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EL FILTRO (IMITADO DEL ITALIANO DE SILVIA VALAPERTA) STENDHAL

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E L F I L T R O( I M I T A D O D E L I T A L I A N O

D E S I L V I A V A L A P E R T A )

S T E N D H A L

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Libros Tauro

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Una noche oscura y lluviosa del verano de182..., salía del café, en el que acababa de perdertodo su dinero, un joven teniente del 96° regimien-to, de guarnición en Burdeos. El joven renegaba desu estupidez, pues era pobre.

Al pasar por una de las calles más desiertas y si-lenciosas del` barrio de Lormond, oyó de prontounos gritos, y por una puerta que se abrió con es-trépito salió violentamente proyectada una persona,que vino a caer a sus pies. La oscuridad era can pro-funda, que sólo por el ruido se podía apreciar lo queocurría. Los perseguidores, quienesquiera que fue-sen, debieron de oír los pasos del joven oficial y separaron en la puerta.

El transeúnte escuchó un momento. Los hom-bres hablaban bajo y no se acercaban. Por muchoque le desagradara la escena, Liéven se creyó en el

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deber de levantar a la persona que estaba en el sue-lo.

Observó que estaba en camisa; a pesar de laprofunda oscuridad de la noche, a las dos de la ma-ñana que debían de ser, Liéven creyó percibir unalarga cabellera suelta; luego, se trataba de una mujer.Este descubrimiento no le hizo ninguna gracia. Lamujer parecía incapaz de andar sin ayuda. Para noabandonarla, Liéven tuvo que pensar en los deberesprescritos por la humanidad.

Se veía ya en el desagradable trance de tener quepresentarse al día siguiente ante el comisario de po-licía y afrontar las burlas, de sus compañeros y lasgacetillas satíricas de los periódicos locales. «La de-jaré apoyada en la puerta de una casa -se dijo-, lla-maré y me iré corriendo.» Iba a hacerlo así, cuandooyó a la mujer quejarse en español. Liéven no sabíani una palabra de español. Quizá por esto, las dosmuy corrientes que pronunció Leonor le desperta-ron unas ideas muy novelescas. Ya no vio un comi-sario de policía y un¡ muchacha de la vidamaltratada por usos borrachos; su imaginación seextravió en ideas de amor y de aventuras extraordi-narias.

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Liéven, después de levantar a la muchacha, ledirigía palabras de consuelo. ¡Mira que si fuera fea!», se dijo.

Ante esta duda, entró en juego la razón y le hizoolvidar las ideas romancescas.

Quiso hacer que se sentara en el umbral de unapuerta y ella, se negó.

-Vayamos más lejos -le dijo en un cono muyextraño.

-¿Tiene miedo de su marido? -le preguntó Lié-ven.

-Por desgracia mía, dejé a ese marido, el hombremás respetable del mundo, y que me adoraba, porun amante que me atroja de su lado bárbaramente.

Esta frase hizo que Liéven olvidase al comisariode policía y las desagradables consecuencias de unaaventura nocturna.

-Me han robado, caballero -dijo Leonor al cabode unos momentos-; pero ahora me doy cuenta deque me queda una pequeña sortija de brillantes.Quizás algún hostelero quiera recibirme. Pero, ca-ballero, voy a ser el escándalo de la casa, pues he deconfesarle que no llevo más ropa que una camisa. Sihubiera tiempo, caballero, le suplicaría de rodillas,en nombre de la humanidad, que me llevara a una

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habitación cualquiera y comprara para mí, a unamujer del pueblo, un mal vestido. Después -añadió,animada por el joven militar- podrá usted llevarmehasta la puerta de una humilde posada y, una vezallí, dejaré de pedir auxilio a un hombre generoso yle rogaré que abandone a una desventurada.

Todo esto, dicho en mal francés, gustó bastantea Liéven.

-Señora -contestó, voy a hacer lo que me orde-na. Pero lo principal, para usted y para mí, es que nonos detengan. Me llamo Liéven, teniente del 96°regimiento. Si topamos con una patrulla qué no seade este regimiento, nos llevarán al cuerpo de guar-dia, donde habrá que pasar la noche, y mañana us-ted y yo, señora, seremos la comidilla de Burdeos.

