropa era en el propano donde estabael dinero fuerte.

—Hasta los contrabandistas tienenque pagar impuestos —mascullóBracko. Sumado el dinero que cobrabanpor la protección, por el tránsito y poratracar en los puertos, lasorganizaciones delictivas eran tan malascomo los gobiernos—. Ahora vamos apagar el doble. Nos quitarán el dinero yla carga. Puede incluso ser el triple, sideciden darnos un castigo ejemplar.

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El primer oficial asintió. No teníaningún deseo de pagar con su vida por elcombustible de otro.

—Voy a buscar las armas —dijo.Bracko le arrojó una llave.—Despierta a los hombres. Si no

luchamos, moriremos.El tripulante partió hacia la cubierta

inferior, donde estaban las literas y elpañol de armas. En cuanto se marchó,entró en la cabina de mando otra figura.Un pasajero que respondía al extrañonombre de Amón Ta. Bracko y latripulación lo llamaban el Egipcio.

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Delgado y larguirucho, con ojoshundidos, cabeza afeitada y piel decolor caramelo, tenía poco que pudieraimpresionar a Bracko. De hecho, Brackose preguntaba por qué habían elegidouna escolta tan poco imponente paraacompañar lo que para él eran, sin duda,barriles de hachís o alguna otra droga.

—¿Por qué han oscurecido el barco?—preguntó sin rodeos Amón Ta—. ¿Porqué hemos cambiado de rumbo?

—¿No lo adivinas?Después de unos cálculos, el Egipcio

pareció entender. Sacó una pistola 9

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milímetros del cinto y, sosteniéndola conpoca firmeza, salió a la puerta, desdedonde contempló el oscuro vacío delmar.

—Detrás de nosotros —dijo Bracko.Mientras Bracko pronunciaba esas

palabras, la realidad lo desmintió.Desde cerca de la amura de babor,iluminaron el barco dos haces de luz:uno pintó el puente con brillo cegador yel otro alumbró la barandilla.

Se acercaban con gran rapidez dosbotes de goma. Instintivamente, Brackohizo girar el barco hacia ellos, pero de

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nada sirvió; se desviaron y volvieron,igualando rápidamente su rumbo yvelocidad.

Alguien lanzó hacia arriba unosarpeos, que se engancharon en los trescables metálicos que hacían debarandilla de seguridad. Segundos mástarde, dos grupos de hombres armadosempezaron a subir y a entrar en laTorino.

De los botes llegaba fuego decobertura.

—¡Agáchate! —gritó Bracko.Pero aunque una ráfaga de balas hizo

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añicos una ventana del puente y rebotóen la pared, el Egipcio no se puso acubierto. Lo que hizo fue deslizarse concalma detrás de la gruesa mampara,echar un vistazo fuera y hacer variosdisparos con la pistola que tenía en lamano.

Para sorpresa de Bracko, los disparosfueron mortales. Amón Ta había metidosendas balas en la cabeza de dosabordadores a pesar del cabeceo delbarco y del difícil ángulo. Su tercerdisparo apagó uno de los focos queapuntaban en su dirección.

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Después de disparar, el Egipcioretrocedió sin prisa y sin malgastarmovimientos mientras le respondía unafuriosa lluvia de fuego automático.

Bracko permaneció en cubiertaviendo el fuego enemigo tabletearalrededor de la caseta del timón. Unabala le rozó el brazo. Otra hizo añicosuna botella de sambuca que Brackoguardaba como un talismán. Bracko vioel líquido derramado en la cubiertacomo mal presagio. Se suponía que lostres granos de café que contenía labotella auguraban prosperidad, salud y

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felicidad, pero no se los veía por ningúnlado.

Enfadado, Bracko sacó su propiapistola de una funda sobaquera y sepreparó para luchar. Miró al Egipcio,que seguía de pie. Viendo la conducta yla infalible puntería del hombre, laopinión que Bracko tenía de él cambiócon rapidez. No sabía quién era deverdad ese egipcio, pero de repentecomprendió que estaba mirando alhombre más letal del barco.

Bueno, pensó, al menos lo tenemos denuestro lado.

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—Excelente disparo —gritó—. Quizáte he juzgado mal.

—Quizá yo quise que fuera así —dijoel Egipcio.

Resonaron más disparos en laoscuridad, esta vez hacia popa. Brackoreaccionó levantándose y disparando aciegas por la ventana rota.

—Malgasta su munición —dijo elEgipcio.

—Gano tiempo —replicó Bracko.—El tiempo los favorece a ellos —

sentenció el Egipcio—. Han abordado elbarco por lo menos una docena de

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hombres. Quizá más. Hay un tercer botede goma cerca de popa.

Un segundo intercambio de disparosen esa dirección confirmó lo que decíael Egipcio.

—Malas noticias —respondió Bracko—. El depósito de armas está en lacubierta inferior de popa. Si mishombres no consiguen llegar allí oregresar, nos superarán ampliamente ennúmero.

El Egipcio fue hasta la puerta delmamparo, la entreabrió y miró hacia elpasillo.

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—Parece que ya ha ocurrido eso.En el pasillo retumbaban unos pasos

torpes y Bracko se preparó para luchar,pero el Egipcio abrió la puerta para queentrara un hombre que llegaba cojeandoy sangrando.

—Han tomado la cubierta inferior —alcanzó a decir el tripulante.

—¿Y los rifles?El tripulante negó con la cabeza.—No pudimos llegar a donde están.El hombre se apretaba el estómago,

tapándose la herida de bala por donde le

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brotaba la sangre. Se derrumbó en elsuelo y quedó allí tumbado.

Se acercaba el grupo de abordaje,disparando a todo lo que se interponíaen su camino. Bracko abandonó el timóny trató de ayudar a su tripulante.

—Déjelo —dijo el Egipcio—.Necesitamos salir de aquí.

Bracko detestaba la situación, perovio que era demasiado tarde. Furioso ysediento de sangre, amartilló la pistola yse acercó a la escotilla. Estabapreparado para entrar en batalla ydisparar todos los tiros que fuera

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necesario sin medir las consecuencias,pero el Egipcio lo agarró de un brazo ylo detuvo.

—Suéltame —exigió.—¿Para que muera inútilmente?—Están asesinando a mi tripulación.

No dejaré que eso ocurra sin responder.—Su tripulación no vale nada —

respondió con frialdad Amón Ta—.Tenemos que llegar a mi cargamento.

Bracko estaba aturdido.—¿De veras crees que vas a salir de

aquí con tu hachís?—Esos barriles contienen algo mucho

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más potente —respondió el Egipcio—.Tan potente que puede salvar su barcode esos idiotas si llegamos allí a tiempo.Lléveme a donde están.

Mientras el Egipcio hablaba, notó enaquellos ojos una extraña intensidad.Quizá —solo quizá— no mentía.

—Acompáñame.Seguido por el Egipcio, Bracko trepó

por la ventanilla rota del puente y saltósobre el contenedor más cercano. Erauna caída de dos metros y aterrizógolpeándose con torpeza y lastimándoseuna rodilla.

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El Egipcio aterrizó detrás,agachándose de inmediato y volviendola cabeza.

—Tu cargamento está en la primerahilera de contenedores —explicóBracko—. Sígueme.

Echaron a correr, saltando de uncontenedor a otro. Al llegar a la filadelantera, Bracko se deslizó entre ellosy se dejó caer sobre la cubierta.

Acompañado por el Egipcio, seocultaron un instante entre las enormescajas metálicas. Para entonces, elapagado sonido de los disparos era

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mucho más esporádico: un tiro por aquí,otro por allí. La batalla estaba llegandoa su fin.

—Es este —dijo Bracko.—Ábralo —exigió el Egipcio.Bracko metió la llave maestra en el

candado y tiró con fuerza de la palancaque aseguraba la puerta. Apretó losdientes mientras las viejas bisagrassoltaban un chillido agudo.

—Entre —ordenó el Egipcio.Bracko se metió en el oscuro

contenedor y encendió una linterna demano. Uno de los tanques cilíndricos de

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propano ocupaba la mayor parte delespacio, pero contra la pared de enfrentese veían los barriles blancos que elEgipcio había subido a bordo.

Bracko llevó a Amón Ta hasta dondeestaban.

—Y ahora ¿qué? —preguntó.El Egipcio no respondió. Se limitó a

sacar la parte superior de uno de losbarriles y dejarla a un lado. Parasorpresa de Bracko, tras el borde delcontenedor brotó una niebla blanca queflotó hacia el suelo.

—¿Nitrógeno líquido? —preguntó,

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sintiendo un frío instantáneo en el aire—. ¿Qué demonios tienes ahí?

Amón Ta siguió sin prestarle atención,trabajando en silencio, sacando unabotella criogénicamente enfriada con unextraño símbolo en el costado. Mientrasmiraba el símbolo, comprendió queaquello debía de ser un gas nervioso oalgún tipo de arma biológica.

—Esto es lo que buscan —estallóBracko, abalanzándose sobre el Egipcioy aferrándolo—. No el propano o eldinero de protección. Te buscan a ti yese producto químico. ¡Tú tienes la

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culpa de que esos matones esténacabando con mi tripulación!

La reacción inicial había tomado porsorpresa al Egipcio, que rápidamente serecuperó. Se zafó de Bracko, le retorcióuno de los fornidos brazos y lo arrojó alsuelo.

Un instante después de caer, Brackosintió el peso del Egipcio sobre elpecho. Al levantar la mirada vio un parde ojos despiadados.

—Ya no te necesito —dijo el Egipcio.Un dolor agudo desgarró a Bracko

mientras se le hundía en el estómago una

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daga triangular. El Egipcio retorció lahoja, la sacó y se levantó.

Con un dolor atroz, el capitán tensó yaflojó la mano. Su cabeza cayó haciaatrás, contra el suelo metálico delcontenedor, mientras se apretaba elestómago y sentía que la sangre calientey oscura le empapaba la ropa.

Sería una muerte lenta y dolorosa.Una muerte que el Egipcio no teníanecesidad de acelerar mientraslimpiaba, tranquilo, la rechoncha hojatriangular de la daga y la guardaba en la

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funda, sacaba el teléfono por satélite ypulsaba un solo botón.

—Han interceptado nuestro barco —contó a alguien en el otro extremo de lalínea—. Todo indica que sondelincuentes.

Siguió una larga pausa y entonces elEgipcio negó con la cabeza.

—Son demasiados para combatirlos...Sí, ya sé que hay que hacerlo... LaNiebla Oscura no caerá en manosajenas. Dale recuerdos a Osiris. Te veréen la otra vida.

Cortó, fue hasta el otro extremo del

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tanque de propano y usó una llaveinglesa grande con forma de media lunapara abrir la válvula de seguridad. Seprodujo un fuerte silbido y empezó aescapar el gas.

A continuación, sacó una pequeñacarga explosiva de un bolsillo de lachaqueta, la sujetó a una pared deltanque y ajustó el temporizador. Hechoeso, regresó a la parte delantera delcontenedor, entreabrió un poco la tapa ysalió escurriéndose en la oscuridad.

Tendido en un charco de su propiasangre, Bracko sabía lo que le esperaba.

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A pesar de una muerte casi segura deuna u otra manera, decidió hacer todo loposible para impedir la explosión.

Giró sobre el cuerpo, soltando ungruñido de dolor. Consiguió arrastrarsehasta el borde del tanque, dejando unrastro de sangre. Trató de cerrar laválvula de seguridad usando la llave conforma de media luna, pero descubrió quele faltaban fuerzas para sostener confirmeza tan pesada herramienta.

La dejó caer al suelo y se arrastró condificultad, lanzando gritos de angustiacon cada movimiento. El olor del

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propano era nauseabundo y el dolor deestómago parecía un fuego interior. Leempezaba a fallar la vista. Encontró lacarga explosiva, pero casi no veía losbotones de la esfera del temporizador.Tiró de ella y logró arrancarla en elmomento en el que se abrían las puertasdel contenedor.

Bracko volvió la cabeza. Entraroncorriendo un par de hombres,apuntándole con las armas. Al acercarsele vieron el temporizador en la mano.

Marcaba cero, y le explotó entre losdedos prendiendo fuego al propano. El

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contenedor estalló con un brillantefogonazo blanco.

La fuerza de la explosión desplazó lafila delantera de contenedores, querodaron y cayeron al mar.

Bracko y los dos hombres de laorganización criminal fueronvaporizados por el fogonazo, pero suintervención había frustrado el plan delEgipcio. Arrancada de la gruesa paredde acero del tanque de propano, la cargano tuvo fuerza suficiente para perforar elcilindro. Sí provocó una explosióninstantánea y un virulento incendio

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alimentado por el propano que seguíaescapando por la válvula abierta.

La lengua de fuego salía directamentedel tanque y cortaba todo lo que tocabacomo un soplete. Con los movimientosdel tanque, la punta de la llama fuebajando hacia la cubierta.

Mientras los criminalessupervivientes huían, la cubierta deacero empezó a ablandarse y a cederdebajo del tanque. A los pocos minutosla cubierta se había debilitado tanto quefue parcialmente atravesada por elpesado cilindro. El tanque había

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quedado torcido y la llamarada se habíadesviado hacia el lado. Ahora ya soloera cuestión de tiempo.

Durante veinte minutos el barco enllamas siguió hacia el oeste, una bola defuego visible a millas de distancia. Pocoantes del amanecer encalló en unarrecife. Estaba a solo media milla de lacosta de Lampedusa.

Los más madrugadores de la islasalieron a ver el incendio y a sacarfotos. Mientras contemplaban cómo serompían los tanques de propano, quincemil galones de combustible a presión

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volaron en una explosión cegadora queiluminó el horizonte, que brilló más queel sol naciente.

Cuando se apagó el fogonazo, la proade la motonave Torino habíadesaparecido y el casco se había abiertocomo si fuera una lata. Por encima, unaoscura nube avanzaba hacia la isla,flotando en la brisa como una lluvia quenunca llegaba al suelo.

Las aves marinas empezaron a caerdel cielo, chapoteando ligeramente ychocando contra la arena con golpessordos.

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Los hombres y las mujeres que habíansalido a mirar el espectáculo corrieron aprotegerse, pero los alargadostentáculos de la niebla flotante prontoles dieron alcance, y cayeron,estrellándose contra el suelo con lamisma rapidez que las gaviotas caíandel cielo.

Empujada por el viento, la NieblaNegra barrió la isla y siguió hacia eloeste. A su paso solo quedó silencio yun paisaje sembrado de cuerpos inertes.

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Mar Mediterráneo, 17 millas al sudestede la islade Lampedusa

Una figura oscura flotaba hacia el lechomarino en un descenso relajado ycontrolado. Visto desde abajo, el

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submarinista, más que un hombreparecía un mensajero que descendía delos cielos. Realzaban su forma unostanques gemelos de buceador, unvoluminoso arnés y, sujeta a la espalda,una unidad de propulsión con unas alascortas y regordetas. Completaba laimagen una aureola luminosa producidapor dos luces montadas en los hombrosque proyectaban haces amarillos en laoscuridad.

Al llegar a cien pies de profundidad,cerca del lecho marino, vio confacilidad un círculo luminoso en el

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fondo. En el centro, un grupo debuceadores vestidos de naranjaexcavaban un hallazgo que contribuiría ala épica de las guerras púnicas entreCartago y Roma.

Tocó fondo a unos cincuenta pies dela zona de trabajo iluminada y pulsó elinterruptor del intercomunicador quellevaba en el brazo derecho.

—Soy Austin —dijo al micrófonoinstalado en el casco—. Estoy en elfondo y voy hacia la excavación.

—Recibido —respondió en su oído

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una voz ligeramente distorsionada—.Zavala y Woodson esperan tu llegada.

Kurt Austin encendió la unidad depropulsión, se elevó con suavidad delfondo del mar y avanzó hacia laexcavación. Aunque la mayoría de losbuceadores llevaban trajes secosestándares, Kurt y otros dos estabanprobando los nuevos trajes rígidos,mejorados, que mantenían una presiónconstante y permitían sumergirse y salira la superficie sin necesidad de hacerparadas de descompresión.

Hasta el momento, a Kurt le había

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resultado cómodo y fácil de usar. No erade extrañar que fuera también un pocovoluminoso. Al llegar a la zonailuminada, Kurt pasó junto a un trípodesobre el que había montado un reflectorsubmarino. Alrededor del perímetro dela zona de trabajo se veían lucessimilares, conectadas por cables aturbinas parecidas a molinos de vientoamontonadas a poca distancia.

El flujo del agua movía las palas delas turbinas que generaban electricidad yalimentaban las luces, lo que permitíaexcavar a una velocidad muy superior.

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Kurt siguió avanzando, pasó porencima de la popa del viejo naufragio ydescendió por el otro lado.

—Mira quién aparece finalmente —dijo una voz amiga por elintercomunicador del casco.

—Ya me conoces —respondió Kurt—. Espero hasta que todo el trabajoduro está hecho y entonces me presentopara recibir los aplausos.

El otro submarinista soltó unacarcajada. Nada más lejos de la verdad.Kurt era el primero en llegar y el últimoen irse, uno de esos que por pura

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terquedad se quedan trabajando en unproyecto condenado al fracaso hastaresucitarlo o agotar literalmente todaslas posibilidades de repararlo.

—¿Dónde está Zavala? —preguntóKurt.

El otro buceador señaló hacia unlugar alejado, casi en la oscuridad.

—Insiste en que tiene algo importanteque mostrarte. Quizá encontró una viejabotella de ginebra.

Kurt asintió, accionó el propulsor yfue hasta donde Joe Zavala trabajabacon otra buceadora, llamada Michelle

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Woodson. La pareja había estadoexcavando una zona alrededor de laproa del barco hundido, y habíacolocado unos escudos de plásticorígido para que la arena y el sedimentono volvieran a ocupar el sitio de lo quehabían quitado.

Kurt vio que Joe apenas seenderezaba, y entonces oyó por elsistema de intercomunicación eldespreocupado tono de voz de su amigo.

—Más vale hacer como que estamosocupados —dijo Joe—. El jefe havenido a visitarnos.

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Técnicamente, eso era verdad. Kurtera el director de Proyectos Especialesde la Agencia Nacional de ActividadesSubacuáticas, una rama algo peculiar delgobierno federal dedicada a losmisterios del océano, pero Kurt noactuaba como el típico jefe. Prefería elenfoque de equipo, al menos hasta quehabía que tomar decisiones difíciles.Las tomaba en solitario. En esoconsistía, para él, la responsabilidad deun líder.

Joe Zavala, por su parte, era menosempleado de Kurt que compañero de

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fechorías. Llevaban años metiéndose ysaliendo de aprietos. Solo en el últimoaño, habían participado en eldescubrimiento del Waratah, un barcoque desapareció y se creyó hundido en1909; habían quedado atrapados en untúnel construido para una invasión pordebajo de la Zona Desmilitarizada entreCorea del Norte y Corea del Sur; yhabían abortado una operación mundialde falsificación de moneda tansofisticada que no utilizaba imprentassino exclusivamente ordenadores.

Después de esas aventuras, los dos

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necesitaban unas vacaciones. Unaexpedición para buscar reliquias en elfondo del Mediterráneo parecía elremedio adecuado.

—He oído que estáis aflojando elritmo de trabajo —bromeó Kurt—. Hevenido a poner fin a esa situación y arecortar los sueldos.

Joe soltó una carcajada.—Supongo que no despedirás a un

hombre que está a punto de pagar unaapuesta.

—¿Tú? ¿Pagar? Eso será el día quelas ranas críen pelo.

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Joe señaló el costillar del viejobarco.

—¿Qué me dijiste cuando vimos porprimera vez las imágenes del sonar deprofundidad?

—Yo dije que eran los restos de unbarco cartaginés —recordó Kurt—. Y túapostaste a que era una galera romana,lo que, para mi gran consternación,resultó ser cierto a juzgar por todos losartefactos que hemos recuperado.

—Pero ¿qué pasaría si yo solo tuvierala mitad de la razón?

—Entonces yo diría que has acertado

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más de lo normal.Joe soltó otra carcajada y se volvió

hacia Michelle.—Muéstrale lo que hemos

encontrado.Michelle llamó por señas a Kurt y

dirigió la luz hacia la zona excavada.Allí, un objeto largo y puntiagudo, arietede proa de la galera romana, estabaclaramente incrustado en otro tipo demadera. En la arena, donde ella y Joehabían excavado, se veía el casco rotode un segundo barco.

—¿Qué es eso? —preguntó Kurt.

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—Eso, amigo mío, es un corvus —dijo Joe.

Esa palabra significaba «cuervo», yla vieja punta de hierro se parecía tantoal afilado pico de un pájaro que a Kurtno le costó imaginar de dónde venía elnombre.

—En caso de que hayas olvidado tusconocimientos de historia —prosiguióJoe—, los romanos eran malosmarineros. Los superaban, con mucho,los cartagineses. Pero eran mejoressoldados, y descubrieron una manera deconvertir eso en ventaja: embistiendo a

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los enemigos estrellando este pico dehierro contra el casco del otro barco yusando un puente colgante paraabordarlo. Con esa táctica, convertíancada enfrentamiento naval en una batallacuerpo a cuerpo.

—¿Así que hay aquí dos barcos?Joe asintió con la cabeza.—Un trirreme romano y un barco

cartaginés, unidos todavía por el corvus.Es una escena bélica de hace dos milaños congelada en el tiempo.

Kurt contempló con asombro eldescubrimiento.

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—¿Por qué se hundieron así?—La presión del choque quizá quebró

los cascos —aventuró Joe—. Losromanos no habrían podido soltar elcorvus mientras los barcos se hundían.Se fueron del brazo al fondo del mar,unidos para toda la eternidad.

—Eso significa que los dos tenemosrazón —dijo Kurt—. Supongo quedespués de todo no me vas a pagar esedólar.

—¿Un dólar? —La pregunta fue deMichelle—. ¿Habéis pasado todo un

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mes hablando del tema por un míserodólar?

—Tiene más que ver con el derecho ala jactancia —contestó Kurt.

—Además, me sigue descontandodinero del sueldo —se quejó Joe—. Asíque eso es todo lo que pude apostar.

—Los dos sois incorregibles —dijoMichelle.

Kurt hubiera concordadoorgullosamente con esa afirmación, perono tuvo la oportunidad de hacerlo,porque por el sistema de

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intercomunicación se oyó otra voz quelo interrumpió.

La lectura de la pantalla montada enel casco le confirmó que la transmisiónvenía del Sea Dragon, que esperaba enla superficie. El pequeño icono de uncandado con su nombre y el de Joe allado le indicó que la llamada solo ibadirigida a ellos.

—Kurt, soy Gary —dijo la voz—.¿Tú y Zavala me oís bien?

Gary Reynolds era el capitán del SeaDragon.

—Alto y claro —replicó Kurt—. Veo

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que nos hablas por un canal privado.¿Ocurre algo?

—Me temo que sí. Hemos recibidouna llamada de socorro. Y no sé biencómo responder.

—¿Por qué? —preguntó Kurt.—Porque no viene de un barco —dijo

Reynolds—. Viene de Lampedusa.—¿De la isla?Lampedusa era una pequeña isla con

una población de cinco mil habitantes.Territorio italiano, pero en realidad máscerca de Libia que del extremo sur deSicilia. El Sea Dragon había atracado

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allí una noche por semana para recogersuministros y para recargar combustibleantes de regresar y situarse de nuevoencima del naufragio. En ese mismomomento había cinco miembros de laNUMA en tierra, ocupándose de lalogística y catalogando los artefactosrecuperados en la excavación.

Joe hizo la pregunta obvia:—¿Por qué podría alguien sentir en la

isla la necesidad de transmitir unallamada de socorro por un canal naval?

—Ni idea —contestó Reynolds—.Los chicos de la sala de radio tuvieron

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suficiente rapidez mental para encenderla grabadora cuando se dieron cuenta delo que oían. Hemos escuchado variasveces la grabación, que es un pococonfusa, pero no deja dudas de queviene de Lampedusa.

—¿Podemos escucharla?—Pensé que no lo pedirías nunca —

dijo Reynolds—. Espera un momento.Al cabo de unos segundos se oyó un

zumbido de interferencia y un poco deacople antes de que sonara una voz. Kurtno entendió la primera docena depalabras, pero la señal mejoró y la voz

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adquirió una mayor nitidez. Era una vozde mujer. Una mujer que sonabatranquila pero que, al mismo tiempo,transmitía una necesidad urgente.

Habló en italiano durante veintesegundos y después cambió al inglés.

—... Repito, soy la doctora RenataAmbrosini... Nos han atacado... Estamosahora atrapados en el hospital...Necesitamos ayuda urgente... Estamosencerrados herméticamente y se nosacaba el oxígeno. Por favor, respondan...

Siguieron unos segundos de

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interferencias y después se repitió elmensaje.

—¿Están saturadas las frecuencias deemergencia? —preguntó Joe.

—Para nada —respondió Reynolds—. Pero como medida de precauciónpor si acaso llamé al equipo delogística. Nadie coge el teléfono.

—Qué raro —dijo Joe—. Se suponeque siempre hay alguien supervisando laradio mientras estamos aquí.

Kurt estuvo de acuerdo.—Llama a algún otro sitio —sugirió

—. Hay un puesto de la guardia costera

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italiana en el puerto. A ver si lograsdespertar al comandante.

—Ya lo intenté —dijo Reynolds—.También probé con el teléfono porsatélite, por si acaso algo afectaba lasradios. De hecho, marqué todos losnúmeros de Lampedusa que logréencontrar, incluido el de la comisaríalocal y el del garito donde pedimospizza la primera noche que atracamosallí. Nadie contesta. No quiero pareceralarmista, pero por algún motivo la islaha quedado incomunicada.

Kurt no se caracterizaba por sacar

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conclusiones precipitadas, pero la mujerhabía usado la palabra atacar.

—Comunícate con las autoridades dePalermo —dijo—. Una llamada deemergencia es una llamada deemergencia, aunque no provenga de unbarco. Diles que vamos a ver quépodemos hacer para ayudar.

—Supuse que querrías hacer eso —dijo Reynolds—. Consulté las tablas debuceo. Joe y Michelle pueden salir a lasuperficie contigo. Todos los demástendrán que ir en el tanque.

Eso era lo que esperaba Kurt.

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Comunicó la noticia al resto del equipo.Todos dejaron rápidamente lasherramientas, apagaron las luces einiciaron el lentísimo ascenso hasta eltanque de descompresión, arriadomediante cables y llevado después a lasuperficie en condiciones seguras depresurización.

Kurt, Joe y Michelle habían llegado ala superficie con los trajes rígidospropulsados y Kurt se estaba quitando elequipo cuando Reynolds les dio másmalas noticias. Nadie respondía enLampedusa. Como tampoco respondía

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ningún destacamento militar o deguardacostas en un radio de cien millasalrededor de la isla.

—Están cargando combustible en unpar de helicópteros en Sicilia, pero nodespegarán hasta por lo menos dentro detreinta minutos. Y una vez en el airetienen una hora de viaje desde Sicilia.

—Para entonces podríamos estar enla playa, terminando el postre ypidiendo una copa —dijo Joe.

—Por eso nos piden que echemos unvistazo —explicó Reynolds—. Alparecer, somos lo que más se parece a

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un ente gubernamental oficial en la zona.Aunque nuestro gobierno esté en el otrolado del Atlántico.

—Muy bien —dijo Kurt—. Por unavez, no tenemos que pedir permiso oignorar ninguna advertencia de que nonos metamos en algún lío.

—Yo señalaré el camino —propusoReynolds.

Kurt asintió.—No perdamos tiempo.

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Al acercarse el Sea Dragon aLampedusa, el primer indicio deproblemas fue una cortina de humonegro y oleaginoso sobre la isla. Kurtobservó aquello con unos prismáticos degran potencia.

—¿Qué ves? —preguntó Joe.

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—Un barco de algún tipo —dijo Kurt—. Fondeado cerca de la costa.

—¿Un petrolero?—No sabría decirte —contestó Kurt

—. Demasiado humo. Solo veo metalesquemados y retorcidos. —Se volvióhacia Reynolds—. Acerquémonos yechemos un vistazo.

El Sea Dragon cambió de rumbo y elhumo que los cubría se volvió másespeso y más oscuro.

—El viento está arrastrando ese humosobre la isla —señaló Joe.

—Me gustaría saber qué transportaba

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el barco —dijo Kurt—. Si fuera algotóxico...

No tuvo que terminar la frase.—Esa médica dijo que estaba

atrapada y quedándose sin oxígeno —añadió Joe—. Imaginé que el hospital sele había caído encima después de unaexplosión o un terremoto, pero supongoque lo que quería decir era que se estabaprotegiendo del humo.

Kurt volvió a mirar con losprismáticos. Era como si hubieranabierto la parte delantera del barco conun abrelatas gigantesco; de hecho,

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parecía que la mitad de la nave habíadesaparecido. El hollín ennegrecía elresto del casco.

—Debe de estar encallado en elarrecife —dijo Kurt—. De lo contrario,se habría hundido. No veo ningúnhombre. Que alguien llame a Palermo yles diga lo que hemos encontrado. Sipueden determinar qué barco es, quizálogren saber qué transportaba.

—Ya lo hago —dijo Reynolds.—Y tú, Gary —añadió Kurt, bajando

los prismáticos—. Sigue llevándonos acontra viento.

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Reynolds asintió.—No tienes que pedírmelo dos veces.Ajustó el rumbo y redujo la velocidad

mientras esperaban noticias. Cuandollegaron a quinientos metros delcarguero, un tripulante gritó desde lacubierta de proa.

—¡Mirad esto! —exclamó.Reynolds dejó de acelerar y el Sea

Dragon se detuvo mientras Kurt salía acubierta, donde encontró al tripulanteseñalando media docena de objetos queflotaban en el agua. Tenían unos cinco

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metros de largo, forma parecida a la deun torpedo y eran de color gris carbón.

—Ballenas piloto —dijo el tripulanteal reconocer la especie—. Cuatroadultos. Dos crías.

—Y flotando al revés —comentóKurt. En realidad, las ballenas flotabande lado, rodeadas de algas, pecesmuertos y calamares—. Lo que ocurrióen la isla también está afectando al agua.

—Tiene que ser ese carguero —dijoalguien.

Kurt pensaba lo mismo, pero no dijonada. Estaba ocupado estudiando el

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grupo de seres marinos sin vida queflotaba allí delante. Oía a Joe hablandocon las autoridades italianas por radio,informando de su último descubrimiento.Notó que no todos los calamares estabanmuertos. Unos se aferraban a otros,rodeándose con los cortos tentáculos enun abrazo espasmódico.

—Quizá deberíamos marcharnos —sugirió el tripulante, tapándose la nariz yla boca con la parte superior de lacamisa, como si eso pudiera detener elveneno que posiblemente flotaba en elaire.

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Kurt sabía que allí estaban segurosporque se encontraban a un cuarto demilla por barlovento del carguero y nose sentía ningún olor a humo. De nuevotenía que pensar en la seguridad de latripulación. Fue a la cabina.

—Avancemos otra milla —dijo—. Yvigila el humo. Si cambia el viento,tendremos que irnos antes de que nosalcance.

Reynolds dijo que sí con la cabeza,pisó el acelerador e hizo girar el timón.Mientras la velocidad del barco

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aumentaba, Joe dejó el micrófono de laradio en el soporte.

—¿Qué noticias hay?—Les conté lo que habíamos

encontrado —dijo Joe—. Según losdatos recogidos anoche por el sistemade identificación automática, creen queel carguero es la motonave Torino.

—¿Qué transporta?—Sobre todo componentes mecánicos

y tejidos. Nada peligroso.—Tejidos un cuerno —dijo Kurt—.

¿Cuánto tiempo se calcula que tardaránen llegar los helicópteros?

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—Dos horas, quizá tres.—¿Qué pasó con la información de

que despegarían en treinta minutos?—Despegaron —dijo Joe—. Pero al

oír nuestro informe regresaron a Siciliapara repostar mientras reunían unatripulación especializada en materialespeligrosos.

—No me extraña —dijo Kurt.Sin embargo, no podía dejar de

pensar en la médica que se habíacomunicado con ellos por radio y en losmiembros del equipo de la NUMA queseguían sin responder las llamadas, por

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no hablar de los otros cinco milhombres, mujeres y niños que vivían enLampedusa. Tomó una decisión rápida.La única decisión que le permitía laconciencia.

—Preparemos la zódiac. Voy a buscara nuestros amigos.

Reynolds oyó esas palabras y seapresuró a responder.

—¿Te has vuelto loco?—Es posible —dijo Kurt—. Pero si

me quedo esperando tres horas parasaber si los nuestros están vivos omuertos, no hay duda de que terminaré

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perdiendo la chaveta. Sobre todo siresulta que podríamos haberlos ayudadopero preferimos quedarnos de brazoscruzados.

—Yo te acompaño —dijo Joe.Reynolds les lanzó una mirada severa.—¿Y qué pensáis hacer para que lo

que aparentemente afectó al resto de lapoblación de esa isla no os mate?

—Tenemos cascos integrales y muchooxígeno puro. Si los usamos, no habráningún problema.

—Algunas toxinas nerviosas

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reaccionan con la piel —señalóReynolds.

—Tenemos trajes secos impermeables—respondió Kurt—. Con eso nodeberíamos tener problemas.

—Y podemos llevar guantes y cerrarcon cinta todos los huecos —añadió Joe.

—¿Con cinta adhesiva? —preguntóReynolds—. ¿Vais a jugaros la vida a laintegridad de una cinta adhesiva?

—No sería la primera vez —admitióJoe—. En una ocasión yo la usé parapegar el ala de un avión. Aunque no dioel resultado que esperábamos.

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—Esto es serio —dijo Reynolds,desconcertado ante lo que aquellos dosparecían dispuestos a hacer—. Esarriesgar la vida en vano. No haysiquiera motivos para pensar que quedaalguien vivo en esa isla.

—No es verdad —negó Kurt—. Yotengo dos motivos. Primero, recibimosesa llamada de radio, obviamente hechadespués de lo que sucedió. Esa médica yvarias personas más estaban con vida, oal menos lo estaban en ese momento.Nada menos que en un hospital. Según elmensaje, estaban herméticamente

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encerradas, supongo que para evitar queentrara esa toxina. Quizá otros tomaronlas mismas medidas. Incluidos nuestroscompañeros. Además, algunos de esoscalamares no han muerto. Andan por ahíchapaleando, aferrándose unos a otros ymoviéndose lo suficiente como para queme dé cuenta de que no están preparadospara asarse en una barbacoa.

—No son argumentos muyconvincentes —dijo Reynolds.

Lo eran para Kurt.—No me voy a quedar aquí

esperando a descubrir que allí había

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gente que podríamos haber ayudado sihubiéramos ido antes.

Reynolds negó con la cabeza. Sabíaque no iba a ganar esa discusión.

—Muy bien. De acuerdo —dijo—.Pero ¿qué se supone que debemos hacernosotros mientras tanto?

—Estar atentos a la radio y vigilar lospelícanos de aquella boya —respondióKurt, señalando un trío de aves blancasencaramadas a la baliza del canal—. Siempiezan a morir y a caer al mar, pegala vuelta y huye de aquí lo más rápidoposible.

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A pocas millas de distancia, una figurapensativa descansaba en una pequeñazódiac que había robado en el carguerosiniestrado. Amón Ta había huido delbarco por la popa y se había llevado unaradio que la tripulación del carguerosolía usar para inspeccionar el casco.

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Estaba a no más de treinta metros delbarco cuando ocurrió la explosión.Demasiado cerca. Tendría que haberlomatado la onda expansiva, o al menoshaberlo incinerado por completo, peroel ruido sordo de la explosión solo lohabía sobresaltado. El estallido no habíaarrasado con el buque tal comoesperaba.

Algo había fallado. El instinto le dijoque tenía que abordar de nuevo laembarcación pero, a pesar de laexplosión inicial, el carguero seguíafuncionando a toda máquina y el

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pequeño bote del que se habíaapropiado era demasiado lento paradarle alcance.

Poco más pudo hacer que mirar elbarco seguir su marcha hasta encallar yfinalmente explotar como pretendía.

Con todo, las cosas habían salido muybien. En vez de destruir el sueroenfriado criogénicamente, el fuego y laexplosión lo habían atomizado, creandouna niebla mortífera tan eficaz comocualquier gas nervioso. Miró, impotente,mientras la niebla se extendía hacia eloeste envolviendo la isla. Su intento de

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ocultar lo que él y sus superioresestaban haciendo había sido ahoratransmitido a todo el mundo.

Como para demostrarlo, había oídouna llamada de auxilio por la radio delbote. De una médica atrapada con variospacientes en el hospital principal de laisla. Con claridad, la había oído relatarhaber visto una nube de gas antes deponerse en cuarentena con variaspersonas más.

Tomó una decisión irrevocable. Por siacaso la médica estuviera todavía viva,

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debía eliminarla y con ella todas laspruebas que pudiera haber recogido.

Metió la mano en el bolsillo, sacó unaaguja hipodérmica envasada y arrancó latapa con los dientes. Después de darleun rápido golpe con el dedo paraasegurarse de que no había burbujas enla jeringa, se la clavó en una pierna yapretó el émbolo, inyectándose unantídoto. Una sensación de frío lerecorrió el cuerpo junto con la medicina,y por un momento sintió un hormigueo enlas manos y los pies.

Cuando se le pasó esta sensación,

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puso de nuevo en marcha el motor de lazódiac y arrancó hacia la isla, siguiendola costa hasta encontrar un sitio segurodonde desembarcar.

Sin demora, echó a andar a pasoligero por una playa vacía y despuéssubió por una escalera tallada en la rocahasta un estrecho camino que había en lacima.

El hospital quedaba a tres kilómetrosde distancia. Y no lejos de allí estaba elaeropuerto. Buscaría a la médica, lamataría a ella y a los demássupervivientes y después iría al

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aeropuerto, donde podría robar unpequeño avión y partir hacia Túnez,Libia o incluso Egipto, y nunca nadie seenteraría de que había estado allí.

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—No es exactamente lo que yollamaría ropa informal de complejoturístico —dijo Joe.

Estar enfundado en un equipocompleto de buceo, sentado en un botebajo el sol ardiente, no solo eraincómodo y complicado sino

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verdaderamente claustrofóbico. Nisiquiera podían sentir la brisa a travésde las densas capas de los trajes.

—Pero al menos no nos asfixian losgases venenosos —añadió Kurt.

Joe asintió y mantuvo el rumbo delpequeño bote hacia la orilla.

Después de pasar por delante de laescollera avanzaron hacia el pintorescopuerto de Lampedusa, dondecabeceaban, ancladas, docenas depequeñas embarcaciones.

—No se ve a nadie en cubierta —dijoJoe.

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Kurt miró hacia las calles y losedificios que bordeaban el puerto.

—La primera parece desierta —sentenció—. No hay nada de tráfico. Nisiquiera un peatón.

Lampedusa no tenía más de cinco milhabitantes, pero según la experiencia deKurt la mitad de ellos parecía estarsiempre en la calle principal a la mismahora, sobre todo cuando necesitaballegar a alguna parte. Motos y cochespequeños zumbaban en todasdirecciones y camionetas de reparto selanzaban atravesando el bullicio con ese

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arrojo tan italiano que hacía pensar quela mitad de los autóctonos podríancompetir como pilotos de Fórmula 1.

Ver la isla tan tranquila le produjo unescalofrío.

—Gira hacia la derecha —dijo—.Alrededor de ese velero. Podemostomar un atajo hasta el puesto deoperaciones.

—¿Atajo?—Hay un camino privado que nos

deja mucho más cerca de nuestroedificio que el muelle principal —afirmó Kurt—. He pescado desde allí

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algunas veces. Nos ahorrará una largacaminata.

Joe cambió de rumbo y pasaron juntoal velero por el lado de babor. Se veíandos figuras desplomadas en cubierta. Laprimera era un hombre que al parecer sehabía caído con un brazo enredado en elcordaje. La segunda era una mujer.

—Quizá tendríamos que...—No podemos hacer nada por ellos

—concluyó Kurt—. Sigamos.Joe no respondió, pero mantuvo el

rumbo del bote y pronto amarraron en el

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pequeño muelle del que Kurt habíahablado.

—Me parece que no tendremos quepreocuparnos de que alguien nos robe laembarcación.

Subieron a tierra con los voluminosostrajes y pronto llegaron a la calle que seextendía por la parte superior delmuelle. Había allí más cuerpos, incluidauna pareja de mediana edad con un niñopequeño y un perro atado a una correa.La acera, debajo de un par de árboles,estaba sembrada de pájaros muertos.

Kurt pasó junto a los pájaros y se

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arrodilló un instante para examinar a lapareja. Fuera de los moretones y losrasguños producidos por la caída, notenían señales de hemorragia o detraumatismos.

—Es como si hubieran caído degolpe. Algo les sucedió sin previoaviso.

—Lo que atacó a estas personas,fuera lo que fuese, lo hizo de manerarepentina —dijo Joe.

Kurt levantó la mirada, se orientó yseñaló hacia la calle siguiente.

—Por aquí.

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Él y Joe caminaron un par de calleshasta llegar al pequeño edificio que laNUMA usaba como centro logístico. Laparte delantera era un garaje, ocupadoahora por los equipos y sembrado deobjetos recuperados del barco romanohundido. Detrás había cuatrohabitaciones pequeñas destinadas aoficinas y dormitorios.

—Cerrada —dijo Joe, moviendo elpicaporte.

Kurt dio un paso atrás y despuésarremetió y golpeó con la bota la puertade madera. El golpe fue suficientemente

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fuerte para astillar la madera y echar lapuerta abajo.

Joe se metió por la abertura.—¿Larisa? —gritó—. ¿Cody?Kurt también gritó, aunque se

preguntó cuánto sonido podría salir delcasco. Parecía que casi todo el volumenle quedaba resonando en los oídos.

—Miremos en las habitacionestraseras —dijo Kurt—. Si alguien se diocuenta de que era un vapor químico, lamejor defensa sería sellar la habitaciónmás interior y refugiarse allí.

Arrastrando los pies, fueron hasta la

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parte trasera del edificio. Kurt entró enuna habitación y la encontró vacía. Joeabrió la puerta de la habitación deenfrente y encontró algo distinto.

—Aquí.Kurt salió de la habitación vacía y fue

hasta donde estaba Joe. Boca abajo,sobre una mesa, yacían cuatro de loscinco miembros del equipo. Parecíacomo si cuando sufrieron el ataqueestuvieran estudiando un mapa. En unsillón cercano, desplomado como sisimplemente se hubiera quedadodormido, estaba Cody Williams, el

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experto en antigüedades romanas quedirigía la investigación.

—La reunión matutina —dijo Kurt.—Comprueba si presentan signos

vitales.—Kurt, no están...—Compruébalo de todos modos —

respondió Kurt en todo severo—.Tenemos que asegurarnos.

Joe revisó el grupo de la mesamientras Kurt se ocupaba de Cody,levantándolo del sillón y tendiéndolo enel suelo. Era un peso muerto, un muñecode trapo.

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Lo sacudió, pero no obtuvo ningunareacción.

—No le siento el pulso —dijo Joe—.Tampoco era de esperar con estosguantes.

Joe empezó a quitarse uno.—No —dijo Kurt.Joe obedeció, y Kurt sacó un cuchillo

y puso el borde plano de la hoja contralas ventanas de la nariz de Cody.

—Nada —dijo—. No haycondensación. No respiran.

Apartó el cuchillo y apoyó consuavidad la cabeza de Cody en el suelo.

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—¿Qué demonios llevaría elcarguero? —murmuró en voz alta—. Noconozco nada que pueda hacer esto atoda una isla. Salvo, quizá, gasesnerviosos de uso militar.

Joe estaba tan desconcertado como él.—Y si fueras un terrorista y tuvieras

un arsenal de gas nervioso mortífero,¿por qué diablos habrías de usarlo aquí?Esto no es más que una mancha en elmapa en el medio del mar. Aquí lo únicoque hay son turistas, pescadores ybuceadores.

Kurt volvió a mirar a los miembros

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caídos del equipo.—No tengo ni idea. Pero ya te digo

que vamos a buscar a las personas quehicieron esto. Y cuando las encontremos,van a desear no haber oído nunca hablarde este sitio.

Joe reconoció el tono de voz de suamigo. Era lo opuesto de la actitudamable y tranquila que Kurt solíatransmitir. Era, en cierto modo, el ladooscuro de su personalidad. En otraspalabras, era una respuestaestadounidense típica: «No me pises. Ysi lo haces, ay de ti».

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A veces Joe trataba de contener aKurt cuando se ponía así, pero en esemomento sentía exactamente lo mismo.

—Llama al Sea Dragon —ordenó—.Cuéntales lo que hemos encontrado. Voya buscar un juego de llaves. Tenemosque llegar a ese hospital y se me hanquitado las ganas de caminar.

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El motor V-8 del jeep arrancó con unrugido, rompiendo el silencio queinundaba la isla.

Kurt pisó el acelerador varias veces,como si el estruendo pudiera romper elhechizo que afectaba a quienes losrodeaban.

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Metió primera y arrancó mientras Joeconsultaba el mapa. Fue un viaje cortopero entorpecido por docenas de cochesestrellados con radiadores humeantesjunto a motociclistas desparramados. Encada cruce había un accidente múltiple ylas aceras estaban cubiertas de peatonescaídos.

—Parece el fin del mundo —sentenció Joe en tono grave—. Unaciudad de muertos.

Cerca de la entrada del hospital lacalle estaba bloqueada por otro choquemúltiple, en el que había volcado y se

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había derramado la carga un camión.Para esquivarlo, Kurt subió a la acera yatravesó un jardín de rocalla hasta lapuerta principal.

—Tiene aspecto moderno el hospital—dijo Joe mirando la estructura de seisplantas.

—Por lo que recuerdo, lo renovaron ylo ampliaron para atender a losrefugiados que llegan en botes de Libiay de Túnez.

Kurt apagó el motor, y al bajar deljeep se detuvo porque algo le llamó laatención.

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—¿Qué pasa? —preguntó Joe.Kurt miró hacia el lado de donde

acababan de llegar.—Me pareció ver que algo se movía.—¿Qué clase de «algo»?—No estoy seguro. Junto a los

coches.Kurt se quedó mirando un largo rato,

pero no apareció nada.—¿Vamos a comprobarlo?Kurt negó con la cabeza.—No es nada. Solo un reflejo en mi

careta protectora.—Podría ser un zombi.

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—En ese caso no tendrás problemas—aseguró Kurt—. Por lo que sé, solocomen cerebros.

—Muy divertido —dijo Joe—. Laverdad es que si alguien ha sobrevividoy nos ve vestidos así, se lo va a pensardos veces antes de venir a presentarse.

—Lo más probable es que esté viendovisiones —respondió Kurt—. Vamos.Entremos.

Al acercarse, las puertas automáticasse abrieron con un chasquido. En la salade espera encontraron una docena decuerpos, la mitad desplomados en sillas.

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Junto a la recepción había una enfermeraen el suelo.

—Algo me dice que no hace faltaregistrar nuestra entrada —dijo Joe.

—Podemos no hacerlo —añadió Kurt—, pero he consumido la tercera partede un tanque de oxígeno. Tú estarás enla misma situación. Este sitio es muygrande y no me parece convenienteandar recorriendo las salas y mirando encada habitación.

Encontró una guía, la abrió y buscóentre los nombres. Ambrosini estaba enla primera página, curiosamente escrito

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a mano, cuando todos los demás estabanmecanografiados.

—Debe de ser nueva —dijo Kurt—.Por desgracia, no figura ningún piso ninúmero de oficina.

—¿Qué te parece si usamos esto? —sugirió Joe mostrando un micrófono queparecía estar conectado a un sistema demegafonía—. Quizá responda.

—Perfecto.Joe activó el sistema y, moviendo un

interruptor que decía Llamada general,lo preparó para que pudierancomunicarse con todo el hospital; y

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entregó el micrófono a Kurt, que loacercó a la placa frontal del casco ytrató de hablar con la mayor claridadposible.

—Doctora Ambrosini o quien hayasobrevivido en el hospital, me llamoKurt Austin. Recibimos su llamada deauxilio. Si oye el mensaje —estuvo apunto de decir «descuelgue el teléfonoblanco»—, por favor comuníquese conrecepción. Estamos intentando dar conusted, pero no sabemos dónde buscarla.

El mensaje se emitió por megafonía,no muy claro pero sí lo suficiente para

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que se entendiera. Iba a repetirlo cuandoa su espalda se abrieron las puertasautomáticas.

Sobresaltados, él y Joe se volvieron,pero no vieron a nadie, solo un espaciovacío. Tras un par de segundos, laspuertas se cerraron.

—Cuanto antes encontremos a esaspersonas y salgamos de aquí, máscontento me pondré —dijo Joe.

—No podría estar más de acuerdo.El teléfono de la recepción empezó a

zumbar mientras en el panel parpadeabauna luz blanca.

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—Llamada para usted por la líneauno, doctor Austin —anunció Joe.

Kurt pulsó el botón del altavoz.—Hola —dijo una voz de mujer —.

¿Hay alguien ahí? Soy la doctoraAmbrosini.

Kurt se acercó al altavoz y hablópausadamente y con claridad.

—Me llamo Kurt Austin. Recibimossu llamada de emergencia. Hemosvenido a ayudar.

—Ay, gracias a Dios —dijo ella—.Parece estadounidense. ¿Pertenece a laOTAN?

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—No —respondió Kurt—. Mi amigoy yo pertenecemos a una organizaciónllamada NUMA. Somos submarinistas yexpertos en rescates.

Hubo una pausa.—¿Cómo es que no le ha afectado la

toxina? Afectó a todos los que hanentrado en contacto con ella. Lo vi conmis propios ojos.

—Digamos que vamos vestidos parala ocasión.

—En cierto modo nos hemos vestidodemasiado —dijo Joe.

—De acuerdo —respondió ella—.

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Estamos atrapados en la cuarta planta.Hemos sellado uno de los quirófanoscon plásticos y esparadrapo, pero nopodremos seguir aquí mucho tiempomás. Se está viciando demasiado el aire.

—Vienen en camino unidadesmilitares italianas con un equipoespecializado para materialespeligrosos —comentó Kurt—. Perohabrá que esperar unas horas.

—No podremos hacerlo —respondióella—. Somos diecinueve personas.Necesitamos con desesperación aire

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fresco. Los niveles de CO2 estánsubiendo con rapidez.

En una mochila, Kurt había traído dostrajes secos adicionales y un pequeñotanque de oxígeno manual deemergencia. El plan había sidotransportar al Sea Dragon a quienesencontraran y después volver a por elresto. Pero con veinte personasatrapadas...

—Veo un inconveniente —dijo Joe.—Un mar de inconvenientes —

masculló Kurt.—¿Qué ocurre? —preguntó la

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médica.—No podemos sacarlos —dijo Kurt.—Aquí no vamos a durar mucho más

—respondió ella—. Algunos de lospacientes mayores ya han perdido elconocimiento.

—¿El hospital tiene una unidad demateriales peligrosos? —preguntó Kurt—. Podríamos tomar algunos trajes deallí.

—No —dijo ella—. No hay nada deeso.

—¿Y oxígeno? —inquirió Joe—.Todos los hospitales tienen oxígeno.

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Kurt asintió.—Esta semana te estás ganando el

sueldo, amigo.—¿Acaso no me lo gano siempre?Kurt extendió una mano y la movió un

poco, como si a veces tuviera sus dudas.Mientras Joe fingía estar muy

ofendido, Kurt volvió a coger elteléfono.

—¿En qué planta está el almacén? Lesllevaremos más botellas de oxígeno. Lasnecesarias para que puedan resistir hastala llegada de los militares italianos.

—Sí. Eso sería una solución —

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convino ella—. El almacén está en latercera planta. Dense prisa, por favor.

Kurt colgó y fueron hacia el ascensor.Joe pulsó el botón y al abrirse laspuertas vieron a un médico y a unaenfermera desplomados en un rincón.

Joe fue a sacarlos, pero Kurt le dijopor señas que no lo hiciera.

—No hay tiempo.Pulsó el número 3 y la puerta se

cerró. Cuando sonó la campanilla, Kurtsalió el vestíbulo mientras Joearrastraba al médico y dejaba fuera delascensor la mitad del cuerpo.

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—¿Lo usas como tope de la puerta?—comentó Kurt cuando Joe lo alcanzó.

—No creo que le importe —insistióJoe.

—Supongo que no.Encontraron el almacén al final del

vestíbulo y entraron. Hacia el fondohabía una jaula rotulada OXÍGENO

MÉDICO. Forzaron la puerta. Dentrohabía ocho botellas verdes. Ojalábastaran.

Joe entró empujando una camilla deruedas.

—Échalas aquí. Así no tenemos que

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cargar con todo.Kurt acomodó las botellas en la

camilla. Joe las ató para que no secayeran.

Sacaron la camilla por la puerta,trataron de girar y se fueron contra lapared.

—¿Dónde aprendiste a conducir? —preguntó Kurt.

—Hacer maniobras con estas cosascuesta más de lo que parece —respondió el Joe.

Enderezaron la camilla y cogieronvelocidad hacia el ascensor. A medio

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camino, oyeron otro sonido metálico y elruido de las puertas del segundoascensor al abrirse.

—Este edificio debe de estarembrujado —dijo Joe, sin detenerse.

—El edificio o su sistema eléctrico—comentó Kurt.

Cuando se estaban acercando altablero, una figura muy bronceada salióa tropezones del ascensor de al lado ycayó al suelo.

—Auxilio —dijo, desplomándosecontra la pared—. Por favor...

Atónito, Kurt detuvo la camilla y se

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agachó junto a él.Al principio, el hombre tenía los ojos

entornados, pero cuando Kurt se acercó,se abrieron y se clavaron en los suyos.No había en ellos delirios ni miedo,solo mortífera maldad, respaldada porla pistola de cañón corto que sacó y conla que disparó.

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8

El disparo resonó en el estrecho pasilloy Kurt cayó hacia atrás, volteándose contorpeza. Aterrizó de lado y quedó allíinmóvil.

Sorprendido, pero dotado de rápidosreflejos que había perfeccionado en elcuadrilátero de boxeo durante media

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vida, Joe arremetió. La mano enguantadaapartó de un golpe el brazo del hombre ehizo que los dos disparos siguientes seenterraran en la pared. Un cabezazo,ayudado por el casco metálico de buceo,hizo caer al hombre de bruces y el armale voló de la mano y se deslizó por elgastado suelo blanco del pasillo.

Los dos hombres lucharon por ella.Joe llegó primero, la cogió y se levantó,pero los guantes le impidieron meter eldedo en el gatillo. El agresor lo derribóy ambos se estrellaron contra una puerta

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con un letrero que decía ATENCIÓN:

IMAGEN POR RESONANCIA MAGNÉTICA.La brusca caída los separó.

Entorpecido por la limitada visibilidadque le permitía el casco, Joe perdiómomentáneamente el rastro de la pistolay del adversario. Cuando miróalrededor, el arma se había esfumado,pero el hombre que los había atacadoestaba tendido a siete u ocho metros dedistancia. Parecía inconsciente.

Joe se levantó y dio un paso. Teníauna fuerte sensación de vértigo, como sile tiraran del cuerpo por detrás. Antes

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de poder dar otro paso, descubrió queestaba perdiendo el equilibrio. Loprimero que pensó era que la toxina lohabía afectado, pero aquello no era unafantasía: de verdad tiraban de él haciaatrás, como si alguien le hubiera atadouna cuerda a los hombros.

Enseguida entendió lo que ocurría. Sehabían estrellado contra la puerta dellaboratorio de resonancia magnética delhospital. Detrás de él, a ocho metros dedistancia, había una máquina del tamañode un coche pequeño. Esa máquinaestaba repleta de potentes imanes

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superenfriados que no se podíandesactivar. Al haber trabajado en unhospital durante un verano, Joe conocíabien el peligro de las máquinas deresonancia magnética: cualquier cosahecha con metal ferroso que se acercarademasiado era atraída como por un haztractor. Y Joe tenía un tanque de aceroen la espalda además de un casco deacero en la cabeza.

Se inclinó hacia delante en un ángulode treinta grados, luchando contra lafuerza magnética, tratando de que no lolevantara en el aire. En esa postura dio

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unos pasos, como quien avanza de frentehacia un huracán, pero su lentitud eraexasperante.

El agresor estaba a solo tres metrosde distancia, todavía recuperándose delgolpe contra el suelo, pero a pesar detodos sus esfuerzos Joe no podía llegarhasta allí.

Se inclinó más, empujó con másfuerza y pisó algo resbaladizo. Al cederel pie perdió de repente la tracción. Coneso bastó. En un instante se vio volandopor el aire.

Su espalda chocó contra superficie

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curva de la máquina y su cabeza pegó unlatigazo contra otra parte con granestruendo.

Los imanes lo retenían en una extrañapostura. Hasta tenía sujetos los pies,gracias a los vástagos de acero de lasbotas, y el brazo izquierdo, por el acerodel reloj. Logró soltar el brazo derecho,pero la máquina le impidió liberar lasotras partes del cuerpo.

Mientras tanto, el agresor habíarecuperado la conciencia. Se puso depie, miró a Joe y negó con la cabezacomo si estuviera alucinando. Se echó a

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reír y levantó la pistola, que se leescapó de la mano y fue a estrellarsecontra la carcasa de la máquina, acentímetros de Joe.

Joe torció el cuerpo y alargó la manotratando de cogerla, pero el arma seguíapegada a la máquina y fuera de sualcance.

El matón pareció sorprendido, peropronto se sobrepuso. Sacó una segundaarma, un cuchillo corto triangularconectado a un puño americano. Metiólos dedos en los orificios, cerró con

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fuerza la mano y empezó a avanzar haciaJoe.

—Quizá podemos hablar de esto —dijo Joe—. Estoy pensando quenecesitas ayuda, ¿verdad? Quizá unapóliza médica mejor. Quizá alguna concobertura de salud mental.

—Me parece que lo mejor es queaceptes lo inevitable —respondió elhombre—. Así va a ser más fácil.

—Más fácil para ti, tal vez.El hombre arremetió, pero Joe

arrancó un pie de la máquina y le lanzóuna patada a la cara.

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El golpe lo sorprendió y lo echó haciaatrás. Reaccionó con rabia y levantó elbrazo, preparándose para hacer unprofundo agujero mortal en el pecho deJoe. Entonces la puerta se abrió a susespaldas. En ella apareció Kurt con unsoporte para gotero en la mano. Loarrojó hacia ellos y la varilla metálicavoló y atravesó el cuerpo del hombrecomo una jabalina, clavándolo contra lamáquina, al lado de Joe.

Joe observó mientras los ojos delagresor se apagaban y después centró suatención en Kurt.

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—Ya era hora de que llegaras. Por unmomento pensé que ibas a estar todo eldía haciendo de escarabajo patas arriba.

Joe vio una abolladura en la partesuperior del casco y la sangre que corríapor la cara de Kurt detrás del agrietadoprotector facial de acrílico.

—Me había quedado fuera decombate —dijo Kurt—. Pero pensé queno había necesidad de apresurarse.Sabía que te encontraría por ahí.

Una sonrisa de satisfacción cruzó elrostro de Joe.

—No pudiste resistir, ¿verdad?

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—Fue demasiado fácil.—Bueno, te conviene no acercarte

más, si no quieres terminar como unimán de nevera aquí a mi lado.

Kurt se quedó junto a la puerta, conlas manos en la jamba para no serarrastrado. Miró a su alrededor. A laizquierda, detrás de una pared deplexiglás, la sala de control del escánerestaba vacía.

—¿Cómo lo apago?—No se puede apagar —dijo Joe—.

Los imanes funcionan sin interrupción.En el hospital donde trabajé en El Paso,

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quedó una silla de ruedas pegada a unode estos aparatos. Hicieron falta seistipos para arrancarla.

Kurt asintió sin dejar de aferrar lajamba. Tenía toda su atención en elhombre que había intentado matarlos alos dos.

—¿Qué problema crees que tiene?—¿Aparte de la lanza que le asoma

del pecho?—Sí, aparte de eso —respondió Kurt.—Ni idea —dijo Joe—. Aunque me

parece raro que lo único que se moviera

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en esta isla fuera un loco desquiciadoque quería matarnos sin razón aparente.

—¿Que te sorprende? —dijo Kurt—.De alguna manera, yo ya me heacostumbrado. Parece que estas cosasnos suceden. Pero lo que más me llamala atención es su atuendo, o su falta deatuendo. Nosotros sudamos los kilos demás en nuestra mejor imitación de trajeresistente a productos químicos y élanda por ahí con ropa de calle y sinmáscara.

—Quizá se haya limpiado la

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atmósfera —dijo Joe—. Eso significaque puedo...

—No te arriesgues —ordenó Kurt,levantando una mano—. No te quites eseequipo hasta que estemos seguros. Voy allevarle el oxígeno a esa doctoraAmbrosini. Veré si tiene idea de lo quepasó.

—Te ayudaría —dijo Joe—, pero...Kurt sonrió.—Sí, ya sé, estás un poco pegado.—Debe de ser por el magnetismo de

mi personalidad —comentó Joe.Kurt soltó una carcajada y permitió

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que Joe tuviera la última palabra.Después se alejó por el pasillo.

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9

Renata Ambrosini estaba sentada en elsuelo de la sala de operaciones, deespalda a la pared, esperando impotente.Una situación a la que no estabaacostumbrada y que no le gustaba.

Con respiraciones cortas paraconservar lo que quedaba de oxígeno en

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aquel sitio cerrado, se pasó los dedospor el exuberante pelo de color caoba,acomodándolo para rehacer la cola decaballo que lo mantenía en su lugar.Estiró y alisó la tela de la bata delaboratorio e hizo todo lo posible parano pensar en el reloj ni en el impulsocasi incontrolable de arrancar elprecinto de la puerta y abrirla de par enpar.

El bajo nivel de oxígeno hacía que ledoliera el cuerpo y le embotaba lamente, pero tenía claras sus prioridades.

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Dentro de la sala el aire era malo; en elexterior era mortal.

Originaria de la Toscana, Renata sehabía criado en varias partes de Italia, alas que viajaba acompañando a supadre, especialista que trabajaba paralos carabineros. Su madre había sidoasesinada durante una ola de crímenescuando Renata apenas tenía cinco años,por lo que su padre se había convertidoen justiciero, y la arrastraba por todo elpaís organizando unidades especiales delucha contra el crimen organizado y lacorrupción.

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Heredera del coraje y ladeterminación de su padre y de laapariencia clásica de su madre, Renatahabía asistido con una beca a la facultadde medicina, donde se graduó con lamejor calificación, y trabajó algúntiempo como modelo para pagar lascuentas. En general, prefería la sala deurgencias a la pasarela. Para empezar, lavida de modelo implicaba que losdemás la juzgaran, situación que nosoportaba. Además, apenas tenía laestatura suficiente, incluso para unamodelo europea, y su curvilíneo metro

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sesenta era poco adecuado para serutilizado como percha andante.

En un esfuerzo por conseguir que losdemás la tomaran en serio, llevaba elpelo recogido, usaba poco maquillaje ycon frecuencia se ponía unas gafas queno la favorecían y en realidad nonecesitaba. Pero a los treinta y cuatroaños, con piel suave y aceitunada y unosrasgos que recordaban a una jovenSophia Loren, todavía sorprendía a suscolegas hombres mirándola confrecuencia.

Había decidido entonces asumir un

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oficio más duro, que la llevó aLampedusa y que no dejaría lugar adudas de quién era y qué se proponía.Aunque después del ataque sepreguntaba si sobreviviría a esta últimamisión.

Espera, se dijo.Volvió a aspirar el aire viciado y

luchó contra el cansancio provocado porlas altas concentraciones de dióxido decarbono. Miró el reloj. Habían pasadocasi diez minutos desde la conversacióncon el estadounidense.

—¿Por qué tardarán tanto? —

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preguntó un joven técnico de laboratoriosentado a su lado.

—Quizá no funciona el ascensor —bromeó ella; después, cansinamente, seobligó a levantarse y fue a ver cómoestaban los demás.

Todas las personas que había logradoacorralar al comienzo del ataqueabarrotaban la sala, incluida unaenfermera, un técnico de laboratorio,cuatro niños y doce pacientes adultoscon diversos achaques. Había entreellos tres inmigrantes que acababan dellegar en un destartalado bote de remos

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desde la costa de Túnez tras sobreviviral sol abrasador, al coletazo de unatormenta y a un par de ataques detiburones cuando se vieron obligados anadar los últimos quinientos metros.Parecía injusto, después de todo eso,que murieran envenenados por dióxidode carbono en el quirófano del hospitalque había sido su salvación.

Como varios pacientes no respondían,cogió la última botella de oxígenoportátil. Abrió la válvula pero no oyónada. Estaba vacío.

La botella se le cayó de la mano,

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golpeó contra el suelo y rodó hasta lapared de enfrente. Nadie a su alrededorreaccionó. Estaban perdiendo elconocimiento, entrando en un sueñoprofundo que pronto podría terminar endaño cerebral o muerte.

Avanzó a tropezones hacia la puerta,puso la mano en la cinta adhesiva y tratóde despegarla. No tenía fuerzassuficientes.

«Concéntrate, Renata —se exigió—.Concéntrate.»

En la sala de al lado apareció unafigura borrosa. Un hombre con una

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especie de uniforme. Su mente cansadapensó que parecía un astronauta. O quizáun alienígena. O simplemente unaalucinación. Que aparentara desaparecerde repente no hizo más que confirmar suúltima suposición.

Agarró la cinta y empezó a tirar.Entonces oyó un grito.

—¡No!La soltó. Cayó de rodillas y después

de lado. Tendida en el suelo, vio que através del plástico, por debajo de lapuerta, asomaba un delgado tubo que

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silbaba como una serpiente, y por unsegundo eso fue lo que creyó que era.

Entonces se le empezó a despejar lamente. Entraba oxígeno, oxígeno frío ypuro.

Despacio al principio, pero luego concreciente velocidad, empezaron adesaparecer las telarañas. Sintió unsubidón, doloroso pero grato. Inhalóprofundamente mientras un escalofrío lerecorría el cuerpo y la adrenalina legolpeaba como una ola.

Asomó un segundo tubo y el flujo se

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duplicó. Renata se apartó para que eloxígeno les llegara a los demás.

Cuando tuvo fuerzas suficientes, selevantó y apoyó el rostro en la ventanade la puerta. El astronauta de naranjareapareció, y fue hasta elintercomunicador de la pared del fondo.Al lado de Renata, el altavoz cobró vidacon un tono estridente.

—¿Están todos bien?—Creo que nos vamos a salvar —

dijo ella—. ¿Qué le pasó en la cabeza?Está sangrando.

—Un puente demasiado bajo —dijo

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Kurt.Renata recordó haber oído disparos.

Le había parecido que era una fantasía,o incluso una alucinación.

—Oímos disparos —comentó—.¿Alguien lo atacó?

Kurt se puso más serio.—La verdad es que sí.—¿Qué aspecto tenía? —preguntó

Renata—. ¿Estaba solo?Su salvador cambió de postura y se

endureció un poco.—Que yo sepa, sí —dijo, ya sin tratar

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de ser gracioso—. ¿Esperabanproblemas de algún tipo?

La mujer vaciló. Quizá ya habíahablado demasiado. Pero si aparecíanmás peligros, el hombre que teníadelante era el único que podríadefenderlos hasta la llegada de lasfuerzas italianas.

—Yo solo... —empezó a decir ella, yentonces cambió de táctica—. Todo estoes muy confuso.

Lo veía estudiarla a través de lavisera agrietada y la ventana de lapuerta. La distorsión bastaba para que

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no pudiera leerle con claridad laexpresión, pero sentía que la estabaescrutando. Como si pudiera atravesarlacon la mirada.

—Tiene razón —dijo él finalmente—.Muy confuso. En todos los sentidos.

Por el tono supo que en parte serefería a ella. Era poco lo que podíahacer ahora, aparte de callarse ydisimular. Ese hombre le había salvadola vida, pero no tenía ni idea de quiénera en realidad.

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10

Aeropuerto Nacional Reagan,Washington D. C.5.30 horas

El vicepresidente James Sandeckerencendió un puro con un encendedorZippo de plata que había comprado en

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Hawai hacía casi cuarenta años. Teníamuchos otros encendedores, algunos deellos muy caros, pero el baqueteadoZippo, gastado en algunos sitios por elroce de los dedos, era su favorito. Lerecordaba que algunas cosas estabanhechas para durar.

Dio una calada al puro, disfrutandodel aroma, y luego exhaló un anillo dehumo asimétrico. Recibió unas miradasfurtivas. No estaba permitido fumar enel Air Force Two, pero nadie se lo iba adecir al vicepresidente. Sobre tododespués de haber estado esperando en la

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pista de rodaje, perdiendo el tiempo,cuando se suponía que debían estarvolando rumbo a Roma para una cumbreeconómica.

La verdad era que la demora solohabía sido de diez o a lo sumo quinceminutos, pero el Air Force One y el AirForce Two jamás esperaban en tierra amenos que hubiera un problemamecánico. Y si ese fuera el caso, elServicio Secreto habría obligado a lospilotos a regresar y habría sacado alvicepresidente del avión hasta que lohubieran reparado.

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Sandecker se quitó el puro de la bocay miró a Terry Carruthers, su ayudante.Terry era un hombre de Princeton, muyagudo, que nunca dejaba un trabajo amedias y que cumplía magníficamentelas órdenes. De hecho, las cumplíademasiado bien, pensaba Sandecker, yaque tomar la iniciativa no parecíaformar parte de su vocabulario.

—Terry —llamó Sandecker.—Sí, señor vicepresidente.—No esperaba en una pista desde la

época en la que usaba vueloscomerciales —explicó Sandecker—. Y

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para darte una idea de cuánto tiempohace, Braniff era el mayor fenómeno delmomento.

—Eso es interesante —comentóTerry.

—Sí, ¿verdad? —dijo Sandecker conuna voz que parecía sugerir otra cosa—.¿Por qué crees que nos hemosretrasado? ¿Por el estado del tiempo?

—No —dijo Carruthers—. El tiempoera perfecto en toda la costa este laúltima vez que miré.

—¿Habrán perdido las llaves lospilotos?

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—Lo dudo, señor.—Bueno... Quizá no recuerden el

camino a Italia.Carruthers ahogó una risita.—Estoy seguro de que tienen mapas,

señor.—Está bien —dijo Sandecker—.

Entonces, ¿por qué crees que la segundapersona más importante de EstadosUnidos se está enfriando los talones enla pista de rodaje cuando debería estarvolando por el cielo despejado?

—Bueno, la verdad es que no lo sé —

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tartamudeó Carruthers—. He estado aquícon usted todo el tiempo.

—Sí, ¿verdad?Hubo una breve pausa, mientras

Carruthers procesaba lo que Sandeckerquería decirle.

—Voy a la cabina a averiguarlo.—Hazlo —ordenó Sandecker—, o

tendré un ataque de cólera de nivel tresy te pondré a cargo de una revisión aescala nacional de todo el sistema decontrol del tráfico aéreo del país.

Carruthers se quitó el cinturón deseguridad y salió como un tiro.

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Sandecker dio otra calada al puro y notóque los dos agentes del Servicio Secretoasignados a la cabina trataban decontener la risa.

—Esto —dijo Sandecker— es lo queyo llamo un momento de enseñanza deprimer nivel.

Un instante después, el teléfono delbrazo del asiento de Sandecker empezóa parpadear. Sandecker lo cogió.

—Señor vicepresidente —dijoCarruthers—. Nos acaban de informaracerca de un incidente en elMediterráneo. Se ha producido un

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ataque terrorista en una pequeña islafrente a la costa de Italia que ocasionóalgún tipo de explosión tóxica. En estemomento están desviando todo el tráficoaéreo e impidiendo la salida de nuevosaviones.

—Entiendo —dijo Sandecker,recuperando la seriedad. Algo en la vozde Carruthers sugería que eso no eratodo—. ¿Algún otro detalle?

—Solo que la primera noticia delincidente fue enviada por su antiguoequipo, la NUMA.

Sandecker había fundado la NUMA y

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había guiado la organización la mayorparte de su existencia antes de aceptar laoferta para convertirse envicepresidente.

—¿La NUMA? —preguntó—. ¿Porqué habrán sido los primeros ensaberlo?

—No estoy seguro, señorvicepresidente.

—Gracias, Terry —dijo Sandecker—.Será mejor que vuelvas y te sientes.

Carruthers colgó y Sandecker llamóde inmediato al oficial decomunicaciones.

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—Póngame en contacto con la sede dela NUMA.

Al cabo de solo unos segundosSandecker estaba hablando con RudiGunn, director adjunto de la NUMA.

—Rudi, soy Sandecker —dijo—.Tengo entendido que estamos metidos enun incidente en el Mediterráneo.

—Correcto —contestó Rudi.—¿Es Dirk?Dirk Pitt era ahora el director de la

NUMA, pero durante el mandato deSandecker como director, Pitt había sidosu principal activo. Incluso ahora

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pasaba más tiempo sobre el terreno queen la oficina.

—No —dijo Rudi—, Dirk está enAmérica del Sur con otro proyecto. Eneste momento son Austin y Zavala.

—Si no es uno, es el otro —lamentóSandecker—. Dame los detalles quetengas.

Rudi explicó lo que sabían y lo queno sabían, y después indicó que ya habíatenido una conversación con un oficialde alto rango de la Guardia Costeraitaliana y el director de una de las

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agencias de inteligencia italianas.Aparte de eso, poco podía añadir.

—Tampoco he tenido noticias de Kurto de Joe —admitió Rudi—. El capitándel Sea Dragon dijo que desembarcaronhace horas. Desde entonces, no sabemosnada.

Otra persona se preguntaría qué clasede locura podría haber llevado a doshombres a entrar en una zona tóxica consolo un equipo de protecciónimprovisado, pero Sandecker habíareclutado a Austin y Zavala

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precisamente porque eran esa clase dehombres.

—Si alguien sabe cómo cuidarse, sonellos —dijo.

—De acuerdo —convino Rudi—. Lomantendré informado si lo desea, señorvicepresidente.

—Te lo agradeceré —dijo Sandeckermientras los motores empezaban aacelerar—. Parece que nos estamosponiendo en marcha. Cuando hables conKurt y Joe, diles que voy para allí, y quesi no reaccionan enseguida tendré que ira controlarlos en persona.

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Por supuesto, todo era en broma, perose trataba de un sutil estímulo queSandecker siempre había sabido darmuy bien.

—Se lo diré, señor vicepresidente.El tono de la voz de Rudi era más

positivo de lo que había sido alprincipio.

Sandecker colgó cuando el aviónllegó a la pista y empezó a acelerar conel rugido de los motores. Después derecorrer poco más de dos kilómetros, lanariz del Air Force Two despegó,emprendiendo el largo viaje hacia

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Roma. Mientras ascendía, Sandecker serecostó en el asiento, preguntándosedurante bastante tiempo con qué habríantropezado Kurt y Joe. Nunca imaginóque sería él, en persona, quienencontraría la respuesta.

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Buque hospital NatalMar Mediterráneo

Kurt, Joe y los demás supervivientes deLampedusa estaban sentados al airelibre en la cubierta de un barco desuministro italiano con una gran cruz

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roja en la chimenea. Habían sidoevacuados por soldados con trajes deprotección química, subidos ahelicópteros militares y trasladados aleste. La operación se había realizado sinproblemas. La parte más difícil habíasido despegar a Joe del escáner deresonancia magnética, pero después decortar las partes metálicas de su equipohabían logrado arrancarlo.

