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1 El experimentalismo en la música cinematográfica María de Arcos Capítulo 3 pp. 2942 Generalidades sobre la evolución histórica de la composición cinematográfica Así las cosas en el horizonte de la música autónoma, el cine (o más bien, lo que después se llamaría cine) hizo su pública aparición un 28 de diciembre de 1895, con la histórica exhibición organizada por los hermanos Auguste y Louis Lumière, inventores del Cinematógrafo. Ya en sus primeros films podemos encontrar algunas conexiones musicales, escenas donde tocan instrumentistas a modo de conciertos fotografiados. Inicialmente, la música era interpretada en el exterior de las salas para atraer al público. Luego y en el interior de las mismasun pianista, un grupo de cámara o una gran orquesta (si se trataba de una sala prestigiosa) acompañaba a la proyección de la película. En cualquier caso, la música no era contemplada aún como parte integrante de la película, sino «más un ingrediente de las representaciones fílmicas que un elemento del film en sí mismo» (Kracauer, 1966: 177). De hecho, Kurt London relata que en un principio, la cuestión del repertorio era totalmente indiferente, y que el pianista «tocaba cualquier cosa que le gustara, tuviera o no conexión con la película a la que acompañaba» (1970: 40). Fue poco a poco, gradualmente, como comenzaron las diferenciaciones musicales entre un film y otro. Música programática Si bien el melodrama del siglo XIX (género de teatro musical en el que conviven diálogos hablados con música de fondo) es comúnmente considerado el antecedente histórico más directo de la música cinematográfica, ante todo es preciso señalar la importancia general del aspecto programático en dicha época: El siglo XIX recibió a la «música programática»; o lo que es lo mismo, la idea de que la música no era algo puramente abstracto, un arte «absoluto», sino que estaba relacionada e incluso era el reflejo de otros aspectos extramusicales (Morgan, 1994: 21). La intensa orientación literaria de la música decimonónica, que ha dado lugar a afirmaciones tan rotundas como la precedente, se abrió paso con fuerza desde la Sinfonía Pastoral de Beethoven 1 , encontrando la cima de su género en el poema sinfónico. No se limitaba a retratar el programa mediante imitaciones de la realidad, sino que lo trascendía más allá de su mera descripción, cultivando así la manifestación más profunda de las emociones. Según Enrico Fubini, esta música respondía «a una profunda exigencia de la época, consistente en la aspiración de fundir las artes, las unas con las otras, aboliendo así todo confín entre ellas, en orden a la consecución de una expresividad más completa» (2001: 305). Hay que señalar también la influencia de la música operística, pilar primordial de la representación musical dramática. Independientemente de la herencia wagneriana con respecto a la música de cine, de la que hablaremos más adelante, pueden encontrarse similitudes de tipo funcional en la obra de ciertos compositores operísticos: La manera en que Puccini reemplaza texto por pasajes musicales en Tosca, el modo como con el mejor estilo hitchcockiano es capaz de anticipar la acción con el sonido [...], lo sitúan como un operista firmemente basado en la tradición verdiana pero esencialmente moderno y, en muchos sentidos, visionario (Fischerman, 1998: 102). Este creciente interés por la reconciliación de la música con otras artes en especial, literariasno pasaría desapercibido en el siglo XX, siendo reabsorbido por la industria cinematográfica desde sus orígenes. En esta nueva área, el intercambio de papeles acaba por ser simbiótico: es ahora la música añadida a la imagen la que posibilita una universal expresión de sentimientos. Conformando un estilo propio El punto de partida e influencia señalada para el cine sonorofue la música clásica del siglo XIX, especialmente la que se entendía por ligera, así como también la música programática y todo el material operístico. Según recoge George Tootell, el repertorio clásico ofrecía «oportunidades únicas para la educación de las masas». 1 Estrenada en 1808, sus cinco movimientos llevan un título descriptivo que sugiere una escena campestre. La instrumentación, igualmente, evoca por imitación efectos diversos de la naturaleza (pájaros del bosque, tormenta...).

El experimentalismo en la música cinematográfica (Cap. 3) - María de Arcos

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Generalidades sobre la evolución histórica de la composición cinematográfica.

