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El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

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EL HIJO DEL ENTERRADOR

José Luis Romero

1.ª edición: julio, 2013

© José Luis Romero, 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

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Depósito Legal: B. 15.099-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-398-3

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el

ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los

titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o

procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la

distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Quiero dar las gracias a Jordi Guardiola, cuyas magníficas historias en los

momentos del café me animaron y me inspiraron para escribir este libro, también por su

perseverancia para que la novela no perdiera realidad histórica. Gracias a mi familia

por la paciencia infinita que ha tenido conmigo (de hecho aún sigo en casa). Y a Eva

Nart, por su impagable favor con el texto. Finalmente doy las gracias también a mi

editora, Lucía Luengo, sin cuya ayuda este libro no hubiese visto la luz.

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Basado en una historia real

NOTA DEL AUTOR

Prólogo

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Basado en una historia real

NOTA DEL AUTOR

El Asilo del Port, ubicado entre el puerto y la falda de la Montaña de Montjuich,

era una institución que formaba parte de la red de Beneficencia infantil de Barcelona

donde iban a parar niños huérfanos o delicados de salud, cuyas familias no podían

procurarles las atenciones necesarias. El hijo del enterrador es una parte de la historia del

Asilo contada a través de la mirada de Jorge, un niño de ocho años enfermizo y débil, que

traba una amistad fraternal con otros dos chicos del internado: Eloy y Ricardo. Eloy es

otro niño de su edad, torturado a causa de su maldita pierna atrofiada a la que culpa de

todos sus males y desgracias; Ricardo es tan solo algo mayor que ellos, aunque a causa de

su desarrollo tiene la corpulencia de un adulto. Ricardo tiene buen corazón, pero también

es muy bruto y a causa de eso todos le temen y le conocen por Animal.

De la mano de nuestros protagonistas el lector será testigo de la rivalidad, abuso y

maltrato de los más grandes y fuertes hacia los más pequeños, y del apuro de los tres

chicos para escapar a toda esas dificultades. El hijo del enterrador es una historia dura

pero a la vez cordial que nos mostrará la cara menos amable de la relación de los chicos

con las severas Esclavas del Corazón de María, orden religiosa que tutelaba el Asilo con

una férrea disciplina. Se trata de una cruda historia de niños y de sus familias con la que

recorremos algunas postales de la Barcelona de la década de los cincuenta, años de

severas dificultades para las clases trabajadoras y más desfavorecidas, para las que no era

fácil sobrevivir en aquella ciudad.

Esta novela cuenta una historia real vivida por Jordi Guardiola Dumé, que a

finales de la década de los cincuenta sobrevivió a su internamiento en el Asilo del Port

durante tres años. Jordi es hoy un hombre de sesenta y dos años que no ha podido

arrinconar aquel aciago periodo de su vida, ni ha querido enterrar el recuerdo de esa

especie de familia que formaron los tres niños, quienes al igual que tres hermanos, se

confabularon cuando hizo falta, se consolaron en los momentos de desesperanza,

aprendieron juntos a reírse de ellos mismos y a ser felices pese a tenerlo todo en contra.

Jordi Guardiola jamás olvidará a ninguno de sus amigos, ni la complicidad que

nació entre ellos en aquellos tiempos de desgracias. En su corazón alberga dos grandes

recuerdos: la nefasta relación con la religión, tal como la entendió en aquella época y el

trágico final de uno de ellos. Sus recuerdos novelados conforman esta historia.

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Prólogo

La madre Gema asomó a primera hora de la mañana en la enfermería del Asilo. El

sol comenzaba a penetrar por las ventanas y su hábito resplandecía con vivos destellos

celestes. Caminó de puntillas por el pasillo hasta detenerse junto al camastro y observó al

niño dormir durante unos instantes. Luego puso la mano suavemente sobre su frente. El

chico abrió los ojos con un sobresalto.

—¿Qué pasa?

—Buenas noticias Jorge, casi no tienes fiebre. Pero tienes que asearte y ponerte

esta ropa que te he traído.

El niño levantó la cabeza y observó la ropa limpia de los domingos que había a

los pies de la cama. Luego miró a su alrededor, los demás chicos dormían aún.

—¿Qué sucede? ¿Es que hoy es domingo otra vez?

La madre Gema se sonrió.

—No, claro que no chiquillo. Solo hay un domingo por semana. Tienes que

levantarte porque alguien muy especial ha venido a verte. Así que lávate la cara, péinate

bien y vístete. Rápido.

—¿Es que me van a adoptar? –preguntó tristemente.

—Tú ya tienes una madre y nadie te va a adoptar.

—Pero… ¿entonces?

—¡Diablos Jorge! –Bramó la madre Gema, para a continuación santiguarse presa

de un inmediato arrepentimiento por la ignominiosa palabra que acababan de pronunciar

sus labios—. ¿Quieres no rechistar y hacer de una vez lo que te digo?

Jorge saltó de la cama en calzones y camiseta de tirantes, se metió en un

pantaloncillo corto, se colocó una camisola abrochándose hasta el último botón, unos

calcetines blancos que le llegaban hasta las rodillas y se calzó las sandalias. Luego se

puso una chaquetita de lana y se la abrochó de arriba abajo.

—¿Tengo que lavarme la cara?

—Sí –insistió ella.

—Pero es que el agua está muy fría.

—Ya lo sé, pero hoy tienes que estar muy guapo.

El niño se dirigió a regañadientes al lavabo. Pasó junto al catre de Eloy, que

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dormía profundamente, y desapareció tras la puerta de los aseos. Repentinamente a eso,

Eloy abrió los ojos sin moverse lo más mínimo y contempló fijamente la pintura del

techo. Sentía su cuerpo arder como por el fuego y había tenido terribles dolores de cabeza

durante toda la noche. La luz que penetraba por las ventanas se clavaba como cuchillas en

sus retinas y cerró los ojos. Al momento volvió a quedarse nuevamente dormido.

Paralelamente a esa situación que se producía en la enfermería, en el dormitorio

principal del Asilo, donde más de un centenar de niños dormían, la madre Espíritu Santo

entró como un huracán vara en mano, y recorrió de una punta a la otra el pasillo que

dividía la habitación en dos hileras de camastros, gruñendo y sacudiendo la vara contra

los barrotes de las camas.

La monja era seca como un palo y tenía una cara angulosa y arrugada, en sus ojos

siempre una expresión cansada y violenta a la vez. Su envoltura negra le confería aspecto

de aparición siniestra. Al igual que todas las demás monjas, excepción hecha de las que

se ocupaban de la enfermería, la madre Espíritu Santo vestía completamente de negro,

con una pechera que subía hasta el mentón y una túnica de sarga y manga ancha. Cubría

su cabeza un velo de lana, también oscuro y una toca blanca que bajaba hasta el ceño.

Detrás de la madre Espíritu Santo entró la madre Cecilia.

—Buenos días, hermanas –las saludó la madre Teodora, que se ocupaba de la

enfermería y que estaba en el dormitorio porque Mosi, el vigilante nocturno, la había

avisado de que algún chico no había parado de toser en toda la noche.

—¿Buenos días? Si estos son buenos días que baje Dios y lo vea –gruñó con su

áspera voz la madre Espíritu Santo desde el extremo opuesto del pasillo. También

llegaron los azotes de su vara y los gemidos de los chicos—. ¿Cada día lo mismo? Tú,

marrano, ¿cuántas veces tengo que repetirte que hay que dormir de lado y tapado con la

manta? No quiero tiendas de campaña —soltó un par de azotes y se oyeron gritos de

dolor. Un chico comenzó a lloriquear—. Los niños no lloran –rezongó la monja—.

¡Venga holgazanes! Son las siete de la mañana y aún estáis en la cama.

La madre Cecilia, por su parte, comenzó a arrancar las sábanas a los muchachos

dejándolos al descubierto. Aquella entrada matinal de la madre Espíritu Santo y la madre

Cecilia aturdió a la madre Teodora.

—Arriba niños, que a quien madruga Dios le ayuda –se sumó ella, animando a

los chicos a saltar de la cama.

La madre Espíritu Santo pasó al lado de ella como un huracán devastador.

—Hermana Teodora –la reprendió—. ¿Cuándo se dará cuenta de que estos chicos

son unos ingratos? Demasiado hacemos por ellos sirviéndoles de comer y lavando sus

ropas. ¿O es que cree que algún día nos agradecerán lo que hacemos por ellos?

Pero una fuerza inquebrantable palpitaba en lo más profundo del corazón de la

madre Teodora.

—Hermana Espíritu Santo, buscando el bien de nuestros semejantes

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encontraremos el nuestro propio.

Pero la madre Espíritu Santo siempre tenía una respuesta seca preparada.

—Eso no son más que palabrerías necias –renegó enojada.

En la enfermería unos tímidos pasos se acercaron por el pasillo. La madre Gema

se volvió y una mano fría y húmeda se agarró al instante a la suya. Palpó las mejillas de

Jorge, estaban húmedas pero las notó aún algo calientes. Luego pasó una mano por sus

cabellos, cortos y tiesos como un cepillo de púas.

—¿Ya estás?

—Ya estoy —dijo el chico.

Otra monja, la madre Regina, asomó casualmente en ese momento en la

enfermería y se sorprendió al ver a Jorge en pie.

—¿Qué hace levantado tan pronto este mocoso enfermizo? –dijo con el ceño

completamente fruncido.

—Tiene una visita –respondió la madre Gema mientras lo rodeaba con un abrazo

protector.

—¿Hoy? –se extrañó—. Hoy no es día de visitas.

El chico contempló con el mismo terror de siempre las profundas arrugas de la

madre Regina, tan vieja como la madre Espíritu Santo, la madre Cecilia y la madre

Remedios. Tan horrible como casi todas. Pero la voz de la madre Gema lo tranquilizó.

—Estás muy guapo, Jorge –dijo pasando una mano por sus cabellos—. Vámonos.

—¿Adónde?

—Calla y haz lo que te digo.

La madre Gema dio un tirón de su mano y lo arrastró consigo. Pasaron ante la

cama de Eloy, que seguía durmiendo o al menos eso parecía, y Jorge aflojó el paso. Se

volvió hacia él con impotencia, como si presagiara algo.

—No tenemos tiempo que perder –dijo la madre Gema llevándoselo.

Cuando salieron, Eloy abrió de repente los ojos y unas pequeñas lagrimillas

comenzaron a rodar por sus mejillas. En lo más profundo de su corazón temía algo,

aunque no sabía muy bien qué. Quizá temía que Jorge se marchara para no volver. Cerró

nuevamente los ojos y sus labios temblaron.

Jorge y la madre Gema bajaron hasta el patio de cemento de la enfermería,

atravesaron una pequeña verja y salieron a otro patio de tierra gigantesco. Cruzaron ante

los solitarios y viejos columpios de hierro dejando a un lado el comedor, las aulas y el

campanario. Atrás quedó también el perpetuo olor a sopa de ajo que lo impregnaba todo.

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Finalmente accedieron al edificio de Dirección.

—¿Vamos a ver al señor Asís?

—No. Bueno, sí.

—¿Y qué venimos a hacer?

—No seas impaciente Jorge. Todo a su momento.

En el primer piso les aguardaba el señor Juan, el vigilante. Jorge le echó una

tímida mirada. El señor Juan llevaba puesto el viejo abrigo de siempre y sus albarcas de

siempre.

—Buenos días –les saludó el señor Juan. Se acercó hasta Jorge, sonriendo, y le

dio un buen pescozón—. ¿Y tú qué, estás preparado?

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué?

El señor Juan miró a la madre Gema sacudiendo la cabeza, luego miró a Jorge y

se echó a reír. Jorge agachó la cabeza porque sin saber muy bien el motivo se sintió

avergonzado.

—Juan, deje tranquilo al muchacho. ¿Quieres sentarte en el banco, Jorge?

—Vale.

Jorge se sentó en el banco, cabizbajo y preguntándose qué demonios hacía allí.

Sobre él había un inmenso retrato del señor director Asís, posando majestuoso, y a su

derecha, un viejo reloj de pared fuera de hora con el cristal roto. Una gran alfombra

cubría el suelo de madera. Por la ventana podía ver la cercana montaña de Montjuich y el

cementerio, un paisaje que no podía contemplar desde las ventanas del dormitorio, que

daban al paseo de la Zona Franca.

La voz ronca y pesada del señor Asís traspasaba la puerta de su despacho. Jorge

aguzó el oído, escuchó que el director tenía entablada una discusión con alguien y que se

reiteraba en sus negativas una y otra vez. <<No y no. Eso no va a ser posible, hay que

cumplir unos trámites y eso nos llevará unos días>>. Jorge dedujo que el director no

lograba convencer a otra persona de lo que fuera que estaban discutiendo.

Juan, el vigilante, se había colocado a un lado de la puerta del director y

contemplaba quedamente al chico. Jorge mantenía la mirada fija en la punta de sus pies,

que jugueteaban con el pelillo de la alfombra. Mientras tanto, la madre Gema tenía todos

sus sentidos puestos en las voces que llegaban a través de la puerta.

—Madre ¿es que aún no le ha explicado nada al chico? –le preguntó de repente el

señor Juan.

La madre Gema intercambió una mirada con el hombre y luego observó al chico.

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—¿Qué es lo que me tiene que decir, madre? –preguntó el niño sorprendido.

La religiosa se sonrojó un poco. Luego se sentó junto al niño y suspiró

profundamente.

—Verás, ahí dentro hay una persona que ha venido a verte.

—Pero si hoy no es domingo de visita –insistió Jorge—. ¿Por qué han venido a

verme un día que no es domingo de visita?

—Ya sé que hoy no es día de visitas, Jorge. Pero esa persona que te digo está

hablando con el director de algo muy importante para ti.

Jorge abrió mucho los ojos.

—¿De qué?

—En cuanto se abra esa puerta lo sabrás.

El señor Juan escuchaba divertido aquella charada. Se había recostado contra la

pared y los observaba con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. De repente, en

el interior del despachó se oyó arrastrar una silla, unos pasos y al momento el señor

director abría la puerta. El señor Juan recobró la compostura seria que se esperaba de un

vigilante y se estiró el abrigo. La sorpresa puso en pie a Jorge, que se sintió

extraordinariamente aturdido.

—¡Mamá! –balbució confuso—. ¿Qué haces aquí?

Y escuchó las palabras que llevaba mucho tiempo esperando oír.

—Prepárate Jordi. Nos vamos.

Al sentir aquellas palabras su corazón dio un vuelco.

—¿Nos vamos?

—Sí, nos vamos.

—¿Adónde?

—A casa.

Jorge parpadeó desconcertado y su corazón se aceleró aún más.

—¿Pero nos vamos para siempre? –preguntó observando alternativamente el

rostro del señor director y el del señor Juan, por si le estuvieran gastando una broma

pesada. El señor Asís mantenía un semblante serio y sombrío, mientras que el vigilante

mantenía una pose de fingido misterio.

—Sí, nos vamos para siempre.

Jorge pensó enseguida en todo lo que tendría que llevarse, pero el recuento acabó

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rápido: allí no tenía más que lo que llevaba puesto.

—Señora María –insistió el señor director—, le repito que el chico está en la

enfermería y que aún no se ha recuperado. No se lo puede llevar así como así.

—Me da igual. Yo lo llevaré a un médico y acabará de curarse en casa.

María era muy consciente de que las cosas ahora irían mejor. Ella había

comenzado a trabajar en la fábrica de confección de piel en la que tiempo antes había

entrado su hija Montserrat, y la boda de Montse con Manuel era inminente. La pareja

vivirían en casa con ella y con tres sueldos, aunque precarios, Jorge podía volver a casa.

El chico dio un grito de alegría al oír aquellas palabras de mamá y corrió a sus

brazos. María lanzó un lamento y se deshizo en sollozos. Algunas lágrimas corrieron

también por las mejillas de la madre Gema.

El señor director meneó la cabeza con desconcierto.

—Ni que aquí maltratáramos a los chicos –dijo con fastidio—. Juan,

acompáñelos hasta la salida de atrás.

El vigilante se encogió de hombros, abrió una puerta y pidió que le siguieran,

pero María se negó en rotundo.

—No, por la carretera del Port, no. De ninguna manera saldremos por la carretera

del Port.

La madre Gema se puso en pie y juntó las manos sobre su pecho. El señor Juan

miró al director esperando sus instrucciones. El señor Asís volvió a menear la cabeza.

—Está bien, Juan. Que salgan por la puerta principal. Acompáñelos hasta la

puerta del paseo de la Zona Franca, pero asegúrese bien de que se van.

El vigilante les indicó que le siguieran escaleras abajo, pero antes de poner un pie

sobre el primer peldaño Jorge se volvió y contempló a la madre Gema, que le observaba

con expresión de serenidad.

—Jorge, cuida mucho de tu madre.

El chico titubeó unos instantes.

María dio una palmadita sobre el hombro del chico. Jorge corrió hasta la madre

Gema y se abrazó fuertemente a su cintura. No pudo decir nada, la angustia tenía

paralizada su habla. Segundos después la madre Gema frotó los cabellos del chico.

—Anda, ve con tu madre.

Jorge regresó con su madre y descendieron las escaleras cogidos de la mano. El

señor Asís contempló molesto la escena.

—Con todo lo que hacemos por estos chicos...

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Acto seguido se metió en el despacho y cerró de un portazo.

Un autobús de dos pisos paraba minutos después en el paseo de la Zona Franca,

justo ante la puerta principal del Asilo del Port. El conductor llevaba guantes y bufanda y

su aliento era como un chorro de vapor. Jorge y su madre subieron al segundo piso. El

chico corrió hasta la última fila de asientos, desempañó un cristal con la mano y pegó la

nariz a él. El autobús arrancó y comenzó a alejarse con un enérgico traqueteo. La

montaña de Montjuich, copada por la bruma, se esbozó tras el edificio del Asilo. Al fondo

también quedó el sombrío cementerio. De pronto apareció alguien en la puerta del Asilo

agitando la mano enérgicamente. Reconoció a Eloy. ¿Cómo habría podido llegar hasta

allí, tan enfermo como estaba?

Sin despegar la nariz del cristal, que comenzaba a empañarse con su aliento y con

sus lágrimas, Jorge también levantó una mano. Y no supo bien por qué, pero en lugar de

sentir una inmensa alegría por marcharse de allí, como llevaba tanto tiempo deseando,

sintió una tristeza y un desasosiego infinitos. Se refugió entre los brazos de María y

comenzó a llorar desconsoladamente.

1

Jorge despertó una mañana y escuchó desde su habitación las voces de mamá,

Isabel y la de un señor que nunca antes había oído, que hablaban reunidos en la sala. Por

el rechinar del mimbre, el desconocido debía estar sentado en la mecedora de papá, donde

nadie se había sentado desde que había muerto. El chico llevaba un buen rato despierto en

la habitación oyendo el rumor de las voces, y aunque no había podido deducir de qué

hablaban, intuyó que ocurría algo. Su mundo eran aquellas paredes y nada podía

escapársele en aquellos escasos treinta metros cuadrados.

Vivían en el barrio viejo, el piso tenía tres habitaciones y una sala que hacían

servir de alcoba y de comedor. De todas las habitaciones solamente había una que daba a

un patio de luces, esa era la de Jorge, que como casi siempre, estaba otra vez enfermo.

Las otras habitaciones no tenían ventilación y solamente disponían de un pequeño

tragaluz que daba al pasillo, por donde también se colaba el aire. Después había una

cocina, pequeña y desprovista de lujos, un comedor que debido a sus escasas dimensiones

siempre se hizo servir de recibidor, y un ridículo aseo. La mitad del aseo lo ocupaba un

asiento de albañilería cubierto por una tabla perforada. La medida del agujero era la justa

para que cupieran las nalgas de un adulto, aunque a la vez, algo excesivamente grande

para las de Jorge, que siempre que tenía la necesidad de utilizarlo se veía envuelto en un

aprieto para no caerse por el agujero. Una madera colocada a modo de tapa impedía que

los malos olores se repartiesen por toda la casa.

El sol estaba reñido con los inquilinos y solo bañaba ligeramente el balcón de la

sala—alcoba, aunque en verano dejaba fe de su existencia pasando también por la

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habitación de Jorge, de siete a siete y media de la mañana.

Desde su nacimiento, el chico había padecido probablemente todas las

enfermedades que podía tener un niño, lo que le imponía estar largas temporadas en casa.

Y aunque había asistido al colegio, las constantes ausencias apenas le habían dejado

tiempo para aprender nada.

—Què passa mama? –preguntó el niño extrañado al encontrar gente en casa.

María se acercó a él y pasó la mano acariciando delicadamente sus cabellos.

Jorge se fijó en ese momento en su vestido negro. María no había dejado de llevar luto ni

un solo día desde que papá había muerto un año atrás.

—Jordi, recordes que el doctor va dir que el millor perquè et posessis bo, seria

trobar un lloc fora de la ciutat on viure?

—Sí, és que anem a mudar—nos?

María se agachó frente a él y Jorge se fijó en sus ojos, en lugar de aquella bonita

mirada iluminada de siempre, chocó con una mirada ensombrecida. Entonces mamá le

sonrió, desde la muerte de papá había visto sonreír a mamá en contadas ocasiones.

—No, amor meu, no anem a mudar—nos. Aniràs a un col·legi nou —dijo

conteniendo las lágrimas que comenzaban a formarse en sus ojos.

Aunque era cierto que a causa de su precaria salud los médicos la habían

aconsejado llevar al niño fuera de la ciudad, también lo era que con el sueldo de Montse,

que había comenzado a trabajar como cosedora en una fábrica de confección de piel y lo

poco que ella ganaba cosiendo en casa o lavando ropa para el vecindario, no llegaba para

vivir los tres. Papá había muerto y como las empresas donde había trabajado no le habían

dado de alta en la Seguridad Social, María no cobraba ninguna pensión. Por eso el

internado del Port se planteaba como la mejor opción.

Jorge rumiaba las palabras de mamá sin convencerse.

—Però a mi m’agrada Els Àngels...

—Este colegio también te gustará. ¿Verdad Isabel? –María había cambiado al

castellano de forma automática. En la familia solamente empleaban el catalán en la

intimidad del hogar o con personas que lo hablaran habitualmente, que no era el caso ni

de Isabel ni de Guillermo. Hizo una señal convenida a Jorge para que hiciera lo mismo.

—Claro –asintió la vecina—. Además harás nuevos amigos.

—No quiero tener nuevos amigos ni ir a ese colegio.

—No digas tonterías, Jordi. Nos ha costado mucho conseguir una plaza –dijo

mamá.

—¿Cómo se llama ese colegio?

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—Colegio del Port.

—No me gusta el nombre. Seguro que el colegio tampoco me gusta.

María sacudió la cabeza.

—Ya verás como sí. El Port es un colegio de monjas –dijo tiernamente.

Jorge frunció el ceño.

—Pero las monjas me obligarán a rezar y yo odio rezar. Quina merda!

—Jordi, no digas palabrotas –le riñó Isabel—. Un chico tan guapo como tú no

tiene que decir esas palabrotas.

El señor desconocido soltó una carcajada ante la reacción del chico.

—Jordi –intervino por primera vez—. Si no quieres rezar no tendrás por qué

hacerlo. Solo tienes que mover los labios y hacer como que rezas.

Jorge escuchó al extraño con desconfianza.

—Mama, qui es aquest senyor?

El desconocido volvió a soltar una carcajada ante la curiosidad del chico.

—És Guillermo, un amic de la família. Ens portarà en taxi.

De pronto los ojos de Jorge se iluminaron.

—¿Voy a subirme en un taxi? Nunca me he subido en un taxi. ¿Podré sentarme

delante?

—Claro –dijo Guillermo—. Además se trata de un SEAT 1400, el primer modelo

que ha fabricado la SEAT.

—¿Y la vuelta también podré sentarme delante?

Guillermo cruzó una mirada sombría con María.

—Escúchame Jordi, tendrás que quedarte a dormir allí –dijo mamá.

—¿Por qué?

—Porque en el colegio del Port todo el mundo duerme allí.

Jorge se mordió el labio inferior y seguidamente preguntó:

—¿Es un internado? –María movió afirmativamente la cabeza—. ¿Cuántos días

tendré que quedarme allí?

—Ahora no tienes que preocuparte por eso porque iré a verte muy a menudo.

Venga, desayuna y vístete.

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Jorge se sentó delante, atrás viajaban Isabel y María. Era la primera vez que se

subía a un taxi y contagió con su emoción a María, aunque en su interior, mamá rebosaba

tristeza y congoja. Guillermo arrancó con el SEAT 1400 desde la calle San Gil, una calle

estrecha de porterías estrechas del barrio viejo, y tomó la ronda San Antonio. Las calles

hervían de vida y Jorge se entusiasmó al ver pasar los autobuses con aquellos anuncios de

la Coca—Cola de colores tan vivos. Lo buena que debía estar la Coca—Cola. Con una

economía familiar menguada tras la muerte de papá y las deudas que había dejado, Jorge

nunca la había probado.

Guillermo tomó la ronda San Antonio y el chico se hipnotizó con el vaivén de los

tranvías, que advertían de su paso con persistentes timbrazos. Observó que mucha gente

subía y bajaba de ellos en marcha, ignorando el peligro que suponía saltar sobre las

propias vías o al paso de otro tranvía. Los carromatos también atrajeron su curiosidad,

tirados por aquellos asombrosos caballos que trotaban sobre el empedrado haciendo

resonar sus cascos. Recordó que una vez vio un accidente, un tranvía que topó con uno de

aquellos carromatos y mató al caballo. Se armó un lío tan tremendo que la policía tuvo

que poner orden.

La lenta marcha del taxi también le permitió pasear la mirada por los bulliciosos

comercios de la ronda San Antonio. Las aceras constituían un colorido escaparate donde

se exponía una variopinta oferta de productos. Las fruterías exhibían su reclamo en cajas

y cajas rebosantes de frutas y verduras; las pastelerías exponían sus tentadores postres en

los aparadores; los bares, sus terrazas abarrotadas de clientes y los vendedores de

periódicos vociferando la noticia del día por todas partes. Las librerías exponían junto a

la puerta de los comercios tenderetes cargados con montañas de libros. También observó

un estanco, una tienda de lámparas y otra que vendía cortinas y alfombras. Había una

cola enorme de gente en una administración de lotería para comprar la Lotería de la

suerte, como anunciaban los carteles.

Guillermo tomó una avenida donde la gente, los carromatos y los trolebuses

campaban a sus anchas por todas partes. El pavimento de la avenida era de adoquines y

los raíles de los tranvías surcaban toda la calle. Los edificios eran monumentales. Jorge

divisó dos chimeneas gigantescas y humeantes.

—Quin carrer és aquest? –preguntó.

—En castellano, Jordi, que estamos en la calle.

—Però si aquí no ens sent cap estrany...

—Aunque no haya extraños. En castellano, te he dicho.

Guillermo carraspeó con el propósito de intervenir.

—Estamos en la avenida del Marqués del Duero –explicó templadamente

señalando hacia un extremo de la calle—. ¿Ves a aquel hombre, el que está subido a la

escalera?

—Sí. ¿Qué hace?

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—Está cambiando las bombillas fundidas de las farolas.

—Entonces es un farolero.

—Sí. Yo antes era farolero.

—¿Sí? ¿Y por qué lo dejaste?

—Porque es más divertido conducir un taxi. ¿Sabes que el farolero enciende y

apaga las farolas una a una? –Jorge contempló con curiosidad a Guillermo, como si

reflexionara en aquella observación. Luego volvió a observar al farolero trabajando—.

Las farolas dan empleo a mucha gente. Es una verdadera lástima que los faroleros vayan

a quedarse sin trabajo dentro muy pocos años.

—¿Por qué?

—Por el progreso, Jordi. Porque en un futuro las farolas tendrán unos controles

que encenderán y apagarán el alumbrado de las calles de manera automática. Y entonces

ya no harán falta faroleros.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque he visto cómo pasaba en Alemania.

Jorge reflexionó sobre aquel último apunte.

—¿Cómo es Alemania?

Guillermo se sonrió.

—Un país donde hace demasiado frío y donde la gente es demasiado seria. Quizá

porque también se trabaja demasiado duro.

Jorge pegó la nariz a ventanilla y expulsó un chorro de aliento que empañó el

cristal. Dibujó un garabato con el dedo y se entretuvo observando con melancolía las

farolas.

—¿Y entonces qué harán los faroleros? –preguntó de pronto.

—Tendrán que dedicarse a otra cosa, como hicieron en Alemania.

Mamá apretaba la mano de Isabel mientras retenía en su memoria cada palabra y

cada gesto de su hijo.

Pasaron frente a la calle Poeta Cabañas, que quedó a la derecha. Dos hombres

con capas de toreo practicaban lances en plena calle mientras un tercero, que sostenía

unas astas trabajadas en madera, les envestía una y otra vez imitando con torpeza las

acometidas de un toro.

—Quizá los faroleros puedan dedicarse a torear –dijo Jorge.

Guillermo lo contempló con el rabillo del ojo, sonriéndose. Luego miró a través

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del espejo interior. Contempló el rostro de María, constreñido por el dolor.

El primer paseo de Jorge perduraría en su memoria para el resto de los días,

también en el corazón de mamá, que viajó enmudecida y con la mano de Isabel aferrada

todo el tiempo a la suya.

Atravesaron la montaña de Montjuich por polvorientos caminos de tierra. Al

culminar un pequeño collado pasaron junto a un maloliente vertedero y tuvieron que

cerrar las ventanillas para poder respirar. Un repelente hedor cargaba el aire. Poco más

adelante Jorge observó unas barracas construidas con maderos y piedras a uno y otro lado

del camino. La gente que había allí los observaba con una cierta indiferencia, menos los

niños, que los recibieron corriendo como locos detrás del coche. Observó que la mayoría

de aquellos chicos iban descalzos, vestidos a base de harapos y que eran de piel muy

morena.

—¿Qué sitio es este?

Mamá apretó los labios y puso una mano sobre su hombro.

—No lo sé, cariño. Guillermo, ¿dónde estamos?

El hombre carraspeó.

—Esto son las barracas de Can Valero. Lo cierto es que todo Montjuich está lleno

de barracas.

—Qué gente tan rara –dijo Jorge contemplando la carrera de los chicos a través

del cristal.

—Son gente muy pobre, Jordi.

—¿Y por qué son tan morenos?

Guillermo se sonrió.

—Unos porque son gitanos, otros porque pasan muchas horas al aire libre.

—¿Pero qué hacen aquí?

—Huir del hambre y la miseria. Vienen de todas partes de España, pero sobre todo

de Andalucía, de Galicia y de Extremadura. ¿Sabes dónde están esas regiones?

Jorge sacudió negativamente la cabeza.

—Ya te lo enseñarán en la escuela. Solo en esta montaña hay miles y miles de

personas viviendo así, en barracas. Sin luz y sin agua –le explicó Guillermo—. Algunas

zonas de Barcelona están plagadas de barracas como estas que ves aquí.

Se volvió hacia María.

—¿Mamá, son más pobres que nosotros?

Page 18: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Sí, hijo –admitió sintiendo un enorme peso en el pecho.

—Como cuando los abuelos vivían en el Guinardó en aquella barraca sin agua y

sin luz –rememoró Jorge.

María no pudo evitar evocar un recuerdo.

—Jordi, ¿recuerdas la pasada Nochevieja cuando la abuela vio en su reloj que

eran las doce y sacó una paellera y un cucharón y dio la primera campanada golpeando la

paellera a la vez que se echaba una uva a la boca?

Jorge se sonrió.

—Sí, claro que me acuerdo.

—Como no tenía dientes –se explicó María—, hasta que no le sacó toda la piel a

la uva con las encías y se tragó las semillas, no dio la segunda campanada. Y así hizo con

cada una de las uvas, hasta que se comió las doce. Jordi se durmió antes de que se

comiera la última, poco antes de la una, porque las doce campanadas duraron aquella

noche hasta más tarde de la una.

Jorge, Isabel y Guillermo rompieron a reír, fueron instantes de complicidad.

Rieron hasta que la realidad que se dibujaba en el exterior impuso su silencio.

—Pensaba que nosotros éramos los más pobres del mundo –murmuró—. ¿No

podemos hacer nada por ellos?

—Tienes muy buen corazón, Jordi. Pero nosotros no podemos hacer nada.

María se alegró en su interior por el buen corazón del chico. Mientras tanto Jorge

contemplaba horrorizado las miserables barracas que se sucedían a un lado y otro del

camino. Guillermo aprovechó para recitar unos versos de Pedro Calderón de la Barca que

se sabía desde niño:

Cuentan de un sabio, que un día tan pobre y mísero estaba, que solo se sustentaba

de unas yerbas que cogía. ¿Habrá otro —entre sí decía—, más pobre y mísero que yo? Y

cuando el rostro volvió, halló la respuesta, viendo que iba otro sabio recogiendo las hojas

que él arrojó.

Al acabar los versos Jorge le interrogó con la mirada.

—Siempre hay alguien más pobre que uno mismo, Jordi.

Guillermo alargó una mano y frotó el cabello crespo del chico. El resto del

trayecto hasta la carretera del Port transcurrió en silencio.

Guillermo detuvo el SEAT 1400 frente a una enorme verja que escondía tras de sí

un majestuoso pero viejo edificio. Los muros eran grises y deslucidos, y todas las

ventanas se encontraban cerradas. Jorge sintió un escalofrío interior.

Guillermo accionó el freno de mano, el crujido de la palanca cogió desprevenido

Page 19: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

al niño.

—¿Qué ha sido ese ruido?

—El freno. Y anda, bájate.

Alargó la mano y pulsó la maneta de su puerta. Luego se apeó y abrió una de las

puertas traseras. Isabel salió por ella. Cuando rodeaba el coche para abrir la otra se dio

cuenta de que María salía por la misma, pegada a Isabel como si fueran siamesas.

—Qué manía tiene todo el mundo de bajarse por la misma puerta —gruñó para

sí.

Jorge se había situado frente a la cancela y miraba hacia arriba con aturdimiento.

Nunca había visto una verja tan grande en ningún sitio. Al menos en “Los ángeles” no

había ninguna así. Se preguntaba si el objetivo de aquella verja no sería evitar la huida de

los niños, cuando sintió las manos de mamá caer suavemente sobre sus hombros y su voz,

algo trémula.

—Es aquí, cariño.

Jorge se volvió, mamá estaba tras él. Isabel y Guillermo se habían quedado atrás,

junto al taxi. Él se había recostado sobre el capó del automóvil y liaba un cigarrillo de

caldo. Isabel los observaba. Era una buena vecina, siempre tenía buenas intenciones y se

preocupaba mucho por la salud de Jorge. Y desde que papá había muerto se había

volcado con María mucho más. Ambas compartían la viudedad.

—¿Cuánto tiempo tendré que quedarme aquí? –le preguntó Jorge a mamá.

—Hasta que te cures y el médico diga que puedes volver.

—Pero si ahora no estoy enfermo.

Mamá pasó una mano por sus cabellos, pensó que pinchaban como un cepillo de

púas. Luego lo tomó de la mano y se acercaron hasta el timbre. Jorge dio un salto con el

brazo y la mano estirados intentando llegar hasta el botón. En el segundo intento lo

consiguió. Sonó un timbrazo e instantes después salió un hombre de una caseta. Iba

ataviado con una sahariana descolorida.

—¿Qué quieren? –preguntó el hombre malhumorado. Pero al bajar la mirada se

encontró con el chico, que le sonreía—. ¿Y tú quién eres?

—Jorge, el director nos espera a las once –dijo María anticipándose a la

contestación del chico.

—Umm… —gruñó observando a mamá de arriba abajo—. ¿Trae el documento?

—Sí –respondió alargándoselo.

El hombre sacó un manojo de llaves, buscó una, la encajó en la hendidura, le dio

tres vueltas y abrió de par en par una portezuela de hierro. Luego alargó la mano, cogió el

Page 20: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

documento y le echó un vistazo.

—Señor, lo está leyendo del revés –apuntó Jorge extrañado, no porque supiera

leer, sino porque veía el dibujo del águila del timbre cabeza abajo—. ¿Sabe leer del revés

señor?

El hombre lo contempló quedamente. Luego se encorvó hasta colocar su mirada a

la altura de la de Jorge.

—Te estaba poniendo a prueba, chico. Y deja de llamarme señor, me llamo

Gerónimo y soy el portero.

En ese momento Jorge retrocedió un paso y contempló espeluznado el rostro del

portero. Le faltaba un ojo y tenía una profunda y oscura cicatriz de un arañazo en el

cuello.

—¿Qué le ha pasado en el ojo, señor?

—Jordi, ¿no te he dicho mil veces que no hay que hacer preguntas impertinentes?

—No se preocupe señora, ya estoy acostumbrado. A los chicos siempre les causa

impresión la primera vez –Gerónimo puso una mano sobre el hombro del niño—. Jorge,

esto es una herida de guerra. Un avión tiró una bomba sobre las Casas Baratas y…

¡Bumm! Un trozo de metralla saltó disparada y me vació el ojo. Algún día te enseñaré

donde ocurrió, no está lejos de aquí.

Jorge recordó en ese momento a papá, muerto un año antes. Mamá le había

contado que también estuvo en la guerra, de carabinero, y que poco antes de que acabara

la guerra le nombraron capitán. Aunque no recordaba haberlo visto nunca vestido de

militar.

La voz de Gerónimo lo apartó de aquellos recuerdos.

—Pero como te decía, chico, tuve suerte –recalcó ante la pasmada mirada de

Jorge.

—¿Por qué?, si perdió un ojo.

—Porque la bomba cayó sobre una casa y mató a un padre y a su hija. Pero ahora

venga, aligera y vente conmigo.

Jorge se abrazó a la cintura de mamá rodeándola con ambos brazos y se apretujó

contra ella. Las lágrimas hicieron su aparición al instante. Mamá se sacó un pañuelo de la

manga y le enjugó el llanto. Luego se secó ella mientras suspiraba profundamente.

—Vamos, vamos –dijo Gerónimo ya inmunizado contra aquellas desconsoladas

escenas de despedida.

—Un momento –le rogó mamá. Inclinó hacia delante la cabeza y se sacó una

medallita de La Moreneta, la virgen Patrona de Cataluña, que llevaba colgando del cuello

con un cordón, después se agachó frente a Jorge y se la colgó—. Nuestra Señora de

Page 21: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Montserrat velará por ti –le dijo. Tras lo que le besó en una mejilla y le animó a pasar.

Nada más entrar Gerónimo volvió a cerrar la puerta con llave.

—Mejor así –opinó secamente el portero mientras se despedían con la mano.

Gerónimo caminaba a grandes zancadas y Jorge tuvo que apretar el paso para

seguirle, aunque volvía continuamente la cabeza buscando a mamá. Ella lo contempló

atravesar un gran patio de tierra y alejarse hasta que desapareció de su vista. En ese

momento encajó el rostro entre el hueco de los barrotes, se aferró fuertemente a ellos y un

torrente de lágrimas comenzó a bañar su rostro. Isabel se acercó junto a ella y la tomó de

una mano.

—Ya verás como aquí estará bien. Ese hombre me ha parecido muy amable.

Mamá levantó la mirada sus ojos estaban completamente entelados.

—Si le pasase algo no podría soportarlo –gimoteó María.

2

Jorge se sintió como una hormiguita al contemplar la construcción de edificios

que le envolvían. Casi una manzana entera de edificaciones, la mayoría edificios

deslustrados y sin rebozado exterior. Caminaba confuso tras los largos pasos de

Gerónimo, cuando el portero se detuvo repentinamente en seco, sacó una pipa de un

bolsillo del pantalón y la encendió con una cerilla. Luego soltó una gran bocanada de

humo y lo observó quedamente.

—¿Cuántos años tienes, Jorge?

—Ocho.

—¿Ocho? –se sorprendió—. Pues vas a tener que comer mucho y crecer deprisa,

chico. Como que me llamo Gerónimo que tendrás que hacerlo para sobrevivir aquí —

Jorge se quedó petrificado y con los ojos muy abiertos ante aquella observación—. Mira,

voy a explicarte un par de cosas sobre este sitio: la primera es que a nadie le gustan los

chivatos. ¿Entiendes lo que te digo? —Jorge asintió moviendo lentamente la cabeza de

arriba a abajo—. Verás –añadió templadamente Gerónimo—, aquí sobra tiempo para el

aburrimiento y a veces los chicos hacen diabluras para matar el tiempo. Trastadas de las

que nadie tiene que enterarse. ¿Me sigues?

—Sí –respondió con un hilo de voz.

—Si mantienes la boca cerrada todo irá bien. En boca cerrada no entran moscas –

y se sonrió mientras daba otra fuerte chupada a la pipa y soltaba una espesa columna de

Page 22: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

humo envolvente—. Pero de quien en verdad tendrás que cuidarte es de otras personas –

soltó misteriosamente.

—¿De quién? –preguntó Jorge asustado.

—De las monjas, chico. Cuando lleves algún tiempo aquí lo entenderás. —De

repente Jorge sintió un extraño escalofrío recorrer su espalda. ¿Por qué tendría que tener

cuidado con las monjas?—. Tú haz lo que ellas te manden y no tendrás problemas. Y

sobre todo que no te pille Espíritu Santo haciendo cochinadas ni fumando.

—Nunca he fumado.

—Pues mejor, porque de lo contrario acabarás en el Cuarto Oscuro y allí lo

pasarás realmente mal. —Gerónimo esbozó un rictus de terror—. Algunos dicen que la

madre Espíritu Santo es una auténtica bruja, que nunca envejece y que cuando nació ya

tenía cien años.

Las palabras de Gerónimo sobrecogieron al niño.

—¿Entonces es inmortal?

Gerónimo asintió moviendo lentamente la cabeza.

Reanudaron la marcha. Jorge se sentía confuso por la avalancha de advertencias

que Gerónimo le había hecho. Rodearon una pequeña edificación y un penetrante y

singular olor inundó todo el ambiente—. ¿Hueles eso? Es ajo. Las monjas lo utilizan para

todo. Así que vete acostumbrando a ese olor. Aunque te aseguro que en cuanto lleves aquí

un par de días ni lo notarás.

Dejaron atrás un campanario cuyo torreón debía tener unos tres pisos de altura y

pasaron junto a unos viejos columpios de hierro. La sombra de un enorme sauce planeaba

sobre los columpios y sus ramas se desplomaban vencidas por el peso de las hojas. Jorge

se detuvo un instante y miró el sauce con gran impresión.

—¿Qué árbol es este?

Gerónimo elevó la mirada hacia las ramas del sauce, luego lo miró a él.

—Jorge –dijo templadamente—, hay una cosa que también quiero decirte.

—¿Qué? –preguntó con inocencia.

—Que no es bueno preguntar tanto —Jorge agachó la cabeza y recordó las veces

que mamá le había repetido lo mismo. Ahora encontraba alguien más que se lo

recordaba—. Espérate ahí –le ordenó Gerónimo señalando un solitario banco de piedra.

El conserje se aproximó hasta una puerta situada como a unos diez pasos, sacó su llavero

y buscó una llave, aunque antes de abrir se volvió inesperadamente hacia el chico—. Un

sauce llorón –dijo. Jorge levantó la mirada tímidamente—. Ese árbol es un sauce llorón.

Lo planté yo mismo hace unos veinticinco años.

Jorge dirigió la mirada hacia el magnífico árbol y lo contempló, no recordaba

Page 23: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

haber visto un árbol de magnificencia semejante. Cuando se volvió nuevamente hacia

Gerónimo, este ya había cruzado la puerta. En aquel preciso momento volvió a sentir un

nuevo escalofrío recorrer su espalda. El frío de la piedra donde se encontraba sentado

traspasaba la fina textura del pantalón como una cuchilla y en instantes recorrió todo su

cuerpo. Entonces comenzó a tiritar. Se acurrucó sobre sí mismo formando un ovillo, y sin

dejar de sentir aquel escalofrío recorrer su espalda una y otra vez, cerró los ojos.

Se despertó al sentir que una mano se posaba sobre su frente. Intentó incorporarse

pero aquella mano se lo impidió. Se sentía algo mareado y tenía la visión nublada.

—¿Dónde estoy?

—En la enfermería, así que no metas ruido o despertarás a otros chicos. –Jorge

enfocó la mirada, encontró una sonrisa—. Soy la madre Gema y estoy aquí para cuidar de

ti —contestó con su apaciguada voz.

—¿Qué me ha pasado? Me duele mucho la cabeza.

—Tienes fiebre, es normal que te duela un poco la cabeza. Además llevas

durmiendo muchísimas horas seguidas.

—Pero es que me duele mucho, aquí… –explicó señalándose el cogote, donde se

notaba un pequeño bulto.

—Eso también es normal. Perdiste el conocimiento y al caer de lado te diste un

buen golpe con un canto del banco.

—Tengo un chichón.

—Se irá solo.

De repente un enronquecido susurro entró en escena.

—Ha llegado enfermo de tifus. ¿Por qué no se lo dice hermana Gema? –renegó la

madre Regina, que estaba cambiando los orinales de debajo de las camas. Entre su ronca

voz y el ruido de los orinales despertó a más de un chico que no osó abrir los ojos, sino

que optó por hacerse el dormido.

Jorge intentó incorporarse un poco para ver quién había hablado, pero al

intentarlo sintió una punzada que le cruzaba la cabeza de un lado a otro, y desistió.

—¿Entonces voy a morirme? –preguntó Jorge muy asustado.

La madre Gema se sentó en un costado de la cama y lo tranquilizó.

—No. No vas a morirte, pero baja la voz. Tendrás fiebre y dolor de cabeza

durante unos días. Quizá también vomites y tengas diarreas. Pero no, no vas a morirte. –

Luego elevó el susurro de voz—. Por favor, hermana Regina, no asuste más al chico.

La madre Regina gruñó algo unas camas más allá, Jorge alzó la mirada para

observar quién era la madre Regina y solo la pudo contemplar un instante: una silueta

Page 24: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

encorvada que se movía toscamente. ¿Sería también una bruja como decía Gerónimo de

la madre Espíritu Santo? Se frotó los ojos y poco a poco la nube que enturbiaba su vista

desapareció y descubrió sobre él un rostro fresco, de facciones redondeadas y profundos

ojos negros. Era la madre Gema, llevaba un hábito azulado y una cofia blanca. Luego

alzó un poco la cabeza y contempló su alrededor. Estaba en un pequeño dormitorio con

unas diez camas de hierro negro, a los pies de cada cama había una silla también de

hierro negro y entre cama y cama una mesita con un cajón. Las paredes estaban

revestidas de cerámica hasta unos dos metros de altura y rematadas con una cenefa. El

resto de la pared estaba pintado de color blanco. El techo, altísimo, y las vigas, también

estaban pintados de aquel mismo blanco. El suelo era de baldosas blancas y negras

dispuestas en una especie de tablero de ajedrez. En las paredes colgaban algunos cuadros

de vírgenes, un Sagrado Corazón y un crucifijo.

Quiso hacerle una pregunta a la madre Gema, pero entonces recordó lo último

que le había repetido Gerónimo: que no era bueno preguntar tanto. Así que cerró los ojos

y concentró su olfato en el olor a limpio de las sábanas.

—Eso es Jorge, descansa –dijo aquella cálida y apaciguada voz que le

acompañaba.

Se adormiló pensando que hacía bien en seguir el consejo de Gerónimo. Cuando

estaba cogiendo ya el sueño, pudo oír por primera vez aquella copla de cuyo estribillo

llegaba amortiguado de la gramola de un bar.

…Mi jaca

galopa y corta el viento

cuando pasa por El Puerto

caminito de Jerez.

Escuchó repetir el estribillo una y otra vez, hasta que se durmió.

Una sacudida en la cama y el penetrante olor del ajo le despertaron un poco más

tarde. Abrió los ojos y lo primero que vio fue una vela sobre la mesilla, el resto de la

estancia estaba a oscuras. Luego dio con un cuenco humeante que despedía aquel

fortísimo olor a ajo y que sostenía la madre Gema en su mano.

—¿Qué pasa?

—Tienes que tomarte esto.

Page 25: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Jorge negó con la cabeza.

—Me duele mucho la barriga.

—Por eso tienes que tomarte esto.

—Es que huele mal.

—No huele mal, es sopa de ajo y tienes que tomártela. Te ayudará a recuperarte.

Se incorporó un poco y Gema acercó el cuenco a su boca.

—Quema.

—Pues bebe despacio, pero tienes que tomártela.

Jorge puso los labios en el borde del recipiente y sorbió un poco. Quemaba como

debían quemar las llamas del infierno y picaba como si le hubieran echado ortigas. A

pesar de la repugnancia que le provocaba el olor de la sopa, sorbito a sorbito, Jorge acabó

por terminarse todo el caldo, tras lo que se dejó caer sobre la almohada, rendido como si

acabara de librar una batalla contra un poderoso enemigo. La madre Gema volvió a

ponerle la mano sobre su frente.

—Estás ardiendo otra vez –le levantó la camiseta y examinó su torso—. No me

gusta nada este sarpullido, voy a tener que ponerte algo.

—Voy a morirme, ¿a que sí? –preguntó aterrado.

La monja lo contempló quedamente.

—Jorge, tienes una extraña fijación con la muerte. ¿Puedo saber por qué?

—Mi padre era enterrador.

—Bueno, eso explica en parte esa manía tuya con morirte.

—¿Pero voy a morirme?

—Todos nos moriremos algún día –deliberó mientras se ponía en pie—. Pero

ahora escúchame bien, no se te ocurra tocarte esas ronchas y mucho menos morirte.

Vuelvo enseguida.

La madre Gema enfiló el pasillo hasta una salita donde resplandecía una luz

mortecina. Al momento llegó el ruido a cacharros. Mientras tanto, Jorge pensaba en la

muerte. Sabía que según te hubieses portado en la vida el alma iba al cielo o al infierno, y

para toda la eternidad, pero que también podía acabar en el purgatorio. Recordaba los

dibujos de algunos libros que los profesores les habían mostrado en el colegio: en el cielo

las almas volaban entre ángeles y nubecillas con la satisfacción dibujada en sus rostros.

En cambio, en el infierno los demonios metían las almas en ollas de agua hirviendo y les

daban latigazos. El infierno significaba sufrimiento eterno. Y el purgatorio era un lugar

intermedio entre el cielo y el infierno donde las almas esperaban una segunda

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oportunidad, aunque según decían los maestros, te podías pasar esperando toda la

eternidad. Papá le había contado algunas historias sobre enterradores y cementerios con

las que se había asustado mucho. Eso era una de las causas por lo que le aterraba tanto la

muerte.

La madre Gema volvió con una escudilla y una jofaina que colocó con sumo

cuidado a los pies de la cama.

—Incorpórate y no metas ruido –le pidió ayudándole.

Jorge se sentó en un borde de la cama. La lucecilla de la vela le permitió darse

cuenta de que todas las camas estaban ocupadas. La madre Gema le ayudó a sacarse la

camiseta de tirantes, luego cogió la jofaina y vertió parte de su contenido en la escudilla.

Era un líquido oscuro.

—¿Qué es eso?

—Un bálsamo, esto ayudará a que se te curen todas esas ronchas. –Sacó unas

gasas, las empapó en aquel ungüento y comenzó a untarle el cuerpo. Jorge sintió un

bienestar instantáneo. La madre Gema untó primero su torso, después su abdomen y

después su cuello. Acabó en la espalda, donde había un mayor número de aquellas

ronchas.

—Llevas una medalla de Nuestra Señora de Montserrat –observó Gema.

—Me la dio mi mamá.

—¿Sabes que le llaman La Moreneta?

—Claro.

—¿Pero sabes por qué?

—Porque es negra.

—Muy bien Jorge, eres un chico muy listo. Si alguna vez vas a Montserrat podrás

verla en el Monasterio.

Al terminar de enjugar su cuerpo con el ungüento lo arropó remetiendo las

sábanas entre el somier y el colchón para que no se destapara fácilmente y lo cubrió con

una manta, tras lo que le advirtió que no se destapara. Luego empujó la escudilla y la

jofaina con el pie hasta ocultarlas bajo la cama y se despidió de él con un beso en la

frente. Jorge se enroscó formando un ovillo con su cuerpo y cerró los ojos. Durmió con la

medallita de La Moreneta aferrada entre las manos.

Un alboroto lo despertó en plena noche. Se incorporó asustado y sudoroso y

recorrió su alrededor con la mirada mientras calculaba el tiempo que había dormido.

Debía ser más de medianoche. Pero, ¿qué significaba aquel jaleo?

Poco a poco sus pupilas se acomodaron a la oscuridad y fue entonces cuando

distinguió las siluetas de los chicos amontonados junto al ventanuco. Jorge se deslizó

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entre las sábanas de la cama deshecha y puso un pie en el suelo, estaba helado. Y nada

más incorporarse le invadió una ligera sensación de mareo que se desvaneció al poco. En

mitad de aquella aterradora oscuridad se acercó hasta la piña de chicos. Intentó echar un

vistazo por el ventanuco pero no alcanzaba a ver nada. Entonces se percató que desde la

última fila una cabeza sobresalía por encima de todas las demás. Aquel chico estaba de

pie sobre una silla. Jorge buscó una silla y se subió a ella, no sin esfuerzo.

—¿Qué pasa? –le preguntó.

—El campanario –indicó el muchacho apuntando con un dedo hacia el exterior.

Jorge echó un vistazo, vislumbró un ligero resplandor que procedía del interior

del lejano torreón.

—Hay una lucecita.

—Sí, eso es. Hay una luz.

—¿Y qué?

—Que ahora el Cuatrojos tiene que llegar hasta arriba y tocar la campana.

—¿Por qué? No entiendo…

El chico lo observó con una mirada mezcla de curiosidad y solemnidad.

—Tú eres el que ha llegado hoy –a lo que Jorge asintió—. Hoy le ha tocado al

Cuatrojos, pero algún día puede tocarme a mí o a ti –el chico extendió el brazo y puso la

yema de sus dedos sobre la frente de Jorge –aunque aún somos demasiado enanos. Nos

falta un poco para llegar a la campana.

Jorge recordó el último consejo de Gerónimo y se decantó por no preguntar nada

más y limitarse a observar. La luz titilaba en el campanario y avanzaba muy lentamente

en mitad de una espesa oscuridad, hasta que se desvaneció de repente.

—¡Mierda! –Exclamó el chico—. Ahora sí que el Cuatrojos la ha cagado.

—¿Qué pasa?

—Se le ha apagado la vela y no ha llegado ni al primer piso. Ahora tendrá que

subir el resto a oscuras.

—¿Tiene que subir hasta arriba?

—Sí, hasta la campana. Pobre del Cuatrojos. Sin la vela seguro que se mata –

Jorge se asombró por la naturalidad con que el muchacho había anunciado la muerte del

Cuatrojos—. ¿Cómo te llamas? –le preguntó de repente.

—Jorge. ¿Y tú?

—Eloy.

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Pasaron unos minutos cuando de pronto la campana tocó su primer gong. Los

chicos lo celebraron alzando los brazos y con vítores en favor del Cuatrojos.

—¡Lo ha conseguido! –anunció Eloy. Luego contó las veces que sonó la

campana—. Doce campanadas, las doce.

—¿Has subido allí alguna vez? –le preguntó Jorge.

—No, aún no. Pero cuando veas de cerca ese campanario te morirás de miedo, te

lo aseguro.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

Eloy hizo memoria. Llevaba tanto tiempo allí que no recordaba su vida fuera de

las paredes del Asilo, por lo que dejó correr la pregunta.

—Ahora bajémonos, si nos pilla la madre Regina se va a enfadar mucho.

Jorge se bajó de la silla, al ponerse junto a Eloy se dio cuenta de que el chico era

más o menos de su altura.

—¿Cuántos años tienes? –le preguntó Jorge.

—Ocho, aunque pronto cumpliré nueve. ¿Y tú?

—Yo también tengo ocho.

—Oye, he oído que has llegado enfermo.

—Sí, pero me han traído para que me cure.

Eloy se puso en jarras y lo observó fijamente.

—Entonces, si te vas a quedar mucho tiempo aquí te hará falta un hermano.

¿Quieres que seamos hermanos?

Jorge frunció el ceño.

—¿Hermanos así por las buenas? No sé… Ya tengo una hermana –y de pronto

Jorge se acordó por primera vez en mucho tiempo de José. José, como le había contado

su madre, había muerto unos años antes de que él naciera, cuando mamá estaba

embarazada de Montserrat. José se cayó desde una mesa cuando tenía dos o tres años, no

recordaba con exactitud cuándo le había dicho mamá, pero al cabo de pocos días de aquel

golpe se murió. Mamá guardaba sus ropitas en el armario pero nunca hablaba de él. José

hubiera sido el mayor de los hermanos.

—¿Tu hermana es más grande o más pequeña que tú? –le preguntó Eloy.

—Más grande. ¿Tú no tienes hermanos?

—Hice uno aquí, Antonio, pero lo adoptaron. Ahora no sé dónde está.

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—¿Y a ti por qué no te llevaron con él?

—Por esto –dijo remangándose una pernera del pantalón.

Jorge bajó la mirada. Eloy tenía una pierna atrofiada, una extremidad huesuda y

un poco retorcida. Nunca había visto nada igual.

—¿Qué te ha pasado ahí?

—Es de nacimiento. ¿Después de ver esto quieres que nos hagamos hermanos?

¿Sí o no?

Jorge miró hacia el ventanuco. Los chicos continuaban apiñados observando el

exterior. Se fijó en que la mayoría de ellos debía sacarle por lo menos la cabeza en altura

y que parecían mucho más fuertes que él.

—¿Pero cómo vamos a hacernos hermanos si no tenemos los mismos padres? –

planteó Jorge.

—Podemos hacer un juramento.

—¿Qué clase de juramento?

Eloy mostró la palma de la mano hacia arriba, echó un escupitajo sobre ella y le

pidió a Jorge que hiciera lo mismo. Jorge lo hizo y las juntaron, no pudo evitar sentir

asco.

—Ahora repite conmigo… –Eloy pronunció un juramento que terminaba con una

maldición para la madre Espíritu Santo.

—¿Pero quién es la madre Espíritu Santo? ¿Es de verdad una bruja?

—Eso te lo aseguro, pero ya la conocerás. Pero ahora tienes que repetir el

juramento.

Jorge repitió el extraño juramento. Luego Eloy escupió en el suelo y le pidió a

Jorge que escupiera encima. Acto seguido aplastó la mezcla de escupitajos con el pie.

Jorge hizo luego lo mismo.

—Ya somos hermanos.

—¿Ya? Pues ha sido mucho más fácil de lo que yo pensaba. Sin sangre ni nada.

—Ahora tendremos que cuidar el uno del otro y compartirlo todo.

—Bueno —dijo Jorge para sí, pensando que no tenía nada para compartir.

De repente hubo un alboroto general y los chicos volvieron a las camas en

desbandada. Al poco, el silencio se había apoderado de la habitación como si llevaran

horas durmiendo. Jorge cerró los ojos con los pensamientos puestos en su nuevo hermano

Eloy y su maltrecha pierna, hasta que el recuerdo de mamá ocupó sus pensamientos.

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¡Mamá! La imagen de mamá tendiendo la ropa recién lavada mientras entonaba

Muntanyes del Canigó fue tan fuerte que no pudo reprimir las lágrimas. Se enroscó bajo

las sábanas, con la medallita de La Moreneta pegada a sus labios y lloró en completo

silencio hasta que se dejó vencer por el sueño.

…Muntanyes del Canigó, fresques són i regalades,

sobre tot ara l’estiu, que les aigües són gelades.

3

Unas voces y el traqueteo de la cama le sobresaltaron. Jorge entreabrió los ojos.

El sol penetraba rabioso por la ventana e irradiaba justo sobre su rostro. Como aquel

vocerío continuaba, se incorporó para ver qué pasaba. Fue entonces cuando la vio por

primera vez.

—¡Arriba zánganos! –gruñía una monja mientras pasaba de cama en cama

sacudiendo una vara contra los catres. Jorge no acababa de comprender qué ocurría con

tanto jaleo, cuando la monja volvió a pasar ante él—. ¿Acaso quiere el señorito que se le

sirva el desayuno en la cama? —El chico la observó conteniendo la respiración: aquella

monja era la persona más vieja que había visto jamás, le faltaba un diente y tenía vello en

la barbilla y en el labio superior—. ¿Es que no me oyes? —le gritó malcarada.

—Haz caso de lo que te dice –murmuró alguien a su lado.

Paralizado, Jorge miró hacia su costado y se encontró con la intensa mirada de

Eloy. Se sacudió las sábanas y saltó de la cama. Al ponerse en pie se llevó una mano a la

frente y se tambaleó.

—¿Qué te pasa niño raquítico? –refunfuñó la monja.

—No me encuentro bien.

—Lo que te pasa es que tienes hambre. Has llegado aquí enfermo y hambriento.

A lavarte la cara ahora mismo y a desayunar.

Jorge se puso el pantaloncillo, la camisola, se calzó las sandalias y corrió tras

Eloy, que le esperaba en el pasillo haciéndole señas.

—¿No querías conocerla? –le susurró Eloy mientras sostenía una discreta sonrisa

—. Esa es la madre Espíritu Santo.

Jorge volvió la mirada atrás pero no dijo nada, estaba sobrecogido viendo a la

madre Espíritu Santo observarlos con los brazos en jarras. Aparentaba más de cien años.

Seguro que era una bruja y que ya había nacido así de vieja, como le había explicado

Page 31: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Gerónimo. Luego tomaron el pasillo, Jorge se dio cuenta de que Eloy arrastraba

ostensiblemente su pierna atrofiada.

Al entrar en el baño dieron con una pequeña algarabía de chicos jugando a

empujarse y tirarse agua que cesó nada más que entraron ellos. Ninguno tenía un pelo en

la cabeza, todos estaban calvos como bombillas y Jorge se preguntó cómo iba a poder

distinguir a unos de otros. Uno larguirucho que llevaba el torso desnudo y que era todo

hueso se les aproximó. Sostenía un cigarrillo humeante entre sus dientes amarillentos.

—Vaya, vaya… Mirad a quien tenemos aquí, el Huevo y el nuevo –dijo mientras

se sacaba la colilla de la boca.

—Poncho, no te metas con él –le advirtió Eloy.

—Tú te callas si no quieres que te parta la boca, Huevo. ¿Cómo te llamas

renacuajo? ¡Que cómo te llamas! –repitió ante el mutismo de Jorge.

—Jorge —murmuró.

—¿Cómo? ¿Habéis oído lo que ha dicho? El nuevo dice que se llama renacuajo. –

El chico huesudo sonrió para el resto, que comenzaron a reírse a carcajadas—. Yo soy

Poncho, recuérdalo. Y si digo que te llamas renacuajo, a partir de ahora te llamas

renacuajo. ¿Lo has entendido, renacuajo?

Jorge miró de reojo a Eloy. Su nuevo amigo tenía la mirada puesta en el suelo.

—¡Eh, Huevo!, hazle un favor a este renacuajo y adviértele de lo que le pasa a los

chivatos. –Luego hincó un dedo sobre el pecho de Jorge y dijo—: ¿Tienes madre o padre,

renacuajo?

—Madre –susurró mientras asentía moviendo la cabeza de arriba abajo

lentamente.

—Pues yo soy hijo de un zorro y de una serpiente –replicó Poncho ante la

explosión de carcajadas del resto de chicos—. Así que quiero que sepas que cada vez que

te traigan un paquete tendrás que dármelo a mí.

—Déjalo en paz, Poncho. No te ha hecho nada para que te metas con él –

intervino Eloy.

Poncho le propinó un puñetazo en la barriga a Eloy y lo derribó al suelo. Luego

volvió a colocarse el cigarrillo nuevamente en la boca, lo apuró con dos profundas

chupadas y se lo pasó a otro chico. Este lo cogió con la punta de las uñas, y así la colilla

circuló de mano en mano, hasta que llegó al último chico.

—¡Mierda! Os la habéis acabado toda –dijo con enojo y la lanzó a las letrinas.

Poncho se colocó la camisola y salió a toda prisa por la puerta. La recua de chicos

calvos siguió sus pasos saliendo atropelladamente por la puerta. Eloy se puso en pie con

ambas manos sobre la barriga.

Page 32: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—¿Te ha hecho mucho daño?

—Tranquilo, no es la primera vez que me pega. Vamos –le apremió.

—¿Pero tenemos que ir con ellos?

—Sí, vamos con esos tiñosos.

—Pero si aún no nos hemos lavado.

—Da igual. Ahora ya no tenemos tiempo.

Y salieron a toda prisa tras la estela dejada por el chico huesudo y sus amigos.

La puerta del comedor de la enfermería era de un apagado color gris y tenía un

cristal granulado que permitía el paso de la luz pero no dejaba ver el interior. Una monja

guardaba la entrada. Desde el final de la fila Jorge pudo ver que la monja sostenía en sus

manos una botella y una cuchara sopera. Poncho pasó el primero, y como siempre,

también fue el primero en sorber el contenido de aquella cuchara que la madre Regina

metió sin contemplaciones en su boca.

—¿Qué le ha dado? –quiso saber Jorge.

—Aceite de hígado de bacalao. Una mierda.

—¿Y a qué sabe?

—A diablos. Pero tú tómatelo sin rechistar o la madre Regina se enfadará y te

hará tomarte cinco cucharadas.

Uno a uno los chicos desfilaron ante la monja y uno a uno los chicos fueron

tomando su ración de aceite de hígado de bacalao. Todos en la misma cuchara.

Finalmente le tocó al turno a Jorge. Alzó la mirada y contempló a la madre Regina, le

pareció tan vieja y fea como la madre Espíritu Santo. La botella que sostenía en sus

manos tenía el dibujo de un pescador con un gran pez cargado sobre sus espaldas.

Emulsión de Scott, decía la etiqueta.

—Abre la boca –le espetó sor Regina. Jorge entreabrió un poco los labios—. Que

abras bien la boca, te estoy diciendo. –Al instante notó el contacto de la cuchara contra

sus dientes y un sabor agrio y a pescados podridos recorrer su garganta—. Venga,

venga… que no es para tanto. Y por ser la primera vez, otra más –Jorge tragó otra más.

Y debido a un comentario que había oído en la fila, la madre Regina se fijó

detenidamente en el aspecto de Jorge y luego en el de Eloy. Efectivamente no se habían

aseado, por lo que les obligó a tomar dos cucharadas más de aceite de hígado de bacalao.

Jorge entró en el comedor con los intestinos retorciéndose y una lagrimilla a punto de

saltarle. Eloy tragó el aceite de bacalao sin rechistar. Nada más cruzar el umbral de la

puerta, los chicos percibieron aquel intenso olor a sopa de ajo que inundaba el ambiente.

Las mesas estaban dispuestas para cuatro comensales, su superficie era de

formica y sobre ellas había un plato, una cuchara y un tazón, todo de aluminio. Nunca

Page 33: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

disponían de servilletas, para eso se usaban las mangas. Y tampoco había nunca cuchillos

ni tenedores, para eso estaban las manos. El techo de la sala era abovedado y de él

pendían tres lámparas. En una pared de la sala había tres enormes ventanas que daban a la

calle, y en la pared contraria otras tres ventanas que daban a un patio interior. Un

poderoso caudal de luz entraba por ellas.

Jorge y Eloy se sentaron juntos, los dos solos. Cada una de las otras mesas fue

ocupada por cuatro chicos. Poncho los observaba desafiante y los otros chicos tampoco

les quitaban el ojo de encima mientras cuchicheaban y reían.

—Se ríen de nosotros –dijo Jorge.

—Sí, son así de subnormales.

—¿Pero por qué se ríen de nosotros?

—Porque son subnormales, ya te lo he dicho.

—Pues si a ti no te importa que se rían de ti, a mí sí que me importa que se rían

de mí.

Eloy lo observó intensamente, sin decir nada. Jorge comprendió que ya había

dicho demasiadas cosas y no pronunció ni una palabra más.

La madre Teodora entró en la cocina y al poco regresó con una canastilla de

mimbre colgada al brazo, le acompañaba una mujer que llevaba una jarra humeante y

expresión de enfado, la señora Josefa. Al momento el olor a chocolate, a leche y a pan

recién hecho se mezcló con el de la sopa de ajo que flotaba en al ambiente. La madre

Teodora y la señora Josefa pasaron por las mesas dejando una hogaza de pan para cada

chico, una onza de sucedáneo de chocolate y un vaso lleno de leche caliente, la leche en

polvo de los americanos.

Luego, la madre Teodora se colocó frente a las filas de mesas, con las palmas de

las manos unidas y la punta de los dedos rozando la barbilla. Y con los ojos entrecerrados

como si se sumiera en un trance, pero en alerta, pronunció la oración acostumbrada:

Señor, bendice estos alimentos

que por tu bondad vamos a recibir.

Bendice las manos que los prepararon.

Da otro tanto a los que nada tienen.

Page 34: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Y concede tu paz y tu justicia a nuestra Patria.

Amén.

Tras la bendición de la mesa la madre Teodora se persignó solemnemente y al

instante los chicos daban cuenta del desayuno. Mientras comían Eloy le explicó que la

comida de la enfermería era mejor y mucho más abundante que la que daban en el

comedor del Asilo, como Jorge no tardaría mucho en comprobar. Y en minutos no quedó

nada sobre la mesa y ya bajaban al patio.

El tiempo que duraba el desayuno y las comidas era el justo, lo mismo que el

tiempo que se permitía pasar en el dormitorio. Bajo ningún concepto se toleraba la

holgazanería. El resto del día los chicos lo dedicaban a jugar en el patio, ya que estando

en la enfermería no tenían obligación de hacer clase.

Cuando bajaron al patio la madre Teodora los formó en dos filas y, como de

costumbre, les hizo cantar lo único que Jorge había aprendido en la escuela: el Cara al

sol.

Cara al sol con la camisa nueva

que tú bordaste en rojo ayer,

me hallará la muerte si me lleva

y no te vuelvo a ver.

Formaré junto a mis compañeros

que hacen guardia sobre los luceros,

impasible el ademán,

y están presentes en nuestro afán…

Page 35: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Inmediatamente después, Poncho y los chicos eligieron un rincón en la sombra y

se apostaron en círculo. El patio de la enfermería, aunque pequeño, era de cemento, a

diferencia del patio del Asilo, que era de tierra. Jorge y Eloy se quedaron a una distancia

prudencial de aquellos monstruos.

—¿Qué van a hacer? –preguntó Jorge.

—Jugar a la Taba. ¿Sabes lo que es la Taba? –Jorge sacudió la cabeza—. Se juega

con el huesecillo de un cordero.

—¿Con el huesecillo de un cordero? –repitió asombrado.

—Con un huesecillo de la pata que tiene forma cuadrada. Se lanza al aire y según

como caiga puedes ser inocente, culpable, verdugo o rey. Si te sale inocente te libras.

—¿De qué?

—De qué va a ser, del castigo –explicó Eloy tan natural.

—¿Y si te sale culpable?

Eloy sacudió la mano en el aire y soltó un silbido.

—Pues entonces prepárate, el rey decide el castigo que mereces y el verdugo se

encarga de ti. Generalmente te azotará o te tirará de las orejas, aunque también se permite

apostar cosas.

—¿Cómo qué?

—Lo único que uno se puede apostar aquí: un trozo de chocolate del desayuno o

un cigarro.

—¿Y de dónde se sacan los cigarros?

—Los vende Juan, el vigilante. Los hace de colillas que recoge por los suelos de

los bares. Pero si te pillan las monjas fumando, prepárate.

Jorge observó expectante lo que sucedía en el círculo formado por Poncho y sus

secuaces. De vez en cuando se oía a alguien gritar: ¡Carne! O ¡Hueso! Seguido de un

¡Yupi! o un grito de exclamación. Lo cierto es que se lo pasaban en grande, porque todo

el rato se les oía reír y se empujaban unos a otros jugando.

Jorge se lanzó comido por la curiosidad.

—Quiero ver cómo juegan. ¿Te vienes?

Eloy lanzó un salivajo al aire y lo observó caer a unos dos metros.

—No. Ve tú si quieres.

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Jorge se acercó hasta el corrillo de chicos. Poncho le echó un vistazo de reojo

para luego sonreír diabólicamente.

—Mirar quién ha venido, el renacuajo –los chicos que rodeaban a Poncho alzaron

la vista y le observaron como si acabara de llegar un estorbo—. ¿Te ha dejado venir el

Huevo? –y acto seguido todos rieron a carcajadas.

Jorge paseó su mirada de uno a otro, observándolos en silencio.

—¿Juegas o qué? –le apremió alguien.

El chico frunció el ceño.

—No tengo nada que apostar.

Poncho tenía la Taba en la palma de la mano, la lanzaba al aire, a la altura de un

metro más o menos y luego la recogía. Así repetidamente, como si hiciera un

malabarismo. Y sin apartar la atención de la Taba, que subía y bajaba todo el rato en su

mano, provocó a Jorge.

—Si no te atreves a jugar… ¿a qué has venido?

—Seguro que ha venido a espiar –dijo un chico.

—Sí, seguro que es un espía –dijo otro.

—¿Sabes lo que les pasa a los espías? –amenazó Poncho.

—Lo mismo que a los chivatos –dijo alguien.

—Sí, lo mismo.

—No soy ningún espía –se defendió Jorge—. Ya os he dicho que no tengo nada

que apostar. Y no soy ningún chivato, solo quiero ver cómo jugáis.

