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Cuento
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El fantasma y el poeta
de CARMEN BOULLOSA
De los fantasmas que pueblan las calles y los muros de Nueva York, Carmen Boullosa ha elegido contar
el periplo del espectro de Jan Rodrigues, el primer manhattanita, y sus encuentros con dos grandes
poetas latinoamericanos: Rubén Darío, quien tuvo a bien engullirlo y expulsarlo enseguida, y Octavio
Paz, cuya furia lo puso de nuevo en movimiento medio siglo después.
Esta es de fantasmas verdaderos. Ni soy una experta en el tema, ni tengo dotes especiales para
percibirlos, ni nací con el sexto sentido que a muchos nos conmovió en la peli; los he visto dos veces, no
son suficientes para llegar a conclusiones definitivas o para que me atreva a zarandearles el dedo
dándomelas de sabia, pero de que estaban moviéndose y de que tenían color y ropas, no cabe duda. El
color, de hecho, es el de sus ropas. El fantasma que vi en casa de los Pascoe, en Mixcoac, en los
setentas, vestía tonos grises y pardos. Creo que era un ente femenino, pero esto lo digo más de oídas
que por otra cosa, sólo vi el trozo de su “persona” cercano al piso, lo di por falda, una falda larga, pero
bien pudo ser pantalón y yo lo convertí en falda por las historias que había oído decir de ella.
El segundo apenas lo vi hace un par de días aquí en la casa, en Brooklyn, en Dean Street. Pasó frente a
mis narices, un poco a mi izquierda; vestía tonos más vivos, entre rojo y naranja, no sé si era hombre o
mujer. Yo estaba de pie en la cocina, miraba hacia la estufa y el refrigerador, sentí como que venía del
sótano y que al llegar al primer piso dudó si entrar a la cocina o si tomar el pasillo. Fue entonces cuando
lo vi, en su titubeo, nada aparatoso o espectacular, sin resplandores o alharacas. Era sólo un trozo de su
persona, un tramo flotante. No sé nada de la identidad de este fantasma. Pero de que es, es. Ya lo había
sentido antes, pero es la primera vez que se me apersona y espero que sea la última, no tengo ningunas
ganas de compartir mi cocina con un desconocido o desconocida, me da lo mismo su género, la
intromisión es aquí lo que me molesta.
Los he sentido o percibido otras veces, pero la verdad es que no es algo sensorial o sensitivo, como diría
Darío. Tampoco puedo decir que he hecho contacto porque sería mentir. Es como que van de un lado al
otro, uno sabe que están pasando. Entonces cambia el sonido ambiente. Aquel que vi en México venía
acompañado también de una ráfaga de frío. No el de la casa. ¿Lo habrán asesinado, como a la fantasma
de los Pascoe? También es más silencioso. El pedazo que le vi era del torso, algo así como tres costillas.
En todo caso no hay de qué tenerles miedo, no son ningún peligro, están en lo suyo, dedicados a sus
propias rutinas, les tenemos muy sin cuidado. No tienen un pelo de solemnes, no se aparecen con
bombos y platillos, llegan y se van y dan miedo, no sé por qué.
Voy a hablar de uno que hay aquí rondando. De éste sí me sé el nombre. Se llama Jan Rodrigues. Me han
dicho que es de color amarillo, que camina lentamente, que las más de las veces se le ve una parte del
brazo izquierdo. No me ha tocado ni verlo ni “percibirlo”, así que no sé de él sino lo que me han contado
y me remito a transcribirlo al costo.
Jan Rodrigues fue el primer forastero que permaneció un verano completo en lo que es hoy la ciudad de
Nueva York, podríamos decir que es el primer manhattanita porque él fue quien exportó la palabra
Manhattan de las lenguas nativas a las europeas y la usó para nombrar este lugar. Trabajaba para —o
con— los comerciantes de pieles de los Países Bajos, lo dejaron aquí para recabar piezas de cacería. No
hay testimonio escrito que nos informe si tenía acompañante, pero si hicieron las cosas como Dios
manda debió quedarse con alguien más porque los bucaneros trabajaban en parejas, en grupos de dos,
se protegían y se mimaban las espaldas. Si Jan tuvo compañero, no sabemos quién fue. Cazaba y
mercaba, curaba las pieles y salaba la carne, lo había aprendido a hacer en su isla natal, que hoy
llamamos Santo Domingo, allá abundaban las piezas de caza, las pocas vacas que importaron los
primeros europeos se reprodujeron a lo bestia y además estaban las piezas vernáculas, los nada
despreciables jabalíes y otros bichos. En esta área las condiciones eran menos benignas, pero Jan
Rodrigues era muy aguantador, tenía don de gentes y hablaba varias lenguas, en un tris armó una red
comercial con los naturales. Jan era un negro libre y no sé si se llamó así de nacimiento o si antes fue un
Juan, si fue esclavo, si tuvo amo y un bautizo cristiano. Probablemente murió de muerte violenta, como
los más de los que se quedan colgados con un pie aquí y el otro acullá. No voy a dar detalles sobre su
vida, porque no se trata de ella este cuento y porque los desconozco.
