El Fin - Borges

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  • 7/28/2019 El Fin - Borges

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    EL FIN

    Recabarren, tendido, entreabri los ojos y vio el oblicuo cielo

    raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte

    de pobrsimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobr

    poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiara nunca por

    otras. Mir sin lstima su gran cuerpo intil, el poncho de lana ordinaria que le

    envolva las piernas. Afuera, mas all de los barrotes de la ventana, se

    dilataban la llanura y la tarde; haba dormido, pero an quedaba mucha luz en

    cielo. Con el brazo izquierdo tante, hasta dar con un cencerro de bronce que

    haba al pie del catre. Una o dos veces lo agit; del otro lado de la puerta

    seguan llegndole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que haba

    aparecido una noche con pretensiones de cantor y que haba desafiado a otro

    forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, segua frecuentando la

    pulpera, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra,

    pero no haba vuelto a cantar; acaso la derrota lo haba amargado. La gente ya

    se haba acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrn de la

    pulpera, no olvidara ese contrapunto; al da siguiente, al acomodar unos

    tercios de yerba, se le haba muerto bruscamente el lado derecho y haba

    perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los hroes de las

    novelas concluimos con apiadndonos con exceso de las desdichas propias; no

    as el sufrido Recabarren, que acept la parlisis como antes haba aceptado el

    rigor y las soledades de Amrica. Habituado a vivir en el presente, como los

    animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era

    seal de lluvia.

    Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabri la puerta.

    Recabarren le pregunt con los ojos si haba algn parroquiano. El chico,

    taciturno, le dijo con seas que no; el negro no contaba. El hombre postrado

    se qued solo; su mano izquierda jug un rato con el cencerro, como si

    ejerciera un poder.

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    La llanura, bajo el ltimo sol, era casi abstracta, como vista en un sueo. Un

    punto se agit en el horizonte y creci hasta ser un jinete, que vena, o

    pareca venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro,

    el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujet el galope y

    vino acercndose al trotecito. A unas doscientas varas dobl. Recabarren no lo

    vio ms, pero lo oy chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar a

    paso firme en la pulpera.

    Sin alzar los ojos del instrumento, donde pareca buscar algo, el negro dijo

    con dulzura:

    -Ya saba yo seor, que poda contar con usted.

    El otro, con voz spera, replic:

    -Y yo con vos, moreno. Una porcin de das te hice esperar, pero aqu he

    venido.

    Hubo un silencio. Al fin, el negro respondi:

    -Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete aos.

    El otro explic sin apuro:

    -Ms de siete aos pas yo sin ver a mis hijos. Los encontr ese da y no

    quise mostrarme como un hombre que anda a las pualadas.

    -Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dej con salud.

    El forastero, que se haba sentado en el mostrador, se ri de buena gana.

    Pidi una caa y la palade sin concluirla.

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    -Les di buenos consejos -declar-, que nunca estn de ms y no cuestan nada.

    Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del

    hombre.

    Un lento acorde precedi la respuesta del negro:

    -Hizo bien. As no se parecern a nosotros.

    -Por lo menos a m -dijo el forastero y aadi como si pensara en voz alta-: Mi

    destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la

    mano.

    El negro, como si no lo oyera, observ:

    -Con el otoo se van acortando los das.

    -Con la luz que queda me basta -replic el otro, ponindose de pie.

    Se cuadr ante el negro y dijo como cansado:

    -Dej en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

    Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmur:

    -Tal vez en ste me vaya tan mal como en el primero.

    El otro contest con seriedad:

    -En el primero no te fue mal. Lo que pas es que andabas ganoso de llegar al

    segundo.

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    Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura

    era igual a otro y la luna resplandeca. De pronto se miraron, se detuvieron y

    el forastero se quit las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo,

    cuando el negro dijo:

    -Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro

    ponga todo su coraje y toda su maa, como en aquel otro de hace siete aos,

    cuando mat a mi hermano.

    Acaso por primera vez en su dilogo, Martn Fierro oy el odio. Su sangre lo

    sinti como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso ray y marc la cara

    del negro.

    Hay una hora de la tarde en que la llanura est por decir algo; nunca lo dice o

    tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es

    intraducible como una msica... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una

    embestida y el negro recul, perdi pie, amag un hachazo a la cara y se

    tendi en una pualada profunda, que penetr en el vientre. Despus vino otra

    que el pulpero no alcanz a precisar y Fierro no se levant. Inmvil, el negro

    pareca vigilar su agona laboriosa. Limpi el facn ensangrentado en el pasto y

    volvi a las casas con lentitud, sin mirar para atrs. Cumplida su tarea de

    justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tena destino sobre la

    tierra y haba matado a un hombre.