Tras las duchas de descontaminacióny una batería de pruebas médicas, lesdieron ropa nueva en forma de sobrantesde uniformes militares, los llevaron a la

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cubierta y les ofrecieron el mejor caféexpreso que Kurt recordaba haberbebido.

Después de la segunda taza,literalmente no lograba quedarse quieto.

—Tienes esa mirada en los ojos —dijo Joe.

—Algo me está molestando.—Quizá la cafeína —comentó Joe—.

Has tomado suficiente para ponernervioso a un elefante.

Kurt miró su taza vacía y despuésvolvió a mirar a Joe.

—Echa un vistazo —dijo—. Dime

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qué ves.—No tengo nada mejor que hacer —

respondió Joe. Miró en todasdirecciones—. Cielo azul, aguareluciente. La gente feliz de estar viva.Aunque no dudo de que has encontradoalgo que te pone triste.

—Exacto —dijo Kurt—. Lo heencontrado. Estamos todos aquí. Todoslos supervivientes. Todos menos lapersona que con la que más me interesahablar: la doctora Ambrosini.

—La miré bien cuando subimos abordo —dijo Joe, revolviendo el azúcar

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del café—. Comprendo que quierasvolver a verla. ¿A quién no le gustaríajugar a los médicos con esa médica?

No se podía negar que era atractiva,pero Kurt quería hablar con ella porotras razones.

—Lo creas o no, me interesa más sumente.

Joe enarcó una ceja y después, conaire despreocupado, tomó otro sorbo decafé, una manera de decir: «Sí, claro».

—Hablo en serio —insistió Kurt—.Quiero hacerle algunas preguntas.

—Empezando por «¿Me da su número

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de teléfono?» —arriesgó Joe—.Siguiendo por «¿En su camarote o en elmío?».

Kurt no pudo evitar reírse.—No —insistió—. Dijo algunas

cosas raras cuando llegué al quirófano.Parecía saber algo sobre el tipo queintentó matarnos. Por no hablar delhecho de que calificó de ataque elincidente desde el principio, desde lallamada de radio que interceptamos.

Joe ofreció una expresión máscalculadora.

—¿Qué quieres decir?

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Kurt se encogió de hombros como sifuera obvio.

—Un carguero en llamas cerca de lacosta, humo negro que flota sobre laisla, personas que mueren por esa causa:se trata de un desastre. De un accidente.Incluso diría que de una catástrofe. Pero¿un ataque?

—Son palabras fuertes —convinoJoe.

—Tan fuertes como el café —dijoKurt.

Joe miró a lo lejos.—Creo que sé a dónde quieres llegar.

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Y aunque normalmente me gusta ser lavoz de la razón, me he estadopreguntando cómo sabía que había quereunir a todo un grupo de personas ysellar una habitación con suficienterapidez para evitar la muerte de todoslos demás en el hospital. Hasta para unmédico es una respuesta muy rápida.

Kurt asintió.—Pero es el tipo de respuesta que

alguien que espera problemas puedehaber tenido ya preparada.

—Un plan de emergencia.—O el procedimiento operativo

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estándar.Kurt miró alrededor. Estaban siendo

observados por un trío de marinerositalianos. Era una especie de guardia dehonor, y los marineros no parecían muyinteresados en cumplir con su tarea. Dosde ellos, apoyados en la barandilla,conversaban en voz baja en el otroextremo de la cubierta. El tercer guardiaestaba más cerca, fumando un cigarrillo,al lado de una pequeña grúa mecánica.

—¿Crees que puedes distraer a losguardias?

—Solo si prometes escabullirte,

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armar revuelo y meternos en tantosproblemas que decidan arrojarnos alagua —dijo Joe.

Kurt levantó una mano como siestuviera tomando juramento.

—Juro solemnemente.—Muy bien —dijo Joe, terminando el

resto del café—. Allá vamos.Ante la mirada de Kurt, Joe se levantó

y avanzó a paso lento hacia el terceracompañante, el único que servíaporque estaba cerca. Enseguidaentablaron conversación, y Joe empezó ahacer ademanes para distraerlo.

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Kurt se puso de pie y echó a andar. Semetió entre las sombras junto a unaescotilla cerrada y se apoyó contra elmamparo. Cuando Joe señaló hacia algoen lo alto de la superestructura, elguardia inclinó la cabeza y miróbizqueando a la luz del sol mientras Kurtlevantaba la escotilla, se metía por ellay la cerraba en silencio.

Por fortuna, el pasillo estaba vacío.No le sorprendió. El buque deabastecimiento era grande, dedoscientos metros de eslora, sobre todoespacio vacío, tripulado quizá por

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menos de doscientos hombres. Lamayoría de los pasillos estarían vacíos,y el verdadero reto era encontrar el quelo llevaría a la enfermería, dondesospechaba que estaría la doctoraAmbrosini.

Empezó a avanzar hacia la proa,donde se habían realizado losprocedimientos de descontaminación ylas pruebas. La enfermería tenía queestar cerca. Si la encontraba, llamaría ala puerta y fingiría dolor de garganta oquizá apendicitis. Algo que no hacía

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desde sus tiempos de estudiante paraevitar ir a la escuela.

Cogió una pequeña caja de repuestosque había quedado fuera del taller demáquinas. Años en la armada y viajandopor todo el mundo con la NUMA lehabían enseñado muchas cosas; una deellas, que si no quieres que alguien tepare y te dé conversación, debes apretarel paso, evitar el contacto visual y, si esposible, llevar algo en la mano queparezca que debe entregarse lo antesposible.

La táctica funcionó a las mil

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maravillas, y pasó junto a un grupo demarineros que ni lo miraron.Desaparecieron a sus espaldas cuandoKurt encontró una escalera y bajó unnivel antes de seguir adelante.

Todo iba bien hasta que se dio cuentade que estaba perdido. En vez del centromédico, lo que encontraba era despensasy compartimientos cerrados con llave.

«Vaya explorador», se dijo por lobajo. Mientras trataba de orientarse,bajaron por la escalera un hombre y unamujer con bata blanca, hablando en vozbaja entre ellos.

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Kurt los dejó pasar y después lossiguió.

«La primera regla si uno se pierde —reflexionó—, es ir detrás de alguien queparezca que sabe a dónde va.»

Descendió con ellos otros dos tramosde escaleras y después los siguió a lolargo de otro pasillo hasta quedesaparecieron por una escotilla quecon suavidad se cerró a sus espaldas.

Al acercarse, Kurt aflojó el paso. Noveía nada en la puerta que hiciera pensaren otra cosa que otra despensa, perocuando la entreabrió y echó una mirada

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furtiva, descubrió lo equivocado queestaba.

Se extendía ante él una salacavernosa, iluminada desde lo alto porfrías luces blancas. Parecía una bodegade carga, pero estaba vacía a excepciónde cientos y cientos de cuerpos tendidossobre catres o colchonetas colocados enel frío suelo de acero. Algunos llevabantrajes de baño, como si hubieran sidorecogidos de la playa, otros informalespantalones cortos y camisetas, y otrosropa más formal, incluidas batas grisesdesechables como las que Kurt había

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visto usar al personal del hospital.Ninguno de ellos se movía.

Kurt abrió la puerta, entró y fue haciael montón de cuerpos. No era esapresencia allí lo que lo sorprendía:después de todo, alguien tenía querecoger a los muertos y los helicópteroshabían estado despegando y aterrizandotodo el día. Lo sorprendía el hecho deque muchas de las víctimas tenían ahoraconectados electrodos, monitores y otrosinstrumentos. Algunas tenían puestasvías intravenosas, y otras estaban siendo

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pinchadas y hurgadas por el personalmédico.

Una figura sufrió unos espasmoscuando un técnico le aplicó electricidad,y al quitársela quedó inmóvil.

Durante un rato nadie se fijó en Kurt;al fin y al cabo, andaba vestido como unmiembro de la tripulación, y ellosestaban demasiado ocupados. Pero alavanzar por la sala y reconocer a CodyWilliams y a otros dos miembros delequipo de la NUMA, Kurt se delató. Auno de ellos le estaban inyectando algomientras le retiraban un grupo de

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electrodos de la cabeza. A Cody leaplicaban el tratamiento de choque.

—¿¡Qué demonios pasa aquí!? —gritó Kurt.

Una docena de rostros se volvieronhacia él. De repente, todo el mundo supoque no pertenecía al grupo.

—¿Quién es usted? —preguntó uno deellos.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó Kurt—. ¿Y qué experimentosmorbosos están haciendo con estaspersonas?

La voz atronadora de Kurt retumbó en

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la cavernosa bodega. Su coléricareacción sobresaltó el personal médico.Algunos cuchichearon. Alguien le dijoalgo que sonaba a alemán, mientras otrogritaba llamando a la guardia deseguridad.

Al instante apareció un grupo depolicías militares italianos queavanzaron hacia él desde ambos lados.

—Usted, quienquiera que sea, no estáautorizado a estar en este lugar —dijouno de los médicos, en un inglés con unacento que no era italiano; a Kurt lesonó a francés.

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—Sáquenlo de aquí —ordenó otro.Para sorpresa de Kurt, ese médicoparecía salido de Kansas o de Iowa.

A pesar de la advertencia, Kurt dio unpaso adelante, acercándose al personalde la NUMA sobre el que parecía queestaban haciendo experimentos. Queríaver qué hacían a su gente e impedirlo.Los policías lo detuvieron. Porras en lamano. Pistolas Taser en la cadera.

—Métanlo en el calabozo —gruñóotro médico—. Y, por el amor de Dios,garanticen la seguridad en el resto del

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barco. ¿Cómo demonios se supone quevamos a trabajar de esta manera?

Antes de que pudieran llevarse aKurt, intervino una voz de mujer.

—¿De verdad cree que es necesarioponer grilletes a nuestro héroe yenterrarlo en el fondo de la bodega?

Eran palabras en inglés pero conacento italiano, y pronunciadas con lamezcla perfecta de autoridad y sarcasmopara asegurarse de que fuerancumplidas. Pertenecían a la doctoraAmbrosini, que ahora estaba en unapasarela por encima de ellos.

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Con la gracia de una bailarina, bajópor una escalera y atravesó la bodega decarga hasta donde estaban, cara a cara,Kurt y los policías.

—Pero, doctora Ambrosini... —sequejó uno de los médicos extranjeros.

—Pero nada, doctor Ravishaw. Mesalvó la vida y la vida de otrasdieciocho personas, y nos ha dado lamejor pista sobre el origen de esteproblema desde el comienzo de nuestrainvestigación.

—Esto es muy irregular —dijo eldoctor Ravishaw.

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—Sí —respondió ella—. De hecho,sí lo es.

Kurt escuchó con placer elintercambio verbal y advirtió que,irónicamente, la doctora Ambrosini erala persona más pequeña de la sala, peroque sin lugar a dudas dominaba lasituación. Parecía realmente contenta dever a Kurt, cuya ira, sin embargo, no seaplacaba solo con sonrisas y buen trato.

—¿Quiere decirme qué pasa aquí?—¿Podemos hablar en privado?—Me encantaría —dijo Kurt—.

Dígame dónde.

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La doctora Ambrosini fue hasta a unapequeña oficina al lado de la bodega decarga. Kurt la siguió y después de entrarcerró la puerta. Por su aspecto, laoficina funcionaba como intendencia,pero claramente el personal médico sehabía apropiado de ella.

—En primer lugar —dijo—, quierodarle las gracias por salvarme.

—Parece que acaba de devolverme elfavor.

La doctora Ambrosini soltó unacarcajada, se apartó un mechón de pelo

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de la cara y se lo acomodó detrás de laoreja.

—Dudo mucho de que lo hayasalvado de algo —dijo—. Lo másprobable es que haya salvado a esospobres policías de una dolorosa refriegaque, como mínimo, les habría lastimadoel ego.

—Creo que me sobreestima —comentó Kurt.

—Lo dudo —respondió ella,cruzando los brazos sobre el pecho yapoyándose en el borde de la mesa.

Un buen piropo. Quizá cierto a

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medias, pero Kurt no estaba allí paraintercambiar cumplidos.

—¿Podemos llegar a la parte en laque me cuenta por qué esos matasanosandan haciendo experimentos con misamigos muertos?

—Esos matasanos son mis amigos —dijo ella a la defensiva.

—Por lo menos están vivos.La doctora Ambrosini aspiró hondo,

como si dudara de cuánto debía decir, ydespués exhaló.

—Sí —dijo—. Entiendo su molestia.Sus amigos, al igual que todos los

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habitantes de la isla, han sufridobastante. Pero necesitamos descubrir...

—¿Qué tipo de toxina los mató? —dijo Kurt, interrumpiéndola—. Meparece una gran idea. Pero, si no meequivoco, creo que eso se hace medianteanálisis de sangre y de muestras detejidos. Y ya que estamos, quizáconvendría que alguien analizara elhumo que salía de ese carguero. Noobstante, a menos que usted me expliquealgo que se me escapa, ¿qué necesidadhay de realizar ese tratamiento de doctorFrankenstein que acabo de ver por ahí?

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—Tratamiento de doctor Frankenstein—repitió la doctora Ambrosini—. Esuna descripción muy acertada de lo queestán tratando de hacer.

Kurt se sentía desconcertado.—¿Por qué?—Porque —dijo la doctora

Ambrosini— estamos tratando deresucitar a sus amigos y a todos losdemás.

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Por un momento, Kurt se quedó sinpalabras.

—Repita eso —fue todo lo que pudodecir.

—Entiendo su sorpresa —dijo ladoctora Ambrosini—. Como dijo el

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doctor Ravishaw, la situación es muyirregular.

—Más bien disparatada —replicóKurt—. ¿De veras cree que va areanimar a las personas como si fuerauna especie de hechicera?

—No somos necrófagos —contestóella—. Ocurre que los hombres y lasmujeres de la bodega de carga no estánmuertos. No todavía. Y tratamosdesesperadamente de encontrar algunamanera de despertarlos antes de quemueran.

Kurt pensó en lo que ella le decía.

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—Revisé a varios personalmente —comentó—. No respiraban. En losrecorridos que hice mientras esperaba lallegada del ejército italiano, pasé pordelante de salas llenas de pacientesconectados a electrocardiógrafos: aninguno le latía el corazón.

—Sí —dijo ella—. Estoy al tanto deeso. Pero el hecho es que respiran y sucorazón bombea sangre. Solo que surespiración es extremadamentesuperficial y se produce a intervaloslargos, cada algo más de dos minutos depromedio. Su ritmo cardíaco anda por

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un solo dígito y las contraccionesventriculares son tan débiles que unmonitor típico no las detecta.

—¿Cómo puede ser?—Están en una especie de estado de

coma —dijo ella—, algo que nuncahabíamos visto. Con un coma normal,ciertas partes del cerebro se apagan.Solo las regiones más primitivas y másprofundas siguen funcionando. Se creeque el cuerpo hace eso como mecanismode defensa, para permitir que el cerebroo el cuerpo se curen. Sin embargo, estospacientes muestran actividad residual en

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todas las partes del cerebro, pero soninsensibles a cuanto fármaco o estímulohemos probado hasta el momento.

—¿Podría contármelo con palabrasque un lego pueda entender?

—No han sufrido daño cerebral —dijo—, pero no pueden despertar. Siimaginamos que son ordenadores, escomo si alguien los hubiera puesto enmodo de espera o de reposo, y pormucho que pulsemos la tecla deencendido no logramos hacerlofuncionar de nuevo.

Kurt apenas sabía de fisiología

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humana lo necesario para meterse enproblemas, por lo que decidió hacerpreguntas en vez de sacar conclusionesprecipitadas.

—Si sus corazones bombean con tanpoca fuerza y tan poca frecuenciapequeñas cantidades de sangre, y surespiración es tan esporádica, ¿nocorren el riesgo de sufrir falta deoxígeno y daño cerebral?

—Es difícil saberlo —respondió ella—. Pero creemos que funcionan con lasconstantes vitales al mínimo. Las bajastemperaturas corporales y los bajos

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niveles de actividad celular significanque sus órganos utilizan muy pocooxígeno. Eso podría querer decir que larespiración superficial y la débilactividad cardiovascular bastan paramantenerlos sanos y para mantenerintactos sus cerebros. ¿Ha visto algunavez sacar del agua helada a alguien queha estado a punto de ahogarse?

Kurt asintió.—Hace unos años rescaté un niño y a

su perro de un lago congelado. El perrohabía perseguido a una ardilla sobre elhielo y quedó atascado cuando rompió

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el hielo con las patas traseras. El niñotrató de ayudarlo, pero el hielo sequebró y los dos se hundieron en elagua. Cuando los sacamos, el pobreniño, que había estado sumergido por lomenos siete minutos, estaba azul. Teníaque haber muerto hacía un rato. El perrotambién tendría que haber muerto, perolos médicos lograron reanimarlos a losdos. El niño estaba bien. No teníaningún daño cerebral. ¿Hablamos de lomismo en este caso?

—Esperemos que sí —respondió ella—, aunque la situación no es la misma.

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En el caso del niño, el agua helada lecausó una reacción espontánea en elcuerpo que pudo revertirse altrasladarlo a una temperatura normal.Estas personas no enfrentaron un cambiode temperatura instantáneo; los afectóalgún tipo de toxina. Y, al menos hastaahora, ni calor ni frío, ni descargaseléctricas directas, ni inyecciones deadrenalina, ni nada de nuestro botiquínde Frankenstein ha logrado sacarlos deese estado.

—Entonces, ¿de qué tipo de toxinahablamos? —preguntó Kurt.

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—No lo sabemos.—Tiene que ser el humo de ese

carguero.—Podríamos pensar que sí —afirmó

ella, asintiendo con la cabeza—, perohemos tomado muestras. No contienenada más que vapores de petróleoquemado y una ligera mezcla de plomo yamianto, nada diferente de lo que seencontraría en el humo de cualquierincendio a bordo.

—¿Así que el fuego y la nube queenvuelve la isla son pura coincidencia?Eso no me convence.

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—A mí tampoco —dijo la doctoraAmbrosini—. Pero no hay nada en lanube que pueda hacer lo que hemosvisto. Como mucho, podría producirirritación ocular, dificultadesrespiratorias y ataques de asma.

—¿Qué pasa, entonces, si no produjoeso el humo del barco?

La doctora Ambrosini hizo una brevepausa para estudiar a su interlocutorantes de continuar. Kurt sintió que ellahabía decidido ser más franca.

—Creemos que fue una toxinanerviosa, deliberada o accidentalmente

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convertida en arma por la explosión.Muchos gases nerviosos son de cortaduración. El hecho de que noencontremos ningún rastro de ella en elsuelo, en el aire o en muestras de sangrey tejidos de las víctimas nos dice quecualquiera que sea el agente, biológico oquímico, no dura más de unas pocashoras.

Kurt veía la lógica de eserazonamiento; sin embargo, quedabandetalles sin explicación.

—Pero ¿por qué utilizar algo asícontra un lugar como Lampedusa?

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—No tenemos ni idea —dijo—. Asíque nos estamos inclinando por elaccidente.

Mientras Kurt pensaba en esaspalabras, echó un vistazo a la sala.Había términos médicos garabateadosen dos pizarras detrás de la mesa detrabajo. Una lista de fármacos quehabían probado tachados. También vioun mapa del Mediterráneo con variaschinchetas clavadas. Una señalaba unpunto en Libia, otra estaba fijada en unaregión del norte de Sudán. Otras estaban

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en Oriente Próximo y en zonas deEuropa del Este.

—En su mensaje de radio usteddescribió esto como un atentado —dijoKurt, señalando el tablero con la cabeza—. Supongo que sospechaba que era unataque porque no se trata del primerincidente de este tipo.

La doctora Ambrosini frunció loslabios.

—Es usted más observador de lo quele conviene. La respuesta es que sí.Hace seis meses se encontró a un grupode radicales libios en el mismo estado.

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Nadie sabía qué les había pasado.Murieron ocho días más tarde. Debido alos lazos históricos de Italia con Libia,mi gobierno se comprometió a estudiarel hecho. Pronto descubrimos incidentessimilares en varios hospitales de Libia ydespués en todos los lugares que veseñalados en el mapa. En cada caso,grupos radicales o figuras poderosasentraban en comas inexplicables ymorían. Formamos un grupo de trabajo,adoptamos este barco como laboratorioflotante y empezamos a buscarrespuestas.

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Kurt agradeció esta explicación.—¿Qué papel tiene usted en todo

esto?—Soy médica —respondió ella con

indignación—. Especialista enneurobiología. Trabajo para el gobiernoitaliano.

—¿Y estaba en Lampedusa porcasualidad cuando se produjo el ataque?

La doctora Ambrosini soltó unsuspiro.

—Estaba en Lampedusa observandoal único sospechoso que hemos podido

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vincular con los incidentes. Un médicoque trabajaba en el hospital.

—No es de extrañar que supieracómo protegerse y proteger a los demás—señaló Kurt.

La doctora Ambrosini asintió.—Cuando has trabajado de lo que yo

he trabajado, has visto lo que yo he vistoen Siria, Irak y otros lugares, tienespesadillas en las que la gente sedesploma muerta a tus pies, con elcuerpo envenenado por un gas invisibley las células destruidas. Tomas muchaconciencia del entorno. Te vuelves

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defensivo. Casi paranoico. Y, sí, cuandovi esa nube y que la gente caía al entraren contacto con ella, supe al instante loque estaba ocurriendo. Lo supe.

Kurt admiraba esa historia y esosreflejos.

—¿Así que el muerto, el que nosatacó, era su sospechoso? —dijo.

—No —dijo la doctora Ambrosini—.No sabemos quién es. Obviamente, nollevaba ninguna identificación encima.No tiene marcas distintivas y le hanquemado las huellas dactilares, supongoque deliberadamente, y no le queda en

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su lugar más que tejido cicatrizal. Notenemos ningún registro de la llegada ala isla de alguien que coincida con sudescripción. Normalmente, eso no sirvede mucho, pero siendo tantos los quellegan a Lampedusa y tramitansolicitudes de inmigración y asilo, todoel mundo queda plenamentedocumentado, haya aterrizado en elaeropuerto o llegado al puerto o a lacosta en una balsa destartalada.

—Pero si el hombre de la pistola noes su sospechoso, ¿quién lo es?

—Un médico llamado Hagen.

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Trabajaba en el hospital a tiempoparcial. Hagen tiene un pasado turbio.Sabíamos que estaba esperando recibiralgo y sabíamos que ese algo llegaríahoy. Lo que no sabíamos era de dóndevendría, quién lo entregaría ni qué seríaexactamente. Sin embargo, hemoslogrado confirmar su presencia en tresde los lugares durante y antes de la horade los otros ataques. Creemos, por tanto,que había una relación.

Kurt unió las piezas delrompecabezas.

—Así que el muerto con el arma era

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el mensajero —dijo—, trayendo el gasnervioso o toxina a ese doctor Hagen,cuando literalmente le explotó en lacara.

—Esa es nuestra teoría —respondióla doctora Ambrosini.

—¿Y qué me dice de Hagen?—De las casi cinco mil personas de

Lampedusa —dijo ella con miradaadusta—, Hagen es el único que estáahora en paradero desconocido. Loteníamos bajo vigilancia constante, peropor desgracia el equipo quedó tan

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afectado por la toxina como todos losdemás.

Kurt se reclinó en la silla y se quedómirando el techo hasta clavar la miradaen una línea donde se superponían dostonos diferentes de pintura, formando untercer color, más oscuro.

—Entonces una nube mortal cubre laisla y las únicas dos personas enapariencia inmunes a sus efectos son elsospechoso y el hombre que intentómatarnos.

La doctora Ambrosini asintió.—Correcto. ¿Eso le dice algo?

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Claro que sí.—Tienen una especie de antídoto —

dijo Kurt—. Algo que bloquea losefectos paralizantes de la toxina quecausa estos estados de coma.

—Es exactamente lo que pensamos —respondió ella—. Por desgracia, ni en laoficina ni en la casa ni en el vehículo deHagen hemos encontrado nada que nossirva. Tampoco hemos encontrado nadaen la sangre del muerto que nos permitaadivinar cuál era el antídoto.

—¿Eso le sorprende? —preguntóKurt.

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—La verdad es que no —contestóella—. Dado que el gas nervioso era decorta duración, es lógico pensar que elantídoto también tenía corta vida.

Kurt veía ahora todo el desarrollo.—Así que el antídoto ya ha perdido

sus propiedades. Pero si se pudieraencontrar al médico desaparecido, se lepodría convencer de que dijera dóndepodemos conseguir más.

La doctora Ambrosini ensayó unaamplia sonrisa.

—Usted es muy perspicaz, señorAustin.

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—Deje de llamarme así —dijo Kurt—. Me hace sentir viejo.

—Kurt, entonces —dijo ella—.Llámame Renata.

Eso le gustaba.—¿Tienes idea de dónde podría estar

escondido el sospechoso?Renata le lanzó una mirada de

soslayo.—¿Por qué lo preguntas?—Por nada.—No estarás planeando ir a buscarlo,

¿verdad?—Claro que no —dijo Kurt—. Eso

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parece peligroso. ¿Qué te hizo pensarsemejante cosa?

—Ay, no lo sé —dijo ella con timidez—. Solo todo lo que te he visto hacerhasta el momento, sumado a unaconversación que tuve con el DirectorAdjunto de la Agencia Nacional deActividades Subacuáticas poco antes deque te metieras en mi sala médicaprovisional.

Kurt hizo un gesto cómico.—¿Has hablado con mi jefe?—Rudi Gunn —dijo Renata—. Sí. Un

hombre encantador. Me dijo que quizá te

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ofrecerías a ayudar. Y que si rechazabatu oferta, te involucrarías de todosmodos y que lo más probable era que loechases todo a perder.

Ahora Renata lucía una sonrisapermanente; estaba tan contenta con elrumbo de la conversación que Kurtadivinó con facilidad lo que habíaocurrido.

—A ver, ¿por cuánto me vendió?—Me temo que te vendió por una

canción.—¿O sole mio?—No solo por eso —contestó—.

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Añadió, como plus, al señor Zavala.Kurt fingió indignación por haber sido

traspasado a los italianos como si fueraun jugador de fútbol de las ligasmenores, pero estaba más que feliz conel acuerdo.

—Así que me pagan en euros o...—Satisfacción —dijo Renata—.

Vamos a buscar a las personas quehicieron esto y vamos a impedir quehagan lo que están preparando. Y sitenemos suerte, podremos utilizar, parasacar a las víctimas del coma, el

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antídoto que impidió que Hagen y elasaltante sucumbieran a la toxina.

—No podría pedir una mejorcompensación —comentó Kurt—. ¿Pordónde empezamos?

—Por Malta —dijo ella—. Hagenviajó allí tres veces el mes pasado.

Renata abrió un cajón, cogió unacarpeta y sacó de ella unas fotos devigilancia que le entregó a Kurt.

—Se reunió con este hombre variasveces. Hasta tuvo una fuerte discusióncon él la semana pasada.

Kurt estudió la foto. Mostraba a un

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hombre de aspecto académico con unachaqueta de tweed con coderas. Estabasentado en un café al aire libre,hablando con tres hombres. Más bienparecía que estaba rodeado.

—El del centro es Hagen —señalóRenata—. De los otros dos, no estamosseguros. Serán su séquito, supongo.

—¿Quién es el tío con aspecto deprofesor?

—El director del Museo OceánicoMaltés.

—No entiendo —dijo Kurt—. Losdirectores de museo no suelen reunirse

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con terroristas y traficantes de gasnervioso y armas biológicas. ¿Estássegura de que existe una relación?

—No estamos seguros de nada —admitió Renata—. Salvo que Hagen seha reunido de forma regular con estehombre, decidido a comprar algunosartefactos que el museo va a subastardespués de una fiesta de gala dentro dedos días.

A Kurt no le gustaba nada.—Todo el mundo tiene sus aficiones

—dijo—. Hasta los terroristas.Renata se sentó.

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—Hagen no tiene el de coleccionarartefactos antiguos. Nunca ha mostradointerés en eso. Hasta ahora.

—De acuerdo —dijo Kurt—. Pero nosería tan estúpido como para volver allí.

—Eso es lo que pensé —respondióella—. Solo que alguien acaba de meterdoscientos mil euros en la cuenta queHagen tiene en Malta. Una cuenta queabrió el día después de reunirse con eldirector del museo. La Interpol confirmóla transacción, que se inició unas horasdespués del incidente de Lampedusa.

Kurt le veía la lógica. Era algo que no

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se podía negar. El tal doctor Hagenestaba vivo, había huido de Lampedusay después había transferido el dinero ala cuenta de Malta. Por la razón quefuera, parecía que el médico fugitivovolvía allí para reunirse de nuevo con eldirector del Museo Oceánico Maltés.

—La pregunta, entonces —dijo ella,cerrando la carpeta y cruzando laspiernas—, es ¿te importaría ir a echar unvistazo?

—Haré más que echar un vistazo —prometió Kurt.

Eso le valió una expresión de

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agradecimiento.—Te veré allí cuando tenga la

seguridad de que todos los pacientesestán adecuadamente hospitalizados yatendidos. Tengo que pedirte que nohagas nada hasta que yo llegue.

Kurt se levantó, sonriendo.—Observar e informar —comentó—.

Puedo hacer eso.Ambos sabían que mentía. Si veía a

Hagen, Kurt le echaría mano, aunquetuviera que hacerlo en plena calle.

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Desierto Blanco de Egipto, diezkilómetrosal oeste de las pirámides11.30 horas

Las palas de un helicóptero alteraron latranquilidad del Desierto Blanco: un

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SA-342 Gazelle de fabricación francesapasó a toda velocidad, a doscientosmetros de altura, por encima de lasdunas festoneadas.

El helicóptero, pintado con un dibujode camuflaje para el desierto, era unmodelo antiguo. Había pertenecido a losmilitares egipcios antes de su traspaso,por un precio insignificante, alpropietario actual. Al atravesar la mayorde las imponentes dunas, se inclinó delado y desaceleró.

El extraño estilo de vuelo le permitíaa Tariq Shakir ver a un grupo de

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vehículos de carrera que allá abajoavanzaban por la arena abrasadora.Había siete en total, pero solo cinco semovían. Dos de los vehículos habíanchocado de mala manera y estabanatascados en una depresión entre las dosúltimas dunas.

Shakir levantó las costosas gafas deespejo y se llevó a los ojos un par deprismáticos.

—Dos están eliminados —dijo a otropasajero—. Que vayan a recogerlos. Elresto sigue compitiendo bien.

Los vehículos restantes treparon a la

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última e inmensa duna, rayando lasuperficie lisa, escupiendo arena con losneumáticos, forzando hasta el límite latracción de cuatro por cuatro. Uno deellos parecía haber dejado atrás alpelotón, quizá por haber encontradoarena más firme y un mejor camino haciala cima.

—El número cuatro —informó unavoz a Shakir por los auriculares—. Tedije que no lo vencerían.

Shakir echó un vistazo al lado traserode la cabina del helicóptero. Iba allí

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sentado un hombre bajo con uniformenegro, sonriendo de oreja a oreja.

—No estés tan seguro, Hassan —leadvirtió Shakir—. La victoria nosiempre es de los más rápidos.

Dicho eso, Shakir pulsó el interruptorde la radio.

—Llegó la hora —dijo—. Permiteque los demás lo alcancen y despuésapágalos a todos. Veremos quién tieneagallas y quién es proclive a ceder.

Recibió esa llamada un coche que ibapor detrás del grupo de corredores. Untécnico que la escuchó cumplió las

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órdenes, tecleando rápidamente en elordenador portátil antes de pulsar latecla INTRO.

Allá en las dunas, el todoterreno queiba a la cabeza empezó a echar humo.Enseguida perdió velocidad y despuésse detuvo por completo. Los demásempezaron a acortar la distancia,separándose y preparándose paraadelantar al desafortunado conductor yllegar al otro lado de la duna, a la líneade meta de esa extraña carrera,culminación de un agotador mes depruebas para ver a quién escogería

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Shakir para meterlo en el nivel superiorde su creciente organización.

—Eres muy injusto —gritó Hassandesde la parte trasera de la cabina.

—La vida es injusta —respondióShakir—. En todo caso, he nivelado elcampo de juego. Ahora veremos quiénes hombre de verdad y quién es indigno.

En la arena, los otros vehículos separaron en rápida sucesión y pronto elrugido de los motores y el chirrido delas transmisiones fue reemplazado pormaldiciones y portazos. Losconductores, empapados en sudor,

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vestidos con ropa sucia y con aspecto dehaber pasado por la guerra o por elinfierno, o por ambos, bajaron de lasmáquinas con aturdida incredulidad.

Uno abrió el capó de su vehículo paraver si podía solucionar el problema.Otro pateó la carrocería, dejando unadesagradable abolladura en la chapametálica del caro todoterreno Mercedes.Otros cometieron actos de frustraciónsimilares. La fatiga y el cansancioparecían haberles minado la fortalezamental.

—Van a abandonar —dijo Shakir.

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—No todos —comentó Hassan.Abajo, en la arena, uno de los

hombres había tomado la decisión queShakir esperaba. Había mirado a losdemás, calculado la distancia a la cimade la duna y echado a correr.

Pasaron varios segundos antes de quelos otros se dieran cuenta de lo quepretendía: terminar la carrera a pie yganar el premio. La meta no quedaba amás de quinientos metros, y alcanzada lacresta casi todo sería cuesta abajo.

Los otros corrieron detrás y prontohubo cinco hombres trepando por la

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duna, alcanzando la cresta y bajando porel otro lado.

En cierto modo costaba más bajar quesubir por la suave arena. El viento habíadado a la duna la forma de una empinadaola, y dos hombres tropezaron, cayerony empezaron a rodar sin control. Uno deellos comprendió que podía ir másrápido si se dejaba resbalar, y cuandollegó a la parte más escarpada se lanzóal aire y se deslizó sobre el estómagounos sesenta metros.

—Tendremos, después de todo, a unganador —dijo Shakir a Hassan. Luego

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se volvió hacia el piloto—. Llévanos ala línea de meta.

El helicóptero giró y descendió,siguiendo una larga cicatriz diagonal querecorría el desierto en línea recta. Seconocía esa cicatriz como el oleoductode Zandri. Una estación de bombeosituada en la base servía de línea demeta de la carrera.

El Gazelle aterrizó al lado,levantando una pequeña tormenta dearena y polvo. Shakir se quitó losauriculares y abrió la portezuela. Bajóde la cabina y sin levantar la cabeza fue

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hacia unos hombres con uniforme negrode fajina similar al de Hassan.

En otro tiempo y en otro lugar, Shakirpodría haber sido una estrella de cine.Alto y delgado, con cara bronceada,pelo castaño grueso y mandíbulacuadrada y sólida que bien podríaresistir la patada de un camello, tenía elatractivo de los amantes de la naturalezacurtidos por el sol. Exudaba confianza.Y aunque llevaba el mismo uniforme quequienes lo acompañaban, su porte lodestacaba como un rey entre plebeyos.

En los últimos años, Shakir había

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pertenecido a la policía secreta egipcia.Bajo el régimen de Mubarak, que habíagobernado Egipto durante treinta años,como segundo jefe del servicio habíadado caza a los enemigos del gobierno ycontenido la marea de los insurgenteshasta la llegada de la llamada PrimaveraÁrabe, que puso a Egipto patas arriba ymarcó el comienzo de lo que Shakir yotros como él consideraban una épocade caos. Años más tarde, aquel caosapenas empezaba a disminuir, con nopoca ayuda de Shakir y algunos más, quereconstruían la estructura de poder del

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país desde su nuevo lugar en lassombras de la industria privada.

Valiéndose de las habilidades quehabía perfeccionado al servicio de supaís, Shakir había construido unaorganización llamada Osiris. Con ella sehabía hecho rico. Y si bien no era unaorganización delictiva en el sentidoestricto, hacía los negocios con ciertobrío y reputación. Si el cronograma nole fallaba, Osiris pronto controlaría nosolo Egipto sino la mayor parte deÁfrica del Norte.

Por el momento se centraba en la

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carrera, el final de una arduacompetencia que enfrentaba a veintehombres por la oportunidad de entrar ensu unidad especial secreta. Ya teníadecenas de hombres y mujeresdistribuidos por África del Norte y porEuropa, pero para triunfar necesitabamás, necesitaba sangre nueva, reclutasque entendieran lo que significabatrabajar para él.

Sobre la duna, los conductores uno ycuatro se habían separado del resto. Alllegar a la extensión plana del fondo,corrieron hacia la estación de bombeo.

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El número uno llevaba ventaja, pero elnúmero cuatro, el favorito de Hassan, sele iba acercando. Justo cuando parecíaque Hassan estaba a punto de acertarcon su elección, el número cuatrocometió un error fatal. Calculó mal lanaturaleza de la competición, quecarecía de reglas y permitía la victoria atoda costa. Como la vida misma.

Tomó la delantera, pero al hacerlo elotro conductor lo embistió, lo empujópor la espalda y lo derribó. Cayó bocaabajo en la arena y el otro conductor,

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para mayor escarnio, lo pisoteó mientrasseguía avanzando.

Cuando el número cuatro levantó lamirada, todo había terminado. El pilotonúmero uno le había ganado. Llegaronlos demás, a tropezones, y pasaron a sulado; él quedó en el suelo, abatido yamargado.

Al llegar los otros también a la líneade meta, Shakir hizo un anuncio.

—Todos han terminado la carrera —dijo—. Todos han aprendido las únicasreglas de vida que importan: nunca se

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abandona, no se muestra piedad, ¡hayque ganar a cualquier precio!

—¿Qué pasa con los demás? —preguntó Hassan.

Shakir se quedó pensando. Un par deconductores se habían quedado en laduna, sin voluntad de participar en lacarrera a pie después de todo lo quehabían pasado. Y también estaban losotros dos cuyos vehículos habíanchocado.

—Oblígalos a regresar al punto decontrol anterior.

—¿A pie? —preguntó Hassan,

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horrorizado—. Eso está a cincuentakilómetros.

—Entonces que se pongan ya enmarcha —dijo Shakir.

—Desde aquí hasta el punto decontrol no hay nada más que arena.Morirán en el desierto —aseguróHassan.

—Es probable —admitió Shakir—.Pero si sobreviven habrán aprendidouna valiosa lección, y quizá yorecapacite y considere que se los puedereclutar.

Hassan era el asesor más cercano de

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Shakir, un viejo aliado de sus tiemposdel servicio secreto. En raras ocasiones,Shakir permitía que su viejo amigoinfluyera en sus decisiones, pero no esavez.

—Haz lo que he ordenado.Hassan cogió una radio e hizo una

llamada. Apareció una hueste deguerreros de uniforme negro paraencaminar a los rezagados en un viajeque probablemente los llevaría a lamuerte. Mientras tanto, el conductornúmero cuatro se levantó y,

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tambaleándose, atravesó la línea demeta.

Hassan le ofreció agua.—No —respondió Shakir con

brusquedad—. Él también tendrá quecaminar.

—Pero estuvo a punto de vencer —dijo Hassan.

—Sin embargo, abandonó a punto dellegar a la línea de meta —argumentóShakir—. Rasgo que no soporto enninguno de mis hombres. Caminará conlos demás. Y si me entero de que alguienle ha ayudado, más le valdrá a esa

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persona suicidarse para no sufrir lo quepienso hacerle.

El conductor número cuatro miróincrédulo a Shakir, pero en sus ojos nohabía miedo sino un desafío feroz.

Shakir valoró de verdad la ira de esamirada, y por un instante sopesó la ideade revocar la orden, antes de decidirque debía cumplirse.

—La caminata empieza ya —dijoShakir.

El número cuatro se apartó deHassan, dio media vuelta sin decir una

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palabra e inició la ardua caminata sinmirar hacia atrás.

Mientras se alejaba, Shakir leyó uncomunicado que le acaba de entregar unayudante.

—Malas noticias.—¿Qué ha pasado? —preguntó con

impaciencia Hassan.—Se ha confirmado la muerte de

Amón Ta —respondió Shakir—. Lomataron dos estadounidenses antes deque pudiera llegar al médico italiano.

—¿Estadounidenses?Shakir asintió.

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—Parece que miembros de laorganización llamada NUMA.

—La NUMA —repitió Hassan.Ambos pronunciaron la sigla con

desdén. Habían estado metidos en elmundo de los servicios de inteligenciael tiempo suficiente como para haberoído rumores acerca de las hazañas deesa agencia estadounidense.Supuestamente compuesta poroceanógrafos y especialistas de estetipo.

—Esto no puede ser nada bueno —

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añadió Hassan—. Tú y yo sabemos quehan causado más problemas que la CIA.

Shakir asintió.—Por lo que recuerdo, fue un

miembro de la NUMA quien salvó aEgipto de la destrucción de la presa deAsuán hace unos años.

—Cuando todos estábamos del mismolado —señaló Hassan—. ¿Corremosalgún riesgo?

Confiado, Shakir negó con la cabeza.—Ni el carguero ni Amón Ta ni la

carga sirven de pista para llegar anosotros.

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—¿Qué me dices de Hagen, nuestroagente en Lampedusa? Amón Ta debíaentregarle la Niebla Negra para que élpudiera, con ella, influir sobre losgobiernos de Europa.

Shakir siguió leyendo.—Hagen escapó y regresó a Malta.

Intentará, una vez más, comprar losartefactos antes de que se los ofrezcan alpúblico. Si no lo consigue, tratará derobarlos. Promete enviar un informe endos días.

—Ahora Hagen es el único vínculocon nosotros —dijo Hassan—.

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Tendríamos que eliminarlo.Inmediatamente.

—No antes de que consiga esosartefactos. Quiero esas tablillas ennuestro poder o destruidas de manera talque nadie pueda rehacerlas.

—¿Merecen de verdad tantoesfuerzo? —preguntó Hassan—. Nisiquiera sabemos bien qué hay en ellas.

Shakir estaba cansado de lasinterminables preguntas de Hassan.

—Escúchame —ladró—. Estamos apunto de meter a los líderes europeos enun sueño profundo que nos dará carta

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blanca para anexar la parte más valiosade ese continente sin ningún tipo derepercusión. Si alguien encuentra unapista para llegar al antídoto que figuraen esas tablillas, si alguien descubrecómo contrarrestar la Niebla Negra,todo nuestro plan, basadoexclusivamente en la presión, fracasará.¿Cómo puedes no entender eso?

Hassan se puso a la defensiva.—De acuerdo, pero ¿qué te hace

pensar que se encontrará información enesos artefactos?

—Porque eso es lo que buscaba

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Napoleón —dijo Shakir—. Había oídorumores acerca de la niebla, envió a sushombres a la Ciudad de los Muertos y sellevó todo lo que pudo encontrar. Nadamás que por un golpe de suerte hemoslogrado reconstruir la fórmula a partirde lo que quedaba intacto y de lo que serecuperó en la bahía. Eso significa quese robó gran parte de la información.Información que los europeos quitaron anuestros antepasados. No voy a permitirque la utilicen contra nosotros. Si enestas reliquias queda algún detalle,habrá que recuperarlas y destruirlas.

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Hecho eso, y no antes, eliminaremos aHagen.

—Él es demasiado débil para hacerlosolo —comentó Hassan.

Shakir se quedó pensando.—Estoy de acuerdo. Envía a un grupo

de agentes nuevos para apoyarlo. Con laorden de hacerlo desaparecer cuandotermine la misión o si se convierte en unestorbo.

Hassan asintió.—Por supuesto. Los escogeré

personalmente —dijo—. Mientras tanto,

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han llegado los otros, y te esperan abajoen el búnker.

Shakir echó un suspiro. Pordesagradable que fuera, hasta él teníaque rendir cuentas ante alguien. Osirisera una fuerza militar privada, elcomienzo de un imperio que, en vez deresponder ante gobiernos, loscontrolaría. Pero en muchos aspectos, almenos hasta que ese plan se convirtieraen realidad, era también unacorporación, de la que Shakir erapresidente y consejero delegado.

Los otros, como los había llamado

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Hassan, eran el equivalente de losaccionistas y los miembros del consejode administración, aunque todos teníanobjetivos más grandes que el mero éxitocomercial. Para esos hombres, hasta lariqueza insondable sabía a poco.Codiciaban el poder y el control,querían imperios propios, y Shakir erael hombre que les daría esos imperios.

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Shakir marchó hacia el relucientegasoducto y la larga estructura debloques de cemento que contenía una desus muchas estaciones de bombeo. Dosde sus hombres montaban guardia.Abrieron las puertas y las sostuvieron,

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mirando al frente. Sabían que no debíanmirar a Shakir a la cara.

Una vez dentro, Shakir fue hasta laparte trasera del edificio. Una puertacon reja lo separaba de un ascensor demina. La abrió, entró en la caja diseñadapara llevar grandes grupos de hombres yequipos pesados, y apretó el botón.

Dos minutos y ciento veinte metrosmás tarde, las puertas se abrieron yShakir salió a un cavernoso recintosubterráneo iluminado por luces ocultasen el suelo y las paredes. Parte de lacueva era natural, el resto tallado por el

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equipo de minería y los ingenieros deShakir. Tenía doscientos metros delongitud. La mayor parte estaba ocupadapor monstruosas bombas del tamaño decasas pequeñas y por docenas degrandes tubos que se retorcían yserpenteaban por la enorme cavernaantes de unirse en un punto central yhundirse y desaparecer en el suelo.

Shakir se quitó las gafas de sol,impresionado como siempre, por laobra. Caminó junto a la descomunalmaquinaria hasta un centro de control,donde unas grandes pantallas mostraban

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el contorno de Egipto y gran parte deÁfrica del Norte. Una serie de líneasatravesaban el mapa, desdeñando todaslas fronteras. Números al lado de cadalínea indicaban presiones, caudales yvolúmenes. Le agradaban unas pequeñasbanderas que parpadeaban en verde.

Finalmente llegó a la lujosa sala deconferencias. Aparte de la vista —queno tenía—, la habitación era comocualquier espacio para reuniones denegocios en un edificio de oficinas. Lamesa de caoba del centro estabarodeada de lujosas sillas ocupadas por

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hombres corpulentos. Pantallas en lapared mostraban el logotipo de Osiris.

Shakir se sentó a la cabecera de lamesa y escrutó al grupo que lo esperaba.Cinco egipcios, tres libios, dosargelinos, un representante del Sudán yotro de Túnez. Shakir había tomadoOsiris de la nada y en unos pocos añosla había convertido en una grancorporación internacional. La fórmuladel éxito requería cuatro ingredientesprincipales: trabajo duro, astuciadespiadada, contactos y, por supuesto,dinero. Dinero de los demás.

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Shakir y sus compinches del ServicioSecreto habían proporcionado lasprimeras tres partes; los hombres querodeaban la mesa habían proporcionadola última. Todos eran ricos y la mayoríahabían tenido poder en otra época,habían tenido porque la PrimaveraÁrabe que había expulsado a Shakir loshabía afectado aún más a ellos.

Todo comenzó en Túnez, donde unvendedor ambulante pobre que duranteaños había sido maltratado por lapolicía se prendió fuego en protesta.

Parecía tan imposible en aquel

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momento que ese acto tuviera algúnefecto a largo plazo, que fuera algo másque otra vida quemada y desechada.Pero como se vio después el hombre nosolo se prendió fuego sino que fue elfósforo que prendió fuego al mundoárabe y redujo gran parte de este acenizas.

Primero cayó Túnez, y los que habíangobernado el país durante décadashuyeron a Arabia Saudí. Después le tocósufrir a Argelia. Y a continuación elfuego se propagó y engulló a Libia,donde Muamar Gadafi había gobernado

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más tiempo y con mayor dureza quenadie: cuarenta y dos años con puño dehierro. Los que tenía cerca habíanlogrado riqueza y poder por obra delpetróleo. Cuando llegó la guerra civil,muchos ni siquiera escaparon con vida,pero quienes habían sido losuficientemente listos como para enviarel dinero y la familia al extranjerotuvieron más suerte, aunque, al igual quesus compatriotas tunecinos, pronto seconvirtieron en refugiados, hombres sinpaís ni destino.

Después Egipto se derrumbó y en

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mayor o menor grado los ecosarrastraron al Yemen, Siria y Baréin.Todo a partir de aquella pequeña chispa.

Ahora que se habían apagado lasllamas, los hombres que habíansobrevivido al incendio querían volvera imponer su control.

—Confío en que todos hayan tenidoun viaje agradable —dijo Shakir.

—No queremos intercambiarbanalidades —comentó uno de losegipcios, un hombre de pelo blanco,elegante traje occidental y voluminosoreloj Breitling en la muñeca. Había

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hecho su fortuna recibiendo grandessumas de dinero de la Fuerza AéreaEgipcia por usar aviones que a él lehabían vendido por centavos.

—¿Cuándo empezará la operación?Estamos todos impacientes.

Shakir se volvió hacia otrosubordinado.

—¿Están listas las estaciones debombeo?

El hombre asintió con la cabeza, tocóel teclado que tenía delante y mostró elmismo esquema de África que habíaestado expuesto en la sala de control.

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—Como se puede ver —dijo Shakir—, la red está completa.

—¿Hay algún indicio de que se hayadetectado nuestra perforación? —preguntó uno de los ex generales libios.

—No —insistió Shakir—. Al usar laconstrucción del oleoducto para ocultarnuestro trabajo subterráneo, hemosimpedido que nadie sospeche mientrasaccedemos a todas las zonas importantesdel profundo acuífero subsahariano.Que, como todos saben, alimenta cuantafuente y oasis del desierto hay desde

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aquí hasta la frontera occidental deArgelia.

—¿Y qué pasa con los acuíferos pocoprofundos? —preguntó uno de los libios—. Nuestro pueblo lleva añosdependiendo de ellos.

—Nuestros estudios muestran quetodas las fuentes de agua dulce dependendel cuerpo líquido más profundo —aseguró Shakir—. Una vez queempezamos a extraer de él agua engrandes cantidades, las reservas sevuelven poco fiables.

—Quiero que se interrumpa el

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suministro —insistió el tunecino.—Es imposible interrumpirlo del

todo —dijo Shakir—. Pero esto es undesierto. Cuando Túnez, Argelia y Libiasufran de la noche a la mañana unareducción del suministro de agua delochenta al noventa por ciento, estarán anuestra merced. Hasta los rebeldesnecesitan beber. Se les devolverá elagua cuando vosotros estéis de nuevo enel poder. Trabajando juntos, Osiriscontrolará entonces toda África delNorte.

—¿Y qué pasa con el agua? —

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preguntó el argelino—. No se puedeechar miles de millones de litros deagua en el desierto todos los días sinque nadie se dé cuenta.

—El agua corre por las tuberías —explicó Shakir, señalando la red quecruzaba el mapa—, y después por loscanales subterráneos, aquí, aquí y aquí.A partir de esto, entra en el Nilo. Desdedonde fluye de forma corriente hasta elmar.

Los dueños del poder se miraron conaprobación.

—Ingenioso —dijo uno de ellos.

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—¿Qué nos dices de los europeos ylos estadounidenses que quizá protestenpor nuestro repentino retorno? —preguntó el libio.

Shakir sonrió.—De eso se encarga nuestro hombre

en Italia —explicó—. Tengo la extrañasensación de que eso no será unproblema.

—Muy bien —dijo el libio—.¿Cuándo se pondrá esto en marcha?¿Necesitas algo más?

Shakir valoraba su entusiasmo.Expulsados de sus lugares de poder,

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esos hombres estaban tan impacientespor regresar que le darían cualquiercosa para que él se lo garantizara. Peroen términos de dinero y concesiones yales había arrancado lo suficiente. Habíallegado el momento de actuar.

—La mayoría de las bombas llevameses funcionando —les contó—. Elefecto de sifón ha empezado a surtirefecto. El resto se puede poner enmarcha de inmediato. —Hizo una seña aun técnico—. Da a las otras estacionesla orden de que conecten todas lasbombas.

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Al ejecutar el técnico la orden deShakir, llegó a través de la pared elzumbido de las gigantescas bombas yturbinas. Pronto habría demasiado ruidopara seguir con la conversación verbal.Shakir decidió pronunciar la últimapalabra.

—En el desierto llamamos «siroco»al viento cálido. Hoy lo generamos.Barrerá África, poniendo fin a estaPrimavera Árabe y dejando en su lugarel verano más reseco y abrasador.

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Gafsa, Túnez

Al calor de la tarde, Paul Trout sudabaempapando la ropa y sentía que le ardíala cara a pesar del sombrero de tamañocasi mexicano que llevaba puesto.Cuando bajó el sol, sus rayos se le

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metieron por debajo del ala, picándolela piel con especial júbilo, como siquisieran decirle que los pálidos nativosde Nueva Inglaterra no tenían cabida enesa parte del mundo.

Con dos metros de altura, Paul era elexcursionista más alto del grupo quesubía por una rocosa colina desprovistade follaje. También era el menosatlético. Unos pasos por delante, suesposa, Gamay, seguía dando zancadaspor la montaña como si estuviera en supaís paseando al perro. Llevaba ropa decorrer y gorra de béisbol de color

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canela. El pelo rojizo, recogido en unacola de caballo, le salía por la partetrasera de la gorra y se balanceaba a unlado y a otro.

Paul se encogió de hombros. Alguientenía que ser el atleta de la familia. Yalguien tenía que ser la voz de la razón.

—Creo que tendríamos que hacer undescanso —dijo.

—Vamos, Paul —gritó Gamay, allíadelante—, ya falta poco. Una colinamás y podrás hacer un alto en lasmilagrosas aguas del lago más nuevo delmundo y descansar en la playa de Gafsa.

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La zona cercana a la ciudad de Gafsahabía sido un oasis desde la época delimperio romano. Fuentes, baños ycharcas curativas salpicaban el lugar.Supuestamente, la mayoría poseíapoderes terapéuticos de uno u otro tipo.De hecho, durante las pausas mientrasestudiaban las antiguas ruinas yexaminaban la famosa Kasbah, Paul yGamay habían pasado horas relajándoseen una piscina alimentada por una fuenteexcavada por los romanos y rodeada dealtos muros de piedra.

—Agua milagrosa es lo que sobra en

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el hotel —bromeó Paul.—Sí —dijo Gamay—. Pero esas

aguas han estado ahí desde hace milesde años. Este lago acaba de aparecer dela nada hace seis meses. ¿No te intriga?

Paul era geólogo. Criado enMassachusetts, había pasado muchotiempo en el agua y curioseando en elfamoso Instituto Oceanográfico WoodsHole. Con el tiempo, ingresó en elInstituto Scripps de Oceanografía yobtuvo un doctorado en geología marina,centrado en las estructuras de suelo delas profundidades del mar. Se asociaba

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su nombre con varias patentesrelacionadas con tecnologías para elestudio de las formaciones geológicasdebajo del lecho oceánico. Así que,dados sus antecedentes, la idea de unlago que aparece de la nada le llamóciertamente la atención, aunque suinterés tampoco era excesivo, y despuésde una hora de conducir por lo quealguien había imprecisamente llamado«camino», y de treinta minutosadicionales de caminata bajo un solabrasador, estaba llegando a su límite.

—Ya casi hemos llegado —gritó

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Gamay.A Paul le asombraba su mujer, una

criatura de energía ilimitada, siempre enmovimiento. Ni siquiera en casa parecíaquedarse quieta. Tenía un doctorado enbiología marina, aunque había acudido atantas clases de otras disciplinas quepodría tener varios títulos más. Despuésde haberla observado durante años, Paulsabía que se aburría con facilidad detodo lo que dominaba, y que siemprebuscaba un nuevo desafío.

A menudo insistía, guiñando un ojo,en que él no paraba de frustrarla, y que

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esa era la clave de su matrimonio largoy feliz. Eso y un sano deseo de aventurascompartidas, apoyadas en su trabajopara la NUMA, que a menudo seprolongaba durante las vacaciones.

Allí adelante, Gamay llegó a la cimade la cresta incluso antes que el guía. Sedetuvo, miró alrededor y se puso lasmanos en las esbeltas caderas.

El guía se detuvo al lado de ella unossegundos más tarde, pero en vez deparecer impresionado mostró un atisbode confusión en el rostro. Se quitó el

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sombrero y, perplejo, se rascó lacabeza.

Al llegar a la cima, Paul entendió porqué. Lo que había sido un profundo lagorodeado de montañas rocosas era ahorauna marisma con un círculo de cuatrometros de agua salobre en el centro. Unaraya descolorida manchaba el barrancocircundante, señalando el punto más altodel agua como el anillo de espuma dejabón que se forma alrededor de unabañera.

Algunos otros turistas llegaron a lacima poco después de Paul. Como él, se

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habían quedado sin habla. Habiendovisto una selección de impresionantesfotografías antes de contratar laexcursión y ser transportados aldesierto, no era eso lo que esperaban.

—Qué espectáculo tan lamentable —dijo una mujer con acento sureño—. Aeso, en mi pueblo, ni siquiera lollamaríamos «charco».

El guía, un hombre del lugar que vivíade llevar turistas al lago, parecíaconfundido.

—No entiendo. ¿Cómo puede ser?

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Hace dos días, el lago llegaba hastaaquí.

Señaló el anillo descolorido querayaba las rocas.

—Evaporación —sentenció unescocés—. Aquí hace mucho calor.

Mirando el barro, Paul se olvidó detodos sus dolores y achaques. Sabía queestaban ante un misterio. Una cosa era laaparición de un lago: todos los díasbrotaban fuentes de agua fría y caliente,pero que un lago desaparezca de lanoche a la mañana... eso es algo muydiferente.

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Oteó el entorno para tener una idea dela superficie y de la profundidad, e hizouna estimación aproximada del volumendel lago.

—Esa cantidad de agua no se pudoevaporar en dos meses —dijo—. Menosaún en dos días.

—Entonces, ¿adónde se fue? —preguntó la mujer sureña.

—Quizá se la robó alguien —respondió el escocés—. Después detodo, esta zona se encuentra en plenasequía.

En eso, el hombre tenía razón. Túnez

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estaba sufriendo mucho, incluso para losparámetros de África del Norte. Pero nillenando un millar de camiones cisternase podría haber drenado un lago de estetamaño. Paul buscó una brecha en elpaisaje o alguna vía de escape pordonde pudiera fluir el agua. No vio nadaparecido.

Empezaron a zumbar moscasalrededor y el grupo se quedó ensilencio. Por último, la mujer sureñaconsideró que ya había visto suficiente.Palmeó en el hombro al guía, dio mediavuelta y empezó a bajar por la colina.

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—Me parece, cariño, que alguien lequitó el tapón. Lo siento.

En rápida sucesión, la siguieron losdemás, que poco interés tenían en elestudio de un agujero en el barro.Incluso se fue el guía, que no paraba dehablar, tratando desesperadamente deexplicar qué aspecto había tenido ellago hacía apenas unos días, einsistiendo con toda tranquilidad que,aunque hubiera desaparecido, no lesreembolsarían nada.

Paul se entretuvo pensando en lo queestaban viendo y observando a un grupo

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de niños que había echado a andar porel barro seco para conseguir los últimosrestos de agua.

—Tiene razón —le dijo a Gamay, quese había acercado.

—¿En qué?—En que alguien ha quitado el tapón

—dijo—. Fuentes como esta suelenbrotar con frecuencia de los acuíferos.Por lo general, cuando las capas rocosassubterráneas se agrietan y se mueven. Aveces el agua queda atrapada y forma unlago, como aparentemente hizo aquí. Aveces la fuente lo sigue alimentando, y a

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veces el fenómeno es único y no serepite. Pero aunque las capas rocosas semuevan y corten el flujo del agua, ellago suele quedar en su sitio durantemeses, hasta que el sol lo seca. Para queeste largo desapareciera con tantarapidez el agua tuvo que marcharse aalgún otro sitio. Pero no sale de aquíningún arroyo. El paisaje es un enormecuenco rocoso.

—Así que si no puede ir hacia arribani hacia fuera, debe de haber ido haciaabajo —dijo Gamay—. ¿Es esa suteoría, señor Trout?

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Paul asintió.—Hasta el sitio de donde salió.—¿Has oído que esto haya ocurrido

alguna vez?—No —dijo Paul—. La verdad es

que no.Mientras miraban con asombro y

sacaban algunas fotos, un hombre quehabía estado haciendo lo mismo en otraparte del borde, se acercó a ellos. Eramás bien bajo, de más o menos un metrosesenta y cinco, con rostro bronceadotapado por un sombrero de lona flexibley cubierto por una barba incipiente y

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entrecana. La mochila, el bastón y losprismáticos sugerían que era unexcursionista. Pero Paul notó quellevaba en la mano un nivel deagrimensor negro y amarillo.

—Hola —saludó el hombre,levantando apenas el ala del sombrerocon el dedo—. No pude evitar escucharla conversación sobre la desaparicióndel lago. Todo el día ha estado llegandogente que después se marchabamoviendo la cabeza con decepción.Ustedes son las primeras personas queoigo tratando de descubrir qué ocurrió y

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qué ha pasado con el agua. Porcasualidad ¿son geólogos?

—Yo tengo formación de geólogo —dijo Paul, ofreciendo la mano—. PaulTrout. Esta es mi mujer, Gamay.

El hombre estrechó la mano de Paul ydespués la de Gamay.

—Yo me llamo Reza al-Agra.—¿Cómo está usted? —dijo Gamay.—He tenido mejores días —admitió

él.Paul señaló con la cabeza las

herramientas de agrimensor.—¿Ha venido aquí a medir el lago?

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—No exactamente —respondió elhombre—. Como usted, yo trataba deentender cómo y por qué hadesaparecido el agua. El primer pasofue calcular cuánta agua llegó a haberaquí.

—Nosotros nos conformábamos contratar de adivinarlo —admitió Paul,pensando que el cálculo preciso seríauna exageración.

—Sí, claro... —dijo Reza—. Yo nome puedo permitir ese lujo. Soy eldirector de recuperación de agua del

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gobierno libio. Se supone que tengo queser preciso.

—Pero estamos en Túnez —señalóGamay.

—Me doy cuenta —dijo el hombre—.Pero pensé que tenía que verlo. En miprofesión, la desaparición de los ríos esun mal presagio.

—Este no es más que un pequeño lagoen medio del desierto —dijo Gamay.

—Pero no es el único —comentó elhombre—. En mi país, las reservas deagua se han estado secando durante elúltimo mes. Los lagos alimentados por

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manantiales se secan, los arroyos no sonmás que hilos de agua. Por no mencionarque todos los oasis del país, que habíansido verdes desde que gobernaban lazona los cartagineses, están adquiriendoun color marrón. Hasta el momentohemos resuelto la situación bombeandomás agua subterránea, pero últimamentemuchas estaciones de bombeo informande una drástica reducción de los flujos.Creímos que era un problema local,pero al enterarnos de la desaparición deeste largo, que ahora compruebo con mispropios ojos, es evidente que se trata de

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un problema mucho más extendido de loque imaginábamos. Indica que se haproducido un cambio drástico en la capafreática.

—¿Qué puede haber pasado? —preguntó Gamay.

—Nadie lo sabe —se limitó a decirel hombre—. ¿Ustedes aceptaríanayudarme a descubrirlo?

Paul miró a su mujer. Entre elloscirculó un mensaje tácito.

—Nos encantaría —dijo Paul—. Sinos lleva más tarde al hotel,

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recogeremos nuestras cosas y dejaremosque la excursión siga sin nosotros.

—Magnífico —dijo Reza con unasonrisa—. Mi Land Rover está en elcamino.

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Puerto de La Valeta, Malta

Entrar en el puerto de La Valeta eracomo viajar al pasado, a una época en laque pequeños enclaves como Malta,gobernados por grupos de hombrespoderosos, eran vitales para el comercio

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internacional y para el control delMediterráneo.

Cuando el Sea Dragon dejó atrás elrompeolas, la vista fue casi la mismaque la de la isla en sus mejores tiempos,y Kurt no tuvo ningún problema enimaginarse viviendo allí en el siglo XIX,o en el XVIII, o incluso en el XVII.

Frente a ellos, iluminada por el solponiente, dominaba el paisaje la cúpulade la iglesia carmelita. Alrededor selevantaban viejos edificios y otrasiglesias. El propio puerto estabaprotegido por nada menos que cuatro

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guarniciones con muros de piedra yplazas de artillería y ciudadelas quetodavía vigilaban el estrecho canal.

El fuerte Manoel brotaba de una islasituada dentro de la ensenada, mientrasque el fuerte San Telmo estaba en elextremo de la península. Susdescoloridos muros de piedra parecíanbrutales e inexpugnables después de casiquinientos años. Directamente enfrente,defendiendo el lado derecho del puerto,el fuerte Ricasoli tenía un diseñodiferente y parecía bajo y sobrio, conmuros que se extendían hasta conectarse

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con el rompeolas, donde había unpequeño faro. Finalmente, dentro delpuerto, estaba el fuerte San Ángel,asentado al borde del agua sobre unaestrecha franja de tierra.

Y como si todos los fuertes nobastaran para sugerir que Malta era unafortaleza, todos los malecones, edificiosy peñascos naturales estaban formadospor la misma piedra de color leonado.

Parecía que, en vez de haber sidoconstruida sobre el suelo a lo largo delos años, había sido tallada y cinceladaen un solo bloque de piedra caliza.

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—Uno se pregunta cómo hicieron losforasteros para apoderarse de la isla —dijo Joe, asombrado con lasfortificaciones.

—Como se hace siempre para vencerla fuerza bruta —respondió Kurt—. Conengaños y trampas. Napoleón, rumbo aEgipto, atracó en el puerto y empezó acomprar víveres para sus barcos. Loslugareños, ávidos de dinero, lo dejaronentrar. En cuanto la flota traspuso losfuertes, ya sin peligro, desembarcó elejército y apuntó con las armas a losresidentes.

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—Un caballo de Troya que ni siquieratuvieron que construir —resumió Joe.

El Sea Dragon se había metido ya enel puerto interior y avanzaba hacia unazona abierta en los muelles. Aquel sitioera más moderno, con pequeños buquescisterna descargando combustible ygasóleo para calefacción junto acruceros y voluminosos buques decarga. El Sea Dragon atracó junto aellos.

Sin esperar a que amarraran laembarcación, Kurt y Joe saltaron al

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muelle y echaron a andar enérgicamentehacia la calle.

—Pon dos hombres a vigilar todo eltiempo —gritó Kurt volviendo la cabeza—. Sospecho que hay por aquí hombrespeligrosos.

—¿Como vosotros? —respondióReynolds con un grito.

Kurt lanzó una carcajada.—Tratad de no hacer mucho lío —

añadió Reynolds—. Nos hemos quedadosin dinero para fianzas.

Kurt saludó con la mano. Él y Joellegaban tarde a una cita con el

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conservador del Museo OceánicoMaltés.

—¿Crees que el conservador todavíanos estará esperando? —preguntó Joemientras trataban de parar un taxi.

Kurt miró hacia el cielo. Faltaba pocopara el anochecer.

—Creo que hay un cincuenta porciento de probabilidades.

Arriba, en la calle, se detuvo un taxi yse montaron.

—Tenemos que ir al Museo Oceánico—dijo Kurt.

El conductor se manejó muy bien por

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las estrechas y tortuosas calles, pasandovarios semáforos en ámbar ydepositándolos delante del museo, juntoa una estatua de Poseidón.

Después de pagar y añadir unagenerosa propina, Kurt y Joeatravesaron la plaza, evitando una zonaacordonada por una construcción. Alllegar delante del museo, subieron losescalones hacia una fachadaimpresionante, como era de esperar.

El frente del Museo Oceánico Maltésle recordó a Kurt la New York PublicLibrary, incluso con los leones de piedra

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a los lados. Al llegar a la puerta, Kurthabló con un guarda de seguridad y Joeesperó mientras el guarda llamaba a unnúmero.

Poco después, apareció un hombrealto y delgado con una chaqueta detweed provista de coderas.

Kurt le tendió la mano.—Supongo que es usted el doctor

Kensington.—Llámeme William —dijo el

hombre, estrechando la mano de Kurt.Era un expatriado inglés. Uno de tantosen una isla que había formado parte del

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Imperio Británico durante más de unsiglo.

—Sentimos llegar con retraso —dijoKurt—. Tuvimos el viento en contra.

Kensington sonrió.—Es lo normal. Por eso se han

inventado las motonaves.Entre risas, Kensington los hizo pasar

al edificio y después cerró la puerta. Laseña con la cabeza al guarda deseguridad pareció natural, pero antes deatravesar con él la sala, Kurt notó que elhombre echaba un vistazo a la puerta y

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doblaba uno de los listones de lapersiana para ver mejor.

Kensington se apartó de la ventana ylos llevó por el vestíbulo y después porun amplio salón donde habíapreparativos en marcha para la fiesta dela subasta que tendría lugar al cabo deunos días. Siguieron hasta la oficina deKensington, una pequeña habitaciónrectangular en un remoto rincón deltercer piso atestada hasta el techo depequeños artefactos, pilas de revistas ytrabajos académicos. La ventana parecía

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fuera de lugar, dado que era un estrechovitral.

—Restos del uso anterior del edificiocomo abadía en el siglo XVIII —explicóKensington.

Al sentarse los tres hombres, seencendieron fuera unos reflectores,acompañados por los ruidos de una obraen construcción: martillos neumáticos ygrúas y hombres gritando.

—Un poco tarde para ponerse adestrozar el lugar —comentó Kurt.

—Están rehaciendo la plaza —

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explicó Kensington—. Trabajan denoche para no molestar a los turistas.

—Ojalá hicieran eso en las calles demi ciudad —dijo Joe—. Llegaría altrabajo mucho más rápido.

Kurt le dio a Kensington su tarjeta.—NUMA —dijo el conservador del

museo, leyendo con atención—. No es laprimera vez que trabajo con estaempresa. Siempre ha sido un placer. ¿Enqué les puedo servir?

—Estamos aquí para informarnossobre la recepción previa a la subasta.

Kensington guardó la tarjeta.

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—Sí —dijo—. Va a ser muyemocionante. La fiesta tendrá lugardentro de dos noches. Será de punta enblanco. Me gustaría invitarlos, pero metemo que es para un grupo cerrado.

—¿Qué ocurre en esa fiesta?—Permite que los invitados examinen

los lotes de manera virtual —dijoKensington— y midan sus fuerzas, parasaber con quién compiten en la subasta.—Ensayó una sonrisa—. Nada infla losprecios como una competenciaalimentada por el ego.

—Me imagino —dijo Kurt.

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—Les puedo asegurar —añadióKensington— que la gente está dispuestaa pagar un ojo de la cara por el derechode ver algo que nadie ha visto durantecientos o incluso miles de años.

—Y pagar aún más para llevárselo acasa y no compartirlo con nadie.

—Sí —convino Kensington—. Perono hay en eso nada ilegal. Y todo es parabeneficio del museo. Somos unaorganización privada y tenemos quefinanciar nuestras actividades derestauración con algo aparte de venderentradas.

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—¿Tiene la lista de los objetos quesaldrán a la venta?

—Sí —dijo Kensington—. Pero nopuedo compartirla. Normas y cosas porel estilo.

—¿Normas? —preguntó Kurt.—Y cosas por el estilo —repitió

Kensington.—No sé si entiendo —dijo Kurt.En la frente de Kensington apareció

una gota de sudor.—Ya se sabe lo que pasa cuando se

explora el mar. En cuanto se recuperaalgo y se revela al mundo, la gente

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empieza a disputarse su propiedad.Cuando se recupera oro de un galeónespañol, ¿a quién pertenece? El equipode salvamento dice que es suyo. Losespañoles insisten en que se trata de unbarco de ellos. Los descendientes de losincas dicen que el oro era suyo y quenosotros se lo quitamos de su territorio.Eso con el oro; con los artefactos es aúnpeor. ¿Saben que Egipto ha presentadouna demanda ante Inglaterra pararecuperar la piedra de Rosetta? ¿Y elObelisco Letranense de Roma?Originariamente estaba fuera del Templo

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de Amón en Karnak, hasta queConstancio II se apropió de él. Queríallevarlo a Constantinopla, pero elobelisco no llegó más allá de Roma.

—Entonces, lo que quiere decir...Kensington habló con franqueza.—Esperamos demandas en cuanto se

revele qué contienen los lotes. Nosgustaría disponer al menos de una nochepara disfrutarlos antes de que se nosechen encima los abogados de todo elmundo.

Era una buena historia, quizá hasta

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parcialmente verídica, pensó Kurt, peroKensington ocultaba algo.

—Señor Kensington —empezó adecir.

—William.—No quiero hacer esto —prosiguió

Kurt—, pero no me deja alternativa.Sacó las fotos que le había dado la

doctora Ambrosini y deslizó una sobrela mesa.

—¿Qué se supone que tengo que veraquí?

—Ese es usted —dijo Kurt—. No esla mejor foto, de acuerdo, pero es usted,

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sin duda. Hasta lleva la misma chaquetade tweed.

—Sí. ¿Y qué?—Los otros hombres que aparecen en

la foto... —siguió Kurt—. Digamos queno es el tipo de gente con la que a uno legustaría retratarse. Dudo incluso quesean el tipo de invitados que tendrá en lafiesta.

Kensington miró la foto con atención.—¿Reconoce a alguno? —preguntó

Joe.—Este —dijo Kensington, señalando

al desaparecido doctor Hagen—. Es una

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especie de cazador de tesoros, uncoleccionista menor. Médico, si no mefalla la memoria. Los otros dos soncolegas suyos. Pero no veo qué relaciónpuede tener esto con...

—Es un médico —lo interrumpióKurt—. En eso no se equivoca. Tambiénes sospechoso de ser terrorista, y está enbusca en relación con el incidente queocurrió ayer en Lampedusa. Quizá hayanparticipado también los demás.

El rostro de Kensington empalideció.Los medios de información habíanestado cubriendo el hecho sin cesar,

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describiéndolo como el peor desastreindustrial desde Bhopal.

—No he oído hablar de terrorismo —dijo—. Creía que era un accidentequímico causado por ese buque de cargaque encalló.

—Eso es lo que se le dice al mundo—aseguró Kurt—. Pero no es la verdad.

Kensington tragó saliva y carraspeó.Tamborileó con los dedos y despuésjugueteó con un bolígrafo en elescritorio mientras fuera se ponía enmarcha una grúa.

—No... No sé qué quieren que diga

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—tartamudeó—. Ni siquiera recuerdo elnombre de esa persona.

—Hagen —recordó Joe, siempreservicial.

—Sí, es cierto... Hagen.—Me parece que es usted un poco

olvidadizo —dijo Kurt—. Según lapersona que sacó esta foto, ha estadotres veces con Hagen. Esperamos quepor lo menos recuerde qué quería.

Kensington suspiró y miró alrededor,como buscando ayuda.

—Quería una invitación para la fiesta

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—aclaró finalmente—. Dije que nopodía hacerle el favor.

—¿Por qué?—Como ya expliqué, es una reunión

muy exclusiva. Reservada para solounas docenas de mecenasextremadamente ricos y amigos delmuseo. El doctor Hagen no podíapermitirse estar en la mesa.

Kurt se recostó en la silla.—¿Ni siquiera con doscientos mil

euros?Ese dato llamó la atención a

Kensington, pero el conservador del

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museo recobró de inmediato lacompostura.

—Ni siquiera con un millón.Kurt siempre había creído que el

dinero era para comprar los artefactos,pero quizá tenía otro objetivo.

—En caso de que le ofreciera esedinero como soborno, usted sabrá muybien que esas personas no suelen pagar.Prefieren borrar sus huellas. Puedenmostrarle el dinero. Hasta puedenpagarle algo y dejarle tener el dinero.Pero cuando consiguen lo que quieren,

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se asegurarán de que no viva losuficiente para gastarlo.