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El experimentalismo en la música cinematográfica María de Arcos 

 

Capítulo 3 ‐ pp. 29‐42   

Generalidades sobre la evolución histórica de la composición cinematográfica 

 Así las cosas en el horizonte de la música autónoma, el cine (o más bien, lo que después se llamaría cine) hizo 

su pública aparición un 28 de diciembre de 1895, con la histórica exhibición organizada por los hermanos Auguste y Louis Lumière, inventores del Cinematógrafo. Ya en sus primeros films podemos encontrar algunas conexiones musicales, escenas donde tocan  instrumentistas a modo de conciertos fotografiados. Inicialmente,  la música era interpretada en el exterior de las salas para atraer al público. Luego ‐y en el interior de las mismas‐ un pianista, un grupo de cámara o una gran orquesta  (si se  trataba de una sala prestigiosa) acompañaba a  la proyección de  la película. En cualquier caso, la música no era contemplada aún como parte integrante de la película, sino «más un ingrediente de  las  representaciones  fílmicas que un elemento del  film en  sí mismo»  (Kracauer, 1966: 177). De hecho, Kurt  London  relata que en un principio,  la  cuestión del  repertorio era  totalmente  indiferente,  y que el pianista «tocaba cualquier cosa que le gustara, tuviera o no conexión con la película a la que acompañaba» (1970: 40). Fue poco a poco, gradualmente, como comenzaron las diferenciaciones musicales entre un film y otro. 

  

Música programática  

Si bien el melodrama del siglo XIX (género de teatro musical en el que conviven diálogos hablados con música de fondo) es comúnmente considerado el antecedente histórico más directo de  la música cinematográfica, ante todo es preciso señalar la importancia general del aspecto programático en dicha época: 

El  siglo  XIX  recibió  a  la «música programática»; o  lo que es  lo mismo,  la  idea de que  la música no era  algo puramente abstracto, un arte «absoluto», sino que estaba relacionada e incluso era el reflejo de otros aspectos extra‐musicales (Morgan, 1994: 21). 

La  intensa orientación  literaria de  la música decimonónica, que ha dado  lugar  a  afirmaciones  tan  rotundas como la precedente, se abrió paso con fuerza desde la Sinfonía Pastoral de Beethoven1, encontrando la cima de su género en el poema sinfónico. No se limitaba a retratar el programa mediante imitaciones de la realidad, sino que lo  trascendía más allá de su mera descripción, cultivando así  la manifestación más profunda de  las emociones. Según Enrico Fubini, esta música respondía «a una profunda exigencia de la época, consistente en la aspiración de fundir  las artes,  las unas con  las otras, aboliendo así  todo confín entre ellas, en orden a  la consecución de una expresividad más completa» (2001: 305). 

Hay que  señalar  también  la  influencia de  la música operística, pilar primordial de  la  representación musical dramática.  Independientemente  de  la  herencia  wagneriana  con  respecto  a  la  música  de  cine,  de  la  que hablaremos más adelante, pueden encontrarse similitudes de  tipo  funcional en  la obra de ciertos compositores operísticos: 

 La manera en que Puccini  reemplaza  texto por pasajes musicales en Tosca, el modo como con el mejor estilo 

hitchcockiano es capaz de anticipar la acción con el sonido [...], lo sitúan como un operista firmemente basado en la tradición verdiana pero esencialmente moderno y, en muchos sentidos, visionario (Fischerman, 1998: 102).  

Este  creciente  interés  por  la  reconciliación  de  la música  con  otras  artes  ‐en  especial,  literarias‐  no  pasaría desapercibido  en  el  siglo  XX,  siendo  reabsorbido  por  la  industria  cinematográfica  desde  sus  orígenes.  En  esta nueva área, el  intercambio de papeles acaba por ser simbiótico: es ahora  la música añadida a  la  imagen  la que posibilita una universal expresión de sentimientos. 

 Conformando un estilo propio 

 El punto de partida ‐e influencia señalada para el cine sonoro‐ fue la música clásica del siglo XIX, especialmente 

la  que  se  entendía  por  ligera,  así  como  también  la música  programática  y  todo  el material  operístico.  Según recoge  George  Tootell,  el  repertorio  clásico  ofrecía  «oportunidades  únicas  para  la  educación  de  las masas». 

1  Estrenada  en  1808,  sus  cinco  movimientos  llevan  un  título  descriptivo  que  sugiere  una  escena  campestre.  La  instrumentación, 

igualmente, evoca por imitación efectos diversos de la naturaleza (pájaros del bosque, tormenta...). 

