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El gran canciller de Antonio Villanueva Edo

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El canciller Pedro López de Ayala: polifacético, cosmopolita, amante de bellas mujeres… el ideal cervantino de perfecto hombre de armas y de letras. Esta es su apasionante historia. Por el autor de Señores de Vizcaya, caballeros de Castilla.

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El gran canciller

Antonio Villanueva Edo

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EL GRAN CANCILLERAntonio Villanueva Edo

El alavés don Pedro López de Ayala encarnó el ideal cervantino de hombrede armas y de letras: fue el gran humanista.

En el convulso siglo XIV, el niño Pedro lleva a cabo sus estudios en Aviñón yValladolid, donde adquiere una educación clásica que le hubiera llevado a seruno de los príncipes de la Iglesia, si no hubiera sido porque quiso seguir suverdadera vocación: ser militar y diplomático. Así, fue testigo de las luchasciviles entre Pedro I y su hermanastro Enrique de Trastámara; la guerra de losdos reyes Pedro, entre Aragón y Castilla; la de los Cien Años; de los reinadosde seis reyes de Castilla (Alfonso XI, Pedro I, Enrique II, Juan I, Enrique III yJuan II); autor de crónicas que permiten conocer la historia de España en laBaja Edad Media y que siguen siendo noticias bibliográficas para los moder-nos historiadores; embajador ante los papas de Aviñón, los reyes de Portugal,Aragón y Francia…

Una larga y apasionante vida del que fue el primer seglar nombrado cancillerdel Reino de Castilla que merece ser contada.

ACERCA DEL AUTORAntonio Villanueva Edo nació en Bilbao en 1933 y murió en 2013. Fuemédico cirujano e historiador y publicó varios libros de historia de la medici-na. El gran canciller es su cuarta novela publicada en la línea histórica deRocaeditorial, tras Señores de Vizcaya, caballeros de Castilla, El médico fiel

y Los héroes olvidados.

ACERCA DE LA OBRA«Antonio Villanueva tiene una gran capacidad para dar vida a la reconstruc-ción de épocas y escenarios del pasado.»CÉSAR COCA

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A los que habéis venido,a los que habéis llegado,a los que habéis traído,

y a ti, que siempre has estado.

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CRÓNICA DE ALFONSO XI (1312-1350),A QUIEN SE LLAMÓ EL JUSTICIERO

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I

DE DÓNDE Y CÓMO EL JOVEN PEDRO LÓPEZ DE AYALA VIVIÓ SUS

PRIMEROS AÑOS DE VIDA Y DE CÓMO INICIÓ SU EDUCACIÓN

Nací en la casa solariega de mis antecesores, ubicada en elpequeño lugar de Quejana, en el señorío de Ayala. Su territo-rio ocupa un valle acostado sobre las laderas de la cordillera deSierra Salvada, en la parte más noroccidental de Álava, cerradoal este por los montes de Altube y al oeste por la peña San-tiago, y que limita al norte con Vizcaya y al sur con la porciónburgalesa más septentrional de Castilla.

Las estribaciones de las alturas que rodean Ayala formanminúsculos valles regados por infinidad de pequeñas corrien-tes de agua que van a confluir en los ríos Izoria y Nervión.Desde la más remota antigüedad, está cubierto por hayedos yrobledales, alternando las zonas boscosas con campas y maja-das dedicadas al pastoreo de bueyes, vacas y ovejas, mientrasque en sus tierras de labor se cultivan cereales como el trigo yla cebada. Es rico también en árboles frutales: no faltan manza-nos, perales, avellanos, nogales, castaños y emparrados, estoscon su doble función de dar sombra a las portaladas de las ca-serías y proporcionar una uva agridulce en los últimos mesesdel verano.

Dos caminos principales cruzan Ayala. De norte a sur, elque une las poblaciones de Bilbao y Orduña, atravesando lospueblos de Amurrio, Luyando y Llodio en tierras alavesas y

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los de Miravalles, Arrigorriaga y Basauri dentro de Vizcaya; deeste a oeste, el que baja de los altos de Altube cruza el caminoanterior y recorre el valle del Izoria, pasando por Respaldizahasta llegar a Arceniega. Estas dos rutas se ramifican en unared de estrechas veredas de montaña que se abren paso entrelos estribos de las peñas Salvada, Altube y Santiago, por lasque los caminantes pueden acceder a las tierras de los valles delAlto Ebro. Este tránsito, fácil en las estaciones más bonanci-bles, se torna difícil y penoso cuando las nieves invernales cie-gan los caminos y los mantienen cerrados hasta los deshielosde primavera.

La agricultura y la ganadería de las praderías, la madera delos bosques de robles y castaños, los molinos de las orillasde los ríos proporcionan los medios suficientes a una poblaciónasentada fundamentalmente en las laderas de las montañas yen los pequeños núcleos de población de los valles.

Hasta el día de hoy, el valle de Ayala ha estado gobernadopor una estirpe de señores cuyos orígenes, más o menos legen-darios, se remontan a los tiempos primeros de la Reconquista.A este tenor, en las noches invernales, cuando las familias sereúnen al calor de la lumbre de los fuegos bajos de las chime-neas, no falta un anciano que recuerde la figura de mi antece-sor, el primer señor de Ayala, el caballero don Vela, descen-diente de la antigua familia de los reyes de Aragón y asentadoen estas tierras por la donación que le hiciera el rey Alfonso VIde Castilla como premio a su participación en las guerras quemantuvo con el rey Sancho IV de Navarra.

Don Vela facilitó la afluencia de nuevos pobladores. Unosvinieron al valle procedentes de tierras vascongadas y le lla-maron Jaun Velaco. Para los otros, los de tierras latinadas, eradon Belaco. Murió con fama de santidad y desde entonces susepultura, en la iglesia de Respaldiza, es muy visitada por lafama de milagrera que tiene entre los ayaleses.

A principios del siglo XIV, las luchas de banderizos eran fre-cuentes, bien para dirimir cualquier diferencia de lindes terri-toriales o simplemente por animadversión personal entre losjauntxos, palabra que en el leguaje vascón significa literal-mente, «pequeño señor». Es el tratamiento que recibían los je-fes de los clanes familiares.

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Cuando quedó vacante la herencia del señorío de Ayala,su posesión se vio disputada, entre otros linajes, por los Yá-ñez de Guevara y los Pérez Motila. Este último apelativo de-rivó de la contestación que dio mi bisabuelo una vez que lepreguntaron quién era, y él contestó «Motila», es decir, «Unmuchacho».

Con motivo de la coronación del rey Alfonso XI en el mo-nasterio de Las Huelgas de Burgos, fueron armados caballeroslos hijos de mi abuelo, Pedro López de Ayala, Motila, que eranmi padre y mi tío Sancho. Este fue requerido por sus parientespara que tomara posesión del señorío de Ayala, por ser el pri-mogénito. Mas sus rivales, los Murga y los Salazar, le hicieronla guerra y en ella murió Sancho García de Murga. Salazares yMurgas prometieron vengarse y una noche, en Llanteno, letendieron una celada a mi tío, de resultas de la cual, a pesar desus intentos por huir hacia Respaldiza, fue muerto cerca de estapoblación.

De esta lamentable manera vino a parar el señorío de Ayalaa mi padre, Fernán Pérez de Ayala, el segundo de los hermanos.Treinta años después, era uno de los nobles de Castilla quegozó de la confianza del rey Alfonso. Mi padre fue el mejorhombre de todos los de su linaje. Durante toda su vida amómucho a Dios y temió siempre ofenderle. Había nacido en To-ledo en 1305, hijo de Pedro López de Ayala y Sancha Fernán-dez Barroso. Según una costumbre familiar que se siguió almenos durante cuatro generaciones más, le pusieron el nom-bre de su abuelo, Fernán. Don Pedro López de Ayala fue ade-lantado mayor de Murcia hasta cerca de 1331, cuando murióen las luchas de la frontera árabe.

En contra de lo habitual en la época, mi padre no fue uno detantos infanzones guerreros, cazadores y violadores de muje-res. Fernán Pérez de Ayala se educó en los palacios de los rei-nos de Castilla y de Aragón y de los papas de Aviñón, y acabósiendo un cortesano fino de espíritu y un sagaz diplomático.Un hombre que, sin desdeñar el arte de la guerra, gustaba de lalectura y aun de la escritura. Siempre afirmaba que estar enpaz era más provechoso para las tierras y para los hombres quelas guerras y, en virtud de ello, trató siempre de acudir a la con-cordia antes de desenvainar su espada, como pudo demostrar

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años más tarde cuando el rey de Castilla le envió a pacificar lasEncartaciones.

Durante una de sus estancias en el palacio de la reina Leo-nor de Aragón, la que fue hermana del rey Alfonso XI de Cas-tilla y segunda esposa del rey aragonés Alfonso IV, conoció auna doncella «rica hembra» que estaba al cuidado de la reina,llamada Elvira Álvarez de Cevallos, hija primogénita de JuanaGarcía Carrillo y de su marido Díaz Gutiérrez de Cevallos, al-mirante de Castilla durante el reinado de Fernando IV, y quedespués sería mi madre.

