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El Hombre de Mimbre nº2

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El hombre de mimbre es una revista trimestral dedicada al relato. Relatos de misterio, suspense, horror y fantasía, escritos por un tándem de autores consagrados y nuevas promesas del género. Este segundo número incluye historias de Rafael Lindem, Javier Puebla, Antonio Santos, Félix Jaime, Blanca Miosi, Jordi Díez, Allan Fergusson, Pablo García, Jesús Coronado y AC Ojeda. La revista completa está a venta en: www.amazon.es

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ÍNDICE

1. Introducción de Rafael Lindem

2. Mi buen amigo, Víctor Balmori — Rafael Lindem

3. Jugando con la muerte y la desgracia ajena — Javier Puebla

4. El peligroso señor Bonilla — Antonio Santos

5. Blancura total — Félix Jaime

6. Gabinete Locard — Allan Fergusson

7. Los visitantes — Blanca Miosi

8. El reloj — Jordi Díez

9. The talking dead — Antonio Santos

10. Rock me, Amadeus — Pablo García

11. La encrucijada — Rafael Lindem

1. 22 Corto (microrrelatos)

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EL HOMBRE DE MIMBRE CONTINÚA SU CAMINO

El Hombre De Mimbre continúa su andadura. Este segundo número cuenta

para ello con el buen hacer de un nutrido grupo de artistas; escritores y

dibujantes que seguirán la senda del primer número ya publicado, y que

ampliarán sin duda las expectativas de los lectores para el tercero. Algunos ya

son viejos conocidos: Blanca Miosi utilizará su perfecto dominio de la narrativa

para hablarnos del misterio que esconden un par de sombras en la ventana;

Félix Jaime, de lo que es capaz de hacer un individuo llevado por la

desesperación; y el siempre prolífico, Antonio Santos, ampliará su universo de

pesadilla con la continuación del serial "The Talking Dead", y la presentación

del ser más letal y peligroso de la creación: el Sr. Bonilla. Por su parte, el

doctor en criminología, Allan Fergusson, continuará utilizando su imaginario

gabinete, y al ilustre señor Locard, para explorar la mente de los criminales

más representativos de nuestra historia. Esta vez le tocará el turno a Billy el

niño.

Sin embargo, este número llega reforzado por el brío de otros talentos que mejorarán sin duda la experiencia de su lectura. Contaremos con la participación del veterano Javier Puebla, poeta, novelista y cazador incansable de historias. Su Arturo Briz, alias Tigre Manjatan, nos acompañará en este y en algunos números sucesivos, haciéndonos testigos de lo versátil que puede llegar a ser un animal salvaje cuando su creador es una genial sombra con sombrero (a Puebla no lo conocerán únicamente por sus letras; también lo harán por su sombra). Jordi Díez, autor de éxitos como "La virgen del sol" o "El péndulo de Dios", actualmente en los primeros puestos de ventas, aportará a esta colección el inquietante relato de un hombre enfrentado con su pasado, un  

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hombre que sobrevive del mejor modo posible entre los crueles engranajes de

un viejo reloj Festina. Completan la galería Pablo García, Jesús Coronado y AC

Ojeda, autores que no dejarán indiferente a nadie.

Hechas las presentaciones, es el momento de dar inicio a este nuevo viaje

por lo macabro y lo tenebroso, no sin antes mencionar al caballero protagonista

de la primera de las historias aquí reunidas. Su nombre es Víctor Balmori, y es

el eje central de un ciclo de cuentos que espero ir presentando, poco a poco,

en próximos números. Relájense en compañía de este sibarita fáustico

(además de ser otras muchas cosas, como verán), y disfruten de su

hospitalidad.