Lo que aquí nos importa son dos de sus apariciones. En la primera, se le manifestó a Rubén Darío. Darío
había hecho relativa amistad con un fotógrafo, Steinton, que se especializaba en capturar imágenes de
fantasmas, una afición de la época. A mí me late que su habilidad era pura patraña porque entonces la
fotografía no captaba el color y según experiencia propia —reconozco que muy limitada— lo único que
se les ve a estos personajes es su halo de color, el color pelado de la materia, pero sea lo que sea
Steinton era muy empecinado, organizaba sesiones espiritistas y a media luz tomaba fotografías de lo
que él daba por cierto eran manifestaciones de seres del otro mundo. Darío fue a su estudio algunas
veces, participó con entusiasmo, a pesar de su pésima salud, en sus sesiones espiritistas. Un día Steinton
lo visita en donde se hospeda, la Casa Méndez en la Calle 14, y lo invita a acompañarlo a Governor's
Island. Quiere llevarlo a una mansión donde habita un fantasma que habla español. Darío acepta, sin
considerar que el clima está fatal, hace un frío despiadado y ventoso.
Al día siguiente, poco antes de que caiga la noche, Steinton entra a la Casa Méndez acompañado por su
médium predilecta (una regordeta, pálida y notoriamente fea, de edad indefinida), Esther, y pide
anuncien su llegada a Darío. En un coche de dos caballos los espera el asistente de Steinton, un joven
deslucido, muy ni-fu-ni-fa, con dos atributos: el bigote rojizo y largo, abundante y saludable, y el corazón
enamorado de la médium (para el chico lo más hermoso jamás habido en la tierra son la cara enorme de
la médium con la diminuta boca, la nariz larga y un poco torcida, los párpados hinchados, más el amplio
pecho prácticamente sin tetas). Él ha sido el responsable de organizar y empacar todo el equipo
necesario para la sesión fotográfico-espiritista (la cámara, el lente especial que capta fantasmas, la
lámpara de luz oscura, las placas, las piezas de tela oscura para protegerlas en el momento de la
exposición, el tripié) y de conseguir el coche y coordinar la embarcación en el muelle. El conductor tose
y tose, el caballo rasca el suelo con la pata derecha, resopla, agita la cabeza. El asistente de Steinton
espera papando moscas. El tiempo pasa mientras Rubén Darío se termina de acicalar a su calmo ritmo.
Termina. Se ve ansiosamente al espejo. Se sienta en la cama. Abre el cajoncito de la mesa de noche.
Saca su pipa de opio, previamente preparada, la ha pedido hoy mismo, otros han contado el trayecto de
ésta, no es lo nuestro. Darío la enciende, la aspira, parece papar moscas como el asistente, aunque se ve
mucho más profesional, es un verdadero maestro papamoscas; se recuesta boca arriba en la almohada
olvida que tiene el cabello recién engominado, aspira una vez más. El mozo de la Casa Méndez toca a la
puerta, le dice: “Don Rubén Darío, los que lo esperan me piden lo llame, dicen que deben irse ya”, toca
otra vez a la puerta, y otra, por esta tercera el poeta responde un largo “Síiii”, sacude la cabeza como el
caballo, se incorpora, tose como el conductor, deja la cama y su habitación y con el abrigo doblado en
los brazos llega al minúsculo recibidor de la Casa Méndez que es también desayunador por las mañanas
y bar por las noches. Steinton, ya impaciente, le ayuda a enfundarse el abrigo al tiempo que lo lleva casi
a empujones hacia la calle.
Es enero y hace un frío de pavor, a nadie sensato se le ocurriría emprender sin necesidad apremiante el
camino hacia Governor's Island —tampoco apoyar la cabeza recién engominada en la almohada, motivo
por el que Darío, vestido con escrupulosa elegancia, pero olvidado el sombrero, trae un mechón
grotescamente levantado en la coronilla—. Llegan al muelle donde los espera una pequeña embarcación
militar descubierta a algunos pasos del “Marine building”, no van en visita oficial sino casi de
contrabando. Los esperan cuatro marinos, debidamente uniformados. Para Darío, a quien sacan del
coche y desprenden del pecho de la médium casi con tirabuzón, son tan elegantes como guardias del
Sultán otomano, la verdad es que sus atuendos no tienen nada espectacular. No hay tiempo que perder,
van con retraso. El sol está a punto de ponerse. Con ayuda de los militares, el asistente acomoda los
enseres del fotógrafo, celosamente auxilia a sentarse a la voluminosa espiritista, hecho lo cual tiene que
abandonar la embarcación porque aunque los militares han tomado en cuenta que subirán tres
pasajeros, nadie les advirtió que la médium ocupa doble espacio. Steinton acuerda con el desolado
asistente que se reunirán en ese mismo punto en cosa de dos y media horas.