Toledana de origen portugués, mi madre era sobrina delobispo Pedro Gómez Barroso, un político, historiador y granescritor que llegó a ser arzobispo de Sevilla. Ella aportó al ma-trimonio tierras, palacios y torres en la llamada Asturias deSantillana y proporcionó a mi padre una familia de once hijos,entre varones y mujeres, que se prolongó en cuarenta y seisnietos y ocho biznietos.

Fernán no solo mantuvo los cimientos del linaje de la casade Ayala, sino que a lo largo de su vida amplió su hacienda yaumentó su influencia en la corte de Castilla. En 1332, el añoen que yo nací, ya había tomado posesión de nuestra casa sola-riega de Quejana. Aquel año los cofrades de Álava, entre losque se hallaba mi padre, habían decidido disolver la Cofradíade Álava, organización política nobiliaria cuya existencia lesestaba creando más problemas que satisfacciones.

Además de un hombre culto, mi padre era un experto engenealogía y buen conocedor del derecho consuetudinario aya-lés. Escribió la genealogía de la casa de Ayala en 1371 y redactóel Fuero de Ayala en 1373, código normativo que tuvo unagran trascendencia en nuestra tierra.

Mi padre perteneció a la nueva nobleza que aparece en elservicio de Castilla; obtuvo donaciones en tierras y rentas yengrandeció nuestro blasón con la creación de mayorazgos y conuna hábil política matrimonial. Así casó a tres de mis herma-nas con vástagos de la nobleza castellana. A Mencía con Bel-trán Vélez de Guevara, a Aldonza con Pedro González de Men-doza y a Leonor con Hernando Álvarez de Toledo. La alianzacon los Guevara y los Mendoza respondía a una política debuena relación con los señoríos vecinos. Pero no se olvidó

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de consolidar sus relaciones con las tierras meridionales deCastilla y fraguó el enlace de mi hermana Leonor con Her-nando Álvarez de Toledo. De todas estas alianzas, la más anu-dada fue la realizada con los Mendoza. A lo largo de una parteimportante de mi vida tuve la suerte de tener muy cerca a micuñado Pedro, con quien mantuve una relación fraternal.

Por aquella época, mis padres habían decidido construiruna mansión en Quejana, junto al cenobio de San Juan, habi-tado por monjas dominicas, que convirtieron en monasteriocon la intención de que fuera nuestro mausoleo familiar.

Así es que yo vi la primera luz de este mundo en la que yaera nuestra casa solariega de Quejana, en el año 1332. Aprendílas primeras letras con Juan Fernández de Arroyabe, nuestroayo y capellán de la familia, mientras mi madre vigilaba muyde cerca nuestros primeros pasos para iniciarnos en una reli-giosidad que llenaba entonces toda nuestra vida, basada en elamor y el temor de Dios.

Desde niño, admiré mucho a mi padre. No me cansaba depreguntarle por su vida militar y le escuchaba con atencióncuando narraba los preparativos y la disposición de los ejérci-tos en el campo de batalla, las acometidas y los lances entre loscaballeros, las luchas de los infantes, los toques de trompetas, elredoble de los timbales…

Una noche, cuando ya los hijos nos habíamos retirado adescansar, mi madre le contó a mi padre los comentarios deJuan Fernández de Arroyabe acerca de mí. Yo, que no habíaconseguido dormirme, pude escuchar toda su conversación.Según nuestro ayo, yo era un chico despierto y curioso, unalumno diligente y trabajador, siempre con ganas de ins-truirme.

—Maese Juan me ha dicho que, dentro de poco tiempo, ha-brá enseñado a Pedro cuanto puede aprender con él, y que, siqueremos darle una educación apropiada para que sea algomás que un guerrero, tendríamos que pensar en sacarlo de casapara que complete su instrucción.

—¿Te ha señalado cuál sería el lugar adecuado para Pedro?—Nos sugiere que confiemos a Pedro a nuestro tío, al

obispo Gómez Barroso. Él sabrá mejor que nadie del sitiooportuno.

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Mi padre nada tuvo que objetar al consejo del capellán.Monseñor Pedro Gómez Barroso ocupaba a la sazón el

obispado de Sigüenza y había fundado una escuela palatinaregida por eclesiásticos procedentes de las Universidades deSalamanca y de Palencia, donde se encargaban de la formaciónde los hijos de las familias nobles de Castilla destinados nosolo a ocupar puestos en la jerarquía de la Iglesia sino tambiénen la vida de la corte castellana. En el tiempo que había ocu-pado la sede de Cartagena, Barroso mereció el aprecio del reyAlfonso XI, quien lo incluyó entre sus consejeros. Luego llegóa ostentar la dignidad de cardenal y en 1327 fue legado papalen la Corte de Castilla.

El parentesco del obispo con nuestra familia residía en serhermano de mi abuelo materno. Mi tío abuelo, desde que yoera muy niño, me había dado muestras de su simpatía y, comosupe más tarde, en más de una ocasión había manifestado a mispadres sus deseos de que me dedicaran al servicio de la Iglesia,donde me auguraba un brillante porvenir.

Tras esta conversación entre mis padres, el obispo Barrosoanunció una de sus frecuentes visitas a nuestra casa. Cuandollegó, monseñor quiso que me llevaran a su presencia y me re-cibió con gran amabilidad y deferencia. Me hizo muchas pre-guntas a las que debí responder con bastante satisfacción porsu parte ya que así lo manifestó a mis padres.

—Es un muchacho despierto e inteligente. Creo que tienemuy buenas disposiciones y podrá ocupar los puestos más al-tos donde quiera. Será uno de los mejores alumnos de cual-quier institución docente. Estoy deseando tenerle conmigo.

—¿Qué proyectos tendríais para él?—Mi deseo con respecto al muchacho es muy ambicioso y

puede que para vosotros sea doloroso, pues supondrá que elchico esté alejado de Quejana durante bastante tiempo.

El obispo quería que yo me fuera con él a Aviñón para in-gresar en una de las escuelas universitarias más acreditadas dela ciudad de los papas, donde pudiera hacer primero una licen-ciatura y después un doctorado en letras y leyes. Tanto para mimadre como para mi padre fue muy duro tomar la decisión deconfiar al obispo mi educación, pero el interés que puso en des-plegar ante sus ojos todo el extenso programa de formación

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que iba a seguir de allí en adelante acabó por convencerles.No quedaba más que hablar conmigo, disponer mi equipaje enun par de baúles y ponerme en camino.

Mi padre designó a Martín de Arceniega, uno de nuestrosmás fieles sirvientes, el papel de ser mi cuidador y paje duranteel tiempo que estuviere fuera de casa.

—Confiad en mí, mi señor don Fernán. Velaré por vuestrohijo noche y día.

—Gracias, Martín. Sé que lo harás.Ante la perspectiva de la próxima separación de su primo-

génito, mi padre aprovechó hasta el último segundo del tiempoque quedaba para formarme en el manejo de las armas, perfec-cionar mi monta a caballo y prepararme para el trato con losque iban a ser mis compañeros de estudios.

A mí, la idea de abandonar Quejana me había desatado unareacción contrapuesta, ya que si, por un lado, salir de los esce-narios conocidos de mi vida me producía una cierta turbación,por otro, las palabras del obispo, al describirme otros ambien-tes y otras personas más allá de mi valle natal, me atraían congran fuerza.

Por ello, una tarde, me acerqué a mi madre con ánimo decalmar mis inquietudes y saber algo más concreto acerca de mivida futura.

—Madre, ¿qué es lo que me van a enseñar en el lugar queme ha buscado monseñor Barroso que yo no pueda aprenderaquí?

—Pedro, no basta con que seas un buen guerrero como estu padre, o aún mejor que él. Debes saber y conocer muchomás aunque te parezcan cosas que no te servirán para nada.Para empezar, te enseñarán no solo a leer y a escribir, cosas quesabes porque tu profesor te ha instruido en ello sin salir de estacasa, sino a comprender todas las palabras de los textos quelees y a escribir de forma comprensible para todos. Después teinstruirán profundamente en el conocimiento de la lengua la-tina y te iniciarán en la comprensión de los textos de la Biblia.

—¿Queréis que sea cura?—¿Por qué lo dices?—Como decís que he de estudiar latín y Biblia…—Bueno, el que seas o no cura está en la mente de Dios.

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Pero sea o no ese tu camino, tú serás un caballero que debe sa-ber algo más que montar a caballo y manejar las armas. Nues-tro propósito es darte unos conocimientos que te permitanconocer e interpretar todas las leyes y los documentos impor-tantes que en adelante lleguen a tus manos. Piensa que todala correspondencia que se cruza entre los distintos reinos de lacristiandad se escribe en latín. En cuanto a los textos bíblicos,ten en cuenta que la Biblia es la palabra de Dios que todo buencristiano debe conocer.

—¿Y además?—Además, aprenderás el trívium y el quadrívium.—¿Y eso qué es? —El trívium, como su nombre indica, es el conjunto de tres

artes que todos los hombres libres deben conocer para saberhablar con elocuencia. La gramática, que te servirá para orde-nar bien las palabras al hablar y al escribir; la retórica, que es elarte de dar a las palabras la eficacia suficiente para hacer agra-dable y comprensible lo que dices y lo que escribes y, final-mente, la dialéctica, el arte de dialogar, argumentar, discutir ytambién de razonar. Todo esto te será de utilidad el día quequieras convencer a los demás de la bondad de tus palabras yde tus escritos.