Kensington no respondió conindignación; se quedó en silencio, comosi estuviera pensando en lo que acababade decirle Kurt.

—Pero ya lo sabe —añadió Kurt—.De lo contrario, no habría estadomirando por la ventana como si loanduviera acechando la Parca.

—Yo...—Usted está esperando que vuelvan

—dijo Kurt—. Les tiene miedo. Y lepuedo asegurar que no se equivoca.

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—No les he dado nada —dijoKensington en su propia defensa—. Lespedí que se fueran. Pero usted no loentiende. Ellos...

Kensington calló y se puso a juguetearcon algo en el escritorio antes de alargarla mano y abrir un cajón.

—Despacio —dijo Kurt.—No busco un arma —explicó

Kensington, sacando un frasco deantiácidos casi vacío.

—Podemos protegerlo —aseguróKurt—. Podemos entregarlo sano ysalvo a las autoridades, que velarán por

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su seguridad, pero primero tiene queayudarnos.

Kensington se echó unos antiácidos enla boca. Parecía que eso le ayudaba atranquilizarse.

—No hay nada de que protegerme —dijo, masticando las pastillas—. Esto esridículo. Un par de coleccionistas meacosan buscando unos artículos y derepente paso a ser un delincuenteconsumado. Un asesino múltiple.

—Nadie lo acusa de eso —dijo Kurt—. Pero esos hombres estuvieroninvolucrados con el atentado. Y usted,

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quiera o no quiera, está enredado conellos. En cualquier caso, corre peligro.

Kensington se masajeó la sien; fuerasonaron unos gritos y alguien puso enmarcha un martillo neumático.

Kurt vio que ese hombre era presa deuna gran confusión. Con la mano en lasien parecía querer quitarse el dolor, elruido, el estrés.

—Les aseguro —dijo Kensington—que no sé nada acerca de esos hombres.Solo querían, como ustedes, informaciónsobre algunos artículos de la subasta,artículos de los que, por un pacto de

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confidencialidad, no puedo hablar. Peroantes de que empiecen a imaginarsecosas, les puedo asegurar que esosartículos no tienen nada deextraordinario. No son nada fuera de locomún.

Finalmente allí fuera cesó el martilloneumático, y en el relativo silencio quese produjo, Kensington cogió unbolígrafo con una mano visiblementetemblorosa.

—No son más que chucherías —prosiguió, hablando casi distraídamentemientras apuntaba algo en un papel—.

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Objetos egipcios no verificados. Nadade gran valor.

Abajo, en el patio, rugió un motor. Unruido potente y extrañamente fuera delugar. Bastó para que a Kurt se lepusiera de punta el pelo de la nuca.Volvió la cabeza y vio que una sombrase balanceaba por delante del vidriocoloreado de la ventana.

—¡Cuidado! —gritó, tirándose alsuelo.

Se produjo entonces un tremendoestruendo y el brazo de una grúa entrópor la ventana como un ariete.

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Volaron pedazos de vidrios en todasdirecciones mientras el brazo amarillo ynegro avanzaba golpeando el escritoriode Kensington y aplastándolo contra lapared, inmovilizando de paso alresponsable del museo.

El brazo se retiró unos metros y Kurtse lanzó hacia Kensington, lo agarró y loarrastró apartándolo de allí antes de quela grúa acabara con los restos delescritorio y dejara un agujero en la viejapared de piedra que había detrás.

Una tercera embestida de la grúa

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estuvo a punto de derribarles el techo enla cabeza.

—¡Kensington! —gritó Kurt, mirandoal hombre.

Kensington tenía la cara aplastada, lanariz rota, los dientes y la caradestrozados. La punta del brazo le habíapegado directamente. No respondía,pero aparentemente respiraba.

Kurt lo apoyó en el suelo y descubrióque tenía una nota arrugada en la palmade la mano. Mientras se la sacaba, Joegritó:

—¡Al suelo!

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El brazo de la grúa se balanceaba.Kurt tapó a Kensington y agachó elcuerpo todo lo que pudo mientras losatacantes derribaban otra pared.

Esta vez el brazo quedó atascado enla mampostería debajo de la ventana.Hubo un tibio intento de arrancarlo ydespués la máquina se detuvo.

Kurt corrió hasta la abertura en lapared. Vio a un hombre en la cabina dela pequeña grúa moviendodesesperadamente los mandos mientrasotro lo acompañaba, armado con unaametralladora.

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Al descubrir a Kurt, el hombrelevantó el arma y disparó una rápidaráfaga. Kurt se apartó mientras las balaspegaban cerca de la abertura pero nodaban en el blanco.

Joe ya estaba al teléfono, pidiendoayuda. Aún no había cortado cuando seprodujeron más disparos.

Kurt comprendió que iban en otradirección. Volvió a mirar hacia fuera.Los atacantes corrían, disparando sobrela gente para abrirse paso.

—Quédate con Kensington —ordenóKurt—. Los voy a perseguir.

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Antes de que Joe lograra protestar,Kurt salió por lo que quedaba de laventana y empezó a bajar como pudo porel brazo de la grúa.

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Kurt bajó arrastrándose por el brazo deacero de la grúa, usando como asideroslos agujeros circulares. Vio a treshombres armados que corríanatravesando la calle hacia unamicrofurgoneta aparcada al otro lado.Saltó cuando estaba cerca del suelo y

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descubrió que había allí variostrabajadores muertos a tiros paraquitarles la grúa.

Al otro lado de la calle seencendieron las luces de la furgoneta yarrancó el motor.

Kurt miró alrededor buscando algocon lo que perseguirlos. La únicaposibilidad real era un pequeñovolquete Citröen. Se trataba de unvehículo estrecho y alto, de aspectoextraño para los gustos estadounidenses,pero mucho más adecuado para lasapretadas calles de una pequeña isla.

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Corrió hacia él, subió y descubrió quetenía la llave de contacto puesta.Arrancó, metió primera y aceleróatravesando la plaza en diagonal,bajando por los escalones y tratando deinterceptar la furgoneta. La pequeñafurgoneta era demasiado ágil. Hizo unviraje brusco, subió a la acera y treintametros más adelante volvió a bajar a lacalzada.

Kurt dio marcha atrás e hizo girar elvolante hasta que quedó apuntando en ladirección correcta.

Estaba a punto de pisar el acelerador

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cuando vio delante del museo un rostroconocido.

—¡Sube! —gritó.Joe subió de un salto al vehículo

mientras Kurt lo ponía en marcha.—¿No podrías haber alquilado algo

un poco más pequeño? —preguntó Joe.—Incluye una actualización gratuita

—dijo Kurt—. Ser socio tiene susprivilegios.

—¿Qué pasa si la policía decide queentre esos privilegios no está el de robarvolquetes de la escena del crimen?

—Depende —contestó Kurt.

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—¿De qué?—De que haya o no atrapado a los

malos.A pesar del ruido del motor del

volquete, no parecía muy probable quefueran a conseguirlo. La furgoneta no eraningún coche de carrera, pero era ágil ymanejable, y rápidamente los ibadejando atrás. En comparación, elvolquete parecía lento y pesado.

Por un instante, una congestión detráfico niveló un poco la situación, perola pequeña furgoneta logró escabullirsepronto. Kurt no tenía esa opción.

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Encendió todas las luces y se puso atocar con desenfreno la bocina.

Al cruzarse con el volquete, losconductores más sensatos se apartaban,pero los vehículos aparcados en elborde de la calle no tenían tanta suerte.Kurt no podía evitar rozarlos, y arrancócinco espejos consecutivos.

—Me parece que te saltaste uno —dijo Joe.

—Lo arrancaremos al volver.Con el pie en el suelo, Kurt seguía

acelerando.—Me parece que te pedí que te

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quedaras con Kensington.—Lo hice —dijo Joe.—Me refería a que te quedaras hasta

que recibiéramos ayuda.—La próxima vez tendrás que ser más

concreto.Ahora iban reduciendo la distancia

con la furgoneta, aumentando lavelocidad; la calle era más ancha ybajaba hacia el puerto, donde despuésde una curva pasaba por delante de yatesmillonarios y pequeños barcospesqueros. Uno de los que iban en lafurgoneta no parecía contento. Rompió

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la ventanilla trasera y empezó a dispararhacia el volquete que los perseguía.

Instintivamente, Kurt se agachómientras las balas acribillaban elparabrisas. Al mismo tiempo, giró haciala derecha y se metió por una callelateral que se desviaba del puerto.

—Ahora vamos en direccióncontraria —señaló Joe.

Kurt seguía con el pie pegado alsuelo. Redujo una marcha pero sin bajarla potencia.

—Y ahora vamos aún más rápido endirección contraria —añadió Joe.

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—Esto es un atajo —dijo Kurt—.Aquí la costa tiene forma de mano y losdedos se internan en el puerto. Mientrasellos siguen el borde de uno de esosdedos, nosotros atravesaremos la palma.

—O nos perderemos —comentó Joe—. Porque no tenemos ningún mapa.

—Basta con que tengamos el puertosiempre a la izquierda —dijo Kurt.

—Espero que no se les ocurracambiar de dirección.

Resultaba fácil orientarse en elpuerto, ya que todos los fuertes yedificios importantes estaban iluminados

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por reflectores. Incluso desde los puntosmás altos se veía la calle de abajo.

—Allí —dijo Joe, señalando.Kurt también la vio. La pequeña

furgoneta seguía avanzando. A la mismavelocidad que antes. Parecía que elconductor no tenía interés en mezclarsecon ellos.

Bajando una cuesta, el volqueteempezó a adquirir velocidad. Vibraba yse sacudía y la carga de barras y trozosde hormigón que llevaba en la cajasaltaban a un lado y a otro produciendoun considerable estruendo.

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Fueron hacia el cruce.—¿Qué vas a hacer? —preguntó Joe.—Como los romanos, los voy a

embestir.Joe se apresuró a buscar un cinturón

de seguridad, pero no lo encontró.—¡Espera!Al llegar a la confluencia con la otra

calle, erraron el blanco. Habían tomadotanta velocidad al bajar por la cuestaque Kurt no pudo sincronizar bien elencuentro. Ahora estaban en ladelantera.

—Vamos por delante de la furgoneta

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que supuestamente estamos persiguiendo—dijo Joe.

—Ponle remedio.Joe hizo la única cosa sensata que se

le ocurría. Levantó la palanca delsistema hidráulico y el volquetedescargó centenares de kilos dehormigón roto, metales retorcidos yotros escombros.

La descarga rodó hacia la furgoneta,golpeándola como un alud, abollándoleel radiador. Con el parabrisasdestrozado por el rebote de los trozos de

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hormigón, la furgoneta perdió el control,salió de la calzada y volcó.

Kurt pisó el freno y el volquete patinóy finalmente se detuvo. Saltó de lacabina y corrió hacia la furgonetavolcada. Joe lo siguió, armado con unapalanca.

Al llegar vieron que echaba vapor porel radiador y que todas las piezasmetálicas estaban abolladas yaplastadas. En el aire había olor agasolina.

No tardaron en comprobar que elhombre que iba en el asiento del

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pasajero estaba muerto. Un trozo de losescombros había entrado por laventanilla y le había pegado en lacabeza. Pero era el único que quedabadentro.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Joe.

Al volcar los vehículos, los cuerpossuelen salir despedidos, pero Kurt noveía a nadie. Entonces, a lo lejos,descubrió que dos figuras corrían entrelas rocas hacia el fuerte San Ángel.

—Espero que hayas traído las

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zapatillas de correr —dijo, arrancandohacia allí—. Aún no hemos terminado.

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El doctor Hagen corría atropelladamentehacia el fuerte que se levantaba a lolejos, impulsado por una mezcla deconmoción y de miedo. Las cosas ibande mal en peor. Mediante un sistema deespionaje, se había enterado de queKensington por poco no había revelado

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a los hombres de la NUMA lo quepretendía hacer. Aterrorizado, habíaexigido que los agentes de Osirismataran al conservador del museo antesde que pudiera dejarlos al descubierto, yestaba seguro de que lo habían logrado.Pero desde entonces todo había sido undesastre: la persecución, el choque, lapérdida de las armas al volcar.

—Necesitamos ayuda —gritó Hagen—. Que vengan a socorrernos.

Por suerte, el otro asesino todavíallevaba la radio sujeta al cinturón. La

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sacó y pulsó el botón de llamada sindejar de correr.

—Sombra, soy Garra —dijo—.Necesitamos una extracción.

—¿Qué pasó, Garra?Había inquietud en su voz.—Kensington se encontró con los

estadounidenses. Nos iba a delatar.Tuvimos que matarlo. Ahora nos andanpersiguiendo.

—Mátalos.—No podemos —dijo—. Están

armados. —Eso era mentira, pero elequipo de extracción no tenía por qué

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saberlo—. Estamos heridos. Uno hamuerto. Necesitamos que nos saquen deaquí.

Delante, se levantaba el fuerte SanÁngel, con los imponentes murosalumbrados de un naranja cegador poruna hilera de potentes reflectores.Cuanto más se acercaban al fuerte, másalumbrado estaba el terreno circundante.Era como correr por Times Square. Perono tenían alternativa. La seguridadestaba al otro lado.

—¿Qué pasó? —gritó Hagen—. ¿Quédijo?

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—Sombra, ¿me recibes?Se produjo un silencio antes de que

reapareciera la voz en la línea.—El bote estará en el canal. Liquiden

a los perseguidores y después nadenhacia él. No nos fallen. Si lo hacen, yasaben lo que les sucederá.

Hagen no pudo evitar oír la respuesta.No le gustaba, pero era mejor que nada.Redujo la marcha. Garra, el hombre quesupuestamente debía ayudarlo, seguíacorriendo sin parar, subiendo por larampa hacia el fuerte. Estaba en mejor

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forma que Hagen. Y aparentemente no leimportaba que lo atraparan.

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Kurt y Joe iban acortando la distanciaque los separaba de los asesinos, peroaquellos dos hombres les llevaban unagran ventaja y, al llegar al fuerte,desaparecieron.

Sin perder velocidad, Kurt continuó

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subiendo por la rampa, seguido de cercapor Joe.

Kurt pasó de la carrera al trote. Elresplandor anaranjado de los reflectoresy las sombras cuando algo tapaba la luzcomplicaban la visión. Se mantenía acierta distancia de los muros. No queríaque alguien escondido en un rincón lesaltara encima.

Incluso desde ese ángulo, la estructuradel fuerte resultaba imponente.Construido en una lengua de tierra quese internaba en el puerto de La Valeta,tenía forma de pastel de boda multicapa,

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pero los muros de cada nivel tenían unainclinación diferente, de manera que aun barco atacante le resultaría imposibleencontrar un punto seguro desde dondedisparar.

Kurt aflojó el paso. El muro del fuertequedaba a su derecha, las aguas delpuerto a su izquierda. Pasó por delantede una puerta cerrada y despuésencontró una escalera que se metía en elmuro como un estrecho cañón. Habíaallí también una puerta, pero un rápidovistazo le indicó que por allí habíanentrado los hombres.

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—Rompieron la cerradura —dijo,empujando la puerta.

Después de mirar con atención, Kurtempezó a subir. Se mantenía pegado a lapared, pero al llegar arriba fueemboscado por un hombre cojo quesaltó hacia él con una espada en lamano.

Kurt logró esquivar el filo, cayó alsuelo, rodó y se levantó en el momentoen el que aparecía Joe. El hombre de laespada retrocedió y miró a Joe y lapalanca que llevaba en la mano ydespués a Kurt.

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Kurt vio una armadura, exhibida comoparte de la ilustre historia del fuerte. Enel suelo había tirado un guantelete. Deesa armadura había sacado la espada.

El hombre apuntó con ella a uno ydespués al otro. Kurt lo reconoció.

—Tú debes de ser Hagen —dijo—.El médico cobarde que huyó de una islamoribunda.

—No sabes nada de mí —gruñóHagen.

—Sabemos que tienes un antídotopara lo que les ocurrió a los pobladoresde Lampedusa. Si nos cuentas en qué

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consiste, quizá logremos que no vayas ala cámara de gas.

—Cállate —gritó Hagen.Hizo una finta hacia Kurt y después

otra hacia Joe, describiendo un largoarco con la espada.

La vieja hoja silbó cortando el airenocturno, pero Joe saltó hacia atrás conlos reflejos de una mangosta y desvió elgolpe mortal con un rápido movimientode la palanca. Saltaron unas chispas enla oscuridad, acompañadas por elestruendo metálico del choque de lasdos armas.

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—Esta situación está adquiriendo untono medieval —dijo Joe.

Hagen embistió. Lanzó varios golpesa Joe, tratando de hacerle retroceder porlas escaleras, quizá con la esperanza deque cayera, pero todos los ataquesfueron desviados, y tras un último voleoJoe rompió la punta de la espada deHagen y a continuación le dio una patadaen el pecho, todo con un solo y rápidomovimiento. Hagen cayó de espaldas yse preparó para embestir de nuevo.

—Eres muy hábil con esa cosa —dijoKurt.

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—He visto varias veces toda la seriede la Guerra de las Galaxias —respondió Joe con orgullo.

—¿Así que tienes a ese controlado?—Totalmente —dijo Joe—. Ve a

buscar a su socio. Cuando regreses ya lotendré envuelto para regalo.

Cuando se marchó Kurt, Joe encaródirectamente a su enemigo. Después demedir la situación, dejó de sostener lapalanca como si fuera una espada y laagarró con las dos manos, como si fueraun bastón de guerra.

Hagen le lanzó otro golpe, pero Joe lo

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detuvo con un extremo de la palanca ycon el otro le pegó en la cara y le dejósangrando la nariz.

—¿Sabes que a los médicos les gustadecir que «esto no te dolerá nada»? —dijo Joe—. No creo que eso se apliqueen este caso. Lo más probable es que teduela bastante.

Hagen atacó con ímpetu y se puso alanzar golpes. Luchaba condesesperación, gritando y hastaescupiendo a Joe.

Joe era puro equilibrio y aplomo. Semovía con la rapidez de un luchador

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preparado. Su juego de piernas eratranquilo y preciso. Cada arremetidarecibía una respuesta adecuada,bloqueándola o esquivándola.

Contraatacaba con facilidad, haciendofintas con una punta de la palanca ydespués blandiendo la otra.

—No solo he visto todas las películasde la Guerra de las Galaxias —avisó—;también soy admirador de Errol Flynn.

—¿Quién es Errol Flynn? —preguntóHagen.

—Me estás tomando el pelo.Hagen no respondió y Joe adoptó la

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postura de ataque. Pinchó al médico conuna punta de la palanca y lo hizoretroceder, y después, con la otra, ledescargó un golpe. Del hombro deHagen salió un ruido escalofriante, y elmédico soltó un grito de dolor.

—Creo que te di en el huesohumerístico —dijo Joe—, aunque meparece que no fue nada divertido.

Hagen soltó un gruñido.—Fue en la clavícula, idiota.Ahora estaba torcido como un pájaro

con un ala rota.—Muy bien, voy a probar de nuevo

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—dijo Joe, levantando la palanca paradarle otro golpe.

—Basta —exclamó Hagen, tirando laespada al suelo—. Me rindo. Deja degolpearme.

Hagen se arrodilló, apretándose laclavícula rota y haciendo muecas dedolor, pero cuando Joe se adelantó, elmédico le hizo una última trampa. Sacóuna jeringa del bolsillo y trato de clavarla aguja en la pierna de Joe. Este lo vioa tiempo y bloqueó hacia abajo elmovimiento, dirigiéndolo al muslo delpropio Hagen.

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Lo que había en la jeringa, fuera loque fuese, actuó de manera casiinstantánea. El médico puso los ojos enblanco y cayó de lado sobre el hombroherido sin la menor queja.

—Muy bien —dijo Joe—. Ahoratengo que llevarte.

Joe se inclinó a su lado y le buscó elpulso. Por suerte, lo encontró. Quitó lajeringa y rompió la aguja antes deguardarla en el bolsillo. Le pareció quesería prudente averiguar qué contenía.

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Mientras Joe pensaba qué hacer con elmédico inconsciente, Kurt se movía condeliberada cautela buscando al segundofugitivo. Suponía que el hombre se habíaquedado sin munición o que habíaperdido el arma, porque no había vueltoa disparar, pero eso no garantizaba queno estuviera preparando otraemboscada.

Al oír un ruido de pasos en la gravasuelta de otra escalera, Kurt pegó elcuerpo a la pared y fue a asomar lacabeza por la esquina. La escalera securvaba formando una espiral y subía

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hasta el siguiente nivel de las almenas.No era una subida larga, pero la paredde piedra impedía ver más que unospocos escalones cada vez.

Kurt se quedó perfectamente inmóvil,escuchando. Por unos segundos no seoyó ningún ruido. Después, de repente,el eco sordo de alguien que corría yllegaba al final de la escalera.

Kurt se abalanzó hacia allí y empezóa subir con rapidez. Treinta escalonescurvos y estrechos, tallados parahombres del siglo XVII, que teníanzancadas más cortas y cuerpos más

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pequeños. Entraba justo, pero avanzócon rapidez y llegó arriba a tiempo paraver a un hombre corriendo por elespacio llano de la cubierta de artillería.

El hombre iba hacia el otro extremo,donde una hilera de viejos cañonesapuntaba hacia el mar. Kurt echó acorrer detrás de él, saltando por encimade un corto muro y atravesando endiagonal un patio. Se estaba acercandocuando su presa trepó a la muralla ysaltó tres metros hasta la cubiertainferior.

Kurt llegó al muro, apoyó en él una

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mano y saltó también por encima hastael siguiente nivel. Flexionando laspiernas para absorber el impacto, semantuvo erguido, pero el asesino yaestaba a quince metros de distancia ysaltando por encima del siguiente muro.

Kurt lo siguió y descubrió que allíhabía que saltar más de tres metros.

—Al final me toca perseguir a un tíoque parece una cabra de monte.

Kurt calculó el salto a una rampa depiedra inclinada. Saltó hasta allí ycontinuó la persecución.

El objetivo se alejaba, corriendo

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hacia otro muro. Ese estaba en la partefrontal del fuerte, asomando sobre elpuerto. Hasta el momento, habían subidoa la cima y bajado dos niveles del pastelde bodas. Kurt suponía que allí seacababa la persecución. Estaban ahoraen la cubierta inferior del fuerte y laaltura, del otro lado del muro, era deveinticinco, quizá treinta metros, connada en el fondo más que rocas.

El hombre pareció darse cuenta, frenóantes de llegar al muro y volvió lacabeza para mirar a Kurt. Tras una levevacilación, arrancó de nuevo, corrió en

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línea recta y saltó al precipicio. Unacaída necesariamente mortal.

Kurt llegó el borde y miró haciaabajo, esperando encontrar un cuerpoaplastado contra las rocas. Lo que vio,en cambio, fue un estrecho corterectangular tallado en la roca, como uncanal. El hombre que había saltado nosolo estaba vivo, sino que nadaba comoun campeón olímpico hacia una lanchamotora que lo esperaba.

No le quedó más remedio que mirarcon reticente admiración cómo subían a

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bordo al nadador y desaparecían en laoscuridad de la noche.

—¿Qué ocurrió? —gritó una voz unnivel por encima.

Kurt volvió la cabeza y vio a Joesosteniendo del cogote al doctor Hagen.

—Se escapó —dijo Kurt—. Tengoque admitir que se lo merece.

—Al menos tenemos a este —respondió Joe.

Mientras hablaba se oyó un estampidoseco y el prisionero se hundió y cayó delado. Kurt y Joe se pusieron a cubiertopero no hubo más disparos.

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Detrás del muro, Kurt miró alrededor.Tanto él como Joe eran suficientementeinteligentes para no asomar la cabeza, ycomunicarse desde la protección que lesaseguraban los muros de piedra.

—Joe —gritó Kurt—. Dime que estásbien.

—Sí, estoy bien —respondió Joe convoz triste—. Pero nuestro prisioneroestá muerto.

Kurt debería haberlo adivinado.—Maldita sea —masculló—. Todo

esto para nada.—¿Tienes alguna idea de dónde vino

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el disparo?Teniendo en cuenta la posición de Joe

en el nivel superior y la manera en laque resonó en las paredes, el disparotenía que haber venido de algún sitio enel agua.

—Del otro lado del puerto —calculóKurt.

Arriesgó un vistazo en aquelladirección. La lancha motora se habíaido, pero de todos modos no era unaplataforma adecuada para disparar.Sobre la orilla de enfrente había otras

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estructuras, incluidas las fortificacionesy la plaza de artillería de otro fuerte.

—Eso está a más de trescientosmetros —dijo Joe.

—A oscuras y con algo de viento —comentó Kurt—. Vaya disparo.

—Sobre todo porque fue a la primera—añadió Joe—. Sin corrección.

No hablaban de esa manera pormorbosidad. Trataban de determinar lanaturaleza de su enemigo.

—Y en vez de matarnos a nosotros,mataron a uno de los suyos —dijo Kurt.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

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—preguntó Joe—. ¿Que esos tíos sonprofesionales?

—Asesinos a sueldo —aseguró Kurt—. Hagen no fue más que otra víctima.

Para entonces, unidades policialesavanzaban por la calle hacia el fuerte.Los destellos rojos y azules de unalancha motora que navegaba hacia ellosdesde el puerto interior mostraban quela policía también estaba allí.Demasiado tarde, pensó Kurt. Losculpables estaban muertos o habíanhuido.

Sin levantar la cabeza, por miedo a

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que siguiera allí el francotirador, sacódel bolsillo la nota que Kensingtonhabía tratado de escribir. Estabamanchada de sangre, pero algo se podíaleer. Parecía que había un nombreescrito. Sophie C...

No le decía nada. Pero en esemomento nada parecía tener sentido.Guardó el papel, esperó la llegada de lapolicía y se preguntó cuándo vendría unaracha de suerte.

Al otro lado del río, en unas ruinas tan

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antiguas y propicias como las del fuerteSan Ángel, otra figura acababa deconvencerse de que le había tocado esaracha. Observaba las consecuencias desu disparo.

Después de divisar al enemigo, habíacalculado la velocidad del viento ycombatido una repentina visión borrosa,haciendo que la doble imagen fuera unasola, y apretado el gatillo. Losproblemas de visión acompañaban lasllagas y las ampollas de la cara, quepoco a poco iban mejorando.

El número cuatro llevaba esas

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cicatrices con orgullo. Habíasobrevivido a la marcha de la muertepara regresar al punto de control, y lehabían dado una segunda oportunidad deservir a Osiris. Con un solo disparohabía demostrado su valía.

Desmontó el rifle de cañón largo,examinó con atención la foto electrónicaque había sacado del disparo mortal ypor un instante se preguntó si no deberíahaber matado a los estadounidenses.Pero solo había tiempo para un disparolimpio, y había que acallar a Hagen. Sudecisión había sido acertada. En la

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siguiente oportunidad mataría a losestadounidenses.

Después de guardar el rifle usó concuidado una bufanda para envolverse elrostro dañado, y para ocultar la gasaempapada en ungüento antibióticocurativo que le cubría la nuca. Despuésse alejó y desapareció en la noche.

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20

—Pensé que no ibais a actuar hastaque yo llegara.

Quien hablaba era Renata Ambrosini.Estaba sentada con Kurt y Joe en una

lujosa suite del último piso del hotelmás caro de Malta. Kurt sostenía unvaso de whisky con hielo contra la

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frente para aliviar un feo golpe quehabía recibido. Joe trataba de estirarsela espalda y aflojar un calambre en elcuello.

Que no estuvieran en la cárcel era unpequeño milagro. Pero después de suarresto y detención, las llamadas de losgobiernos estadounidense e italiano y unvídeo de un testigo ocular inclinaron labalanza a su favor. En dos horas pasaronde ser amenazados con cincuenta añosde trabajos forzados a ser consideradoscandidatos al título de Caballero de laOrden de San Juan. Habían aprovechado

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bien el día. Pero los dos habríancambiado los elogios por una pistamejor.

—Te puedo asegurar que nos hemosesforzado —dijo Kurt—. Pero despuésde que rompieron la pared y se dieron ala fuga, mucho no pudimos hacer.

Renata se sirvió un trago y se sentójunto a Kurt.

—Por lo menos, los dos estáis bien.Tanto Kensington como Hagen estánmuertos.

Joe parecía abatido.—Tendría que haberlo dejado en el

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suelo. Cuando lo llevé junto a la paredsolo estaba semiconsciente.

—No te eches la culpa —dijo Kurt—.Era imposible saber que tenían unfrancotirador cubriéndoles la fuga.

Joe asintió.—¿Se pudo saber qué había en la

jeringa?—Ketamina —dijo Renata—. Un

anestésico corriente, de acción rápida.Nada parecido a lo que nos afectó enLampedusa.

—¿Puede la ketamina ser el antídoto?—preguntó Kurt esperanzado.

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—Hice que el doctor Ravishawinvestigara —dijo Renata—. Por lasdudas. No produjo ningún efecto. Asíque volvemos a empezar de cero.

Kurt tomó un sorbo de whiskymientras miraba la nota arrugada queKensington le había dado.

—¿Consiguiendo nombres y teléfonosde paso por la isla? —preguntó Renata.

—Kensington estaba escribiendo estocuando el brazo de la grúa atravesó lapared.

Kurt le entregó el papel.—Sophie C. No me suena.

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—A nosotros tampoco —dijo Kurt—.Pero intentaba decirnos algo.

—Quizá Kensington quería queencontráramos a esa persona —sugirióJoe—. Quizá esa persona puedaayudarnos. Quizá Sophie C. es lamisteriosa mecenas que dona todos losartefactos para esa enorme subasta.

—Es una pena que no haya escritomás rápido —dijo Kurt.

—Lo raro es que lo haya escrito —comentó Renata—. ¿Por qué no lo dijoverbalmente?

Kurt se había estado preguntando lo

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mismo.—Por la manera en que hablaba y

miraba alrededor, parecía que podríahaber un micrófono oculto en lahabitación. O que al menos Kensingtonlo sospechaba.

Renata tomó un sorbo del vaso.—Así que os escribe una nota con

información mientras en voz alta niegatenerla.

Kurt asintió.—Quizá creía que podían oírlo pero

no verlo. Me parece que quería

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ayudarnos y que al mismo tiempo no lodescubrieran.

—Pero ya que lo tenían en un puño,¿por qué lo mataron? —preguntó Renata.

—Por la misma razón que mataron aHagen —explicó Kurt—. Para borrar lashuellas. Habrán pensado que tarde otemprano se derrumbaría. Nuestrallegada quizá aceleró las cosas.

—Podríais haber sido objetivo lostres —sugirió Renata.

—Quizá —dijo Kurt. A esas alturasno importaban las razones. Sí elresultado, que favorecía claramente al

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adversario ahora que ellos habíanperdido dos de las mejores pistas—.Tenemos que encontrar a esa tal Sophie—señaló Kurt, dirigiéndose a Renata—.Tú tienes más acceso que nosotros anombres y antecedentes. ¿Crees que sepuede contar con la ayuda de tus amigosde la Interpol? Quizá esa mujer hayasido amiga de Kensington o miembro dela junta directiva del museo o una de lasdonantes.

—Quizá sea una de las personasinvitadas a la fiesta —advirtió Joe.

Renata asintió.

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—Pediré a la AISE y a la Interpol quelo averigüen —dijo—. Es una islapequeña. No creo que cueste tanto darcon ella. Si no aparece nadainmediatamente, ampliaré lainvestigación. Puede ser un nombre enclave o la denominación de una cuenta oun programa informático... algo.

—Hasta podría ser el francotiradorde Joe —dijo Kurt.

—¿Por qué no? —comentó Renata—.Así es el mundo moderno. Una chicapuede, de mayor, ser lo que quiera.

Kurt asintió, con expresión seria, y

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tomó otro sorbo de whisky. El fuego fríodel licor, combinado con la sensación deentumecimiento que producía el vasohelado contra la frente, había bajado eldolor a un nivel tolerable. Sentía que sele despejaba la mente.

—Todo se centra en algo relacionadocon el museo. Kensington dijo que esoshombres buscaban artefactos egipcios,que él tachó de chucherías, pero quiénsabe si decía la verdad. Necesitamosechar un vistazo. Y eso significa que Joey yo iremos a la fiesta.

—A mí la ropa formal me queda muy

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bien —dijo Joe.—No salgas todavía a mostrar tu

esmoquin. No vamos a ir muy elegantes.Después de lo que ocurrió anoche, nonos conviene llamar la atención.

—Siento que hay un disfraz en mifuturo —comentó Joe.

—Algo mejor que un disfraz —dijoKurt, sin dar detalles.

—Me impresiona que no se hayasuspendido esa fiesta —señaló Renata.

Kurt coincidió con ella.—A mí también. Pero a veces las

cosas funcionan al revés. Por lo que he

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oído, el incidente no ha quitado interés ala fiesta, sino que lo ha estimulado. Casicomo si el peligro excitara a la gente.De manera que en vez de suspenderlahan triplicado la seguridad e invitado amás compradores potenciales.

—¿Y cómo nos lo haremos nosotros?¿Nos presentaremos y tocaremos eltimbre? —preguntó Joe—. ¿Mientras latriple fuerza de seguridad hace la vistagorda?

—Mejor todavía —respondió Kurt—.Nos van a escoltar personalmente hastala fiesta.

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21

Sur de Libia

La cabina del viejo DC-3 se estremecíasin parar mientras el avión atravesaba eldesierto a una altitud de ciento cincuentametros y a una velocidad de casidoscientos nudos. Por la vibración, Paul

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Trout calculó que las hélices no estabanbien sincronizadas o quizá un pocodescentradas. Pensó, con morbosidad, siuna de ellas estaría a punto de soltarse ysalir volando hacia el desierto o, comoun vengativo abrelatas, a punto de abrirde un tajo la cabina.

Como de costumbre, Gamay nocompartía ninguno de esos temores. Ibaen el asiento de la derecha, dondenormalmente se sienta el copiloto,disfrutando de la vista desde laventanilla y de la emoción de viajar contanta rapidez a tan baja altitud.

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Reza, su anfitrión, iba sentado conPaul detrás de los asientos de lospilotos.

—¿Tenemos que viajar tan rápido? —preguntó Paul—. ¿Y tan cerca del suelo?

—Es lo que conviene —insistió Reza—. De lo contrario, los rebeldes nospueden disparar con mayor facilidad.

No era el tipo de respuesta que Paulbuscaba.

—¿Rebeldes?—Estamos todavía en un estado de

guerra civil de baja intensidad —dijoReza—. Tenemos milicias que a veces

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trabajan con nosotros y a veces noscombaten; agentes extranjeros, sobretodo egipcios; los hermanosmusulmanes; hasta miembros del viejorégimen de Gadafi. Todos luchando porel poder. En estos tiempos Libia es unsitio muy complicado.

De repente, Paul sintió el deseo dehaberse quedado otro día en Túnez yhaber regresado a Estados Unidos.Estaría sentado en el porche, fumando enpipa y escuchando la radio en vez deandar arriesgando la vida.

—No se preocupe —dijo Reza—.

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Serían muy tontos si gastaran un misil enun avión tan viejo como este.Normalmente nos disparan con los riflesy todavía no nos han dado.

Dicho eso, Reza pasó el brazo pordetrás de Paul y golpeó la moldura demadera que revestía el mamparo. Comotodo lo demás en el DC-3, pertenecíaliteralmente a otra era, y estaba casigastada del todo, rozada por todas laspersonas que habían entrado y salido dela cabina en los últimos cincuenta años.

Los mandos estaban en el mismoestado. Palancas grandes, abultadas,

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sobadas y desgastadas por los hombresy mujeres que las habían manejadodurante décadas. El yoke del piloto eradel tipo de medio volante y hasta estabatorcido en el medio. El que habíadelante de Gamay tenía un aspecto unpoco mejor.

—Quizá tendríamos que haber venidopor tierra —comentó Paul.

—Son ocho horas de viaje en camión—explicó Reza—. Solo noventa minutospor aire. Y aquí arriba se está muchomás fresco.

Noventa minutos, pensó Paul,

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consultando el reloj. Menos mal. Esosignificaba que ya estaban llegando.

Volando todavía a gran velocidad,atravesaron una serie de plieguesrocosos que brotaban de la arena comoel lomo de un monstruo marino.Siguieron hacia el sur y describieron uncírculo alrededor de lo que parecía unasalina seca, antes de enfilar hacia unapista de tierra paralela a algo que a Paulle hizo pensar en un yacimientopetrolífero con torres, grúas y variosedificios grandes.

El aterrizaje fue relativamente suave,

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con un solo rebote y después un largorodaje mientras se iba reduciendo lamarcha. Como la mayoría de lasaeronaves de los primeros tiempos de laaviación, el DC-3 contaba con rueda decola. Tenía dos ruedas grandes debajode las alas y una pequeña rueda guía enel extremo trasero, debajo de la cola.Eso producía, al aterrizar, una extrañasensación de planchazo, y entonces, amedida que disminuía la velocidad, ibalevantando la nariz. Era todo muyanticuado, pensó Paul, pero se alegró deestar en tierra de nuevo.

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En cuanto sus botas tocaron la arena,se volvió para ayudar a bajar a Gamay;le ofreció la mano, que ella usó paraapoyarse y saltar.

—Fue asombroso —dijo ella—.Cuando regresemos, aprenderé a volar.Joe me podría enseñar.

—Suena estupendo —dijo Paul,esforzándose por mostrarsecomprensivo.

—¿Viste el Oasis Bereber? —preguntó ella.

—No —dijo Paul, tratando de

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acordarse—. ¿Cuándo pasamos porencima?

—Cuando estábamos haciendo laúltima maniobra para el aterrizaje —dijo Reza.

—¿Se refiere a aquella zona seca?Reza asintió.—En una semana pasó de saludable

paraíso tropical a salina. En todo elSáhara se asiste ahora al mismo procesoque vimos en Gafsa.

—Parece imposible —dijo Paul.Reza se tapaba el sol con una mano.—Entremos —invitó.

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Los condujo al edificio principal,esquivando una larga hilera de bombas yuna serie de tuberías que se perdían enla distancia, hacia Bengasi. Después delcalor del desierto, volver al aireacondicionado producía un grato alivio.Se acercaron a un grupo de trabajadores.

—¿Algún cambio? —preguntó Reza—. Cambio positivo, quiero decir.

El técnico principal negó con lacabeza.

—La producción ha bajado otroveinte por ciento —explicó con seriedad—. Hemos tenido que apagar tres

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bombas más. Se estaban recalentando yno sacaban más que lodo.

Mientras escuchaba la conversación,Paul miró alrededor. La sala estaballena de pantallas y terminales deordenador. Las pocas ventanas que habíatenían un tinte reflectante. Le recordabaun centro de control de tráfico aéreo.

—Bienvenido a la cabecera del GranRío Artificial —dijo Reza—. El mayorproyecto de irrigación del mundo. Desdeaquí, y desde varios sitios más, sacamosagua del Acuífero de Arenisca Nubio yla repartimos, después de ochocientos

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kilómetros de desierto, a las ciudades deBengasi, Trípoli y Tobruk.

Reza tocó una pantalla y por ellaempezaron a pasar fotografías degigantescas bombas trabajando y aguabajando en torrente por inmensas yoscuras tuberías.

—¿Cuánta agua sacan? —preguntóGamay.

—Hasta hace poco, siete millones demetros cúbicos por día —dijo—. Esoequivale, para los estadounidenses, acasi dos mil millones de galones.

Paul estudiaba los paneles; veía

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indicadores en amarillo, naranja y rojo.Nada aparecía en verde.

—¿Cuánto los ha afectado la sequía?—Ya sacamos casi un setenta por

ciento menos —dijo Reza— y lasituación va empeorando.

—¿Ha habido terremotos? —preguntóPaul—. A veces la actividad sísmicapuede cortar pozos y desequilibraracuíferos. Entonces cuesta másrecuperar el agua.

—No ha habido terremotos —respondió Reza—. Ni siquieratemblores. Geológicamente, esta zona es

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increíblemente estable. Aunquepolíticamente no lo sea.

Paul estaba francamentedesconcertado, y dijo lo único que teníasentido.

—Estoy seguro de que nadie quierehablar de esto, pero ¿es posible que seesté secando el acuífero?

—Buena pregunta —dijo Reza—.Aquí el agua subterránea permanecedesde el último período glacial. Esevidente que la que sacamos no sereemplaza. Pero casi todos los cálculossugieren que debería durar por lo menos

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cinco siglos. Las mediciones másprudentes indican que hay reserva por lomenos para cien años. Y hace soloveinticinco que empezamos laextracción. Como usted, carezco derespuesta. No sé a dónde va el agua.

—¿Qué es lo que sabe usted? —preguntó Gamay.

Reza se acercó a un mapa.—Sé que la sequía avanza, que

empeora con rapidez. También pareceextenderse hacia el oeste. Los primerosinformes de problemas con los pozosvinieron del extremo oriental. —Señaló

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un punto al sur de Tobruk, donde Libia yEgipto tienen frontera común—. Eso fuehace nueve semanas. Poco después,algunos pozos de Sarir y Tazerbo, en elcentro del país, empezaron a perderpresión. Y hace treinta días notamos quepor primera vez bajaba el volumen delos pozos de la parte occidental, al surde Trípoli. Allí todo ocurrió conrapidez, y en cuestión de días elvolumen de agua bombeada se redujo ala mitad. Por eso fui a Gafsa.

—Porque Gafsa queda aún más aloeste —señaló Paul.

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Reza asintió.—Quería ver si continuaba el efecto,

y confirmé que sí. Mis homólogos enArgelia empiezan a notarlo también.Pero ninguno de esos países dependetanto del agua subterránea comonosotros. En los veinticinco años quellevamos explotando estos pozos, lapoblación de Libia se ha duplicado.Nuestra agricultura de regadío haaumentado un cinco mil por ciento. Todoel mundo depende ahora del acceso alagua.

Paul asintió.

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—Y si cuando abren el grifo no salenada, se verán en aprietos.

—Ya ocurre —le aseguró Reza.—Aparte de usted, ¿hay alguien más

investigando esto? —preguntó Gamay.Reza se encogió de hombros.—La verdad es que no. No hay nadie

más preparado para hacerlo. Y como seimaginará, con una guerra civil enmarcha el gobierno tiene cosas másimportantes de las que ocuparse. O esocree. Se me ha preguntado si es obra delos rebeldes. Tendría que haber dichoque sí. Habrían puesto a mi disposición

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todos los recursos del país. Pero dijeque no. De hecho, les dije que era unaidea ridícula. —Reza hizo una muecamientras contaba el incidente—. Ypuedo asegurar que no conviene decirlea un político que sus preguntas sonridículas. Al menos en mi país.

—¿Por qué?—Parece obvio.—No —lo corrigió Gamay—. ¿Por

qué no habrían de ser los rebeldes?—Los rebeldes ponen bombas —dijo

—. Esto es algún tipo de fenómenonatural. Un desastre natural en ciernes.

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Además, todo el mundo necesita agua.Todo el mundo tiene que beber. Sidesaparece el agua, habrá guerra peronada por lo que luchar.

—¿Cómo hace el país parasobrevivir? —preguntó Paul.

—Por ahora, los depósitos en lasafueras de Bengasi, Sirte y Trípoli vancubriendo todas las necesidades —explicó Reza—. Pero ya ha empezado elracionamiento. Y si nada cambia, enunos días tendremos que cortar elsuministro a barrios enteros. A partir deese momento, todo el mundo hará lo que

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la gente desesperada hace. Entrará enpánico. Y volverá a reinar el caos.

—Seguramente lo tomarán en serio siles muestra esas proyecciones —dijoGamay.

—Ya se las he mostrado —explicóReza—. Lo único que hacen esordenarme que resuelva el problema. Delo contrario, me reemplazarán y meacusarán de mala gestión. Antes deregresar tengo que encontrar unasolución. Al menos una teoría queexplique lo que ocurre.

—¿Qué profundidad tiene el Acuífero

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de Arenisca Nubio? —preguntó Paul.Reza postró en la pantalla un corte del

proceso de perforación.—La mayoría de los pozos tienen

entre quinientos y seiscientos metros deprofundidad.

—¿Se podría perforar un poco más?—Es lo primero que se me ocurrió —

dijo Reza—. Hicimos un par de pruebashasta los mil metros. Pero noencontramos agua. Seguimos hasta losdos mil metros. Y nada.

Paul estudió la imagen. El diagramamostraba el recinto, en la superficie,

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como una serie de pequeños cuadradosgrises. El pozo estaba representado conun color verde vivo, lo que permitíaseguirlo con facilidad a través de capasde tierra y roca hasta la arenisca rojizadonde seguía atrapada el agua de la eraglacial. Por debajo de la arenisca habíauna capa oscura, que seguía hacia abajohasta una profundidad de mil metros. Lazona siguiente estaba representada engris y carecía de marcas.

—¿Qué clase de piedra hay pordebajo de la arenisca? —preguntó Paul.

Reza se encogió de hombros.

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—No lo sabemos bien. No se hahecho ningún estudio para saber qué haypor debajo de los dos mil metros.Supongo que más roca sedimentaria.

—Quizá deberíamos averiguarlo —dijo Paul—. Quizá el problema no estéen la arenisca. Quizá esté debajo.

—No tenemos tiempo para hacer unaperforación tan profunda —dijo Reza.

—Podríamos hacer un estudiosísmico —sugirió Paul.

Reza cruzó los brazos sobre el pechoy asintió.

—Me encantaría hacerlo, pero para

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ver a través de tanta roca necesitamos unpoderoso explosivo que emitavibraciones. Por desgracia, nos hanconfiscado las reservas de explosivos.

—Parece una medida razonable. Elgobierno no quiere que los rebeldes seapoderen de los explosivos —dijoGamay.

—Son los rebeldes quienes se los hanllevado —explicó Reza—. El gobiernodecidió entonces no reemplazarlos. Entodo caso, yo no tengo aquí nada quepueda crear un sonido que penetre lo

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suficiente en la roca y nos devuelva unaseñal clara.

Por un momento, Paul no supo quédecir. Entonces se le ocurrió una idea,una idea tan loca que quizá hasta podríallegar a funcionar. Miró a Gamay.

—Ahora sé lo que siente Kurt cuandollega la inspiración. Es una mezcla delocura y de genio.

Gamay ahogó una risita.—Con Kurt, a veces la mezcla no es

muy equilibrada.—Espero que no sea el caso en esta

ocasión —dijo Paul antes de volver a

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dirigirse a Reza—. ¿Hay aquí algúnequipo de sonido para grabar una señal?

—El mejor del mundo.—Prepárelo —dijo Paul—. Y por

mucho que me cueste decirlo, pida queechen gasolina a ese viejo avión suyo.Saldremos a dar una vuelta.

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22

El DC-3 carreteó por la pista de tierra,pasó junto a la estación de bombeo y,como pudo, empezó a trepar por el aire.En la tarde calurosa le costaba ganaraltitud, aunque los dos motores Curtiss-Wright Cyclone se esforzaban haciendola mayor cantidad posible de

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revoluciones por minuto. Al salir de lalínea de montaje, habían alcanzado cadauno mil caballos de fuerza, pero nohabía grado de mantenimiento quepudiera asegurar esa potencia setentaaños más tarde. La aeronave logró sinembargo coger velocidad y ascender,volando hacia el sur, hasta que llegó adiez mil pies de altura, donde el aire erafresco y seco. Después de estabilizarla,dieron la vuelta para regresar al campode aviación.

Dentro del aparato, el piloto de Rezallevaba los mandos mientras Paul y

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Gamay, en el centro de la cabina,sostenían por los lados un armatosterodante, compuesto por una abolladaplataforma con cuatro ruedas que teníaun asa por un lado. Sobre la plataformaiba un bloque de hormigón que pesabacerca de cuatrocientos kilos. Paul yGamay hacían todo lo posible para queni el hormigón ni la plataforma que losostenía se movieran prematuramente.

Mientras desataba una correa, Gamaymiró hacia Paul.

—Tienes todo bien sujeto por eselado, ¿verdad?

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Paul estaba agachado, sosteniendotodo con firmeza para que no sedeslizara hacia la cola del avión antesde que estuvieran preparados.

—Estamos a dos minutos de la zonade lanzamiento —gritó el piloto.

—Llegó la hora de saber si funciona—dijo Paul—. Vamos ahora, despacio.

Con Gamay aferrando el asa y Paultirando de la plataforma por el otrolado, empezaron a avanzar hacia la partetrasera del avión. Habían quitado losasientos y también la puerta de carga.Veloces corrientes de aire pasaban por

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delante del enorme hueco. Un hueco porel que Paul y Gamay planeaban empujarla plataforma, con la esperanza de nocaerse ellos.

Todo anduvo bien hasta que llegaron amenos de dos metros de la puertaabierta. Como era de esperar, alacercarse a la cola el morro del aviónempezó a subir. Haciendo equilibrio conel trozo de hormigón sobre laplataforma, Paul y Gamay llevarontrescientos setenta kilos desde la partedelantera del avión hasta casi el extremotrasero. Eso cambió el equilibrio de la

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aeronave, haciendo que pesara más lacola. En consecuencia, el morro fueapuntando cada vez más hacia arriba.

—Empuja hacia delante —gritóGamay.

—Supongo que sabe hacerlo —dijoPaul, preparándose para que laplataforma no siguiera rodando.

—Entonces ¿por qué no lo hace? —preguntó ella.

En realidad, el piloto empujaba, perolos mandos obedecían con muchalentitud. Empleó más fuerza y utilizó laaleta compensadora. El avión respondió,

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bajando apreciablemente el morro;demasiado, en realidad. De repente, laplataforma quiso rodar hacia la cabinade mando, tratando de apisonar a Gamaypor el camino.

—Paul —gritó ella.Paul poco podía hacer, más que

intentar detener la plataforma. Logróhacerlo cuando Gamay ya había quedadoencajada contra los asientos que nohabían quitado.

Al moverse el peso hacia delante, seincrementó el efecto de morro bajo que

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el piloto trataba de conseguir y el aviónempezó a caer en picado.

Gamay sintió que la aplastaban.Empujó la plataforma con todas susfuerzas.

—¡Esta es la peor idea que has tenidojamás! —gritó—. Como las que sueletener Kurt.

Paul tiraba de la plataforma con todoel cuerpo, tratando de quitar la presiónque sufría Gamay. En ese instante tuvoque darle la razón.

—¡Tira! —le gritó ella al piloto,dándole ya instrucciones—. ¡Tira!

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Reza y su equipo habían estadoinstalando sensores en el suelo,esperando el regreso de la aeronave yde la bomba de hormigón quetransportaba. Oyeron que se acercaba,levantaron la mirada y vieron quecorcoveaba y se lanzaba en picado, congran estruendo de motores, y despuésreducía la velocidad. Desde el suelo,parecía que iba montado en una montañarusa.

—¿Qué hacen? —preguntó uno de loshombres a Reza.

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—Los estadounidenses están locos —dijo otro.

Arriba, en el avión, Paul pensaba lomismo. Al levantarse el morro, laplataforma había vuelto a ser manejable,y la habían llevado hacia la cola. Esavez el piloto estaba preparado ycontroló mucho mejor la inclinación.

Eso dejó a Paul cerca de la puertaabierta, sosteniendo la plataforma y lacarga de hormigón y tratando de

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encontrar la manera de echarla por allísin caer.

Podía empujarla con fuerza, pero¿cómo haría él para frenar?

—¡Estamos casi en la zona dedisparo! —gritó el piloto.

Paul miró a Gamay.—Esto parecía mucho más fácil

cuando se me ocurrió.—Tengo una idea —dijo ella—.

¡Alabea hacia la izquierda! —le gritó alpiloto.

El piloto se volvió para mirarla.—¿Qué?

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Ella hizo un movimiento con la manohacia un lado y volvió a gritar. Daba laimpresión de que el piloto no entendía.Paul sí.

—Gran idea —dijo—. ¿No puedesenseñarle?

Gamay soltó la plataforma y corrió ala cabina de mando. Volvió a sentarse enel asiento del copiloto y agarró elvolante.

—Así.Llevó el yoke hacia la izquierda. El

piloto la imitó y el DC-3 se inclinó.En la parte trasera, Paul se había

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atado un brazo a una correa de sujetarcarga y había apoyado la espalda en elfuselaje. Al inclinarse el avión, empujóla plataforma con los pies y miró comosalía por la puerta llevando encima elpesado bloque de hormigón.

Cuando el avión volvió a nivelarse,se acercó con cautela a la puerta. Alládetrás, la plataforma y el bloque caíancomo dos bombas individuales, sin darvueltas, con suavidad, en silencio.

Gamay corrió a mirar.—¡Es la mejor idea que se te ha

ocurrido jamás! —gritó, dándole un

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beso en la mejilla. Paul sonrió para susadentros, viendo que se acercaba laculminación de sus esfuerzos.

Abajo, Reza y los demás técnicosobservaban también la caída del bloque.

—Ahí viene —dijo Reza—. ¿Todo elmundo listo?

Distribuidos en unas cuantashectáreas de tierra había cuatro equipos.Cada uno había perforado el suelo ycolocado sensores. Si todo salía bien,esos mecanismos recogerían el eco de

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las ondas de sonido producidas por elchoque del hormigón contra el suelo. Yesperaban, a partir de ese eco, descubrirqué había debajo de la arenisca.

—¡Verde! —gritó alguien.—¡Verde! —confirmó el resto.La pantalla de Reza también estaba

verde. Sus sensores funcionaban a laperfección. Lanzó una última miradahacia arriba, encontró el objeto que caíay le pareció que iba directamente haciaél. No puede ser, se dijo.

Esperó exactamente un segundo yentonces echó a correr por la arena.

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El bloque de hormigón cayó a solocincuenta metros de Reza, pero el golperetumbó en el desierto con un sonoroestruendo que no solo le llegó por losoídos: también lo sintió en el pecho y enlas extremidades. Era exactamente loque esperaban.

Se levantó con rapidez y corrióatravesando la nube de polvo para ir amirar en el ordenador.

—Vamos, vamos —suplicó.Finalmente, por la pantalla empezaron acorrer unas líneas quebradas. Más y más

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cada segundo. Diferentes frecuencias dediferentes profundidades.

—Tenemos los datos —gritó—. Bien,datos de profundidad.

Exultante, se quitó el sombrero y loarrojó al aire mientras el DC-3 sealejaba. Los datos eran solo una parte.Ahora tendrían que descubrir susignificado.

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23

Tariq Shakir estaba en una cámarareservada en otro tiempo para losfaraones y sus sacerdotes. Una tumbaoculta, jamás tocada por ladrones,estaba repleta de bienes y tesoros que enmucho superaban los encontrados conTutankamón. Cubrían las paredes piezas

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de arte y jeroglíficos del apogeo de laPrimera Dinastía. Una copia pequeña dela Esfinge, cubierta con pan de oro ypiedras azules semipreciosas, dominabaun extremo de la enorme sala, y en elcentro descansaba una docena desarcófagos. Dentro de cada uno, elcuerpo de un faraón supuestamenterobado y profanado hacía miles de años.Alrededor de ellos había animalesmomificados, puestos allí para que lossirvieran en la otra vida, y cercadescansaba la armazón de un bote demadera.

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El mundo en general nada sabía deesa cámara, hecho que Shakir no teníaintención de revelar. Pero de vez encuando llamaba a expertos para quetrabajaran en ella y no veía motivos paraque su gente no pudiera disfrutar de larecuperada gloria de los antiguos.Después de todo, si triunfaba, una nuevadinastía de su propia creación seinstauraría en el norte de África.

Pero ahora tenía un problema.Dejó la cámara mortuoria y entró en

la sala de control. Allí, su fiellugarteniente Hassan estaba de rodillas,

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con una pistola apuntándole a la cabezapor orden de Shakir.

—¿Tariq? ¿Por qué haces esto? —preguntó Hassan—. ¿Qué ocurre?

Shakir dio un paso hacia su amigo ylevantó un dedo. Eso bastó paratranquilizar a Hassan.

—Te lo voy a mostrar.Con un mando a distancia, encendió

un monitor en la pared de enfrente. Aliluminarse la pantalla apareció la caraampollada por el sol del candidatonúmero cuatro.

—Llegó un informe desde Malta —

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dijo Shakir—. Hagen y dos miembrosdel equipo que tú elegiste tenían comomisión eliminar a los estadounidenses.Mataron a uno de ellos, capturaron aHagen y otro escapó. Supongo queentenderás por qué es imperioso queninguno de nuestros agentes seacapturado.

—Claro que lo entiendo —dijoHassan—. Por ese motivo envié...

—Enviaste a un candidato que me hafallado —tronó Shakir—. Un candidatoque, según se me hizo creer, habíamuerto en el desierto hace tres días.

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—Yo nunca insinué que hubieramuerto.

—Me ocultaste que había sobrevivido—dijo Shakir—. Es exactamente lamisma trasgresión.

—No —insistió Hassan—.Sobrevivió. No preguntaste. Me atreví aejecutar tu oferta de que cualquiera quelograra regresar al punto de controltendría otra oportunidad.

Shakir despreciaba que usaran suspropias palabras contra él.

—Ocurre que no es posible quealguien haya sobrevivido a la caminata

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de regreso al punto de control. No esposible hacer esos cincuenta kilómetrosa través del desierto, bajo el solimplacable, sin agua y sin sombradespués de semanas de agotadoracompetición y sueño escaso.

—Te aseguro que lo logró —dijoHassan—. Y sin ayuda. Mírale la cara.Mírale las manos. Cavó una madrigueraen la arena cuando pensó que iba amorir. Se ocultó allí hasta el anochecer.Después salió y siguió andando.

Shakir había visto las cicatrices.«Listo —pensó—. Ingenioso.»

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—¿Por qué no informaron de esto mishombres?

—Cuando llegó no había nadie en elpunto de control —insistió Hassan—.Los hombres se habían ido convencidos,como tú, de que nadie completaría lacaminata. El número cuatro se puso encontacto conmigo. Viendo su fortaleza ysu determinación, pensé que era elcandidato perfecto para vigilar anuestros propios hombres. Estaba allísin su conocimiento. Si flaqueaban, teníaorden de eliminarlos e impedir que nosdescubrieran.

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Shakir era el líder indiscutible deOsiris, pero no tenía miedo a admitir suserrores. Si lo que Hassan contaba eraverdad, el número cuatro merecía sinduda que lo distinguieran con un puesto,y algo no menos importante, con unnombre.

Tras ordenar a Hassan que no hablara,Shakir restituyó el sonido a lacomunicación por satélite e interrogó elnúmero cuatro. Las respuestas fueronmuy parecidas, aunque no idénticas.Shakir sintió que le decían la verdad,

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que aquello no era una historiaensayada.

Miró a los guardias que estabandetrás de Hassan.

—Suéltenlo.Los guardias dieron un paso atrás y

Hassan se puso de pie. Shakir se volvióhacia el número cuatro.

—Te voy a contar una historia —comenzó—. Cuando yo era niño, mifamilia vivía en las afueras de El Cairo.Mi padre buscaba metal en la basurapara venderlo. Así sobrevivimos. Un díaentró en mi casa un escorpión grande.

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Me picó. Iba a aplastarlo con un ladrillocuando mi padre me paró la mano.

»Dijo que me enseñaría una lección.Puso entonces el escorpión en un tarro ytrato de ahogarlo, primero con agua fríay luego con agua caliente. Después lodejo el sol, durante días, debajo de unvidrio transparente. Más tarde le echóalcohol. El escorpión trató de nadarpero no pudo y finalmente se acomodóen el fondo del recipiente. Al díasiguiente volcamos el alcohol y echamosel escorpión en la tierra, junto a nuestracasa. No solo seguía vivo, sino que

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inmediatamente intentó atacarnos. Antesde que pudiera picarme, mi padre lolanzó lejos de un escobazo. “Elescorpión es nuestro hermano —dijo—.Tozudo, venenoso y duro de matar. Elescorpión es noble.”

En la pantalla, el número cuatroasintió casi imperceptiblemente.

—Has demostrado tu valía —dijoShakir—. Ahora eres uno de nosotros.Un hermano. Tu nombre en clave seráEscorpión, porque has demostrado sertozudo, duro de matar y, sí, inclusonoble. No pediste clemencia en el

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desierto. No cediste al miedo. Por eso,te apruebo.

En la pantalla, el hombre que acababade ser investido, inclinó la cabeza.

—Lleva con orgullo esas cicatrices—dijo Shakir.

—Lo haré.—¿Qué órdenes tienes? —preguntó

Hassan, tratando de retomar laconversación, pero sobre todoagradecido de estar vivo.

—Las mismas de antes —dijo Shakir—. Conseguir los artefactos antes de quese hagan públicos y borrar todo registro

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de ellos en el museo. Esta vez irás tú asupervisarlo personalmente.

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24

Malta19.00 horas

Un chirrido estridente desgarró la nochecuando una furgoneta de reparto seacercó marcha atrás al área de carga ydescarga de un gran almacén. El

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almacén pertenecía al Museo OceánicoMaltés y en él se guardaban la mayoríade los proyectos en curso.

Desde la puerta del almacén, dosguardas de seguridad y un operador delmontacargas miraban como se acercabala furgoneta.

—¿Te das cuenta de que estamos aquímetidos, recibiendo cosas —dijo uno delos guardas—, mientras el resto disfrutaallí, dentro del museo?

En la calle, limusinas y cochesexóticos se habían estado deteniendodelante del edificio principal del museo,

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donde tendría lugar el baile de etiqueta.Algunos de los asistentes llegabandirectamente desde sus yates.

Entre los coches, las esposas y lasamantes, por no hablar de las azafatas—que llevaban relucientes vestidos—,el guarda del almacén tenía la claraimpresión de que estaba perdiendo unaoportunidad.

El segundo guarda se encogió dehombros.

—Espera a que alguien pierda unpendiente: se armará un buen alboroto yaquí estaremos nosotros, tranquilamente

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sentados, informando de que todo estábien.

—Quizá tengas razón —dijo el primerguarda, cogiendo una tablilla conportapapeles—. Vamos a ver quétenemos aquí.

Fue hasta el área de descargamientras otro guarda, a poca distancia,cerraba la puerta. Un vallado perimetralde alambre de espino era la primeralínea de defensa. Las puertas delalmacén, con teclados numéricos deseguridad en los que había que usartarjetas de acceso, eran la segunda, pero

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los propios guardas de seguridadvigilaban el almacén las veinticuatrohoras. Y desde el ataque que habíamatado a Kensington habían triplicadoel personal.

La furgoneta tocó la plataforma y laalarma, afortunadamente, dejó de sonar.

El conductor saltó de la cabina, fue ala parte trasera y abrió la puerta, quetraqueteó deslizándose hacia arriba.

—¿Qué tienes para mí? —preguntó elguarda.

—Una entrega de última hora.El guarda echó una ojeada a la

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furgoneta. Dentro solo había una caja demadera de unos tres metros de largo,cerca de uno de ancho y casi dos de alto.

—¿Número de factura? —preguntó.—SN-5417 —dijo el conductor,

consultando sus propios papeles.El guarda revisó la primera página

del albarán de entrega y no encontrónada. Pasó rápidamente a la segundapágina.

—Aquí está. Lo han añadido en elúltimo momento. ¿Dónde has estado?Tendrías que haberlo entregado hace unahora.

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El conductor parecía molesto con lapregunta.

—Empezamos con retraso, y tu granfiesta está convirtiendo el tráfico en unapesadilla. Tienes suerte de que hayavenido.

El guarda no lo dudaba.—Echemos un vistazo.Metió un destornillador grande por

debajo de la tapa de la caja, hizopalanca y la abrió.

Dentro, sobre un lecho de paja,descansaba el estrecho cañón de unarma antipersonal usada para disparar

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metralla al enemigo. Según la nota deentrega, procedía de un balandrobritánico del siglo XVIII. A su lado,envueltas en papel sin ácido yprotegidas por plástico de burbujas,había varias espadas.

Satisfecho, el guarda se dirigió a unoperador de montacargas.

—Lleva esto a la parte trasera yponlo en algún sitio donde no estorbe.Nos ocuparemos de llevarlo a dondecorresponda cuando termine la fiesta.

El operador de montacargas asintió. Adiferencia de los guardas, le gustaba

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estar allí. El turno de la nochesignificaba horas extras. Si se extendíahasta después de la medianoche, comocasi seguro ocurriría, contaría comotiempo doble. Puso en marcha elmontacargas, recogió la caja y se metióen el almacén. Hizo un rápido giro ypronto se vio avanzando por el pasillocentral del laberíntico espacio. Al llegara un punto donde la nueva caja nomolestaría, frenó.

Puso la caja en el suelo con un ligerocrujido. Una rápida ojeada le sirviópara saber que la vieja paleta de

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madera, debajo, se había roto. Seencogió de hombros. Sucedía todo eltiempo.

Dejó la caja, retrocedió y se puso enmarcha de nuevo hacia la entrada deledificio. Todo quedaría tranquilo por unrato. Decidió que mientras durase lacalma, vería un poco la tele en el cuartode receso.

Aparcó el montacargas, se quitó elcasco y entró por la puerta. Lo primeroque notó fue que había varios cuerpos enel suelo; reconoció dos de ellos: eran

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los guardas que acababan de revisar lanueva entrega.

Al otro lado de la sala había másguardas de seguridad con la pistola en lamano. Dio media vuelta para salir por lapuerta, pero no llegó. Recibió tresdisparos casi simultáneos, acompañadospor el chasquido apagado de las armasautomáticas con silenciador.

Cayó de rodillas y un cuarto disparoacabó con su sufrimiento. Se desplomóde lado, quedando en el suelo junto auno de los otros trabajadores muertos.

Si el operador del montacargas

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hubiera vivido lo suficiente parapensarlo, habría reconocido en loshombres armados a los empleadosrecién contratados: trabajadorestemporales para reforzar la seguridaddurante la subasta. También habríanotado que detrás de ellos había unhombre con la cara quemada. Pero antesde que sus sinapsis cerebralesregistrarán eso, murió.

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25

En un espacio estrecho y claustrofóbico,Kurt miró a través de una máscara debuceo hacia la nada representada por lamás completa oscuridad. Inspirababocanadas suaves y acompasadas de unpequeño regulador y trataba de calcularcuánto tiempo había pasado. No era

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fácil saberlo. La inmovilidad completaen la oscuridad y el silencio equivalía aestar en un tanque de aislamientosensorial.

Intentó estirar las piernas, que teníadolorosamente dormidas. Moviendo ytorciendo los pies como un pequeñoanimal que trata de cavar en el suelo,empujó los materiales de embalaje comoquien empuja con los pies entre lassábanas demasiado ajustadas de unacama bien hecha de hotel.

—Cuidado —dijo una voz—. Meestás pateando las costillas.

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Kurt sacó los labios del regulador.—Perdón —dijo.El estiramiento le había ayudado un

poco, pero seguía incómodo: algoafilado le pinchaba la espalda, y la pajaque habían usado como material aislantele producía picor. No aguantaba más.

Movió el brazo a través del rellenohasta que lo tuvo delante de la cara y vioentonces las pequeñas marcas brillantesdel reloj Doxa.

—Las diez y media —dijo—. Lafiesta debe de estar en marcha. Es horade salir del suelo, como las cigarras.

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—Detesto esos bichos —comentó Joe—. Pero no tendré problemas en imitaruno si con eso dejas de patearme.

Kurt se fue abriendo paso hasta salir através de la paja y el poliestireno, atentoa cualquier signo de peligro fuera de lacaja. Como no oía nada, tocó uninterruptor en un lado de la máscara. Seencendió un solo diodo blanco, parecidoa una lámpara para leer. Eso le permitióa Kurt ver que a su lado salía Joe de lamezcla de materiales de embalaje allí.

—Esta quizá sea la peor idea que hastenido hasta ahora —susurró Joe—.

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Cuando se lo cuente a Paul y a Gamay,nunca podrán creer que haya funcionado.

—Trataba de encajar bien mipensamiento —dijo Kurt.

—Muy divertido —contestó Joe. Porel tono, no lo parecía—. ¿Cuánto tiempoestuviste esperando para hacer el juegode palabras?

—Por lo menos una hora —dijo Kurt—. Sé en qué me equivoqué. La próximavez usaremos una caja más grande.

—La próxima vez harás tú mismo decaja.

A pesar de todo el esfuerzo por crear

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un doble fondo, la paja y el poliestirenose les habían desparramado alrededor.La furgoneta había estado retenida por eltráfico. Y, para colmo, en el momento dela entrega habían sentido como si loshubieran soltado desde un metro dealtura.

—Suerte que no han mirado conmucha atención ese cañón tuyo —añadióJoe—. Dice MADE IN CHINA por un lado.

—¿Hubieras preferido tener encimaun cañón de verdad? —preguntó Kurt.

—No parece muy cómodo —respondió Joe.

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A Kurt tampoco se lo parecía.—Ojalá que nos hayan entregado en

la dirección correcta.Kurt liberó la otra mano y abrió algo

que llevaba sujeto con velcro al brazo.Sacó un delgado cable negro y lodesenrolló. Conectó un extremo a lasgafas y el otro a un pequeño cilindro queen realidad era una cámara diminuta y sepreparó para echar un vistazo al entorno.

—Arriba periscopio —susurró.Encendió la cámara tocando un botón

e hizo pasar el cable por un pequeñoagujero practicado en la tapa de la caja.

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Al enfocar la lente, se proyectó unaimagen en el interior de la máscara deKurt. Tenía mucho grano, porque la partetrasera del almacén estaba muy pocoiluminada.

—¿Ves algún destructor japonés? —cuchicheó Joe.

Kurt hizo un plano panorámico,torciendo poco a poco el cable.

—Nada más que mar abierto, señorZavala. Llévenos a la superficie.

Kurt recogió la cámara y ladesconectó mientras Joe intentabalevantar la tapa. Kurt se ocupó de lo que

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le correspondía, apagó la luz de lamáscara y juntos quitaron la tapa.

Joe salió primero, y unos segundosdespués lo hizo Kurt. Los dos seescondieron detrás de la caja hasta querecuperaron la sensibilidad en lasextremidades.

—Este sitio parece mucho más grandedesde dentro que desde la calle —señaló Joe.

Con un rápido vistazo, Kurt entendióque aquello, más que una serie desectores bien ordenados, era unlaberinto. En la parte trasera, donde

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habían salido de la caja, todos loselementos estaban dispuestos en elsuelo, pero el resto del espacio se veíarepleto de estantes y anaqueles,ocupando a veces hasta tres nivelesdistintos.

—No podremos revisar estosmateriales en un par de horas —comentóJoe.

—La mayor parte tiene poco valor —dijo Kurt—. Necesitamos centrarnos enlos objetos que irán a la subasta. Sobretodo, cualquier cosa relacionada conEgipto. Supongo que todo lo que planean

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vender estará en la planta baja, quizáincluso separado de todo lo demás. Asíque ignoremos los estantes a menos quealgo nos llame la atención. Tú te ocupasdel lado izquierdo y yo me ocupo delderecho. Iremos hacia el frente.

Joe asintió y se puso un pequeñoaltavoz en el oído conectado a unaradio. Kurt hizo lo mismo. Los dossacaron también cámaras que haríanfotografías digitales en infrarrojo.Fotografías que podrían revisar después.

—Mantén los ojos bien abiertos —advirtió Kurt—. El personal de

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seguridad estará nervioso después de loque pasó la otra noche. Y yo preferiríaque no me disparara ni tener quedispararles a ellos para protegernos. Siocurre algo, encontrémonos aquí opongámonos a cubierto.

—No tienes que recordármelo —dijoJoe—. Las pistolas Taser y losaerosoles de gas pimienta de pocosirven ante pistolas y escopetas deverdad.

Sabiendo que tratarían con inocentesguardas de seguridad, solo habían traído

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métodos no letales para someter aquienes se les cruzaran en el camino.

—Entonces no te metas con personasque tengan pistolas y escopetas —dijoKurt.

—Buen consejo en cualquiercircunstancia.

Kurt sonrió e hizo la V de la victoriacon dos dedos antes de salir de allí yacostumbrar la vista al espacio pocoiluminado.

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26

Hassan había llegado a Malta poco antesde la fiesta con la orden de ocuparse dela operación. Tenía que recuperar lamayor cantidad posible de registros delos jeroglíficos y destruir todas laspruebas que quedaran. Por fortuna, sushombres ya se habían infiltrado en el

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servicio de seguridad del museo.Haciéndose pasar por guardas legítimos,se habían apoderado del almacén yestaban preparados para buscar y retirarlos objetos. Lo único que Hassannecesitaba para que el plan funcionará ala perfección era lograr que elsupervisor de seguridad siguierahablando con el resto de sus hombres.

Hassan estaba detrás del supervisorcon una pistola en la mano, mientras elsupervisor hablaba por radio con losguardas asignados a la sala de baile. Enun sospechoso golpe de suerte, las tres

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cuartas partes del personal de seguridadestaban destacadas en la sala de baile oen los alrededores. Eso dejaba solo aocho hombres en el almacén. Y dos deellos trabajaban como agentes secretospara Osiris.

Hassan sabía que los objetos quehabía en el almacén eran valiosos, peroel valor que él les daba no era nadacomparado con el que les atribuían loscapitanes de la industria que llegaban enyates y aviones privados con laintención de comprarlos para suspropias colecciones.

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Llegó una llamada por radio.—Hemos estado mirando. Más

diamantes y perlas de las que se puedancontar. Pero por aquí todo está seguro.

El supervisor vaciló.—Contéstale —ordenó Hassan,

poniéndole una pistola en los riñones.El encargado activó su micrófono.—Muy bien —dijo—. Infórmame

dentro de media hora.—Afirmativo. ¿Quieres intercambiar

algunos de los hombres? Quizá esos seestén aburriendo por ahí.

Hassan dijo que no con la cabeza. No

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había nadie vivo para hacer unintercambio.

—Esta vez no —respondió elsupervisor—. Sigue vigilando.

Hassan suponía que por un ratoestarían seguros.

—Ahora muéstrame dónde están loslotes treinta y uno, treinta y cuatro, ycuarenta y siete.

El supervisor se quedó pensando unsegundo de más. Con la mano, Hassan ledio un revés en la cara, haciéndolo caercon la silla.

—Verás, es que no me gusta esperar

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—explicó Hassan.Sumisamente, el supervisor nocturno

levantó las manos.—Se los mostraré.Hassan se volvió hacia Escorpión.—Busca los explosivos y algo en lo

que transportar los objetos. Si fueranecesario, los destruiremos, pero yopreferiría llevarlos de vuelta a Egipto,que es su lugar natural.

Señaló a un segundo hombre.—Infecta el ordenador con el virus

Cyan. Quiero que se borre todo registrode esos objetos.

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El hombre asintió y Hassan se quedósatisfecho. Todo parecía estar saliendobien. Pero nadie prestaba atención a lasparpadeantes pantallas de televisión. Endos de ellas se veía a un par de figurasvestidas de negro moviéndosefurtivamente por el almacén enpenumbra.

Escorpión reapareció con unacarretilla de cuatro ruedas.

—Excelente —dijo Hassan—.Empecemos con el lote treinta y uno.

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Joe se había detenido delante de unacaja de plástico duro. Al lado había unletrero con el número XXXI.

—Treinta y uno.Abrió la caja dura y desenvolvió una

lámina ignífuga de Nomex. Dentro, habíapartes de una tablilla de arte egipciorota. En ella se representaba a unhombre alto y verde que estiraba lamano sobre un grupo de personastendidas en el suelo del templo. Detrásde ellos se veía a hombres y mujerescon túnicas blancas. Unas líneasdibujadas entre la mano del hombre de

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piel verde y las personas dormidas omuertas hacían pensar que las estabahaciendo levitar. En la esquina superiorse veía un disco que podría ser el sol ola luna, tapado como en un eclipse.