Liéven, que llevaba del brazo a Leonor, notóque se estremecía. «Este miedo al escándalo es bue-na señal », pensó.

-Dígnese ponerse mi levita -dijo a la señora-; lavoy a llevar a mi domicilio.

-¡Oh cielos, caballero!...-No encenderé luz, se lo juro por mi honor. La

dejaré dueña absoluta en mi cuarto y .no apareceréhasta mañana por la mañana. No hay más remedio,pues a las seis llega mi sargento, que es hombre de

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los que llaman hasta que les abren. Está usted tra-tando con `un hombre de honor...

¡Pero qué bonita es!, se decía Liéven.Abrió la puerta de su casa. La desconocida estu-

vo a punto de caer al pie de la escalera, porque noencontraba el primer peldaño. Liéven le hablabamuy bajo y ella le contestaba de la misma manera.

-¡Qué atrevimiento, traer mujeres a mi casa! -exclamó en tono agrio una tabernera bastante gua-pa, abriendo la puerta y con una pequeña lámparaen la mano.

Liéven se volvió vivamente hacia la desconoci-da, vio un rostro admirable y sopló la lámpara de lahostelera.

-¡Silencio, madame Saucéde, o mañana por lamañana me voy de aquí! Diez francos pata usted sino dice nada a nadie. Esta señora es la esposa delcoronel, y yo vuelvo a salir en seguida.

Liéven había llegado al tercer piso, a la puertade su cuarto. Temblaba.

-Entre, señora -dijo a la mujer, que estaba encamisa-. Junto al reloj de mesa hay un encendedorfosfórico. Encienda la vela y la lumbre, y cierre lapuerca por dentro. Yo la respeto como a una her-

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mana y no volveré hasta que sea de día. Le traeré unvestido.

-«¡Jesús María!» (sic) -exclamó la bella española.Al día siguiente, cuando Liéven llamó a su

puerta, estaba locamente enamorado. Por no des-pertar demasiado temprano a la desconocida, habíatenido la paciencia de esperar en la puerta a su sar-gento y de ir con él a firmar sus papeles en un café.

Había alquilado una habitación en la vecindad ytraía para la desconocida ropa y hasta una careta.

-Así, señora, no la veré, si usted lo exige -le dijoa través de la puerta.

A la joven española le gustó la idea de la careta yla distrajo de su profundo dolor.

-Es usted tan generoso -le dijo, sin abrir-, queme tomo la libertad de rogarle que deje a la puertael paquete de ropa que ha comprado para mí.Cuando le oiga bajar lo cogeré.

-¡Adiós, señora! -dijo Liéven; y se marchó.Leonor quedó tan encantada de tan pronta obe-

diencia, que le dijo, en un tono casi de tierno afecto.-Si puede, caballero, vuelva dentro de media ho-

ra.Cuando Liéven volvió, la encontró con la careta

puesta Pero vio unos brazos bellísimos, un cuello

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bellísimo, unas manos bellísimas. Estaba embelesa-do.

Era un joven bien nacido que tenía que hacerun gran esfuerzo para atreverse con las mujeres quele gustabas Su tono fue tan respetuoso, hizo contanta gracia los honores de su cuarto, pequeño ypobre, que cuando se volvió, después de disponerun biombo, se quedó petrificado de admiración alver a la mujer más bella que había conocido en suvida; la extranjera se había quitado la careta. Teníaunos ojos negros que parecía que hablaban. Quizásen circunstancias corrientes de la vida resultaranduros a fuerza de energía. La desesperación les dabaun poco de simpatía, y se puede decir que a la belle-za de Leonor no le faltaba nada. Liéven pensó quedebía de tener entre diecisiete a veinte años.

Hubo un silencio. Leonor, a pesar de su deses-peración, no pudo menos de observar con ciertasatisfacción el embeleso del joven militar, que leparecía ser de muy buena casa.

-Es usted mi bienhechor -le dijo por fin- y, apesar de su edad y de la mía, espero que seguirácomportándose bien.