—Y lo otro que me has dicho, ¿qué es? —¿A qué te refieres? ¿Al cuadrivio?—Sí, eso. —El cuadrivio son cuatro disciplinas que constituyen los

estudios que se imparten en todas las universidades, entre ellasla de Salamanca. Las cuatro son artes matemáticas: la aritmé-tica, la música, la geometría y la astronomía.

Me quedé silencioso tras la explicación que me dio mi ma-dre. Ella debió de notar mi desconcierto.

—Pedro, no te puede bastar con ser un buen guerrero. ¿Dequé te servirá ganar una batalla si después, a la hora de hacer lapaz, no sabes convencer no solo a tus enemigos sino tampoco atus aliados? Pues para perder cuanto ganaste al precio de vidasy sangre en el campo de batalla. El buen guerrero ha de saberganar las guerras en el combate contra sus enemigos, perotambién ganar las paces a la hora de negociarlas. ¿Estás deacuerdo conmigo?

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—Sí, madre, así será si así lo dices.Unas semanas más tarde de esta conversación, el obispo

Barroso se presentó en Quejana para recogerme y mantuvouna última conversación con mis padres.

—Quiero agradeceros vuestra disposición al confiarme lacrianza y la educación de Pedro, vuestro primogénito. He pen-sado que vuestro sacrificio debe tener una compensación.

Ellos se miraron en silencio sin decir nada esperando que elobispo terminara de expresarse.

—El precio de la educación de Pedro, mientras esté en lacorte del Papa, no será escaso, pero ya he pensado cómo orga-nizar todo para que no desembolséis ni un solo maravedí.

—¿Cómo lo haréis, si nos permitís preguntároslo? —in-quirió mi madre.

—Muy sencillo, querida Elvira. En estos momentos el ar-zobispado de Toledo tiene dos canonjías libres, una en la cate-dral de Palencia y otra en la de Toledo. He pensado proponer alseñor cardenal, don Gil de Albornoz, que nombre a Pedro paraque ocupe cuanto antes una de ellas. ¿Qué os parece?

—Pero, señor, eso obligará a nuestro hijo a tomar el estadoclerical, y nosotros no…

—¿No deseáis que sea clérigo?—No, no; no es eso, señor —replicó mi padre—. Pero

dado que es nuestro primogénito, nuestros planes respecto aél eran otros. Aceptamos con agradecimiento vuestra propo-sición, aunque preferiríamos esperar unos años, para cuandoPedro tenga una edad que le permita elegir con más elemen-tos de juicio.

—Si Pedro se decidiera en el futuro seguir la carrera ecle-siástica, yo le auguraría un gran porvenir y estoy seguro deque podría ocupar cualquier sede episcopal en Castilla, sin ex-cluir ninguna, sea Toledo, Sevilla o Burgos. Y estoy de acuerdocon vosotros en que esta determinación puede quedar paramás adelante. Mientras tanto, sabed que para ocupar cualquiercanonjía no hace falta haber recibido previamente las órdenesmayores. Y así podrá disfrutar de unas rentas que le serviránpara cubrir holgadamente todos sus gastos personales mien-tras esté estudiando en Aviñón.

Durante mi estancia en la espléndida corte papal de Avi-

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ñón, adquirí un refinamiento en mis maneras, una reflexivacortesía y un profundo conocimiento de los idiomas europeos,sobre todo el latín y el francés, que tan necesarios eran en la di-plomacia. Sabiendo de mi innata curiosidad y del humanismodel que durante toda su vida hizo gala el futuro cardenal Ba-rroso, es fácil intuir que recibí de él cuanto un joven como yopudiera desear. Sobre todo, tener un fácil acceso a su biblioteca,donde se encontraban los volúmenes que contenían los textosde san Gregorio, de Boecio, de Séneca, o de otros autores clási-cos en la formación que la Iglesia proporcionaba a sus elegidos.

Pero los planes del obispo con respecto a su sobrino nietono tuvieron continuidad. Al terminar mi educación en Aviñón,le manifesté que mi deseo no era que la Iglesia tuviera en míun purpurado, sino que más bien preferiría convertirme en undiplomático y un hombre de armas.

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II

DE CÓMO EL REY ALFONSO LLAMÓ A CRUZADA A LOS SEÑORES

DE SU REINO PARA COMBATIR A LOS INFIELES AGARENOS

QUE QUERÍAN VOLVER A CONQUISTAR CASTILLA

Aquel día constituye uno de los recuerdos que se grabaron afuego en mi memoria. Un jinete había llegado al borde de lacrestería de Sierra Salvada. Tiró de las riendas de su corcel obli-gándole a cesar el trote largo que llevaba desde que había cru-zado el Ebro. Desmontó, aseguró el caballo en el tronco de unhaya joven y se asomó a un mirador natural. A sus pies se ex-tendía un valle cerrado, más bien un circo, donde se alzabanvarios poblados. En su parte más alejada se abría un angostoparaje: el camino compartía espacio con el cauce de un río yconstituía una salida natural hacia tierras más alejadas.

Había llegado a la última etapa de un largo viaje que em-pezó en la corte del rey de Castilla. Para terminarlo, solo de-bía descender del alto que tan espléndido panorama le ofre-cía y seguir el curso del río. Trató de hallar, entre los robles yhayas que crecían en la abrupta ladera, un sendero que le fa-cilitara bajar hacia el valle. No tardó en encontrar una estre-cha vereda, apenas suficiente para permitir el paso de su ca-ballo. A trechos estaba cubierta por guijarros sueltos y lamontura corría peligro de resbalar. Así que llevó por lasriendas a su montura, al menos hasta que encontrara un ca-mino en mejores condiciones. En efecto, pronto la senda des-cendente se hacía más factible y aparecían signos de pobla-

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ción en sus orillas: chozas y bordas para el ganado y tambiénalguna casería aislada.

Ya en el valle, el camino condujo al jinete hacia un pobladoque parecía ser importante, ya que estaba rodeado por una mu-ralla de piedra con la puerta abierta. Y entró para asegurarse decuál era el mejor camino para ir a Quejana, destino final de suviaje. Dos guardianes le dieron el alto de inmediato.

—Soy correo del rey y llevo cartas para el señor de Ayala.Decidme qué camino he de tomar para llegar cuanto antes aQuejana.

—Yo os lo indicaré, señor —le dijo el más joven de losdos—. Seguidme, si lo tenéis a bien.

El soldado guio al jinete por la calle principal del poblado y,al final de la misma, llegaron a otra puerta, de la que partía uncamino paralelo al curso del río.

—Gracias, amigo, por tu ayuda. No podré decir que en Or-duña estén faltos de gente presta a auxiliar. Y ahora, decidme,¿por dónde he de ir para llegar a Quejana?

—Lo tenéis muy sencillo, señor. Seguid este camino hastaque paséis el poblado de Amurrio y os acerquéis al de Luyando.Entonces ya estaréis en tierras de Ayala. Encontraréis un mo-lino a vuestra derecha. Frente a él, al otro lado del camino, saleuna amplia senda que llaman el camino de Respaldiza. Se-guidla y en poco tiempo habréis llegado a una casa que hay asu vera. Es la casa que llaman del Laurel. De ella sale unasenda, la senda de Quejana. Al final de la misma está la torre delos Ayala. No tenéis pérdida, mas si os desorientáis, cualquierpersona que halléis os indicará su camino.

No necesitó el correo nuevas instrucciones. Aún no se ha-bía puesto el sol cuando avistó el torreón de Quejana. En suparte más alta ondeaba nuestro pendón, el pendón de losAyala, señal de que, en aquellos momentos, su señor, FernánPérez de Ayala, mi padre, se encontraba dentro de él.

La llegada del jinete fue avistada enseguida. Se identificóen el portón de entrada con un grito:

—¡Abrid al correo real!No tardó en serle franqueada la entrada. Se apeó de su ca-

ballo, lo confió a uno de nuestros criados y se dirigió a quienpor su porte le parecía el jefe de la guardia.

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—Llevadme ante don Fernán Pérez de Ayala, pues traigocartas del rey para él.

—Seguidme entonces.El jefe de la guardia le guio por un dédalo de escaleras y pa-

sillos, hasta llegar ante la puerta de una antecámara.—Esperad que anuncie vuestra llegada. Tras esa puerta cubierta por un pesado cortinaje nos encon-

trábamos mis padres, dos de mis hermanos menores y yo.Tengo muy vivo el recuerdo de mis padres en aquella época. Éltenía a la sazón algo menos de cuarenta años. Era un hombrebien constituido cuyo rostro, atezado y poblado de una barbanegra en la que ya se veían algunas hebras de plata, indicaba elmucho tiempo que pasaba al aire libre. Debajo de sus vestidu-ras se adivinaban unos miembros bien desarrollados por elcontinuo ejercicio de las armas. Para estar en casa, se cubría conuna vestidura larga hasta los pies y sobre ella, un manto delana recogido con el brazo izquierdo; solía llevar las manos me-tidas en guantes de piel de cordero.