Rafael Lindem

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Mi buen amigo, Víctor Balmori

por

Rafael Lindem

Tengo que reconocerlo, no soy nada popular. Sí, podrán oír sobre mí un cierto

número de elogios, todos ellos, por cierto, nada extensos y carentes de

cualquier emoción; referidos de carretilla y sin el mayor interés, como cuando,

echando mano de información bien aprendida, se habla del afán trabajador de

las hormigas, o de la fastidiosa tenacidad de las moscas; pura obviedad. Estos

destellos de admiración aparecen únicamente en el momento en que son

mencionadas mis labores como contable en el Banco Español de Crédito,

empresa en la que llevo trabajando desde hace más de veinte años, y donde

soy tenido por mis compañeros y mi propio jefe como una auténtica eminencia

en cuestiones de cálculo; o cuando la señora Cabredo, mi casera, se arranca a

exponer, con un orgullo casi maternal, las conveniencias de mi carácter

tranquilo y ordenado. No obstante, más allá de todo esto, soy un auténtico

desconocido para la gente que me rodea.

Confieso que mi carácter reservado pueda tener, en parte, mucho que ver en esta realidad; carácter que, ya desde la más tierna infancia, influyó incluso en el trato que dispensé a las personas que conformaban mi familia adoptiva —y única familia, al cabo—: el Señor Abreu y la Señora Sandoval. Ni siquiera estos, a los que, en base a su justa importancia, me he referido siempre cariñosamente como Señor y Señora Número Uno, y a los que debo mi  

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educación y una infancia sin privaciones de ningún tipo, lograron abrir brecha

en esa suerte de terra incognita que muchos continúan viendo en mi persona.

Con todo, tampoco puedo ignorar la existencia de un segundo motivo, acaso el

más influyente, y el que, a la postre, me ha causado más problemas en mi

escasa vida social: la profunda e inexplicable repulsa que provoco en todo

aquel con quien tomo contacto. A menudo, me pregunto si esto no será

resultado del ya mencionado hermetismo; a mis excesivos silencios y a una

cierta frialdad en mi proceder. Otras veces, sin embargo, me hago la pregunta

frente al espejo de mi escritorio, observando mis brazos exageradamente

largos y delgados; mis hombros angulosos; el pecho, de aspecto acorazado

pese a su innegable enjutez; mis piernas, extrañamente flexionadas, como

preparadas para saltar; y unos ojos oscuros y sin vida, incrustados en un

cráneo demasiado pequeño para llevar sombrero. Entonces acuden a mi

memoria las palabras que el Señor Número Uno me dedicó en mi adolescencia

sobre el modo en que un auténtico caballero debe cubrirse la cabeza y

pasearse ante sus congéneres: ¡Cabeza bien alta! ¡Pecho henchido! ¡Mirar

siempre a los ojos cuando te dirijas a alguien! ¡Y no olvides la importancia de

un buen apretón de manos! Recuerdos que no puedo sino cotejar tristemente

con la realidad: mi cabeza es demasiado pequeña para las cavernosidades de

cualquier sombrero; mi pecho, no es mucho mayor que la caja armónica de una

viola; mis ojos carecen de vida, y no existe persona que me haya dado la mano

sin que refleje al instante un fuerte deseo por sacudirse mis dedos de encima.

¿Quién, en consecuencia, iba a querer lidiar con semejante lista de “virtudes”, y a continuación tratar de rebasar los altos muros de mi discreción, por el solo interés de conocerme? ¿Es mi amistad un premio lo suficientemente  

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valioso como para merecer tan denodado esfuerzo? Durante mi infancia y los

primeros años de juventud hallé respuesta a esta cuestión en el trato huidizo de

los demás niños, aleccionados por unos padres demasiado intransigentes con

mi aspecto, y con un comportamiento que consideraban frío e impropio en

alguien de mi edad; también en la actitud displicente de mis compañeros de

universidad, y en la, mucho más dolorosa, de las muchachas, que preferían

mirar hacia otra parte y evitar cualquier trato conmigo. Tras la muerte de mis

padres adoptivos, tenía ya la certeza de que mi soledad en el mundo sería

total.