—No me lo creo, seguro que te ha mandado el Huevo a espiarnos –dijo alguien.

—¡No! –gritó furiosamente Jorge, tras lo que todas la miradas se dirigieron sobre

Poncho.

—Bueno, voy a fiarme de ti –dijo el chico huesudo rodeado por un coro de

miradas recelosas—. Puedes jugarte el chocolate del desayuno de mañana. Si pierdes te

quedas sin chocolate y si ganas tendrás el doble. ¿Qué dices a eso?

—Sí, así nos demostrarás que no eres ningún espía del Huevo –apuntó una voz.

Jorge titubeó durante unos instantes. Mientras se lo pensaba se giró y miró hacia

donde estaba Eloy. Intuyó que Eloy estaría molesto con él, pero ahora no podía rehuir el

desafío de Poncho y quedar como un espía.

—¿Vas a jugar o necesitas que el Huevo te dé permiso? –le apremió Poncho.

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—Vale –dijo finalmente pensando que si ganaba podría darle la mitad del

chocolate a Eloy y reconciliarse con él. Los chicos le hicieron un espacio y Jorge se sentó

entre ellos. Observó que ninguno de ellos se escapaba a los arañazos y costras de sangre

en piernas y brazos, seguramente de caerse, pensó.

Minutos después un coro de carcajadas llegó hasta Eloy, que observó cómo Jorge

se ponía en pie, se sacudía la culera del pantalón y volvía cabizbajo.

—¿Te han ganado, verdad?

—Sí –respondió Jorge amargamente. Y lanzó un escupitajo con el que alcanzó

más distancia que el que había lanzado Eloy—. Mañana tendré que darle el chocolate del

desayuno a Poncho.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué ibas a saberlo?

—Porque hacen trampa. Poncho sabe cómo tirar la Taba para ganar siempre él.

Pero no te preocupes, compartiremos mi chocolate.

—¿Estas enfadado conmigo?

—No. ¿Por qué iba a estarlo? Quien se quedará sin chocolate mañana y sin

paquete cuando se lo traigan serás tú.

—Ya no me acordaba de eso.

—Pues Poncho se acordará de tu paquete, eso te lo aseguro.

—Pero estás enfadado conmigo, se te nota –insistió Jorge.

—Te digo que no.

—Pues yo creo que sí.

—Bueno, cree lo que quieras.

—Si no estás enfadado, ¿qué te pasa? Llevas un buen rato rascándote esa pierna y

te has hecho sangre.

Eloy levantó la mirada y miró fijamente a Jorge.

—Que mañana es sábado y será el segundo sábado que paso en la enfermería.

—¿Y qué más da eso? Aquí se come mejor que en el Asilo, ¿no?

—Los sábados hay visitas para los huérfanos y voy a perderme otra oportunidad

de que me adopten y salir de aquí. Yo no tengo padres, como tú –dijo airado.

—Yo solo tengo madre.

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—Entonces, las visitas de los sábados a ti te darán igual, pero a mí no. Estoy

harto de este sitio y harto de estas monjas.

Eloy le explicó que los sábados había ducha general, pero que los huérfanos

tomaban la ducha aparte y luego las monjas los acicalaban para recibir a las visitas, que

entraban por la puerta principal del paseo de la Zona Franca. Las monjas recibían a las

visitas en una lujosa sala donde les ofrecían té, café y pastas, y que a veces venía gente

acomodada que no podía tener hijos para adoptar uno. Por eso era tan importante para

Eloy no perderse ninguna visita de los sábados. El chico maldecía su pierna atrofiada y la

culpaba de continuar aún allí.

¡Maldita pierna atrofiada!

Jorge no añadió nada más a lo que dijo Eloy. Cogió una piedrecilla y la lanzó

como si fuese una canica. El guijarro describió una parábola y fue a caer muy próximo a

su último escupitajo. Eloy cogió también algunas piedrecillas y al momento entablaron

una competición para ver quién acertaba a dar a alguno de aquellos salivajos.

—¿Por qué le llaman Poncho? –preguntó de pronto Jorge.

—Porque de pequeño lo encontraron en una caja de cartón y lo único que llevaba

puesto era un poncho de lana.

Jorge soltó una carcajada.

—¿Por qué te ríes? –quiso saber Eloy.

—Yo un día seré el señor Jorge Font. Jorge porque es mi nombre, y Font porque

era el apellido de mi padre. ¿Has pensado cómo se llamará él?

—No.

—Pues señor Poncho de Lana –dijo riendo.

Eloy se sumó a sus carcajadas cuando de pronto Poncho y el resto de chicos se

pusieron en pie y se dirigieron a todo correr hacia las escaleras que subían a los

dormitorios. Jorge los observó.

—¿Dónde van?

—Seguro que van al almacén –respondió tranquilamente Eloy.

—¿A qué?

—Me apuesto lo que quieras que a hacerse una paja.

—¿A hacerse una paja? –repitió Jorge con cara de idiota.

Eloy lo observó contrariado.

—No sabes lo que es hacerse una paja, ¿verdad?

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Jorge frunció el ceño.

—Claro que lo sé.

Eloy soltó una carcajada que pudo oírse en todo el patio.

—No. Estoy seguro de que no lo sabes.

—Vale, no lo sé. ¿Me enseñarás lo que es hacerse una paja?

—Claro –y continuó riendo.

4

Zanganeaban en la habitación después de la comida del mediodía, que había

consistido en un trocito de pescado servido con una ración de arroz y una pieza de fruta

muy madura, cuando Jorge advirtió el ruido de un motor en el patio. Corrió hasta la

ventana y echó un vistazo. Una camioneta cargada de verduras acababa de llegar y

Villalba, su conductor, charlaba animosamente con la madre Gema. En ese preciso

instante la madre Cecilia asomaba en el dormitorio, y con muchísimo mal humor les gritó

tres palabras que puso a los chicos en marcha:

—Vamos, todos abajo.

Jorge se volvió y a su lado encontró a Eloy, que también miraba por la ventana.

—¿Qué pasa? –le preguntó Jorge.

—El camión. Tenemos que trabajar.

Jorge puso unos ojos como platos.

—¿Trabajar? ¡Pero si estamos enfermos!

—El trabajo fortalece y las monjas no quieren vagos –explicó Eloy mientras se

encogía de hombros y se ponía en marcha.

Al instante, una manada de niños trotaba escaleras abajo con Poncho a la cabeza.

Llegaron justo cuando Villalba elevaba la plataforma del volquete y las verduras

comenzaban a rodar. En poco más de un minuto se formó una gran montaña de lechugas,

habas y coliflores bajo una nube de moscas negras que revoloteaban excitadas sobre las

verduras. La visión de las verduras trajo a su memoria un confuso recuerdo de la parada

donde papá y mamá vendían frutas y verduras en el Mercado de la Boquería. La

evocación de su difunto papá inundó sus recuerdos. Papá, un hombre cariñoso y

trabajador al que la guerra y la cárcel de Burgos transformaron en un taciturno fantasma.

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Jorge no era capaz de recordar demasiadas cosas de papá, pues trabajaba noche y día

alternando la parada del mercado por las mañanas, con el oficio de enterrador por las

noches. Lo que sí recordaba bien era su cansancio y su tristeza. Siempre sumido en una

especie de melancolía, siempre parco en palabras.

La voz de la madre Teodora llamando a formar retumbó en el patio y lo arrancó de

sus pensamientos. Tras el canto del Cara al sol rompieron filas y formaron un corro

alrededor de la montaña de verduras. Jorge espantó las moscas que libaban una coliflor y

la husmeó. Olía de forma extraña. Luego introdujo un dedo por un agujerillo negro de la

verdura y un gusanillo diminuto y amarillento salió adherido a su dedo.

—Está podrida –dijo con asco.

—Pues límpiala –gruñó alguien a sus espaldas.

No hizo falta que se girase para ver quién era, la voz cavernosa de la madre

Espíritu Santo, que pasaba por allí, era inconfundible, así que se puso manos a la obra de

inmediato. Primero tocó separar la montaña de verduras en montoncitos y clasificarlas.

Hicieron una montaña de coliflores, otra de lechugas y otra de habas. Inmediatamente

después comenzaron a limpiarlas.

Mientras tanto, Villalba había sacado un diario y se había puesto a ojearlo

espatarrado en un asiento de la camioneta. Tenía la puertezuela abierta y las piernas le

colgaban por fuera.

—¿Qué buenas trae el diario? –le preguntó la madre Gema.

Villalba paseó la mirada por los titulares.

—La Sociedad Española de Automoción, SEAT, ensamblará este mes su primer

modelo fabricado íntegramente aquí, en la Zona Franca, el SEAT 600. La primera unidad

será entregada al general de la región militar de Cataluña –dijo acabando la frase con

ironía. Luego aclaró—: después del primer modelo el SEAT 1400, cuyas piezas venían

todas de Italia, el SEAT 600 lo fabricaremos íntegramente aquí.

—Eso dará más trabajo.

—A muchos más hombres, madre.

—Me parece bien, los hombres deben trabajar.

—¿Sabe qué significado le han puesto los trabajadores de la fábrica al nombre

SEAT? Siempre Estarás Apretando Tornillos –y soltó una carcajada.

—¿Eso es una broma, verdad?

—Sí, pero una broma con fundamento. Las piezas las traen de Italia y fallan más

que una escopeta de feria. A ver qué más pone… Sí, mire, lo venderán por sesenta y cinco

mil pesetas, impuestos aparte. No sé si con el sudor de una sola frente alguien podrá

comprarse un seiscientos.

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—¡Sesenta y cinco mil pesetas! ¡Madre de Dios bendita! ¿Quién se comprará un

coche habiendo autobuses y trenes?

—Imagino que esa nueva y famosa clase media que tan de moda está ahora.

La madre Gema frunció los labios.

—¿Dice alguna cosa más ese diario?

—Dentro de unos meses inaugurarán el nuevo campo del Barcelona. Se llamará

Estadio del Club de Fútbol Barcelona.

—¿Y por qué han tenido que hacer un campo nuevo?

—Porque la gente ya no cabía en el viejo. Fíjese, madre, sesenta mil localidades y

se ha quedado pequeño.

—¿Pero tanta gente va a ver el fútbol?

—Al Barcelona sí.

—Pues no sé yo que le puede encontrar la gente a ver a tanto hombre en calzón

corto corriendo tras una pelota.

—Hermana Gema, ver jugar a Ladislao Kubala no es cualquier cosa. Ese húngaro

es un malabarista con el balón en los pies.

—Sí. Ese húngaro. He oído hablar de él, dicen que es comunista.

—Bueno, ya no es húngaro, ni creo que sea comunista. Kubala huyó de Hungría

y cuando lo fichó el Barcelona se nacionalizó español. Aunque antes tuvo que bautizarse,

claro –apostilló con una sonrisa malévola.

Mientras Villalba y la madre Gema charlaban, los chicos seguían atareados con la

limpieza de las verduras. A Jorge y a Eloy les tocó pelar habas y a Poncho y su séquito

limpiar lechugas y coliflores. La señora Josefa apareció con una gran olla y les dijo que

fueran echando las habas peladas dentro.

—¿Quién es esa mujer? –preguntó Jorge cuando se hubo ido.

—Josefa, la mujer del señor Juan, el vigilante.

—¿Y no es monja?

—No. Somos muchos y necesitan muchas manos. Pero ahora concéntrate en

pelar habas o nos reñirán.

Jorge se fijó en que los chicos del corro de Poncho se escondían disimuladamente

algunas lechugas bajo la camisola y que de cuando en cuando, Eloy se echaba a la boca

un puñadito de habas. Jorge lo imitó y cató las habas, no recordaba haberlas comido

nunca crudas y el sabor le amargó el paladar.

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—¿No te gustan? –le preguntó Eloy al ver su expresión de asco.

—Están amargas.

—Bueno, eso es porque aún están un poco verdes, pero llenan la barriga.

Jorge apuntó a Poncho con la barbilla.

—Esos se están escondiendo lechugas.

—Sí, luego las lavarán y se las comerán. Pero ni tú ni yo hemos visto nada.

—¿Pero les dejan que hagan eso?

—No, pero la madre Gema hace la vista gorda. –Hizo una pausa y luego bufó—:

si los pilla la madre Espíritu Santo…

Jorge se echó un puñado de habas a la boca y puso cara de payaso, con lo que

Eloy se echó a reír. Después volvió a echarse otro y otro puñado más de habas, hasta que

no le cupo ni una más en la boca y la risa de Eloy estalló de una forma incontrolable.

—Mastícalas bien o luego te dolerá la barriga.

Pero Jorge tuvo tan mala suerte que la madre Espíritu Santo y la madre Cecilia

pasaron por allí en el momento en que tenía la boca completamente llena y otro puñado

preparado en la mano.

—Niños del demonio –gruñó la madre Espíritu Santo.

—¿Con que os gusta jugar con la comida, eh? –Renegó la madre Cecilia—. Pues

os aseguro de que os vais a acordar de las habas para siempre.

La madre Espíritu Santo cogió a Jorge de las orejas y la madre Cecilia hizo lo

mismo con Eloy. En mitad de las risas de Poncho y los suyos los arrastraron hasta la

cocina, allí los sentaron frente a frente y colocaron en medio una fuente llena de habas.

Jorge y Eloy se miraron atemorizados cuando la madre Espíritu Santo elevó

amenazadoramente la vara sobre sus cabezas.

—Empezad a comer habas ahora mismo y que no quede ninguna –les gritó. Y se

quedó quieta, contemplándolos con los brazos en jarras. Jorge la observó con el rabillo

del ojo, en lugar de semejarse a uno de aquellos ángeles que había dibujados en los libros

del colegio, se parecía a uno de los demonios que tanto miedo le daban. La madre Cecilia

tenía todo el morro y el ceño arrugados.

Y hasta que dieron cuenta de todas las habas que había en la fuente, la madre

Espíritu Santo y la madre Cecilia estuvieron vigilando cómo los chicos comían habas y se

quejaban de un dolor de tripa cada vez más fuerte. Y lejos de toda piedad, al menor

quejido de protesta, la madre Espíritu Santo o la madre Cecilia lo arreglaban tirando

fuertemente de las patillas de los chicos. Después de acabar con las habas los echaron con

una seria advertencia. Ellos corrieron al lavabo a vomitar.

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—Creo que me estoy muriendo –gimoteaba Jorge.

—Solo es un atracón, mañana se te habrá pasado y ni te acordarás.

—Creo que me acordaré de esto toda la vida. ¡Cómo me duele la barriga!

—Eso es lo que quería esa bruja.

—Yo me muero.

—Métete los dedos en la boca y vomita.

—¿Que me meta los dedos en la boca?

—Sí, tienes que meterte dos dedos hasta el fondo y vomitar.

—¡Qué asco!

—Venga, Jorge, haz lo que te digo.

Jorge se metió dos dedos en la boca, hasta el fondo, y al instante sintió la primera

arcada. Sus intestinos se retorcieron en mitad de un calambrazo y vomitó de golpe. Eloy

lo hizo después que él.

—Miradlos –llegó la voz de Poncho a sus espaldas—. ¿Creéis que son el Huevo

y el Renacuajo, o solo un par de niñas?

—Yo creo que solo son un par de niñas lloronas –dijo alguien.

Jorge no pudo moverse. Eloy volvió la cabeza y vio a Poncho, que iba

acompañado de su inseparable comitiva.

—¿Qué estáis haciendo aquí solos? –inquirió Poncho con los brazos en jarras.

—Vomitando. ¿Es que no lo ves? –respondió Eloy.

Poncho dio dos pasos hacia ellos.

—¿Queréis que llame a vuestra mamá? –dijo burlón, y el cortejo que acompañaba

al chico huesudo rompió a reír.

Jorge se volvió al oír las carcajadas y no pudo contener el caño de vómito que le

sobrevino en ese preciso instante y que cayó sobre los pies de Poncho. Este enrojeció de

furia inmediatamente.

—Límpiamelo ahora mismo –gritó colérico.

—No, que se limpie él –espetó Eloy.

La comparsa que acompañaba a Poncho enmudeció de golpe.

—Eh, tú… renacuajo ¿A quién vas a hacer caso, al Huevo o a mí?

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—¡No le hagas caso! –Dijo Eloy plantándole cara a Poncho—, ha venido a reírse

de nosotros y esto le ha pasado por entrometido.

—¡Voy a matarte! –gritó Poncho mientras se abalanzaba sobre Eloy.

Eloy cayó hacia atrás, sobre el vómito de Jorge, y al momento sintió la rodilla de

Poncho oprimiéndole el pecho. Luego un puño se estrelló contra su boca y comenzó a

sangrar de inmediato por la comisura de los labios.

—¿Ahora qué, Huevo? ¡Ahora qué! –gritaba Poncho como enloquecido mientras

sujetaba a Eloy por el cuello y lo sacudía—. Te voy a matar.

Los chicos comenzaron a gritar “Pelea, pelea”. Pero atraída por el vocerío, la

madre Espíritu Santo irrumpió en los aseos acompañada de Juan, el vigilante. Y vara en

mano comenzó a repartir palos a diestro y siniestro. Poncho recibió una buena tunda, pero

ni con esas soltó a Eloy. Sus manos sujetaban con fuerza el cuello del muchacho y no

había forma de que lo soltara. El vigilante se echó sobre Poncho y lo sujetó para

arrancárselo de encima a Eloy. Pero lejos de aplacarse, Poncho parecía enloquecer cada

vez un poco más.

—¡Te mataré! –repetía Poncho frenéticamente una y otra vez. Pero lejos de

acobardarse, Eloy reía absurdamente. Emitía una extraña y desesperada risita sin ningún

sentido que enojaba cada vez más a Poncho.

—Vamos chico, vamos. Será mejor que te calmes –terció Juan intentando

apaciguarle—. Aquí nadie va a matar a nadie. Así que déjalo ya o será peor.

Pero lejos de aplacarse, Poncho se revolvió y también la emprendió a puñetazos

con él. Juan se zafó de todos y cada uno de ellos y no se vio en más remedio que rodearle

por el cuello con un brazo y arrastrarlo contra la pared, donde le retorció un brazo.

Cuando Poncho se vio contra la pared comenzó a respirar de forma entrecortada.

Fue entonces cuando la madre Espíritu Santo acercó su nariz hasta un centímetro de su

rostro y mirándole directamente los ojos de dijo:

—Niño del demonio, hemos hecho por ti lo que hemos podido, pero tú no

aprendes y sigues causando problemas, creo que no tendremos más remedio que enviarte

al Asilo Durán, allí te enderezarán bien derecho, ya lo verás.

—Ha empezado él –gritó Poncho.

—Eso da lo mismo, siempre que hay un problema Poncho está por medio. Irás al

Asilo Durán y allí podrás pelearte todo cuanto quieras.

¡El Asilo Durán! Todo el mundo sabía lo que era el Asilo Durán.

De repente Poncho se desinfló como expirando de golpe toda aquella furia animal

que le había poseído.

¡El Asilo Durán!

Page 45: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Por la noche Jorge y Eloy mantuvieron una corta conversación antes de irse a la

cama.

—¿Por qué le tiene tanto miedo Poncho, al Asilo Durán?

—Porque es como una cárcel.

—¿Una cárcel para niños? ¿Hay cárceles para niños? –se asombró Jorge.

—Algo así. He oído contar muchas cosas del Asilo Durán y ninguna buena.

—¿Como qué?

Eloy vaciló unos instantes, como si intentara hacer memoria.

—Si te portas mal te ponen de rodillas o con los brazos en cruz toda la noche.

—¿Toda la noche?

—Sí. Además, si no cumples el castigo te pegan, y luego te dejan un día entero

sin comer.

—¿Y si te portas muy, pero que muy mal, qué hacen?

—No sé tanto.

Alguien se revolvió en un camastro más allá y luego se sintió una voz:

—Te ponen con los brazos en cruz aguantando un libro en la palma de cada mano

o te ponen de rodillas con un garbanzo debajo de cada rodilla.

—¿Quién es ese? –preguntó Jorge incorporándose un poco.

—El Enterao, no le hagas caso.

—Pues a mí me lo han contado –insistió el Enterao.

—¿Quién te lo ha contado?

—Alguien.

—¿Alguien? Calla y duérmete ya, Enterao.

—No me gustaría ir al Asilo Durán –imploró Jorge.

—Tranquilo, no irás. Allí solo van a parar los que no tienen más remedio. Seguro

que el Enterao acabará allí.

—Y una mierda –gruñó el Enterao y luego se hizo el silencio más absoluto.

Eloy pasó una noche de perros. Le dolía todo el cuerpo de la paliza que le había

propinado Poncho. Jorge por su parte, tomó entre sus manos la medallita de La Moreneta

y cerró los ojos con el pensamiento puesto en mamá, el salvaje de Poncho y aquella

Page 46: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

cárcel de niños llamada Asilo Durán. Y salvo el momento en que los chicos se levantaron

a medianoche armando un montón de jaleo para ver tocar la campana de la torre, el resto

de la noche durmió de un tirón. Aunque eso sí, con el estribillo de la canción de Estrellita

Castro sonando de fondo en la gramola del bar.

5

La mañana siguiente, Jorge despertó con renovadas energías, igual que la madre

Espíritu Santo, quien a primerísima hora de la mañana ya enfilaba el pasillo, sacudiendo

su vara contra las tiendas de campaña que se formaban en la entrepierna de los chicos.

Recorría el pasillo de un lado a otro, graznando con su espeluznante voz de ultratumba y

mandando levantarse y prepararse para las duchas. Jorge dio un salto de la cama y en

menos que canta un gallo se hallaba preparado con la toalla.

Al poco, Juan entró en el dormitorio y los condujo en fila india hasta las duchas.

Las duchas eran individuales y de agua fría, lo que ayudaba a contener la condición

adolescente de los chicos. Fueron entrando de dos en dos, mientras el resto aguardaba su

turno en un vestíbulo inundado de agua. Allí aprovecharon para jugar a deslizarse y

resbalar. Se sentaron sobre el embaldosado del suelo, con los pies contra la pared, y con

un impulso de los muslos salían disparados chocando unos contra otros. Aunque el juego

era divertido y Juan no ponía problemas, había que tener cuidado, ya que los cantos de

algunas de las baldosas eran afilados y sobresalían, y podían hacerse un buen corte en los

muslos.

Después de la ducha Juan los llevó nuevamente al dormitorio para que se

vistieran y se prepararan para el desayuno. Jorge comenzaba a colocarse el pantaloncillo

corto, cuando su atención se centró en alguien en particular.

—¿Qué le ha pasado a ese? —le preguntó a Eloy.

Eloy dirigió la mirada en la dirección que apuntaba Jorge y se topó con un

grandullón que llevaba un vendaje alrededor de su gran cabeza. Tenía el cabello muy

espeso, las cejas muy juntas y cara de enfado. Vestía ropa de adulto.

—Ese es Ricardo, aunque todo el mundo le conoce por Animal. Cuando oigas

hablar de Animal, están hablando de él. Llegó anoche.

—¿Por qué le llaman así?

—Porque es un bestia. ¿No oíste el follón que armó anoche?

—No.

—Claro, dormías como un tronco.

Page 47: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—¿Qué le ha pasado en la cabeza?

—Nada.

—¿Nada? ¿Y cómo es qué lleva ese vendaje si no le ha pasado nada?

Eloy se rascó el pescuezo mientras pensaba en una respuesta. Finalmente dijo:

—No te preocupes por Animal, está loco de remate.

—¿Pero qué le ha pasado? –insistió Jorge.

Eloy volvió a rascarse el pescuezo.

—Lo de siempre. En el Asilo pasa hambre, así que cuando le da, se lanza de

cabeza contra la pared y se da un buen porrazo para que lo traigan a la enfermería. Luego

dice que se ha caído por las escaleras, aunque todo el mundo sabe que no es así. –Eloy

sacudió la cabeza como si Animal no tuviera remedio, pero añadió—: siempre está

castigado por pelearse, aunque la mayoría de las veces se pelea defendiendo a los más

débiles. Una vez me defendió a mí. Creo que en el fondo tiene buen corazón.

—Pero acabará en el Asilo Durán.

—¿Y a ti qué te importa?

Jorge pensaba plantear una nueva pregunta, pero un gruñido de la madre Espíritu

Santo zanjó la conversación. Sin darse cuenta se habían rezagado y se habían quedado los

dos solos en el dormitorio, así que echaron a correr pasillo adelante. Pasaban junto a la

monja, cuando esta sujetó a Eloy por un brazo. El chico temió cualquier cosa.

—¿Cómo tienes ese cuello? –le preguntó. Para su sorpresa la madre Espíritu

Santo se interesaba por él. Eloy comenzaba a abrir la boca, pero la monja no esperó a su

respuesta—. Ese niño del demonio. No os acerquéis a Poncho.

Llegaron a toda prisa. El olor a sopa de ajo corría por el pasillo y la madre Regina

les aguardaba a la entrada del comedor con el aceite de hígado de bacalao preparado. Los

castigó con tomar tres cucharadas del aceite a cada uno por llegar los últimos. Al entrar,

observaron que Poncho y su incondicional séquito habían tomado todas las mesas, y los

únicos sitios que quedaban libres estaban en la mesa donde se había sentado Animal, que

estaba solo. Poncho los observó con una sonrisa maliciosa y luego intercambió una

mirada de conjura con sus adeptos.

—Vuelven a burlarse de nosotros. ¿Por qué lo hacen?

—Porque son subnormales, te lo he dicho ya un montón de veces. Van detrás de

ese Poncho chupándole el culo como si fuera alguien. Y lo mejor, o lo peor, es que no se

dan cuenta de que es tan gilipollas como ellos.

Se sentaron en la mesa con Animal. El muchacho estaba sentado frente a ellos,

echado sobre el plato y rodeándolo con los brazos como si temiera que alguien se lo fuera

a robar. Jorge pensó que Animal debía pasar mucha hambre. También le llamó muchísimo

Page 48: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

la atención su tamaño: era tan grande y robusto como una persona adulta y ocupaba toda

la parte al otro extremo de la mesa. Aunque a pesar de su tamaño, Animal poseía la

misma mirada de inocencia e ingenuidad que el resto de los chicos cuando no estaba

enfadado. Al poco, la madre Teodora, Josefa y la madre Regina, entraban en el comedor

con panes, leche humeante y una bandejilla con onzas de chocolate, la madre Regina

renegaba y parecía enfadada por algo. Cuando el reparto llegó a la mesa que ocupaban

ellos, observaron que a Animal se le saltaban los ojos con las onzas de chocolate y que le

llenaban la taza de leche hasta el borde. Antes de dar cuenta del desayuno, la madre

Teodora mandó silencio y rezaron la acostumbrada plegaria de la mesa.

Tras el último amén de la oración, un inmediato cuchicheo inundó el comedor. Sin

pérdida de tiempo alguno, Animal se zampó media onza de chocolate y un buen cacho de

pan de un solo bocado. Al tiempo que masticaba a dos carrillos observaba a Jorge y a

Eloy con cierto recelo.

—¿Qué miráis?

—Nada –replicó Eloy que conocía alguna de sus chaladuras. Y le dio un codazo a

Jorge para que no lo mirara.

Jorge bajó la mirada y al ver la onza de chocolate recordó que se la debía al

subnormal de Poncho. Se maldijo por ello, por haber sido tan tonto de apostársela a la

Taba. Así que dejó aparte el chocolate, hizo migajas el pan y lo echó en el tazón de leche.

Cuando acabó de tomarse el pan con leche se dio cuenta de que Animal observaba

fijamente su chocolate.

—¿No te lo vas a comer?

—Tengo que dárselo a Poncho.

—¿A ese gilipollas? ¿Por qué no me lo das a mí? —dijo acariciándose la barriga

con la palma de una mano y sonriendo de oreja a oreja.

—Porque si no, lo mata –intervino Eloy—. Poncho se lo ganó ayer a la Taba.

Animal se giró y observó que el chico huesudo no les quitaba ojo de encima.

Estaba claro que vigilaba su chocolate y que también intuía lo que ocurría en aquella

mesa.

—Yo no le tengo miedo a Poncho. Un día le di una paliza y si quiero puedo

volver a hacerlo.

Jorge pensaba en sus palabras mientras observaba sus manos, eran grandes y

fuertes. De pronto, sintió el pie de Eloy por debajo de la mesa.

—No creo que no le tengas miedo a Poncho –dijo Eloy desafiando a Animal.

—Una vez le rompí la nariz y puedo volver a hacerlo cuando me lo proponga.

Eloy sabía lo de la famosa pelea entre Poncho y Animal en la que Poncho

Page 49: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

ciertamente salió con la nariz rota. Pero continuó con la provocación.

—Si no le tuvieras miedo podrías comerte su chocolate. ¿A que tú se lo darías? –

le preguntó a Jorge.

—No. Me matará –dijo él asustado.

Pero antes de que nadie pudiera articular una palabra más, Animal echó una mano

sobre la onza de chocolate y se la metió en la boca. Un segundo después una cuchara

surcaba el aire y pasaba como una lanza entre ellos. Animal se giró y vio a Poncho en pie,

mirándolos furiosamente. Sin pensárselo dos veces Animal se levantó y se lanzó contra

Poncho, iniciando una frenética carrera con la cabeza por delante y gritando como un

animal.

—¡Gambaaa…!

Al llegar a un metro de Poncho saltó sobre él. ¡Gambaaa…! Y al momento ya

rodaban por el suelo. Poncho tuvo la mala fortuna de quedar debajo, aplastado por el

enorme peso de Animal, sin poder casi respirar y sin poder zafarse de aquella trampa

mortal que suponía su cuerpo. Animal no hacía nada, su peso lo hacía todo. Mientras

tanto, el resto de chicos se habían puesto en pie y los gritos de ¡Pelea, pelea! se oían por

todos lados. Aunque allí no había nadie que peleara, salvo Poncho, que luchaba

inútilmente contra aquella fuerza de gravedad que lo aplastaba. Pero el amago de reyerta

duró bien poco, ya que Juan, el vigilante, entró como un relámpago al oír los gritos, y la

madre Teodora y la madre Cecilia llegaban desde de la cocina. La revolución acabó

instantáneamente, aunque tanto Animal como Poncho acabaron castigados de rodillas,

cada uno en una punta del comedor.

Si alguna lección había aprendido Jorge de todo aquello, era que Animal era

capaz de cualquier cosa y que no le tenía ningún miedo a Poncho. Concluyó que Animal

estaba verdaderamente loco. Loco de remate.

Pero la cosa no acabó ahí, porque de alguna manera el señor director acabó por

enterarse ese mismo día de todo lo sucedido en el comedor. El señor Asís se enteró de la

nueva pelea entre Poncho y Animal, del motivo por el que dio comienzo y de la

provocación con el chocolate que Poncho había ganado a la Taba. Sea como fuere se

enteró completamente de todo. Y eso que allí no había chivatos, se dijo Jorge.

Después de escuchar a la madre Espíritu Santo, a la madre Regina y reflexionar

sobre lo ocurrido, el señor Asís sentenció que si los cuatro chicos se sentían con tantas

energías como para organizar un lío de aquella naturaleza, es que se encontraban

plenamente restablecidos. Así que, tras una fulgurante revisión médica, Jorge, Eloy y

Animal abandonaron la enfermaría y esa misma noche durmieron en el Asilo. A Poncho

lo vinieron a buscar unos guardias y se lo llevaron al Asilo Durán. El director no dejó

escapar la nueva oportunidad que le brindaba Poncho para deshacerse de un chico

conflictivo. En el Asilo Durán lo enderezarían.

Y si en algún momento Jorge pensó que podía respirar aliviado por perder de vista

a la pesadilla de Poncho, estaba muy equivocado. Muy pronto descubriría que en el Asilo

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había otros chicos tanto o más complicados que él.

6

La dinámica del Asilo difería de la que se llevaba en la enfermería. Por la mañana

bien temprano todos en pie y al aseo a lavarse, aunque allí nadie vigilaba si los chicos se

aseaban o no. Después iban directos al patio, donde formaban filas a la voz de ¡A

cubrirse!, para cantar el Cara al sol. Tras eso subían al comedor y venía la primera

oración del día. Todo a golpe de pito.

El desayuno consistía en pan y un tazón de leche con Ana, una especie de

chocolate en polvo que apenas oscurecía un poco la leche.

Jorge recibió en su primer paquete un bote de Ana y una bolsa de papel con

galletas. María compraba las galletas en una fábrica que se llamaba Montes y que vendía

los excedentes de galletas rotas a un precio bastante más económico que las enteras. Por

tal motivo, Jorge solamente había visto en casa las galletas rotas que compraba mamá en

aquellas típicas bolsas de papel marrón, y no sería hasta que se hizo algo más mayor, que

se enteró que también existían galletas enteras. Y en cuanto al paquete de Jorge, al igual

que todos los que se recibían en el Asilo, aquel bote de Ana pasó a formar parte de la

despensa general de la cocina.

Después del desayuno tocaba ir a las aulas, donde la madre Remedios tenía

remedio para todo y donde el comportamiento era tan importante o más que aprender; si

alguien no aprendía la lección se llevaba un estacazo, y si alguien no se portaba

adecuadamente también. La tabla de multiplicar y el abecedario se habían convertido en

una pesadilla, y motivo de la mayoría de los azotes que recibían los chicos. La letra con

sangre entra, repetía la madre Remedios como un mantra, cada vez que castigaba a

alguien. Y cuando mandaba silencio tenían que quedarse como muertos sobre la mesa:

con los ojos cerrados y completamente inmóviles. A quien lo hacía correctamente se le

premiaba con un azucarillo que la madre Remedios introducía personalmente en su boca.

En cambio, a los revoltosos les estrellaba el borrador en la cabeza sin contemplaciones,

en eso era todo una experta.

A Jorge le tocó sentarse detrás de un chico que no hacía más que rascarse la

cabeza. De tanto verle cómo se rascaba, él también comenzó a sentir picor detrás de las

orejas. Luego bajaron al patio, que duraba media hora y donde los chicos jugaban

salvajemente a cualquier cosa. El juego era lo de menos, lo primordial era la salvajería,

correr, pegarse, sudar y escupirse. Y tras esa media hora de patio tocaba la comida del

mediodía, también con la preceptiva oración. Luego otra vez a las aulas y después otra

vez al patio. Los chicos pasaban buena parte del tiempo subiendo y bajando por las

escaleras, momento en que los más gamberros aprovechaban para escupir hacia abajo por

el hueco de las escaleras. Jorge aprendió muy pronto que si quería evitar los salivajos

Page 51: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

tenía que ir bien arrimado a la pared.

La merienda consistía en pan con chocolate. Formaban unas largas filas en el

patio y se lo pedían al vigilante a la voz de <<¡Señor Juan, denos chocolate y pan!>>

Después de correr, pelearse, sudar y escupirse en el patio, se rezaba el Rosario. Con el

rezo diario del Rosario, Jorge aprendió una frase en latín que permanecería en su

memoria hasta el resto de sus días: Ora pro nobis. Esa letanía, su amistad con Eloy y con

Animal, y su resentimiento hacia aquellas monjas, fue lo poco que se perpetuó en su

memoria después de su estancia allí. Tras el Rosario tocaba la cena, también precedida

del penúltimo rezo, y luego a la cama, con la última oración de día.

Y si Jorge pensó en algún momento que se había librado del olor a sopa de ajo al

que apestaba el comedor de la enfermería, enseguida comprobó que no. El comedor del

Asilo era enorme y al igual que el de la enfermería olía a aquella horrible sopa de ajo. Las

mesas estaban dispuestas para doce y sobre su grasienta superficie había, al igual que en

la enfermería, un plato, un vaso y una cuchara de aluminio.

Jorge y Eloy se acomodaron en la punta libre de la mesa. Los chicos que

ocupaban la misma mesa y que estaban sentados en el extremo opuesto cuchicheaban

algo entre ellos. De repente, Jorge sintió una especie de picotazo en el cogote. Su mano

voló instintivamente y sus dedos dieron con algo pegajoso adherido en sus cabellos.

Observaba con asco aquella especie de argamasa pegajosa, cuando los chicos de la mesa

rompieron a reír. Eloy se encogió de hombros y también se sonrió.

—¿Qué es esto? –preguntó Jorge con repugnancia.

—Grasa.

Eloy rascó con la punta de la cuchara la oscura superficie de la mesa y extrajo una

viruta de grasa de la capa que cubría su superficie. En un instante fabricó un pegote negro

y moldeable como la plastilina y se sonrió. Jorge observó que la grasa rellenaba las vetas

de la madera y que gracias a eso la superficie de la mesa ofrecía un aspecto liso. De

pronto, Eloy lanzó la bolita de grasa sin mirar adónde y se acurrucó. El vuelo del pegote

fue seguido por todos los chicos de la mesa, incluido el sorprendido Jorge. Contemplaron

cómo fue a caer sobre la cabeza de un muchacho sentando en medio de la sala. El chico

lanzó un alarido y todos ellos rieron con ganas. Sin embargo, la risa les duró tan solo un

breve instante, ya que al momento una lluvia de bolitas de grasa aterrizaba con ira sobre

ellos. Se cubrieron las cabezas con los brazos mientras en el comedor resonaba por todas

partes una risa incontenible. El chaparrón cesó de pronto y los chicos que ocupaban la

misma mesa que Jorge y que Eloy no perdieron el tiempo, comenzaron a rascar con furia

la capa de grasa y a fabricar pegotes. Jorge paseó la mirada a su alrededor y observó que

mirara donde mirara, en todas las mesas, todos hacían lo mismo. Había estallado la

guerra. Las bolitas volaban de un lado a otro y de una mesa a otra en un fuego cruzado,

una tormenta de grasa a la que Jorge también se sumó. Imitando a Eloy y a los otros

chicos, Jorge rascó pacientemente la superficie de la mesa, observando cómo la grasa se

despegaba y se aglomeraba en la cuchara. Cuando la lanzó se sonrió al pensar que podría

alcanzar el cogote de algún incauto como él. Hizo otra y esperó a que Eloy terminara la

suya, luego las lanzaron y sonrieron con complicidad. Pero al igual que ellos lanzaban

Page 52: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

pegotes, los pegotes también regresaban hacia su mesa y de cuando en cuando caía sobre

ellos una intensa lluvia de grasa.

Parecía que el desbarajuste no iba a cesar nunca, cuando de repente la madre

Espíritu Santo, la madre Cecilia y la madre Regina irrumpieron en el comedor, las tres

varas en mano. Instantáneamente se acabó la guerra de pegotes y las varas volaron de un

lomo a otro y de una cabeza a otra, sin piedad ni miramientos, dejando una hueste de

chicos encogidos de miedo y de dolor. Jorge, Eloy y sobre todo Ricardo, que se

encontraba retirado de ellos, recibieron una buena tunda.

Tras la furiosa entrada de las monjas, gradualmente empezó a reinar el orden y un

sepulcral silencio en el comedor, solo interrumpido por los últimos garrotazos que

propinaban sobre los lomos de algunos infortunados. Jorge tenía la frente pegada contra

la mesa y se protegía la cabeza con un brazo colocado a cada lado. Quieto. Acurrucado.

Sin moverse. Elevó ligeramente la mirada y vio como poco a poco terminaba el

deplorable espectáculo ofrecido por aquellas mujeres que dedicaban su vida a la oración,

los enfermos y al servicio de los necesitados. Observó que la madre Espíritu Santo, la

madre Cecilia y la madre Regina, se movían de manera apresurada por el comedor,

asemejándose a los personajes de aquellas películas mudas y en blanco y negro de

Charlot que veían en el cine improvisado del señor Juan. Las tardes que tocaba cine, el

señor Juan disponía un proyector en una pared y colocaba una sábana en mitad de la sala

dividiéndola en dos partes. Después, a un lado se colocaban los niños y al otro las niñas,

sin posibilidad de verse unos a otros, ya que para eso estaban las monjas, que se

colocaban de centinelas en los extremos de la sábana vigilando celosamente. De esta

forma, lo que ocurría era que la mitad de los niños o de las niñas, depende a quién le

tocara, veían la película al revés, lo que también tenía su encanto. Cuando aparecía un

reloj, los que veían la película al revés y sabían leer las horas, jugaban a acertar: ¡Las diez

y cuarto!, gritaba alguien. ¡No, idiota, las dos menos cuarto!, vociferaba otro. Y si la

película tenía subtítulos, los que sabían leer, chicos o chicas, demostraban sus dotes de

lectura al revés: El—hom—bre—col—gó—la—ma—le—ta, leía alguien. ¡No es “col—

gó”, so burro! ¡Pone cogió! ¡Burro tu puta madre!, replicaba el primero. Y cuando

finalmente aparecían los créditos de la película, se establecía un escándalo generalizado,

ya que todo el mudo gritaba y reía: Víctor Mature, leído al revés, se transformaba en

“Eructemos todos”. Y tal y como era de esperar, se producía un gran eructo colectivo.

Esa era una de las cosas divertidas que tenían las tardes de cine.

Cuando el orden y el silencio en el comedor se hicieron definitivos, llegaron las

canastillas de pan y las bandejas con cazos de leche humeante. Después de recorrer las

mesas con la mirada, Jorge observó que del chocolate que se ofrecía en la enfermería no

había ni rastro. El reparto comenzó por el extremo de la mesa que tocaba al pasillo, que

es donde se habían aposentado los chicos más mayores. Las hogazas de pan pasaron de

mano en mano y Jorge se dio cuenta muy pronto de que las más grandes se las habían

quedado los primeros. Volvió a recorrer las otras mesas con la mirada. Los extremos

donde empezaba el reparto estaban ocupados por los chicos más corpulentos. Pensó que

si en cada comida ocurría lo mismo, a ellos solo les llegarían los trozos más pequeños y

las sobras. Entonces se preguntó qué podrían hacer. Contempló a Eloy.

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—¿Dónde crees que puede estar Animal?

—¿Ese bestia? Seguro que matando a alguien para quedarse su comida.

—Va, te lo estoy diciendo en serio.

—No lo sé, le perdí de vista cuando corríamos a formar en el patio. Seguro que

está sentado por ahí, en algún sitio –Eloy levantó la cabeza y oteó a su alrededor—.

Bueno, no te preocupes por él, seguro que está bien.

Entonces sonó un timbre, señal de que había que ir a las aulas. Todo el mundo

acabó de golpe el desayuno y hubo una estampida general hacia la puerta. Los chicos se

amontonaron en el descansillo de las escaleras y hubo carreras para subir hasta la primera

planta. ¿Por qué tanta prisa?, se preguntó Jorge. Cuando llegaron al rellano de las

escaleras halló la respuesta, una cortina de salivajos lanzados con muy mala leche caía

desde el piso superior, lo que no impedía que algunos chicos también lanzaran

escupitajos de abajo hacia arriba y que incluso alguno de ellos diera en la diana. Otros

chicos escupían sin ton ni son y los salivajos caían en cualquier sitio, incluso sobre el

propio lanzador, eso sin olvidar los pescozones que los chicos más grandes repartían

entre los más pequeños. Finalmente todo el mundo llegaba sudando y sin aliento a las

aulas.

La madre Remedios esperó con acostumbrada paciencia a que la clase se llenara y

los chicos se acomodaran en sus pupitres. Luego cerró la puerta y, como por ensalmo,

todas aquellas fieras sudorosas se calmaron al instante. Abrió una ventana para que

corriera el aire y después se aupó sobre la tarima, desde donde dominaba completamente

la clase y cambió a algunos chicos de mesa. A los de mayor edad los colocó en una

misma fila y a Eloy, Jorge y Ricardo, también, aunque en mesas separadas. El azar

dispuso que Jorge volviera a sentarse detrás de aquel chico que no hacía más que rascarse

la cabeza. Se fijó que tenía manchas rojizas en algunas zonas del cuero cabelludo y que le

faltaban mechones, como si alguien se los hubiera arrancado a tirones. La escena volvió a

contagiarle de aquel escozor en la cabeza, y con el mayor disimulo que pudo, comenzó a

rascarse con un lápiz mientras trataba de concentrarse en lo que explicaba la madre

Remedios, que había comenzado a leer la lección con la más absoluta naturalidad.

Al igual que en el colegio Los Ángeles, el aula del Asilo estaba presidida por una

gran pizarra sobre la que había un crucifijo. A un costado de la pizarra había un retrato

del Generalísimo Francisco Franco, el Jefe del Estado. Todas las monedas llevaban

grabado a ese señor que a papá le hacía tan poca gracia. También una inscripción que

decía, así en mayúsculas: FRANCISCO FRANCO CAUDILLO DE ESPAÑA POR LA

G. DE DIOS. –Papá opinaba que aquella G. significaba “geta”—. Al otro lado de la

pizarra había otro retrato, ese otro era de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la

Falange, pero del que al contrario que de Franco, nunca se explicaba nada. La mesa de la

madre Remedios era de madera robusta, al igual que los pupitres de los chicos, que

además eran de dos plazas. Después de dos mortificantes horas de clase sonó el timbre

que indicaba que era la hora del patio, pero nadie movió un dedo hasta que ella lo dijo.

Trascurridos dos minutos hizo una señal y todo el mundo cerró los libros levantándose

con el habitual estruendo de los pupitres plegándose contra los respaldos de madera. Al

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momento todo el mundo trotaba escaleras abajo salvajemente y comenzaba de nuevo la

lluvia de escupitajos. Y aprovechando la confusión los más grandes repartían fuertes

pescozones entre los más pequeños, por lo que se sentían lamentos de críos por todas

partes.

Los chicos salieron gritando estrepitosamente al patio y se separaron rápidamente

en grupos. Hacía un frío que pelaba y había que calentarse fuese como fuese, así que unos

jugaban a saltar la mula, otros a pillar y otros a pelota. Solo había una pelota de goma y la

cogían siempre los más grandullones. El resto las hacían con papeles. Jorge y Eloy se

reencontraron tras la galopada de las escaleras.

—¿Qué hacemos? –le preguntó Jorge frotándose las manos para entrar en calor.

—No sé. Tú qué quieres hacer.

—Podemos jugar a pelota o a policías y ladrones –propuso Jorge.

—Hay que correr demasiado, ¿no crees? —Eloy se arremangó con fastidio la

pernera del pantalón y dejó al descubierto su pierna atrofiada.

—Perdona, no me acordaba.

—Juega tú si quieres, yo paso. Casi me matan bajando las escaleras.

—¿Entonces qué hacemos?

—No sé, podemos jugar al Calientamanos.

—Vale —Jorge conocía la mecánica del juego, en el patio de Els Àngels también

jugaban al Calientamanos.

Se colocaron uno frente al otro y Jorge dejó reposar ligeramente sus manos sobre

las de Eloy, que las tenía con las palmas hacia arriba. El juego ponía a prueba la rapidez

de reflejos; el jugador que sostenía las manos del otro, en este caso Eloy, debía cazar al

vuelo una mano de su oponente y propinarle un manotazo en el dorso antes de que este

las retirara. Y solamente si el cazador acertaba había cambio de posiciones. Jugaron unos

diez minutos, en los que intercambiaron alternativamente las posiciones, ya que tan

pronto fallaba uno como el otro. Al poco habían entrado en calor y buscaron un lugar

donde sentarse. Localizaron un escalón, se sentaron allí, bien pegados el uno al otro,

intentando mantener el calor de sus cuerpos, y a pesar de que pronto el frío atravesó la

fina tela de sus pantaloncillos, iniciaron una de aquellas conversaciones de niños.

—¿Por qué crees que nos tratan tan mal las monjas? ¿Por qué pegan? —preguntó

Jorge mirando a Eloy con los ojos húmedos—. Las llamamos madres pero no son como

mi madre.

Eloy lo observó fijamente durante unos instantes, contrariado por la pregunta y la

afectación que mostraba Jorge por el tema.

—Seguro que todo lo que hacen lo hacen por nuestro bien. Para que crezcamos

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derechos.

—Es que siempre están enfadadas como ogros, cuando no nos pegan con la vara.

—Quizá no sepan hacer las cosas de otra forma.

—Pues la madre Gema no se enfada tanto como las demás.

—¿La madre Gema? –Preguntó como si por primera vez reparara en la existencia

de aquella monja—. No sé, es más joven y quizá tenga más paciencia que las demás.

Aunque Gerónimo siempre dice que a las mujeres no hay quien las entienda.

—¿Por eso aquí no hay chicas?

Eloy lanzó un salivajo antes de decir nada.

—Sí que hay chicas –dijo mientras dibujaba un círculo en la tierra con el dedo—.

Que tú no veas chicas no quiere decir que no las haya.

—Ja. Creo que me estás engañando.

—No te engaño. Los hermanos no se engañan entre ellos, sino que se ayudan. Yo

nunca engañaría a mi hermano. ¿Vale?

—Bueno, no te enojes –y lanzó otro salivajo que cayó muy cerca del que antes

había escupido Eloy—. Pero si hay chicas… y ni se ven ni se oyen, es como si no

existieran.

—Allá tú.

—¿Entonces dónde están?, dime. ¿Escondidas?

—¿Para qué quieres que te lo diga si no me crees?

—Venga, Eloy –le rogó—. Si es cierto dame una pista.

Eloy se lo pensó un momento.

—Allí. Detrás de aquellos muros –apuntó—. Allí es donde están.

—¿Y cuándo las has visto?

—Cada verbena de San Juan.

—¿En San Juan?

En ese momento se les acercó un grandullón sudoroso y con la respiración

entrecortada que les interrumpió.

—Eh… ¿queréis jugar? Necesitamos un portero.

—Yo no –dijo enseguida Eloy—. Y este tampoco –tras lo que lanzó un

escupitajo.

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—Oye, enano… —le preguntó el grandullón a Jorge—. ¿Este quién es? ¿Tú

papá? ¿Desde cuándo el cojito es tu papá?

—Soy su hermano –replicó Eloy.

—Pues si el enano no quiere jugar que lo diga él. ¿O es que se le ha comido la

lengua el gato?

Jorge iba a decir algo cuando se les acercó otro grandullón botando una pelota.

También venía todo sudoroso, jadeante y con el rostro congestionado.

—¿Qué pasa? –preguntó este último.

—Nada, que ya tenemos portero. Venga, enano –y le tendió la mano a Jorge. Sin

saber muy bien por qué, Jorge se agarró a aquella mano y se puso en pie. El grandullón

que había llegado con la pelota bajo el brazo la echó al suelo y se alejó haciendo regates.

Eloy bufó y zarandeó la cabeza, intuía nuevos problemas—. ¿Cómo te llamas enano?

—Jorge.

—Oye enano… ¿Sabes quién es Ramallets?

No hizo falta que Jorge meditara la respuesta. Todo el mundo sabía quién era

Ramallets.

—El portero del Barcelona.

—Muy bien, enano. Pero Ramallets no es un portero cualquiera, es el mejor, el

menos goleado de la liga. Así que si prestas atención, quizá un día llegues a ser como él.

¿Vas a intentar parar todas las pelotas?

—Sí.

—¿Cómo Ramallets?

—Claro –respondió inocentemente.

—Pues entonces ponte ahí.

Jorge se levantó con el culo helado y se colocó en una pared donde alguien había

dibujado una portería con tiza, y aún estaba distraído contemplando las medidas y

pensando en cómo se colocaría Ramallets allí, cuando el primer pelotazo estalló contra la

pared a un palmo de sus narices. La pelota rebotó endiabladamente dentro de la ficticia

portería y salió disparada.

—¡Eh, enano! –Dijo alguien—. Presta atención o te vamos a meter una goleada.

—A ver si paras esta.

Jorge levantó la mirada y vio a cuatro muchachos bien crecidos que lo miraban

con rabia. Flexionó ligeramente las rodillas y separó los brazos del cuerpo levantando

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ligeramente las palmas de las manos hacia los lados. Entonces vio venir hacia él una bala

de cañón y actuando de forma instintiva se protegió el rostro con los brazos. La pelota

rebotó contra su barriga y lo lanzó contra la pared.

—Muy bien, enano. Eso sí que ha estado verdaderamente bien –dijo el grandullón

que lo había fichado para la portería—. Así para Ramallets los penaltis –dijo y rompió a

reír.

Eloy se puso en pie, balanceando el peso de su cuerpo de una pierna a otra, y

llamó subnormal al autor de aquel fatal chupinazo, pero nadie le hizo caso. Jorge no se

había recuperado aún del pelotazo en la barriga cuando la pelota se estrelló nuevamente

contra sus muslos. Trastabilló y fue al suelo. Lo que provocó una salva de carcajadas

entre los grandullones. Empezaba a pensar que no iba a ser capaz de parar ninguna pelota

y que si aquellos chicos continuaban chutando de aquella manera iban a matarlo. Y volvió

a maldecirse por su suerte. ¿Quién le había mandado a él jugar con aquellos matones?

Una lagrimilla recorría su mejilla cuando un chute raso peinó sus cabellos. Se enroscó

haciendo un ovillo, cogió la medallita de La Moreneta entre sus manos e imploró a la

virgen negra que lo protegiera. Esperaba un nuevo pelotazo cuando oyó la voz de Animal:

—Ya está bien ¿no? Dejad en paz al enano.

Jorge miró de reojo. Animal tenía la pelota debajo del brazo y estaba plantándoles

cara a los cuatro matones.

—Oye que esto no va contigo, no te metas –gruñó uno de los chicos.

—El enano y el cojo son mis amigos.

—¿Desde cuándo son tus amigos esos dos? –le dijo otro.

—Desde que a mí me da la gana.

—Dame la pelota.

—Ven tú a buscarla –dijo ofreciéndosela amenazador sobre la palma de su mano.

Uno de los grandullones dio un paso. Pero con una velocidad que dejó a todos

pasmados, Animal sacó un clavo oxidado que escondía en su mano y se lo hincó a la

pelota. El balón se desinfló al instante y el aplauso de Eloy, que celebraba la hazaña,

llegó hasta él. Al instante se formó un corro de mirones alrededor de la escena y los

grandullones se miraron unos a otros encolerizados. Luego, el más grande de ellos puso

su mirada furiosa sobre Animal y avanzó dos pasos hacia él con los puños cerrados por

delante. Animal alargó el brazo mostrando la larga y afilada punta del clavo oxidado y

dibujó un par de fulgurantes cabriolas en el aire.

—¿Quieres que grite gamba y que me lance sobre ti?

Los grandullones volvieron a intercambiar una nueva mirada. Animal era un par

de años menor que aquellos grandullones, pero les ganaba en corpulencia y ferocidad.

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—Te acordarás de esto –dijo finalmente uno de ellos. El más grande le apuntó con

un dedo y masculló una amenaza, pero finalmente se marcharon.

En ese instante Eloy dio un silbido y el corro de mirones se desbarató. La pelea se

había acabado. Mientras tanto Jorge se había puesto en pie y contemplaba con admiración

a Animal, al que no le llegaba ni al hombro.

—¿Por qué lo has hecho? –le preguntó.

Animal puso una mano sobre su cabeza, como un padre.

—Estáis aquí por mi culpa ¿no?

—Sí, pero no tenías por qué haberte metido.

—Lo he hecho porque me ha dado la gana ¿vale?

—Pero podrían haberte dado una paliza.

—Esos no matarían ni una mosca.

—A lo mejor querías que te dieran una paliza para ir otra vez a la enfermería –

intervino Eloy.

Pero Jorge sabía que su aparición no había sido casual, que su llegada era la

respuesta de La Moreneta a su plegaria.

—¿Cómo te llamas? –le preguntó Jorge.

—¿Para qué quieres saberlo?

—Para no tener que llamarte Animal y que me rompas la cara.

Animal soltó una carcajada.

—Mi nombre es Ricardo, pero si quieres puedes llamarme Animal, no me

importa.

Jorge juzgó poco apropiado llamarle Animal.

—Prefiero llamarte por tu nombre. Y gracias Ricardo… Si no es por ti, esos

subnormales me matan.

—A mandar, enano —Ricardo se sonrió y le propinó un pescozón cariñoso.

7

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Esa noche no le resultó nada fácil conciliar el sueño. Nada más echarse en la

cama y rozarse con las sábanas sintió una intensa comezón en el cuero cabelludo y no

cesó de rascarse hasta que se arañó la cabeza por algunas partes. Todo empezó en forma

de un molesto hormigueo que se transformó en escozor en cuanto comenzó a rascarse. Y

como quiera que no podía dormirse porque el picor no desaparecía, comenzó a rascarse y

rascarse, cada vez más intensamente, hasta que el escozor caló hasta la raíz de sus

cabellos. Cada vez que se frotaba sentía como si tuviera diminutas agujillas clavadas en

la cabeza. Y el picor… ¡Maldito picor!, en lugar de desaparecer, se cobraba cada vez un

poco más de piel, extendiéndose lentamente y centímetro a centímetro, como una mancha

de aceite.

Pero ese no fue el único motivo de su insomnio. Cerca de la medianoche y

cuando empezaba a conciliar el sueño, un ruido en el dormitorio le desveló. Entornó la

mirada y entre la penumbra vislumbró una lucecilla. Con sumo sigilo contempló

desconcertado la escena. El chico seguía los pasos de una monja sosteniendo una velita

temblorosamente y protegiéndola con una mano para que la corriente de aire no la

apagara, mientras que la monja se guiaba en medio de la oscuridad como un espíritu, sin

necesidad de ninguna luz. Intentó ver el rostro de la monja pero no llegó a distinguir de

quién se trataba. La luz del candil titilaba en el techo y su reflejo dibujaba siniestras

sombras en las paredes. Su imaginación lo aterrorizó, pero los observó avanzar recorrer el

pasillo hasta que llegaron al replano de las escaleras, entonces la luz desapareció y

comenzó el barullo en el dormitorio. Los chicos saltaron de las camas y se tiraron como

locos hacia las ventanas. Jorge se incorporó y de pronto se topó con la mirada de Eloy.

—¿Qué pasa? –preguntó Jorge sobresaltado.

—¡Shhh…! No levantes la voz. Mosi duerme pero tiene el sueño ligero.

—¿Ese jaleo es por el campanario?

—Sí, vente —susurró.

Jorge se calzó las sandalias y le siguió. Se dio cuenta de que Eloy se llevó la

mano al cogote un par de veces seguidas y se rascó con energía.

—¿A ti también te pica la cabeza?

—Sí, seguro que son piojos. Las camas están llenas de piojos y de chinches.

Se dirigieron hacia una ventana. Las ventanas del dormitorio eran algo más bajas

que las de la enfermería y no les hizo falta ninguna silla. Ricardo tenía la nariz pegada al

cristal y en cuanto los vio acercarse se sacudió de encima a cuantos le rodeaban para

hacerles sitio. Ninguno se atrevió a rechistarle a Animal. Jorge se puso de puntillas, se

agarró del brazo de Ricardo y se encaramó sobre el alféizar.

—Enano, tienes que crecer o pronto olerá por aquí a enano muerto –le dijo

Ricardo—. Aquí todo el mundo se aprovecha de los más pequeños.

—¿A quién la ha tocado subir? –preguntó Eloy.

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—Al Carasucia.

—Lo he visto irse detrás de esa monja tan horrible. Iba con un miedo espantoso,

cagao. Vigilando que no se le apagara la vela –aclaró Jorge.

—Eduvigis, la monja ciega. Dicen que fue quien descubrió al padre Manjón

ahorcado y que en ese mismo momento se quedó ciega –explicó Ricardo.

Jorge se rascó los cabellos de detrás de la oreja:

—¿Por qué todo el mundo le tiene tanto miedo a subir al campanario?

Ricardo contestó con la mirada fija sobre la sombra del campanario, que se

perfilaba como una tétrica mole oscura al otro lado de la ventana.

—¿Qué por qué? –respondió meditativo—. Echa un vistazo ahí fuera y juzga tú

mismo.

Jorge se puso de rodillas sobre el alféizar de la ventana, pegó la nariz al cristal y

al orientar la mirada hacia el exterior un escalofrío recorrió su espalda. Bajo un cielo

tenebroso el campanario ofrecía su aspecto más siniestro, la humedad empapaba la

armadura de la torreta y la piedra fulguraba como si exhalara sangre propia. El extremo

más alto de la cúpula se cortaba en la neblina que la circundaba como una aureola

tenebrosa. Todo en mitad de una espesa negrura y del más absoluto silencio. Jorge

contuvo la respiración.

—¿Oyes ese silencio, enano?

Elevó la mirada y contempló un instante a Ricardo, seguía absorto con la visión

del campanario y en su rostro no encontró rastro de los aires de osadía que había

mostrado en el patio cuando se había enfrentado a aquellos grandullones que pretendían

asesinarle a balonazos. Luego observó a Eloy, también miraba abstraído la torreta, sin

mover un solo músculo de su rostro, como una estatua. Jorge advirtió algo inconcebible

para él hasta aquel momento: el campanario conseguía amedrentar a Ricardo y a Eloy, a

los dos. Puso su mirada en el horizonte. Tras el campanario, la oscura silueta de la

montaña de Montjuich se fundía con el cielo plomizo de la lejanía y en su parte orientada

hacia el mar unas lucecillas distinguían una parte del cementerio de Montjuich. Entonces

se entristeció al recordar a papá.

—Mi padre era enterrador –susurró.

Eloy cruzó una mirada con Ricardo, luego lo observó a él, sorprendido.

—Eso a qué viene –dijo Eloy.

—El cementerio me lo ha recordado –y señaló hacia el oscuro horizonte con un

dedo.

—¿Tu padre era enterrador del Cementerio de Montjuich? –le preguntó Ricardo.

Jorge asintió.

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—¡Joder! –dijo Ricardo.

—¡Joder! –repitió Eloy.

—Mi padre me contó una vez que hay gente a la que entierran viva. ¿No os da

miedo pensar que os puedan enterrar con vida?

—¡Cómo van a enterrar a la gente viva! –exclamó Ricardo.

—Pues mi padre me lo dijo.

—¿Y cómo es que él lo sabía y no hizo nada? –quiso saber Eloy.

—Un día me contó que al abrir un ataúd lo encontraron todo arañado por dentro.

Eso significaba que a esa persona la habían enterrado viva –luego miró a uno y otro y,

mientras volvía nuevamente a concentrarse en el oscuro horizonte y hacía memoria,

continuó con un hilo de voz—. Mi padre también me explicó que hay una enfermedad

que se llama catalepsia. Es como un sueño que hace que las personas vivas parezcan que

están muertas.

—Eso te pasa si te pica la mosca del sueño –le interrumpió Eloy.

—No. Eso es otra cosa. Cuando te pica la mosca del sueño te duermes poco a

poco. A los que tienen catalepsia les da el sueño de golpe, como si se murieran.

—¿Y nadie se da cuenta de que uno está vivo? –preguntó Ricardo acongojado.

—Nadie.

—Pues vaya mierda que te entierren vivo.

—Hay quien hace que lo entierren con una campanilla. Así, si después de muerto

despiertas y resucitas, puedes hacer sonar la campanilla para que te rescaten los

enterradores.

—¿Cómo se va a oír una campanilla con lo grande que es un cementerio? –dijo

Eloy.

—Por la noche los cementerios están en completo silencio. Nada incomoda el

sueño de los muertos. Y los enterradores pasan toda la noche de guardia, recorriendo el

cementerio de un lado a otro, me lo dijo mi padre. Y si oyen tintinear una campanilla en

mitad de la noche, corren todos a salvar esa persona.

—No sé si creerme eso –replicó Ricardo.

—Ah, ¿no? –A pesar de que intentaban disimularlo, Jorge se dio cuenta de que la

historia sobre los muertos enterrados vivos había sobrecogido a Eloy y a Ricardo casi

tanto como la visión del campanario—. ¿Sabéis que hay espíritus que por la noche

abandonan sus tumbas?

—Eso sí que no me lo creo –respondió Ricardo.

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Eloy parecía haberse despistado, se estaba entreteniendo en rascarse la cabeza por

un costado y parecía muy concentrado en ello. Finalmente reaccionó apresurado, como si

le fuera algo en ello.

—Yo tampoco me lo creo –dijo Eloy.

—Son espíritus de niños sin bautizar o niños nacidos muertos, que se transforman

en luces y revolotean para siempre entre el cielo y la tierra.

—¡Vale, ya basta! No cuentes más tonterías de esas –se enfadó Ricardo.

—No son tonterías, mi padre ha visto las luces salir de las tumbas.

—Eh… ¡Callad! –Gruñó Eloy—. El Carasucia está ahí fuera.

Jorge dirigió la mirada nuevamente hacia el campanario. Vio un resplandor

mortecino que centelleaba entre la neblina y que se dirigía hacia la torreta. Imaginó al

Carasucia, caminando indeciso y aterrorizado hacia el campanario y se imaginó a él

mismo en aquella situación. ¡Qué pánico! De pronto el resplandor se desvaneció.

—Ya ha entrado –dijo Ricardo—. Ojalá que no se encuentre con el espíritu.

—¿Espíritu? ¿Qué espíritu? –se acongojó Jorge.

—El de Manjón, el sacerdote que encontraron ahorcado en el campanario.

—No hagas caso Jorge. Nada de lo que oigas sobre eso es cierto.

—¿Niegas acaso que el padre Manjón existiera? –gruñó Ricardo.

—No estoy diciendo eso.

—Entonces juégate algo –le retó.

—¿Pero qué pasa con Manjón? –quiso saber Jorge.

Ricardo entrecerró los ojos y con cara de mucho misterio, explicó:

—El padre Manjón era el campanero. Una noche de terrible tormenta subió a la

torre y tocó las campanadas de medianoche pero no volvió a bajar. La oscuridad y la

tormenta impidieron que nadie se diera cuenta de que Manjón no había regresado. Al

amanecer lo encontraron ahorcado en el campanario. Tenía un nudo tan fuerte alrededor

del cuello que tuvieron que cortar la cuerda para bajarlo. Desde entonces la campana no

tiene cuerda y ninguna monja se atreve a subir de noche al torreón.

—¿Se suicidó? –preguntó Jorge.

—Creo que sí.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Simplemente lo sé.

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—Las monjas son viejas, ¿cómo van a subir hasta el campanario, de noche y en

plena oscuridad si la mayoría a duras penas pueden caminar? –explicó Eloy, que dejó la

reflexión en el aire.

Tras escuchar las palabras de Eloy, Jorge creyó haber dado con el motivo por el

que las monjas les obligaban subir al campanario. Con todas las historias que su padre le

había explicado sobre el cementerio y los muertos, había aprendido que el miedo y las

supersticiones eran motivos suficientemente poderosos para conducir la conducta de las

personas. Y tenía su mente ocupada rumiando sobre el espíritu del padre Manjón y en los

espíritus de los niños muertos que se transformaban en luces al abandonar sus tumbas,

cuando Eloy advirtió algo sobre el Carasucia.

—Mirad, ya está arriba.

Los chicos enfocaron la mirada hacia la corona del campanario y divisaron aquel

reflejo mortecino y bamboleante de la vela que era casi imposible de distinguir.

—¿Cómo ha podido subir tan deprisa ese cabrón? –se preguntó Ricardo.

De pronto se escuchó la primera campanada, seguida de un fervoroso clamor que

recorrió el dormitorio. Pero cuando Jorge contaba la doceava campanada retumbó una

poderosa voz en el dormitorio. Mosi, el vigilante, se había despertado.

—¡Todos a la cama, gandules!

Se giró y al final del pasillo divisó la lucecilla de un candil, tras ella se perfilaba

la silueta de Mosi.

—Se nos ha acabado el espectáculo —dijo Ricardo.

—Sí, con la mala leche que tiene Mosi será mejor no cabrearle –añadió Eloy.

Y al instante una tromba de niños corrió a las camas. La fiesta había llegado a su

fin por esa noche.

8

El primer sábado que Jorge pasó en el Asilo vivió la preparación para la

exposición de niños. Y ese mismo día también se enteró de que Ricardo tenía padre, cosa

que hasta ese momento, más preocupado en su propia supervivencia que en cualquier otra

cosa, ni se había molestado en pensar.

A primera hora de la mañana, la madre Cecilia y la madre Regina despertaron a

los chicos y rezaron con ellos la primera oración del día. Después de aquel día, quien

vino a buscarles para llevarlos a las duchas fue Gerónimo, ya que el señor Juan y la

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señora Josefa habían ido a Hospitalet a visitar a un familiar enfermo. Gerónimo entró a

largas zancadas en el dormitorio, esa era su forma de caminar de siempre: largas y

rápidas zancadas. Como si tuviera prisa. Como si tuviera que llegar rápido a todos los

sitios. Al igual que la mañana anterior, Jorge se había despertado con un intenso picor en

la cabeza.

—Hola chico –le saludó Gerónimo al cruzarse con él—. ¿Ya estás bien? ¿Ya te

defiendes entre todos estos energúmenos?

—Sí, bueno… He hecho algunos amigos.

—Pues me alegro. ¿Y quiénes son esos amigos?

—Eloy y Ricardo.

—Eloy y… ¿Ricardo? –dudó—. Ten cuidado con quién te juntas, chico. Estos

salvajes pueden ser tus mejores amigos un día y al siguiente tus peores enemigos. Ten

mucho ojo. Te lo digo yo que me conozco bien el paño.

—Eloy y Ricardo son buenos conmigo, nunca me traicionarían.

—Bien, bien… Yo solo te advierto, chico. —Jorge abrió la boca vacilante y

Gerónimo esperó a ver qué decía—. ¿Qué? –le preguntó finalmente al ver que no acababa

de decidirse.

—Gerónimo, ¿qué sabes del padre Manjón?

El portero se inclinó hacia él con el ceño arrugado hasta ponerse a su altura y lo

observó con su único ojo. Jorge contempló con aprensión su ojo vacío y la oscura cicatriz

de su cuello.

—¿Cuándo has oído nombrar tú al padre Manjón?

—Anoche. ¿Es verdad que se ahorcó en el campanario?

—Mira chico, hay asuntos que es mejor no removerlos. Manjón está muerto y

enterrado y es mejor dejar en paz a los muertos. Tu padre que fue enterrador, ¿no te

explicó nunca nada de eso? —Jorge agachó la cabeza considerando el primer consejo que

le había ofrecido Gerónimo nada más llegar al Asilo. Luego el portero le frotó el cogote

con la mano —. Venga chico, corre a asearte y olvídate de Manjón.

Tras eso Gerónimo dio un par de palmadas al aire y los huérfanos de padre y

madre corrieron a formar dos filas. Comprobó que no le faltara ninguno, y cual flautista

de Hamelín, los condujo hacia las duchas. El resto de chicos tomó la ducha aparte. Jorge

se enjabonó bien la cabeza y a pesar del agua fría se la enjabonó dos veces, eso alivió y

mitigó mucho su picor de cabeza.

El sábado era el día de la semana más importante para los huérfanos de padre y

madre. La adopción era la forma más rápida de salir de aquella cárcel, ya que luego solo

quedaba la opción de esperar a cumplir la edad necesaria para acudir a la escuela de

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aprendices de la SEAT. Todo un mundo cuando tan solo se tienen ocho años.

Eloy volvió con el cabello reluciente y repeinado, con las sandalias lustrosísimas

y un pantaloncillo negro. Se abrochó la camisola hasta arriba y se colocó una chaquetita.

Además llevaba unos calcetines blancos largos que le llegaban hasta las rodillas y que

cubrían casi por completo su pierna atrofiada. Aunque con todo y eso, era inevitable que

se le notara una cierta cojera. Eloy recorrió el pasillo una y otra vez, ensayando el paso e

intentando ocultar el sutil giro de su rótula cada vez que apoyaba el pie en el suelo, lo que

le obligaba a forzar la pierna buena y a acabar con un considerable dolor que terminaba

desanimándolo. En esos momentos recordaba siempre las palabras que la madre Gema le

había dicho una vez y que achacaba a un escritor inglés, un tal Lord Byron, que también

había nacido cojo y que según explicaba él mismo en un libro, había aprendido a correr

antes que a caminar. Según decía la madre Gema, cuando alguien le preguntaba a Lord

Byron por su cojera, él siempre respondía: <<Cuando un miembro se debilita siempre

hay otro que lo compensa>>.

Eloy iba y venía por el pasillo bajo la atenta mirada de sus amigos.

—¿Qué tal? ¿Se nota mucho? –le preguntó a Jorge, que lo observaba venir de

frente en el pasillo.

—Solo un poco.

—¿Seguro que solo un poco? No me engañes.

—Seguro.

—Y una mierda. Se te nota desde una legua –dijo alguien a sus espaldas. Jorge se

volvió y se encontró de narices con el Enterao—. ¿Por qué no pruebas a ponerte un

trocito de cartón bajo el calcetín? –le aconsejó en un tonillo medio de guasa.

—¿Por qué no te lo pones tú en las narices? –replicó Eloy con enojo.

Jorge se rascaba el pescuezo mientras observaba a Eloy venir por el pasillo, hasta

que se detuvo frente a él.

—Quizá el Enterao sea un gilipollas, pero puede que su idea no sea tan mala –

reflexionó Jorge.

—¿Quieres que le haga caso a ese idiota y que me ponga un trozo de cartón en el

zapato?

—Eh, eh… Sin insultar. Encima que te doy un consejo… —De pronto apareció un

cigarrillo en las manos del Enterao y se largó en dirección al lavabo—. ¡Que os den a los

dos!

Seguidamente Jorge fue hasta su mesita, hurgó en el cajón y regresó con un trocito

de cartón doblado en la mano.

—Anda, prueba.