Liéven contestó como puede hacerlo un hom-bre muy enamorado; pero supo dominarse lo sufi-

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ciente para renunciar a la dicha de decirle que laamaba. Por otra parte, había en los ojos de Leonoralgo tan imponente y tenía un aire tan distinguido, apesar de las pobres vestiduras que acababa de po-nerse, que le costó menos ser prudente. «Más valeser tonto del todo», se dijo a sí mismo. Y se entregóa su timidez y al placer celestial de mirar a Leonorsin decirle nada. No podía hacer cosa mejor. Estecomportamiento tranquilizó poco a poco a la bellaespañola. Allí, uno frente a otro, mirándose en si-lencio, estaban muy graciosos.

-Necesitaría un sombrero completamente demujer del pueblo y que tape la cara -le dijo-; pues,desgraciadamente -añadió casi riendo-, no puedo irpor la calle con su careta.

Liéven consiguió un sombrero; luego llevó aLeonor a la habitación que había alquilado para ella.Leonor le dijo, más preocupada, pero casi contenta:

-Todo esto puede acabar para mí en el patíbulo.-Por servirla -le dijo, muy impetuoso, Liéven-,

me arrojaría al fuego. He alquilado para usted estahabitación a nombre de madame Liéven, mi mujer.

-¿Su mujer? -replicó Leonor, casi contrariada.-Había que dar ese nombre o exhibir un pasa-

porte que nosotros no tenemos.

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Este «nosotros» le hizo feliz. Había vendido lasortija, o al menos había entregado a la desconocidacien francos, que era su valor. Sirvieron la comida;la desconocida invitó a Liéven a sentarse.

Terminado el almuerzo, le dijo.-Ha sido usted para mí un hombre generosísi-

mo. Si quiere, déjeme. Este corazón le quedaráeternamente agradecido.

-La obedezco -repuso Liéven, levantándose.Tenía la muerte en el corazón. La desconocida

se quedó pensativa y luego le dijo:-Quédese. Es usted muy joven, pero la verdad

es que necesito un apoyo, ¿y quién me dice que po-dré encontrar otro hombre tan generoso? Por otraparte, si tuviera usted por mí un sentimiento al queyo no puedo aspirar, el relato de mis falcas me haráperder en seguida su estimación y a usted le quitarátodo interés por la mujer más infame del mundo.Pues ha de saber, caballero, que todas las culpas sonmías. No puedo quejarme de nadie, y menos que denadie, de don Gutier (sic) Ferrandez, mi marido. Esuno de esos desdichados españoles que hace dosaños buscaron refugio en Francia. Somos los dos deCartagena, pero él es muy rico y yo muy pobre. «Lellevo treinta años, querida Leonor -me dijo en un

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aparte la víspera de nuestra boda-; pero tengo vatiosmillones y la amo como un loco, como no he ama-do nunca. Mire, elija: si por mi edad la disgusta estecasamiento, asumiré ante sus padres toda la culpa dela ruptura.» De esto hace cuatro años, caballero. Yotenía quince. Lo que más sentía entonces era el pesode la gran pobreza en que la revolución de las Cor-tes (sic) sumió a mi familia. No le amaba. Acepté.Pero necesito de sus consejos, caballero, pues noconozco las costumbres de este país ni, como ustedve, su lengua. A no ser por esta necesidad que tengode usted, no podría soportar la vergüenza que memata... Esta noche, al verme arrojada de una casa depobre traza, ha podido creer que socorría a unamujer de mala vida. Pues bien, caballero, valgo me-nos aún. Soy la más infame y también la más desdi-chada de las mujeres -añadió Leonor, deshecha enlágrimas-. Quizá un día de éstos me verá ante lostribunales de su país y seré condenada a una penainfamante. Nada más casarnos, don Gutier tuvocelos. ¡ Ay Dios mío!, entonces los tenía sin razón,pero seguramente adivinaba mi mala índole.

Cometí la necedad de irritarme mucho por lassospechas de mi marido, de sentirme ofendida enmi amor propio. ¡ Oh, desdichada de mí!...

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-Así tuviera usted que reprocharse los mayorescrímenes -la interrumpió Liéven- , soy suyo hasta lamuerte. Pero si podemos temer la persecución delos gendarmes, dígamelo ahora mismo, para que yole arregle la huida sin pérdida de tiempo.