Mi madre tenía dos o tres años menos que él y, aunqueeran evidentes las señales de sus embarazos, mantenía el fres-cor en la piel de su cara. Sus ojos profundos se veían inundadosen aquellos momentos por la inquietud que le había producidola presencia del correo real. Llevaba una toca castellana ajus-tada a la cabeza y al cuello que cubría prácticamente todo su ca-bello. Vestía igualmente un manto amplio de paño que le lle-gaba hasta los pies, en cuyos bordes se abarquillaban lospliegues de una roda brillante.

—Señor —dijo el correo, y avanzó hacia mi padre mien-tras le alargaba un pliego sellado—, vengo en nombre denuestro rey don Alfonso de Castilla y León y traigo un men-saje para vos.

Mi padre rompió los sellos del pergamino, pasó una rápidamirada por el texto y se dirigió a nuestro mayordomo.

—Procura descanso y cena a este hombre que debe veniragotado del viaje.

Después volvió al mensaje real y repasó su contenido.

Alfonso, rey de Castilla, de León, etc. A todos los que ostentanseñorío en nuestros reinos.

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Sabed que el infiel benimerín amenaza a los hombres y las tie-rras de nuestros reinos. Ha desembarcado en las playas de Tarifa,ciudad a la que ha puesto cerco. Sabed que si Tarifa cae en sus ma-nos, intentará conquistar primero Jerez y Sevilla y después todoslos reinos cristianos. Os conminamos en nombre de Dios a que unáis vuestras tropas

en santa cruzada, predicada por nuestro Santo Padre, el Papa, a lasque nuestros amigos y aliados, los reinos de Portugal y Aragón, hanmostrado su adhesión.Acudid con presteza a la ciudad de Sevilla, nuestro lugar de reu-

nión antes de atacar a los enemigos de nuestra fe cristiana y denuestros reinos. Os encomendamos gran presteza en cumplir nues-tras órdenes.

Cuando levantó la vista de la carta del rey, se encontró lamirada ansiosa e interrogante de todos nosotros. Mi padreemitió un pequeño suspiro antes de explicarnos el contenidode la misiva.

—Sí, mujer. Hay campaña contra los moros en Andalucía yel rey nos convoca a cruzada contra el infiel. Habré de salircuanto antes, así que ordena a los criados que me preparentodo el avío para esta empresa.

Mi madre estaba ya acostumbrada a las grandes ausencias,que por razón de guerra o de otras misiones obligaban al señorde Ayala a apartarse de su casa y de su familia. Se santiguómusitando una plegaria y llamó a las criadas. Yo sentí dentrode mí un cosquilleo provocado por mi imaginación, a la que vi-nieron las narraciones de mi padre sobre las luchas con los mo-ros invasores.

Mi padre hizo leva entre los hombres más aptos para ma-nejar un arma que había en las tierras de nuestro señorío y sepuso en marcha al frente de ellos con dirección a Sevilla. Estavez le había costado un tanto al señor de Ayala obedecer alrey. Nos dejaba en Quejana a su mujer, embarazada de cincomeses de quien sería mi hermano Diego, y a mí, con ochoaños, junto a mis tres hermanas, que me seguían en edad ymiraban a nuestro padre sin comprender por qué se había

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vestido con aquella formidable armadura que le daba un as-pecto tan sombrío.

Unos días antes, yo había porfiado con él.—Padre, ¿por qué no me lleváis con vos? Tengo ya casi

nueve años. Ya soy mayor y no puedo quedarme aquí. Mi padre sonrió al oír mi pretensión y verme tan decidido. —Pedro, no tengas prisa por venir a la guerra. Aún no es-

tás preparado para ello. Mas, no te preocupes, tendrás holgadasocasiones para ejercer tus armas.

—¿Y no me lleváis ahora, padre? No tendréis que avergon-zaros de mí.

Antes de contestarme me puso la mano en la cabeza.—¿Quién va a defender a tu madre y a tus hermanas hasta

que yo vuelva? Pedro, te necesito aquí, en Quejana, mientrasesté fuera.

Llegado el día de la partida, el señor de Ayala desapareció denuestra vista acompañado por su mesnada ayalesa. Le hubieragustado hacer aquel largo viaje con Juan Núñez de Lara, señorconsorte de Vizcaya por su matrimonio con María Díaz deHaro. 1 Pero el rey había encomendado a este la construcciónde unas naves destinadas al bloqueo que la flota castellana ha-bía establecido en Gibraltar para impedir la ayuda de los beni-merines de Marruecos. Por ello, el de Vizcaya no pudo partirhacia Sevilla sin cerciorarse de que las naves que se habíanconstruido en sus astilleros estuvieran ya dispuestas para tras-ladarse a las aguas del estrecho.

En aquella época de luchas entre los señores que eran ca-beza de linajes siempre había habido una buena entente entrelos señores de Vizcaya y los de Ayala, a pesar de que amboscompartían límites territoriales. Las disputas por las lindes sedesarrollaban civilizadamente, sin lucha, y no les era difícil lle-gar a un acuerdo, lo cual hablaba de las cualidades diplomáticasde mi padre en contraposición a la vida agitada que había lle-vado Juan Núñez de Lara.

Este, ocho años antes, se había aliado con el díscolo infanteJuan Manuel para no acudir a la coronación del rey Alfonso en

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1. Segunda señora de Vizcaya de este nombre.

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Burgos, lo que motivó la ira del monarca, quien, ante este de-sacato, quiso meter en cintura a los disidentes. El de Lara sehizo fuerte en su villa de Lerma, pero se vio obligado a rendirsey pedir clemencia al rey, que este le concedió. Pero poco le duróel arrepentimiento, ya que al año siguiente volvió a enfren-tarse al monarca y de nuevo se refugió, esta vez con su mujerMaría Díaz de Haro, en Lerma. Tras cinco meses de sitio,cuando hubieron agotado las últimas reservas de alimentos,volvió a rendirse. Las crónicas dicen que ambos esposos salie-ron de la villa con los signos del hambre marcados en sus carasy sin apenas vestidos con qué cubrirse. A pesar de su reinci-dencia, Alfonso fue magnánimo con ellos y aquel mismo díales invitó a su mesa, donde los esposos pudieron saciar el ham-bre atrasada.

El rey restituyó su confianza al de Lara y, en una brillanteceremonia, le armó caballero y le nombró alférez mayor deCastilla, en cuyo cargo mantuvo su fidelidad en lo sucesivo.Todas estas vicisitudes tuvieron lugar un año antes de la inva-sión de los benimerines.

Juan Núñez de Lara condujo hasta Cádiz las naves cons-truidas en Vizcaya, las dejó al mando del almirante Pedro deMoncada y se dirigió a Sevilla, donde ya estaba mi padre consus hombres. Allí, mientras esperaban a todas las tropas convo-cadas, los dos tuvieron tiempo de departir sobre los esfuerzosrealizados por el rey Alfonso para formar una gran alianza deejércitos cristianos coaligados con el propósito de arrojar a losgranadinos y benimerines al mar para siempre.

—Avisado ha estado el rey Alfonso en suplicar al papaBenedicto la declaración de Santa Cruzada para esta con-tienda. Las oraciones y la bendición del Papa han sido provi-denciales.

—¿Por qué decís esto? —preguntó mi padre.—En primer lugar, nuestro rey Alfonso ha conseguido zan-

jar sus diferencias con el rey de Aragón y tener su ayuda paracombatir a los benimerines. El rey Pedro de Aragón ha puestosu escuadra bajo el mando de Pedro de Moncada para patrullarjunto a la castellana el estrecho de Gibraltar y así cortar la re-tirada de los benimerines a África. Además ha conseguido lacolaboración de los navíos genoveses de Bocanegra. De esta

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manera, Abul Hasán está imposibilitado para recibir refuerzosdesde su reino de Fez.

—Y según me dijeron cuando hice etapa en Burgos, tam-bién se han agregado a esta alianza caballeros ingleses y fran-ceses.

—No andaba descaminado quien tal os dijo. El rey Alfonsoha reunido un gran ejército. Desde que hace más de cientoveinte años se dio la batalla a los almohades en Las Navas deTolosa, no se había conseguido una alianza tal entre los reinoscristianos.

—Muy eufórico os veo.—¿No estáis confiado, señor de Ayala?—Sí, mientras las voluntades de cuantos hemos sido con-

vocados en Sevilla se mantengan unidas. Pero vos sabéis tanbien como yo que las alianzas son muy frágiles y que las másde las veces se quiebran con más facilidad de la deseada. En ge-neral, rara vez resisten a la primera disensión.

Nada respondió el de Vizcaya y escrutó la cara de mi pa-dre intentando ver una alusión a su voluble conducta ante-rior con el rey. Pero como el de Ayala mantenía su semblantesereno, Juan Núñez de Lara llevó su conversación hacia te-mas más ligeros.

—¿Sabíais que los bastardos del rey, los hijos de Leonorde Guzmán, están tomando cada vez más realce en la corte deCastilla?

—Ayala está algo más aislada de la corte que vuestras tie-rras, y esas noticias no llegan con la misma facilidad. Pero nome extraña lo que decís, pues al fin y al cabo los hijos mayo-res que el rey ha tenido con su favorita, Leonor Núñez deGuzmán, tienen ya edad de poder servirle en las mesnadasde Castilla.