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Eloy miró a su alrededor y comprobó que nadie los estaba mirando. Alargó la

mano y se hizo con el trocito de cartón. Se sentó a los pies de una cama, se descalzó la

sandalia, se bajó el calcetín y colocó el cartoncillo dentro del calcetín, bajo el talón.

Luego se colocó la sandalia. Al ponerse en pie miró a un lado y a otro, comprobando que

nadie a su alrededor les miraba. Se convertiría en el hazmerreír si alguien le hubiera visto

hacer aquello. Luego volvió a desfilar por el pasillo, un trayecto de ida y otro de vuelta.

—¿Qué tal ahora?

—Oh… muchísimo mejor, ni se nota.

—¿Seguro?

—Segurísimo –afirmó Jorge alegremente.

—¿Qué es lo que ni se nota? –preguntó Ricardo, que acababa de aparecer en un

extremo del corredor.

—Que cojea –dijo Jorge. Ricardo ladeó la cabeza y con la mirada puesta sobre las

piernas de Eloy hizo una extraña mueca. Jorge aguzó el olfato y percibió el claro olor a

tabaco que arrastraba Ricardo—. ¿De dónde vienes?

—De cagar y de hacerme una paja –no dijo que también viniera de fumarse un

cigarro.

—¿Había postales? –se interesó Eloy.

—Claro. El Enterao siempre tiene, no sé de dónde las saca pero siempre tiene.

—¿Y cómo lo tenían las tías de hoy?

—Muy negro.

—¿Ninguna lo tenía rubio? –Ricardo negó con la cabeza—. ¿Y por qué no me has

avisado? –gruñó molesto.

—Estabas muy ocupado ensayando el paso.

De pronto Eloy se quedó quieto. ¡La exposición! Y sin decir nada echó a correr

como un loco hacia las escaleras. Con la prisa se le salió una sandalia, pero se la volvió a

poner sobre la marcha y sin detenerse. Luego desapareció dando un salto sobre el primer

peldaño de bajada y se le oyó trotar escaleras abajo.

—Se va a matar –dijo Jorge preocupado.

Jorge y Ricardo bajaron al patio y se sumaron a un corro de chicos que jugaban a

Las cinco piedras. El juego consistía en lanzar una piedra al aire, tomar con la misma

mano otra de un montoncito de cinco y recoger, también con esa mano, la lanzada al aire

antes de que cayera al suelo. El juego ponía a prueba los reflejos y la rapidez de manos,

aunque su proceso era algo repetitivo. Lo único que cambiaba, era que cada vez se

lanzaba y se recogía la piedra con la mano más llena, hasta reunir el total de cinco piedras

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en el puño. Y si se fallaba y se caía la piedra al suelo, pasaba el turno al siguiente y se

recibía un castigo, por lo general coscorrones, tirones de oreja o collejas. Jorge se ganó en

un momento dos tirones de orejas y dos coscorrones, Ricardo tres collejas, aunque nadie

se atrevió a dárselos.

Como dos horas después los huérfanos volvieron de la exposición. Eloy llegó

cabizbajo y con los ojos rojos. Explicó que el cartón que se había puesto bajo el talón le

había ido bien y que le había ayudado a disimular la cojera, pero que al desfilar, el

calcetín se le había ido bajando poco a poco dejando al descubierto su maldita pierna

atrofiada. Se tiró sobre la cama y comenzó a llorar con rabia. Jorge sintió un nudo en el

estómago, no sabía qué hacer para consolarle. La mano de Ricardo cayó sobre su hombro

arrastrándolo fuera de allí.

La tarde del sábado la pasaron casi por completo en el patio, aunque antes de bajar

y cruzar bajo la cortina de salivajos que caía siempre en las escaleras, rezaron la

correspondiente oración. Después formaron en el patio para cantar el Cara al sol, como si

encomendar a los chicos a aquella rutina de rezo y cántico sirviera para salvaguardarlos

de las más que seguras eventualidades que fueran a surgir en el patio. Inmediatamente

después del Cara al sol rompieron filas en mitad de una gran estampida y se diseminaron

por el patio. Los más tranquilos se sentaron o se dirigieron al columpio, aunque la gran

mayoría, más asalvajada, prefería jugar a policías y ladrones y sudar, jugar a la pelota y

sudar, o jugar a la lucha revolcándose por la tierra y sudar. Otros jugaban directamente a

escupirse y salir huyendo del ensalivado para no recibir su venganza y así sudar con las

carreras. Si alguien no sudaba en el patio era signo de que no se lo estaba pasando bien.

Los más envalentonados jugaron a lanzarse piedras. Dos cabecillas hicieron dos

bandos que se situaron a una cierta distancia y captaron a Jorge y a Eloy para uno de

ellos. Había que lanzar piedras a los del bando contrario y evitar que te dieran a ti; el

juego era bien sencillo y el castigo también: una pedrada. Para ello, los chicos buscaban

por el patio las piedras más afiladas o las que tenían más picos y comenzaba la guerra.

Después de que Jorge recibiera un par de buenas pedradas en las piernas, decidieron que

el juego era demasiado peligroso y dejaron de jugar. Fueron rápidamente sustituidos por

otros niños que querían demostrar su osadía y su buena puntería.

Ellos se sentaron bajo unos porches y vieron a Ricardo dando una vuelta por el

patio. Eloy seguía con la angustia que le proporcionaba su maldita pierna atrofiada y

maldecía su miembro menguado como el responsable de que aún permaneciera en aquella

cárcel. Jorge intentaba consolarlo pero no había consuelo posible para Eloy, que juró que

un día él mismo se cortaría aquella pierna.

Un poco más tarde y ya algo más calmado, observaron de lejos el juego de los

grandullones. Como no habían encontrado ninguna víctima para su mortífero juego,

jugaban entre ellos a lo que habían bautizado como “los boliches”. Tres se situaban con la

espalda pegada a la pared pero de frente a la pelota, separados a una distancia aproximada

de medio metro unos de otros, otros dos se colocaban delante de los anteriores, en la

misma posición y distancia, y finalmente otro se situaba el primero. La figura formaba un

triángulo humano y nadie podía mover los pies del suelo, solo el cuerpo para esquivar los

balonazos que les lanzaban el resto de jugadores desde una distancia de unos cinco pasos.

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El entretenimiento consistía en una bestialidad que tanto a Jorge como a Eloy les pareció

una completa estupidez propia de aquellos grandullones. Y estaban prestando atención al

juego de aquellos salvajes cuando una corriente de aire transportó desde alguna parte

hasta ellos un repentino olor a comida recién hecha.

—¿Hueles eso Eloy?

—Sí, es esa asquerosa sopa de ajo. Por todos sitios huele a esa asquerosidad.

—Pero si la cocina está al otro lado, ¿cómo llega ese olor hasta aquí?

Eloy se encogió de hombros.

—Debe ser el aire que quiere fastidiarnos.

Finalmente decidieron ir a investigar. Para ello no tuvieron más que dejarse guiar

por el olfato. La pista los condujo hasta un recoveco del patio donde el olor era muy

intenso. Pero allí no había nada ni nadie, solo un macetero con un puñado de margaritas y

un banco de piedra al sol. Eloy se sentó en él.

—El olor viene de por aquí –dijo sin ningún género de duda.

Jorge miró a un lado y a otro.

—Sí, pero de dónde —Jorge cerró los ojos y olfateó el ambiente durante un

instante.

Eloy comenzaba a reírse de su pose, cuando de repente Jorge flexionó las rodillas,

puso una mano en tierra y apuntó con un dedo bajo el banco de piedra. Eloy apoyó una

rodilla en el suelo y asomó la cabeza. Debajo justo del banco y medio oculto por el

macetero había un ventanuco.

—¿Crees que cabes por ahí?

—No sé… –dijo Jorge.

—Si no cabes tú, no cabe nadie. Vamos, inténtalo.

—¿Para qué quieres que entre?

—Es la cocina, seguro que hay comida.

Jorge se rascó el cogote y observó quedamente a Eloy, que también comenzó a

rascarse la cabeza por un lado.

—¿A ti también te pica?

—Como si me clavaran alfileres –contestó Eloy—. Pero bueno, dejémonos de

lamentaciones.

Ricardo apartó el macetero, Jorge se echó al suelo, se arrastró debajo del banco y

metió la cabeza por el ventanuco. Dentro estaba todo oscuro y el olor a la sopa de ajo era

Page 69: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

asfixiante. Luego intentó meter los hombros pero el hueco de la ventana era muy justo y

no cabía.

—Mete primero un hombro y luego el otro –le aconsejó Eloy.

Después de pasar la cabeza Jorge se recostó sobre los codos para pasar los

hombros, pero tampoco pudo lograrlo y necesitó la ayuda de Eloy. Eloy lo cogió por el

trasero y lo empujó con todas su fuerzas. De repente Jorge cayó al otro lado como

succionado por una fuerza y fue a parar de bruces sobre una mesa, donde se quedó

inmóvil y en completo silencio hasta que sus ojos se acomodaron a la oscuridad. Había

tenido suerte, sobre la mesa donde había caído observó un par de ollas enormes llenas de

sopa de ajo, varios cazos y cucharones y un cuchillo de cocina con una buena punta.

Podría haberse clavado aquel enorme cuchillo o podría haber volcado la mesa originando

un gran escándalo. Saltó de la mesa al suelo, contuvo la respiración y observó su

alrededor. Las paredes estaban enlucidas hasta el techo y en el centro había una gran

cocina con al menos diez fuegos. En un resguardo había varios sacos con patatas,

garbanzos y judías, y sobre una especie de repisa hecha en la pared con los mismos

azulejos blancos de las paredes, había unos cuantos sacos con barras de pan. Al fondo

divisó una fresquera a rebosar de embutidos.

Recorrió la cocina con sigilo y en total silencio, conteniendo la respiración y

deteniéndose cada dos pasos a escuchar cualquier movimiento. Dedujo que estaba solo,

cuando una voz lo sobresaltó.

—¿Cómo va eso? –le preguntó Eloy desde el otro lado del ventanuco.

Jorge se revolvió de golpe como una serpiente, con el corazón latiéndole a todo

galope y le gruñó que se callara. Luego se detuvo a escuchar nuevamente unos instantes.

Finalmente se decidió y se hizo con un cacho de pan, varios trozos de chocolate y un par

de chorizos crudos que cogió de la fresquera. Iba a continuar con la exploración cuando

oyó un ruido remoto, entonces decidió que había llegado el momento de huir de allí. Se

aupó sigilosamente sobre la mesa y llamó a Eloy con un susurro. El pan, el chocolate y

los chorizos pasaron de las manos de Jorge a las de Eloy. Luego se agarró al marco de la

ventana con las dos manos y se preparaba para sacar la cabeza cuando unas manos

grandes y extremadamente fuertes tiraron de él hacia fuera y lo sacaron de un tirón. Cayó

de bruces sobre la tierra y temiéndose lo peor se cubrió el rostro con un brazo, pero al

enfocar la mirada observó a Ricardo agachado sobre él. Tenía una sonrisa de oreja a

oreja.

—¿Quién pensabas que era? –Pero Ricardo no le permitió que contestara—.

Venga, rápido antes de que nos descubran, que hay chocolate y unos chorizos

esperándonos.

Y allí mismo sobre el suelo y en tan solo unos minutos dieron cuenta del botín.

Acababan de devorar la rapiña cuando sonó la sirena que indicaba el final del

tiempo de patio. Eloy y Ricardo se miraron extrañados.

—¿Ya es la hora? –preguntó Eloy limpiándose el morro a toda prisa con el dorso

Page 70: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

de la mano.

—No –reconoció Ricardo con la mirada fija en un viejo reloj de pulsera que le

había regalado su padre.

—Quizá pase algo.

—No creo. Eso es que algún capullo ha vuelto a tocar la sirena otra vez.

—¿Qué pasa? –se interesó Jorge.

Ricardo apuntó con el dedo las filas de chicos que estaban comenzando a formar

las monjas. Detectó un revuelo un tanto extraño.

—Las monjas han bajado y eso no me gusta nada.

—Entonces será mejor que nos demos prisa –dijo Eloy.

Salieron disparados. La pierna no dificultaba a Eloy para llevar un ritmo de

carrera suave y Jorge corrió tras los pasos de sus dos amigos. Nada más formar se

enteraron de lo que había ocurrido. Alguien había tocado nuevamente la sirena que solo

estaban autorizados a utilizar el vigilante o el portero. Y como no era la primera vez, las

monjas, con la madre Espíritu Santo, la madre Regina y la madre Cecilia a la cabeza,

decidieron tomar cartas en el asunto. Jorge consideró que la cuestión debía ser bastante

grave, puesto que las monjas habían abandonado su entrega a la oración y a la costura de

las tardes de fin de semana y estaban todas allí muy enfadadas. Después de formar a

todos los chicos preguntaron por el responsable de haber hecho sonar la sirena, con la

amenaza de que si no salía, todos, sin excepción, serían castigados. Las monjas, con

Gerónimo y el señor Juan de séquito, recorrieron amenazantes la formación. Más de cien

chicos. Nadie salió pero tampoco osó nadie sostenerle la mirada. Cuando la madre

Espíritu Santo se enfadaba era mejor no parar a su alrededor. Y hasta en cinco ocasiones

preguntó encolerizada por el autor de la trastada. Logró que se miraran unos a otros

acusadoramente, pero no logró que saliera nadie.

—Vosotros lo habéis querido, diablo de niños –dijo fuera de sí.

Tomó la vara y la mostró bien en alto dándoles una última oportunidad antes de

ejecutar la amenaza. Serían azotados del primero al último, tanto si no salía el culpable,

como si alguien no decía quién había sido. Nadie rompió el código de silencio no escrito.

Así que presa de una ira infinita hizo desfilar a los chicos ante ella y bajarse los

pantalones. Sin inmutarse lo más mínimo, sacudió a todos y cada uno de ellos, tanto si

eran culpables como inocentes, cinco azotes bien fuerte en el trasero. Los más grandes

alardeaban de valor sonriéndose al recibir el castigo. Los más pequeños, incluidos Jorge y

Eloy, temblaban de miedo pensando en el momento en que les tocaría a ellos. Nadie pudo

entender un castigo tan arbitrario y tan injusto. El escarmiento quedó marcado a fuego en

el cuerpo y en la memoria de todos aquellos chiquillos para siempre. También el nombre

de la madre Espíritu Santo.

Page 71: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

9

Esa noche en el dormitorio del Asilo solo había un tema de debate: ¿Quién habría

tocado la maldita sirena? Alguien tenía que haber visto al responsable y más tarde o más

temprano se sabría. Entonces una terrible venganza se cebaría con él. Pero había otro

asunto que también ocupaba el interés de los chicos. Intentaban conciliar el sueño pero

una resonancia que llegaba de la lejanía y que hacía vibrar los cristales lo impedía. Hasta

que alguien abrió una ventana. La resonancia se hizo más potente y todos corrieron hacia

las ventanas para ver qué era aquel ruido. Entonces vieron pasar las luces, eran como

luciérnagas en la completa oscuridad de la montaña.

Mosi se desveló con el jaleo y entró en el dormitorio. Observó a los chicos en las

ventanas preguntándose unos a otros qué estruendo era aquél. Advirtió el entusiasmo que

mostraban y se acercó hasta ellos.

—Eso que se oye es por Las 24 Horas –dijo.

Los chicos se sorprendieron al verle allí plantado sin que hubiera puesto voz en

grito al encontrarles levantados. Con una tranquilidad desconocida para ellos hasta aquel

momento, Mosi les explicó que Las 24 Horas de Montjuich era una competición de

motos que duraba un día entero y que venía gente de todo el mundo a competir. Los

chicos se concentraron en las luces, que recorrían como bengalas la noche. Y en el rugido

de los motores, que durante el día había pasado completamente inadvertido y ahora

llegaba con intensidad hasta ellos. Mosi les permitió que miraran un rato, pero con la

condición de que se fueran a la cama sin rechistar cuando él lo dispusiera. Tras convenir

el pacto le asaltaron a preguntas sobre la carrera. No es que Mosi supiera mucho de

motos, pero recordó una noticia del diario sobre una moto italiana que estaba ganando

todas las carreras y les habló de ella, la Ducati Marianna. Ante la decepción de los chicos

porque la moto fuera italiana, Mosi les explicó que había un gimnasta en Barcelona, un

tal Joaquín Blume, que había ganado hacía muy poco el Campeonato de Europa de

Gimnasia. También les explicó que además de Las 24 Horas, ese año iba a pasar por

Barcelona el Tour de Francia, la carrera ciclista más importante del mundo. Y que el Real

Madrid había ganado su segunda Copa de Europa ese mismo año. Aquellas pequeñas

crónicas de alcance mundial parecieron compensar a los chicos de la afrenta de la moto

Ducati. Mosi se encendió un cigarro y les dejó contemplar un rato más los destellos de las

luces recorrer la montaña, cuando acabó el cigarrillo mandó cerrar las ventanas y meterse

en la cama. Los chicos obedecieron, aunque fueron inevitables algunos cuchicheos de

protesta.

Jorge dormía profundamente cuando una mano lo tomó por el hombro y lo agitó

con violencia. Estaba echado de lado porque el trasero aún le ardía de la vara de la madre

Espíritu Santo. Al abrir los ojos se topó con Ricardo, estaba vestido y lo observaba

fijamente sin pestañear.

—Despierta, nos vamos a ver Las 24 Horas.

Page 72: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—¿Qué?

—¡Shhh…! Haz lo que te digo –siseó Ricardo llevándose un dedo a la punta de la

nariz.

Jorge se incorporó lentamente y distinguió a Eloy a su derecha, quien también

estaba completamente vestido y lo apremiaba con gestos. Pero en su mirada Jorge

distinguió una súplica: ¡Vamos, necesito salir de aquí! ¡Necesito hacer alguna cosa más

que esperar a que me adopten o cumplir la edad para ir a la SEAT! Luego Jorge recorrió

su alrededor con la mirada. La mayoría de chicos se habían vuelto a levantar para a ver

tocar la campana. Era medianoche. Jorge suspiró de cansancio y se volvió a dejar caer en

la cama.

—¿Pero cómo vamos a salir? –protestó.

Ricardo le puso una mano cubriéndole la boca a modo de mordaza y le echó la

ropa encima para que se vistiera.

—¿Es que quieres que nos cojan? ¿Quieres que vayamos al Cuarto Oscuro?

¡El Cuarto Oscuro! Jorge ya había oído contar alguna desagradable historia sobre

el Cuarto Oscuro. Una maloliente celda en completa oscuridad donde las monjas

encerraban a quien juzgaban que se había portado muy, pero que muy mal.

Rematadamente mal. Después de condenar a alguien a aquel castigo solo quedaba una

única posibilidad de escarmiento: el Asilo Durán.

Jorge tenía la mano de Ricardo cerrándole la boca, con lo que solo pudo mover la

cabeza de un lado a otro, con los ojos muy abiertos. ¡El Cuarto Oscuro no!

Aprovecharon el barullo que se formaba cada noche a la hora de las campanadas

para bajar sigilosamente las escaleras. Sabían que después de las campanadas cada uno

correría a su cama y se cubriría hasta arriba haciéndose el dormido por si entraba Mosi.

Mientras descendían las escaleras escucharon los ronquidos del vigilante. Como cada

noche. Mosi solo echaba un vistazo en el dormitorio si oía mucho jaleo o si se despertaba

para ir al lavabo. Se camuflaron en la oscuridad de un recodo en la planta baja y

esperaron hasta que sonó la doceava campanada. Diez minutos después tendrían vía libre

y podrían salir al patio.

Cuando se aseguraron de que no había nadie que pudiera verles salieron. A Eloy le

temblaban las piernas. Jorge sentía que su corazón latía desbocado y que golpeaba contra

su pecho con la fuerza de las coces de un caballo. El ruido de las motocicletas llegaba

ahora apagado por los muros, pero desde algún otro lugar llegaba con nitidez el estribillo

de la cancioncilla de la jaca, que a Jorge comenzaba ya a resultarle familiar.

Recorrieron el patio cobijados por las sombras de la noche y arramblados contra

el muro que recorría el perímetro de la calle San Eloy. La luz de la luna era tenue esa

noche y había una ligera bruma, lo que les favoreció para esconderse.

Ricardo tenía un plan en mente. En la calle de atrás había un plantel de algarrobos

Page 73: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

cuyas ramas sobrepasaban la altura del muro. Se deslizarían hasta los algarrobos,

treparían el muro hasta llegar a las ramas y saldrían por allí. La altura era de unos dos

metros y medio y él ya los había saltado antes.

Llegaron hasta los algarrobos y Ricardo se agachó colocando una rodilla en tierra.

Empalmó las manos colocando los dedos entrelazados para que Jorge y Eloy plantaran

primero un pié en ellas y luego en uno de sus hombros, utilizando su cuerpo a modo de

escalerilla humana.

—Y tú cómo saldrás –le preguntó Jorge al oír el plan.

—No os tenéis que preocupar por eso –se sonrió él.

Convinieron que primero subiera Jorge. Uno—dos, un empujón y Jorge estaba ya

enganchado a la parte superior del muro. Luego Ricardo lo empujó por el trasero y lo

catapultó hasta arriba. Jorge soltó un quejido de dolor cuando los dedos de Ricardo se

clavaron en sus glúteos. Un segundo después Jorge se encaramaba a las ramas y

descendía por el tronco de un algarrobo. Después Ricardo repitió la misma operación con

Eloy. El chico escaló por el cuerpo de Ricardo, trepó al muro, se enganchó a una rama y

saltó con la ayuda de Jorge, que le aguardaba al otro lado. Después le tocó a él. Ricardo

dio un salto como un tigre, quedándose enganchado con la punta de los dedos al muro,

balanceó su cuerpo de un lado a otro hasta alcanzar el suficiente impulso y alargó una

pierna hasta que la subió al muro. Después se impulsó con los antebrazos y subió el resto

del cuerpo a pulso. Tras eso se enganchó a las ramas del algarrobo y se dejó caer al otro

lado. A continuación, con la respiración entrecortada por el esfuerzo, Ricardo les explicó

cómo pensaba guiarles hasta la montaña de Montjuich y se pusieron en marcha.

Los aledaños del Asilo del Port eran terrenos sin edificar, antiguas viñas

salpicadas de matorrales y viejas fábricas. Las casas asimismo eran escasas y separadas

unas de otras, como tierra de nadie. Tomaron una calle sin asfaltado ni aceras donde los

postes de la luz estaban en su mayoría inclinados por las sacudidas de la última gran

tormenta. Se encaminaron directamente hacia la falda de Montjuich y cruzaron una calle

adoquinada con un pequeño puente por el que pasaba el tren de la potasa, que hacía su

trayecto desde Súria hasta el puerto cargado del mineral. Era la carretera de Nuestra

Señora del Port. Desde allí, las ráfagas de las motocicletas se divisaban aún lejanas, como

fugaces centellas. Luego pasaron junto a un estadio de fútbol y la calle comenzó a

empinarse.

—¿Qué campo es este? –peguntó Jorge.

—El del Atlético Iberia –le respondió Eloy con total seguridad.

—¿Es importante?

—¿Cómo que si es importante?

—Si es como el Barcelona.

Ricardo no pudo contener una carcajada y Eloy se sonrió.

Page 74: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—No. ¡Qué tonto eres! El Barcelona juega en primera división, como el Madrid.

El Iberia juega en tercera.

—Yo soy del Barcelona –dijo Jorge—. ¿Tú de qué equipo eres?

—Del Español, que también es de primera. ¿Y tú Ricardo?

—Yo del Osasuna, como mi padre.

—¿Dónde está Osasuna? –quiso saber Jorge.

La ingenuidad de Jorge propició otra nueva carcajada de Ricardo.

—El Osasuna es el equipo de futbol de Pamplona.

—Pamplona…

—Sí, Pamplona. ¿Has oído hablar de los San Fermines alguna vez?

—¿Es esa fiesta donde sueltan a los toros? –preguntó interesado Eloy.

—Así es. Los Sanfermines es la fiesta de Pamplona, mi ciudad.

—Entonces, si Osasuna no es ningún lugar… ¿Qué es? –replicó Eloy.

—Solamente una palabra.

Continuaron la ascensión por un camino de tierra serpenteante y resbaladizo. El

rugido de las motos comenzaba a llegar hasta ellos con mayor nitidez. Conforme

avanzaban colina arriba comenzaron a divisar las luces del puerto y el reflejo de las aguas

en la playa de Can Tunis. A muchísima más distancia divisaron los destellos del faro del

Llobregat, y casi a sus pies, una parte del cementerio de Montjuich y de las barracas de la

Muntanyeta, que también eran visibles desde aquella posición. Hicieron un alto para

respirar y sentir el reconfortante aire fresco golpearles en la cara. Eloy respiró hondo y

llenó sus pulmones de aquel aire. Era la segunda vez que se escapaba del Asilo y sentía

que el aire de fuera era mucho más fresco y puro que el de allí dentro. Además no olía a

la repugnante sopa de ajo. Ricardo sacó un cigarrillo de picadura y le prendió fuego con

una cerilla. Luego se sentó sobre una roca plana a contemplar las luces de los barcos en

alta mar. Divisó el faro del Llobregat, que parpadeaba incesantemente en la lejanía.

—¿No os gustaría estar en uno de esos barcos ahora mismo? –dijo con la mirada

perdida en el infinito.

—A mí sí, donde sea menos en este Asilo de mierda –respondió Eloy lanzando un

salivajo.

—¿Tú qué dices, Jorge? –le preguntó Ricardo soltando una espesa fumarola de

humo.

—Me dan miedo los barcos, no sé nadar.

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—Toma, ni yo. Pero no creo que un barco tan grande pueda hundirse.

—El Titanic era el barco más grande del mundo y se hundió –afirmó Eloy.

—¿Por qué se hundió? –quiso saber Jorge.

Ricardo contestó sin pensárselo dos veces.

—Chocó con una roca o algo así.

—Fue con un iceberg. Se lo he oído contar a Gerónimo cientos de veces –le

contradijo Eloy.

Ricardo se rascó el pescuezo y como reflexionando dijo:

—Bueno, bien pensado tampoco me extraña que se hundan. ¿Nunca os habéis

preguntado cómo es que un barco tan grande y hecho de hierro puede flotar? –Dejó la

pregunta en el aire y luego añadió—: de todas formas, enano, tendrás que aprender a

nadar para cuando nos lleven a la playa de Can Tunis.

—¿Nos llevarán a la playa?

—Sí. Pero eso será cuando llegue el verano.

De repente Jorge recordó los días que la familia solía ir a la playa. Había una

semana entera de nervios en casa y se vivía como un gran acontecimiento. Papá

preparaba la tartana con la que trabajaba repartiendo cajas de cartón para una fábrica y

mamá se pasaba varios días con los preparativos. Jorge recordaba sobre todo el olor de

los bocadillos de tortilla y el lento carromato del que tiraba una vieja burra. Tardaban más

de una hora en hacer una corta distancia, pero como había que llevar tantas cosas para

pasar el día, tenían que ir con la tartana.

El olor de aquellos bocadillos de tortilla se había instalado en su paladar cuando

inhaló el humo del cigarrillo que apuraba Ricardo y que ofreció luego a Eloy. Eloy le dio

dos chupadas y se lo pasó a Jorge. Era la segunda vez que Jorge se colocaba un cigarrillo

entre los labios. La primera fue una vez que su padre dejó uno en el cenicero del comedor

y se fue un momento al baño. Él cogió el cigarrillo y le dio una chupada. Era un cigarrillo

de picadura. Sintió su sabor amargo y que el humo le quemaba la garganta y los

pulmones. No deseó volver a probarlo. Pero esta vez era diferente. No debía quedar mal.

No podía decir que no. ¡Venga! Aunque solo sea por una vez, se dijo. Se colocó el

cigarrillo entre los labios y le dio una chupada. Picaba y tenía un regusto extraño que no

supo identificar. Retuvo el humo en la boca unos instantes, sin tragárselo, y a

continuación lo expulsó como si aquello hubiera supuesto un goce. Ricardo le propinó

dos palmadas de aceptación en el hombro, le pidió la colilla y la apuró con un par de

profundas caladas.

—Vamos chicos –dijo mientras chafaba el cigarrillo con el pie.

Continuaron montaña arriba y se salieron del sendero para acortar camino. La

nueva ruta estaba llena de peñascos, zarzas y pendientes muy resbaladizas, pero el rugido

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de las motocicletas, cada vez más cercano, ponía alas en sus pies. Ni Jorge ni Eloy, que

de cuando en cuando se ayudaba empujando disimuladamente su pierna atrofiada,

protestaron una sola vez. Toparon con alguna gente por el camino, vecinos de las barracas

que poblaban media montaña de Montjuich. Dedujeron que también subían para ver Las

24 Horas, lo extraño era que todos cargaban con algún hatillo. Los siguieron por un

sendero serpenteante y algo más apartado que el anterior. Observaron que aquella gente

no cruzaba ni media palabra, que caminaban en completo silencio y con un paso muy

ligero. Como conjurada en un firme propósito.

Transcurrido un rato los chicos comenzaron a intercambiar miradas inquietas.

Seguían tomando todo el tiempo senderos apartados y solitarios y eso les alarmó. Ricardo

se proveyó de una rama seca y aminoró el paso hasta dejar una distancia prudencial.

—¿Qué pasa? –le preguntó Jorge.

—Son estraperlistas y no nos conviene su compañía. Si apareciera la policía

también nos tomarían a nosotros por estraperlistas. Y acabaríamos muy mal, créeme.

—¿Cómo que son estraperlistas, qué quieres decir?

—Son traficantes, venden cosas prohibidas –apuntó Eloy.

Finalmente se quedaron absolutamente solos, al resguardo de la noche.

Eloy se subió sobre un peñasco y la ciudad quedó a sus pies. Jorge se le unió con

un salto sobre el pedrusco y Ricardo se encendió otro cigarro. Observaron asombrados la

maravillosa y cristalina panorámica de la ciudad.

—¿Tú en qué parte vives, Jorge? –le preguntó Eloy.

—En la calle San Gil. Creo que eso está… Por allí –dijo señalando un lugar

indefinido de la ciudad.

—¿Seguro?

—Claro. Bueno… No. No lo sé.

Y rompieron a reír.

—¿Y tú de dónde?

—Creo que también de allí –dijo sonriendo y apuntando hacia el mismo lugar.

—Ricardo, ¿por dónde cae Pamplona? –le preguntó Jorge.

Ricardo se puso el cigarrillo entre los dientes y le dio una calada contemplando el

infinito con expresión interesante. Luego miró a uno y otro lado sin decir nada, hasta que

se agachó, cogió una piedra y la lanzó.

—Por allí. Creo que Pamplona cae por allí. Sí, seguro que es por allí.

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De pronto una especie de rugido profundo y feroz reclamó su atención. Un rugido

lejano pero creciente que se hacía cada vez más cercano. Preguntándose qué clase de

animal salvaje podría ser, Ricardo se preparó con la rama de pino en alto. Eloy y Jorge se

colocaron detrás. Y así, con la respiración contenida y preparados para enfrentarse a

cualquier bestia de la naturaleza, aguardaron un tiempo que les asemejó infinito.

Entonces una inesperada luminiscencia comenzó a distinguirse a lo lejos en la carretera.

Concentraron la atención en aquel punto, vigilantes y atemorizados al mismo tiempo. El

resplandor se hacía intenso rápidamente y se les echaba encima. Los chicos

intercambiaron sus aterradas miradas.

—Seguro que son extraterrestres o espíritus que no han hallado la paz –apuntó

Ricardo con voz temblorosa.

Eloy sufrió una especie de estertor al oír aquello.

—¿Qué crees que serán?

—Mirad esa luz, esa debe ser su nave. Nada en este mundo puede hacer una luz

así. Nos llevarán donde quiera que procedan y nunca más volveremos.

A Jorge comenzaron a temblarle las piernas.

—Entonces ya podemos darnos por muertos. Nos abrirán para ver lo que tenemos

por dentro.

—¿Qué hacemos? –entonó Eloy.

El resplandor ocupó de forma súbita todo el ancho de la carretera cegándolos con

su intensidad.

—Ya están aquí, ahora sí que no podemos hacer nada –dijo Ricardo. Hincó ambas

rodillas en el suelo y se santiguó con los ojos cerrados. Jorge y Eloy cruzaron una rápida

mirada, luego se arrodillaron junto a él y también se persignaron.

Comenzaban a encomendarse a un Padre Nuestro cuando un rugido infernal

atravesó el espacio y dos motocicletas pasaron a escasos metros de ellos volando como

relámpagos.

—¡Gambaaa…! –gritó Ricardo.

Estaban en Las 24 Horas.

10

Después del susto inicial se apartaron de la carretera y se instalaron en un

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privilegiado montículo, a la salida de una curva. Desde allí verían a las motocicletas

rascar el asfalto, y si tenían un poco de suerte, hasta sacar chispas. Confiaron en poder

reconocer la célebre Ducati Marianna de la que les había hablado Mosi.

La primera tanda de motos no tardó en llegar. Primero vislumbraron unas lejanas

lucecillas que resplandecían apareciendo y desapareciendo en cada curva y el ronroneo

amortiguado de un motor. Tras aquellas primeras luces observaron al cabo de unos

segundos otras, luego otras. Y luego otras. Hasta que el creciente zumbido de sus motores

comenzó a percibirse muy próximo. Tan próximo que al instante pasaron tronando como

una exhalación. La primera llevaba el número 16 y pegada a ella pasaron otras dos, la 92

y la 192. Los pilotos llevaban monos de cuero oscuros. Las siguieron con la mirada y al

momento se transformaron en tres lucecitas rojas en mitad de la oscuridad.

Desaparecieron con la rapidez con que habían aparecido.

Poco después apareció un grupo de motocicletas, llegaron apiñadas, aunque al

llegar a la curva comenzaron a adelantarse unos a otros.

—¿Os habéis fijado? La primera, la 16 era una Bultaco –señaló Jorge.

Ricardo puso una mano sobre su hombro.

—¿Cómo sabes que era una Bultaco?

—Bueno, todas las Bultaco llevan el mismo símbolo en el depósito de la gasolina.

Un vecino de la calle San Gil tenía una llamativa Bultaco con el depósito rojo y

Jorge se paraba a mirarla cada vez que pasaba a su lado. Por eso estaba tan seguro.

—¿Y las otras dos? –dejó Eloy en el aire.

Ricardo también quiso dárselas de entendido.

—Apuesto a que eran Ducatis. ¿No habéis visto cómo sacaban chispas en la

curva?

—¿Sería alguna de ellas la Marianna?

—Puedes apostar a que sí.

Como un minuto más tarde pasó un conjunto más numeroso de motocicletas

rugiendo sus motores a toda revolución. La última era negra, y con el depósito y el tubo

de escape plateados. Ricardo se puso en pie y lanzó un grito al verla pasar.

—¡Una Sanglas! La última era una Sanglas 350.

—No me he fijado bien –dijo Jorge—. Han pasado muy rápido.

—Pues yo sí. Un tío mío de Pamplona tiene una Sanglas y me he montado en ella

más de una vez. Además reconocería el ruido de su motor a cien quilómetros de distancia.

—¿Puede oírse desde tanta distancia? –preguntó Jorge con ingenuidad.

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—Era un decir, enano.

Al poco rato pasó otro grupo más reducido de motos. Iban una detrás de la otra

como en una ordenada fila india, y el motor sonaba diferente. El feroz rugido del motor

de las anteriores motocicletas era ahora un zumbido como de insecto irritado. Intentaron

adelantarse unas a otras en plena curva y al enfilar la recta ya habían intercambiado

algunas sus posiciones. Ricardo explicó que aquellas motos eran de cilindrada más

pequeña porque en Las 24 Horas corrían varias categorías de motos. Cuando Jorge le

pidió que le explicara aquello de las cilindradas, Ricardo zanjó el asunto posponiéndolo

para otra ocasión.

La carrera era un carrusel interminable de motos y la humedad de la montaña

comenzó a calar en los frágiles huesos de Eloy y de Jorge, que comenzaron a tiritar de

frío. Se arrimaron uno contra el otro para preservar el calor corporal. Ricardo parecía en

otro mundo observando extasiado la competición. De pronto se puso en pie.

—Tengo frío –dijo—. ¿Vosotros no? ¿Qué os parece si vamos bajando?

Eloy cruzó una mirada con Jorge, quien se puso en pie como un muelle

tendiéndole la mano a Eloy. Se sacudieron los pantaloncillos a base de palmetazos y

comenzaron la bajada siguiendo los pasos de Ricardo. Los puso sobre aviso.

—Pisar donde yo pise. Si alguien resbala cuesta abajo no parará de rodar y de

rodar hasta la carretera. Eso si no se mata.

No hizo falta que lo repitiese dos veces. Hicieron el descenso en plena oscuridad y

montaña a través, siguiendo las pisadas de Ricardo, que se hundían en la tierra como si el

suelo fuera una especie de chocolate espeso. La bajada por la ladera les permitió volver a

disfrutar de las vistas del puerto, de los barcos en alta mar y de la playa de Can Tunis.

Los destellos del faro del Llobregat quedaban en la lejanía pero podían observarse con

extrema nitidez. Se detuvieron un instante a observarlo mientras se rascaban las piernas

de las rozaduras con las zarzas y las ortigas.

—Parece que alguien haya limpiado el cielo –exclamó Jorge con total entusiasmo.

—¿Os imagináis siendo el capitán de uno de aquellos barcos? –dijo Ricardo, que

parecía encandilado con los barcos en alta mar. En su mente los imaginaba como casas de

lucecillas que se deslizaban suavemente por una superficie de terciopelo.

—¿Hará falta saber nadar? –le preguntó Jorge a Ricardo, dando por supuesto que

lo sabía todo sobre los barcos.

—Seguro que eso es lo más importante –se despachó tan a gusto él.

—También hay que saber interpretar las cartas marinas –dijo Eloy.

—¿Las cartas marinas? –dijo Jorge esperando la respuesta magistral de Ricardo.

—Sí, claro... Las cartas marinas. Pero vámonos ya o no llegaremos nunca.

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Al igual que con el asunto de la cilindrada de las motos, Jorge también se quedó

con la duda sobre el significado de las cartas marinas. Pero de pronto Eloy se quedó

completamente quieto y mudó de expresión. Hacía rato que una idea fija le rondaba en la

cabeza: ¿por qué tenía que volver a aquella cárcel?

—Yo no voy —dijo de pronto.

Jorge y Ricardo se volvieron hacia él.

—¿Pero qué tontería estás diciendo? –le preguntó Jorge.

—Que yo no vuelvo. Prefiero quedarme aquí y morirme de frío mil veces antes

que volver ahí.

Ricardo fue hasta él y lo sujetó por un brazo.

—No sabes lo que estás diciendo. Si te quedas aquí te devorarán los lobos, o los

coyotes.

—No creo que aquí haya ni lobos ni coyotes.

—Yo los he oído aullar.

—Eso no es verdad y tú lo sabes.

—Pues si no hay lobos ni coyotes seguro que hay hienas, o perros salvajes.

—Me da igual, seguro que las alimañas son más humanas que esas viejas y

aborrecidas monjas.

—Por favor Eloy, no hables así —le suplicó Jorge.

—Pues es lo que pienso.

Tardaron más de diez minutos en aplacarle y convencerle. Eloy aceptó bajar a

regañadientes, pero con la condición de que volverían a escaparse otra vez.

Los continuos traspiés y resbalones hicieron que la bajada resultase mucho más

rápida pero también mucho más peligrosa que la subida. Jorge dio un buen puñado de

culetazos por culpa de las sandalias. Eloy le acompañó con otras tantas caídas a causa de

su pierna atrofiada, que aparte de estar acalambrada, de cuando en cuando le traicionaba

resbalando en las fuertes pendientes. Ricardo en cambio, no se cayó ni una sola vez, por

algo le llamaban Animal, porque se movía con la agilidad de una bestia nocturna.

Además, Ricardo contaba con la ventaja de llevar calzado de adulto.

Y en menos de lo que esperaban llegaron hasta la carretera de Nuestra Señora del

Port, la calle adoquinada por donde pasaba aquella vía. Allí la luz artificial de las farolas

avisaba de la llegada a la civilización. Eloy se detuvo renegando y casi sin respiración.

—¿Falta mucho? –preguntó extenuado.

Page 81: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Ricardo se volvió hacia él y se dio cuenta de que ya no podía más. Sin decir nada

fue hasta él y se lo echó a cuestas. Eloy era escaso de carnes y pesaba poco más que un

saco de plumas. Se avergonzó por necesitar ayuda, pero a la vez se sentía incapaz de dar

un solo paso más. Además era de noche y no había nadie por las calles, y eso jugaba a su

favor; no podría verles nadie y quien los viera pensaría que Ricardo llevaba un saco a

cuestas. Cruzaron un descampado donde sortearon montañas y más montañas de

escombros y de tierra, y pasaron ante el campo del Iberia. Unos metros más adelante se

encontrarían ante las puertas del Asilo.

—¿Cómo vamos a entrar? –le preguntó Jorge a Ricardo.

—Igual que hemos salido. Os ayudaré a saltar el muro y luego lo haré yo.

Cumplió lo prometido y momentos después ya se movían furtivamente por el

patio con Ricardo capitaneando la avanzadilla, arramblados contra el muro y protegidos

por las sombras. De pronto Ricardo se detuvo en seco.

—¿Oléis eso? –murmuró.

—Es esa asquerosa sopa de ajo –musitó Jorge.

—Eso ya lo sé. Pero… ¿no os ha entrado hambre con la caminata? Porque a mí sí.

Eloy se detuvo en seco.

—No me digas que te han quedado ganas de hacer más trastadas.

—Vamos –fue todo lo que dijo Ricardo como explicación.

El capitán de la expedición los condujo directamente hasta el recoveco donde se

encontraba el banco de piedra. Bajo él estaba el ventanuco de la cocina, oculto tras el

macetero. Movieron el macetero y luego Ricardo le entregó una caja de cerillas a Jorge.

El chico se arrodilló y asomó la cabeza bajo el banco. La cocina estaba totalmente a

oscuras. Encendió una cerilla y metió la cabeza. El resplandor iluminaba hasta una

distancia de menos de un metro, luego la oscuridad era total. Recibió un empujón que lo

catapultó sobre la mesa donde había caído la primera vez y por la fuerza del impulso

supuso que había sido Ricardo quien le había empujado. Al rodar sobre la mesa se le

apagó la cerilla. Se bajó de la mesa a tientas, contuvo la respiración y escuchó. Nadie.

Encendió otra cerilla, solo le quedaban un par más y debía ir con cuidado. Descubrió en

el suelo un saco de patatas, otro de alubias y una caja de manzanas. Sin pensárselo dos

veces cogió tres manzanas y se las escondió en los bolsillos, luego fue hasta la despensa

muy despacio y se hizo con una pastilla de chocolate. Contuvo la respiración y se detuvo

a escuchar otra vez mientras pensaba que ya habían tentado la suerte demasiadas veces

aquella noche.

Sus ojos se habían acomodado a la oscuridad y creyó que podía ahorrar una

cerilla. Se guió por la penumbra hasta llegar al ventanuco y saltó sobre la mesa.

—Eh… —susurró a los de fuera.

Page 82: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Eloy se asomó, metió las manos, cogió las manzanas y el chocolate que le

entregó Jorge y dejó sitio a Ricardo. Jorge se encaramó al ventanuco, asomó la cabeza y

desde aquella posición, la fuerza bruta de Ricardo lo extrajo como un sacacorchos.

Volvieron a colocar el macetero en su lugar y se sentaron sobre el banco de piedra a dar

cuenta del chocolate y las manzanas. Aunque antes de nada, tuvieron que sacarle los

trozos podridos a las manzanas. Y solo cuando Jorge arrancó el primer bocado al fruto,

fue consciente del vacío que tenía en el estómago. Una sensación a la que poco a poco y

de forma inconsciente había ido acostumbrándose.

Mientras disfrutaban del saqueo podían oír aquel rumor apagado de Las 24

Horas, que continuaba llegando de la montaña. Aunque había quién tenía sus

pensamientos puestos en otros asuntos. Jorge tenía en mente el ansiado domingo de

visita.

El régimen de visitas en el Asilo era muy estricto: un domingo los parientes,

generalmente las madres, podían visitar a los internos, y al siguiente solamente podían

dejarles un paquete que depositaban en la conserjería. Jorge pensaba en aquel momento

en las galletas rotas que compraba mamá y, como si Ricardo pudiera leer sus

pensamientos, se deslizó sobre el banco hacia él y dejó descansar un brazo sobre sus

hombros.

—¿Vendrá mañana tu madre? –le preguntó mientras masticaba una manzana con

fruición.

—Espero que sí. Tengo ganas de verla –al recordar a su madre Jorge llevó su

mano a la medallita de La Moreneta y la cogió con fuerza—. ¿Y a ti, te vendrán a ver?

—No lo sé, ya hace meses que mi padre no viene a verme. No sé nada de él.

—¿Y tu madre? –le preguntó él con inocencia.

Ricardo deslizó la mirada al suelo.

—Murió al nacer yo, en el parto –dijo con profunda amargura.

Luego posaron casi al unísono la mirada sobre Eloy. Masticaba la manzana

lentamente, con la mirada perdida en el infinito, como ausente de todo cuanto le rodeaba.

—Creo que será mejor acabar de comernos esto cuanto antes –propuso Jorge.

Ricardo asintió con una especie de gruñido. Momentos después subían a

hurtadillas por las escaleras que conducían al dormitorio. Se habían descalzado para no

hacer ruido y se movían con la lentitud de los camaleones. Confiaban en que nadie los

hubiese echado en falta. Al llegar al rellano oyeron los ronquidos de Mosi. Se miraron y

sonrieron. Podían estar tranquilos, el vigilante dormía como un tronco, como siempre.

Luego se fue cada uno directamente a su cama y dieron por bien terminada la escapada.

Jorge acababa de cerrar los ojos cuando escuchó pasos en el corredor. Al poco

detectó un ligero olor a tabaco. Entornó la mirada y vislumbró a Mosi en plena oscuridad

a los pies de su cama. Un cigarro humeaba entre sus dientes. El vigilante se aproximó

Page 83: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

hasta él y echó una bocanada de humo. Jorge tosió una vez y sin abrir los ojos pudo intuir

la risita del vigilante. ¿Sabría Mosi que se habían escapado? Claro que sí. Si no era así,

¿qué hacía allí? Luego escuchó sus pasos alejarse por el corredor. Se incorporó un poco y

pudo ver también incorporados sobre sus camas a Eloy y a Ricardo. Se miraron un

momento en mitad de la oscuridad. Seguidamente y sin decir media palabra volvieron a

estirarse y a cubrirse con las sábanas.

Al rato Mosi volvía a dormir como un tronco. Como siempre.

11

Había un tremendo jaleo en el comedor. Mientras aguardaban el desayuno, los

chicos se recreaban vociferando y lanzándose los pegotes que arrancaban de la superficie

de las mesas. Las bolitas de grasa caían como una lluvia de picotazos sobre cogotes y

cabezas en el momento más inesperado. Jorge y Eloy solo habían encontrado sitio en una

mesa ocupada por un hatajo de muchachos bastante más corpulentos que ellos y de

aspecto muy fiero que no cesaban de lanzar pegotes. Aunque lo mismo que salían

disparados en una dirección, los pegotes volvían después de regreso y ellos tampoco

quedaban libres de recibir el correspondiente latigazo grasiento. Jorge y Eloy se

colocaron en el extremo de aquella mesa, conscientes de que el desayuno pasaría primero

por las manos de aquellos salvajes y que a ellos les llegaría una ración menguada.

Esperaban con resignación el desayuno cuando vieron a Ricardo acercarse por el pasillo.

Por algún motivo, Ricardo venía con los labios apretados y su espeso ceño fruncido

formando una sola línea. Al llegar a la mesa cogió por el brazo al primero de aquellos

chicos y lo levantó un palmo de la banqueta.

—Lárgate –le gruñó.

El muchacho se giró como una fiera al sentir unos dedos hincarse en sus carnes,

pero al volverse no se encontró con Ricardo, sino con la feroz mirada de Animal, que

venía hecho un energúmeno. Instantáneamente cesó el lanzamiento de pegotes en aquella

mesa y la euforia de los chicos se tornó expectación. Animal repasó con la mirada el

rostro encrespado de los muchachos.

—Y vosotros también. ¡Vamos, largo de aquí! –profirió amenazante.

Se pusieron en pie inmediatamente, procurando no llamar demasiado la atención y

buscaron una mesa lo más alejada posible de aquella. No dijeron nada en aquel momento,

conocían demasiado bien a Animal, como todo el mundo. Pero un instintivo deseo de

venganza, de resarcir aquella afrenta se había instalado en el propósito de cada uno de

ellos. Ricardo tomó asiento junto al pasillo y Jorge y Eloy corrieron a sentarse junto él.

—¿Qué te pasa? –le preguntó Jorge medio asustado.

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—Hoy tampoco vendrá nadie a verme –masculló con enojo—. Pero tú no te

preocupes, tu madre ya está abajo esperándote.

Jorge sintió una especie de nudo en la garganta.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Gerónimo.

—Gerónimo sabe todo lo que pasa aquí –repuso Eloy.

—¿Sabrá que nos escapamos anoche?

—Si Mosi se dio cuenta, seguro que Gerónimo ya lo sabe.

—Pues creo que Mosi nos descubrió.

Ricardo arqueó el ceño.

—¿Por qué dices eso?

—Porque al hacer la ronda se detuvo un rato a los pies de a mi cama y luego me

echó el humo del cigarrillo que se estaba fumando.

—Entonces Gerónimo ya lo sabe –dijo Eloy.

Ricardo suspiró y miró a Eloy directamente a los ojos.

—Ojalá no tuviese a nadie en este mundo –dijo—. Así sabría a lo que atenerme,

como tú.

—No digas eso, no sabes lo que dices –le reprochó Eloy.

—¿Para qué quiero un padre que no me viene a ver nunca? –dicho eso se frotó los

ojos fuertemente con los nudillos. Luego contempló quedamente a Jorge, observó que sus

ojos se habían humedecido—. Eh, enano, no me vengas ahora con esas, que tú no tienes

culpa de nada.

Sirvieron el desayuno y después de la bendición de los alimentos comieron en

total silencio. Jorge estaba apenado por Ricardo, y también por Eloy. Pero en su interior

renacía una profunda felicidad al saber que iba a ver a su madre y eso le hacía sentirse

culpable. Jorge comió más rápido que ningún otro día y liquidó con avidez el desayuno.

Casi ni masticó el pan y luego corrió a asearse. Se aseguró de llevar la medallita de La

Moreneta y galopó hasta el patio, brincando los peldaños de dos en dos y tropezándose

con todo el mundo. La madre Gema y la madre Teodora estaban en el replano de las

escaleras y ni las vio, pasó como un torbellino ante ellas.

María vestía una falda larga negra, zapatos negros, chaqueta negra y llevaba los

cabellos cubiertos también por un velo negro, como si fuera de luto. Pero en su rostro se

distinguía una expresión alegre. Abrió los brazos como si quisiera abarcar todo cuanto le

rodeaba y Jorge corrió a su encuentro.

Page 85: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—¡Mamá! –gritó él mientras corría.

—¡Jordi! –gimió ella.

Se fundieron en un abrazo y ella comenzó a besarlo como si nunca más fuese a

tener ocasión de hacerlo. Luego los ojos de María se inundaron de lágrimas.

—Déjame que te vea –y lo observó de arriba abajo. Se sonrió al ver la medallita

de La Moreneta colgando de su cuello, pero su mirada se tornó grave al observar su

cinturilla—. Estás más delgado. ¿Es que no comes? ¿No te cuidan bien?

—Claro que como.

—Pues no haces buena cara. ¿Te comiste las galletas que te mandé?

—Claro –respondió sin saber de qué galletas hablaba y se volvieron a abrazar.

A continuación recorrieron el patio y Jorge le explicó qué era cada uno de

aquellos edificios. Pasaron junto a la fachada de la capilla y encontraron un lugar donde

sentarse al sol. Jorge le refirió algunas de sus peripecias y María lo escuchó con suma

curiosidad. Comenzó su relato desde su llegada a la enfermería y los cuidados

propiciados por la madre Gema y acabó por el desayuno de aquella misma mañana.

También le explicó lo de sus dos nuevos amigos, Eloy y Ricardo, con los que pasaba

buena parte del tiempo muerto en el patio. Pero para no preocuparla excluyó su hazaña de

la noche anterior a la montaña de Montjuich para ver Las 24 Horas, y las furtivas

entradas a la cocina en busca de alimentos. También evitó mencionar su desencuentro con

Poncho y los grandullones del balón que quisieron matarlo a pelotazos y que en definitiva

solo eran unos abusones. Tratando de sortear cuestiones sobre las que era mejor no

hablar, recordó el episodio con las habas y pensó que también sería mejor no contárselo a

mamá. Así que evitó decir nada sobre aquel asunto y de paso sobre la férrea disciplina

que imponían las monjas. Pero muy a pesar de lo que Jorge callara, nadie podía engañar a

una madre.

—Estás más seco que un fideo –volvió a repetirle mientras observaba sus

profundas ojeras negras.

Abrió el bolso, sacó un hatillo hecho con una servilleta y se lo entregó.

—¿Qué es?

María respondió con una sonrisa y Jorge comenzó a desenvolver el hatillo.

Descubrió media docena de torrijas, Croquetes de Santa Teresa, como las llamaban en

casa. Inmediatamente cogió una y se la echó entera en la boca, llenándose las comisuras

de los labios de azúcar. Cerró los ojos como si masticara un trocito de cielo.

Umm…

—Llevan raspaduras de limón y vino dulce. Como a ti te gustan.

Umm…

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Jorge continuaba masticando con los ojos cerrados. El sol bañaba su rostro con su

calor y alzó un poco el mentón para recibir sus rayos. Luego cogió otra torrija y comenzó

a masticarla con fruición.

—Mamá, son las mejores torrijas que he comido en mi vida –dijo.

—Son las mismas de siempre –se sonrió María.

Y así, una seguida de otra, se comió hasta tres. Volvió a ligar el hatillo y se lo

colocó en el regazo. Luego la besó en la mejilla.

—Eres la mejor, mamá.

—Procura no perder la servilleta, Jordi –le pidió María explicándole que

pertenecía al ajuar de casamiento de la abuela Antonia.

Él le dijo que no tenía que preocuparse y le reveló que guardaba las torrijas para

compartirlas con Eloy y con Ricardo. Que Eloy no tenía padres y que el padre de Ricardo

no venía nunca a verle.

—Una para Eloy, otra para Ricardo y otra para mí –dijo satisfecho.

María se bendijo por tener un hijo con un corazón tan grande y tan generoso y

pensó en lo bueno que sería para Jorge que hubiera hecho tan buenos amigos allí dentro.

Después Jorge le preguntó por Montserrat y por la vida fuera del Asilo. María le explicó

que Montse seguía en la fábrica como cosedora y que el hijo de la vecina Isabel la

cortejaba. Jorge se sonrió al pensar que alguien cortejaba a Montserrat. El asunto de los

pretendientes era una cuestión que la enfadaba sobremanera y que él sacaba cada vez que

quería hacerla crispar. María también le dijo que la tía Juanita y la tía Clarita le enviaban

muchos besos y muchos abrazos y que por lo demás todo seguía igual fuera del Asilo. En

ese instante Jorge recapacitó sobre las vivencias que había experimentado en tan solo

unas semanas allí dentro y le resultó un tanto curioso que fuera del Asilo las cosas

hubieran cambiado tan poco. Tuvo la extraña sensación de que la vida dentro de aquellas

paredes se desarrollaba a otra velocidad, a otro ritmo, más deprisa y más intensamente

que fuera. Además, todo lo que pasaba en el exterior parecía tan lejano...

María apreció una especie de decaimiento en su mirada. De repente Jorge se puso

en pie y mudó de expresión dando un grito.

—¡Eh! –vociferó.

—¿Qué pasa, Jordi?

—Son ellos, Ricardo y Eloy. Quiero que los conozcas.

—Me parece bien.

Jorge volvió a gritarles y los llamó con la mano. Ellos se aproximaron poco a

poco. Eloy forzaba la pierna para disimular su vergonzosa cojera, aunque María ya lo

había advertido.

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—Este es Eloy y este es Ricardo –dijo orgulloso presentando a sus mejores

amigos.

María le dio un beso a cada uno en la mejilla y en un momento sacó la acertada

impresión de que Eloy debía ser un vivaracho y Ricardo un joven bastante bruto. Llamó

su atención que este último fuese más alto que ella y que vistiese ropas de adulto, no de

niño como los demás. Entonces sacó del bolso una cámara de fotos.

—¡Una cámara! –Exclamó entusiasmado Jorge, tomándola entre sus manos—.

¿Desde cuándo tenemos una cámara de fotos?

—No es nuestra. Nos la ha dejado Guillermo y hay que tener mucho cuidado de

que no se estropee o no nos la dejará más—. Jorge recordó a Guillermo, el simpático

taxista que le había llevado hasta allí en su taxi—. Ahora voy a haceros una foto a los tres

juntos –María buscó a su alrededor un punto donde al hacer la fotografía tuviera el sol a

la espalda, como le había indicado Guillermo—. Colocaos aquí.

Eloy, Jorge y Ricardo posaron a los pies del campanario. El condenado sol se

reflejaba en sus rostros casi cegándoles y no iban aguantar en aquella pose mucho

tiempo. María se situó a unos metros buscando la panorámica más adecuada, cuando una

voz complaciente llego de su espalda.

—¿Quiere que les haga yo la foto? Así usted también saldrá con estos tres

mocosos –explicó en tono afectivo.

María se volvió despacio, colocándose la mano sobre la frente a modo de visera y

enseguida reconoció a Gerónimo, el amable portero tuerto. Le pareció una buena idea su

proposición. Le explicó cómo funcionaba la cámara y se sumó a los muchachos. Jorge se

situó a su derecha, Eloy a su izquierda y Ricardo a la derecha de Jorge, aunque un poco

más atrás y con una mano descansando sobre su hombro. Gerónimo les pidió una sonrisa

y pulsó el disparador.

—Ya está –dijo Gerónimo sonriéndose—. La banda del moco ha sido

inmortalizada para siempre.

María se sonrió por la broma y propuso hacer varias copias; una para ellos, otra

para Eloy y otra para Ricardo.

Aquella simple fotografía significó para Ricardo y para Eloy mucho más de lo que

nadie pudiera imaginar. Fue una foto de familia; Eloy no recordaba absolutamente nada

de su padre ni de su madre, no había tenido otra familia ni otros amigos que los que había

conocido allí dentro. Y Ricardo se sentía abandonado. A menudo pensaba en su padre,

pero había veces que le costaba recordar cómo era. Las líneas que conformaban sus

facciones comenzaban a confundirse en su memoria y su rostro a emborronarse como una

mancha de tinta. Por eso significó tanto aquella fotografía, por fin podrían tener algo

sólido a lo que aferrarse y no a los simples recuerdos que iban y venían caprichosamente.

Con aquella fotografía y un buen puñado de consejos, basados sobre todo en la

alimentación, el respeto al prójimo y el buen comportamiento, María agotó el tiempo de

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visita. Abandonó el lugar con un río de lágrimas bañando sus ojos, sabiendo que no

volvería hasta pasadas dos semanas. Cincuenta años después Jorge aún conservaría

aquella fotografía, el recuerdo de aquella primera visita y el de aquella amistad. También

el sabroso gustito de las torrijas de mamá, que sabían como un trocito de cielo.

Umm…

12

Poco a poco Jorge se fue acostumbrando a la rutina del Asilo. Todo lo que al

principio supuso para él un mundo nuevo, un descubrimiento que convertía en diferentes

unos días unos de otros, fue incorporándose a la vida diaria en el Asilo como una tediosa

rutina. Los días se sucedían unos a otros como las gotitas de un cuentagotas, y salvo los

días de visita o los que había incorporaciones de nuevos huérfanos que aportaban noticias

y aire fresco, había escasos momentos que convirtieran el día en una jornada interesante.

La primavera avisaba ya de su próxima llegada con los primeros días de calor,

circunstancia que se reflejaba en el olor a sudor que comenzaba a instalarse en el

dormitorio y en las clases. Aquella tarde, después de cantar el Cara al sol y de conseguir

la merienda con la acostumbrada cantinela <<¡señor Juan, denos chocolate y pan!>>, los

chicos se habían refugiado a la sombra del gran sauce a devorar el pan con chocolate y a

observar cómo otros jugaban a Chepa.

Los jugadores formaban un corro donde todos ponían cara de salvajes para asustar

al prójimo y lanzaban una pequeña pelota al aire, que por lo general estaba hecha de

papeles, trapos y cuerdas, incluso algunas veces con una piedra en el centro. Después,

entre empujones y zancadillas, competían por recogerla antes de que cayera al suelo.

Cuando uno de ellos se hacía con la pelota, el resto salía huyendo en estampida hasta que

este gritaba: ¡¡Chepa!! Entonces, los demás jugadores tenían que detenerse en el lugar

donde les hubiera sorprendido el grito.

Acto seguido el jugador que tenía la pelota elegía a su víctima, normalmente a

quien tuviera más cerca o más manía, y se la lanzaba tratando de acertarle en el sitio

donde doliera más: en la cabeza, estómago o testículos. Si el lanzador acertaba y la pelota

caía al suelo, el otro quedaba eliminado; si no acertaba, el jugador más próximo recogía

la pelota mientras el resto volvía a huir lo más lejos posible, hasta que se escuchaba

nuevamente el grito de ¡¡Chepa!! Y volvían a comenzar.

Jorge, Ricardo y Eloy estuvieron un buen rato partiéndose de risa con los

pelotazos que recibían los chicos en los lugares más vulnerables. Los eliminados

abandonaban el juego, disgustados y doloridos, bien con una mano en la barriga, en la

cabeza o en los testículos. Finalmente quedaron solo un puñado de chicos jugando a

Chepa y dejaron de prestarles atención. En su lugar se concentraron en la retahíla de

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bravuconerías de unos niños que se habían sentado muy próximos a ellos.

—Mi tío es policía y metería al tuyo en la cárcel –decía uno.

—Pues mi tío es boxeador y dejaría K.O. al tuyo de un puñetazo –replicaba otro.

—Pero mi tío tiene pistola y lo mataría.

—Eso si antes es capaz de esquivar los puñetazos mortales de mi tío.

—Pues mi tío es general –se apuntó otro—. Tiraría una de sus bombas y se los

cargaría a todos.

—Pues el mío…

Jorge, Eloy y Ricardo escuchaban con la boca abierta aquella sarta homicida

cuando de repente llegó el Enterao. Todos callaron.

—Tengo fotos –dijo.

Aquello terminó rápidamente con los propósitos asesinos de los chicos.

—¿Vamos a hacernos una paja? –propuso alguien.

—Sí, vamos a hacernos una paja —corearon varios chicos.

—El que quiera venir, ya lo sabéis. Una perra gorda, ¿vale?

—Vale.

Eloy cruzó una mirada con Jorge.

—¿Vienes a hacerte una paja? –le preguntó.

—No tengo dinero.

—Yo te presto una perra gorda.

—Entonces vale –contestó sin pensárselo dos veces.

Se dispersaron disimuladamente por el patio y concertaron en subir

clandestinamente a los lavabos del dormitorio. Sabían que en aquellos instantes no habría

nadie vigilando. Por su parte, Jorge vivía su propia complacencia interior, por fin

disfrutaría de su primera experiencia masturbadora.

Cuando consiguieron subir al dormitorio Jorge se topó con una estampa que nunca

hubiera imaginado. Encontró a los primeros chicos que habían subido sentados en el

suelo del lavabo, formando un círculo alrededor de un puñado de postales de chicas. Las

postales eran en blanco y negro. Jorge observó las chicas; unas iban semidesnudas, otras

estaban desnudas del todo y posaban muy provocativas exhibiendo sus intimidades. Los

chicos tenían los pantalones bajados, el pene erecto y lo agitaban con rabia mientras

miraban las postales con ojos saltones. La situación dejó helado a Jorge. Nunca hubiera

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imaginado que la tan popular <<paja>> iba a tratarse de algo similar a aquello. Tampoco

le encontró lógica ni sentido a la situación. ¿Qué hacían? Evidentemente Jorge sabía lo

que era tener una erección, y aunque cada vez que tenía una, experimentaba una

sensación extrañamente placentera, nunca le había preocupado demasiado aquella

reacción fisiológica.

Un chico soltó un clamor y salió corriendo hacia el retrete sin soltar el pene de su

mano. ¿Se habría orinado? Pero imitando a Ricardo y a Eloy, se colocó en un hueco y se

bajó los pantalones. Se sintió avergonzado cuando todos los chicos rieron al observar un

pene tan menguado

Las postales pasaban ahora de mano en mano y cada vez que una llegaba hasta

alguien, ese agitaba su pene con más energía. Finalmente acabó una postal en sus manos

y no pudo evitar sentirse confuso. Hasta aquel momento Jorge lograba las erecciones con

completa naturalidad, de manera espontánea y mayoritariamente durante algún sueño

nocturno que luego no lograba ni recordar. Nunca había pensado que algún día se vería en

la necesidad de forzarse a tener una erección.

Imitando lo que observaba a su alrededor, manoseó su flácido pene.

—Tranquilo —le dijo Eloy mientras persistía en lo suyo. La primera vez es

normal que te pase. Tienes que imaginar que estás con esa chica en la cama y que ella te

besa.

—Pero es mucho mayor que yo.

—Eso no importa.

Paseó la mirada por el corro de tenaces masturbadores, las postales obraban el

éxtasis entre los chicos. Luego hizo caso del consejo de Eloy y se imaginó con aquella

chica desnuda en la cama. Sintió una especie de pinchazo en el pubis y su pene coleteó

como si fuera un pescado moribundo, aunque fue una sensación satisfactoria. Pero antes

de que pudiera experimentar nada más, unos pasos rechinaron en el dormitorio. A

aquellos pasos siguió una chirriante voz de mujer.

—¿Hay alguien ahí?

No hizo falta más, aquella voz disparó el terror. Los muchachos se pusieron en pie

subiéndose los pantalones a toda prisa y se produjo una espantada en todas direcciones.

La mayoría salió corriendo con el rostro oculto tras las manos y la camisola. Los que se

rezagaron y se quedaron los últimos: Jorge, Eloy y Ricardo, se escondieron en las duchas,

acurrucados contra una pared, conteniendo el aliento, escuchando.

Al poco ya no se oían los pasos, pero estaban seguros de que había alguien allí.

Percibían una respiración pesada y una presencia. Jorge recordó aterrorizado los más

feroces monstruos del infierno que había visto en los libros de religión del colegio, los

imaginó allí mismo aguardando para devorarlos.

Intercambiaron una mirada. ¿Qué vamos a hacer?

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La vara zumbó en el aire y se estrelló contra la cabeza de Ricardo, que por unos

instantes perdió la noción del entorno. Luego la vara volvió a subir y volvió a bajar,

volvió a subir y volvió a bajar, una y otra vez, insaciablemente. Hasta que Ricardo se

desplomó con una brecha en la cabeza de donde comenzó a brotar sangre espesa. La vara

cambió entonces de objetivo y tanto Jorge como Eloy recibieron su furia. Los lamentos

de los chicos llegaron hasta el patio, donde todo el mundo quedó paralizado ante la

atrocidad de lo que estaba ocurriendo allí arriba.

La madre Espíritu Santo había salido de cacería.

Horas después se encontraban en una celda oscura y maloliente donde el calor era

sofocante. El hedor hizo recobrar la conciencia a Ricardo. Se quedó completamente

quieto durante un rato, sudando y sin saber dónde estaba. Vislumbró una débil cortinilla

de luz que penetraba por una rendija, intuyó que era la rendija de una puerta. Cuando sus

ojos se acomodaron a la oscuridad descubrió una silueta.

—¿Quién eres? –gruñó.

—Yo. ¿A quién pensabas encontrarte aquí?

—¿Eloy?

—Sí, claro que soy yo. Eloy.

—¿Dónde estamos?

—En el Cuarto Oscuro.

—Mierda. ¿Y Jorge?

—Aquí –dijo Jorge.

Dirigió la mirada hacia la voz y distinguió otra forma.

—¿Y cómo he llegado yo hasta aquí?

Eloy se lo explicó:

—Te trajeron a cuestas entre Gerónimo y el señor Juan. Y si no llega a ser porque

la madre Gema llegó justo a tiempo, esa bruja te mata.

—Puta del demonio –maldijo Ricardo—. Me duele todo el cuerpo y tengo un

dolor terrible en la cabeza. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé. Unas dos horas, más o menos.

—¿Qué nos va a pasar ahora? –preguntó Jorge preocupado.

—No lo sé, pero no podemos ponernos a llorar y dejar que esa bruja se salga con

la suya –dijo Eloy—. En cuanto salgamos de aquí, yo me escapo.

—Hay que aguantar como sea –añadió Ricardo con voz firme mientras paseaba la

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mirada a su alrededor sin distinguir poco más que los bultos que conformaban las siluetas

de Jorge y Eloy—. ¿No os da cague esta oscuridad?

—Un poco –confesó Eloy.

—Yo no tengo miedo –dijo Jorge.

—Ya –corearon Eloy y Ricardo.

—¿Olvidáis que soy hijo de un enterrador? –dijo muy crecido.

—¿Y por eso no tienes miedo? ¿No temes a los fantasmas o a los espíritus? –

refunfuñó Eloy.

—Mi padre me enseñó que no hay que temer a los muertos, que de quien hay que

guardarse es de los vivos.

Eloy solo pudo darle la razón y Ricardo soltó una carcajada.

—¿Y qué más te contó tu padre, el enterrador? –le preguntó Ricardo.

—Que los ricos también se mueren. ¿Sabéis que en el cementerio de Montjuich

hay enterradas un montón de personas ilustres y ricas? Músicos, poetas, escritores y hasta

futbolistas del Barcelona. Y también anarquistas.

—¿Anarquistas? Anda ya –espetó Eloy.

—Te lo juro, me lo contó mi padre.

—Tenemos que ir una noche al cementerio a ver las tumbas de esos anarquistas –

propuso Ricardo.

Eloy se entusiasmó:

—¿Tendrán pintadas sus tumbas con esa A, con la que pintan los anarquistas las

calles? ¿Imagináis que oigamos la campanilla de alguien pidiendo ayuda?

—Sería una pasada –dijo Ricardo.

—No creo que sea buena idea ir al cementerio –repuso Jorge sin pensárselo.

—Te da cague.

—No. El cementerio es la casa de los muertos y pueden ofenderse si los

molestamos por curiosear.

—¿Qué crees que nos va a pasar si vamos?

—Tiene miedo –afirmó finalmente Ricardo con una sonrisa solo perceptible para

él.

—Me da igual lo que digáis.

Page 93: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

El Cuarto Oscuro era una especie de mazmorra de unos treinta metros cuadrados

de superficie donde el olor a necesidades humanas era irresistible. El suelo era de frío

cemento, no tenía ventanas y solo había un par de mantas raídas sobre las que dormir. El

Cuarto Oscuro había sido anteriormente un almacén, pero las nuevas necesidades habían

cambiado su utilidad y ahora se usaba para castigar severamente a los chicos. Mientras

duraba el castigo solo se servían las tres principales comidas, nada de merienda. Y las

necesidades se evacuaban directamente sobre el suelo, en un repugnante rincón ya

elegido con anterioridad por otros huéspedes y donde había un agujero por el que

supuestamente debían salir expulsadas al exterior. Junto al agujero había un cubo con

agua.

Continuaban con el debate que habían entablado sobre la oscuridad, el miedo y los

muertos, cuando Jorge apuntó su atención hacia la rendija de la puerta, la luz era ya débil,

señal de que fuera debía estar anocheciendo, cuando el ruido de un buen manojo de llaves

tintineó al otro lado de la puerta.

—¡Escuchad! –dijo Eloy.

Se quedaron en silencio un instante.

—¿Quién anda ahí fuera? –vociferó Ricardo.

—Apuesto a que son almas de los que han estado aquí antes.

Jorge se levantó, besó la medallita de La Moreneta y se persignó. Luego dijo:

—Jesús, María y José, almas del purgatorio, haced que esas almas vuelvan a su

envoltorio.

De pronto se abrió la puerta y una voz dijo:

—¿Qué bobadas estáis diciendo?

Era Gerónimo, traía con él tres cuencos de sopa humeante, tres bollos de pan y

una pera para cada uno. Repartió la comida y se quedó en silencio observando cómo los

chicos tomaban la sopa, quizá para asegurarse de que Ricardo no se aprovechaba de la

cena de los demás. Mientras devoraban la cena, Gerónimo encendió su pipa. Las cucharas

de Eloy y de Jorge viajaban de forma resuelta contra el fondo de los platos. Ricardo

sorbió la sopa directamente del borde, como si bebiera agua. Al poco, los chicos habían

acabado con la sopa y con el bollo de pan, dejaron la pera por si les entraba hambre más

tarde. Entonces Gerónimo les ofreció un puñado de recomendaciones.

—La luz que entra por la rendija de la puerta servirá para saber cuándo es de día y

cuándo es de noche. No debéis perder el sentido del tiempo o de lo contrario os volveréis

locos. Mucha gente ha enloquecido en la prisión por ese motivo. Tampoco debéis dejar de

moveros o saldréis de aquí con el cuerpo entumecido. Os propongo que hagáis cincuenta

vueltas en círculo por la mañana recién levantados y otras cincuenta por la noche antes de

dormiros. Y si por la noche tenéis frío os juntáis cuerpo contra cuerpo y os echáis por

encima las mantas.