-¿Huir? ¿Cómo voy a poder viajar por Francia?Con mi acento español, mi juventud, mi turbación,me detendrá el primer gendarme que me pida el pa-saporte. Seguramente a estas horas me están bus-cando los gendarmes de Burdeos; mi marido leshabrá prometido puñados de oro si logran darconmigo. ¡Déjeme, caballero, abandóneme!... Voy adecirle algo más atrevido. Adoro a un hombre queno es mi marido, ¡y qué hombre! Es un monstruo;usted lo despreciará. Bueno, pues, a pesar de todo,ese hombre no tiene más que decirme una palabrade arrepentimiento y vuelo, no digo a sus brazos,sino a sus pies. Voy a permitirme unas palabras muyinconvenientes, pero, en el abismo de oprobio enque he caído, por lo menos no quiero engañara mibienhechor. Está usted viendo a una desventuradaque le admira, que le tiene una inmensa gratitud,peto que nunca podrá amarle.

Liéven se quedó muy triste.

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-Señora, no confunda la súbita tristeza que meinunda -le dijo al fin con desmayada voz- con elpropósito de abandonarla; estoy pensando en losmedios de evitar la persecución de los gendarmes.Por ahora, lo menos peligroso es seguir escondidaen Burdeos. Más adelante le propondré embarcarsecon el nombre de otra mujer de su edad y tan bo-nita como usted, para la que tomaré pasaje en unbarco.

Liéven, al terminar estas palabras, tenía los ojosmuertos.

-Don Gutier Ferrandez -contó Leonor- se hizosospechoso al partido que tiraniza a España. Dába-mos paseos en barca mar adentro. Un día nos cru-zamos con un pequeño brick francés.«Embarquémonos -me dijo mi marido-. Abandona-remos todos nuestros bienes de Cartagena.» Nosembarcamos. Mi marido es todavía muy rico; tomóuna casa soberbia en Burdeos y aquí reanudó sucomercio; pero vivimos completamente solos. Noquiere que yo trate a la sociedad francesa. Sobre to-do desde hace un año, con el pretexto de precau-ciones políticas que no le permiten ver a losliberales, no he hecho ni dos visitas. Me moría deaburrimiento. Mi marido es muy estimable, el más

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generoso de los hombres, pero desconfía de todo elmundo y lo ve todo negro. Desgraciadamente, haceun mes cedió a mi ruego de que tomáramos un pal-co en el teatro. Eligió el peor y tomó uno metido enel escenario mismo, para que no me vieran los jóve-nes de la ciudad. Acababa de llegara Burdeos unacompañía de caballistas napolitanos... ¡Ah, caballero,cómo va a despreciarme!

-Señora -le contestó Liéven-, la escucho conatención, peto no pienso más que en mi desdicha:ama usted para siempre a un hombre más afortuna-do.

-Seguramente habrá oído usted hablar del famo-so Mayral -dijo Leonor, bajando los ojos.

-¿El caballista español? ¡Claro que sí! -repusoextrañado Liéven-. Ha movilizado a codo Burdeos.Es muy ágil y guapo.

-Por mi desgracia, caballero, creí que no era unhombre sin categoría. Mientras hacía sus piruetas acaballo, no cesaba de mirarme. Un día, al pasar de-bajo del palco, del que acababa de salir mi marido,me dijo en catalán: «Soy capitán de las tropas delMárquesito (sic) y la adoro a usted.» ¡Ser amada porun caballista, qué horror, caballero! Y mayor infamiaaún poder pensar en esto sin espanto. Los días si-