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Fragmentos de esta música eran empleados en las salas de cine hasta la saciedad, combinados con música original (aunque a menudo ésta no procedía más que de arreglos de la anterior). Max Winkler, creador de los cue sheets2, comenta sin  remilgos en su autobiografía: «Empezamos a desmembrar a  los grandes maestros. Comenzamos a masacrar las obras de Beethoven, Mozart, Grieg, J. S. Bach, Verdi, Bizet, Tchaikovski y Wagner, de todo el que no estuviera  a  salvo de nuestro pillaje  gracias  a  los derechos de  autor»  (cit. por  Lack, 1999: 49). Este empleo de clásicos e «híbridos» convivía con la existencia indiscriminada de música ligera y culta dentro del mismo film, de manera  que  la  lógica musical  interna  brillaba  por  su  ausencia.  Era  frecuente  pasar,  sin  transición  alguna,  de Schumann o Debussy a una canción popular de la época, cuya letra no solía tener mucho que ver con la situación mostrada en la pantalla. Sin embargo, esta alternancia obstinada entre lo popular y lo culto (criticada a menudo con ironía por los artículos de la época) era observada por algunos con buenos ojos, en sus deseos de allanar las diferencias entre ambos estilos,  incorporando una estética popular que arrasaba debido, en parte, a  los avances en la reproducción mecánica del sonido3. 

El encargo de una partitura original a Camille Saint‐Saéns  (1835‐1921) para El asesinato del Duque de Guisa (1908) supone un  importante eslabón en  la historia de  la música cinematográfica, desde el momento en que un compositor  de música  orquestal,  oficialmente  reconocido,  se  implica  en  la  producción  de  una  película.  En  los albores de un cine concebido como espectáculo de divertimento popular, resulta curioso observar cómo la música puede ser el elemento fundamental parada promoción de una película, como si esta última  tratara así de obtener un más alto standing: 

 Un mal criterio en la selección de la música puede arruinar una producción, en la misma medida en que un buen 

programa puede contribuir a su éxito (New York Daily Mirror, 9/10/1909, referido a la película In Old Kentucky).  

El planteamiento entra en discrepancia con una posterior evolución de la música de cine: esclava resignada de la  imagen,  a  veces  complemento  prescindible  o  materia  decorativa;  a  menudo,  ninguneada  por  propios  y extraños. Observemos, por ejemplo, la opinión de Kracauer al respecto: 

 Como ingredinte artificial, no guarda coherencia alguna con los ruidos naturales, e indudablemente obstaculiza la 

naturalidad de los films en los cuales se aprovecha toda la variedad de sonidos existentes. De lo cual se deduce que el acompañamiento musical es cosa del pasado y debería ser omitido por completo (1966: 182). 

 La partitura sinfónica clásica en Hollywood  Será más adelante, sin embargo, cuando se configure plenamente  la  figura del compositor cinematográfico, 

con el advenimiento del cine sonoro (El cantor de jazz en 1927 fue la punta de lanza4) y el sistema de los estudios hollywoodienses  perfectamente  estructurado,  que  acogerá  a  todo  un  desfile  de  compositores  europeos, voluntariamente exiliados tras el nombramiento de Hitler como canciller de Alemania en 1933 y atraídos al mismo tiempo  por  las  posibilidades  de  asentamiento  profesional  que  ofrecía Norteamérica.  A  partir  de  entonces,  la partitura  cinematográfica  empezará  a  tener  una  entidad  propia:  un  compositor  la  escribe,  un  arreglista  la instrumenta para orquesta sinfónica y un director  la graba. La delimitación de estas tareas ocasionaba no pocos roces, en especial entre compositor y orquestador, supeditados finalmente al director del departamento musical correspondiente y en cualquier caso, al riguroso control sindical que cimentaba el engranaje de los estudios. 

Estos mecanismos pertenecen  al denominado  Sinfonismo  Clásico  Cinematográfico, que  se desarrollará  a  lo largo de la época dorada de Hollywood, desde los comienzos del sonoro hasta la crisis de los estudios a principios de  los  años  cincuenta.  El  Sinfonismo  Clásico  conformaba  un modelo  no  sólo  de  organización  de  trabajo  (los estudios, armados de departamentos musicales perfectamente estructurados, con áreas profesionales claramente acotadas y patrones de creación ya formulados, estaban destinados a  la producción en serie), sino que también era  modelo  compositivo  y  estilístico,  adecuado  a  los  criterios  del  cine  clásico  de  la  época.  Como  rasgo característico, la partitura clásica tendía a ser escrita para orquesta sinfónica. La  instrumentación se simplificaba bastante con respecto al modelo convencional, tomado del siglo xix (duplicaciones de las partes individuales a la octava, responsabilidad dé  la melodía sobre  las cuerdas, etc.). Con una base armónica fundamentalmente tonal, las disonancias eran a veces indicadas ex profeso en la partitura. Las asociaciones instrumentales cedían a obvios clichés: 

 