Joe había pasado algún tiempo enEgipto. Había realizado allí un poco dearqueología. Reconocía parte de laiconografía.

Tenía un cable conectado con unauricular. Si lo apretaba podía hablar, yKurt recibía la señal.

—He encontrado una tablilla con arte

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egipcio —dijo—. Tendrías que ver aeste tío de piel verde. Es enorme.

—¿Estás seguro de que no es unaversión antigua de El increíble Hulk? —preguntó Kurt en voz baja.

—¿Ves? Eso sí que tendría valor —respondió Joe susurrando.

Joe levantó la cámara, escaneó laobra de arte y después la tapó antes deseguir adelante.

En el otro extremo del almacén, Kurttenía menos suerte, pero se daba toda laprisa que podía. Ese museo, como lamayoría, tenía muchos más objetos de

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los que podía exponer. Por consiguiente,prestaba con frecuencia piezas, o rotabalos objetos en exhibición, pero la mayorparte de ese exceso quedaba en elalmacén.

Eso y la falta de un métodoperceptible de clasificacióncomplicaban aún más el trabajo. Hastael momento, Kurt había descubiertosecciones que se remontaban a la guerradel Peloponeso y al Imperio romanocolocadas al lado de objetos de ambasguerras mundiales. Se había topado conuna sección dedicada a reliquias de la

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Revolución francesa, armas de losbritánicos usadas en Waterloo y hastauna bufanda supuestamente usada paracontener la hemorragia del almiranteNelson cuando lo hirieron en Trafalgar.

Kurt se imaginó que, si la bufandafuera auténtica, tendría una importanciacasi religiosa para la Marina Británica.El hecho de que estuviera a la venta enMalta, le hacía dudar de su procedencia.Pero no era la primera vez que seencontraban tesoros en patios traseros.

Después encontró ciertos objetosnapoleónicos, incluidos algunos

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señalados con carteles, en uno de loscuales se leía el número XVI.

Un paso en la dirección correcta,pensó.

Lo primero que descubrió fue ungrupo de cartas, incluidas órdenes queNapoleón había enviado a suscomandantes exigiendo más disciplinaen la tropa. En el siguiente grupo dedocumentos había uno en el que se pedíamás dinero. Esa carta había sidodevuelta a París, pero la habíaninterceptado los británicos. Finalmente,

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había un libro pequeño, catalogadocomo Diario de Napoleón.

A pesar de la falta de tiempo, Kurt nopudo resistirse a echarle una ojeada.Nunca había oído hablar del diario deNapoleón. Abrió el recipiente y quitó elprotector ignífugo que rodeaba el libro.Resultó que no era un diario sino unejemplar de la Odisea de Homero engriego. Lo hojeó un poco. De vez encuando, en los márgenes, habíaanotaciones en francés. ¿De puño y letrade Napoleón? Supuso que sí, aunquequizá eso fuera algo discutible.

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Mientras estudiaba las anotaciones,descubrió algo más: ciertas palabrasestaban encerradas en círculos, yfaltaban algunas páginas. Supuso, porlos bordes irregulares, que esas páginashabían sido arrancadas. El folletoadjunto indicaba que lo habíaacompañado hasta su muerte en SantaElena.

A pesar de la curiosidad, Kurt cerróel libro, lo envolvió, lo dejó donde lohabía encontrado y siguió adelante. Erainteresante, pero los hombres que habían

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matado a Kensington buscaban objetosegipcios.

En la siguiente sección, Kurt encontródos tanques de cristal, cada uno deltamaño de un camión pequeño. Elprimero contenía varios tesoroscolocados en rejillas de porcelana ycasi parecía un lavaplatos gigantesco. Elsegundo albergaba un par de cañonesgrandes, colgados de eslingas. Una nota,escrita con lápiz de cera en el cristal,señalaba que los tanques estaban llenosde agua destilada, método muy comúnpara quitar sales incrustadas en objetos

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de hierro y de bronce recuperados delmar.

Kurt miró a través del cristal. Nohabía nada egipcio en ninguno de lostanques.

—Como en el supermercado —masculló—, siempre me equivoco depasillo.

Cambió de lugar y tuvo que agacharseentre las sombras. En la penumbra, alfinal de ese pasillo, percibió unmovimiento. Un hombre y una mujer.Curiosamente, vestidos como si fueran

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invitados de la fiesta. Y ambos llevabanpistolas en la mano.

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Kurt pulsó el interruptor deconversación del auricular.

—Me he encontrado con alguien —anunció.

—Yo tampoco estoy solo por aquí —respondió Joe.

—Veámonos a medio camino —dijo

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Kurt—. Tenemos que ponernos acubierto.

Volvió hacia atrás y se encontró conJoe cerca de los dos tanques de aguadestilada.

—Salió de la oficina un grupo dehombres armados hasta los dientes —explicó Joe—. Iban vestidos comoguardas, pero llevaban a otro hombre apunta de pistola. Yo diría que se haproducido un golpe bien hostil. Sugieroque nos escondamos o quedesaparezcamos de escena.

Señaló el pasillo.

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—También viene una pareja por eselado.

—¿Más guardas?—No, a menos que los guardas lleven

esmoquin y vestido de noche. Supongoque vienen de la fiesta.

Antes de poder añadir algo más,oyeron el ruido sordo de ruedas pesadasen el suelo de cemento. Un par deperezosos rayos de linterna recorrieronlos estantes cuando el grupo que Joehabía visto se acercó a la esquina.

—¿Tendremos que volver a la caja?—preguntó Joe.

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Kurt miró alrededor. Había perdido lapista del segundo grupo. Y no le gustabala idea de caminar por el almacénesperando no chocar con algún pistoleroloco. Sobre todo cuando parecía quehabía tantos.

—No —dijo—. Tenemos queescondernos.

—De acuerdo. No hay por aquímuchos sitios donde hacerlo.

Joe no se equivocaba. En algunasestanterías había demasiadas cosas parapoder meterse, y en otras había tanpocas que no ofrecían ninguna

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protección verdadera. Miró por encimadel hombro los enormes tanquesparecidos a acuarios y los cañones quehabía guardados dentro. Eran su únicaesperanza.

—Llegó la hora de mojarnos.Joe dio media vuelta, vio el tanque y

asintió. Subieron por una pequeñaescalera apoyada en el borde y semetieron en el agua con la mayorsuavidad posible. Cuando se disiparonlas ondas, ocuparon un lugar detrás delprimer cañón y miraron por encima,

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como un par de caimanes ocultos detrásde un tronco en un manglar.

Pasó por delante el primer grupo:cinco hombres, tres de ellos armados,uno empujando una plataforma móvil yotro que parecía a merced de los demás,porque tenía una pistola apuntándole a laespalda. Como había dicho Joe, todosiban vestidos como si pertenecieran a unequipo de seguridad. Siguieronavanzando, sin mirar los tanques, ypronto se perdieron por otro pasillo.

—Es evidente que están aquí pararecoger alguna cosa —cuchicheó Kurt.

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Antes de que pudiera añadir algo más,apareció la pareja, que en vez dejuntarse con los demás caminó con máscautela, mirando los objetos de losestantes.

Kurt los oía hablar en voz baja. Lapared trasera del tanque, que era másalta que la delantera, hacía de cámara deresonancia, recogiendo y amplificandolos sonidos.

—Entiendo lo que dijiste de la mujer—dijo Joe, sin levantar la voz.

Era alta y delgada, y llevaba unvestido negro con una abertura en la

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pierna. Curiosamente, calzaba zapatosde tacón bajo. Se acercó a uno de losestantes.

—Aquí hay otra —le oyeron decir—.Pero no puedo leer el cartel. Estádemasiado oscuro.

El hombre del esmoquin miróalrededor.

—Por el momento no nos handetectado —dijo—. Disimula un poco laluz del móvil.

La mujer tapó un poco el débil brillodel teléfono con la mano. Estudió elcartel.

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—No es lo que buscamos —dijo, contono de frustración.

El hombre miró hacia el pasillo ytomó lo que parecía una sabia decisión.

—Salgamos de aquí rápido. No megustan las multitudes.

Con pistolas equipadas consilenciador firmemente empuñadas, lapareja se alejó de allí.

—Algo me dice que no están con elgrupo —comentó Kurt, aseverando loobvio.

—¿Cuántas personas andan robandoeste sitio? —preguntó Joe.

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—Demasiadas —dijo Kurt—. Debede ser este el almacén más inseguro delmundo occidental.

—Y nosotros somos los únicos que nollevan armas —advirtió Joe—. Unaclara desventaja.

Kurt no pudo estar más de acuerdo,pero le preocupaba otra cosa.

—El hombre del esmoquin —dijo—.¿Te resultó conocida su voz?

—Vagamente —dijo Joe—. Pero nologro identificarla.

—Yo tampoco —contestó Kurt—. No

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le miré bien la cara, pero sé que he oídoantes esa voz.

Por el momento, el pasillo parecíadespejado.

—¿Convendrá que vayamos por ahí?—preguntó Joe.

—No creo que podamos llegar a lapuerta —respondió Kurt—. Debemosasustar a todo el mundo y alertar a lasautoridades. No se me ocurre otramanera de hacerlo que haciendofuncionar la alarma contra incendios.¿Viste alguna por algún lado?

Joe señaló hacia el techo.

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—¿Qué te parece esa?Kurt levantó la mirada. Un sistema de

tuberías recorría el techo, como una redeléctrica. En varios puntos sobresalíanboquillas y sensores cónicos, marcadoscon relucientes diodos verdes. Teníanque ser detectores de calor o de humo.

—¿Puedes subir allí? —preguntóKurt.

—Estás hablando con el campeón dela competición en barras infantiles SanIgnacio —afirmó Joe.

—No tengo ni idea de qué es eso —

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dijo Kurt—. Pero supongo que debotomarlo como una respuesta afirmativa.

—Confía en mí —le pidió Joe—. Elandamiaje que rodea las estanteríasfacilitará las cosas.

Después de echar una rápida ojeadahacia el pasillo, Joe salió del tanque,bajó por la escalera y empezó a trepar.Al llegar al segundo nivel, siguió por elestante y después por otra escalera. Casihabía llegado el techo cuando se oyeronvarios disparos y se armó la gorda.

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Kurt volvió rápidamente la cabeza al oírque retumbaban disparos en lasprofundidades del almacén.

—Maldita sea —masculló. Levantóun poco la cabeza para ver mejor.

Joe se puso a cubierto y Kurt centrósu atención en el pasillo que conducía a

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la batalla. El hombre del esmoquin y lamujer del vestido de nocheintercambiaban disparos con el grupoque se hacía pasar por guardas deseguridad. Recibían disparos desde dosdirecciones, pero no parecían asustados.Retrocedían sistemáticamente, haciendodisparos individuales de protección.

Empezaron a retroceder con mayorrapidez cuando uno de los guardas sedesmadró, se puso a disparar con unametralleta y destrozó una pila de ánforasde arcilla. Fragmentos de cerámicasaltaron por el pasillo y el polvo de

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arcilla inundó el aire. Balas perdidasatravesaban el almacén y algunas dabanen el tanque, dejando muescas y fisurasen las paredes de cristal.

El hombre del esmoquin se arrojó alsuelo para eludir el ataque y enseguidase levantó. Agarró a la mujer y juntosfueron más atrás y usaron una esquinadel cruce de pasillos como punto desdedonde disparar. Kurt escuchaba lo quedecía el hombre.

—MacD, soy el presidente. Nos estánaporreando. Necesitamos que nossaquen de aquí ¡ya!

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El presidente...La mujer dio media vuelta y disparó

en otra dirección.—Nos están rodeando, Juan. Tenemos

que movernos.Juan, pensó Kurt. ¿Juan Cabrillo?Juan Cabrillo, presidente de la

Corporación, un hombre que habíaperdido una pierna ayudando a Dirk Pitten una operación de la NUMA hacíaunos años. Era el capitán del Oregon, unbarco de carga que por fuera parecía uncacharro golpeado, pero que por dentroestaba repleto hasta más no poder del

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armamento más avanzado, equipos depropulsión y electrónica.

Kurt no sabía qué demonios hacíanJuan y su amiga en el almacén, pero síque estaban en dificultades,numéricamente superados y a punto deverse rodeados. Los inmovilizaba allí elfuego cruzado, y entonces apareciócorriendo por el pasillo un tercer grupode guardas que pasaron por delante deKurt preparando un explosivo paraarrojárselo a Cabrillo.

Kurt entró en acción. Apoyó elhombro en el cañón y lo empujó hacia el

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cristal. El cañón, colgado de la eslinga,se balanceó hacia delante, estrellando lapunta contra la pared del tanque.Aparecieron unas grietas diagonales enel cristal, pero la pared resistió.

El cañón retrocedió y volvió acolumpiarse hacia delante. Kurt empujócon mayor fuerza. Esa vez, losdoscientos cincuenta kilos del cañónactuaron como un ariete. El cristal sehizo añicos. Salieron corriendo por elsuelo cuarenta mil litros de agua quearrastraron a los hombres que tenían los

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explosivos y los aplastaron contra losestantes al final del pasillo.

La ola también se llevó a Kurt, queterminó encima de uno de los pistoleros.Moviéndose con rapidez, le descargó unestruendoso puñetazo en la mandíbula.

El segundo agresor se estabalevantando cuando se le estrelló unobjeto en la cabeza, lanzado desdearriba por el fuerte brazo de Joe Zavala.

Kurt se abalanzó sobre el bloque deexplosivos, quitó los dos cableseléctricos y gritó hacia donde estabaCabrillo:

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—¡Juan, por aquí!Cabrillo miró hacia el pasillo,

vacilando, como si aquello fuera unardid.

—¡Rápido! —gritó Kurt—. Os estánrodeando.

Se acabó la vacilación.—¡Corre! —ordenó Cabrillo a su

compañera.La mujer corrió sin dudar mientras

Cabrillo disparaba otra andanada antesde seguirla a ella y agacharse junto aKurt.

—Kurt Austin —dijo Cabrillo,

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moviendo la cabeza con incredulidad—.¿Qué es lo que te trae a este follón?

—Parece que la necesidad de salvarteel pellejo —dijo Kurt—. ¿Y a ti?

—Es una larga historia —respondióCabrillo—. Relacionada con lo quepasa en Mónaco.

Aunque había estado ocupado, Kurt sehabía enterado de la destrucción que sehabía producido en el Grand Prix deMónaco. Durante los últimos cuatro díasesa noticia había estado compitiendo, encuanto a tiempo de emisión durante lasveinticuatro horas, con el incidente de

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Lampedusa. Quitó la pistola al hombreque había dejado inconsciente y entró enla batalla.

Los hombres disfrazados de guardasse pusieron a cubierto. Al encontrarseante tres defensores en vez de dos, y verque el torrente se había llevado a losrefuerzos, enseguida se volvieron máscautos. Ahora había empate técnico.

—Por favor, que alguien me diga quées lo que pasa —dijo la mujer.

Cabrillo intentó explicar la situacióna su manera, quitándole importancia.

—Un viejo amigo —se limitó a decir.

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Kurt miró con atención a la mujer. Sepreguntó quién sería.

—Supongo que no te llamarás Sophie.Ella le devolvió una mirada feroz.—Naomi —dijo.Kurt se encogió de hombros.—Valía la pena arriesgar.Cabrillo sonrió al oír ese intercambio

de palabras.—De verdad, ¿qué haces aquí? —

dijo, dirigiéndose a Kurt.Kurt señaló con la mano hacia los

hombres contra los que estabanluchando.

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—Tienen algo que ver con el desastrede Lampedusa.

—¿Está investigando eso la NUMA?—En nombre de otro gobierno —

respondió Kurt.Cabrillo asintió.—Parece que ambos andamos muy

ocupados. ¿Te puedo ayudar en algo?Sonó una nueva serie de disparos. Los

tres se apretaron más en el hueco quehabía debajo del último estante. Cuandodevolvieron el fuego, los atacantesretrocedieron de nuevo.

—No estoy seguro —dijo Kurt—. Se

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trata de unos objetos egipcios queesperaba encontrar aquí.

—Hace falta tener suerte paraencontrar algo en este sitio —dijoCabrillo—. Nosotros hemos estadobuscando un libro que tenía Napoleón enSanta Elena.

La mujer le lanzó una mirada glacial,pero Juan la pasó por alto.

—¿Un viejo ejemplar de la Odisea?—preguntó Kurt—. ¿Con unasanotaciones manuscritas en el margen?

—Exacto. ¿Lo has visto?Kurt señaló hacia sus adversarios.

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—Por allá.En ese momento ya solo había

disparos esporádicos. Cada grupoocupaba una zona protegida, dejando unespacio intermedio vacío y peligroso.

—Parece que se han propuesto nodejarnos ir en esa dirección —señalóJuan.

—Tengo una solución —dijo Kurt.Levantó la mirada y lanzó un silbido a

Joe.Joe retomó la subida hacia el detector

de humo. Llegó al punto más alto delestante superior, pero desde allí no

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lograba tocar el sensor. Apartó una cajay estiró el brazo, esfuerzo que lo dejó aldescubierto. Uno de los pistolerosdisparó. Las balas empezaron a haceragujeros en el techo, alrededor de Joe.

Kurt miró hacia el pasillo y levantó lapistola, pero Cabrillo disparó primero.Un solo disparo bastó para acabar conel atacante.

Ya sin moros en la costa, Joe volvióbuscar el detector de humo, y apoyócontra él la pistola Taser. El calor demil voltios entre chispas y chasquidosfue instantáneamente interpretado como

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incendio potencial. Empezaron a chillaralarmas y a parpadear lucesestroboscópicas y a caer chorros deagua en el espacio abierto del almacén.

Los atacantes tardaron solo segundosen darse a la fuga. El agua dejó de caeren cuanto Joe apartó la Taser del sensor,pero ya aparecerían las autoridades.

—Quince metros más allá de aquelcruce —le indicó Kurt a Cabrillo—.Primer estante a la izquierda. Yo, en tulugar, me daría prisa.

Cabrillo le ofreció la mano.—Hasta la próxima.

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Kurt se la estrechó.—No con balas sino con una copa

delante.Cabrillo y la mujer se alejaron

mientras Joe terminaba de bajar alsuelo.

—¿Era quien pienso que era? —dijoJoe en cuanto terminó de bajar.

Kurt asintió.—En estos almacenes se encuentra

uno a la gente más simpática. Vamos,salgamos de aquí.

Al llegar a la zona de descarga setoparon con un mar de coches de

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bomberos y patrulleros de la policíaentrando en el aparcamiento. Tambiénestaban llegando vehículos camuflados,cargados de miembros del verdaderoequipo de seguridad de la fiesta.

—Por la puerta lateral —sugirió Joe.Volvieron corriendo al almacén y lo

atravesaron hasta la otra salida. Joemiró a través de la puerta hacia elcallejón.

—Parece que no hay nadie.Salieron al callejón, pero antes de

que pudieran dar cinco pasosaparecieron ante ellos unas luces. Los

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enfocó e iluminó un reflector, mientrasla barra giratoria del techo del coche,roja y azul, los encandilaba. Los dos sedetuvieron en seco y levantaron lasmanos.

—A lo mejor son los mismos policíasque nos arrestaron el otro día —comentóJoe—. Muy simpáticos.

—Ojalá tengamos la misma suerte —dijo Kurt.

El coche policial se detuvo y bajaronde él dos agentes con la pistola en lamano. Kurt y Joe no se resistieron. Losesposaron, los metieron en el coche y

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los sacaron de allí en tiempo récord.Kurt notó que no los llevaban hacia lacomisaría que tan bien conocían, sinohacia el centro de la ciudad.

—Supongo que podemos hacer unallamada telefónica, ¿verdad?

—Ya la ha hecho alguien en nombrede ustedes —dijo el agente, quecuriosamente no hablaba con acentomediterráneo sino arrastrando laspalabras como en Luisiana—. El propiopresidente.

El agente lanzó un llavero al regazode Kurt.

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—MacD —se presentó—. Su amigoen los bajos fondos.

Kurt sonrió mientras se quitaba lasesposas y después hacía lo mismo conlas de Joe. Los agentes apagaron lasluces y la sirena del coche y unosminutos más tarde los dejaron asolamente dos calles del hotel.

—Gracias por sacarnos del aprieto—dijo Kurt—. Dile a Juan que yo pagoel primer trago.

MacD sonrió.—Nunca le dejará pagar, pero se lo

diré de todas formas.

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Kurt cerró la puerta. MacD hizo unaseñal al conductor y el coche arrancó.

—¿Podremos reclutar a Juan y a suequipo para esta misión? —preguntóJoe.

—Parece que tienen otros problemasde los que ocuparse —respondió Kurt.

Echaron a andar hacia el hotel.Estaban libres y limpios, empapados,con zumbido en los oídos por losdisparos, pero la calle estaba desierta ytranquila. Y a pesar de todo, a pesar detodo lo que habían arriesgado, no

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estaban más cerca de encontrar unarespuesta que el día anterior.

—Extraña noche —dijo Kurt.—Eso es quedarse corto —comentó

Joe.Se metieron en el hotel, subieron en el

montacargas hasta su piso y fueroncansinamente hasta la habitación, dondedescubrieron que los esperaba Renata,que a diferencia de ellos estabasonriente.

—¡Qué caras más terribles!Kurt no lo dudaba.—Algo me dice que has tenido mejor

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noche que nosotros —señaló Kurt,cerrando la puerta y desplomándose enel primer sillón.

—Tendría que haber sabido que todosesos coches policiales eran obravuestra.

—No solo nuestra —dijo Joe—.Venimos de una fiesta que nadieolvidará.

Kurt esperaba que detrás de la sonrisade Renata hubiera algo de sustancia.

—No me digas que has encontrado aSophie C.

—A decir verdad, sí —dijo Renata

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—. Y no está nada lejos de aquí.

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La noticia le dio a Kurt un subidón deenergía.

—¿Cuándo iremos a verla?—Espero que sea dentro de mucho

tiempo —respondió Renata—. Ya noestá entre los vivos.

Mala noticia, pensó Kurt.

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—No parece afectarte mucho.—Bueno —dijo Renata—, es que ha

pasado cierto tiempo. Murió en 1822.Kurt miró a Joe.—¿Encuentras algún sentido a todo

esto?Joe dijo que no con la cabeza.—El dióxido de carbono me ha

afectado la capacidad de raciocinio y nooigo bien.

—Sé que te diviertes con el tema —dijo Kurt—, pero vayamos al grano.¿Quién es Sophie C.? ¿Y qué relaciónpuede tener una mujer que murió en

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1822 con el doctor Kensington y elataque a Lampedusa?

—Sophie C. —explicó Renata— es laabreviatura de Sophie Celine.

—Estuve a punto de acertar —dijoJoe.

Kurt ni siquiera respondió.—Sigue.—Sophie Celine era prima tercera, y

amada lejana, de Pierre Andeen,prestigioso miembro de la AsambleaLegislativa Francesa, constituidadespués de la Revolución. Como los dosestaban casados con otras personas, no

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pudieron vivir oficialmente juntos, peroeso no les impidió tener un hijo.

—Escandaloso —señaló Kurt.—Por supuesto —dijo Renata—.

Pero haya o no sido escandaloso, elnacimiento de ese niño fue un momentoemocionante para Andeen, que usó suinfluencia en el Ministerio de Marinafrancés para poner a un barco el nombrede la madre.

—Como una especie de regalo —añadió Kurt.

—Yo te puedo asegurar —dijo Joe—

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que la mayoría de las mujeres prefierenjoyas.

—Pienso lo mismo —convino Renata.—¿Qué le pasó entonces a Sophie? —

preguntó Kurt.—Vivió hasta una avanzada edad, y

fue enterrada en un cementerio privadoen las afueras de París después de morirmientras dormía.

Kurt entendió hacia dónde apuntaba.—Supongo que el barco al que se

refería Kensington se llama SophieCeline.

Renata asintió y entregó a Kurt un

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documento impreso con la historia delbarco.

—El Sophie C. pertenecía a la flotamediterránea de Napoleón y estuvoatracado en Malta durante el breveperíodo de dominación francesa. Porpura casualidad, se hundió durante unatormenta después de haber partido deaquí cargado con el tesoro francéssaqueado en Egipto. Se lo encontró, yexcavó los restos la ProtectoraD’Campion, un grupo sin ánimo de lucrofinanciado por una familia rica maltesa.Después de guardar los objetos en su

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colección privada durante años, decidiórecientemente poner algunos a la venta.El museo haría de intermediario,quedándose con un porcentaje.

—Son los mismos artículos quenuestros amigos violentos se llevaronsin pagar un centavo... —dijo Joe.

—Kensington comentó que ni pordoscientos mil dólares conseguiríansentarse a la mesa, así que se llevaron elbufet entero.

Joe hizo la pregunta obvia:—¿Por qué Kensington nos dio la

pista del Sophie Celine si ni siquiera

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nos quiso decir qué era lo que se iba asubastar?

—Por la misma razón por la que esostíos no lo mataron y se llevaron losobjetos hasta que aparecimos nosotroshaciendo preguntas. Debe de haber algorelacionado con el naufragio que todavíabuscan, algo que todavía no haaparecido.

—Las tablillas egipcias que viestaban rotas —dijo Joe—. Eranpedazos, fragmentos. Quizá andanbuscando las partes que faltan.

—¿Dónde fue el naufragio? —

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preguntó Kurt, dirigiéndose a Renata.—Aquí está el lugar —dijo ella,

entregando a Kurt el resto de las notas—. Queda a unas treinta millas al estede La Valeta.

—La última vez que miré, no se ibapor ahí hacia Francia —señaló Kurt.

—El capitán trataba de evitar losbarcos británicos. Planeó una ruta queiba primero hacia el este y despuéshacia el norte, intentando rodear la costade Sicilia o atravesando el estrechoentre Sicilia y la tierra firme de Italia.Aparentemente, encontró mal tiempo

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antes de poder hacer cualquiera de esascosas. Se supone que volvió hacia atrás,pero que no logró llegar al puerto.

Por primera vez en días, Kurt tuvo lasensación de que llevaban la delantera.

—Supongo que sabemos qué haremosa continuación. Y también lo que haránellos. Cuando descubran que esas tallasy tablillas son solo versiones parciales yfragmentarias, se meterán en esenaufragio a recuperar todo lo que queda.

—Eso es lo que yo haría —dijo Kurt—. Todavía no entiendo qué significatodo esto ni qué buscan, pero si no

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tuvieran verdadero interés habríanparado de buscar y se habrían ido. Algome dice que nos conviene ir a ver esosrestos de naufragio antes de que lo haganellos.

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El Sea Dragon zarpó de La Valeta conKurt, Joe, la doctora Ambrosini y unatripulación mínima a bordo. Por unexceso de cautela, Kurt había enviado atodos los demás de vuelta a EstadosUnidos.

—Sigue con este rumbo —le pidió al

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capitán Reynolds.—De acuerdo —dijo Reynolds—.

Pero comprenderás que pasaremos amillas del naufragio a menos queviremos hacia el norte.

—Cuento con ese desvío paradisponer del elemento sorpresa.

Reynolds asintió y volvió a mirar lapantalla de navegación.

—Tú eres el jefe.Confiado en que iban en el rumbo

correcto, Kurt fue a popa y descubrióque Joe y Renata estaban montando unplaneador.

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—¿Preparada para volar?—Casi —dijo Renata. Comprobó los

pestillos de la carga y activó una cámaraque contaba con un potente zoom—.Todo listo.

Kurt se colocó delante de los mandosdel cabrestante, que normalmenteutilizaban para remolcar un aparato desonar, pero habían reemplazado el cablede acero por un hilo de plástico sujetoahora al planeador que Joe llevaba apopa.

—Está todo listo —dijo Renata.En popa, Joe sostuvo el planeador por

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encima de la cabeza. La corriente deviento producida por la marcha de laembarcación, embolsada por las largasalas, se esforzaba por arrancárselo delas manos.

Cuando lo soltó, el planeador alzó elvuelo y Kurt lo dejó subir desenrollandodel tambor del cabrestante el delgadocable de fibra óptica. Al elevarse porencima y por detrás de la embarcación,Renata empezó a conducirlo con la manoutilizando un pequeño mando. Cuandoalcanzó una altura de doscientos metros,lo detuvo.

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—Bloquéalo allí —le pidió a Kurt.Kurt detuvo el cabrestante y el

planeador se quedó allí arriba,siguiendo al Sea Dragon.

—¿Qué se ve con la función de «vistade pájaro»?

Renata encendió la cámara delplaneador y miró en una pantalla deordenador que tenía a la derecha. Alprincipio todo estaba borroso, pero elautofoco corrigió la imagen con rapidezy vieron con claridad el Sea Dragonarando por un campo de intenso azul.

—Tenemos buen aspecto —dijo ella

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—. Ahora veamos a nuestros amigos.Apuntó hacia el norte, donde

aparecieron un par de embarcaciones.Al principio solo eran pequeñasmanchas en el océano, como dos granosde arroz sobre un mantel azul oscuro,pero cuando Renata ajustó el potentezoom de la cámara del planeador losobjetivos aparecieron con claridad.

—Un barco de buceo y una barcaza—dijo.

—¿Puedes acercar más la imagen? —pidió Kurt.

—Sin ninguna dificultad.

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—Empieza por la barcaza —sugirióél.

Renata se centró en la barcaza,alargando la lente telescópica hasta queempezaron a aparecer los detalles. Enletras blancas sobre el casco rojo sepodía leer Protectora D’Campion. Enun extremo había una pequeña grúa queen ese momento sostenía un gran tubo dePVC. Del tubo salía agua turbulenta ysedimento. El sedimento caía sobre unfiltro metálico diseñado para atrapartodo lo que fuera más grande que unapiedra del tamaño de un puño, pero los

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residuos y el agua de mar se estrellabancon fuerza, dejando una mancha lechosaque se extendía hacia el oeste de labarcaza.

—Parece que están limpiando —dijoJoe.

—Están aspirando todo el fondomarino —añadió Kurt.

El recorrido de la cámara mostró ados hombres estudiando varios objetosatrapados en los filtros. Después de unarápida ojeada, los lanzaban por laborda.

—Piedras, caracoles o trozos de

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coral —aventuró Kurt.—Deben de estar buscando objetos

valiosos —dijo Joe—. Más tablillascomo las que vi en el museo. ¿Qué lesimporta devolver al mar tesorosmenores?

—Les importaría si de verastrabajaran para la protectora —dijo Kurt—, pero me parece que no es el caso. —Se volvió hacia Renata—. ¿Podríascentrarte en el otro barco?

Renata cambió el ángulo de la cámaray la detuvo en el barco de buceo desesenta pies. En la cubierta de proa se

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veían montones de equipos y tubos desubmarinismo. En popa había una grancantidad de personas sentadas al sol, depiernas cruzadas.

—Están asistiendo a una clase deyoga o...

Detrás de aquellos hombres habíaotra figura sosteniendo un rifle de cañónlargo.

Renata trató de acercarse más, pero ala función de bloqueo automático de lacámara le costaba enfocar la cara delhombre.

—No le veo los rasgos —dijo ella.

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—No hace falta —añadió Kurt—. Meparece que todos sabemos de quién setrata.

—Llegados a este punto, quizádeberíamos ponernos en contacto con laGuardia Costera o la Fuerza de DefensaMaltesa —sugirió Renata—. Podríanenviar algunos barcos de la Fuerza deDefensa. Podríamos acorralar a toda labanda.

—Me gusta esa idea —dijo Kurt—,solo que seríamos responsables de lamuerte de esos pobres buceadores. Esostíos van en serio. Ya los vimos eliminar

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a uno de los suyos para que nopudiéramos sacarle información.Mataron a Hagen y a Kensington y a lamitad del equipo de seguridad en elmuseo. Hasta intentaron volar elalmacén. Si llamamos a la Fuerza deDefensa Maltesa, matarán a esosbuceadores y huirán de inmediato.Incluso si se los atrapa o rodea, creoque son capaces de disparar hasta lamuerte o de volarse con un explosivo.Entonces tendríamos que empezar denuevo, cargando con otra docena decadáveres.

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Renata compartía ese razonamiento.Lanzó un suspiro y se quitó de la cara unrizo de pelo oscuro.

—Supongo que tienes razón. Peronosotros no podemos detenerlos.

—Quizá podríamos utilizar elelemento sorpresa —sugirió Kurt.

—No quería decírtelo, pero dejamosla capa de invisibilidad en Washington—dijo Joe.

—No digo que nos acerquemos aellos por la superficie —comentó Kurt.

—Entonces llevamos la lucha a lasprofundidades —dijo Joe.

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—Tendremos el factor sorpresa denuestro lado. Y quizá consigamosalgunos aliados.

—¿Dónde?—Si esos hombres contaran con

buceadores propios, no necesitaríantenerlos en cubierta a punta de pistola.Si los buceadores de la protectoratrabajan abajo para que no maten a susamigos en el barco, quizá aceptaríanamotinarse si se les presentara laoportunidad.

—Así que llegamos allí, hacemos

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amigos y ponemos en marcha unasublevación —observó Joe.

—Contrainsurgencia clásica —señalóKurt.

Veinte minutos más tarde bajaron delbarco a Kurt y a Joe enfundados entrajes de propulsión y con un vehículode control remoto llamado Turtle.Todavía estaban a tres millas del sitiodel naufragio, quizá distancia suficientepara que los matones armados nosospecharan. Pero para no correrriesgos, el capitán Reynolds desvió elSea Dragon de la ruta que llevaba. Si

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los estaban observando con el radar ocon prismáticos, pensarían que era unbarco inofensivo que iba hacia el sur.

Cuando la plataforma llegó al agua,fueron barridos de ella Kurt, Joe y elTurtle. Ajustaron su flotabilidad ydesaparecieron debajo de la superficie,hundiéndose despacio, aferrándose a laarmazón del vehículo y acomodándoseen las partes curvas detrás de la bulbosanariz hidrodinámica. A los treinta piesde profundidad, Kurt indicó con elpulgar que todo iba bien, y las hélicesdel Turtle empezaron a girar.

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El Turtle era normalmente pilotadodesde el buque nodriza, allá en lasuperficie, pero como estaba diseñadopara funcionar en concierto con losbuceadores en el fondo del mar, losmandos podían estar ligados a los trajesde buceo que Kurt y Joe llevabanpuestos. En ese caso, quien ibaconectado y conduciendo era Joe.

—Llévanos abajo —dijo Kurt—.Abracemos el fondo.

—De acuerdo —respondió Joe.Las aguas al este de Malta eran

relativamente poco profundas, con una

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zona llamada meseta de Malta que seextendía hacia el este y también hacia elnorte, hasta Sicilia. El Sophie Celinehabía quedado a noventa pies de lasuperficie. A suficiente profundidadpara representar un desafío y a no tantadistancia de la superficie como para quepudieran trabajar buzos normales con unmínimo de luz natural.

—Llegando al fondo —anunció Joe.Además de tener los mandos, Joe

estaba conectado con la telemetría delvehículo. Veía en una pantalla virtualdentro del casco a qué profundidad

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estaban, hacia dónde iban y a quévelocidad.

Pronto apareció el fondo marino,iluminado por las luces delanteras delvehículo, que Joe estabilizó antes deajustar el rumbo y accionar elacelerador.

—Voy a apagar las luces —dijo Joe—. No quiero que nadie nos vea llegar.

—Trata de no chocar contra nada —avisó Kurt.

Al apagarse las luces la aventura setransformó en un viaje por un túnel

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oscuro hasta que se les adaptaron losojos.

—Hay más luz de la que esperaba —comentó Joe.

—El mar está tranquilo —dijo Kurt—. Eso siempre ayuda. Hay menossedimento dando vueltas por ahí.

—Yo diría que la visibilidad es decincuenta pies.

—Asegúrate entonces de parar por lomenos ciento diez pies antes delnaufragio.

El Turtle era rápido para ser unvehículo de control remoto. Con un

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empujón de la corriente, casi llegaban asiete nudos, pero tardaron cerca deveinte minutos en acercarse al sitio, undébil resplandor a lo lejos.

—Hay por lo menos tres o cuatroluces de buceadores —dijo Joe.

Kurt comprobó que era cierto yentonces vio aparecer a una quinta y auna sexta cuando alguien salió de detrásde un montículo de sedimento.

Allá arriba, las luces eran borrosas,como si las ocultara un remolino depolvo. Kurt ya sentía los extrañoslatidos de la aspiradora submarina.

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—Nos acercamos un poco más y yome bajo —dijo Kurt—. Me acerco alprimer buzo y le pregunto si necesitaayuda.

Kurt abrió un panel en el brazo deltraje. Una pantalla impermeabletraduciría todo lo que él dijera apalabras impresas, permitiéndolecomunicarse con los otros buzos.

—¿Y qué pasa si es uno de los malos?—Para eso tengo esto.Kurt sacó de la caja de herramientas

un arpón submarino Picasso de dobleriel. Las dos flechas estaban colocadas

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una al lado de la otra, y los gatillos unodelante del otro. Tenía puesto el seguro.

—Te traje uno por si lo necesitas —añadió Kurt—. Pero por ahora quédateen el perímetro y vigila bien. Si me metoen aprietos, ya sabes lo que tienes quehacer.

Estaban a unos cien pies de laactividad. Kurt dudaba de que alguienlos viera, así como un hombre en unahabitación iluminada no puede ver aalguien que está fuera una noche oscura,pero no quería correr riesgos.

—Yo me bajo aquí —dijo.

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Se apartó del Turtle, encendió suspropios propulsores y avanzó endiagonal. Miró para atrás una última vezy comprobó que Joe se mantenía en supuesto tal como él le había ordenado.

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Kurt avanzó por el agua en casicompleto silencio; el ligero zumbido desu propulsor apenas resultaba audible.Parecía que en el lado izquierdo delnaufragio había más actividad. Por lomenos cinco luces en esa zona, ademásde los buzos con equipo estándar

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trabajando en la aspiración del fondomarino. Fue hacia la derecha, dondesolo veía dos luces.

Al acercarse a través de la nube, vioque los buzos trataban de desenterraralgo metido debajo de los huesosfosilizados del viejo barco.

A diferencia de las excavaciones dela NUMA, y de cualquier otraexcavación submarina de la que Kurthabía tenido noticia, aquellos hombresestaban literalmente haciendo trizas elnaufragio, rompiendo las cosas ytirándolas.

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Supongo que cuando uno tiene unapistola en la cabeza no piensa en laconservación.

A esas alturas, Joe estaba demasiadolejos para captar una transmisión deradio, así que Kurt estaba librado a suspropios recursos. Se acercó a los buzos,que no habían notado su presencia.

—Activa la comunicación escrita —susurró.

En la pantalla del casco apareció unpequeño cuadrado verde con la letra Tdentro.

Tenía que trabajar con una cantidad

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limitada de caracteres, así que puso lacosa más sencilla que se le ocurría.

«Estoy aquí para ayudarte.»La pequeña pantalla del brazo se

iluminó y Kurt dio un codazo alacelerador.

Alargó la mano y tocó en el hombro albuzo que tenía más cerca, esperando quevolviera la cabeza asustado osorprendido. Pero, curiosamente, elhombre siguió trabajando.

Kurt lo tocó de nuevo, con más fuerza.Como no ocurrió nada, lo agarró delhombro y lo hizo girar.

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El buzo lo miró como si fuera incapazde reaccionar. Kurt vio que tenía la caraazulada y los ojos entornados. Esoshombres llevaban allí abajo un largotiempo. Demasiado.

Kurt señaló el brazo y la pantalla.El hombre leyó el mensaje y asintió

lentamente. Agarró una pequeña pizarraque tenía al lado y garabateó en ella«Cavo lo más rápido que puedo». Yvolvió al trabajo.

«Cree que soy uno de los malos.» Esosignificaba que había capataces allíabajo, entre los buzos.

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Kurt volvió a agarrar al hombre delos hombros.

«Vengo a rescatarte.»El hombre pestañeó y abrió un poco

más los ojos. Daba la impresión de queahora entendía. Se agitó tanto que Kurttuvo que calmarlo.

«¿Cuántos malos?»El hombre escribió 9.«¿Todos aquí abajo?»5↑... 4↓«Cinco arriba y cuatro en el agua.»

Era peor de lo que Kurt había esperado.«Muéstramelos.»

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Antes de que el hombre pudieramostrarle algo, una ola de luz les pasópor encima. Los ojos del buceadorcontaban lo que ocurría. Kurt dio mediavuelta y vio a un hombre que arremetíacon un arpón en la mano.

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Kurt apartó al buzo de un empujón ylevantó el Picasso para disparar, pero elatacante estaba demasiado cerca yterminaron luchando cuerpo a cuerpo envez de usar los arpones.

Para disgusto de Kurt, el agresor teníapuesto un casco integral y un traje

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semirrígido. De lo contrario, Kurt nohabría dudado en arrancarle la máscara,pero terminaron dando vueltas yrodando hasta que Kurt logró hacerleuna llave de cabeza; entonces accionólos propulsores y aceleró hacia unafloramiento de maderos y coral que enotro tiempo había sido la proa delSophie C.

El atacante soltó el arpón y sacó uncuchillo, pero antes de que pudierausarlo Kurt lo arrastró sobre la proa y leestrelló la nuca contra el afloramiento amáxima velocidad.

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Al chocar, el cuerpo del buzo se pusofláccido; soltó el cuchillo y se hundióhacia el fondo con los brazosextendidos, por lo menos fuera decombate.

Desde el otro lado de la obra seacercaron a toda velocidad doshombres. Como el primero, llevabanpuestos cascos integrales, pero adiferencia del que acababa de noquear,para circular por el agua contaban conpropulsores propios.

Por el lado de Kurt pasó un arpón,dejando una estela de burbujas. Kurt se

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zambulló hacia el fondo, pateando elsedimento para usarlo como cortina dehumo.

Puso sus propios propulsores a todavelocidad y la nube creció a su espalda.Recordó un viejo adagio de un piloto dela Segunda Guerra Mundial con el quehabía trabajado hacía años: «En lasnubes, gira siempre a la izquierda». Nosabía por qué a la izquierda y no a laderecha, pero si servía para los cielossobre Midway, también servía para elfondo del mar.

Con los propulsores a toda potencia,

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giró a la izquierda arrastrando el piepara levantar más sedimento. El trucofuncionó durante un instante, pero derepente las luces de un hombre rana seacercaron rápidamente a través de lanube. El hombre reconoció a Kurt ylevantó un arma.

Kurt giró, y en vez de oír el zumbidode otro arpón, oyó el estampido seco yapagado de un rifle. Muy parecido al delvenerable AK-47.

Una de las alas que tenía montadas enlos hombros quedó hecha trizas. Kurt

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siguió avanzando, pateando furiosamentepara añadir fuerza a los propulsores.

Logró llegar al otro lado delnaufragio.

—Joe, si me oyes, necesito conurgencia tu ayuda. Son tres contra uno yestos hombres andan con riflessubacuáticos. Sus propulsores parecende fabricación rusa, así que supongo quelos rifles tienen el mismo origen.

A Kurt se le ocurrían dos tiposdiferentes de rifle que los rusos habíandiseñado para los comandos y hombresrana de sus Spetsnaz. Un arma llamada

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APS, que disparaba proyectilesespeciales con núcleo de acerollamados rayos y que medían más dediez centímetros de longitud. Esospesados rayos traspasaban el aguamucho mejor que cualquier bala deplomo estándar, pero aun así tenían unalcance limitado debido a la densidaddel agua. A esa profundidad el alcanceestaría entre los cincuenta y los sesentapies, pero como atestiguaba el dolor deespalda de Kurt, incluso fuera de unadistancia mortal podían dar un buengolpe.

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—Joe, ¿me oyes?Otra cosa que hacía el agua muy

densa era limitar hasta los másavanzados sistemas de comunicación.Joe estaba fuera del alcance. Kurt miróhacia la izquierda, hacia la popa delSophie Celine, de donde venían unasluces. Miró hacia la derecha y vio lomismo.

—Tres asesinos buscándome y solome quedan dos arpones —masculló—.La próxima vez traeré un montón.

Decidió ir hacia la derecha y avanzarsosteniendo un arpón en cada mano. Las

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luces del otro buceador salieron de lapenumbra. Kurt apuntó y disparó. Elarpón salió certero y pegó al atacante enel hombro, por debajo de la clavícula, yle salió por la espalda.

Se produjo un ciclón de burbujasmientras el hombre, muerto de dolor, seretorcía como un atún ensartado. En vezde ir hacia el fondo, empezó a subir enespiral, apretándose la herida y soltandoel rifle.

Kurt dejó que se fuera y se lanzóhacia el rifle, que desapareció en lapenumbra.

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—Luces —dijo.Tenía el ala izquierda destrozada,

pero la luz del hombro derecho seencendió instantáneamente. Iluminó elarma que se iba hundiendo y al mismotiempo delató la posición de Kurt.

Trato justo.Kurt se zambulló a toda velocidad,

mientras oía el estampido de otro rifle.Los rayos se incrustaron en elsedimento, allí delante, y no tuvo másremedio que dar media vuelta para noterminar muerto.

Los últimos dos buzos convergían en

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él. Kurt recuperó el equilibrio y disparóel último arpón, apuntando al hombredel rifle. El efecto fue letal, pues leatravesó el cuello. El hombre quedófláccido y quedó flotando en un brillantecharco de sangre.

Kurt se volvió hacia donde creía queel rifle caído había tocado el fondo, yllegó al lugar en el mismo momento enque lo hacía el último miembro vivo delgrupo atacante.

Los dos cogieron el arma al mismotiempo, Kurt por la culata y suadversario por el cañón. Kurt estaba

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mejor colocado y la arrancó de lasmanos del otro.

Trató de apuntar con ella y disparar,pero el otro buzo estaba demasiadocerca. Echó un brazo alrededor delcasco de Kurt e intentó quitarle lamanguera de aire.

Kurt le dio un rodillazo en elestómago y el hombre soltó la manguera,pero sacó algo que Kurt no esperaba: unpalo explosivo diseñado para matartiburones o cualquier cosa que tocara.Kurt bloqueó el brazo del buzo y leapretó la muñeca para impedir que el

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explosivo entrara en contacto con sucuerpo y le abriera un agujero. Habíavisto cómo esas armas acababan con untiburón de cinco metros con solotocarlo. No tenía ningún deseo determinar de esa manera, ni de ningunaotra.

Giraban como un torbellino,entrelazados en un combate ingrávido.La luz del hombro de Kurt se reflejabaen la máscara del hombre. Los cegaba alos dos, pero no dejaban de luchar.

Solo entonces comprendió Kurtcuánto más grande que él era aquel

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hombre, que al agarrarle el ala delhombro pudo hacer más presión, y apesar de todos los esfuerzos de Kurt elpalo explosivo se le seguía acercando alas costillas.

El agresor lo tenía atrapado, sinposibilidades de escapar, y lo sabía.Kurt le vio la cara de loco, acercándosepara matarlo.

Entonces, una ola de luz los envolvióa los dos mientras algo borroso,amarillo, salía velozmente de laoscuridad y, como un autobús, chocabacontra el atacante. Kurt retrocedió

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tambaleándose, agradecido de ver a Joeen el Turtle empujando al hombre por elmar como embestiría un toro al matadordespués de cornearlo.

Joe no se detuvo hasta incrustar alhombre en el fondo, aplastándolo bajo elpeso y la fuerza del Turtle yabandonándolo semienterrado en elsedimento.

Kurt se dejó caer hasta el fondo,agarró de nuevo el rifle y esperó a queJoe diera la vuelta.

El Turtle se detuvo junto a Kurt.

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Resultaba fácil ver el rostro sonriente deJoe dentro del casco.

—¿Estaría mal pintar el símbolo dehombre muerto en el costado del Turtle?—preguntó Joe.

—Por mí puedes hacerlo —dijo Kurt—. ¿Por qué tardaste tanto?

Joe sonrió.—Desde donde estaba, no sabía si te

divertías o corrías peligro. Solo cuandooí los rifles comprendí que quizá tesuperaban en potencia de fuego.

Paradójicamente, bajo el agua el

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sonido llegaba más lejos que losproyectiles o las transmisiones de radio.

—Tengo que reconocer el mérito delos rusos —dijo—. Fabrican armas muyinteresantes.

—Esa quedará muy bien en tucolección —señaló Joe.

Kurt coleccionaba armas únicas,procedentes de todo el mundo. Habíaempezado con pistolas de duelo, teníaalgunos raros revólveres automáticosBowen y últimamente había ampliado lalista con revólveres de seis tiros delViejo Oeste, incluido un Colt 45 que

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había usado para despachar al últimovillano al que se habían tenido queenfrentar.

—Claro que sí —dijo—. Aunque meparece que todavía tendrá algún otro usoantes de acabar en una vitrina.

—Te habrás dado cuenta de queestamos haciendo las cosas al revés —comentó Joe—. Hasta ahora hemosempleado un gran esfuerzo en conquistarel terreno más bajo. No es exactamentela estrategia militar clásica.

—Con un poco de suerte, todavía nosabrán que estamos aquí —añadió Kurt.

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Puso en marcha los propulsores yvolvió nadando al sitio del naufragio,donde los buzos civiles que habíanusado como esclavos estaban reuniendoalgunos otros tanques sacados de laplataforma de pertrechos.

Se mostraron a la defensiva con Kurty con la llegada de Joe.

—Conviene que enciendas el sistemade escritura en pantalla —sugirió Joe.

—Muy bien —dijo Kurt, activando lapantalla—. «Guardas muertos. Lossacaremos de aquí.»

Uno de ellos señaló hacia arriba y

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garabateó algo furiosamente en supizarra.

Kurt nunca había visto jeroglíficospeores.

«¿Cuánto tiempo llevan aquí?»,preguntó.

Mostraron cuatro dedos.—Cuatro horas a noventa pies de

profundidad —explicó Joe.Habrían usado Nitrox o Trimix, no

oxígeno puro. Pero aun así, después dehaber pasado tanto tiempo en el fondo,necesitarían horas para descomprimirseantes de volver a la superficie. Un

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rápido inventario le permitió saber queno había tanques suficientes. Ni muchomenos. Los buzos morirían si no seencontraba otra solución.

Kurt puso una mano en el hombro delbuzo principal y negó con la cabeza.

«No podrás ir arriba.»El buzo también negó con la cabeza y

volvió señalar la superficie.«Tendrás una embolia», dijo Kurt.El buzo leyó las palabras en la

pequeña pantalla y después volvióseñalar hacia arriba. A continuaciónhizo un extraño ademán.

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«No sé qué quieres decir», dijo Kurt.Parecía que el buzo había entrado en

pánico. Kurt necesitaba calmarlo. Leseñaló la pizarra.

«Escribe despacio.»El buzo cogió la pizarra con la mano,

borró lo que había garabateado antes yesta vez escribió más metódicamente,como un chico que intenta, conpaciencia, mejorar la caligrafía. Cuandoterminó, le dio la vuelta y se la mostró aKurt.

Había escrito una sola palabra. Sepodía leer con facilidad.

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¡BOMBA!

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El buzo señaló furiosamente la zonadonde estaban excavando. Escribió algomás en la pizarra.

«Cuando atacaste pusieron bomba.»Kurt empezó a ver el modelo de

comportamiento. Esos tíos querían lasreliquias del naufragio. Pero si no

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podían apoderarse de ellas, estabandecididos a impedir que cayeran enotras manos.

«Muéstramela.»El buzo vaciló.«¡Muéstramela!»De mala gana, el buzo echó a nadar,

moviendo despacio las piernas yconduciendo a Kurt hacía el naufragio.Cuando llegaron, el buzo apuntó con suluz. El equipo había usado unaaspiradora para excavar toneladas decieno. Habían sacado objetos delsedimento y descartado todo lo que no

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tuviera aspecto egipcio. Mosquetes,toneles podridos y botas antiguasdescansaban en el fondo, como una pilade basura.

El barco era un esqueleto. La mayoríade la tablazón exterior habíadesaparecido y solo quedaba elcostillar, hecho con maderos másgruesos. Mientras flotaba por encima deesos restos, Kurt vio lo que intentabadecirle el buzo. No una bomba sino dos,bloques de C-4 conectados atemporizadores, como habían intentadohacer en el almacén. El problema era

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que habían arrojado esos explosivosentre los huesos del barco como quienarroja filetes dentro de la jaula de unanimal.

Aferrándose a los maderos, Kurt mirómás de cerca. Los temporizadoresdigitales que tenían conectadosmostraban unos números inquietantes:2:51, y bajando.

Trató de meterse entre los restos parallegar a las bombas, pero no habíaespacio suficiente. Estiró un brazo eintentó sin suerte tocar una con losdedos, pero quedaba por lo menos

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treinta o cuarenta centímetros fuera de sualcance.

—Joe —gritó—. Necesito tu ayuda.Joe y el Turtle llegaron cuando el

temporizador marcaba exactamente2:00. El vehículo tenía un brazomanipulador, que Joe alargó con rapidezpero que tampoco llegaba a las bombas.

—Salgamos de aquí —dijo Joe—. Yopuedo arrastrar a estos hombres.

—Demasiado tarde —señaló Kurt—.No lograremos alejarnos lo suficiente.Por la cantidad de C-4 que hay aquí,estoy seguro de que la onda expansiva

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nos aplastaría como un submarinoalcanzado por una carga de profundidad.Necesitamos otra solución.

Algo chocó contra él, y al girar Kurtvio al buzo que había rescatado. Tenía eltubo aspirador en la mano.

—Excelente idea —dijo.La máquina seguía aspirando,

chupando una pequeña cantidad de agua.Kurt metió el tubo en el costillar delbarco y abrió la válvula.

En el primer intento, aquello succionóel gran bloque cuadrado de explosivos,que quedó atascado contra la punta de la

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boquilla. Tiró del tubo y cuando logróapartarlo de los maderos liberó la carga.Allí fue muy fácil arrancarle los cableseléctricos y, por las dudas, Joe tambiénparó el temporizador.

—Cuarenta segundos —dijo mirandoel número congelado en la pantalla—.Saquemos rápidamente la segunda.

Kurt ya estaba bajando la aspiradora.Apuntó hacia el segundo explosivo, deltamaño de una pelota de béisbol, que envez de quedar atascado en la punta de laboquilla como el primero desapareciódentro del tubo.

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Kurt y Joe miraron hacia arriba,siguiendo el tubo que se prolongabahasta la superficie.

—¿Dónde crees que terminará eso?—preguntó Joe.

Kurt no respondió, pero los dosconocían la respuesta. La única duda erasi la bomba llegaría a la superficie encuarenta segundos o quedaría atascadaen algún lugar del recorrido. Kurtmantuvo la fuerza de succión al máximo,esperando que el paquete llegara adestino.

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En la superficie, el ruidoso compresorque alimentaba la aspiradora habíapasado de ralentí bajo a estruendosorugido. El hombre a cargo, llamadoFarouk, parecía satisfecho. Habíaempezado a pensar que estaban dejandode trabajar allá abajo.

Hasta ese momento habían recuperadoalgunas chucherías, pero nadaimportante. Empezaba a preocuparse.Cada vez que pasaba un barco a lo lejos,se preguntaba si sería de la OTAN o unpatrullero maltés.

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Cambió de lugar, acercándose adonde la tubería descargaba sucontenido en el filtro metálico,observando con alegría cómo el hilo deagua que llegaba del fondo se convertíaen torrente, sobre todo de agua con algode sedimento. Pero aquello podríacambiar en cualquier instante.Finalmente, cayó una ola de cieno ydespués algo sólido que quedó en elfiltro y uno de los hombres alargó lamano para cogerlo.

—¡No! —gritó Farouk.La explosión le ahogó el grito y

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arrojó de la barcaza a Farouk y al otrohombre. La parrilla del filtro, elcompresor y una parte grande del cascode la barcaza recibieron el resto de laonda expansiva.

Empezó a entrar agua y la popa de labarcaza bajó con rapidez.

El único superviviente a bordo selevantó en algún sitio de la cubiertacerca de proa. Le zumbaban los oídos,le daba vueltas la cabeza y vio el aguaverde que corría sobre el barco, que seestaba inclinando, y no perdió tiempo enpreocuparse por los demás. Saltó por la

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borda y echó a nadar hacia la otraembarcación.

Al llegar a la escalera, se le acercóuno de los hombres para ayudarlo asubir, pero antes de poner el pie en elprimer peldaño, algo afilado se le clavóa las piernas, apretándolas y tirandohacia abajo. Cayó al agua.

Un tiburón, pensó, temiendo la peorclase de muerte. Pero al mirar haciaatrás vio algo amarillo y borroso. Era unsumergible que avanzaba marcha atrás,aprisionándole las piernas con laspinzas y arrastrándolo bajo el agua.

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Cuando estaba a punto de desmayarse,las pinzas se aflojaron y lo soltaron.Salió a la superficie y se encontró a cienmetros del barco de buceo, incapacitadopara hacer mucho más que toser ymantenerse a flote. Miró alrededor. Nose veía el sumergible por ninguna parte.

Los dos hombres del barco de buceotenían las armas en la mano, y mirabanel agua alrededor. Sabían que losestaban atacando.

—¿Ves algo? —gritó uno de ellos.—No.—Fíjate al otro lado.

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—¡Allá! —gritó el segundo.Abrió fuego sobre lo que creyó que

era un submarino, y las balas seperdieron en el agua. Fuera lo que fueseaquello, desapareció con rapidez.

—¡Por allá! —gritó el primer hombreal ver una mancha amarilla.

El sumergible avanzaba apenas pordebajo de la superficie, directamentehacia ellos, con el casco perfectamentevisible a la luz del sol. Los dos hombresapuntaron y empezaron a disparar,acribillando el agua y haciendo saltarcintas de espuma.

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La bestia amarilla seguía atacando. Elcasco salió a la superficie y setransformó en un blanco fácil. Los doshombres seguían descargando sus armas,pero el vehículo no paró hasta chocarcontra ellos.

El impacto sacudió la embarcación,pero ellos mantuvieron el equilibriomientras la máquina se ponía de lado,avanzaba rozándolos y se perdía lolejos.

Solo entonces se dieron cuenta de queen el sumergible no iba nadie.

Detrás de ellos, un silbido de

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admiración los trajo de vuelta a larealidad. Al darse vuelta vieron a unhombre de pelo plateado enfundado enun traje isotérmico apuntándoles con unode los rifles APS.

Kurt había salido la superficie detrásde ellos y había subido a cubiertamientras los otros se preocupaban por elataque de la máquina amarilla.

—Arrojen las armas al océano —exigió.

Los hombres acataron la orden ylevantaron las manos.

—Boca abajo en la cubierta —ordenó

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Kurt—. Las manos detrás de la cabeza.Cumplieron también esa orden.Sin dejar de apuntarles, Kurt se

acercó al capitán y usó el cuchillo parasoltarlo y quitarle la mordaza de laboca.

—Tienen abajo a mis hombres —dijoel capitán en un inglés chapurreado.

—No se preocupe —respondió Kurt—. Sus hombres están bien.

El capitán negó con la cabeza.—Esos hombres llevan abajo desde

el amanecer, y el tanque dedescompresión estaba en la barcaza.

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—Nosotros tenemos uno en nuestraembarcación —dijo Kurt—. Lotraeremos.

Llamó al Sea Dragon por la banda deradio marina.

—¿Y los D’Campion? —preguntó elcapitán—. Ellos son los que gestionan laconservación.

—¿En qué situación están?—Los tienen estos hombres.—Tendría que haberlo supuesto —

dijo Kurt. Apuntó con el arma a uno delos matones—. ¿Radio o teléfono?

—Teléfono —respondió el hombre—.

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En la mochila.Kurt sacó el teléfono por satélite de la

mochila verde y obligó al prisionero amarcar el número.

—Adelante —dijo una voz ronca—.¿Qué avances hay?

—¿Es usted el hombre que tienesecuestrados a los D’Campion? —preguntó Kurt.

—¿Quién habla?—Me llamo Austin —contestó Kurt

—. ¿Con quién tengo el desagrado dehablar?

—Si no conoce mi nombre, me parece

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prudente no revelarlo —dijo el hombre.—Pronto lo sabré —dijo Kurt—.

Cuando hayamos interrogado a sushombres, sabremos todo lo que hay quesaber sobre usted y sobre lo que buscan.

La primera respuesta fue unacarcajada.

—Esos hombres no saben nadarelevante. Puede torturarlos. De la peormanera. No se enterará de nada nuevo.

Kurt estaba en desventaja, situaciónque tenía que revertir rápidamente.

—Es posible —dijo—. Pero algoaprenderemos, sin duda, de los objetos

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que han recuperado. Las reliquiasegipcias deben de ser un fascinantepasatiempo. Tengo curiosidad por esehombre grande de piel verde. Parecetener poderes mágicos para resucitar ala gente.

Era una apuesta, pero pareciófuncionar. Esa vez, en lugar de unacarcajada, hubo silencio. Una respuestamucho mejor, pensó Kurt. Parecíahaberle tocado la fibra sensible.

—¿Tiene la tablilla?—En realidad, tengo tres —mintió

Kurt.

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—Le ofrezco un trato —dijo elhombre en el otro extremo de la líneatelefónica.

—Escucho.—Me trae las tablillas y yo le doy a

los D’Campion vivos.—Trato hecho —dijo Kurt—. Dígame

dónde.

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—¿Estás seguro de que fue buena ideatraer a estos tíos? —preguntó Renata,señalando a los hombres ahora atados enla cubierta de proa. Viajaban hacia ellugar de la cita a gran velocidad.

—Les prometimos un trato —dijo

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Kurt—. Me parece que por lo menosdebemos mostrarles la mercancía.

—¿Qué piensas que ocurrirá cuandodescubran que tenemos hombrescapturados pero no tablillas? —preguntóJoe.

—Disparos, explosiones y caosgeneralizado —respondió Kurt.

—Bueno... Lo normal —dijo Joe concara de palo.

—Otro día de oficina —añadió Kurt.Joe se rio un poco, pero Renata solo

ofreció una lánguida sonrisa.—Aquí está el verdadero problema

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—dijo ella por último—. Aunquetuviéramos las tablillas, quizá noaceptarían entregar a los D’Campion,sobre todo si los D’Campion saben quéandan buscando esos hombres. Losartículos que había en el museo salieronde la colección D’Campion. Ellosexcavaron el Sophie C. hace años. Esosignifica que representan para ellos unpeligro tan grande como el de lospropios objetos.

Kurt miró hacia el mar, entornandolos brillantes ojos azules paraprotegerse de la luz. Tenían por delante

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una dura tarea, que no cambiaría ni contodos los chistes del mundo.

—Tendremos que cogerlos porsorpresa. ¿Con qué armas contamos?

Joe había estado revisando lospertrechos requisados a los prisioneros.

—Dos AK-47 y un rifle APS —dijo—. Sin cargadores adicionales. Unasnoventa balas divididas entre las tresarmas.

—Yo tengo una Beretta 9 milímetroscon cargador completo, dieciochoproyectiles —añadió Renata.

—Y yo tengo un bloque de C-4 —dijo

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Kurt.—Eso por lo que se refiere a las

armas. ¿Qué pasa con elreconocimiento?

Renata utilizó el teléfono paradescargar una imagen por satélite de lazona.

—Este es el lugar que han elegido.La imagen de la bahía era clara. Con

forma de lágrima y rodeada poracantilados de piedra caliza. En la copade la bahía había una playa arenosa. Alsol de la tarde, el agua transparente eraturquesa.

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—¿Qué hay aquí? —preguntó Kurt,tocando en un punto de la pantalla.

Renata agrandó la imagen.—Edificios —dijo.Estaban construidos en los

acantilados de piedra caliza, y parecíantener varios pisos y terrazasescalonadas. Atravesaba parte de labahía un estrecho puente.

—Un hotel abandonado —dijo ella,leyendo información sobre el lugar—.Este es el edificio principal. El puentefue creado para llevar a los huéspedesdel hotel a la playa.

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—El puente sobre el agua ¿es comolos de los complejos turísticos de Bali?—preguntó Joe.

—No creo —dijo ella—. Por elaspecto que tiene, parece que lolevantan para que pasen por debajo losbarcos. Según la información que heencontrado, la idea era que se parecieraa la Ventana Azul, una famosa formaciónnatural situada más abajo en la costa.

Kurt había visto la Ventana Azul hacíaunos años. Un imponente arco de más decincuenta metros de altura quesobresalía del mar. Unos adictos a la

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adrenalina que viajaban con él habíanquerido saltar desde la cima. Kurt lesadvirtió que informaría a los familiaresmás cercanos.

—Ese puente será un problema —dijoKurt—. Lo mismo que los acantiladosque rodean la bahía. Son buenos sitiospara los francotiradores. Y como yahemos visto, cuentan con uno o dos.

—Quizá podemos acercarnos pordetrás —sugirió Joe—. Actuar esta vezpor arriba.

Renata amplió la imagen y estudió elborde. El hotel estaba aislado, muy lejos

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de la zona poblada más cercana, con laque solo estaba conectado por uncamino de tierra. No había manera dellegar a ese camino por mar, salvomediante una desvencijada escalera quesubía en zigzag al lado del hotel.

—Podríamos utilizar a estos tíoscomo escudos humanos —sugirió confrialdad Renata.

—Me encantaría —dijo Kurt—. Peroparece que no tienen reparos en disparara los suyos. Quizá hasta nos loagradecerían.

—¿Cómo podremos, entonces,

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impedir que nos ataquen con unlanzagranadas y vuelen la embarcaciónen el instante en que entremos en labahía?

—No podemos —dijo Kurt,comprendiendo con rapidez la verdad dela situación—. Sobre todo si les da lomismo apoderarse de los objetosimaginarios que destruirlos. Pero cuentocon que quieran ver lo que traemos. Y sinos vuelan o nos hunden, nunca sabráncon seguridad si esos objetos estaban abordo. Solo hay que estar preparados

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para responder cuando se den cuenta deque no tenemos nada.

—¿Ideas? —preguntó Joe.—Tú eres el genio mecánico —dijo

Kurt—. ¿Qué puedes hacer con todoesto?

Joe observó la cubierta. Teníantanques de buceo, mangueras, un bicheroy algunos cabos.

—No se puede hacer mucho —contestó—. Pero ya se me ocurrirá algo.

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Con Kurt a los mandos, el barco debuceo aceleraba hacia la apartada bahíay el hotel abandonado, dibujando unaestela blanca en las aguas verdiazules.Mientras Kurt conducía, Joe construyóun búnker atando tanques vacíos.

—Esas cosas, ¿no estallan si las

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perfora una bala? —preguntó Renata.—Solo en las películas —dijo Joe—.

Pero por las dudas las descargué. Ahorano son más que latas de acero gruesas,de pared doble. Perfectamentedispuestas para poder escondernosdetrás.

—Eres muy valiente —dijo ella—.Los dos.

—No te olvides de contárselo a tusamigas cuando hayamos terminado desalvar el mundo para la humanidad.

Renata sonrió.—Tengo algunas amigas que estarían

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encantadas de conoceros.—¿Algunas?—Tres o cuatro —respondió ella—.

Tendrán que pelearse por vosotros.—Eso podría ser interesante —

añadió Joe con una sonrisa pícara—.Pero basta de hablar de mí. Espero queesto funcione —dijo, dirigiéndose aKurt—. De repente tengo muchasmuchas ganas de sobrevivir.

Terminó de atar los últimos tanquesmientras se acercaban a los altosacantilados que marcaban ese lado de laisla de Gozo.

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—Tu nido de cuervo es todo lo seguroque he podido lograr —dijo mirando aKurt—. Yo iré por debajo.

Kurt asintió y se volvió hacia Renata.—Tienes que ocultarte. Ellos todavía

no saben de ti.—Yo no iré a meterme bajo cubierta

mientras vosotros lucháis contra laspersonas que atacaron a mi país —respondió ella.

—Eso es exactamente lo que vas ahacer —ordenó Kurt—. La caseta depopa tiene un tragaluz. Quita el cerrojo yespera el momento oportuno para actuar.

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—¿Por qué la caseta de popa?—Porque voy a entrar marcha atrás.

Por si tuviéramos que irnosrápidamente.

A Renata no parecía gustarle lapropuesta, pero aceptó.

—Está bien, de acuerdo —dijo—.Por esta vez.

Se pusieron equipos de comunicación.Después de probar el suyo, Renata bajóa la cubierta principal y de allí fue a lacaseta de popa. Como le había sugeridoKurt, quitó el cerrojo, pero no abrió la

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ventana, y después sacó la Beretta yesperó.

Cuando se estaban acercando al huecoentre los acantilados de piedra caliza,Kurt hizo girar el barco y entró marchaatrás en la bahía, a paso de tortuga. Alpasar entre los acantilados, se agazapódetrás de los tanques de oxígeno, rifle enmano, mirando aquellas altas rocas enbusca de signos de peligro y esperandotener que abrir fuego inmediato ydirecto.

—Aún estamos vivos —dijo mientrasla bahía se abría a su alrededor.

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—Por ahora —gruñó Joe desdeabajo, en cubierta.

Acercando el ojo a un catalejo, Kurtestudió la situación que tenían pordelante.

—Veo a tres tíos armados esperandoen el muelle de hormigón junto alpuente. Un par de vehículos al final delcamino. Ningún barco.

—Deben de haber entrado —dijoRenata—. ¿Eso es bueno?

—Bastante —respondió Joe—. Amenos que naden muy rápido, si huimosseguramente no puedan perseguirnos.

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—Que no te vean —dijo Kurt—. Hayun posible francotirador en el techo delhotel. Acabo de ver un reflejo en su miratelescópica.

—Tú eres, ahí, el más expuesto —señaló Renata.

—Pero tengo la cabeza dura —respondió Kurt—. Así que no me pasaránada. Además, no atacarán antes detener lo que quieren.

Kurt puso el motor en ralentí con loque el barco bajó todavía más lavelocidad, y fue marcha atrás hasta tocarcon la popa contra el muelle de

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hormigón. Desde allí, un senderoconducía hasta las escaleras quellevaban al puente. Otro senderoconducía a la ruinosa casucha demantenimiento.

Uno de los tres hombres se acercócon un cabo en la mano.

—No necesitamos atarlo —gritó Kurt,echando una mirada furtiva entre lostanques—. No nos vamos a quedarmucho tiempo. ¿Dónde está tu jefe?

De la casucha salió un hombre bajo yfornido. Llevaba gafas de espejo y elpelo muy corto, como un militar.

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—Aquí estoy.—Usted debe de ser Hassan —dijo

Kurt.El hombre parecía molesto.—Eso, y no mucho más, es lo que

hemos arrancado a los suyos —comentóKurt.

—No significa nada —insistió elhombre—. Pero puede usarlo, si así lodesea.

—Tiene aquí un bonito lugar —señalóKurt, todavía parapetado detrás delmuro de tanques—. Pero como guaridarufianesca parece un poco destartalada.

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—No malgaste conmigo su humor —rugió Hassan—. Quizá podría levantarsey mirarme a la cara como un hombre.

—Con mucho gusto —dijo Kurt—.Pero primero tendrá que decirle a sufrancotirador que tire el rifle a la bahía.

—¿Qué francotirador?—El que está en el techo del hotel.Por un estrecho hueco entre los

tanques, Kurt vio la irritación en la caradel hombre.

—Ahora o nunca —gritó Kurt,volviendo a encender los motores envelada amenaza de irse.

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El villano se acercó una radio a loslabios y susurró algo que despuésrepitió con más firmeza. Allá arriba, enel techo, el francotirador se incorporó,cogió un rifle largo y pesado, y lolevantó. El rifle cayó girando despacio yse estrelló ruidosamente en las calmadasaguas de la ensenada.

—¿Satisfecho? —preguntó Hassan.—Esperemos que no tenga otra arma

—susurró Joe—. O que no haya másfrancotiradores.

—Muy alentadoras palabras —dijo

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Kurt entre dientes—. Pero hay una solamanera de averiguarlo.

Kurt se levantó despacio, con el rifleAPS en la mano mientras contaba tresarmas similares apuntándole. Hassanparecía llevar una pistola, que por elmomento seguía enfundada en unasobaquera.

—¿Dónde están los D’Campion? —preguntó Kurt.

—Muéstreme primero las tablillas —exigió Hassan.

Kurt dijo que no con la cabeza.—Eso no. Para serle franco, ni

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siquiera sé qué hice con ellas.Volvió a aparecer la expresión de

fastidio. Hassan lanzó un fuerte silbido yun movimiento sobre el puente atrajo lamirada de Kurt. Pusieron en pie a un parde figuras y las acercaron al borde. LosD’Campion, una pareja mayor, estabanencadenados juntos y fueron obligados aacercarse al borde del puente, donde nohabía barandilla. Kurt vio en la manodel hombre un objeto con fondo curvo,sujeto por una cadena a sus pies.

—Eso va a ser un problema —masculló Kurt.

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—¿Qué ves? —preguntó Renata.—Rehenes encadenados juntos y

enganchados a un ancla de barco.—¿Un ancla?—Eso parece. No es grande —añadió

—. Quizá no pese más de diez kilos.Pero eso basta para que un buen hombreno pueda salir del agua. Un buen hombrey su mujer.

Hassan empezó a impacientarse.—Como ve, están vivos. Aunque no

lo estarán por mucho tiempo si no me dalo que quiero. Veo solo a dos de mishombres.

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—El resto, a estas alturas, estánalimentando a los tiburones —dijo Kurt.Era una verdad a medias. Dos de losmatones heridos habían sido atendidosen el Sea Dragon. Serían entregados alas autoridades en cuanto atracara elbarco.

—¿Y las tablillas? —gritó Hassan.—Quite primero las cadenas a los

D’Campion —exigió Kurt—. Comomuestra de buena fe.

—Para mí la buena fe no existe.A Kurt no le cabía ninguna duda.—Bien, de acuerdo —dijo—. Aquí

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tiene.Tiró de una cuerda de nailon que

descorrió una lona tendida sobre lacubierta de popa. Al apartar la lona,quedó a la vista un baúl grande queusaban para guardar el equipo de buceo.

—Las tablillas están allí.Hassan vaciló.—No se las voy a llevar

personalmente —dijo Kurt.Hassan desconfiaba, por supuesto.—¿Dónde está su amigo el

espadachín?Kurt contuvo una sonrisa.

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—Estoy aquí —gritó Joe, abriendouna ventanilla en el lado de popa delcamarote. Como Kurt, Joe estabaprotegido por una corta pared de tanquesde submarinismo. A diferencia de labarrera protectora de Kurt, dos de lostanques delante de Joe estaban todavíapresurizados, y habían sido conectados auna manguera que corría por debajo dela lona hasta un agujero en la partetrasera del baúl.

—Muy bien —dijo Hassan.Por señas, ordenó a dos hombres que

se adelantaran.

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Los hombres fueron hasta el borde delmuelle con los rifles en la mano,saltaron al barco de buceo y seacercaron con cautela al baúl.

—Si esto es una trampa... —amenazóel hombre.

—Ya sé, ya sé —dijo Kurt,interrumpiéndolo—. Nos matará yahogará a los D’Campion. Ya he oídoese discurso.

Los dos pistoleros se acercaron albaúl como si fuera un animal salvaje quepudiera cobrar vida en cualquiermomento. Kurt sonrió como si aquello le

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hiciera gracia y se permitió apartarperezosamente el rifle y dejar deapuntarles.

Al llegar junto al baúl, uno de loshombres se agachó para abrirlo. El otrose quedó montando guardia.

Dentro del camarote, las manos deJoe buscaron las válvulas de los tanquesde oxígeno, que ya estaban un pocoabiertas y presurizando el baúl de fibrade vidrio, pero cuando uno de loshombres se acercó, Joe abrió lasválvulas al máximo.