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guientes tuve la fuerza de voluntad de no ir al circo.¿Qué quiere que le diga, caballero? Sufría mucho.Un día, mi doncella me dijo: «El señor Ferrandez hasalido. Le ruego, señora, que lea este papel.» Y esca-pó, cerrando la puerta. Eta una carta muy tierna deMayral. Me contaba la historia de su vida; decía queera un pobre militar obligado por la más horriblepenuria a hacer un oficio que me ofrecía abandonarpor mí. Su verdadero nombre era don Rodtigue(sic) Pimentel. Volví al circo. Poco a poco fui cre-yendo en los infortunios de Mayral y recibiendo conalegría sus cartas. Y, ¡ay de mí!, acabé por contes-tarle. Le amé cota pasión, con una pasión -añadiódon Leonor, rompiendo a llorar- que nada ha podi-do quebrantar, ni siquiera los más tristes descubri-mientos... No tardé en ceder a sus ruegos y deseétanto como él la ocasión de hablarle. Sin embargo,ya entonces tuve una sospecha: pensé que quizáMayral no tenía nada de Pimentel ni de capitán delas tropas del Marquesito. No tenía bastante orgullopara eso; varias veces manifestó el temor de que yoquisiera burlarme de él por su oficio de caballistavolatinero en una compañía de saltimbanquis napo-litanos...

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»Hace aproximadamente dos meses, cuandoíbamos a salir para ir al circo, mi marido recibió lanoticia de que uno de sus barcos había encalladocerca de Royan, en la desembocadura del río. Y élque no hablaba nunca y no me decía ni diez pala-bras ea todo el día, exclamó: "Tendré que ir allámañana". Aquella noche, en la función, le hice aMayral una seña convenida. Mientras él veía a mimarido en el palco, fue a coger una carta que yo ha-bía dejado a la portera de mi casa, a la que él habíasobornado. Al poco rato vi a Mayral rebosante dealegría Yo había tenido la nueva debilidad de escri-birle que a la noche siguiente le recibiría en una salabaja que daba al jardín.

»Mi marido embarcó después del correo de Pa-rís, al medio; día. Hacía un tiempo soberbio y está-bamos en los días más cálidos. Aquella noche dijeque iba a dormir en el cuarto de mi marido, que es-taba en la planta baja y daba al jardín, porque allí meagobiaría menos el calor. A la una de la madrugada,cuando, después de abrir la ventana con mucha pre-caución, esperaba a Mayral, oí de pronto un granruido por el lado de la puerta: era mi marido. A me-dio camino de Royan, había visto su barco subiendo

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tranquilamente por el Gironda en dirección a Bur-deos.

»Don Gutier, al volver, no se dio cuenta de mihorrible apuro; congratulándose de mi buena ocu-rrencia de dormir en una habitación fresca, seacostó a mi lado.

»Imagínese mi preocupación; para mayor des-gracia, hacía una luna clarísima. No había transcu-rrido una hora cuando vi distintamente a Mayralacercándose a las ventanas. No se me había ocurri-do cerrar, cuando llegó mi marido, la puertaventanade un gabinete contiguo al dormitorio. Estabaabierta de par en par, lo mismo que la puerta quecomunicaba el gabinete con la alcoba.

»Con movimientos de cabeza, única cosa queosaba permitirme teniendo a mi lado un maridoceloso, intenté en vano hacer entender a Mayral quenos había ocurrido una desgracia. Le oí entrar en elgabinete y al cabo de un momento llegó junto a lacama por el lado donde estaba yo acostada. Imagí-nese cuál sería mi terror; se veía tan claro como sifuera de día. Por suerte, Mayral no habló al acercar-se.

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»Le señalé a mi marido durmiendo a mi lado yde pronto vi que" sacaba un puñal. Horrorizada, meincorporé. Mayral se acercó a mi oído y me dijo:

»- ¡Es tu amante! Ya comprendo que llego enmal momento, o más bien pensaste que era diverti-do burlarte de un pobre caballista volatinero; peroese lindo señor va a pasar un mal rato.

»- Es mi marido -le repetía yo en voz muy baja;y con toda la fuerza que podía le sujetaba la mano.

»- ¿Tu marido, cuando yo le vi embarcarse estamañana en el vapor de Royan? Un saltimbanqui na-politano no es tan tonto como pata tragarse eso.Levántate y ven a hablarme en el gabinete de al la-do. Lo exijo; y si no lo haces despierto a ese lindocaballero; entonces, puede que diga cómo se llama.Yo soy más fuerte, estoy mejor armado y, con todolo pobre diablo que soy, le demostraré que no esbuena cosa burlarse de mí. Quiero ser yo tu amante,vive Dios!, y quien hará el ridículo será el.