2 Hojas que contenían las entradas de los distintos bloques musicales, con su duración correspondiente y unas sencillas orientaciones de 

carácter que facilitaban el trabajo a los intérpretes de las salas. El procedimiento se empleó sobre todo en Estados Unidos, en los años diez. 3  La  pianola  tuyo  gran  éxito  ya  antes  de  1920.  A  partir  de  entonces  competiría  con  el  gramófono  (que  ya  existía,  pero  con menos 

repertorio). A principios de la década de los veinte comenzaron las primeras transmisiones radiofónicas. 4 Aunque es considerado el primer  film sonoro que  incluía  fragmentos hablados  (gracias al sistema Vitaphone, aparecido en 1926, que 

permitía sincronizar sonido e imagen), alternaba aún la novedad sonora con procedimientos del cine mudo.

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Metales y maderas dominaban en escenas de aventura, batalla o heroísmo;  instrumentos solistas se utilizaban para  evocar  ternura  o  simpatía;  instrumentos  inusuales,  como  el  gong  o  el  vibráfono,  para  efectos  exóticos  o misteriosos (Kalinak, 1982: 61). 

 Existía un alto grado de sincronización entre acción narrativa y música  (cuestión que Eisenstein había tirado 

por tierra hacía años en su Manifiesto del Contrapunto Orquestal de 1928), así como una repetición continua de temas.  La música,  que  buscaba  el  continuo  refuerzo  de  la  acción  dramática,  era  deudora  de Wagner  y  del romanticismo melódico más  edulcorado.  Tímidamente  se  asomaba  a  las  corrientes  de  ruptura  impresionistas, aunque sin atreverse con las neoclásicas o atonales que se desarrollaban de igual modo, por aquel entonces, en la esfera autónoma. 

 Consideraciones sobre el leitmotiv  Otro  factor  de  importancia  en  el  Sinfonismo  Clásico  es  el  empleo  del  leitmotiv  o  motivo  conductor  de 

ascendencia wagneriana:  células musicales asociadas a  los personajes  (y  también a  lugares, épocas, etc.),  cuya función  es  expresar  la  naturaleza  y  sentimientos  de  éstos,  o  bien  subrayar  las  situaciones  representadas  en pantalla. El uso y abuso del  leitmotiv en el cine, tan mordazmente criticado por Adorno y Eisler en su ensayó El cine  y  la música5, parece  remitir  inequívocamente  a un  etiquetado de  emociones.  Pero  como bien puntualiza Donald J. Grout: 

 El leitmotiv es una especie de etiqueta musical, pero aún es más que eso: acumula significaciones a medida que 

reaparece en contextos nuevos; puede servir para recordar la  idea de su objeto en situaciones en las que el propio objeto no está presente; puede ser variado, desarrollado o transformado según el desarrollo de la trama; la similitud de motivos puede sugerir una relación subyacente entre los objetos a los que alude; los motivos pueden combinarse contrapuntísticamente; y, por último,  la repetición de motivos es un medio eficaz de unidad musical, como  lo es  la repetición de temas en una sinfonía (2001: 836‐837). 

 

Ahora bien, la argumentación ofrecida por Adorno y Eisler para justificar la desestimación del leitmotiv deriva, precisamente,  del  carácter  inapropiado  de  éste  para  el  lenguaje  cinematográfico.  La  concepción  del  leitmotiv wagneriano en aras de la magnitud del mito universal con que el compositor impregnaba los temas de sus libretos al  estilo  de  las  grandes  tragedias  griegas,  no  encajaba  ‐según  los  autores‐  en  el medio  cinematográfico.  La brevedad del  leitmotiv en sí, tal como comentan, requiere de  la vastedad de una forma musical para que pueda tener sentido compositivo («A la atomización del material corresponde la monumentalidad de la obra»; 1981: 19). Por otra parte, el hilo conductor del  leitmotiv está  indisolublemente unido a  la naturaleza simbólica del drama wagneriano,  en un  sentido que  trasciende  a  lo metafísico.  Es  en  este matiz donde  incide  James Buhler  en  su estudio  sobre el  leitmotiv wagneriano,  cuando dice que «la música de  cine desposee al  leitmotiv de  su mítico elemento, para  rendirse  tan sólo a su aspecto más puramente musical»  (VV.AA., Music and Cinema, 2000: 42). Buhler  contempla  esta  desmitificación  del  leitmotiv  cinematográfico  como  «tasa  a  pagar»  para  enfatizar  una significación lingüística y más eficaz del mismo en el lenguaje audiovisual («El leitmotiv atrae la atención hacia sí mismo; debe ser oído para cumplir la función semiótica que se le atribuye»; 2000: 43). Desde su punto de vista, admite  la  crítica  de  los  autores  alemanes,  ya  que  como  explica  en  su  estudio,  «la  desmitificación  no  salva  al leitmotiv, sino que revela sencillamente su pobreza» (ibíd.). 