La tapa del baúl saltó de repente,

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golpeando al hombre en la cara. Unadelgada capa de gasolina que Joe habíavertido dentro del baúl salpicó el aireempujada por la repentina corriente deoxígeno a alta presión, mientras unpedernal que había pegado a la bisagrasoltó una chispa que produjo unfogonazo de estilo Hollywood, una bolade fuego apropiadamente impresionanteque hizo poco daño pero que tiró deespaldas a los dos hombres y llamó laatención de todos con una ola de llamasanaranjadas y una nube de humo oscuroque salió retorciéndose como una ola.

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Kurt volvió a agarrar correctamenteel rifle. Ignorando a los hombres quehabían sido derribados por la explosión,y a Hassan, que todavía no había sacadoel arma de la sobaquera, hizo un par dedisparos, centrados en los pistoleros quequedaban en el muelle. Ambos disparosdieron perfectamente en el blanco, y loshombres se derrumbaron sin devolverfuego.

Kurt giró hacia la derecha y disparópor tercera vez, ahora a Hassan, pero elhombre se escabulló y logró guarecerseen la destartalada casucha.

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Kurt se volvió hacia la izquierda, conla esperanza de tener a buen tiro almatón del puente, pero antes de quepudiera disparar de nuevo las balasempezaron a rebotar a su alrededor y amachacar los tanques de oxígeno vacíos,y tuvo que agacharse.

Se puso a cubierto cuando llegaronmás balas haciendo resonar los tanques.En los tubos aparecían abolladurasagrandadas, distorsionadas como cuandose golpea un metal con un martillo debola. Kurt se alejó rodando cuando untercer impacto dio de lleno en el blanco

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y la piel metálica del tanque máscercano se abrió, escupiendo fragmentosen su dirección.

—Joe, estoy arrinconado.—Viene del techo del hotel —

respondió Joe, disparando ráfagas haciael edificio para aliviar un poco lasituación de Kurt.

Kurt vio al francotirador agachándosedetrás de la pared baja del techo. Notóque contaba con un rifle común sin miratelescópica.

—Tiene una puntería tremenda —dijo

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cambiando de lugar y añadiendo unosdisparos a los que había hecho Joe.

Para entonces, los hombres quehabían sido derribados por la explosiónse estaban levantando. Uno recogió elrifle y apuntó con él hacia el camarotedonde se ocultaba Joe. Antes de que elhombre pudiera disparar, Renata abrióel tragaluz y tiró dos veces. El hombrerecibió los dos disparos en el pecho ycayó al agua.

Su socio echó a correr.Renata le apuntó a las piernas y le dio

en la parte trasera de las rodillas,

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derribándolo pero manteniéndolo convida para poder interrogarlo más tarde.

Del techo del hotel llegaron másdisparos y los pistoleros que Kurt y Joehabían atado cayeron como bolos.Teniendo en cuenta el trato que habíandado a los buzos, obligándolos amatarse trabajando, Kurt no derramóninguna lágrima.

—Empújalos —oyó que gritabaHassan—. ¡Empújalos ya!

Sobre el puente había un forcejeo conlos D’Campion, que cayeron al aguadesde diez metros de altura con un

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estruendoso impacto y desaparecieronbajo la superficie.

—¡Los rehenes están en el agua! —gritó Kurt, agachando la cabeza al oírotra ráfaga—. Sigo arrinconado. Nopuedo asomarme. Joe, ocúpate de ellos.

—En eso estoy —gritó Joe.Joe respondía al fuego esporádico de

alguien escondido detrás de losvehículos y a disparos que salían de lacasucha donde se había ocultadoHassan. Cerró la válvula de uno de lostanques, cortó con el cuchillo parte de lamanguera y lo llevó al otro extremo del

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camarote, donde lo usó para romper laventana y después lo arrojó por laabertura.

—¡Zavala se despide! —gritó.Tomó carrera y se lanzó por el hueco

de la ventana destrozada con perfectaforma, clavándose en el agua sin recibirun solo disparo.

Una vez sumergido, Joe empezó amover con fuerza las piernas, nadandohacia abajo hasta atrapar el tanque.

Abrió la válvula, dejó salir unasburbujas y se puso la punta de la

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manguera en la boca. No era la mejormanera de recibir aire, pero funcionaría.

Dio media vuelta y nadó pasando pordebajo del barco, avanzando hacia labase del puente. La bahía era como unapiscina y pronto divisó a los D’Campionluchando en el fondo, iluminados por losdorados rayos de sol.

Acunando el tanque debajo de unbrazo, Joe movía con fuerza las piernasy también usaba el brazo libre. Para unhombre acostumbrado a nadar conaletas, la lentitud de movimientos leresultaba angustiosa. Llegó a la arena, a

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una profundidad de cinco metros, y usólos pies para impulsarse. Casi estabadebajo del puente cuando las primerasbalas empezaron a clavarse en el aguaapuntando hacia él, dejando largosrastros de burbujas.

Desde su posición en el barco, Kurt sedio cuenta del peligro. El agua de labahía era limpia y casi tan lisa como elcristal. El pistolero del puente vería aJoe con facilidad. Cuando Joe llegara a

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donde estaban los D’Campion, quedaríadirectamente debajo del proverbial rifle.

Atrapado, pero no dispuesto a verahogarse a los D’Campion o a su amigocon el cuerpo lleno de plomo, Kurtdecidió hacer la única cosa que leparecía razonable: emplearse a fondo.

Agarró el bloque de C-4, puso eltemporizador para cinco segundos ypulsó INTRO. Con un movimiento delbrazo, lo arrojó hacia la casucha. Elexplosivo aterrizó cerca y la explosiónhizo temblar el edificio, derribando almismo tiempo parte del techo y una

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pared como si fuera un castillo denaipes.

Hassan no estaba dentro. Ya habíasalido y corría hacia los cochesaparcados.

Con la breve pausa en los disparoscausada por la distracción que siguió alestallido de la carga explosiva, Kurtaferró los aceleradores del barco y losempujó hacia delante y después hizogirar el timón. Como habían atracadomarcha atrás por si tenían que huir atoda velocidad, la proa apuntaba haciael mar abierto. Pero al hacer la

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maniobra con el timón, el barcorespondió y fue directamente hacia elpuente.

A siete metros de profundidad, Joe

nadaba invertido, sosteniendo el tanqueentre su cuerpo y los rastros de burbujasque señalaban la entrada en el agua decada bala.

Se quitó la manguera de la boca ysoltó una erupción de burbujas que,esperaba, ocultaría su verdaderaposición. Las balas siguieron llegando,

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golpeando su alrededor como una lluviade meteoritos. Una le rozó el brazo,haciéndole un fino corte en la piel queinstantáneamente empezó a sangrar. Otradio en la base del tanque, pero no entró.

Llegó hasta la sombra, junto a losD’Campion, y les dejó respirar del aireque llevaba.

En el puente, el tirador empezaba afrustrarse. Hassan y los demás seestaban marchando.

—Acaba con ellos antes de irte —

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había ordenado Hassan.El tirador dio un paso atrás, cambió

de cargador y puso el arma enautomático. Apuntando hacia abajo porun agujero del puente, aferró el cañón.Las burbujas distraían, pero cada vezque su presa aspiraba por la manguera,las burbujas desaparecían el tiemposuficiente. Ajustó la puntería y sepreparó para apretar el gatillo.

Una forma roja y gris saltó y aterrizóen el puntal que sostenía el puente. Lavieja estructura tembló y se quejó.

Por un segundo, el pistolero pensó

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que el puente se caería, pero resistió yel polvo se asentó. El pistolero volvió amirar por el agujero que le permitiríadisparar.

La cara sonriente del estadounidensede pelo plateado lo miraba, armado conuno de los rifles APS.

—¡No! —ordenó el estadounidense.El tirador intentó actuar de todos

modos, y metió el cañón por el agujerocon la mayor rapidez posible.

Pero no la suficiente. Se oyó un solo yraro disparo.

En algún rincón de la mente, el

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pistolero reconoció el sonido como ladetonación de la pesada bala del rifleAPS, que comúnmente se disparaba bajoel agua pero que en ese caso se habíadisparado en el aire. El pensamiento nofue más que un parpadeo, borrado por elimpacto del proyectil de más de docecentímetros.

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Sur de Libia

Dos días después del supuesto fin de susvacaciones, Paul estaba haciendo detodo menos relajarse. Estudiaba losdatos geológicos impresos, hacía unanálisis informático de las ondas

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sonoras con un programa descargado elcentro de operaciones de la NUMA ypreparaba una nueva cafetera, todo almismo tiempo. Estaba solo desde que elgeólogo original de Reza había sidosecuestrado o había escapado paraunirse a los rebeldes hacía unas cuantassemanas.

—Mira esto —dijo Paul cuandofinalmente el ordenador terminó deimprimir una interpretación de las ondassonoras.

Gamay miró con cara de sueño.—¿Qué es eso? ¿Más líneas

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garabateadas? Qué apasionante.—Tu entusiasmo ya no es el que era

—respondió Paul.—Llevamos horas mirando esas cosas

—dijo ella—. Un gráfico tras otro,llenos de líneas en zigzag, pasando losdatos por filtros y programas deordenador y comparándolos con líneasde garabatos de otras partes del mundo.A estas alturas tengo la impresión de queestás poniendo a prueba mi paciencia.Por no decir mi cordura.

—Prueba que no estás pasando conbuena nota —dijo Paul, azuzándola.

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—En ese caso puedo matarte y alegardemencia temporal. A ver, ¿qué es loque me muestras?

—Esto es arenisca —explicó Paul,señalando una zona de la copia impresa—. Pero esto es una capa de líquido enel fondo de esa piedra arenisca. Todavíahay agua allí.

—Entonces ¿por qué las bombas no lasacan?

—Porque está en movimiento —dijoPaul—. Está bajando hacia su capasecundaria, más profunda, de roca yarcilla.

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—Y eso ¿qué significa?—Si no me equivoco —dijo Paul—,

hay otro acuífero debajo del AcuíferoNubio.

—¿Otro acuífero?Paul asintió.—Más de dos kilómetros por debajo

de la superficie. Esas formacionesindican que está literalmente repleto deagua. Pero esta distorsión sonora queaparece aquí, y aquí, sugiere que el aguaestá en movimiento.

—¿Como un río subterráneo?—No estoy seguro —dijo Paul—,

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pero es con lo único que el ordenador hapodido comparar el patrón.

—¿Y a dónde va esa agua? —preguntó ella, animándose.

—No lo sé.—¿Por qué se mueve?Paul se encogió de hombros.—Se mueve, nada más. Es lo único

que nos pueden decir estos garabatos.Un fuerte estruendo sacudió las

ventanas y ambos levantaron la mirada.—No truena en este desierto —dijo

fríamente Gamay.—Quizá fue un estampido sónico —

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comentó Paul—. Yo los oía todo eltiempo cuando vivía cerca de la baseaérea.

Hubo otros dos ruidos similares,acompañados por gritos y un rápidotableteo de disparos lejanos.

Paul dejó el impreso y corrió a laventana. Sobre el desierto vio otrofogonazo y una bola de fuego naranjaengulló una de las torres de bombeo, quecayó de lado.

—¿Qué es eso? —preguntó Gamay.—Explosiones —respondió él.Unos segundos más tarde entró

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corriendo Reza.—Tenemos que irnos —gritó—. Los

rebeldes están aquí.Paul y Gamay reaccionaron despacio.—Rápido —añadió Reza, entrando en

la habitación de al lado—. Tenemos quesubir al avión.

Paul cogió los materiales impresos yél y Gamay siguieron a Reza. En cuantohubieron reunido a todo el mundo,buscaron las escaleras. Al otro lado dela grava estaban poniendo en marcha elDC-3, y los motores despertabantosiendo nubes de humo aceitoso.

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—Hay sitio para todos nosotros —dijo Reza—. Pero tenemos que darnosprisa.

Subieron corriendo por la rampa alDC-3 y entraron en tropel por la puertade carga. Se oyó otra explosión a susespaldas: un cohete había dado en elcentro de control.

—¡Al lado de delante! —gritaba Paulmientras otros subían al avión por lapuerta que estaba cerca de la cola.

Reza contaba cabezas. Habíaveintiuna personas dentro, además del

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piloto. Todo el personal del centro, yPaul y Gamay.

—¡Vamos! —gritó.El piloto empujó las palancas y el

avión empezó a carretear por la pista,levantando velocidad, mientras alláatrás los fogonazos iluminaban eldesierto.

Paul miró a Reza.—Creo que dijiste que hasta los

rebeldes tenían que beber.—Quizá me equivoqué.Los motores rugieron alcanzando toda

su potencia, ahogando las

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conversaciones, y el avión adquirióvelocidad con rapidez porque el airenocturno incrementaba su fuerza. Laaceleración fue brusca, pero un avióncon carga completa significaba un largodespegue, y cuando estaban llegando alfinal de la pista el piloto tuvo que tomaruna decisión.

Levantó el morro lo suficiente paraelevar al avión del suelo y despuésvolvió a bajarlo y guardó el tren deaterrizaje. Durante otros treintasegundos volaron a siete u ocho metrosde altura, con el avión sostenido por lo

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que los pilotos llamaban efecto detierra, un pequeño impulso ascendenteque se produce cuando vuelan cerca dela superficie. Eso permitía que el aviónflotara antes de alcanzar una granvelocidad y le daba tiempo paraemprender el ascenso propiamentedicho. Debieron pasar por encima de ungrupo de furgonetas con ametralladorasinstaladas.

—Ahí vienen —gritó el piloto,ladeando el avión hacia la derecha ysubiendo.

Nunca oyeron el ruido de las armas,

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cosa imposible por encima del rugido deaquellos enormes motores, pero derepente la cabina se llenó de confetimetálico y de brillantes chispas.

—Paul —gritó Gamay.—Estoy bien —respondió él—. ¿Y

tú?Gamay se estaba palpando el cuerpo.—No estoy herida —dijo.El DC-3 volaba a toda prisa,

elevándose lo suficiente para evitarproblemas y acercándose a la oscuridad.Dentro, hombres y mujeres iban

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temblando, aunque ilesos. Todos menosuno.

—¡Reza! —gritó alguien.Reza había intentado levantarse y

entonces cayó hacia delante, en elpasillo.

Paul y Gamay fueron los primeros enacudir. Sangraba por una herida en elestómago y otra en una pierna.

—Tenemos que detener la hemorragia—dijo Paul.

Los gritos se sucedían.—Tenemos que llevarlo a un hospital

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—dijo Gamay—. ¿Hay algún pueblocerca?

Alrededor, todos los hombres dijeronque no con la cabeza.

—Bengasi —logró decir Reza—.Tenemos que ir a Bengasi.

Paul asintió. Noventa minutos. Derepente, les pareció un tiempodesmesurado.

—Resiste —pidió Gamay—. Porfavor, resiste.

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Isla de GozoMalta

En el somero fondo de la bahía, Joecompartió el oxígeno del tanque con losD’Campion, y los tranquilizó y losmantuvo con vida hasta que Kurt y

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Renata encontraron la manera dellevarlos a la superficie.

Subirlos al barco fue un procesoengorroso, pero todavía más delicadofue cortar las cadenas, aunque prontoquedaron libres. Para entonces se habíapresentado un nuevo problema.

—Parece que nos estamos hundiendo—dijo Joe.

El barco había sufrido un ciertomaltrato; el peor, cuando Kurt habíaembestido el puente.

—Todo el compartimento delanteroestá inundado —advirtió Renata.

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—Por suerte la playa no queda lejos—contestó Kurt.

Apuntó hacia la orilla y usó elacelerador. El barco dañado chapoteóatravesando la laguna y varó en la arenaun rato más tarde.

El grupo bajó al agua y vadeó losbajíos unos cuantos metros hasta llegar ala arena seca.

—Busquemos el camino de acceso —dijo Kurt—. Quizá podamos hacer señasa alguien que pase y nos lleve.

Caminaron por la playa, echandomiradas a los combatientes derrotados.

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—Están todos muertos —dijo Renata—. Incluso ese al que le disparé a laspiernas.

—Este grupo tiene una maneraretorcida y atrasada de ver No Man LeftBehind —añadió Joe.

Kurt miró con mayor atención alhombre que Renata había herido en laspiernas. Le salía espuma por la boca.

—Cianuro. Estamos ante fanáticos.Deben de tener órdenes tajantes de nodejarse capturar.

—Supongo que será fácil dar esa

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orden, pero no tan fácil cumplirla —comentó la señora D’Campion.

—Eso si hablamos de personasnormales —dijo Kurt—. Pero quiénsabe a qué tipo de organización nosenfrentamos.

—Terroristas —sugirió el señorD’Campion.

—Son verdaderos expertos enpropagar el terror —intervino Renata—.Pero creo que su meta va más allá.

Kurt registró el cuerpo. No encontrónada que lo identificara, ni parafernaliareligiosa, ni joyas, ni cicatrices

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iniciáticas que los grupos fanáticosusaban a veces para marcar a los suyos.De hecho, nada indicaba quiénes eran nipara quién trabajaban.

—Llama al gobierno maltés —lepidió a Renata—. A ver si logran quelas fuerzas de defensa y los órganos deseguridad nos ofrezcan un poco decolaboración. Según el dicho, losmuertos no hablan, pero la experienciame dice que eso casi nunca es verdad.En las armas, la ropa, las huellasdactilares a veces hay rastros. Esos tíosno aparecieron de la nada. Deben de

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tener un pasado. Y por cómocombatieron, no creo que hayan sidoestudiantes aventajados o niños de coro.

Renata asintió.—Quizá logre sonsacar algo a los dos

que fueron capturados cerca del SophieC.

—Si todavía no se han envenenado —dijo Kurt.

Desde allí, el grupo emprendió lalarga caminata cuesta arriba, pasandopor delante de los edificios turísticosabandonados, hasta el camino quecirculaba por la cima del acantilado.

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Unas horas más tarde, al anochecer,duchados y con ropa limpia, estabansentados en la barroca sala de estar dela finca de los D’Campion. Sofásmullidos y sillones llenaban el nivelinferior. Obras de arte, estatuas y librosque ocuparían toda una bibliotecacubrían las paredes. En el centro de unapared crepitaba el fuego de una enormechimenea de piedra.

El vestíbulo y la biblioteca eran undesastre: para intimidar a los

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D’Campion, los intrusos habíandestrozado libros y destruido lámparas.

Nicole D’Campion intentó limpiar unpoco hasta que el marido la detuvo.

—Deja eso, cariño. Antes deordenarlo, necesitamos que la policía yla aseguradora lo vean.

—De acuerdo —dijo ella—. Es queno me parece natural dejar estedesorden. —Se sentó y miró a Kurt, Joey Renata—. Mi mayor agradecimientopor el rescate.

—Y el mío —añadió su marido.—Creo, sin embargo, que la deuda es

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nuestra —respondió Kurt—. Fue quizánuestra presencia en este lugar lo quelos puso en peligro.

—No —dijo Etienne, cogiendo unalicorera de un la bandeja de plata—.Esos hombres llegaron dos días antesque ustedes. ¿Coñac?

Kurt dijo que no.Joe se animó.—Yo podría tomar algo para

calentarme los huesos.Etienne sirvió el líquido dorado en un

vaso con forma de tulipa. Joe le dio las

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gracias y después tomó un sorbo ydisfrutó tanto del aroma como del sabor.

—Increíble.—Tiene que serlo —dijo Kurt,

mirando la licorera y después a sumodesto amigo—. Si no me equivoco, esun Delamain Le Voyage. Ocho mildólares la botella.

Joe se ruborizó de vergüenza, peroEtienne le quitó importancia.

—Es lo menos que puedo hacer por elhombre que me salvó la vida.

—Es cierto —dijo Nicole.Claro que era cierto. Kurt estaba

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orgulloso de su amigo, siempre tangeneroso aunque pocas veces tenía elreconocimiento que merecía.

Etienne devolvió la licorera de cristalde Baccarat a la bandeja y se sentó conel vaso en la mano a contemplar elfuego.

—Me toca a mí arruinar el momento—dijo Kurt—, pero ¿qué eraexactamente lo que querían de ustedesesos hombres? ¿Que tienen esos objetosegipcios que llevan a tantas personas amatar?

Los D’Campion se miraron.

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—Me revolvieron todo el estudio —dijo Etienne—. Me destrozaron labiblioteca.

Kurt tenía la impresión de que losD’Campion no querían hablar del tema.

—Discúlpeme, pero eso no es unarespuesta —dijo—. Antes que hablar dela deuda contraída con nosotros, apelo asu sentido de humanidad. Hay miles devidas en riesgo. Quizá dependan de loque usted sabe. Así que tengo que serhonesto.

Etienne parecía dolido por elcomentario. Estaba tan inmóvil como

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una piedra. Nicole jugueteaba con eldobladillo del vestido.

Kurt se levantó y se acercó a lachimenea, dándoles tiempo a pensar enlo que acababa de decir. Sobre lachimenea había un cuadro grande.Representaba una flota de barcosingleses castigando una armada francesaanclada en una bahía.Kurt estudió el cuadro en silencio.Teniendo en cuenta la historia y lasituación presente, comprendió conrapidez qué era aquello: la batalla delNilo.

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—El niño se quedó en la cubierta enllamasde donde todos los demás habíanhuido;las llamas que alumbraban los restosde la batallabrillaban a su alrededor sobre losmuertos.

Kurt recitó el verso en voz baja, peroRenata lo oyó.

—¿Qué es eso?—«Casabianca» —dijo—. El famoso

poema de la inglesa Felicia Hemans

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sobre un niño de doce años, hijo delcapitán de L’Orient. Ese niño se quedóen su puesto hasta el final de la batalla,cuando explotó el barco al llegar elfuego al polvorín.

Kurt se volvió hacia Etienne.—Esto es la bahía Abukir, ¿verdad?—Sí —dijo Etienne—. Conoce la

historia. Y la poesía.—Curioso cuadro para estar en la

casa de un expatriado francés —añadióKurt—. La mayoría, en nuestra nación,no conmemoramos las derrotas.

—Yo tengo mis razones —adujo

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Etienne.En el ángulo inferior, el pintor había

puesto su nombre: Emile D’Campion.—¿Antepasado suyo?—Sí —respondió Etienne—. Era uno

de los savants de Napoleón. Enviadocon la desafortunada expedición paradescifrar los misterios egipcios.

—Si pintó esto, significa quesobrevivió a la batalla —señaló Kurt—.Supongo que volvió con algunossouvenirs.

Los D’Campion se miraron de nuevo.Finalmente habló Nicole.

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—Cuéntales, Etienne. No tenemosnada que ocultar.

Etienne asintió, tomó el trago quequedaba y dejó el vaso.

—Es cierto que Emile sobrevivió a labatalla y lo conmemoró con este cuadro.Si se fija en el rincón opuesto a dondeaparece su nombre, verá una pequeñalancha de remos que transporta a ungrupo de hombres. Allí van él y algunasde las mejores mentes que teníaNapoleón. Estaban regresando al buqueinsignia L’Orient cuando empezó labatalla.

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—Supongo que no llegaron aL’Orient —dijo Kurt.

—No —contestó Etienne—. Fueronobligados a refugiarse en otro barco.Ustedes lo conocerán como WilliamTell, en francés Guillaume Tell.

Kurt, que había dedicado media vidaa estudiar las guerras navales, conocíael nombre.

—El Guillaume Tell era el barco delalmirante Villeneuve.

—El contraalmirante Pierre-CharlesVilleneuve era el segundo jefe de laflota. Ese día tenía a su cargo cuatro

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barcos. Pero cuando la batalla se pusofea para sus compañeros, se negó aentrar en combate.

Etienne se acercó y señaló un buqueque estaba apartado de los demás.

—Este es el barco de Villeneuve —dijo—. Esperando y observando. Demanera interminable, habrán pensado losdemás. Por la mañana, la suerte de labatalla era adversa, pero en la bahíahabía cambiado la marea. Villeneuvelevó anclas, desplegó las velas y se fuecon esa marea hacia el mar, huyendo consus cuatro barcos y mi tatarabuelo.

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Dejó de mirar el cuadro y se volvióhacia Kurt.

—Como era de esperar, siempre hetenido mis profundos conflictos con elacto de Villeneuve. Aunque no hablamuy bien del valor y del esprit de corpsfranceses, yo quizá no estaría aquí siVilleneuve no se hubiera alejado de labatalla y huido.

—Lo mejor del valor es la discreción—señaló Renata, entrando en laconversación—. Aunque estoy segura deque el resto de la flota no pensó lomismo.

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—No —dijo Etienne—, claro que no.Kurt unió mentalmente todos los

cabos, pensando en voz alta.—Después de la batalla, Villeneuve

vino aquí, a Malta, y finalmente fuecapturado por los británicos cuando seapoderaron de la isla.

—Correcto —dijo Etienne.—No suelo interrumpir las historias

épicas de mar —intervino Joe—, pero¿podemos volver a su antepasado y a loque encontró en Egipto?

—Por supuesto —dijo Etienne—. Porsu diario, tengo entendido que excavó

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varias tumbas y monumentos. Siempreen sitios donde los antiguos egipciosenterraban a sus faraones. Y por excavarquiero decir que los hombres deNapoleón se llevaban todo lo quepodían: obras de arte, obeliscos, tallas.Con cinceles quitaban paneles enterosde las paredes, y recogían incontablesvasijas y cacharros que iban enviando ala flota. Por desgracia, la mayor partedel botín estaba a bordo de L’Orientcuando voló en pedazos.

—La mayor parte, pero no todo —dijo Kurt.

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—Precisamente —convino Etienne—.El último lote de tesoros, si así podemosllamarlos, estaba en su poder en esalancha de remos con los otros marineroscuando se produjo una discusión. Emiletenía órdenes estrictas de entregar todolo que encontrara al almirante Brueys enL’Orient, pero los ingleses ya habíanatravesado las defensas y tres de susbarcos rodeaban el buque insigniafrancés.

Etienne miró a Renata.—Volvió a entrar en juego la

discreción —dijo, repitiendo las

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palabras de ella—. Se volvieron hacialos únicos barcos que no habían entradoen la batalla, y los últimos baúles conarte egipcio terminaron en manos deVilleneuve, librándose de la destruccióncuando él zarpó hacia Malta, adondellegó dos semanas después de la batalla.

—Y esos baúles fueron puestos abordo del Sophie Celine unos mesesmás tarde —dijo Kurt.

—Eso se cree —señaló Etienne—.Aunque el dato no es muy claro. En todocaso, esto es lo que nuestros violentosamiguitos exigían ver cuando

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aparecieron: cualquier cosa que Emilehubiera recogido en Egipto, sobre todoen Abidos, la Ciudad de los Muertos.

—Ciudad de los Muertos —repitióKurt, mirando hacia el fuego yvolviéndose después hacia Joe. Lasmismas palabras que Joe había usadopara describir a Lampedusa, que sinduda era una isla de los muertos. O casimuertos—. Esos objetos ¿no habrántenido que ver con una niebla capaz dematar simultáneamente a miles depersonas?

Etienne parecía asombrado.

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—A decir verdad, se refieren a algollamado la Niebla Negra.

Era lo que sospechaba Kurt.—Pero hay algo más —dijo Etienne

—. La traducción de Emile tambiénhabla de otra cosa. De algo llamado elAliento de Ángel, que sin duda es unamanera occidental de decirlo. Untérmino más correcto, el términoegipcio, sería Niebla de Vida: unaniebla tan fina que, se creía, venía de unreino situado en el más allá, en laultratumba, donde el dios Osiris lausaba para devolver la vida a quien se

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le antojaba. En un sentido literal, eseAliento de Ángel podía resucitar a losmuertos.

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—¿Podía resucitar a los muertos? —repitió Kurt, consciente de lo queacababan de encontrar; tenía que ser elremedio para combatir aquella NieblaNegra, lo que mantenía con vida yconsciente al atacante de Lampedusa

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cuando todos los demás habían sidoderrotados por la nube paralizante.

—Es el antídoto —dijo.—¿Antídoto? —preguntó Etienne—.

¿Antídoto contra qué? No, desde luego,contra la muerte.

—Contra cierto tipo de muerte —respondió Kurt.

—No entiendo —dijo Etienne.Kurt explicó lo sucedido en

Lampedusa, los ciudadanos de la isla encoma, a punto de morir. Y cómo elloshabían encontrado a alguien que parecía

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inmune al agente que había envenenadoel aire.

—¿Entonces quieren ese antídoto? —preguntó Nicole.

—No —dijo Kurt—. Ya lo tienen.Pero no quieren que nadie más lodescubra, porque inutilizaría su arma.Eso es exactamente lo que nosotrostenemos que hacer.

Kurt miró alrededor, apreciando losdaños producidos en la vivienda de losD’Campion.

—A menos que sean ustedes muchomás valientes que yo, y también mejores

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jugadores de póquer, todo hace suponerque los objetos no están aquí.

—Nada de lo que había en aquelbarco está aquí —explicó Etienne—.Entregamos al museo la mayor parte delo que se recuperó. Esos hombres sellevaron el resto. También se llevaron eldiario de Emile y todo lo queencontraron sobre Egipto, incluidos susdibujos y sus notas.

—Y por lo que parece, limpiaron deltodo el Sophie C.

—Es cierto —dijo Etienne—. A pesarde que les advertí de que el barco, al ser

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descubierto, había sido registrado deproa a popa, y que ya no quedaba en élnada de valor.

—¿Qué pasaría si no estuvieran todoslos objetos en el barco? —preguntó Kurt—. Usted dijo que el dato no era muyclaro. ¿A qué se refería?

Etienne se explicó.—El manifiesto de embarque daba a

entender que el Sophie C. llevaba unacarga excesiva.

—¿Por qué?—Creo que es obvio —respondió

Etienne—. En cuanto llegó aquí

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Villeneuve, la noticia del desastre enAbukir corrió como un reguero depólvora. Cualquier francés que tuvieraobjetos de valor que proteger, y lasensatez necesaria para hacerlo, tomó ladecisión de regresar a Francia. O almenos de mandar allí su botín. Estoyseguro de que usted comprenderá laprisa que había. Gran parte de la riquezade Malta había sido transferida a manosfrancesas durante la breve ocupación. Secargaban los barcos hasta más no poder.Algunos artículos quedaban en el muelleo eran transferidos a último minuto a

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otro barco que tuviera capacidad abordo y posibilidades de escapar. Entodo ese caos —prosiguió Etienne— esposible que se hayan cargado losobjetos en el Sophie C. sin dejarconstancia. También es posible quenunca se hayan embarcado. O que hayansido enviados en otro barco. En labitácora del capitán de puerto figura, esemismo día, la partida de otros dosbarcos rumbo a Francia. Uno de ellos sefue a pique en la misma tormenta quehundió al Sophie C., y el otro fuecapturado por los británicos.

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Joe los miró.—Si los británicos hubieran

encontrado los objetos, estarían en unmuseo junto con la piedra de Rosetta ylos Mármoles de Elgin.

—Y si hubieran quedado en el muelle—dijo Kurt—, o escondidos en Malta,habrían reaparecido hace mucho tiempo.Creo que podemos descartar esas dosposibilidades. Por tanto, quizá lo másprobable es que hayan ido en los barcosque naufragaron. Pero, como ha dichousted, la limpieza del Sophie C. ha sidominuciosa.

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—Podríamos buscar el otro barco —sugirió Renata.

Etienne negó con la cabeza.—Yo lo he buscado —dijo—.

Durante años.—Encontrar un naufragio es fácil —

explicó Joe—. Encontrar el naufragio esmás difícil. El fondo del Mediterráneoestá cubierto de barcos. Hace siete milaños que la gente navega por esteenorme lago. El mes antes de que Kurt yyo encontráramos el trirreme,catalogamos cuarenta naufragios y

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etiquetamos otros veinte sitios comoposibles.

—No tenemos el tiempo necesariopara llevarlo a cabo —señaló Renata.

Kurt no escuchaba; miraba de nuevoel cuadro. Había algo raro, algo que nohabían tenido en cuenta.

—La batalla de Abukir tuvo lugar en1799 —señaló.

—Exacto —dijo Etienne.—En 1799... —De repente, Kurt lo

comprendió—. Usted dijo que latraducción de Emile hablaba de esaNiebla de Vida, pero lo de la piedra de

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Rosetta y la comprensión básica de losjeroglíficos egipcios no ocurrió hastapor lo menos quince años más tarde.

Etienne quedó un rato en silencio.Parecía desconcertado.

—¿Qué está insinuando? ¿Que Emilefalsificó su traducción?

—Por nuestro bien, espero que no —dijo Kurt—. Pero si los objetos sehundieron con el Sophie C. varios añosantes de que se tradujera la piedra deRosetta, ¿cómo pudo alguien saber quéhabía escrito en ellos?

Etienne parecía a punto de decir algo,

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pero se guardó las palabras.—No... No puede ser... —dijo

finalmente—. Pero... Sé que se hizo.

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La puerta del estudio de los D’Campionya estaba rota cuando Etienne hizo entraral grupo. Sin fijarse en los daños y en eldesorden dejado por el saqueo, fuedirectamente hacia un aparador caído.

—Aquí —dijo—. De repente,

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entiendo algo con claridad. Algo que meha intrigado durante años.

Kurt y Joe le ayudaron a levantar elpesado aparador y se apartaron mientrasD’Campion se ponía a rebuscar en elcontenido.

—Esto casi no lo tocaron —dijo,sacando unos papeles muy cuidados,echándoles un breve vistazo yapartándolos para seguir buscando—.Lo único que querían eran los objetos yel diario y las notas de Emile durante supermanencia en Egipto. Lo demás no lesinteresaba. ¿Y por qué? —añadió, más

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animado—. No leían francés. Quéimbéciles.

Kurt y Joe se miraron. Ninguno deellos sabía leer en francés, pero se locallaron.

Etienne siguió revolviendo elcontenido del cajón y sacó una carpeta.Dentro había un montón de papelesviejos.

—Aquí está —dijo.Hizo espacio en la mesa mientras

Kurt levantaba una lámpara de pie y laencendía. Todos se acercaron y seinclinaron sobre el escritorio, mirando

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la carta manuscrita. La carta era obranada menos que del almiranteVilleneuve.

—«Mi estimado amigo Emile —dijoEtienne, traduciendo para el grupo—.Recibí con gran placer su últimacorrespondencia. Después de mideshonra en Trafalgar y del tiempo quepasé en manos de los británicos, nuncasoñé con que tendría otra oportunidad derecuperar mi honor.»

—¿Trafalgar? —preguntó Renata.Kurt explicó:—Además de participar en la bahía

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Abukir, Villeneuve estuvo al mando dela flota francesa durante la batalla deTrafalgar, donde Nelson venció a lasarmadas conjuntas francesa y española,demostrando al mundo que nunca sepodría derrotar a Inglaterra y quitando aNapoleón toda esperanza de invadir laisla.

Renata parecía francamenteimpresionada.

—Yo, en el lugar de Villeneuve,habría dejado de meterme con losbritánicos en general y con Nelson enparticular.

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Joe se rio.—En realidad, mientras estaba

cautivo en Inglaterra, asistió al funeralde Nelson —dijo Etienne.

—Quizá para asegurarse de queestaba muerto —comentó Renata.

Etienne retomó la carta y fue pasandoel dedo por debajo del texto mientras lotraducía.

—«Ha dicho usted, con frecuencia,que le he salvado la vida al llevarlo abordo de mi barco y huir de ladesembocadura del Nilo. No exagero sidigo que usted me ha devuelto el favor.

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Con este avance, podré presentarme denuevo ante Napoleón. Me han advertidolos amigos de que desea mi muerte, perocuando le lleve esta arma suprema, estaNiebla de Muerte, me besará en ambasmejillas y me recompensará como lorecompensaré yo a usted. Es de extremaimportancia que este secreto quede entrenosotros, pero le prometo por mi honorque tendrá su merecido premio comosavant y como héroe tanto de laRevolución como del Imperio. Tengo enmi poder la interpretación y laconversión parcial que usted ha hecho.

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Por favor, concluya ese trabajo yenvíeme todo lo que tenga sobre elAliento de Ángel para garantizar nuestraseguridad mientras caen nuestrosenemigos. Espero encontrarme con elemperador en términos favorablesdurante la primavera. Deuda por deuda.29 de termidor, año XIII. Pierre-CharlesVilleneuve.»

—Conversión equivale a traducción—dijo Renata.

—¿Cuándo ocurrió todo eso? —preguntó Kurt.

Renata intentó recordar la extraña

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disposición del calendario republicano,que sustituyó el calendario gregorianodurante una década de gobiernonapoleónico.

—El 29 de termidor del noveno añode la República fue...

Etienne se le adelantó.—El 17 de agosto —dijo—. Del año

1805.—Es decir, una década entera antes

del revolucionario trabajo con la piedrade Rosetta —señaló Kurt.

—Es increíble —intervino Joe—. Me

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refiero a que algunos supondrán que noes creíble.

—Si aún tuviéramos el diario deEmile, eso se podría probar —dijoEtienne—. Dentro, junto con lastraducciones propuestas, había dibujos yjeroglíficos. Hasta algo así como unbreve diccionario. Nunca se me ocurriórelacionar las fechas.

A Kurt le parecía una buenaposibilidad. La historia se escribía yreescribía constantemente. En otrotiempo, decir que Colón habíadescubierto las Américas era palabra

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santa. Ahora se enseñaba incluso a losniños que le habían ganado los vikingosy quién sabe cuántos más.

—Entonces ¿por qué no se llevónunca el mérito? —preguntó Renata.

—Da la impresión de que Villeneuveno quería que dejara de ser un secretode estado —dijo Kurt—. Si estabarelacionado con el descubrimiento dealgún tipo de arma, lo que menos lesinteresaría era que se filtrase la verdad.

—Sobre todo teniendo en cuenta queentonces Egipto estaba bajo control delos británicos, que ya sospechaban de la

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amistad de Emile con un almirantefrancés —añadió Etienne—. De hecho...—Se puso a hojear otras cartas yelementos de correspondencia—. Poraquí tiene que estar... —dijo.

—¿Qué busca?—Esto... —dijo Etienne, sacando otra

bien conservada hoja de papel—. Es unadenegación de permiso para viajar,entregada a Emile por los británicos. Aprincipios de 1805, pidió permiso pararegresar a Egipto y reanudar susestudios. El gobernador territorial deMalta lo aprobó, pero el almirantazgo

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británico lo rechazó y le negó el pasajea Egipto.

Kurt echo un vistazo a la carta, escritaen papel membretado oficial.

—«No podemos, en este momento,garantizar su traslado al interior deEgipto» —leyó—. ¿A dónde pedía quele permitieran viajar?

—No lo sé —dijo Etienne.Renata soltó un suspiro.—Qué pena. Ese viaje podría haber

sido útil.—¿Lo intentó de nuevo? —preguntó

Kurt.

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—No. Por desgracia, no tuvo laoportunidad. Tanto él como Villeneuvemurieron poco después.

—¿Los dos? —preguntó Joe,desconfiado—. ¿Cómo?

—Emile, de causas naturales —dijoEtienne—. Sucedió aquí, en Malta.Falleció mientras dormía. Se cree quetenía alguna enfermedad cardíaca. Elcontraalmirante Villeneuve murió enFrancia un mes más tarde, aunque sumuerte fue bastante menos pacífica.Recibió siete puñaladas en el pecho. Sedictaminó que había sido un suicidio.

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—¿Suicidio? ¿Con siete heridas en elpecho? —comentó Renata—. No es laprimera vez que oigo hablar de informessospechosos, pero este es ridículo.

—Sumamente difícil de creer —convino Etienne—. Se lo satirizó en laprensa. Sobre todo en Inglaterra.

—Villeneuve ¿no iba a encontrarsecon Napoleón durante esa primavera?—preguntó Kurt.

Etienne asintió con la cabeza.—Sí —dijo—. Y la mayoría de los

historiadores creen que Napoleón algotuvo que ver con la muerte del almirante.

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Ya fuera porque no confiaba enVilleneuve o porque simplemente no leperdonaba todos los fracasos.

A Kurt le pareció que cualquiera delos dos motivos podía ser la causa. Perolo que más le preocupaba era latraducción de los jeroglíficos egipcios.

—Si a esas alturas Villeneuve teníaen su poder las traducciones, ¿a dóndehabrán ido a parar después de sumuerte? ¿Sabe usted qué pasó con susefectos?

Etienne se encogió de hombros.—No estoy seguro. Me temo que no

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hay ningún Museo de AlmirantesDeshonrados de la Marina Francesa. Yal final de su vida, Villeneuve no teníaun céntimo. Vivía en una pensión enRennes. Quizá el casero se quedó contodas sus cosas.

—A lo mejor Villeneuve entregó latraducción a Napoleón pero lo mataronigual —sugirió Renata.

—Lo dudo —dijo Kurt—. Villeneuveera un auténtico superviviente. A cadapaso que daba, se mostraba astuto ycauteloso.

—Menos cuando salió a combatir a

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Nelson en Trafalgar —comentó Joe.—En realidad —insistió Kurt—,

hasta en eso fue calculador. Por lo querecuerdo, se había enterado de queNapoleón estaba a punto de sustituirlo yquizá detenerlo, encarcelarlo y hastamandarlo a la guillotina. Frente a esarealidad, Villeneuve hizo lo único que lequedaba: ir a luchar, sabiendo que siobtenía la victoria sería un héroe y sevolvería intocable. Y si perdía, quizámoriría o sería capturado por losbritánicos, en cuyo caso sería llevado

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sano y salvo a Inglaterra. Que fue lo queocurrió.

—Una última y extrema jugada —dijoJoe—. Todo o nada.

—Una brillante maniobra —dijoRenata con una sonrisa—. Lástima quelos británicos le arruinaran el planenviándolo de regreso a Francia.

—No siempre se puede ganar —comentó Kurt—. Pero sabiendo lo bienque planeaba cada cosa, la astucia conque daba cada paso, dudo de que sereuniera con Napoleón y le entregara laúnica moneda de cambio que le

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quedaba. Lo más probable es queofreciera apenas una idea y dejara losdetalles escondidos en otro lugar, ya queeso era lo único que le garantizabaseguridad.

—Entonces, ¿por qué lo matóNapoleón? —preguntó Renata.

—Quién sabe —dijo Kurt—. Quizáno creyó lo que Villeneuve le contaba.Quizá estaba cansado de las actuacionesdel almirante. Villeneuve ya lo habíaengañado tantas veces que al emperadorse le había agotado la paciencia.

Joe hizo un resumen.

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—Así que, en su prisa por deshacersede Villeneuve, Napoleón lo mató sindarse cuenta de lo que el almirante leofrecía, o sin creer en sus palabras. Latraducción y toda mención de la Nieblade Muerte y la Niebla de Vidadesaparecieron del mundo, hasta ahora.Hasta que este grupo del que nosestamos ocupando redescubrió elsecreto.

—Eso es lo que pienso —dijo Kurt.Renata hizo la siguiente pregunta

lógica:—Pero si Villeneuve nunca entregó la

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traducción a Napoleón, ¿dónde fue aparar?

—Eso es lo que tenemos quedescubrir —respondió Kurt. Después sevolvió hacia Etienne—. ¿Se le ocurrepor dónde podríamos empezar a buscar?

Etienne se quedó pensando unmomento.

—¿Por Rennes?Sonó menos a afirmación que a

pregunta, pero a Kurt tampoco se leocurría una idea mejor, y asintió con lacabeza.

—Se nos acaba el tiempo —dijo—.

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Tenemos que separarnos e ir endiferentes direcciones. Al sur, a Egipto,a buscar pistas que permitan saber quées y cómo se hizo esa Niebla de Vida, yal norte, a Francia, a buscar rastros quepueda haber dejado Villeneuve conrespecto a la traducción de jeroglíficosrealizada por Emile D’Campion.

—Nosotros podríamos ir a Francia —dijo Etienne.

—Lo siento —dijo Kurt—. No puedoseguir poniéndolos en peligro. Tú,Renata, estás más capacitada para esatarea.

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Renata miraba el teléfono, leyendo unmensaje que acababa de llegar.

—De ninguna manera —dijo,levantando la mirada—. Sé que soloestás tratando de ponerme a salvo. Perohay algo más importante. Tengo nuevainformación: AISE y la Interpol hanaveriguado la identidad de los muertosque tomaron el cianuro. Venían de unregimiento, ya disuelto, de las fuerzasespeciales egipcias. Un regimiento fiel ala vieja guardia y al régimen deMubarak y presuntos autores denumerosos crímenes.

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—Eso parece indicar que nuestroprincipal objetivo es Egipto —señalóKurt.

—Y tenemos una pista —añadióRenata—. Hemos rastreado la señal deun teléfono por satélite utilizado poresos hombres cuando estaban en Malta.Las llamadas se hicieron desde aquí. Ydesde el puerto después de tu pelea en elfuerte. Ese teléfono está ahora en ElCairo. Tengo órdenes de seguir a quienlo esté usando.

Kurt supuso que era Hassan, elhombre con quien había negociado.

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—De acuerdo. Te acompañaré.—Supongo que eso significa que me

toca a mí ir a Francia —dijo Joe—. Estábien. Siempre he querido ir al campo. Aprobar el vino y el queso.

—Lo siento —dijo Kurt—. El veranoen París tendrá que esperar. Vendrás connosotros.

—Entonces, ¿a quién mandas?—A Paul y a Gamay —respondió

Kurt—. Sus vacaciones terminaron haceunos días. Es hora de que vuelvan altrabajo.

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40

Bengasi, Libia

Habían estallado disturbios en laciudad. Con la falta de agua, asomaba laamenaza de una guerra civil. La sala deemergencias estaba desbordada cuandollegaron. Algunos pacientes habían sido

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apuñalados, otros golpeados y algunoshabían recibido disparos.

Paul y Gamay encontraron un rincónlibre y se quedaron allí esperando hastaque apareció un miembro del serviciode seguridad libio que durante una horalos interrogó sobre lo que habíasucedido en la estación de bombeo. Lehablaron de lo que estaban haciendo yde su colaboración con Reza paraintentar descubrir qué le ocurría alacuífero.

El agente no parecía convencido. Selimitaba a asentir con la cabeza y a

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tomar notas mientras el resto de lostrabajadores de la estación confirmabael informe. El agente prestó especialatención a la descripción del ataque y dela huida.

Siguió a eso un tenso silencio, rotopor unos gritos cuando hicieron entrardesde la calle a otro grupo de hombresheridos. El agente los miró conaprensión.

—¿Cuándo empezó todo esto? —preguntó Gamay, sorprendida por lacantidad de heridos que había en elhospital.

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—Las protestas comenzaron en cuantoel gobierno cortó el agua en algunosbarrios de la ciudad. Esta tarderecurrieron a la violencia. Se hadispuesto un estricto racionamiento,pero eso no bastará. La gente estádesesperada. Y alguien la está incitando.

—¿Alguien? —preguntó Paul.—Hay mucha intromisión en Libia en

estos momentos —dijo el agente—. Estábien documentado que han entrado ennuestras ciudades espías y agentesegipcios. ¿Por qué? No lo sabemos.Pero cada vez hay más.

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—¿Por eso no confía en nosotros? —preguntó Gamay—. ¿Cree que lehicimos algo a Reza?

—El mes pasado atentaron contra suvida —dijo el agente—. Y por buenosmotivos: él es la clave para que vuelvaa fluir el agua. Sabe más que cualquieradel sistema y de la geología. Sin él,estaríamos perdidos.

—Solo hemos tratado de ayudar —dijo Gamay.

—Ya veremos —apuntó el agente, sinrevelar nada.

Cuando terminó el interrogatorio,

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salió finalmente del quirófano uncirujano que miró hacia donde estabanellos. Se acercó con aire cansado,quitándose la mascarilla. Tenía ojeras yel aspecto demacrado de alguien que hatrabajado demasiadas horas y no sabecuánto tiempo tendrá que seguir todavía.

—Por favor, denos buenas noticias —pidió Gamay.

—Reza está vivo y recuperándose —explicó el cirujano—. Le atravesó elmuslo una bala, y un poco de metralla lerozó el hígado, pero ningún fragmentometálico le tocó órganos vitales. Por

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fortuna, o quizá por desgracia, nuestrosequipos quirúrgicos se han vueltoexpertos en tratar este tipo de heridas.Consecuencia de la guerra civil.

—¿Cuándo podremos hablar con él?—preguntó Gamay.

—Acaba de despertar. Habrá queesperar por lo menos media hora.

—Yo lo veré ahora —dijo el agente,levantándose y mostrando la placa deidentidad.

—No es un buen momento —señalóel médico.

—¿Es coherente?

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—Sí.—Entonces permítame verlo.El médico exhaló con moderada

frustración.—Está bien —dijo—. Acompáñeme.

Tendrá que ponerse una bata.Mientras el cirujano llevaba al agente

al vestidor, sonó el teléfono de Gamay,que miró el nombre que aparecía en lapantalla.

—Es Kurt. Quizá preocupado porqueno nos presentamos a trabajar hace dosdías.

Paul echó una rápida ojeada

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alrededor y señaló el balcón.—Tomemos un poco de aire.Salieron, y Gamay pulsó el botón para

descolgar el teléfono.—¿Qué tal las vacaciones? —

preguntó Kurt.El aire nocturno era cálido y suave,

matizado por el aroma delMediterráneo. Pero se oía el ruido dehelicópteros dando vueltas allí arriba yel lejano tableteo de armas de fuego.

—No han sido días muy relajados —respondió Gamay.

—Qué pena —dijo Kurt—. ¿Qué te

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parece una segunda luna de miel enmedio del campo francés? Con todos losgastos pagados por la NUMA.

—Suena estupendo —replicó Gamay—. Aunque estoy segura de que hay unapega.

—Como siempre —dijo Kurt.Paul escuchaba.—Dile que tenemos que quedarnos

aquí.Gamay asintió.—¿Podemos postergar la oferta para

otra ocasión? Estamos metidos en algo.Algo que hay que seguir investigando.

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—¿De qué se trata?—De una gran sequía en el norte de

África.Kurt calló un instante.—¿No es eso lo habitual en el

Sáhara? —preguntó.—Hablaba de otra cosa —dijo

Gamay, comprendiendo que no habíasido clara—. No de la sequía de cuandodeja de caer agua de lluvia, sino de lasequía de cuando se agota el aguasubterránea. Lagos alimentados pormanantiales que se transforman enciénagas. Pozos profundos de los que ha

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estado brotando agua durante décadas yde los que de repente solo sale un hilode agua.

—Eso no parece normal —dijo Kurt.—Ya está causando disturbios y quién

sabe qué otras cosas.—Lo lamento mucho —comentó Kurt

—, pero de eso tendrán que ocuparseotros. Necesito vuestra ayuda enFrancia. Hemos contratado un vuelo deBengasi a Rennes. Necesito que eseviaje se produzca lo antes posible.

—¿Nos podrías contar por qué?—Lo sabréis al subir al avión —dijo

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Kurt.Gamay tapó el teléfono.—Debe de estar ocurriendo algo

importante. Normalmente Kurt no es tanhermético.

Paul miró hacia el sitio donde loshabía interrogado el agente libio.

—Esperemos que nos permitan salirde la ciudad.

Gamay tenía la misma preocupación.—Quizá tengamos problemas con las

autoridades. Es una larga historia, peroestaremos allí lo antes posible.

—Necesito que me tengáis al

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corriente —dijo Kurt—. Si no podéissalir, tendré que buscar a alguien más...Y rápido.

Kurt colgó y Gamay guardó elteléfono en el bolsillo.

—Siempre llueve sobre mojado —dijo.

—No aquí —observó Paul—. Esto esun desierto.

—Eso me han dicho —comentó ellacon una sonrisa triste.

Para entonces, el agente libio habíavuelto del quirófano. Salió al balcón yse acercó a ellos.

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—Mis sinceras disculpas —dijo—.Reza no solo confirmó la historia queustedes me han contado, sino que insisteen que le han salvado la vida y que leayudaron mucho en la estación debombeo.

—Me alegra saber que hemos sidoexculpados —dijo Paul.

Un fogonazo iluminó un distantebarrio de la ciudad. El estampido llegóunos segundos más tarde. Se habíaproducido algún tipo de explosión.

—Sí, han sido exculpados —dijo elagente—, y Reza sigue con vida, pero el

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daño está hecho. Han atacado otras dosestaciones de bombeo, y el restofunciona de manera muy parcial. Rezaseguirá aquí varios días más, y quizátarde semanas en poder volver atrabajar. Cuando logre ponerse en pie,este país se habrá despedazado portercera vez en los últimos cinco años.

—Quizá podamos hacer algo —intervino Paul.

El agente clavó la mirada en ladistancia. El humo subía en el cielonocturno, oscureciendo las luces.

—Les sugiero que se marchen ya,

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mientras puedan. Pronto se pondrádifícil para cualquiera salir de aquí. Yquizá se topen con funcionarios no tanabiertos de mente como yo.Funcionarios que buscarán chivosexpiatorios. ¿Me entienden?

—Nos gustaría despedirnos de Reza—insistió Gamay.

—Y después de eso —añadió Paul—,aceptaríamos que nos llevaran alaeropuerto.

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El vicepresidente James Sandeckerestaba en una atestada sala deconferencias del edificio del parlamentoitaliano en el centro de Roma. Loacompañaban varios asesores, incluidoTerry Carruthers. Dispersos en la sala,

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había grupos similares de todos lospaíses de Europa.

La sesión, que supuestamente debíaelaborar un nuevo acuerdo comercial, sehabía visto dominada por losacontecimientos de Libia, Túnez yArgelia.

En un asombroso período de docehoras, tanto el gobierno tunecino comoel argelino se habían desmoronado. Seestaban formando nuevas coaliciones yparecía que el poder pertenecía otra veza los grupos que antes habíangobernado. No sorprendía que eso

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ocurriera con el telón de fondo de unacreciente violencia y escasez de agua,pero sí sorprendía que ambos gobiernoshubieran esperado sobrevivir hasta quese produjo la repentina deserción dedocenas de ministros y partidariosclaves.

Sorprendía sobre todo el colapsoargelino, dado que comenzó con ladimisión del primer ministro, que hablóde traidores en su gobierno.

—Alguien está agitando la coctelera—comentó Sandecker a Carruthers.

—Leí la valoración que hizo la

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delegación de la CIA ayer en África delNorte —dijo Carruthers—. No seesperaba nada de esto.

—Los hombres y las mujeres de laagencia hacen casi siempre un buentrabajo —apuntó Sandecker—, perotambién ven fantasmas donde no los hayy a veces confunden elefantes que andanpor la habitación con el decorado.

—¿Es muy grave la situación? —preguntó Carruthers.

—Argelia y Túnez están enproblemas, pero Libia está peor ypendiendo de un hilo.

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—¿Es por eso por lo que los italianosdesatan una controversia y pidencambios en Libia?

Era una buena pregunta. Con Libia alborde de la guerra civil, había surgidouna extraña propuesta, abanderada porel legislador italiano Alberto Piola,poderoso miembro del oficialismoaunque no primer ministro. Piolalideraba la delegación de comercio,pero en vez de hablar de negociosbuscaba apoyo entre los asistentes paraintervenir en Libia.

—Tenemos que instar al gobierno

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libio a que renuncie —insistía—. Antesde que se caiga en pedazos.

—¿Para qué servirá eso? —preguntóel embajador canadiense.

—Podremos sostener a un nuevorégimen que llegue al poder con elapoyo del pueblo —dijo Piola.

—¿Y cómo resolverá eso la crisis delagua? —quiso saber el vicecancilleralemán.

—Evitará un baño de sangre —respondió Piola.

—¿Y qué pasará con Argelia? —preguntó el representante francés.

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—Habrá nuevas elecciones enArgelia —contestó Piola—. Y en Túnez.Los nuevos gobiernos de esos paísesdecidirán qué hacer y cómo resolver elproblema del agua. Pero es Libia el paísque más probabilidades tiene deconvertirse en punto de ignición.

Durante la mayor parte de la sesión,Sandecker había guardado silencio. Lesorprendía la imparable atención dePiola al problema libio, sobre todocuando Italia estaba todavíarecuperándose de los acontecimientosde Lampedusa. Como le había enseñado

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la experiencia en la NUMA y en elgobierno, una crisis cada vez era másque suficiente.

Finalmente, Carruthers inclinó lacabeza sobre el hombro de Sandecker.

—Pide algo imposible —dijo en vozbaja—. Aunque toda la sala esté deacuerdo, aún deberemos volver anuestros países y convencer a nuestroslíderes de validar lo que nos pide.

Sandecker asintió con discreción.—Hace tiempo que Alberto está

metido en política. Sabe eso tan biencomo nosotros.

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—Entonces ¿por qué lo pide?Sandecker había estado toda la

mañana tratando de entender québuscaba Piola. Ofreció la conclusiónque le parecía más probable.

—No es tan tonto como para pedirque se vote por algo que no va a ocurrir.Lo que hace es echar los cimientos ycrear el marco idóneo para que seacepte algo que ya ha sucedido.

Carruthers se inclinó hacia atrás ymiró al vicepresidente de un modo raro.Entonces pareció entender.

—¿Quiere usted decir...?

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—El gobierno libio es un muerto vivo—dijo Sandecker—. Y por su manera deactuar, Alberto Piola parece haberestado esperando eso.

Carruthers volvió a hacer una señalafirmativa con la cabeza. Después tomóla iniciativa, acto del que Sandecker sesintió orgulloso.

—Me pondré en contacto con la CIA.A ver qué saben del elefante en estasala.

Sandecker sonrió.—Buena idea.

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Kurt conducía un coche alquilado porlas pobladas calles de El Cairo. Joe ibaen el asiento trasero y Renata, con uniPad sobre las rodillas recibiendoinformación de un satélite, hacía deguarda de seguridad.

—Sigue por delante de nosotros —

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dijo ella.—O al menos su teléfono —comentó

Kurt, adelantándose a vehículos máslentos y avanzando por un tramo de lacalle lleno de baches que parecíancráteres lunares.

Seguían la señal del teléfono porsatélite usado en Malta. Creían quepertenecía a Hassan, pero no lo sabríancon certeza hasta que le echaran la vistaencima.

—¿Cómo es que recibimos estainformación? —preguntó Joe desde elasiento trasero—. Creía que las

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comunicaciones por satélite eranseguras.

—El satélite en cuestión es unaunidad de comunicaciones egipcio-saudíque usan, se sabe, los servicios deinteligencia de ambos países. La puso enórbita la Agencia Espacial Europea.Antes del lanzamiento, estuvo en unainstalación especial, donde la montaronsobre un cohete. Y antes de dar esepaso, agentes de un país europeo, que nomencionaré, hicieron un añadido noautorizado a su sistema de telemetría —explicó Renata.

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—Buena razón para lanzar satélitespropios —dijo Joe.

—O usar dos latas y una cuerda paracompartir secretos —añadió Kurt.

—Quizá tendríamos que llamarlo ypedirle que se detenga —sugirió Joe.

—Entonces nunca sabremos a dóndeva —dijo Renata.

—Buen argumento.—En la próxima a la izquierda —dijo

Renata, mirando la pantalla—. Ahora vamás despacio.

Al doblar la esquina, Kurt entendiópor qué. La calle estaba bordeada de

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tiendas y restaurantes. Las aceras, llenasde peatones que invadían la calzada. Eltráfico se movía a paso de tortuga.

Avanzaron con cuidado, distraídospor los anuncios de neón, los puestos defruta rebosantes y los quioscos llenos debisutería dorada y productoselectrónicos y alfombras. Unas callesmás adelante llegaron a un puertodeportivo situado en la orilla orientaldel Nilo.

En un sector, unas grúas descargabancereales de varias barcazas mientrasunos transbordadores recibían coches y

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pasajeros. Más abajo había una grancantidad de barcos pesqueros y derecreo amarrados.

—Bienvenidos al río Nilo —dijoKurt—. ¿Dónde está nuestro objetivo?

Renata estudió la pantalla y amplió elmapa por donde se movía el punto deluz.

—Parece que va hacia el río.Señaló una pasarela que llevaba hasta

la orilla mediante un tramo de escalerascubiertas.

Kurt metió el coche en unaparcamiento al lado del puerto.

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—Vamos —dijo.Bajaron del coche y echaron a andar.

Renata seguía con el iPad en la mano.Después de bajar con rapidez lasescaleras, se detuvieron y Kurt miró porencima del estrecho muelle.

—Es él —señaló—. Es Hassan.Hassan subió a bordo de una lancha

motora de color gris marengo como sino tuviera la menor preocupación, y sesentó en la parte trasera mientrassoltaban amarras y se apartaban delmuelle.

—Me parece que también nosotros

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vamos a necesitar una lancha —dijoRenata.

Fueron hasta la dársena y seacercaron a una lancha turística pintadacon colores vivos, con un logo de taxiacuático en el costado y el añadido deuna toldilla náutica Bimini que cubríauna desvencijada estructura de mástilesen la zona de popa. Al lado estaba elpiloto, fumando un cigarrillo.

Joe se acercó primero, y después decomprobar que el hombre hablabainglés, explicó:

—Necesitamos alquilar una lancha.

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El piloto consultó el reloj.—Terminó la jornada de trabajo —

dijo—. Es hora de volver a casa.Kurt apareció con un fajo de billetes.—¿Qué tal algún tiempo extra?El hombre pareció hacer un cálculo

apresurado mientras estudiaba losbilletes.

—De acuerdo —dijo.Arrojó el cigarrillo al río y los hizo

subir a bordo.Se instalaron bajo la toldilla y

miraron hacia el agua mientrasarrancaban.

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—Vamos río arriba —dijo Kurt.El conductor asintió, hizo girar la

lancha y aceleró.La lancha empezó a levantar

velocidad, luchando contra la corriente,mientras Kurt, Joe y Renatarepresentaban el papel de turistas.Pronto empezaron a hacer fotos y aseñalar cosas diversas en las orillas delrío y a disfrutar de la brisa. Kurt inclusosacó un par de pequeños prismáticos.Todo eso sin dejar de vigilar elrastreador.

La señal seguía subiendo por el río.

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Despacio.—¿Hasta dónde quieren llegar? —

preguntó el piloto—. ¿Hasta Luxor?—Por ahora siga avanzando —dijo

Kurt—. Un relajado y agradable paseo.Cuando nos cansemos, se lo diremos.

El piloto continuó la marcha. Pasaronjunto a un remolcador que empujabavarias barcazas y a un transbordadorcargado de turistas que por razonesindescifrables hizo sonar varias veces lasirena.

A lo largo de la orilla, todo estabahecho con hormigón. A ambos lados del

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río se levantaban bloques de viviendas,hoteles y edificios de oficinas. Al pasarpor debajo del puente 6 de Octubre, eltráfico rugió sobre sus cabezas. Semultiplicaron las bocinas y la caída dehumo de los tubos de escape.

—No es una excursión exactamenteromántica —comentó Renata—. Yoesperaba falucas y botes de pesca demadera. Hombres lanzando redes en losbajíos.

—Es como esperar eso en el Hudsona su paso por Manhattan —dijo Kurt—.El Cairo es la ciudad más grande de

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Oriente Próximo. Aquí viven ochomillones de personas.

—Da un poco de pena —dijo ella.—Más arriba es mucho más primitivo

—prometió Kurt—. He oído que vuelvea haber cocodrilos en el lago Nasser.Aunque espero que no tengamos que irtan lejos.

—¿Quieres romance? —preguntó Joe—. Mira eso.

A lo lejos, sobre la aglomeraciónurbana, asomaban las pirámides deGuiza. La bruma del atardecer pintaba elcielo de color naranja, y las propias

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pirámides eran de color salmón y bajoaquel resplandor parecían casiluminiscentes.

Lo que veía no hacía más queaumentar la tristeza de Renata.

—Siempre he querido ver de cercalas pirámides. Pero todos esos edificioscasi lo impiden. Es como si hubieranconstruido la ciudad delante de lasnarices de la Esfinge.

Hasta Kurt estaba sorprendido.—Cuando vine aquí de niño, subimos

hasta la cima de Keops. Hasta donde sepodía llegar. No había nada entre el río

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y las pirámides, salvo palmeras, camposverdes y cultivos.

Con frecuencia se preguntaba sillegaría el día en el que cada centímetrocuadrado del mundo estuviese tapado dehormigón. No le gustaría vivir en eselugar.

—¿Cómo anda nuestro amigo? —preguntó, cambiando de tema.

—Sigue hacia el sur —susurró Renata—. Pero está cruzando el río. Yendohacia la otra orilla.

Kurt silbó para llamar la atención delpiloto.

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—Llévenos hasta allí —dijo,señalando.

El piloto ajustó el rumbo y la lanchaatravesó el río en diagonal como si fueradirectamente hacia las pirámides. Alacercarse a la orilla occidental, en elhorizonte empezaron a amontonarseviejas ruinas, pero apareció algo nuevo:una enorme obra a lo largo del río, queincluía grúas, excavadoras yhormigoneras.

Estaban reconstruyendo una extensaparte de la orilla.

Había edificios, zonas de

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aparcamiento y paisajismo casiterminados. Alrededor de laconstrucción se veían vallas cubiertaspor grandes letreros que declaraban,tanto en árabe como en inglés,CONSTRUCCIONES OSIRIS.

La obra sobre tierra firme eraimpresionante, pero lo que más llamó laatención a Kurt fue lo que había dentrodel río.

Desde donde estaban, vio un cauceabierto siguiendo la orilla. Tenía más detreinta metros de ancho y cerca de unkilómetro de largo. Observando la

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imagen del satélite en el iPad de Renata,vio que acompañaba la obra de punta apunta, como un canal. Un grueso muro dehormigón lo separaba del río, y por elotro extremo entraba un turbulentochorro de agua.

—¿Qué es eso? —preguntó Joe.—Parece la correntada de algún

barranco de Montana —respondió Kurt.—Una central hidroeléctrica —

explicó el piloto, levantando la voz—.Luz y Potencia Osiris.

Renata ya la estaba buscando en eliPad.

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—Es cierto. Según internet, se desvíael agua del río y se la obliga a bajar porel canal y a pasar por turbinassumergidas. Eso genera más de cincomil megavatios por hora. Su sitio webinsiste en que Construcciones Osiristiene el orgullo de estar construyendodiecinueve plantas similares a lo largodel río, suficientes para cubrir todas lasnecesidades eléctricas futuras de Egipto.

—No está mal como idea paragenerar energía —dijo Joe—. Se evitantodos los problemas inherentes a lasgrandes presas y todos los daños

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ecológicos que, para producirelectricidad, hacen a los sistemasfluviales.

Kurt no podía estar en desacuerdo. Dehecho, tras un rápido vistazo supo que elsistema era similar al que la NUMAhabía utilizado para alumbrar laexcavación del trirreme romano. Perohabía algo que no encajaba. Kurt tardóun minuto en identificarlo.

—¿Por qué hay una cascada al finaldel túnel?

—Yo no veo ninguna cascada —dijoRenata.

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—No hablo de las cataratas delNiágara —explicó Kurt—. Pero miracon más atención. Hay una diferencia enel nivel del agua que sale de ese canal yel nivel del agua del propio río. Pareceque es de algunos metros, por lo menos.

Tanto ella como Joe se protegieronlos ojos del sol para ver de qué hablabaKurt.

—Tienes razón —dijo Joe—. El aguacorre y sale de ese canal como si bajarapor un aliviadero.

—¿No es eso lo que pasa con unapresa? —preguntó Renata.

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—Solo que aquí no hay ninguna presa—observó Kurt—. Por la ley de ladinámica de los fluidos, el agua delcanal debería tener el mismo nivel queel agua del río. No solo eso: lavelocidad del agua que sale de ese canaldebería ser menor que la del agua delrío, porque el agua del canal tiene quehacer girar esas gigantescas turbinas. Enun proyecto como este, lo normal estener un reflujo y no un borbotón al final.

—A lo mejor inventaron una manerade acelerar el agua de la que no tenemosconocimiento —apuntó Joe.

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—Es posible —dijo Kurt—. En todocaso, no es problema para nosotros. —Se volvió hacia Renata—. ¿Dónde estáahora nuestro amigo?

—Quizá sí sea problema paranosotros —dijo Renata, levantando lamirada de la pantalla—. Ha atracado allado de la zona de construcción y habajado a tierra. Parece que está a puntode entrar en el edificio principal.

Kurt levantó los pequeñosprismáticos que llevaba consigo y miróhacia la obra. Incluso desde tan lejos senotaba que había fuertes medidas de

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seguridad. Se veía a unos guardaspatrullando con perros y a otrosrevisando los coches que llegaban alacceso controlado.

—Parece más una base militar queuna obra en construcción.

—Una verdadera fortaleza —dijo Joe—. Y nuestro amigo Hassan se harefugiado dentro.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntóRenata.

—Averigüemos todo lo que podamossobre Osiris International —dijo Kurt—. Y si Hassan no sale pronto,

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tendremos que buscar la manera deentrar.

—Eso será mucho más difícil quemeterse a hurtadillas en el museo deMalta —señaló Renata.

—Necesitamos una excusa oficialpara estar allí —sugirió Kurt—. Algogubernamental. ¿Podrán tus amigos de laAISE hacer la llamada que necesitamos?

Renata negó con la cabeza.—Tenemos aquí tanta influencia como

tu país en Irán. Ninguna.—Supongo que, como siempre,

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estamos a expensas de nuestros propiosrecursos.

—Quizá no —respondió Joe, con unaamplia sonrisa—. Conozco a alguienque quizá pueda ayudarnos. Unfuncionario que me debe un favor.

—Ojalá sea un favor grande —dijoRenata.

—El más grande de todos —añadióJoe.

Renata seguía perpleja, pero derepente Kurt comprendió a qué serefería Joe. Casi se había olvidado deque Joe era poco menos que un héroe

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nacional en Egipto, uno de los escasosextranjeros a los que se había otorgadola Orden del Nilo. Quizá podríaconseguir lo que pidiera.

—El mayor Edo —dijo Kurt,recordando al hombre que Joe habíaayudado.

—Gracias a mí, fue ascendido ageneral de brigada —comentó Joe.

—¿Por eso te debe un favor? —preguntó Renata.

—Eso no es ni siquiera la mitad —respondió Kurt en nombre de Joe—.Estás mirando al hombre que salvó a

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Egipto al impedir el derrumbe de lapresa de Asuán.

—¿Fuiste tú? —preguntó Renata.El incidente había sido noticia de

portada en todos los diarios del mundo.—Tuve alguna ayuda —admitió Joe.Renata sonrió.—Pero ¿fuiste tú?Joe asintió con la cabeza.—Estoy muy impresionada, Joe —

dijo Renata—. Eso quizá nos dé derechoa recibir alguna forma de ayuda.

Kurt creía lo mismo. Fue hacia laproa y le dijo al piloto:

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—Gracias por su tiempo. Estamospreparados para volver al muelle.

La lancha dio media vuelta. Ahora loúnico que tenían que hacer era encontraral general de brigada Edo antes de queHassan saliera del edificio.

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Joe estaba sentado en un lujoso sillón deuna ostentosa oficina céntrica. Ladecoración moderna, la luz tenue y lamúsica suave despedían un aura deéxito. Algo muy alejado de la nochetormentosa, hacía años, cuando había

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conocido al mayor Edo en una humeantesala de interrogatorios.

Era una lástima.—Debo entonces entender que ya no

estás en el ejército —dijo Joe.Edo tenía el pelo más largo, y su

parecido con Clark Gable se habíaacentuado al cambiar el uniforme defajina por un traje elegantementecortado.

—Publicidad —observó Edo—. Asíson ahora las cosas. Algo mucho máslucrativo. Y que me permite —movió las

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manos con un afectado ademán— ser«creativo».

—¿Creativo? —preguntó Joe.—Te sorprendería saber con qué

malos ojos ven eso los militares.Joe suspiró.—Me alegro por ti —dijo, tratando

de parecer sincero—. Solo que estoysorprendido. ¿Qué ocurrió? Lo últimoque supe es que te habían ascendido ageneral.

Edo se recostó en el sillón y seencogió de hombros.

—Cambios —dijo—. Grandes

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cambios. Primero, las protestas.Después toda la lucha, que se transformóen revolución. Cayó un gobierno.Asumió otro gobierno. Y entonces, porsupuesto, empezaron de nuevo lasprotestas y también cayó ese gobierno.Purgaron a muchos militares. A mí meexpulsaron sin derecho a pensión.

—¿Y decidiste iniciar una nuevacarrera en publicidad?

—Mi cuñado hizo una fortunatrabajando en esto —dijo Edo—. Pareceque todo el mundo quiere venderle algoa alguien.

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Joe se preguntaba si habría todavíaalguna manera de que Edo pudieraayudarlos.

—Por casualidad ¿podríasconseguirnos una cita con losmandamases de Construcciones Osiris?

Edo se inclinó hacia delante yconcentró su atención.

—¿Osiris? —preguntó con evidentepreocupación—. Amigo, ¿en que estásmetido?

—Es complicado —dijo Joe.Edo abrió un cajón y sacó un paquete

de cigarrillos. Se puso uno entre los

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labios, lo encendió y empezó a hacerademanes con él mientras hablaba, sinvolver a ponerlo nunca en la boca. Almenos algunas cosas no habíancambiado.

—Yo, en tu lugar, no me metería conOsiris.

—¿Por qué? —preguntó Joe—.¿Quiénes son?

—Quiénes no son —respondió Edo—. Son todos los que antes tenían poder.

—¿Podrías ser un poco más concreto?—preguntó Joe.

—La vieja guardia —dijo Edo—. Los

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militares que fueron borrados del poderhace unos años. Los militares habíanmandado en Egipto desde que losOficiales Libres asumieron el control en1952. Siempre habían llevado el timón.Nasser era militar. Sadat era militar.Mubarak también era militar. Habíangobernado durante todo ese tiempo. Másaún. Estoy seguro de que has oído hablardel complejo militar-industrial. EnEgipto llevamos eso a un nuevo nivel.Los militares eran los dueños de lamayoría de los negocios, y decidían aquién dar los puestos de trabajo.

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Contrataban a amigos pararecompensarlos y a enemigos paraacallarlos. Pero desde la Revolución lascosas cambiaron. Se está haciendo ungran esfuerzo para que todo vuelva a sercomo antes. De eso salió Osiris. Alfrente está un hombre llamado TariqShakir, ex coronel de la policía secretaque tenía grandes ambiciones de llegaralguna vez a gobernar el país. Comosabe que le impedirá eso el pasado, conla ayuda de compañeros de la viejaguardia ha encontrado otro camino.Osiris es la empresa más grande de

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Egipto. Monopoliza todos los contratos.No solo del gobierno, sino de todo lodemás. Todo el mundo los mira conrecelo. Hasta los políticos que están enel poder.

—Así que ese Shakir es hacedor dereyes, pero no rey —dijo Joe.

Edo asintió.—Nunca se muestra en primer plano,

pero ejerce un enorme poder tanto aquícomo en el extranjero. ¿Has visto lo quepasa en Libia, Túnez y Argelia?

—Por supuesto —apuntó Joe.—Los nuevos gobiernos de esos

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países están gobernados por amigos deShakir. Sus aliados.

—He oído que son miembros de lavieja guardia en cada país —dijo Joe.

—Sí —convino Edo—. Ahora vescomo todo coincide.

Joe tenía la clara impresión de quepoco a poco se iban metiendo en cosasmás profundas, casi como si en suanzuelo hubiera picado un pez pequeñoque había sido comido por uno másgrande al que a su vez se iba a tragar ungigantesco tiburón.

