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1 El hacer de la salud pública Didier Fassin

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El hacer de la salud pública Didier Fassin

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Faire de la santé publique 2 éditión révisée. 2008. Éditions de l’École des Hautes Études en Santé Publique

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Prólogo

Más que cualquier otra cosa, este texto es fruto de la circunstancia. Creo útil de recordarlo. El 8 de diciembre del 2004 a solicitud del Director de la Escuela Nacional de la Salud Pública, Jacques Hardy, he tenido el honor de pronunciar la conferencia inaugural de la jornada de comienzo del ciclo de este establecimiento de enseñanza. Algunos meses mas tarde el administrador de las ediciones de la escuela, Denis Couet, me la ha pedido para hacer una publicación destinada a los estudiantes de las futuras promociones. Estoy agradecido a ambos por haberme encargado este trabajo de reflexión, y la escritura. Me han entregado la ocasión sin saberlo, de reorientar, en un formato mas modesto, pero también mas realista, el proyecto que había tenido hace una docena de años, de diseñar una sociología de la salud pública, siguiendo la genealogía que había trazado en El espacio político de salud: demasiado ambicioso, ese proyecto, del cual había escrito varias docenas de páginas, finalmente se tornó en letra muerta. He emprendido un nuevo esfuerzo, intentando mantener el estilo y la forma de la intervención oral hecha en Rennes.

El título evocaba el trabajo de un historiador, Jacques Leónard, autor de La medicina entre los poderes y los saberes, y más allá de él, la obra de un filósofo, Michel Foucault, que en La voluntad del saber había cristalizado la invención del “biopoder”, concepto determinante para el pensamiento contemporáneo. Mas explícitamente, el encargo que me orientaba se refería a la entrada “Salud Pública” que había redactado para el Diccionario del pensamiento médico bajo la dirección de Dominique Lecourt en la Presses universitaires de Frances. He tomado la libertad, en mi exposición oral, de extenderme más allá de la “figura impuesta” que me había dado y que no era más que un esbozo de enfoque genealógico, desarrollado en ese artículo. Me parece entretanto que esta lectura puede ser útil a los futuros especialistas de la salud pública en ofrecer una perspectiva de larga duración no propiamente historiográfica, pero que permite comprender la profundidad temporal de las preocupaciones de la salud pública. Por esto, he retomado y modificado, los elementos de mi texto anterior.

La conferencia que había pronunciado trataba de un tema diferente de lo que estaba anunciado: “La salud pública entre naturaleza y cultura”. Referencia a la tradición francesa en antropología y especialmente a Claude Lévi-Strauss cuya obra Las estructuras elementales del parentesco se sostiene sobre esta distinción. Pero además distinción sobre la que intentaría realizar un trabajo de desnaturalización de la disciplina, o más aún, de la mirada que pone sobre sus objetos, mostrando que se trata antes que nada, de una práctica cultural. Para evitar el carácter abstracto de esta proposición, he nutrido mi análisis de una investigación realizada con una doctorante, Anne-Jeanne Naudé, en el cuadro de una Acción incitativa del ministerio, de una investigación sobre las ciudades. Se trataba de reconstituir, a través de una documentación importante y una decena de entrevistas, la historia social de la intoxicación por plomo en niños en Francia, y mostrar lo que había sido la invención, o más exactamente: la reinvención de esta epidemia. Mi exposición se apoyaba en mi contribución “Salud pública como cultura” a un número especial del British Medical Bulletin dirigido por George Davey Smith y Mary Shaw, titulado “Culturas de salud, culturas de enfermedad”. Retomo así una parte, modificada, de la versión francesa de este texto.

Los fragmentos genealógicos, por una parte, y sociológicos por otra, que he reunido, mostrarán a los lectores, espero, qué es el hacer de la salud pública, es decir como se hace en la historia y en lo cotidiano. Lejos de visiones heroicas de una cierta historiografía médica, y lejos también de lecturas desencantadas de una cierta crítica

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ideológica, me gustaría mostrar como nacen las ideas, como se forjan los instrumentos, como se movilizan los actores para hacer existir y reconocer esas realidades creadas mas que descubiertas: lo que se llama “problemas de salud pública”. Insensible, pero profundamente, estas representaciones y estas prácticas, estos conceptos y estos métodos transforman nuestra visión de las cosas, y, con ellas, nuestra responsabilidad ante la mirada del mundo y de los ciudadanos.

Osny, 30 de agosto 2005. Post-scriptum. Las ediciones de la Escuela de altos estudios en salud pública (ex- Escuela nacional de la salud pública) me han anunciado que una reedición de la obra estaba en preparación, y he propuesto revisar el manuscrito. Se trata de precisar mejor ciertas formulaciones (por ejemplo, la distinción que me parece importante entre descubrimiento e invención de un problema de salud pública), pero también, de desarrollar más sustancialmente, ciertas interrogantes (notoriamente, alrededor de la invisibilidad de las inequidades y del trabajo que se requiere de las ciencias sociales para volver visibles esta dimensión de la salud pública). Por lo demás, he buscado sobre todo que mi propósito se vuelva mas claro y directo cada vez que sea posible, teniendo en el espíritu la frase de Witggenstein: “de lo que no se puede hablar, es preciso callar”. Probablemente lo que vale de este libro sea su brevedad.

Osny, 1 enero 2008.

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Introducción ¿Qué es la salud pública?

¿Qué es la salud pública? A esta pregunta querría tratara de aportar algunos

elementos de respuesta. Puede parecer a la vez, ingenuo y presuntuoso. Ingenua, pues la banalización del uso de esta expresión, lleva a pensar que es familiar para muchos, comenzando por aquellos que la practican cotidianamente. Presuntuosa, pues uno puede agregar una mas a la sesentona de definiciones que han sido ya recolectadas hace algunos años.

La cuestión no es nueva. En 1928 ya, fue el objeto de un simposium de la en ese

momento joven American Public Health Association. Entre las múltiples formulaciones propuestas por los especialistas de la época, la de Charles-Edward Winslow, inicialmente publicada en Science en 1920 y retomada tres años después en un texto, ha permanecido célebre y es aún citada:

“ La salud pública es la ciencia y el arte de prevenir las enfermedades, prolongar la vida y promover la salud y la eficacia física a través de los esfuerzos coordinados de la comunidad por la evaluación del ambiente, el control de las infecciones en las poblaciones, la educación del individuo en los principios de la higiene personal, la organización de los servicios médicos y de enfermería para el diagnóstico precoz y el tratamiento preventivo de las enfermedades, el desarrollo de los dispositivos sociales que aseguran a cada uno un nivel de vida adecuado para la mantención de la salud” Si carece de concisión, esta definición clásica señala bien dos aspectos que

diferencian la salud pública de la medicina clínica: por una parte, mientras esta trata la enfermedad, aquella se interesa de partida por la salud, que intenta preservar y promover; por otra parte, mientras la última se dirige a los individuos en el cuadro de un coloquio singular, la primera concierne a los colectivos, dentro del cuadro de dispositivos públicos. Sufre la polisemia de una expresión que designa, en sus usos –comunes o profesionales-, al menos cuatro hechos diferentes.

De partida, trata acerca de una realidad epidemiológica, correspondiente al

estado de salud de una población.: decimos por ejemplo que un problema ambiental amenaza la salud pública. Es también un modo de gestión, caracterizado por la administración estatal de la salud. Se habla de la salud pública por oposición al sector privado. Es también un dominio de actividad que da lugar a una especialización profesional e institucional: se forman de medicos inspectores de salud pública. Es en fin, un campo disciplinario, con sus saberes, sus reglas, sus manuales, sus revistas, sus sociedades: departamentos o institutos de salud pública. Estas cuatro dimensiones se hacen eco una de las otras y se sobreponen parcialmente. Revelan una diversidad de sentidos y una variabilidad de usos, que el análisis debe tomar en cuenta en vez de minimizar.

Ni intentaré proponer una nueva definición. Más que intentar señalar lo que es,

trataré de comprender lo que hace. Mi enfoque será más descriptivo que prescriptivo: mostrar lo que ha hecho en el pasado y lo que hace en el presente, y no lo que debería hacer. Las definiciones que se dan generalmente de la salud pública son notablemente normativas. Enuncian un tipo de ideal, generosamente pletórico de ambiciones, en la

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línea más o menos afirmada en los Annales d‘hygiene publique et de médicine légale, revista pionera de la disciplina, en su Prospecto inaugural anunciando en 1829 el proyecto:

“La higiene pública, que es el arte de conservar la salud de los hombres reunidos en sociedad, es llamada a un gran desarrollo y a proporcionar numerosas aplicaciones y perfeccionamiento a nuestras instituciones. Observa las variedades, las oposiciones, la influencia del clima y aprecia sus efectos; constata y elimina las causas contrarias a la conservación y el bienestar de la existencia; objetivo que informa todos los medios de salubridad pública…Pero ella tiene enfrente un porvenir en el orden moral. De la investigación de los hábitos, las profesiones, de toda la variedad de posiciones sociales, deduce las reflexiones y consejos que no son carentes de efecto, sobre la fuerza y riqueza de los estados. Las fallas y los crímenes son las enfermedades de la sociedad que es preciso curar o al menos, reducir. Jamás los medios de curación fueron mas potentes que cuando ellos pusieron su acción en las revelaciones del hombre físico e intelectual, y cuando la filosofía y la higiene dieron su luz a la ciencia de gobierno”

Consideremos, a más de un siglo y medio de distancia, la Carta de Ottawa promulgada en 1986:

“La promoción de la salud consiste en proporcionar a los pueblos los medios necesarios para mejorar su salud y ejercer un mayor control sobre la misma. Para alcanzar un estado adecuado de bienestar físico, mental y social un individuo o grupo debe ser capaz de identificar y realizar sus aspiraciones, de satisfacer sus necesidades y de cambiar o adaptarse al medio ambiente…El cuidado del prójimo, así como el planteamiento holístico y ecológico de la vida, son esenciales en el desarrollo de estrategias para la promoción de la salud.1”

Estas formulaciones no dejan de suscitar, la primera, la denuncia de una ideología higienista peligrosamente totalitaria (a la luz de sus objetivos explicitados), y en la otra, la acusación de una utopía sanitaria irónicamente ineficaz (a la luz de los resultados obtenidos). Pero es en otra dirección en que deseo encaminarme.