La embarcación viene provista con mantas para proteger a los pasajeros del frío. Apenas sentarse, los
marinos los envuelven con las gordas piezas de lana. Cubren la cabeza de Darío con una manta delgada.
Dejan el muelle. El frío viento corta ululando.
—¡Qué frío! —dice Darío debajo de las mantas.
—¡Y no has visto! —pensó para sí el cabo marinero, sabía español por ser su lengua materna. Aunque
debo aceptar que no estoy muy convencida de que hubiera habido ahí un cabo. Como me contaron a mí
la historia, venía, pero no como yo la veo, el agua picada, las casacas militares, las espadas al cinto, las
botas lustrosas, splash-splash, el ruido de los remos golpeando el agua. Darío va de espaldas a la
navegación y en cosa de minutos se siente un poco mareado, son las opiáceas, las que se consiguen en
Nueva York tienen este efecto. El cielo del atardecer se enciende en colores durazno.
Llegaron en unos minutos a Governor's Island que bastaron a Darío para pasar al otro lado, el color del
cielo y el sonido de los remos y el agua se lo llevaron lejos. Atracaron en el muelle a espaldas de la casa
del almirante. Durante el corto trecho del jardín y el rodeo hacia la entrada principal sufrieron el viento
cortándoles los nudillos, espaldas y narices, en ese orden, y en los pies un frío de congelación porque el
pasto era como de hielo. La temperatura era considerablemente más baja que en Manhattan, pensó
Darío, aunque hay que considerar que con el pasón de opiáceas en que divagaba, sus percepciones no
eran muy de fiar; pero a la que sí podemos creerle es a Esther, que era quien sentía más frío. No trae un
abrigo apropiado, el que tiene de invierno es gris y deslucido, hoy se ha puesto uno negro muy
terciopelo que le prestó una amiga. Sí, se ve muy elegante, pero le sirve de maldita la cosa y el sombrero
—también un préstamo, incluyendo la pluma— no ayuda.
Tras las columnas imponentes de la fachada de la casa, apenas trasponer la puerta, un pequeño grupo
de militares los espera en trajes de gala, llevan al pecho sus condecoraciones, cruces y medallas
relumbrantes acompañadas de lazos de colores. Hay que recordar que Darío decía a cuatro voces que
estaba en Nueva York en campaña por la paz del mundo. Pues bien, entre estos militares de alto rango
no pensó en la paz ni de refilón y en cambio sí entrecerró varias veces los ojos para imaginar lances con
esas espadas brillantes y para alucinar escenas heroicas. Parecían soldaditos de juguetería, mambrúes
de lujo embigotados hechos para lucir en la vitrina, uno más hermoso que otro. ¿A quién se le iba a
ocurrir pensar en la Paz mirándolos? ¡Guerra sin importar contra quién!, podría ser Luzbel, los turcos, los
alemanes. En quien más pensaba Rubén Darío era en los comanches, el viaje de opiáceas lo ayudaba a
ver plumas saltar y búfalos montados por hombres de inmensos penachos, carretas rodando en medio
del polvo y hachas zumbonas cruzando el aire. Para entonces su cabello parece de plumón de pollo
moreno, a la pluma alzada que se hizo con la almohada hay que sumar los estropicios de la manta
enredada alrededor de su cabeza durante la navegación y la siestita que se echó en el enorme pecho
acogedor de la fea Esther.
Bastan los breves minutos de las muy formales presentaciones para dejar a Rubén Darío exhausto. Y
cómo no, por la mala salud, el frío de mierda y la caída en picada del efecto del opio. Las chimeneas de
la casa están encendidas, las charolas con bebidas circulan. Una hermosa negra, y qué digo hermosa,
hermosísima (aunque dudosa como el cabo marinero), sonriente le ofrece una bebida mirándolo a los
ojos. Darío elige la copa más colmada (haya o no habido negra, de la champaña no tenemos duda) y se
la bebe en tres tragos. De inmediato se la vuelven a llenar y el poeta se la empina.
Caminaron en grupo hacia uno de los grandes salones con ventanales hacia la costa, mientras el
almirante fanfarroneaba sus conocimientos sobre el tema que hoy los ha reunido: que si los fantasmas
mueren siempre por violencia; que si casi sin excepción son extranjeros, “y basta que lo sientan, uno de
Boston en cementerio neoyorkino”; que si no pierden el olor ni su lengua, que si prefieren estar adentro
de las casas y si en exteriores los jardines a los bosques naturales y los callejones a las avenidas; que si
son sensibles al frío; que si necesitan ser percibidos; que si tienen temperamento, que si hay fantasmas
enamorados o iracundos y bla bla. Nadie se atreve a confirmar o negar lo que afirma, es el de mayor
rango militar entre los asistentes y además el anfitrión.