El uso de este procedimiento en un medio donde se reproduce normalmente la realidad cotidiana basándose en  la  técnica del montaje  (superposición de  fragmentos cortos, cambios  repentinos de escena...) carece, según Adorno y Eisler, de fundamento: «Cuando no puede desplegar todas sus consecuencias musicales,  [el  leitmotiv] conduce a la extrema indigencia de la misma estructura compositiva» (1981: 20). El planteamiento, sin embargo, no deja de ser excesivo. La  innegable  influencia de  la fórmula wagneriana ha tenido su utilidad en  la música de cine, sobre todo en el terreno de la función informativa y narrativa. Refutando a los autores precedentes, Michel Chion opina lo siguiente sobre el empleo del leitmotiv: 

 

5 «Aún hoy en día la música de cine se enhebra con leitmotiv [...] [El compositor] se limita a citar en donde, en otro caso, debería inventar. [...] El cometido del leitmotiv queda reducido al de un ayuda de cámara musical que presenta a sus señores con gesto trascendente, mientras que a  las personalidades  las reconoce cualquiera de todos modos»  (1981: 18‐20). No son  los únicos que se posicionan contra el  leitmotiv: ya el Grove's Dictionary of Music and Musicians expone que  la  técnica del  leitmotiv «es  sólo  inteligible en  relación a estructuras musicales des‐arrolladas  a  gran  escala»,  por  lo  que  «es  claramente  inapropiado  para  la  técnica  episódica  del  cine».  Éste  es,  precisamente,  uno  de  los principales  argumentos desplegados por Adorno  y  Eisler. Por  su parte, Aaron Copland  también desestima  este  recurso,  sobre  todo por  la previsibilidad que implica (1968: 266‐267); al igual que Bernard Herrmann («No me gusta el sistema del leitmotiv. La frase breve es más fácil de seguir para la audiencia, que sólo escucha a medias.» Entrevistado por Royal Brown, 1994: 291). 

4

No se trata [...] de algo arbitrario: independientemente del hecho de que pueda representar un sentido preciso y fijo,  identificable  por  un  nombre  [...],  encarna  el  propio movimiento  de  la  repetición  que,  en  la  fugacidad  de  la imagen y sonido propia del cine, dibuja y delimita poco a poco un objeto, un centro. 

El leitmotiv asegura al tejido musical una especie de elasticidad, de fluidez deslizante, la de los sueños. Cuando se renuncia  a  este uso  en mayor o menor medida, no  resulta nada  fácil, por  lasitud,  encontrar  otra  regla de  juego (1997:220). 

 Kurt  London, por  su parte,  se  limita  a  aclarar que el  cine no utiliza el  leitmotiv en un estricto  sentido del 

término, ya que esto sería imposible, «porque el film, al contrario que el drama musical con su lenta exposición, avanza  a  pasos  agigantados  y,  debido  a  la  corta  duración  de  sus  escenas  individuales,  no  permitiría  un  claro desarrollo  de  los  temas»  (1970:  58).  Sin  entrar  en  más  elucubraciones,  London  adjudica  al  leitmotiv cinematográfico un modesto papel de asistente anímico del espectador. 

Es evidente que a veces ha sido un recurso torpemente sobre utilizado, pero la cuestión es que la composición cinematográfica lo ha acogido como un elemento de orden práctico, adaptándolo a sus necesidades, y es en este campo donde ha  conseguido mayor  reconocimiento  y  gratitud. Al margen del  vetusto  fetichismo wagneriano, generosamente  extendido  entre  teóricos  y  compositores  cinematográficos,  «como  figura  seminal  en  la  (pre) historia y teoría del cine, y de  la música de cine, Richard Wagner no debería ser  infravalorado» (Scott D. Paulin; VV.AA., Music and Cinema, 2000: 78). 