¿Cómo se hace la salud pública? Es la primera pregunta que someteré a evaluación. Dará lugar a un trabajo sobre el tiempo largo a partir de una elección de momentos retenidos por lo que hemos aprendido- retrospectivamente y voluntariamente anacrónico- de la emergencia de lo que llamamos hoy salud pública, entre nuevos poderes y nuevos saberes.

¿Cómo se hace la salud pública? Es la segunda pregunta. Permitirá siguiendo la historia del nacimiento de una epidemia, explorar la actividad de hombres u mujeres- especialistas y aficionados- que, a partir de un hecho natural inscrito en el cuerpo, fabrican un hecho de cultura que llamamos un problema de salud pública.

Doble movimiento: el primero, genealógico, el segundo, sociológico. Pero uno y otro, al servicio de una misma demostración: la salud pública examinada en la descripción, no

1 NT de la versión castellana en http://www.paho.org/Spanish/hpp/ottawacharterSp.pdf (acceso 3 de Junio de 2009)

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en la prescripción; no es solamente lo que dice, sino también lo que hace. Al final de esta ruta, comprenderemos que la transformación de la mirada que hace existir, en un tiempo dado del pasado (genealogía) o en las circunstancias particulares del presente(sociología), esta realidad – dada y por tanto no visible, o no construida- que llamamos salud pública, aporta mucho mas que la mirada original. Se apoya sobre un plan antropológico, pues la manera en que consideramos al mundo que nos rodea, y cuando intentamos descubrir por ejemplo los riesgos objetivados en probabilidades, o bien, si buscamos estimar las diferencias en vez de las medias, para captar las desigualdades, y sobre un plan político. Se trata en suma, de que la manera en que tratamos el mundo para cambiarlo, para hacerlo más afín a nuestras creencias y más conforme a nuestras aspiraciones, menos amenazante o más justo por ejemplo. El hacer de la salud pública, es- para mejor o peor- cambiar a la vez nuestra mirada y nuestra intervención sobre el mundo.

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1 Genealogías

Entre poderes y saberes

Si consideramos que la salud pública se manifiesta en el cuidado de un grupo frente a lo que atenta contra el cuerpo o amenaza la existencia de sus miembros, es probable que todas las sociedades conocidas, en el presente como en el pasado, han desarrollado estas actividades que han tratado de clasificar bajo esta rúbrica. Si retenemos la idea de un proyecto colectivamente definido en vista de defender un bien común que calificamos de salud pública, tenemos que circunscribirla a una temporalidad mas restringida y, para decirlo rápidamente, asociarla a nuestra modernidad.

En la primera perspectiva, adoptada por ciertos etnólogos del ritual de

purificación al que se sometía a los habitantes de una villa africana al anunciar de la llegada de una epidemia, pertenece a la misma categoría de los objetos sociales que el programa de vacuna que se pone en marcha hoy para detener el progreso de una infección. Que la primera sea realizada por los sacerdotes o curanderos y la segunda por enfermeros o médicos, y que juzguemos la inmunización biológica más eficaz que la celebración religiosa es, para este enfoque, de menor importancia: existe en ambas situaciones, es verdad, una intención colectiva de remediar un problema colectivo que amenaza la integridad del grupo.

En la segunda perspectiva, que privilegiaré aquí, es la dimensión política de la

salud pública que intento mostrar, y para hacerlo, más que la comparación entre culturas, es la puesta en paralelo en el tiempo, lo que resulta mas heurístico. En efecto, más que la noción de colectividad, el término “público” supone el reconocimiento de un bien común. Es esta idea de un bien común la que hace entrar a la salud pública en el campo de la política, entendida como la organización de vivir juntos alrededor de valores compartidos, pero también de referencia concurrentes y de normas conflictuales. La existencia, en el mundo social, de un territorio que se puede llamar salud pública, supone un acuerdo mínimo sobre el principio, eventualmente debatido y contradicho, según el cual la integridad de los cuerpos y las existencias constituye un bien superior que no solamente concierne al grupo, sino que sobretodo implica la responsabilidad de aquellos que la tienen a cargo. Debemos hablar aquí, parafraseando la referencia a un curso intitulado dado por Michael Foucault en El Collège de France, de gobierno de la vida2.

Pero, ¿cómo coger a este objeto desde sus orígenes y aún en sus límites? Todo

estudio sobre la emergencia de la salud pública debe, para hacerlo, adoptar una mirada genealógica más que historiográfica. No se trata de marcar la aparición de dispositivos conocidos bajo este nombre o relevando implícitamente la noción. No solamente la expresión misma aparece tardíamente, a fin del siglo XIX en Estados Unidos, pero la realidad sociológica que representa con sus valores, sus normas, sus instituciones, no se manifiesta verdaderamente, en el mundo occidental, sino a partir de la edad clásica. Si

2 NT En la serie de cursos dados por Foucault en el Collège de France no aparece ninguno encabezado por este nombre. La idea de biopolítica aparece en 1976, en el curso publicado bajo el nombre de Defender la sociedad. El curso siguiente es Seguridad, territorio población y luego El nacimiento de la biopolítica. Es muy probable que Fassin se refiera al curso de 1976.

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queremos traspasarla, para preguntarse por las premisas de un gobierno de la vida, sin arriesgar a contrasentidos evidentes, pero aceptando anacronismos fecundos, es necesario intentar buscar las señas antiguas que anuncian la puesta en escena de lo que hoy llamamos salud pública. EL GOBIERNO DE LA VIDA

Limitemos el análisis, para comenzar, a lo que se considera generalmente como sitios de origen del mundo occidental.: la antigüedad greco-romana. Primero, George Rosen a puesto en evidencia esta paradoja fundatriz: mientras Grecia ha producido los avances mas espectaculares en el dominio de la medicina clínica, con Hipócrates y sus discípulos desde el siglo V AC, es en Roma, donde los conocimientos sobre el cuerpo y la enfermedad no progresan sino modestamente, un verdadero dispositivo público sanitario veía la luz, hacia el fin del siglo I AC.

Paradoja remarcable que el Cuerpo Hipocrático contenga el célebre texto:

“Aires, aguas y lugares”, que debía fundar el enfoque ambiental de la higiene durante dos milenios: allí se encuentra notablemente una descripción de las condiciones de la aparición de ciertas fiebres en las zonas pantanosas y un conjunto de recomendaciones sobre la manera de proteger las ciudades. Pero las lecciones de los griegos, las extraen en estos dominios los romanos.

Así lo escribe este historiador: “Cuando Roma conquista el mundo mediterráneo

y retoma la herencia de la cultura griega, adopta también la medicina y las ideas sobre la salud. Como clínicos, los romanos eran pálidos imitadores de los griegos, pero como ingenieros y administradores y constructores de sistemas de alcantarillado, organizadores de servicios de cuidados, han dado al mundo un ejemplo y dejado su marca en la historia”. Pero, ¿cuál es la gran obra de la Roma imperial en esta materia? Se puede distinguir, en el dispositivo puesto en escena bajo el imperio romano, dos dimensiones de lo que hoy se tienda a llamar salud pública.

La primera aparición concierne al dominio de la higiene ambiental, es decir la

implementación de sistemas de aprovisionamiento de agua potable por los acueductos, de evacuación de inmundicias, por las redes de alcantarillado, puesta en marcha de termas y letrinas, actividades que son desarrolladas en un contexto donde la evacuación llega a ser una gran preocupación. Estos sistemas reposan sobre los conocimientos en materias de urbanismo, arquitectura e ingeniería hidráulica, de lo que dan testimonio una serie de tratados redactados por los técnicos y no por los médicos, y se ubican bajo la autoridad de un consejo del agua, que preside un funcionario de rango consular, muestra de la importancia que se le otorga.

El segundo aspecto, mas tardío, nos habla de una forma de medicina social, es

decir de una preocupación de prevención y de cuidado hacia las poblaciones mas expuestas o las mas pobres. Mientras que los médicos griegos eran casi practicantes y a menudo ambulantes, remunerados en el acto por el cliente, los romanos crean una medicina pública de terapeutas nombrados por las ciudades y progresivamente puestos a la disposición de los enfermos, que están en incapacidad de pagar su tratamiento. Así mismo, en ciertos grandes centros urbanos son creadas enfermerías para los esclavos, y hospicios caritativos para los indigentes. Paralelamente, los conocimientos medicinales

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se constituyen sobre las patologías ligadas al trabajo, dando lugar a numerosas observaciones clínicas.

En suma, alrededor de este período que articula el inicio del período del primer

milenio de nuestra era, los dos grandes dominios de la salud pública que reconocemos hoy como higiene ambiental y medicina social integran la política del imperio romano, justificando la instauración de una administración específica de ediles3.

Para dar cuenta del esfuerzo de estas actividades en la antigüedad greco romana,

dos hipótesis han sido planteadas. Una que se puede calificar de cognitiva, puesta ante el desarrollo de los conocimientos científicos y la racionalización de las prácticas públicas. La otra, que se dirá demográfica, insiste sobre el crecimiento de la población en las ciudades, justificando una gestión adaptada a estas importantes concentraciones humanas. Si cada una comparte elementos de verdad, ninguna explica plenamente la paradoja señalada. En efecto, por una parte, los Griegos disponían ya en lo esencial, de conocimientos del cuerpo y las enfermedades y también sobre el ambiente y la sanidad, al lado de las que, la contribución romana resulta relativamente limitada. Por otra parte, Grecia estaba formada por ciudades de tamaño considerable, que suponían una administración de los problemas de saneamiento y de pobreza, como fue el caso luego en Roma.