No quedé, sin embargo, completamente desamparado. El señor y la señora

Número Uno me habían dejado en herencia la casa donde crecí, así como una

importante suma de dinero que me permitió vivir con cierta holgura durante el

tiempo que tardé en completar mi formación académica. Más tarde serían mis

habilidades administrativas, además de ciertas recomendaciones que mi padre

adoptivo tuvo a bien hacer en vida, las que me llevaron a ocupar el cargo de

contable por el que soy respetado hoy en día, y que me permitió costear los

inestimables servicios de mi casera, y durante años, única compañía en las

estancias del hogar familiar, la señora Cabredo. Gracias a esto pude llevar una

existencia apacible y alejada, en cierta medida, del prejuicio humano.

Cada tarde, tras cumplir mis obligaciones en el Banco Español de Crédito, me recluía celosamente entre los muros de mi despacho personal: una estancia situada en la segunda planta de la casa, y tan amplia como lo permitieron las reformas a que fue sometida tras la desaparición de mi familia adoptiva; reformas que incluían la eliminación de varios muros divisorios y la adhesión del resto de habitaciones circundantes. Como resultado, tenía a mi  

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disposición una sala que ocupaba casi la totalidad del segundo piso, y que había sido

convenientemente adecuada a las particularidades de mi naturaleza. Entre ellas, se

contemplaba el control exhaustivo de la temperatura ambiente, que no debía bajar de

25ºC ni exceder de 35ºC, y que conseguíamos estabilizar gracias a un caro sistema

de tuberías que canalizaba aire caliente bajo el suelo desde un horno situado en el

sótano; no quedaban tampoco desatendidas mis preferencias en cuanto a mobiliario,

orientadas a una gran profusión de maceteros y plantas colgantes en detrimento de

la ornamentación isabelina que imperaba en el resto de la casa, llegando a convertir

aquella estancia en una especie de selva tropical en miniatura. Contaba, eso sí, con

excelsas estanterías llenas de libros, y con un escritorio de estilo Boulle, adornado

en bronce y con finas patas de cabriolé, donde solía sentarme a leer y a meditar

mis asuntos durante horas. Allí no había ojos inquisitivos, ni debía mitigar la esencia

de mi propio ser por considerarla condenatoria; me sentía, en definitiva, yo mismo.

Únicamente la señora Cabredo tenía acceso a la sala, y únicamente ella era testigo

de mi verdadera condición, cada vez que me traía la cena o algún refrigerio a lo largo

del día. Sin embargo, sus ojos siempre fueron un dechado de comprensión, y jamás

vi en ellos otra cosa que no fuese afecto y un notable afán por cuidar de mi bienestar.

Gracias a ella, la caldera recibía el mantenimiento adecuado para que la temperatura

en la sala no variara un solo grado; mis ropas se hallaban siempre almidonadas, lo

que permitía que disimulase la delgadez de mi cuerpo —para muchos, inhumana y

sorprendente— cuando salía al exterior; y tampoco echaba en falta mi dieta especial

a base de zarzas y rosales silvestres, que siempre sabía condimentar de manera

deliciosa. Se había convertido, finalmente, en mi protectora, y en

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una digna sucesora de mi desaparecida madre, cuyo vacío consiguió paliar

ayudándose de su tolerancia y de las continuas atenciones que me brindaba,

hasta el extremo, incluso, de ganarse con el tiempo mi consideración como

señora Número Dos.

Con todo, el destino aún me tenía reservado otro encuentro con la persona

que iba a ser mi más importante aliado; alguien que optó por acercárseme sin

más interés que el de conocerme, y a quien terminé estimando justamente

como amigo Número Uno. Sucedió cuando la soledad era ya para mí un mal

crónico más que un achaque pasajero; una consecuencia, me repetía

continuamente, de lo poco común que resultaba el carácter amistoso y flexible

de la señora Cabredo; un bien casi extinto. Justo entonces, apareció él: Víctor

Balmori. Oí su nombre por primera vez una tranquila tarde de verano; una de

esas tardes en las que, como siempre que el calor estival insuflaba energía

renovada a mis miembros, echaba mano del bastón y salía a pasear por las

calles de la ciudad, sin miedo a ser juzgado por el resto de la población.