  

Gesamtkunstwerk  

La influencia wagneriana en el Sinfonismo Clásico hollywoodiense, más allá del leitmotiv, se refiere también al concepto  de  Gesamtkunstwerk:  obra  de  arte  total  o  absoluta,  ideal  artístico‐filosófico  pretendidamente revolucionario cuyo fin es la fusión de todas las artes en el Drama, que pone de manifiesto la no‐autosuficiencia de la música para la expresión de la individualidad. Como explica Scott D. Paulin en un artículo sobre el tema, 

 La noción del film como Gesamtkunstwerk data de la. etapa muda. Según David Bordwell, el modelo wagneriano 

con el que simpatizaban directores entre  los que se  incluyen Eisenstein y  los  impresionistas  franceses  (como Abel Gance), permitía una analogía entre  la  relación música y drama en ópera, y  la  relación  cine  [...] y narrativa en  la película.  Así,  las  posibilidades  expresivas  únicas  del  film  [...]  podían  desempeñar  de manera  precisa  el  papel  de acompañamiento  orquestal  en  una  ópera  wagneriana mediante  la  ampliación  e  intensificación  de  sentimientos latentes en el drama (VV.AA., 2000: 64). 

 

La  idea de continuidad musical propuesta por Wagner  (plasmada en  lo que él mismo denomina unendliche Melodie,  «melodía  infinita»)  como medio  técnico  para  alcanzar  la Gesamtkunstwerk,  cobra  sentido  en  el  cine clásico sonoro al  tratar sus autores  (en especial Korngold, Steiner o Rózsa) de conseguir una  fundición  total de elementos, una «ópera sin palabras» donde la música, integrada junto a los demás componentes del film, tiene un papel casi imperceptible y al mismo tiempo comunicativo con respecto al espectador. De ahí, como apunta Carlos Colón,  las  «dilatadas  intervenciones  musicales  que  llegaron  a  producir  partituras  que  acompañaban ininterrumpidamente a las imágenes durante todo el metraje de la película» (1997: 110), cuya presencia, a fuerza de ser continua, conducía paradójicamente a la inaudibilidad, controvertido sujeto de discusión de tantos teóricos de la música de cine (¿debe o no debe ésta oírse?). En la actualidad, el concepto de Gesamtkunstwerk aplicado al cine carecería de sentido, ya que  la evolución de  la estética cinematográfica ha  ido privilegiando el componente visual por encima del sonoro. La  proliferación  de  compositores  cinematográficos  en  el  Hollywood  de  los  estudios  con  las  características mencionadas, marcados por un mismo hábito de producción en serie, hacía difícil cualquier tipo de distinción. El riguroso sistema permitió sobresalir, no obstante, a algunas personalidades como Bernard Herrmann (1911‐1975), cuyos  arreglos  inusuales  y  consiguiente  color  tímbrico  confirieron  un  carácter  tan  especial  a  su  obra;  Erich Wolfgang Korngold (1897‐ 1957), brillante compositor autónomo que entró por la puerta grande en los estudios, a razón de su prestigio; o los modelos de popularidad indiscutible en la época dorada: Dimitri Tiomkin (1899‐1979) y Miklós Rózsa (1907‐1995), cuyos peculiares estilos eran reconocidos enseguida por el público6.   Europa 

6  Para  una  consulta  detallada  sobre  las  figuras más  representativas  de  la  composición  cinematográfica  en  el Hollywood  de  la  época 

dorada, véase The Composer  in Hollywood  (Christopher Palmer, 1990), o bien  los  libros de Tony Thomas Music for  the Movies  (1973;  reed. 1975) y Film Score. The Art & Craft of Movie Music (1991). En castellano y con una aproximación histórica acerca de Hollywood y Europa en especial, los ya citados Historia y Teoría de la Música en el Cine, de Carlos Colón/Femando Infante/Manuel Lombardo (1997); Música y cine, de Manuel Valls Gorma /Joan Padrol (1990); así como la Enciclopedia de las Bandas Sonoras, de Conrado Xalabarder (1997). 

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 Paralelamente  en  Europa,  el  cine  desarrollado  era  un  cine  autorial  (versus  la  sistemática  producción 

americana  centralizada en Hollywood) que permitía, a  cambio, una mayor  creatividad en  la  composición de  la banda  sonora.  Las  distintas  escuelas  nacionales  surgidas  desde  los  comienzos  del  sonoro  comprendían compositores  procedentes  de  la  música  autónoma  y  compositores  forjados  en  cauces  propiamente cinematográficos.  Entre  los  primeros  hubo  tanto  un  ánimo  de  reconciliación  con  la música  popular,  como  los prejuicios más despiadados; al tiempo que hacían constar sin miramientos sus intereses: 

 Es difícil conseguir que la mayoría de los compositores británicos realmente buenos trabajen para el cine. Incluso 

cuando pueden dedicar tiempo a componer una partitura para una buena película inglesa, escriben la música con un ojo puesto en los ingresos que la partitura pueda recaudar después en las salas de conciertos, y como resultado de esto la unidad de la película se resiente (John Croydon, 1947; cit. por Lack, 1999: 160). 