Es preciso hacer una tercera consideración, política esta vez. Si los Romanos

pusieron en acción estos dispositivos sanitarios públicos, lo que no habrían hecho realmente los Griegos, es porque estaban animados por una nueva concepción del Estado. El Imperio en su apogeo, bajo Augusto, se da por función no solamente asegurar las misiones clásicas de defensa (contra los enemigos externos) y de policía (contra los enemigos interiores), sino también actuar por el bienestar del conjunto de población bajo su autoridad, manteniendo la limpieza de las ciudades o atendiendo a los pobres. Proyecto que tiene menos que ver con una generosidad inédita de los gobernantes (que se preocuparían caritativamente de los desdichados) o, a la inversa, con un cinismo sin precedente de su parte (que los haría utilizar esta política solamente para pacificar la ciudad), sino con una nueva manera de gobernar. Tomar a su cargo, en todo su sentido, a los sujetos del imperio hacía parte de aquí en adelante, de una prerrogativa, pero también de las obligaciones del Estado.

Esto supone constituir su vida en objeto de gobierno. Como escribe Paul Veyne,

precisamente generalizando a partir del caso romano: “Todo rey es un pastor; es propietario de su rebaño, pero en vez de explotarlo a su favor, debe ponerse al servicio de su tropa”4. El poder del soberano llega a ser entonces, según la fórmula de Michel Foucault quien descubre sus premisas en Platón y veía su cumplimiento en los Padres de la Iglesia, un “poder pastoral” cuyo ejercicio lo legitima al ejercicio de sus sujetos.

Esta interpretación política de la génesis de la salud pública, es necesario tomarla en un sentido sociológico y no estrictamente histórico. Es decir, este hallazgo respecto del Imperio romano vale para otras situaciones en otros momentos, cuando se reúnen ciertas condiciones estructurales. Comprende así lo que hace de la soberanía del soberano en cuanto a tomar por sí la administración del poder de las vidas de sus sujetos, no 3 NT Magistrado romano encargado de la administración municipal 4 NT Para el análisis del poder pastoral, ver Foucault M Seguridad, territorio, población FCE. 2° reimpresión 2007.

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solamente la autoridad suprema que le permita darles muerte, sino también la ambigua ambivalencia que expresa. Desde entonces, no nos sorprenderemos de que el mundo occidental mantenga el atributo del poder pastoral y, por consecuencia, de las prerrogativas concernientes al bienestar de las poblaciones.

Para no citar mas que un ejemplo, relativamente bien documentado, citamos las crónicas de Guamán Poma de Ayala, en el siglo XV, que se refieren a las ordenanzas dictadas por el Inca con la intención de que los sujetos asuman una serie de obligaciones precisas vinculadas con lo que hoy llamamos salud pública: prescripciones y proscripciones en casos de epidemia; organización y control de materias medicamentosas; promoción de la natalidad a través de medidas a favor de las familias numerosas; ayudas públicas a favor de los pobres, los huérfanos, los ancianos y los inválidos. La autoridad manifiesta a la vez su autoridad y su benevolencia. Más aún: asegura su grandeza en la demostración de su generosidad. VIGILAR Y PREVENIR

Así, antes de ser un saber sobre las enfermedades o las poblaciones, la salud

pública manifiesta un poder que se ejerce sobre los sujetos por su bienestar. Esta verdad elemental es a veces descuidada en la actualidad, cuando las decisiones sanitarias parecen basarse en cálculos de riesgo, estimaciones de costo-eficacia, racionalización y del principio precautorio. La historia de las primeras estructuras de salud pública de Europa Moderna, a partir del siglo XIV, aporta demostraciones cargadas de enseñanzas. Es un efecto de la terrible epidemia de peste que diezma, en 1348, un tercio de la población europea, que se generan los primeros consejos de salud en las ciudades de Italia Norte. Carlos Cipolla ha trazado la crónica de estos dispositivos inéditos.

En Venecia, donde la infección penetra primero, siguiendo la ruta de la seda, el

gran Consejo de la República elige en su seno un comité de tres sabios que son encargados de poner en acción las únicas medidas reconocidas como eficaces en la época, a saber la cuarentena impuesta a los navíos entrando al puerto y el aislamiento de los enfermos reconocidos. Después de algunas semanas, el peligro se aleja, el comité se disuelve. Dispositivo ad hoc, será reconstituido en cada nuevo brote epidémico que se produce cada dos o tres decenios, bajo formas afortunadamente menos trágicas. Es preciso un siglo y medio para salir de esta lógica de la urgencia. En 1846, se crea una estructura permanente. Tiene como propósito disposiciones permanentes para prevenir la propagación de infecciones o al menos, limitar sus consecuencias.

Podemos considerar que es a partir de este momento, al fin del siglo XIV, que se

pone en marcha una verdadera política sanitaria en Europa. Local y específica, es significativa de un movimiento que se extiende progresivamente en Italia del Norte y más allá. La institución de un comité permanente de representantes de las grandes familias venecianas lleva a la extensión progresiva de sus tareas al servicio de la salud pública: las epidemias que vienen en períodos prolongados, no son suficientes para justificar su existencia. Progresivamente las prerrogativas del comité se extienden.

Relevan su misión entonces en el control de los hospitales y las profesiones médicas, la vigilancia de los cementerios y de los lugares de bebida, el desplazamiento de los mendigos y las prostitutas, el comercio de alimentos y del vino, el aprovisionamiento y la evacuación de las aguas. El recuento de los muertos, limitado inicialmente sólo a los

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causados por la peste, se generaliza a todas las causas, realizando así el primer registro civil de los decesos en la historia occidental. Esta proliferación de dominios de intervención de los comités los llevará a su caída. La oposición de la Iglesia, impedida de las procesiones en tiempos de epidemia, la de los mercaderes, obstruidos en sus negocios por la cuarentena de los navíos cargados de productos, la de los trabajadores de las manufacturas, cesantes por el bajo volumen de negocios, minaron esta salud pública juzgada inoportuna y autoritaria.

En esta crónica de la peste y las respuestas a las cuales dio lugar, se debe poner atención a dos elementos que de alguna manera anuncian lo que será mas tarde la salud pública: por un lado, la configuración específica que toma en función del cuadro político en que se inscribe; por otro, el carácter accesorio de la medicina y de los médicos en el dispositivo, que se podría esperado que ocuparan un lugar más importante.

En primer lugar, las estructuras sanitarias se amoldan a las formas políticas

específicas de cada contexto histórico y a cada forma de gobierno. En Venecia, república de patricios, el consejo es nombrado por pares en el seno de una asamblea aristocrática. En Florencia, comuna desgarrada por las luchas de facciones, los funcionarios elegidos para esta misión son integradas a la policía política. En Milán, ducado sometido a una autoridad despótica, el administrador único tiene amplios poderes y da cuenta sólo al soberano que lo ha nombrado. Diferencias institucionales que revelan diferentes concepciones de la intervención del poder sobre la salud colectiva. La historia política de cada Estado imprime su marca sobre los primeros dispositivos sanitarios, y no dejará de hacerlo.

En segundo lugar, la medicina se encuentra sistemáticamente relegada al

segundo lugar tras la autoridades política. Puede sorprender si hacemos una lectura médica de la historia de la salud pública. Los colegios locales de médicos, cuando son requeridos, carecen de conocimientos específicos para hacer frente a la epidemia o a la salud: las grandes universidades de Italia del Norte, donde la medicina disfrutaba de un gran prestigio, no juegan ningún rol en la naciente salud pública. En cuanto a los médicos en los comités, ocupan, y lo hacen notar, funciones subalternas de identificación de las muertes; más que salud pública, hacen medicina legal. En estas estructuras pioneras de la historia occidental, el experto médico, permanece mediocre en materia de epidemias y es puesto al servicio de la decisión política. Este es un hecho estructural de la relación de la salud pública con el poder. Este último siempre primero, mientras aquel se le subordina. ESTADISTICA Y MORAL

Entonces, a partir del siglo XVIII la emergencia de un saber propio va a originar

aquello que llamamos “higiene pública”. Patricia Bourdelais ha reconstituido sus rasgos: una gran autonomía respecto de la clínica. Signo de esta ruptura, la controversia con algunos años de distancia entre Pierre Louis, promotor del “método numérico”, según el cual “la estadística es la base fundamental y única de todas las ciencias médicas”, y Claude Bernard, intentando una “medicina experimental”, para la cual “el uso de medias y el empleo de la estadística en medicina y fisiología, conducen por así decir necesariamente al error”. Para el primero, el estudio de la población justifica el uso del cálculo. Para el segundo, el individuo es siempre singular. Alrededor de la

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cuestión de la cuantificación de los fenómenos o de la interpretación de los fenómenos y de la interpretación de las mediciones, se juega algo más que el desarrollo de nuevos instrumentos: una manera inédita de pensar la relación entre el individuo y la sociedad, entre lo particular y lo general.

La revolución cognitiva que se produce en este período es, como lo ha mostrado

Alain Desrosières, el pasaje de una concepción del singular a un estudio de la población. Pensar en términos específicos, es en efecto dar a cada persona el mismo valor en un sistema de cuentas, permitiendo calcular valores medios o normales, tasas de natalidad o mortalidad, esperanza de vida o índices de fecundidad. Esta revolución tiene una doble génesis.

Por un lado, la aritmética política británica, fundada por William Petty desde el

siglo XVII, dando al saber naciente sus principios en forma de cifras. Se trata no sólo de contar, sino de calcular, especialmente esperanzas de vida que servirán a las aseguradoras para estimar el valor de sus primas. Estas técnicas no dejaron de perfeccionarse a través de la demografía a lo largo del siglo XIX, hasta la llegada de la epidemiología, tras la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, la estadística descriptiva alemana, que encontrará en el monumental tratado de policía médica escrito por Johannes Peter Frank al fin del siglo XVIII, su expresión más sistemática, obedeciendo a una lógica de institucionalización de un Estado debilitado por sus divisiones administrativas. La ambición de conocimiento exhaustivo de un pueblo, su territorio y sus instituciones, se combina con una voluntad de intervención que hace del Estado un gestionador y garante de las cosas de la vida. Esta doble intención se perpetuará bajo formas diversas y a veces radicales como el eugenismo en el siglo XX: Ciencia de las cifras (en la acepción actual) pero también ciencia del Estado (en el sentido etimológico), la estadística está en el corazón del proyecto sanitario moderno.