Page 94: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Antes de marcharse Gerónimo lanzó medio cubo de agua por el agujero de las

evacuaciones mientras contenía la respiración.

—¡Chicos! –dijo pinzándose la nariz exageradamente—. Si no queréis morir

asfixiados tenéis que echar agua de vez en cuando por este agujero.

Luego los contempló quedamente desde el umbral, sacudiendo lenta y

pensativamente la cabeza. Dio varias chupadas a la pipa mientras observaba a los tres

niños sentados sobre el suelo del Cuarto Oscuro. Cuando Gerónimo atrancó la puerta la

penumbra interior se convirtió en una fría y absoluta oscuridad. Oyeron los pasos del

portero alejarse, quizá el último sonido de vida exterior que oirían esa noche.

Una vez a solas Ricardo rompió el silencio eructando escandalosamente. Eloy se

sumó con otro eructo que guardaba desde hacía rato en su estómago, aunque el suyo no

fue tan sonoro como el de Ricardo. Pero para sorpresa de ambos Jorge soltó el más

ruidoso. Un eructo largo y acompasado que les hizo romper a reír.

—El eructo es una costumbre de los moros –explicó Ricardo—. Mi padre hizo la

mili en el Sahara y me explicó que los moros eructan después de comer. Allí eructar en la

mesa es señal de buena educación.

—Si estuviera aquí la madre Espíritu Santo te diría que es una costumbre de

cerdos –dijo Eloy.

—No—nom—bres—a—e—sa–bru—ja –encadenó Ricardo a base de eructos,

cosa que hizo que volvieran a desternillarse a mandíbula batiente—. Ojalá un rayo la

partiera por la mitad ahora mismo.

Tras la sarta de eructos dieron cuenta de las peras. Jorge hincó los dientes

directamente sobre la piel de la pera y la mordió como si luchara con ella. La pera casi se

deshizo entre sus manos y por sus dedos comenzó a circular su pegajoso jugo.

—Está podrida –gruñó al momento con asco.

—Esta también tiene gusanos –dijo Eloy.

Ricardo rió.

—A mí me da igual, si no las queréis me las dais.

Finalmente los muchachos dejaron de protestar y cada uno se comió su pera, con

gusanos o sin ellos. Estaban tan hambrientos que dieron rápida cuenta de aquella fruta tan

madura. Después de la cena la calma cayó como un manto en aquella mazmorra para

niños. Hasta que estalló un relámpago, iluminando por unos segundos el interior.

—Demonios. ¿Habéis oído eso? –dijo Jorge algo asustado.

—Sí, parece que esta noche caerá una buena tormenta. Ojalá la lluvia borrara este

lugar del mapa –dijo Ricardo.

—¿Creéis que ha caído cerca?

Page 95: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Ojalá que en la cabeza de la madre Espíritu Santo –dijo Ricardo recordando los

últimos azotes que se había llevado de la monja.

—Ni siquiera un rayo podría matarla. Ya sabéis que dicen que es una bruja y que

tiene más de cien años.

—¿Y tú te lo crees, Jorge?

—No sé… –dijo dubitativo el chico—. Pero no sabes el asco que me dan todos

esos pelos negros que tiene alrededor de la boca. Y todas sus arrugas. Mi madre no es así.

¿Qué mujer normal que no sea una bruja puede ser así?

Se oyó lanzar un escupitajo.

—Eh… Que me has salpicado –gruñó Ricardo.

Eloy rió.

—¿Os imagináis no tener que volver a verlas nunca más?

—Por mí que se vayan todas al infierno –volvió a gruñir Ricardo.

Después hubo un silencio prolongado. Ningún ruido, ni dentro ni fuera. Como si

estuvieran aislados del mundo.

—¿Cómo creéis que será el infierno? –dijo finalmente Eloy.

—Las monjas dicen que si cometes un pecado mortal ardes eternamente en el

infierno. Yo he visto dibujos del infierno –explicó Jorge—. Son cuevas muy pequeñitas

donde unos demonios horribles queman viva a la gente.

—¿Y dónde se supone que están esas cuevas? –quiso saber Ricardo.

—Debajo de la tierra –continuó Jorge—. El infierno es un lugar terrible lleno de

serpientes. Allí la gente va desnuda y se matan unos a otros.

Eloy se rascó enérgicamente la cabeza.

—¿Creéis que esos dibujos los habrá pintado alguien que haya estado en el

infierno?

—Eso es imposible –dijo con rotundidad Jorge—. Nadie vuelve de allí.

Otro relámpago. Los chicos callaron al instante y escucharon conteniendo la

respiración.

—Llueve —dijo Ricardo.

Eloy escupió un salivajo hacia un rincón.

—Sí, vaya mierda.

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13

La puerta se abrió de golpe sobresaltando a los chicos y entró un chorro de luz

hiriente. Los tres se protegieron los ojos y se incorporaron poco a poco, desperezándose.

—Vamos chicos, que ya es de día –dijo Gerónimo desde el umbral de la puerta.

—¿Qué hora es? –preguntó Eloy bostezando.

—Las siete. Hora de estar en pie y desayunar.

—¡Joder! ¿Las siete? –Protestó Ricardo—. ¿Qué vamos a hacer después de

desayunar?

—Podéis rezar o contar chistes, lo que os dé la gana. Jorge, ¿estás vivo?

Jorge hacía cara de haber pasado una noche de perros. Se despertó empapado en

sudor.

—Casi no he dormido –dijo con voz mustia.

—¿Y eso por qué?

—Ricardo roncaba como un león y la cabeza me ha estado picando toda la noche.

—A mí también –se sumó Eloy, rascándose el cogote.

Gerónimo soltó una carcajada y entró con una bandeja donde llevaba tres tazones

de leche humeante y un panecillo para cada uno. Detrás de él entró una mujer con una

bacinilla de agua. Era alta, morena y algo gorda. Arrugó la nariz ante el fuerte olor y

refunfuñó con rudos modales para que se asearan para desayunar –que a saber lo que

habrían tocado antes aquellas manos—. Uno a uno se enjuagaron las manos y luego la

cara. Cuando acabaron la mujer lanzó el agua sobrante de la bacinilla por el agujero de

las evacuaciones. El agua arrancó una ligera costra de mugre del suelo y se la llevó por el

agujero. Luego la mujer se marchó como una exhalación, refunfuñando nuevamente.

Ricardo se había sentado en un rincón, con la espalda contra la pared y había

comenzado a dar cuenta del desayuno.

—¿Qué le pasa a esa? –preguntó con la boca llena.

—Que está cansada, solo eso. Lleva levantada desde las cinco de la mañana

preparando vuestros desayunos.

Jorge y Eloy se sentaron junto a Ricardo. Gerónimo había entornado un poco la

puerta para que la luz no molestase a los chicos y se instaló justo en la entrada. La luz

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irradiaba justo en el perfil de su rostro y Jorge se quedó observando su ojo vacío.

Gerónimo se dio cuenta al instante, carraspeó y sin hablar para nadie en concreto, dijo:

—Pues sí, Franco tuvo ayuda de la aviación italiana y de la alemana. Si no

hubiera sido por eso, no sé si hubiera ganado la guerra. Un día de octubre de 1937 la

aviación de la República destruyó treinta aviones de los fascistas italianos en una base

aérea muy cercana a Zaragoza. Los italianos, que poseían otra base en Mallorca, hicieron

despegar desde allí tres enormes bombarderos con destino Barcelona. Se suponía que

esos aviones iban a bombardear objetivos militares. Al pasar sobre la ciudad los

reflectores empezaron a barrer el cielo y la artillería antiaérea a disparar contra ellos. Y

nunca se supo si es que el piloto de uno de ellos se equivocó deslumbrado por los

reflectores, o si es que lo hizo por venganza. El hecho es que una única bomba cayó sobre

las Casas Baratas. Esa bomba mató a mi hermano Antonio y a mi sobrina Antoñita de

diez añitos. También hirió a dieciséis personas más, entre ellas a mí –dijo mientras se

señalaba la cara—. Un trozo de metralla me vació el ojo. Como he dicho, eso pasó en

octubre de 1937.

—¿Cuántos años tenías tú? —le preguntó Jorge.

—Veinte, y mi hermano treinta y uno –dijo con melancolía—. Chicos, vivir una

guerra es lo peor que le puede pasar a un ser humano, no se lo deseéis nunca a nadie.

Ahora venga, acabad con el desayuno, que me tengo que llevar las cosas.

—¿Cuántos días tenemos que estar aquí? –se interesó Eloy.

—No lo sé, diría que tres.

—¿Tres? Pero eso no puede ser, me perderé otro sábado. Otra posibilidad de que

me adopten.

Gerónimo se encogió de hombros.

—Yo no puedo hacer nada.

La mujer volvió a entrar, esta vez traía consigo una cántara de agua y tres vasos de

metal que dejó a los pies de los chicos. Seguidamente salió tal y como había entrado, en

completo silencio. Al poco tiempo volvió con un barreño lleno de agua que dejó junto al

agujero de las evacuaciones. Gerónimo recogió los tazones de leche y se despidió. La

oscuridad y el silencio volvieron a ocupar el espacio, solo el tenue resplandor que

penetraba por la rendija de la puerta iluminaba la celda.

—¡Vaya mierda! –Gruñó Eloy nada más quedarse a solas.— Voy a perderme otro

sábado. A este paso no voy a salir nunca de aquí.

—Te ayudaré a escapar –dijo Ricardo.

—¿Y adónde voy?

—Puedes ir a mi casa –planteó Jorge.

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—No creo que eso sea buena idea.

Tras eso hubo un largo silencio. Los cánticos del Cara al sol llegaban lejanos, los

chicos habían bajado a formar al patio y luego irían a las clases.

—Por lo menos nos hemos librado de eso y de tener que aguantar a esas puñeteras

monjas –dijo Eloy.

—Sobre todo a la madre Espíritu Santo –gruñó Ricardo.

—Ni a Regina ni a Cecilia tampoco.

—Ricardo, ¿de qué murió tu madre? –preguntó de golpe Jorge.

Ricardo tardó unos segundos en contestar, como si pensara la respuesta.

—Se puso muy enferma y la llevaron al hospital. Allí se murió.

—¿Y no pudieron salvarla? –le preguntó Eloy.

—No, mi padre me explicó que en pocos días se quedó muy flaca y que el cólera

la mató. –Hizo una pausa, aunque su rostro permanecía oculto en la oscuridad, era

incuestionable su tristeza—. ¿Y tú qué sabes de tus padres?

—Nada –respondió secamente Eloy.

—¿Nada de nada?

—Mi madre me crió pero yo creo que no me quería. Me abandonó cuando tenía

tres años y seguro que fue por culpa de esta maldita pierna atrofiada.

—No digas eso –le recriminó Jorge.

—Sí, no digas esas cosas –se sumó Ricardo—. Mira a Jorge y mírame a mí, no

tenemos ninguna pierna atrofiada y estamos aquí contigo.

—¿Qué pasará por la cabeza de los mayores para que abandonen a sus propios

hijos? –se preguntó Eloy.

Jorge se sintió abatido por lo último que había dicho Eloy y comenzó a rascarse

profusamente la cabeza. Pensó que si los mayores abandonaban a sus hijos es que debían

tener un motivo muy poderoso para hacerlo, pero de pronto acudió a sus pensamientos la

imagen de mamá cantando Muntanyes del Canigó. Se agarró a la medallita de La

Moreneta y una lagrimilla comenzó a resbalar por su mejilla. Instantes después Jorge

lloraba en silencio.

—Creo que será mejor cambiar de tema –propuso Eloy, quien también comenzó a

rascarse intensamente el cogote.

Se quedaron otra vez adormilados, hasta que fuera comenzó a oírse jaleo, carreras

y gritos salvajes de los demás chicos. La hora del patio había llegado. A cambio del

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castigo se estaban librando de muchas obligaciones odiosas, como cantar el Cara al sol,

rezar, tomar aceite de hígado de bacalao o tener que ir a clase. Incluso de los escupitajos

de la escalera y de los pegotes de grasa voladores del comedor. Aunque el precio que

estaban pagando por ello era demasiado alto.

Comenzaban a sentir los miembros entumecidos debido a la inactividad y

recordaron lo que les había aconsejado Gerónimo, así que comenzaron a caminar

dibujando pequeños círculos en torno a un punto imaginario situado en el centro del

Cuarto Oscuro. Se preguntaron cuántas vueltas serían las adecuadas y decidieron caminar

hasta cansarse. Eloy iba el primero y detrás de él Jorge. Ricardo cerraba filas, en total

silencio. A pesar de que la vista ya se les había acomodado a la oscuridad y de que por la

rendija de la puerta entraba un tenue fulgor, en las primeras vueltas Eloy se guió por la

intuición. Jorge y Ricardo no tenían más que seguir el sonido de sus pasos, el ligero

acarreo de su pierna enferma facilitaba la labor. Fue entonces cuando Jorge pensó en el

sufrimiento de Eloy. Tener que acarrear toda la vida con una pierna atrofiada no era cosa

de per riure, como solía decir mamá. Se preguntó cómo se sentiría él en su misma

situación y se dijo que para llevar una vida normal, como la que llevaba Eloy acarreando

siempre con su pierna atrofiada, hacía falta tener un gran valor.

Al poco ya se habían aburrido de dar vueltas y se sentaron en el frío suelo. Fuera

sonó una sirena, señal de que acababa el patio. Oyeron carreras y el escándalo que

armaban los chicos fue disminuyendo progresivamente, hasta que cesó por completo.

Seguidamente un rotundo silencio.

—Están formando las filas para subir a clase –dijo Eloy.

—Sí, esa bruja de la madre Espíritu Santo debe estar ahí vigilando a ver a quién le

rompe la vara en la cabeza –gruñó Ricardo.

Se dieron cuenta de que era posible adivinar lo que ocurría fuera en base a unas

simples señales, pero también fueron conscientes de lo que suponía el castigo del Cuarto

Oscuro; todo el día encerrados a oscuras y sin nada que hacer. El tiempo transcurría

lentamente.

—Esto es peor que la cárcel –protestó Ricardo.

—La cárcel es mucho peor que esto –le contradijo Jorge.

—Tú que sabrás… En la cárcel no encierran a la gente a oscuras, además salen a

un patio a pasear todos los días. Y seguro que no se come tan mal como aquí.

Jorge se estaba mordiendo el labio inferior.

—Cuando acabó la guerra mi padre estuvo prisionero en la cárcel de Burgos, por

eso sé que la cárcel es mucho peor que esto.

—¿Qué hizo tu padre? –se interesó Eloy.

—Nada.

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—¿Y sin hacer nada lo metieron en la cárcel?

—Sí. Franco lo metió en la cárcel sin hacer nada.

Un tintineo exterior interrumpió la charla. Al momento alguien abrió la puerta y

los chicos se protegieron de la luz con las manos. La silueta de Gerónimo emergió en la

entrada.

—¿De qué estabais hablando? –preguntó mientras les obligaba a asearse en el

barreño.

—De la cárcel –apuntó Ricardo.

—Esto es como una cárcel, ¿verdad? –sonrió con melancolía.

—El padre de Jorge estuvo en la cárcel de Burgos –dijo Eloy.

Gerónimo mudó de expresión.

—Vaya, allí fue a parar mucha gente después de la guerra. Uno de mis hermanos

acabó allí. ¿Qué pasó con tu padre, Jorge?

—Lo tuvieron prisionero tres años y luego lo soltaron.

—Pues aún tuvo suerte, no hay mucha gente que pueda decir eso. A mi hermano

lo fusilaron.

Jorge notó calor en la cara. ¡Fusilado! Dudaba qué podría decir a continuación.

Cuando acabaron de asearse Gerónimo echó el agua sobrante del barreño por el agujero

de las evacuaciones y volvió a colocarse junto a la puerta. El sol estaba a su espalda y los

chicos tenían que colocarse la mano sobre los ojos a modo de visera para mirarle.

—Menuda banda que estáis hechos –dijo mientras los observaba quedamente.

En total silencio entró la misma mujer que por la mañana había ayudado a

Gerónimo con el desayuno. Llevaba una gran bandeja en las manos con tres cuencos de

sopa, tres panecillos y tres peras. Gerónimo la ayudó a repartir la comida. Después de eso

la mujer dijo que iba a por agua.

Ricardo fue el primero en probar la sopa. Hundió la cuchara en el cuenco y

removió ligeramente al caldo, enseguida salieron a la superficie un puñado de granos de

arroz y un minúsculo muslo de pollo, todo hueso. Se llevó la cuchara a la boca.

—¡Puaj! –Exclamó con asco—. Sopa de ajo –a pesar de ello comenzó a tomar una

cucharada tras otra.

—¿Quién es esa señora? –preguntó Jorge mientras mordía el panecillo.

—Es Josefa, la mujer de Juan.

—¿El vigilante?

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—Sí. Ayuda en la cocina.

—Parece que siempre esté enfadada.

Gerónimo miró fijamente al chico mientras sacaba un mondadientes de un bolsillo

y se lo colocaba entre los incisivos. Arrancó la punta del palillo de un mordisco y la

escupió afuera.

—No, no está enfadada. Simplemente hay mucho que hacer y poca gente –dijo—.

Las tareas ocupan todo el día y a veces no sobra tiempo ni para tomarse un respiro. Por la

noche uno cae rendido en la cama. –Introdujo muy despacio la mano en otro bolsillo de la

sahariana y añadió con expresión reflexiva—: Bueno, eso no quita para que uno pueda

mostrarse amable con el prójimo.

Cuando los chicos se hubieron acabado la sopa Gerónimo sacó un paquetillo

hecho con papel de estraza y comenzó a desenvolverlo. Un intenso olor a chocolate llegó

hasta las fosas nasales de los muchachos, que se pusieron en pie de un salto.

—Tranquilos, leones —dijo Gerónimo—. Esto es para después. Ahora toca

comerse las peras.

—Las peras nos las podemos comer después –propuso Ricardo.

—Bueno –concedió Gerónimo después de vacilar un instante.

Gerónimo repartió tres onzas de chocolate. Ricardo, que había comenzado a

salivar en cuanto olió el chocolate, arrancó la mitad de la onza de un solo bocado y

comenzó a masticar con delectación. Al momento chorreaba una babilla oscura por la

comisura de sus labios. Bastante más comedidos, tanto Jorge como Eloy lo degustaron

trocito a trocito. Acababan de dar cuenta de las onzas de chocolate, cuando Josefa volvió

con una pesada cántara de agua que dejó junto a la entrada. Se pasó la mano por la frente,

enjugándose el sudor, pero cuando se disponía a marchar se detuvo en seco y olisqueó el

ambiente: detectó el olor a chocolate. Josefa entrecerró los ojos y cruzó una mirada con

Gerónimo. El portero desvió la mirada sin decir nada y Josefa salió meneando la cabeza

algo decepcionada.

—¡Mujeres! –apuntó Gerónimo cuando se aseguró de que Josefa se había

alejado—. No hay manera de engañarlas, tienen un sentido especialmente dedicado a

vigilar a los hombres. Dudo yo de que algún día vaya a casarme.

Poco después Gerónimo había recogido los cuencos de la sopa y se había

marchado.

14

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Ricardo despertó de la siesta con un inmenso vacío en el estómago. Palpó a su

alrededor, palmo a palmo, hasta que finalmente dio con la pera. Luego se deslizó a gatas

hasta la cántara de agua y la enjuagó. Acto seguido se la comió en dos bocados, sin

preocuparse por si tuviera gusanos o no. De pronto oyó que alguien se rascaba de manera

efusiva y una ligera risita de fondo.

—Eh… ¿Qué hacéis? –farfulló Ricardo.

—Observándote –dijo Eloy riendo.

—¿Y qué es lo que hace tanta gracia? –gruñó.

—Que nada más despertarte te has puesto a comer.

Miró a un lado y a otro y volvió a palpar nuevamente el suelo.

—¿Y vuestras peras?

—Nos las hemos comido hace ya bastante rato –respondió esta vez Jorge.

—¿No habéis dormido?

—No.

—Yo tampoco, este picor de cabeza me va a matar –explicó Eloy.

—Piojos, seguro que os habéis contagiado –dijo Ricardo—.

—No, otra vez a la enfermería no… —se lastimó Eloy pensando en los sábados

de visita que podía volver a perderse.

—¿Y qué nos harán? –preguntó Jorge muy inquieto.

—Nos afeitarán la cabeza.

—Quizá también os hagan llevar el gorrito de los piojosos –rió Ricardo.

—Pues a mí no me hace ninguna gracia.

De pronto Ricardo cayó en la cuenta de que no entraba luz por la rendija de la

puerta. Se frotó el abdomen con una mano.

—Ha anochecido, ya debe faltar poco para que nos traigan la cena.

—¿Es que siempre tienes hambre? ¡Acabas de comerte la pera! –dijo Eloy en tono

recriminatorio.

—Sí, y cuando tengo hambre tengo que comer, si no, me enfado y me enfado cada

vez más. Hasta que como algo –explicó con el ceño fruncido en una sola ceja.

Jorge pensó que podían hacer algo para matar el tiempo hasta la hora de la cena y

propuso dar vueltas. Ricardo dijo que eso haría que le entrara más hambre y que se

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enojaría aún más. Propuso hacerse una paja. A Eloy le pareció bien.

Y allí mismo, cobijado por el negro manto del Cuarto Oscuro y lejos de miradas

perturbadoras, Jorge se inició en la masturbación.

Ahora los chicos aguardaban la hora de la cena. Fuera no se escuchaba

absolutamente nada, lo que quería decir que o bien estaban cenando o que ya estarían en

los dormitorios, muy posiblemente lo primero. Dentro se oía de vez en cuando el rabioso

rascar de Jorge y de Eloy. La oscuridad y el silencio propiciaban las conversaciones sobre

temas macabros.

—¿Habéis oído hablar de los ladrones de tumbas? –soltó de golpe Jorge.

Hubo un momento de silencio. Ricardo sintió una especie de escalofrío recorrer su

espalda. Animal no tenía ningún miedo a las cosas terrenales, pero todo lo que hiciera

referencia a lo sobrenatural le espantaba.

—¿A qué te refieres con eso? –dijo calmosamente, intentando encubrir su temor.

—A alguna gente la entierran con sus mejores ropas y sus mejores joyas. Los

ladrones de tumbas entran por la noche en los cementerios, desentierran sus cadáveres y

se lo llevan todo.

—Eso te lo estás inventando.

—¿Ah, sí? Mi padre me contó que una vez encontraron un muerto al que le habían

cortado un dedo.

—¿Para qué? –preguntó horripilado Eloy.

—Para robarle –contestó misteriosamente—. Lo habían enterrado con un enorme

anillo de oro que le venía muy prieto el dedo y como los ladrones no se lo pudieron sacar,

le cortaron el dedo con unas tijeras.

—¡Qué asco! –Dijo Eloy—. No dejaré que me entierren con ningún anillo.

—Ni yo —se sumó Ricardo retorciéndose las manos.

Jorge era consciente del efecto que causaba la cuestión mortuoria entre sus dos

amigos y siguió.

—Bueno, eso no es lo peor. También roban calaveras.

—¡Qué asco! –Volvió a repetir Eloy—. ¿Para qué quieren las calaveras?

—No lo sé, quizá hagan sopa con los huesos.

—Te lo estás inventando –dijo Ricardo como si hubiera pillado a Jorge en una

falsedad.

La inculpación quedó en el aire porque en ese preciso momento el tintineo de un

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manojo de llaves sonó al otro lado de la puerta. Antes que de esta se abriera, sabían que

Gerónimo estaba al otro lado y que venía con la cena.

Gerónimo llevaba una velita en la mano y la llama hizo un vaivén al abrir la

puerta. Guió la débil lucecilla y escudriñó la oscuridad hasta que dio con los chicos

sentados en un rincón. Gerónimo se encontró ante la mirada de tres fierecillas asustadas.

—Buenas noches, chicos –dijo mientras volcaba cuidadosamente unas gotas de

cera sobre la superficie del suelo y colocaba la vela encima.

—Buenas noches –corearon ellos.

—¿Qué hay de cena? –se interesó rápidamente Ricardo.

—Sopa de fideos, pescado, pan y de postre pera.

A Ricardo se le hizo la boca agua.

—¿Otra vez pera? ¿No puede ser una naranja? –dijo Eloy.

—¿Naranjas por la noche? Nada de eso –llegó la voz de la señora Josefa—.

Naranjas… Por la mañana oro, por la tarde plata y por la noche te mata. Así que ya os

podéis olvidar de comer naranjas por la noche –la señora Josefa estaba en el umbral de la

puerta con una bandeja donde llevaba la cena. Nada más poner los pies en el interior

olisqueó el aire y arrugó la nariz—. Gerónimo, eche un poco de agua en el agujero ese,

¿quiere?

Gerónimo echó medio barreño de agua mientras la señora Josefa distribuía la

cena. Repartió los tres cuencos de sopa de fideos, los tres bollos de pan y tres cazuelitas

de barro con tres trocitos de bacalao que desprendían un aroma exquisito. Después dio

una pera a cada uno. Mientras comían, la señora Josefa observó que tanto Jorge como

Eloy no paraban de rascarse la cabeza. Agarró la velita del suelo y, ayudándose con la

mano libre, escrutó el cuero cabelludo de Eloy. Luego hizo lo mismo con Jorge.

—¿Tengo piojos? –preguntó Jorge con voz apagada.

La señora Josefa miró muy solemnemente a Jorge.

—Mucho peor que eso –dijo con una mueca de asco.

Al rato, cuando los chicos hubieron acabado la cena, Gerónimo recogió los platos

y encendió su pipa. La señora Josefa hacía ya un rato que se había marchado. Gerónimo

se acomodó en el suelo, espalda contra la jamba de la puerta y soltó un par de espesas

bocanadas de humo mientras contemplaba las estrellas. Segundos después miró a los

chicos y como sin mucha importancia dijo:

—Me he enterado de que la otra noche os escapasteis. ¿Qué hicisteis?

Las miradas de Eloy y de Jorge se posaron sobre Ricardo.

—Fuimos a ver Las 24 Horas —dijo.

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Gerónimo meneó la cabeza de arriba a abajo, como si hubiese presumido la

respuesta.

—No está bien escaparse. Por las noches ocurren cosas malas fuera de estas

paredes. ¿No habéis oído hablar del Sacamantecas ni de la Vampira?

Eloy se estremeció al oír aquellos nombres.

—No –dijo Jorge con un hilo de voz. Ricardo no dijo nada, estaba acongojado.

Gerónimo se acercó la vela a la cara, la sombra que proyectaba el vaivén de la

llama le proporcionó aspecto fantasmagórico a su rostro.

—El Sacamantecas sale por las noches y vaga por las calles buscando niños que

andan solos haciéndose los valientes –dijo empleando un tono de voz misterioso—.

Cuando coge a uno, se lo lleva a una cueva secreta, lo destripa y le saca el sebo –explicó

dibujando con el pulgar una línea de derecha a izquierda sobre su abdomen. Gerónimo

los miró a la cara de uno en uno asegurándose de mantenerlos en vilo, y tras un corto

silencio teatral dijo—: La Vampira desangra niños y vende su sangre a gente muy

poderosa por mucho dinero.

—¿Para qué? –preguntó Jorge acongojado.

—Porque se cree que la sangre de niños jóvenes rejuvenece.

Un escalofrío recorrió de arriba a abajo a Eloy. Y Jorge, instintivamente fue

buscando la protección de Ricardo, arrimándose poco a poco a él, que continuaba sin

abrir la boca. Gerónimo siguió chupando profundamente de la pipa.

—¿Y el Sacamantecas qué hace con el sebo? –pregunto Ricardo interesado

mientras se palpaba la barriga.

Gerónimo alzó el mentón teatralizando su momento de reflexión.

—He oído que con el sebo hace un ungüento con el que cura la tuberculosis. Pero

también he oído que hace jabón con él. Sea lo que sea que haga con el sebo, yo de

vosotros me andaría con mucho cuidado ahí afuera.

Un espeso silencio planeó súbitamente en el Cuarto Oscuro. Gerónimo volvió a

soltar otra bocanada de humo y contempló el limpio firmamento. Instantes después se

puso en pie y recogió la bandeja con los cuencos de sopa y las cazuelitas vacías.

—Creo que ya es hora de que me retire –dijo. Empujó la puerta con el pie y la

atrancó con la mano libre—. Buenas noches, chicos. Que durmáis bien.

Gerónimo se marchó sonriéndose, satisfecho de haber metido algo de miedo en el

cuerpo de los niños.

Silencio y oscuridad absoluta.

Una tenue luz comenzaba a penetrar bajo la rendija de la puerta cuando el ruido

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de la cerradura les despertó. Se resguardaron con la manta para protegerse de la luz. La

luz dolía en los ojos. Después de tantas horas a oscuras, cada mañana ocurría igual.

Esperaban encontrarse con Gerónimo, aunque para su sorpresa aquella mañana

fue la madre Gema y la madre Teodora quienes aparecieron en el umbral. Abrieron la

portezuela lentamente, con mucha prudencia, evitando que la exposición directa a la luz

del sol de aquella mañana, que comenzaba a centellear como nunca. Jorge se incorporó

un poco, se colocó la mano protegiéndose los ojos y las observó. El sol fulguraba a sus

espaldas y sus hábitos resplandecían con vivaces destellos celestes. Detrás de ellas

descubrió la silueta de Gerónimo.

—Buenos días, chicos –dijo Gema con su tono de voz pacífico—. ¿Cómo estáis?

—Muy buenos días –la acompañó la madre Teodora.

Nadie dijo nada. La madre Gema entró, fue directa hacia Jorge, se agachó junto a

él y con la media luz que penetraba por la puerta entornada, exploró su cuero cabelludo.

Jorge tenía unas erupciones y aureolas rojizas por toda la cabeza, también había perdido

algunos puñados de cabellos. La madre Gema cambió una grave mirada con la madre

Teodora y con Gerónimo pero nadie dijo nada. Luego hizo lo mismo con Eloy y con

Ricardo y al momento se puso en pie sacudiendo la cabeza.

—Tenía razón, Gerónimo. Tenemos que llevar inmediatamente a estos chicos al

ambulatorio médico.

Gerónimo meneó afirmativamente la cabeza.

—¿Qué nos pasa? –preguntó Jorge sin poder ocultar su miedo.

—Tenéis la tiña –dijo la madre Gema—. Pero no temáis, nadie se ha muerto por la

tiña, al menos que yo sepa.

—¿Yo también tengo la tiña? –quiso saber Ricardo.

—Sí, tú también. Así que iréis a parar derechitos a la enfermería otra vez.

Ricardo se sonrió, por fin saldría de aquella mazmorra y tendría comida decente.

Nada más pensar en la comida sintió un profundo vacío en su estómago y la boca se le

hizo agua.

—¿Tendremos que pasar mucho tiempo en la enfermería? –preguntó con

preocupación Eloy.

Gerónimo frunció los labios con expresión reflexiva.

—Quizá un mes –dijo finalmente—. ¿Por qué?

—Por las visitas a los huérfanos.

—Vaya –exclamó Gerónimo, tras lo que metió la mano en un bolsillo de su

sahariana y sacó unas vendas cortadas a tiras. Acto seguido, con la ayuda de la madre

Page 107: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Teodora, comenzó a vendarles los ojos.

—¿Esto para qué es? –preguntó Eloy mientras Gerónimo le anudaba la venda al

cogote.

—Después de tantos días en la oscuridad el sol podría dejaros ciegos, chicos. Así

que no intentéis quitároslas.

—¿Cuándo vamos a desayunar? –gruñó con impaciencia Ricardo, que comenzaba

a sentir coces de hambre en su estómago.

—En cuanto estéis listos –dijo la madre Gema.

Conduciéndose por el tenue resplandor que penetraba a través de las gasas que

protegían sus ojos Ricardo se colocó junto a la puerta en primera posición. Al momento la

mano de Jorge cogió la suya y salieron en fila guiados por la madre Gema. La madre

Teodora y Eloy cerraban la fila.

Gerónimo se quedó en el Cuarto Oscuro. Echó dos cubos de agua por el agujero

de los deshechos y se llevó las raídas mantas para lavar.

15

Primero pasaron por la duchas y se quitaron la mugre acumulada en el cuarto

oscuro, después los condujeron al comedor de la enfermería. Todo estaba en silencio y en

los pasillos volvieron a encontrarse con aquel maldito olor a sopa de ajo. Antes de entrar

la madre Regina les obligó a tomarse la preceptiva cucharadita de aceite de hígado de

bacalao que les revolvió los intestinos. Regina sabía de dónde venían ahora y el motivo

por el que habían sido castigados en el Cuarto Oscuro, pero los acogió como si hubieran

estado allí el día anterior. Luego, el señor Juan, les colocó una especie de gorrito hecho

con un pañuelo blanco anudado en cada esquina.

—¿Esto para qué es? –protestó Ricardo.

—Para la tiña. La tiña es muy contagiosa y no queremos que nadie más se

contagie, ¿verdad? –Ricardo asintió, el tono del señor Juan sonaba a una especie de

recriminación—.

Jorge y Eloy asintieron funestamente con la cabeza.

—La madre Gema ha dicho que nos van a llevar a un ambulatorio. ¿Qué nos van a

hacer allí? –preguntó Jorge.

—Os visitará un médico.

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—¿Y dónde está ese ambulatorio?

—En la Plaza España –dijo el señor Juan secamente, pretendiendo acabar con la

pesadez del chico—. ¿Sabes dónde está la Plaza España?

Jorge bajó la mirada y negó con la cabeza.

—¿Nos pincharán? –Preguntó entonces Ricardo—. No me gustan nada las agujas.

—¿Te da miedo que te pinchen, grandullón?

—No. Pero no me gustan las agujas.

Juan suspiró ante tanta insistencia y su primer pensamiento fue decir que sí, que

efectivamente les iban a pinchar a los tres y además varias veces, pero observó sus

miradas de sufrimiento y no fue capaz de asustarlos más.

—Seguramente os pondrán una pomada y ya está.

Nada más decir aquello observó una relajación inmediata en los chicos. Se sonrió

sacudiendo la cabeza y los hizo entrar al comedor.

Un rato después habían desayunado y la madre Teodora los había conducido hasta

una parada de autobuses en la mismísima puerta principal del Asilo, como si el señor

director Asís hubiera mandado colocarla allí. Desde aquel lugar Jorge pudo contemplar

una perspectiva del paseo de la Zona Franca que desde las ventanas del Asilo no podía

tener. El paseo de la Zona Franca tenía el aspecto de una rambla: un paseo central

recorrido de árboles con una amplia calzada adoquinada a cada lado. El paseo se perdía a

la vista tanto en una dirección como en otra.

A los pocos minutos de permanecer en la parada llegaba el autobús, la madre

Teodora alzó una mano, el autobús se detuvo y subieron. El conductor sonrió a ver a los

tres chicos con la cabeza cubierta por aquellos pañuelos blancos, sabía lo que eso

significaba. Momentos después, el autobús arrancó con un trote y ascendió traqueteando

sobre el empedrado del paseo, como con prisas. El autobús iba vacío y los chicos

pudieron acomodarse a su gusto, sentados uno detrás de otro junto a las ventanillas,

observando el paso de las calles con la nariz pegada al cristal. A ambos lados había

masías y campos de cultivo, fábricas con grandes chimeneas humeantes, solares y calles

sin asfaltar inundadas de fango, y también algunos edificios en construcción. La

circulación era escasa y casi no había coches aparcados en las calles. Observaron algunos

camiones abandonados, la mayoría destartalados. Dejaron atrás las Casas Baratas, el

grupo de viviendas de protección oficial de Eduardo Aunós construido a finales de los

años veinte. A partir de ahí los edificios de viviendas comenzaron a aglutinarse a lo largo

del paseo de la Zona Franca. Las construcciones eran cada vez más altas y modernas, y la

circulación de vehículos empezó a intensificarse. El autobús dejó una enorme plaza en

obras a la izquierda y siguió por una avenida muy ancha, arbolada y con varias calzadas

de circulación para uno y otro sentido: la avenida de José Antonio Primo de Rivera, la

calle más larga de toda Barcelona. Un gran número de taxis, autobuses y tranvías

circulaban por ella. Los primeros campaban a sus anchas, los tranvías, en cambio,

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recorrían los raíles en una larga caravana con los pasajeros apelotonados en su interior. La

gente subía y bajaba del tranvía en plena marcha, como recordaba haber visto en la

avenida Marqués del Duero.

El autobús paró unas cuantas veces antes de llegar a la Plaza España y comenzó a

llenarse cada vez más. La gente subía con prisas y bajaba con prisas. Finalmente llegaron

a la Plaza España, donde los chicos aplastaron aún más las narices contra los cristales de

las ventanas al ver la Plaza de Toros de Las Arenas y sus característicos arcos de estilo

neomudéjar. La Plaza España bullía de tránsito, las aceras estaban atestadas de motos y

los transeúntes las sorteaban como podían.

Eloy se despegó de la ventana y alzó la mirada hacia la madre Teodora, que no

había abierto la boca en todo el trayecto.

—¿Por qué hay tanta gente aquí, es que pasa algo?

—Claro que pasa algo, la Feria de Muestras.

—¿Y qué es eso?

La madre Teodora lo observó perpleja.

—¿Nunca te han traído a la Feria de Muestras?

Eloy negó con la cabeza tristemente, recordaba pocas emociones vividas fuera de

las paredes del Asilo.

—Pues a mí sí –dijo satisfecho Ricardo.

—A mí también –se sumó Jorge.

La madre Teodora se giró hacia ellos y los empequeñeció con la mirada.

—Pues explicárselo –dijo.

Jorge y Ricardo cruzaron una mirada con la sensación de haber metido la pata.

—Aún estoy esperando.

—A la Feria de Muestras viene mucha gente –arrancó Jorge.

—De todo el mundo –añadió Ricardo.

—¿A qué? –preguntó con impaciencia la madre Teodora.

Jorge y Ricardo volvieron a mirarse.

—A ver coches.

—Y máquinas y…

La suerte se alió con ellos, el autobús dio un brusco frenazo y se detuvo en la

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parada. Ricardo y Jorge se pusieron de pie inmediatamente, como todo el mundo en el

autobús, que empezó a bajar con prisas. Jorge se preguntó por qué tendría tanta prisa toda

aquella gente. ¿Irían todos al mismo sitio? Los observó fuera del autobús y vio que todos

caminaban con ligereza pero hacia diferentes lugares.

—Os habéis librado por los pelos –dijo la madre Teodora—. A prisa, vamos.

Bajaron del autobús y los tres chicos se quedaron absortos, observando todo

cuanto les rodeaba. En el centro de la Plaza España había una gran fuente con diversos

surtidores de donde manaba agua incesantemente. Era la fuente más grande que los

chicos habían visto en su vida. Alrededor de la fuente había una gran rotonda por donde

paseaba la gente admirándola maravillada. Alrededor de la plaza había un inmenso caos

de coches, tranvías, troles y taxis. Todos pretendían pasar al mismo tiempo y los guardias

no cesaban de poner orden con sus silbatos. A Jorge le encantaba el Sarakof blanco tan

peculiar de los guardias de Barcelona.

Desde la Plaza España partía una gran avenida hacia la Feria de Muestras, la

avenida de María Cristina, que arrancaba al pie de dos gigantescas torres y pasaba ante

los monumentales pabellones de la feria. La avenida María Cristina llegaba hasta la

Fuente Mágica de Colores. Otra gran avenida partía también desde la mismísima plaza

descendiendo hacia el puerto, la avenida Marqués del Duero. Y luego estaba la avenida

José Antonio Primo de Rivera, que continuaba al otro lado de la Plaza España cruzando la

ciudad dirección norte hacia las afueras. Justo donde arrancaba la avenida de Primo de

Rivera, casi frente a la Feria de Muestras, se alzaba Las Arenas.

—¿Dónde vamos ahora? –preguntó Jorge.

La madre Teodora señaló al otro lado de la plaza.

—Hacia allí –dijo—. La calle Cruz Cubierta.

Los chicos dirigieron la mirada hacia el lugar donde apuntaba la madre Teodora.

—Vamos a la calle Cruz Cubierta –dijo Eloy sonriendo. Eloy respiraba Libertad.

Las paredes del Asilo eran los muros de su prisión y ahora se sentía exultante.

—¡Vamos! –añadió Ricardo.

Ante la sorpresa de la madre Teodora, los chicos se pusieron en marcha siguiendo

un golpe de gente que comenzaba a cruzar un paso de peatones, se incorporaron de

seguida al ritmo de la ciudad. Un guardia había parado los coches y les estaba dando

paso. Al pasar ante el guardia Jorge lo observó de reojo. Además del Sarakof blanco

llevaba también guantes blancos, unos zapatos negros muy brillantes y un espeso bigote

que le llegaba algo más allá de las comisuras de sus labios. Para su estupor el guardia le

sonrió y le guiñó un ojo. El chico se sonrojó de golpe, miró al frente y aligeró el paso

algo avergonzado.

Llegaban a la calle Cruz Cubierta cuando la madre Teodora se detuvo en seco.

—¿Sabéis por qué esta calle se llama así? –Ninguno de los chicos dijo nada, se

Page 111: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

limitaron a observarla con estupor, medio alelados—. Todos los nombres de las calles

tienen un motivo y un significado –dijo—. Allí, donde está ahora la Plaza de España,

hace muchos, muchos años, había una loma con una pequeña cruz de piedra cubierta por

un templete que señalaba el término de la ciudad. Los caminos que salían de la ciudad se

cruzaban en este punto y por eso al camino se le llamó camino de la Cruz Cubierta. A la

loma donde estaba la cruz le llamaban loma de los inforcatos, que en latín quiere decir

cruce de caminos. Uno de esos caminos llevaba directamente hasta la puerta más

importante de la ciudad amurallada, la de San Antonio.

—Donde está la ronda San Antonio –afirmó Jorge.

—Así es. La Ronda era el lugar por donde los soldados hacían las guardias para

vigilar que la ciudad no fuera asaltada. Como la ronda San Antonio, la ronda San Pedro,

la ronda San Pablo y la ronda Universidad… Todos esos eran caminos de ronda de los

soldados.

—¿Y qué había aquí donde estamos ahora?

—Nada.

—¿Nada? —Se sorprendió Eloy mientras Ricardo observaba a la madre Teodora

como si él ya lo supiese todo.

—Solo había campos –luego señaló la calle Cruz Cubierta a todo su largo—. Esta

calle cambia de nombre más adelante, carretera de Sants. Y eso también tiene su

explicación. –La madre Teodora había captado la atención completa de los muchachos.

Prosiguió—: en la época de la que os hablo el barrio de Sants era un pueblecito en las

afueras donde los viajeros hacían su última parada antes de cruzar las murallas de la

ciudad. Por eso se llama carretera de Sants, porque era el camino que unía Barcelona con

el pueblecito de Sants.

—¿Pero cuánto tiempo hace de eso? –preguntó Eloy sin poder imaginarse cómo

había podido cambiar todo tanto.

La madre Teodora se quedó unos instantes pensativa, como calculando.

—Más de setecientos años –dijo finalmente.

Jorge se preguntó si la madre Espíritu Santo ya viviría por aquellos entonces.

A continuación la madre Teodora arrancó por la calle Cruz Cubierta hacia arriba

seguida por los chicos. No hacía mucho que los comercios habían levantado sus persianas

y ya tenían los toldos extendidos. Las aceras eran un trajín de gente hacia todos lados y

los tranvías pasaban abarrotados. Algunos pasajeros colgaban en el exterior de los

tranvías abrazados a las barras y con los pies medio en el aire.

Entraron en un portal de aspecto regio, tomaron un pasillo con el suelo de losas de

mármol ondulado por el desgaste y cruzaron un patio interior hasta llegar a una vieja

puerta de hierro. Nada más traspasar el umbral un bullicio llegó hasta ellos. Era la sala de

espera del ambulatorio. Había un par de niños pequeños llorando con sus madres

Page 112: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

intentando calmarlos y un bebé tomando el pecho. Jorge se quedó helado al observar un

chico algo más pequeño que ellos con el cuerpo lleno de pústulas rosadas y diminutas

ampollas en la piel. Intercambió una mirada con él. El chico le sonrió y Jorge bajó la

cabeza.

—¿Qué le pasa a ese? –susurró Jorge al oído de la madre Teodora. La madre

Teodora se había sentado entre Eloy y Jorge, Ricardo al otro lado de Eloy. Observó unos

instantes al chico antes de contestar.

—Tiene sarna –le dijo hablando en voz muy bajita.

Jorge volvió a mirar al chico, esta vez de reojo. Sintió una especie de escalofrío al

ver todas aquellas manchas y ampollas.

—¿Es peor que la tiña?

—Sí.

—¿Qué harán con él?

La madre Teodora se encogió de hombros.

—Eso es cosa del médico.

Llevaban allí unos diez minutos cuando llegó el doctor. Llevaba un maletín en una

mano y un cigarrillo encendido en la otra. Inmediatamente detrás del médico entró un

hombre que tosía incesantemente. Nada más tomar asiento escupió en un pañuelo un

esputo rojizo y todo el mundo miró para otro lugar. Al poco salió una enfermera de la sala

de consulta, y anotó el nombre de todos los que había esperando en la sala para visitarse.

El hombre que no paraba de toser entró el primero.

—¿Qué le pasa a ese hombre que tose tanto, madre?

Ricardo y Eloy se inclinaron hacia delante para no perderse la respuesta.

La madre Teodora les explicó que posiblemente aquel hombre tendría

tuberculosis, una enfermedad muy contagiosa y grave de los pulmones y que por eso lo

habrían visitado el primero. Los chicos pusieron cara de aprensión. Como diez minutos

más tarde salió el hombre con un pañuelo colocado sobre la boca y con su tos. Los chicos

lo observaron hasta que salió por la puerta, luego cambiaron gravemente una mirada sin

decir nada.

Esperaron como unas dos horas hasta que les tocó. Durante ese tiempo no paró de

llegar gente. Gente de todas las edades, de la misma condición pobre y con casi todas las

enfermedades habidas y por haber.

Entraron los cuatro juntos. El médico estaba detrás de una mesa de formica blanca

aguardándoles y les sonrió amigablemente. De su cuello colgaba un estetoscopio,

sostenía un cigarrillo en una mano y en el cenicero había varias colillas. La madre

Teodora saludó al doctor Felipe y a la enfermera, que estaba sentada a un extremo de la

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mesa.

—¿Qué sorpresa nos traen esta vez las Esclavas del Corazón de María, madre?

La madre Teodora se sonrió.

—Tiña, don Felipe –dijo.

—¿Otra vez? Vamos a ver.

Mientras el doctor se incorporaba Jorge echó una mirada a su alrededor.

16

Se encontraban en una sala ovalada de unos veinte metros cuadrados. Las paredes

estaban embaldosadas hasta media altura y había un desagüe en el suelo. Uno de los

extremos de la sala era un enorme ventanal de vidrios granulados que permitía el paso a

un sol radiante. En una pared había dos lavamanos juntos y en la de enfrente otro, las

tuberías que llevaban el agua hasta los grifos no estaban empotradas, sino a la vista.

Próximo al desagüe del suelo había un bidé colocado justo debajo del ventanal, también

una papelera y un taburete de hierro. El resto del mobiliario era también de hierro: la

camilla, los carros sobre los que había botecillos llenos de líquidos, varias jeringuillas,

gasas, algodones y bisturíes. Una lámpara de quirófano pendía del techo justo en el centro

de la sala. Junto a la camilla había además una lamparilla de pedestal cuyo cable iba

conectado a un cuadro con interruptores y enchufes de la pared. Y bajo la lamparilla

había un taburete de hierro. Jorge se estremeció al pensar que había todo lo necesario

para operarles a los tres.

¿Los habrían llevado allí engañados y a traición?

El doctor Felipe se instaló junto al foco y llamó con un gesto a Ricardo. El chico

tragó saliva y notó una extraña debilidad en las piernas. Tardó unos segundos en vencer la

resistencia de sus pies a moverse. Luego dio unos pasos hasta el doctor y a su indicación

se sentó en el taburete. El médico extrajo el pañuelo de su cabeza cuidadosamente y aun

así, Ricardo dejó escapar un alarido de dolor, el pañuelo se había enganchado a las

costras secas y le había arrancado un buen puñado de cabellos. Jorge y Eloy sintieron

aquel dolor de Ricardo como propio.

—A ver… –dijo el doctor Felipe mientras accionaba el interruptor de la lamparilla

y la orientaba.

Para asombro de los chicos, la lamparilla irradió una luz azulada sobre la cabeza

de Ricardo. Este comenzó a ponerse nervioso y a agitarse.

—¿Cómo te llamas grandullón? –le preguntó el doctor Felipe.

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—Ricardo –dijo él tartamudeando un poco.

—¿Te da miedo la luz ultravioleta, Ricardo? –le preguntó mientras examinaba su

cuero cabelludo.

—No sé lo que es. ¿Para qué sirve esa luz?

El doctor Felipe se sonrió.

—Para ver qué tipo de infección tienes.

—¿Solo para eso? –desconfió él.

—Sí, solo para eso. –Movió la cabezota de Ricardo en todas direcciones

observando las descamaciones púrpuras de su cuero cabelludo. Después de un

concienzudo examen asintió para sí y dio con el dorso de la mano sobre el hombro de

Ricardo—. ¿Te ha dolido mucho?

—Ni me he enterado.

—Pues ya está. El siguiente –dijo mirando a Jorge. Ricardo vio el cielo abierto

cuando se levantó del taburete.

Jorge ocupó el lugar de Ricardo, apretó labios y dientes pero también soltó un

quejido de insoportable dolor cuando el doctor Felipe arrancó el pañuelito de su cabeza.

Fue examinado de igual forma que Ricardo, bajo la escrupulosa mirada del doctor y bajo

la atenta mirada de la madre Teodora, pendiente en todo momento del comportamiento de

los chicos. Y detrás de él le tocó el turno a Eloy, que para impresionar a todo el mundo,

incluido al doctor Felipe, aguantó el dolor sin inmutarse lo más mínimo.

—Chico, ¿eres de hierro o qué? –Fue lo que dijo el doctor, que después de su

exploración dio el veredicto final—: Tenía razón, madre. Es tiña. –Después observó

severamente a los chicos durante unos largos segundos—. La tiña es una infección muy

contagiosa, así que a partir de ahora no podréis compartir toallas, ni almohadas, ni peines.

Nada que entre en contacto con la piel puede compartirse. Y tendréis que llevar la cabeza

siempre cubierta –explicó el doctor Felipe—. La tiña es muy contagiosa y no queremos

que nadie más enferme, ¿verdad?

Los chicos asintieron.

—¿Y por qué nos hemos contagiado nosotros? –preguntó Jorge.

La madre Teodora arrugó el ceño y lo reprendió con la mirada por su

atrevimiento, pero el doctor Felipe hizo un gesto con la mano.

—Porque se transmite muy fácilmente. Os podéis haber contagiado por otra

persona, incluso por un animal. Es difícil de saber. Lo que tenéis que hacer a partir de

ahora, si lo que queréis es curaros, es seguir al pie de la letra mis instrucciones. –Los

chicos volvieron a asentir—.Ahora voy a poneros una cataplasma que os cambiarán dos

veces al día. Así dejará de picaros la cabeza y se os caerán esas costras tan feas. Aunque

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también se os caerá algo de pelo. De todas formas tendré que volver a veros dentro de

poco.

—Vamos a quedarnos calvos –dijo lastimosamente Ricardo recordando a Poncho

y su banda. Eloy se tocó un momento el flequillo, como comprobando que aún estaba ahí.

Mientras tanto el doctor Felipe desinfectaba las pústulas con algodón y alcohol.

Luego sacó un tarro de vidrio y con la ayuda de una espátula repartió unos buenos

pegotes de una cataplasma verdosa sobre la cabeza de Eloy. A Eloy se le torcieron la boca

y la nariz de la repulsión. ¿Qué sería aquel ungüento que tanto le recordaba los

asquerosos pegotes de grasa que arrancaban de las mesas del comedor? Cuando el doctor

Felipe comenzó a aplastar con la espátula los pegotes de cataplasma y embadurnar con

ellos todo su cuero cabelludo, no se resistió a preguntárselo.

El doctor cambió una rápida mirada con la madre Teodora antes de contestar.

—Un remedio que ya utilizaban las brujas hace más de quinientos años:

excrementos de rumiante cocidos y fermentados con hojas frescas de berro –respondió

secamente.

Eloy sintió que sus pulmones se vaciaban de aire y que comenzaba a marearse,

Ricardo y Jorge se observaron desencajados. Un segundo después el doctor Felipe soltaba

una sonora carcajada.

—Os lo habéis creído, ¿eh chicos? Tan solo se trata de un remedio casero:

pimienta mezclada con manteca de cerdo –y volvió a soltar una nueva carcajada.

A pesar de lo repulsiva que también les resultaba a los chicos la manteca de cerdo,

no podía compararse con una inmundicia tal como los excrementos cocidos y

fermentados con hojas frescas de lo que fuera, así que suspiraron de alivio.

Cuando el doctor acabó de untar las cabezas de los chicos con aquel ungüento

verdoso, le colocó un vendaje a cada uno a modo de casquete para que no pasaran más

vergüenza de la necesaria y les recordó las prevenciones que debían tomar para que nadie

más se infectara.

Salieron de la consulta bromeando y ridiculizándose unos a otros por las

diferentes cantidades de cataplasma que había tenido que utilizar el doctor Felipe en sus

cabezas, hasta que finalmente la madre Teodora tuvo que hacer de juez y sentenciar que

había sido en Ricardo en quién más cantidad de ungüento había tenido que utilizar el

doctor. El cálculo era bien simple, solo había que observar el tamaño de las cabezas. Las

bromas duraron hasta que llegó el autobús a la parada y continuaron durante todo el

trayecto de vuelta.

Como una hora después de salir de la consulta llegaban al paseo de la Zona

Franca. Nada más apearse del autobús y encontrarse nuevamente ante la puerta del Asilo,

sin proponérselo, los chicos enmudecieron. La madre Teodora colocó sus manos sobre los

hombros de Jorge y elevó la mirada, el cielo estaba encapotado de oscuros nubarrones.

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—Hoy lloverá –dijo simplemente.

Gerónimo sacó su manojo de llaves al verlos cruzar el paseo de la Zona Franca,

abrió la cancela y los miró con su único ojo. Observó enseguida el desánimo de los

chicos, sobre todo Eloy, que llevaba el ceño y los dientes apretados como si entrara en

una cárcel.

—Vaya… —dijo señalando el vendaje de sus cabezas—. Por las caras de estos

chicos, madre, diríase que el doctor Felipe ha tenido que hurgar en sus cerebros.

La madre Teodora se detuvo a saludarle.

—Solo ha hurgado en sus cabellos, Gerónimo.

—Pues debe de haber encontrado algo muy grave –dijo mientras se aproximaba

hasta ellos y los miraba como si fuesen bichos raros. Un momento después señaló a

Jorge—. Este, seguro que no pasa de esta noche –dijo. Luego se colocó ante Eloy—. Este

seguro que tampoco –y señalando después a Ricardo dijo—: Y ese es el que peor está de

todos.

—¿Tenemos que aguantar esto? –gruñó Eloy.

—Sí, eso –se sumó Ricardo—. ¿Tenemos que aguantar bromas de mal gusto?

—Bueno, vale –espetó Gerónimo dando un paso hacia atrás—. Reconforte bien a

estos moribundos, madre, que el otro mundo no tiene culpa de los enfados de este.

La madre Teodora hizo un ademán al aire.

—No hagáis caso –dijo mientras se alejaba con los chicos.

Nada más llegar a la enfermería los soltaron en el patio. Tenían la tiña pero no se

sentían enfermos, así que Jorge y Ricardo se apuntaron a jugar a Saltar el burro, Eloy

prefirió mirar. Había una larga fila de chicos agachados como burros, mientras que otros

iban brincando incansablemente sobre ellos, uno tras otro. Cada vez que uno de los que

estaba saltando llegaba al final, se agachaba después del último dejando un corto espacio

de separación y el primero de la fila que estaba agachado comenzaba a saltar sobre los

otros. Saltar sobre Jorge era bastante sencillo, saltar sobre Ricardo conllevaba bastante

más esfuerzo y delicadeza, ya que nadie se atrevía ni a rozarle. La mecánica era simple y

la duración podía ser infinita. Lamentablemente el juego casi siempre acababa en pelea,

bien a causa de una patada en la cabeza de alguien o bien a causa de una coz en el culo.

Esa noche cayó sobre la ciudad de Barcelona la tormenta más feroz que se

recordaba en los últimos veinte años, aunque eso sea lo que siempre dicen las viejas. La

tempestad convirtió las calles en ríos de agua, inundó los bajos de muchas viviendas,

comercios y anegó varias estaciones del metro.

En la enfermería del Asilo nadie pegó ojo hasta bien entrada la madrugada, y en el

dormitorio general, Mosi consintió que los chicos se levantaran para observar la

tormenta. El vigilante encendió un cigarro y se entretuvo contemplando el asombro de los

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chicos. La mayoría se apostó con la nariz pegada al cristal y solo mostraban su temor

cuando el estallido de luz de un relámpago rompía la oscuridad, o cuando un trueno hacía

temblar sonoramente los cristales. Mosi no se acercaba demasiado a las ventanas, pues

una vez fue testigo de cómo un rayo alcanzaba a una cabra en mitad del monte y la

carbonizaba. Desde entonces no sentía demasiada devoción por las tormentas.

Los chicos continuaban observando con admiración y miedo la tempestad. El

patio se había convertido en una gran balsa, si seguía cayendo agua con aquella

intensidad, al día siguiente no podrían salir al patio. Al poco la tormenta comenzó a

amainar y Mosi mandó a los chicos a la cama, eso sí entre protestas.

A primera hora de la mañana siguiente la madre Gema despertó a los chicos y los

condujo hasta la sala de curas. Sobre una mesita había gasas unas tijeras, vendas y varios

tarros; unos con hojas secas de plantas y otros con ungüento de alguna clase. Ricardo se

alegró al no ver ninguna jeringuilla.

—Vamos a cambiar esos vendajes –dijo la madre Gema.

Sentó primeramente a Eloy en un taburete y, con suma delicadeza, extrajo la

venda que cubría su cabeza. En un nuevo alarde de valentía, el chico ni se movió ni

rechistó cuando la madre Gema arrancó el último tramo de venda que estaba en contacto

directo con la piel. El vendaje se despegó llevándose consigo una mezcla de pegotes de

cataplasma verdosa y mechones de cabello. Jorge y Ricardo se quedaron mudos, la

cabeza de Eloy semejaba una especie de campo de secano salpicado por las malas

hierbas, y pensaron que sus cabezas tendrían un aspecto similar. La madre Gema lavó el

ungüento y las pústulas de su cabeza con algodón empapado en un cocimiento de

manzanilla y tomillo, luego lo secó con un paño y le aplicó una buena capa del mismo

ungüento que el doctor Felipe les había puesto el día anterior. Acto seguido envolvió su

cabeza con un vendaje muy ligero y le coloco un casquete blanco.

Después le tocó el turno a Jorge. La madre Gema comenzó a sacar el vendaje y

tanto Eloy como Ricardo observaban muy atentos y con los ojos muy abiertos sus

reacciones, esperando ver si se quejaría mucho y con la curiosidad de saber cuánto pelo

se le caería. Cuando la madre Gema arrancó la última vuelta de venda, Jorge apretó puños

y dientes. Con el vendaje salió pegada una buena mata de cabellos empapados en

ungüento.

Y de pronto Ricardo y Eloy rompieron a reír.

Jorge frunció el ceño.

—¿Qué pasa?

—Que pareces un cura –dijo Eloy.

—Un misionero.

Jorge interrogó a la madre Gema con la mirada.

—Lo siento hijo, has perdido casi todo el pelo –Jorge intentó llevarse las manos a

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la cabeza para comprobarlo, pero la madre Gema atrapó su mano en pleno vuelo.— Es

mejor que no te toques, y menos sin lavarte antes las manos, podrías infectarte las

heridas. Y no te preocupes por tu aspecto, mañana o pasado estaréis los tres igual y tú

también podrás reírte de ellos.

Luego hizo con Jorge lo mismo que había hecho con Eloy. Lavó sus pústulas con

el cocimiento de manzanilla y tomillo, y le untó una buena capa de ungüento. Después

circundó su cabeza con un vendaje y le colocó su casquete.

Cuando le tocó el turno a Ricardo, Jorge y Eloy se colocaron ante él expectantes

por ver cómo había quedado su cabeza con la gran cantidad de cataplasma que le había

colocado el doctor Felipe el día anterior. Pero cuando la madre Gema le extrajo el

vendaje quedaron totalmente decepcionados. De todo su espeso cabello solo había

sucumbido al tratamiento una pequeña zona de la coronilla.

—Ricardo… –se sonrió la madre Gema—. Tú sí que pareces un monje de verdad.

—Sí, desde ahora te llamaremos “padre” Ricardo –bromeó Eloy.

Jorge y Eloy cruzaron una mirada y después soltaron una carcajada. Ricardo

frunció su espeso ceño convirtiéndolo en una sola ceja y clavó una furiosa mirada en sus

amigos. Aunque sabían que Ricardo sería incapaz de intentar nada contra ellos, tampoco

deseaban que se molestara, así que dejaron de reírse instantáneamente.

Después de la cura desayunaron. La señora Josefa les ofreció un tazón de leche

caliente con un buen trozo de chocolate y dos hogazas de pan para cada uno. Lo

devoraron todo en un santiamén. Nada más acabar con el desayuno recibieron la visita de

la madre Gema. Había cierta tristeza en su mirada. Colocó una mano sobre el hombro de

Jorge y otra sobre el de Eloy, que estaban sentados juntos. Ricardo estaba frente a ellos.

—¿Cómo os ha tratado el doctor Felipe?

Ricardo elevó la mirada, la pregunta iba dirigida a él.

—Bien –gruñó secamente con la boca llena.

—Se nos está cayendo el pelo —añadió Eloy.

—Por eso no tenéis que preocuparos, en cuanto os curéis os volverá a crecer –dijo

la madre Gema—. ¿Y de vuestro paso por el cuarto oscuro qué tenéis que contarme?

—Que no quiero volver a pisar nunca más ese sitio de mierda –gruñó Ricardo.

—¡Ricardo! –Le reprendió Gema—. Qué palabras son ésas.

—Sí, antes la muerte –añadió Eloy.

—Es un castigo demasiado severo, nadie merece que lo castiguen en ese sitio –

añadió Jorge.

—Pues entonces portaos bien y haced todo lo que se os mande –dijo medio

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enfadada. Acto seguido comenzó a recoger los platos y los vasos que había sobre la mesa.

Y mientras se dirigía a la cocina con la vajilla, su farfullo llegó hasta los chicos—:

Condenados niños, ¿es que piensan que nadie más sufre cuando ellos lo pasan mal?

17

Al rato bajaron al patio de la enfermería, su superficie de cemento estaba llena de

pequeños charcos del diluvio de la noche anterior. La madre Teodora vagaba vigilante por

el patio y los chicos se habían dispersado en grupos; unos jugaban a indios y americanos,

otros a policías y ladrones, y otro, simplemente a correr. El resultado era que todos

corrían, sudaban y gritaban salvajemente; los que hacían de osados americanos corrían

detrás de los traicioneros indios y los que hacían de valerosos policías, corrían detrás de

los malvados ladrones. Los primeros tratando de atrapar a los segundos y los segundos

tratando de huir de los primeros. Jorge había jugado a indios y americanos una sola vez y

juró no volver a repetirlo. Le tocó hacer de indio y lo atraparon entre tres americanos.

Uno de ellos sacó una especie de navaja que se había hecho con un trozo de lata afilada, y

como si fuera del séptimo de caballería, se quiso llevar de recuerdo los huevos del indio

Jorge, o sea, que le intentó cortar los testículos. La cosa fue muy seria y pudo acabar

realmente mal. Suerte de Jorge que se movió a tiempo de esquivar la navaja, que se le

clavó en el muslo, dejándole una gran cicatriz.

¡Cabrones de americanos!

En un rincón, había un grupo de muchachos que habían cogido a otro más

pequeño y en medio de grandes carcajadas le estaban enseñando a jugar al Mosqueo.

Tenían al chico de cara contra la pared, con una mano pasada bajo la axila del otro brazo,

ofreciéndoles la palma de la mano. De manera aleatoria, los muchachos que le rodeaban

le propinaban un fuerte tortazo en la palma de la mano y el chico debía de adivinar quién

había sido. Cuando el chico se giraba, ellos agitaban las manos como si fueran alitas de

mosca y modulaban una especie de zumbido ¡Zzzz…! Así tuvieron al chico todo el

tiempo que quisieron, ya que cuando el pequeño adivinaba quién había sido, lo

engañaban.

Eloy, Jorge y Ricardo daban vueltas por el patio explicándose aventuras que

inventaban. Eloy contó una aventura en la que era un hijo secreto del zar de Rusia. Jorge

explicó otra en la que era el pistolero más temido y más rápido del oeste. Y Ricardo

explicó que una vez cazó un león en una expedición en la jungla africana. Era el juego de

explicar aventuras. Los chicos que tenían más imaginación eran los más solicitados para

contar aventuras y a menudo tenían que inventar historias que complacieran a los más

mayores y les hicieran héroes de todo. El riesgo de recibir una buena tunda si no gustaba

la historia, aguzaba la imaginación de los chicos que inventaban aventuras.

De pronto, Eloy se detuvo en seco sorprendiendo a sus acompañantes.

Page 120: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Estoy harto de esos abusones, mirad qué somanta le están dando a ese pobre

crío –dijo señalando a los muchachos que estaban jugando al Mosqueo.

—Vamos a salvarle –propuso Jorge.

Pero Ricardo lo detuvo colocando una mano abierta sobre su pecho.

—Dejadme a mí –refunfuñó.

Se encamino hacia ellos con el entrecejo fruncido y los puños por delante, y se

abrió paso a codazos y empujones. Desde la distancia Jorge y Eloy solo veían sobresalir

su cabeza, muy por encima de las demás. Ricardo cogió al chico por un brazo y se lo

llevó unos metros.

—¡Se acabó el Mosqueo! –dijo—. Lárgate antes de que vuelvan a cogerte estos

gilipollas.

Al observar el furor de Animal, los muchachos que jugaban al Mosqueo se

quedaron paralizados y con cara de bobos. El crío aprovechó y echó a correr hacia la

madre Teodora como alma que lleva el diablo y se quedó a unos metros de ella hasta que

acabó el patio. Ricardo volvió con sus amigos.

Jorge le recibió con una sonrisa, Eloy guardaba una extraña expresión.

—¡Que se jodan! –Maldijo Eloy—. Odio a todos esos abusones. Odio a todas esas

monjas y a todas esas familias de ricachones que vienen los sábados a adoptarnos. Esos

son los peores, nos observan buscando faltas, como si fuéramos ganado y tuvieran que

asegurarse de que no se llevan uno tarado.

Ricardo puso una mano sobre su hombro.

—Olvida a todos esos cabrones. Ahora tenemos trabajo. ¡Mirad!

Eloy se giró y miró hacia la verja. Villalba llegaba en ese momento con su

volquete cargado hasta arriba de verduras. Tocó dos veces el claxon para avisar y al poco

la madre Gema salió a recibirle.

—Buenos días, madre –gritó Villalba a voz en pecho por la ventanilla—. ¿Cómo

va la cosa por aquí después de la que cayó anoche? –Detuvo el camión con un gran

estruendo, abrió la puerta y saltó fuera—. Vaya la que cayó… —repitió sacudiendo una

mano—. Dicen que la estación del metro de Triunfo está completamente inundada y que

hace falta una barca para moverse por los andenes.

—Qué exagerado es usted, Villalba.

—No exagero, madre. En Barcelona fue como si el cielo se nos fuera a venir

encima.

—Quizá San Pedro esté enfadado.

Villalba alzó las manos.

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—Pues que conste que yo no he hecho nada para que se enfade. Palabra. Bueno,

¿dónde quiere que deje la carga?

La madre Gema miró a su alrededor y señaló con un gesto una zona del patio que

estaba al sol y libre de charcos, le indicó que dejara allí la carga. Villalba subió

nuevamente al camión y maniobró lentamente hasta colocar el portón trasero justo sobre

el lugar, luego comenzó a elevarse la plataforma y descargó. Las verduras rodaron al

suelo formando una montaña. Cuando Villalba lo consideró oportuno, movió el volquete

unos metros extendiendo un poco el resto de la carga. Entonces la madre Gema alzó una

mano.

—Chicos –llamó.

Parecía que los muchachos jugaban absortos en lo suyo, ausentes de todo cuanto

ocurría su alrededor, pero en cuanto oyeron la voz de la madre Gema acudieron

rápidamente a su encuentro. La madre Teodora también se acercó, saludó a Villalba y al

momento se excusó con unas obligaciones que tenía pendientes. Jorge se alegró de ver

nuevamente a Villalba, siempre traía noticias del exterior y le hubiera encantado oír lo de

la inundación de la estación del metro de Triunfo. Había estado una vez en aquella

estación, la vez que papá le llevó a ver el famoso Arco del Triunfo. Cuando Jorge se

encontró ante el imponente monumento le preguntó por el motivo del nombre. Papá le

explicó:

—Se llama así por una apuesta. Un piloto héroe de la guerra apostó que era capaz

de pasar con su avioneta por entre medias del Arco y nadie creyó que fuera capaz de

hacerlo; las alas del avión eran demasiado grandes para que el avión pudiera pasar entre

las columnas. Pero él se empeñó en que sí y además dijo que lo haría el primer domingo

del siguiente mes. Hasta que llegó ese día, la hazaña que se proponía el piloto fue noticia

todos los días en los periódicos. Todos los expertos opinaban que era imposible hacerlo y

no se habló de otra cosa durante las dos semanas que faltaban para ese domingo. Cuando

llegó el día, Barcelona entera se congregó en el paseo de San Juan para verlo. El avión

despegó del aeropuerto de El Prat a las doce en punto del mediodía, hizo varias pasadas

sobrevolando las playas del litoral, que también estaban abarrotadas de gente esperando

verlo pasar, y luego, mientras se internaba sobre la ciudad, comenzó a cobrar altura,

mucha pero que mucha altura. Hasta convertirse en algo tan diminuto como un mosquito

que se perdió en el cielo. Y durante un buen rato desapareció de nuestra vista. Pero, de

pronto, empezó a oírse un zumbido, un feroz y creciente zumbido. Y de repente, apareció

el avión entre las nubes. Bajaba en picado y se dirigía directamente hacia el Arco. Todos

pensamos que se iba a estrellar, pero cuando se encontraba a pocos metros del suelo, el

piloto dibujó una especie de rizo, recuperó la altura e inclinó muy pero que muy rápido

las alas, colocándolas en posición vertical, y fue así como pasó vertiginosamente por el

arco, por el único sitio que según dijeron luego los entendidos podía pasar; ni un

milímetro más, ni un milímetro menos. Y desde entonces, por esa gesta, se le llama Arco

del Triunfo.

Eso fue lo que inventó papá para salir al paso. La imaginación siempre vence a la

ignorancia.

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Mientras Jorge se acercaba a la carrera hacia la montaña de verduras, deseó con

todas sus fuerzas que esta vez no hubiera habas. Le traían malos recuerdos con solo

pensar en ellas le entraban ganas de vomitar. Y se encontró con que había escarolas,

habas, alcachofas y judías verdes, todo eso medio podrido, también algunos melones

aplastados y un ejército de moscas negras que comenzaba a revolotear de manera

inquietante el lugar. Pero para su frustración le tocó pelar habas.

—Para estar en primavera vaya tiempo que está haciendo… –dijo Villalba

mientras oteaba el horizonte y fruncía la expresión observando unas nubecillas—. Falta

poco más de un mes para el día de la Ascensión. Es el día de comuniones, ¿verdad?

—Claro, el padre Pedro comenzará a prepararlos muy pronto.

—Y luego, enseguida, San Juan.

—Sí y como cada año haremos una gran fiesta. La celebración de la Primera

Comunión y la fiesta de San Juan son los momentos más esperados y especiales cada año,

usted ya lo sabe señor Villalba.

Al oír aquello, Jorge dejó de pelar habas por un momento y se aplicó en prestar

más atención a la conversación. Eloy cruzó una mirada de complicidad con él y, Ricardo,

que limpiaba con mucho fastidio los gusanos de las escarolas, se sonrió como un diablo;

recordó que en la fiesta del año anterior había bailado con una chica y que volvería a

verla. Eso si no la habían adoptado, claro, porque Pepi la gorda, era huérfana de padre y

madre.

—¿Entonces también comenzarán a llevar a los muchachos a la playa? –dijo

Villalba.

—Muy pronto, pero solo llevaremos a quien no siga por aquí –atajó la madre

Gema paseando la vista a su alrededor, ya que al oír <<playa>>, todos los chicos se

habían quedado como en éxtasis—. Quién esté en la enfermería no podrá ir a la playa –

repitió a propósito, con lo que consiguió que los muchachos agacharan la cabeza y

volvieran a atarearse.