 Las  experimentaciones  vanguardistas  europeas de  los  años  veinte,  aunque  veían  con  recelo  la  llegada del 

sonoro,  tendían  a  elevar  el  cine  a  la  categoría  de  arte.  Será  en  Alemania,  especialmente,  donde  tenga más trascendencia  la música cinematográfica en  los años veinte;  relevo que  tomará Francia en  la  siguiente década, brillantemente representada por el Grupo de los Seis. Gran Bretaña ha contribuido, a lo largo del siglo XX y desde su conservador clasicismo, con gran número de compositores cinematográficos, encabezados por Muir Mathieson (1911‐1975). En Italia, la música de cine ha tenido la impronta característica de la música ligera, al proceder de tal campo numerosos autores de bandas  sonoras.  La aparición del neorrealismo  con Roma,  città aperta  (Roberto. Rossellini,  1945)  vino  acompañada  de  compositores  de  formación  más  clásica,  entroncada  con  la  tradición operística. 

El cine ruso, condicionado por las circunstancias políticas, alcanza su más alta cota en el binomio Eisenstein / Prokofiev, siendo considerado Alexander Nevski (Eisenstein, 1937) film de referencia para el estudio de la música de cine. 

España, por su parte, se adscribirá al Sinfonismo Clásico norteamericano; no sin  teñirlo de un nacionalismo casticista  que,  entre  otras  cosas,  favorecerá  el  lucimiento  de  numerosas  cantantes  folclóricas.  En  el  resto  de Europa, la desorientación estética en el campo de la música cinematográfica conducirá a los modelos clásicos y, en definitiva, a  fijar  la atención en el arquetipo sinfónico hollywoodiense. Éste contaba con una baza esencial a su favor: allá donde  las tendencias compositivas se dirigían hacia  las estéticas del siglo XX, comparativamente más exigentes con el espectador‐oyente, se resentía la taquilla; lo que contrastaba con la calurosa acogida, por parte del gran público, del melódico producto americano. 

  

Impacto de la grabación del sonido y ascensión de la música popular.  

El  ocaso  de  los  estudios  norteamericanos  sobrevino  debido,  por  una  parte,  a  la  pérdida  legal  de  la monopolización del negoció cinematográfico frente a las pequeñas productoras independientes (a partir de 1949 tuvieron  que  empezar  a  desmantelar  su  sistema  de  control  de  exhibición);  por  otra,  al  comienzo  de  la  era comercial de la televisión en 1946. El número de espectadores descendió de forma vertiginosa, ante la perspectiva de  tan  confortable  entretenimiento  casero.  No  será  hasta  unos  años  después  cuando  el  cine  emprenda  su particular maniobra de defensa, con el cinemascope y las espectaculares superproducciones. Por si fuera poco, la implacable  incursión del comité de actividades antinorteamericanas (alentada por el senador McCarthy) a partir de 1947 en Hollywood, enturbió desagradablemente el clima del mundo cinematográfico, provocando el éxodo de importantes figuras a Europa (Orson Welles o Charles Chaplin entre ellas). 

Ante esta situación, un acontecimiento paralelo tiene una importancia crucial: la aparición de los discos de 33 y 45  revoluciones por minuto  (LPs y singles), con el consiguiente desarrollo de  la música popular, entendida ya como música de consumo masivo. La difusión radiofónica de esta música contribuía a una fabulosa expansión que, como era razonable, afectó al cine. El jazz, que había ido ganando terreno desde la década de los 40, se presentó con  fuerza en  la banda sonora, socavando  las hasta ahora asentadas bases del Sinfonismo Clásico7. Su emotivo lenguaje e  independencia estaban  fuertemente conectados a  los problemas del hombre moderno, protagonista del nuevo cine («El jazz comportaba, a su manera, una elección cultural de dimensión internacional, el rechazo de barreras  locales  y  la  adhesión  al  ritmo  de  la  vida  contemporánea»;  Lanza,  1986:  20).  Será  la Nouvelle  Vague francesa  ‐en sus  inicios—  la que  incorpore de manera más significativa este  lenguaje como medio de expresión natural, no del modo en que  lo hacen  los  americanos  (traducción musical del espíritu  jazzístico dentro de  sus propios esquemas tradicionales), sino integrado directamente en la acción dramática de la película. 

7 Como punto de referencia se suele tomar la partitura de Alex North para Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), con un empleo 

nada común de la música, tanto en funcionalidad como en arreglos. 