—Osiris tiene su propio ejército

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privado —explicó Edo—. Marginadosde las unidades militares regulares,hombres de las fuerzas especiales,asesinos de la policía secreta. Todo elque resulte demasiado impresentablepara pertenecer a las fuerzasprofesionales puede meterse en Osiris.

Joe se frotó la frente.—Es que tenemos que entrar en ese

edificio —dijo—. Y no tenemos tiempopara esperar una invitación. Hay milesde vidas en peligro.

Edo hizo caer parte de la ceniza de lapunta del cigarrillo, se levantó y empezó

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a caminar por la habitación. Joe creyóver un cambio en su mirada, que ahoraera más calculadora. Edo apoyó unamano en la pared y miró hacia el techo.Parecía sentirse encerrado por laoficina, casi como si fuera demasiadogrande para caber entre aquellasparedes.

Se volvió hacia Joe chocando lostalones.

—Ayudar a los enemigos de Osirisquizá termine con mi carrera en elmundo de la publicidad, pero tengo unadeuda contigo. Egipto tiene una deuda

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contigo. —Apagó con energía elcigarrillo—. Además, estoy harto deeste negocio. No sabes lo que estrabajar para tu cuñado. Es peor que elejército.

Joe soltó una carcajada.—Agradecemos tu ayuda.Edo asintió.—¿Cuál es, entonces, la idea que

tenéis tú y tus amigos para entrar en eledificio de Osiris? Supongo que elataque directo y el salto desde unhelicóptero están descartados.

Joe señaló con la cabeza hacia la

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zona de recepción, donde Kurt y Renatahabían estado enfrascados en el estudiode mapas y diagramas descargados en eliPad.

—Aún no estoy seguro. En eso hanestado trabajando mis amigos. Yotambién quiero saber cuál será el plan.

Edo los llamó por señas. Hicieron laspresentaciones formales y despuésfueron al grano.

—Mis colegas me han enviado elesquema de la planta de Osiris —dijoRenata, adelantándose y dejando el iPadsobre el escritorio para que todos lo

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vieran—. Suponiendo que estos datosson precisos, creemos que hemosencontrado un punto débil.

Renata tocó la pantalla hasta queapareció una foto del lugar en altaresolución. La foto incluía el río y lazona circundante.

—La seguridad, por el lado de lacalle, es multicapa y casi invencible;por tanto, solo podemos acercarnosdesde el río. Necesitaremos una lancha,equipos de buceo para tres y un láser defrecuencia media: verde, si fuera

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posible, pero servirá cualquiera de esosque usan los militares.

Edo asintió con un movimiento decabeza.

—Puedo conseguir esas cosas. ¿Quémás?

Tomó la palabra Kurt.—Subiremos por el río hasta este

punto, media milla al sur de la obra.Renata, Joe y yo nos meteremos en elagua y bajaremos con la corriente,conservando la orilla occidental.Después de entrar en el hidrocanal,esquivaremos la primera línea de

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turbinas y seguiremos hasta detenernosdelante del segundo impulsor... Aquí.

—Parece fácil —comentó Edo.—Estoy seguro de que habrá

complicaciones —dijo Joe.—Por supuesto —convino Kurt antes

de volverse hacia Renata—. ¿Podríasmostrar el diagrama?

Renata tocó la pantalla y apareció unplano del hidrocanal.

—No creo que haya problemas parameterse allí —dijo Kurt—. Pero una vezdentro del hidrocanal tendremos quesuperar las turbinas. Como será de

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noche, lo normal es que funcionen amínimo rendimiento, pero eso puedecambiar en cualquier instante. Y aunquehayan parado, las turbinas estaránrotando lentamente.

—Ponlas en la lista de lo que hay queevitar —dijo Joe.

—Exacto. Y la mejor manera delograrlo es ir pegado a la pared interior.Alrededor de la primera línea deturbinas hay mucho espacio. Después depasarlas, seguimos hacia el segundoimpulsor. Allí la cosa se poneinteresante.

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Al estudiar el plano, Joe notó doscosas. La segunda turbina era másgrande. Y había dos protuberancias quesalían de la pared y apuntaban hacia elborde del enorme disco giratorio.Parecían las aletas de una máquina depinball. Las señaló con el dedo.

—Compuertas deflectoras —dijoKurt—. Diseñadas para llevar más aguaa las paletas de la turbina en momentosde máxima necesidad energética.Replegadas, se aprietan contra lasparedes y parte del agua bordea laspaletas. Pero cuando están abiertas, los

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bordes se alinean directamente con elcapó de la turbina. No hay manera deevitarlas salvo saliendo del agua antesde llegar a las paletas. —Señaló unazona del plano—. Hay una escalera demantenimiento soldada a este lado de lacompuerta. Nos mantenemos pegados ala pared y al pasar por delanteaferramos la escalera y trepamos.

—Parece bastante claro si lascompuertas están replegadas —dijo Joe—. Pero ¿qué pasa si están abiertas?¿Tienes datos de cómo afecta eso a lacorriente?

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—Abiertas al máximo, la corriente seduplica y el grado exacto de fuerzadepende del caudal del río en aquelmomento. Normalmente, en esta épocadel año es de unos dos nudos.

—Dos nudos no es un problema —dijo Joe—, pero cuatro sí.

Kurt asintió. Era ese el riesgo queasumían.

Joe sopesó las probabilidades. Nohabía motivos para que la estacióngenerara su máxima potencia en mitadde la noche. Los picos de consumoocurrían durante la tarde.

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—Suponiendo que no hayamosquedado hechos puré —añadió Kurt—,nuestro problema siguiente empieza enla superficie.

—Con toda seguridad tendráncámaras —señaló Edo.

Esta vez respondió Renata.—Las tienen. Aquí y aquí. Pero las

dos apuntan hacia fuera, buscando aquienes quieran acercarse a laestructura. Después de pasar la primeralínea de turbinas, solo tendremos quepreocuparnos por una cámara. Estáinstalada aquí —dijo, señalando un

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nuevo punto—. Vigila toda la extensióndel pasadizo que hay sobre la paredinterior. El pasadizo que tendremos queutilizar.

—Para eso me habéis pedido el láser—observó Edo.

—Exacto —respondió Renata—. Laluz del láser puede sobrecargar elsensor. De eso te encargarás tú. El mejorángulo para apuntar estará en una playacorriente arriba, en la orilla de enfrente.La cámara intentará procesar la señal, ydentro no verán más que una pantalla enblanco.

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Kurt prosiguió.—Después de cegar la cámara,

podremos salir del agua, avanzar por elpasadizo y entrar por esta puerta.

—¿Cuánto tiempo debo manteneractivo el láser?

—Dos minutos —explicó Renata—.Es todo el tiempo que necesitamos.

—¿Y qué pasa con las alarmas y lascámaras de seguridad interiores? —preguntó Edo.

—Yo puedo desactivarlas cuandoestemos dentro —prometió ella—.Controla tanto las alarmas como las

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cámaras un programa informáticollamado Halifax. Nuestros técnicos mehan enseñado a neutralizarlo. —Renatamostró el plano del interior—. Sabemosque Hassan entró por esta puerta —dijo—. La señal continuó siendo potentemientras iba por este pasillo y despuéssupongo que se metió en este ascensor.Como la señal se fue debilitando y luegodesapareció, tenemos que suponer queno subió, sino que fue al nivel inferior.Eso significa que estaría aquí, en la salade control de la generación energética.

—¿Estáis seguros de que no os vais a

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meter en una trampa? —preguntó Edo—.No hace falta explicar que, una vez allídentro, no habrá ninguna forma de ayudaposible.

—Lo sabemos —dijo Kurt—. Y noentiendo qué puede estar haciendoHassan allí dentro, mirando los nivelesde potencia de la presa. Pero su teléfonotrasmitía desde allí hasta que se apagó, ydesde entonces el satélite no ha recibidosu señal. Y aunque él no ande por allí,Osiris algo tiene que ver con todo esto.Por tanto, no estará de más echar unaojeada.

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—Sois todos muy valientes —dijoEdo—. ¿Qué tengo que hacer mientrasestáis dentro del edificio?

—Esperar río abajo —respondió Kurt—. Si encontramos a Hassan, losacaremos. Y si no lo encontramos,haremos el recorrido turístico, nossaltaremos la tienda de regalos yvolveremos a casa.

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Unas horas más tarde estaban de vueltaen el Nilo, avanzando a contracorrienteen una lancha motora que un amigo deEdo les había prestado. Llevaban equipode buceo para tres y un láser contrípode.

Ya la noche había echado un manto de

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oscuridad sobre la región y el río estabamucho menos poblado que durante eldía. No había salido la luna, pero sederramaba en el río la luz de lasventanas de los hoteles y los altosedificios de apartamentos.

Al acercarse a la planta de Osiris,Kurt miró aguas abajo.

—La corriente, en el otro extremo delcanal, ahora se ve mansa.

—Deben de estar generando menospotencia —sugirió Renata.

—Buena señal —añadió Joe.—Todavía hay algo que no cuadra —

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respondió Kurt—. Pero si las aguasestán tranquilas, nos resultará más fácilentrar en el canal y después salir atierra.

Joe enfocaba el hidrocanal con gafasde visión nocturna.

—Parece que las compuertas estánabiertas contra la pared. Un tanto a favorde la lógica.

Edo siguió con ellos río arriba antesde cambiar de rumbo y virar hacia laorilla occidental. Al colocar la lanchaen la posición correcta, Kurt, Joe yRenata se prepararon para la inmersión.

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Ya tenían puestos los trajesisotérmicos debajo de la ropa de calle,pero aún debían colocarse loscompensadores de flotabilidad y ajustarlos reguladores de presión. Loscilindros de oxígeno, de aceroinoxidable, estaban gastados y opacos,de manera que no reflejarían mucha luz.Completaban su equipo las aletashendidas, los sobres impermeables delos trajes y las luces de baja intensidadpara el buceo que les permitiríanseguirse mutuamente.

Solo les faltaba contar con unidades

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de autopropulsión para moverse conmayor rapidez y un sistema decomunicaciones subacuático. Tendríanque conformarse con hacer señalesconvencionales con las manos.

—Estamos en posición —dijo Edo.Kurt asintió y entonces él y Joe se

metieron en el agua y se aferraron alborde de la lancha. Renata consultó unavez más el iPad antes de hacer lo mismo

—¿Dudas? —preguntó Kurt.—No —dijo Renata—. Solo quería

saber si nuestro objetivo no había salido

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del edificio antes de tomarnos el trabajode irrumpir en él.

—¿Debo suponer que el teléfonosigue fuera de cobertura? —preguntóKurt.

Renata asintió con la cabeza.—Entonces ¿qué esperamos? —dijo

Kurt—. Vamos.Acomodó la máscara de buceo,

mordió el regulador y se apartó de lalancha.

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Bucear de noche era difícil hasta en lasmejores circunstancias. Más exigenteera todavía flotar en un río oscuro llenode corrientes cruzadas, bancos de arenay otros estorbos. Pero si se pegaban a laorilla occidental, era de esperar quealcanzaran la meta.

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En la oscuridad líquida, Kurt solousaba las piernas, con movimientoslentos y suaves, los brazos contra elcuerpo. Calculó que su velocidad,sumada a la de la corriente, era de unostres nudos. A ese ritmo, en diez minutosestarían en la entrada del hidrocanal.

Kurt se permitió descender hasta queel agua que lo rodeaba fue negra comoel alquitrán y solo se veía una ligera luztrémula en la superficie. A esaprofundidad, nadie lo vería desde tierra,pero la pequeña cantidad de luz lepermitiría orientar los sentidos.

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Corrigió el rumbo hacia la izquierda ymiró hacia atrás. En la oscuridad vio losrelucientes diodos de las linternas queJoe y Renata llevaban ajustadas a lasmuñecas. Los dos habían acoplado suvelocidad y nadaban en formación. Laluz de Kurt apuntaba hacia ellos paraque pudieran seguirla.

Más adelante apareció un débilresplandor. Eran los reflectores delproyecto de construcción que iluminabanla superficie del río.

Iban por buen camino.Kurt se hundió un poco más para

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alejarse de la luz que se filtraba en elagua.

Siguió nadando, pasó por debajo dela primera ola de luces y vio elcontrafuerte de hormigón que separabael hidrocanal del resto del río.Necesitaba mantenerse pegado a laizquierda para no verse arrastrado haciael otro lado por el rebufo o el reflujo.

Entró en el canal sin ningún problema.La corriente se mantenía constante, peroel entorno había cambiado porcompleto. Una segunda ola de lucesmoteaba el agua, y el débil resplandor le

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permitía ver la pared a la derecha y elfondo revestido de hormigón del canal.

Más adelante había construccionesromboidales en el fondo del canaldiseñadas para añadir un poco deturbulencia a la corriente. Pasó porencima de ellas, se acercó a la paredinterior y redujo la velocidad hastadejarse llevar por la corriente. Contuvoel aliento, deteniendo un chorro deburbujas que se podrían ver en lasuperficie, hasta quedar bajo la sombrade la pared.

Apareció la primera línea de turbinas,

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asomando en la oscuridad como unbarco que sale de la niebla. De un grisapagado, borrosas, le recordaron a Kurtlos motores de un 747. Tenía cada unaun diámetro de más de quince metros ydocenas de apretadas paletas quebrotaban de un buje central como en unventilador. Oía los chasquidos de laspaletas rotando perezosamente en lacorriente.

Kurt se mantuvo pegado a la paredinterior y pasó por el hueco que habíaentre la pared y la turbina más cercana.Miró hacia atrás y vio a Joe y Renata.

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Al llegar a la parte media del canal,empezó la segunda etapa. Kurt redujoaún más la velocidad, dejándose llevary moviendo las piernas solo para noalejarse de la pared. No quería pasarcomo una bala por delante de la escalerade mantenimiento, que era su únicorecurso para salir de allí.

Empezó a oírse otro ruido. Lavibración era más profunda y másominosa, como el zumbido de la hélicede un barco lejano.

Por delante de ellos estaba la turbinaprincipal. Tenía casi el doble de

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diámetro que la primera y ocupaba lamayor parte del canal. Kurt oyó elsonido mucho antes de ver las paletas, yentonces apareció el borde delantero dela compuerta deflectora.

Como habían esperado, estabareplegada contra la pared. La pesadasuperficie de acero estaba pintada de unamarillo brillante para prevenir lacorrosión. Y aunque parecía descoloridaen el agua, contrastaba vivamente con laapagada pared de hormigón.

Al pasar al lado, Kurt buscó laescalera de mantenimiento, y al verla se

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acercó y la aferró con las dos manos.Los peldaños estaban hechos convarillas curvas —robustas y fáciles deagarrar— soldadas a las compuertas.

Kurt estiró la mano, se aflojó lasaletas y dejó que se las llevara lacorriente. Las vio desaparecer río abajo.

El flujo del agua del canal no era másrápido que la corriente del río, perocomo el agua es más densa que el aire,la sensación era la de estar resistiendoun vendaval.

Vio que Joe y Renata se acercaban.Primero Renata se aferró a la misma

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parte de la escalera que Kurt. Joe hizootro tanto unos peldaños más abajo.Como Kurt, ambos se desprendieron delas aletas y afianzaron los pies en laescalera para mayor estabilidad.

Joe indicó con el pulgar que todo ibabien. Kurt miró la máscara de Renata, aescasos centímetros de distancia. Ellaestaba radiante. Hizo la señal de OKcon los dedos.

Una rápida mirada a la esfera decolor naranja del reloj Doxa le permitiósaber que habían ganado tiempo. Ahoratendrían que esperar. Faltaban tres

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minutos para que Edo activara el láser ycegara la cámara del pasadizo, alláarriba.

Edo ya había varado la lancha, sacadoel láser y preparado el trípode. Era unaparato civil, destinado alreconocimiento, pero no muy diferentede los que había usado en su carreramilitar.

Con el dispositivo preparado, Edolocalizó la cámara en concreto quenecesitaban inutilizar. La enfocó con el

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zoom, ajustó la mirilla con forma decruz y dio un paso atrás.

Consultó el reloj. Faltaban dosminutos. Solo quedaba apretar el botón.

Deseaba un cigarrillo, algo para pasarel tiempo. La orilla estaba vacía, peroalgo invadía esa soledad: el ruido de unhelicóptero que se acercaba.

Por el cielo avanzaba una luz hacia eledificio de Osiris. Edo la observó uninstante para saber con certeza si era eseel rumbo del helicóptero. Cuandoaterrizó, se preguntó quiénes podrían

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estar reuniéndose en Osiris en mitad dela noche.

Aferrados a la escalera en el

hidrocanal diez metros por debajo de lasuperficie, ni Kurt, ni Joe, ni Renata sehabían enterado de la aparición delhelicóptero. Estaban ocupados en otroscambios: un fuerte ruido metálicoseguido por un sensible aumento delcaudal del agua.

Más arriba se estaba abriendo en lapared una compuerta circular. Tenía el

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tamaño de una enorme tubería dedrenaje, y el volumen de aguaintroducido en el hidrocanal empezó aacelerar la corriente.

Los tres abrazaban la escalera,tratando de presentar la menorsuperficie y resistencia al agua. A pesarde eso, sentían la presión. Kurt searriesgó a echar una mirada al reloj.

Un minuto.Un segundo estruendo los sacudió con

fuerza. Sintieron en el cuerpo lavibración de la escalera mientras toda la

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compuerta deflectora temblaba yempezaba a moverse.

Renata buscó la mirada de Kurt. Teníalos ojos desorbitados de preocupación.Para Kurt aquello no fue ningunasorpresa: estaban ante un problemamucho mayor. La gradual apertura de lacompuerta aceleraría aún más lacorriente.

Aguas abajo, la enorme turbina girabacada vez más rápido, dado que elespacio que la rodeaba se iba cerrando,y el zumbido aumentaba. Cuando lascompuertas se asentaran contra el capó

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de la turbina, no podrían resistir lafuerza del agua, que los arrastraría y losmetería entre las paletas.

Kurt señaló hacia arriba y Renata dijoque sí con la cabeza. Se desabrochó elcompensador de flotabilidad y giróponiéndose del lado hacia la corriente,tratando de quitarse el arnés. Lacorriente cada vez más rápida le arrancóy se llevó el compensador, el tanque deoxígeno y la máscara. Él empezó a subirprimero, utilizando una mano cada vezde manera lenta y metódica. Cadapeldaño era un esfuerzo. Cada

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movimiento de pie o de mano, unabatalla contra el peso del agua.

Cuando estaba llegando a la cima,Kurt miró hacia abajo. Renata y Joe loseguían. Miró de nuevo el reloj. Diezsegundos.

Se puso a contar.Tres... Dos... Uno...Hora de salir.Emergió del agua y trepó hasta la

parte superior de la compuertadeflectora. Era muy agradable haberselibrado de la impetuosa corriente, peroel peligro no había desaparecido del

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todo, ni mucho menos. La compuertasolo tenía un metro de ancho, y el aceroendurecido y la pintura amarilla estabanmojados y eran muy resbaladizos.

Kurt se quedó en cuclillas para mayorestabilidad. Por el lado que lacompuerta desviaba el agua hacia laturbina, el nivel subía con rapidez; porel otro, varios metros más bajo, se habíaformado un espumoso remolino. El aguaque empujaba las aspas brotaba confuria de la turbina, retumbando en elcanal y en los edificios.

Tan fuerte era el estruendo que

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resultaba imposible oír los gritos, demanera que cuando salió Renata a lasuperficie Kurt se limitó a hacer unaseñal con la mano. Como él, se habíaquitado el equipo de buceo. Acontinuación salió Joe, también sin lostanques. Los dos siguieron a Renatasobre la hoja de la compuerta hasta elpasadizo y después hasta la puerta demantenimiento.

A lo lejos, Kurt vio un etéreoresplandor verde: el láser actuandosobre la lente de la cámara.

Buen trabajo, Edo.

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—Qué poco oportuno que se hayanabierto así las compuertas —dijo Joe.

—A mí me sorprende más eseregulador de caudal —comentó Kurt—.No vi en los planos ningún túnelperimetral.

—Yo tampoco —dijo Joe—. Pero sino es por un túnel perimetral, ¿de dóndeviene toda esa agua?

—De eso tendremos quepreocuparnos más tarde. —Kurtconsultó el reloj y se volvió haciaRenata—. Nos queda menos de unminuto hasta que Edo apague el láser.

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Renata ya se había puesto a trabajar.—Tiempo de sobra —dijo.Abrió la cremallera del bolsillo del

traje isotérmico y sacó un juego deganzúas. Hizo algo rápido en lacerradura y entraron.

A tres metros de la puerta encontró eltablero del sistema de alarma. Quitó latapa y enchufó un pequeño dispositivoen la ranura destinada al ingreso dedatos. Por la pantalla del dispositivopasó un torrente de números y letrasmientras buscaba diez millones deposibles códigos hasta que desactivó la

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alarma. A los cinco segundos, las lucesdel tablero se pusieron verdes.

—Ya está —anunció Renata—.Neutralizadas las alarmas y detenidaslas cámaras interiores, que en lospróximos veinticinco minutos seguiránmostrando un bucle grabado. Duranteese tiempo deberíamos poder movernoscon libertad.

—Para eso sirve el sistema de alarmaque tanto me costó la primavera pasada—dijo Kurt.

—Recuérdame que compre un perro

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—añadió Joe—. Cuanta menostecnología, mejor.

Renata asintió, guardó el dispositivoen el bolsillo y cerró la cremallera.

—Vamos —dijo Kurt.Caminaron por el vestíbulo y pronto

encontraron una escalera. Tres tramosmás abajo, oyeron un sonido estridente.

—La sala del generador —observóJoe.

Kurt abrió un poco la puerta y miródentro. Todavía estaban un piso porencima de la planta baja. La sala eraenorme: la pared de enfrente estaba a

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muchas decenas de metros de distancia,y entre el suelo y el techo había por lomenos veinte. Dominaba el interior unahilera de carcasas circulares. Cada unamedía unos diez metros de diámetro ypor lo menos la mitad de altura.

—Parece el interior de la presaHoover.

—Central eléctrica —dijo Kurt—,como indicaban los planos.

—¿Esperabas alguna otra cosa? —preguntó Renata.

—No estoy seguro —respondió Kurt

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—. Tenía la sensación de que, si Hassanse ocultaba aquí, habría algo más.

—A mí me parece natural —dijo Joe—. El agua hace girar la enorme turbinaen el río, que está conectada con estasdinamos mediante engranajesreductores.

—De acuerdo —dijo Kurt—.También parece un sitio vacío. No solono veo a Hassan: no veo a nadie. Quizáapagó el teléfono y se fue. ¿Habrásabido que lo estábamos siguiendo?

—Lo dudo —contestó Renata.Mientras cerraban con cuidado la

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puerta, Kurt se adelantó, agachando lacabeza. Joe y Renata lo siguieron.

En el otro extremo de la larga sala seabrió el ascensor. De él salió y echó aandar un grupo de hombres. Tres usabanuniforme negro, otros tres diversosatuendos que parecían vagamenteárabes; el último llevaba un traje decalle oscuro y camisa blanca, sincorbata.

Por un momento se perdieron de vista;reaparecieron al otro lado de uno de losgeneradores. Casi al mismo tiempo, el

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zumbido que llenaba la sala cambió detono y empezó a bajar.

—Alguien está apagando eso —señaló Joe.

—Si lo hubieran hecho hace cincominutos, nos habrían ahorrado un montónde estrés —dijo Kurt.

Los quejumbrosos generadores fueronreduciendo la velocidad y finalmente sedetuvieron. Las luces verdes que habíaencima de cada dinamo se volvieronámbar y después rojas. El grupo dehombres fue hasta un punto cerca de la

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pared opuesta y allí se detuvo ante unpanel de control.

—Han visto cómo generamoselectricidad —dijo uno de ellos; su vozrecorrió la sala y llegó a los tresinfiltrados—. Ahora verán por qué notienen más remedio que someterse anuestras exigencias.

—Eso es ridículo —dijo uno de losárabes—. Hemos venido aquí parahablar con Shakir.

El hombre pronunciaba el inglés conun pronunciado acento. Por las señalesde asentimiento y otros gestos, parecía

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evidente que hablaba en nombre de losotros dos.

—Y con él hablarán —respondió elhombre del traje—. Está deseandonegociar con ustedes.

Por el acento, ese hombre parecíaeuropeo, italiano o quizá español.Tenían que utilizar el inglés comoidioma común.

—¿Negociar? —preguntó el árabe—.Se nos prometió ayuda. ¿Qué clase deartimaña es esta, Piola?

Kurt notó que Renata reaccionaba aloír ese nombre.

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—No es ninguna artimaña —respondió Piola—. Pero antes de hablares importante que ustedes sepan quélugar ocupan. Para que no vayan acometer ningún error tonto.

Al lado de ellos, uno de losuniformados escribió algo en un teclado.Cuando terminó, en la pared se deslizóhacia arriba un panel, como una puertade garaje. Detrás había un oscuro túnel.Los únicos detalles que Kurt lograba verera el apagado brillo de un par de rielesmetálicos y la curvatura de un tubo degran diámetro. Sobre los rieles esperaba

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un tranvía de nariz chata. A Kurt lerecordó uno de esos trenes rápidos, sinconductor, cada vez más comunes enmuchos aeropuertos.

—Si nos atenemos a la geometría,diría que es el mismo tubo que intentóarrancarnos de la escalera —dijo Joe.

Renata miraba alrededor, tratando deorientarse.

—No soy ingeniera hidráulica, pero¿tiene algún sentido poner un túnelperimetral perpendicular al curso delrío?

—No —se apresuró a responder Joe

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—, y yo sí soy ingeniero. El agua tieneque venir de algún otro sitio.

En la sala se estaba produciendo unanueva discusión. Esta vez los hombresno levantaban tanto la voz y hablabancon demasiada rapidez para entender loque decían.

—Quizá discuten si subir al tranvía—comentó Joe—. Que conste que yo nolo haría.

—Por desgracia —dijo Kurt—, esoes lo que tendremos que hacer nosotros.—Abrió la cremallera de su bolsillosumergible, sacó una Beretta 9

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milímetros y empezó a bajar por laescalera—. Vamos.

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Dentro del centro de seguridad de laplanta hidroeléctrica de Osiris habíandetectado que tenían una cámaraaveriada. Un guarda de seguridad queestaba de servicio había recorrido todaslas opciones para reinicializar la cámaray probado de todo, desde cambiar los

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ajustes de contraste y de brillo hastaencenderla y apagarla varias veces.Como el esfuerzo no dio resultado,llamó al supervisor.

—¿Qué te parece? —preguntó.—Parece que el sensor está quemado

—dijo el supervisor—. Todavía se veun poco de imagen por los bordes, perotodo lo demás está dañado. ¿Tú locambiarías?

—Siempre que tengamos un nuevosensor —dijo el técnico antes de ir alarmario de herramientas, donde hurgó enlas cajas apiladas en las estanterías

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hasta descubrir lo que buscaba—. Eseste.

—¿Cuánto tiempo tardarás?—No más de veinte minutos.—Pon manos a la obra —dijo el

supervisor, acomodándose en el sillónde mando delante de la pantalla—.Esperaré aquí. Avísame cuando estélista para probarla.

El técnico cogió las herramientas yestaba a punto de marcharse cuando lacámara volvió a encenderse.

—Qué raro —dijo el supervisor.Hizo todas las comprobaciones. De

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repente, todo pareció funcionar connormalidad. Pero ¿hasta cuándo?

—Mejor cambiarlo de todos modos—dijo—. Si el sensor está defectuoso,puede fallar en cualquier momento.

El técnico asintió y se fue. Elsupervisor miró el reloj que había en lapared. Le quedaba poco más de una horade trabajo, hasta que entrara el tercerturno.

A menos de dos kilómetros del recintode Osiris, Edo ya estaba recogiendo sus

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cosas. Dobló el trípode y lo guardó,cerró las tapas de las lentes del emisorláser y de la unidad de observación ymetió todo en una caja. Colocó la cajaen el asiento del pasajero para poderarrojarla por la borda si alguien lodetenía.

Dio un empujón a la lancha paradevolverla al río y subió a ella.Encendió el motor y aceleró a un cuartode la velocidad. No había necesidad dellamar la atención ni motivos para darseprisa.

El plan era esperar río abajo, a una

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milla de la planta de Osiris. Estaríafondeado cerca de la orilla occidental,con todas las luces encendidas.Suponiendo que los tres infiltradoshuyeran ilesos, bajarían por el río, lolocalizarían con facilidad y nadaríanhasta popa.

Creía que era un plan sencillo. Losplanes sencillos eran los mejores. Pocoera lo que podía salir mal. Pero el ladocauto de la mente le decía: poco no es lomismo que nada.

Sacó una pistola de fabricación rusade la sobaquera y metió una bala en la

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recámara. Esperaba no tener que usarla,pero le gustaba estar preparado.

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Joe y Renata siguieron a Kurt escalerasabajo, avanzando con rapidez y sinhacer ruido. En fila, atravesaron la saladel generador y llegaron a la abertura enla pared cuando empezaba a cerrarse.

—Entremos —sugirió Kurt,zambulléndose en la oscuridad; Joe y

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Renata lo siguieron, y los tres estaban enel túnel cuando la puerta terminó decerrarse.

El cierre de la puerta era hermético yla oscuridad, casi completa. A lo lejosse marchaba el tranvía, y las luces ibantocando el techo y las paredes.

Al lado de ellos, sobre los rieles,había otro tranvía vacío.

—¿Miro si puedo poner esto enmarcha? —preguntó Joe—. ¿O vamos apie?

Kurt miró hacia donde se perdían las

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vías. El otro coche seguía alejándose yno mostraba signos de detenerse.

El ruido de su motor retumbaba en lasparedes. Esa extraña acústica impedíacalcular bien la distancia, pero tambiénharía más difícil que los hombres queiban en el tranvía se dieran cuenta deque los estaban siguiendo.

—Subamos al coche —dijo Kurt—.Ya he hecho suficiente ejercicio por hoy.

Joe trepó y buscó los mandos.Mientras subía Renata, Kurt fue aromper los faros.

—Podemos usar el interruptor —dijo

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Joe—. Es solo una sugerencia.Kurt se detuvo.—Como sugerencia no está mal.Joe movió algunas palancas y por las

dudas sacó un fusible. Pulsó el botón dearranque. En el tablero de mandos seencendieron tres pequeños indicadores,pero no ocurrió nada más. Como en uncarrito de golf, el motor alimentado porbatería siguió apagado hasta que apretóel acelerador.

—Viajeros, al tren.Kurt se sentó con Renata en la parte

trasera, mientras Joe empujaba el

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acelerador y los motores eléctricosarrancaban. Con un ligero zumbido, elcoche avanzó en la oscuridad, viajandodespacio y manteniendo una distancia demuchas decenas de metros con el primertranvía.

El túnel nunca se torcía, y el tubo dela izquierda era un compañeroinseparable.

—¿Para qué será, entonces, estatubería? —preguntó Renata en voz baja—. Es evidente que se aleja del río.

—Podría funcionar como... desagüe

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—respondió Joe, bajando también lavoz.

—Es un poco grande para una ciudaddel desierto donde no llueve mucho —dijo Renata.

—Quizá el sistema de la ciudadcanaliza todo hacia un sitio que despuésutiliza esta tubería.

—No es un tubo de desagüe —explicó Kurt—. Salía agua de él cuandoíbamos por el canal y pasamos pordelante, y aquí hace semanas que nollueve.

—Entonces ¿de dónde viene el agua?

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—preguntó Joe.—No tengo ni idea —dijo Kurt.—Quizá de otro proyecto de Osiris

del que no sabemos nada —sugirióRenata.

—Quizá —dijo Kurt antes de cambiarde tema—. El hombre del traje. Al quelos árabes llamaban Piola. Me parecióque reconociste el nombre. ¿Sabes quiénes?

—Creo que sí —dijo Renata—.Alberto Piola es uno de los líderes denuestro parlamento. Un declarado críticode la interferencia estadounidense en

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Egipto, y sobre todo en Libia. Un asuntodelicado para él y para muchos de miscompatriotas, porque Libia fue colonianuestra.

—¿Qué puede estar haciendo aquí?—preguntó Kurt—. Sobre todo ahora,cuando medio continente parece estarcayéndose a pedazos.

—Si no oí mal, está aquí paranegociar algo. Qué será eso, vete asaber.

—Pienso —dijo Kurt— que está aquípara negociar algún tipo de tributo aOsiris.

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—¿Tributo? —preguntó Renata.—A ver qué te parece este

razonamiento —propuso Kurt—. Segúnlo que nos contó el ex comandante Edo,Osiris ha salido de la nada y se hatransformado en una potencia. Shakir, elhombre que la dirige, se considera unapersona muy influyente. Estabaconectado con la vieja guardia. Y lavieja guardia, expulsada de repente haceun par de años, está en ascenso en todosesos otros países con una rapidez quenadie podría haber pronosticado. Y aeso se suma la ayuda de una repentina

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escasez de agua que nadie lograexplicar.

Kurt miró a los compañeros, queescuchaban con atención.

—Antes de que secuestráramos a Pauly a Gamay de sus vacaciones, estuvierontrabajando con un hidrólogo libio. Leí elinforme mientras volábamos hacia aquí.Asuntos geológicos, sobre todo. Perosegún las pruebas que Paul improvisó,hay un acuífero profundo debajo deLibia que alimentaba la capa freáticasuperior. De repente, esa agua se pusoen movimiento y en vez de crear una

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presión positiva empezó a crear unapresión negativa y casi inutilizó lasbombas. Y aquí estamos, bajo las arenasEgipto, al lado de una tubería por la quepodría pasar un camión y que sacatoneladas de agua por segundo y lasdescarga en el Nilo.

—¿Sugieres que Osiris está causandola sequía para fomentar convulsionespolíticas? —preguntó Renata.

—Si hay una causa humana, no veoque ningún otro tenga motivos. Omedios.

—¿Y Piola?

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—Él quiere influir en Libia. Esocuesta dinero. Y está aquí para pagar opara cobrar. De todas formas, andametido en esto. Y las sequías leconvienen.

Joe miró con atención la tubería.—No sé cuánta agua habría que sacar

de un acuífero para producir lo que Paulsugirió —dijo Joe.

—Es una tubería grande —comentóKurt.

—Por supuesto —convino Joe—.Pero no lo suficiente.

—¿Y si hubiera diecinueve como

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esta? —preguntó Kurt—. Según supágina web, Osiris tiene diecinueveplantas hidroeléctricas a lo largo delNilo. ¿Qué pasaría si todas sacan aguadel acuífero?

Joe asintió.—Propulsadas por el propio río.

Ingenioso.—Entonces todo está relacionado. La

Niebla Negra, la sequía... Todo noslleva de vuelta a Osiris.

Diez minutos más tarde, el paisajefinalmente empezó a cambiar.

—Una luz al final del túnel —susurró

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Renata.Kurt tenía la sensación de que no era

exactamente el final del túnel, pero sí almenos una parada en el trayecto.

Durante más de veinte minutos habíanviajado en una total oscuridad, conexcepción del débil brillo que salía deltablero de instrumentos y de los farosdel tranvía que iba delante.

—Parece que van cada vez másdespacio —señaló Joe.

—No nos acerquemos demasiado —dijo Kurt—. Si se detienen, no quieroque oigan el ruido de nuestros frenos.

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Joe puso el tranvía a paso de hombre.El vehículo que los precedía siguióreduciendo la velocidad hasta entrar enuna vía muerta y salir del túnel.

Se detuvieron a poco menos de cienmetros de la abertura y los tres siguierona pie.

Al llegar al borde del túnel, Kurtasomó la cabeza y miró.

Lo que vio lo sorprendió. Se volviópara mirar a sus amigos.

—¿Y bien? —cuchicheó Joe—.¿Estamos solos?

—Si no contamos a un par de tíos de

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dos metros y medio de altura concabezas de chacal y lanzas en la mano—dijo Kurt—. Anubis.

—¿Te refieres al dios egipcio?—Sí.Kurt se apartó para que los otros

pudieran ver los detalles de la sala, unaabovedada caverna con paredes depiedra de color arena iluminada por unaserie de luces conectadas a unserpenteante cable negro. En una zona seveían jeroglíficos y arte egipcios,mientras que en otra se habíandesmoronado. Las dos grandes estatuas

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flanqueaban la entrada a un túnel talladoa mano en la pared de enfrente.

—¿Dónde estamos? —preguntóRenata.

—Más que dónde, quizá habría quepreguntar cuándo —dijo Joe—.Empezamos en una moderna plantahidroeléctrica y terminamos en elantiguo Egipto. Tengo la sensación deque hemos retrocedido unos cuatro milaños en el tiempo.

Tanto la tubería como el túnelparecían ir en línea recta hacia el oeste.Recordó que según las fotos de la planta

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hidroeléctrica de Osiris, no había haciael oeste nada más que calles atestadas,llenas de escaparates y almacenes yoficinas. Después, edificios deapartamentos y casas pequeñas hasta eldesierto, donde...

—Quizá no estés demasiado lejos —dijo Kurt.

—De algo sin precedentes —añadióJoe.

—Teniendo en cuenta la velocidaddel tranvía y el tiempo que pasamos enel túnel, yo diría que estamos unos ochoo nueve kilómetros al oeste del río. —

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Kurt se volvió hacia Renata—. Meparece que se va a cumplir tu deseo.

—¿Qué deseo?—Ver las pirámides de cerca —

contestó él—. Según mis cálculos,estamos exactamente debajo.

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—¿Debajo de las pirámides? —preguntó Renata.

—O al menos de la meseta de Guiza—dijo Kurt.

—¿A que profundidad?—Imposible saberlo, pero parecía

que íbamos bajando durante parte del

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viaje, y Guiza está por lo menos setentametros por encima del nivel del río.Podríamos estar a una profundidad deunos doscientos metros.

—Entonces no vamos a ver laspirámides, ¿verdad?

Kurt echó una mirada alrededor.Fuera del túnel y los rieles, el únicocamino para salir de la sala era elsendero guardado por las dos estatuasde Anubis.

—No, a menos que alcancemos alresto de los viajeros.

—Me sorprende que no haya ninguna

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vigilancia —dijo Renata.—La vigilancia está en la torre y mira

hacia fuera. Nosotros ya estamos en elcorazón de la fortaleza.

El túnel se veía mal iluminado porbombillas de baja potencia cada veintemetros. En algunos sitios parecía unafisura natural, en otros había sido sinduda tallado en la roca con herramientasprimitivas y en ciertos tramos, másadelante, había sido apuntalado pormétodos modernos.

Después de un sector descendente, eltúnel se nivelaba y seguía en línea recta.

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En las paredes había huecos talladosque recordaban las catacumbas deRoma. En ellos, en vez de cuerposhumanos, había animales momificados.Cocodrilos, gatos, aves y sapos. Cientosy cientos de sapos.

—Los egipcios momificaban de todo—dijo Joe—. Principalmentecocodrilos, por su relación con Sobek,uno de sus dioses. Gatos, porqueprotegían contra los espíritus malignos.También aves. Hay una enorme cripta enuna cueva oscura al lado de laspirámides, quizá encima de nosotros,

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llamada Tumba de las Aves. Cientos deaves modificadas. No humanos.

—¿Y ranas? —preguntó Kurt,examinando una rana toro o un sapo amedio envolver—. ¿Había un dios ranao algo parecido?

Joe se encogió de hombros.—No que yo sepa.Siguieron avanzando y pronto

llegaron a la entrada de una sala muyiluminada. Kurt se acercó. Tenía lasensación de estar en la platea alta de unteatro, a un lado del escenario. En lacaverna que se abría hacia abajo había

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espacio suficiente para organizar unpequeño congreso. La sala contaba coniluminación moderna, pero todo lodemás tenía un origen antiguo.

Las paredes eran lisas y estabancubiertas de jeroglíficos y pinturas. Unarepresentaba a un faraón cuidado porAnubis, otra mostraba a un dios egipciode piel verde levantando a un faraónmuerto. En un tercer panel aparecíanhombres con cabeza de cocodrilonadando en el río y sacando ranas otortugas.

—Tú eres nuestro egiptólogo experto

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—dijo Kurt mirando a Joe—. ¿Quévemos aquí?

—El tío de piel verde es el mismoque vimos en las tablillas del museo. EsOsiris, dios del inframundo. Él decidequién sigue muerto y quién vuelve a lavida. También tiene algo que ver conque las cosechas cobren vida y despuésse aletarguen al final de la estación.

—Osiris resucitando a los muertos —comentó Kurt—. Muy oportuno.

—Los hombres-cocodrilo representana Sobek —explicó Joe—. Sobektambién tiene algo que ver con la muerte

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y la resurrección. Salvó a Osiris una vezque lo traicionaron y lo cortaron enpedacitos.

Kurt asintió y observó con atención elresto de la escena. En el centro habíauna larga hilera de sarcófagos. Al finalse veía una pequeña versión de laEsfinge cubierta por pan de oro ylapislázuli iridiscente. En el extremomás cercano, casi directamente debajode ellos, había un foso con casi un metrode agua y cuatro cocodrilos grandes.

Uno de ellos rugió y silbó con furiacuando se acercó demasiado un intruso.

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—Por alguna razón me gustaban máslos momificados —dijo Kurt.

—Desde luego eran más pequeños —añadió Joe.

Parecía que el foso tenía suficienteprofundidad para que los cocodrilos nopudieran salir, ya que pasarondespreocupadamente a su lado doshombres que siguieron hasta un túnel quehabía al final de la sala.

—¿Estás seguro de que este no es elinterior de una de las pirámides? —preguntó Renata.

Joe negó con la cabeza.

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—He estado tres veces en Guiza —explicó—. En la visita no recuerdohaber pasado por aquí.

—Es increíble —dijo Kurt—. Heoído hablar de cuevas y aposentosdebajo de las pirámides, pero casisiempre en esos programas de televisiónque insisten con que todo eso fueconstruido y después abandonado porlos extraterrestres.

—¿Cómo pudo alguien construir algoasí? —preguntó Renata—. ¿Cómohicieron para trabajar aquí en laoscuridad?

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Joe se agachó y tocó el suelo, dedonde recogió un poco de piedra pómez,que parecía recubrir gran parte de lacueva.

—Esto es carbonato sódico —explicó—. Los egipcios lo llamaban «natrón».Es un agente desecante que favorece elproceso de momificación, pero quecombinado con ciertos tipos de tierraproduce un fuego sin humo. De esamanera creaban fuego suficiente paratrabajar en las tumbas y en las minas.Este sitio quizá sea ambas cosas.

—¿Una tumba y una mina?

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Joe asintió con la cabeza.—Pero hay algo raro —añadió—. El

natrón suele aparecer donde entra aguaque después se seca.

—Quizá la estén bombeando —sugirió Renata.

—¿Por qué convertir esto en unatumba? —preguntó Kurt.

—Con eso matarían dos pájaros de untiro. Poniendo aquí la tumba, podíanexcavar la sal y el natrón, y despuéstraer los muertos y utilizar losmateriales del lugar para momificarlos.

—Imaginemos eso —comentó Renata

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—. Una tumba perdida con más oro yarte que la de Tutankamón, y de la quenadie sabe nada.

—Porque la encontró OsirisInternational —dijo Kurt—. Este sitiodebe de tener alguna relación con laNiebla Negra.

—Quizá encontraron aquí lo queD’Campion y Villeneuve buscaban.

—Eso tiene sentido —observó Kurt—. Y cuando encontraron el secreto ydescubrieron que funcionaba, taparon elsitio, cavaron ese túnel y se aseguraron

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de que no se viera a nadie entrando nisaliendo de aquí.

Desde abajo llegó el ruido de unpequeño motor. Kurt se ocultó entre lassombras mientras un quad para dos salíade uno de los túneles. Tenía un par deasientos, una jaula antivuelco y una tablaplana en la parte trasera.

Delante iban sentados dos hombrescon traje de fajina negro. Detrás, sobrela tabla, dos pasajeros con batasblancas. Los dos apoyaban una mano enla barra antivuelco de la jaula y con la

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otra sostenían una nevera portátil comosi trataran de que no se moviera.

El vehículo atravesó el suelo pordebajo de ellos, pasó por delante de laEsfinge dorada y se metió por otro túnel.

—A menos que estos tíos andenllevando cajas de cerveza a algúnestadio de béisbol subterráneo, yo diríaque esto es un tinglado farmacéutico —dijo Kurt.

—Yo pienso lo mismo —convinoRenata.

Kurt estaba a punto de seguirloscuando oyó unas voces que retumbaban

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en la cámara mortuoria. Por delante dela Esfinge, y después por delante de lahilera de ataúdes de piedra, pasó ungrupo de hombres hacia el foso de loscocodrilos.

Allí se detuvieron y pronto se lesunieron dos hombres más.

—Hassan —susurró Kurt.—¿Quién es el que está con él? —

preguntó Joe.—Tengo la sensación de que es

Shakir —dijo Kurt.

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—Los tres tenéis la oportunidad dereconstruir Libia —dijo Shakir a susinvitados.

—¿En calidad de qué? ¿De sátrapastuyos? —preguntó uno de ellos—. ¿Yqué hacemos después? ¿Nos sometemosa tus exigencias? ¿Quieres dominarnos

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como dominaron Egipto los ingleses? Ypara ti, Piola, ¿qué es esto? ¿Un nuevointento de colonialismo?

—Escucha... —empezó a decir Piola.Shakir lo hizo callar.—Alguien os dominará —dijo a los

tres libios—. Mejor que sea otro árabe yno los estadounidenses o los europeos.

—Mejor que podamos decidirnosotros mismos —repuso el libio.

—¿Cuántas veces tengo queexplicarlo? —preguntó Shakir—. Sinagua, moriréis todos. Si fuera necesario,

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permitiré que eso suceda y repoblaré tunación con egipcios.

Los tres hombres callaron. Despuésde un rato, dos de ellos se pusieron adeliberar.

—¿Qué hacéis? —preguntó su líder.—No podemos ganar este combate —

respondieron—. Si no cedemos, otros loharán. En esa situación hipotética,perderemos todo el poder, no solo unaparte.

—Yo, en tu lugar, los escucharía —dijo Shakir—. Hablan con sensatez.

—No —bramó el líder de los tres—.

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Me niego.Se volvió hacia Shakir con furia en

los ojos. Pero Shakir, sin alterarse,apuntó hacia el hombre con un pequeñotubo y pulsó un botón en la partesuperior. Disparó un pequeño dardo quedio en el pecho del líder de laresistencia libia.

El hombre mostró sorpresa en elrostro y después perdió la expresión.Cayó de rodillas. Sus acólitosreaccionaron con asombro, pero despuéslevantaron las manos. No queríansumarse a esa lucha.

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—Sabia decisión —dijo Shakir—. Osmandaré de vuelta a vuestro país, dondeesperaréis nuevas órdenes. Cuandocaiga el gobierno, Alberto propondrá aalguien que tome las riendas. Por malaque haya sido vuestra relación anterior,le daréis a esa persona todo vuestroapoyo.

—¿Y después? —se atrevió apreguntar uno de ellos.

—Y después seréis recompensados—dijo Shakir—. Volverá a fluir el agua,a mayor nivel que antes, y os alegraréisde haber obedecido.

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Se miraron y después miraron al líder,desplomado en el suelo.

—¿Y él?—No está muerto —insistió Shakir—.

Solo sufre los efectos de mi arma másreciente. Una nueva versión de la NieblaNegra que causa parálisis. Esta es unaversión menos potente. Induce un comasin hacer perder la conciencia. Algo quelos médicos llaman «síndrome decautiverio». Ve, oye y siente comocualquier persona normal, pero no puedereaccionar, ni responder, ni siquieragritar.

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Shakir se inclinó sobre su derrotadoadversario y le dio un golpecito en lafrente.

—Todavía estás ahí, ¿verdad?—¿Se le irá el efecto?—Con el tiempo —dijo Shakir—.

Pero será demasiado tarde para él.Shakir hizo chasquear los dedos y los

guardas se acercaron a recoger alhombre caído. Sin la menor vacilación,lo levantaron y lo arrojaron por encimade la pared de piedra al foso de loscocodrilos.

Los cocodrilos reaccionaron de

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inmediato. Varios de ellos embistieron.Uno mordió un brazo, otro una pierna.Cuando parecía que lo iban a destrozar,apareció a toda velocidad un tercero quele clavo las fauces en el torso y se lollevó a una parte más profunda del foso.

—Los tenemos hambrientos —dijoHassan con una sonrisa.

Los otros libios lo observabanhorrorizados.

—Los cocodrilos no conocen lamisericordia —apuntó Shakir—. Yotampoco. Acompañadme.

El grupo se puso en marcha,

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alejándose del foso rumbo al túnel máscercano.

Kurt, Joe y Renata observaron lacarnicería desde arriba. De que estabanante un sociópata extremo no lesquedaba la menor duda.

—No acabemos como ese hombre —sugirió Joe.

—No me interesa convertirme enbocado de nadie —dijo Kurt,coincidiendo—. Los que iban en la partetrasera del vehículo parecían personal

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médico. Deben de tener un laboratoriopor aquí. Necesitamos encontrarlo.

—Se metieron en el túnel en sentidocontrario —dijo Joe.

Kurt ya se había levantado.—A ver si podemos encontrarlos sin

meternos en problemas.

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El supervisor de seguridad de la plantahidroeléctrica de Osiris estaba sentadoante la mesa de control, mirando elreloj. Las imágenes en la pantalla delordenador parpadeaban y cambiaban ensu habitual rotación monótona, y elsupervisor tenía que reprimir el impulso

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de mirar hacia otro lado. Zona principal,zona secundaria, exterior norte, exteriorsur, y después todas las imágenesinternas. No había trabajo más aburridoen la tierra que mirar una pantalla deseguridad. Siempre era igual.

Mientras daba vueltas a esa idea, elsupervisor se sintió de repente másdespierto. En algún sitio había recibidouna pequeña chispa de adrenalina.

Siempre lo mismo.De repente cayó en la cuenta de que

las imágenes no tenían que ser siempreiguales. Tendría que haber visto al

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técnico pasando por lo menos pordelante de tres cámaras mientras ibahacia la pasarela del hidrocanal areemplazar el sensor quemado.

Cogió una radio y pulsó el interruptor.—Kaz, te hablo desde la base.

¿Dónde estás?Tras una pequeña pausa, respondió la

voz de Kaz.—Estoy en la pasarela, reemplazando

la cámara.—¿Qué camino hiciste para llegar

ahí? —preguntó el supervisor.—¿A qué te refieres?

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—¡Contéstame!—Atravesé la sala y utilicé la

escalera este —dijo Kaz—. ¿Por quéotro camino podría haber venido?

Nunca había aparecido en la pantalla.—Vuelve a la escalera —dijo el

supervisor—. Date prisa.—¿Por qué?—Haz lo que te digo.El supervisor empezó a tamborilear

con los dedos. De repente se sentía muydespierto, con el cuerpo acelerado porla adrenalina.

—De acuerdo, ya estoy en la escalera

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—dijo el técnico—. ¿Qué pasa?El supervisor buscó entre las cámaras

hasta que pudo poner en la pantalla laescalera este. La imagen se dividió encuatro cuadrantes, con una cámaraapuntando a cada piso. Nada habíacambiado.

—¿En qué nivel estás?El supervisor no lo veía.

Inmediatamente supo que había un graveproblema, algo peor que una simpleavería.

—No, no te veo —dijo el supervisor—. ¿Está dañada la cámara?

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—No —dijo Kaz—. Parece que estáen buenas condiciones.

El supervisor encajó todas las piezas.Una cámara del hidrocanal encortocircuito. La entrada de vídeoinhabilitada y bloqueada. Tenían un fallode seguridad. Había entrado un intruso.

Tocó el botón de alarma silenciosaque alertaría a los guardas y activótodos los canales de radio.

—Necesito que se cierre y se registretodo el edificio —dijo—. Cadacentímetro cuadrado. Tenemos unposible intruso, o intrusos, y no

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podemos confiar en las cámaras ni enlos sistemas automáticos. Habrá querecorrer y registrar en persona cadapalmo de la estructura.

Lejos del centro de seguridad de laplanta hidroeléctrica, los intrusos habíanencontrado el quad con la jaulaantivuelco y sorprendido a los guardasvestidos de negro sentados en ella. Loshabían reducido con facilidad y losestaban llevando por un túnel lateralcuando descubrieron el laboratorio.

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Había una puerta exterior de vidriocon una junta de goma alrededor delborde que no estaba cerrada con llave.Kurt entró por ella, seguido por Joe yRenata. Los dos trabajadores con batade laboratorio levantaron la miradaasustados.

—No se muevan —dijo Joe con unapistola en la mano.

El hombre quedó paralizado, pero lamujer se abalanzó hacia una alarma ointerfono. Renata la derribó y la dejó sinsentido.

—Me asombra que la gente se mueva

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después de decirle que no lo haga —dijo Joe.

Kurt se volvió hacia Renata.—Recuérdame tenerte cerca la

próxima vez que me meta en una peleade bar.

Frente a ellos, el hombre seguía conlas manos en alto, practicando unapolítica de no enfrentamiento.

—Supongo que eres un científico —dijo Kurt.

—Biólogo —dijo el hombre.—¿Estadounidense? ¿Cómo te

llamas?

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—Brad Golner.—Trabajas para Osiris —dijo Kurt

—. Allá en el mundo real, en undepartamento farmacéutico.

—Me contrataron para trabajar en ellaboratorio de El Cairo. Hay otrolaboratorio en Alejandría —dijo—. Ziatrabaja conmigo.

Señaló a la mujer inconsciente.—Pero los proyectos especiales se

elaboran aquí, ¿verdad? —preguntóKurt.

—No tenemos alternativa. Hacemoslo que nos dicen.

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—Pasaba lo mismo con los nazis —apuntó Kurt—. Supongo que sabes porqué estamos aquí y qué buscamos.

Despacio, Golner movióafirmativamente la cabeza.

—Por supuesto. Les mostraré lo quequieran.

El biólogo llevó a Kurt por ellaboratorio, que desentonaba totalmentecon el viejo complejo de túneles. Estabamuy iluminado y lleno de equiposmodernos, incluidas centrifugadoras,incubadoras y microscopios. El suelo,las paredes y el techo estaban

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recubiertos por un brillante plásticoantiséptico, fácil de esterilizar si seproducía algún accidente. Ya en elcentro del laboratorio, se dirigieronhasta una esclusa neumática con paredesde cristal que encerraba una zona máspequeña.

Golner se acercó a la esclusa ylevantó la mano hacia el teclado.

—Cuidado —dijo Kurt, acercándosepor detrás y clavándole la pistola en laespalda—. A menos que quierassobrevivir sin el hígado.

El biólogo volvió a levantar las

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manos.—No quiero morir.—Veo que eres el primer no fanático

que encontramos en este viaje.Delante de la esclusa, Kurt se volvió

para mirar a Joe y a Renata.—Tenéis que desnudar a los guardas

—dijo—, y poneros los uniformes defajina. Me parece que vamos a tener queirnos de aquí rápidamente.

Sus compañeros dijeron que sí con lacabeza y llevaron a Zia y a los doshombres al fondo de laboratorio.

Kurt miró al biólogo.

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—Despacio —ordenó.El hombre tecleó un código y la

esclusa se abrió con un leve silbido.Entró, seguido por Kurt.

Kurt esperaba encontrar estantesrefrigerados, iluminados desde atrás yllenos de pequeños frascos y tubos deensayo quizá etiquetados con algúnsímbolo de riesgo biológico. Sinembargo, entraron por una segundapuerta a un ambiente grande, en plenacueva, con suelo de tierra. Dentro hacíaun calor sofocante y todo estaba másseco que una pasa, iluminado por unas

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lámparas rojas abrasadoras. Parecía lasuperficie de Marte.

En la sala de control principal, lejos dellaboratorio, Shakir, Hassan y AlbertoPiola miraban una hilera de pantallasque cubrían toda una pared. Laspantallas mostraban la redinterconectada de bombas, pozos ytuberías que sacaban agua del profundoacuífero y la descargaban en el Nilo.

En otra pared, tablas y diagramasrepresentaban un proyecto diferente,

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para el que los hombres de Shakirhabían tenido que cartografiar ellaberinto de túneles que teníanalrededor.

—Me asombra este lugar —dijo Piola—. ¿Qué extensión tienen los túneles?

—No lo sabemos bien —respondióShakir—. No hemos terminado deexplorarlos. Los faraones sacaban deaquí oro y plata, y después sal y natrón.Nos falta investigar todavía cientos detúneles, por no hablar de las fisuras ylas recámaras del sistema de cuevas.

Piola nunca había estado allí. Había

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aceptado la mayoría de las promesas deShakir de buena fe... junto con una buenacantidad de dinero en metálico.

—¿Y todo esto estaba inundadocuando lo encontraron?

—Sí, los niveles inferiores —dijoShakir—. Empezamos a quitar el agua ydescubrimos dibujos antiguos donde seindicaba que el agua brotaba de maneraperiódica. Así encontramos el acuífero,que aquí está muy cerca de la superficie,pero que se va hundiendo hacia el oeste.

La mirada de Piola se volvió másintensa.

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—¿Así que el acuífero cubre todo elSáhara?

—Mejor digamos que el Sáhara cubreel acuífero —insistió Shakir—. Pero, sí,hasta la frontera de Marruecos.

—¿Cómo puedes estar seguro de queno lo descubrirán o accederán a él otrasnaciones si perforan un poco más?

—No es fácil localizarlo, por razonesgeológicas —explicó Shakir—, aunquetarde o temprano lo harán. —Se encogióde hombros como si eso no tuvieraimportancia—. A esas alturas loshabremos dominado, y gobernaremos un

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imperio que se extenderá desde el marRojo hasta el Atlántico. Marruecostambién caerá. Mi control abarcará todoel norte de África, y tú y tus amigostendréis acceso a todo... a un preciojusto, claro.

—Claro —dijo Piola con una sonrisa.Ocultaba sus intereses en variasempresas de explotación petrolera, quese volverían muy lucrativas cuandoempezaran a recibir contratos—. ¿Ycómo encontraste esta tumba? —preguntó—. Los arqueólogosseguramente habrán andado buscando

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algo parecido durante todo el últimosiglo.

—Sin duda —dijo Shakir—. Solo quesobre este sitio casi no existedocumentación. Nos enteramos de élcuando un arqueólogo de la direccióndel consejo de antigüedades nos trajovarios fragmentos de papiros. Eso nosllevó a buscar objetos que se habíanllevado los franceses y los británicos,pero la clave la encontramos en el fondode la bahía Abukir. Allí se relatabacómo Akenatón sacó los cuerpos de losviejos faraones de sus tumbas y los

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llevó a sitios nuevos, donde podrían seriluminados por el sol naciente. Esoindignó a los sacerdotes de Osiris, quese vengaron de Akenatón robando de lacámara mortuoria los sarcófagos de losdoce reyes y trayéndolos aquí antes deque llegaran los hombres de Akenatón.

—¿Y cómo descubrieron la NieblaNegra?

—Los indicios estaban en las tablillasde la bahía Abukir —explicó Shakir—.Los escritos nos llevaron al secreto dela Niebla. En ellos se decía que lossacerdotes de Osiris iban en barco una

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vez al año al País de Punt a buscar todolo necesario para fabricar el suero. Lotuvimos que modificar, por supuesto,pero eso nos llevó a descubrir manerasde mejorarlo.

—¿Por ejemplo?Shakir soltó una risita.—Alégrate de que no se me haya

soltado la lengua y haya terminadocontándotelo, Alberto. En ese casohabría tenido que arrojarte a loscocodrilos.

Piola levantó una mano.—No importa. Espero que tu

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demostración haya bastado paraconvencer a nuestros amigos de que laresistencia solo los llevará a la muerte.

—Estoy seguro de que ha sidosuficiente —dijo muy confiado Shakir—. Ahora la pregunta es esta: ¿quépasará a continuación? Libia es díscola.Vendría muy bien que pudieras forzar entu parlamento una votación paraestablecer un protectorado sobre el paíscuando se haya desmembrado. Unaoperación conjunta egipcio-italiana nospermitiría imponer el orden.

—Necesitamos más votos —dijo

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Piola—. No podré conseguirlos sinofrecer algo a cambio. Necesito otrocargamento de Niebla para reemplazarel que fue destruido en Lampedusa. Silogramos forzar a otros diez ministros,tendremos una votación favorable. Quizáhasta podremos formar un nuevogobierno conmigo como primer ministro.

—Se está preparando una nuevapartida —explicó Hassan—. Pero denada servirá si Libia rechaza nuestraayuda. Aunque parece que se tambalea,se niega a caer.

Shakir asintió.

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—Necesitamos agravar su situación.—¿Es posible hacerlo? —preguntó

Piola—. Tengo entendido que se hancortado las principales fuentes desuministro de agua, pero algunas de lasestaciones más pequeñas todavíaproducen algo. Y hay una enorme plantadesalinizadora cerca de Trípoli que haestado funcionando a pleno rendimiento.

—Haré que alguien la inutilice —dijoShakir—. Y podemos sacar más aguadel acuífero haciendo funcionar lasbombas todo el tiempo y no por rachas.En veinticuatro horas, los libios no

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tendrán ni siquiera un vaso de agua quecompartir, y mucho menos un vaso deagua por el que luchar.

—Eso los destrozará —admitió Piola.Hassan dio su aprobación.—Y eso nos dará una excusa para

invadir el país. Es mucho mejor quevean a tus soldados trayendo agua afamilias sedientas que invadiéndote conarmas en la mano.

Shakir asintió con la cabeza. Habríamiles de muertos más. Quizá decenas demiles. Pero el resultado final sería elmismo. Egipto dominaría Libia.

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Representantes egipcios controlaríanArgelia y Túnez. Y Shakir loscontrolaría a todos.

—De acuerdo —dijo Piola—.Volveré inmediatamente a Italia.

Antes de que alguien pudieraintervenir, sonó un teléfono. ContestóHassan. Habló brevemente y despuéscortó. Tenía una expresión seria.

—Llamaron de Seguridad de la plantahidroeléctrica —dijo—. Se haproducido un fallo. Han estado buscandoa un intruso sin éxito. Pero acaban dedescubrir que falta uno de los tranvías.

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Lo encontraron en el túnel, a treintametros del punto de acceso a Anubis.

Shakir frunció los labios.—Eso significa que el intruso no lo

tienen ellos. Lo tenemos nosotros.

Kurt salió al paisaje marciano,resistiendo olas de calor de lasrelucientes lámparas rojas.

—Esta es nuestra incubadora —dijoGolner.

—¿Incubadora de qué? —Al miraralrededor, Kurt no vio más que tierra

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desecada y centenares de montículos quesobresalían adoptando un ordengeométrico preciso—. ¿Que cultivanaquí?

—No cultivamos nada —dijo elbiólogo—. Todo esto está durmiendo.Hibernando.

—Muéstrame.Golner llevó a Kurt hasta un lugar

preciso, se apartó del sendero y se pusoen cuclillas junto a uno de losmontículos. Con una pala de jardineroapartó la tierra suelta y desenterró unterrón del tamaño de una pelota. Quitó la

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tierra de la esfera y después empezó asacarle una capa.

Kurt casi esperaba ver salir a unacriatura alienígena retorciéndose. Perodentro de la capa lo que había era unarana hinchada o sapo a mediomomificar.

—Esta es la rana toro africana —explicó el biólogo.

—Vi centenares de ellas en lascatacumbas.

—Esta está viva —dijo el biólogo—.Solo que aletargada. Hibernando, comodije.

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Kurt se quedó pensando. En climasmás fríos, los animales hibernaban en elinvierno, pero en África aletargarse erauna manera de sobrevivir a las sequías.

—¿Hibernando? —repitió Kurt—.¿Porque la enterraste en el barro ypusiste calor?

—Exacto. El exceso de calor y lafalta de humedad llevan a las ranas aentrar en modo de supervivencia. Seentierran en el barro y desarrollan capasde piel nuevas, que se secan y las aíslancomo un capullo. Sus cuerpos sealetargan y su corazón casi deja de latir

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y permanecen sepultadas, solo con losorificios nasales abiertos para poderrespirar.

Kurt estaba asombrado.—¿De esto viene la Niebla Negra?

¿De ranas toro aletargadas?—Me temo que sí.—¿Cómo es el proceso?—En respuesta a la sequedad —

explicó Golner—, las glándulas de loscuerpos de las ranas producen un cóctelde enzimas, una compleja mezcla desustancias químicas que induceninactividad en el nivel celular. Solo la

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parte más básica del cerebro permaneceactiva.

—Como un cerebro humano en estadocomatoso.

—Sí —dijo el biólogo—. Lasituación es casi idéntica.

—Entonces, lo que tú y tu equipohicisteis fue extraer de las ranas esecóctel químico y modificarlo para queactuara sobre la biología humana.

—Ajustamos las sustancias químicaspara que surtieran efecto en especies demayor tamaño —explicó Golner—. Pordesgracia, eso reduce su durabilidad. A

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temperaturas bajo cero se conserva portiempo indefinido. Pero a temperaturaambiente pierde su eficacia a las ochohoras. Al liberarlo en el aire, se disipaen dos o tres horas, reducido a simplescomponentes orgánicos.

—Por eso no encontraron rastros delproducto en Lampedusa —insistió Kurt.

Golner asintió.—Es un arma de vida muy corta —

señaló Kurt.—No pretendía ser un arma. Al

menos al principio. Era un tratamiento.Una manera de salvar vidas.

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Kurt no creía eso, pero dejó que elhombre siguiera explicando.

—¿De qué manera?—Los médicos inducen todo el

tiempo comas farmacológicos. Envíctimas de traumatismos, en víctimasde quemaduras y en quienes han sufridotremendas heridas. Es para permitir queel cuerpo se cure. Pero son fármacosmuy peligrosos. Dañan el hígado y losriñones. Este fármaco sería natural y portanto menos dañino.

Parecía al mismo tiempo un creyente

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devoto y alguien que intentabaconvencerse.

—Lamento tener que decirlo, Brad,pero te han dado gato por liebre.

—Ya lo sé —respondió Golner—.Tendría que haberme dado cuenta. Todoel tiempo hacían preguntas relacionadascon su aplicación. ¿Se la podía disolveren el agua? ¿Se la podía soltar en elaire? No había ninguna razón médicapara hacer esas preguntas. Solo lasarmas se distribuyen de esa manera.

—Entonces ¿por qué seguisteistrabajando en eso?

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—Algunos compañeros que hicieronpreguntas desaparecieron enseguida —dijo Golner.

Kurt comprendió.—He visto cómo trata Shakir a

quienes lo contradicen. Mi intención esacabar con eso.

—No será fácil —dijo Golner contristeza—. Pronto se automatizará todoel proceso. Ni siquiera me necesitarán amí. —Volvió a meter la rana toro en elagujero de la tierra—. Acompáñame.

Atravesaron otra esclusa neumática ysalieron a un laboratorio de

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investigación típico. Limpio, oscuro ytranquilo, repleto de refrigeradores ymesas sobre las que giraban lentamentepequeñas centrifugadoras.

Brad Golner revisó la primera ydespués la segunda.

—El nuevo lote aún no está listo —dijo, yendo de una centrifugadora a unode los refrigeradores de aceroinoxidable. Abrió la puerta y de dentrobrotó un fresco vapor. Metió la mano ysacó unas ampollas del congelador, laspuso en una caja de espuma de

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poliestireno y colocó alrededorcompresas frías.

—Se dispone de unas ocho horashasta que supera la temperatura crítica.Después, no sirve para nada.

—¿Cómo tengo que usarlo?—¿Usarlo? ¿A qué se refiere?—Para reanimar a los habitantes de

Lampedusa —dijo Kurt—. Los queShakir puso en coma.

Golner negó con la cabeza.—No —se apresuró a decir—. Esto

no es el antídoto. Esto es la NieblaNegra.

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—Necesito el antídoto —explicó Kurt—. Estoy tratando de despertar a lagente, no de dormirla.

—No lo hacen aquí —dijo Golner—.No nos permiten hacerlo. De locontrario, tendríamos demasiadainformación. Nos convertiríamos en unaamenaza.

Para Shakir, otra manera de mantenera su gente desprevenida y sumisa, pensóKurt.

—¿Sabes en qué consiste?Golner volvió a negar con la cabeza.—Quizá no lo sepas —dijo Kurt—.

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Pero puedes tener alguna idea alrespecto.

—Tendría que ser alguna forma de...Antes de que el biólogo pudiera

terminar la frase, la puerta que tenían ala espalda se abrió de golpe. Elresplandor rojo del ámbito marciano deincubación se derramó en la zona dealmacenamiento. Kurt supo que no eranJoe ni Renata. Se zambulló hacia unlado, agarrando a Golner y tratando deponerlo a salvo.

Su rapidez no fue suficiente.Resonaron varios disparos. Una bala

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rozó el brazo de Kurt y otras dos dieronde lleno en el pecho del biólogo.

Kurt lo arrastró y lo metió detrás deuna de las mesas de las centrifugadoras.Golner casi no podía respirar. Parecíaque intentaba decir algo. Kurt acercó eloído.

—... Las pieles... metidas en unenvase hermético... sacadas cada tresdías...

Golner se puso tenso, como si hubierasentido una nueva ola de dolor, yentonces su cuerpo se relajó y dejó demoverse.

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—Kurt Austin —tronó una voz muchomás fuerte en la puerta abierta.

Kurt siguió en el suelo, detrás de lamesa. Así no lo veían, pero la maderade la mesa no podría detener una bala.Esperaba recibir el disparo en cualquiermomento. Pero no ocurría. Quizá loshombres no querían disparar en mediode aquel laboratorio lleno de toxinas.

—Estoy en desventaja —gritó Kurt.—Y así seguirás —respondió la voz.Kurt echó una ojeada desde la esquina

de la mesa. Vio un trío de siluetas en lapuerta. Supuso que la del centro era

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Shakir, pero con el resplandor rojo delámbito de incubación iluminándolos porla espalda, los tres hombres parecían enrealidad el diablo y sus secuaces, quehabían llegado para cobrar alguna deudapendiente.

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—Tú debes de ser el gran Shakir —gritó Kurt.

—¿El gran? —dijo su adversario—.Bueno... Sí. Me gusta cómo suena eso.

Kurt todavía no podía verlo conclaridad; solo percibía que era alto y

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delgado, y estaba flanqueado por doshombres con rifles.

—Ahora puedes levantarte —dijoShakir.

—Prefiero no hacerlo —contestó Kurt—. Sería un blanco demasiado fácil.

Kurt todavía tenía una pistola. Peroestaba tendido en el suelo. Y con, por lomenos, dos rifles apuntándole, novencería en un tiroteo aunque lograradisparar una o dos veces.

—Confía en mí —dijo el hombre—.Donde estás, podemos acribillarte con

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facilidad. Ahora, arroja el arma hacianosotros y levántate despacio.

Simulando coger la pistola, Kurtdeslizó las ampollas refrigeradas en elbolsillo impermeable y cerró lacremallera. Cuando sacó la mano paraque todos la vieran, empuñaba lapistola. La dejó en el suelo de hormigóny la empujó por el suelo. El arma fueresbalando hasta que Shakir la detuvocon la bota.

—Arriba —dijo Shakir,acompañando la orden con un ademán.

Kurt se levantó despacio, sin saber

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por qué no le habían disparado. Quizáquerían saber cómo había descubiertoese lugar.

—¿Dónde están tus amigos? —preguntó Shakir.

—¿Amigos? —respondió Kurt—. Notengo amigos. Es una historia muy triste.Todo empezó en mi infancia...

—Sabemos que llegaste con otras dospersonas —dijo Shakir,interrumpiéndolo—. Las mismas con lasque has estado trabajando.

Kurt no sabía dónde podían estar Joey Renata. Se alegró de que no fuera en

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poder de Shakir. Debían de haberpercibido que corrían peligro y sehabían ocultado en algún sitio. En elimprobable caso de que estuvieransiguiendo sus órdenes y tratando deponerse a salvo, Kurt quería despistar aShakir.

—La última vez que los vi andabanbuscando el servicio. Demasiado café.Ya sabes cómo va eso.

Shakir se volvió hacia el hombre quetenía a la izquierda.

—Revisa las bombas, Hassan —dijo—. No quiero que nada las afecte.

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—Ah, sí —dijo Kurt—. Tú y tusbombas. Gran idea eso de falsificar laplanta hidroeléctrica y usarla paraocultar lo que están haciendo. Eso, detodos modos, no funcionará durantemucho tiempo. Cualquiera con un pocode cerebro y conocimientos básicos deingeniería que eche una ojeada a tuhidrocanal ve que sale más agua de laque entra.

—Sin embargo, nadie nos ha dichonada. Y tú, hasta ahora, no te habíasdado cuenta.

Kurt se encogió de hombros.

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—Dije alguien con cerebro. Hay porahí personas mucho más listas que yo.

Shakir le indicó por señas que seadelantara.

—No importa —dijo—. Todo estoterminará pronto. Y entonces dejaremosde bombear el agua. Y la plantahidroeléctrica cumplirá su funciónoriginal. Y nadie se enterará de quehabía servido para otra cosa. Paraentonces, llevarás mucho tiempo muerto.Y Libia, igual que el resto del norte deÁfrica, formará parte de mis dominios.

Kurt se adelantó de mala gana.

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—Las manos.Kurt las bajó y juntó las muñecas.

Shakir hizo una seña a Hassan, que seacercó, se las ató con una brida y apretócon fuerza.

—¿Por qué hacen todo esto? —preguntó Kurt mientras lo llevabanatravesando el sitio de incubación.

—Por el poder —dijo Shakir—. Porla estabilidad. Habiéndolo ejercidodurante décadas, y habiendo visto elcaos que genera su ausencia, yo y otrosque piensan como yo hemos decididovolver a poner las cosas en su lugar.

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Deberías agradecer que tu país prefieratratar conmigo y con quien acate misórdenes antes que con un hatajo defacciones en pugna. Eso facilitará mucholas cosas.

—¿Las cosas? —dijo Kurt cuandoestaban llegando a la esclusa neumática—. ¿Como matar a cinco mil isleños enLampedusa? ¿O dejar que miles delibios que nada tienen que ver contigomueran de sed o por causa de laviolencia de otra guerra civil?

—Lampedusa fue un lamentableaccidente —dijo—. Lamentable sobre

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todo porque te hizo entrar en mi mundo.En cuanto a Libia, la muerte masivafuncionará como impulso. Cuanto peorsea, más rápido terminará. La guerrasiempre ha exigido derramamiento desangre —dijo Shakir con regocijo—.Eso lubrica las ruedas del progreso.

Atravesaron la esclusa. Al otro ladoesperaban más guardas con uniformenegro. Uno de ellos se adelantó, agarró aKurt de las muñecas, lo arrastró hasta unquad y lo arrojó sobre la parte trasera.Había dos guardas en la parte delantera.

—Llévalo a...

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Las palabras de Shakir fueronahogadas por el repentino gruñido delmotor cuando el guarda que iba en elasiento del conductor hizo girar la llavey pisó el acelerador.

Al moverse la ruedas, Kurt casi fuearrojado del vehículo.

El quad se metió por el túnel, dejandoa un grupo estupefacto.

—¡Son ellos! —oyó Kurt que gritabaalguien.

Retumbaron disparos en la cueva ysaltaron chispas de las paredes, pero lasbalas no acertaban a la presa. Kurt se

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aferraba al quad y se agachaba todo loposible mientras seguían las descargashasta que dieron la vuelta a la primeracurva.

Kurt miró hacia delante y vio a Joe yRenata vestidos con los uniformes queles habían quitado a los hombres deShakir. Renata llevaba el pelo recogidodebajo de una gorra.

—¿Qué te parece el rescate? —gritóJoe.