»En este momento se despertó mi marido.»- ¿Quién habla de amante? -exclamó, muy sor-

prendido.»Mayral, quien, a mi lado, me tenía abrazada y

me hablaba al oído, se bajó muy oportunamenteante aquel movimiento imprevisto. Yo extendí el

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brazo como si me hubieran despertado las palabrasde mi marido. Hasta que don Gutier, creyendo quehabía soñado, volvió a dormirse. El puñal desenvai-nado de Mayral seguía reflejando la luz de la luna,que en aquel momento daba de lleno en la cama.Prometí todo lo que Mayral quiso. Exigió que leacompañara al gabinete contiguo.

»- Bueno, será tu marido, pero no por eso dejoyo de hacer un papel idiota -repetía, iracundo.

»Por fin, al cabo de una hora, se marchó.»¿Me creerá usted, caballero, si le digo que toda

esta necia conducta de Mayral casi me abrió los ojosen cuanto a él, pero no llegó a disminuir mi amor?

» Como mi marido no hacía nunca vida social,pasaba todo el tiempo conmigo. Era dificilísima lasegunda cita que yo había jurado a Mayral que leconcedería.

»Me escribía cartas llenas de reproches ; en elcirco hacía alarde de no mirarme. En fin, caballero,que mi fatal amor rebasó todos los límites.

»"Venga a la hora de la Bolsa un día que hayavisto ir a ella a mi marido -le escribí-; le esconderé;si el azar me concede un minuto de libertad, le veré;si, por una favorable casualidad, va también a laBolsa al día siguiente, le veré; si no, al menos habrá

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tenido una prueba de mi fidelidad y de la injusticiade sus sospechas. Piense a lo que me expongo.”

»Esto respondía al temor que él tenía siemprede que yo hubiera elegido otro amante de mi rangocon el que me burlara del pobre saltimbanqui napo-litano. Un compañero suyo le había contado a esterespecto no sé qué cuento absurdo.

»Pasados ocho días, mi marido fue a la Bolsa; enpleno día, Mayral entró en mi cuarto escalando lapared del jardín. ¡Ya ve a lo que me exponía! Nollevábamos juntos tres minutos, cuando volvió mimarido. Mayral se escondió en el tocador; pero donGutier había venido solamente a buscar unos pape-les que necesitaba. Por desgracia, traía también unsaco de portuguesas. Le dio pereza bajar a la caja,entró en mi gabinete, meció el oro en uno de misarmarios, lo cerró con llave y, por más precaución,porque es muy desconfiado, se llevó también la lla-ve del gabinete. Imagínese mi apuro; Mayral estabafurioso; sólo pude hablarle un poco a través de lapuerta.

»Mi marido volvió pronto. Después de comerme obligó en cierto modo a salir de paseo. Quiso iral teatro. Total, que no pude volver hasta muy tarde.Todas las noches se cerraban con mucho cuidado

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todas las puertas de la casa y mi marido se hacíacargo de las llaves. Por pura casualidad, aprove-chando el primer sueño de don Gutier, pude hacersalir a Mayral del gabinete donde llevaba, rabiando,tanto tiempo; le abrí la puerta de un pequeño des-ván. Fue imposible hacerle bajar al jardín. Habíanmetido en él un cargamento de balas de lana y lasguardaban dos o tres cargadores. Mayral se pasótodo el día siguiente en el desván. Imagínese lo queyo sufriría: me parecía a cada momento verle bajarpuñal en mano y abrirse paso asesinando a mi mari-do. Era capaz de todo. Al menor ruido en la casa,yo me echaba a temblar.

»Para colmo de desdichas, mi marido no fueaquel día a la Bolsa. Por fin, sin haber podido hablarni un minuto con Mayral, tuve la gran suerte de po-der mandar a unos recados a todos los cargadores yencontrar el momento para que Mayral escapara porel jardín. Al pasar rompió con el mango de! puñal elgran espejo del salón. Estaba furioso.

»Aquí, caballero, me va a despreciar usted cantocomo me desprecio yo misma. Desde aquel mo-mento, ahora lo veo claro, Mayral dejó de amarme;creyó que me había burlado de él.