La noche comienza a reinar. En el salón hay una mesa redonda a la derecha, los sillones del lado
izquierdo están alineados para que desde ellos se pueda ver tanto la mesa como el rincón donde confían
que aparecerá el fantasma.
Alrededor de la mesa sientan a seis de los presentes, tres militares, la médium, la negra preciosa —
debidamente desprovista de su charola, la colocan ahí pensando usarla de carnada, Jan es negro y el
almirante estaba convencido que responderá a sus encantos (estaban mal informado, porque si anduvo
con los bucaneros flamencos yo apostaría a que más le gustaría acercarse a cualquiera de los bellos
uniformados)—, y Darío. El almirante y el resto se acomodan en los sillones. El almirante sigue con sus
disertaciones, pero ha cambiado el tono por uno más tétrico, dice que él cree saber quién será en el
futuro fantasma y quién no, que no conoce ninguno que haya sido muerto en la guerra, que si en el
fondo hay en ellos un pelo de cobardes. Aquí alguno de sus colegas se atreve a opinar, “Pero, su
Excelencia, yo creería que vivir cruzando la línea que separa la vida de la muerte no es para cobardes”. Y
un tercero: “Disiento, no acceder a planos más espirituales es sólo para cobardes; los valientes se
acercan a la Luz”. La médium saca de la bolsa seis tablillas triangulares, una para cada uno de los
sentados a la mesa, con voz tipluda y frases anormalmente cortas que interrumpen la conversación de
los militares da indicaciones de cómo deben de sujetarlas. Se disponen a invocar a Jan Rodrigues, se
aparecerá en donde siempre, a la derecha de los ventanales, en el rincón, quieren atraerlo hacia la
mesa. Antes de poner las manos sobre la tablilla, Darío vacía su copa; las champañeras en su estómago
vacío, la caída de los efectos del opio y su frágil salud han hecho una combinación explosiva. Darío no
tiene ninguna gana de poner las dos manos sobre la tablilla sino de pasarlas por las piernas a la,
llamémosla mesera, la bella negra, la que no estoy muy segura que existiera pero que para Darío era
ciertísima. Puso una mano en un muslo, la negra no dijo nada, puso la otra sobre el escote del vestido,
para vergüenza de Steinton, que por haberlo importado a la isla se sentía responsable de su persona,
para enfado mediano de los militares y extremo de la negra, quien a pesar de éste tuvo una magnífica
idea, darle a beber algo más al poeta. Le ofrecieron una cuarta copa, la aceptó y ésta obró maravillas:
atornilló a Darío a su silla y dejó sus manos laxas —palabra que no gustaría a Darío—, relajadas —
palabra que tampoco—, pavorreadas —ésta sí— sobre la tablilla. Apenas terminar el poeta esta copa,
las charolas pasaron a recoger todas las restantes, y las manos de todos quedaron libres. La médium
pide a aquellos sentados en los sillones que se tomen de las manos, formando una cadena. Pide a todos
repetir el nombre del invocado: “Jan, Jan, Jan, Jan”…
Según cuentan algunos, las velas se pagaron solas.
Esther pide a Darío recite “en voz alta y muy clara” alguno de sus poemas. Darío la obedece. Habla alto,
con voz recia y dura, sus acompañantes de mesa menean dóciles sus tablillas. De pronto, opera el jalón
del magnetismo, Darío deja un verso a medio decir, las tablillas caminan por voluntad propia, vibran,
cambian de dirección y posiciones y no se detienen hasta que todas apuntan a un mismo punto del
salón, la esquina a la derecha del último de los ventanales.
Aquí las versiones se contradicen. Unos alegan que Jan Rodrigues sostuvo un diálogo con Darío, del que
bien a bien no pueden dar testimonio porque no entendieron ni pío, nadie sino ellos dos hablaba
español porque el cabo (si es que había cabo) no entró al salón, sólo estaban los de alto rango. La negra
(dudosa o no) dice que no hubo tal, sino que una ráfaga de origen desconocido sopló congelándoles los
pies. El almirante está con Darío, dice que el fantasma se desplaza ligero, ligero, como si no pesara nada,
“no es que caminara rápido, es que se diría que vuela, como un pájaro”. Afirma también que el trocito
visible de su persona viste amarillo, tal vez un trozo de su manga, una manga algo suelta, manga de
primavera, de tela burda, tejida a mano en telar de cintura.