—Un gran comienzo —dijo Kurtmientras volaban por el túnel.

Y solo era el comienzo, porque unos

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segundos más tarde se encendieron,detrás de ellos, las luces de otros dosquads similares.

—¡Agarraos fuerte, muchachos! —gritó Renata—. Les voy a mostrar cómose conduce en las montañas de Italia.

Renata tenía pie de plomo y manosrápidas al volante. Derrapó en unacurva, rebotó en una pared y despuésderrapó en otra curva antes de meterseen una larga recta.

Los vehículos que los seguíantomaron las curvas con más precaucióny cuando llegaron al nuevo túnel habían

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perdido un terreno considerable.Respondieron con más disparos.

Kurt agachó la cabeza, pero losbaches del camino impedían afinar lapuntería. Hacía falta mucha suerte paraacertar, y eso les garantizaba ciertogrado de seguridad.

—¿Cómo lo hicisteis? —gritó Kurt—.Creía que os habíais ido hace rato.

—Nos estábamos cambiando de ropacuando oí un alboroto —dijo Joe—.Miré y vi que ese tal Shakir estabadando órdenes a todos esos hombres con

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ropa de fajina negra. Así que nosmetimos en la fila.

—Eres un genio —dijo Kurt—. Meparece que te debo otro favor.

Corrían ahora por un túnel másestrecho, que los apretaba por amboslados. Un bache grande los hizo saltarpor el aire, y por un instante la barraantivuelco golpeó contra el techo bajo.

Unos segundos más tarde habíanllegado a un callejón sin salida.

—¡Cuidado!Renata pisó el freno y el quad patinó

hasta detenerse. Puso marcha atrás y

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retrocedió hacia sus perseguidores yentonces viró y se metió por un túnellateral que había visto al pasar. Pisó denuevo el freno, hizo girar el manillar yaceleró. El quad arrancó metiéndose enel nuevo túnel y atravesando un campode escombros.

Resultó ser un enorme espacioabierto, quizá explotado durantedécadas. Además, no tenía ninguna otrasalida.

—Tenemos que retroceder —gritóRenata mientras las luces de los farosrecorrían la inhóspita pared.

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Dio media vuelta mientras las lucesde los vehículos que los perseguíanaumentaban en la entrada.

—De esta no saldremos con vida —dijo Joe.

Renata se detuvo un lado y apagó losfaros. Siguió inmóvil mientras el primerquad aparecía por la entrada y bajabaruidosamente por la pendiente cubiertade piedras. Las luces siguieron en línearecta mientras Renata, Kurt y Joepermanecían escondidos en laoscuridad.

Apareció el segundo quad. En cuanto

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se produjo un hueco, Renata pisó elacelerador y apuntó a la salida. A mediocamino, encendió los faros.

El eje de transmisión protestaba cadavez que los neumáticos giraban en elvacío o mordían algo de repente.Entraron en el túnel y empezaron adeshacer el camino por el que habíanllegado.

Los vehículos que los perseguían nose daban por vencidos y se metieron conrapidez en el túnel y empezaron aacortar de nuevo la distancia.

—Joe —gritó Kurt—. Desátame.

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Joe se volvió y aferró los brazos deKurt. Sosteniéndolos con la mayorfuerza posible, metió un cuchillo pordebajo de la brida y tiró. El plástico serompió y Kurt recuperó la libertad.

Entonces abrió la cremallera delbolsillo impermeable de la parte frontaldel traje isotérmico y sacó la caja deampollas refrigeradas. La abrió y sacóuna.

—¿Es eso lo que me parece?—Niebla Negra —dijo Kurt.Se oyeron más disparos.—Y ahora, ¿qué?

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—Llegó la hora de la siesta paraquienes nos persiguen.

Kurt arrojó la ampolla hacia atrás,apuntando a la pared lo más lejosposible del vehículo. La ampolla se hizoañicos y esparció el contenido por eltúnel, eclipsando por un momento elresplandor de los faros de los quads quelos perseguían.

Al atravesar la Niebla, los faros delvehículo delantero cambiaronbruscamente de rumbo y chocaron contrala pared. El quad rebotó y volcó. El quevenía detrás se incrustó contra él,

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arrojando de los asientos a lospasajeros, que quedaron esparcidos porel túnel y ya no se levantaron.

Renata siguió pisando el acelerador ypronto se alejaron de los vehículosaccidentados.

—Qué práctico, ese producto —comentó Joe.

—No podemos usarlo todo —dijoKurt—. Necesitamos llevarlo allaboratorio para que lo analicen.

—¿Por eso está envasado en frío?—El hombre me dijo que duraba ocho

horas antes de perder las propiedades.

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—Qué amable —afirmó Joe.—No era un mal tío —señaló Kurt—.

Solo que no controlaba la situación.Más adelante, el túnel se bifurcaba.

En el ramal curvo de la izquierdaapareció el reflejo de unas luces.

—El tráfico siempre se pone densocuando menos falta hace —dijo Renata.

Se metió por el túnel de la derecha,que también se bifurcaba y los condujo aotro túnel mucho más ancho. Ese túneltambién tenía varios ramales, unos quesubían y otros que bajaban.

—Esta debe de ser la arteria central

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—dijo Joe.—Yo sugiero que, siempre que

podamos, vayamos hacia arriba —señaló Kurt—. Supongo que en algúnsitio esta mina tendrá una salida.

—¿Dices que no volvamos a latubería? —preguntó Renata.

—Ahora va a estar vigilada —respondió Kurt—. Si no encontramosotra salida, pasaremos aquí unaeternidad, como los faraones, loscocodrilos y las ranas.

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Edo estaba en la cubierta de la pequeñaembarcación, observando las aguas delNilo con las gafas de visión nocturna.Hacía horas que Joe y sus amigos habíanpartido hacia el edificio de Osiris.

El helicóptero había despegado delcomplejo hacía cuarenta y cinco

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minutos. El caudal de agua que salía porel extremo del hidrocanal habíaaumentado hasta transformarse en untorrente, pero ellos seguían sin aparecer.

La preocupación de Edo aumentaba amedida que pasaban los minutos.Pensaba en su amigo, es cierto, perocomo militar no desconocía los peligrosde un ataque fracasado. Uno se volvíavulnerable a un contraataque.

Si capturaban a alguno de ellos, lotorturarían hasta hacerlo confesar. Tardeo temprano aparecería el nombre deEdo. Eso lo pondría en situación de

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peligro. Peligro de muerte, arresto,prisión. Y aunque no fuera algo tannefasto, tendría que volver por lo menosal punto de partida: a depender de sucuñado, a un trabajo que detestaba y quele impedía ser libre.

Curiosamente, ese destino parecíamucho peor que los demás.

Decidió que había llegado la hora.Empezó a hacer llamadas. Llamadas quedebía haber hecho en el momento de lavisita de Joe. Al principio, los amigosno le prestaron atención.

—Tienes que entender —le contó a

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uno que ahora pertenecía a la agenciaantiterrorista egipcia— que todavía meentero de cosas. Todavía tengo contactosque no se atreven a hablar con personascomo tú. Me cuentan que Shakir va aatacar a los europeos. Que provocó elincidente de Lampedusa. Que él y Osirisestán detrás de todo lo que pasa enLibia. Tenemos que intervenir, porquede lo contrario Egipto como nación nosobrevivirá.

Los hombres con los que hablaba eramuy distintos: ex comandos, miembrosactuales del ejército, amigos que habían

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entrado en la política. A pesar de eso,sus respuestas eran muy parecidas.

Claro que Shakir y Osiris son unpeligro, decían, pero ¿qué esperas quehagamos?

—Necesitamos entrar en la planta —decía Edo—. Si logramos demostrar loque están haciendo, el pueblo nosacompañará y los militares volverán asalvar el país.

A eso seguía un cerrado silencio, peropoco a poco esos hombres empezaron aentender su postura.

—Debemos actuar ya —insistía Edo

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—. Antes de que salga el sol. Por lamañana será demasiado tarde.

Uno por uno, empezaron a apoyarlo.Un coronel a cargo de un grupo

especial de comandos comprometió suayuda. Varios políticos insistieron enque acompañarían su decisión. Un amigoque todavía trabajaba en seguridadinterna aceptó enviar a un grupo deagentes con el equipo de comandos.

Edo estaba emocionado por el apoyo.Si todo funcionaba, si lograba sumar lastropas a su movimiento, se transformaríaen un héroe del nuevo Egipto. Si lograba

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también detener el baño de sangre enLibia, su nombre cobraría fama tambiénen todo el norte de África. Sería unaleyenda. Podría, incluso, llegar a ser elpróximo líder de su país.

—Comunícate conmigo cuando tushombres estén preparados —dijo Edo—. Yo mismo me pondré al frente.

En las profundidades del nido de túnelessubterráneos, a ocho kilómetros de laplanta hidroeléctrica, Tariq Shakirapenas lograba contener su indignación.

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Estaba furioso por el fracaso queacababa de presenciar, avergonzadodelante de sus propios hombres ydispuesto a desquitarse con alguien. Elblanco más fácil era Hassan.

Shakir estaba tentado de pegarle untiro allí mismo, pero lo necesitaba paracoordinar la búsqueda.

—Tienes que encontrarlos.Hassan entró en acción, organizando

la búsqueda y pidiendo refuerzos. Losquads que estaban allí al lado sealejaron con rapidez por el túnel.

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Cuando llegaron más hombres, Hassanlos mandó en la misma dirección.

Unos minutos más tarde, el conductorde uno de los quads regresó y dijo algoa Hassan antes de partir de nuevo.

—¿Y bien? —exigió Shakir—. ¿Quénoticias hay?

—No encuentran rastros de losintrusos, pero aparecieron dos denuestros quads accidentados. No se sabepor qué chocaron. Cuando dosintegrantes del equipo se acercaron ainvestigar, se desplomaron.

—La Niebla Negra. Tienen la Niebla

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Negra —dijo Shakir—. ¿Dónde ocurrióeso?

—A cinco kilómetros de aquí, en eltúnel 19.

Shakir consultó el mapa.—El 19 no tiene salida.Hassan asintió; era lo que le había

informado el conductor.—Todo indica que nuestros quads

venían hacia aquí cuando chocaron. Apoca distancia de ese sitio, el túnel sebifurca. Dado que los intrusos nopasaron por aquí, deben de haber subidohasta la sala principal.

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—La sala principal —señaló Shakir— es como el tronco de un roble grande.De ella salen por lo menos cincuentatúneles. Y docenas más de cada uno delos ramales.

Hassan asintió de nuevo.—Ahora podrían estar en cualquier

sitio.Shakir se levantó, corrió hacia

Hassan, lo agarró del cuello y lo golpeócontra la pared de la cueva.

—Tres veces has tenido laoportunidad de matarlos. Tres veces hasfallado.

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—Shakir —suplicó Hassan—.Escúchame.

—Que tus hombres los busquen. Queparticipen todos.

—No los encontraremos nunca —gritó Hassan.

—¡Tienes que hacerlo!—Será un derroche de mano de obra

—exclamó Hassan—. Conoces tan biencomo yo lo extensos que son esostúneles. Como le has contado a Piola,hay literalmente miles de túneles y deespacios, cientos de miles de pasillos,

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muchos de los cuales ni siquiera figuranen nuestros mapas.

—Contamos con doscientos hombrespara salir a buscarlos —dijo Shakir.

—Y cada grupo actuará solo —señalóHassan—. Las radios aquí abajo nofuncionan. No podrán comunicarse entreellos ni con nosotros. No habrá manerade coordinar la búsqueda ni de medir elavance.

—¿Me estás diciendo que dejemosescapar a los intrusos? —rugió Shakir.

—Sí —replicó Hassan.A pesar de la ira ciega, Shakir sintió

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que había que escuchar a Hassan.—¡Explícate!—La mina solo tiene cinco salidas —

dijo Hassan—. Dos de las cuales estánocultas debajo de estaciones de bombeodirigidas por los nuestros. Las otras tresse pueden vigilar con facilidad. Antesque perseguirlos por el laberinto,conviene colocar grupos bien armadosen cada abertura y esperar a queaparezcan por una de ellas. Poner uno denuestros helicópteros misilísticos en elaire. Poner dos o tres, si quieres.

Ante la sensatez del plan, Shakir soltó

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a su lugarteniente.—¿Y si resultara que hay más

salidas? ¿Portales que aún no hemosencontrado?

Hassan negó con la cabeza.—Hemos estado levantando un mapa

de esta zona durante todo el año pasado.Las probabilidades de que encuentrenalguna vía de escape que no hayamosdescubierto son muy escasas. Lo másprobable es que se pierdan y mueranantes de dar con una salida. Sidescubren algún pozo conectado con lasuperficie que a nosotros se nos haya

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escapado, acabarán en el DesiertoBlanco, donde serán presa fácil paranuestras unidades de reconocimiento. Ysi llegan a alguna de las salidasconocidas, nuestros hombres estarán allíesperando para abatirlos.

—No —corrigió Shakir—. Quieroque se los masacre. Y después quierover con mis propios ojos sus cuerposacribillados.

—Daré la orden —insistió Hassan,alisándose la chaqueta.

—De acuerdo —dijo Shakir—. Perote aconsejo, Hassan, que no vuelvas a

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fallarme. No te gustarán lasconsecuencias.

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Renata siguió conduciendo como siestuviera en el autódromo de Sebringhasta que el túnel empezó a estrecharsey el camino se fue llenando deobstáculos. Redujo la velocidad y tratóde avanzar, pero el espacio entre el

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techo y los escombros era cada vez másescaso, hasta que el quad no pudo pasar.

Renata miró hacia atrás y empezó aretroceder.

—Tranquila —dijo Kurt, viendo queella estaba a punto de pisar elacelerador marcha atrás—. Me pareceque los hemos perdido.

Un vistazo al túnel que acababan derecorrer lo confirmó. No los seguíaninguna luz. Renata apagó el motor y laoscuridad y el silencio se fundieron enuna sola cosa.

—No son ellos los únicos perdidos

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—dijo, abatida—. No vamos a encontrarnunca la salida. Ni siquiera sé dóndeestamos en relación con el punto departida.

—No estamos perdidos —dijo Kurten tono jovial—. Lo que tenemos por elmomento es una carencia localizativa yun déficit direccional.

Renata lo miró un segundo y despuésse echó a reír.

—¿Localizativa? —preguntó Joe.—Buena palabra —respondió Kurt—.

Búscala.Renata soltó el freno y dejó que el

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quad retrocediera por la pendiente hastala zona más llana del túnel.

Joe saltó del vehículo.—Voy a ver qué hay detrás de la pila

de piedras.Con el quad detenido, Kurt bajó y

caminó hasta la parte delantera delvehículo.

—Hiciste un trabajo fantástico.¿Dónde aprendiste a conducir así?

—Me enseñó mi padre —dijo Renata—. Tendrías que ver por qué caminos demontaña andaba incluso antes de tenercarnet de conducir.

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Kurt sonrió.—Quizá puedas enseñarme cuando

hayamos terminado todo esto.Para entonces, Joe había llegado a la

cima de la pila de piedras. Estabaacostado boca abajo, apuntando con lalinterna hacia la cavidad que se extendíamás adelante.

—Hay aquí algo interesante —dijo.—¿Has descubierto o no la salida? —

preguntó Kurt.—Me parece que hemos encontrado

la flota de coches —respondió Joe.Kurt frunció el ceño.

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—¿De qué estás hablando?—Ven aquí —dijo—. Te gustará verlo

con tus propios ojos.Kurt y Renata subieron por la pila y

se agacharon junto a Joe. Al sumar la luzde sus linternas, vieron una sala grande,abierta, llena de extraños automóviles.Las máquinas tenían capós largos ychatos, pero no techo, y se asentabansobre enormes ruedas y neumáticos casitan altos como el capó y el baúl. Por loslados tenían sujetos bidones yherramientas, y entre el asiento

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delantero y el trasero había, instaladas,pesadas ametralladoras.

—¿Qué son? —preguntó Renata—.¿Humvees?

Tenían un ligero parecido.—Más bien antepasados de los

Humvees —dijo Joe—. Parecen de laSegunda Guerra Mundial.

Kurt fue el primero en adelantarse.Agachando la cabeza, bajó de la pila depiedras hasta el siguiente tramo de lacueva.

—Echemos un vistazo.El espacio abierto tenía el tamaño de

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un pequeño hangar. Dentro habíaestacionados siete de aquellos extrañosvehículos. En algunos sitios, las paredeshabían sido reforzadas con hormigón. Ypor todo el espacio, de maneraesporádica, columnas de acero sosteníanel techo apoyadas arriba y abajo enpiezas chatas.

Aquellos vehículos tenían un aireagresivo. El capó inclinado y losenormes neumáticos dejaban claro queestaban hechos para circular lejos de lascarreteras y para andar por arenablanda. Sin moverse, parecían rápidos.

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El blindaje de la parte trasera tenía unarejilla de ventilación para permitir queel aire enfriara el motor.

Kurt se agachó junto a uno y frotó conel dedo el polvo que cubría la superficielateral. La pintura era de color leonado,el pardo normal del desierto. Al rasparmás, aparecieron unos números ydespués una pequeña bandera. Verde,blanca y roja, con un águila plateada enel centro. Era la tricolor italiana. Eláguila plateada indicaba que era unabandera de guerra.

—Son italianos —dijo Kurt.

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—¿De veras? —preguntó Renata,sorprendida.

Una segunda bandera atrajo laatención de Kurt. Sobre el centro de unfondo negro había un extraño dibujo: unmanojo de varas envolviendo un hacha.En la parte superior del hacha había unacabeza de león.

Renata se agachó a su lado y apuntótambién con la linterna.

—La bandera de los fascistas —dijo,al reconocerla—. Esto perteneció aMussolini.

—¿Personalmente? —preguntó Kurt.

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—No —dijo Renata—. Quiero decirque formaban parte de una unidad delejército. Como señaló Joe, de laSegunda Guerra Mundial.

—Saharianas —gritó Joe desde elotro lado del vehículo.

—Gesundheit —exclamó Kurt.—No fue un estornudo —dijo Joe—.

Así llamaban a esas camionetas. Eranpara reconocimiento de largo alcance.Se las usaba en todo el norte de África.Desde Tobruk hasta El Alamein y entodos los sitios intermedios.

—¿Qué hacen aquí, tan al este? El

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ejército italiano nunca llegó tan cerca deEl Cairo.

—Quizá estos vehículos formabanparte de un equipo de avanzada —dijoJoe—. Para eso estaban diseñados: paraexploración y reconocimiento.

Recorrieron el sitio buscando otraspistas, y encontraron repuestos, bidonesvacíos, armas y herramientas.

—Aquí —dijo Renata.Kurt y Joe la encontraron en un

rincón, detrás de dos de los coches.Delante de ella había un cuerpo tendido,vestido con ropa de fajina del ejército

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italiano de la época. Yacía sobre unpolvoriento petate.

Desecado por el ambiente desértico,aquel rostro estaba increíblementedescarnado y una mano esquelética,cubierta todavía por piel correosa, seapoyaba en la culata de una pistola.Junto al cuerpo había una pequeña pilade cenizas y papeles parcialmentequemados.

Kurt rebuscó entre ellos y descubrióuno con una parte legible. Estaba escritoen italiano, así que se lo entregó aRenata.

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—Órdenes —dijo ella—. Parece quelos estaba destruyendo.

—¿Entiendes algo de lo que dice?—«Asedia y subvierte —dijo ella,

alumbrando el papel descolorido con lalinterna—. Crea caos antes de...» Nopuedo leer más.

—Órdenes a un combatiente.Renata devolvió los papeles

quemados a Kurt y cogió un pequeñolibro que había junto a la pila de ceniza.Lo abrió. Un diario personal. Lamayoría de las páginas habían sidoarrancadas. Las que quedaban estaban

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en blanco, salvo por una nota dedespedida a una mujer llamada Anna-Marie.

—«Casi no queda agua. Llevamosaquí tres semanas. No tenemos noticias,pero debemos suponer que los ingleseshan rechazado a Rommel. Algunos delos chicos quieren, de todos modos,salir a luchar, pero yo los envíe a casa.¿Por qué habrían de morir inútilmente?Los soldados, por lo menos, se rinden. Anosotros, si nos detienen, nos fusilaránpor espías.»

—No entiendo por qué creían que los

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fusilarían —dijo Joe—. A mí me pareceun soldado común y corriente.

—Quizá porque estaban muy pordetrás de las líneas enemigas —dijoKurt.

—¿Cómo hizo entonces para enviar acasa a sus soldados? —preguntó Joe—.¿Y por qué dejó aquí los coches?

Renata ojeó el resto de los papeles.No encontró nada que diera respuesta aesa pregunta.

—¿Dice alguna otra cosa?—La letra es casi indescifrable —

dijo Renata—. «Los Spitfire pasan por

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encima todos los días... Hasta ahora nome han encontrado, pero no tengoesperanzas de huir sin ser detectado. Hevolado el túnel. Los ingleses no sequedarán con nuestros corceles. Malasuerte. Podríamos haber marcado ladiferencia. Tendríamos que haber traídomenos combustible y más agua. Se mecierra la garganta. Sangro por la nariz ypor la boca. Usaría la pistola paraacabar con esta agonía, pero eso especado mortal. Ojalá pudiera dormir yno despertar. Pero, cada vez que se mecierran los ojos, no hago otra cosa que

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soñar con agua fría. Me despierto tansediento como siempre. Moriré aquí.Moriré de sed.»

Renata cerró las notas.—Esa fue la última entrada.Kurt respiró hondo. El misterio de la

base oculta y de los viejos vehículostodoterreno tendría que esperar. Elloscontaban con sus propios problemas, yKurt sintió que la carta del soldado loshabía desarmado.

—La buena noticia —anunció— esque, para haber metido aquí esosvehículos, debe de haber una salida

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cerca. La mala es que, aparentemente,nuestro valiente amigo la destruyó paraque los ingleses no la encontraran.

—Si diéramos con esa salida, quizápodríamos construir un túnel y salir —dijo Renata.

—Quizá —comentó Kurt—. Pero noestoy seguro de que sea esa la mejoridea.

Los otros dos lo miraron como siestuviera loco.

Kurt señaló con la cabeza el cuerpodel soldado italiano.

—Estaba preocupado por los Spitfire.

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Nosotros no nos tenemos que preocuparpor nada similar. Si te fijas, nuestrosperseguidores parecen haberabandonado la cacería. Y para eso soloveo dos razones. Que no hay salida deaquí o que sí la hay y Shakir y sushombres nos esperan en ella,relamiéndose como el lobo junto a lamadriguera del conejo.

Joe ofreció una solución.—Lo que sobra aquí son armas,

municiones y explosivos. Si pudiéramoshacer funcionar una de estas cosas y usarlos explosivos para abrirnos paso, quizá

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podríamos atravesar el bloqueo. Si nosesperan al otro lado, seguramentecreerán que vamos a salir en uno de esosquads y no en un vehículo blindado yartillado.

—Sería muy agradable sorprenderloscon eso —dijo Kurt—. Pero ya leshemos hecho bastante daño. Saben quetenemos la Niebla Negra. No les quedaalternativa. Tu amigo Edo nos dijo quecuentan con un ejército privado. Esopuede significar tanques, helicópteros,aviones... ¿quién sabe? Ni siquiera con

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uno de estos coches blindados a nuestradisposición tendremos posibilidades.

Joe asintió, pensativo.—Además, pienso en la situación

libia —prosiguió Kurt—. Ciudadesenteras que sufren de sed. Cientos demiles sin agua. Muchos de ellos sufrirány morirán exactamente como murió estesoldado.

—No es que haya muertes buenas —dijo Renata—. Pero morir por falta deagua es atroz. Los órganos dejan defuncionar, los ojos se apagan, pero el

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cuerpo no se rinde y trata de aferrarse ala vida.

Kurt asintió.—Si regresamos por donde vinimos,

llevando algunos de estos explosivos,quizá podamos volar la tubería o apagarlas bombas.

A Joe pareció gustarle la idea. Perosiempre estaba dispuesto a seguir a Kurtadonde fuera.

—Lo cierto es que no esperarán unaacción de ese tipo.

—¿Y cómo haremos para llevar las

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muestras a un laboratorio? —preguntóRenata.

—Brad Golner —dijo Kurt— hablóde que había otro laboratorio. Por tanto,aunque logremos encontrar la salida,abrirla con explosivos y huir de Shakir,todavía tendremos que llevar la toxina alequipo médico antes de que se degrade.

Renata añadió otra idea.—Aunque lleguemos a tiempo al

laboratorio, no hay ninguna garantía deque el examen de la Niebla permita alequipo encontrar un antídoto. En elmejor de los casos, aislarán el

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compuesto tóxico e iniciarán una seriede pruebas. Creo que, a menos que seproduzca un milagro, tardarán por lomenos unos meses en tener unarespuesta.

—Y según tus cálculos anteriores, alas víctimas de Lampedusa les quedansolo unos días —señaló Kurt.

Renata hizo una señal afirmativa.—Algunos quizá ya estén muertos.Kurt tenía la misma sospecha. Los

jóvenes y los viejos, los débiles y losenfermos. Siempre eran los primeros.

—¿Volvemos entonces a meternos en

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la leonera? —dijo Joe, resumiendo lasituación—. ¿A tomarlos por sorpresa?

Kurt asintió.—Podéis contar conmigo —dijo Joe.—Es un intento desesperado —dijo

Renata—. Pero parece que es el únicoposible.

Kurt lo veía más como un riesgocalculado.

—Tenemos una ventaja —comentó—.Si la mayoría de sus hombres nosesperan allá arriba, abajo solo habrándejado el personal mínimo.

—Dame unas horas y tendremos dos

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ventajas —dijo Joe.—¿Dos ventajas?—El elemento sorpresa y una

sahariana propia.Kurt sonrió. Si hubiera dicho esas

palabras alguien que no fuera JoeZavala, se le habría sugerido que noperdiera el tiempo. Pero Joe era unvirtuoso con todo lo mecánico. Sialguien podía hacer funcionar de nuevola sahariana, ese alguien era Joe.

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En algún lugar por encima del marMediterráneo

La partida de Paul y Gamay se retrasócasi veinticuatro horas debido al cierredel aeropuerto por la intensificación dela violencia. Los pilotos estaban tan

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impacientes por irse como los Trout. Elavión ya había repostado y en menos deuna hora había recibido el permiso paradespegar. Estaban ahora sobre elMediterráneo, volando a treinta y sietemil pies de altura.

A pesar de ser un avión corporativo,el Challenger 650 tenía una cabinagrande, que daba al aparato un aspectorechoncho en tierra, pero que para losaltos, como Paul, era una bendicióncuando subían a bordo.

—Me gusta más que aquel viejo ydestartalado DC-3 —proclamó.

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—No sé qué decirte —dijo Gamay—.Aquel viejo avión tenía cierto encantorústico.

—Más que rústico, vetústico —lacorrigió Paul.

Sentados frente a frente en asientos decuero de color crema, Gamay y Pauldisfrutaban de la gruesa alfombraatigrada, tan suave que invitaba aquitarse los zapatos.

Abrieron los ordenadores portátiles,los colocaron sobre las mesitasplegables y se conectaron al sitio webencriptado de la NUMA.

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—Yo trabajaré sobre la historia deVilleneuve —dijo Paul—, y veré sipuedo encontrar algún depósito con susefectos, o alguna pista sobre el destinode los papeles que le envió D’Campion.

Gamay asintió.—Y yo trabajaré sobre la

correspondencia entre los dos hombresque Kurt subió al sitio de la NUMA.Con un poco de suerte, recuperaré elfrancés que estudié en la universidad. Sino, utilizaré el programa de traducciónautomática.

La tranquilidad de la cabina y el

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vuelo de tres horas les permitiríantrabajar mucho. A mitad de camino,Gamay, con las piernas dobladas sobreel asiento y con el pelo recogido,parecía estar empollando para unexamen final.

Paul levantó la mirada del ordenador.—Para un hombre que tuvo una vida

tan interesante y que desempeñó unpapel tan fundamental en la historiacomo el almirante Villeneuve, no haymucha información.

—¿Qué has encontrado?—Venía de una familia de aristócratas

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—dijo Paul—. Por lógica, tendría quehaber acabado en la guillotina junto conMaría Antonieta y los demás. Pero,aparentemente, apoyó la Revolucióndesde el principio y le permitieronconservar su puesto en la Marinafrancesa.

—Quizá era una persona encantadora—comentó ella.

—Es muy probable. Después deldesastre de la bahía Abukir, fuecapturado por los británicos, devuelto aFrancia y acusado de cobardía. Pero lodefendió nada menos que Napoleón, que

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lo llamó afortunado. En vez de enfrentaruna corte marcial, Villeneuve fueascendido a contraalmirante.

Gamay se recostó en el asiento.—Un sorprendente cambio de suerte.—Sobre todo si se piensa que él solo,

sin ayuda de nadie, dejó a Napoleónempantanado en Egipto, lo que hizoinevitable su derrota.

—Me pregunto si tanta suerte notendrá algo que ver con esa «arma» —dijo Gamay—. Como sabes, la bahíaAbukir linda con la ciudad de Rosetta.He encontrado en las cartas de

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D’Campion varias referencias aartefactos que recogieron en ese lugar.Algunos tenían, en apariencia,inscripciones trilingües, como la propiapiedra de Rosetta. Uno de los primerosintentos de traducción por parte deD’Campion menciona los poderes deOsiris para quitar y devolver la vida.¿Habría Villeneuve prometido esa armaa Napoleón la primera vez que loliberaron?

Paul se quedó pensando.—Siempre las promesas. Lograr el

ascenso a contraalmirante y después

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meterse como jefe de la flota en otrodesastre antes de volver con Napoleón,afirmando que por fin había hecho ungran avance.

—El niño que gritaba «¡Que viene ellobo!» —señaló Gamay.

—Supongo que para entoncesNapoleón ya no quería ni enterarse.

Gamay asintió.—Pero Villeneuve no podía

contenerse. Sus cartas hablan de destinoy de desesperación. De la oportunidadde reescribir su propia historiapersonal. Pero en la última carta del

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archivo de los D’Campion, Villeneuvehabla con más miedo: piensa queNapoleón ya no cree en susafirmaciones.

—¿Cuándo la envió?—El 19 de germinal del año XIV —

dijo Gamay—. Es decir, según elordenador... el 9 de abril de 1806.

—Menos de dos semanas antes de quefuera asesinado.

—Se sabe que Napoleón actuaba demanera impulsiva —añadió Paul—. Yque mostraba un desdén absoluto porcualquiera que intentara refrenarlo.

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Cuando desistió de invadir Inglaterra,decidió avanzar hacia el este e invadirRusia, solo para conquistar a alguien.Eso terminó, por supuesto, en unverdadero desastre. Pero parece quepara actitudes como la de Villeneuve,blandiendo siempre su arma, Napoleóntenía una paciencia limitada.

Gamay consultó el reloj.—Pronto aterrizaremos. ¿Por dónde

crees que debemos empezar?Paul suspiró.—No hay ninguna biblioteca con

papeles de Villeneuve, ni museo o

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monumento a su memoria. Casi lo únicoque he encontrado son recortes deperiódicos de hace unos veinte años quemencionan a una mujer llamada CamilaDuchene. Esa mujer trató de venderalgunos papeles y material gráfico queafirmaba haber descubierto en la casapaterna, obras que supuestamente habíanpertenecido a Villeneuve y a algún otronoble.

—¿Qué pasó con ellas? —preguntóGamay.

—Se las ridiculizó por falsas —dijoPaul—. No se sabía que Villeneuve

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fuera dibujante. Pero, curiosamente, losantepasados de Camila eran lospropietarios de la pensión dondeVilleneuve vivió las últimas semanasantes de su muerte.

Cambió el ruido de los motores y elavión empezó a descender. Se oyó lavoz del piloto por los altavoces.

—Nos estamos acercando a Rennes.Aterrizaremos en unos quince minutos.

—Eso nos da quince minutos parabuscar algún rastro de madame Duchene—señaló Paul.

—Exactamente lo que pensaba.

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55

Paul y Gamay estaban en tierramontados en un coche de alquiler pocodespués de la salida del sol.Consultando una base de datos sobreregistros de propiedad, Gamay encontróla dirección de Camila Duchene e hizode copiloto mientras Paul conducía por

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calles que parecían tener la mitad delancho necesario y el doble de curvas.

A la dificultad de guiarse porrecodos, vueltas y tortuosidades sesumaba la molestia de ir en un coche enel que apenas entraba con calzador,circulando entre bancos de niebla.Cuando se cruzaron con un camión, Paulse acercó tanto al arcén que se llevó pordelante unos arbustos mal colocados.

Gamay le clavó la mirada.—Haciendo un poco de paisajismo —

dijo Paul.Finalmente llegaron cerca del centro

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de la ciudad. Paul dejó el coche en elprimer estacionamiento que encontró.

—Caminemos la distancia que falta—propuso.

Gamay abrió la portezuela.—Buena idea. Será más seguro para

todos. Incluida la flora.Con la dirección en la mano, subieron

por un callejón de adoquines hacia loque parecía un pequeño castillo.Cerraban el paso dos torres curvas depiedra unidas por una pared también depiedra. Servía de entrada un pasajeabovedado en el centro de la pared.

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—Portes mordelaises —dijo Gamay,leyendo el letrero de la entrada.

Pasaron por debajo del arco,sintiendo que entraban en una ciudadmedieval; quizá no se equivocaban.Habían llegado a una de las zonas másantiguas de Rennes, y las portesmordelaises estaban entre las pocascosas que quedaban de las viejasmurallas que habían rodeado la ciudad.

Siguieron subiendo por el callejónhasta llegar a la dirección que buscaban.Era un poco temprano, pero al llegar ala puerta Paul sintió olor a pan recién

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horneado. Al menos había alguiendespierto en la casa.

—No sabía que tenía tanta hambre —dijo Paul—. Hace doce horas que nocomo.

Se abrió la puerta y apareció en ellauna mujer de unos noventa años. Ibavestida con elegancia, envuelta en unchal. Frunció los labios estudiando a losdos estadounidenses.

—Bonjour —dijo—. Puis-je vousaider?

—Bonjour —respondió Gamay—,êtes-vous madame Duchene?

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—Oui —contestó ella—. Pourquoi?Gamay había ensayado un discurso en

francés acerca de las cartas delalmirante Villeneuve. Lo pronunciólentamente.

Madame Duchene ladeó la cabeza,escuchando.

—Su francés es bastante bueno —dijoen inglés— para una estadounidense.Son estadounidenses, ¿verdad?

—Sí —respondió Gamay, conscientede que a veces, en Europa, los viajerosestadounidenses no tenían muy buenareputación.

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En vez de echarlos, madame Duchenesonrió y los invitó a entrar.

—Adelante, adelante —dijo—. Iba ahacer unos crepes.

Gamay miró a Paul, que sonreía deoreja a oreja.

—Juro que naciste con buena estrella.El aroma de la cocina de madame

Duchene era celestial. Al del pan que yahabía horneado, se le sumaba el dealbaricoques, arándanos y vainilla.

—Siéntense, por favor —dijomadame Duchene—. No tengo muchasvisitas, así que esta es un placer.

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Se sentaron a una pequeña mesamientras la mujer volvía a la encimera.Empezó a cascar huevos, a echar harinay a amasar desde cero. Hablabamientras trabajaba, mirando de vez encuando a Paul y a Gamay.

—Mi primer marido eraestadounidense —contó—. Un soldado.Tenía quince años cuando lo conocí.Llegó con el ejército para echar a losalemanes... ¿Arándanos?

—Madame Duchene —interrumpióGamay—. Sé que puede parecer raro,pero tenemos mucha prisa...

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—Eso de los arándanos suena muybien —dijo Paul, que recibió otra vez lamirada. Mucho más severa esta vez.Paul no parecía afectado.

—No hay que precipitarse —susurrómientras madame Duchene seguíatrabajando—. En algún momentotenemos que comer. En algún sitio. Quepuede ser este.

Gamay puso los ojos en blanco.—Los arándonos les harán bien —

añadió madame Duchene sin darse lavuelta—. Les alargarán la vida.

—No si tu mujer te mata antes —

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masculló Gamay entre dientes.Paul sonrió.—Cuénteme algo más sobre su

marido —preguntó a su anfitriona.—Bueno, era alto y guapo. Como

usted —dijo ella, volviéndose ymirando a Paul—. Tenía la voz de GaryCooper. Aunque no tan profunda como lasuya.

Gamay suspiró. Si a otra mujer se leocurría coquetear con su marido,consideró que no había nada más seguroque una señora francesa de noventa añoshaciendo crepes. Por otra parte, también

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ella estaba famélica. Y sabiendo quePaul podía ser francamente simpático,quizá la invitación serviría parasonsacarle mejor la historia.

La mujer la contó después deldesayuno.

—Mi abuelo tenía las cartas —dijomadame Duchene—. Nunca hablaba deellas... Algo relacionado con lavergüenza de que apuñalen a alguien entu casa solariega... Y Villeneuve no erafamoso en el sentido en que a la gente legustara recordarle.

—Pero usted trató de venderlas,

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¿verdad? —comentó Gamay.—Hace años. Problemas económicos.

Estábamos perdiendo todo. Después dela muerte de mi marido, todo se cayó enpedazos. En esa época estaba de modatodo lo histórico. Todo lo relacionadocon la era napoleónica. Si uno tenía uncuchillo para la mantequilla usadoalguna vez por él, se le podían sacardiez mil francos.

—¿Y eso le recordó que tenía lascartas? —preguntó Paul.

—Oui —dijo ella—. Pensé que si sepodían vender en una subasta estaríamos

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salvados. Pero no, no fue posible. Nosacusaron de falsificación y fraude, ynadie nos concedió el beneficio de laduda.

—Nosotros tenemos otras cartas queVilleneuve escribió a D’Campion —dijoPaul—. Si la caligrafía coincide, podríaservir para demostrar que sus cartas sonauténticas.

Madame Duchene sonrió, y lasarrugas añadieron belleza a sus ojos.

—Me temo que no servirá de mucho—señaló—. Las he donado.

Gamay sintió que se le caía el alma a

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los pies.—¿A quién?—A la biblioteca. Junto con un

montón de libros. Y los cuadros.Paul consultó el reloj.—¿Puede estar abierta ya la

biblioteca?Madame Duchene se levantó y miró el

reloj de la pared.—En cualquier momento —dijo—.

Por favor, esperen, que les preparo algopara almorzar.

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La biblioteca de la que hablaba CamilaDuchene, un edificio de cuatro pisos, seespecializaba en libros raros y enhistoria francesa. Asomaba entre laniebla gris matutina junto al canal queatravesaba el centro de Rennes. Elcanal, río en otra época, tenía el cauceprotegido por muros de contencióndesde hacía siglos para impedir lasinundaciones y poder construiralrededor. Como en muchos ríos de lasviejas ciudades de Europa, ya noquedaba mucha contención natural a supaso por el centro de la ciudad.

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Dentro de la biblioteca, Gamay y Pauldescubrieron que el personal erareservado, pero atento. Después deverificar la identidad de los Trout, lesasignaron un supervisor para que losayudara. El supervisor los llevó a unsector cerca de la parte trasera deledificio y les mostró los artículosdonados por madame Duchene.

—No se les dio mucha importancia alos papeles —explicó—. Tampoco sevaloraron demasiado las pinturas. Se lasconsideró recreaciones pocoprofesionales de escenas de batallas.

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Nadie cree que hayan sido obra deVilleneuve, porque él no era pintor yporque no están firmadas.

—Entonces ¿por qué se conservan?—preguntó Gamay.

—Porque esas son las condicionesbajo las cuales fueron donadas —explicó el supervisor—. Tenemos queconservarlas durante un mínimo de cienaños o devolvérselas a madameDuchene o a sus herederos. Y como nose pudo desacreditar por completo suprocedencia, parecía que lo más

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prudente era aceptarlas y no dejar queterminaran en ningún otro sitio.

—No hay nada como descubrir quealgo que uno regaló en una venta degaraje vale una fortuna.

—¿Venta de garaje? —repitió elsupervisor, mostrando el tipo dearrogancia académica que los francesesparecían haber perfeccionado almáximo.

—Donde uno se deshace de todas lascosas inservibles —explicó Paul—. Lagente hace eso todo el tiempo en EstadosUnidos.

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—No lo dudo.Gamay trató de contener la risa y

siguió hojeando los libros. Uno de ellosera una obra de referencia sobre elgriego tolemaico, el tipo especial degriego que aparece en muchas de lasinscripciones trilingües de Egipto.Parecía un dato prometedor, dado queVilleneuve y D’Campion supuestamenteestaban trabajando en traducciones. Elotro era un tratado sobre la guerraescrito por un autor francés del quenunca había oído hablar. Recorriendo

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las páginas, no encontró entre ellas notasni papeles sueltos.

—¿Qué me dice de las cartas —preguntó Gamay—, y de los escritos?

El supervisor sacó otro libro. Ese eradelgado y tenía una cubierta modernaque recordaba a un álbum de fotos.Dentro, entre varias láminas de plástico,había papeles de hacía más dedoscientos años cubiertos de desvaídosgarabatos de tinta producidos por unaestilográfica o incluso por una pluma deganso.

—Tenía cinco cartas —explicó el

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supervisor—, un total de diecisietepáginas. Están todas aquí.

Gamay cogió una silla, se sentó yencendió una lámpara. Con un bloc denotas al lado, empezó a leer las cartas.Era un proceso lento, dado que estabanen francés y escritas en el estilo de laépoca, que parecía evitar todo lo queparecieran oraciones breves y concisas.

Mientras Gamay se ponía a traducir,Paul preguntó:

—¿Puedo ver las pinturas?—Por supuesto —dijo el supervisor.Avanzaron un poco más por el pasillo

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y el supervisor utilizó una llave paraabrir la puerta de un armario grande.Dentro había, enmarcadas, una docenade pinturas de diferentes tamañosmetidas en una estructura de ranurasverticales.

—¿Fueron todas ejecutadas porVilleneuve?

—Solo tres —dijo el supervisor—. Yle recuerdo que no hay pruebas de quehayan sido obra suya.

Paul entendió la advertencia, peroquería, de todos modos ver qué podríahaber hecho Villeneuve.

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El supervisor sacó las tres primeraspinturas, sencillamente enmarcadas enmadera dura, las colocó en un caballetey volvió a buscar las otras dos. Todoslos marcos parecían viejos y gastados.

—¿Son los marcos originales? —preguntó Paul.

—Por supuesto —contestó elsupervisor—. Quizá tengan más valorque las pinturas.

Paul encendió una luz y estudió lasobras. Estaban hechas al óleo, conpinceladas gruesas de coloresabigarrados.

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La primera mostraba tres cuartaspartes de un barco de guerra de madera.La perspectiva no era muy exacta y elbarco parecía casi bidimensional.

La segunda representaba una escenacallejera, un polvoriento callejónnocturno invadido por una niebla oscura.Las puertas, con extrañas manchas,estaban herméticamente cerradas. Nohabía ninguna persona a la vista. En laesquina superior derecha vio trestriángulos en lo que parecía una lejanallanura.

La tercera mostraba a varios hombres

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en una lancha, remando con fuerza.Después de estudiar un minuto las

pinturas, Paul entendió qué habíaquerido decir el supervisor con pocoprofesionales. Desde la recepcióngritaron el nombre del supervisor.

—Ya voy, Matilda —respondió. Miróa Paul—. Vuelvo enseguida.

Paul asintió. Al quedarse solo,regresó a donde estaba Gamay.

—¿Encuentras algo en las cartas?—La verdad es que no —dijo ella—.

Ni siquiera sé si se las puede llamarcartas. Tienen fechas, pero no están

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firmadas. No están dirigidas a nadie. Yhasta con mi nivel de francés veo queson farragosas y circulares.

—¿Como un diario? —sugirió Paul.—Más como la obra de un loco

enfadado —apuntó Gamay—. Alguienque habla solo y vuelve todo el tiemposobre los mismos viejos rencores.

Gamay señaló la carta en la que habíaestado trabajando.

—Esta parece una diatriba contraNapoleón y su decisión de convertir laRepública en un imperio personal.

Buscó un poco más atrás en el libro y

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señaló otra carta.—En esta llama a Napoleón un petit

homme sur un grand cheval, un hombrepequeño sobre un caballo grande.

—Parece una buena manera de que teapuñalen varias veces —comentó Paul.

—Digamos que sí —admitió ella,antes de mostrar otra carta—. Estasugiere que Napoleón está «destruyendoel carácter de Francia» y que es «untonto». Añade: «Le prometo misservicios y él me responde endureciendoel corazón. ¿No sabe lo que le ofrezco?

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La verdad será revelada y tendrá laforma de la Ira de Dios».

—¿«Ira de Dios»?Gamay asintió con la cabeza.—Por hacer cosas malas. Como

engañar a una anciana para que teprepare el desayuno jugando con sussentimientos por su queridísimo difuntomarido.

—Valió la pena —señaló Paul—.Para mí, la mejor comida en semanas.Pero no estoy pensando en eso. Quieromostrarte algo.

Llevó a Gamay a donde estaban las

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pinturas.—Mira.Gamay las estudió un instante.—¿Qué debo buscar?—La Ira de Dios.—A menos que sea el nombre de ese

barco, no sé a qué te refieres.Paul señaló la escena callejera.—Ira —dijo— al estilo del Viejo

Testamento. Eso es Egipto. Ves laspirámides como pequeños triángulos enel fondo lejano. Las puertas tienenmarcas rojas. Quizá se trate de sangre.Sangre de cordero. Y la calle se está

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llenando de lo que yo creía que teníaque ser polvo. Pero no es polvo. Es laúltima plaga enviada a Egipto cuando elfaraón se negó a soltar a los israelitas.Una plaga que llegaría y mataría alprimogénito de todos los egipcios queno mancharan con sangre el quicio de lapuerta.

Señaló la parte inferior.—Mira aquí. Ranas. Creo que esa fue

la segunda plaga. Y aquí. Langostas.También una plaga.

Los ojos de Gamay se agrandaron alentender lo que quería decir Paul. Cogió

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el libro de cartas y empezó a leer en vozalta.

—«La vérité sera révélée à luicomme la colère de Dieu», la verdad leserá revelada como la Ira de Dios.

—¿Habrá estado pintando lo queescribía? —preguntó Paul—. ¿Oviceversa?

—Es posible —dijo ella—, perotengo una idea.

Gamay volvió a buscar en el libro delas cartas y se puso a leer una.

—«En el buque está el poder, elbarco es la clave de la libertad.»

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Señaló la pintura del barco de guerray después buscó otra carta.

—Esta fue la más coherente —dijo—.Y basándonos en las fechas, es la últimade la serie. Por el contexto, supongo quela escribió para D’Campion, aunquetampoco lleva fecha ni destinatario.

Gamay pasó los dedos por el texto yempezó a leer.

—«¿Qué arma podría ser así?,pregunta. No es otra cosa quesuperstición, insiste. Al menos, eso es loque sus agentes me cuentan. Sinembargo, me pide que le demuestre todo

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lo que sé. Aunque quiere que lellevemos todo lo posible, ya no estádispuesto a pagar por eso. Dicen que yotengo una deuda. Una deuda que hay quepagar. Ya sé que para mí es peligrosoincluso intentarlo, pero ¿a qué otro sitiopuedo acudir? Y ahora en verdad temolo que el emperador pueda hacer conesta arma en la mano. Quizá no le basteel mundo entero. Quizá sea mejor que laverdad nunca salga a la luz. Que sigacontigo en tu pequeña lancha remandohacia la protección del Guillaume Tell.»

Gamay levantó la mirada y señaló la

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tercera pintura.—Una pequeña lancha remando con

gran esfuerzo.—¿Qué piensas? —preguntó Paul.—Tenía que ocultar lo que le envió

D’Campion —dijo Gamay—. Peronecesitaba tenerlo a mano. En algún sitioque estuviera a su alcance.

Paul adivinó el resto.—Pinturas ejecutadas a toda prisa por

un hombre que nunca había pintadonada. ¿Crees que de algún modo ocultóla verdad en la pintura?

—No —dijo ella—. No en la propia

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pintura.Gamay cogió la pintura de la plaga de

Egipto y le dio la vuelta. En la partetrasera había un cartón pesado y ásperopegado al marco. Apoyó la pintura bocaabajo y sacó una navaja suiza de lacartera.

—Mantén esto firme para poder hacerun corte.

—¿Estás loca? —susurró Paul—. ¿Notemes la Ira de Dios por hacer cosasmalas?

—Eso no me preocupa —dijo ella—.Estamos tratando de salvar vidas.

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—¿Y qué me dices de la Ira delSupervisor?

—Ojos que no ven, corazón que nosiente —contestó ella—. Además, ya tehabrás dado cuenta. Esas pinturas leimportan un bledo. Si tuviera la ocasión,probablemente estaría dispuesto avendérnoslas por dos centavos.

Paul sostuvo el marco mientrasGamay abría la hoja más afilada de lanavaja.

—Rápido —dijo.Gamay empezó a separar el cartón del

cuadro, tratando de que no se clavara

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demasiado la punta de la hoja. Cuandollegó al fondo, metió la mano dentro delmarco.

—¿Y bien?Pasó la mano por el interior del

bastidor y miró dentro del hueco.—Nada —dijo—. Miremos en los

otros.Ahora con Paul como voluntarioso

cómplice, separó el refuerzo de lapintura del barco. Echó una rápidaojeada y tampoco encontró nada allí.

—Me parece que el barco de guerrano era la clave —dijo Paul.

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—Muy gracioso.Finalmente, Gamay se puso a trabajar

en la pintura de la lancha que llevabanlos remeros.

—Date prisa —ordenó Paul—. Vienealguien.

El ruido de tacones resonaba en elsuelo embaldosado, acercándose.Gamay cerró rápidamente la navaja.

—Date prisa.El supervisor apareció al final del

pasillo y Paul quitó la pintura de lasmanos de Gamay y la volvió a colocaren la ranura.

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En vez de soltar alguna exclamación oensayar alguna reprimenda oescandalizarse, el supervisor semostraba increíblemente inexpresivo.

Solo entonces entendió Paul queestaba trastabillando y que su cuerpo seinclinaba rígidamente hacia delante, sinsiquiera mirarlos. Y cayó boca abajocon una navaja clavada en la espalda.

Detrás apareció otro hombre. Esehombre era más joven, con llagas amedio curar en la frente y en lasmejillas. Arrancó el cuchillo de laespalda del supervisor y lo limpió con

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frialdad. Otros dos hombres aparecierony lo flanquearon.

—Pueden dejar lo que están haciendo—dijo el hombre de las llagas—. Desdeahora nos ocuparemos nosotros.

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—¿Quién es usted? —preguntó Paul.—Puede llamarme Escorpión —

respondió el hombre.Parecía orgulloso de su nombre. A

Paul le costaba imaginar por qué.—¿Cómo nos encontró?Paul comprendió que no tenía mucho

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sentido hacer esas preguntas, perotrataba de ganar tiempo. Nunca habíavisto a ese tal Escorpión. Aunqueadivinaba con facilidad para quiéntrabajaba, parecía imposible que esoshombres supieran quiénes eran él yGamay.

—Tenemos el diario de D’Campion—dijo el hombre—. Menciona muchasveces a Villeneuve. A partir de eso, nocostó mucho elegir Rennes y buscar aCamila Duchene.

—Si le han hecho daño... —amenazóGamay.

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—Por fortuna para ella, ustedesllegaron antes que nosotros. Parecía másconveniente seguirlos a ustedes queacosar a una anciana. Deme ahora ellibro de las cartas.

Paul y Gamay se miraron con tristeza.Poco podían hacer. Paul se colocódelante de Gamay para permitirle cogerla navaja suiza, aunque de poco serviríacontra las navajas dentadas con hoja deveinte centímetros que aquellos hombrestenían en la mano.

—Tome —dijo, cerrando el álbum yempujándolo hacia delante. El libro se

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deslizó por el liso tablero de la mesa yse detuvo al lado de Escorpión, que loagarró, le echó una ojeada y se lo metiódebajo del brazo.

—¿Por qué no se van antes de quellegue la policía? —sugirió Gamay.

—No hay ningún policía en camino—le aseguró Escorpión.

—Nunca se sabe —advirtió Paul—.Alguien puede haberlos visto...

—¿Qué le estaba haciendo a esapintura? —exigió Escorpión,interrumpiendo a Paul.

—Nada —dijo Paul. Antes de que la

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palabra le saliera de la boca, Paul supoque se había apresurado a responder.Nunca había sido un buen mentiroso.

—Muéstremela.Paul aspiró hondo y metió la mano en

el armario. Mientras sacaba el marco, sedio cuenta de que se había equivocadode pintura. Era la del barco de guerra.Quizá fuera mejor así, pensó.

Al hacerla girar para apoyarla en lamesa y empujarla hacia Escorpión, Paulvio que tenía un arma en las manos.Torció el cuerpo y arrojó la pinturaenmarcada como si fuera un disco

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volador. Al recibir el golpe en elestómago, Escorpión se dobló por lamitad.

Continuando el ataque, Paul arremetióy pateó al hombre mientras estaba caídoen el suelo.

—¡Corre! —gritó mirando a Gamay.El gran tamaño de Paul tenía muchas

ventajas y muchas desventajas. Debido asu altura, casi nunca había intervenidoen peleas a puñetazos. Pocos eligen a unadversario de dos metros de altura paraenredarse en una pelea. Pero, como

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consecuencia, la pelea cuerpo a cuerpono era su fuerte.

Por otra parte, cuando usaba el pesopodía descargar un buen puñetazo o unabuena patada. El golpe de la botalevantó a Escorpión y lo arrojó haciaatrás, contra los dos amigos. Los treshombres parecían especialmentesorprendidos por la agresión, y nosabían bien cómo atacar a ese hombretan grande y enfadado.

Paul no les dio tiempo a pensar. Diomedia vuelta y echó a correr endirección contraria. Al doblar una

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esquina vio a Gamay buscando unapuerta a lo lejos.

—¡A por ellos! —gritó Escorpión.Paul alcanzó a Gamay cuando estaba

llegando a la puerta. Solo entonces supoque ella llevaba la pintura de la lancha.

—Me parecía que andabas másdespacio de lo normal —dijo.

—No podía dejarlo —dijo ella con sumejor tono de alta sociedad.

—Ojalá podamos conservarlo —añadió Paul, abriendo la puerta.

Habían llegado a una escalera, quepor su austeridad parecía una salida de

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incendios. Paul empujó la pesada puertade acero.

—¿Hacia arriba o hacia abajo? —preguntó Gamay.

—Supongo que hacia abajo llegamosal sótano, así que subamos.

Corrieron escaleras arriba, llegaronal siguiente nivel e intentaron abrir lapuerta. Estaba cerrada con llave.

—Sigue —gritó Paul.Continuaron subiendo, acicateados

por el ruido de una puerta que acababade abrirse abajo.

Gamay empujó la puerta que había

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junto a un cartel que decía N3.—Cerrada con llave —anunció—.

¿No tienen que estar abiertas todo eltiempo?

Subieron otro nivel y vieron unaventana por la que entraba luz araudales.

—Esto es el tejado —dijo Gamay.Paul intentó abrir, pero también esa

puerta estaba cerrada con llave. Gamayrespondió usando el marco de la pinturapara romper el cristal de la ventana.Quitó los restos, trepó y se metió por elhueco.

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Paul la siguió y saltó al tejado delmuseo. Una pequeña parte, a sualrededor, era chata y alquitranada, peroel resto estaba inclinado y cubierto detejas.

—Tiene que haber otra manera debajar.

Al otro lado de las tejas había otrapequeña zona chata con un pequeñocobertizo encima. Tenía exactamente elmismo aspecto que la escalera por laque acababan de subir.

—Por allí —dijo.Fue primero Gamay, mientras Paul

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miraba alrededor buscando un armaimprovisada. No vio nada útil y echó acorrer detrás de ella. El tejado verdetenía una fuerte pendiente por cada lado,y las tejas estaban gastadas y alisadaspor décadas de lluvia francesa.

Paul y Gamay treparon hasta la zonachata, en la punta, donde se encontrabanlas dos pendientes. No era más anchaque un balancín, y si daban un paso enfalso caerían rodando.

Atravesaron la parte central, saltarona la zona plana y corrieron hasta la

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puerta. Estaba cerrada, pero rompieronrápidamente la ventana.

Los perseguidores ya estaban en eltejado, a sus espaldas.

—Sigue —ordenó Paul—. Yo losfrenaré.

—Nada de eso —dijo Gamay—.Estuviste muy bien dentro, pero los dossabemos que no eres una versión gigantede Bruce Lee. Seguiremos juntos.

—De acuerdo —accedió Paul—,pero démonos prisa.

Gamay le entregó la pintura, apoyólas manos en el antepecho de la ventana

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y soltó un grito. Al darse la vuelta, Paulvio que alguien, desde dentro, le habíaagarrado las manos y la estabaarrastrando. Él le aferró las piernas ytiró. El tira y afloja duró un segundo, yde golpe soltaron a Gamay, que teníasangre en la boca.

—¿Estás bien? —preguntó Paul.—Recuérdame, cuando lleguemos a

casa, que me ponga la vacunaantitetánica.

—Eso es necesario si te muerden —dijo Paul—. No si muerdes tú.

—No importa —contestó ella.

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Ahora estaban atrapados. Paulrecogió un trozo de teja del tamaño deuna mano, pero como arma no era grancosa. El hombre que estaba dentro de lasegunda escalera empezó a golpearruidosamente la puerta.

—Ahora ¿qué hacemos?—El canal —dijo Paul—. Saltemos.Volvieron al tejado, pero esta vez

descendieron por la pendiente. Gamaytenía el equilibrio de una cabra montés,pero Paul sentía que su altura era ahoraun estorbo. Descubrió que le costaba

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agacharse lo suficiente para no tener lasensación de que se caía hacia delante.

Empezó a deslizarse de espalda.Gamay hizo lo mismo y fueron llegandoal borde. Estaban a cuatro pisos dealtura y tenían que salvar un hueco decasi tres metros.

—Hay mucha más distancia de lo quecreía —dijo Paul.

—Me parece que no tenemosalternativa —explicó Gamay.

—Quizá ellos no se atrevan aseguirnos.

Detrás de ellos, los hombres estaban

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trepando al tejado.—Creo que sí. Salta tú primero.Gamay arrojó la pintura, que aterrizó

en el sendero de piedra al lado delcanal.

—Danos la pintura —gritó uno de losperseguidores—. Es lo único quequeremos.

—Nos lo dices ahora —dijo Gamay.—¿Preparada? —preguntó Paul.Gamay asintió.—Vamos.Gamay se agachó y saltó, usando las

piernas con gran eficacia. Voló,

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moviendo los brazos como un molino,pasó cerca del muro del canal y sezambulló en las oscuras aguas.

A continuación saltó Paul, que cayó allado de ella.

Salieron a la superficie con segundosde diferencia. El agua era gélida, peroproducía una sensación maravillosa.Nadaron hasta el muro, donde Paulempujó a Gamay ayudándole a subirhacia el camino, y después trepó él.Gamay acababa de poner la mano sobreel marco de la pintura cuando se oyó el

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primero de tres chapuzones en el canal asu espalda.

—Esos tíos no saben cuándoabandonar —dijo Gamay.

—Nosotros tampoco.Con los hombres nadando hacia ellos,

Paul y Gamay echaron a correr. Lescerró el paso otra siniestra pareja alfinal de la calle.

—Atrapados de nuevo.Amarrada en el canal había una

pequeña lancha con motor fueraborda.Era eso o nada.

Paul saltó dentro, casi haciendo

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zozobrar la embarcación. Gamay saltó acontinuación y desató el cabo.

—¡Vamos!Paul tiró de la cuerda de arranque y el

motor cobró vida vomitando una nube dehumo azul. Aceleró, y del viejo motorbrotaron más bocanadas de humo, perola hélice mordió el agua y la estrechalancha salió a toda velocidad.

Paul miraba al frente con atención,cuidando de no tocar ninguna de lasdocenas de lanchas y barcazasamarradas en la orilla del agua. Habíaempezado a sentirse seguro cuando de la

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niebla que quedaba detrás salió haciaellos otra pequeña lancha que empezó aacortar la distancia.

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—¡Más rápido! —gritó Gamay.El motor fueraborda iba al máximo,

pero la lancha no batía ningún récord develocidad.

Paul movía el acelerador, tratando decoger velocidad. Encontró la mariposadel cebador y la abrió a medias. Era una

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mañana fría y húmeda, y pensó que esopodría ayudar. Pero el motor empezó apetardear.

—Eso no es ir más rápido —comentóGamay.

—No creo que esta lancha pueda ir amayor velocidad —dijo Paul. Volvió acerrar la mariposa y se centró en sortearlanchas y otros impedimentos amarradosa ambos lados del canal como unacarrera de obstáculos.

La pequeña embarcación que losseguía hacía lo mismo, acortando ladistancia mientras tanto. Al seguir una

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larga curva hacia la derecha, la proa dela lancha de los perseguidores chocócontra la parte trasera de la de Paul yGamay. El golpe los hizo saltar yrozaron el muro de piedra.

Al enderezarse el río, los otros seacercaron y se pusieron al lado. Uno delos hombres levantó un cuchillo paralanzárselo a Paul, pero Gamay blandióun remo que había encontrado y aporreóal atacante en la cabeza, tirándolo alagua, pero el segundo —que ellareconoció como Escorpión— agarró lapunta del remo y tiró.

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Gamay casi fue arrastrada al otrobote. Soltó el remo y cayó de espaldasmientras Escorpión lo arrojaba a unlado.

Las lanchas se volvieron a separar yella vio al hombre sacar el cuchillo.

—Acércanos —gritó Escorpión a sucompatriota.

—Dales duro —ordenó Gamay—.Como si fuera la hora punta.

Paul aceptó el consejo y las doslanchas se encontraron un par de veces,golpeándose con los bordes metálicos yrebotando. Una barcaza que venía de

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frente las obligó a separarse y seabrieron hasta las orillas del canal. Peroen cuanto pasó, los perseguidoresviraron yendo de nuevo a su encuentro.

Esa vez las lanchas chocaron y setrabaron con torpeza. La más grande ymás rápida ganó la batalla por el controly forzó a la más pequeña hacia el murodel canal, que raspó escupiendo unacatarata de chispas.

Al apartarse del muro, Escorpiónsaltó a popa y cogió la pintura queestaba a los pies de Gamay. Ella agarróel borde del marco y trató de retenerlo,

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pero el hombre tiró con fuerza y elmarco cedió.

Gamay se quedó con un trozo deastillado roble rojo en la mano mientrasEscorpión caía hacia atrás dentro de sulancha con el resto de la pintura. Susocio orientó con rapidez la lanchahacia el centro del canal y aceleró.

—¡Me lo ha quitado! —chilló Gamay.Se invirtieron los papeles y por un

momento Paul viró con la mayorbrusquedad posible. Las lanchasvolvieron a chocar, pero no quedaron

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enganchadas y el impacto quitó a Paul lamano del acelerador.

Cuando logró aferrarlo de nuevo, elmotor petardeaba. Lo forzó al máximo,pero solo logró llenarlo de combustibley ahogarlo. Con terrible desazón, vioque la velocidad de la lancha se reducía.

Cogió la cuerda de arranque y tiró deella con ferocidad.

—¡Rápido! —gritó Gamay.La otra lancha se alejaba con rapidez.

Paul tiró por segunda vez de la cuerda, ypor tercera vez. El motor fuerabordaarrancó entre explosiones y empezaron a

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adquirir velocidad, pero la otra lanchales llevaba mucha ventaja y pronto laperdieron de vista en la niebla.

—¿Los ves? —preguntó Paul.—No —dijo Gamay, esforzándose

por divisarlos.Unos minutos más tarde encontraron

la lancha. Estaba vacía y abandonada,flotando junto a la orilla del río.

—Se fueron —dijo Paul, expresandolo obvio—. Los hemos perdido.

Gamay soltó una palabrota entredientes y después miró a Paul.

—Tenemos que llamar a la policía y

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mandar una ambulancia al museo.—Y que vean también a madame

Duchene —añadió él.Paul guio la lancha hasta que

encontraron un descanso y una escaleraen la orilla del canal. Subieron por ellay corrieron al primer negocio queencontraron abierto. Enseguida Gamayhabló por teléfono y la policía se pusoen marcha.

Ahora solo les quedaba esperar.

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58

El Cairo

Tariq Shakir estaba sentado en laoscurecida sala de control, esperandonoticias. No había informes por radio nizumbido de walkie-talkies, solo elteléfono fijo y los datos que llegaban

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por el túnel de las tuberías hasta laplanta hidroeléctrica de Osiris. Por esoscables llegaban las noticias de que suplan estaba a punto de cumplirse.

En Libia convocaban reuniones deemergencia. La prensa miraba conbuenos ojos al hombre de confianza deShakir, líder de la oposición. Eso sehabía comprado con dinero, pero elgobierno en el poder empezaba acosechar un creciente rechazo. Eso teníaun inestimable valor. En todas lasciudades se producían disturbios. Loslíderes políticos seguían prometiendo

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más agua, pero el zumbido de lasbombas en la caverna subterránea deShakir le decían que eso no ocurriríanunca. Dudaba de que el gobierno actualllegara a durar otras veinticuatro horas.

Mientras tanto, al otro lado delMediterráneo, Alberto Piola estaba deregreso en Roma, celebrando reunionesen mitad de la noche y procurándose elapoyo de políticos italianos. Informabade que estaban preparados parareconocer el nuevo gobierno libio encuanto estuviera oficializado y prometersu apoyo a una iniciativa egipcia de

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estabilización y ayuda. Los francesesharían lo mismo, y tanto el golpeargelino como el libio serían prontolegitimados.

Lo único que le preocupaba eran losagentes estadounidenses de la NUMA yla espía italiana. Habían escapado desus garras hacía cinco horas. Todavía nolos habían visto.

Una llamada a la puerta le hizo perderel hilo de los pensamientos.

—Adelante —ordenó.Se abrió la puerta y entró Hassan.—Espero buenas noticias —dijo

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Shakir.—Escorpión acaba de regresar de

Francia. Sus hombres interceptaron a lapareja estadounidense. Tuvieron quedejar algunos cadáveres, pero trajeronlo que buscaban los estadounidenses.

—¿Tiene valor?—Limitado —admitió Hassan—. Las

notas de Villeneuve parecen escritas porun loco. Las ilustraciones no sonmejores. Según Escorpión, losestadounidenses parecían creer quehabía algo oculto en las pinturas, peroellos y sus hombres las hicieron trizas y

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no encontraron nada dentro, ni notasocultas ni mensajes secretos. SiVilleneuve o D’Campion descubrieronla verdad sobre la Niebla Negra o elantídoto, eso se perdió para la historia.

Shakir estaba contento pero noconvencido del todo.

—¿Qué pasó con losestadounidenses?

—No se sabe. Pueden haberescapado.

—Da la orden de que nuestroshombres los eliminen —dijo Shakir.

—Pienso que eso nos expondrá a

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innecesarios...—Pensar no es tu función —sermoneó

Shakir—. Ahora ¿qué sabes de nuestrosintrusos? ¿Hay alguna señal?

—Todavía no —respondió Hassan—.Ya te he contado que es muy improbableque encuentren la salida.

—Que tus hombres sigan en alertamáxima —dijo Shakir—. No me gustaesta espera. Preferiría...

Parpadearon las luces en la sala decontrol, poniendo fin a los sermones deShakir. Las pantallas de los ordenadorestemblaron un instante como si fueran a

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apagarse, pero después serecompusieron. Shakir se quedóescuchando. El ruido de las bombashabía cambiado ligeramente.

Los técnicos, sentados ante lasconsolas, también oyeron ese cambio.Se pusieron a teclear, tratando dedescubrir qué estaba ocurriendo. En laspantallas empezaron a aparecer señalesamarillas de advertencia.

—¿Qué sucede? —exigió Shakir.—Perdimos potencia durante un

segundo. La información se ha desviadoahora por un cable secundario.

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—¿Por qué habrá ocurrido? —demandó saber Shakir.

—Los cables principales sufrieron uncortocircuito o saltó el disyuntor —explicó uno de los técnicos.

—Sé como funciona la electricidad—dijo Shakir—. ¿Qué causó elproblema?

Le respondió un golpe sordo quesacudió el esqueleto de la cueva. Esavibración solo podía ser una cosa. Unaexplosión.

Sin prestar atención a los técnicos,Shakir salió a la sala.

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La mitad de las luces se habíanapagado. Solo funcionaban los sistemasde emergencia. Algo retumbaba a lolejos, como si avanzara hacia ellos uncamión pesado. Shakir miró hacia eltúnel. Se acercaba algo, algo grande.Aquello parecía arrastrarse en laoscuridad, llenando el túnel de pared apared. Mientras intentaba divisarlo seencendió una batería de faros que locegó.

Eran faros antiguos, de coloramarillo. Que no se parecían a los desus coches. Algunos de sus hombres

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corrieron a interceptar el vehículo yfueron abatidos por el tableteo de unapesada ametralladora.

Cuando el arma apuntó en sudirección, Shakir se refugió en la sala decontrol. Los fogonazos iluminaron lacaverna a sus espaldas y proyectiles degran calibre arrancaron trozos de lapared.

—Trae aquí a tus hombres —gritó aHassan—. Los intrusos no han seguidotu guión. En vez de irse han regresado.

Hassan corrió hasta la consola yvolvió a coger el teléfono.

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—Sección Uno —chilló—, soyHassan. Regresen todos. Sí,inmediatamente. Nos están atacando.

Mientras hablaba, los disparos delvehículo desconocido destrozaron lasventanas que separaban la sala decontrol del resto de la cueva. Hassan sepuso a cubierto y se arrastró por el suelobajo una lluvia de cristales.

Dos de los hombres de Shakirintentaron responder a los disparos perofueron rápidamente abatidos.

—Ese no es uno de nuestros vehículos

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—dijo Hassan—. Es una máquinamilitar.

—¿De dónde ha salido? —preguntóShakir.

—No tengo ni idea.Shakir escapó corriendo por la puerta

lateral y se perdió en el túnel secundarioque llevaba a la cámara mortuoriacentral.

Hassan fue hasta la puerta lateral enel momento en el que un pelotón seposicionaba para defender la sala decontrol. Sacó el arma que llevaba, unapistola 9 milímetros. No tenía ninguna

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intención de interponerse en el caminode aquello que estaba destrozando lacueva, pero sabía que daría mejorimpresión si corría a ponerse a cubiertocon un arma en la mano.

Allá en el túnel, la intención de Kurt,Joe y Renata era la opuesta. Aquelloterminaría ya, ese día y en ese sitio.

Joe había aplicado a una de las AS-42 saharianas una muy postergada puestaa punto. La tarea había sido más fácil delo que esperaba. Para empezar, los

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motores del pasado eran exactamenteeso: motores, a diferencia de losvehículos modernos, que estabanabarrotados de sistemas de aireacondicionado, control de emisiones ytodo tipo de artilugios y dispositivos.Cuando Joe abrió el capó de la AS-42,lo único que encontró fue un bloque demotor y un sistema de alimentación decombustible. Eso facilitaba las cosas. Yel aire seco del desierto significabacorrosión cero en todos los componentesmetálicos. Y lo más importante de todo,

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la base clandestina atesoraba todas lasherramientas y repuestos necesarios.

El único problema era el combustibley hacer arrancar la AS-42. Cada gota degasolina traída por los italianos se habíaevaporado hacía décadas, sin importaren qué recipiente la hubieran guardado.Y aunque se hubiera conservado,tampoco habría servido de mucho.

Pero el quad tenía un tanque decombustible que se podía aprovecharcon facilidad. También tenía una bateríade ciclo profundo que se podía transferira la vieja máquina. Cuando arrancó el

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motor de la sahariana, Joe sintió orgullo.Como era de esperar, el profundo rugidodel motor levantó los ánimos de los tres.Ahora irían a la batalla en algo parecidoa un tanque mientras que los demás iríana pie.

Mientras Joe trabajaba en el vehículo,Kurt y Renata se ocuparon del trabajomenos grato de limpiar la entrada deltúnel principal. Usaron el quad paraarrastrar las piedras más grandes ydespués palearon el resto hasta quequedó espacio suficiente para meter porallí la discreta AS-42.

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Con dolor de espalda y molestias enlas piernas, emprendieron una segundatarea: la de verificar y cargar las armas.El vehículo que Joe había reparado ypuesto en marcha llevaba unaametralladora pesada Breda Modello37, que disparaba proyectiles grandescon peines de veinte cartuchos. Además,llevaba un cañón antitanque de veintemilímetros instalado sobre unaplataforma en la parte trasera. Kurthabía encontrado abundante municiónpara cada arma, pero gran parte estabainservible. Guardó en el vehículo todo

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lo que le pareció en buen estado y cargótambién dos metralletas Beretta modelo1918, cuyo extraño diseño hacía que elcargador sobresaliera de la partesuperior y no de la inferior como en lamayoría de las armas automáticas.

Como último recurso, Kurt todavíatenía dos ampollas de Niebla Negra.Para protegerse si fuera necesario,sacaron del escondite italiano tresmáscaras de gas.

Armados, emprendieron el viaje deregreso. No les costó mucho orientarsehasta la sala principal, pero descubrir

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por qué túnel había que seguir desde allífue más difícil. Después de varioserrores, llegaron a la bifurcación dondehabían volcado los dos quads.

Prudentemente, Hassan habíaapostado allí unos guardias que noesperaban un enfrentamiento y Kurt loseliminó con la Breda antes de que ellosse dieran cuenta de lo que les habíapasado.

Desde allí siguieron hacia el ejecentral del sistema de cuevas,descubriendo sobre la marcha los muyaislados cables de alta tensión, que en

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un empalme volaron con explosivosencontrados entre los pertrechositalianos. Esperaban un apagón total,pero solo se atenuó la luz.

—Todavía llega corriente de algúnsitio —dijo Joe.

—Eso no tiene que preocuparnos —comentó Kurt—. Tengo la sensación deque acabamos de anunciar nuestrallegada. A partir de ahora tenemos queimprovisar. Tenemos que encontrar aShakir antes de que se escape.

Avanzaron retumbando por el túnelprincipal, se encontraron con un segundo

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grupo de hombres de Shakir y vieron alpropio Shakir delante de la sala decontrol. Kurt abrió fuego, no paramatarlo sino para obligarlo a volver alcentro de control, con la esperanza deatraparlo. No había contado con quehabía una segunda salida.

Después de detenerse delante de lasala de control, Kurt saltó del vehículocon la metralleta Beretta en la mano. Alentrar en la sala vio dos ingenierosagachados debajo de una consola, perono había rastros de Shakir.

—Se ha largado —le gritó a Joe—.

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Debe de haberse ido por la puertatrasera.

—Veré si puedo dar la vuelta ycortarle la retirada —dijo Joe.

Kurt le dio el visto bueno y lo miróavanzar atronando la AS-42. Paraimpedir que Shakir volviera sobre suspasos, entró en la sala de control. Sindejar de apuntar a los ingenieros, sedetuvo junto a la consola. En laspantallas vio el contorno del norte deÁfrica junto con la red de bombas ytuberías que Shakir estaba utilizandopara vaciar el acuífero.

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—¿Inglés? —preguntó Kurt.Uno de ellos dijo que sí con la

cabeza. Kurt les apuntó con la Beretta.—Es hora de apagar eso.Viendo que ellos no actuaban, Kurt

disparó una ráfaga hacia el suelo, junto aellos. Los dos se levantaron de un saltoy fueron hasta la consola, dondeempezaron a bajar interruptores. Kurtestaba familiarizado con las bombas ylos indicadores de presión, que estabanpresentes en todas las operaciones derescate y recuperación de barcos en lasque había participado. Al estudiar la

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configuración en la pantalla,instantáneamente vio una oportunidad.