—¿Sabe que puede que nos quedemos sin esa playa de Can Tunis?

—¿Por qué dice eso, señor Villalba?

—Lo leí hace poco en el diario. El Puerto de Barcelona necesita crecer y que

planean hacerlo sobre una buena parte del barrio de La Marina, lo que seguro que incluye

la playa de Can Tunis.

—Dios no quiera que nos quedemos sin playa –dijo la madre Gema

Persignándose—. ¿Dónde llevaremos entonces a nuestros chicos?

Villalba se encogió de hombros.

—¿Y todas esas barracas de La Marina qué? ¿Qué hará toda esa gente cuando se

quede sin sus barracas?

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La madre Gema se persignó.

Mientras Villalba y la madre Gema charlaban, los chicos escamoteaban todas las

habas y alcachofas que cabían en sus bolsillos. El miedo impidió a Jorge y a Eloy llevarse

a la boca ni tan siquiera una haba. Sin embargo, tanto Ricardo, como los otros chicos, no

pararon de masticar todo el rato.

—¿Habéis oído? –dijo Jorge todo entusiasmado—. Dentro de muy poco nos

llevarán a la playa y...

—No te hagas tantas ilusiones —le interrumpió Eloy—, solo nos llevarán los

domingos que no haya visitas.

Ricardo no decía nada, limpiaba escarolas como si el asunto no fuera con él.

—¿No te hace ilusión? –le preguntó Jorge.

—No sé nadar –respondió Ricardo con voz mortecina.

—¿Y qué? Yo tampoco y eso no me va a impedir hacer castillos en la arena y

jugar con las olas.

Ricardo continuaba ensimismado cuando se sonrió y alzó una mano sosteniendo

un pequeño gusano verdoso entre el índice y el pulgar.

—Qué asco –profirió Jorge con cara de vómito—. Tíralo.

Pero Ricardo se llevó el gusano hasta colocárselo a un palmo de la cara y lo

contempló unos instantes con una especie asombro. Luego lo aplastó entre sus dedos. El

insecto estalló y se transformó en una sustancia verdosa que colgaba entre sus dedos.

—Eres asquerosamente repugnante —le dijo Eloy.

—Soy un Animal –dijo riéndose.

Ricardo restregó la mano en una escarola y luego se la limpió en el pantalón. A

continuación miró a Eloy muy fijamente a los ojos con el ceño fruncido, repitiendo la

mirada que había empleado antes de matar al gusano. Hasta que al cabo de unos segundos

volvió a romper a reír.

—Te has acojonado ¿eh?

La carcajada llamó la atención de la madre Gema, que interrumpió la charla con

Villalba y se interesó en saber lo que sucedía. Tenía la certeza absoluta de que se trataría

de alguna trastada. Fue hasta el lugar donde se encontraban los chicos y preguntó

repetidas ocasiones, pero ninguno dijo nada. La ley del silencio.

—Si tengo que volver para llamarle la atención a alguien os castigaré –dijo

paseando severamente su mirada sobre todos ellos.

Corrió una mirada de complicidad entre Jorge, Eloy y Ricardo, que a partir de ese

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momento callaron y se concentraron en pelar habas y en la limpieza de las escarolas. De

cuando en cuando, Ricardo introducía un dedo por un agujero de la escarola que tenía en

ese momento entre manos, sacaba un gusano verde y con total malicia y disimulo lo

disparaba hacia arriba causando risas y gritos. El insecto caía igualmente al suelo que

sobre algún chico, y Ricardo no cesaba de sonreírse.

La vida en la enfermería conllevaba una rutina a la que era fácil acomodarse; a

pesar de que tenían la obligación de rezar y de cantar el Cara al sol, los horarios no eran

tan estrictos como en el Asilo y tanto la madre Gema, como la madre Teodora y la señora

Josefa, que eran quienes se ocupaban principalmente de la enfermería y los enfermos, les

dispensaban un trato muchísimo más amable y afectuoso que el que recibían de la madre

Espíritu Santo, la madre Cecilia, la madre Regina o la madre Eduvigis, todas ellas viejas

y arrugadas como brujas. Por otro lado, estando en la enfermería también se libraban de

los salivajos de las escaleras y de tener que ir a las clases de la madre Remedios, para

quien lo principal era el comportamiento y el silencio en clase. La tabla de multiplicar era

la pesadilla de Jorge y el motivo de la mayoría de los castigos que recibía, así que decidió

que, al igual que hacía con el Cara al sol, cuando cantaran las tablas de multiplicar, él,

simplemente movería los labios. De esta forma aprendió que con “el teatro” se libraba de

la mayor parte de los castigos. Otra de las cosas positivas que tenía permanecer en la

enfermería era que estaban exentos de la obligación de tocar la campana. Jorge temía el

momento en que tuviera que enfrentarse a ello por primera vez. Y otra cosa más de las

que disfrutaban en la enfermería era la de tener más tiempo libre y de estar menos

vigilados; lo que se traducía en más momentos para aburrirse y más ocasiones para

masturbarse, práctica que consumaban a diario sin la preocupación de ser descubiertos.

Pero estar en la enfermería también tenía su contrapartida negativa: Eloy no podía

ir a los desfiles de huérfanos de los sábados. Así que se tomaron con profundo interés

todo lo relacionado con los hábitos de higiene que les había explicado el doctor Felipe, a

quien aún tenían que visitar una última vez para que supervisara el proceso definitivo de

curación. Y para asombro de la madre Gema, los chicos tenían tanta necesidad de curarse,

que eran ellos mismos quienes exigían el ungüento y el cambio de los vendajes de sus

cabezas.

María les visitó uno de aquellos domingos de visita mientras estuvieron en la

enfermería. Trajo consigo un flan gigantesco hecho con el preparado de Potax para

repartir entre los tres y se hizo una nueva fotografía con los chicos que, al igual que la

primera, también quedaría para la posteridad; Eloy, Jorge y Ricardo, los tres con el

casquete blanco de los tiñosos. El afecto por Eloy y por Ricardo crecía en María a medida

que los iba conociendo, y había llegado a tal extremo, que todo lo que llevaba el día de

visita, lo hacía pensando en los tres, como si fueran tres hermanos, aunque la corpulencia

de Ricardo le hiciera parecer el padre, cosa que siempre le hacía sonreírse.

Jorge le explicó a mamá que tenían mucha prisa por curarse y que se estaban

comportando muy bien y con mucha disciplina, ya que a partir de San Juan los llevarían a

la playa de Can Tunis. Mamá se alegró muchísimo y le recordó que antes de todo eso

debería hacer la comunión. Le explicó que la señora de la ronda San Antonio, a quien le

iba a limpiar a su casa, le había dado un uniforme de almirante con el que había hecho la

comunión su hijo. Y como si recitara una poesía, le describió cómo era:

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—Es un uniforme azul marino, del mismo azul que las profundas aguas del mar.

Tiene dos filas de botones dorados, brillantes como el oro; dos anchas hombreras con las

que parecerás todo un hombretón y de las que cuelga un grueso cordón que liga en el

primer botón de la chaqueta. Y también tiene una enorme insignia de la marina en el

pecho con un ancla y un montón de galones en las mangas. El pantalón no tiene nada de

especial, es totalmente azul.

Jorge la escuchó con desilusión, aquel traje de almirante era demasiado pomposo.

Frunció el ceño sin decir nada pero María se dio cuenta de que no acababa de

convencerle el asunto del traje de almirante. Pensó que quizá su cambio de humor se

debía a su internamiento en el Asilo, o a que crecía y se estaba haciendo mayor a pasos

agigantados. Cayó en la cuenta de que había dado un ligero estirón desde la última vez.

—Manuel sigue pretendiendo a tu hermana y parece que la cosa va en serio.

Esto sí que le hizo sonreírse, siempre que mamá le hablaba de ello un sentimiento

extraño se apoderaba de sus pensamientos. Montserrat era una chica, sí, pero era su

hermana y ni por asomo se había planteado que pudiera tener una vida que no fuera otra

más que la familiar; pero era un hecho de que Manel, el hijo de la vecina Isabel la

cortejaba. Tampoco podía imaginarse ni de lejos a su madre y a su padre en el lecho,

concibiéndolo a él. Odiaba y se negaba a ese tipo de pensamientos.

María se preparaba para marcharse cuando la madre Gema llegó y la saludó muy

amablemente. Los chicos sabían que había llegado la hora de la cura y mamá aprovechó

para despedirse hasta el próximo domingo de visita.

Con los cuidados diarios de las erupciones y observando estrictamente las

medidas de higiene recomendadas por el doctor Felipe, los chicos sanaron de la tiña en

tiempo récord. El doctor Felipe no daba crédito al prodigio cuando los visitó por última

vez. Los examinó y mientras tenía la cabeza rapada de Jorge bajo la lámpara de luz

ultravioleta repetía continuamente:

—Esto es extraordinario muchachos. ¡Extraordinario y sorprendente! Nunca he

visto cosa igual. Habéis batido un récord de curación. ¿Se puede saber qué demonios

habéis hecho?

—Solamente seguir sus consejos –apuntó Jorge orgulloso.

Y de esta forma consiguieron abandonar la enfermería.

18

Comenzaron los preparativos para las fastuosas comuniones y a Jorge se le

presentó de repente una nueva oportunidad. Cada año el sacerdote necesitaba algún

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monaguillo para la liturgia religiosa y la madre Gema, siempre apiadándose del pequeño

Jorge, alabó sus cualidades ante el padre Pedro para que pudiera servirse de él. Jorge

obtendría con eso algo más de comida extra, pues el cura no permitía que sus

monaguillos se quedaran con hambre.

El primer día que Jorge se acercó al altar fue como estar ante una pirámide, estaba

colocado sobre un entarimado tan alto que para acceder a él había que subir tres peldaños

de una escalinata que ocupaba todo su ancho. Entarimado y escalinata estaban cubiertos

por una gran alfombra, la mesa por tapetes de preciosos bordados y manteles de fina

hilatura. Sobre los tapetes y manteles había jarrones con flores, cirios, un enorme atril

con una biblia, un cáliz, un copón y un crucifijo, además de algunos objetos más que

Jorge no supo identificar.

Para darle a la preparación del acto la máxima realidad imaginable el cura se

colocó sobre la sotana un alba blanca que ciñó a su cintura por medio de un cíngulo verde

cuyos extremos acababan en borlas alrededor del cuello. Y cruzada en el pecho, una

estola también verde. Si Jorge ya estaba impresionado por el altar, la vestimenta del cura

con todas aquellas borlas, flecos, encajes y bordados no era para menos. En cambio,

Jorge se atavió simplemente con la clásica túnica blanca de media manga de monaguillo.

Cuando el padre Pedro convino, se colocó a su derecha con la única misión de ayudarle a

pasar páginas de la biblia cada vez que observara una seña que previamente habían

acordado. El sacerdote leyó una página entera de las Sagradas Escrituras y al llegar al

último renglón le hizo la seña, Jorge sujetó entonces con una mano el atril sobre el que

estaba la biblia y alargó la otra para pasar la página de derecha a izquierda. Pero cuando

cruzó una mano sobre la otra, de repente no tuvo nada claro qué era lo que tenía que

hacer. Elevó la mirada buscando la ayuda del padre Pedro, pero en su lugar encontró una

expresión agria. Entonces, el miedo le hizo perder el equilibrio, y como la biblia era tan

grande y tan pesada, y él tan enclenque, cayó escalinata abajo por el peso. Jorge soltó las

Sagradas Escrituras, se cogió del mantel que cubría el altar y todo lo que había sobre él:

tapetes, jarrones, flores, atril, cirios, cáliz, copón y crucifijo rodaron por los suelos. El

sacerdote se arrodilló, se persignó y pidió perdón a las Alturas por el agravio.

Después de aquello la madre Gema intervino nuevamente para que el padre diera

al chico otra oportunidad. El padre Pedro dejó clara su postura: el niño era demasiado

pequeño y excesivamente enclenque para el empeño de monaguillo, además de falto de la

habilidad necesaria como ya había demostrado. A pesar de todos los peros, y no muy

convencido, la súplica de la madre Gema resultó decisiva para que aceptara darle una

segunda oportunidad.

El segundo día el sacerdote optó por dotar a la situación de más realidad y

encendió los cirios del altar, pensó que así el chico pondría más atención a su

preparación. Jorge se situó a la derecha del padre Pedro y tal y como hicieron el día

anterior, el cura leyó una página completa de las Sagradas Escrituras. Al llegar al último

renglón hizo la señal convenida a Jorge, momento en que el chico debía pasar la página.

Dicho y hecho. Jorge sujetó con una mano el atril donde descansaba la biblia y con la otra

pasó enérgicamente la página. El sacerdote se sonrió gratamente al observar que en

aquella ocasión el chico cumplía con su misión. Pero quiso el azar que al emplear tanto

arresto para pasar la página de aquella biblia tan enorme y pesada, un imperceptible soplo

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levantado en la caída del folio arrastrara consigo el pábilo de un cirio que prendió los

faldones del altar. Cosa que pasó inadvertida.

Cuando el olor a chamuscado llegó hasta ellos, ya se habían quemado la mitad de

los faldones. El padre Pedro tuvo que apagar el fuego echando toda el Agua Bendita del

copón y toda la que contenían los jarrones de flores. Ahí acabó su carrera de monaguillo.

Pero quiso el azar que a las pocas semanas de suceder aquello un benefactor

donara al Asilo del Port una importante cantidad de dinero. Parte de aquel capital se

utilizó para comprar instrumentos de música y formar una banda para que un día desfilara

por las calles del barrio. Como no pasaba por la mente de Jorge que los miembros de la

banda no disfrutaran de ningún beneficio a cambio, en cuanto tuvo ocasión se apuntó.

Detrás de él se apuntaron también Eloy y Ricardo.

Jorge probó primero con la trompeta. Se tiró una tarde entera soplando por la

embocadura del instrumento, pero no tenía pulmones suficientes ni la agilidad necesaria

en los dedos para mover con desenvoltura las válvulas; lo máximo que pudo arrancar de

la trompeta fue un gemido lastimero. El segundo día lo intentó con el bombo, también

empleó una tarde en ello, pero como el instrumento era tan grande y tan pesado, los aros

se le clavan en las costillas y para moverse con él debía rodarlo por el suelo, por lo que

desistió. Así que tuvo que conformarse con el tambor, instrumento más hecho a sus

capacidades. Eloy y Ricardo corrieron suertes parecidas; Ricardo acabó finalmente con el

bombo y Eloy, al igual que Jorge, con otro tambor. A partir de aquel momento, dos tardes

por semana después de la merienda, que para ellos se convirtió en muchísimo más

generosa que para el resto de muchachos, ensayaban en el patio con un profesor de

música que venía especialmente para dar lección a la banda. Al percatarse el primer día

de que los tres eran tan amigos, el profesor inventó un mote para ellos: los Aporreadores.

Aparte de la banda, el profesor de música también escogió las cinco mejores voces para

que el día de la Ascensión interpretaran una bella canción. Evidentemente Jorge, Eloy y

Ricardo quedaron descartados para el coro; no se podía comulgar, aporrear y cantar a la

vez.

Unas de aquellas noches que Jorge dormía plácidamente después de una sesión de

tambor, tuvo un áspero despertar. Algo se agitó junto a su cama y dio un respingo al sentir

aquel penetrante y agrio aliento. Al abrir los ojos se encontró con la mirada entelada y

aquel rostro lleno de siniestras manchas rojizas y horribles pliegues de la madre Eduvigis.

Supo que había llegado el momento de subir al maldito campanario.

Sin pensar demasiado en lo que estaba por venir, dio un salto de la cama, se metió

en los pantaloncillos, se echó por encima la camisola y se calzó las sandalias. Cogió la

velita que sujetaba la madre Eduvigis entre sus retorcidos dedos y salió tras sus pasos.

Eduvigis caminaba con torpeza, arrastrando los pies y medio encorvada. Se deslizaba en

la oscuridad como uno de aquellos seres maléficos de la noche con los que a veces

soñaba el chico.

Cuando llegaron al último peldaño de la escalera Jorge llevaba ya la mano

cubierta por una costra de cera ardiente. Alzó la mirada y observó el campanario, a pesar

de que estaba totalmente a oscuras, consideró que en parte la suerte se había aliado con

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él, ya que no le había tocado subir una de aquellas lluviosas y frías noches de invierno.

Sin embargo la humedad de la montaña de Montjuich llegaba hasta allí empapando el

torreón y la piedra tenía aquella siniestra apariencia como de sudar sangre, y eso era

capar de aterrorizar a cualquiera.

La madre Eduvigis lo dejó en mitad del patio. Con la sola ayuda de la velita, que

iluminaba su pálido rostro y poco más allá de un metro, Jorge se dirigió hacia el

campanario sin titubeos. Sus pasos resonaban sobre la arenisca y era consciente de que

desde el dormitorio los chicos estarían observándole. No debía mostrarse inseguro.

Puso un pie en la entrada del campanario y se detuvo a escuchar, la oscuridad y el

silencio resultó el peor recibimiento. Miró hacia arriba y no vio nada, la velita iluminaba

poco más arriba de su cabeza pero flameaba, lo que quería decir que llegaba una ligera

corriente de aire de alguna parte. Extendió una mano y tocó la pared, estaba húmeda, pero

por lo menos tenía algo sólido a lo que aferrarse, es lo que pensó. Iluminó el primer

tramo de escalera, era de piedra y ascendía en forma de caracol, casi vertical, los

escalones eran triangulares y diminutos. Puso un pie sobre el primer peldaño y cuando

menos lo esperaba dio un traspié. La velita se tambaleó, la cera ardiente resbaló por su

antebrazo y la llama menguó casi hasta el punto de apagarse. No sintió el calor de la cera.

Su corazón dio un vuelco al pensar que podía quedarse completamente a oscuras en aquel

lugar y en ese momento pensó en qué sería peor: subir a ciegas o volver sin haber tocado

la campana. Contuvo la respiración hasta que la llama recuperó su fluctuación normal,

entonces apoyó una mano contra la pared y bajó la velita hasta que iluminó los escalones;

había una mezcla de arenilla, moho y gruesas partículas de cera que cubrían la superficie

de los escalones, posiblemente cera acumulada durante años. Hasta un ciego podría

guiarse siguiendo el rastro de la cera, pensó.

De pronto cayó en la cuenta que desde el dormitorio estarían esperando a ver la

llamita de la vela en la primera ventana. ¿Eran tres las ventanas que tenía el campanario?

No estaba seguro, pero comenzó a subir. Sus pupilas se habían acostumbrado a la terrible

negrura, y sus oídos a aquel inquietante silencio, cuando comenzó a oír una especie de

silbo que llegaba desde arriba. ¿Qué sería aquello?, se preguntó aterrorizado. Pero

enseguida supo que se trataba de una corriente de aire, pues la llama comenzó a sacudirse

de un lado a otro como un látigo. Protegió la llama con una mano hasta que logró

estabilizarla, pero pensar en lo fácil que sería que se le apagara, le inquietó. Tan solo

había subido cinco de aquellos estrechos y empinados escalones. A aquel paso tenía toda

una eternidad por delante para llegar hasta arriba. Decidió que sería buena idea contar los

peldaños que había desde la entrada hasta la primera ventana y continuó subiendo.

Seis, siete, ocho…

A medida que subía, el espacio iba estrechándose y los escalones disminuían en

tamaño. La torreta debía ser más ancha en su base que en la cúpula, cosa que no se

apreciaba desde el exterior. Igualmente a medida que ascendía la pavorosa sensación de

que el oxígeno menguaba en igual proporción que el espacio se iba apoderando de él.

Estar envuelto por aquella tenebrosa oscuridad y aquella angostura sin saber qué

aguardaba un poco más allá era una sensación terriblemente angustiosa. Los vaivenes de

la llama se acrecentaron, se estaba aproximando a una ventana y notó una mayor

Page 129: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

corriente de aire. Se agachó y la llama comenzó a oscilar más suavemente, así que

decidió seguir el resto del trayecto caminando casi a ras del suelo.

Había contado catorce escalones cuando llegó al primer ventanuco. ¿Catorce? No

estaba seguro y tampoco iba a volver atrás para contarlos, pero ese número le rondaba

todo el rato en la cabeza. Y por contra de lo que esperaba, no encontró ningún

descansillo; la escalera dejaba atrás la ventana y continuaba su infinita ascensión. Se

sentó un instante sobre un peldaño y cayó en la cuenta de que tenían la medida justa de

sus nalgas. Entonces recordó que desde el dormitorio, los chicos estarían esperando a

tener alguna señal suya, sobre todo Eloy y Ricardo, que no se irían a la cama hasta que

volviera. Entonces se puso en pie y alargó el brazo para mostrar la velita un instante por

el ventanuco, pero mucho antes de que tan siquiera pudiera observase un atisbo de luz

desde el exterior, la llama se apagó. La leve corriente de aire que penetraba por el

ventanuco se había llevado la llamita y había sumido sus esperanzas en el pozo más

oscuro. Y todo había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos.

Se quedó completamente quieto, conteniendo la respiración, sintiendo el trote de

su corazón. Había pasado de la luz a las tinieblas en tan solo un momento. ¿Qué iba a

hacer ahora? Cerró fuertemente los ojos y aferró la medallita de La Moreneta. ¡Apiádate

de mí, virgen santa! Abrió un ojo y aguardó unos segundos hasta que su vista se acomodó

a la oscuridad. Entonces abrió el otro y descubrió que la medallita brillaba ligeramente en

la oscuridad, pues la tenue luz de la luna caía por el ventanuco. Se arrodilló para dar

gracias a La Moreneta y en ese instante reparó en que era capaz de distinguir el relieve de

los peldaños, también el brillo de la humedad y el reguero de cera acumulada sobre ellos.

¡Gracias virgen santa! Y así, acompañado por el intenso olor a humedad incrustado en la

piedra, gateó escaleras arriba sin detenerse a pensarlo dos veces.

Primero adelantaba una mano, después la otra, y solo cuando estaba

completamente afianzado movía los pies, así un peldaño tras otro. A medida que subía el

silbo del aire que venía de arriba y aquella sensación de falta de oxígeno se iban

acrecentando, mientras que el espacio disminuía, al igual que la ligera claridad que caía

por el ventanuco y que iba quedando atrás. En tan solo un momento volvió a encontrarse

rodeado por una cortina de tinieblas, Pero Jorge continuó gateando, ahora no sentía

miedo, sino un ansia convulsa por llegar al final. De repente, comenzó a percibir otra vez

una ligera claridad, estaba alcanzando el segundo ventanuco. Pero lejos de detenerse a

respirar apretó el ritmo, La Moreneta velaba por él.

Cada vez que movía una mano contactaba con la repelente argamasa que cubría

los escalones, pero su determinación era ya tan fuerte que no había nada capaz de

detenerle. Dejó atrás la segunda ventana y continuó subiendo. Otra vez la más completa

oscuridad, pero eso ya no le importaba. Había dejado de contar escalones cuando llegó al

primer ventanuco y ahora había dejado atrás el segundo. ¿Cuántos habría subido ya?, se

preguntaba. ¿Y qué importa eso?, se contestaba. De súbito volvió a percibir aquella

claridad. Olvidando toda cautela, sus pies y sus manos comenzaron a atropellarse

convulsamente en una carrera. El silbo del aire era ahora un rugido sobre su cabeza.

Perdió la razón del tiempo que estuvo trepando de aquella forma, como también de la

cantidad de escalones sobre los que gateó. Más tarde ni tan siquiera podría recordar cómo

de pronto, se encontró sin aliento sobre una superficie plana y de madera bañada por la

Page 130: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

vaporosa luz de la luna.

El viento aullaba en la torreta y al ponerse en pie y alzar la mirada se encontró de

pronto bajo el cuerpo de una inmensa campana que pendía del artesonado de la cubierta.

Del yugo de la campana colgaba un trozo de cuerda tan corto que era imposible llegar

hasta él. ¿Sería aquella la cuerda con que se ahorcó el padre Manjón? En torno a él solo

había un estrecho murete de piedra ennegrecida y mohosa que le llegaba a la altura

aproximada del pecho y que constituía toda pared. Se asomó a exterior y pudo

contemplar una vista del patio inédita para él en ese momento, aunque también sintió una

especie de vértigo ascender por sus tobillos. No a demasiada distancia observó las

ventanas de los dormitorios, imaginó que los chicos estarían detrás de los cristales

esperando oír la campana. Seguro que Eloy y Ricardo estarían sufriendo por él; también

estaba seguro de que otros chicos esperaban que hubiera suerte esa noche y que se matara

en aquel macabro lugar.

Estudió la campana, era de sólido hierro negro y justo desde su eje central colgaba

el badajo. ¿Sería cierto que el padre Manjón se ahorcó de allí y que para sacarlo tuvieron

que cortar la cuerda?, volvió a preguntarse. Al vértigo que había sentido instantes antes

ascender por sus tobillos hubo de sumar el del estremecimiento que comenzó a sentir con

solo pensar en la muerte de Manjón. ¿Pero por qué tenían que subir los chicos cada noche

a tocar aquella maldita campana? ¡Perversas monjas! Tomó impulso, saltó e intentó rozar

el badajo con la punta de los dedos, pero fue imposible, la campana del demonio estaba

demasiado alta. ¿Cómo iba a hacerla sonar si no llegaba con la mano y allí no había nada

donde auparse?

El viento aullaba cada vez con mayor fuerza en la torreta y debía hacer algo y

rápido. Contempló el murete mientras se mordía el labio inferior. Si se subía a él con

cuidado seguro que llegaría a tocar la campana. Se asomó y miró abajo, debía vencer el

vértigo y el miedo, no cabía otra solución. Sin pensarlo dos veces se abrazó a una

columna que soportaba el muro y se encaramó sobre él. Sobre todo no debía mirar abajo.

Alargó una mano y echó el peso ligeramente hacia delante, tocó el frío metal con la

palma de la mano y lo empujó. ¡Bravo! La campana se tambaleó ligeramente y comenzó

un suave vaivén. Si soltarse de la columna, aprovechó su retorno y pudo empujarla con

mayor fuerza aún. La campana comenzó a ir y venir con tanta fuerza que cada vez que

regresaba Jorge debía agacharse para que volara sobre su cabeza y no lo arrastrara

consigo. Después de siete enérgicos empujones el badajo dio su primer ¡gong! Imaginó el

júbilo que se habría armado en el dormitorio. Volvió empujar y volvió a sonar; volvió a

empujar y volvió a empujar. Se preguntó cuándo debería dejar de avivarla para que diera

doce campanadas exactas, pero mientras él pensaba, la campana iba y venía, iba y venía y

tocaba en cada una de sus evoluciones. De pronto cayó en la cuenta de que ya había

sonado once veces y volvía. ¿Qué podía hacer?

No lo pensó dos veces. Esperó a que la campana volara hacia él, y antes de que

pasara sobre su cabeza se lanzó como si en ello le fuera la vida. Consiguió aferrarse con

las dos manos a sus bordes fríos y resbaladizos y gracias a su peso redujo parte su inercia.

El badajo tocó la última campanada y aún conservó impulso suficiente para culminar un

último vaivén completo. La campana hizo su recorrido de ida y cuando sobrepasó el

murete Jorge miró hacia abajo, sus pies volaban por completo fuera de la torreta. Si se

Page 131: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

soltaba en aquel momento caería abajo y con total seguridad se mataría. Cerró los ojos,

aguantó la respiración y sacó fuerzas para continuar enganchado al hierro. En aquel

momento, su vida dependía de su fuerza y de su aguante.

Fracciones de segundo después, la campana emprendía su recorrido de vuelta.

Jorge entreabrió ligeramente un ojo. Cuando se aseguró de que ya volaba sobre el

entarimado, solo entonces, abrió el otro ojo, se soltó y se dejó caer. Rodó de espaldas

sobre la madera, se golpeó la cabeza contra el muro y quedó boca arriba, casualmente con

la medallita de La Moreneta sobre la comisura de los labios. Besó multitud de veces la

medallita y le agradeció su piedad por él. ¡Gracias, Virgen Santa! Mientras tanto un

hilillo de sangre comenzaba a correr por detrás de su oreja. Se tocó con la mano, no era

demasiado importante. Se puso en pie y echó el último vistazo a su entorno para

asegurarse de que nunca en la vida olvidaría aquel horrendo lugar. Maldijo el Asilo y a

sus monjas.

Momentos después Jorge bajaba la peligrosa escalera de caracol. Si para subir

consideró que lo más acertado era hacerlo gateando, para descender estimó más oportuno

hacerlo el culo pegado al suelo y los pies por delante para utilizarlos como frenos, como

si se tirara por un tobogán. De esta forma, culetazo tras culetazo en cada escalón,

comenzó a bajar.

Uno, dos, tres…

Jorge apenas durmió aquella noche. Cada vez que cerraba los ojos resucitaba la

peligrosa aventura vivida en el campanario y revivía el momento en que colgaba de la

campana con los pies volando sobre el vacío. El hedor de la mohosa humedad lo

acompañó durante toda la noche como si se hubiera cimentado en sus fosas nasales.

Al día siguiente les explicó a sus amigos la proeza. Ricardo había subido una vez

hacía ya más de un año pero le escuchó como si desconociera todos y cada uno de los

detalles que el pequeño explicaba con enorme entusiasmo y excitación. En cambio, Eloy

tomó nota de todo cuanto Jorge reveló; interiormente se cuestionaba si él sería capaz de

reunir la misma sangre fría y ser tan audaz que su amigo en aquella situación. Fue

inevitable que la hazaña del pequeño Jorge corriera por las mesas durante el desayuno. En

el patio, algunos grandullones le dedicaron miradas y guiños que el chico interpretó como

de asombro y admiración. Por lo demás el día transcurrió con absoluta rutina y

normalidad.

19

Días después de aquella aventura y recobrado ya del susto, el padre Pedro

comenzó a disponerlos para la comunión. La catequesis era una preparación que se

recibía estudiando el Catecismo y que por lo general duraba aproximadamente todo un

Page 132: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

curso. Pero gracias a la continua instrucción religiosa que recibían los niños en el Asilo,

el padre, hombre práctico en los aspectos que tendían a resolver la vida, estimó que con

una monografía acelerada de unas semanas tendrían más que suficiente.

El Catecismo era un librito azul en cuya portada había la ilustración de un niño

escribiendo con tiza en la pizarra de clase: <<Somos hijos de Dios>>. El Catecismo

estaba lleno de oraciones que había que aprenderse de memoria para hacer la comunión:

la Señal de la Santa Cruz, el Padre Nuestro, el Yo confieso, el Ave María, el Gloria, el

Credo, los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia, el Salve

Reina… También tenía dibujos en todas sus páginas. Nada más pasar la primera plana,

Jorge encontró una viñeta muy interesante: un coro de hombres vestidos con túnicas,

rezando entorno a Jesucristo, algunos de ellos arrodillados adorándolo. Era fácil saber

quién era Jesucristo porque Jesucristo siempre llevaba un halo de luz sobre su cabeza, lo

que Jorge no sabía era que aquellos otros hombres eran los doce apóstoles.

También encontró otras viñetas interesantes en las páginas que explicaban la señal

del cristiano: la Santa Cruz. En ese apartado todas las páginas tenían la ilustración de un

chico llevándose una mano a la frente y explicaban por qué había que hacer la señal de la

Santa Cruz y en que situaciones debía hacerla un buen cristiano: al levantarse por la

mañana, al salir de casa, al entrar en la iglesia, al empezar a trabajar, antes de comer,

antes de ir a la cama y, sobre todo, al encontrarse ante la tentación de cometer un pecado.

Jorge pensó que si a partir de aquel momento iba a tener que hacer tantas veces la señal

de la Santa Cruz, no haría otra cosa más en la vida que estar todo el tiempo

santiguándose. El padre Pedro insistió en la forma adecuada de santiguarse: haciendo una

cruz con la mano derecha desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al

derecho, diciendo: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Insistió sobre todo en que tuvieran mucho cuidado con la parte en que debían llevarse la

mano de un hombro a otro. El hombro izquierdo siempre el primero —recalcaba

continuamente—, porque si lo hacéis al revés os tomarán por ortodoxos. Si bien nunca

aclaró qué quería decir con aquello de que los tomarían por ortodoxos, todos entendieron

que era algo de lo que un buen cristiano no podía enorgullecerse.

Además de aquellas ilustraciones, había otras que se repetían continuamente en

todo el Catecismo: Adán y Eva en el Paraíso rodeados de bella naturaleza y siempre

acompañados por un ciervo y muchas aves; ángeles de la guarda alejando al diablo de los

sueños de los niños; Jesucristo muriendo en la cruz; chicos arrodillados rezando, chicos

mostrando su amor por las personas mayores. Y siempre, siempre, Jesús predicando bajo

su halo iluminado y rodeado por fieles que mostraban su infinita devoción por él.

Todas aquellas oraciones que recitaban una y otra vez durante las clases de

Catecismo solo duraban en la cabeza de Jorge el tiempo que empleaba en recitarlas.

Mientras otros las aprendían de memoria con una facilidad asombrosa, él se sentía

incapaz de retenerlas porque no entendía muchas cosas de las que explicaban. Lo único

que sacó en claro de todo aquello era que no se podía cuestionar nada de lo que explicaba

el Catecismo y que no se debía llevar la contraria al padre Pedro.

La madre Cecilia y la madre Regina cogieron una tarde a los chicos que iban a

hacer la comunión y los llevaron a un oscuro semisótano donde la única luz que había

Page 133: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

penetraba a través de los vidrios traslucidos de dos pequeños tragaluces. Allí había una

gran mesa alargada, dispuesta con varias montañas de ropa de marinero. A un lado había

una montañita de ropa blanca y al otro lado la oscura, toda lavada y planchada. Los

dispusieron en una larga fila y comenzaron a repartirla.

Primero pasaron ante la madre Regina. Con el ceño fruncido y los labios

apretados, la monja observaba al chico de arriba abajo y según lo viera, alto o bajo, gordo

o delgado, buscaba en la montaña de chaquetas la que más podía ajustarse a su tamaño,

luego también entregaba al chico un pañuelo de cuello azul marino con rayitas blancas.

Cuando ya tenían la parte de arriba tocaba pasar por las manos de la madre Cecilia, que

era la encargada de conseguirles los pantalones. Cada vez que la monja tenía un chico

delante revolvía gruñendo y refunfuñando toda la montaña de pantalones buscando los

más adecuados, aunque después al probárselos pareciera que les habían tocado a suertes.

Mientras la madre Cecilia gruñía todo el rato, irritada por el mal trago que estaba

pasando, en la fila, los chicos reían y se recreaban gracias a su irritación, aunque con la

mesura necesaria para que el regocijo no se volviera en contra de ellos en forma de

implacable castigo.

Cuando llegó el turno de Jorge y de Eloy, las monjas estuvieron todo el rato

renegando y les hicieron dar varias vueltas como si nunca los hubieran visto. Después de

revolver y revolver toda la maraña de ropa les regañaron por ser tan chicos y les

entregaron lo más pequeño que encontraron. En cuanto a Ricardo, zanjaron rápidamente

el asunto con él, no había ropa de su tamaño y haría la comunión con el traje de los

domingos. Lo cierto es que en su interior a Ricardo no le hacía nada de gracia vestirse de

marinerito y se alegró de que no hubiera ropa para él.

Jorge y Eloy cogieron las chaquetas blancas de marinero, los pañuelos de cuello y

los pantalones, y buscaron un rincón del lúgubre semisótano donde probarse la ropa. Se

sacaron la camisola y las sandalias, y como el resto de chicos, dejaron resbalar el

pantaloncillo hasta al suelo para utilizarlo de alfombra. Así que se quedaron en calzones y

calcetines. Jorge se metió dentro de la chaqueta; las mangas le venían algo largas, y los

hombros excesivamente anchos. A Eloy le ocurría lo mismo.

—Pareces un payaso –dijo Eloy riendo.

—Y tú un marinero de agua dulce.

Miraron a su alrededor, todo el mundo estaba en situación semejante a la de ellos,

pero vieron que intercambiaban chaquetas y pantalones unos con otros. Eloy y Jorge se

cambiaron las chaquetas, y pensando haber solucionado el inconveniente se las probaron.

Se miraron el uno al otro y rieron.

—Ahora eres tú el que parece un marinero de agua dulce –rió Eloy.

—Y tú el payaso.

—¿Cuánta gente se habrá probado ya esta ropa? –dijo Ricardo mientras sacudía

preocupadamente la cabeza con expresión de meditar.

Page 134: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Seguro que ningún marinero de verdad –dijo Jorge mientras cada uno volvía a

probarse su chaqueta.

Mientras observaba las enormes chaquetas y a los chicos, Ricardo tuvo una idea.

Se colocó ante Jorge, aplastó las hombreras de la chaqueta y estiró el pañuelo de cuello

sobre sus hombros, con lo que los cubría de un extremo al otro. Después le echó una

gruesa lazada al cuello. En cuanto al largo de las mangas se lo disimuló recogiéndoselas y

plegándolas un poco en los codos. Luego hizo lo mismo con Eloy. Los observó y se

sonrió satisfecho.

—Ahora los pantalones –dijo Ricardo—. Veréis como os convierto en dos

marineros de verdad.

—Pues tendrás que conseguirnos una pipa, los marineros de verdad fuman en pipa

–apuntó Eloy.

Se metieron en los pantalones y muy pronto vieron que en cada pantalón cabían

dos chicos como ellos. Ricardo soltó una carcajada mientras escudriñaba a su alrededor

buscando una solución. Al momento se percató que muy cerca de ellos había dos

muchachos algo más recios que Eloy y que Jorge que intentaban desesperadamente

subirse unos pantalones que no pasaban por sus muslos.

—Acabo de ver vuestros futuros pantalones. Quitaros ahora mismo ésos.

Soltaron los pantalones y cayeron al suelo por su propio peso. Ricardo los

recogió, fue hasta aquellos dos chicos a los que los pantalones no les pasaban de los

muslos y les pegó el cambiazo sin que mediara una sola palabra. Los chicos aceptaron la

permuta sin rechistar.

—¡Tomad! –dijo cuando los pantalones ya volaban por el aire.

Jorge cazó uno, Eloy el otro y acto seguido los cotejaron. Jorge se quedó con el

que parecía el más pequeño y Eloy con el otro. Se los pusieron, les venían algo anchos y

un poco largos, pero les quedaban mucho mejor que los otros. Se colocaron el

cinturoncillo, se los ajustaron y cruzaron una mirada.

—Ahora sí que sois auténticos marineros –señaló Ricardo.

—¿De verdad? –preguntó Jorge.

Ricardo asintió con la cabeza mientras miraba alternativamente a Jorge y a Eloy.

—Sí, de verdad.

Aquella mañana de domingo del mes de mayo la alegría iluminaba el rostro de los

cuarenta y cinco chicos que iban a hacer la Primera Comunión. Aquella mañana no hubo

gritos, ni mal humor, ni garrotazos. Tampoco olía a aquella maldita sopa de ajo que

siempre lo inundaba todo con su peste, sino que olía a colonia. Los muchachos se habían

duchado a primera hora de la mañana y luego habían pasado una dura inspección de

orejas, cuellos, manos y de peinado, que aquel día consistió en un repeinado. Y hubo una

Page 135: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

sorpresa, los familiares estuvieron presentes en el momento del desayuno, que aquel día

fue especial: chocolate caliente a la taza, nata y churros.

A las diez en punto los chicos salieron en procesión desde el bloque de

dormitorios hacia la capilla llevando la imagen del Niño Jesús y acompañados por sus

familiares, monjas y demás internos, el padre Pedro delante. Los comulgantes llevaban

aquellas chaquetas blancas de marinero con sus pañuelos sobre los hombros y los

pantalones azul marino, todos excepto Ricardo, para quien había sido imposible encontrar

algo de su talla. Ni las chaquetas demasiado anchas ni los pantalones demasiado largos

importaban cuando desfilaban ya en procesión. El día anterior habían entregado a cada

chico unos guantes blancos, un rosario y una pequeña biblia de tapas nacaradas que

también lucían con el resto de la indumentaria. Los zapatos fueron a elección de cada

cual, unos los llevaban blancos y otros negros.

La capilla, más bella que nunca, adornada con cirios y rebosando flores por todas

partes, recibió aquellas cuarenta y cinco almas límpidas que por primera vez iban a

estrechar en sus pechos a Jesús. Los familiares y demás internos del Asilo se acomodaron

en los bancos, dejando que los familiares lo hicieran en las primeras filas. María y

Montserrat habían venido por parte de Jorge, en cambio, ni por parte de Ricardo, ni por

parte de Eloy, vino nadie. Las monjas se quedaron todas en pie flanqueando el altar y el

coro de niños cantores se colocó a un lado. Los comulgantes entraron cuando todo el

mundo se había sentado ya en los bancos y tomaron el pasillo central, donde esperaron

hasta la entrada del sacerdote en estado de máximo nerviosismo. La capilla estaba llena y

a todas luces iba a ser un acto lleno de solemnidad.

Cuando el padre Pedro entró acompañado por los monaguillos, el coro comenzó a

entonar una bella canción de alabanza al niño Jesús interpretándola con todo el

sentimiento y fervor de sus almas, como les había enseñado el profesor de música.

Entonces todos los niños que ocupaban el pasillo central se arrodillaron. Mientras el coro

entonaba aquellas fervorosas estrofas de amor, el sacerdote preparó sus elementos para

comenzar la liturgia. Minutos después y una vez concluido el cántico, el padre Pedro se

explayó con una escogida plegaria que enterneció a niños y familiares con sentidas y

elocuentes palabras de amor hacia el niño Dios. Después de su larga invocación, el coro

interpretó otra alabanza para el niño Jesús y los chicos desfilaron hasta el altar, donde

llegaban en pequeñas oleadas de a tres, arrodillándose para renovar los votos del

bautismo y recibir la Primera Comunión de manos del padre Pedro.

Después de comulgar recibieron un precioso recordatorio con su nombre y

desfilaron hasta la escalinata donde posaron con mirada de iluminada inocencia,

repeinados, con el rosario al cuello y sosteniendo la biblia entre las manos. La instantánea

se tomó con el padre Pedro rodeado por todos aquellos angelitos de aspecto radiante.

Después de aquella fastuosa conmemoración, los afortunados que habían realizado la

Primera Comunión, marcharon el resto del día con sus familias.

Nada más llegar a casa Jorge se dejó fotografiar junto a la estrella de la casa, la

enorme radio SABA de fabricación alemana que presidía el comedor. La radio había sido

un regalo de un hermano de papá que había emigrado a Alemania a trabajar y que según

contaba, con lo que ganaba allí, se lo podía permitir. La radio estaba colocada

Page 136: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

estratégicamente sobre el aparador, con lo que era inevitable encontrarse de frente con

ella nada más entrar al comedor. Sobre la radio había un tapete de ganchillo en el que

reposaba un retrato de mamá y un jarrón con flores. Todo aquello quedó inmortalizado

junto a la pícara sonrisa de Jorge, que en aquel momento solamente tenía una cosa en la

cabeza: la propina que iba a recibir de los vecinos.

—Vaig a demanar “l’aguinaldo” als veïns—Jordi, no et vols canviar i posar—te

l’uniforme d’almirall? molt més elegant que aquest.

—Segur que estaràs molt més guapo —Amb aquest he fet la comunió i amb aquest

uniforme em veurà tothom.

María volvió a observar a Jorge de arriba abajo y luego intercambió una orgullosa

mirada con Montserrat.

—Montse, tenim un altre home a casa.

Nada más sentir aquello Jorge sonrió de oreja a oreja, satisfecho, y salió a pedir el

aguinaldo a los vecinos.

20

El señor Juan llevaba ya semanas almacenado maderas para la verbena. Algunas

tardes salía con una reducida tropa de niños y rapiñaban cuantas maderas y cartones

encontraban abandonados en los descampados o a las puertas de las fábricas. A pesar de

las molestias de su pierna atrofiada para caminar cargado, Eloy se había encomendado la

tarea de acompañarle en su búsqueda diaria de leña; sentía que el aire que respiraba fuera

del Asilo era más puro y fresco que el que inhalaba dentro de aquella cárcel, donde

además, siempre olía a aquella odiosa sopa de ajo. Salir fuera de las paredes del Asilo

representaba una oxigenación del alma para él. Gerónimo pasaba cada día por la frutería

de la calle San Eloy y se llevaba las cajas de fruta sobrantes. Así, poco a poco,

consiguieron reunir una enorme cantidad de leña para quemar.

El día de la verbena de San Juan amaneció con un sol de justicia y la enfermería

quedó vacía, nadie quería perderse la fiesta, y todo el mundo colaboró a la hora de

engalanar el patio y de transportar las maderas desde el almacén. Entre el señor Juan y

Gerónimo se encargaron de ir apilándolas en una montaña en el centro del patio. Sudaron

la gota gorda bajando mesas y sillas del comedor y de las aulas. Ese día, mientras bajaban

cargados por las escaleras a nadie se le ocurrió iniciar una guerra de salivajos, puesto que

tenían cosas mucho más importantes de las que ocuparse.

A parte de todo eso, los chicos sabían que debían de estar presentables para la

fiesta; las chicas del otro lado del muro, donde estaban rigurosamente separadas de los

chicos, acudirían a la fiesta, y esa noche se presentaba como la única ocasión del año en

Page 137: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

que podían tener contacto con ellas. Ellas también aguardaban con ansia la llegada de la

verbena, la mayor parte albergaban en su corazón la esperanza de conocer a un chico

guapo del que enamorase.

Las monjas, por su parte, habían preparado bandejas de rosquillas de anís y más

de una veintena de cocas. Habían pasado la semana con los preparativos y finalmente

habían conseguido hacer cocas de fruta, de piñones y de cabello de ángel, que

acompañarían con sorbetes y refrescos de zumo de limón y de naranja también hechos

por ellas. Los adultos tomarían alguna copa de vino espumoso. Esa noche de San Juan

también fue el único día del año que ya a media tarde dejó de oler a sopa de ajo por todos

lados. Su lugar lo ocupó un aroma dulzón que recorría los pasillos. Los chicos se

preguntaban por qué no podían ser así todos los días.

Ricardo, Jorge y Eloy hacían continuos viajes junto con los demás chicos, la ida

de vacío, la vuelta cargados.

—No entiendo demasiado bien qué se celebra con esta fiesta –decía Ricardo

mientras se dirigían a recoger maderas—. En Pamplona no se celebra San Juan, allí

nuestra fiesta es San Fermín.

Eloy se encogió de hombros.

—Se celebra el solsticio de verano –dijo una voz pausada detrás de ellos. Se

volvieron aunque ya habían reconocido la voz de Gerónimo—. Hoy ha sido el día más

largo del año y esta noche será la más corta. A partir de hoy, los días irán haciéndose poco

a poco más cortos y las noches más largas, aunque el proceso será tan lento que Ni

siquiera lo notaréis. –Y señaló a Ricardo con un dedo—. La tradición de encender

hogueras existe en Cataluña y creo que en pocas partes más de España, así que es normal

que no conozcas esa costumbre. –Luego puso la mirada sobre Jorge y sobre Eloy, que lo

observaban con admiración—. Yo no tuve ocasión de ir demasiado tiempo a la escuela,

¿pero sabéis?, escuchando la radio también se aprenden muchas cosas. —Acto seguido

los señaló con un dedo—. ¿Qué demonios os enseñan ahora en la escuela?

Durante toda la mañana habían estado explicando en la emisora de radio que

escuchaba Gerónimo la historia de la celebración de San Juan y de la tradición de

encender hogueras, así que Gerónimo pudo hacer una disertación perfectamente

argumentada sobre el asunto.

—¿Y por qué se encienden hogueras? –quiso saber Eloy.

Gerónimo se rascó ahora la barbilla, y puso una extraña expresión, como si

necesitara hacer memoria para algo que ya tenía preparado. Pensó más admirable hacer

creer a los chicos que hurgaba en los escondrijos de su mente. Mientras hacía como que

pensaba, los chicos se fijaron en su ojo vacío; el párpado cerraba completamente el ojo

como si fuese un telón, a cal y canto, pero descubrieron que el lagrimal dejaba escapar

una lágrima, se les puso la piel de gallina cuando Gerónimo se pasó el pulgar por la nariz

al notar la humedad. Seguidamente dijo:

—Hay diferentes opiniones sobre el asunto de las hogueras. Hay quienes se

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remontan a antiguas creencias sobre los elementos sagrados, entre los que está el fuego, y

explican el hecho de las hogueras como un acto de purificación. Otros, simplemente

piensan que la llegada del verano es el momento ideal para desprenderse de los enseres

que ya no se utilizan y quemarlos a la puerta de casa.

Jorge sí que había recordado algo, se notaba en su mirada y se estaba mordiendo

la punta de la lengua deseando que Gerónimo acabara, quien ya estaba resultando un

poco pesado.

—Mi padre me explicó una vez que las hogueras se encienden para darle fuerza al

sol, que a partir de ese día se debilita cada día un poco –dijo como si revelara una verdad

universal que todo el mundo debiera saber.

Gerónimo bajó la mirada y lo observó unos instantes.

—Sí, también. En cualquier caso la noche de San Juan es una noche mágica. Y

ahora, venga chicos… ¡Espabilad! —dio dos palmadas al aire y los puso en marcha.

A media tarde ya habían acabado de colocar todas las mesas y todas las sillas

formando hileras. También las luces y banderolas, que iban de un extremo al otro del

patio, pasando de árbol en árbol. En el centro había apiñada una gran montaña de leña

que llegaba casi hasta un piso de altura. El señor Juan encendió un cigarrillo de picadura

y Gerónimo su pipa, los dos echaban profundas bocanadas de humo mientras asentían,

contemplando la monumental montaña de leña, imaginando cómo ardería. ¿Se habrían

excedido un poco?, decían sus miradas. Todos los chicos concluyeron el trabajo

extenuados y con las camisetas completamente empapadas en sudor, muchos de ellos

incluso con el torso desnudo.

Después de ese extenuante trabajo, entre la madre Espíritu Santo y la madre

Cecilia los formaron en filas y organizaron varios turnos de duchas. El día de la verbena

era un día excepcional y había que estar guapo para las chicas. Los chicos subieron las

escaleras hacia los dormitorios a galope tendido y esta vez sí que hubo guerra de

salivajos. Los más rápidos iban en cabeza y disparaban escupitajos hacia arriba. La

parábola que dibujaba el salivajo al descender hacía que, evidentemente, cayera sobre los

que corrían detrás. Jorge corría delante de Ricardo abriéndose paso a codazos, pero Eloy

se había quedado rezagado, su pierna no le permitía correr al ritmo de los demás. Un

chico larguirucho que corría al lado de Jorge recibió su pisotón. Se volvió hacia él,

observó que no le llegaba a la altura del hombro.

—¡Ten más cuidado, pulga! –fue lo que le gritó. Y le propinó un sopapo que le

dejó toda la mejilla colorada.

Ricardo no había visto exactamente qué era lo que había pasado, pero sí que vio la

mano de aquel abusón. Con el ceño completamente fruncido, alargó el brazo, cogió al

larguirucho por el cuello de la camisa y lo lanzó escaleras abajo con un empellón. El

abusón dio un tumbo y rodó bajo las decenas de pies que subían con desesperación las

escaleras. El larguirucho no se imaginaría ni de cerca que había sido víctima de la furia

de Animal. Mientras tanto, Eloy se había quedado muy atrás y decidió subir sin prisas.

Esperó a que todos los que querían subir corriendo pasaran, luego se arrimó a la pared

Page 139: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

para evitar los salivajos, que aún continuaban cayendo, y subió poco a poco.

En el primer rellano, sentado sobre uno de los peldaños, se topó con un niño rubio

al que nunca antes había visto. Gimoteaba y tenía la cabeza hundida entre las rodillas. Se

detuvo frente a él.

—¿Cómo te llamas?

El niño levantó muy despacio la cabeza, sería aproximadamente de su edad. Sus

cabellos eran dorados, su rostro sonrosado y fresco, y su mirada alegre e inocente. Eloy

vio en aquel muchacho la viva imagen de un niño Jesús que había en una pintura de la

capilla.

—Celso –murmuró el chico limpiándose con la manga las lágrimas y escupitajos

que escurrían por su cara.

—¿Qué te pasa?

—Me han escupido y me han tirado al suelo –dijo aún gimoteando.

—Eso no es nada –y se bajó el calcetín largo, dejando al descubierto su pierna

atrofiada—. Mira esto.

Los ojos inocentes de Celso se abrieron como platos.

—¡Caray! ¿Qué te ha pasado ahí?

—Es de nacimiento, llevo toda la vida con esto.

—¿Te duele?

—Solo cuando llevo mucho tiempo de pie o cuando intento correr, pero no pasa

nada. Cuando un miembro se debilita siempre hay otro que lo compensa –dijo

parafraseando a Lord Byron. Celso no dijo nada más, bajó la mirada impresionado ante la

visión de la pierna retorcida de Eloy—. ¿Y qué haces aquí?

—No tengo padres –dijo con ahogo. Después un breve silencio, Celso se atrevió

también a preguntarle—. ¿Y tú?

—Yo tampoco –y pensó que podía tomarlo bajo su protección—. Anda, vente

conmigo, que nos tenemos que duchar.

Mientras subían las escaleras, Celso le explicó que venía de otro internado. Eloy

le dijo cómo se llamaba y le puso al corriente sobre las cuatro normas básicas para

subsistir en aquel lugar: alejarse de los mayores, pasar lo máximo inadvertido posible

para la madre Espíritu Santo, nada de tiendas de campaña por las mañanas y bajo ningún

concepto chivarse de algo. Los chivatos, le advirtió, eran despreciados por todo el

mundo. Luego le explicó lo del cuarto oscuro y le preguntó si se hacía muchas pajas.

—¿Pajas?

Page 140: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

La cándida mirada de Celso hizo sonreír diabólicamente a Eloy.

Había una muda limpia para cada chico sobre las camas. Las esclavas del corazón

de María tendrían doble trabajo aquel próximo fin semana con el cambio extra de ropa;

las monjas dedicaban las tardes de los fines de semana a las tareas de lavado, zurcido y

clasificación de la ropa, la cual tendían después en el terrado. Josefa también colaboraba

con ellas en la tarea.

La cama de Celso estaba un par de catres más allá del que llamaban el Enterao,

con lo que no lo tendrían demasiado lejos. Cuando el señor Juan vino para llevárselos ya

estaban todos desnudos y bromeando; unos se burlaban de otros por su extrema delgadez

o por su forma enclenque, y los otros ridiculizaban a los primeros por el tamaño del culo

o del pene. Cualquier cosa era motivo para jolgorio y guasa.

Jorge, Eloy y Ricardo siguieron al señor Juan camino de las duchas. Pasaron ante

Celso y este se les unió. El señor Juan lo vio con el rabillo del ojo; a Celso le tocaba en el

siguiente turno. Podía haberle reprendido pero no le dijo nada, de alguna manera entendía

que debía ser comprensivo con los recién llegados, que poco a poco irían aprendiendo las

normas.

Se repartieron de tres en tres en las duchas y les dieron cinco minutos para

asearse. Cuando el señor Juan fue a preparar a los chicos de la siguiente tanda, comenzó

la algarabía y los gritos en la duchas. Ricardo se frotó las nalgas con la pastilla de jabón y

luego se la pasó a Eloy, Jorge y a Celso por la cabeza y por la cara, como si lavara tres

perolas, cosa que les produjo mucho asco. En contra partida a eso, Eloy soltó un chorro

de pis sobre una pierna de Ricardo y Jorge puso el mando del agua en la posición de frío

y empujó a Ricardo bajo el chorro. Entre risas y gritos, Celso ayudo a empujarle; los tres

chicos contra Ricardo, que aceptó el juego con gusto. En las otras duchas se produjeron

situaciones similares. Y finalmente, con el suelo ya completamente embalsado por el

agua y los cuerpos ungidos en jabón, todos jugaron a resbalar. Celso se lo pasó en grande,

iba de una pared a otra propulsándose con las piernas y chocando con otros chicos como

si todos fueran autos de choque. Su pose de niño bueno era ahora de travieso. Pero el

juego no duró demasiado, ya que minutos después llegaba el señor Juan con el siguiente

turno de chicos. Ahora tuvo que quedarse fuera si no quería empaparse los pies, y esperar

a que los que había dentro se dieran un rápido enjuague y salieran envueltos en las

toallas, pero aun así, tiritando de frío. Luego marcharon todos directos a las camas, donde

les esperaba la muda limpia.

El alboroto cesó de repente, cuando la madre Espíritu Santo y la madre Cecilia

irrumpieron en el dormitorio. La madre Espíritu Santo con su vara en la mano y su

mirada inquisitorial, y la madre Cecilia con el ceño completamente fruncido y el morro

arrugado. La presencia de las dos monjas era más que suficiente para atemorizar aquel

batallón de bravos chicos. Pasearon de un extremo al otro del dormitorio asegurándose de

que todos habían pasado por las duchas y se cambiaban adecuadamente. Siempre

descubrían a alguno con evidencias de no haber pasado bajo el agua; por lo general solían

ser siempre los mismos chicos quienes con una u otra excusa, evitaban la ducha.

Entonces, ese recibía la furia de la vara y corría a quitarse los churretes. Para la madre

Espíritu Santo no había excusa que justificara no asearse. Todo lo que hacían era por el

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bien de los chicos.

Rato después los muchachos ya se habían colocado la muda limpia. Cada uno se

plantó a los pies de su cama y aguardó a que pasara inspección la inquisitorial comitiva.

La madre Espíritu Santo y la madre Cecilia pasaban ante cada chico inspeccionándolo

severamente de arriba abajo. Todo el mundo debía estar bien peinado, con el cuello de la

camisola bien colocado y los botones abrochados. También debían llevar los calcetines

subidos hasta las rodillas y las sandalias bien limpias. Si alguno incumplía alguna de

aquellas pautas, señalaba la falta con la vara y colocaba al chico cara a la pared y con los

brazos en cruz hasta que a ella le pareciera suficiente escarmiento.

Después de pasar el reconocimiento, repitió nuevamente algunas reglas, entre las

que subrayó la prohibición de correr por las escaleras, la severidad del castigo por escupir

o pelearse, y las normas de educación en la mesa. Quería impedir que nada más llegar, los

chicos se tiraran como leones hambrientos sobre la mesa, como pasaba siempre.

Y finalmente, tras una buena bronca por anticipado, los muchachos desfilaron de

la manera prescrita hacia el patio.

21

Una procesión de ángeles blancos aguardaba a los chicos en el patio. Todas

llevaban inmaculados vestidos y los cabellos en pulidos recogidos; bien con un peinado,

bien con largas trenzas o coletas. La timidez se dibujaba en el rostro de algunas niñas,

otras, de mirada más madura, los observaban con sonrisa pícara. Los chicos se quedaron

todos embobados ante la divinidad del coro de ángeles y enseguida comenzaron a buscar

algún rostro conocido y a murmurar comentarios que iban de oreja en oreja. Las monjas

que acompañaban a las chicas tenían aspecto de carceleras.

Ricardo se sonrió y le dio un codazo a Eloy.

—Allí está.

Ricardo ya había dado con Pepi la gorda, había pasado todo un año pero

enseguida la había reconocido. Estaba algo más alta, también más mofletuda, pero sus

pechos eran bastante más generosos que el año anterior. Detectó su iluminada mirada

clavada en él. Vio cómo le sonreía y cómo decía algo a la chica que tenía a su costado.

Luego ella volvió a mirarle y a sonreír otra vez. Ricardo dio un profundo suspiro de

satisfacción. ¡Pepi la gorda se acordaba de él!

Sentaron a las chicas todas juntas en dos columnas de mesas, y a los chicos en

otras frente a ellas, separados uno y otro sexo. Luego, después de la hoguera, habría baile

y ya tendrían tiempo de mezclarse y conocerse. Las monjas encargadas de la vigilancia,

la señora Josefa, el señor Juan, Gerónimo y Mosi se acomodaron en una misma mesa, un

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poco apartada de las de los chicos y chicas, pero lo suficientemente próximas para

poderlos vigilar. Sobre la mesa, además de los aperitivos, había una botella de vino

blanco y otra de vino espumoso.

Durante la cena, Ricardo no perdió de vista a Pepi, quien le dedicaba furtivas

miradas y cuchicheaba a derecha e izquierda todo el rato. Cuando sus miradas se

encontraban, saltaban chispas. Desde la corta distancia que propiciaba la cercanía de las

mesas pudieron observar a las chicas con mayor detenimiento: una parte tenían aspecto

un poco más tierno que las otras y bajo sus vestidos se adivinaban cuerpos apenas sin

curvas y lisos; aún no habían dado ese cambio que deja atrás la niñez. Sin embargo, otras

chicas sí que habían realizado claramente la transición; sus cuerpos se advertían más

desarrollados y sus rostros mostraban los primeros síntomas del acné. También sus

miradas más maduras y dispuestas. Eran mujeres. La naturaleza había hecho su trabajo

preparándolas para los primeros escarceos del amor.

Con los chicos ocurría lo mismo. Algunos, como Ricardo, ya tenían aspecto de

hombres: eran más altos y fuertes que el resto, mostraban un incipiente crecimiento de

pelillos sobre el labio superior y piernas y brazos velludos. Y al igual que en el caso de

las chicas, el acné comenzaba a hacer estragos en su aspecto.

Jorge se preguntó cómo era posible que estando simplemente al otro lado de un

muro, fuera imposible adivinar que las chicas estaban allí. ¡Tan cerca! Si no fuera por la

fiesta de la verbena de San Juan, podría pasar toda una vida allí sin enterarse de su

existencia.

Primero hicieron un aperitivo a base de patatas fritas y algunos frutos secos. Los

chicos comenzaron a dar cuenta con prudencia, hasta que poco a poco asomó el león fiero

y hambriento que todos llevaban dentro. Las niñas fueron bastante más comedidas y

cotorreaban más de lo que picaban, salvo en algunos casos, como el de Pepi la gorda,

quien comía sin parar.

Una almendra voló hacia la mesa de las niñas, y rebotó en la cabeza de una chica

que enseguida buscó al responsable, con la esperanza de que fuese un chico guapo. Luego

cayó otra, y luego varias más. Y al poco, desde las mesas de las chicas voló de vuelta

alguna. Ricardo lanzó un par de cacahuetes a Pepi la gorda y le acertó de pleno en el

pecho; los cacahuetes se perdieron en su escote, lo que propició las risas del trío Eloy,

Jorge, Ricardo. Pepi los observó con cara de fierecilla. Pero de pronto una vara estalló

con fuerza en la cabeza de Ricardo, después en la de Eloy y seguidamente en de Jorge. A

continuación oyeron la voz de la madre Espíritu Santo:

—Esto no es más que un aviso, niños del diablo. Si tengo que volver a

levantarme, la fiesta se habrá acabado para vosotros tres. ¿Entendido?

Y ahora fue Pepi la gorda quién se rió de ellos.

El primer y único plato consistió en bacalao con tomate, arroz y patatas de

guarnición. Mientras la señora Josefa y las monjas fueron de mesa en mesa repartiendo la

comida, los chicos derrocharon prudencia y educación. Pero en cuanto se sentaron en la

mesa que ocupaban los adultos, la mayoría dejó la cuchara de aluminio, único cubierto

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del que disponían, y comenzó a comer con las manos. Las niñas los observaban y se reían

de la forma tan bárbara como comían, con lo que paulatinamente fue creciendo la forma

bestia de comer de ellos y las risas de ellas. Todo para llamar la atención de unos sobre

los otros.

Desde la mesa contigua, los adultos observaban el pavoneo de las chicas y la

conducta tan primaria de los chicos.

—Solo son niños, y además llevan tanto tiempo sin ver a una chica que hasta

cierto punto es normal que reaccionen así –decía Gerónimo excusando la conducta

asalvajada de los muchachos.

El señor Juan asintió calladamente mientras se servía la segunda copa de vino.

Pero la madre Espíritu Santo detuvo la masticación señalando a Gerónimo con el tenedor.

—Nunca hemos tenido ninguna chica con barriga en este centro y eso va a seguir

así. Si esos salvajes no pueden reprimir sus instintos, gustosamente lo haré yo.

La madre Cecilia y la madre Regina, que se sentaban a su lado, asintieron

repetidamente con la cabeza.

—Bueno, estamos de fiesta –dijo Mosi sirviendo un poco de vino en el vaso de la

madre Espíritu Santo—, y un día es un día.

Cuando deglutió el bocado que masticaba, la madre Espíritu Santo alzó el vaso de

vino con discreción, y sorbió un trago. Casi al instante, sus mofletes se tornaron

colorados. Bajo la mesa y con total cautela, Mosi dio con el pie al señor Juan y este a

Gerónimo, tras lo que se sonrieron con complicidad de las mejillas enrojecidas de la

monja. Mosi volvió a servir más vino, y la madre Espíritu Santo lo aceptó sin más. Acto

seguido y sin saber bien el por qué, la señora Josefa sacó a colación el asunto del

Congreso Eucarístico celebrado en Barcelona en el año 1952, lo que suscitó una animada

polémica sobre el número de países participantes, sobre la cantidad de viviendas que se

habían construido en el barrio del Congreso, y también sobre el número de sacerdotes,

que con la ocasión, se ordenaron de golpe en el Estadio de Montjuich.

Mientras la labia y el vino corrían en la mesa de los mayores, en las mesas de las

chicas se producían algunos claros. Ellas se conjuraron y fueron directas al dormitorio de

los chicos. Al poco, ellos salieron a su caza. Subieron las escaleras al galope y cuando

llegaron, sin aliento, las observaron de manera furtiva. Estaban husmeando entre sus

cosas y revolviendo camisetas, camisolas y calzones entre risas; unas observaban el

tamaño de los culos de los pantaloncillos y afirmaban saber a quién pertenecía, otras

olfateaban las prendas y aseveraban saberlo por el olor que desprendían. De esta forma,

camisolas y calzones pasaron de mano en mano, de un sitio al otro y acabaron todos

revueltos. Una muchacha abrió el cajón de una mesita y entre los dobleces de una muda

halló postales de chicas desnudas. Eran las postales del Enterao. Formaron un corro y se

las pasaron de mano en mano, observándolas con suma curiosidad. Lo que más les llamó

la atención fue la singular forma del vello púbico de aquellas chicas.

—Se lo afeitarán. He oído que en Francia las mujeres se lo afeitan –dijo una para

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hacerse la sabidilla en aquellos asuntos.

—¿Por qué se lo afeitan?

—Porque así les gusta más a los hombres.

Las miradas volvieron a clavarse con intensidad en el contorno de los sexos.

—¿Y para qué querrán estas postales? –preguntó ingenuamente otra.

—No seas tonta, para hacerse pajas. ¿O es que tú no te tocas ahí abajo?

—No es lo mismo.

—Sí, sí es lo mismo, boba.

De pronto, los chicos salieron y las sorprendieron.

—Os hemos pillado con las manos en la masa –dijo alguien.

—¿Sí? ¿Y esto para qué lo queréis? ¿Saben las Esclavas del Corazón de María

que escondéis esto aquí? —Dijo la que se predispuso como la más gallita, mientras

mostraba las postales en ambas manos.

—¡Mierda de gorda! –gritó el Enterao saliendo precipitadamente de entre el grupo

de muchachos. Corrió hasta la chica que sostenía las postales, se las arrancó de las manos

y se las guardó en un bolsillo. Luego le sostuvo la mirada unos instantes.

En ese momento llegaron Eloy, Jorge y Ricardo.

—¿Qué pasa? –preguntó enseguida Eloy.

—Os habéis perdido lo mejor –respondió alguien—. Esa gorda le había robado las

postales al Enterao. La que se va a armar.

Al escuchar la palabra <<gorda>>, Ricardo se abrió paso a codazos. Observó al

Enterao con cara de pocos amigos frente a Pepi la gorda.

—¿Qué pasa? –gruñó.

—Esta gorda, que me había robado las postales –dijo el Enterao a regañadientes.

Ricardo lo cogió de la pechera y lo zarandeó.

—No vuelvas a llamarla gorda –dijo masticando las palabras—. Se llama Pepi,

¿estamos.

—Vale, vale… —farfulló el chico aterrorizado al verse en manos de Animal y sin

saber a cuento de qué venía su arrebato.

Luego volvió a poner la mirada sobre Pepi, la chica le sacaba más de un palmo de

altura al Enterao y lo retaba con la mirada. De pronto él masculló algo y Pepi le propinó

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un fuerte empellón que lo derribó al suelo. Las postales salieron disparadas de en todas

direcciones y cuando intentó levantarse, Pepi le aplastó una mano con un pie. El Enterao

gritó de dolor.

—¡Me vas a romper la mano!

Pero Pepi no levantó el pie, sino que se inclinó hacia él.

—Nunca más vuelvas a llamarme gorda, ¿entendido? –Refunfuñó mientras

aumentaba un poco más la presión del pie—. ¿Me has entendido? –El Enterao estaba

completamente rojo y parecía que fuera a salirle fuego de la cabeza de un momento a

otro, aunque nadie adivinaba si era a causa del dolor, o de verse humillado por una chica.

El resto de muchachos lo observan con decepción. Estaba claro: las chicas eran amigas;

los chicos, simplemente camaradas.

—Eres un mierda –le dijo uno, y las chicas rompieron a reír.

Entonces Pepi la gorda levantó el pie.

—Espero que hayas aprendido la lección –dijo mientras echaba a andar hacia las

escaleras. Detrás de ella, una procesión de radiantes chicas la seguía con orgullo.

Al pasar frente a Ricardo, este le hizo un guiñó y ella respondió con un gesto de

coquetería. <<Sígueme>>, interpretó Ricardo.

—¿Y ahora qué vas a hacer? –le preguntó Jorge.

—Vamos a bajar y vamos a jugar a cazar gamusinos con ellas.

—¿Qué son los gamusinos?

Eloy echó una risa.

—Nunca has cazado gamusinos –dijo.

—Pues no.

—Mira Jorge –comenzó Ricardo—, coges a una chica de la mano y le explicas

que la vas a llevar a cazar gamusinos. Los gamusinos solo viven en la oscuridad y en

sitios solitarios. Y contra más oscuro y más solitario es el sitio, más gamusinos hay.

¿Vale?

—Vale –asintió Jorge con expresión escéptica.

—Pues cuando ya te la has llevado al sitio más oscuro y solitario que puedas

encontrar, la aprietas fuertemente contra ti y le das un beso. Y si se deja tocar, pues

también la tocas. ¿Entiendes?

Jorge respondió pensativo:

—Sí, ahora creo que sí. Hay que meterles mano.

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Ricardo soltó una carcajada y Eloy añadió:

—Eso en mi pueblo se llama jugar al metemanos.

Acto seguido se dirigieron hacia las escaleras. Para su asombro encontraron

sentados en un peldaño a Celso y a dos chicas, una a cada uno de sus flancos pidiéndole

un beso. El sonrosado rostro de Celso era una especie de antorcha, todo enrojecido, y su

inocente mirada pedía que se lo tragara la tierra. El chico de cabellos dorados, mirada

alegre e inocente, y cuyo primor era solo comparable al de un niño Jesús, estaba

completamente ruborizado; quizá no había besado nunca a una chica y no sabía por

dónde empezar.

Ricardo se cogió del pasamanos y saltó sobre sus cabezas.

—¡Gambaaa…! –aulló mientras estaba en el aire y Celso se llevaba las manos a la

cabeza.

Tras él saltaron Eloy y Ricardo gritando también lo mismo. Y trotando escaleras

abajo iban riendo del acoso al que estaba sometido el guapo y tímido Celso. Nada más

aterrizar en el patio se dieron de bruces con Pepi la gorda. Estaba sola y con los brazos

cruzados, pero se había quitado la bata y había soltado sus cabellos. Su aspecto era muy

diferente sin aquel uniforme y ella era consciente. Pepi era rubia, colorada, grandota y a

pesar de que estaba bastante obesa también era muy ágil.

—¿Y tus amigas? –balbuceó Ricardo contrariado.

—Se han ido. –luego esbozó una sonrisa astuta—. ¿Quiénes son estos?

—Mis amigos, Eloy y Jorge.

De lo lejos llegaba el sonido los mambos de Pérez Prado, ritmos que Jorge no

recordaba haber escuchado en su vida y que, remotos, sonaban en un vetusto tocadiscos.

Pero se quedaron petrificados cuando Pepi comenzó a llevar el ritmo de las congas y a

coquetear con ellos.

—¿Qué música es esta? –le preguntó Jorge a Eloy.

Eloy alzó los hombros con una mueca.

—No lo sé.

Pepi dio un par de vueltas alrededor de los tres, luego tomó a Ricardo por sus

vigorosos hombros y acercó su cuerpo contra él siguiendo el compás de la música.

Ricardo disimuló el torbellino que comenzó a nacer violentamente entre sus muslos

cuando experimentó el calor de su cuerpo, su roce y sus dedos clavándose fuertemente en

sus omóplatos. Después, Pepi estampó un inesperado beso en su mejilla. Atónitos ante el

embarazoso espectáculo, Eloy y Jorge se miraban repetidamente, confusos y

desconcertados. Hasta que al acabar la pieza que sonaba en el tocadiscos, Pepi cogió a

Ricardo de la mano y poco a poco lo arrastró consigo hasta la parte de atrás del edificio.