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»Mi marido sigue enamorado de mí; aquel díame besó varias veces y me cogió en sus brazos. Ma-yral, enfermo de orgullo, más que de amor, se figuróque yo le había escondido para que fuera testigo deaquellas efusiones.

»Ya no contestaba a mis cartas, ni siquiera sedignaba mirarme en el circo.

»Debe de estar usted muy cansado, caballero, deesta serie de infamias, y todavía falta la más atroz ycobarde.

Hace ocho días anunció su marcha la compañíade volatineros napolitanos. El lunes pasado, día desan Agustín, loca de amor por un hombre que, enlas tres semanas transcurridas desde la aventura delencierro en mi casa, no se dignó mirarme ni con-testar a mis cartas, me fui de casa del mejor de losmaridos y, caballero, me fui robándole, yo que no lellevé más dote que un corazón infiel. Me llevé losbrillantes que me había regalado y cogí de su cajados o tres cartuchos de quinientos francos, porquepensé que si Mayral intentaba vender los brillantesen Burdeos, resultaría sospechoso.

En este punto de su relato, doña Leonor se son-rojó mucho. Liéven estaba pálido y acongojado.Cada palabra de Leonor le atravesaba el corazón, y

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sin embargo, por una horrible perversión de carác-ter, cada una de aquellas palabras aumentaba elamor que le abrasaba.

Fuera de sí, cogió a Leonor la mano y Leonorno la retiró.

«¡Qué bajeza la mía -se dijo Liéven- , gozar deesta mano mientras Leonor me habla abiertamentede su amor por otro! Si me la deja, es por desdén opor distracción, y yo soy el hombre menos delicadodel mundo.»

-El lunes pasado, caballero -continuó Leonor-,hace cuatro días, a eso de las dos de la madrugada,después de tener la cobardía de dormir con láudanoa mi marido y al portero, me escapé. Fui a llamar ala puerta de la casa de donde logré escapar cuandopasaba usted. Es la casa de Mayral.

»- ¿Creerás ahora que te amo? -le dije.»Estaba loca de felicidad. El me pareció desde el

primer momento más asombrado que enamorado.»A la mañana siguiente, cuando le enseñé los

brillantes y el oro, se decidió a dejar la compañía desaltimbanqui; y huir con. migo a España. Pero, ¡Dios santo!, por su ignorancia de ciertas costumbresde mi país, me pareció que no era español. Proba-blemente, pensé, acabo de unir mi destino al de un

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simple caballista de circo. Pero ¡ qué me importa, sile amo! Echo de ver que es dueño de mi vida. Serésu sirvienta, su mujer fiel; él seguirá su oficio. Soyjoven; si es necesario, aprenderé yo misma a montara caballo. Si cuando seamos viejos nos encontramosen la miseria, no importa: moriré de miseria a sulado. Y no habrá por qué compadecerme, puestoque habré vivido feliz.

»¡Qué locura, qué perversión! –exclamó Leonor,interrumpiéndose.

-Hay que reconocer -dijo Liéven- que usted semoría de aburrimiento con su marido, tan viejo, yque no quería llevarla a ninguna parte. Esto la justi-fica mucho para mí. Usted no tiene más que dieci-nueve años, y él cincuenta y nueve. ¡ Cuántasmujeres viven consideradas en la sociedad de mipaís y, en el fondo, no tienen los remordimientosque tiene usted, aunque han cometido faltas mayo-res!

Unas cuantas frases de este estilo parecieron ali-viar de un gran peso a Leonor.

-Pasé tres días con Mayral –continuó-. Por lanoche me dejaba para ir a su trabajo; anoche medijo:

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»-Como podría venir a mi casa la policía, voy adejar tus brillantes y tu oro en casa de un amigo se-guro.

»A la una de la madrugada, después de esperarlehasta mucho más tarde de la hora acostumbrada ymuerta de miedo de que Mayral hubiera sufrido unacaída del caballo, volvió, me dio un beso y en segui-da salió nuevamente de la habitación. Por fortuna,yo tenía luz, aunque él me la había prohibido dosveces y hasta me había apagado la lamparilla.

Pasado mucho rato, estando yo dormida, entróun hombre en mi casa, y me di cuenta inmediata-mente de que el intruso no era Mayral.