Las versiones se contradicen pero todas confluyen al llegar a un punto: Darío salta de la mesa,
golpeándola y moviendo las tablillas, tira la silla que ha dejado a sus espaldas y brinca, literalmente
brinca, así no sea como un ligero cervatillo sino un hombre subido de peso, de piernas cortas y sin
cuello, abotagado de tanto alcohol y excesos (por no hablar de sus tormentos privados que le dan una
gravedad todavía mayor), brinca saltando sobre la mesa hacia el rincón donde el fantasma Jan se
apareció y hacia donde se desplazó ante el abrupto movimiento de Darío quien al llegar ahí, enloquecido
grita “¡Te comeré!”, abre las manos, extiende los brazos y los repliega, como llevándose algo a la cara,
los dedos estirados, separados el uno del otro hasta llegar a la boca que sella con las palmas de sus dos
manos. En medio de un silencio sepulcral, Darío cierra la boca. Deja caer los brazos y se desvanece.
De estos movimientos a primera vista absurdos, quedaron dos imágenes tomadas por el fotógrafo, pues
con su salto Darío movió la cámara que tenía a sus espaldas, haciéndola afocar involuntariamente hacia
el punto preciso de su destino e inmediata caída. En la primera, se ve un tramo de los brazos del poeta y
atrás, sí, una pequeña luz que no sé si atribuir a imperfección en la plancha y que el fotógrafo llama
“aparición”. En la segunda, el poeta ha girado hacia la cámara, tiene la boca sellada, los labios apretados
el uno contra el otro, los ojos cerrados y una expresión como de éxtasis; en ésta no hay ya resplandores
ni luces chispeantes.
Preciso: Lo que no le queda a nadie muy claro es cuáles fueron precisamente los movimientos de Darío
antes de deglutir —porque lo hizo— al fantasma. La resaca de las opiacias, el frío descomunal, el apetito
de los muslos de la mulata le habían abierto un apetito incontrolable. O no, simplemente fue en un
arrebato de locura.
Si el fotógrafo hubiera sido capaz de ver el color con su lente, habría percibido que los brazos de Darío
tocaron un trozo de amarillo, que de hecho lo cogieron y que el poeta se lo llevó a la boca,
zampándoselo de un bocado.
Apenas cae Darío al piso, los criados encienden las velas y alguien envía a la negra a pedir que un propio
salga a buscar auxilio médico. Ésta corrió —si es que existió—, se repicaron voces pidiendo auxilio, dos
chicos salieron disparados hacia la casa del doctor (y coronel) Smith, lo encontraron sentado a medio
cenar y, con la servilleta en la mano, masticando todavía un bocado, lo llevaron con ellos, sus criados le
arrojaron una gruesa capa a los hombros al pasar por la puerta. Llegaron a casa del almirante en un
santiamén —suficiente para que la medium recogiera las tablillas que delatarían su sesión espiritista—,
el bocado todavía en la boca (un trozo de venado), la servilleta en la mano pero ya sin capa, porque
alguien se la retiró al trasponer la puerta de la casa del almirante, y observó a Darío tendido al piso. El
color de la piel no le dejó lugar a dudas: opio. Pidió lo levantaran y lo tendieran en un sofá. Ahí se le
acercó y el dolor no le dejó lugar a dudas: alcohol. Alcohol y opio. Pasó el bocado, y ya con la boca libre
dijo:
—¡Traigan café! ¡Bien cargado! ¡Con mucha azúcar! ¡Y caliente, muy caliente!
Adentro de sí, el coronel Smith maldijo: “¿para esto interrumpieron mi cena, dejaron enfriar mi comida,
para venir a socorrer a un malviviente?”. Pero no da muestras de su enfado, sino que despierta a Rubén
Darío con palmaditas en las mejillas y dándole a beber sorbos de café ardiendo, cargado y con cerros de
azúcar —le explican mientras esto hace que es “el mayor poeta del mundo hispano”—. En cuanto nota
que el poeta ha recobrado la conciencia, el almirante ofrece una copa al coronel Smith, la acepta
encantado, aprovechará para conversar un rato con sus amigos.
Mientras tanto, en la casa del coronel Smith la cena sigue su curso. Sus tres hijas se sienten aliviadas de
no tener al papá en la cabecera. ¡Hay tanto de qué hablar! El sábado van a ir a un baile y no han podido
decidir qué vestido llevar. La señora Smith también se siente liberada, nada mejor que charlar entre
mujeres. De los vestidos, pasan a los sombreros, de los sombreros, a las medias. De las medias, a los
muchachos. De los muchachos, a sus papás. De los papás a las memorias, las hijas oyen embelesadas
historias de otros tiempos, la abuela viajando a Cuba, los esclavos, las riquezas, el diamante aquel, el
naufragio, el perro que tenía la bisabuela, la trenza de ésta que le llegaba al piso.