Cuando comenzó el siguiente mambo Pepi y Ricardo ya habían desaparecido en la

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oscuridad.

—¿Ahora qué hacemos? –protestó Jorge.

Eloy se rascó la cabeza vigorosamente.

—No lo sé. Esperarlo, supongo.

Decidieron sentarse en un peldaño de la entrada al edificio, desde allí podían

escuchar la música y observar todo el movimiento que se producía en las mesas. Las

chicas estaban todas apiñadas en una parte y los chicos en otra, aunque de cuando en

cuando, un recadero viajaba de un lado a otro con alguna misiva: dice Asunción que le

gustas o, Antonio quiere darte un beso. Comenzaron a sacar las cocas y Gerónimo y el

señor Juan a trajinar alrededor de la montaña de leña, posiblemente había llegado el

momento de prenderle fuego a la hoguera.

—¿Vamos a ver qué hacen? –propuso Jorge cuando habían pasado tan solo cinco

minutos desde que Ricardo y Pepi se habían ido.

—No creo que sea lo apropiado. Aunque… —y se sonrió poniéndose en pie y

sacudiéndose los pantalones—. Vamos a ver qué hacen esos dos.

Caminaron sobre la tierra del patio con total sigilo hasta llegar a la esquina del

edificio, allí asomaron sus cabezotas. Estaba todo en la más absoluta oscuridad, y a

excepción de la música del tocadiscos, hasta sus oídos no llegaba ningún ruido más.

—¿Ves algo? –siseó Eloy.

—No.

—Yo tampoco. –Entonces Eloy se echó al suelo—. Vamos –dijo con un hilo de

voz. Pero observó la indecisión de Jorge—. ¿No querías ir a ver lo que hacían? –protestó

comenzando a avanzar a cuatro patas. Cuando Jorge quiso abrir la boca, Eloy ya se había

alejado unos metros y se había introducido en la negrura. Así que no tuvo más remedio

que seguirle.

Gateó tras su sombra, y poco a poco sus pupilas fueron acomodándose a la

oscuridad. Aguzó el oído y también pudo oír la ligera fricción de su cuerpo al arrastrarse

sobre la tierra. Concentrado como estaba en los sonidos que llegaban hasta él, chocó de

repente con el trasero de Eloy, que se había detenido. Se colocó a su altura.

—Mira, ahí… –susurró Eloy con un volumen de voz casi inaudible. —Jorge

enfocó la mirada hacia el pie de un árbol y entre los hierbajos que crecían a su alrededor

divisó un bulto—. Son ellos. Están follando.

—¿Cómo estás tan seguro?

—¿Pero es que no ves a Ricardo cómo mueve el culo? Vas a necesitar gafas.

Pero por más que quiso no pudo ver cómo Ricardo movía el culo. No se

distinguía prácticamente nada en aquella oscuridad, por lo que pensó que el deseo de

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Eloy por ver a Ricardo y a Pepi la gorda rebozándose en sexo, jugaba con su

imaginación. Entonces Ricardo se irguió de rodillas y eso sí que se distinguió claramente.

—Vámonos –susurró entonces Jorge.

—¿No quieres ver qué hacen ahora?

—No, ya he visto lo suficiente –mintió.

Y tal y como se habían arrastrado hasta allí, volvieron a salir. Una vez bajo la

iluminación del patio se dieron cuenta de lo mucho que se habían ensuciado la ropa.

Entonces se sacudieron el polvo y los yerbajos que llevaban enganchados. También se

dieron cuenta de que se habían despellejado un poco las rodillas, Eloy incluso llevaba un

poco de sangre, que se frotó con saliva.

—Se la estaba tirando, ¿lo has visto? –dijo Eloy riendo.

—Me ha parecido que estaba encima de ella –respondió con una especie de

escepticismo—, pero no he visto mucho más.

Eloy surcó el aire con una mano haciendo un gesto de incredulidad.

—¿Qué te imaginas que hacía encima de ella? Follando, Jorge.

Se sentaron nuevamente en el peldaño y observaron cómo Gerónimo y el señor

Juan prendían fuego a la hoguera, que en un momento comenzó a arder con grandes

llamaradas. Minutos después tuvieron que retirar un poco las mesas, pues las llamas eran

tan grandes que corrían peligro de quemarse. Ahora ya no sonaban los mambos de Pérez

Prado en el tocadiscos, sonaba un disco de Los Xey y tocaban Me lo dijo Adela, cuando

apareció Ricardo dando pasitos de baile con una sonrisa resplandeciente y cantando el

estribillo de la canción: …me lo dijo Adela. …me lo dijo Adela.

—Venga –dijo apremiándolos con gestos—, que Pepi os está esperando para

haceros hombres.

—¿Qué quieres decir? –le preguntó Eloy.

Ricardo se metió la mano en el bolsillo, sacó un duro y lo lanzó al aire. Luego lo

atrapó al vuelo y lo mostró como un trofeo.

—Me ha dado un duro para que también vayáis vosotros dos.

Jorge cruzó una mirada de rabia con Eloy.

—Pues yo no voy a ir –dijo funestamente Jorge.

—¿Ese duro es para los tres? –quiso saber Eloy.

Ricardo movió afirmativamente la cabeza y añadió:

—Pero tenéis que ir con ella.

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—¿Y a ti no te importa? –insistió Eloy.

—Sois mis amigos, ¿no?

—Pero ella es tu novia.

—¿Mi novia?

Mientras se dirigía a la parte trasera del edificio, Eloy volvió a sacudirse el

pantaloncillo para estar lo más presentable posible, sin caer en la cuenta de que en mitad

de la oscuridad eso no iba a tener la menor importancia. Instantes después la noche había

engullido a Eloy. Ricardo tomó asiento junto a Jorge.

—Es normal que la primera vez tengas un poco de cague.

Jorge levantó la vista del suelo y lo miró con intensidad.

—Yo no tengo miedo, soy hijo de un enterrador y no le tengo miedo a nada.

—Bueno, pues que estés un poco nervioso.

—Eso puede que sí. ¿Tú cuántas veces lo has hecho, Ricardo?

—Contando esta, dos.

Jorge volvió a bajar la mirada y hubo un instante de silencio.

—¿Cómo fue tu primera vez? –preguntó al cabo.

—Un día mi padre dijo que había llegado la hora de hacerme un hombre y me

llevó con una puta. Así fue mi primera vez.

—¿Y tú qué tuviste que hacer?

—Nada, ella lo hizo todo.

—¿Era guapa?

Ricardo sacudió la cabeza.

—No, era vieja y su chocho olía a diablos –dijo con una carcajada que contagió a

Jorge.

Estaban pasando un rato distraído cuando regresó Eloy. Volvió con cara de

circunstancias.

—¿Cómo ha ido? –le preguntó enseguida Ricardo.

—Supongo que bien. Pero esa Pepi es una mandona sabelotodo.

Ricardo soltó una carcajada.

—Si no sabes te tendrá que enseñar ¿no? Tendrías que estar agradecido.

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El apunte incomodó a Eloy, que se sentó junto a Jorge, le propinó una palmada en

la espalda y dijo:

—El siguiente.

Jorge ni se inmutó, permaneció sentado como si la cosa no fuera con él.

—Vamos, ¿a qué esperas? –le urgió Ricardo viendo que no se levantaba.

Jorge se puso lentamente en pie, de mala gana, y se sacudió las palmas de las

manos. Luego contempló tanto a Eloy como a Ricardo con mirada sombría, como si

fueran culpables de su desgracia. Y seguidamente echó a andar hacia la parte posterior del

edificio, mansamente y arrastrando los pies, como si el camino le llevara al matadero.

Momentos después Jorge había desaparecido en la negrura.

—Dice que no tiene miedo, pero yo creo que sí –dijo Ricardo.

—La primera vez es normal ¿no?

—Yo no tuve miedo la primera vez.

Eloy permaneció callado unos instantes, hasta que finalmente le preguntó:

—¿Con quién fue tu primera vez?

—Con una puta –y le contó la misma historia que le había explicado antes a Jorge.

Reían con el final de la historia cuando vieron a Jorge volver. Su mirada era la

misma mirada sombría con la que se había marchado y su rostro no reflejaba nada; ni

alegría ni tristeza; ni éxito ni fracaso, ni satisfacción ni complacencia. Ninguna expresión

que pudiera descifrarse. Llegó hasta ellos totalmente en silencio, con los pulgares de las

manos enganchados a las trabillas del pantaloncillo.

—¿Cómo ha ido? –le preguntó Ricardo asombrado por la rapidez con la que había

vuelto.

—Bien –contestó simplemente él.

—¿Bien? ¿Entonces qué demonios te pasa? –exclamó Eloy confundido.

Jorge bajó la mirada con una triste mueca y desenganchó los pulgares de las

trabillas del pantaloncillo. Una sombra de palpable humedad manchaba su entrepierna.

—¡Vaya! –soltó Ricardo con una carcajada.

Sonaba Antonio Machín en el tocadiscos cuando los tres amigos se dirigieron

hacia la hoguera. Cada uno de los tres guardaba algo: Ricardo guardaba el duro de los

tres en su bolsillo; Jorge y Eloy guardaban para sí la torpeza de su primer encuentro con

una mujer. Ricardo se sonreía de oreja a oreja pensando en Pepi la gorda, mientras

caminaban hacia el fuego, y Antonio Machín entonaba en el tocadiscos el estribillo de

una canción: …huérfano, huérfano soy. Yo soy, el huerfanito.

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22

Cuando al día siguiente se despertaron Ricardo estaba inmensamente feliz, había

tenido un agradable sueño rememorando su encuentro con Pepi la gorda. En cambio,

Jorge y Eloy habían tenido pesadillas con ella. Jorge se levantó con un fuerte dolor de

cabeza, como si hubiera estado toda la noche de borrachera. Lo último que recordaba de

la noche anterior era que Eloy y él juraron que nunca más volverían a nombrar nunca más

a Pepi la gorda.

Después de la ducha se prepararon para el desfile de huérfanos. Mientras se

echaba por encima la camisola y se la remetía dentro de aquellos pantaloncillos, que cada

vez le venían más anchos, porque en lugar de ganar peso lo perdía, Eloy se preguntó por

la cantidad de veces que habría pasado ya por aquella situación. Pensó que sabiendo las

semanas que llevaba allí encerrado sería fácil saberlo, aunque eso suscitaba un pequeño

inconveniente, tendría que descontar los sábados que había estado en la enfermería, que

no habían sido pocos y descontarlos. Intentó recordar los motivos por los que había

visitado la enfermería últimamente: tiña, dolores de barriga, fiebres, pulmonía,

sarampión… Eso que recordara, porque había algunas enfermedades con nombres tan

raros y tan difíciles de pronunciar que era imposible recordarlas. Creyó mejor olvidar el

asunto y prepararse.

A su alrededor los otros chicos se acicalaban para el desfile, calculó que serían

aproximadamente la mitad de los que ocupaban el dormitorio. <<Muchos, excesiva

rivalidad>>, pensó. Y ahora también había que tener en cuenta a Celso, el chico de

cabellos dorados, rostro sonrosado e inocente mirada. Solamente faltaba ahora Celso. Lo

observó unos instantes, luego miró su pierna y la golpeó con el puño maldiciéndola como

la culpable de todas sus desgracias. Nadie va a quererme nunca con esta pierna atrofiada,

se maldijo. ¿Por qué tenía que pasar cada sábado por lo mismo? Estaba harto de la

compasión que mostraban todas aquellas personas que los visitaban los sábados y

comenzó a odiar los desfiles y toda aquella gente tan cargada de piedad y virtud. Un

sentimiento de rechazo comenzaba a florecer en lo más profundo de su alma.

Poco después apareció el señor Juan en el pasillo. Los chicos se colocaron cada

uno junto a los pies de su cama.

—¡A formar! –gritó su especie de voz marcial que solía guardar para ocasiones

como aquella.

En medio de un general bullicio, pero guardando cierto orden, los chicos se

dirigieron hasta él y formaron dos columnas guardando parecida equidistancia con el de

delante, con el de detrás y con el de al lado. Luego el señor Juan esperó a que todo el

mundo prestara atención. El silencio avanzó desde delante hacia atrás como una ola y un

instante después, todos estaban en completo silencio. Mudos. La disciplina era

Page 152: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

importante. Después recorrió las filas. Envió a lavarse los churretes de la cara a un

muchacho, hizo abrochar un par de cuellos de camisa, enderezarse el pantalón y subirse

los calcetines hasta las rodillas a unos cuantos chicos. Después volvió a encabezar la

formación y, cual flautista de Hamelín, descendió las escaleras seguido por la guardia de

niños.

Jorge y Ricardo bajaron al patio y se apuntaron a jugar al Churro, mediamanga,

mangotero. Hicieron dos equipos de cinco jugadores cada uno, a ellos les tocó saltar y a

los del equipo contrario parar, es decir, hacer de burros. Uno de los contrarios, el que

hacía de madre, se colocó con la espalda apoyada contra la pared y el resto adoptó la

postura del burro: agachados uno detrás otro, con la cabeza entre las piernas del

compañero de delante y sujetándose con las manos fuertemente a sus piernas. El primero

apoyaba la cabeza entre los muslos de la madre, agarrándose también a sus piernas a la

vez que la madre le sujetaba la cabeza.

Los saltadores iniciaron el juego, el más ligero, Jorge, saltaría el primero; Ricardo,

el más pesado, saltaría el último, ya que el juego consistía en derribar al suelo la fila de

burros. Si los burros aguantaban, para invertir el turno tendrían que adivinar la respuesta

a la famosa pregunta: <<Churro, mediamanga, mangotero ¿adivinas lo que tengo en el

puchero?>>, pregunta para la que había una serie de premisas, según el primer saltador

señalara distintas partes de su brazo. Las respuestas podían ser: churro, mediamanga o

mangotero.

Jorge inició la carrera, tomó impulso dando un bote y saltó sobre la fila de cuatro

burros. Voló. Para asombro de todo el mundo, voló. Jorge surcó el aire un espacio de

tiempo más que prolongado y fue a caer sobre el primero. La fila de burros solo se movió

un poco, pero ni él mismo podía creérselo. ¡Vaya proeza! Se volvió sonriente y Ricardo le

guiñó un ojo: Espera a que salte yo, le transmitió con aquel gesto. Después de Jorge saltó

otro chico que cayó pegado a sus espaldas, sobre el mismo burro. Se escuchó una

maldición nada más dejar caer sus posaderas sobre el lomo del jugador. Y tras este último

saltaron dos más de manera casi consecutiva, lo que hizo que la fila de burros se plegara

hacia delante como un acordeón y después se desplazara hacia un lado. Se oyeron

quejidos y juramentos de los burros, incluso alguien perdió el equilibrio, pero cuando

parecía que iban a derrumbarse, finalmente los burros se sobrepusieron al esfuerzo y

aguantaron en pie.

Y ahora allí estaba Ricardo, frotándose las manos y preparándose para el salto.

El último de la fila de burros giró un poco la cabeza y de reojo observó a Animal,

tenía el rostro desencajado y la mirada desorbitada. Lo vio iniciar la carrera y cerró los

ojos. ¡Madre mía! Al momento escuchó su salto, sus pies tomando impulso, fue como una

explosión. Y después de eso solo oyó su grito. <<¡Gambaaa…!>>

Al momento rodaban por los suelos él y toda la fila de burros, y se acaba el

Churro, mediamanga, mangotero, ya que ninguno de los que les había tocado parar

aquella vez, quiso volver a jugar.

Un rato después llegaba Eloy del desfile de huérfanos. Se sentó entre Jorge y

Page 153: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Ricardo, con la mirada baja y el ceño fruncido. Sus ojos enrojecidos, aunque ahora secos.

—No me lo puedo creer. ¡Qué suerte ha tenido! –decía Jorge.

—Yo tampoco me lo puedo creer –se sumó Ricardo.

—Si alguien me lo contara yo tampoco me lo creería, pero lo he visto; dos

familias peleándose por él. Las monjas han tenido que ir a buscar al señor director para

que pusiera orden. –Luego se aporreó con rabia la pierna atrofiada—. Tú tienes la culpa

de todo: de que yo esté aquí, de que mi madre me abandonara y de que nadie me quiera.

¡Maldita pierna atrofiada de mierda!

Ricardo le sujetó el brazo con fuerza.

—Déjalo ya –gruñó.

—Entonces ya no veremos más a Celso –afirmó Jorge.

Eloy con la mirada todavía baja, negó con la cabeza.

—Se lo llevaban cuando yo bajaba.

Ricardo se puso en ese momento en pie y bostezó.

—Creo que tengo hambre –dijo—. ¿Comemos algo?

Jorge cruzó una mirada con Eloy.

—¿Tú qué dices? –le preguntó.

—Yo no tengo ganas de nada, pero os acompaño.

—Entonces, vamos —dijo Ricardo encabezando la comitiva de ladrones furtivos.

Atravesaron el patio. La mayoría de chicos jugaban bajo un sol abrasador y

sudaban como pollos. Jorge prestó atención a los grandullones, chutaban pelotazos a un

niño que hacía de portero y pensó que seguro que habían apostado a ver quién era el

primero que le arrancaba la cabeza. Observó a otros chicos que corrían jugando a policías

y ladrones, otros jugaban con cromos y otros jugaban a la Taba. Entonces se acordó de

Poncho, el chico huesudo. ¿Qué sería de Poncho en el Asilo Durán? Poncho había tenido

su oportunidad y la había desperdiciado, no tenía que preocuparse de Poncho. De todas

formas el recuerdo de Poncho vagó durante un rato en su memoria.

Llegaron inadvertidos hasta el banco de piedra, las margaritas comenzaban a

marchitarse en el macetero. Jorge se sentó en el banco, quemaba a causa del calor del sol.

Eloy se aseguró de que no había nadie vigilándolos.

—No hay moros en la costa –dijo.

Entonces Ricardo apartó el macetero y Jorge se deslizó al suelo, gateó hasta el

ventanuco y metió la cabeza, muy poco a poco. Dentro topó con lo que esperaba:

Page 154: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

oscuridad y un olor asfixiante a sopa de ajo. Escuchó unos segundos. Cuando se aseguró

de que no había nadie, encajó los hombros en el resquicio y se propulsó hacia delante,

hincando la punta de los pies en la tierra. Notó unas manos que empujaban sus muslos.

Pero de pronto, algo lo tomó por la cabeza y por el cuello con una fuerza descomunal, lo

absorbió y cayó al otro lado sobre una mesa llena de cazos y cuchillos que rodaron por el

suelo en mitad de un gran jaleo.

La voz preocupada de Eloy llegó entonces desde afuera:

—¿Qué ha pasado?

Pero Jorge guardó un helado silencio. Estaba aterrado ante la profunda y cercana

respiración que ahora sentía ante él.

—Jorge ¿pasa algo? –era la voz de Ricardo con un timbre de inquietud.

Sus ojos fueron acomodándose a la oscuridad poco a poco, hasta que distinguió

una figura aproximadamente de su tamaño y dio un paso atrás.

—¿Qué haces aquí? –bramó una voz ronca.

—Tengo hambre –dijo Jorge con el gemido en que se había convertido su voz

quebrada por el miedo.

Entonces aquello, o lo que quiera que fuese aquel ser, encendió una cerilla y un

pequeño halo de luz amarillenta los iluminó. Ambos se observaron frente por frente

durante unos instantes. El extraño tenía su misma altura pero su rostro era el de una

persona mayor. Era un enano, pero casi tan ancho como alto y con ojos saltones como los

de un sapo. Jorge nunca había visto nada igual.

—¿Qué pasa? –volvió a insistir Ricardo desde afuera.

—Diles a tus amigos que no pasa nada –gruñó el enano.

Jorge obedeció. Entonces el enano encendió una vela, se la acercó y lo examinó

de arriba a abajo. Jorge se encogió un poco bajo la luz.

—Así que tú eres el que me roba comida –dijo con su voz ronca.

—Me llamo Jorge –susurró él.

El enano acercó la vela a su cara de manera intimidante.

—¿Cuántos años tienes, Jorge?

—Ocho.

Clavó su mirada en él unos instantes, finalmente le preguntó:

—¿Tienes miedo, Jorge?

—No, soy hijo de un enterrador y no le tengo miedo a nada –replicó en un

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arranque mientras intentaba controlar el temblor de piernas.

Entonces el enano rompió a reír mientras dejaba la vela sobre la mesa. Fue hasta

la fresquera, cogió un par de trozos de embutido, pan y se los entregó.

—Toma.

Jorge contemplo los embutidos unos instantes, luego levantó la mirada.

—Somos tres –dijo.

El enano clavó en él sus ojos saltones y volvió a reír, una sonrisa franca. Entonces

cogió dos trozos de queso más y tres manzanas, lo lió todo en una servilleta y se lo

entregó.

—Los niños no deberían pasar hambre en ningún lugar del mundo –dijo entonces

el enano como con enfado—. Te diré lo que vamos a hacer, Jorge, porque tú y yo vamos a

hacer un trato. Cada sábado, después del desfile de huérfanos, vas a venir aquí y picarás

tres veces en esa ventana. Yo estaré esperándote con un hatillo de comida preparado, pero

solo puedes venir tú. No quiero que andes por aquí merodeando, alguien podría

sorprenderte y enfadarse mucho. ¿Verdad que lo entiendes? –Jorge dijo que sí de manera

tan vehemente que no quedó ningún género de duda—. ¡Ah!, y acuérdate de devolverme

esa servilleta.

—¿Y yo qué tengo que hacer a cambio? –preguntó Jorge, sabedor de que en aquel

lugar nadie daba nada a cambio de nada.

—Nada.

—Entonces, ¿puedo irme ya?

—Claro, no pretenderás quedarte aquí todo el día.

Antes de que se marchara el enano le recordó que, salvo a sus dos amigos, no

podía contarle el trato a nadie y le hizo prometérselo. Después le ayudó a auparse sobre la

mesa y a salir. Cuando Jorge se encontró fuera, metió la cabeza por el ventanuco un

momento.

—¿Cómo te llamas?

El enano sonrió para sus adentros.

—Eufrasio.

—Pues gracias señor Eufrasio.

La acción de Eufrasio había salido de su corazón. Eufrasio había sobrevivido a

una guerra y sabía bien lo que era el hambre, las privaciones y la marginación, así que de

ninguna manera podía permitir que un niño pasara hambre si estaba en su mano el poder

impedirlo.

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Cuando más tarde Jorge refirió a sus amigos el encuentro que había tenido con

Eufrasio, ni Eloy ni Ricardo comprendieron por qué se había ofrecido a auxiliarles de

manera tan bondadosa, si allí nadie ayudaba a nadie. Pero fuera como fuere, desde aquel

día los chicos procuraron encontrar siempre un momento de distracción después del

desfile de huérfanos para llegar hasta el ventanuco y hacerse con el hatillo de comida que

les preparaba el señor Eufrasio. A partir de aquel momento cada uno de los tres tuvo una

clara misión, algo que aportar al grupo: Ricardo la protección, Eloy la experiencia y Jorge

la comida. Algo que unió aún más a los tres amigos

23

Al día siguiente, domingo de paquete, el rumor que llevaba días corriendo de boca

en boca se hizo realidad. El sol comenzaba a asomar en un horizonte completamente

despejado y nítido, cuando la madre Espíritu Santo, la madre Cecilia y la madre Regina

entraron como un torbellino en el dormitorio despertando a los chicos con sus gruñidos

de viejas brujas y los golpes de vara.

—Arriba, niños del demonio. ¿O es que nadie quiere ir hoy a la playa? –gritó

roncamente Espíritu Santo mientras pasaba la vara por los barrotes de una cama haciendo

un ruido infernal.

La palabra playa fue como un hechizo para algunos muchachos, que abrieron los

ojos y levantaron la cabeza de forma automática. En cambio los más perezosos sufrieron

la maldición de su vara, bien porque volvió a golpear con ella de manera horrible los

barrotes de las camas, bien porque dirigió su furia contra sus entrepiernas, si es que los

infortunados se habían descuidado durmiendo boca arriba y la madre Espíritu Santo

descubría una tienda de campaña. Jorge y Eloy fueron de los primeros, Ricardo dormía

boca abajo, a pierna suelta, y parecía no afectarle el alboroto que comenzaba a elevarse a

su alrededor. Mientras la madre Espíritu Santo buscaba tiendas de campaña, las madres

Regina y Cecilia tiraban de las sábanas dejando al descubierto a todos los que aún

permanecían en las camas. El hecho de quedar de pronto al descubierto resultaba tan

incómodo y molesto que algún chico se defendió lanzando airadas patadas al aire, aunque

transcurridos tan solo unos minutos, no quedaba nadie en las camas.

Después del aseo, los chicos fueron directos y eufóricos al comedor, un día en la

playa representaba la ruptura de la rutina, la salida de aquella cárcel y no era para menos.

Nada más tomar posiciones en las mesas todo el mundo comenzó a rascar afanosamente

con las cucharas las superficies de las mesas y a fabricar pegotes de grasa. Momentos

después los pegotes volaban de un lado a otro y de una mesa a otra, estrellándose en

cualquier cabeza y en cualquier parte. Había formada una algarabía de cuidado, rostros de

travesura y chicos puestos en pie por todas partes, cuando cesó el jaleo y el volumen del

griterío bajó de manera abrupta haciéndose un silencio absoluto; la madre Teodora y la

madre Cecilia habían entrado en el comedor, esta última con su perenne expresión de

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enojo y de odio hacia todo el mundo. El soberbio uniforme negro de las monjas y la

expresión de desagrado y enfado permanente de la madre Cecilia eran imponentes. A

ellas les siguió la señora Josefa, que en contraste con el uniforme negro de las monjas,

llevaba un delantal blanco ligado a la cintura, que le cubría desde los hombros hasta un

poco más debajo de las rodillas. Las monjas llevaban cestillas con hogazas de pan recién

hecho y onzas de chocolate que comenzaron a repartir por las mesas. Algún chico se llevó

un manotazo al pretender llevarse el pan a la boca antes de tiempo. La señora Josefa entró

con un carrito lleno de jarras con leche humeante y comenzó a llenar las tazas, de mesa

en mesa. Repartido el desayuno, la madre Teodora bendijo rápidamente la mesa. Los

chicos aguardaron prudentemente hasta el último “amén” y, pronunciada esta santa

palabra, se lanzaron como diablos a por el chocolate, el pan y la leche. El bullicio, el

griterío y el lanzamiento de pegotes volvieron a reinar en el comedor.

Como media hora después los chicos formaban filas en el patio. Gerónimo y el

señor Juan cuidaban de que las formaciones tuvieran ese aspecto castrense que se

inculcaba con la educación de los chicos. Y al compás del himno que llegaba de un

altavoz colgado en la ventana del señor director, entonaron el Cara al sol. El perfil del

señor Asís, en posición de firmes junto a la ventana, brazo alzado y modulando el Cara al

sol, resultaba una imagen siniestra a la vez que ridícula, a la que los chicos ya estaban

acostumbrados. Y se mirase donde se mirase, todo eran brazos alzados y gargantas

coreando fervorosamente.

Al rato salían a la carretera de Nuestra señora del Port. Los chicos iban

flanqueados por Gerónimo y el señor Juan, la madre Gema y la madre Teodora. Nada más

poner los pies fuera del Asilo, Ricardo se aceró a Eloy y a Jorge sonriendo de oreja a

oreja y mostrando el duro que llevaba en la mano.

—¿Pedimos permiso para comprarnos algo con el duro?

Eloy frunció el ceño.

—¿Qué quieres comprar?

—No sé, un melón por ejemplo. ¡Con un melón tendremos para los tres! –dijo con

entusiasmo.

—¿Nos llegará para comprar un melón?

—Seguro. ¿Tú qué dices? –le pregunto a Jorge.

—Por mí vale.

Se aproximaron hasta la madre Gema y le pidieron permiso. Tras un momento de

vacilación al ver el duro y preguntarse cómo lo habrían obtenido, les dio permiso para

que se compraran un melón, pero con la condición de que no lo empezaran hasta que

llegaran a la playa. Los chicos corrieron hasta la frutería de la calle San Eloy, donde

pidieron cinco pesetas de melón. El señor de la frutería soltó una carcajada al oír aquello.

—Así que queréis un duro de melón. Bien, pues os daré un melón por ese duro –

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dijo al darse cuenta de que los tres eran chicos del Asilo. Cogió un melón y le hincó los

pulgares.— ¿Cuándo os lo vais a comer?

—Ahora, en cuanto lleguemos a la playa –respondió Eloy.

—Entonces tengo que daros uno bien maduro –soltó el que había cogido y palpó

unos cuantos más de la misma forma, hasta que finalmente dio con el adecuado.— Este

estará bien dulce.

Lo metió en una bolsa de papel y se lo entregó a Ricardo. Ricardo le entregó el

duro y se sonrió al tener el melón en sus manos y observar su peso, pensando en cómo se

iban a poner las botas. Después salieron corriendo y se unieron a la fila, que había

comenzado a descender calle abajo, en dirección hacia la playa de Can Tunis. Cerraban la

fila los dos hombres. Gerónimo había encendido la pipa y el señor Juan llevaba un

cigarrillo de picadura entre los dientes. Los chicos llegaron a toda prisa, casi sin aliento, y

se colocaron delante de ellos.

La carretera de Nuestra Señora del Port discurría bordeando la montaña de

Montjuich. Tal y como se descendía hacia el mar, por un flanco era posible observar cada

vez con mayor detalle los pabellones de nichos del cementerio y también buena parte de

las barracas de la Muntanyeta, que se apiñaban tejado contra tejado al exterior de sus

muros. Al otro lado de la calle había solares en desuso, varias masías con sus inmensas

viñas y algunas industrias cuyo número se iba acrecentando conforme la carretera se

aproximaba al mar.

Un camión trotaba sobre el empedrado, al llegar a la altura de los chicos el

conductor tocó el claxon y les saludó con la mano, le devolvieron el saludo acompañado

de gritos y chiflidos. Continuaron carretera abajo y una rata gigantesca salió de entre los

matojos. Y detrás de esa, salió otra. Los roedores se detuvieron en mitad de la carretera,

ante la fila de chicos, y una de las ratas se alzó sobre las patas traseras olisqueando la

corriente con aires desafiantes. El otro roedor se quedó junto a él completamente inmóvil.

De repente una piedra estalló en el suelo y las ratas huyeron a esconderse nuevamente

entre los matojos.

—¡Qué asco! –Apuntó Eloy—. ¿Por qué hay ratas tan grandes por aquí?

—Porque no hay perros –respondió inesperadamente Gerónimo, que junto al

señor Juan continuaba tras ellos cerrando la comitiva.

—¿Y cómo es que no hay perros? –preguntó entonces Jorge.

—Porque se los comieron las ratas —se jactó el señor Juan con sorna.

Finalmente llegaron a la playa. Era una ensenada con un pequeño espigón y aparte

de que la arena no era muy fina también había bastantes rocas. La primera franja de playa

estaba tomada por fábricas; había una siderometalúrgica, dos fábricas de papel y cartón y

también una industria química. Dejaron atrás la zona de fábricas y encontraron dos barcas

de pescadores con redes y aparejos, todos quisieron auparse a ellas a ver qué más

encontraban. Gerónimo dio entonces una voz y les prohibió que las tocaran, les explicó

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que no muy lejos de allí había una barriada de pescadores y que las barcas eran el único

medio de vida de aquella gente.

—Además seguro que nos están vigilando –añadió el señor Juan cargando el

esclarecimiento de misterio.

La madre Gema y la madre Teodora reían en su interior por el drama con que los

dos hombres sumían cualquier cosa que explicaban a los chicos. Después marcharon un

rato más por la arena, hasta alejarse de la zona de vertido de residuos de las fábricas y

encontrar el lugar adecuado donde podrían bañarse. Allí los chicos se desnudaron

raudamente quedándose en calzoncillos y camisetilla de tirantes y corrieron a

zambullirse. El agua no estaba ni fría ni movida y tenían permiso para bañarse no más

allá de zonas que cubriesen hasta la cintura. Un chico se quejó arguyendo que sabía nadar

y que no se iba a ahogar, la madre Teodora objetó que no hacía falta más de un palmo de

agua para ahogarse y de esta manera zanjó el asunto. En ese punto el señor Juan sacó a

colación el Estanque de Can Tunis. Tanto la madre Teodora, la madre Gema, como

Gerónimo, sabían de la peligrosidad de aquellas aguas; el estanque se había formado

debido a la ingente extracción de tierras para su comercialización y era tristemente

famoso por la cantidad de bañistas que cada verano se ahogaban en él. A propósito de los

ahogados en el Lago de Can Tunis, surgió también el Lago de Bañolas, el más grande de

Cataluña. Directa o indirectamente, todos tenían noticia de alguien que se había ahogado

en él.

Los adultos charlaban sin quitar ojo a los chicos que estaban en el agua, si veían a

alguno que se alejaba, o el señor Juan o Gerónimo le daban un silbido en señal de que

debía salir. Todos obedecían pues sabían que el que no hiciera caso el siguiente día de

playa se quedaría castigado en el Asilo. Ricardo había escondido el melón en un hoyo

hecho en la arena para que estuviera fresco y lo había cubierto con un montoncito hecho

con la ropa de los tres. Si bien nadie osaría tocar algo de Animal, tampoco se fiaba

demasiado, pues sabía que algunos grandullones se la tenían jurada y sabía también que

si intentaban algo contra él solo tendrían valor para hacerlo en un descuido o a traición.

Después de tomar el primer baño sacaron el melón del hoyo y fueron hasta unas

rocas. Se quedaron de piedra al descubrir unas ramas de tomateras que emergían de entre

las piedras, algunas con tomatitos pequeños y todo, bien maduros y colorados.

—¿Cómo habrán llegado hasta aquí? –reflexionó Jorge en voz alta.

—Puede que las hayan traído los pájaros –dedujo Eloy.

—Tú estás tonto –dijo Ricardo riéndose por lo que acababa de escuchar—.

¿Cómo van a traer los pájaros estas tomateras? ¿En el pico? –y después de decir aquello

Ricardo cogió un tomatillo, lo examinó, lo limpió contra su pantalón y se lo echó entero a

la boca.

Eloy había fruncido el ceño.

—No estoy diciendo que las tomateras las hayan traído los pájaros en el pico, so

bruto. Los pájaros pueden haber comido las semillas de un tomate por ahí y haberlas

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cagado aquí.

Jorge se encorvó y observó de cerca un tomatillo que colgaba de una rama.

—¿De verdad crees que estos tomates han salido de la mierda de un pájaro? –le

preguntó completamente asqueado.

—Sí, pero de un pájaro cualquiera seguro que no, apuesto por una fea gaviota.

Con solo pensar que el tomatillo que tenía en la boca hubiera nacido entre los

excrementos de una gaviota, Ricardo sintió una arcada y lo escupió con una profunda

expresión de asco.

—¿Qué pasa? –se preocupó Jorge.

—Está asqueroso. ¿Abrimos el melón? —dijo simplemente.

—Vale –asintió Eloy. Jorge movió los hombros.

Ricardo sacó el melón de la bolsa y lo colocó sobre una piedra que tenía una

superficie un tanto plana, luego exploró su alrededor.

—¿Y ahora qué haces? –le preguntó Eloy.

—Buscando una piedra que tenga filo.

Jorge se puso en pie de un salto, anduvo tan solo unos pasos y volvió con una

piedra de forma alargada y puntiaguda. Se la entregó a Ricardo.

—Esta valdrá, sí –y mientras sujetaba el melón contra la piedra con una mano,

con la otra le hincó la punta de la piedra como si fuera un puñal. Ricardo empleó tal

energía que lo reventó y un caño del almíbar del melón saltó directamente hacia su cara.

Ni Eloy ni Jorge pudieron reprimir la risa.

Un minuto más tarde se estaban repartiendo los trozos del melón y Ricardo,

gentilezas del “azar,” se llevó los más grandes. Momentos después el jugo chorreaba por

la comisura de los labios de los chicos. Efectivamente el frutero había acertado con su

elección y les había dado el melón más dulce que había en la tienda. Gracias a Pepi la

gorda, a la que ni Jorge ni Eloy querían volver a recordar, se dieron un festín de melón

que recordarían por siempre, como también recordarían siempre el torpe escarceo

amoroso de la noche de la verbena de San Juan.

Cuando no quedó nada más que las cáscaras las enterraron y fueron directamente

al agua a sacarse los churretes. Así transcurrió el primer día de playa para los chicos.

Ese mismo día al caer la noche y sentarse a la mesa para cenar, Jorge no se

encontró nada bien. Desde que habían vuelto de la playa tenía dolor de cabeza, algunas

décimas de fiebre que tan pronto subía como bajaba y se sentía muy cansado. La madre

Gema y la madre Teodora coincidieron en que todo se debía a una pequeña insolación.

Pero cuando intentó probar la sopa de fideos que se había servido de primer plato en la

cena, se encontró con que no podía tragarla, cada intento era como si millones de agujitas

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se clavaran en su garganta.

Mientras Jorge se enfrentaba a su plato de sopa, la madre Espíritu Santo iba y

venía entre las filas de mesas vigilando que cada cual comiera de lo suyo y se lo acabara.

Ricardo intentó varias veces cambiarle el plato, pero por alguna extraña razón, la madre

Espíritu Santo los vigilaba especialmente a ellos. Finalmente se acercó a Jorge y señaló

su plato con la vara.

El niño elevó la mirada y sintió un escalofrío al observar de reojo su arrugado y

peludo morro.

—¿Al señorito no le gustan los fideos o es que en su casa comía mejor? Seguro

que es eso, seguro que en su casa comían siempre como los príncipes. ¡Pues aquí vas a

comer como todo el mundo! –gruñó con destemplanza.

Dicho eso y sin esperar respuesta alguna, cogió la cuchara, la hundió en el plato

cargándola de fideos y la llevó directamente hacia la boca de Jorge. Él apretó los dientes

y los labios y sacudió la cabeza, lo que encendió aún más a la monja.

—¡Abre la boca!

Jorge quería contestar, pero sabía que si separaba los labios la madre Espíritu

Santo llevaría la cuchara hasta el fondo de su garganta y sentiría un agudo padecimiento.

Así que se limitó a emitir un feroz gruñido y a sacudir la cabeza. El resto de chicos que

había en la mesa agachó la cabeza y apuraron el plato.

—¿Es que no se da cuenta? No se encuentra bien, tiene fiebre y está mareado –

dijo Eloy.

La madre Espíritu Santo colocó su mano en la frente de Jorge y tras unos

segundos hincó la mirada en Eloy, sus ojos a punto de salir de las cuencas.

—Este niño debilucho solo tiene cuento. Y a ti nadie te ha dado vela en este

entierro, mocoso –dijo furiosa.

Ricardo tenía los puños apretados y la respiración acelerada. Estaba a punto de

saltar, pero sabía que si lo hacía no podría controlarse y no quería acabar en el Asilo

Durán. Así que sin dejar de sentir aquella alteración bajó la mirada.

—¡Comedia!, esto es solo una farsa para no comer. Pero yo te enseñaré, niño del

demonio –gruñía la monja ahora mientras se dirigía aceleradamente hacia la cocina.

Eloy se puso en pie y miró gravemente a Jorge.

—No sé qué va a hacer esa bruja, Jorge, pero tienes que intentar tragarte la sopa.

—Sí inténtalo –le rogó Ricardo.

—Es que no puedo tragar —objetó él con desesperación.

Pero la madre Espíritu Santo volvía ya por el pasillo. Jorge se dejó caer en el

Page 162: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

asiento al observar lo que traía en la mano: un embudo. Nada más llegar junto a Jorge

puso el embudo sobre la mesa, cogió la cuchara nuevamente y la cargó.

—¿Vas a comer? Sí o no, es muy fácil.

Jorge suspiró profundamente, separó un poco los labios y entreabrió los dientes. Y

como él temió desde el principio, la monja hundió la cuchara hasta la campanilla sin

consideración. El dolor fue indescriptible y las lágrimas asaltaron sus ojos como una fina

lluvia. Entonces la monja volvió a cargar la cuchara, pero esta vez Jorge giró la cara y

volvió a apretar los dientes.

—Tú te lo has buscado –dijo secamente la madre Espíritu Santo con el tonillo de

quien aborda una afrenta.

Primero echó a todos los chicos de la mesa, incluyendo a Eloy y a Ricardo.

Colocó una rodilla sobre los muslos de Jorge, inmovilizando sus piernas, le sujetó la

cabeza hincando los dedos en sus mofletes hasta que abrió la boca y le echó la cabeza

hacia atrás. Después fue muy fácil introducirle el embudo en la boca, Jorge estaba

apresado y comenzó a temblar como un conejo. Acto seguido la madre Espíritu Santo fue

vertiendo sopa en el embudo, cucharada a cucharada. Jorge no podía moverse, no podía

gritar, no podía patalear ni maldecir. Y a pesar de que la sopa estaba fría, un río de lava

recorría su garganta cada vez que la maldita monja derramaba una cucharada de sopa en

el embudo. Llevó una mano hasta la medallita de La Moreneta y se aferró a ella con

desesperación. Ni estando castigado en el Cuarto Oscuro Jorge había deseado tan

perverso destino para aquella bruja; en aquel instante deseaba que la alcanzara un rayo,

que el demonio más horrible que había visto en los libros del colegio se la llevara, que se

le parara el corazón en aquel instante, que se la tragara la tierra… Que le ocurriera lo peor

de lo peor.

Pero todo calvario no dura por tiempo infinito, ya que cuando menos lo esperaba

el embudo salió con un brusco tirón; fue como si echara el corazón por la boca. Las

miradas de Jorge y de la madre Espíritu Santo se cruzaron acto seguido. Jorge la observó

con odio infinito, como Eloy y como Ricardo, como muchos chicos que habían visto lo

ocurrido sabiendo que podían pasar por aquel trance en cualquier momento. Sin embargo

la mirada de la monja era de enorme satisfacción.

—¿Ves como no ha sido para tanto, niño blandengue? –gruñó la madre Espíritu

Santo mientras se encaminaba hacia la cocina con la complacencia del deber cumplido

dibujado en su rostro. Inmediatamente Eloy, Ricardo y varios chicos más se tiraron en su

consuelo, todos maldiciendo y jurando contra aquella bruja.

A medianoche de ese mismo día el malestar de Jorge aumentó con unas fiebres

que tan pronto iban como venían y una gran hinchazón en el cuello. Mosi, que esa noche

dormía profundamente, se desveló con su sollozo y sus gemidos de dolor. Al ver su

estado lo llevó inmediatamente a la enfermería, donde nada más llegar la madre Gema

descubrió su infección: paperas. Jorge pasó esa noche casi delirando, a base de vendas

frías de vinagre aplicadas en el cuello y con un pañuelito de franela anudado en la cabeza

bajo el que había una compresa tibia de Hierba de San Juan.

Page 163: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Las paperas le obligaron a pasar diez días reposando junto a un puñado más de

chicos que sufrían la misma infección. Durante aquellos días, la madre Gema se ocupó

personalmente de él, cuidando de que tomara zumos y caldo de cocido. Supo por ella

misma que tanto Eloy como Ricardo habían pasado por igual trance un tiempo atrás y que

solo cabía paciencia. La enfermedad debía seguir su curso natural.

24

Su estancia en la enfermería le permitió librarse de la omnipresente sombra de la

madre Espíritu Santo y de la madre Cecilia, siempre acechantes. De cantar el Cara al sol.

De las clases, donde no aprendía absolutamente nada. Y de la lucha diaria por la

supervivencia, sobre todo en el comedor y en el patio, donde coincidían con los chicos

mayores que siempre abusaban de los más pequeños. Allí, Ricardo o Animal, como lo

conocía todo el mundo, era temido, pero también imprescindible tanto para su

supervivencia como para la de Eloy.

Durante los días que pasó en la enfermería, el Asilo continuó con la misma rutina.

Eloy pasó nuevamente por el suplicio de otro desfile de huérfanos y Ricardo por el de

tantos días sin llenar a tope la barriga. Por dos veces intentaron que el señor Eufrasio, el

enano de la cocina, les diera algo de comida, pero Eufrasio les dejó claro que el trato lo

había hecho con Jorge y a pesar de que estaba al tanto de que estaba en la enfermería, se

negó las dos veces.

Una noche se despertó cuando la madre Gema se sentaba al borde de su cama y le

ponía la mano en la frente. Abrió los ojos todo asustado y levantó la cabeza.

—Tranquilo, Jorge, ya no tienes fiebre y pronto podrás irte de aquí. Pero ahora

sigue durmiendo.

El chico se dejó caer sobre la almohada, cerró los ojos y se concentró en el

silencio. En manos de la madre Gema su pensamiento era una balsa en un mar en calma y

al momento pudo sentir el sosiego y la llegada del sueño. Había un silencio absoluto en la

enfermería, hasta que la campana de la iglesia comenzó a tocar. Volvió a abrir los ojos,

observó una leve sonrisa en los labios de la madre Gema.

—¿Te preocupa algo? –le susurró.

—No.

—Entonces duerme.

Jorge cerró los ojos, pero al momento los volvió a abrir. Se incorporó un poco y

continuó escuchando el tañido de la campana.

Page 164: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—¿Qué pasa ahora?

—¿Por qué tiene que tocar cada noche esa campana?

—La campana nos habla, Jorge. Llama a las hermanas para que vayamos a orar a

la iglesia.

—¿Tan tarde?

—No, Jorge; tan pronto. La campana anuncia maitines, el rezo de la primera hora

del día.

El chico recorrió las ventanas de una en una con la mirada, estaba todo oscuro.

—Pero madre, si no es de día, es de noche.

—Sí, pero también la hora más temprana del amanecer—. La madre Gema se

despegó de la cama con una sonrisa—. Ahora debo irme, duérmete.

Solamente había dado unos pasos cuando volvió a oír la voz de Jorge.

—Madre, ¿por qué tenemos que subir los niños a tocar la campana? Ese sitio es

terrible, además dicen que allí se ahorcó un hombre: el padre Manjón.

La madre Gema se volvió y fue hasta él. Cuando llegó a su altura se inclinó

retorciéndose las manos y lo contempló con preocupación.

—Sé que ya has subido a tocar la campana y sé que allí arriba no lo pasaste nada

bien, pero las hermanas tenemos prohibido subir de noche al campanario.

—¿Por qué? No lo entiendo.

La madre Gema puso una mano de consolación sobre su frente.

—Ya hablaremos de eso otro día.

Acto seguido enfiló el pasillo y acudió a la llamada de maitines.

Jorge recibió el domingo la visita de mamá, que sabiendo que tenía paperas y la

dificultad para tragar que conllevaba la enfermedad, le trajo un enorme flan hecho con el

preparado de Potax. Si dos semanas atrás ya estaba preocupada por su delgadez, esta vez

se asustó al verlo. Aun así, disfrutó observando cómo se lo comía todo poquito a poquito;

Jorge hincaba la puntita de la cuchara en el flan y luego absorbía con exquisita delicadeza

hasta que la crema desaparecía entre sus labios cerrados casi por completo. En lugar de

comer, diríase que bebía el flan.

La visita también dio tiempo suficiente para salir y pasear por el patio de la

enfermería. De los nueve niños que la ocupaban en aquel momento cuatro eran tiñosos,

tres tenían paperas y dos sufrían de bronquitis. Los chicos con bronquitis eran los únicos

que no llevaban el gorrito blanco que delata alguna enfermedad infecciosa en la cabeza,

aunque no pararon de toser en todo el rato.

Page 165: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

María también le puso al corriente del cortejo de Manel con Montse. El joven se

había presentado un día en casa con un ramo de rosas y le había pedido permiso para

pasear con Montserrat. María había asentido, pero con la condición de que de momento

salieran solamente los domingos y mientras hubiese luz del día. Jorge le explicó la

aventura del primer día de playa y el episodio del melón, aunque claro está, omitió lo que

hicieron para obtener el duro que costó. Después de dar tres vueltas al patio se sentaron

en un banco al sol. María le tomó una mano.

—¿Cómo estas, Jordi? –le preguntó.

—Bé

—¿Nos echas mucho de menos?

—Clar, quina pregunta—. Bajó la mirada y con voz triste dijo—: També em

recordo molt del pare.

—Jordi, normal que te’n recordis del pare, la Montserrat i jo també ens en

recordem molt d’ell—Vale.

—¿Recuerdas qué era lo primero que le decías a papá cada tarde cuando llegaba

del trabajo y tú le abrías la puerta?

—Claro que sí: Bona tarda, com estàs, que m’has portat? –dijo de un tirón.

María se sonrió.

—¿Y qué era lo que siempre te traía?

—Ricos caramelos de eucalipto.

—Sí, los compraba especialmente para ti en un quiosco de la avenida Marqués del

Duero.

Jorge recordaba especialmente aquellos caramelillos de eucalipto que al pelarlos

se les quedaba enganchado la mayor parte del envoltorio, pero estaban tan buenos, que

aun así, se los echaba a la boca con papel y todo. Aquello llevó nostálgicos recuerdos de

papá a su cabeza. Según le había contado María, la primera palabra que pronunció a los

pocos meses de vida fue pare, un día que jugaba con él. También le había explicado que

el primer pasito que dio solo, fue para cogerse de uno de sus dedos, del que se agarró con

una fuerza inusitada; o lo mucho que le gustaba de crío sentarse a horcajadas en sus

rodillas y que le hiciera el caballito, el tacatá, como le llamaba él. Todas aquellas

empresas habían ocurrido al amparo de papá, y claro, siempre según las explicaciones de

María. Sin embargo, conforme transcurrían los años Jorge empezó a dudar de la

veracidad de todos aquellos recuerdos y comenzó a pensar que lo que María pretendía era

enaltecer su recuerdo. Pero sobre lo que Jorge no albergaba ninguna duda y recordaba

perfectamente era que iba en compañía de papá cuando vio morir a un hombre:

No muy lejos de casa, en la esquina de la calle Riera alta con la calle Nueva de

Dulce, había una taberna cuya clientela le impresionaba desagradablemente: Cal

Page 166: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Bonastre, le llamaban. Cuando pasaba ante ella con su padre, siempre lo hacían por la

acera de enfrente y nunca osaba soltarse de su mano, pues el horrible griterío de los

clientes, riendo y cantando, podía oírse de un extremo al otro de la calle y eso le

atemorizaba sobremanera. Alguna vez había visto a hombres salir de la taberna

insultándose y casi siempre llegaban a las manos. Según explicaba papá, aquella gente de

aspecto tan bárbaro y extraño eran estibadores del puerto, y las frecuentes peleas que se

veían de noche en aquellas calles, solían iniciarse bajo cualquier pretexto magnificado a

causa del exceso de alcohol.

Aparte de eso, en los alrededores de la taberna vagaban todo el día delincuentes

de la peor calaña, borrachos con caras horrendas y prostitutas de aspecto espeluznante

buscando clientes. Si el cliente tenía poco dinero, las prostitutas solían acabar con él en

un pequeño meublé de la calle de la Duda. Pero si se trataba de un señor con dinero iban

al Nido de Oro, un prostíbulo de la calle Nueva de Dulce esquina con la calle San

Erasmo, que incluso tenía garaje privado.

Un día, al pasar ante Cal Bonastre, de pronto se oyó un tumulto y salieron varios

hombres increpándose, empujándose y gritándose insultos. Una baralla d’estibadors, oyó

decir a papá mientras aceleraba el paso. Pero la pelea se inició enseguida y acabó en un

momento. Dos hombres se habían enganchado por los brazos y se estaban zarandeando

en plena calle, cuando un tercero, con cara de diablo, que también había salido de la

taberna llegó por detrás con una navaja y se la hundió repetidamente a uno de ellos en el

pecho. El hombre murió antes de llegar al suelo. Al observar la cruenta escena papá

arropó a Jorge entre sus brazos y lo apretó contra él; el niño estaba temblando de pies a

cabeza. Tras el mortal suceso todo el mundo echó a correr lleno de espanto, y tanto la

calle como la taberna quedaron despejadas instantes antes de que llegaran los guardias.

¿Qué habría hecho aquel hombre para merecer una muerte tan terrible? ¿Por qué habría

empezado todo? Papá conocía bien la respuesta, había visto escenas similares las

suficientes veces para saber que siempre mediaba el alcohol en exceso, la fiereza y que

comenzaban con el pretexto más banal. A partir de ese día dieron siempre un rodeo para

no tener que pasar ante Cal Bonastre.

—¿Cuándo volveré a casa? —preguntó de repente Jorge con voz queda.

María observó su tristeza y estuvo a punto de arrancar a llorar. Echó el brazo

sobre sus hombros y lo estrujó contra sí.

—Lo más pronto que podamos, Jordi, aunque aún tendrás que pasar algún tiempo

aquí. De momento este verano pasarás dos semanas de vacaciones en casa.

La mirada de Jorge se iluminó de repente.

—¡Dos semanas! –Cogió el cordoncillo que rodeaba su cuello, sacó la medallita

de La Moreneta y la besó con generosidad.— ¡Gracias, madre!

—¿La llevas siempre?

—Sí, ella vela por mí.

Page 167: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

María se sonrió.

—Bueno, Gerónimo me ha contado que ese amigo tuyo, Ricardo el grandullón,

también vela por ti.

—Somos amigos. Ricardo, Eloy y yo somos amigos.

—Me alegro de que hayas hecho tan buenos amigos.

Conversaron largo rato más sobre papá, sobre el noviazgo de Montserrat y sobre

su estancia allí, hasta que finalmente llegó la hora de marchar. María abandonó el Asilo

con el corazón roto, con una especie de vértigo instalado en el pecho y conteniendo las

lágrimas, como le sucedía en cada una de sus visitas. En la puerta coincidió con algunas

madres más, todas salían con la misma expresión de angustia y preocupación, absortas en

sus tristes pensamientos. Gerónimo encendía su pipa y solía quedarse en la puerta

observándolas ir calle arriba hasta que doblaban la esquina de San Eloy y desaparecían

camino de la parada del autobús. Siempre marchaban solas, en absoluto silencio, sin

cruzar ninguna palabra y con expresión de profundo arrepentimiento, como si acabaran

de consumar un acto de infinita crueldad.

Nada más sentarse en el autobús María dio un suspiro y las lágrimas comenzaron

a rodar por sus mejillas, las enjugó con un pañuelo mientras, avergonzada, recorría su

alrededor con la mirada. Vio a otras madres más que, como ella, también sollozaban en

silencio, procurando preservar la compostura y la dignidad de su miseria; otras,

sencillamente observaban la calle a través de las ventanillas con la mirada perdida y

completo mutismo; y otras lo parecía, pero simplemente no estaban allí, eran espíritus de

madres con el corazón quebrado. Pero a pesar de las diferentes formas con que

enfrontaban la situación, todas tenían algo en común: sufrían por la misma causa y

lloraban por misericordia.

Dos días después de la visita de mamá, Jorge abandonó la enfermería.

25

Después de su corta estancia en la enfermería Jorge salió con la esperanza de que

algo hubiera cambiado en el Asilo, pero se encontró con la misma rutina, las mismas

caras y ese maldito olor a sopa de ajo que lo apestaba todo.

Divisó a sus amigos en el patio sentados en un escalón. El recreo había

interrumpido las clases y estaban en la hora del patio. Por todos lados se oían los gritos de

los críos; los más pequeños jugando casi siempre a correr y los más grandes a pelota,

todos sudando como pollos. El grupo de los grandullones reía escandalosamente mientras

entrenaban para portero del Barcelona a una nueva víctima a la que seguramente habían

engatusado con llegar a ser el próximo Ramallets. Los grandullones chutaban pelotazos

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que se estrellaban como bombazos contra la pared. En la otra punta del patio, otro grupo

de chicos jugaba al Beli. Para jugar al Beli solo hacía falta un madero que sirviera de

paleta y otro palito más pequeño, de la longitud aproximada de un cigarrillo pero algo

más grueso, y afilado por las puntas.

Mientras se dirigía al lugar donde se encontraban sus amigos, Jorge miró

embobado a los que jugaban al Beli. Él nunca había jugado, ya que para jugar hacía falta

un espacio considerable donde correr y lanzar el palito, y ni en la calle San Gil ni en los

alrededores había tanto espacio libre. Llamó poderosamente su atención que los de un

equipo gritaban: <<¿Beli?>> Y los del otro respondían: <<¡Va!>> Y a continuación el

palito salía disparado con la paleta. Estuvo un rato observando el juego, pero no logró

entender del todo las reglas. Finalmente se sentó entre sus amigos.

—¿Cómo te ha ido enano? –le preguntó Ricardo.

—Como siempre —respondió Jorge encogiéndose de hombros.

—Aquí todo va como siempre: una mierda y mucho aburrimiento –dijo Eloy

mientras lanzaba un escupitajo—. ¿Y si nos escapamos esta noche?

—¿Y dónde quieres ir? –se interesó Ricardo mientras lanzaba un salivajo que

llegó bastante más lejos que el que había lanzado Eloy.

—No sé, podríamos ir al cementerio, está cerca. Yo por lo menos necesito salir de

esta cárcel.

—¿Al cementerio de Montjuich, la ciudad de los muertos? –Jorge sintió un

intenso estremecimiento interior con la idea. Cuando vivía papá lo había acompañado al

cementerio en contadas ocasiones, pero nunca había pensado que un día iría por su

cuenta.

—Sí, buena idea. Esta noche iremos al cementerio –se sumó Ricardo.

—El cementerio es como una ciudad de grande, seguro que nos perdemos –repuso

Jorge serenando la euforia—. No creo que sea tan buena idea perderse de noche en el

cementerio.

—Quiero ver las tumbas de los anarquistas –dijo Eloy, que no daba su brazo a

torcer.

—Nos perderemos –insistió Jorge.

—Pues si nos perdemos buscaremos la ayuda de los enterradores. Yo no tengo

miedo. ¿Quién se viene? –retó Ricardo.

—Yo –se apuntó rápidamente Eloy.

—¿Tú qué dices, enano? ¿No decías que eras hijo de un enterrador?

Jorge se encogió de hombros. ¿Miedo?, pensó mientras hacía un gesto de bravura.

Nunca.

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—Vale, está bien, iremos al cementerio.

Sonó el timbre que indicaba el final del patio y los chicos corrieron hacia las

escaleras que conducían a las aulas. Los que subieran los primeros se librarían de la lluvia

de escupitajos y podrían ser ellos quienes los lanzaran. Cuando Ricardo llegó a la

escalera subió los peldaños de dos en dos como un energúmeno, dando pescozones,

codazos y pisotones a todos cuantos encontró a su paso, hasta colocarse de los primeros.

Luego corrió hasta el primer piso, se plantó junto a la barandilla y, con cara de diablo,

buscó un blanco. Llevaba un buen rato acumulando saliva en la boca y la lanzó en cuanto

tuvo a alguien a tiro. El baño de babas cayó sobre tres grandullones a los que se la tenía

jurada y corrió a ocultarse enseguida, no porque les tuviese miedo, sino para evitar el

posible castigo de las monjas si alguien se chivaba. Cuando los grandullones miraron

hacia arriba buscando al responsable no encontraron a nadie, pero a gritos juraron

matarle. La saliva había caído sobre ellos como una espesa cortina de lluvia empapando

sus cabellos y parte de sus ropas. Corrieron al baño a limpiarse antes de entrar a clase.

La madre Remedios esperó a que los chicos se acomodaran en sus pupitres; cada

cual sabía ya dónde debía sentarse, y como siempre, cerró la puerta y abrió una ventana

para que corriera el aire y se llevara aquel soplo de sudor y pies que entró con los chicos

y que comenzaba a instalarse en el aula. Remedios había dado la espalda a la clase y

comenzaba a escribir en la pizarra cuando un chico dio un alarido. La madre Remedios se

giró de cara a la clase.

—¿Qué ha pasado? –interrogó severamente recorriendo la clase de un extremo al

otro con la mirada.

Un chico con cara de víctima se puso en pie y señaló al que ocupaba el asiento

inmediatamente posterior.

—Este me ha escupido –dijo limpiándose un salivajo de la oreja con la manga.

—¿Es verdad eso, Pedro Aniceto? –Pedro Aniceto bajó la cabeza y no dijo nada,

pero se notaba que estaba completamente enfurruñado—. ¿Por qué lo has hecho?

—Él me ha escupido a mí primero cuando subíamos por la escalera —contestó

finalmente.

—Qué tienes que decir a eso, Tomasín.

—Es mentira.

—Es verdad –le contradijo el chico que ocupaba el pupitre contiguo al de Pedro

Aniceto.

La madre Remedios puso los brazos en jarras.

—Cinco azotes en cada mano. ¡Venid aquí los dos!

Tomasín y Pedro Aniceto cruzaron una rabiosa mirada y, en completo silencio y

llenos de resignación, se dirigieron hasta hallarse ante la madre Remedios. La monja

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abrió un cajón del escritorio y sacó una regla de madera que medía cincuenta centímetros

exactos.

—No me habéis dejado otra opción –dijo.

Tomasín extendió la palma de una mano y recibió cinco palos con la regla, luego

extendió la otra mano y recibió otros cinco. No se quejó lo más mínimo, aunque una

lagrimilla recorría su mejilla cuando acabó de recibir el castigo. Después le tocó a Pedro

Aniceto. El chico extendió la mano con la palma abierta y la madre Remedios descargó

maquinalmente un palo con la regla, pero Pedro Aniceto apartó la mano y la regla

solamente barrió el aire. Luego el chico se giró un poco y sonrió a la clase.

—¿Te has propuesto tomarme el pelo?

Pedro Aniceto volvió a extender la mano abierta y la madre Remedios descargó

nuevamente la regla, esta vez vertiginosamente, pero al muchacho volvió a darle tiempo

de apartar la mano. Inesperadamente para él la regla voló hasta su cabeza, donde impactó

con un fuerte golpe seco. Pedro Aniceto soltó un gemido y se llevó las manos a la frente,

lo que levantó una oleada de risas en la clase.

—¿Por qué no te ríes ahora, bribón? –y levantó la regla hasta llevársela a la altura

del hombro.

Pedro Aniceto extendió con resignación la palma de la mano y esta vez no la

apartó. Recibió diez palos en cada una, castigo que aguantó con temple y sin apartar su

mirada de la de la madre Remedios, a quien observó impasiblemente y con total

indiferencia. Nada más girarse buscó a Tomasín con la mirada, el chico estaba en su

pupitre con el rostro enrojecido por la ira. Pedro Aniceto se sonrió, le sacó la lengua y

puso la mirada bizca, lo que provocó un carcajeo generalizado. En eso que la madre

Remedios vociferó:

—¡Dictado!

Todos los chicos sacaron deprisa y corriendo un cuaderno y cogieron el lápiz.

Los chicos dormitaban en sus catres, cuando a eso de medianoche el vaivén de la

llamita de una vela iluminó tenuemente el dormitorio. La monja recorrió el pasillo

arrastrando los pies, se detuvo junto al camastro contiguo al de Eloy y despertó al chico.

El muchacho se desperezó saltando al momento de la cama, se colocó el pantaloncillo, la

camisola y las sandalias y salió detrás de la monja. Nada más llegar al rellano de las

escaleras y comenzar a descender, empezó un silencioso movimiento en las camas. Al

poco todo el mundo estaba en pie junto a los ventanales para ver cómo el “agraciado”

subía al torreón para tocar maitines.

—¿A quién le ha tocado hoy? –se preguntaban unos a otros.

—Creo que al cojito –dijo alguien.

—No –respondió otro—. Le ha tocado al de la cama de al lado.

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—¿A quién? –preguntó una voz.

—Al Enterao –respondió otra voz.

—¿El Enterao?

—Sí.

En ese instante un pedo retumbó en el dormitorio.

—”Pal” Enterao –dijo alguien mientras los chicos abrían un espacio a su alrededor

con caras de horror y asco.

—¡Ya salen! –exclamó alguien provocando una oleada de muchachos hacia las

ventanas. Jorge, Eloy y Ricardo, que se habían conjurado esperando ese momento de

barullo, se escabulleron furtivamente escaleras abajo.

Cruzaron el patio con el culo pegado al muro que daba a la calle San Eloy.

Afortunadamente la luna proyectaba la sombra de la tapia sobre ellos y era prácticamente

imposible que alguien pudiera distinguirlos desde las ventanas del dormitorio. Llevaron a

cabo el mismo plan que ejecutaron la noche que se escaparon para ver Las 24 Horas. Se

deslizaron sigilosamente junto al muro y al llegar a la altura de los algarrobos de la calle,

Ricardo hincó rodilla en tierra y entrelazó las manos para que utilizaran su cuerpo como

una escala. Primero trepó Jorge por él, se agarró a las ramas del primer algarrobo, se

montó sobre la tapia y se dejó caer fuera. Después le tocó el turno a Eloy, que hizo lo

propio y nada más poner los pies fuera del Asilo sintió una paz embriagadora; una alegría

inmensa, infinita, casi insoportable. Y finalmente fue Ricardo quien saltó; se enganchó al

borde de la tapia aupándose con un salto de acróbata, subió el cuerpo a pulso, se

encaramó como un mono a las ramas del algarrobo y saltó. Seguidamente se escondieron

tras una vieja furgoneta DKW y contemplaron la montaña de Montjuich.

Una gran mole negra y de aspecto tenebroso arrancaba a los pies de la carretera de

Nuestra señora del Port. Las calles estaban vacías a aquellas horas de la madrugada y solo

el cri, cri de los grillos rompía la soledad de la noche. Dejaron atrás el campo del Iberia

y, bajo un cielo completamente despejado y pleno de estrellas, descendieron la carretera

del Port en busca de la entrada principal del cementerio. Jorge recordaba que una de las

veces que su padre le llevó al cementerio se entretuvo jugando a pasar entre los barrotes

de la entrada y supuso que tanto él como Eloy podrían pasar. Ricardo dijo que si él no

cabía treparía por los barrotes.

La carretera del Port estaba iluminada por la pajiza luz de las farolas de

alumbrado público, que en aquella zona de la ciudad era eléctrico. Eloy propuso tomar

por el lado más oscuro de la carretera, que era el del costado de la montaña, de esta forma

podrían esconderse fácilmente si se cruzaban con algún coche. Tardaron alrededor de diez

minutos en avistar la entrada, había una especie de plazoleta donde encontraron la barraca

de los enterradores. En una de las ventanas de la barraca se reflejaba una tenue luz, el

resto era oscuridad absoluta. Se instalaron en la verja con la cabeza encajada entre los

barrotes.

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—Hemos de estar preparados por si tenemos que salir corriendo, ahí dentro debe

haber alguien –dijo Jorge.

—¿Cabéis entre los barrotes? –les preguntó Ricardo. Jorge metió completamente

la cabeza sin ningún esfuerzo, Eloy también.— Si pasa la cabeza, pasa el resto del

cuerpo. Al menos eso dicen.

Ricardo ajustó la cabeza entre los barrotes y empujó con fuerza, con tanta fuerza

que se le escapó un gruñido de dolor.

—¡Qué brutos eres! ¿Creías que ibas a doblarlos con la cabeza? –le reprendió

Eloy escapándosele una risotada.

Jorge también soltó una risita, tenía la marca del óxido de los barrotes en la frente.

Ricardo puso los brazos en jarras y lo miró malhumorado.

—¿Y tú de qué te ríes, enano? —La risita se le cortó de golpe a Jorge y ahora fue

a Ricardo a quien se le escapó una carcajada—. Era una broma, enano –dijo asestándole

una palmada en el hombro—. No me hecho daño, ¿crees que yo podría hacerme daño? –

Se arremangó la camisa y endureció el bíceps—. Mira.

Jorge puso la mano sobre el brazo de Ricardo y apretó, el bíceps estaba realmente

duro.

—Dejar ya de hacer el payaso y mirad, alguien está saliendo de la barraca.

La puerta de la caseta acababa de abrirse y la luz de un candil iluminó tenuemente

el exterior. La silueta de un hombre se perfiló en la tenebrosa oscuridad del cementerio,

en una mano llevaba el candil y en la otra un bastón con el que se ayudaba a caminar.

Cerró la puerta y en ese instante la barraca quedó a oscuras, luego el hombre echó a andar

trabajosamente sobre el adoquinado, las hojas secas de los árboles y de los setos crujían

bajo sus pies. Lo siguieron con la mirada hasta que llegó a un pabellón de nichos, allí

desapareció la lucecilla y la oscuridad más absoluta volvió a imperar con su sombrío

manto.

—Está solo –dijo Eloy.

—¿Enano, dónde crees que irá?

—Supongo que a hacer una ronda y a vigilar que no haya intrusos. Eso es lo que

haría mi padre.

—Entonces es el momento –apuntó Eloy con medio cuerpo ya al otro lado de la

verja.

—Venga enano, ha llegado la hora de entrar –dijo Ricardo. Dio un salto y se

agarró a una cruceta de la verja, luego apuntaló los pies entre los barrotes y se empujó

cuidadosamente. De esta forma trepó los tres metros de altura de la verja, aunque al llegar

arriba tuvo que guardarse de los ángulos en punta en que terminaban las barras. Cuando

Ricardo llegó al suelo, Eloy y Jorge lo estaban aguardando al otro lado. Enseguida se

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escondieron detrás de unos setos.

—Hemos de seguirle –propuso Eloy.

—Sí, vamos.

—¿Y si nos perdemos qué? –consideró Jorge.

—No creo que nos perdamos, desde la ladera del cementerio puede verse toda la

ciudad, solo tendremos que guiarnos por las luces para encontrar la salida –opinó Eloy, a

lo que Jorge se encogió de hombros.

—Y si no logramos salir así, aullaré como un lobo y los enterradores vendrán a

socorrernos –fanfarroneó Ricardo.

26

Tres sombras sortearon las montañas de hojas secas acumuladas por el viento

sobre el adoquinado y se ocultaron tras la barraca del guarda. Allí encontraron un jardín

con un banco de piedra y una fuente seca, ambos completamente enmohecidos, y un

pedestal con la estatua de un ángel con las alas desplegadas que en el perfil de la noche

ofrecía su aspecto más diabólico. La montaña invadía el jardín con sus zarzas y su

maleza, con sus hojas, sus ramas secas y su humedad.

—Parece que esto esté medio abandonado –se sorprendió Jorge.

—Esto lleva años sin cuidarse –apuntó Eloy.

De pronto la luz de un candil flameó en la lejanía.

—Allí –dijo Ricardo.

Sin lugar a dudas el enterrador estaba haciendo una ronda de vigilancia, así que,

intentando hacer el menor ruido posible, los tres chicos se encaminaron hacia el pasaje

que transcurría entre las calles de la primera agrupación. Calcularon que los bloques de

nichos debían tener unos cinco metros aproximadamente de altura, aunque más adelante

se distinguían los contornos de otros que por lo menos doblaban la altura de estos. Había

nichos incluso a ras de suelo, sin embargo, para llegar a otros había que subirse a una

escalera. El aspecto también era muy dispar: unos tenían flores recientes y lápidas de

mármol protegidas tras un cristal de aspecto límpido; otros en cambio, sus lápidas

presentaban el aspecto de la piedra abandonada que lleva décadas ennegreciendo a la

intemperie. A pesar de eso, todas las agrupaciones de nichos guardaban una similitud:

estaban construidas a base de la misma piedra. Jorge recordó entonces la leyenda que

papá le había explicado una vez sobre la montaña de Montjuich: según narraba esta

leyenda, la montaña era mágica y tenía vida propia, pues tenía la facultad de regenerarse

Page 174: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

sola. En sus entrañas nacían y crecían una cantidad inimaginable de piedras, Barcelona

misma se había construido a base de piedra arrebatada de sus entrañas, muchas de sus

iglesias también. Pero lejos de agotarse, de cuanta más piedra se despojaba a la montaña,

más piedra renacía en su interior, por eso la roca nunca se acababa. Abstraído en el

recuerdo de la leyenda, Jorge se había rezagado un tanto y apresuró el paso. La oscuridad

resultaba tenebrosa y el silencio aterrador, solo se oía el chasquido de los pasos y no era

cuestión de quedarse atrás.

La tambaleante luz del candil volvió a resplandecer en la lejana oscuridad. El

enterrador tomó un camino serpenteante y ascendente, donde los cipreses comenzaban a

dominar el paisaje de manera abundante y se elevaban muy por encima de los bloques de

nichos. Dejaron que el enterrador doblara la primera callejuela y salieron tras él.

A manera que ascendían, los pabellones de nichos comenzaban a dispersarse y a

disminuir en número, y el de tumbas y panteones a acrecentarse, la mayoría embellecidos

con grandes cruces, figuras y estatuas. Encontraron la escultura de una dama que lloraba

desconsolada sobre la tumba del ser amado, en otra había un arcángel que imploraba con

impotente tristeza ante la inevitable llegada de la muerte. Otras esculturas eran horrorosas

representaciones que parecían haber escapado de una pesadilla, una especie de tributo al

sufrimiento y al dolor. Sobre una de aquellas tumbas yacía simplemente la propia muerte.

Muchas cruces y esculturas se encontraban gravemente dañadas, lo que les otorgaba un

aspecto más siniestro y fatídico, si cabe. Jorge tenía la sensación de que todo cuanto allí

había le era familiar y no pudo evitar sentirse confuso y lleno de asombro a la vez.

Detuvieron el paso, de pronto habían perdido de vista al enterrador.

—¿Dónde se habrá metido? –pensó en voz alta Ricardo.

—La última vez que se vio la luz debía estar por aquí –dijo Eloy.