—No quebranto ningún secreto, pues es pública y notoriay no nace de ahora la afición del rey Alfonso por las bellas mu-jeres. Siempre ha sabido conjugar su política con una buenacompañía en su lecho. Cuando mi suegro, al que llamaban Juanel Tuerto, ya sabéis, el hijo del infante don Juan y de doña Ma-ría Díaz de Haro, la primera de las señoras de Vizcaya de estenombre, se alzó en rebeldía contra Alfonso en compañía de suprimo, el infante don Juan Manuel, el rey le ofreció a este ma-

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trimoniar con su hija Constanza, que así sería reina de Casti-lla. Don Juan Manuel, atraído por la idea de ser suegro del reyy colocar a su hija en el tálamo real, hizo las paces y dejó alTuerto en la estacada, a merced de la venganza real. Y enefecto, en Toro pagó su desafección con la vida.

—Nunca llegó a celebrarse aquel casamiento.—No. En cuanto Alfonso conjuró el peligro de la alianza de

los dos Juanes, devolvió a Constanza a su padre esgrimiendoque, como eran primos en segundo grado, no podía matrimo-niar con ella. Luego, no tardó en casarse con María de Portugal,la hija del rey Alfonso IV. El desprecio hecho a Constanza lesentó muy mal a don Juan Manuel y volvió a alzarse contra elrey, aliándose esta vez con Álvar Núñez de Osorio, que paraentonces había sido apartado de la privanza del rey a peticiónde varias ciudades descontentas con su prepotencia.

—¿Álvar Núñez no fue muerto después?—Sí, y hay quien afirma por lo bajo que fue por orden real.—¿Es posible?—Dice el refrán, señor don Fernán, que cuando el río

suena… El caso es que don Juan Manuel, que había sido des-naturado por el rey, creyó más prudente salir de Castilla yofrecer sus servicios al rey de Aragón, donde fue bien acogido.De esta manera pudo librarse de la persecución real.

—Pero ahora don Juan Manuel ha hecho las paces con elrey Alfonso y se ha puesto a su servicio. Arbitraria conducta ladel rey que, por el mismo motivo, perdona a unos y ajusticia aotros. Porque, al fin y al cabo, durante la regencia que compar-tió don Juan Manuel con Juan el Tuerto, de idénticos pecadospodría acusarse a ambos y después, idénticas deslealtades co-metieron.

—No es tan extraña esta conducta, mi señor don Fernán.Don Juan Manuel es un hombre importante en Castilla, hábilen buscar alianzas y con una gran capacidad de convocatoriaentre sus gentes, mientras que mi desgraciado suegro carecía deuna fuerza importante y era mucho menos hábil e inteligente.

Juan Núñez dirigió una media sonrisa irónica a mi padrey, como este meneara la cabeza con ambiguo gesto, el otroprosiguió.

—Al rey Alfonso no le interesaba tener la enemiga de don

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Juan Manuel, así que en la primera ocasión le ofreció su per-dón y el infante no dudó en aprovecharla. Ya le tiene a su ladoy ahora solo le falta atraer a su alianza al rey de Portugal, aun-que esto es más difícil: está muy molesto por su hija María,tras ser abandonada como esposa por parte de nuestro rey.

—La noticia del abandono de la reina María sí llegó a Ayalacon todos los detalles. Ya se supo que, antes de matrimoniar conMaría de Portugal, Alfonso conoció en Sevilla a Leonor Núñezde Guzmán, una mujer de gran belleza perteneciente a una fa-milia muy importante de aquella ciudad.

—Alfonso conoció a Leonor hace doce años, cuando esta te-nía dieciocho, aunque ya era viuda. Al parecer, el rey se ofuscócon su belleza, le hizo la corte, desplegó toda su elocuencia, fuepródigo en obsequios, la cubrió de joyas y la asedió sin tregua.Al final, venció su resistencia, si es que la hubo, porque el reysigue siendo un hombre apuesto y galán a quien ninguna mu-jer haría ascos. En estos momentos la favorita real, según di-cen, es dueña de grandes riquezas gracias a aquellos regalos,especialmente cuando nacía alguno de sus retoños. Leonor po-see tierras y señoríos que va traspasando a sus hijos. El rey sefía mucho de su opinión; hasta tal punto que pocas cosas se ha-cen en Castilla sin que ella no lo sepa previamente.

—A pesar de esto, Alfonso se casó con María de Portugal.—Sí, sí —dijo Juan Núñez—, pero este fue un matrimonio

político. La favorita ha seguido manteniendo gran influenciadentro de la corte. Una prueba de ello ha sido lo bien paradosque han quedado sus dos primeros hijos.

—¿Los gemelos?—Sí, Enrique y Fadrique, que nacieron al mismo tiempo.

Como sabréis, el primero fue adoptado por un caballero astu-riano, don Rodrigo Álvarez de las Asturias, el conde de Trastá-mara, que era un gran amigo del rey Alfonso. El conde tomóun gran cariño al chico, pues hay que reconocer que este se ha-cía querer, y cuando tuvo cinco años le cedió en encomienda loslugares de Gozón y Sobrescobio. Aún más, cuando el de Tras-támara murió sin hijos dejó todas sus tierras y toda su ha-cienda al infante Enrique. Pues bien, Leonor ahora ha conse-guido del rey que también le sea reconocido el título de condede Trastámara, Gijón y Noreña.

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—Y para Fadrique, ¿qué ha conseguido su madre? —Nada menos que el maestrazgo de la orden de Santiago,

que lo ostenta desde hace unos años, a pesar de ser todavíamuy joven.

—¿Y los demás hijos de Leonor?—Son aún muy pequeños, pero en la corte se les trata con

todo tipo de consideraciones, como si fueran hijos legítimos delrey. A pesar de esta influencia, Leonor no ha querido interve-nir para que el rey repudiara a la reina, cosa que le aconsejó elinfante don Juan Manuel, ni siquiera durante los años que estaestuvo sin poder dar al rey un heredero.

—En esto Leonor Núñez de Guzmán fue muy inteligente.El repudio de Alfonso le hubiera traído la enemiga franca y de-clarada del rey Alfonso de Portugal, amén de su descrédito per-sonal y posiblemente un motivo para ganarse la ojeriza de lanobleza castellana, a la que Juan Manuel no dudaría en aso-ciarse. Inteligente de veras Leonor, cuya relación con el rey si-gue tan apasionada o más que al principio. Llama la atenciónque no hay detrás de Leonor ningún gran poder político. Per-tenece a una buena familia, pero nada más.

—Sí; tan entusiasmada es la relación del rey con su favoritaque esta le ha dado siete hijos, 2 mientras que con su esposa le-gítima, la reina María de Portugal, solo ha tenido dos: el in-fante Fernando, que murió con un año, y el infante Pedro, suactual heredero. Claro es que el atender a doña Leonor no ledebe dejar mucho tiempo ni muchas ganas para cumplir con lareina.

Mi padre se limitó a sonreír esta observación maliciosa deJuan Núñez de Lara sin contestar directamente a sus palabras.

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2. Posteriormente, Leonor Núñez de Guzmán dio al rey Alfonsotres hijos más, que nacieron entre 1341 y 1345.

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III

DE CÓMO LOS EJÉRCITOS DE LOS REYES CRISTIANOS DE ESPAÑATRABARON BATALLA CON LOS BENIMERINES

EN LAS ORILLAS DEL RÍO SALADO

Una vez que llegaron a Sevilla todos los jefes de las mesna-das cristianas, recibieron del rey Alfonso una orden de reuniónpara exponerles la situación del ejército cristiano y las disposi-ciones ante su encuentro con los benimerines. Allí mi padre seencontró con los maestres de las órdenes militares, los señoresde Toral de la Vega, Cameros, Oropesa, Buitrago, Casafuerte,Santillana, Castrogeriz, Lantarón, Cerezo, Monzón, los repre-sentantes de los concejos y ciudades de Castilla y otros más.

La personalidad más destacada de todos aquellos caballerosera sin duda Gil de Albornoz, el arzobispo de Toledo, la cabezamejor amueblada de Castilla. De joven, había realizado estu-dios de derecho en la Universidad de Toulouse durante diezaños. A su regreso ocupó la sede de Toledo, convertido en can-ciller del reino. Desde este puesto fue siempre un leal conse-jero del rey Alfonso, con quien siempre mantenía una exce-lente relación.

Abierta la sesión, el rey rogó al arzobispo que la iniciaracon un rezo.

—Señor Dios de los ejércitos, ayúdanos en nuestra luchacontra los infieles, tus enemigos. No nos dejes a su merced, an-tes bien guíanos en la batalla contra ellos y, si morimos en ella,recoge nuestras almas y llévalas contigo a tu gloria. Amén.

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El amén con que los asistentes contestaron al unísono re-sonó como un trueno bajo la lona del pabellón. Después tomóla palabra el rey Alfonso.

—Como sabéis de sobra, desde hace once años los benime-rines no han dejado de agredirnos, en alianza con los granadi-nos. Han reconquistado Algeciras y desde allí, Abu Malik, elhijo del jeque benimerín de Fez, Abul Hasán, tomó tambiénGibraltar. Desde entonces los benimerines han enviado sin ce-sar tropas a través del estrecho, lo cual nos hace pensar sin te-mor a equivocarnos que están preparando una invasión de An-dalucía.