En el uso que han hecho los higienistas franceses, la “estadística moral” no se

limita a contar vivos y muertos. A través de sus cómputos, enuncia y denuncia las injusticias. Louis-René Villermé establece en 1828 que las desigualdades de mortalidad observadas entre los barrios de París, no son debidas a diferencias de densidad de salubridad, sino de disparidades en la repartición de la pobreza y muestra en 1840, que la esperanza de vida, tan reducida en las manufacturas, está menos vinculada a la duración del trabajo en sí, que a la fragilidad de los salarios y a las condiciones de vida que genera. La higiene pública que se desarrolla en Francia notablemente a inicios del siglo XIX procede de una inquietud reformista, de la que Ann La Berge ha mostrado que finalmente no dio lugar más que a unas pocas modificaciones legislativas. Su influencia se mide en realidad por la lenta transformación de una mirada sobre el mundo social, sus miserias y sus desviaciones, su ambiente y sus efectos sobre el cuerpo, su diferenciación y sus consecuencias sobre los seres humanos.

Ella prolonga así, la ideología de las Luces que hacen del progreso moral del

hombre el objetivo mas elevado de la actividad social. Como lo resume la famosa fórmula de Cabanis citada por George Vigarrello: “Es preciso que la higiene aspire a perfeccionar la naturaleza humana en general”. Los higienistas pusieron toda su energía hacia este objetivo utópico, convencidos de participar en la aventura civilizatoria de la humanidad, comenzando por los medios populares occidentales en los que se trataba de mejorar y normalizar los modos de vida y también entre los indígenas de los imperios coloniales, que la medicina contribuirá a construir y legitimar.

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Durante dos siglos, este movimiento animará la salud pública, del Prospecto que abre el primer número de los Annales d‘hygiene publique et de médicine légale, en 1829, a la Carta de Ottawa para la promoción de la salud redactada bajo la égida de la Organización Mundial de la Salud, en 1986. A lo largo de todo este período, encontraremos, sin cesar y reiterado, el anuncio de una “nueva salud pública”, resurgiendo como un fénix bajo la pluma de Winslow en los años 20, Sigerist en los 40, Ashton y Seymour en los 80, pero también en innumerables declaraciones y manifiestos, siempre con una misma palabra profética anunciando un mundo mejor gracias al esfuerzo de los sanitaristas, al que Alan Petersen y Deborah Lupton han realizado una viva crítica. LA SANITARIZACIÓN DE LO SOCIAL

Siempre y en todo lugar, el objeto al que se aferran estos poderes y saberes de la

salud pública permanecen implícitos. Las epidemias de peste en el siglo XIV y de cólera en el XIX se imponen como hechos sanitarios colectivos justificando la intervención del los gobiernos y sus expertos. Entretanto, como hemos visto, jamás los actores de la salud pública se quedan allí. Cuestiones cada vez más numerosas, son suscitadas mientras se dice que surgen de este territorio sin fin que “toca a todas las dimensiones de nuestra existencia social”, según las palabras de Jean-Francois Rameaux en 1839, y que hacen decir a Rudolf Wirchow en 1848 que “la política no es más que medicina a gran escala”. Ante tal empresa, condenada a lo que Lion Murard y Patrick Zylberman llaman una “utopía contrariada”, se deben hacer elecciones para determinar las prioridades sobre las cuales conducir la acción. ¿Cómo se operan esas elecciones? ¿Qué hace a una realidad social llegar a ser un problema de salud pública?

A tal pregunta, la respuesta parece trivial: problema de salud pública es todo lo

que concierne al bienestar de una colectividad y señala una intervención colectiva. Los especialistas se dan cuenta que tal evidencia no es más que aparente y que, en la multitud de hechos relevantes de esta definición, muchos no son tratados como tales, como bajo este punto de vista, deberían serlo. Se proponen entonces criterios que permiten objetivarlos: frecuencia, gravedad, características de la población involucrada, relación entre el costo y la eficacia de las medidas que permiten prevenirlas o tratarlas, todos elementos posibles de ser cuantificados.

Este enfoque, que podemos calificar de positivista, enuncia más bien reglas de

buena conducta pese a que no describe lo que realmente ocurre. La atención puesta a un problema y la respuesta que se le dará, depende de otros elementos como su carácter espectacular, el tratamiento mediático del que es objeto, la acción a veces aislada de un profesional o un decisor, la movilización de grupos de enfermos o de avocaciones de usuarios. Para dar cuenta de este proceso, se habla de “construcción social” de la salud pública, en el sentido dado por Joseph Schneider a esta expresión.

Esta construcción de la salud pública pasa por una doble operación de

medicalización y de politización de los hechos sociales. Un ejemplo clásico, estudiado por Ian Hacking, es el del maltrato infantil. Lo que hoy se constata como la evidencia de un peligro grave y aparece como una prioridad de salud pública, no es identificado como tal sino tras decenios. Hasta el fin del siglo XIX los golpes infligidos por los padres a los hijos son considerados destinados a corregirlos en stricto sensu, o para hacerlos mejores y como vinculados a la patria potestad, por consecuencia al espacio

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doméstico. La ley de 1889 en Francia, de la que Georges Vigarello ha reconstituido su genealogía, reconoce en esta violencia un “mal tratamiento” haciendo un delito posible de penas proporcionales a su gravedad y que puede conducir a la “pérdida de la capacidad paternal”. Esta legislación tiene una triple consecuencia: recalifica la corrección como mal tratamiento (cruelty to children, en Estados Unidos); la traslada del dominio privado a la esfera pública; la constituye en problema relevante de la competencia de juzgados y de los trabajadores sociales. Pero no es aún un dominio de la medicina ni a fortiori de la salud pública.

En la segunda mitad del siglo XX, como lo ha mostrado Bárbara Nelson, dos

hechos van a transformar esta realidad. En los años 60, el descubrimiento por los pediatras y los radiólogos estadounidenses, de cuadros clínicos de fracturas múltiples que son relacionadas a malos tratos y designados como “síndrome del niño batido”. A partir de esto, la violencia contra los niños surge en la clínica, se multiplican las publicaciones, la nueva entidad entra en los manuales de medicina (el child abuse hace su aparición en Index Medicus en 1965). Un poco mas tarde, en los 70, siempre en estados Unidos, los trabajadores sociales y de las asociaciones de padres se movilizan contra este problema, lo transforman en una causa política y obtienen en 1974 una ley que protege a las víctimas. La violencia contra los niños está ahora en el dominio público. Pero aún es estrictamente física: hablar de malos tratos, es referirse implícitamente a los golpes referidos por los niños. Las cosas cambian algunos años más tarde cuando deviene ante todo sexual y, en su forma más grave, incestuoso (“Incest: Child abuse begins at home” titula un diario popular en Estados Unidos en 1977). En Francia, siguiendo una historia paralela retrasada en el tiempo, la “maltraitance” (neologismo que, significativamente es creado por designar el fenómeno) es introducida en las políticas de salud pública en los años 90.

Hacer legible esta doble operación de traducción que hace de una realidad socio-

jurídica del fin del siglo XIX, una entidad médica, luego una apuesta política, antes que llegue a ser un problema de salud pública ( que conserva sus sanciones penales y sus características clínicas), es mostrar que las realidades que calificamos de tales deben, para parecer tales, ser objetos de intervención de expertos y de profanos, de médicos y legisladores, medios u asociaciones que lo hacen existir bajo la forma que lo reconocemos.

Las ilustraciones de lo que podemos llamar una sanitarización de lo social- es

decir, una reescritura de un problema social en lenguaje sanitario- pueden ser muchas. Es el caso de la toxicomanía que, desviación de una lógica represiva, ha venido a ser en los 90 un asunto mayor de la salud pública, no solamente por el peligro de infecciones como sida o hepatitis, sino también por su asociación con tabaquismo y alcoholismo en tanto que dependencias patógenas, ya que no ilegales: construcción social de un riesgo y de una equivalencia que permite traducir una amenaza social en peligro sanitario.

Probablemente es en el dominio de la salud mental que la traducción ha sido más

sistemática y eficaz, dando lugar a una extensión de la intervención de psicólogos y psiquiatras más allá del territorio habitual de sus consultas, policlínicos y hospitales. El sufrimiento ha venido a nombrar un conjunto de desórdenes que subsumimos bajo la denominación de cuestión social, incluyendo la precariedad y la delincuencia; de lugares de escucha han sido transformados en lugares para responder. El traumatismo tiene permiso de enunciar en el lenguaje del cuerpo y del psiquismo, las violencias

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sufridas aquí o allá; las prácticas de la victimología del exilio son desarrolladas para tomar a cargo las víctimas de accidentes o atentados, a los que solicitan asilo sometidos a persecución y tortura. Las políticas nacionales se despliegan bajo la hegemonía del Estado para responder a estos desórdenes y violencias transformados en problemas de salud pública,

Pero mostrar cómo se hacen estas operaciones de traducción, es también, poder

pensar las realidades que la sociedad no se da como problema de salud pública, aunque podrían o deberían, serlo. Es el caso, a través del mundo de las desigualdades sociales ante la enfermedad y la muerte que son raramente reconocidas y combatidas por lo que son. En el continente africano en general y en África del Sur en particular, ha sido muy fácil, para explicar la progresión extremadamente rápida del sida, incriminar los comportamientos sexuales y ciertas prácticas culturales de las poblaciones más afectadas, que poner en evidencia las disparidades sociales y raciales que subyacen a esta evolución.

En un contexto diferente, vemos en qué punto las desigualdades sociales en

Francia ante la enfermedad y la muerte, han sido mal identificadas como relevantes para un compromiso prioritario de las políticas de salud, tanto en materia de producción de estadísticas como en acción pública. Cuando lo han sido, se ha hecho bajo el punto de vista de la protección social y del acceso a los cuidados, pese a que está bien establecido que los determinantes sociales como disparidades en educación, empleo, habitación, los que influyen de manera decisiva sobre las desigualdades en salud. Cómo estar atentos a lo que es objeto de una traducción al espacio social y a lo que escapa en ese mismo momento, a esa operación.