—He cambiado de idea —dijo—. Noapaguen eso.

Los hombres lo miraron.—Quiero invertir el proceso.—No sabemos qué ocurrirá si

invertimos el funcionamiento de lasbombas —señaló uno de los hombres.

—Podemos averiguarlo —dijo Kurt,levantando un poco la metralleta parareforzar la orden.

Los técnicos volvieron a trabajar yKurt miró con satisfacción cómo bajaba

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el flujo en las pantallas. Las cifras delas bombas de lo largo del Nilo bajaronprimero a cero y después, tras una brevepausa, volvieron a subir, esta vezresaltadas en rojo con un signo de menosal lado.

Poco después, las flechas de cadatubería cambiaron de dirección ymostraron el agua circulando en sentidoopuesto, del Nilo a las tuberías y —almenos eso esperaba Kurt— luego a losacuíferos.

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Mientras Kurt estaba en la sala decontrol, Joe puso en marcha la AS-42.El viejo caballo de guerra avanzódespacio. El motor funcionaba bien,pero los neumáticos estaban hechospapilla. Era como rodar sobre unagolosina esponjosa. De todos modos,allí abajo no tenían que romper ningúnrécord de velocidad. Solo andardespacio y acabar con toda laresistencia, cosa que Renata hacía conmortal eficiencia usando la pesadaametralladora Breda.

En un cruce en T del túnel, empezó a

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girar con torpeza. Más adelante, varioshombres de Shakir se habían apostadodetrás de uno de los quads, y abrieronfuego acribillando el frente de lasahariana.

Joe metió marcha atrás y se apartó dela línea de fuego. La nariz del vehículohabía quedado llena de agujeros, pero,por fortuna, el motor estaba detrás.

—Saca uno de esos proyectilesantitanque —le dijo a Renata.

Renata sacó de una caja de municiónun explosivo pequeño, del tamaño deuna granada. Se suponía que había que

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dispararlos con armas del estilo de lasbazucas, pero ninguno de los tubos quehabían encontrado coincidía con sutamaño. Joe los había traído por situvieran que volar algo.

—¿Qué quieres que haga con él? —preguntó Renata.

—Arrójalo hacia el otro lado de lasala —gritó—. Cuando yo pase pordelante y ellos me estén tirando, asómatey dispáralo. Tienes que acertar.

—No suelo fallar tan a menudo —aseguró ella.

—Muy bien.

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Renata bajó del vehículo con elexplosivo en una mano y la metralletaBeretta colgando del hombro. Se deslizóhasta la curva, arrojó el explosivo por eltúnel adyacente hacia los hombres deShakir y se retiró.

Joe encendió el motor y metióprimera. El vehículo arrancó de golpe,avanzando de forma irregular con losneumáticos dañados. Pasó por el cruceen un segundo mientras recibía todavíamedia docena de balazos. Joe se agachóinstintivamente. Más adelante, se volviópara mirar.

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Como estaba planeado, Renata seadelantó, apuntó y disparó. Un estruendoensordecedor resonó en la cueva,levantando una nube de polvo. Cuandoel polvo se asentó, el quad estabavolcado al final de la sala. Alrededorhabía varios hombres caídos; los demáshabían desaparecido. Parecía que Shakiry sus hombres habían salido corriendo.

—Voy al laboratorio —gritó Renata—. A ver si hay allí algo útil.

Atravesó corriendo la sala, tapada depolvo marrón de la cabeza a los pies. Uneficaz camuflaje.

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Joe la vio irse, colocó el vehículo enposición y arrancó por el túnel,conduciendo con una mano y disparandocon la Breda con la otra cada vez queveía un grupo de hombres de Shakir.

Kurt vio que algo parpadeaba en la

pantalla.—¿Qué es eso? —exigió.—Ascensor —dijo uno de los

técnicos. Señaló hacia la puerta lateral—. Por aquel túnel. Va hasta la sala debombas que hay arriba.

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La pantalla mostraba que bajabadesde una altura de más de cien metrospor encima de ellos.

—¿Ascensor? —masculló Kurt—.Ojalá alguien me lo hubiera contado.¿Es posible detenerlo?

Los hombres negaron con la cabeza.—No veo que estén armados —dijo

Kurt—, así que los dejaré marchar. Lesrecomiendo coger el primer tren.

Los hombres se levantaron y uno tratóde darle las gracias a Kurt.

—¡Fuera! —les gritó.Atravesaron la sala corriendo hacia la

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cámara mortuoria y el pasillo de acceso.Cuando Kurt estuvo seguro de que novolverían, fue hacia la puerta lateral.

Vio que Joe regresaba por la sala enel vehículo blindado italiano.

—Un nuevo problema —gritó Kurt,llamando al amigo por señas.

—¿Qué pasa?—Hay un ascensor en el pasillo.—¿Ascensor?—Parece que sí —respondió Kurt—.

Necesitamos inutilizarlo antes de quellegue abajo.

—¿No deberíamos usarlo?

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—Lo están usando los hombres deShakir. Están llegando refuerzos desdela superficie.

—Entiendo —dijo Joe.Kurt iba a subir al vehículo pero se

detuvo.—¿Dónde está Renata?Joe señaló con la mano.—Fue en busca del laboratorio.—Voy a alcanzarla —avisó Kurt—.

Encontrémonos aquí. Parece que hemospuesto en fuga a esos hombres.

Mientras Kurt se alejaba corriendo,Joe pisó el acelerador y se internó más

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en el pasillo, buscando el ascensor. Notenía interés en volar nada para salirrápidamente de allí, pero si tenía quehacerlo no lo dudaría.

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Shakir y Hassan atravesaron la salacorriendo y salieron a un ámbito grandey abierto con la Esfinge dorada, el barcoantiguo y la colección de sarcófagos.Mientras pasaban corriendo junto albarco, chapotearon al pisar la capa deagua de un centímetro de espesor.

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—Se está inundando el complejo —dijo Shakir.

—Eso no tiene sentido —respondióHassan—. Las bombas siguenfuncionando. Las oigo.

El agua borboteaba saliendo de laszonas más hundidas. Shakir sabíaexactamente qué había ocurrido.

—Han invertido el flujo del agua. Envez de vaciar el acuífero, lo estánpresurizando.

—Si eso es cierto, tenemos unproblema —dijo Hassan—. Estahabitación estaba inundada cuando la

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descubrimos. Volverá a inundarse.Tenemos que salir de aquí.

Shakir estaba indignado.—Eres un verdadero cobarde,

Hassan. ¡Son solo tres! Tenemos quematarlos y corregir el funcionamiento delas bombas.

—Pero van en una especie de tanque.—Es un coche blindado —dijo

Shakir, que lo había observado conatención—. No sé de dónde lo sacaron,pero no es indestructible. Solonecesitamos una trampa y mejores

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armas. Vete al arsenal, saca algunoslanzagranadas y tráelos aquí.

Hassan miró alrededor.—Vamos —le dijo al soldado que

estaba con ellos.Mientras los dos se alejaban, Shakir

se apostó cerca del centro de lahabitación. Vio que otro de sus hombresiba hacia el túnel de salida.

—¡Quédate a combatir! —gritó.El hombre no le hizo caso, y corrió

por la rampa hacia el túnel de acceso.Shakir levantó la pistola y disparóvarias veces, alcanzando al hombre

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cuando estaba llegando arriba. Eldesertor se desplomó por el borde de larampa y cayó al foso de los cocodriloshambrientos, que no tardaron ni unsegundo en atacarlo.

Hassan usó la clave para abrir la puertadel arsenal. Dentro había hileras derifles de asalto, cajas de munición y,contra la pared del fondo, un conjunto delanzagranadas de fabricación rusa.Entregó uno al soldado que loacompañaba.

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—Llévaselo a Shakir —dijo.El hombre no discutió la orden y salió

corriendo.Hassan se quedó un momento

revisando otro lanzagranadas y, después,cuando tuvo la certeza de que estabasolo, se acercó a un teléfono fijoconectado, mediante la sala de control,al puesto de la superficie. Esperaba queno estuviera cortado.

Tras unos segundos de estática se oyóla voz del jefe del puesto.

—Ponme con Escorpión —ordenóHassan.

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Escorpión cogió el teléfono.—Voy hacia el ascensor con dos

pelotones.—No vengas con ellos —dijo Hassan

—. Y búscame en la tercera salida, en eltúnel de la vieja mina de sal —añadió—. Trae un Land Rover. Tendremos queviajar con rapidez.

Escorpión no cuestionó la orden.Hassan cortó. Alrededor de sus tobillosel agua formaba remolinos. Se filtrabaen la cueva a través de miles de grietasque había en el suelo. No tenía el másmínimo deseo de ahogarse allí. Fue

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hasta la puerta, miró por el túnel quellevaba a la cámara mortuoria y echó acorrer en dirección contraria.

Había que sobrevivir para luchar otrodía.

Shakir esperaba en la cámara mortuoria.El primer soldado llegó corriendo conun lanzagranadas al hombro, pero¿dónde estaba Hassan?

Antes de que pudiera interrogar alsubordinado, desde el lado opuestoapareció corriendo otra figura.

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Era la mujer italiana. Iba hacia eltúnel del laboratorio. Parecía cubiertade polvo. Debido a la mala iluminación,cuando Shakir la vio ya se habíaadentrado bastante en el lugar. Pero esofue su perdición.

Shakir esperó agazapado. La mujersería una perfecta moneda de cambio.Los estadounidenses eran blandos. Poruna mujer hermosa no tardarían nada enrendirse.

Cuando ella se estaba acercando alcentro de la habitación, los cocodrilosrugieron dentro de su charca de

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contención, peleándose por elinesperado alimento que habían recibidoun rato antes.

El ruido la distrajo y Shakirarremetió, la sujetó y le quitó de la manola metralleta.

La mujer reaccionó con rapidez,volviéndose hacia él y descargándole unpuñetazo en la mandíbula, pero Shakirsolo se rio. La arrojó de lado contra elborde del primer sarcófago,aturdiéndola. Ella trató de levantarse yechar a correr, pero él le hizo la

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zancadilla y después la levantó de untirón y la abofeteó.

—No te levantes —ordenó.Ella intentó hacerlo de nuevo, pero él

le dio una patada en las costillas,quitándole el aire, y después le puso unpie encima. Esa vez amartilló la pistolay le apuntó al cráneo.

Renata se quedó quieta.Le esperaba una bala, pensó. Con

suerte, una bala bien colocada. Pero éltenía otros planes.

—No te preocupes —dijo—, pronto

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te mataré. Solo quiero que lo presencientus amigos. De cerca y en persona.

Se volvió hacia el soldado dellanzagranadas.

—Trepa a la Esfinge. Desde allípodrás hacer buena puntería.

—¿Y Hassan?—Supongo que se le ha acabado el

valor.

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Joe condujo hasta la sala del ascensor yencontró una armazón metálica que,saliendo de un pozo vertical talladoarriba en la roca, se prolongaba hasta elsuelo. El enrejado metálico era amplio yrobusto, y Joe supo que la caja estabapreparada para llevar cargas, equipo

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pesado y grandes grupos de hombres,como los que había visto en numerosasoperaciones mineras en todo el mundo.

El ascensor no había llegado, pero losengranajes estaban funcionando.Teniendo en cuenta que vendrían en élveinte o treinta hombres armados, Joetenía que impedir que llegara abajo.

Por desgracia, como en la mayoría delos casos, ese ascensor estabacontrolado desde arriba, donde unpesado tambor, mediante cables deacero, hacía subir y bajar la cabinasobre rieles. Lo único que Joe podía

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hacer era embestir la armazón metálicacon la esperanza de torcer los rieles ytrabar el descenso.

Acomodó la sahariana y aceleró elmotor. Iba a arremeter cuando notó queaquello se estaba inundando; el aguaavanzaba tanteando el suelo a sualrededor.

—Parece que hay una filtración —dijo entre dientes.

Al darse cuenta de que quizánecesitarían el ascensor para huir, Joeabandonó la idea de lanzarse contra el

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ascensor y rápidamente adoptó el planB.

Estacionó la AS-42, subió al lugar delartillero y levantó una placa acorazadaprotectora. Montó entonces tanto elcañón antitanque de 20 milímetros comola pesada ametralladora Breda.

Apareció la sombra del ascensor ydespués la parte inferior de la caja, quese deslizó hasta encajar en el fondo. Nohabía puertas, solo una jaula con sueloenrejado. Dentro había por lo menosveinte soldados de Shakir.

Joe no tenía ningún interés en abatir a

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tiros a un grupo de hombres atrapados,pero si uno solo se ponía nerviosoapretaría los dos gatillos y no dejaría dedisparar hasta que los cargadores de lasarmas quedarán vacíos.

El ascensor tocó el suelo con unsonoro estruendo.

—Yo, en vuestro lugar, volvería a lasuperficie —gritó Joe con los dedos enambos gatillos, mirando por unaestrecha ranura de la placa acorazada.Los faros de la sahariana brillaban conintensidad, cegando a los hombres de lajaula.

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Las puertas exteriores del ascensorestaban abiertas. Los hombres, dentro,aferraban las armas, pero iban tanapretados que no podían levantarlas.

—¡No tenéis por qué morir hoy! —chilló Joe.

Las puertas interiores empezaron aabrirse. Joe esperaba que intentaranfugarse y terminaran masacrados, peroninguno se movió.

Le devolvieron la mirada, bizqueandoante la intensidad de los faros.Finalmente, sin mediar palabra, uno delos hombres pulsó un botón. Las puertas

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se cerraron, los cables de acero setensaron y el ascensor empezó a subir.

Joe fue levantando el cañón de laametralladora, siguiendo la caja delascensor hasta que desapareció en elpozo. Se adelantó un poco y miró cómosubía el suelo enrejado. Treintasegundos más tarde se convenció de queno planeaban volver. Saltó de nuevo alasiento del conductor.

Según había calculado Kurt, lasuperficie estaba a un poco menos deciento cincuenta metros. Un viaje decomo mínimo dos minutos. Cuatro

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minutos ida y vuelta. Sabía que lesquedaba por lo menos ese tiempo.

Aceleró y puso rumbo a la sala decontrol. Al llegar, avanzaba sobre unacapa de agua de treinta centímetros.

A mitad de camino encontró a Kurt,inmovilizado por un grupo de hombresde Shakir. Joe apuntó con el cañónantitanque y disparó. Los pesadosproyectiles arrancaron trozos de roca dela pared y el grupo se dispersó.

Kurt trepó al vehículo.—Justo a tiempo —dijo—. ¿Cómo

anduvieron las cosas con el ascensor?

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—Los reprendí con dureza y los hicesubir de nuevo —explicó Joe.

—¿Crees que regresarán?Joe miró alrededor. La caverna olía a

humo por las explosiones y los disparos.Casi no había luz y se estaba llenandode agua con rapidez.

—¿Tú lo harías?—Ni hablar —contestó Kurt,

sentándose.—Parece que no alcanzaste a Renata

—dijo Joe.Kurt negó con la cabeza.—Me atraparon esos individuos.

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Vayamos a buscarla y salgamos de aquí.De lo contrario tendremos que escaparnadando.

Joe pisó el acelerador y la saharianaarrancó empujando una pequeña ola ydejando una estela en la oscuridad. Enuna zona baja del túnel estuvo a punto dearrastrarlos el agua, pero la toma de airequedaba en una parte alta de lacarrocería y lograron vadear la corrientey salir por el otro lado.

—¿De dónde viene toda esta agua? —preguntó Joe.

—Del Nilo —respondió Kurt—.

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Invertí el funcionamiento de las bombas.Ahora el sistema de Shakir obliga elagua a volver a alta presión desde el ríohasta el acuífero. Supongo que el aguaestá borboteando por aquí.

—Y llenando los lagos secos de Libiay de Túnez —dijo Joe.

Kurt sonrió de oreja a oreja.—Espero que aparezcan géiseres en

el centro de Bengasi.Siguieron avanzando, y pasaron junto

a dos cuerpos que flotaban en el agua...hombres de Shakir.

—Renata vino en esta dirección —

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aventuró Kurt.Un poco más adelante, el nivel del

agua llegaba la mitad del vehículo.—Esta cosa ¿no será anfibia? —

preguntó Kurt.Joe dijo que no con la cabeza.—Treinta o cuarenta centímetros más

y nos hundimos.Retumbando, salieron del túnel a la

cámara mortuoria central.—El laboratorio queda al otro lado

—dijo Kurt.Kurt miró con atención mientras

salían al espacio abierto. No había

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nadie a la vista, pero más adelante brotóalgo que llamó su atención.

Con el rabillo del ojo, Kurt vio unaestela de humo y fuego que se acercabacomo un rayo. No hubo tiempo parareaccionar ni siquiera para gritar. Lagranada propulsada dio contra la pared,pocos metros por delante y a un lado.Abrió un enorme cráter en el sueloinundado, aplastó la parte delantera dela AS-42 y volcó el vehículo.

Kurt no perdió la conciencia, pero lezumbaban los oídos y sentía la cabeza a

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punto de estallar. Se encontró que habíacaído en el agua.

Miró hacia el asiento del conductor.—¿Estás bien?—Se me han quedado atrapadas las

piernas —dijo Joe—. Pero no creo quetenga nada roto.

Joe se esforzaba por soltarse. Kurtapoyó del hombro contra el metaldoblado del salpicadero y empujó.

Joe se soltó y cayó en el agua junto aKurt.

—Tuvimos suerte —dijo con evidente

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dolor—. Si nos hubiera dadodirectamente, nos habría matado.

—Parece que el sitio aún no ha sidoabandonado del todo —dijo Kurt.

—No, claro que no —gritó una vozdesde el otro lado del vehículodestrozado.

Kurt la reconoció. Era la voz deShakir.

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Kurt y Joe se apretaron contra los restosde la AS-42, asentada ahora sobresesenta centímetros de agua y cada vezmás hundida. El cañón antitanque estabainutilizado y la metralleta Beretta deKurt no se veía por ningún lado.

—Poco importa que nos mates o dejes

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de matarnos —gritó Kurt—. Este sitio seva a inundar y saldrá agua por todos losagujeros. Eso va a llamar la atención.Estás acabado, Shakir. Tu plan hafracasado.

La primera respuesta fue unacarcajada.

—Encontraré la manera de cortar elagua y deshacer todo lo que habéishecho —respondió Shakir—. Esto no esmás que una molestia.

—No es cierto —gritó Kurt—. Usé tuordenador para enviar un mensaje a missuperiores. Cuando llegues a la

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superficie el mundo ya sabrá quién eresy qué has hecho. Sabrá que eres elcausante de la sequía. Sabrá de Piola yde los otros que están a tus órdenes, ysabrá que la toxina que utilizas paradormir a la gente sale de las glándulasde la rana toro africana. ¡La próxima vezque digas a alguien que lo puedes matary resucitarlo, se te va a reír en la cara!

Cuando una serie de disparosrebotaron en la parte inferior de la AS-42, Kurt se dio cuenta de que habíametido el dedo en la llaga.

—No creo que hacerte el pistolero

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loco sea una gran idea —dijo Joe.—Nos separa un vehículo blindado

—señaló Kurt.—Quizá esté apuntando al tanque de

combustible.—Buena observación —dijo Kurt—.

Pero si acierta estaremos empapados.El agua ya llegaba a la cintura de Kurt

y cada minuto subía tres o cuatrocentímetros. Kurt pensó en nadar paraponerse a resguardo, pero entonces vioalgo que le hizo cambiar de idea. Alláadelante algo largo, chato y verde se

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deslizaba por encima de lo poco quequedaba de su muro de contención.

—Tenemos un nuevo problema —anunció.

Joe también lo había visto.—Difícil decisión —dijo—. Que te

disparen o que te coman.El agua inundaba todo el espacio,

empezando por la zona baja del foso delos cocodrilos.

—Quizá creas que vas a escapar —gritó Kurt, dirigiéndose a Shakir—, perono te dejarán pasar los cocodrilos.

—No se van a tomar la molestia de

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atacarme —respondió Shakir—, porqueestarán demasiado ocupadosdevorándote a ti.

Kurt miró por un hueco que habíaentre los metales retorcidos. Shakirestaba de pie sobre la tapa de unsarcófago en el centro de la habitación.A sus pies había algo.

—Pronto te mojarás —dijo Kurt—.Pero te propongo un trato. Tú sales contus hombres por el túnel de acceso ynosotros regresamos y tomamos elascensor. Podemos matarnos en

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cualquier otro momento en un sitio másseco.

Apareció otro cocodrilo por encimadel muro y después otros dos.Desaparecieron en el agua y Kurtdudaba de que tardaran en encontrar elvehículo volcado y los dos bocadillosque se escondían detrás.

—Te propongo un trato mejor —dijoShakir—. Tú y tu amigo os levantáis conlas manos sobre la cabeza y yo osejecuto inmediatamente.

—¿Por qué es ese un mejor trato? —gritó Kurt.

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—Porque el alternativo consiste enque te quedes donde estás y oigas comometo una bala en cada una de lasrodillas de la mujer italiana antes dearrojarla al agua.

—Tenías que haber preguntado —dijoJoe.

Kurt, frustrado, movió la cabeza.—Al menos sabemos dónde fue a

parar.—Me matará de todos modos —gritó

Renata—. Tenéis que iros. Ya. Lo másimportante es que sobreviva la verdad.

Kurt retorció el cuerpo y volvió a

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mirar entre los restos de la partedelantera del vehículo.

—Está subido a uno de lossarcófagos. Renata está tendida delantede él. Pero la granada vino del otrolado. ¿Ves a alguien por allí?

Joe asintió.—Hay alguien subido a la Esfinge.

No debe de tener más proyectiles. De locontrario, estaríamos fritos.

Kurt miró hacia su amigo. Joesangraba por un corte encima de un ojo yse apretaba las costillas.

—La verdad es que no estamos

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sobrados de opciones.—No —dijo Joe—. A mi modo de

ver, podemos luchar y morir. Rendirnosy morir. O esperar aquí a que suba elagua y ahogarnos. Si antes no nos comenvivos.

Mientras hablaba, Joe sacó laametralladora Breda de donde estabamontada.

—Adivino que quieres luchar —dijoKurt.

—¿Tú no?Kurt negó con la cabeza.—Yo en realidad voy a rendirme —

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dijo guiñando un ojo.El rostro de Joe delató sorpresa, pero

Kurt abrió las manos y mostró las dosampollas de Niebla Negra. Cabíanperfectamente una en cada mano.

—¿Podrás acertarle al tío que estásubido a la Esfinge? —preguntó Kurt.

Joe se fijó si no estaba encasquilladala Breda.

—Me quedan diez balas. Creo queuna de ellas tiene el nombre de ese tío.

Se sobresaltaron al oír un disparo yun grito.

—¡Eso fue solo una herida! —gritó

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Shakir—. La próxima le destrozará larótula.

Con una ampolla en cada palma, Kurtapoyó las manos detrás de la cabeza y seacomodó para levantarse.

—Tira eso directamente —dijo Joe—. No pierdas el tiempo calculandoefectos.

Kurt sonrió y se levantó despacio,casi esperando que le dispararan en elmomento de asomarse por detrás delvehículo volcado. Estiró el cuerpo ymiró a Shakir a los ojos. Renata estabaarrodillada delante de él.

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—Tu amigo también —gritó Shakir.Con las manos detrás de la cabeza

como le había ordenado, Kurt miró a Joey después a Shakir.

—Tiene una pierna rota. No puedelevantarse.

—¡Dile que salte sobre la otra!Joe asintió. Estaba preparado para

disparar.—¡Díselo tú mismo! —gritó Kurt.

Levantó el brazo derecho y arrojó laprimera ampolla hacia el sarcófago depiedra sobre el que estaba subidoShakir. No acertó por milímetros y la

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ampolla chocó inocuamente contra elagua, saltando como una piedra.

Shakir vio el proyectil pasar y seestremeció, esperando una explosión. Alver que no se producía, levantó el armay le disparó a Kurt.

Kurt ya había pasado la segundaampolla a la mano derecha y la habíaarrojado, esta vez con un movimientohorizontal. La ampolla dio en la tapa depiedra del sarcófago del faraón debajode los pies de Shakir. Se rompió, y elcontenido subió siguiendo el bordecurvo del sarcófago.

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La Niebla envolvió a Shakir, que setambaleó hacia atrás mientras se lenublaba la visión. Supo al instante loque había ocurrido, pero de poco leservía: la Niebla lo estaba dominando.Disparó una vez más hacia donde estabaKurt y el culatazo lo hizo caer deespaldas al agua.

Al otro lado del vehículo destrozado,Joe había montado la pesadaametralladora sobre el parachoquesdelantero. Abrió fuego hacia el blancosubido a la Esfinge. El disparo de la

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Breda retumbó en la cámara mortuoriacomo un cañonazo.

El soldado instalado sobre la Esfingese metió detrás del borde de la estatua aloír los primeros disparos. Pero lasiguiente ráfaga dio en el adornoacampanado de la cabeza de la estatua yla llenó de agujeros.

El soldado se dio cuenta del errordemasiado tarde. La Esfinge estabahecha con yeso y cubierta de oro batidoy piedras semipreciosas. El arma queusaba Joe estaba hecha para perforar

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blindajes. Las balas atravesaban eladorno como quien agujerea un papel.

Al recibir una, el soldado cayó derodillas. La siguiente lo remató y sedesplomó de lado y resbaló por laespalda de la Esfinge. Se estrelló en elagua y salió flotando boca abajo hasta lasuperficie.

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Kurt miró alrededor, escuchando. Lacámara había quedado en silencio. Eltiroteo había terminado. Entonces algoalteró la quietud del agua a los pies dela Esfinge: apareció sigilosamente unode los cocodrilos, que cazó con lasfauces el cuerpo del soldado muerto y se

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puso a dar vueltas, dibujando unaespiral de muerte.

—Hay que rescatar a Renata —dijoJoe.

Kurt ya se había puesto enmovimiento, había sacado una máscarade gas del vehículo destrozado y se laestaba ajustando sobre la cara.

Después de haber pasado media vidaen el agua, Kurt seguía asombrado de lodifícil que resultaba correr una vez queel agua pasaba de la rodilla. Avanzó conímpetu y descubrió a Renata flotando einconsciente. La levantó, se la echó

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sobre el hombro y trepó al sarcófago depiedra. Desde allí vio el dilema. Loscocodrilos hambrientos habían salidodel foso. Ahora daban vueltas por lassomeras aguas de la cámara mortuoriabuscando alimento. Contó cuatro, peroeso no garantizaba que no hubiera más.

Allí detrás, Joe había trepado al ladode la AS-42 y por el momento estabaseguro. Pero el agua seguía subiendo. Alno percibir ningún peligro entre los dos,Kurt lo llamó por señas.

Con una máscara de gas puesta, Joecaminó con esfuerzo hasta el sarcófago

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más cercano y trepó a él. Desde allí fuesaltando de uno a otro hasta llegar adonde estaba Kurt.

—Tenemos un punzante dilema —anunció Joe.

Kurt percibió el velado humor através de la máscara.

—Espero que no —dijo.En el agua, Shakir flotaba boca

arriba, cabeceando en poco más de unmetro de agua. A su lado estaba laúltima ampolla de Niebla Negra.

—Cúbreme —dijo Kurt.Saltó y vadeó hacia Shakir y el

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recipiente de cristal con la toxinadentro. Sabía que podrían sacar ventajade los dos. Shakir incluso podría sermás importante si lograban que hablara.

Recogió la ampolla del agua con unamano y con la otra agarró a Shakir.Remolcando a Shakir, la marcha era aúnmás lenta que antes.

—¡Date prisa! —gritó Joe,levantando la Breda y disparando porencima de la cabeza de Kurt.

Kurt trataba de ir más rápido, pero laflotabilidad le reducía la tracción, y siintentaba correr, resbalaba. Llegó con

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esfuerzo al sarcófago, salió del agua ytrato de subir a Shakir.

Apareció una ola, y detrás uncocodrilo de cuatro metros de largo queaprisionó una pierna de Shakir con lasfauces. Kurt no pudo retenerlo y en uninstante el cocodrilo sacudió y sumergióel cuerpo.

El agua revuelta se tiñó de verde y derojo y se cubrió de espuma mientrasvarias fieras más se disputaban elcuerpo, y entonces una de ellas se alejóseguida por todas las demás.

—Me parece que se va a encontrar

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con el dios de la ultratumba ya —dijoJoe.

—Algo me dice que a Osiris no le vaa gustar lo que hizo con este sitio —comentó Kurt.

—No es que no se mereciera esto —dijo Joe—, pero ahí se va nuestra únicaoportunidad real de encontrar elantídoto.

Kurt observaba el agua que lamía elborde del sarcófago por debajo de suspies.

—Si no nos cuidamos, acabaremoscomo él —avisó—. Esta islita no nos va

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a proteger. He visto a cocodrilos en elAmazonas saltar del agua más de unmetro para atrapar pájaros en un árbol.He visto cosas peores en la orilla deabrevaderos, donde practicaban cazamayor.

Joe estuvo de acuerdo.—¿Qué te parece si nos vamos ahora,

mientras están comiendo?—Yo llevo a Renata. Tú coge la

ametralladora. Vamos hasta la rampa ydespués hacia la planta de Osiris. Yoarrojaré hacia atrás el contenido de laampolla. Tú dispara a todo lo que

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aparezca por delante. Y salgamos con lamayor rapidez posible.

—De acuerdo —dijo Joe—. Tengo lasensación de que esa última parte esesencial.

Kurt se echó a Renata por encima delhombro y le rodeó las piernas con elbrazo izquierdo. Llevaba la ampolla enla mano derecha.

—Parece que no hay nadie —dijoJoe.

Solo para asegurarse, hizo unos pocosdisparos al agua. Saltó y empezó avadear. Joe estaba seguro de que se lo

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comerían vivo antes de llegar al túnel.Disparó a algo que había la izquierda.Era un zapato. Giró hacia la derechapero no vio nada.

Kurt saltó detrás y rompió la punta dela ampolla con el pulgar y empezó aechar el contenido en el agua que ibandejando detrás.

Miró al oír otro disparo de Joe. Esavez algo surcó el agua en direccióncontraria. Kurt vio que se agazapaba asu espalda e iniciaba la embestida.

—¡Joe! —gritó.Volvió a retumbar la Breda, dos

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disparos, y entonces se encasquilló. Elcocodrilo siguió avanzando y se estrellócontra las piernas de Kurt.

El impacto lo derribó de espaldas,pero las fauces del animal nunca seabrieron, y cuando Kurt volvió a lasuperficie vio que se alejaba flotandopor el charco como un inofensivojuguete. Nunca sabría si había sido porefecto de la Niebla Negra o de lapuntería de Joe.

Joe llegó antes a la rampa, pero encuestión de segundos los tres habíansalido a un lugar seco.

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Descansaron un instante, mientras elagua seguía subiendo.

—Regresemos a casa —propusoKurt.

Joe desatascó la Breda y despuéssiguieron por el túnel de acceso,pasando por delante de las ranasmomificadas hasta la sala de Anubis conla tubería y el tranvía. Allí quedaba uncoche y subieron a él, lo hicieronarrancar y emprendieron el viaje deregreso a la planta de Osiris.

Cuando finalmente llegaron a laplanta hidroeléctrica, la puerta del

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generador ya estaba abierta de par enpar. Al salir del tranvía fueron recibidospor una docena de militares egipciosuniformados. Había rifles apuntándolesy Joe dejó el arma en el suelo y levantólas manos. Kurt también levantó lasmanos, haciendo equilibrio con Renataen el hombro.

Se les acercó un hombre de miradapenetrante. En el uniforme llevaba elÁguila de Saladino, mostrando que eracomandante, como lo era Edo en elmomento en el que Joe lo habíaconocido.

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El comandante estudió la figuradecúbito prono de Renata y despuésmiró de arriba abajo a Kurt y a Joe.

—¿Son estadounidenses?Kurt asintió con la cabeza.—¿Zavala y Austin?Los dos repitieron el movimiento de

cabeza.—Acompáñenme —dijo—. El

general Edo quiere verlos.

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Edo llevaba su viejo uniforme, quetodavía le quedaba bien después dehaber vuelto durante dos años a la vidade civil.

—¿Te reenganchaste desde que nosfuimos? —preguntó Joe.

—Es solo para impresionar —dijo—.

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Vine al frente de estos hombres. Penséque tenía que vestirme como me loexigía el papel.

—¿Encontraste mucha resistencia?—No aquí —insistió Edo—. Los

hombres que trabajan en la planta sonciviles, pero despachamos a variosgrupos de las unidades especiales deOsiris que salieron por ese túnel. YShakir no encajará esto sin responder.Nosotros tenemos algunos aliados tantoen el gobierno como en el ejército, peroél también.

—Yo no me preocuparía por Shakir

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—dijo Joe—. El único problema quecausará ahora es una indigestióncocodrílica.

Kurt añadió los detalles, y contócómo había sido la muerte de Shakir ydestacó los tesoros que habíanencontrado al final del túnel, tesoros queahora volvían a estar bajo el agua.

Edo escuchó en un estado defascinación.

—Una gran victoria —concluyó.—Incompleta —dijo Kurt. Mostró la

ampolla vacía—. Encontramos elveneno, pero no el antídoto. Además,

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Hassan escapó. Cuando haya unido a lospartidarios de Osiris, habrá quecombatirlo tanto políticamente como enla calle.

—Hassan es un zorro astuto —dijoEdo—. Ha sobrevivido a más purgas delas que uno se imagina. Pero esta veznos ha dejado un rastro. Según algunosde los hombres que hemos capturado, selo vio aparecer por una de las salidas dela mina con un hombre con el rostrolleno de cicatrices y vendado. Medijeron que se lo conoce por el nombrede Escorpión.

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Kurt y Joe intercambiaron miradas.—¿Se sabe a dónde iban?Edo negó con la cabeza.—No. Pero por uno de sus pilotos nos

hemos enterado de algo más. Os lo voy amostrar.

Los condujo hasta un mapa situado enla pared.

—Este diagrama muestra lasestaciones de bombeo que Osiris haestado usando para desviar el agua delacuífero hacia el Nilo. Hay diecinueveestaciones primarias y algunas docenasde bombas secundarias que ayudan a

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mantener la presión. Hasta dondesabemos, todas son automáticas. Menosesta.

Edo señaló un punto en el mapa aloeste de El Cairo, en la zona áridaconocida como Desierto Blanco.

—Según los pilotos que capturamos,volaban regularmente a este sitio paraentregar alimentos, agua y otrossuministros.

—¿Es entonces una estación dotadade personal?

Edo asintió.—Pero ¿qué clase de personal? Según

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los pilotos, había tanto civiles comoasiduos de Osiris. Científicos querecibían cada tres días cajas especiales,herméticamente selladas.

Kurt recordó lo que el biólogo BradGolner le había dicho mientrasagonizaba.

—Tiene que ser el laboratorio dondefabrican el antídoto. Tendremos que ir ainvestigar —dijo Kurt.

—Mis hombres se estándiversificando mucho —comentó Edo—. Habrá que esperar hasta quetengamos el respaldo total del ejército.

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—Danos un helicóptero, nada más —pidió Kurt.

—No tengo ninguno —respondió Edo—. Pero hay uno posado en el techo. Sino te importa volar con los colores deOsiris International.

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Con Renata al cuidado de un equipomédico, Kurt, Joe y Edo levantaronvuelo en un helicóptero AérospatialeGazelle pintado con los colores y ellogo de Osiris.

Edo era el piloto al mando, Joe iba enel asiento del copiloto y Kurt estudiaba

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las ardientes arenas que pasaban pordebajo. Atravesaron kilómetros de tierradesértica, interminables dunas yformaciones rocosas talladas por elviento, famosas por su belleza etérea. AKurt le llamaron la atención un par devehículos que había en el desierto, perouna rápida inspección le demostró queestaban abandonados.

Más adelante, reconoció la huellalarga y delgada de una tubería queatravesaba el desierto. Concluía junto aun edificio gris de hormigón y

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desaparecía hundiéndose en el desiertocomo una serpiente.

—Allí está —dijo—. El sitio dondela tubería sale de la arena.

Edo se acercó y empezó a descender.No había ningún vehículo estacionadojunto al discreto edificio y tampoco seveía ningún comité de bienvenida.

—Parece abandonado —dijo Joe.—No hay que estar demasiado

seguros —respondió Edo—. Quizá nosesperan dentro.

—Yo veo un helipuerto —señalóKurt.

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—Aterrizaremos en él.El Gazelle produjo una pequeña

tormenta de polvo durante elenderezamiento, pero el remolinoamainó cuando los rotores empezaron aperder velocidad.

Kurt ya estaba en el suelo, agazapadocon un rifle de asalto en la mano por siacaso alguien los atacaba en el momentomás vulnerable. Observó con atenciónpuertas y ventanas, listo para disparar,pero no apareció ningún adversario.

Joe y Edo pronto se sumaron a él.Kurt señaló con la mano. Había oído un

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golpeteo, como el de una persiana rotapor una tormenta.

Tomó posición flanqueado a ciertadistancia por Joe y Edo para que nadiepudiera alcanzarlos a los tres con unasola ráfaga. Encontraron una puerta quehabía quedado abierta. Oscilaba movidapor la brisa y se golpeaba contra lajamba, pero no cerraba porque teníacorrido el cerrojo.

Mientras Edo abría la puerta de untirón, Kurt y Joe apuntaron con los rifleshacia el interior del edificio y dirigieronlas potentes linternas hacia el tramo

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inferior del pasamanos de la escalera,iluminando la habitación.

—Vacía —anunció Joe.Kurt entró por la puerta. El edificio

era increíblemente utilitario. Paredescon ladrillos de cenizas, suelo dehormigón. Un grupo de serpenteantestuberías conectaba la línea principal conun trío de bombas secundarias como lasque había descrito Edo. Pero algodesentonaba, en el otro extremo de lahabitación.

—Mira esto.Joe siguió el rayo de luz de la linterna

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de Kurt y le sumó el de la suya. Las dosluces convergieron en una jaula metálicay un potente sistema de montacargas.

—Se parece al ascensor de la cavernasubterránea.

—Estamos por lo menos a cincuentakilómetros al oeste de aquel sitio —respondió Kurt—. Pero tienes razón. Esel mismo sistema.

Kurt encontró el interruptor y elascensor se puso en marcha.

—Vayamos hasta el fondo.Los tres subieron a la cabina. Joe

cogió la caja de mando medio suelta.

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Las puertas se cerraron y el ascensorempezó a bajar.

Cuando volvieron a abrirse laspuertas, los tres estaban a muchasdecenas de metros por debajo de lasuperficie, en una sala llena de másbombas y tuberías.

—Estas bombas son mucho másgrandes que las del nivel superior —señaló Edo—. Se parecen al sistemainstalado en la planta hidroeléctrica deOsiris.

Kurt comentó que las tuberías seenterraban en el suelo.

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—Deben de estar sacando una enormecantidad de agua de este acuífero.

—O metiéndola ahora, gracias a ti —dijo Joe.

Dejaron las bombas y se pusieron abuscar el laboratorio que habíanesperado encontrar. Por una puerta,vieron el tablero de control de la red. Enel monitor se mostraba con claridad quelas bombas seguían funcionando alrevés, como las había programado Kurt.

—Me sorprende que no hayaninvertido su funcionamiento antes dehuir —comentó Joe.

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Kurt había estado pensando lo mismo.Trató de ejecutar un comando en elteclado. El sistema le pidió unacontraseña. Tecleó números al azar y sele denegó el ingreso. Apareció unaventana de diálogo que decía BLOQUEO

DEL SISTEMA / SE REQUIERE LA CLAVE DE

SEGURIDAD DE OSIRIS.—Esta es una estación remota —dijo

Kurt—. La dirección de bombeo seestableció en el centro principal demando. No deben poder anular esaorden desde aquí a menos que alguien

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con suficiente autoridad teclee lacontraseña correcta.

Estuvieron de acuerdo y siguieronexplorando la estación.

—Mira esto —dijo Joe.Kurt se apartó del tablero de mando.

Joe y Edo estaban delante de una puertasellada como las que tenía el laboratorioal lado de la cámara mortuoria. A unlado brillaba un teclado con unamortecina luz roja.

—Esto es lo que buscamos.—¿Cómo hacemos para entrar? —

preguntó Joe.

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—Estoy pensando —dijo Kurt,adelantándose y tecleando el mismocódigo que le había visto usar a Golneren el laboratorio debajo de laspirámides.

El teclado se oscureció un instante.En la pantalla apareció el nombre BradGolner, pero la puerta no se abrió. Elteclado volvió a ponerse rojo.

—No ha estado mal —señaló Joe.—Parece que sus datos están en el

sistema, pero que no tiene autorizaciónpara entrar aquí —dijo Kurt.

Mientras hablaba, el teclado se puso

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verde y, con un zumbido, empezó aabrirse la puerta. Por ella salieron doshombres y una mujer. Tenían puestasbatas de laboratorio. El primer hombredel grupo era bajo y tenía unas pobladascejas que le asomaban por encima de lasgafas como un seto.

—¿Brad? —preguntó, buscandoalrededor.

—Me temo que no está con nosotros—dijo Kurt.

Miraron, paralizados, el uniforme deEdo, encontrando rápidamente larespuesta que buscaban.

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—Están con el ejército.—¿Por qué se ocultaron aquí? —

preguntó Edo.Ellos se miraron. Por la expresión de

oprimidos que tenían, era evidente quelos habían obligado a trabajar conintimidaciones y amenazas.

—Cuando los hombres de estaestación oyeron que estaban atacando eledificio de Osiris, se pusieron muynerviosos —dijo el de la cejas pobladas—. Pedían instrucciones y novedades,pero nadie respondía. Entonces lasbombas empezaron a funcionar al revés,

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y no podían deshacer ese cambio. Porradio oyeron noticias del ataque. Sedejaron llevar por el pánico y huyeron.Querían destruir el laboratorio, peronosotros nos encerramos en él. Sabemospara qué han usado nuestro trabajo. Noqueríamos que se destruyera el antídoto.

—Entonces ¿lo hacen aquí? —preguntó Kurt.

El hombre asintió.—¿Cómo funciona?—Sale de las ranas toro —dijo el

hombre.—Es algo que tienen en la piel —

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señaló Kurt.—Sí. ¿Cómo lo sabe?—Brad Golner trató de contármelo —

contó Kurt—. Shakir lo mató antes deque pudiera terminar de explicármelo.Pero se sentía igual que tú. Queríareparar la situación. Y nos dio toda lainformación que pudo antes de morir.Dijo que envasaban las pieles de lasranas en recipientes herméticos ydespués las enviaban.

El técnico asintió.—Cuando la piel en la que la rana se

encierra se expone finalmente a la

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lluvia, libera un agente neutralizador quecomunica al sistema nervioso de la ranaque debe despertar. Para la rana es el finde la hibernación. Para los sereshumanos, tuvimos que modificar laseñal, pero le aseguro que funciona de lamisma manera.

—¿Qué cantidad de antídoto tienen?—Una cantidad grande —dijo el

hombre.—¿Suficiente para cinco mil

personas?—¿Para Lampedusa? —preguntó el

técnico—. Sí, sabemos lo que ocurrió.

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Tiene que haber antídoto suficiente paracinco mil pacientes.

—Espero que para cinco mil uno —dijo Kurt. Se volvió hacia Edo—.¿Puedes llevarlos a ellos y el antídoto aEl Cairo?

—¿Eso significa que nosotros nosquedamos? —preguntó Joe.

Kurt asintió con la cabeza.—No creo que estemos solos mucho

tiempo.Edo entendió. Se volvió hacia los

técnicos.—¿Necesitan algún equipo especial

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para envasar el antídoto?—No —dijo el jefe—. A temperatura

ambiente el antídoto es estable.—Entonces saldremos lo antes

posible —anunció.Los técnicos empezaron a cargar

cajas de plástico en un carro. Las cajasiban llenas de ampollas individuales conel antídoto.

Edo miró a Kurt y a Joe.—Me encargaré de que vuestra amiga

Renata reciba la primera dosis.—Gracias —dijo Kurt.

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Kurt y Joe miraron desde las sombrasdel edificio cómo Edo y los científicosdespegaban con las reservas de antídotoy las materias primas para fabricar más.Por petición de Kurt, el helicópteroascendió a una altitud mayor de lanormal antes de poner rumbo al este, aEl Cairo.

—¿Crees que Hassan habrá visto eso?—preguntó Joe.

Kurt movió afirmativamente lacabeza.

—Si no está a más de diez kilómetros

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de aquí, es imposible que se lo hayaperdido. Espero que piense que estesitio ha quedado vacío otra vez.

—¿De veras crees que Hassan va avenir?

—Si fueras Hassan y te quedaran solodos fichas, y esas dos fichas estuvieranen este edificio, ¿qué harías?

Joe se encogió de hombros.—Personalmente, me retiraría a la

Costa Azul francesa. Pero me pareceque Hassan no es de los que disfrutan delas vacaciones.

—No va a abandonar la tarea —dijo

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Kurt, convencido—. Y la única opciónque le garantizará algo de influencia esinvertir el funcionamiento de las bombasy seguir con la sequía. Si logra hacereso, quizá pueda convertir esta derrotaen algo parecido a una victoria. Pero nocuenta con que los dos lo estamosesperando. Busquemos ahora un sitiodonde escondernos.

Entraron en el edificio, bajaron en elascensor y estudiaron la situación.

—Siempre que nos hemos cruzadocon ellos han tenido a un hombre conbuena cobertura —dijo Kurt.

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—Escorpión —añadió Joe.—Si Hassan lo trae aquí, lo más

probable es que quiera tenerlo acubierto como en otras ocasiones —dijoKurt.

—El único sitio de verdadero peligroes el ascensor —comentó Joe—. Perodesde algún lugar del andamiaje que lorodea se puede controlar toda esta sala.

Kurt levantó la mirada y empezó atrepar por el andamiaje, que seprolongaba hasta la roca, arriba, perohabía espacio suficiente alrededor para

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ocultarse y no ser aplastado por elascensor.

—Envía la cabina hasta arriba —dijo,colocándose en un sitio donde podíaafirmar los pies—. No tenemos que sermaleducados y hacerlos esperar.

Joe pulsó el botón de subida y lamaquinaria se puso en marcha. La cajadel ascensor inició su largo y lentorecorrido, pasando a solo unoscentímetros de Kurt.

—Yo iré a ocultarme en la sala decontrol —dijo Joe—. Si piensa invertir

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el funcionamiento de las bombas, tendráque empezar por allí.

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Escorpión conducía el Land Rover porel mismo desierto que le habíanobligado a atravesar bajo el solabrasador. Importunaban suspensamientos breves recuerdos deldolor y de la rabia que lo habíansostenido durante aquella caminata. De

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vez en cuando veía espejismos conforma de hombre, que desaparecíancomo fantasmas.

Su mente saltó a los estadounidenses,los hombres de la NUMA que casihabían destruido la organización encuestión de días. Los perseguiría.Aunque hubiera desaparecido Osiris y elúltimo esfuerzo desesperado de Hassanhubiera fracasado, los perseguiría, sifuera necesario hasta el fin de su vida.

Hassan iba sentado en el asiento delpasajero, observando en silencio elmonótono paisaje. De vez en cuando

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soplaba una ráfaga de viento, arrojandocontra el vehículo todoterreno finosgranos de arena, mientras desde arribael sol cocía la tierra.

Al aparecer la estación de bombeo,Escorpión detuvo el Rover.

—¿Por qué paraste? —preguntóHassan.

—Mira.Hassan sacó un par de prismáticos y

enfocó aquel edificio bajo. Sus ojosviejos no eran tan agudos como los deEscorpión, pero con los prismáticos

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veía perfectamente el Gazelle posado enel helipuerto.

—Es el nuestro —dijo.—¿Qué hace allí?Resultaba demasiado bueno para ser

cierto pensar que otros habían escapadoy llegado a ese sitio. Sacó un transceptorde la guantera y marcó la frecuencia deOsiris. Estaba a punto de llamar cuandovio que los técnicos de laboratoriosalían del edificio de hormigón con uncarrito, del que fueron sacando cajas deplástico que cargaron en el helicóptero.

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Los dirigía un hombre con ropa de fajinadel ejército egipcio.

Al terminar la tarea, los cuatrosubieron al helicóptero y los rotoresempezaron a girar. El Gazelle despegó yempezó a elevarse mientras iba hacia eleste.

—Se han llevado el antídoto —dijoHassan—. Pero al menos se han ido.

—Pronto volverán —comentóEscorpión.

—Solo necesito unos minutos parareprogramar las bombas e impedirlescontrarrestar la orden. Sigamos.

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Escorpión metió primera y avanzaronde nuevo.

En la cámara subterránea, Kurtesperaba. Durante un largo rato el únicosonido que llegaba era el zumbido de lasbombas. Joe se había ocultado en la salade control.

Cuando arrancó la maquinaria delascensor, el ruido fue sorprendentementefuerte. Kurt levantó la mirada. En lapenumbra vio que el ascensor se movía.Era una pequeña caja allá arriba que

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bajaba con sorprendente velocidad. Amedio camino, pasó junto a una luzincrustada en la cara de la pared. Por unmomento fugaz, la iluminación mostró elfondo y el lado de la caja del ascensor.Kurt se apretó contra la roca, tratandode no moverse en la oscuridad, mientrasla caja pasaba su lado y seguía otrosdiez metros antes de detenerse al llegaral suelo.

Kurt había cambiado el fusil de asaltopor una pistola, en ese caso una BerettaCougar 45 automática.

Se abrieron las dos puertas delanteras

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con un ligero ruido metálico. Salierondos hombres. Kurt reconoció enseguidaa Hassan. Supuso que el otro hombresería Escorpión. Ambos iban armados,como si esperaran encontrarse conproblemas. Hassan llevaba una pistolade nariz chata, y Escorpión un rifle deprecisión de cañón largo.

—Parece que estamos solos —dijoHassan, enfundando la pistola.

—Eso quizá no dure mucho —comentó Escorpión.

Hassan estuvo de acuerdo.—Busca un sitio para cubrirme en

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caso de que regresen nuestros amigosmilitares. No me llevará mucho tiempo.

Escorpión miró alrededor, estudiandoel lugar. Llegó a la misma conclusiónque Kurt y Joe: solo se podía cubrir eseámbito desde la armazón que rodeaba elpozo del ascensor. Con el rifle alhombro, trepó al andamiaje exactamentepor donde había subido Kurt.

Desde su posición en la oscuridad,Kurt podría haberlos matado a los dos,pero esperaba atraparlos vivos. Sinembargo, apretaba ligeramente el gatillo

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mientras apuntaba a la cabeza deEscorpión.

Hassan atravesó la sala mientrasEscorpión tomaba posición en elandamiaje cuatro metros por debajo deKurt. Desde allí podía vigilar toda lahabitación y ver la sala de control.Nunca miraba hacia arriba. Aunque lohiciera, no podría ver a Kurt porquetodavía estaba adaptando la vista a laoscuridad después de conducir por lascegadoras arenas del Desierto Blanco.

Se acomodó y sacó el rifle del

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hombro y lo sostuvo de manera casidespreocupada.

Hassan se detuvo en la puerta de lasala de control, miró alrededor y entró.Se movió con cautela y despuésdesapareció de la vista.

Escorpión esperó. La tarea delfrancotirador era quedarse inmóvil yesperar. Pero le seguía funcionando lacabeza. Se le entrometían pensamientosdel pasado. Voces. Oía a Shakirinsistiendo en que atravesara a pie eldesierto. Oía al estadounidense, el quese llamaba Austin, exigiéndole que

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arrojara el rifle sobre la bahía de lacosta de Gozo. Había estado a punto dehacer un disparo.

Se dijo que tendría que haberdisparado, que tendría que haberlomatado entonces, si no antes. Quizá en elfuerte tendría que haberlo matado a él yno a Hagen. Pero no eran esas susórdenes. La tercera vez no esperaría.

En la quietud parecía que sus sentidosse intensificaban. El zumbido de lasbombas era sedante. Pero ya tendría queestar cambiando. ¿Qué esperabaHassan?

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Escorpión parpadeó, tratando deadaptar la mirada. Veía llamaradasverdes en la oscuridad, producto deldeslumbramiento del sol del desierto.Sacudió la cabeza y se centró en la tareaque tenía por delante. Debía proteger aHassan. Debía mantener la agudeza.

Acalló la mente y miró hacia la salade control. Finalmente vio que del fondosalía una figura que se sentaba ante loscontroles. La imagen al principio eraborrosa, pero poco a poco logróenfocarla. No era Hassan. Era Austin.

¿Cómo?, pensó. ¿Cómo era posible?

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El helicóptero, decidió. Claro que sí.Austin había vuelto a engañarlos. Habíallegado primero y había esperado en lasala de control. Y Hassan quizá yaestaba muerto.

Escorpión apretó el rifle, sintiendoque la sangre normalmente fría leempezaba a hervir. Fijó la mira en elpelo plateado de Austin y exhaló.Cuando el cuerpo se detuvo, Escorpiónapretó el gatillo.

El disparo retumbó con fuerza,pegando en el centro de la espalda deAustin y matándolo instantáneamente. El

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cuerpo se derrumbó hacia delante en lasilla.

Escorpión aspiró hondo y miró conatención, buscando al socio de Austin.Tenía que estar cerca. Movió el rifle aun lado y a otro.

Mientras escudriñaba el resto dellugar, la puerta de la sala de control seabrió de golpe y otra figura arrojó porella la silla, que rodó por el suelo depiedra. Escorpión vio que habíacometido un error. No había matado aAustin. Había matado a Hassan.

Apuntó a la figura que empujaba la

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silla, pero antes de poder dispararalguien le saltó encima.

Escorpión dio media vuelta y vio quequien lo estaba aferrando era Austin.Levantó el rifle, pero el cañón chocócontra la pared y no pudo apuntar. Elespacio era demasiado estrecho.Arremetió, golpeando a Austin con lacabeza, y soltó el rifle mientras sacabaun cuchillo.

Escorpión acababa de matar a Hassany luchaba ahora como un poseso. Kurtapuntaba con la pistola, sosteniéndolacerca del cuerpo. Escorpión tenía el

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cuchillo en la mano y lo lanzó haciaKurt.

Kurt disparó, acertando a Escorpiónen el brazo que empuñaba el cuchillo.Escorpión cayó de espaldas, soltándolo.Se aferró al andamiaje con la manoherida. El cuchillo cayó al suelo congran estrépito.

—¡Ríndete! —exigió Kurt.Escorpión no le hizo caso y sacó otra

arma del bolsillo, una manopla metálicacon puñal triangular en el frente. Hassanse lo había regalado al ascenderlo. Laforma del puñal representaba el poder

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renacido de los faraones y de laspirámides. A todos los asesinos deOsiris se les regalaba uno.

Escorpión se la colocó en la mano ycerró el puño.

—¡No! —gritó Austin.Escorpión embistió y Kurt disparó de

nuevo, hiriéndolo en el otro hombro.Escorpión se tambaleó, conservandoapenas el equilibrio. Atacó otra vez yKurt le disparó en la pantorrilla.

Resistía por pura determinación. Sipudiera alcanzar a Austin, se trabaríanen un abrazo mortal.

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Kurt veía la obsesión en el rostro deEscorpión.

—¿No te rindes nunca? —gritó.Escorpión sonrió.—¡Nunca!Acometió otra vez, pero Kurt le

disparó sin vacilar, acertándole en elmuslo sano. Escorpión no logró saltar.Cayó por el pozo del ascensor,chocando contra la parte superior de lacaja y rebotando hasta el suelo de lacaverna.

Murió mirando hacia arriba en laoscuridad.

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Cuando Kurt y Joe regresaron a ElCairo, la parte clandestina de OsirisInternational se estaba desintegrando. Sehabía encontrado una base de datos quemostraba el lado criminal de susacciones. Comisiones ilegales,sobornos, amenazas. Nombres de

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agentes secretos. Activos en elextranjero.

El lado comercial seguiríafuncionando, pero —según Edo—probablemente lo nacionalizarían, yaque la mayoría de los inversores habíanresultado ser delincuentes.

Kurt estaba preocupado por Renata yla encontró en un hospital, consciente yrecuperándose, aunque un pococonfundida.

—Soñé con cocodrilos —dijo.—No fue un sueño —respondió Kurt.Le explicó cómo funcionaba el

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antídoto y cómo lo habían encontrado yse quedó con ella hasta que llegó unequipo médico italiano y se la llevó alaeropuerto para trasladarla a Italia yponerla en observación.

Después se comunicó con los Trout,que le relataron los problemas quehabían tenido en Francia.

—Gamay hasta empezó a romper laspinturas de Veilleneuve —dijo Paul—porque creyó que podía haber secretosguardados dentro de una de ellas. En dosde las obras no había nada. Pero

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entonces alguien llamado Escorpión nosarrebató la tercera.

—Agradezco vuestro esfuerzo —dijoKurt—, pero tengo que preguntar qué oshizo pensar que la traducción deD’Campion podía estar escondida enuna pintura.

—En las cartas de Villeneuve habíaalgo que hacía sospechar que estabadejando una pista a su viejo amigo.

—¿En las cartas?—En la carta final —explicó Gamay

—. Villeneuve hablaba del miedo que leproducía lo que Napoleón podría hacer

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si se apoderaba de la Niebla Negra.«Quizá convenga que no se hayaconocido nunca la verdad. Que quede ensu poder, en su pequeña lancha que remahacia el refugio del Guillaume Tell.»Cuando Paul y yo miramos las pinturasque supuestamente había hechoVilleneuve, una de ellas representabauna pequeña lancha tripulada por varioshombres que remaban con entusiasmo.Pensamos que la traducción podía estaroculta dentro.

—Pero los hombres que nos atacaronse llevaron la pintura antes de que

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pudiéramos estudiarla con atención —añadió Paul.

—Yo no noté que hubiera allí algooculto antes de que nos la sacaran —dijo Gamay—. Era una idea tonta.

Kurt la oía, pero en realidad no leprestaba atención. Estaba ensimismado.

—Repíteme lo que decía la carta.Gamay volvió a leer la cita.—«Quizá convenga que no se haya

conocido nunca la verdad. Que quede ensu poder, en su pequeña lancha que remahacia el refugio del Guillaume Tell.»

—«Que quede en su poder —repitió

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Kurt—, en su pequeña lancha.» —Derepente, todo cobraba sentido—. Gamay,eres un genio —dijo.

—¿Genio? ¿En qué? —preguntó ella.—En todo —dijo Kurt—. Tenéis que

ir a Malta. A ver a los D’Campion.Pídele a Etienne que te muestre lapintura que hizo su antepasado querepresentaba la batalla de la bahíaAbukir. Cuando la veas, lo entenderás.

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Isla de Gozo, Malta21.00 horas

Los Trout fueron a ver a los D’Campionen su finca. Nicole los llevó al salón.

—Perdón por el desorden —sedisculpó—. Todavía estamos limpiando.

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Etienne los esperaba junto a laensombrecida chimenea.

—Bienvenidos —dijo—. Los amigosde Kurt Austin y Joe Zavala son nuestrosamigos. Y aunque tengo entendido quelos ha enviado Kurt, no creo haberentendido el motivo.

—Quiere que usted nos muestre unapintura —dijo Gamay—. Una queaparentemente admira mucho.

—La que pintó Emile —respondióEtienne.

—La bahía Abukir —dijo Gamay.Etienne se apartó. Detrás de él, sobre

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la chimenea, estaba la pintura.—¿Le importa que la descolguemos?

—preguntó Paul.Por el rostro de Etienne pasó una

sombra de preocupación.—¿Para qué?—Tenemos razones para creer que

Emile ocultó detrás la traducción,pensando en enviársela a Villeneuve.Era algo que ningún señor francéssacaría. Eso hacía que se la pudieraposeer sin peligro.

—Me cuesta creerlo —dijo Etienne.—Hay una sola manera de

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averiguarlo.Con gran cuidado, descolgaron la

pintura. Para separar el forro, detrás dela pintura, utilizaron una hoja de afeitar.Gamay metió con precaución la manopor debajo del refuerzo y con la puntade los dedos tocó un papel doblado.Sacó un pergamino tieso y amarillento.Lo puso sobre la tapa de vidrio de lamesa del comedor y lo abrió conextrema precaución.

Resultaban evidentes los jeroglíficos.La traducción estaba escrita debajo.Niebla Negra. Aliento de Ángel. Niebla

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de Vida. En la esquina había,garabateada, una fecha.

—«Frimario XIV» —dijo Etienne—.Diciembre de 1805. —Levantó lamirada—. Todo ese tiempo... —dijo—.Estuvo aquí todo ese tiempo.

—Podría haber tardado algunoscientos de años más —dijo Gamay—,pero la contribución de Emile alconocimiento de la antigüedad quedaráahora registrada. La fecha de la pintura yla correspondencia con Villeneuvedemostrará que él fue el primero entraducir jeroglíficos egipcios. Y este

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hallazgo pasará a la historia como algoúnico. Se le recordará como el savantmás importante de Napoleón.

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Roma

Durante veinticuatro horas, AlbertoPiola casi no pudo apartarse deltelevisor. Las imágenes de policías yunidades militares regulares pululandopor la planta hidroeléctrica de El Cairo

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eran constantes. Imágenes de vídeo delhelicóptero de un noticiero volando porencima de la planta mostraban untorbellino donde la tubería de desagüeabsorbía el agua para canalizarla devuelta hacia los acuíferos. En el suelo seveían cientos de soldados. Elaparcamiento estaba lleno de jeeps,tanques y camiones.

Circulaban rumores que relacionabanOsiris con el desastre de Lampedusa ylas sequías del norte de África. Alenterarse de la muerte de Shakir yHassan, Piola tuvo un arrebato de

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esperanza, creyendo que su vínculo conOsiris podía haber muerto con ellos.Pero en el fondo sabía que no era así.Empezó, por tanto, a preparar su fuga.

Abrió la caja fuerte de la pared ysacó una pistola 9 milímetros y dosmontones de billetes por valor de unosveinte mil euros. Del escritorio de susecretaria sacó el juego de llaves delanodino Fiat que ella conducía. Nadie lobuscaría en un coche de esascaracterísticas.

Salió de la oficina y caminó por elvestíbulo, tratando de mantener la

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calma. Estaba llegando a la escaleracuando aparecieron miembros de loscarabinieri. Dio media vuelta y caminóen sentido contrario.

—Signore Piola —gritó uno de lospolicías—. Alto, no se mueva. Tenemosorden de detenerlo.

Piola se volvió y disparó.Los disparos dispersaron a la policía

y obligaron a los civiles a ponerse acubierto. Piola aprovechó el caos parasalir de allí. Entró en una antesala y seabrió paso a empujones buscando lapuerta. Aporreó en la cara a un hombre

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que no se apartó con suficiente rapidez yse volvió para hacer un disparo a lapolicía que entraba detrás.

Llegó a la puerta al final de laantesala, la abrió de un empujón y entróen la sala de conferencias.

—¡Muévanse! —gritó a todos—.¡Fuera de mi camino!

Mientras corría con la pistola en alto,la multitud se iba abriendo a su pasocomo el mar Rojo, todos menos unhombre pelirrojo con el pelo cortado alrape y barba de chivo. Ese hombre se le

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acercó por el lado y le dio un fuerteempellón.

Piola chocó contra la pared, rebotó ycayó al suelo. Los euros volaron comoconfeti, pero no soltó la pistola. Selevantó blandiéndola, dispuesto adisparar. No pudo hacerlo porque se lahizo saltar de la mano el mismo hombreque lo había derribado.

Piola reconoció la cara del agresor:James Sandecker, el vicepresidenteestadounidense. Un instante después, esamisma persona le encajó un derechazoque volvió a tumbarlo.

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El golpe lo aturdió lo suficiente paraque la policía tuviera tiempo de llegar yreducirlo. Se lo llevaron esposado,quejándose ruidosamente. Lo último quevio, antes de salir, fue a JamesSandecker masajeándose los nudillos ysonriendo.

Ya sin Piola en la sala, Sandecker sesentó en el extremo de la mesa deconferencias. Todos parecíanconmocionados, pero en el rostro deSandecker se instaló una firme sonrisade satisfacción.

El ayudante, Terry Carruthers, llegó

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con un cubo de hielo para que pudierameter la mano en él.

—Si no hay dentro una botella dechampán, no te molestes.

Carruthers dejó el cubo.—Me temo que no, señor.Sandecker se encogió de hombros.—Qué pena.Metió la mano en el bolsillo de la

chaqueta, sacó un puro nuevo y loencendió con el viejo Zippo.

Carruthers reaccionó como era deesperar.

—No se permite fumar aquí, señor.

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Sandecker se recostó en la silla.—Eso he oído —dijo, soltando por

encima de la mesa un anillo de humocasi perfecto—. Eso he oído.

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Unos días después de que invirtieran elfuncionamiento de las bombas en Egipto,el agua del Nilo había vuelto a llenar elacuífero y había fracturado las capasrocosas debajo de Libia y liberadomiles de millones de litros de aguaatrapados. Esa agua llegaba a la

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superficie en centenares de sitios yrellenaba lagos, pozos y reservas deagua potable.

En la destrozada estación de bombeolibia, el agua salía a chorros por latubería dañada, y caía como lluvia alsuelo reseco. Aún no la habían selladocuando Reza —que caminaba con bastón— llegó para verla. En vez deprotegerse del chorro, disfrutaba con él,y lo grabó y envió los vídeos a Paul y aGamay Trout, junto con su más profundoagradecimiento.

Libia se estabilizó con rapidez en

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cuanto el agua empezó a circular denuevo y el gobierno establecidoconservó el control; arrestaron a muchosde los que habían participado en elfrustrado golpe. Los gobiernos de Túnezy Argelia fueron también rápidamentereestructurados. En cuanto se dispusodel antídoto a la Niebla Negra, losministros que habían sido forzados acambiar de voto volvieron a su posiciónoriginal de apoyo al gobierno.

Egipto sufría una nueva convulsión: lagente se manifestaba en las callesmientras los nuevos líderes alimentaban

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la agitación. Edo fue restituido en elejército y se le ascendió a general dedivisión.

En Italia, los últimos supervivientesde Lampedusa fueron dados de alta enlos hospitales donde habían sidotratados. La mayoría volvieron a casa ysiguieron haciendo la vida de siempre, yal grupo que había intentado inmigrar lepermitieron quedarse en Sicilia y se leconcedió la ciudadanía italiana.

Una de las supervivientes de laNiebla Negra aprovechó para darle lasgracias personalmente a Kurt Austin,

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rodeándole con los brazos los anchoshombros y besándolo mientras estabanen la popa de un pequeño barco depesca frente a la pintoresca isla griegade Miconos.

—Creo que no hay ningunarecompensa más agradable —dijo Kurt.

Él tenía puesto un bañador negro yRenata estaba preciosa con su bikinirojo. A ambos se los veía bronceados yrelajados como nunca, compartiendo unabotella de champán Billecart-SalmonBrut Réserve.

Renata dio un paso atrás y se

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acomodó en una hamaca que Austinhabía colgado en cubierta.

—Todavía me pregunto cómo hicieronlos egipcios para descubrir el secreto dela Niebla hace tantos siglos —dijo ellaentre sorbos de champán.

—Siglos de observación —dijo Kurt—. Según el texto que tradujo EmileD’Campion, los sacerdotes de Osirisnotaron que los cocodrilos jóvenes quecomían ranas toro entraban en un estadohipnótico. Mediante la experimentación,descubrieron que las ranas podíaninducir en las personas el mismo trance

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letárgico. Con la mayor reserva, sepusieron a criar ranas dentro de lostemplos y a usar los extractos en susceremonias.

—¿Cómo aprendieron a despertardespués a la gente?

—Todavía no queda muy claro —respondió Kurt—. Pero terminarondescubriendo que la clave estaba en lapiel de las ranas. La misma enzima quedespertaba las ranas se liberaba en elhumo. Una vez que los seres humanos loinhalaban, su sistema nervioso volvía ala normalidad. Aunque, por lo que

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hemos leído, tardaban meses en llegar auna recuperación total.

Renata suspiró.—Creo que tengo que dar las gracias

a que los biólogos que trabajaban paraOsiris hayan mejorado el proceso.

Kurt asintió.—Y lo mejor de todo es que están

investigando mucho los posibles usos deese extracto. Como comentó el biólogodel laboratorio de Shakir, lo prueban envíctimas de traumatismos parainducirles comas farmacológicos y notener que usar fármacos más agresivos.

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También se ha propuesto su uso en elprograma espacial para dormir a losastronautas durante los largos viajes porel espacio a Marte y más allá.

—Eso me lleva a pensar qué otrascosas sabrían los egipcios que todavíanos falta descubrir.

—Ahora que han vaciado el agua dela tumba subterránea, los arqueólogos sepreparan para realizar un estudioadecuado. Estoy seguro de quedescubrirán nueva información y nuevoshechos de suficiente importancia

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histórica como para mantenerlosocupados durante muchos años.

Renata alzó la copa y tomó un sorbode champán antes de levantarse yapoyarse en Kurt.

—¿Qué sabes de las saharianas? —preguntó—. ¿Lograste descubrir cómollegaron allí?

Kurt asintió con la cabeza.—El soldado que encontramos y los

otros seis condujeron los vehículos porel desierto una noche sin luna. Teníanque esperar y hostigar la retaguardiainglesa cuando Rommel y el resto de las

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fuerzas del Eje lanzaran un ataquefrontal, pero Rommel fue rechazado enEl Alamein antes de que pudiera llegar aEl Cairo.

—Así que esperaron en vano.Kurt asintió.—Quizá sobrevivieron por esa única

razón. Resultó que los conductores eransoldados regulares italianos, pero loscombatientes eran expatriados italianosque vivían en El Cairo. En esa época, laciudad tenía una gran población italiana,incluida la mujer del embajadorbritánico. Por eso la carta comentaba

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que los hombres, si los detenían, podíanser fusilados por espías.

—¿Existe alguna posibilidad de queencuentren la familia de Anna-Marie?—preguntó Renata—. Me imagino quequerrán saber qué ocurrió.

Kurt terminó la copa de champán y laapoyó en la cubierta. El barco apenas semecía en las aguas tranquilas.

—Mientras hablamos, historiadoresde tu país la buscan a ella y a losparientes de los soldados.

Renata suspiró.—Ojalá la encuentren. Él hizo lo

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correcto al enviar a casa a sus hombres.¿Por qué tendrían que morir ellos por unhombre como Mussolini? ¿Por quécualquiera?

—No puedo estar más de acuerdo —dijo Kurt—. Sobre todo porque, de locontrario, esos vehículos blindados nohabrían estado allí, esperándonos. Encaso de haber participado en la batalla,los británicos los habrían masacrado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntóRenata, acariciándole un brazo—. ¿Nosquedamos aquí para siempre y bebemos

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champán, nadamos en el agua cálida ydormimos al sol?

Kurt miró hacia el mar turquesa.—No se me ocurre nada mejor.Detrás de ellos, inadvertido, colgado

de la barandilla, Zavala arrojó suequipo de buceo a la cubierta.

—Cuidado con ese espumante.Mañana tendrás que bucear. Los restosde ese naufragio fenicio que encontrasteallí abajo no esperan a nadie.

—Tienes que prometerme que no teacercarás a mi bodega —dijo Kurt.

—Supongo que lo dices en broma. —

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Zavala puso cara de pocos amigos—.Estás hablando con un hombre que jamástocaría esa agua de mariquitas.

—¿Qué bebes? —preguntó Renata.Zavala sonrió.—Querida mía, hablas con un

hombre, un hombre de verdad, que bebetequila puro con limón y sal en el bordedel vaso, y que fuma puros.

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Ciudad de los muertos, Egipto, 1353 a.C. Tras prohibirse la adoración a ladiosa de la resurrección Osiris, unossacerdotes prometen a un matrimoniodevolver la vida a sus hijos haciendouso de un antiguo elixir, un secretoenterrado bajo las arenas del desierto.El único precio, matar al faraónAkenatón...Lampedusa, actualidad. Cerca de unaremota isla del Mediterráneo, unmisterioso barco emana un humo, unveneno mortal. Minutos después, todos

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los habitantes de la isla parecen habermuerto. Respondiendo a una llamada desocorro, Kurt Austin y el equipo deNUMA se adentrarán en las causas de lacatástrofe.

Kurt deberá desvelar la verdad tras lasleyendas, aprender los secretos delpasado para salvar las vidas del futuro.Una desesperada carrera contrarreloj enla que se enfrentará a un enemigo que nose detiene ante nada ni ante nadie.

«El más intrigante, salvaje,

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imaginativo y entretenido thriller de laserie NUMA.»Library Journal

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Clive Cussler posee una naturaleza tanaventurera como la de sus personajesliterarios. Ha batido todos los récordsen la búsqueda de minas legendarias ydirigiendo expediciones de NUMA, laorganización que él mismo fundó para lainvestigación de la historia marinaamericana. Con ella ha descubiertorestos de más de sesenta barcosnaufragados de inestimable valorhistórico y le ha servido de inspiraciónpara crear dos de sus series másfamosas, las protagonizadas por DirkPitt y por Kurt Austin. Asimismo,

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Cussler es un consumado coleccionistade coches antiguos, y su colección esuna de las más selectas del mundo. Susnovelas han revitalizado el género deaventuras y cautivan a millones delectores. Los carismáticos personajesque protagonizan sus series son: DirkPitt (El complot de la media luna, Laflecha de Poseidón…), Kurt Austin (Elbuque fantasma, El enigma delfaraón...), Juan Cabrillo (El mar delsilencio, La selva...), Isaac Bell (Elespía, La carrera del siglo...) o elmatrimonio Fargo (Las tumbas, El

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secreto maya...). Actualmente vive enArizona. Graham Brown es coautor de lasnovelas protagonizadas por Kurt AustinLa guarida del diablo, La tormenta,Hora cero y El enigma del faraón, de laserie NUMA, y autor de dos thrillers deaventuras. Además es piloto y abogado.Vive en Arizona.

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Títulos originales: The Pharaoh’s Secret Edición en formato digital: enero de 2017 © 2015, Sandecker, RLLLP, por acuerdo conPeter Lampack Agency, Inc.350 Fifth Avenue, Suite 5300, Nueva York, NY10118, EE. UU.© 2017, Penguin Random House GrupoEditorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2017, Bruno Castaño Pérez, por latraducción Adaptación del diseño original de portada de

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Penguin Group UK: Penguin Random HouseGrupo EditorialIlustración de portada: © Larry Rostant Penguin Random House Grupo Editorial apoya laprotección del copyright. El copyright estimula lacreatividad, defiende la diversidad en el ámbito de lasideas y el conocimiento, promueve la libre expresión yfavorece una cultura viva. Gracias por comprar unaedición autorizada de este libro y por respetar las leyesdel copyright al no reproducir ni distribuir ningunaparte de esta obra por ningún medio sin permiso. Alhacerlo está respaldando a los autores y permitiendoque PRHGE continúe publicando libros para todos loslectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos, http://www.cedro.org) sinecesita reproducir algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-663-3916-2

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Composición digital: M.I. Maquetación, S.L. www.megustaleer.com

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Índice

El enigma del faraón

Prólogo. Ciudad de los muertos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

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Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

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Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

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Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

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Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Page 1391: El enigma del faraón - ForuQ

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Page 1392: El enigma del faraón - ForuQ

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Page 1393: El enigma del faraón - ForuQ

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

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Créditos