El olor del café hervido, azucarado y perfumado con la espesa saliva de Darío, le parece algo repugnante
a Jan Rodrigues, reacciona corriendo carrera abajo por los tubos digestivos darianos y se orilla al llegar al
intestino del poeta sintiéndose ahí acogido, aunque encogido, en un cuerpo completo,
placenteramente, después de quién sabe cuánto maldito tiempo de vivir sólo en un pedacito. Por su
parte, Darío se reanima como si le hubiera entrado una dosis extra de vida en las entrañas, la vitalidad le
va de perlas, lleva años sacando a duras penas la cabeza de las aguas revueltas de su entorno, qué vida
mediovida, qué vida a medias, cuánto medio vivir, qué de naufragar a diario.
Steinton recoge su tilichero ayudado por la otra vez muda médium; salen de la casa seguidos por Darío,
suben al mismo barquete que los ha traído. El viento sopla más empecinado, las aguas corren con mayor
ímpetu. Esther cree que ahí acabará todo, nadie mejor que ella sabe que no hay ni sombra de vida de
aquel lado, que los únicos que sobreviven a la muerte son los que consiguen agarrarse de algún ganchito
a este lado. Sabe de sobra que eso no le tocará a ella, almirante o no almirante —que en el fondo no
sabe nada del asunto— para ella no hay sino lo que tiene, poco y de segunda. Suspira, deja de sentir el
asomo de tormenta. El poeta ve las estrellas, goza el ulular del viento. El fotógrafo no sale del malestar
que le ha dado la sesión. El poeta lo dejó una y otra vez en ridículo, no lo volverán a convidar jamás. ¡Y
hoy no los invitaron a cenar! Esto último casi lo saca de sus casillas. Será de temperamento moderado,
pero hay cosas que son el colmo.
En la casa del almirante los militares departen amistosamente. Nadie menciona la velada espiritista y el
tinte aventurero que había cobrado, que poca gracia harían al coronel Smith. Éste pregunta solamente si
el fotógrafo les había tomado alguna fotografía. El almirante le contestó: “no hubo tiempo” y pasaron a
otra cosa. Puede que nadie se dé cuenta, pero todos lo sienten: en el majestuoso salón flota una ligereza
festiva. Acaba de perder a su ocupante más longevo. Desde que la levantaron, hacía casi noventa años,
Jan Rodrigues se había refugiado aquí. En el comedor todo está dispuesto para la cena. Añaden un lugar
más para el doctor Smith. Nótese que no a Steinton, Esther ni a Darío. Cuando los de alto rango se
sientan a comer, termina la navegación de estos tres acompañados de los mismos que los llevaron a
Governor's Island (cabo o no cabo incluido), llegan al muelle de su partida.
No hay ni asomo del asistente de Steinton, falta más de media hora para la cita acordada, deciden
encaminarse al subway, la parada Whitehall South Ferry les queda a tiro de piedra. Rubén Darío carga
con el tripié, Esther lleva la cámara y Steinton el resto de sus enseres. Habrían hecho una buena
fotografía, vestidos tan elegantes, la gorda fenomenal tiritando y caminando con dificultad sobre el par
de zapatos también prestados, el poeta pálido y provisto de dos coloradas y redondas chapas muy arriba
de las mejillas. Batallan un poco en las escaleras y otra vez para subir al carro del tren. En lugar de bajar
en la 14, Darío decide salir antes, en Christopher Street. Se siente la mar de bien. Dice adiós a Steinton y
a Esther y se enfila hacia la puerta del departamento de una chica de no muy buenas costumbres, Perla,
con la que se siente en ánimo de pasar un buen rato.
En esos momentos, Perla duerme una siesta. Sueña que se le aparece un fantasma, le suplica que se
vuelva su chulo, está harta del tipo que le pone palizas de vez en vez dizque a cambio de protegerla.
Despierta muerta de la risa, “¡un chulo fantasma, qué ocurrencias!”. Por un pelo la encuentra Darío en
este magnífico humor, pero el efecto benéfico del café pasa y el poeta vuelve a sentir frío y cansancio,
encima va el café camino abajo, se le contraen las tripas; con el encogimiento de sus tripas, el fantasma
que el poeta se había comido se siente incómodo, apresado, y hace lo que puede por intentar salir, se
remueve con la natural agitación de los fantasmas, provocándole a Darío retortijones. Ahí está Darío, ay,
la casa de la bella está a tres pasos, ¿pero cómo va a subir a verla en ese estado? El dolor arrecia. Darío
se apoya en la pared. No puede dar un paso más. Se dobla, se agacha. Pone sus dos brazos cruzados
sobre el vientre presionándolos contra sí mismo para calmar el dolor. El fantasma, aprovechando el
ángulo y el apretón, y orientándose con el frío, encuentra la salida vía el culo, se escapa como un pedo,
una flatulencia del poeta.