Comenzamos esta parte por una paradoja histórica, y la concluimos con otra,

contemporánea. Como constata Matthew Ramsay, es notable que Francia, país que inventó la higiene pública a fines del siglo XVIII, sea a inicios del siglo XXI, uno de los que, en el mundo occidental, tiene los rendimientos más modestos en salud pública. El desarrollo de la epidemia de Sida, ligada a la transfusión sanguínea en los 80 o las tasas de mortalidad observadas en el verano del 2003, lo atestiguan. Y podríamos agregar otro hecho destacable: Francia que ha jugado un rol pionero en la identificación y comprensión de las desigualdades sociales en la enfermedades y la muerte hace doscientos años, sea hoy en donde esas desigualdades son a la vez las mas profundas y las menos reconocidas en Europa Occidental, aunque la evaluación de sus sistema de salud la sitúa en primer lugar mundial.

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2 Sociología

De la naturaleza a la cultura

La salud pública, como práctica, se presenta a sí misma y a los otros como enunciando los fenómenos inscritos en la “naturaleza de las cosas”: éstas son las enfermedades, los microbios, los riesgos ambientales, las estadísticas de morbilidad o mortalidad, los comportamientos que ponen en riesgo a los cuerpos o, a la inversa, los protegen, elementos todos que la intervención debe “naturalmente” tomar en cuenta para una mejoría o preservación de la salud de la población. La salud pública se da como actividad en sí, como diciendo lo que es. Raramente se piensa como un hecho de cultura, eso que, entre tanto, ponen en evidencia la historia y la antropología, al constatar que la salud pública no existe siempre y en todo lugar bajo la forma que la conocemos.

La “dimensión cultural”, no es sin embargo ausente de su discurso. Pero siempre

la encuentra del lado de los destinatarios. Los identifica como “factores culturales” y su traducción en términos de comportamientos patogénicos o protectores que son ingresados al cálculo de probabilidades de riesgos a los cuales se exponen los individuos. También examina los “obstáculos culturales” que entraban la buena marcha de los programas de intervención o cuidado.

En relación a esta visión, propongo operar un desplazamiento doble: de un lado,

mostraré que la salud pública es una práctica cultural; del otro, voy a señalar los problemas a los cuales se enfrenta en su contexto cultural. Estos dos cambios de perspectiva proceden de dos enfoques sociológicos que se tienden a menudo a contraponer, pero me parece indispensable asociar.

Una primera grilla de lectura se concentra en la manera en que los agentes

sociales hacen existir un problema de salud y lo inscriben en su agenda política, a menudo en procesos de concurrencia, de confrontación con otros agentes sociales que quieren hacer valer otras prioridades, otras normas, otros enfoques. Calificamos esta mirada de constructivista en la medida en que ella se asimila a la manera en que lo social es construido.

Una segunda grilla de lectura busca las condiciones sociales, incluyendo las

ambientales, que explican por qué o permiten comprender cómo el problema de salud sigue líneas de diferenciación y de desigualdad social, siendo el resultado de estructuraciones y agenciamientos del mundo social. Se puede hablar entonces de un enfoque realista en el sentido que apela a la realidad más material y a menudo, más dolorosa de la enfermedad.

El constructivismo solo, en su versión radical, tiende a desrealizar los problemas

de la salud que presenta como creaciones sociales puras. El realismo aislado- en su versión positivista- tiende a reificar los problemas de salud, negando el rol que juegan los agentes para tener un lugar en el espacio público. Es preciso tratar de unir ambos enfoques. Es lo que intentaré hacer tomando una historia ejemplar: la del saturnismo infantil en Francia.

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NACIMIENTO DE UNA EPIDEMIA

En 1981, un equipo lionés de pediatras del Hospital Eduardo-Herriot y de toxicólogos de la facultad de medicina Alexis-Carrel publicó un artículo en las Archives françaises de pédiatrie bajo el título: “Intoxicación por plomo revelado por una encefalopatía severa. Un caso francés de ´pica’ ”. Se trataba de un niño de cinco años llamado Mammar hospitalizado por problemas de conciencia y trastornos digestivos. Mientras las investigaciones diagnósticas se prolongaban vanamente, el estado neurológico del niño se agravaba, con la aparición de crisis convulsivas y se practicó una intervención quirúrgica, bajo la hipótesis de hidrocefalia. Muchos días tras la operación, una medición en sangre buscando intoxicación por plomo, fue luego confirmada en entrevista con los padres. Se llegó a saber que el niño comía “las cáscaras de pinturas de su casa en ruinas”. Si el saturnismo ha sido tan difícil de identificar, es porque en ese momento, se considera que en Francia es “raramente encontrado en la práctica general, sobre todo en pediatría”. Un tratamiento con quelantes y el estado clínico del niño mejoró.

Seis meses mas tarde, se nos dice: el está bien y sin secuelas. Ninguna encuesta

social ha sido realizada, ni visita domiciliaría, los otros niños de su grupo no han sido evaluados ni se ha propuesto a la familia una relocalización. El niño es simplemente reincorporado allí, donde con toda probabilidad, va a seguir intoxicándose sino con las cáscaras de pintura, suponiendo que los parientes hayan resuelto este problema de contaminación, con los polvos que el no puede dejar de inhalar. Para los médicos, en ese momento, el saturnismo es un problema clínico que se trata completamente en el hospital. La historia de Mammar ha sido mostrada como un “bello caso” médico, ya que él no ha sufrido la evolución dramática de las encefalopatías para las que, en ese momento, se estiman “30% de mortalidad y 80% de secuelas como retardo intelectual o epilepsia”. Es verdad que entre 1956 y 1981, no se han reportado más que 10 observaciones de saturnismo infantil en las revistas de pediatría.

Menos de diez años mas tarde, en 1990, un experto del Instituto Nacional de

Salud y de Investigación Médica (Inserm) estima en 85 000 el número de niños de uno a seis años que serían víctimas de saturnismo, es decir 1,94%, considerando la cifra internacional límite de 10µg/dL. Se proponen dos tipos de protocolo para una evaluación e intervención extendida. El primero, un enfoque poblacional, se concentra en los niños y el hábitat en que viven: para los 50 000 considerados, se evalúan así “el costo de trabajos paliativos en 2,5 millones de francos y 5 millones de francos si se incluye la erradicación del plomo”. El segundo, un enfoque ambiental, se concentra sobre los lugares conocidos por exponer a los que los ocupan en función de su antigüedad e insalubridad: para 150 000 residencias en riesgo, se alude a “un costo de la estrategia entre 11,5 y 20 millones de francos”. Los autores del reporte llaman a una movilización masiva y urgente para corregir el problema.

Del caso aislado hemos pasado a la epidemia. Más que la identificación clínica

de los niños enfermos, estamos en el diagnóstico en masa. Al tratamiento de los niños por quelación, se agrega el hábitat por refacción de las residencias. La enfermedad considerada excepcional en Francia se ha tornado una prioridad política, inscrita en una ley votada en el parlamento en 1998. El saturnismo ha entrado en el dominio de la salud pública.

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¿Qué ha pasado entre los inicios de los 80 y los fines de los 90, entre el momento donde no se registraba más que 10 casos en veinticinco años y este momento en que el Inserm cuenta 85000? ¿las casas se han degradado brutalmente?¿El plomo se ha infiltrado masivamente en el cuerpo de los niños? ¿Cómo explicar esta evolución dramática? En los hechos, no ha pasado nada. O, una cosa mínima y decisiva tal vez: una política de salud pública ha sido inventada. Lo ha sido por los profesionales de la medicina y de lo social, por los miembros de las organizaciones humanitarias y los actores de las colectividades locales, por los expertos y los ciudadanos. Entre la observación de una enfermedad rara que se reporta en las revistas especializadas y la constatación de un problema sanitario del que se habla en la prensa, no es el saturnismo infantil el que ha crecido. Es la mirada puesta en esta afección la que se ha modificado. Ahora es un hecho poblacional, de riesgo, de umbrales, de medidas colectivas, en lugar de individuos, de biología, de medicamentos. Que el niño se llama Mammar, que pertenece a un medio desmedrado y que vive en un lugar en ruinas es poco significativo, se trata aparentemente de elementos anecdóticos de una historia clínica.

Este nuevo conjunto de palabras y cosas, de signos y hechos, que remplaza o

desplaza a los de la medicina, podemos llamarlos cultura de la salud pública. Se trata de una construcción social productora de sentido por la cual el mundo es representado, por ejemplo en términos de una epidemia que llama a la movilización política importante, en vez de casos aislados en manos de los profesionales, un “conjunto históricamente transmitido de significaciones incorporadas en símbolos”, en palabras de Clifford Geertz. Pero el saturnismo infantil no es solamente esta cosa construida por los agentes sociales, es también una enfermedad producida por el hábitat insalubre, y las significaciones de la salud pública no son únicamente incorporadas en símbolos culturales, también son en órganos corporales, como lo ha mostrado de sobra Paul Farmer a propósito de las patologías infecciosas. Son casi exclusivamente algunos grupos, con características de pertenencia social y de origen geográfico particular, los afectados, sobre todo en las formas severas, que dejan secuelas y que a veces matan. En la primeras lectura, hemos reconocido la mirada constructivista; en la segunda, el enfoque realista.

NATURALIZAR LOS OBJETOS

Primera proposición: la salud pública naturaliza sus objetos. Esta operación, que

consiste en inscribir la evidencia en la naturaleza de las cosas, escapa generalmente al análisis, ya que parece venir de si – siendo así, precisamente, natural. Se trata de un hecho esencial de la cultura médica y puede ser lo más oculto, o más exactamente lo menos cuestionado, según ha podido señalar Emily Martin. Hoy, para el periodista o el ministro, para el responsable asociativo o para el médico municipal, los 85 000 niños víctimas de saturnismo existen como una evidencia tan establecida, que se olvidan de preguntarse por esa otra evidencia según la cual, algunas años atrás, se trataba de una enfermedad excepcional. Los problemas sanitarios no son únicamente realidades biológicas que los especialistas traen a luz, sino que son además hechos epidemiológicos construidos, como ha mostrado Nancy Krieger. La salud pública no se contenta con descubrir: ella inventa.