»Nuestra flota, forzado es reconocerlo, no ha sido capazde cortar el paso del estrecho a las tropas musulmanas. El añopasado las naves aragonesas mandadas por el almirante JofreGilabert, que nos ayudaban en la guarda de las costas de Má-laga, fueron dispersadas después de que su jefe cayera heridoen combate. Más tarde los moros destruyeron la flota de Cas-tilla que patrullaba el estrecho, con lo que nuestras costasquedaron abiertas de par en par ante nuevas invasiones nor-teafricanas.

—¿Qué respuesta hemos dado a los moros? —preguntóuna voz.

—Se han cercado Ronda y Antequera, pero, a pesar demantenerlas sitiadas largo tiempo, no hemos podido tomarlaspor quedarnos sin provisiones. Se ha conseguido eliminar alpríncipe Abu Malik. Quiso hacer razia en Lebrija, pero falló ensu intento y tuvo que huir. El alcalde de Tarifa, informado deeste ataque, siguió a los infieles en su huida hacia Arcos de laFrontera y avisó a los de Utrera y Sevilla. El maestre de Alcán-tara acudió a su llamada y todos juntos atacaron el campo ma-hometano. Abu Malik huyó a Jerez de la Frontera pero, cercadel río Barbate, los nuestros pudieron apresarle. Allí mismofue empalado y muerto. Ahora Abul Hasán, su padre, quierevengarle. Ha desembarcado en Algeciras y se ha puesto deacuerdo con el rey Yusuf de Granada para sitiar Tarifa. Disponede un ejército muy poderoso y sabemos que tiene unas terri-bles máquinas de guerra que están destrozando las fortificacio-nes de la ciudad, poniéndola en peligro inminente de caer enmanos de los moros.

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»Bien —concluyó el rey—, esta es la situación. Ahoraquiero escuchar vuestras opiniones sobre lo que hemos dehacer.

Un rumor se extendió por la sala. Dos fueron las opinionesque los asistentes brindaron al rey. Una, puramente defensiva,consistía en establecer una línea que reforzara las defensas deJerez, Sevilla y Córdoba a modo de valladar que impidiera elavance de los benimerines sobre Castilla; y la segunda era pre-sentar batalla a los invasores. El rey escuchó ambas y ofreciósu valoración.

—Retirarnos a una línea de defensa significa dejar Tarifaa merced de los moros. Para eso no os he mandado venir. Noquiero que Tarifa corra la misma suerte que Algeciras y Gi-braltar.

—Pero, señor, con el estrecho abierto, las fuerzas de AbulHasán y de Yusuf son más numerosas que las nuestras.

Alfonso entendió que la inferioridad numérica pudieraconducir a la derrota y se comprometió a estudiar la situacióny dar una contestación inmediata. Acto seguido se retiró paraescuchar a la Curia Regia. Fue allí donde el arzobispo Gil deAlbornoz le hizo una sugerencia.

—Dirigíos al rey de Portugal y pedidle su ayuda. Para éltambién es peligrosa la invasión benimerín. Además, si la flotaportuguesa se une a las naves castellanas y aragonesas, entretodas asegurarán el cierre hermético del estrecho.

Alfonso ya había pensado también en esa posibilidad, perosabía que, desde que había abandonado a su mujer, la hija delrey portugués, sus relaciones con este se habían enfriado lo su-ficiente como para temer que le contestara con un desaire.

El arzobispo adivinó su pensamiento.—Tenéis el mejor mensajero para el rey de Portugal. Nadie

mejor que su hija, vuestra esposa, sería tan bien recibida. Era la única posibilidad de encontrar una ayuda efectiva, así

que Alfonso aceptó la idea de Gil de Albornoz y decidió acudira su mujer para que llevara su embajada ante Portugal. Se di-rigió a sus habitaciones, estancias que hacía mucho tiempo queno había pisado, y se hizo anunciar.

La reina María le recibió en un pequeño gabinete que utili-zaba para leer y escribir. Su escritorio solo tenía un asiento,

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que ella ocupaba en aquel momento. María quiso someter a suesposo al desaire de permanecer de pie delante de ella.

—¿A qué debo el honor de que el rey, mi señor, haya acu-dido a mí tan de improviso?

El semblante hosco y el tono de sus palabras no dejaban lu-gar a dudas: la presencia del rey no era bienvenida. Si en algúnmomento Alfonso había pensado desplegar su fascinación per-sonal, la mirada de su mujer terminó de disuadirle. Le planteódirectamente el motivo de su visita y se preparó para la reac-ción de la reina.

—Durante estos últimos tiempos había pensado que mi des-tino en Castilla era vegetar como una mata de habas hasta el finde mis días. Pero he aquí que mi señor, el rey, me requiere comoembajadora, nada menos que ante la corte que fue mi propiacasa. ¿Qué os hace pensar, señor, que he de aceptar tal cometido?

—Este es también un asunto importante para Portugal. Túallí eres la hija del rey y aquí, la reina de Castilla.

—¿Reina de Castilla, yo? —preguntó con amargura Ma-ría—. Si lo fui en algún tiempo lejano, duró muy poco. Ahorala reina de Castilla es esa mujerzuela que ha llenado tu casa debastardos y con la que te revuelcas por la noche. Hace tiempoque ya no se mueve una hoja en los árboles de Castilla sin queella lo autorice.

Alfonso, que a nadie hubiera tolerado un tono de voz yunas palabras tan desabridas, tascó el freno ante María porquenecesitaba de ella. Capeó el temporal de las palabras de su mu-jer y esperó a que amainara.

—Os ruego que vayáis a Portugal y le pidáis a vuestro pa-dre que nos preste su ayuda por mar y por tierra para nuestroempeño, que no es solo de Castilla sino de toda la cristiandad.Os acompañarán dos de mis mejores caballeros que os serviránde escolta y explicarán al rey lo que deseamos de Portugal paraesta ocasión.

—¿A quién encargarás esa misión?—A mi alférez Juan Núñez de Lara, señor de Vizcaya, y al

señor de Ayala, Fernán Pérez de Ayala. Ambos protegerán tupersona durante el viaje.

—Sé de sobra cómo es el de Lara y también quién es el deAyala.

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—No tendrás queja de su protección. Son unos cumplidoscaballeros. ¿Cuándo estarás dispuesta?

—¿Te parece bien dentro de dos días?Antes de que mi padre y el de Lara salieran como escolta de

doña María, el rey les hizo llamar.—Fernán, te encomiendo lo más difícil, que le argumentes

al rey de Portugal en favor de su ayuda para este asunto, yaque también a él le va mucho en que consigamos arrojar al mara Abul Hasán. Y a ti, Juan Núñez, te corresponde explicarlenuestros efectivos tanto en tierra como en mar para que él cal-cule la cuantía de su ayuda. Espero que traigáis una respuestaconcreta del portugués a nuestras peticiones.

Al día siguiente los dos caballeros, conscientes de su difícilcometido y tras asegurarse de que la reina estaba acomodadaen su carruaje, se pusieron en marcha.

—¿Creéis que el portugués concederá al rey Alfonso suayuda? —preguntó mi padre.

—Creo que sí —contestó Juan Núñez—. Estoy tan seguroque apostaría la cabeza contra un puñado de doblas de oro.

—El padre de la reina María se convertirá en el aliado dequien ha abandonado a su hija por otra mujer.

—¿Qué queréis, señor de Ayala? El portugués no tiene mássalida que aliarse con Alfonso de Castilla si quiere conjurar laamenaza de un peligroso enemigo que ha cruzado el estrechocon ganas de hacer desaparecer a todos los reinos cristianos dela Península, como hizo en su día aquel moro Muza de quienhablan las crónicas.

—Será como decís, señor de Lara; en estos tiempos puedemás la razón de Estado que el honor de padre. Mas no puededejar de parecerme más digna la actitud de don Juan Manuelcuando se enfrentó al rey por la afrenta que hizo a su hijaConstanza.

—¿A costa de perder el trono y dejar el reino a merced delos benimerines? No. Es posible que para Alfonso de Portugalno sea plato de gusto dar satisfacción a su yerno, pero le va sureino en ello.

El camino no fue largo. Alfonso de Portugal, sabedor de quellegaba su hija a verle, quiso acortarle el camino y salió a su en-cuentro, a pocas jornadas de la frontera de Castilla. Tras las pri-

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meras efusiones de afecto, María quiso exponer ya a su padreel motivo de su viaje, pero este se le adelantó.

—No me digas a lo que has venido porque lo adivino. El be-llaco de tu marido te manda venir para que me pidas que leayude en su lucha con los benimerines. ¿Acierto?

—Sí, padre, así es.—Dame su mensaje. —Es el que acabáis de decir.—¿No te ha dado ninguna carta para hacer su petición?—No. Solo me ha comunicado que los caballeros que me

acompañan te indicarán sus dotaciones y necesidades.—Tu marido, además de ser un sinvergüenza, es un inso-

lente. Cree que Portugal es su cortijo, y su rey, un siervo al quepuede mandar a su antojo. Ha puesto a dos caballeros para es-coltarte, en eso ha cumplido bien. Los llamaré a mi presenciapues quiero reconocerles el cuidado que han tenido contigo yencargarles a mi vez una embajada.

Cuando mi padre y el de Lara estuvieron en presencia delrey, este, tras los protocolos de rigor, fue muy claro.