Libre, el fantasma se siente un poco desconcertado. No está en Governor's Island sino en Christopher
Street, menudo lío, ya lo dijo el almirante, los fantasmas son afectos a la rutina, necesitan un entorno
conocido, no les da por andarse mudando sino por la repetición. ¿Y qué hace al verse en Christopher
Street? Algo de todo punto comprensible: se paraliza. Es lógico, el fantasma no reconoce el lugar, está
fuera de base, se sabe perdido. Se pega a la pared y ahí se queda, como si no existiera, como si no
hubiera existido nunca, como si no fuera nada.
Rubén Darío, en cambio, se siente por completo aliviado, aunque eso sí absolutamente agotado. Cuál
Perla ni qué ocho cuartos, quiere acercarse a casa del doctor Méndez, toma otra vez el subway, llega a la
calle 14, entra ignorando a los contertulios del pequeño bar, atestado a estas horas, pide la llave del
cuarto, y sin siquiera usar el baño se tiende en la cama, de la que sólo se incorpora para beber de un hilo
un vaso y medio de agua y enfundarse un par de calcetas gruesas porque siente los pies tan fríos como
dos trozos de hielo. Se hace un ovillo y cae dormido sin saber que todos sus sueños están contaminados
por el aliento de Jan Rodrigues, quien fuera su huésped durante tan breve estancia. Alguien ya ha
escrito de estos sueños que a nosotros nos tienen sin cuidado. Exactamente tres horas después, el poeta
despierta como si hubiera sonado una alarma. Pero no ha habido ni un pío, la calle está silenciosa, la
casa es una tumba. Es noche cerrada. Insomnio. Le duelen las cuencas de los ojos, un dolor ardiente.
Siente que cada que respira el aire frío le raspa los tubos respiratorios. Le arde la laringe. Los ojos, qué
dolor. Los huesos. Y los dos pies tan fríos, de nada le sirven las calcetas de invierno que le hubiera
gustado le tejiera Francisca. Las compró en la calle, un día que fuera a visitar a su amiga, la misma que
ahora quisiera abrazar, aunque no abrazar, le duelen los ojos, tal vez sí penetrar, lo calmaría, pero no,
cómo, con este dolor, el malestar, los huesos, los ojos, los pies, y el aire, tan frío. En lo que no piensa es
en que necesita ir al baño, debió ir al baño antes de acostarse. El reloj camina. El poeta se revuelve en la
cama, cambia de un costado al otro. Quiere volver a dormirse, pero cómo podría, con este dolor, el
pecho ahora ardiendo. Tiene el ritmo de la respiración alterado y no puede serenarlo. Le duelen los ojos.
Se angustia. No tiene dinero. No sabe qué está haciendo en Nueva York, y cómo están fríos sus pies,
¿qué hará Francisca? Pero no quiere ver más a Francisca, ya no es su acompañamé, qué va, en qué se ha
convertido, ella, él, los dos, pobre mujer. Los ojos, le duelen, las órbitas de los ojos, hasta los ojos
mismos. Los huesos. La almohada le incomoda. Vuelta para un lado, vuelta para el otro. Aquí se levanta,
va al baño, gran acierto. Regresa a la cama y de pronto el poeta olvida todos sus malestares y cuando
raya el cielo la primera luz del día vuelve a conciliar el sueño. Despertará bien entrado el medio día,
ardiendo en fiebre. Es el comienzo de la neumonía que lo llevará al Hospital de Nueva York y a la
atención de su última musa, la enfermera a quien regalará la libreta con sus últimos versos, antes de
dejar la ciudad y enfilarse rumbo a Nicaragua, donde morirá per secula seculorum, porque no hay quien
alegue que exista el fantasma de Darío. ¿Quién se atrevería? Con la rebatinga que hubo por su cerebro,
los ires y venires y una caída directa al piso, no hay cómo imaginarlo.
En Christopher Street, Jan Rodrigues quedó achicado, pegado al muro, sin menearse. ¿Cuánto tiempo?
Por más de tres décadas se quedó aturdido. En tiempo de fantasmas, poca cosa, pecata minuta, quitarle
un pelo a un gato, ¡treinta años!, ¡bah! Tengo la fecha exacta de su resurrección, por así decirla, o de su
despertar (que suena más afortunado aunque sea también impreciso), pero no tiene la menor
importancia. Baste con saber el año, 1945.