Jorge no dijo nada, se había quedado paralizado como una de aquellas estatuas y

escrutaba calladamente los alrededores. De pronto miraba hacia un lado, de pronto

miraba hacia el otro.

—¿Ves algo, enano?

—Psss… —Le mandó callar llevándose el índice a la punta de la nariz—. ¿No oís

eso?

Ricardo y Eloy se miraron y sacudieron al unísono la cabeza de forma negativa.

—¿Qué es lo que oyes, Jorge?

Jorge alzó lentamente una mano y se quedó quieto un instante, como si estuviese

en mitad de un trance. Ricardo y Eloy volvieron a cruzar una mirada. ¿Le estaría

ocurriendo algo a Jorge?

—Una especie de lamento, un gemido, no sé… —murmuró—, pero viene de allí –

dijo señalando un sendero que se apartaba del camino que transcurría entre las lápidas y

se adentraba entre las malezas de la montaña.

Page 175: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—¿Y qué propones? –quiso saber Ricardo.

—Ir a ver qué es.

—Conmigo no contéis, no creo que sea conveniente que nos apartemos del

camino –lanzó Eloy dejando clara su postura.

—¿Piensas quedarte solo aquí? –le dijo Ricardo con una sonrisa diabólica—.

¿Qué harás si un muerto viviente viene a por ti?

—Ya sabes que en esta montaña puede haber animales salvajes –añadió Jorge.

—Sí, lobos y coyotes, ya lo sabes.

Eloy miró nerviosamente a su alrededor: tan solo oscuridad; y de repente comenzó

a sentir un extraño frío y un sutil temblor en las piernas. Aparte de las lápidas, de la

húmeda maleza y de la cerrazón de la noche allí no había nada más y era imposible

distinguir algo a más de cinco metros de distancia. Pero, ¿habría de verdad lobos o

coyotes en aquella montaña?

—No creo que sea buena idea que te quedes aquí solo –dijo Jorge.

Eloy arrugó el ceño.

—Sí, no creo que sea buena idea que me quede solo –repitió él—. Tenéis razón,

voy con vosotros.

Tomaron el sendero como si transitaran sobre arenas movedizas, asegurando un

pie antes de mover el otro, pues era tortuoso y resbaladizo y se adentraba directamente

hacia la tenebrosa espesura. Los chicos avanzaban en fila; Ricardo a la cabeza, tras él y

agarrado a su cinturón Jorge, y Eloy cerrando filas, aunque también sujetándose al

cinturón de Jorge, así sería imposible separase y perderse y también más difícil caerse. El

suelo estaba lleno de ramas rotas y hojas, por lo que cada vez que daban un paso algo

crujiera bajo los pies. La fuerza a que sometían las piernas para no resbalar y caer

provocó que Eloy comenzara a sentir calambres en la pierna atrofiada, así empezaba

siempre aquel irresistible dolor en la maldita pierna atrofiada, con unos calambres, pero

se calló y no dijo nada. Caminaron unos minutos con la esperanza de avistar una señal

que los guiara hacia el enterrador, pero aunque la hubieran tenido frente a la nariz,

habrían sido incapaces de descubrirla en una noche tan cerrada. De repente Jorge tiró del

cinturón de Ricardo frenándolo y los tres se detuvieron. Jorge se llevó el índice a la punta

de la nariz en señal de silencio.

—¿Lo oís ahora? –susurró.

Eloy contuvo el aliento y aguzó el oído.

—Sí, es verdad. Oigo algo, es una especie de gemido, una...

—Pues yo sigo sin oír nada –gruñó Ricardo, molesto por ser el único que no lo

oía—. Por dónde decís que se oye…, lo que sea.

Page 176: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—No estoy muy seguro, pero yo diría que…

Ricardo no le dejó acabar la frase y decidió abordar el asunto de manera

expeditiva. Tomó a Jorge por la cintura y se lo subió a los hombros como si fuera una

pluma, como si no pesara absolutamente nada. Jorge oteó los alrededores desde una

nueva posición privilegiada y al momento, sin separar un milímetro los labios, señaló un

punto. Después se encorvó y dijo algo al oído de Ricardo. Este lo bajó de inmediato.

—¿Qué pasa? –se interesó Eloy.

—Está ahí mismo –dijo señalando unos arbustos.

Abrieron sigilosamente un hueco entre los matorrales y, como si se deslizaran

sobre una pista de hielo, pasito a pasito, muy en silencio y completamente agachados, se

introdujeron entre la maleza. Unos pasos más adelante dieron con la luz. El enterrador

estaba al borde de una sepultura y sostenía el candil iluminando su profundidad, a sus

pies había una lápida de mármol. Del interior de aquella fosa provenía el desconsolador

gemido que los había guiado hasta allí, aunque ahora se percibía de manera mucho más

tenue.

—¿Qué coño hace ahí? –musitó Eloy.

—Creo que hay alguien en la fosa.

—Va a saltar –murmuró Ricardo.

El enterrador rodeó la sepultura, se colocó al otro lado e iluminó nuevamente el

fondo. Transcurridos unos instantes se agachó sobre el mismísimo borde, su expresión era

de lástima; entonces los gemidos que provenían del interior de la fosa se hicieron más

vivos y acelerados.

—Esto no me gusta, será mejor que nos larguemos –planteó Eloy, que a pesar del

intenso dolor que sufría ya en la pierna no se quejó en ningún momento.

Con mucho cuidado y muy lentamente retrocedió un paso, pero fue inevitable que

pisara una rama y que esta crujiera. El enterrador se puso apresuradamente en pie,

iluminando con el candil los matorrales. Los chicos enmudecieron y se quedaron

completamente quietos, a merced de las sombras.

—¿Quién anda ahí? –Dijo entonces la vieja voz del enterrador—. Sé que estáis

ahí, os llevo sintiendo desde que habéis comenzado a seguirme. Metéis tanto ruido como

un ejército de mil hombres. ¡Salid de ahí!

Los muchachos se miraron conteniendo la respiración, no se atrevían ni a respirar.

Eloy interrogó a Ricardo con la mirada, este arrugó el ceño.

—¿Qué hay en ese agujero? –preguntó Ricardo enronqueciendo la voz para que

aparentara la de un adulto.

—Solamente un perro –dijo el enterrador.

Page 177: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Pues si hay un perro que ladre –respondió Ricardo, mientras Jorge y Eloy

asentían con la cabeza aplaudiendo su ávida reacción.

—Tiene miedo, es tan solamente un cachorro. No ladrará.

—¿Y por qué no sale?

—Porque no puede, él es demasiado joven para poder subir una fosa tan profunda

y yo demasiado viejo para bajar.

Ricardo se armó con una piedra que escondió a sus espaldas y asomó entre los

matorrales. Una ingente silueta. El enterrador dio un paso hacia atrás impresionado, no

esperaba encontrarse ante una persona de aquel tamaño, ni con aquella cara de furia.

—¿No seréis profanadores de tumbas, verdad? –preguntó con voz temblorosa el

enterrador.

—Enséñame ese perro –gruñó Ricardo.

El enterrador iluminó la sepultura y Ricardo echó un vistazo, efectivamente había

un cachorro de perro intentando salir desesperadamente del agujero. El animal arañaba

continuamente las paredes de la fosa con las patas delanteras pero solo lograba arrancar

terrones de arena que iban acumulándose en el fondo.

—¡Salid chicos! –dijo Ricardo.

Jorge y Eloy salieron de entre los matorrales, sus ropas estaban llenas de yerbajos

y de pinchos. Se acercaron a la sepultura y el enterrador los alumbró con el candil, se

alegró de que fueran chicos y no saqueadores de tumbas.

—¡Qué lástima! ¿Cómo se llama? –preguntó Jorge.

—Rip –dijo el enterrador—. Lo encontré una madrugada ante la verja con tan solo

unas semanas, algún despiadado debió dejarlo abandonado.

—¿Se llama Rip? –Se extrañó Eloy—. ¡Qué nombre tan raro!

—En latín significa descanse en paz. Llevaba toda la tarde sin verlo y sabía que

seguramente le habría ocurrido algo. Estos perros son tan juguetones que siempre se están

metiendo en problemas. ¿Se os ocurre algo para sacarlo?

—Creo que sí –dijo Ricardo—. Formaremos una cadena humana –y explicó lo

que pretendía hacer.

Se colocó ante el borde de la sepultura con los pies sólidamente fijados al suelo,

agarró a Eloy por una mano y este se dejó caer por el borde pero sin soltarse de la mano

de Ricardo. Seguidamente fue Jorge quien se deslizó hacia el agujero; primero

sujetándose de Ricardo y después de Eloy. La sepultura tendría unos dos metros y medio

de profundidad y a Ricardo no le costó demasiado esfuerzo sujetar a aquellos dos pesos

mosca. Nada más dejarse caer, Rip comenzó a coletear de alegría y a dar vueltas

nerviosamente a su alrededor lamiendo sus pantorrillas, saltando y mordisqueando sus

Page 178: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

antebrazos, hasta que en una cabriola se lanzó sobre él con las patas delanteras, lo derribó

al suelo y comenzó a lamerle la cara. Jorge se reía sin saber qué hacer.

—Para pesado, para… –repetía Jorge continuamente, pero Rip seguía danzando a

su alrededor dándole lengüetazos en la cara y mordisqueándole por todas partes.

Finalmente Jorge se puso en pie, casi sin aliento, y miró hacia arriba. Todos estaban

muriéndose de risa.

Tomó en sus brazos a Rip, que no dejaba de lamerle la cara y lo aupó todo lo alto

que pudo colocándolo a poca distancia de la superficie, después lo empujó de los cuartos

traseros. El animal aprovechó el impulso y salió a toda prisa del agujero. Después subió

de la misma forma que había bajado. Cuando Rip encontró a Jorge en la superficie

comenzó a dar saltos a su alrededor y a mordisquearle por todas partes.

—Creo que has hecho un amigo, chico. No creo que ahora te vaya a dejar en paz.

—Acto seguido y aprovechando que los tenía frente por frente, el enterrador los

alumbró uno por uno con el candil—. Bueno, me vais a decir qué diablos hacéis de noche

en un cementerio.

Se miraron unos a otros. Finalmente fue Eloy quién habló.

—Nos hemos escapado del Asilo del Port –dijo.

El enterrador zarandeó la cabeza.

—Me lo imaginaba. –Y volvió a zarandear la cabeza—. Pero con la de sitios que

hay por ahí, ¿por qué habéis venido al cementerio?

Tanto Eloy como Ricardo pusieron ahora la mirada sobre Jorge.

—Porque soy hijo de un enterrador –susurró con voz apenas audible.

27

El enterrador frunció el ceño y aproximó el candil al rostro de Jorge. Escrutó sus

relieves con suma curiosidad.

—Casi todos los enterradores de la ciudad nos conocemos. ¿Quién es tu padre?

La pregunta planteaba una cuestión engorrosa, pues papá había muerto.

—Díselo, Jorge –le alentó Eloy.

—Sí, enano, díselo.

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—Adelante, Jorge –dijo el enterrador amablemente—. ¿Qué es lo que me tienes

que decir?

—Mi padre está muerto –susurró lastimosamente.

El enterrador volvió a acercar el candil a su rostro.

—¿Cuál es tu apellido, Jorge?

—Font.

El enterrador abrió los ojos como platos y suspiró profundamente.

—Cago en Déu! –gruñó—. El Font! –Dijo sin apartar el candil—. Sí, sin duda

alguna eres el hijo del Font. Esas orejas de soplillo y esa cara de pillo… Ya decía yo que

me recordabas a alguien. Buena persona el Font. Muy buena persona y muy buen

trabajador, sí señor. Pero salgamos ahora mismo de aquí antes de que alguien se lastime.

Collons, el Font! –Volvieron nuevamente al camino, Rip no cesaba de saltar, juguetear y

de hacer cabriolas alrededor de los chicos. Empezó a mordisquear a Ricardo en las manos

y este no podía sacárselo de encima—. Así que os habéis escapado del Asilo, ¿eh? ¿No os

habréis metido en un buen lío por esto, no?

—No es la primera vez que nos escapamos –presumió Ricardo—. Volveremos

antes de que amanezca y nadie se dará cuenta.

El enterrador alzó otra vez el candil, alrededor de ellos se extendía la más

escabrosa oscuridad.

—¿Y puedo saber qué es lo que habéis venido a hacer aquí?

—Queremos ver la tumbas de los anarquistas –explicó Eloy dejando perplejo al

enterrador.

—¿Y sabéis dónde están enterrados? –Los chicos sacudieron negativa y

tristemente la cabeza—. Me lo imaginaba. Muchachos, esto es tan grande como una

ciudad y aquí ha sido enterrada mucha gente famosa: músicos, pintores, políticos,

deportistas, escritores, poetas, militares, presidentes de gobiernos… Y hasta anarquistas.

El cementerio acepta todo lo que se le da, nunca rechaza nada, pero es difícil dar con

alguien así al tuntún. Aunque si os interesa ver las tumbas de los anarquistas, por el Font

que os llevaré a que conozcáis sus tumbas. Aunque no sé qué esperáis encontrar. —Los

muchachos cruzaron ahora una mirada de satisfacción—. Seguidme –dijo el enterrador

echando a andar.

La titilante luz del candil iluminaba pocos metros por delante de la comitiva,

aunque a juzgar por la convicción de sus pasos, diríase que el enterrador podría haberse

guiado con total soltura y sin ninguna luz en medio de aquella lúgubre oscuridad. Los

guió cementerio arriba dejando atrás los últimos pabellones de nichos y se detuvo en un

recodo a tomar aliento. A lo lejos se divisaban los acompasados destellos del faro del

Llobregat y mucho más próximo, casi a los pies del cementerio, los destellos del faro de

Can Tunis. Los barcos navegaban en un mar de suma quietud, con rumbo ignoto, aunque

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ante la mirada de los chicos la variedad de matices en los colores les hacían pensar que

estaban contemplando un óleo. El enterrador se apartó del camino y los condujo ante un

nicho cuya lápida de piedra antiquísima parecía olvidada.

—Os presento al difunto Anselmo Lorenzo –dijo el enterrador—. Es de las

tumbas anarquistas más viejas que tenemos aquí. Anselmo Lorenzo fue llamado “el

abuelo del anarquismo español”, de hecho fue uno de los primeros anarquistas españoles.

– Observó a los chicos y pudo ver la decepción en sus rostros—. No sé qué esperabais

encontrar, esta lápida tiene casi cincuenta años. Está bien, os llevaré a otra.

Acto seguido los guió hasta una pequeña planicie, un reducto donde la naturaleza

estaba atendida por la esmerada mano del hombre y donde había pequeños jardincillos en

flor. Se acercó hasta una espléndida lápida de mármol sobre la que había varios ramos de

flores y se sentó sobre ella.

—Estáis ante la tumba de Ferrer i Guardia; un maestro y anarquista catalán. Lo

fusilaron en el castillo de Montjuich, ahora hace unos cincuenta años.

—¿Por qué lo fusilaron? –quiso saber Jorge.

—Por quemar iglesias.

—¿Por quemar iglesias? —repitió Jorge incrédulo.

—Al menos eso es por lo que lo condenaron, aunque según se cuenta, él proclamó

su inocencia hasta el último momento.

—Y si los dos eran anarquistas, ¿por qué la otra lápida era tan horrible y esta está

tan nueva y tan cuidada? –preguntó ahora Eloy.

—Porque alguien ha creído que este hombre fue más importante que el otro,

aunque dentro, y os lo aseguro yo, hay lo mismo: polvo.

Ricardo llevaba en un bolsillo un cigarrillo liado y hacía rato que lo hubiese

encendido, pero no se atrevía. Aprovechó que el enterrador sacó picadura para liarse uno

y le preguntó. El enterrador se encogió de hombros.

—Pareces ya todo un hombre y además ya llevas un cigarrillo, lo que significa

que fumas. ¿Quién soy yo, que comencé a fumar a los diez años, para impedirte que lo

enciendas? –Prendió la mecha, encendió el cigarrillo de picadura que acababa de liar y se

la ofreció a Ricardo—. Bien –dijo de repente—, voy a mostraros alguna tumba más.

Minutos después estaban ante el sepulcro más ampuloso que habían visto hasta el

momento. Estaba cubierto con ramos de flores frescas, velas, un retrato del difunto,

engalanado con hojas de laurel, la reproducción en piedra de un diario de la de CNT y

otro de Libertad Obrera.

—¡Durruti! –dijo ahora el enterrador expresando emoción.

—De Durruti sí que he oído hablar –dijo Jorge.

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—Y yo –se sumaron al unísono Eloy y Ricardo.

—Durruti murió de un disparo, aunque nunca se supo bien quién le hirió; unos

dijeron que habían sido los comunistas rusos, otros, que habían sido los propios

anarquistas con los que mantenía diferencias. El hecho es que, como muchos de ellos,

murió en el treinta y seis, el mismo año que estalló la Guerra Civil y aquí está. Alguien

debe ocuparse de su tumba, puesto que a Durruti nunca le faltan flores.

Mientras el enterrador les ofrecía su explicación, Rip olisqueó la lápida a sus

espaldas, levantó una pata y echó un chorrito de meado. Los chicos soltaron una

carcajada y el enterrador se volvió de golpe.

—Es tan solo un cachorro –dijo simplemente.

Después los llevó a ver otras tumbas de anarquistas famosos: Salvador Seguí,

Ángel Pestaña, incluso la del mismísimo Facerías, aunque ninguna les resultó tan

asombrosa como la de Ferrer i Guardia o la de Durruti. Cuando acabó el recorrido el

enterrador seguía observando decepción en sus miradas.

—¿Qué esperabais encontrar de especial en la tumba de un anarquista? –

refunfuñó algo molesto.

—No lo sé –respondió contrariado Jorge.

El enterrador permaneció pensativo unos instantes, nadie más habló. Finalmente

observando la mirada de los chicos dijo:

—Está bien, vamos. Os voy a enseñar algo que os va a impresionar realmente.

—¿Qué es? –preguntó Ricardo.

—El sepulcro del tío Paco.

Echó andar camino arriba como con prisas, los muchachos apresuraron el paso

para no quedarse fuera de la franja de alumbrado del candil. El enterrador parecía haberse

enfadado. Rip derrapó en un furioso arranque y los avanzó a todos.

—¡Rip. Rip…! —gritó Jorge, pero el animal se perdió en la oscuridad a todo

correr—. Volverá, ¿no? –preguntó con preocupación al enterrador.

—Claro. ¡Rip! –vociferó él enterrador. En cuestión de segundos el animal volvió

corriendo, dio un par de vueltas alrededor de ellos dando brincos y haciendo cabriolas,

mordisqueó a Jorge en el tobillo y de golpe se echó sobre la tierra jadeante y con la

lengua fuera—. ¡Vamos, vamos! –Cuando volvieron a echar a andar Rip se puso en pie y

los siguió moviendo la cola animosamente.

No pararon de ascender, parecía mentira que aquel hombre tan viejo guardara

tanta energía dentro. Dejaron atrás una llanura desbordada de tumbas y cruces que

parecían haber caído de cualquier manera del cielo, allí la naturaleza crecía desordenada

y lo invadía todo. Luego le tocó el turno a los panteones y a los mausoleos, muchos de

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ellos ennegrecidos por el paso del tiempo, enmohecidos a causa de la humedad, con sus

cruces y figuras dañadas por los vándalos. Sepulturas custodiadas por las esculturas de

vírgenes y arcángeles cuyo atisbo estaba puesto en el infinito, cuya esperanza apuntaba al

cielo. Otros, en cambio, exponían en la muerte lo que habían conseguido en la vida. El

camino zigzagueó hasta llegar a una verde planicie, allí el enterrador alzó el candil y la

luz se expandió; las sepulturas estaban uniformemente distribuidas, los setos estaban

mejor cuidados que en ningún otro lugar del cementerio, los cipreses crecían en lugares

estratégicos y se elevaban casi hasta tocar el oscuro cielo. Una de aquellas tumbas, de

fino e impoluto mármol blanco, resaltaba sobre todas las demás: la lápida estaba cubierta

por una alfombra de pétalos de rosas rojas y flanqueada por coronas y ramos de flores de

todos los colores, llena de imágenes de santos y vírgenes y esculturas de arcángeles

apocalípticos, con jarrones y multitud de columnas de granito con infinidad de

inscripciones. Los chicos se quedaron prendados y con la boca abierta.

—¡Anda la hostia! –Ricardo.

—Este es el sepulcro del tío Paco.

—¿Por qué tiene tantas flores y tantas esculturas? –preguntó Jorge.

—Porque los gitanos tienen mucho respeto a la muerte y a sus muertos.

—¿El tío Paco era gitano? —Se asombró Eloy.

El enterrador movió la cabeza afirmativamente.

—Cuando yo era pequeño se murió un gitano en el pueblo y recuerdo que hicieron

una gran fiesta –adujo Ricardo.

—¿Cómo van a hacer una fiesta cuando se muere alguien?

—Te lo prometo, enano.

El enterrador dejó el candil sobre la lápida. Dijo:

—Cuando muere un gitano su familia lo vela durante tres días y tres noches, quizá

sea esa a la fiesta a que te refieras –dijo apuntando a lo que Ricardo había dicho —.

Después, cuando se le entierra, bajo el ataúd se colocan aquellas cosas que más apreciaba

cuando estaba vivo: si fumaba se colocan cigarrillos; si bebía, pues una botella de lo que

bebiera. Té, café… Lo que fuera.

—Pero todo eso se echará a perder ¿no? –dijo Eloy.

—Las tradiciones son las tradiciones –aseveró el enterrador.— ¿Sabéis que

mientras dura el luto de los gitanos no estrenan ropa, no usan jabón, ni se afeitan, ni

acuden a fiestas?

—¿Y cuánto tiempo tienen que estar de luto? –preguntó Ricardo.

—Puede llegar hasta un año, todo depende del parentesco. —Los chicos cruzaron

una mirada de estupefacción: ¿Podrían ellos estar un año sin asearse? ¡Qué ritos tan

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extraños!—. Aunque lo que la tradición manda –continuó el enterrador—, es que durante

ese tiempo los hombres de parentesco más próximo lleven una cinta negra en el brazo en

señal de duelo. –Esa costumbre sí que era conocida por los chicos; Jorge recordaba que

todos los tíos que habían venido desde Juncosa de las Garrigas al entierro de papá

llevaban un brazalete negro o un crespón negro en el bolsillo de la americana; las tías

recordaba que vestían rigurosamente de negro. Ricardo también recordaba vagamente

algo—. La tradición también manda celebrar varios banquetes fúnebres en memoria del

difunto; uno a la semana, otro al medio año y otro al año de su muerte. En esos banquetes

se deja un lugar en la mesa para el difunto y se come de todo aquello que más le

agradaba. Después es obligado hacer una visita al cementerio donde se hacen promesas

sagradas que no se pueden incumplir o uno quedará maldito para siempre.

—¿Por qué está tan limpio y cuidado el sepulcro del tío Paco? –quiso saber Eloy.

El enterrador se sonrió.

—Porque yo me encargo de eso.

—¿Y cómo es que sabes tanto de las costumbres de los gitanos? –preguntó Jorge

que no recordaba que su padre le hubiese mencionado nunca algo acerca de los ritos

fúnebres de los gitanos.

—Porque un hombre debe conocer su trabajo, como lo conozco yo y como lo

conocía tu padre. Y porque soy gitano, y ese que está enterrado ahí, el tío Paco, era mi

hermano.

—¿Sabe dónde está enterrado mi padre? –preguntó Jorge.

—El Font no está enterrado en ningún nicho –y dicho esto, el enterrador calló y

meditó si debía seguir, pero pensó que él no era quién para mentir a un niño—. Tu padre

está enterado en una fosa común. Poco antes de morir le dijo a tu madre que todo lo que

tuviera que gastar en entierros, ataúdes, nichos o flores, se lo gastara en sus hijos, que a

los muertos no les hace falta nada.

Jordi pensó que las últimas voluntades de su padre distaban mucho de las

tradiciones gitanas que el enterrador les acaba de explicar. Guardo un profundo y

prolongado silencio.

¡En la fosa común!, repitió para sí el chico.

Un par de horas más tarde los chicos ya estaban en el Asilo y se habían deslizado

hasta las camas con cuidado de no despertar a Mosi ni de desvelar a nadie. Cada vez

resultaba más fácil entrar y salir de allí, simplemente había que saber cuál era el momento

idóneo de la noche y el lugar por dónde hacerlo, también llevar contigo a alguien fuerte

como Ricardo que te pudiera ayudar a trepar. Mientras esperaba la llegada del sueño

Jorge pensaba en lo vivido durante esa noche, en el enterrador, en Rip, en los sepulcros

olvidados, en las tumbas de los anarquistas… Y en la tumba del tío Paco. También pensó

en las gratificantes palabras del enterrador para su padre: <<Muy buen trabajador y muy

buena persona>>. La visita a las tumbas de los anarquistas no había sido para tanto,

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ninguna le había impresionado mucho, ni la de Ferrer i Guardia ni la de Durruti estaban

tan cuidadas ni eran tan espectaculares como la del tío Paco, esa sí que era una buena

tumba. El sueño llegó de repente cuando Jorge volvía a recordar las palabras del

enterrador:

¡El Font, muy buen trabajador y muy buena persona!

28

Los días comenzaron a pasar con rapidez. El calor que hacía en las clases era tan

sofocante que un día la madre Remedios se empezó a encontrar mal y se desmayó en

plena tabla del siete. Así que el director, señor Asís, decidió que las clases fueran más

cortas y que durante las horas de más calor las clases se hicieran en el patio, con lo que

aquel tiempo era casi como estar de recreo. De vez en cuando pasaba Gerónimo con su

manojo de llaves en la mano haciendo tilín tilín; de vez en cuando pasaba la señora Josefa

que iba o venía de sus quehaceres o de vez en cuando pasaba el señor Juan con alguna

herramienta en la mano, con lo que todo el mundo se distraía fijando su atención en ellos

cada vez que pasaban. ¿Dónde irían?

Así que entre eso, los ensayos de la banda de música, a los que acudían

regularmente los Aporreadores, y los domingos, que los llevaban a pasar el día a la playa,

llegó enseguida el mes de agosto y con él las ansiadas vacaciones.

María vino a buscarle con Guillermo en su taxi, naturalmente Jorge se montó

delante. Esta vez mamá no tenía aquella expresión ensombrecida con la que llegó el día

que Jorge se quedó allí, sino que el niño la encontró guapa y más joven. Guillermo los

llevó por el paseo de la Zona Franca, evitó intencionadamente cruzar la montaña de

Montjuich y pasar entre las barracas, suficiente desventura tenían ya con la propia. María

le lanzó un montón de preguntas, pero Jorge estaba tan interesado observando todo

cuanto veía que ni fue consciente de que eran para él. Reconoció las calles, Guillermo

estaba tomando la misma ruta por la que pasó el autobús cuando la madre Teodora los

llevó a la consulta del doctor Felipe.

—Ahir ens van castigar —I això per què, Jordi? –—Sí, ens vam posar tots xops.

—¿Y sabéis quién fue el que tocó la sirena?

—Sí, el Enterao.

—Pues maldito sea el Enterao ese.

Mientras tanto, Guillermo iba ya por la avenida de José Antonio Primo de Rivera

y estaba alcanzando la Plaza de España. Jorge había pegado la nariz al cristal observando

todo cuanto pasaba ante él. Con lo pequeño que era, la perspectiva de las cosas desde la

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altura del autobús posibilitaba una vista mucho más interesante que desde el coche. De

pronto se giró.

—¿I la Montse?

—Trabajando en la fábrica.

—¡Ah!

Jorge se sonrió y tendió repentinamente la mano a su madre. María,

completamente feliz por aquella demostración de amor, cogió su mano y la estrechó

tiernamente. ¡Cuánta dicha en aquellos instantes!

Poco después el SEAT 1400 de Guillermo llegaba a la calle San Gil, para su

sorpresa lo encontró todo igual. El día de su Primera Comunión había estado en casa tan

solo unas horas y, entre pedir el aguinaldo a los vecinos y la emoción, prácticamente no

salió de la escalera. Sí tuvo tiempo en cambio para comprobar, extrañado, que la fruta

que comían en casa era algo diferente a la del Asilo.

—I els cucs? –pregunto al examinar la manzana del postre.

—Jordi, la fruita només té cucs quan és podrida –le explicó María, que a raíz de

aquel detalle no paró de darle vueltas durante todo el día a la extrañeza del chico por que

la fruta de casa no tuviera gusanos, así que de cuando en cuando le ofrecía una manzana,

un plátano o una pera.

Después de tantos meses fuera, Jorge esperaba sorprenderse encontrando algún

cambio, pero no fue así. Resultó como si se hubiera ausentado de allí el día anterior y

nadie, a excepción de su familia le hubiese echado en falta. La gente transitaba por las

calles igual de indiferente, igual de apresurada o con igual paz que cuando él marchó

hacia el Asilo del Port. La vida no se había detenido un solo día, un solo instante. Volvió

a tener aquella sensación de que las cosas dentro del Asilo se sucedían y progresaban con

más calma, con más lentitud, como si los días fueran más largos allí dentro, donde todo

estaba programado de antemano. En cambio, las calles de la ciudad eran como una

vorágine y las cosas sucedían de manera imprevista y vertiginosa.

El siguiente día de la marcha de Jorge se presentó inesperadamente en el Asilo un

hombre corpulento y de estatura superior a la normal, de hombros anchos y macizos,

manos descomunales y cabellos negros muy espesos. Dijo llamarse Carlos Mena y querer

hablar con el director.

—Vengo a llevarme a mi sobrino Ricardo –fue lo único que dijo cuando

Gerónimo le interrogó a través de la verja.

Impresionado por la presencia de aquel hombre que parecía salido de una terrible

pesadilla, Gerónimo lo condujo inmediatamente a presencia del señor director. Nada más

tenerlo ante sí, el señor Asís estudió su brutal aspecto y no tuvo ninguna duda alguna de

que se trataba de algún pariente del chico. De tal palo tal astilla. El hombre sacó una carta

y la deslizó sobre la superficie de la mesa. El señor director la cogió y se fijó en el remite,

Page 186: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

iba dirigida a Carlos Mena y ya había sido abierta. Levantó prudentemente los ojos y se

encontró ante la especie de mirada enfurecida que distinguía a los Mena.

—Léala –sonó a una especie de orden.

El señor director extrajo el pliego que había dentro y su mirada fue directa a la

firma: Ricardo Mena. Dutch Harbour, Alaska, leyó estupefacto. Se fijó en la letra, que él

supiera Ricardo padre no sabía escribir y la pulcritud del trazo delataba a simple vista que

había sido escrita por alguien instruido. Procedió rápidamente a su lectura y no volvió a

levantar la vista del papel hasta que acabó, prefería que aquel hombre de catadura tan

ruda y brutal permaneciera en su despacho no más allá del tiempo imprescindible.

Ricardo Mena padre explicaba que meses atrás, agotados todos sus recursos,

totalmente desesperado y abocado sencillamente a la indigencia, no había encontrado

ninguna otra solución más que enrolarse en una flota noruega que partía inmediatamente

hacia Alaska para la pesca de la sardina. —Cuando comenzó a leerla, el director pensó

que todo aquello sonaba a tomadura de pelo, pero se dio cuenta de que el papel olía a mar

y que Carlos Mena no había ido hasta allí para bromear—. También explicaba que había

pasado dos semanas de travesía hasta Dutch Harbour y tres duros meses embarcado sin

tocar puerto. Aludía a esa circunstancia para justificarse por no haber podido asistir a la

comunión del chico ni recogerlo para pasar las vacaciones con él. Añadía que se sentía

profundamente avergonzado y triste por haberle fallado al chico. Seguidamente revelaba

lo peligroso que suponía pasar tanto tiempo embarcado en un buque factoría rodeado por

olas de cinco metros, con temperaturas glaciales y turnos de trabajo de dieciséis horas,

máxime cuando él ni sabía nadar. Después daba unas notas sobre Dutch Harbour,

refiriéndose a él como un lugar inhóspito donde todo el mundo acudía porque huía de

algo. Había dado con gente que, como él, huía de la miseria; había conocido otro tipo de

gente que no sabiendo qué hacer de su vida, se habían enrolado sin más; y también había

conocido otra clase de gente, tipos rudos y proscritos, que simplemente huían de la

justicia. Aunque allí por lo general pocos contaban algo de su vida anterior; en Dutch

Harbour uno podía comenzar de cero y solo se le valoraba por lo que sabía hacer a bordo

de un barco, no por lo que había hecho anteriormente en la vida. Y también explicaba

cómo sin tener ninguna experiencia, había conseguido enrolarse tan rápido. Todo fue

gracias a los consejos de un paisano con el que coincidió en el amarradero de Dutch

Harbour: Tan solo había que mentir, decir al capitán que sí, que sabía hacer de todo.

Cualquier tarea. Después ya habría tiempo de aprender a bordo. Y así hizo cuando aquel

capitán ruso lo entrevistó con un inglés incomprensible y que finalmente acabó

enrolándolo al descubrir su fortaleza. Seguidamente explicaba que estaba ganando mucho

dinero y le pedía a su hermano que ese verano se hiciera cargo de Ricardín, que fuera a

ver al director, el señor Asís, y que le enseñara la carta. Cuando el señor Asís acabó de

leerla, asintió moviendo la cabeza de arriba abajo.

—Está bien –dijo simplemente.

Aproximadamente una hora después, Ricardo salía del Asilo felizmente

acompañado por su tío Carlos y con una sonrisa de oreja a oreja. El señor Asís sufrió una

especie de liberación cuando observó que aquel hombre salía por la puerta.

Page 187: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Eloy vagaba por el patio del Asilo como alma en pena. Excepto los que no tenían

adónde ir, como era su caso, todos se habían marchado de vacaciones. Echaba tanto de

menos la compañía de Jorge y de Ricardo que no podía evitar la sensación de sentirse

traicionado por ellos, por haberlo dejado allí solo. Aunque pensó que ya debería estar

habituado a las traiciones, pues la primera fue la de su madre, que lo había abandonado

siendo todavía un bebé. Tan pronto lo invadía ese sentimiento de ingratitud como tan

pronto pensaba que no tenía derecho a juzgarles de esa manera, ya que al fin y al cabo,

nadie allí era culpable del infortunio de nadie y solo su pierna atrofiada era la culpable de

su fatalidad.

Las clases habían terminado y la disciplina se había relajado, con lo que la rutina

se hacía más soportable, aunque no por ello se había dejado de rezar ni de cantar el Cara

al sol un solo día. Además los chicos más agresivos se habían marchado prácticamente

todos, con lo que no había que estar constantemente vigilante en el patio. Pero al caer la

noche la oscuridad llegaba con sus fantasmas en una especie de ensoñación febril. Eloy

hundía la cabeza en la almohada para que nadie lo oyese y lloraba desconsolado como el

niño que era. ¡Abandonado siendo tan solo un bebé!, la herida secreta que tan solo él veía

sangrar. ¿Qué culpa podía tener un bebé de algo? Ninguna. ¿Por qué lo abandonaría

entonces su madre? No cabía otra explicación: su pierna atrofiada. Las preguntas y las

dudas continuaban golpeándole una detrás de otra: ¿Dónde estaría ahora su madre?

¿Viviría? ¿Cómo podría dar con ella? Y a pesar de que a veces la maldecía, no deseaba

otra cosa más que estar con ella. Y noche tras noche se sumía en la misma espiral de

tormentos. ¡Maldita pierna atrofiada!¡Qué destino tan terrible!¡Maldita suerte!

Así hasta que le vencía el sueño.

La madrugada llegaba con la luz del nuevo día. Era el tránsito de la noche

tempestuosa a la serenidad del despertar, donde la sed de lágrimas y de dolor quedaba

atrás como una antigua pesadilla. Un nuevo día, una nueva vida, pero a veces ni él mismo

se comprendía. Sin sus amigos se sentía aislado, no hablaba casi con nadie ni admitía

acercamientos. Él solo se había apartado de todos.

Un día en el patio se sentó a su lado Gerónimo.

—¿Qué tal va todo, chico?

Eloy se encogió de hombros.

—Bien.

—¿Estás seguro de eso?

—Claro.

—Pues a mí me da que la cosa no anda tan bien como dices –Eloy lo observó

arqueando las cejas—. Siempre que te veo, estás solo.

—Estoy bien así.

—Pero seguro que echas de menos a tus amigos.

Page 188: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Bueno, volverán dentro de poco.

—¿Y si no volvieran? ¿Has pensado que un día podrían marcharse para no

volver?

Eloy clavó una furiosa mirada en Gerónimo. Tarde o temprano sabía que podría

suceder exactamente eso.

—La soledad no es buena, chico, La soledad duele. —Eloy lo observó confuso.

¿Cómo que la soledad duele?, pensó—. Chico… –prosiguió Gerónimo mientras señalaba

con un dedo su ojo tuerto—. ¿Crees que alguien pierde un ojo y nada cambia a su

alrededor? La gente que te conoce de toda la vida, incluso los mejores amigos, cambian y

te tratan de manera diferente. Algunos incluso enfrían la amistad. Y eso duele mucho.

—Pero a mí me abandonó mi madre cuando era un bebé. No es lo mismo que te

abandone tu madre a que lo hagan tus amigos –replicó Eloy con los ojos humedecidos.

Durante unos instantes Gerónimo se quedó callado y pensativo.

—Chico, observa tu alrededor. Todos esos muchachos están igual que tú. Ninguno

salta de alegría por estar aquí, pero todos intentan llevarlo lo mejor posible. Después de

perder el ojo mi mujer me abandonó –mintió Gerónimo que nunca había estado casado.

—¿Por qué?

—No hubo ocasión para que me lo dijera. Se fue y no he vuelto a saber de ella.

—¿Y no fuiste a buscarla?

Gerónimo sacó la pipa, una cerilla y la encendió muy ceremoniosamente mientras

miraba al firmamento.

—No, no se puede retener a nadie contra su voluntad. Ni contra viento y marea –

expulsó una gran bocanada de humo y añadió—: Seguro que tu madre hizo lo mejor que

creyó para ti, fueron tiempos muy difíciles. ¿Has pensado alguna vez que quizá no te

pudiese alimentar?

—Sí, claro que he pensado en eso, pero yo creo que no quería un bebé con una

pierna lisiada.

—Piensas eso porque prefieres atormentarte. Tienes que apartar ese pensamiento

de tu cabeza o acabará contigo, chico. –De pronto Gerónimo recordó algo y valoró si

explicárselo. Decidió que sí—: Jorge me preguntó un día por el padre Manjón, supongo

que llevando tanto tiempo aquí, tú también habrás oído hablar de él.

—Claro que sí. Se colgó en el campanario –dijo como si hubiera conocido de toda

la vida a Manjón.

—Pues bien, voy a contarte un secreto, pero tienes que jurar que no se lo contarás

a nadie.

Page 189: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Eloy iba a jurar inmediatamente, pero enseguida pensó en sus amigos.

—¿No puedo contárselo ni a Jorge ni a Ricardo?

Gerónimo frunció el ceño, chupó la pipa y expulsó una gran nube de humo.

—Bueno, con ellos haremos una excepción –repuso reflexivo.

—Pues lo juro.

—Primero has de saber que un hombre atormentado por el dolor es capaz de

cometer cualquier locura –dijo intercalando volutas de humo con sus palabras—. Algo

atormentaba tanto el alma de ese hombre que acabó haciendo una locura.

—¿Pero qué era lo que le atormentaba?

—Nadie lo sabe con certeza –y añadiendo un halo de misterio dijo—: Lo que sí se

sabe es que poco tiempo antes de que sucediera aquello recibió la visita de una mujer. A

partir de ese momento su carácter cambió radicalmente.

—¿Quién era esa mujer? –preguntó un Eloy cada vez más intrigado.

—Nadie llegó a saberlo nunca, pero aquella mujer trajo consigo algo, seguro que

algún terrible secreto. Algo oscuro de su pasado —Gerónimo volvió a orientar la mirada

hacia el cielo mientras lanzaba una nueva voluta de humo—. Para que decidiese acabar

con su vida de esa forma debía ser algo demasiado terrible. Por eso te digo, chico, que

debes apartar esos pensamientos de tu cabeza. ¿Entiendes?

Gerónimo cruzó una mirada de connivencia con Eloy.

—Sí, creo que sí. ¿Pero por qué nos hacen subir a tocar la campana?

—Después de encontrar el cadáver del padre Manjón las monjas se juraron que

nunca subirían de noche a la torre, así que buscaron una manera de tocar la campana y

honrar a Manjón al mismo tiempo.

—¿Y por qué tiene que ser por la noche cuando nos hacen subir?

—Simplemente porque fue por la noche cuando Manjón tocó por última vez las

campanadas. ¿Lo entiendes?

—Sí –repuso pensativo el chico. Eloy se había perdido en aquella nebulosa de

ideas y respondió afirmativamente porque pensó que era lo que tenía que decir y por no

parecer tonto.

—Bueno –reflexionó Gerónimo—, ahora recuerda lo que hemos hablado sobre

esta conversación.

—Vale.

Gerónimo se puso en pie y el manojo de llaves que siempre llevaba consigo sonó

Page 190: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

en alguno de sus bolsillos. Después se dirigió lentamente hacia la verja. Eloy lo observó

cómo se alejaba dejando el rastro de humo espeso de la pipa flotando en el aire. Cuando

se quedó a solas pensó en el padre Manjón y se sumió en la melancolía. Sin embargo

recordó que en algún momento también había creído que Gerónimo sabía bastante más de

lo que le estaba explicando. Pero allí se quedó Eloy, solo, con sus añoranzas y sus

recuerdos danzando en su cabeza mientras observaba a los otros chicos jugar.

29

Los días se sucedían en el Asilo y Eloy iba sobreviviendo a ellos con total apatía;

unos se hacían más cortos y otros más largos, todo dependía de lo que pasara ese día en

aquella cárcel. Ningún día faltaba la pelea. Siempre se peleaba alguien y recibía su

merecido castigo, aunque muchas veces las monjas repartían los castigos injustamente

castigando a cualquiera de los involucrados sin importarles que uno de ellos solamente se

hubiera defendido. Dos no se pelean si uno no quiere, es lo que decían las monjas cuando

alguien se quejaba de tamaña injusticia. Pero ciertamente era así. Eloy había recibido en

varias ocasiones la provocación de los grandullones que jugaban a pegar pelotazos pero

había logrado esquivarlos sin más consecuencias, ya que sabían que Eloy era camarada

del Animal y ninguno deseaba sufrir su furia cuando regresara.

El último fin de semana correspondiente al mes de agosto comenzaron a volver

los chicos. Los primeros llegaron el sábado, el resto el domingo. Jorge y Ricardo

regresaron la tarde del domingo, Ricardo acompañado por su impresionante tío Carlos.

Llegaron como si volvieran de la guerra o de otro planeta, enormemente agitados

y con tantas cosas que contar, que los que no habían salido de allí más que para ir algún

domingo a la playa los escuchaban embobados. En tan solo unas semanas fuera, Jorge

había olvidado las tablas de multiplicar, y en cuanto a las oraciones, menos la del niño

Jesús, que había rezado cada noche para irse a la cama, le había ocurrido lo mismo que

con las tablas: no se acordaba absolutamente de nada. Tendría que volver a empezar de

cero y temía la reacción de la madre Remedios, a quién le había costado sobremanera que

Jorge aprendiese la del siete. Ricardo por su parte volvió exultante, su padre continuaba

por Dutch Harbour y había leído todas las cartas que le había enviado a su tío. Según

decía su padre en las cartas, estaba aprendiendo inglés, a escribir y estaba ganando

muchísimo dinero. En todas decía que muy pronto volvería a por él y que tenía intención

de montar su propio restaurante. Ricardo ya había soñado un par de veces estar

despachando cervezas detrás de la barra.

Esa noche a la hora de la cena en el comedor había un rumor muy superior al

normal, también volaron más bolas de grasilla de lo habitual. Pero por tratarse del primer

día las monjas no fueron lo severas que hubieron sido con ellos en circunstancias

normales. Mosi también tuvo que armarse de paciencia la primera noche. Los cuchicheos

y las risas en el dormitorio duraron hasta bien entrada la madrugada y continuaron

Page 191: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

después de las campanadas. Fue imposible mantenerlos en silencio, y solo cuando el

cansancio los venció, pudieron dormirse.

La mañana del siguiente día comenzó de manera brusca, como siempre, como era

lo normal allí. Como si no hubiera existido ninguna interrupción durante el verano, la

madre Espíritu Santo entró con la vara en la mano y comenzó a sacudir con ella los

barrotes de las camas. De cuando en cuando sonaba una azotaina, a la que seguía un

conjunto de alaridos, lo que significaba que la monja había dado con alguna tienda de

campaña. A la madre Espíritu Santo la secundaron la madre Regina y la madre Cecilia,

que comenzaron a tirar de las sábanas dejando a aquellos angelitos a la intemperie.

—¡Arriba, niños del demonio, que las vacaciones ya han acabado! ¡Todo el

mundo arriba y corriendo al aseo! –gruñía la madre Espíritu Santo moviendo sus bigotes

de ratoncillo por el corredor.

—¿No oís? –repetía la encorvada madre Regina moviéndose torpemente entre los

camastros.

Pocos segundos después todos los chicos estaban en pie y desfilaban hacia el

aseo. Mientras unos se lavaban la cara otros hacían sus necesidades; si eran aguas

mayores entraban individualmente al váter, si se trataba de aguas menores entraban de

dos en dos o de tres en tres y competían a ver quién aguantaba más el chorro de pipí.

Como siempre, Eloy, Jorge y Ricardo entraron juntos. Y como siempre, para decepción

de Ricardo, tanto Eloy como Jorge aguantaron orinando más que él; aunque unas veces

ganaba Jorge y otras Eloy. Ricardo había probado alguna vez bebiendo unos buenos

tragos de agua antes de acostarse, pero en todas las ocasiones tuvo que levantarse a

medianoche para ir al lavabo y al día siguiente orinó menos que las otras mañanas.

Finalmente tuvo que aceptar la superioridad de la vejiga de sus amigos.

Después del desayuno bajaron al patio, formaron y cantaron el Cara al sol. Casi

nadie se acordaba de la letra, así que la mayoría de chicos movió los labios como si

cantara acompañando los vozarrones de los más grandes, que sí cantaban. Después

acudieron a clase de matemáticas, la madre Remedios no se asombró porque la mayoría

de chicos hubiesen olvidado las tablas de multiplicar, ya que eso era algo que pasaba

siempre. Por eso comenzó a repasarlas desde el principio. A media mañana llegó el

momento de ir al patio. Los niños trotaron escaleras abajo empujándose, dándose tortazos

y escupiéndose, como siempre. Y una vez en el patio, casi todos jugaron a cualquier cosa

que les hiciera sudar. Tras el patio subieron a clase y aquel familiar olor a sudor y a pies

se instaló de nuevo en el aula.

Otra vez allí y nada parecía haber cambiado. Después del primer día Jorge tenía la

extraña impresión de no haber abandonado nunca el Asilo, como si no hubiera disfrutado

de aquel par de semanas de vacaciones en casa; un sentimiento confuso. Cada día sucedía

al siguiente y cada semana a la anterior, así invariablemente. Como si una mano invisible

hiciera girar el mundo y moviera la vida en una tediosa rutina. Ahora solo cabía esperar

que llegara la Navidad y el Día de Reyes para romper aquella odiosa monotonía. Un

lejano horizonte.

Page 192: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Mientras llegaba ese momento Jorge volvió a enfermar de tiña, a los pocos días le

tocó el turno a Eloy y después enfermó Ricardo. Los tres tontorrones, como los bautizó el

doctor Felipe cuando les aplicó esta vez bromeando la cataplasma hecha de excrementos

de rumiante cocidos y fermentados con hojas frescas de berro. Pero nada más recuperarse

del contagio se escaparon la primera noche que tuvieron ocasión.

Esta vez atravesaron la Montaña de Montjuich guiándose por los cañones de luz

que iluminaban el cielo del Palacio Nacional; durante la última estancia en la enfermería

habían oído explicar a Villalba que un tal Carlos Buïgas había reparado la Fuente Mágica

y las cascadas de Montjuich de los desperfectos sufridos durante la Guerra Civil. Contó

que aquello era una de las maravillas del mundo y que venía gente de todo el mundo. Así

que ni cortos ni perezosos decidieron ir a ver la Fuente y las cascadas.

Tardaron menos de una hora en coronar la Montaña, y eso que por precaución

tomaron caminos apartados donde la maleza y las dificultades eran predominantes.

Además debían ir escondiéndose cada vez que oían el rumor de un motor o cualquier

ruido extraño. Debían evitar incluso volver a encontrarse con los estraperlistas.

Finalmente llegaron a una zona donde la maleza y el bosque bajo comenzó a

clarear y la pendiente a allanarse. A lo lejos divisaban ya el Palacio Nacional. Bordearon

la parte trasera del Palacio, donde unos potentísimos cañones de luz disparaban su

luminosidad contra el cielo y tras atravesar parterres y jardincillos finalmente alcanzaron

la parte principal. Se quedaron maravillados ante la colosal magnificencia del conjunto:

una fastuosa cascada de agua, luz y color que fluía a los pies del mismísimo Palacio: el

Río de la ciudad. Las aguas manaban de manera brutal en su nacimiento y bajaban

torrencialmente hacia la Fuente Mágica. Tras salvar varios tramos de saltos, que

representaban las diferentes etapas de los torrentes en la naturaleza —desde su

nacimiento hasta su muerte—, las aguas de la catarata iban serenándose hasta llegar a un

estanque que las recogía ya calmadas. A los flancos de la cascada había una escalera

dividida en diferentes tramos que bajaba desde el Palacio Nacional hasta la avenida

María Cristina. Desde allí, el espectáculo de agua y luz proseguía hasta la Plaza de

España con dos columnas de estanques luminosos a uno y otro lado de la avenida.

Los chicos se sentaron en el primer peldaño de las escaleras, desde donde tenían

una vista completa de la cascada y Ricardo aprovechó para sacar un cigarro de picadura

que llevaba liado en un bolsillo. La brisa llegaba hasta ellos llevando finas partículas de

agua robadas a los saltos de agua de la cascada.

—¡Joder, que vista! –exclamó Ricardo mientras contemplaba la catarata con el

cigarrillo colocado entre los labios y dejaba que el viento azotara su rostro.

—Me pregunto cuánto tiempo tardarían los hombres en hacer todo esto –se

preguntó Jorge maravillado.

—¿Es que no has oído a Villalba mientras leía el periódico? –dijo Eloy en un tono

que sonó a reprimenda.

—No.

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—Pues tardaron menos de un año.

—Eso no puede ser –dijo Ricardo mientras soltaba una voluta de humo que se

llevó rápidamente el aire.

—¿Por qué no?

—Porque habrían hecho falta un millón de hombres por lo menos.

—¿Un millón de hombres? ¡Anda ya! Un millón de hombres… –rió Eloy

mientras a Jorge también se le escapaba la risa.

—Vosotros qué sabréis, renacuajos.

—Sé lo que decía el periódico que leía Villalba; que tres mil obreros tardaron

solamente once meses en construir todo esto para la Exposición Universal —dijo Eloy

poniéndose en pie y estirando los brazos para recibir las minúsculas gotitas de agua que

traía la brisa y que golpearon en su cara.

—Pues sigo sin creérmelo.

—¡Por qué serás tan cabezota!

Ricardo frunció el ceño y amusgando la mirada, dijo:

—A ver listillo. Si la Sagrada Familia está siempre en obras y no la acaban nunca,

¿cómo crees tú que iban a hacer todo esto tan rápido?

La comparación dejó a Eloy pensativo y antes de decir nada reflexionó unos

segundos sobre ello sin llegar a ninguna conclusión. Cruzó una mirada con Jorge.

—¿Tú qué dices?

—La Sagrada Familia se construye a base de donativos, por eso va tan poco a

poco.

—Ahí lo tienes, so cabezota. La Sagrada Familia se construye a base de

donativos, por eso va tan poco a poco –repitió Eloy.

—¿Y tú cómo sabes eso, renacuajo? –le preguntó Ricardo con una cierta

brusquedad.

—Porque me lo explicó mi padre.

Nadie añadió una palabra más. Eloy volvió a sentarse y Ricardo se colocó el

cigarrillo entre los dientes, estaba apagado a causa de la humedad que volaba en el aire.

Encendió el pitillo nuevamente y chupó de él como si fuera el último cigarrillo del

mundo. Después se puso en pie.

—Todo esto es nuestro. Somos los reyes de Montjuich –dijo recorriendo con el

cigarrillo todo cuanto tenía a la vista. Y dicho esto soltó un enorme pedo que sonó

Page 194: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

terriblemente fuerte en mitad de la noche. Acto seguido rompió a reír—. El pedo ha

hablado –añadió después de forma solemne.

—¡Guarro! –gruñó Eloy levantándose de un salto y pinzándose con dos dedos la

nariz.

Jorge se puso en pié haciéndose aire con la mano y se alejó varios pasos de

Ricardo, que seguía riendo a carcajadas, cuando el rumor de un motor irrumpió de pronto

a sus espaldas. Ricardo se giró riendo y al instante la sonrisa se borró de su rostro. Tragó

saliva.

—¡Mierda! –fue lo único que dijo.

Como media hora después un coche patrulla de la Guardia Urbana paraba en la

puerta principal del Asilo del Port y un guardia con un capote oscuro descendía de él. Un

timbrazo retumbó en la noche y a los pocos segundos se encendió una luz en la caseta del

portero. Al momento se abrió la puerta. Gerónimo se asomó, echó un vistazo rápido y se

encaminó hacia la entrada con el manojo de llaves tintineando en sus manos.

—Buenas noches –dijo uno de los guardias.

—Buenas noches –les saludó él.

El otro guardia se bajó, abrió una puerta de atrás e hizo bajar a los chicos.

—¿Conoce a estos tres gánsteres?

Gerónimo frunció los labios y asintió.

—Sí. Se han escapado –dijo.

—Es lo primero que pensamos cuando nos los encontramos rondando por las

fuentes de Montjuich –contestó el agente.

—¿Hasta allí habéis ido? –gruñó mientras abría la cancela.

—Dicen que querían ver las cataratas.

—¿Se han portado bien?

—Sí, no parecen malos chicos.

—No son malos, solo un poco tontos –dijo mientras observaba que los tres

bajaban la mirada arrepentidos.

—Bueno –apremió uno de los guardias mientras miraba el reloj—, ¿se hace usted

cargo de ellos?

—Sí, sí. Claro. Ahora van a ir directos a la cama y mañana los castigarán como se

merecen.

—Diga a las monjas que no sean demasiado severas con ellos, hombre. Yo tengo

Page 195: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

un chico más o menos de la edad de ellos y ojalá fueran como estos, los problemas que

me da…

Gerónimo volvió a observarlos, continuaban cabizbajos, con expresión grave y

mirada de desaliento. El Cuarto Oscuro rondaba en el pensamiento de los tres, aunque

Eloy daba por bien empleados unos días castigado en aquel tétrico lugar a cambio de lo

que había visto y vivido aquella noche. Si hacía falta volvería a escaparse otra vez.

Todas las que hiciera falta.

Cuando se quedaron a solas Gerónimo les reprendió duramente.

—¿Sabéis de lo que es capaz la madre Espíritu Santo si se entera de que os habéis

escapado? ¡En qué estáis pensando!

—Ha sido la primera vez –dijo Eloy con un hilo de voz.

Gerónimo dio un paso hasta el chico, se inclinó un poco y lo observó con los

brazos en jarras y los puños cerrados fuertemente contra la cintura.

—Eso no es verdad –se encaró con él—. En el Asilo no pasa nada sin que se

enteren las monjas. Con el tiempo que llevas aquí ya deberías saber mejor que nadie que

las paredes ven y oyen. Sé que no es la primera vez que os escapáis, y si lo sé yo, lo

saben también ellas.

Eloy enrojeció de vergüenza.

—Lo siento –se disculpó.

—¿Qué vas a hacer? –le preguntó Jorge.

La mirada del portero fue de uno a otro. Tan críos...

—No lo sé.

A continuación echó a andar con paso apresurado hacia el pabellón de

dormitorios. Los tres arrancaron tras él, intercambiando miradas pero sin decir nada.

Minutos después estaban metidos en las camas.

Gerónimo encendió la pipa y le ofreció fuego a Mosi. Estaban en el rellano de la

escalera.

—¿Piensas callártelo?

—No sé qué hacer –contestó Gerónimo cambiando un mirada intensa con el

vigilante de noche—. La verdad es que esos tres tontorrones no son malos chicos y me

caen bien. Tendrías que haber escuchado a uno de los guardias.

—¿Qué dijo?

—Que tenía un chico de esta misma edad y que ojalá que lo peor que descubriera

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fuera esto.

Mosi asintió moviendo de arriba abajo la cabeza.

—Soy una tumba.

—Vale –dijo Gerónimo asintiendo también—. Me vuelvo a la cama.

Mosi se dirigió hasta la ventana, la abrió dos dedos y dejó que el aire le golpeara

en la cara. Observó a Gerónimo alejarse hacia la caseta. Después se entretuvo observando

un rato el cielo, estaba clareado y las estrellas brillaban en la noche. Su mirada recorrió el

perfil oscuro de la montaña de Montjuich y se detuvo al cruzarse con el campanario. Lo

contempló con una especie de melancolía mientras pensaba en los chicos que noche tras

noche subían a él para tocar la campana. Apuró el cigarro con el alzado del campanario

clavado en la retina.

—Soy una tumba –susurró en un tono que solo pudo escuchar él.

Cerró la ventana y se fue a la cama.

30

La madre Gema, la madre Teodora y la señora Josefa admiraban colmadas de

dicha lo bella que había quedado el aula. Los chicos habían trabajado una semana

completa bajo la supervisión de la Madre Remedios, adornando el aula con borlas,

estrellas, ovejitas, pastorcillos y angelitos confeccionados a base de recortes de papel,

coloreado luego con ceras y acuarelas. Las figuras colgaban de las lámparas y del techo

con hilos y también estaban enganchadas a los cristales de las ventanas con una goma de

pegar hecha de harina y agua. Sobre la mesa de la profesora también había un pesebre

que poco a poco, con el paso de los años y a base de donaciones, había ido creciendo: la

superficie de la mesa estaba cubierta por una fina manta de musgo rociada con polvillo de

corcho simulando la nieve. En un extremo de la mesa se hallaba el establo, hecho a base

de toscas cortezas de alcornoque, donde la Virgen María había dado a luz; en su interior

estaban José, la Virgen María y el niño Jesús, que lloriqueaba y pataleaba sobre una

humilde cunita hecha con troncos de madera. Dentro del establo también había una vaca,

un asno y un par de gallinas. Y en la puerta se encontraban los reyes Melchor, Gaspar y

Baltasar, adorando al recién nacido y mostrando sus respectivos presentes: oro, incienso y

mirra. En torno a ellos también había algunos pastorcillos llegados para venerar al Niño y

unos pocos animales de granja pastando sueltos. Una corriente de agua pintada sobre

papel con acuarelas de vivos colores azules bordeaba el extremo largo de la mesa. El

resto de la escena lo componían pastorcillos guardando rebaños de ovejas en las lejanas

montañas y varios perros y otros animales de granja campando a sus anchas. También

había un caganer medio oculto detrás de una palmera. Todas las figurillas estaban hechas

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de barro cocido.

Las monjas y la señora Josefa se acercaron hasta el pesebre y lo contemplaron con

satisfacción. De pronto la señora Josefa abrió unos ojos como platos, alargó una mano y

tomó al caganer: era un pastorcillo agachado en posición de defecar, pero lo que le

resultó más curioso es que iba ataviado con barretina y faja, la indumentaria típica

catalana.

—¿Qué significa esto? –preguntó confusa.

La madre Gema y la madre Teodora se miraron y rieron cubriéndose la boca con

la mano como si sintieran vergüenza.

—No se espante, Josefa –dijo finalmente la madre Gema—, es una figurilla típica

de los pesebres en Cataluña. La tradición catalana cuenta que el caganer fertiliza la tierra

y simboliza la prosperidad. Casa donde no haya un pesebre con caganer, casa donde no

habrá bonanza el próximo año.

La señora Josefa arqueaba el ceño y se disponía a decir alguna cosa.

—Es una figurilla nueva de este año, una donación –añadió rápidamente la madre

Teodora—. La Iglesia no ha puesto ningún reparo en que los caganers se incorporen en

los pesebres.

La señora Josefa tenía el caganer a la altura de los ojos y ahora lo observaba por

detrás con expresión de repugnancia; la figurilla tenía el culo completamente al aire y

junto a sus talones una pequeña montañita de excrementos. Lo dejó en el mismo lugar de

donde lo había cogido.

—No entiendo como esto puede ser una costumbre. —Sacudió la cabeza con

repelús y gruñó—: ¡Qué asco!

La madre Gema y la madre Teodora volvieron cruzar una mirada y a cubrirse la

boca a la vez que reían otra vez por la situación.

Sin embargo el asunto del caganer no despertó ningún entusiasmo en la madre

Espíritu Santo, ni en la madre Cecilia, ni en la madre Regina, que se opusieron desde el

primer instante poniendo el grito en el cielo. Pero como el señor director era quien tenía

la última palabra en algunos asuntos, les explicó que había sido una donación del señor

Corbelles, un industrial y filántropo catalán que colaboraba con sus donaciones en el

sostenimiento del Asilo, y que por su expreso deseo debía colocarse en el pesebre.

Para disgusto de las religiosas, el asunto quedó zanjado de esta forma.

La Navidad llegó con una fuerte oleada de frío y una nueva semana de

vacaciones. La tarde de un viernes lluvioso María y Montserrat vinieron a buscar a Jorge

en el taxi de Guillermo. Lo dejaron sentarse delante para que pudiera observar el

alumbrado navideño de las calles y de los grandes comercios. Bajo una fina cortina de

agua, la gente caminaba apresurada bajo sus paraguas y gabardinas. Pensó en lo diferente

que era todo con respecto al verano; en verano la gente paseaba por las calles y

Page 198: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

deambulaba por los sitios sin prisas y como sin rumbo. Y además parecía no importarles.

Sin embargo, en aquel instante observaba que la gente se movía con prisas, malhumorada

por encontrarse atrapada entre la masa de gente que ocupaba torpemente las aceras, y

como si se dirigieran a un destino importante del que no pudieran excusarse.

—¿Contento de volver a casa aunque solo sea por unos días, chico? –le preguntó

Guillermo.

Jorge se volvió hacia los asientos traseros y sonrió a mamá y a Montserrat.

—Claro que sí.

—¿Te tratan bien, Jordi? –le preguntó enseguida María.

—Sí –dijo sin que sonara con demasiada convicción.

—Pero no comes lo suficiente.

—Qué pesada eres, mamá. Siempre con lo mismo.

—Es que cada vez te veo más flaco.

—Yo diría que ha pegado un estirón –dijo Montserrat.

—Sí, creo que el chico está algo más alto desde la última vez –añadió Guillermo.

—En la banda nos dan merienda especial y el señor Eufrasio nos da todos los

sábados algo de comida extra, aunque solo a nosotros.

—¿Quién es ese Eufrasio que se porta tan bien con vosotros? –se interesó mamá.

Jorge no tuvo ningún reparo en explicar la aventura de la cocina y el modo en que

conoció a Eufrasio. Montserrat se sonrió por el arrojo de su hermanito.

—¡Vaya con Jordi! –exclamó Guillermo al conocer el lance.

María frotó con una mano los cabellos encrespados de Jorge.

—No quiero que te busques problemas. ¿De acuerdo?

—Vale.

Pasaban por la Plaza de España, para su sorpresa volvió a ver a aquel guardia del

Sarakof y gran bigote. Como el primer día, llevaba sus guantes blancos y unos zapatos

negros muy brillantes. Observó cómo giraba sobre sí mismo y dirigía la circulación

haciendo señales que él no lograba entender. Nada más perder al guardia de vista recordó

lo que les había explicado la madre Teodora sobre la Cruz el día que fueron a visitar por

primera vez al doctor Felipe. El lugar de la Cruz lo ocupaba el monumento de homenaje

al agua, ubicado en el mismísimo centro de la plaza y construido para la última

Exposición Universal, manaba por los tres costados, cada uno de ellos dedicado a uno de

los mares que rodean la península. Después se fijó en la entrada a la Feria de Muestras;

Page 199: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

los estanques de la avenida Reina María Cristina destellaban con sus luces de colores a

pleno rendimiento. A lo lejos, las cascadas que bajaban desde el Palacio Nacional. Jorge

se sonrió, pegó la nariz al cristal de la ventanilla y concentró la mirada en cuanto le

rodeaba. No se despegó del cristal hasta que llegaron a la puerta de casa.

Al igual que sucedió al inicio del período de vacaciones de verano, el intimidante

tío de Ricardo, Carlos Mena, fue quien recogió de nuevo al chico. Como era preceptivo

traía la autorización de Ricardo Mena padre en una carta. Gerónimo abrió la cancela a

aquella bestia humana y, observándolo en todo momento con el rabillo del ojo y algo de

temor, lo condujo inmediatamente ante la presencia del director.

—No te voy a hacer nada. Solo he venido a por mi sobrino –fue lo único que le

dijo Carlos Mena cuando se dio cuenta de que Gerónimo lo observaba de reojo.

El tío de Ricardo entró en el despacho del director, se sentó y dejó sobre la mesa

una carta. El señor director comprobó que iba dirigida a Carlos Mena y que el remitente

se trataba del padre del chico. La carta estaba enviada desde Alaska y el matasellos era de

Dutch Harbour. El director la abrió y la leyó; Ricardo Mena anunciaba su inminente

regreso, pero lamentaba no poder ir en persona a recoger a su hijo. El director se fijó en el

trazo de la letra, la caligrafía no era igual a la de la primera carta, el trazo era irregular y

más brusco, incluso encontró alguna falta de ortografía, por lo que presumió que la había

escrito otra persona menos instruida. Pensó que incluso podría haberla escrito el

mismísimo Ricardo Mena padre, ya que en la carta anterior anunciaba que estaba

aprendiendo inglés, a leer y a escribir. Pero todos aquellos pensamientos se disiparon de

su cabeza cuando levantó la vista del papel y se encontró ante el aspecto brutal y la

mirada perturbadora de aquel hombre. El señor Asís frunció los labios al acabar el último

renglón, suspiró y movió los hombros: no había problema.

De esta forma Eloy volvió a quedarse solo.

No era la primera Navidad que pasaba allí dentro recluido, pero no todo era malo.

Al igual que sucedía durante el verano, la disciplina se relajaba y las reglas se volvían

más flexibles, lo que hacía más llevadero el confinamiento. Tampoco había clases, ni

había que ensayar con la banda, por lo que había más tiempo para holgazanear y para

masturbarse. Por otro lado, la Navidad también parecía influir de manera positiva en la

animosidad de las monjas: las malas parecían menos malas y las buenas, algo más

buenas. Aunque tanto tiempo libre también permitía a los chicos inventar nuevas formas

de matar el rato, casi siempre crueles. Como el juego de los motes, que siempre recaían

sobre aquél que tenía algún defecto físico o alguna parte de su cuerpo llamativa. Si uno

era un poquito obeso lo llamaban Retaco. Si era bajito, Mediometro. Si tenía gafas,

Gafotas o Cuatro Ojos. Si era bizco, Bizcocho. Si tenía la nariz grande, Pinocho. Y si

tenía los dientes apiñados, Tiburón. Eran capaces de inventar motes y apodos para todo.

Otra cosa a la que era habitual jugar en el patio era a la lucha, siempre un grande contra

un pequeño; como era normal siempre ganaba el grande, que era quien elegía a su

víctima. Y también se jugaba a meterse cruelmente con las madres: que si tu madre es no

sé qué, pues la tuya es esto otro.

Eloy sufría en sus carnes el cruel juego de los motes, sabía que a él unas veces le

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apodaban Cojito, y otras, Cojonudo. Y si no hubiera sido por la pierna les hubiera dado

igual, le habrían sacado cualquier otro mote. El meollo del asunto era ofender y

menospreciar, como cuando Poncho le llamaba Huevo porque decía que andaba como un

huevo. Como si los huevos pudieran andar. Poner motes estaba mal y por eso él nunca

participaba en aquellos juegos. Pero cuando oía que insultaban a las madres, sentía tal

rabia interior que debía alejarse a algún lugar apartado para estar solo. Se sentó en un

rincón y cuando se dio cuenta sangraba por el labio inferior de lo fuerte con que se lo

estaba mordiendo.

¡La maldita pierna atrofiada!

Su pierna era culpable de que su madre le hubiera abandonado cuando tan solo era

un bebé y también era culpable de que nadie quisiera adoptarlo. Por culpa de su maldita

pierna había pasado toda la vida de orfanato en orfanato hasta que había caído allí, en

aquella cárcel. ¿Por qué no tenía él una familia con la que ir a pasar las vacaciones, como

Jorge o como Ricardo? Seguramente tendría algún tío, pero también estaba seguro de que

por culpa de su pierna ninguno querría saber nada de él. Un día oyó comentar a Villalba

la noticia de un diario que hablaba de una familia en un pueblecito que había tenido un

hijo subnormal. Se avergonzaron tanto del niño, que lo guardaban encerrado en un sótano

como a una bestia para que nadie pudiera oír sus lamentos. Nunca había pisado la calle y

nadie sabía que existía, pues contaron que el niño había muerto en el momento de nacer.

Hasta que un día, a los treinta años, se escapó y apareció a plena luz del día en la calle.

La gente del pueblo huyó de él al ver sus horribles deformaciones.

Pensaba en ello y también pensaba en su pierna atrofiada.

Deformada…

En aquellos días de Navidad Jorge vio desfilar por la puerta de casa toda una serie

de personajes conocidos que les desearon unas felices fiestas: el cartero, el barrendero, el

basurero, el farolero y el sereno. Todos hacían entrega de su tarjeta de felicitación

ilustrada con la viñeta de un pasaje navideño donde podía leerse: “Les desea una Feliz

Navidad y un Próspero Año Nuevo el…” A cambio de la felicitación María les entregaba

un pequeño aguinaldo, lo mismo y por igual a todo el mundo. María había dejado varios

montoncitos de calderilla sobre el tapete del mueble del recibidor, de esta forma no tenía

que dejar la puerta sola ni abrir con el monedero en la mano, ya que por la radio advertían

que durante esas fechas los ladrones aprovechaban la confianza de las amas de casa para

robar. En una ocasión Jorge también fue testigo de cómo mamá echaba con cajas

destempladas a un entabanador xerraire, que lo único que pretendía era engañarles y

estafarles. Otro día escuchó gritar por el patio de luces a una vecina: <<Hi ha un anglès

a l’escala!>> Jorge salió al rellano y se asomó a ver quién era el inglés, lo que hizo reír a

María. Y es que era normal que cuando un cobrador entraba en la escalera a cobrar los

recibos del agua, de la luz, las basuras o los muertos, las vecinas se avisaran por el patio

de luces gritando: Hi ha un anglès a l’escala! De esta forma, la vecina a la que no le iba

bien pagar, simplemente hacía como si no estuviera en casa. Durante el día, la puerta de

acceso a la escalera se encontraba por lo general abierta, aunque la gente no se arriesgaba

a subir directamente a los pisos, ya que no había ascensor. Antes se aseguraban de que

encontrarían a alguien y para eso utilizaban la aldaba. Para llamar al piso Primero

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primera, se tocaban un pic i un repicó. Para llamar al piso Primero segunda, un pic i dos

repicons. Para el Segundo primera, dos pics i un repicó. Y así sucesivamente. Cuando la

vecina oía que llamaban a su casa salía por el hueco de la escalera y gritaba: Qui és? Y el

que llamaba contestaba: …en Joan, l’oncle, la companyia de la llum. Los cobradores

habían aprendido que las vecinas se avisaban cuando ellos llegaban a una escalera, así

que para asegurar el tiro, llamaban primero al piso de la vecina que no solía pagar,

aunque en ocasiones, las vecinas de los pisos cuyos balcones daban a la calle podían ver

quién se acercaba a la puerta y eran ellas quienes daban la alarma por el patio de luces.

Uno de aquellos días de vacaciones también se presentó en casa Manuel, el novio

de Montserrat. Llevó una caja de cinco quilos de polvorones y mantecados y una botella

de anís. Jorge lo conocía de tropezárselo en las escaleras, pero nunca había hablado con

él. Le pareció un hombre amable y educado. Manuel le confió que andaba buscando un

trabajo que estuviese algo mejor pagado que la oficina donde trabajaba de administrativo,

porque pretendía casarse con su hermana Montse y con lo que ganaba por aquel entonces

no podía mantener a una familia. Le aseguró que en cuanto eso sucediese lo sacarían del

Asilo. Jorge se alegró mucho, pero le pareció muy lejano el momento en que todo eso

pudiese ocurrir.