—Necesitaré una carta sellada con el sello de vuestro reyque pueda enseñar a todos los miembros de mi Consejo Realpara que a ellos y a mí nos consten sus peticiones. Sin ella nodaré un paso en su favor. Así que volved y pedidle lo que ha ol-vidado entregaros.

A ambos caballeros les sentaron muy mal esas últimas pa-labras, dichas en un tono frío y cortante. Con aquella ordenquería humillar a Alfonso de Castilla haciéndole suplicar suayuda. Mientras volvían a su alojamiento, Juan Núñez de Larapensaba en la mejor forma de cumplir la exigencia impuesta.

—Alfonso de Portugal, al exigir a su yerno una peticiónen forma y maneras, consigue una pequeña compensación aldeshonor de su hija. Pero, os repito, no tiene otro remedio queprestar sus tropas a esta alianza. Bien, habrá que volver grupaspor el camino de Sevilla y participar a nuestro rey el requeri-miento de su suegro.

—Estaba pensando en que, si a vos no os parece mal, mien-tras uno de nosotros hace de correo para el rey, el otro puedepermanecer junto a la reina, como se nos ha ordenado.

Prefirió Juan Núñez quedarse en Portugal y confiar a mi

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padre las labores de correo, quien al día siguiente inició el re-greso a Sevilla.

No le agradó nada a Alfonso la remolonería de su suegro,mas aceptó a regañadientes redactar y sellar la carta que le en-tregó a mi padre.

—Fernán Pérez de Ayala, ve cuanto antes y consigue laayuda del ejército y de la flota portuguesa.

En Sevilla, ante la magna asamblea formada por los nobles,caballeros y prelados en torno al enviado del Papa, Alfonso XIabogó por socorrer a los de Tarifa y plantar batalla a los beni-merines.

En esta ocasión mi padre, tras cumplir su encargo ante lacorte lusa, fue el primero en alzar su voz.

—Señor, si no queréis abandonar Tarifa, hay que reforzarsu guarnición. De esta forma, Abul Hasán y Yusuf se veránobligados a mantener una parte importante de su ejército en elcerco de la ciudad. Ello nos dará ventaja para atacar a los morosen cuanto lleguen los portugueses.

—Gracias, Fernán, por tu sugerencia. Escuchadme conatención y os diré lo que debemos hacer para derrotar a la mo-risma. El rey Alfonso de Portugal nos ha prometido la ayudade su ejército. Sus barcos están ya en Cádiz junto a los arago-neses. Esta flota cerrará las entradas y salidas de Algeciras ycortará sus vías de aprovisionamiento.

»Con la ayuda del Papa y de Génova, en Castilla hemos ar-mado una gran flota integrada al mando del genovés EgidioBocanegra. Su misión será aliviar el cerco y aprovisionar Tarifapor mar, no solo de armas y alimentos, sino de tropas de re-fresco. Y ahora, puesto que ya está dicho todo, dispongámonosa salir mañana mismo. Cuando estemos a la vista de Tarifa,volveré a reuniros para tomar los últimos acuerdos.

Unos días más tarde, al llegar a la peña del Ciervo, punto decita del ejército cristiano, se percataron de que los moros ha-bían ocupado las alturas que dominaban el foso del río Salado.Alfonso se reunió con el arzobispo Gil de Albornoz, el infanteJuan Manuel y todos sus capitanes a los que expuso el plande batalla.

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—Tú, infante Juan Manuel, irás en vanguardia con lasmesnadas de la nobleza y las de los concejos andaluces. Yo mesituaré en el centro de ella junto al arzobispo Gil de Albornoz,el concejo leonés de Zamora y las tropas de las ciudades deCastilla. Tú, Álvaro Pérez de Guzmán, irás en el ala derecha, ytú, Pedro Núñez de Guzmán, en la izquierda, junto a los viz-caínos, asturianos y leoneses. En la retaguardia irán las parti-das de los concejos de Córdoba, Sevilla, Jaén y con ellos, losdonceles de la casa de mi hijo Pedro. Su misión será llevar elsocorro allí donde falta hiciere. Las tropas portuguesas con lasgallegas, las de los concejos extremeños y las de las órdenesmilitares se enfrentarán a Yusuf, el rey de Granada.

Al amanecer del día 30 de octubre de aquel año de 1350 elejército castellano recibió la orden de cruzar el río Salado. Elrey, con el ejército de vanguardia, tuvo graves problemas yaque hubo que empeñar una dura pelea hasta conseguir cruzarel puente. Gracias a la oportuna llegada del ala derecha delejército, pudo ser tomado, permitiendo el paso de las tropas.

Una vez cruzado el Salado, uno de los grupos de la van-guardia se desvió para tomar la tienda del sultán benimeríncon intención de apresarle. Esta distracción de las tropas cris-tianas pudo costar cara, pues los moros aprovecharon para con-traatacar por el centro, poniendo en un grave compromiso lasituación del rey Alfonso, quien, viéndose en peligro, se volvióhacia el arzobispo Gil de Albornoz.

—Señor, nuestra suerte es que aquí sucumbamos. Acome-támosles y muramos luchando.

El arzobispo cogió por las riendas el caballo de su soberano.—Mi rey, teneos, que esta batalla está ganada.Si no hubiera sido por la perspicacia de Pedro Núñez de

Guzmán, que se dio cuenta del peligro que corría el rey y quelo auxilió con las tropas de los señoríos de Ayala y Vizcaya, Al-fonso lo habría pasado mal.

Mientras tanto, los portugueses, ayudados por los castella-nos de Garcilaso de la Vega, atacaron con brío al ejército deGranada y lo pusieron en fuga. Fue muy oportuna la interven-ción de las tropas enviadas por Alfonso la noche anterior en re-fuerzo de la guarnición de Tarifa, porque salieron de la ciudadarremetiendo a los benimerines por la retaguardia. Al mismo

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tiempo, estos se vieron también agredidos por las tropas quehabían tomado ya la tienda del sultán. De esta manera todo elejército musulmán se desmoronó como un castillo de arena ytuvo que buscar su salvación huyendo a la desbandada.

La situación personal de Abul Hasán se hizo crítica. En unmomento de la batalla se encontró rodeado por nuestras mes-nadas de Ayala. Mi padre se dio cuenta de que se podría coro-nar la jornada apresando al emir benimerín y trató de romperla protección de su escolta. Y lo hubiera conseguido si no fueraporque un grupo de bereberes, al mando de un oficial moro,auxilió a la decaída guardia de Abul Hasán, proporcionando aeste un caballo para huir a Algeciras, donde logró poner mar depor medio en una falúa, a pesar de los intentos de los barcosde la flota cristiana por capturarlo.

Los últimos restos de las tropas granadinas se replegarondentro de sus murallas. Los pocos benimerines que no caye-ron muertos o prisioneros en la batalla siguieron a su emir ensu huida, perseguidos de cerca por los castellanos.

Por desgracia, no se pudo sacar todo el beneficio de aquellavictoria. La flota portuguesa regresó a Lisboa y, aunque el reyAlfonso trató de convencer a sus aliados para que prosiguieranla lucha, la escasez de las reservas de víveres de los ejércitoscristianos obligó a retirarse a Sevilla sin poder conquistar losúltimos territorios en poder de los musulmanes.

—Si no cogemos ahora Algeciras y Gibraltar —dijo Al-fonso—, tardaremos más de cien años en expulsar a los moros.

—Afianzada vuestra autoridad en Tarifa, señor, tambiéntenéis el dominio del estrecho —observó Juan Núñez de Lara.

—No, para lo que dices nos hace falta apresar también Al-geciras y Gibraltar —le contestó el rey.

—Pues vayamos a por ellas. Empecemos por Algeciras y, encuanto esté en nuestras manos, Gibraltar caerá como una frutamadura.

El cerco de Algeciras fue una dura empresa para Alfonso.Requirió una cuidadosa preparación, tanto de las tropas detierra como de los navíos de guerra, y a pesar de que todos losreinos cristianos volvieron a prometerle su ayuda, pasaronmás de cuatro años antes de que la plaza se conquistara defi-nitivamente. Culminada esta gesta, mi padre solicitó la licen-

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cia del rey para volver a Ayala. Alfonso se la concedió no sincierto pesar.

—Fernán —le dijo Alfonso a mi padre poniéndole amisto-samente un brazo sobre los hombros—, tú y los hombres quehas traído contigo os habéis portado bravamente. Os echaré demenos. Espero volver a teneros a mi lado cuando os necesite.

—Volveremos cuando nos llaméis para entrar en Gibraltar,mi señor.

—Serás bien recibido, Fernán. Me alegra saber que vas adejar al mayor de tus hijos entre los donceles del infante Pedro,mi hijo y heredero de Castilla.

—Para la casa de Ayala, mi señor, es un honor.Mi padre desenvainó su espada para saludar al rey, se puso

al frente de sus hombres e inició la vuelta a Ayala.

En cuanto llegó a nuestras tierras, mi padre retomó unaoperación de amplios vuelos que había ido posponiendo acausa de asuntos más urgentes. Se había propuesto ampliar elpequeño señorío que había recibido de sus mayores hasta laextensión que tenía dos generaciones antes. Su intención eracrecer por el oeste, más allá de la orilla derecha del Nervión, ypor el norte, hasta llegar al término de Baracaldo, en los confi-nes meridionales del señorío de Vizcaya.