Volvamos a nuestros niños intoxicados por plomo. En Lyon, en 1981, el

pequeño fue enviado a sus padres y los médicos se dedicaron a verlo en controles, como se hace en los servicios de pediatría, En Paris, en 1985, una pequeña, que presenta

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una intoxicación menos grave, va a suscitar un compromiso entre los clínicos que la han examinando y, pasando por sobre las prerrogativas habituales de su oficio, organizan una visita a su domicilio. Sobre el lugar, la asistente social constata que la familia, de Malí, vive en el corazón de la capital, en un departamento deteriorado con pinturas descascaradas, pero también los pisos se han hundido. Consternada por este espectáculo, alerta a los servicios de salud materno-infantiles de la ciudad esforzándose para convencerlos de la gravedad de la situación. Pues nadie, en esta época, puede imaginar que el saturnismo sea un problema de salud pública. El responsable local de protección maternal e infantil reconoce que no había escuchado de esta afección sino en medicina del trabajo y que ignoraba que pudiera existir una forma infantil.

El saturnismo ha salido del hospital. Si los niños continúan siendo

diagnosticados y tratados, que son más numerosos ya que los pediatras tienden más y más, a reconocer esta enfermedad reputada silenciosa y polimorfa. Otros agentes se empiezan a interesar: médicos de salud pública, toxicólogos, asistentes sociales. El reconocimiento de problema se acelera. Un estudio clínico retrospectivo recupera 20 casos parisienses entre 1984 y 1986; dos encuestas epidemiológicas, de formato modesto y protocolo rudimentario, son desarrollas entre 1986 y 1987 por un médico y un biólogo, ambos poco diestros en ejercicios bioestadísticos.

El primero, descriptivo, examina los 52 habitantes de dos inmuebles donde los

primeros casos han sido diagnosticados, Pone en evidencia que sólo los niños de menos de seis años, en proporción de 4 sobre 7, están intoxicados. Descarta la posibilidad del agua, que se había aludido como era habitual hacerlo en esa época cuando se encontraba una intoxicación por plomo. Revela, de manera desatendida por el mismo equipo, que la pintura de los muros tiene proporciones extremadamente elevadas de plomo. La segunda encuesta, etiológica, compara esta vez 82 niños expuestos al riesgo que viven en habitaciones en ruinas y otros 40 no expuestos, pues residen en inmuebles recientes, pero de medio social similar. Establece la responsabilidad del hábitat, ya que 7 de los casos son encontrados en el primer grupo, ninguno en el segundo, y que en el domicilio de los niños contaminados, al hacer la evaluación de muros y tabiquería, se encuentran cantidades de plomo significativo.

A partir de esto, el movimiento se extiende y acelera. Los servicios de

protección maternal e infantil de Paris ponen en marcha una evaluación consistente en realizar mediciones en sangre de los niños que viven en los lugares con criterios de riesgo. El departamento de salud pública de la facultad de medicina de Bichat propone un dispositivo de vigilancia que identifica los casos. Dos asociaciones, una humanitaria, la otra de cuidados a los inmigrantes, organizan una misión exploratoria a los Estados Unidos para aprender procedimientos diagnósticos y técnicas de prevención usados al otro lado del Atlántico.

En 1990, cinco años después del primer caso movilizador, se organiza una

conferencia internacional en Seine-Saint-Denis. Intenta hacer conciencia en los poderes públicos franceses, aún incrédulos, que el problema es grave y justifica una política. Para hacerlo, invita a especialistas extranjeros para que aporten la legitimidad de su experiencia y su conocimiento. Se cuenta en ese momento, sólo en la capital, 1500 casos de intoxicación por plomo en los niños. Una epidemia ha nacido.

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Para que tal operación de traducción de observaciones clínicas en hechos epidemiológicos y que una enfermedad rara se vuelva prioridad de salud pública, ha sido necesario transformar la visión de mundo de los profesionales de la salud o al menos, de algunos entre ellos.

Primero, han sido movilizados objetos intelectuales nuevos: progresivamente,

se ha dejado el lenguaje de los síntomas, las dosis, las radiografías y las quelaciones; se ha empezado a hablar de grupos, de pesquisas, de riesgo y medidas de higiene. El razonamiento individual de observación clínico, se ha sustituido por el abordaje poblacional de salud pública.

Segundo, herramientas inéditas han sido usadas: se no se han contentado con

recibir chicos enfermos en los hospitales, sino que se han realizado encuestas en los habitantes de inmuebles supuestamente peligrosos; se han comenzado a calcular tasas de intoxicación en lugar de reportar en los artículos las historias de los niños contaminados; se ha pensado la administración de la prueba construyendo estudios comparativos y no únicamente interrogando a los padres sobre hábitos domésticos. Destaquemos que estas investigaciones proceden más de un artesanado estadístico más que del canon de la investigación epidemiológica, tal como la juzgan los departamentos y revistas especializadas. No impide que sean estos instrumentos imperfectos y no los procedimientos científicos, los que permiten la identificación del problema.

Tercero, los actores locales son movilizados: una pediatra de hospital que excede

los límites de la clínica; una asistente social que sale de su mundo hospitalario para descubrir las condiciones de vida de los enfermos de su servicio; un médico de la protección maternal e infantil y un biólogo del Laboratorio de higiene de la ciudad de Paris, que han concebido una epidemiología de terreno; un poco mas tarde, dos miembros de las asociaciones humanitarias que han ido a buscar a los Estados Unidos los expertos y conocimientos necesarios para establecer la prueba de la epidemia y de su origen; y otros, a veces médicos, a veces ajenos al campo sanitario, que se vinculan al problema, estos actores, no especialistas de salud pública, puestos en marcha por convicción, pueden considerarse como artesanos militantes de la disciplina.

Con estos objetos, estas herramientas, estos actores, se ha podido establecer la

frecuencia del problema sanitario, su blanco y su causa, cuestiones imposibles de deducirlas de la pura lectura de la literatura médica disponible.

Este cambio de perspectiva es de la misma naturaleza, a la escala del pequeño

mundo parisino y de un tiempo mucho mas corto, que aquel que se produce, según la formula de Ted Porter, “la ascensión del pensamiento estadístico” un siglo antes. Ha ocurrido, entretanto, que el conocimiento por los números es adquirido a partir del mundo social y a fortiori científico. Ni se trata de imponer contra los que realizan el coloquio singular, como lo habían hechos los promotores del”método numérico”. Es preciso, desde ahora, tomar una grilla de lectura en la cual los médicos franceses estaban poco formados. Recordemos que su enseñanza comprende la época de la higiene pública fundada sobre programas herederos de los tratados de fines del siglo XIX, sin ninguna iniciación estadística. Al inicio de los 80, la epidemiología es aún, una descripción de las epidemias y no una ciencia de números, y no es más que bajo la doble influencia – no coordinada y poco convergente- de una corriente científica procedente de las matemáticas, aplicadas a la salud y de una corriente de activistas que

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reivindican un enfoque comunitario, que la “nueva epidemiología” va a encontrar poco a poco su lugar en las universidades, los colectivos y los ministerios.

Pero no hacemos cuestión aquí de la cultura científica, aquella transmitida en el

mundo académico. Es preciso inscribir la construcción social de la epidemia de saturnismo en una evolución cultural mas global, por la cual el gobierno de los hombres afecta no sólo a los individuos sino a las poblaciones, no únicamente al cuidado de los enfermos y respuestas a las necesidades, sino a una prevención de riesgos y más globalmente una anticipación de problemas, como ha mostrado Ulrich Beck. Existe una cultura popular, una cultura mediática y una cultura política de la salud pública.

En el caso del saturnismo infantil, las resistencias a este nuevo enfoque son muy

fuertes. Los servicios municipales acumulan los dossiers sobre habitaciones y participan de mala gana en las encuestas sobre inmuebles antiguos. Las instancias sanitarias nacionales, comenzando por al dirección general de la salud, están poco dispuestas a reconocer que el saturnismo infantil pueda ser un problema prioritario. Casi al inicio de los años 90, los actores que se movilizan por el reconocimiento de la realidad y de la gravedad de la situación son marginales e ilegítimos, en razón de su pertenencia disciplinaria, en el caso de los médicos locales de salud pública o de su posición institucional, tratándose de miembros de asociaciones humanitarias, o aún de su profesión, en el caso de las asistentes sociales. Ellos mismos parecen a veces dudar de lo bien fundado de su lucha, como lo reconocieron mas tarde.

Estas resistencias, estas dudas no son específicas de la historia francesa de esta

afección: el precedente de Estados Unidos, que Perlad Markowitz y David Rosner han analizado, es desde este punto de vista instructivo. Si revelan a veces conflictos de intereses, la naturaleza política o económica, manifiestan sobre todo la lentitud del proceso de elaboración de una cultura común de salud pública.

En este enfoque, un fenómeno no es casi nunca tomado en cuenta por los actores

en su análisis: a través de las operaciones de traducir la realidad clínica en hechos epidemiológicos, se describe otra enfermedad. La intoxicación por plomo de la cual los pediatras habían reportado 10 observaciones en un cuarto de siglo, no es el saturnismo infantil del que los especialistas de salud pública reconocen 1500 casos en cinco años. El primero se manifiesta generalmente por lesiones cerebrales graves, a veces mortales, y es suponible que una parte de ellos no ha sido reconocida. El segundo corresponde más frecuentemente a casos sintomáticos, descubiertos por un interrogatorio orientado a las condiciones de habitación. Se trata siempre de una acumulación de metal pesado en el organismo, pero el mismo hecho fisiopatológico ha cambiado; las tasas de plumbemia eran en el primer caso, mayores 100 µg/dL, expresando la severidad de los estados clínicos observados, mientras que en el segundo, 6 contaminaciones sobre 7 se sitúan por debajo del límite de gravedad fijado en 50 µg/dL, lo que significa que no tienen traducción clínica.

Los actores lo constatan sin medir la importancia de su observación: desde que

la pesquisa se ha iniciado, no se ven más encefalopatías agudas. De manera paradojal, mientras progresa la epidemia de saturnismo infantil, dado el número de casos que se reconocen, las observaciones de intoxicación por plomo retroceden.