»Cogí un puñal, el cobarde se asustó y cayó derodillas implorando perdón; yo me lancé hacia élpara matarle.

»-Si me toca, irá a la guillotina -decía.»La bajeza de este lenguaje me horrorizó. "Con

qué gente me he comprometido", pensé. Tuve lapresencia de ánimo de decir a aquel hombre que yocontaba con protecciones en Burdeos y que el señorfiscal general mandaría detenerle si no me decía to-da la verdad.

»-Bueno –contestó-, yo no he robado nada desu oro ni de sus brillantes. Mayral acaba de mar-

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charse de Burdeos; va a París con todo el botín. Seha escapado con la mujer de nuestro director; le dioveinticinco de sus hermosos luises y el director lecedió la mujer. A mí me dio dos luises, que aquí tie-ne, a menos ,que tenga usted la bondad de dejár-melos; Mayral me los dio para que la retuviera elmayor tiempo posible con el fin de llevar él treintahoras de adelanto.

»- ¿Es español? -le pregunté.»- ¡Español! Es de Santo Domingo, de donde

escapó después de robar o asesinar a su amo.»- ¿A qué vino aquí esta noche? Contéstame -le

dije-, o mi tío te mandará a galeras.»-Como yo vacilaba en venir aquí para guardar-

la, Mayral me dijo que era usted una mujer muyguapa. «Nada más fácil -me dijo- que ocupar mi si-tio a su lado; será gracioso. Ella quiso una vez bur-larse de mí; ahora me burlaré yo de ella. Con estacondición, acepté; pero como no me atrevía, vinocon la silla de posta hasta la puerca y subió paradarle un beso delante de mí, después de escondermejunto a la cama.

También aquí los sollozos ahogaron la voz deLeonor.

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S T E N D H A L

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-El joven saltimbanqui que estaba conmigo -continuó Leonor- tenía miedo y me daba los deta-lles más verídicos y desoladores sobre Mayral. Yoestaba muerta de desesperación. «Quizá me ha dadoun filtro», pensaba, «pues no puedo odiarle.»

»Y así es, caballero; ni después de tanta infamiapuedo odiarle. Sé que le adoro.

Doña Leonor guardó silencio y se quedó pensa-tiva.

«¡Extraña ceguera! -pensó Liéven-. ¡Una mujertan inteligente y tan joven creer en un sortilegio!»

-En fin -reanudó doña Leonor- , aquel joven,viéndome pensativa, empezó a tener menos miedo.Se fue de repente y, pasada una hora, volvió con uncompañero. Tuve que defenderme; fue una luchatremenda; puede que, al mismo tiempo que preten-dían otra cosa, quisieran matarme. Me cogieron mibolsa y unas alhajillas. Por fin pude llegar a la puertade la casa; pero, a no ser por usted, probablementeme hubieran perseguido en la calle.

Liéven, cuanto más loca de amor por Mayralveía a Leonor, más la adoraba. Lloró mucho; le be-saba la mano. Como él, con palabras veladas, le ha-bló de su amor, Leonor le dijo al cabo de unos días:

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-¿Creerá usted, fiel amigo, que me figuro que, siyo pudiera demostrar a Mayral que nunca pretendíburlarme de él, quizá me amaría?

-Tengo muy poco dinero -repuso Liéven-; poraburrimiento, me puse a jugar; pero acaso el ban-quero al que me recomendó mi padre en Burdeosno me niegue quince o veinte luises si se lo suplico;voy a hacerlo todo, incluso bajezas; con ese dineropodrá usted ira París.

Leonor le abrazó.-¡Santo Dios, que yo no pueda amarle! Pero ¿es

posible que me perdone mis locuras?-Tan posible, que me casaría con usted loco de

alegría y ría a su lado mi vida, considerándome elmás afortunado de hombres.

-Pero es que, si encuentro a Mayral, me sé lobastante loca y miserable para abandonarle a usted,mi bienhechor, y caer a los pies de él.

Liéven enrojeció de ira.-No hay más que un medio de curarme: matar-

me -le dijo, cubriéndola de besos.-Oh, no te mates, amigo mío! -le dijo ella.No se le ha vuelto a ver. Leonor ha profesado

en el convento de las Ursulinas.