No se nos ocultaba que tener la posesión de los primerostramos de ambas riberas del río Nervión era una excelenteventaja para el transporte de mercancías hasta el puerto de Bil-bao y las anteiglesias situadas en sus últimos tramos. Lo quemi padre deseaba era adquirir las heredades y los derechos se-ñoriales anejos a ellas que ocupaban todo el valle de Llodio, si-tuado en la parte alta del río, las del valle de Orozco, regadaspor los ríos Altube y Amauri, junto a las casas fuertes deOquendo y Marquina y los palacios de Avendaño y de Bur-ceña. Todas estas posesiones pertenecían precisamente a doñaLeonor Núñez de Guzmán, la amante del rey Alfonso XI, queen su día las había adquirido. Mi padre había calculado yacuánto iban a costarle aquellas propiedades y estaba dispuestoa hacer el desembolso. Fueron los propios administradores deLeonor Núñez de Guzmán quienes le sugirieron la forma de

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solucionar rápidamente el traspaso y venta de todos aquellosterrenos.

—Señor don Fernán, doña Leonor estará dispuesta a cede-ros las tierras de vuestro interés por la cifra que proponéis. Sios conviene, dadnos poderes para presentar vuestra propuestaa doña Leonor y nosotros nos encargaremos de formalizar losdocumentos de compraventa según vuestros deseos.

Mi padre aceleró los trámites de los poderes y unos mesesmás tarde tenía en sus manos el documento que atestiguabaaquella excepcional operación, que fue signada como testigospor Gil de Albornoz, el arzobispo de Toledo; el camarero mayordel rey, Diego Fernández, y el tesorero mayor del Reino, Fer-nando García.

Siempre pensé que la presencia de tan importantes firmasen aquel documento era debida a la creciente importancia quehabía adquirido nuestra casa de Ayala en aquellos tiempos.

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Índice

CRÓNICA DE ALFONSO XI (1312-1350), A QUIEN SE LLAMÓ EL JUSTICIERO .............................................. 13

I.- De dónde y cómo el joven Pedro López de Ayala vivió susprimeros años de vida y de cómo inició su educación ...... 15

II.- De cómo el rey Alfonso llamó a Cruzada a los señores de sureino para combatir a los infieles agarenos que querían vol-ver a conquistar Castilla ................................................... 25

III.- De cómo los ejércitos de los reyes cristianos de España tra-baron batalla con los benimerines en las orillas del río Sa-lado .................................................................................... 35

IV.- En el que se cuenta cómo se formó Pedro López de Ayalaen el estudio del obispo Barroso en Valladolid ................. 46

V.- De cómo don Fernán Pérez de Ayala volvió a incorporarsecon el de Lara a la llamada del rey Alfonso para cerrar parasiempre la entrada a España de los moros y del precio queeste pagó por intentarlo .................................................... 52

CRÓNICA DE PEDRO I (1350-1369), A QUIEN UNOS LLAMARON

EL CRUEL Y OTROS, EL JUSTICIERO ............................................. 59

VI.- En el que el reinado del hijo del rey Alfonso XI se iniciabajo el signo de la venganza .............................................. 61

VII.- En el que malos vientos empezaron a soplar en Castilla .. 71

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VIII.- En el que Enrique de Trastámara se pone a cubiertocuando aparecen los primeros chubascos ......................... 77

IX.- De cómo Elvira Íñiguez de la Vega y María de Padilla apa-recieron en escena en medio del primer desencuentro entrePedro de Castilla y Enrique de Trastámara ....................... 82

X.- De cómo Enrique de Trastámara negoció paces con el rey yde cómo Pedro López de Ayala cumplió con su primera em-bajada a la sombra de Fadrique ......................................... 91

XI.- En el que Fadrique realizó cumplidamente su labor de es-colta de Blanca de Borbón durante el viaje que esta hizo aCastilla ............................................................................ 102

XII.- De la contrariedad que le causó al rey Pedro no recibir ladote de Blanca de Borbón ............................................... 114

XIII.- En el que aparecen las primeras consecuencias del aban-dono de la princesa de Borbón ........................................ 123

XIV.- Castilla se hunde en la guerra civil ............................. 128XV.- De los sucesos de Toro y otras tragedias ...................... 137XVI.- En el que Pedro López de Ayala, por consejo de su padre,

atiende a la conveniencia de tomar matrimonio ............ 150XVII.- En el que el rey encarga a Pedro López de Ayala tomar

las armas en la guerra contra Pedro de Aragón y lo que des-pués pasó a su servicio .................................................... 159

XVIII.- En el que la guerra de ambos reyes Pedro alternó conel contencioso castellano sin que en ninguno de los dosconflictos se llegara a ninguna parte .............................. 166

XIX.- En el que el rey Pedro pierde el más sincero y limpio desus apoyos ....................................................................... 172

XX.- En el que entre Pedro y Enrique intervienen otras fuerzasque acaban por dar un nuevo sesgo a sus hostilidades ....... 184

XXI.- De las murallas de Nájera a los campos de Montiel ... 194

CRÓNICA DE ENRIQUE II (1333-1379), A QUIEN LLAMARON

EL DE LAS MERCEDES .............................................................. 201

XXII.- En el que el rey Enrique, segundo de este nombre enCastilla, inicia su reinado ................................................ 203

XXIII.- En el que se cuenta cómo el rey Enrique se ganó el títulode El de las Mercedes y cómo conjuró los peligros que le ace-chaban desde los cuatro puntos cardinales de su reino ..... 211

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XXIV.- De cómo los señoríos de Vizcaya y Lara recayeron porherencia en los reyes de Castilla ..................................... 211

XXV.- De cómo el rey Enrique conjuró los peligros interiores yasentó el reino de Castilla de acuerdo a su buen parecer .. 227

XXVI.- En el que a Pedro López de Ayala el rey de Castilla le con-fía las relaciones diplomáticas con el reino de Francia ........ 242.

CRÓNICA DE JUAN I (1379-1390), A QUIEN LA HISTORIA

NO DIO NINGÚN APELATIVO ..................................................... 257

XXVII.- En el que el nuevo rey, Juan de Castilla y León, fija suresidencia en la ciudad de Burgos y, después de ser coronado,cumple su antigua promesa de visitar Vizcaya para jurar susFueros ................................................................................... 259XXVIII.- En el que el rey Juan inicia su reinado y Pedro Lópezde Ayala, su labor diplomática a su servicio ......................... 271XXIX.- De cómo Pedro López de Ayala volvió a Francia a ser-vir a su rey Carlos y de las cosas que allá acaecieron ........... 287XXX.- De las cosas que ocurrieron en Castilla mientras losAyala volvían de Francia ...................................................... 300XXXI.- De lo que Pedro López de Ayala encontró al regreso desu estancia en la corte de Carlos VI de Francia ..................... 316XXXII.- En el que Fernán Pérez de Ayala decide dedicarse acuidar de otros negocios que, no por ser menos remunerados,dejan de ser muy importantes para él .................................. 326XXXIII.- En el que Juan de Castilla se mete de hoz y coz en elavispero de la guerra con Portugal ....................................... 333XXXIV.- En el que Castilla y Portugal dirimieron sus diferen-cias con las armas en la mano ............................................... 338XXXV.- En el que Pedro López de Ayala conoce las amargurasde su condición de vencido en el castillo de Óbidos ............. 346XXXVI.- En el que Leonor y sus hijos tratan de recaudar el di-nero suficiente para rescatar a su esposo y padre de la prisiónde Óbidos .............................................................................. 353XXXVII.- De cómo en Óbidos Pedro López de Ayala vio ali-viada su prisión y de lo que habló en ella con sus compañerosde celda ................................................................................. 365XXXVIII.- De cómo Pedro López de Ayala se vio libre de la pri-sión de Óbidos y de cómo encontró Castilla a su regreso ........ 377

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XXXIX.- En el que se cuenta cómo Pedro López de Ayala sirvió alrey Juan I después de volver de Portugal .................................. 390

CRÓNICA DEL REY ENRIQUE III (1390-1406), A QUIEN SE LLAMÓ

EL DOLIENTE ........................................................................... 405

XL.- De cómo se inició el reinado del rey Enrique III, siendoeste menor de edad, y de cómo realizó el viaje juradero aVizcaya .......................................................................... 407

XLI.- En el que Pedro López de Ayala vuelve a Francia en ser-vicio del rey de Castilla y donde encuentra a quien piensaigual que él ...................................................................... 419

XLII.- En el que el rey Enrique da fin al estado de guerra conPortugal y agradece a Pedro López de Ayala los serviciosprestados ......................................................................... 429

XLIII.- En el que Enrique III busca colocar el nombre de Casti-lla en las tierras del Gran Khan ...................................... 434

XLIV.- En el que Pedro López de Ayala repliega sus activida-des, mientras Castilla busca su expansión más allá de losmares .............................................................................. 442

EPÍLOGO.- De cómo Pedro López de Ayala, el gran canciller deCastilla, dio fin a sus días en la ciudad de Calahorra ...... 447

GLOSARIO DE PERSONAJES ...................................................... 453AGRADECIMIENTOS ................................................................ 461

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© Antonio Villanueva Edo, 2013

Primera edición en este formato: enero de 2014

© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-779-2

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