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La redefinición de los contornos del problema sanitario no se manifiesta en ninguna parte mejor que las reevaluaciones iterativas de los límites de toxicidad. La mayoría de las manifestaciones clínicamente observables se producen por sobre 60 µg/dL, valor que ha sido por mucho tiempo considerado el límite aceptable en medicina y notablemente en pediatría. En Estados Unidos, se ha comenzado a partir de los 40 a preguntar sobre el peligro potencial de cifras sanguíneas superiores a 40 µg/dL pero los estudios epidemiológicos llevados a cabo para ponerlo en evidencia sufrían de limitaciones técnicas y la evidencia era contradictoria. Tan sólo a fines de los 80 una serie de encuestas conducidas especialmente en Estados Unidos y Australia, han permitido establecer definitivamente que a bajas concentraciones, se observan problemas cognitivos y comportamentales en niños contaminados, una vez controladas todas las otras variables. En 1991, a la vista de esto resultados convergentes, el Center for Disease Control, fija el límite aceptable en 10 µg/dL.

En Francia, a los inicios de los años 80, los pediatras registrando las

observaciones dramáticas, ponían el límite en 35 µg/dL. Cuando se realizaron los dos primeros estudios parisinos al fin del decenio, la norma estaba situada por debajo de 25 µg/dL. Tras las encuestas epidemiológicas estableciendo los efectos cognitivos comportamentales del plomo a bajas concentraciones, el límite es llevado a 15 µg/dL: sobre esta base son identificados los 1500 casos parisienses en 1990. Pero el valor internacionalmente admitido ha sido llevado a 10 µg/dL: con esta referencia en 1998 se estima el número de niños contaminados en 85000.

A medida que el límite desciende, la epidemia toma extensión estadística. Esta

decisión de modificar la norma no es evidentemente arbitraria, pues reposa sobre un mejor conocimiento de los efectos a largo plazo del plomo. Estas adecuaciones entretanto ha producido una nueva enfermedad: a la encefalopatía saturnina que un clínico experto podría identificar, ha sucedido una realidad accesible a los cálculos de probabilidad, separando las variables sociales, y que se manifiesta por un riesgo más elevado de retardo escolar y en ciertos estudios, de actos delincuentes.

Es preciso comprender la doble operación intelectual por la cual el saturnismo se

ha transformado en un problema de salud pública. La primera consiste en encontrar los casos existentes, pero hasta entonces ignorados porque no se los buscaba. La pesquisa sistemática en los centros de protección materno-infantil sobre la base de características de la habitación permite esta identificación de casos no conocidos. Se puede hablar en este caso de descubrimiento. La segunda consiste en transformar los criterios por los cuales se define la enfermedad, es decir desplazar el cursor entre lo normal y lo patológico. El reconocimiento de un descenso del nivel intelectual y de una frecuencia más alta de conductas inadaptadas en clases, corresponde a una nueva entidad interpretada en otro lenguaje, ya no médico. En este caso se puede hablar de invención. Existe una cierta superposición entre ambas operaciones. Pero es útil diferenciarlas para captar mejor lo que aquí sucede, pero hay muchos otros ejemplos, especialmente hoy en el dominio de las enfermedades genéticas.

Tenemos otra manera de dar sentido a lo patológico, propio de la salud pública.

Pretendiendo reproducir una realidad natural, lo transforma en un objeto nuevo, irreconocible, pero políticamente pertinente: no se trata de cuidar mejor a unos niños, es preciso rehabilitar barrios completos; no se trata de tratar enfermedades neurológicas severas, es preciso prevenir el retardo del aprendizaje y los problemas relacionales. La

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cultura de salud pública, no se manifiesta solamente en su manera de definir la enfermedad, sino también en su forma de tratarlas.

CULTURALIZAR LOS OBJETOS Segunda proposición: la salud pública culturaliza sus objetos. En otros términos,

produce enunciados y actos sobre la cultura de aquellos a quienes se dirige, intentando transformar las representaciones y las prácticas, para permitirles acceder a una existencia mejor o prolongada. Instituye con su público una relación de alteridad. Ella del lado de los saberes, los otros del lado de las creencias, como ha escrito Geoffrey Lloyd. Hacer trabajo de salud pública, es modificar estas últimas para acercarlas a las primeras. Operación más fácil si el otro es socialmente, étnicamente, geográficamente lejano, es decir, si el otro aparece casi naturalmente en su diferencia cultural. El pobre, el inmigrante, el obrero, el joven, la mujer indígena o el campesino africano son los sujetos sometidos, pese a ellos mismos, a este trabajo de culturalización. Esto ocurre en todas las acciones públicas. Probablemente la salud pública, que tiene esta fuerte connotación moral de trabajar por el bien de la humanidad, se encuentra particularmente expuesta.

Retomemos la historia francesa del saturnismo. En Lyon, en 1981, nadie habló

del origen del niño. En París, cuatro años más tarde, se dice que el niño es africano y que vive en un departamento deteriorado. Como los otros cinco casos diagnosticados en los meses que siguen, en el mismo hospital. Al igual que los niños pesquisados en los 90: todos extranjeros, 14% de África del Norte y 85% de África subsahariana. “En Ile de France, la mayoría de los niños son de origen africano y raza negra” indica un equipo de toxicólogos, poco inclinados a insistir sobre este hecho.

La explicación permanece incierta: “El factor étnico es correlacionado con

situaciones económicas desfavorables, incluyendo malas condiciones de habitat, escriben los coordinadores de las primeras encuestas parisinas. Por otro lado, los comportamientos de pica son mas fácilmente tolerados en las familias donde la práctica de geofagia es un factor cultural.” Problema psicopatológico, la pica es una perversión del gusto alimentario que consiste en ingerir sustancias minerales. Constituye de lejos la explicación más corriente para el saturnismo del niño, que se contamina comiendo las cáscaras de pintura de los muros o de la tabiquería. Pero se mezcla aquí un rasgo supuestamente característico de las poblaciones africanas, la geofagia, que en la creencia de los autores, incluye una tolerancia al comportamiento anormal de los niños. El saturnismo sería por tanto consecuencia de prácticas culturales.

En realidad, desde el primer caso, el origen africano de los niños ha intrigado a

los participantes. ¿Cómo dar cuenta de esta sobre representación masiva de africanos del Oeste entre los niños enfermos? Cuando se los interroga por su oficio, muchos padres mencionan su actividad de sanador, que sirve a veces para ocultar la cesantía, algunos profesionales evocan una “enfermedad del hijo del curandero”5 y buscan en la tinta de las tablas coránicas que suponen sirven para esta práctica, la posible fuente de contaminación. Cuando esta posta es rápidamente descartada, se pasan por la criba de las encuestas y en la lista de productos peligrosos, las prácticas y los objetos africanos, antes de hacerles un examen químico: maquillajes para los ojos, cerámica artesanal para

5 NT “maladie des enfants de marabout”

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cocina, pociones tradicionales administradas por los padres. Frente a la incredulidad de los poderes públicos sobre la realidad de la epidemia y de su origen es preciso, explican, eliminar todas las causas posibles.

Cuestión destacable, si se considera que en América del Norte hace más de

medio siglo que las pinturas son consideradas como la principal causa de intoxicación de los niños, y que las mediciones realizadas en las pinturas de la primera encuesta parisina, ya habían mostrado concentraciones elevadas de plomo, y que en Gran Bretaña, son niños de familias procedentes de India, las víctimas mayoritarias de la intoxicación. Sorprende esta negación del rol de las pinturas y el exceso de celo cultural. Entre tanto, se va volviendo difícil negar el rol del habitat deteriorado, pues las pruebas se acumulan. Entonces entra en escena la pica.

¿Por qué si el habitat es la causa, todos los niños son africanos? Si las razones no

son genéticas, serán culturales. Se explora esta nueva vía. Las primeras interpretaciones son de sentido común.: los niños carecen de juguetes y estimulación, y para matar el aburrimiento, pasan el día en la tierra o delante de las ventanas, librados a sí mismos; las madres, poco instruidas y mal informadas, no vigilan a sus hijos ni refrenan sus apetitos desviados. Esta tesis no es nueva, en los años 60 y 70, este discurso reprobador en que la explicación cultural sirve para atenuar los rasgos moralizadores, ya había sido común para explicar el rol de las mujeres negras en lugares pobres, acusadas de no preocuparse adecuadamente de sus hijos.

Los análisis pasan al registro de los expertos con la llegada de los antropólogos

que, como escriben Nadia Reskallah y Alain Epelboin, requeridos para elaborar la encuesta, se lanzan en la búsqueda de “características socioculturales específicas más allá de los factores de riesgo principal, ligados a la sobrepoblación de habitaciones precarias, antiguas y deterioradas”, Descubren una especificidad en las mujeres del oeste africano, en las “normas autóctonas de aceptación de la geofagia” conducentes a “una tolerancia muy particular del espectáculo de un niño chupando un fragmento de revestimiento”. Según el modelo tomado de la etno-psiquiatría, la pica aparece como una variante patológica, no culturalmente conforme, de la geofagia, que es en contraposición, normal y codificada. Consumir sustancias minerales, como kaolin o arcilla, es una práctica cultural común que lleva a las madres oeste-africanas a dejar a sus hijos comer pintura.

Pero, ¿cómo mantener esta interpretación cuando los niños contaminados

pertenecen a familias negras pobres en Estados Unidos y a familias indias o pakistaníes inmigrantes en Gran Bretaña.? Se indignan los médicos que se han movilizado contra la enfermedad. Aunque no niega el papel de las pinturas y la realidad de la pobreza, la explicación cultural evita las consecuencias políticas y oculta las consecuencias. Según un procedimiento clásico, se estigmatiza a la víctima, que es la causa, aunque involuntaria, de su problema. Entonces, se proponen programas de información para educar a las madres, en vez de acciones de rehabilitación de las habitaciones y re localizaciones de las familias.

La historia habría podido ayudar a pensar a estos expertos en alteridad. En los

40, los estudios pioneros conducidos en Baltimore han mostrado que los niños negros, 4 veces menos numerosos, morían 5 veces más que los niños blancos, y que los programas de educación, por bien intencionados que sean, no tuvieron eficacia en las

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poblaciones que conocían de sobra el peligro del plomo, pero no tenían los medios para sustraerse al riesgo. Frente a la pregunta acerca de porqué el saturnismo infantil es tan elevado en los niños africanos hoy en Île-de-France como entre los niños negros de Maryland, debemos buscar más allá del culturalismo, una respuesta.