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De la misma forma, el rock and roll cobra impulso en el cine con Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955). La construcción  fundamentalmente  clásica  de  este  lenguaje musical  (al  igual  que  la  del  jazz  o  el  rythm'n  blues) facilitaba su adaptabilidad a los moldes convencionales de la banda sonora. Por otra parte, la vinculación directa de esta música popular a la vida social de los años cincuenta (potenciada por la grabación en disco y la televisión) y la sustanciosa configuración de un mercado adolescente en auge, condujeron igualmente a la inclusión del pop en  la banda sonora a  finales de  la década. El emblemático  tema de  James Bond creado por  John Barry para  la película Agente  007  contra  el Dr. No  (Terence  Young,  1962),  avalado  por  un  éxito  internacional,  supondría  la consagración de este lenguaje en el cine. Su presencia se extendió como la pólvora e influyó de manera decisiva sobre toda la música de cine posterior, afianzándose progresivamente a lo largo de los años sesenta y setenta. 

La  comercialización  de  canciones  de  éxito  se  convirtió  en  un  elemento  clave  de  producción.  Según  Elmer Bernstein, «la muerte de  la partitura  clásica para  cine  comenzó en 1952  con una  canción pop  inocua que  fue utilizada en la secuencia de los créditos del western de Gary Cooper High Noon (SOIO ante el peligro). La canción en sí, Do Not Forsake Me, Oh My Darling, cantada por Tex Ritter, se convirtió en un gran éxito por derecho propio, y  fue este primer  caso de éxito  comercial  [...]  lo que hizo que  todos  los productores  se pusieran a buscar a  la carrera canciones para su siguiente película»  (cit. por Lack, 1999: 266). Pero esto  también suponía un arma de doble  filo:  al  tiempo que  elevaba  en  la balanza  la  importancia  concedida  a  la banda  sonora  en  el proceso de realización de un  film,  iba a menudo en detrimento de  las auténticas necesidades narrativas de éste. Para  los productores, una excelente música de película podía implicar que los espectadores salieran del cine tarareando la melodía. Mark Evans explica que generalmente preguntaban al compositor: «¿Puede escribir algo que  los niños sean capaces de silbar?»  (1975: 195). En esta  flamante concepción, el  factor «interés comercial» no era nuevo, pero en cierta forma ahora se sacrificaba el proceso creativo exclusivo y particular de cada film y, por otra parte, quedaba  parcialmente  cercenada  no  sólo  la  autoría,  sino  también  la  responsabilidad  del  compositor cinematográfico  respecto al  funcionamiento de  su  trabajo. David Raksin  (1912‐2004), autor norteamericano de bandas sonoras que inició su carrera en la época dorada de Hollywood, expresaba así su desaprobación: 

 Una cosa es apreciar la frescura y la naïveté de la música pop y otra es aceptarla como inevitable [..]. La elección 

se  realiza  a  menudo  por  razones  que  tienen  poco  que  ver  con  la  película  en  sí.  Uno:  vender  grabaciones,  e incidentalmente  obtener  publicidad  para  la  película.  Dos:  apelar  al  público  «demográficamente  definido»,  una unidad simbólica concebida como objeto de condescendencia. Tres: la trágica susceptibilidad al lavado de cerebro, a manos de los responsables del negocio de la música, de tantos directores y productores que tras haber adquirido sus habilidades y reputaciones al precio de hacerse viejos, de repente se encuentran convertidos en extraños en tierra de jóvenes, atormentados por el miedo de no estar «al día» (cit. por Lack, 1999:410). 

 

El  eclecticismo,  extendido  de manera  general,  volvería  a  sus  tradicionales  orígenes  sinfónicos  en  los  años setenta,  en  un  movimiento  principalmente  representado  por  el  talentoso  compositor  norteamericano  John Williams (1932). Aunque entre las nuevas generaciones figuran compositores de cine con una sólida formación en conservatorios, el renacimiento de las tendencias clásicas arrastrará tras de sí a numerosos autores ‐o intérpretes‐ de música  ligera  relacionados  con  el negocio  cinematográfico, que  con  su  indigente o nula  formación musical darán lugar a abundante basura sinfónica de carácter industrial8. De esta forma, voluntaria o involuntariamente, se logrará a menudo empobrecer una profesión que desde sus comienzos y a lo largo del siglo XX ha luchado por reivindicar una posición justa. 

  

8 Sobre este tema, véase Jeff Smith (1995: 283) y Bazelon (1975: 31-33, desde donde el autor arremete contra el clan de nuevos

oportunistas que inunda el mercado hollywoodiense, parafraseando al final a Noel Coward en su obra Private Lives: «Es extraño y sorprendente el poder de la música barata»).