El día de Navidad comieron todos juntos como una sola familia, María,

Montserrat, Jorge, Manuel e Isabel. Manuel, no se sentó junto a Montserrat, sino frente a

ella, con lo que se limitaban a intercambiar tímidas miradas y sonrisas. Durante la

comida, Manuel le contó que al igual que él, no tenía padre. Su padre había muerto años

atrás en un accidente de carretera en las peligrosas curvas del Garraf. En el transcurso de

la comida a Jorge le sirvieron un dedo de vino espumoso, pero no le gustó. Le pareció un

sabor demasiado agrio y fuerte. No era la primera vez que Jorge probaba el alcohol, una

vez había tomado un sorbo de vino con gaseosa en una celebración y lo recordaba como

un gustillo algo más agradable que el del champán, pero tampoco le gustó. Resolvió que

el resto de brindis que tuviera que hacer lo haría solo con gaseosa.

La semana de vacaciones, que en realidad resultaron diez días, fueron días de

felicidad y despreocupación, pero transcurrieron demasiado deprisa fuera del Asilo. Todo

lo contrario que dentro, donde el tiempo pasaba lento y aburrido. Salvo el día de Navidad,

que dieron una cena especial, el resto de los días acontecieron todos iguales.

La Nochevieja en casa de Jorge comieron las doce uvas con Manuel e Isabel, y

María contó la famosa anécdota de la abuela con las uvas durante una noche similar y

todos rieron. El chico se acostó a las dos de la madrugada oyendo contar anécdotas a los

mayores y no se le escapó la complicidad con que volvían a mirarse Manuel y

Montserrat, ni cómo se devolvían las sonrisas el uno al otro. Cuando Montserrat caía en

la cuenta de que su hermano la observaba, se sonrojaba. Parecía que el noviazgo iba muy

en serio.

31

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El día de Año Nuevo a media tarde los chicos comenzaron a regresar. Hacía un

frío espantoso y Gerónimo iba abrigado con un tabardo oscuro y zapatillas. No se alejaba

demasiado de la caseta, ya que de tanto en tanto sonaba el timbre y tenía que acudir con

su enorme manojo de llaves a abrir. Las madres se abrazaban a los chicos en la puerta del

Asilo despidiéndose de ellos como si los mandaran al frente. Jorge volvió a media tarde

con un gran flan que María había hecho especialmente para Eloy. Jorge lo encontró en el

dormitorio, echado sobre la cama sin hacer nada, aunque eso era en apariencia, porque en

sus pensamientos Eloy no paraba de dar vueltas a su infortunio y a su desdicha por verse

allí encerrado. Y daba rienda suelta a su autocompasión por no tener familia y porque

nadie lo quisiera a causa de su pierna atrofiada, si había un infierno no podía ser peor que

lo que él estaba viviendo allí. Cerraba los ojos y deseaba dormirse para no volver a

despertar, pero cada vez que escuchaba pasos en el corredor levantaba la cabeza con la

esperanza de ver a uno de sus dos amigos. Después de comprobar que no, volvía a

sumirse en el dolor de su herida secreta que tan solo él veía sangrar, en el remolino de

pensamientos que lo corroían por dentro.

Esta vez su mirada se iluminó al ver que se trataba de Jorge.

—Ya era hora de que volvieras –dijo como si nada.

Jorge se sonrió, pero también se sintió culpable por no haberse acordado de él

hasta el momento en que mamá dijo que iba a preparar un flan para que se lo llevase.

—Mira lo que te traigo.

Abrió al hatillo sobre su cama y sacó una especie de fiambrera. Eloy se incorporó

de seguida y vio el enorme flan.

—¿Eso es para mí?

—Sí. Mi madre lo ha hecho para ti.

—No sé si yo solo voy a poder con ese flan tan grande.

—Yo puedo ayudarte –dijo un muchacho que se acercó tímidamente para verlo.

—Lárgate de aquí, gorrón –le espetó bruscamente Eloy.

El muchacho se largó cabizbajo y con la mirada mustia. Acto seguido Eloy cogió

la cuchara que María había puesto con la fiambrera y empezó a comérselo. En menos de

treinta segundos se había comido la mitad.

—Qué bueno que está –exclamó notando los efectos de la subida del azúcar, que

incluso animó su estado de humor.

—Mi madre se alegrará de que te guste.

—¿De verdad que no quieres la mitad?

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—Mira –Jorge se levantó el jersey y la camiseta y le enseñó la tripa. María lo

había cebado durante los días que había estado en casa y había ganado algo más de un

quilo.

—¿Y si se lo guardo a Ricardo?

—¿Ya ha vuelto?

—Aún no lo he visto.

—Pues acábatelo tú, mamá lo ha hecho para ti. Seguro que durante estos días

Ricardo también se ha hinchado de mantecados.

Dicho y hecho. Un minuto más tarde Eloy relamía la cuchara.

Durante el resto de la tarde continuaron llegando chicos, un goteo que tenía

ocupado permanentemente a Gerónimo. En el momento de la cena tanto Eloy como Jorge

echaron en falta a Ricardo en la mesa, aún faltaban por llegar varios, entre ellos él. La

señora Josefa les explicó que en las noticias de la radio habían dicho que en los

alrededores de la ciudad había caído una fuerte nevada que tenía carreteras cortadas,

trenes paralizados y pueblos incomunicados.

El día siguiente comenzó con naturalidad, como si las cortas vacaciones no

hubieran interrumpido nunca la tediosa rutina del Asilo: la madre Espíritu Santo y la

madre Cecilia levantaron a los chicos a golpe de vara y los mandaron a asearse. Después

bajaron al patio, formaron y cantaron el Cara al sol. Tras eso subieron al comedor,

rezaron la primera oración del día y desayunaron lanzándose las famosas bolitas de grasa.

Seguidamente a clase de la madre Remedios.

La actividad de la tarde no se diferenció absolutamente en nada a lo que se solía

hacer anteriormente, salvo que comenzaron a llegar los chicos que el día antes no

pudieron volver a causa del mal tiempo. Los primeros llegaron en buen momento: a la

hora de la merienda, cuando todos los niños formaban una fila en el patio entonando la

estrofa <<¡Señor Juan, denos chocolate y pan!>> Tal como iban llegando se fueron

incorporando a la cola de la merienda.

Jorge y Eloy estaban en el patio comiéndose el pan con chocolate pelados de frío.

Para no congelarse iban y venían todo el rato de un extremo al otro de una pared como si

hicieran guardia, pero sin perder la entrada de vista. Aguardaban vehementemente la

llegada de Ricardo. Pero cuando terminó el tiempo de patio, Ricardo aún no había vuelto

y subieron al dormitorio preocupados.

—¿Crees que le ha podido pasar algo? –preguntó Jorge aún tiritando de frío.

Eloy negó rotundamente con la cabeza.

—Ricardo es capaz de matar a un elefante si se lo propone. ¿Qué crees que va a

pasarle?

El Enterao oyó que hablaban de Animal y se les acercó.

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—¿Y él, no ha vuelto aún?

—Él tiene nombre, si es que te refieres a Ricardo –repuso Jorge con enojo.

—¿A quién me voy a referir, si no es a ese… Animal?

Eloy sacudió la cabeza y lo observó con rabia.

—Quizá no vuelva nunca más –dijo mientras se daba media vuelta y se largaba.

—¡Eres un gilipollas, Enterao!

—El gilipollas eres tú –farfulló el Enterao sin tan siquiera volverse.

Eloy tenía un puño apretado y la respiración muy acelerada. Jorge se apresuró a

sujetarlo por un brazo.

—Es un gilipollas, déjalo.

Faltaban tan solo tres días para la noche de Reyes y eso comenzaba a influir en el

ánimo de los chicos. ¿Qué traerían esta vez? Que Eloy supiera, únicamente traían dos

cosas que repartían caprichosamente: un camión de hojalata o un rompecabezas de

cartón. Él ya había tenido de las dos y con las dos había hecho lo mismo, cambiarlas por

el postre o la merienda de una semana.

Seguían sin tener noticias de Ricardo. Su cama seguía vacía y su sitio en la mesa

también, porque si alguien pretendía sentarse en su sitio, entre los dos amigos le

advertían:

—Eh… Ese sitio es de Ricardo. Lárgate si no quieres que te parta la cabeza

cuando vuelva.

Los grandullones que un día quisieron matar a Jorge a balonazos y que cada día se

propiciaban una víctima entre los más pequeños, los observaban de manera diferente.

Ricardo les había parado los pies y se había enfrentado a ellos en más de una ocasión

defendiendo a sus amigos. ¿Y si no volvía? La pregunta estaba en la cabeza de Jorge y de

Eloy, y por lo que parecía también en la cabezota de aquellos grandullones, que

intercambiaban maliciosos comentarios y reían entre dientes mientras los observaban con

fiereza.

—Creo que esos nos van a causar problemas –murmuró Jorge al oído de Eloy.

—Mientras la cama de Ricardo esté vacía y le guardemos su sitio en la mesa, no

se atreverán.

—¿Y si de verdad no vuelve?

Eloy sintió una convulsión al pensar en la posibilidad de que Ricardo no volviese.

—No vuelvas a decir eso. Ricardo volverá muy pronto –dijo con todo el aplomo

del mundo.

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Esa noche cuando llegaron las doce de la noche y la madre Eduvigis se llevó al

niño a quien correspondía tocar la campana, Mosi se acercó a los chicos. Jorge y Eloy se

habían subido al alféizar de una ventana y miraban el campanario con la cara pegada al

cristal empañado. Las nubes bajas eran como una especie de emanación estancada

alrededor de la torreta y la humedad comenzaba a condensarse en los bloques de piedra.

El humo del cigarrillo que Mosi llevaba en los labios llegó hasta el olfato de Eloy,

que se volvió con sorpresa.

—Hola Mosi.

—Hola chicos. ¿A quién le ha tocado esta vez?

—Al Napioso –dijo Jorge.

—¿Creéis que lo conseguirá?

—Claro, todos lo consiguen –respondió Eloy—. Pero eso si no se topa con el

fantasma del padre Manjón.

Le habían preguntado por Manjón a la madre Gema y a Gerónimo. Ninguno se

había mostrado demasiado interesado en explicar muchas cosas de él. Y ahora le tocaba el

turno a Mosi. Mosi se sacó el cigarrillo de la boca y escupió una hebra de tabaco.

—Manjón… ¿Qué sabéis de él?

—Todo el mundo sabe que se ahorcó en el campanario y que por eso nos obligan

a subir a nosotros.

—Sí, ¿por qué se ahorcó el padre Manjón? –se interesó Jorge.

Mosi pasó la mano por el cristal de la ventana y limpió una pequeña parte de

superficie empañada. Observó una lucecilla que titilaba en la entrada de la torreta. Habló

mientras continuaba con la mirada enfocada al exterior.

—Manjón no era sacerdote cuando llegó aquí, se convirtió después. Vino para ser

campanero –Y se quedó pensativo unos instantes en los que continuó sin apartar los ojos

del cristal—. ¿Y que por qué se ahorcó? Nadie lo sabe, se llevó su secreto consigo.

—Mosi, ¿crees que la mujer que vino a visitarle tuvo algo que ver? –le preguntó

Eloy.

Mosi frunció el ceño y lo observó con estupor.

—¿Quién te ha contado eso?

—Prometí no decirlo –dijo encogiéndose de hombros.

El vigilante se llevó el cigarrillo a los labios y segundos después soltó una gran

bocanada de humo. Mirando al exterior a través de los cristales, dijo sin emoción alguna:

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—Los periódicos dijeron que era su hija.

Jorge y Eloy cruzaron una mirada de desconcierto.

—¿Los periódicos publicaron la noticia? –preguntó Jorge.

—Sí claro, salió en todos los periódicos. Y contaron detalles de su vida que ni

nosotros, conociéndole, imaginamos. Pero sigamos con lo que os estaba diciendo.

Alguien contó a la policía que oyó discutir encendidamente a Manjón y a su hija. Y que

ella llegó a amenazarle. Pero hace tanto tiempo de eso que a nadie le interesa ya ese

asunto. Lo extraño… —prosiguió Mosi como ausente—, es que siendo su hija no viniera

al funeral.

Poco a poco los chicos iban averiguando detalles de aquella trágica historia que

iban componiendo a retazos. Jorge pensó que si los periódicos de la época habían

publicado el suceso, casi con toda seguridad que Villalba o Guillermo, el taxista, podrían

saber algo más.

—Mosi, ¿es verdad que la madre Eduvigis se quedó ciega cuando descubrió al

padre Manjón ahorcado?

Los labios del vigilante dibujaron una discreta sonrisa.

—Críos… —suspiró—. La madre Eduvigis es ciega de nacimiento.

De repente, la luz en la última planta de la torreta reclamó la atención de Mosi.

—¡Mirad! Parece que el Napioso va a conseguirlo —dijo.

—Eso ya está chupado –replicó Jorge, que sabía bien lo que era estar allí arriba.

—¿Y vuestro amigo Ricardo? –preguntó de pronto el vigilante.

—Aún no ha vuelto.

—¿Y no tenéis noticias de él?

—No.

Mosi volvió a llevarse el cigarrillo a la boca y a escupir una hebra de tabaco

mientras observaba el progreso de la niebla alrededor del campanario. Había una especie

de melancolía en su mirada.

—Un tanto extraño que vuestro amigo no esté ya aquí.

En ese instante sonó la primera campanada.

—Sí, lo ha logrado —dijo triunfalmente Eloy.

—Sí, el Napioso no es tan torpe como parece –añadió Mosi.

Poco después de que sonara la última campanada estaban todos acostados.

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32

Nada más saltar de la cama lo primero que hicieron fue buscar a Ricardo. Su cama

continuaba vacía y de hecho se alegraron, no porque no desearan el regreso de su amigo,

sino porque temían que otro que no fuera él la ocupara. La sensación de que algo le había

pasado comenzó a perseguirles y atormentarles.

Después de clases salieron al patio, Eloy y Jorge buscaron un lugar al sol.

—Mañana es la noche de reyes –dijo Jorge.

—¿Y qué?

—¿No tienes curiosidad por saber qué nos traerán?

Eloy soltó una carcajada.

—Pensaba que ya te lo había dicho.

—El qué.

— Cada año es lo mismo: un camión de hojalata o un rompecabezas de cartón.

—¿Cada año igual?

Eloy se encogió de hombros.

—¿Cómo supiste que los Reyes Magos eran los padres? –le preguntó a Jorge.

—Un día me escondí debajo de la cama de mi madre y descubrí un caballito con

ruedas; el regalo que me trajeron ese año los Reyes Magos de Oriente.

Eloy rió.

—¿Y nunca antes habías sospechado nada?

—Bueno, resultaba extraño ver a tantos padres con bolsas de juguetes por la calle,

pero hasta que encontré el caballito debajo de la cama la verdad es que no. ¿Y tú?

—Las monjas son bastante ruidosas y si tienes el sueño un poco ligero te

despiertas. Solo tienes que abrir un ojo y hacerte el dormido. Es lo que hacemos todos.

Jorge asintió.

—A mí, cuando era pequeño, lo que más me alucinaba era el Tió de Nadal. Cada

vez que cagaba un caramelo o una chuchería alucinaba.

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—¿El Tió de Nadal? No sé lo que es.

—¿De verdad que no?

—No.

—Pues en casa nunca falta por Navidad. Se hace con un trozo de tronco de árbol.

Se le ponen dos patitas, una nariz y se le pintan los ojos y una boca. Luego se le echa una

mantita por encima para que por la noche no pase frío y se le deja algo de comer; un

mantecado o un trozo de turrón y también un vasito con agua. Al día siguiente se lo ha

zampado todo.

—Ya entiendo –intercaló Eloy.

—Entonces los pequeños le arrean con un bastón mientras le cantan a coro la

canción del Tió.

—¿Y el Tió caga caramelos y golosinas?

—Sí.

—¿Y qué canción le cantan? Va, venga, cántala.

—No, que me da vergüenza.

—Va… venga, cántala.

—Que no, que canto muy mal.

—Que la cante, que la cante.. –coreó insistentemente Eloy.

Jorge observó a un lado y a otro asegurándose de que no había nadie

observándoles ni escuchándoles. Y en voz muy bajita y completamente ruborizado,

entonó una cancioncilla:

—Caga Tió! Atmelles i torró, tant si cagues com si no, et donaré un cop de bastó.

Caga Tió!

Eloy comenzó a reír a carcajadas y Jorge paró de cantar.

—Que mal cantas.

—Ya te lo he dicho –dijo con el acaloramiento aún visible en su rostro.

—A ver si lo he entendido bien, los niños cantan esa canción a la vez que le dan

con el bastón al Tió, y él va cagando caramelos y chucherías.

—Sí, así es.

Eloy frunció los labios.

—Pues no parece muy divertido.

Page 209: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Es para niños pequeños, ya te lo he dicho.

—Va, cántala otra vez, Jorge.

—No.

—Venga, va…

—Y una mierda.

Instantes después se entretenían jugando a ver quién alcanzaba más distancia

lanzando salivazos.

Una neblina descendía rápidamente por la ladera de Montjuich y en muy poco

tiempo se apoderó de la falda de la montaña. La bruma tomó el recinto del Asilo y

engulló por completo el campanario; era casi imposible ver nada a diez metros de

distancia. Esa noche, víspera de Reyes, los chicos se fueron a la cama en un estado

generalizado de nerviosismo y excitación. La madre Eduvigis no asomó en el dormitorio

a medianoche, pero la campana tocó sus doce campanadas a la hora acostumbrada. Nada

más sonar la primera todo el mundo se echó corriendo sobre las ventanas, pero nadie fue

capaz de distinguir quién fue el encargado de hacerla sonar.

Tras el episodio de la campana, los chicos volvieron a sus camas y se hicieron los

dormidos para sorprender a las monjas dejando los juguetes a los pies de las camas, pero

no sabían que Mosi los estaba vigilando y que tenía el encargo de avisarlas cuando se

asegurase de que dormían profundamente. Hubo murmullos e intercambios de

confidencias hasta muy tarde, aunque poco a poco estos fueron decreciendo, hasta que

bien entrada la madrugada el cansancio y el sueño venció a todo el mundo. Entonces

Mosi hizo la señal. Encendió una vela y se aproximó con ella hasta la ventana,

desempañó el cristal con una mano y echó un vistazo fuera, la niebla comenzaba a

asentarse. Entonces acercó la vela al vidrio y la movió tres veces de arriba abajo, luego

esperó. En otra ventana, a lo lejos, observó que alguien hacía la misma señal. Se sonrió y

lió un cigarrillo de picadura.

Jorge se despertó cuando el sol empezaba ya a despuntar. Saltó de la cama

sorprendido de que casi todo el mundo, incluido Eloy, estuviesen ya despiertos y jugando

con sus rompecabezas y sus camiones de hojalata. Buscó a los pies de la cama y se

extrañó al no encontrar su juguete. Su amigo se acercó hasta él con un camión de hojalata

en las manos. En lugar de alegría su mirada reflejaba tristeza.

—Lo siento, pero cuando me he despertado alguien había robado tu juguete. Te

dejo el mío –dijo ofreciéndole el camión de hojalata.

Jorge no dijo nada, observó su alrededor embobado. ¿Quién tendría su camión o

su rompecabezas? Entonces observó que en el extremo opuesto del dormitorio los

grandullones tenían sobre una cama un montón de rompecabezas de cartón y camiones de

hojalata.

—No eres el único que se ha quedado sin juguete –dijo Eloy para consolarle.

Page 210: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Pero no existe bálsamo alguno para el niño que se queda sin juguete el Día de

Reyes.

—¿Me lo han quitado ellos?

—Creo que sí.

—Pues cuando vuelva Ricardo se enterarán esos –respondió Jorge furioso.

—Compartiremos este camión de hojalata. Va, venga…

Jorge lo cogió. Tenía el ceño completamente arrugado cuando volvió a mirar hacia

los grandullones, que se regocijaban alardeando de los juguetes robados. Los observó

unos instantes y con todo el aplomo del mundo dijo:

—Aunque tenga que pasarme toda la noche en vela, el próximo año no seré yo

quien se quede sin juguete. Se la devolveré a esos malditos ladrones.

Pero las adversidades no suelen llegar nunca solas. Esa misma tarde cuando

estaban en el patio recibieron la visita de la madre Gema. Se aproximó a ellos con una

mano cogida de la otra y los contempló con su mirada de consuelo. Se encontraban

sentados en un escalón y tenían el camión de hojalata a los pies.

—¿Cómo se han portado los reyes con mis chicos favoritos?

—Bien –dijo Eloy.

—¿Jorge?

Jorge bajó su mirada de desaliento y movió los hombros. Al momento Eloy tocó a

Jorge con la rodilla.

—Supongo que tengo que decir que bien –dijo finalmente.

—¿Por qué? ¿No te ha gustado lo que te han traído?

Jorge respondió mostrándole las palmas de las manos. La mirada de la madre

Gema fue de Jorge a Eloy.

—¿Es que ha pasado algo Eloy?

—Nada que nosotros no podamos solucionar.

La madre Gema miró alternativamente a uno y otro y asintió con la cabeza.

—Entiendo. Te han quitado el juguete. –Jorge estaba totalmente desmoralizado y

no había levantado la mirada. Volvió a mover los hombros—. Puedo hablar con la madre

Espíritu Santo y seguro que hará que aparezca.

—No por favor –dijo inmediatamente el chico teniendo muy presente que

chivarse era lo más deshonroso que alguien podía hacer allí.

Page 211: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

La madre Gema se cruzó de brazos, miró a Eloy, que seguía permaneciendo

callado y luego su mirada cayó sobre Jorge.

—¿Por qué? ¿No quieres que tu juguete aparezca?

Jorge levantó la barbilla y miró a la religiosa con los ojos muy abiertos.

—Madre Gema, perdono al que haya sido y no quiero ningún castigo para él.

—Me sorprendes, Jorge. ¿Cómo es que eres tan misericordioso con quien te deja

sin juguete el Día de Reyes?

Entonces recordó un pasaje del Catecismo que había estudiado para su Primera

Comunión.

—Si Jesucristo perdonó a un ladrón cuando iba a morir en la cruz, yo también

puedo perdonar a otro. ¿Verdad, madre Gema?

La monja amusgó la mirada y zarandeó la cabeza.

—El ladrón a quien Jesucristo perdonó se arrepintió antes de sus pecados.

—No dudo de que este lo haga también algún día, madre –dijo Jorge pensando en

el regreso de Ricardo.

—Pues que sea como tú quieres que sea –sentenció la madre Gema—. Pero el

motivo de que quisiera hablar con vosotros es otro y no me andaré por las ramas para

decíroslo.

Los chicos cruzaron una mirada.

—¿Qué pasa? –preguntó Eloy.

—Ricardo no va a volver.

Los muchachos sintieron que una espada cruzaba su pecho. Toda la esperanza que

los chicos habían conservado se esfumó de golpe al saber que Ricardo no volvería nunca

más al Asilo. No solo perdían su escudo protector, tan necesario en ese lugar, sino que

perdían a un verdadero amigo.

—¿Cómo que Ricardo no va a volver? –balbuceó Jorge, que repentinamente

sentía sus piernas como si fueran de goma.

—Hace dos días recibimos una larga carta del padre de Ricardo dando cumplidas

explicaciones del motivo.

—¿Hace dos días? Y entonces por qué… –las palabras de Eloy quedaron en el

aire.

—Porque no quería amargaros la noche de Reyes con la noticia, por eso no os lo

he dicho antes. Aunque por lo que veo, otros ya se han encargado de eso llevándose tus

Page 212: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

juguetes –le dijo a Jorge, que bajó la mirada. Al desaliento se sumó la tristeza en el rostro

de los chicos.— Tenéis que alegraros por él, su padre ha ganado mucho, muchísimo

dinero en Alaska y ahora tiene un bar en Madrid. Así que chicos, lo siento mucho, pero

Ricardo se marchó de aquí sin saber que no iba a volver. Nadie lo sabía.

—Entonces no volveremos a verlo nunca más –se lamentó Jorge, ahora pálido,

con los puños crispados y las lágrimas a punto de saltar en sus ojos.

—Eso no puede decirse nunca, Jorge. Los caminos de la vida, al igual que los que

conducen al Señor, son un misterio. Alegraos por él, eso es lo que debéis hacer. –La

madre Gema hizo una pausa en su arenga religiosa y se frotó las manos—. ¡Vamos!, creo

que los Reyes olvidaron algún rompecabezas por ahí.

La madre Gema echó a andar a paso apresurado. Eloy abrió la boca para decir

algo pero la voz se apagó en sus labios. Arrancaron tras la monja, totalmente tristes y

desanimados. A juzgar el aspecto apagado y sombrío de los chicos, nadie que los

conociera hubiera jurado que eran ellos. En sus cabezas solo había una fijación:

¡Ricardo!

33

Esa noche Jorge se desplomó en la cama, triste y vencido. Se arropó con las

sábanas y las lágrimas rodaron en silencio por sus mejillas. No podía ser cierto. ¿No

volvería a ver a Ricardo nunca más? El destino no podía portarse tan terriblemente mal,

no podía ser tan malvado. Eloy se desveló a medianoche y no pudo volver a dormirse. Se

sentó en la cama, hundió la cabeza entre las manos y exhaló un suspiro; la herida que solo

él veía sangrar se había hecho más profunda y sangraba más que nunca. No había

consuelo posible para tanto dolor.

Jorge rememoró el momento en que conoció a Ricardo y su reyerta con Poncho

por el trozo de chocolate que había perdido jugando a la Taba. También recordó la salida

nocturna a Las 24 Horas; la visita al cementerio y a las fuentes de Montjuich; lo que

rieron el día que fueron a ver al doctor Felipe con la cabeza infectada por la tiña y

aquellos emplastes con los que les untó la cabeza; los días de playa de Can Tunis; la

noche de la Verbena de San Juan con Pepi, la gorda; el castigo en el Cuarto Oscuro.

Tuvo una extraña sensación al evocar aquellos recuerdos, pues a la vez que los

sentía vivos y frescos en su cabeza, era como si todos pertenecieran a otra vida, a una

lejana dimensión.

Eran tantos los momentos…

La marcha de Ricardo corrió rápidamente de boca en boca, aunque solo significó

Page 213: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

otra más para los muchachos del Asilo, acostumbrados a las frecuentes llegadas y partidas

de chicos. Sin embargo marcó un punto de inflexión tanto en la vida de Eloy como de

Jorge, que echaron rápidamente en falta su energía y sus locuras. La madre Gema les

había dicho que debían alegrarse por él, pero cómo iban a poder hacer eso si se había

marchado para siempre de sus vidas. Era como si Ricardo hubiera muerto.

El momento del desayuno transcurrió como un día cualquiera. Como de

costumbre, los pegotes de grasa volaron de unas mesas a otras en mitad de un rumor

infernal de voces y el choque de las cucharas. Jorge recorrió con la mirada el rostro de

aquellos muchachos bravos y escandalosos, y no encontró ninguna emoción especial,

cada uno iba a lo suyo, como siempre. Después bajó la mirada al tazón que humeaba

frente a él y observó un rostro de expresión mustia reflejado en la superficie de la leche.

Su mirada se perdió en aquel reflejo. Hasta que una mano arrugada y con manchas de

vejez hundió de sopetón y con demasiada energía una cuchara en el tazón salpicando la

mesa.

—¿Quieres tomarte la leche de una vez? –la cavernosa voz de la madre Espíritu

Santo chirrió junto a su oreja.

Jorge cogió la cuchara y removió la leche. Oyó los pasos de la monja alejarse y

unas gargantas rompieron a reír. Momentos después sintió un picotazo en el cogote y se

giró. Un codo de Eloy tocó el suyo.

—No hagas caso, nos quieren provocar.

Jorge contempló con furia a los grandullones, que se desternillaban de risa.

—Son unos gilipollas. No les hagas caso –volvió a repetir Eloy.

Jorge se volvió.

—Tienes razón, son unos gilipollas.

No obstante, cuando más distraídos estaban, desde la mesa de los grandullones

llegó una lluvia de pegotes. Se subieron los cuellos de las camisolas para protegerse. Eloy

volvió medio cuerpo y una bolita grasienta se estrelló en su frente.

—¿Dónde está vuestro amigo? –dijo uno de ellos en tono provocador.

—Sí, ¿dónde está ahora ese animal? –añadió otro.

Eloy apartó la cara esquivando un pegotillo que volaba directamente hacia su

rostro, pero tuvo la satisfacción de ver cómo la madre Regina, que en ese momento se

deslizaba detrás de aquellos malvados mocetones, propinaba un escandaloso bofetón al

muchacho que había lanzado el último. Eloy dio un codazo a Jorge, quien se volvió a

tiempo de ver la marca rojiza que la mano de la monja había dejado en el rostro del

joven.

—¡Casi le arranca la cabeza del sopapo! –se sonrió Eloy concentrando su atención

en el tazón de leche. Jorge cogió su taza con ambas manos y se la bebió de dos sorbos.

Page 214: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Minutos después iban camino de clase.

Esa tarde después de la merienda se encontraron con una sorpresa al subir al

dormitorio. Un chico de la edad aproximada de ellos estaba sentado en la cama de

Ricardo. El niño tenía el pelo castaño, la piel clara y era casi tan menudo como ellos. Una

cicatriz alargada junto a la ceja.

—¿Tú quién eres? –le preguntó Eloy con el ceño fruncido.

—José Miguel.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? –se interesó inmediatamente Jorge señalando

hacia su frente.

—Me dieron una pedrada.

—Casi te dan en el ojo.

—Sí, pero yo le abrí la cabeza al otro con un ladrillo. Tengo buena puntería.

Jorge pensó que si el chico tenía tan buena puntería como decía sería un buen

fichaje para cuando jugaran a tirarse piedras.

—¿Qué haces ahí, en la cama de Ricardo? –le preguntó Eloy.

—El señor Juan me ha dicho que dormiría aquí –murmuró el chico sorprendido de

aquella cama perteneciera a alguien.

Jorge y Eloy intercambiaron una mirada, por un momento habían olvidado que

Ricardo no iba a regresar.

—Vale –dijo Eloy.

Bajaron al patio y el nuevo se quedó arriba. Hacía frío y decidieron moverse para

entrar en calor. Mientras ellos daban vueltas al patio, otros chicos jugaban a indios y

americanos y otros a pelota o a luchar. Los grandullones pasaron junto a ellos corriendo

detrás de un balón, de pronto los rodearon y les propinaron una buena docena de

pescozones. Pasó todo tan rápido que ni la madre Cecilia ni la madre Regina, que en ese

momento vigilaban en el patio se dieron cuenta. Jorge y Eloy se defendieron a patadas y

puñetazos como pudieron. Después de eso los grandullones siguieron corriendo detrás de

la pelota como si tal cosa, hasta que escogieron una nueva víctima y la vapulearon. Jorge

se llenó de rabia al pensar que eran los mismos que le habían dejado sin juguete.

—¿Es que nadie va a darles nunca una lección? –se preguntó Jorge.

—Son demasiado grandes. Como no sea mientras duermen…

Jorge detuvo sus pasos en seco. <<Como no sea mientras duermen>>, repitió para

sí. El hijo del enterrador había recordado de pronto una vieja putada que su padre le había

contado que se practicaba en el ejército con los novatos.

Page 215: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—Tengo una idea –dijo.

—¿Qué se te ha ocurrido ahora?

Jorge se lo explicó.

—Se van a enfadar mucho.

—Me da igual. Alguien tiene que darle una lección a esos gilipollas –dijo Jorge

con total determinación—. ¿Vas a ayudarme?

—Claro que sí, idiota.

Esa misma noche, mientras todo el mundo dormía, Jorge y Eloy se deslizaron con

total sigilo hasta un arcón que había junto a la habitación donde Mosi dormía. Jorge abrió

la portezuela y cogió la lata de crema de betún negro con la que el vigilante solía lustrarse

los zapatos. Cuando la tuvo en su poder intercambió una penetrante mirada con Eloy.

¡Vamos, a por ellos!, decía el hijo del enterrador con aquella mirada.

Fueron a hurtadillas hasta las camas donde dormían los grandullones, los cinco

roncaban. Los observaron un rato y pensaron que en realidad no daban tanto miedo, más

bien parecían cinco bobos. Se untaron un dedo con una gruesa capa de betún y cama por

cama, conteniendo la respiración, fueron ungiendo con la crema cejas, narices, orejas y

hasta la frente de los grandullones. De cuando en cuando alguno daba un fuerte ronquido

o cambiaba de posición súbitamente, lo que arrancaba un respingo a los chicos. Instantes

después habían acabado. Los observaron conteniendo la risa.

—Los cinco cerditos –susurró Eloy al oído de Jorge.

Jorge se tapó la boca, pero se le escapó un pequeño gemido y uno de los

grandullones se revolvió en la cama. Eloy le hizo un gesto para que lo siguiera. Se

deslizaron de vuelta por el pasillo y momentos después dejaban la lata de betún en el

arcón.

Se miraron las manos, tenían betún por todas partes.

—Vamos a lavarnos o esto nos delatará –dijo Jorge.

—Sí, los cinco cerditos no tienen que enterarse de que hemos sido nosotros.

Se lavaron las manos con una gruesa pastilla de jabón Lagarto, que se utilizaba

para todo, y tuvieron sumo cuidado de que entre las uñas no quedara ningún resto.

Minutos después, el fabuloso jabón Lagarto había limpiado cualquier rastro de la crema

de zapatos.

—No sabemos lo que puede pasar mañana, así que nadie debe enterarse de esto –

dijo Eloy—. Tenemos que jurarlo.

—Lo juro –dijo Jorge con despreocupación.

—Yo también.

Page 216: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

Se sonrieron por la perrería que acaban de cometer y se fueron directos a la cama

llenos de satisfacción.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, la madre Espíritu Santo,

acompañada de la madre Cecilia, entraron como dos terremotos en el dormitorio

golpeando con sus varas los barrotes de la camas. Cada una tomó por una hilera de

camas.

—Arriba, diablos –aullaba una.

—Arriba, niños del demonio –refunfuñaba la otra.

De tanto en tanto se escuchaba un azote seguido de un grito de dolor. Jorge y Eloy

saltaron rápidamente de la cama y comenzaron a vestirse. De pronto la madre Espíritu

Santo, que ya se encontraba en el otro extremo del dormitorio, puso el grito en el cielo.

—¡Dios mío santificado! ¿Pero esto qué es? ¿Esto qué es? –y mientras

pronunciaba esas palabras su vara subía y bajaba rítmicamente.

La madre Cecilia fue rápidamente en auxilio de Espíritu Santo. Su culo se

bamboleaba de un lado a otro a cada paso. Cuando llegó hasta ella su grito pudo oírse en

toda la sala.

—¡Guarros! ¡A qué habéis estado jugando esta noche!

Los grandullones, que aún permanecían en sus camas ignorantes del motivo de

tamaña reprimenda, se protegían de la furia de las varas resguardándose bajo las sábanas.

El resto de muchachos estaban todos asomados al pasillo observando, paralizados, la

brutalidad con que las religiosas azotaban a los muchachos. Finalmente los azotes

sacaron a los grandullones de sus camas en calzones cortos y camisetilla de tirantes. Fue

entonces cuando comprendieron qué era lo que había pasado; alguien les había gastado

una enorme putada.

Un rumor mezcla de asombro y carcajadas recorrió la habitación de un extremo al

otro. Los humilladores humillados.

—¡Mirad cómo lo habéis puesto todo! –Vociferó la madre Cecilia señalando

almohadas y sábanas, que no habían escapado a las manchas negras de la crema de

betún—. Ahora tendremos que pasarnos el próximo fin de semana lavando y frotando

todo esto por vuestra culpa. —Y de pronto soltó un revés de mano al chico que había más

próximo a ella. El muchacho comenzó a llorar y la monja se encaró con él.— Los niños

no lloran —le gruñó.

—Nosotros no… –comenzó a decir otro, pero la vara de la madre Espíritu Santo

se estrelló en la cabeza del muchacho interrumpiendo sus palabras.

—¡No quiero oír sandeces! –aulló—. ¡Ahora mismo, al Cuarto Oscuro los cinco

ahora mismo!

—¡Rápido! Vestiros y lavaros –refunfuñó la madre Cecilia.

Page 217: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

—No –vociferó la madre Espíritu Santo—. Así mismo, tal y como están. Así

aprenderán a no causar problemas.

Escoltados por la madre Espíritu Santo y la madre Cecilia, los grandullones

cruzaron el pasillo camino del Cuarto Oscuro, iban cabizbajos y claramente humillados.

El resto de niños se había colocado a pie del pasillo para verlos pasar. Rojos de ira,

lanzaban llamaradas de odio y venganza a todo aquél que se atrevía a cruzar una mirada

con ellos. Una vez que descendieron las escaleras, los demás chicos comenzaron a saltar

sobre las camas y a reír con tantas ganas que el estrépito pudo oírse hasta en el patio. Fue

como una fiesta improvisada.

Pero la diversión duró muy poco, porque momentos después subió el señor Juan

acompañado por la madre Gema y la madre Teodora. Hicieron callar a todo el mundo y

pusieron orden. Jorge vio en la expresión de la madre Gema un rictus de rigor que nunca

antes había visto en ella. El señor Juan ordenó que todos se situaran en el pasillo, junto a

los pies de la cama, tal y como se encontraban en ese momento; la mayoría sin vestir y

sin asear. Inmediatamente después comenzó una inspección para encontrar al culpable. El

séquito pasó niño por niño examinando las manos una a una, tanto por la palma como por

el dorso. El señor Juan iba en cabeza, cogía las manos de un chico, las examinaba por

delante, las examinaba por detrás y escudriñaba bajo sus uñas con un palillo de dientes,

así dedo por dedo. Después miraba a las religiosas negando con la cabeza, ellas asentían

y pasaban al siguiente muchacho. Así lo hicieron desde el primero hasta el último,

sacando mayormente roña de debajo las uñas, pero sin encontrar rastro alguno de crema

de betún. Emplearon en ello más de una hora, ya que el señor Juan hizo meticulosamente

la labor. Durante ese tiempo los chicos permanecieron en pie en el corredor, pasando frío

y hambrientos, puesto que no habían desayunado. Cuando hubieron acabado, la madre

Gema ordenó que se vistieran, se asearan y que bajaran al patio a formar.

Nada más salir el séquito de la sala, los muchachos comenzaron a preocuparse por

el autor de la broma, las consecuencias empezaban a no ser tan divertidas como la

merecida putada de la que habían sido objeto los grandullones. Con todo seguro que

nadie habría visto nada. Y si alguien averiguaba algo, el silencio impondría su ley. En

aquella cárcel no había nada peor que un chivato y de eso era consciente todo el mundo.

Jorge tenía una especie de hormigueo en el cuerpo, una sensación extrañamente

agradable. Intercambió una mirada con Eloy. Eloy le envió un guiño y él asintió con una

expresión enigmática. Luego comenzó a calzarse, se sentó en la cama y mientras se subía

los calcetines largos hasta las rodillas recordó la cara de bobo de los grandullones todo

tiznados de negro. Tuvo que llevarse una mano a la boca y mordérsela fuertemente para

contener la risa.

Al hijo del enterrador nadie le roba sus juguetes.

¡Bobos!

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34

Durante ese día no se habló de otra cosa en el Asilo. Todos festejaban que los

grandullones abusadores estuviesen encerrados en el Cuarto Oscuro, aunque a la vez

temían su venganza cuando cumplieran el castigo.

Después del aseo los chicos trotaron escaleras abajo, José Miguel, el recién

llegado, descubrió esa mañana lo que significaba bajar las escaleras bajo una densa lluvia

de escupitajos, pues casi todos iban dirigidos a él y por cada acierto había un coro de

fuertes carcajadas. Cuando llegó al replano de la planta baja pidió permiso para ir a

asearse, tenía el cabello completamente empapado por los salivajos. El señor Juan y su

mujer, la señora Josefa, permitieron que José Miguel subiera a lavarse. Cuando Jorge

pasó junto a ellos oyó que hablaban reprochando la perversidad de los chicos. Pero eso no

fue todo, en el desayuno ocurrió algo similar con los pegotes de grasa; la mayor parte

fueron a estrellarse en su cogote. El nuevo no daba crédito a cuanto estaba viviendo en

una sola mañana. Como si participasen en un rito de iniciación Jorge y Eloy también

lanzaron alguno a su pescuezo, aunque cuando vieron a José Miguel volverse

completamente aterrorizado, sintieron tal vileza que fueron a sentarse a su lado.

—No te preocupes –le dijo Jorge mientras rascaba con la cuchara un surco en la

superficie de la madera y arrancaba un pegotillo—. Esto es así todos los días, cuanto

antes te acostumbres, mejor –y acto seguido lanzó el pegotillo hacia atrás. La bolita de

grasa hizo una trayectoria parabólica.

—¿A quién se lo has tirado? –preguntó José Miguel.

—A nadie en concreto.

—Esto es una guerra de todos contra todos –le explicó Eloy.

—¿Y por qué me ha escupido todo el mundo a mí?

—Porque eres el nuevo.

—Pues no ha tenido ninguna gracia —y dicho eso, un pegotillo de grasa se

estrelló en su frente. Las carcajadas resonaron en el comedor y José Miguel se limpió con

la manga—. He visto quién ha sido –dio con el ceño arrugado.

—Pues haz tú lo mismo, tírale una le aconsejó Jorge—. Quieren que entres en la

guerra.

José Miguel cogió su cuchara y comenzó a arañar la superficie de la mesa,

enseguida formó tres bolitas de grasa. Se puso en pie y las lanzó una detrás de otra. Todo

el mundo en el comedor siguió la trayectoria de los pegotes, que fueron a impactar en el

rostro de un chico. La cara de estupefacción del muchacho levantó una ola de carcajadas

que barrió el comedor.

—¡La hostia! –dijeron casi al unísono Jorge y Eloy.

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—Ya os dije que tenía puntería –y se señaló la cicatriz de la ceja—. Al que me

hizo esto le abrí la cabeza y lo mandé al hospital de un ladrillazo.

Cuando José Miguel volvió a sentarse se dio cuenta de que era el centro de

muchas miradas de admiración, pero al haberse puesto en pie para lanzar las bolitas

también había reclamado la atención de la madre Espíritu Santo, que ya entraba como un

terremoto entre las filas de mesas con la vara levantada y mirada lobuna. A José Miguel

solo le dio tiempo de apretar los dientes y de llevarse un brazo hasta la cabeza, cuando la

vara cayó sobre él una y otra vez.

—Tú… ¿Llamando la atención tan pronto? Vas a aprender modales rápidamente,

ya lo verás –y tras sacudirle una estera de palos al chico nuevo, repartió también un par

por otras mesas donde observó alguna risita.

Su incorporación a la rutina del Asilo se produjo a pasos agigantados, ya que esa

misma noche el Enterao sacó su colección de postales de chicas y le propuso hacerse una

paja. A cambio de un lápiz de color rojo, José Miguel participó en su primera

masturbación colectiva.

Los días transcurrieron y cuando quisieron darse cuenta llegó el momento de que

los grandullones salieran del Cuarto Oscuro. El día anterior a que eso sucediera, Jorge y

Eloy tomaban el sol en el patio, hacía un frío terrible y todo el mundo estaba al sol o en

movimiento para no helarse.

—Mañana salen –dijo Eloy lanzando un salivajo.

—¿Crees que sabrán quién lo hizo?

—No. Aunque sí creo que intentarán vengarse.

—¿De quién?

—No sé, de todo el mundo. Quizá empiecen por los que tienen más motivos. –

Jorge arqueó las cejas a modo de interrogación—. Posiblemente por los que dejaron sin

juguete.

Jorge se quedó en silencio un instante.

—Entonces habría que quitarse de en medio.

—Eso sería lo mejor, ¿pero cómo?

—Ir a la enfermería.

—¿La enfermería? ¿Es que quieres lanzarte contra la pared y abrirte la cabeza

como hacía Ricardo?

Al nombrar a Ricardo los dos cruzaron una mirada.

—¿Te das cuenta de que nunca hablamos de él? –dijo Jorge.

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—Sí, es como si lo hubiéramos conocido en otra vida.

—O como si estuviera muerto.

—No digas eso.

Eloy lanzó un nuevo salivajo que llegó más lejos que el anterior. Jorge lanzó el

suyo.

—Se me ocurre otra forma de ir a la enfermería.

—¿Cómo?

Y Jorge se lo explicó.

—¿Estás seguro?

—Sí –dijo con seriedad Jorge.

—Me perderé otro desfile de huérfanos, pero ya no creo que tenga posibilidades.

—Jorge lo reprendió con la mirada—. Es la verdad –añadió Eloy.

Esa misma noche cuando todos dormían, los chicos se levantaron en completo

silencio y fueron al lavabo en camisetilla de tirantes y calzones. Abrieron los grifos y

metieron la cabeza debajo del caño de agua helada.

—Vamos a constiparnos –dijo Eloy.

—¿Es lo que queremos, no?

Después de empaparse bien la cabeza, el cuello y parte del pecho, bajaron al patio.

Corría una aire gélido y fueron a sentarse donde encontraron el azote de una corriente. Al

momento sintieron la cabeza como un bloque de hielo y un frío que descendía desde el

cuello hasta el pecho. Minutos después tiritaban de frío.

—No sé si podré aguantar más –dijo Eloy abrazándose a sus piernas.

—Solo un poco más –Jorge comenzó a castañetear los dientes.

El gélido frío comenzó a entumecer sus miembros y azotaba su piel como

cuchillas. Labios, manos, orejas y nariz se les congelaron con intensos dolores.

—Creo que tengo suficiente –dijo Eloy.

—Sí vámonos.

Poco después estaban nuevamente en la cama, aunque esta vez tiritando de frío.

Jorge se encogió en un ovillo y se aferró a la medallita de La Moreneta, mojada del roce

con la camisetilla, todo su cuerpo temblaba. Eloy se enrolló con la mantita, sentía que su

cabeza quería explotar y su cerebro salir fuera de ella. Mosi se despertó a medianoche a

causa de unos gemidos y recorrió de arriba a abajo el dormitorio. Encontró a Jorge y a

Eloy muy agitados en sus camas. Colocó la mano en la frente de Eloy, estaba muy

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caliente y respiraba ruidosamente. Luego hizo lo mismo con Jorge, también tenía fiebre y

tos. ¿Qué habrían hecho esta vez?, se preguntó.

Mosi levantó a la madre Gema de la cama a medianoche con la noticia, la

religiosa se abrigó con una bata y acudió inmediatamente a verlos. Nada más llegar les

tomó la temperatura también con la mano, el vigilante no se había equivocado: tenían

fiebre, y alta, dijo la madre Gema. Abrigaron a los chicos liándolos en las mantitas y los

trasladaron a la enfermería. Allí les aguardaba la madre Teodora, que había preparado dos

camas juntas y en ese instante sacudía un termómetro de mercurio en cada mano. Nada

más acostar a los chicos colocó un termómetro en la axila de cada uno diciéndoles que no

se movieran, pero como los chicos estaban tan agitados que incluso deliraban y a

momentos parecía que perdían la consciencia, sujetó el brazo de Eloy pegado a su cuerpo

para que el termómetro no se le cayera y la madre Gema hizo lo mismo con Jorge.

Mientras tanto Mosi sacudía la cabeza.

—Cuando se han acostado estaban bien, no sé qué les ha podido pasar –dijo

apesadumbrado mientras observaba a los chicos tiritar.

—Estas cosas se incuban siempre unos días y luego salen cuando salen –dijo la

madre Teodora para tranquilizarlo.

—Es posible que hayan cogido un enfriamiento. Con lo poco que van abrigados

siempre y lo descarnados que están los dos, no me extrañaría –dijo la madre Gema, que

ya tenía el termómetro de Jorge en la mano y lo observaba a la luz de un candil—. Treinta

y nueve –dijo.

Mosi dio un corto silbido y miró a la madre Teodora.

—Este tiene treinta y nueve y medio.

El vigilante dio otro silbido mientras sacudía una mano.

—Eso es fiebre, sí señor.

La madre Teodora asintió con la cabeza.

—Le daremos media aspirina a cada uno.

La madre Gema se levantó y al momento volvió con una aspirina y dos cucharas.

Partió la aspirina por la estría, trituró una mitad entre las cucharas y la echó en medio

vaso de agua que había sobre la mesita de noche de Jorge. Con la otra mitad hizo lo

mismo y la echó en otro medio vaso de agua. Después de disolver el contenido de los

vasos se lo dieron a los chicos, que lo tomaron sorbito a sorbito.

Al poco Mosi se volvió al comedor. La madre Gema y la madre Teodora

aguardaron al pie de las camas hasta que se aseguraron de la bajada de la fiebre y

solamente después de comprobar con una nueva toma de temperatura que ambos habían

bajado de treinta y siete grados, volvieron a la cama.

Page 222: El Hijo Del Enterrador - Jose Luis Romero

35

Al día siguiente y al otro, tanto Jorge como Eloy, continuaron con fuertes subidas

de fiebre, dolores de cabeza, malestar en todas las articulaciones y no tuvieron fuerzas

para levantarse. Curiosamente la fiebre era más alta por las noches que por el día y afectó

más a Eloy, que incluso llegó a delirar. La leche con miel de los desayunos y las comidas

y las cenas, que incluyeron una cucharadita de aceite de hígado de bacalao y sopa de ajo,

se las sirvieron en la cama. Además esas noches durmieron con un plato de cebolla

cortada a finas rodajas sobre la mesita de noche, un remedio casero contra la congestión.

El tercer día bajó la fiebre y se levantaron para desayunar en el comedor. Al

ponerse en pie se hizo más evidente el dolor en las articulaciones, incluso un ligero

mareo, pero la madre Gema les dijo que no era bueno pasar tanto rato en la cama y que si

podían, era mejor levantarse. Al mediodía el sol estaba en todo lo alto y no corría una

pizca de aire, por lo que bajaron al patio y se sentaron en una zona soleada. Algunos

chicos se acercaron a interesarse por ellos. Uno que había llegado la noche anterior les

explicó que los grandullones habían salido del Cuarto Oscuro y les estaban haciendo

perrerías para que se chivaran. Que él supiera, hasta el momento nadie había dicho nada.

Curiosamente, esa misma mañana también llegó Villalba con su volquete cargado

de verduras. La madre Gema salió a recibirle. Villalba maniobró marcha atrás el volquete

y cuando llegó al lugar exacto que había calculado elevó la plataforma. Al instante las

verduras comenzaron a rodar formando una montañita sobre la superficie de cemento. La

nube de moscas negras que llegó con la carga comenzó a revolotear alrededor de la

montaña de verduras, hasta que al poco fueron aposentándose nuevamente sobre ellas.

Ese día ni Jorge ni Eloy participaron en la limpieza y selección de las verduras, la madre

Gema les dijo que siguieran tomando las vitaminas del sol. Así que se limitaron a

observar trabajar a los otros chicos.

La madre Gema y Villalba charlaron un rato, oyeron que Villalba le explicaba que

Franco iba a venir a Barcelona. Observaron que la madre Gema ponía tal expresión al

escuchar la noticia que dedujeron que era algo muy, pero que muy importante.

—Franco es muy malo –dijo Jorge.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque lo decía siempre mi padre.

—¿Es que él lo conocía?

—No. Pero Franco metió a mi padre en la cárcel.

Ahora Eloy lo miró con asombro.

—¿Y por qué lo metió en la cárcel? ¿Qué hizo?

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—Nada, por eso Franco es tan malo, porque mete a la gente en la cárcel aunque

no haga nada.

—¿Estás seguro de que tu padre no hizo nada?

—Bueno, creo que fue por algo político. Me lo explicó pero yo no te lo sé

explicar.

Hubo un instante de silencio.

—Jorge. ¿Si Franco es tan malo por qué hay fotos de él por todas partes? Parece

que la gente le quiere mucho.

Jorge se encogió de hombros.

—No lo sé.

Cuando se dieron cuenta observaron que la madre Gema se había ido y que

Villalba leía tranquilamente un diario en la cabina del conductor. Eloy tuvo una idea.

—Podríamos preguntarle a Villalba qué sabe de lo del padre Manjón. Gerónimo

me explicó que la noticia salió en todos los diarios.

Jorge dirigió una mirada al volquete, el periódico continuaba en las manos del

Villalba. Seguro que no se deja ni una línea, pensó el niño.

—Vale.

Fueron hasta el camión, se detuvieron junto a la puerta, se miraron, pero ninguno

de los dos se atrevió a decir nada. Villalba había escuchado sus pasos pero continuaba

leyendo el diario como si nada. Transcurridos unos minutos asomó la cabeza por la

ventanilla y al verlos allí en completo silencio arqueó el ceño.

—¿Queréis algo, chicos?

Jorge y Eloy intercambiaron una mirada que decía: <<Díselo tú. No, díselo tú>>.

—Queríamos hacerle una pregunta –dijo finalmente Eloy.

Villalba abrió la portezuela y se apeó.

—Debe ser algo importante, ya que lleváis ahí un buen rato decidiendo si

hacérmela.

—Es sobre el padre Manjón –dijo Jorge.

—¿Manjón? –Villalba entrecerró los ojos y se rascó el cogote mientras hacía

memoria.— ¿El padre Manjón?

—Sí, el sacerdote que se ahorcó en el campanario.

Villalba se recostó sobre la rueda del camión y observó a los chicos con inusitado

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interés.

—¿Qué queréis saber sobre el padre Manjón?

—¿Por qué se ahorcó? —le preguntó Eloy.

—Creo que ese misterio se lo llevó a la tumba.

—Pero dicen que la noticia salió en todos los diarios.

—Sí, es cierto –admitió Villalba sintiendo el acorralamiento de los chicos—.

Llegó a la ciudad buscando trabajo y lo encontró de campanero en este lugar.

—Dicen que poco antes del suicidio recibió la visita de una mujer.

—Eso también es cierto, según contaron los diarios, claro –Villalba comenzó a

recordar la noticia con claridad, un sacerdote no se ahorcaba todos los días y siguió día a

día la noticia con interés—. Al tiempo de llegar aquí, Manjón hizo los votos y se ordenó

sacerdote, sí eso hizo. En cuanto a la visita de esa mujer los periódicos dijeron que se

trataba de su hija.

—¿Su hija? –soltaron casi al unísono los chicos.

—Sí, su hija. ¿Pero por qué tengo yo que contaros todo esto? ¿Qué interés tenéis

en saber lo que explicaron los diarios? ¿Por qué no se lo preguntáis a la madre Gema, a la

madre Teodora o a cualquiera de la Esclavas del Corazón de María? –gruñó.

Jorge y Eloy bajaron la mirada. Tras un instante de silencio, Villalba rompió a

hablar nuevamente.

—Un periodista que se desplazó hasta Villanueva de las lomas y que encontró a la

supuesta hija de Manjón, contó en una crónica que la chica había averiguado que era hija

ilegítima de un sacerdote que de joven había abusado de su madre. Por eso vino aquí,

para conocer al violador de su madre y denunciarlo. Eso es lo que el periodista dijo que le

había explicado la chica.

Eloy tenía los ojos abiertos como platos y Jorge se había llevado una mano a la

boca como si pretendiera sellar cualquier palabra que pudiera salir de ella, cuando volvió

la madre Gema.

—Bueno chicos, ya os he explicado quién es Kubala –dijo Villalba mintiendo para

disimular ante la madre Gema—. Ahora a jugar.

—Gracias señor Villalba –dijo Jorge.

—Si gracias –añadió Eloy

Y a paso apresurado volvieron al rincón donde anteriormente tomaban el sol. La

madre Gema los observó alejarse, dibujó una expresión de satisfacción en el rostro y

zarandeó la cabeza.

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—Qué curiosidad tienen estos chicos —dijo.

—No lo sabe usted bien, madre. No lo sabe bien.

Esa noche volvió a subirles la fiebre, a Jorge ligeramente, pero Eloy subió hasta

treinta y nueve. La madre Teodora volvió a colocarles el plato con rodajitas de cebolla

sobre la mesita de noche para aliviar la congestión, pero también les obligó a tragar a

cada uno un diente de ajo partido por la mitad y el zumo de medio limón, otro remedio

natural para la fiebre, que no acababa de abandonar sus cuerpos.

La madre Gema asomó a primerísima hora de la mañana en la enfermería. Los

primeros rayos de sol penetraban a través de la ventana y su hábito resplandecía con

vivos destellos celestes. Caminó de puntillas por el pasillo hasta detenerse junto al

camastro y observó al niño dormir durante unos instantes. Luego puso la mano

suavemente sobre su frente. El chico abrió los ojos con un sobresalto.

—¿Qué pasa?

—Buenas noticias Jorge, casi no tienes fiebre. Pero tienes que levantarte, asearte

y ponerte esta ropa que te he traído.

El chico levantó la cabeza, observó la ropa limpia de los domingos que había a

los pies de la cama. Luego miró a su alrededor, los demás chicos dormían aún.

—¿Qué sucede? ¿Es que hoy es domingo otra vez?

La madre Gema se sonrió.

—No, claro que no chiquillo. Solo hay un domingo por semana. Tienes que

levantarte porque alguien muy especial ha venido verte. Así que lávate la cara, péinate

bien y vístete. Rápido…

…Después de salir a despedir a Jorge hasta la puerta, volvió a meterse en la

cama, tiritando y con la cabeza embotada. Había salido demasiado ligero de ropa para el

frío que hacía y ahora volvía a pagar las consecuencias. Se lió con la sábana y la manta y

ese mediodía se negó a comer de nada. Eloy era presa de una congoja infinita, otra vez

solo como al principio de todo. La madre Gema sabía el motivo de su estado de ánimo y

se sentó a su lado en la cama, pero ni todas las palabras de consolación del mundo

resultaron bálsamo suficiente para su corazón. Primero Ricardo, de quién ni tan solo pudo

despedirse. Y ahora Jorge. Todo tan rápido. Tan inesperado.

A media tarde Eloy tomó media aspirina y aceptó un vaso de leche con miel. La

medicina y los remedios naturales a base de ajos y cebollas consiguieron estabilizar su

fiebre. Y a pesar de que se encontraba algo mejor, podía vérsele todo el tiempo yaciendo

en la cama mirando al techo, con miedo a cerrar los ojos. Y si se levantaba era para ir al

aseo o hasta la ventana, donde permanecía largos ratos, con aires de melancolía,

observando volar las gaviotas. De esta manera pasó la tarde entera. Por la noche acepto

tomarse un plato de sopa de ajo, nada más.

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36

Pasada la medianoche Eloy se despertó en estado febril. Un sofocante ardor

recorría su cuerpo a oleadas y tenía la ropa empapada en sudor. Había tenido una

pesadilla, más bien un delirio. Se incorporó, se sentó en la cama y vaciló unos instantes

antes de ponerse en pie. Su estado era casi de semiinconsciencia y se preguntó si

realmente estaría despierto. Se puso en pie un momento, las piernas le temblaban y se

dejó caer nuevamente en la cama con una especie de mareo. Tenía la cabeza y los

sentidos embotados como si hubiese estado de borrachera.

Y entonces lo recordó: Jorge se había ido. Miró hacia su cama para asegurarse, y

sí, estaba vacía.

Al igual que Ricardo, Jorge también lo había abandonado y se había marchado

para siempre. ¿Sería cierto o estaría delirando? Apoyó los codos en las rodillas y hundió

la cabeza entre las manos martirizándose con la idea de que nunca más volvería a verlos.

Mientras todos tenían su oportunidad, él seguía allí por culpa de su pierna atrofiada. ¡La

herida que tan solo él veía sangrar!

Gritó y lloró hacia sus adentros.

Observó su alrededor y topó de nuevo con la vacía cama de Jorge. No deliraba.

Se puso en pie y con paso trémulo se dirigió hacia la escalera.

—¿Adónde vas? –le susurró alguien desde un camastro. Pasaron unos segundos

sin obtener respuesta—. ¿Qué adónde vas? –repitió al poco la voz.

Eloy se volvió.

—Afuera.

—Estás loco. Está helando.

Eloy miró los cristales, se había formado escarcha por fuera.

—Me da igual.

—Estás loco.

—Déjame en paz –largó con malas formas.

Fuera hacía un frío terrible, la brisa azotaba su cara como un látigo pero en el

cielo no había ni una nube. La vista de las estrellas y de la montaña de Montjuich era

magnífica, como si alguien hubiera limpiado el cielo. Dio unos pasos por el patio,

desierto e inquietante a aquellas horas. Completamente oscuro. De pronto se encontró con

la mirada fija en la torreta del campanario. Tenía un pensamiento turbador que se repetía

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una y otra vez en su cabeza. Entonces contempló el entorno como si fuera la primera vez

que ponía los pies allí. ¿Qué demonios hago aquí?, se preguntó confuso como en un

sueño. Echó a andar y, como si unos hilos invisibles lo guiaran, se dirigió hacia el

campanario. Una idea vaga e imprecisa daba vueltas en su cabeza.

Alcanzó la entrada. Eloy se encontraba espantosamente mal, tenía escalofríos de

fiebre, pero un grito interior le machacaba continuamente:

—Ve.

Su corazón latía con ímpetu. Todo estaba oscuro, como un pozo ciego, y temió dar

un solo paso más. Entrar era como tener una enorme brecha profunda bajo los pies. Echó

de menos una vela. Puso un pie dentro y se detuvo un instante a escuchar, no llegó ningún

ruido. En la torreta reinaba la paz más absoluta, parecía dormir. Entonces se decidió.

Palpó el espacio hasta que dio con el primer peldaño y colocó una mano sobre él, era una

superficie rugosa y húmeda. También tocó una especie de argamasa repelente compuesta

por arenilla, cera de las velitas y moho. Alargó la otra mano y tocó el segundo escalón.

Después suspiró profundamente de alivio.

Sudaba pero a la vez tenía un frío glacial y temblaba de pies a cabeza a

consecuencia de la fiebre y los nervios. ¿Qué le guiaba hasta allí? ¿Qué pretendía

encontrar? ¿Respuestas? ¿Respuestas a qué, si la culpa de todo, desde su nacimiento, la

tenía aquella maldita pierna atrofiada? Las preguntas se embrollaban en su mente como

en un carrusel delirante y no hallaba ninguna contestación lógica para ellas.

El campanario tenía tres ventanas, con el cielo completamente despejado y lleno

de estrellas seguro que entraba alguna luz por ellas. Miró hacia arriba y a pesar de que su

vista se había acomodado a la oscuridad no vio nada, era como estar entre tinieblas, sin

embargo sí que percibió una especie de ligero mareo. Aguardó unos instantes hasta que se

recuperó y arrancó. Comenzó a subir a gatas muy lentamente, moviendo secuencialmente

pies y manos. Mientras escalaba peldaño a peldaño, pensaba en Jorge y en Ricardo. Ellos

ya habían estado allí, al igual que el Carasucia, el Enterao y otros tantos muchachos.

¿Pero qué sería de Ricardo en su bar de Madrid? ¿Podría ir a visitarle cuando saliera de

allí?, eso si algún día salía. ¿Y Jorge, cómo iba a encontrar a Jorge sin ninguna pista?

Bueno, al menos tenía un apellido de cada uno; se llamaban Ricardo Mena y Jorge Font,

sabiendo eso siempre habría más posibilidades de encontrarlos.

Aunque la fiebre no le permitiera percibirlo muy bien, el suelo despedía un olor

repugnante. Sus pies resbalaban sobre los peldaños y fueron bastantes veces las que se

ayudó con sus rodillas desnudas; adelantaba una mano, adelantaba el pie contrario a la

vez y al empujar resbalaba, entonces tenía que gatear con las rodillas. Unos peldaños más

arriba empezó a notar una leve corriente de aire y eso le animó. Apretó un poco el ritmo y

casi sin darse cuenta llegó hasta el primer ventanuco. La luz de la luna entraba por la

abertura y Eloy se dejó caer en un pequeño rectángulo iluminado. Su corazón latía

desenfrenado y sus fuerzas flaqueaban. Se observó las manos, las tenía completamente

sucias y bajo sus uñas encontró mugre incrustada. Sintió asco y frío. A pesar de que el

sudor chorreaba por su cuello y se encontraba casi sin aliento a causa del esfuerzo, volvía

a sentir aquel gélido frío nuevamente.

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Se tomó un pequeño respiro. La luz se desvanecía tras los primeros peldaños y

poco más allá de ellos solo había una terrible oscuridad y un inquietante silencio.

Sin tener demasiada consciencia de la realidad, al poco se internó de nuevo en la

pavorosa negrura. Los escalones se sucedían uno tras otro. Infinitos. Como una

embriaguez onírica. ¿Cuántos habría subido ya? Lo ignoraba y tampoco le importaba.

Solo el grito interior que se repetía una y otra vez machacándole:

—Ve.

Poco más arriba la corriente de aire se intensificó, aunque el espacio entre pared y

pared comenzó a estrecharse. Instantes después llegó a la segunda ventana y esta vez no

se detuvo, sino que comenzó a subir febrilmente en un arranque enloquecido. Dejó atrás

la claridad que le proporcionaba el segundo ventanal y en un instante se encontró de

nuevo en medio de la oscuridad.

Plena oscuridad, tinieblas y un caos de pensamientos.

En su mente rondaban ahora la madre Espíritu Santo, la madre Cecilia y la madre

Regina; las tres rodeaban un gran cuenco de agua al fuego donde cocían a varios niños.

Las tres viejas reían mientras pinchaban con largos palos a los niños y los maldecían.

Deliraba en esos pensamientos cuando dejó atrás la tercera ventana en su alocada

ascensión. Superó peldaño tras peldaño con total frenesí, obedeciendo el grito interior que

le empujaba a subir. Su corazón palpitaba con vehemencia cuando conquistó el último

escalón, mientras que la luz de la luna bañaba la superficie de madera del suelo. Se echó

sobre su espalda y a través de un hueco en el artesonado contempló el cielo mientras

recuperaba la respiración. Nunca había visto un cielo tan estrellado y brillante, tampoco

sabía que hubiese tantas estrellas ni de tantos tamaños. Reconoció en medio de aquel

desorden de estrellas a la Osa Mayor y la Osa Menor, las constelaciones que podían verse

más habitualmente. Al poco observó pasar tres estrellas fugaces y se sintió turbado al

pensar en Ricardo, Jorge y él.

Estaba comenzando a tiritar y a entumecerse. Se incorporó, aquel frío no era como

el frío que salía del cuerpo y que hacía sudar, sino otro tipo de frío que dejaba a uno

helado y paralizado. Al levantarse sintió dolor en todas las articulaciones. Entonces cayó

en la cuenta de la enorme campana que colgaba de la cubierta y del fragmento de cuerda

que pendía de su yugo. ¿Cómo no lo había visto antes? Era lógico, estaba enfermo. Se

frotó brazos y piernas para entrar en calor y echó un vistazo a su alrededor. El parapeto

era un murete de piedra negra y húmeda que circundaba completamente el campanario.

Había excrementos de paloma sobre su superficie. Se acercó hasta él, no sobrepasaba sus

hombros en altura y pudo echar un vistazo afuera sin dificultades. Tenía una panorámica

perfecta de la montaña de Montjuich y del puerto. El faro del Llobregat destellaba a lo

lejos y en el mar podían divisarse las lucecillas de enormes embarcaciones. Respiró un

rato aquella libertad.

Después volvió a enfocar su atención en la campana. ¿Cómo diablos la harían

sonar si era imposible llegar a ella? Buscó un palo con el que zarandearla pero allí no

encontró más que humedad, cera de las velitas y mugre. Y repentinamente se dio cuenta

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de que ya no temblaba por el frío, sino que se encontraba un poco mareado. Su cuerpo

ardía por la subida de la fiebre, tenía los labios hinchados y el sentido nuevamente

embotado. Llegó hasta el murete tambaleándose y se apoyó en él recostando la mejilla

sobre la piedra. Se sintió inmediatamente aliviado al notar el frió en su piel y así

permaneció unos minutos, con los ojos cerrados en una especie de duermevela.

Cuando volvió en sí miró a su alrededor con angustia. ¿Cuánto tiempo había

pasado?, se preguntó con inquietud. Miró al cielo, la Osa Mayor y la Osa Menor

continuaban en el mismo sitio, así que supuso que no habían pasado más que unos pocos

minutos. Se puso en pie torpemente y respiró el aire de la noche. Aire frío y libre.

Extendió los brazos para que la libertad lo golpeara en el pecho y en la cara y comenzó a

correr en círculos como si fuera un avión; primero de manera lenta, luego febrilmente,

hasta que cayó mareado y casi sin respiración al suelo. Por unos momentos se había

sentido libre como un pájaro. ¿Qué sentirían los pájaros al volar?, se preguntó mientras

yacía en el suelo contemplando la inmensidad del cielo. Mientras se hacía esa pregunta se

dio cuenta de que el cielo estaba algo más claro y que algunas estrellas, las más pequeñas

y menos luminosas, habían desaparecido.

Tuvo una idea que le obligó a incorporarse repentinamente. A pesar de que la

fiebre no había dejado su cuerpo y que se encontraba bajo los efectos de una especie de

embriaguez, advirtió que se sentía algo mejor. Observó el muro, recorría todo el contorno

de la torre pero era asimétrico, en algunos puntos estaba más próximo al centro que en

otros. Así que dedujo que subiéndose en uno de aquellos puntos del muro podría llegar a

la campana. Reunió fuerzas, tomó aliento y de un salto se encaramó al muro, después se

agarró a una vigueta que sostenía el techo y alargó un brazo. Tocó la campana justo con la

puntita de los dedos, fría como un témpano. Intentó empujarla pero con la ridícula fuerza

que podía hacer no la movió ni un centímetro. Entonces, como si hubiera sufrido un

súbito ataque de locura dio un grito y se lanzó contra la campana. Sus dos manos

chocaron contra el hierro y la campana se movió un poco más de un palmo. Después del

contacto la campana comenzó a oscilar con un suave vaivén. Eloy había caído de bruces

al suelo y contemplaba hipnotizado su ir y venir. Estuvo así por algo más de un minuto.

Luego se puso en pie, le dolía todo el cuerpo, sobre todo los huesos, que los sentía como

si se los hubieran triturado, pero volvió a trepar sobre el muro. Ahora sí que llegaba a

tocarla. La campana iba y volvía con un continuo movimiento oscilante y Eloy la observó

unos instantes, después la empujó cuando alcanzaba el punto justo de retorno, con lo que

ganó impulso. Repitió la operación una y otra vez. De esta forma fue prolongando poco a

poco su recorrido y el ímpetu del vaivén. —La empujó una vez y volvió con la fuerza de

cinco hombres; la empujó otra vez y volvió con la fuerza de diez hombres; la empujó otra

vez y volvió con la fuerza de veinte hombres—. Así progresivamente, duplicando su

fuerza en cada envite. Hasta que finalmente dio su primer tañido. El instante fue tan

poderoso que todo su ser vibró con el sonido y se estremeció como poseído por la fuerza

de mil huracanes. Su corazón latía ferozmente y su cuerpo ardía otra vez. Emborrachado

por la fiebre comenzó a empujarla febrilmente y la campana a ir y venir con un ímpetu

endiablado. Cada nuevo repique convertía el instante en un momento más poderoso que

el anterior. Eloy se sentía dios, gritaba como un poseso y se estremecía bajo el poder de

cada tañido. Sus gritos podían oírse desde todos los rincones del Asilo.

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Los chicos se despertaron en el dormitorio y en la enfermería y, tanto sanos como

enfermos, corrieron a las ventanas a ver qué sucedía. En el cuarto de las monjas se

encendieron algunas velas, Mosi salió y también se acercó hasta una ventana, la lucecilla

de su velita titilaba en la oscuridad.

—¿Qué pasa? –le preguntó a Mosi un muchacho.

Mosi dirigió la mirada hacia el campanario.

—No sé –dijo con el habla aún espesa por el sueño. Desempañó una ventana y

pegó la nariz al cristal—. No se ve nada. —Acto seguido se dirigió hacia las escaleras.

Las monjas comenzaron a llenar el patio despavoridas, no sabían qué ocurría. La

señora Josefa y el señor Juan llegaron corriendo y se reunieron con ellas, ambos iban en

zapatillas, el señor Juan con su viejo abrigo echado por encima y la señora Josefa en bata.

Gerónimo y Mosi llegaron casi a la vez, Gerónimo con la pipa en una mano y

Mosi con un cigarrillo encendido entre los labios. Todos miraban hacia arriba confusos.

—¿Qué diablos pasa? –gruñó Mosi.

Gerónimo frunció los labios.

—Creo que tendremos que esperar a que esa campana deje de sonar para saberlo –

y comenzó a preparar la pipa calmosamente.

Mientras que el desconcierto reinaba en el patio, Eloy era presa de la embriaguez

de sus sentidos. Una sensación placentera. Gritaba locamente con cada gong de la

campana y la brisa helada le golpeaba en el rostro. Se sentía más libre que nunca en la

vida. Abrió las alas como si fuera un ave y dejó que la brisa golpeara también su pecho.

Sintió el embrujo de la libertad. Y también su grito interior.

Y echó a volar.

—¡No! –gritó alguien abajo.

Pero ya fue tarde.

La madre Gema se echó inmediatamente sobre el cuerpo sin vida que yacía en el

suelo y el resto se apiñó a su alrededor.

—Es Eloy –dijo amargamente mientras pasaba la mano por sus cabellos.

Las lágrimas comenzaron a rodar inmediatamente por el rostro de la señora

Josefa, el señor Juan se quitó el abrigo y cubrió el cuerpo. La madre Gema se puso

lentamente en pie y dirigió una lacónica mirada a la madre Espíritu Santo.

—¿Qué habremos hecho tan mal? –dijo.

La madre Espíritu Santo meneó la cabeza, se persignó y la miró con unos ojos sin

vida.

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¡Malditos niños del demonio!