Un primer elemento es el endurecimiento de las políticas de inmigración. A

partir de 1974, fecha de cese casi pleno de la inmigración del trabajo, y después de 1984, momento de reducción drástica del reagrupamiento familiar, el desplazamiento hacia Francia se vuelve más y más difícil. Las familias africanas que, por razones tanto económicas como políticas, constituyen en ese momento una parte importante de los flujos migratorios, se encuentran en el nivel inferior de la jerarquía socioeconómica. A nivel medio en situación irregular por las nuevas legislaciones, pero sufriendo también por la falta de trabajo, ocupan por su precariedad económica y jurídica, el segmento inferior en el parque inmobiliario.

Entra aquí el segundo hecho a tomar en cuenta. Concierne a las políticas de

habitación. Con las dificultades sociales de los años 70 y 80, el aumento de la cesantía y la precarización del empleo, considerando las prácticas discriminatorias abiertamente expresadas en el mundo del trabajo, afectan sobre todo a las poblaciones extranjeras o de origen extranjero, la habitación social, que ya no cumple el rol de paso hacia el acceso a la propiedad, llega a estar saturada. Para los últimos llegados de la inmigración, la solución de reemplazo es la habitación privada, generalmente la más deteriorada, arrendada a precios que no dejan más alternativa.

Como vemos, estamos lejos del exotismo de la tinta de los curanderos o la

geofagia de las madres.: las políticas restrictivas de inmigración y las políticas selectivas de la habitación social que, confinando a los inmigrantes al parque más vetusto, generan una situación cuasi-experimental de exposición al riesgo de intoxicación por plomo, En estas condiciones, que el saturnismo infantil los afecte en forma masiva frente a otros, es el resultado de una historia esclarecida por la economía política de la inmigración, más que por las consecuencias de rezagos culturales.

Debemos examinar por qué, para patologías tan diferentes y en contextos tan

variados como la tuberculosis en Africa del Sur, estudiada por Randall Packard, Sida en Haití descrito por Paul Farmer o la malnutrición en Brasil analizado por Nancy Scheper_Hughes, la salud pública haya estado tan proclive a buscar del lado de la cultura más que preguntarse por la economía política reconstruida a través de la historia. Se puede ver, en esta repetición de escenarios similares, la permanencia de una forma de culturalismo pragmático que hace de la cultura esencializada una interpretación cómoda de la realidad a la cual se confronta. Esta lectura no resume todos los enfoques de la cultura por la salud pública, pero se trata de una figura dominante. LA SALUD PÚBLICA COMO POLITICA

En resumen, la salud pública se presenta generalmente como un conocimiento

orientado hacia la acción, una experticia al servicio de la decisión. La materia que nutre este conocimiento y esta experticia es dada como un hecho de naturaleza que se trata simplemente de hacerlo legible por estadísticas, determinantes y factores de riesgo. Los supuestos beneficiarios de la acción y de la decisión se suponen pertenecen al mundo de la cultura que es preciso transformar en nombre de su bienestar. Esta separación entre

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dos mundos, subjetivos y objetivos, natural y cultural, más allá de sus variantes y diferencias. Al considerarla, restituimos la tensión entre hechos materiales, enfermedades, sufrimientos, contaminaciones y operaciones sociales, elaboración de tasas, búsqueda de causas, pues en marcha de programas, es decir, retomando la distinción inicial de esta parte, entre lo que nos enseña la lectura realista y lo que nos da el enfoque constructivista.

El saturnismo infantil es una intoxicación por plomo que afecta los niños, en la

mayoría de las familias inmigrantes africanas, que viven en habitaciones insalubres. Pero esto podemos describirlo, según el umbral que fijemos, en término de daño neurológico significativo o disminución estadísticamente significativa del CI, y según la perspectiva que adoptemos, como una afección de origen cultural o como el producto de políticas de inmigración y residencia.

Estas elecciones tienen consecuencia sobre la manera de responder al problema

sanitario. Elección de un umbral: mientras más bajemos la norma, la estimación de casos será mayor y la movilización de recursos parecerá justificada; ciertas ciudades se han evaluado, y si el límite es fijado en 15 µg/dL ( como en la norma francesa) o en 10 µg/dL ( como es la recomendación internacional), pasamos de unas pocas habitaciones a reparar, a muchos departamentos a renovar. Elegir una interpretación: un problema conductual, la enfermedad nos lleva a acciones educativas, mientras que, como consecuencia de diferencias sociales, señala medidas estructurales; frente a los graves problemas de saturnismo infantil ciertos municipios se han conformado con enviar mediante sus servicios de higiene, una carta a los padres pidiendo a la madre de los niños intoxicados, cortar sus uñas, para que no puedan arañar los muros y lavar cotidianamente sus pisos con un trapo húmedo para evitar que vuelen los polvos; hoy, en estas comunas, se comienza por fin a relocalizar las familias.

La salud pública es esta actividad cultural por la cual un hecho biológico – la

intoxicación por plomo de los niños- es construida como hecho social. Una epidemia de saturnismo infantil. Con su cifras e imágenes, sus características económicas, sus modelos etiológicos y sus respuestas prácticas. Pero también es, de manera simétrica, esta actividad cultural por la cual un hecho social- la precarización económica y jurídica de las familias inmigrantes y su marginalización en los segmentos más insalubres de las habitaciones- puede ser leído como un hecho biológico. A saber, una enfermedad de la cual se reconstituye su trama para combatirla. Es decir, es también política.

Tomando el análisis socio histórico para situarse en el punto de vista de lo que

puede ser una política de salud pública, puede tener tres consecuencias del relato del descubrimiento y la invención del saturnismo infantil.

De partida, si admitimos que la salud pública, como práctica es socialmente

construida a través del trabajo de objetos, instrumentos y actores, esto es ya una incitación a la acción. Hemos visto como los artesanos militantes, poco formados pero atrevidos y comprometidos, se han movilizado, mas enérgica y eficazmente que lo que lo hicieron los segmentos legitimados de la salud pública y administrativa. Más bien, es porque algunos venidos del mundo hospitalario, de colectivos locales, y de asociaciones humanitarias o aún de sectores no médicos, como el trabajo social o la animación urbana, han hecho del saturnismo infantil una causa –su causa- que la salud pública francesa ha podido reconocer la existencia del problema, medir la gravedad,

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comprender los mecanismos y finalmente darse el 19 de julio de 1998, una reglamentación para combatirla. Aunque debemos temperar este optimismo a la vista de las realizaciones efectivas. Fuerza es considerar que estamos lejos de la aplicación de la ley. Tras dos años de aprobada la ley sobre prevención del saturnismo infantil, menos de un uno por ciento de las personas expuestas han sido localizadas o beneficiadas de una rehabilitación de su habitación.

Si aceptamos que la salud pública, como situación, es también producida

socialmente por las condiciones de existencia y los modos de vida, por el ambiente doméstico y el medio de trabajo, y de manera más global, por los grandes procesos que estructuran nuestras sociedades, entonces la dirección de intervención resulta claramente indicada. Se trata de hacer la lucha contra las desigualdades sociales, como prioridad y como grilla de lectura e instrumento de evaluación de la acción pública, y más específicamente, de la salud pública. ¿Cómo reducir las desigualdades? Esta debería ser la pregunta acuciante de toda política social o sanitaria, en lugar de:¿cómo mejorar un estado medio de salud? Estamos lejos de eso. La ley de salud pública del 9 de agosto de 2004, la primera tras un siglo, no considera esta propuesta, Mientras que la reducción de las desigualdades de salud es uno de los nueve principios generales anunciados, su articulación en los cien objetivos es casi inexistente. Los instrumentos para evaluar la eficacia de las acciones al respecto no existen y el ministerio de salud ha rechazado una propuesta parlamentaria, que incluía la consideración de los factores de desigualdad en salud y prefiere una formulación que se limita a las actividades de cuidado, prevención y promoción de la salud. O, como se ha visto con el saturnismo infantil, una lucha eficaz contra esta enfermedad particularmente desigual debería movilizar también a otros sectores, más allá de salud.

En fin, la dimensión política de la salud pública se puede entender en un sentido

más vasto. Detengámonos un poco. Para que el Estado se comience a preocupar por las condiciones a menudo sórdidas de las habitaciones populares, las más precarias en las habitaciones vetustas de las grandes ciudades y de sus barrios, ha sido necesario que los niños estén gravemente intoxicados y más aún, que sus casos sean objeto de publicidad, y toda la acción de las organizaciones humanitarias (no olvidemos que los dos ministros que han llevado el proyecto de ley, apoyados por las mayorías parlamentarias diferentes, son fundadores de Médicos sin Fronteras). Lo que el atentado a la dignidad humana no había provocado, se ha obtenido mediante el argumento sanitario y a veces el llamado a la compasión. Otros ejemplos pueden dar cuenta de esta evolución moral: para hacer aceptable los cuidados a los heroinómanos, se ha debido mostrar, que ellos no eran marginales peligrosos para otros y sujetos de una acción policial, sino seres psicológicamente sufrientes, con riesgo de infecciones, y necesitados de medidas médicas; para regularizar los extranjeros, cada vez más se invoca una enfermedad grave que tiene resultado, cuando todas las otras vías de recurso se han cerrado.

A menudo hoy, el cuerpo ha devenido el último recurso por el cual se justifica

una acción pública, basándola en la generosidad con los más débiles y dominados. Se tiende a definir lo que Adriana Petryna llama una “ciudadanía biológica” por la cual las personas mas precarizadas encuentran un lugar en la ciudad por la enfermedad – y aún, me atrevo a decirlo, gracias a ella. La salud pública ocupa un lugar creciente en la acción pública, todos apelan a ella para hacer valer prerrogativas, y de una manera general, que la consideración de los trastornos del cuerpo se ha vuelto más presentes en nuestras vidas, en alguna medida puede ser motivo de satisfacción. Pero debemos

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preguntarnos sobre el significado y las implicaciones del contrato social que vincula a los miembros de nuestra sociedad, como una tendencia creciente a legitimar por el sufrimiento o la enfermedad, los derechos que debemos reconocer a los más precarios o vulnerables. Ante esta cuestión ética y política, los actores presentes y futuros de la salud pública no pueden permanecer indiferentes.