Jan Rodrigues hubiera seguido como lo dejó Darío, digamos inmóvil, varado, alelado, si no fuera porque
—esta primera parte de la historia se la debo a Elliot Weinberger— una madrugada otro de nuestros
poetas, Octavio Paz, sale del departamento de su amada después de un pleito de antología, en
Christopher Street. Son las tres y media de la madrugada, el poeta baja las escaleras fundido en cólera,
desilusión, exasperación amorosa. Apenas trasponer la puerta de la casa, se apoya en el muro de ésta. El
poeta apoya su mano derecha contra el entrecejo e intenta pensar, no diré calmarse, pensar: no se
reconoce en esta historia, qué es esto, quién soy yo, cómo, por qué, no lo merecemos, París, todo tan
distinto, diez años atrás en Nueva York, el paraíso. Había aceptado el puesto en el Consulado de Nueva
York por estar cerca de ella y ahora los dos estaban tornados en pura furia, enfado, todo eran
malentendidos, más que eso... Pero no puede pensar, ni menos tranquilizarse. Le zumban los oídos.
Levanta uno de los dos pies del piso y con éste golpea repetidas veces la pared, descarga así su malestar
algo violento. Esto levanta a Jan Rodrigues, el fantasma se mueve, da dos pasos —si son pasos lo que
dan los fantasmas—, se desliza frente a las narices de Octavio Paz que se quita la mano de su entrecejo y
ve, atrás del color amarillo en el que no pone la menor importancia, un taxi. Son las tres y media de la
madrugada, no va a dejar pasar la oportunidad. Levanta la mano para llamarlo, da un paso al frente,
abre la boca, aspira para poder gritar “¡Taxi!”, ¡y hace lo de Darío, sólo que sin darse cuenta! Se ha
echado en la boca a Jan Rodrigues. Cierra la boca, sube al taxi, el taxista le pregunta algo que Octavio no
escucha pero que quería decir ¿Dónde?
¿A dónde, a dónde ir, para qué a su casa en el Upper West Side? ¿Pero dónde más? Abre la boca para
decir pero no acierta a hablar, la cólera, el efecto Jan Rodrigues en la lengua —un leve
entumecimiento— y en esa pausa Jan sale de su boca, cae de bruces (si son bruces) en el asiento del
coche, Paz dice su dirección, calle y entre qué esquina. El taxi emprende el camino. Jan, después de
tanto siglo inmóvil, derrama toda su energía, un remolino se desata adentro del automóvil, el poeta cree
que es la cola de la furia, si eso es furia, el taxista no sabe qué es pero sabe que algo es y, aunque esté
fría la noche, abre la ventana, el fantasma de Jan Rodrigues sin proponérselo sale por la rendija abierta
expulsado por el remolino que él mismo ha creado, se desliza por fuera del vidrio de la ventana, resbala
por la carrocería y aquí hay tres diferentes versiones. La primera dice que fue el magnetismo connatural
a los fantasmas, y que atrajo un clavo que fue a clavarse directo sobre la llanta delantera izquierda. La
segunda versión dice que Jan Rodrigues mismo continuó resbalándose, saltó a la llanta, se pegó a su
válvula y le sorbió aire. La tercera versión dice que Jan Rodrigues no tuvo nada que ver, que la llanta
rodó sobre una botella rota pinchándose con el vidrio y desinflándose de inmediato. Yo voto por la
tercera, porque vidrio sí había. La segunda versión es una mera mafufada. La primera es mediocre, puro
sentido común, y como todos sabemos el sentido común no lleva a ningún lado (o sí, pero no a alguno
que nos interese).
Volvamos al interior del taxi. Alentados por el aire fresco que ha entrado por la ventana y por el alivio de
la atmósfera, el taxista pisa el acelerador y el poeta comienza a escribir en su cabeza. Sus versos siguen
una “música” que lo envuelve. Sus palabras vienen de su interior y al mismo tiempo se armonizan con el
ambiente, cosa de poetas. El neumático pinchado o desinflado aporta una cadencia al ritmo. “Un sauce
de cristal, un chopo de agua/ un alto surtidor que el viento arquea —las palabras siguen el ritmo del
sonido del aire contra las ventanas veloces, y el neumático desinflado—, un árbol bien plantado mas
danzante —aquí más el ritmo trocado, golpeado—, un caminar de río que se curva…/ ola tras ola hasta
cubrirlo todo…”.
El volante no obedece al taxista y los cachetazos de la llanta entran a su conciencia. Pisa el freno. Sí, ya
no le queda duda, se ha pinchado una llanta. Detiene el coche. Baja, imprecando, prácticamente
gritando maldiciones sicilianas. El poeta anota los versos en su libreta, insensible a los gritos,
ensordecido por sus propios versos. La guarda en la bolsa de su saco. Abre la puerta. Mira la noche.
Jan Rodrigues tendido al piso es como otra hoja teñida de amarillo por el otoño. El poeta pone sobre él
un pie, el otro. Lo deja atrás. Camina, está en su poema, en ese filo donde el oído percibe todo y lo
incorpora a la sinfonía que él trae tocando. Mientras, Jan Rodrigues se queda alelado, sin entender su
entorno, espera, puede que hasta hoy.