Aquella tarde en concreto, había caminado hasta el Jardín Botánico, donde

solía detenerme junto a un viejo ciprés de cuya compañía he disfrutado

siempre que el clima me lo ha permitido. Una vez más me deleité con su

corteza agrietada y con el olor de la resina calentada por el sol, permitiéndome

durante un buen rato bajar la guardia y abstraerme de cualquier otra cosa que

tuviese a mi alrededor. Allí, aferrado a aquel tronco centenario de un color

bastante parecido al de mi propio traje, nadie podía verme; estaba a salvo. Ni

siquiera el sonido de unos pasos aproximándose consiguió alertarme, ni el

inconfundible aroma a perfume francés; por todo me topé de golpe con una

mano abierta, extendiéndose ante mí como una tela de araña.

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—Perdone que le moleste —sonó al mismo tiempo una voz cálida aunque

enérgica, que contribuyó a sacarme de mi feliz ensimismamiento.

Tras domeñar un primer impulso que me empujaba a desprenderme raudo

de la corteza del árbol y saltar entre la maleza, lejos de aquél sigiloso

transeúnte que había decidido entablar conversación con mi persona —¿qué

podía pretender de mí?—, experimenté algo parecido a una agradable

sorpresa. Digo parecido, porque mi estado de nervios en aquel instante,

encontrándome arrinconado sin remedio contra el tronco del ciprés, había

convertido los latidos de mi pequeño corazón en un salvaje tamborileo que no

atenía a razones, pero que no lograba empañar del todo la impresión causada

por tan extraordinario sujeto; sumun de todo aquello que el señor Número Uno

me había señalado como definitorio del autentico caballero.

¡Aquella sí era una cabeza para llevar sombrero! ¡Y vaya si lo llevaba!: un

precioso sombrero flexible de color gris y con la corona hendida; uno de esos

que había visto cientos de veces en los escaparates y que siempre quise llevar.

Tenía, además, un porte distinguido, orgulloso, propio de quien sabe manejarse

y tiene una confianza ciega en su apariencia; alguien que no sólo no debía

recurrir al almidón para lucir una figura normal, sino que contaba con la

inestimable ayuda de una sonrisa pacificadora y unos ojos rebosantes de

atractivo. Estos caían a plomo sobre mi figura, gobernados por una extraña

mezcla de curiosidad y satisfacción.

—¿En qué puedo servirle, Señor? —pregunté algo aturdido por aquel

aturullamiento de sensaciones que me produjo su aparición.

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—Verá, desde que le vi ahí parado junto al ciprés, no he podido dejar de fijar-

me en el traje que lleva puesto.

—¿Qué le sucede?

—Tiene un acabado de lo más interesante; y ese calzado… ¿Dónde los ha

adquirido?

Su rostro refulgía lleno de interés mientras hablaba, aunque produjese la vaga

impresión de andar más pendiente de mi propia persona que de mi atuendo.

—Me temo que son exclusivos, Señor mío. Dudo mucho que encuentre nada

parecido en toda la ciudad.

Sonrió complacido; como si desde el principio hubiese esperado aquella res-

puesta. Después se descubrió la cabeza y me tendió la mano.

—Permítame que me presente, caballero, mi nombre es Víctor Balmori.

Correspondí el gesto, comprobando que, por primera vez en mi vida, una

mano extraña se aferraba cordialmente a la mía sin experimentar la más leve

inquietud. Muy al contrario, observé que aquella mano se sentía cómoda entre

mis dedos, sin prisa, disfrutando del encuentro, lo que consiguió armarme de la

confianza suficiente como para referirle ciertos detalles de mi vida privada y que

atañían a la inestimable labor que la señora Número Dos (para él, la señora Ca-

bredo) realizaba con mi guardarropía personal. Mencioné el almidón, y los arre-

glos que aplicaba a cada prenda para que estas se ajustasen perfectamente a mi

inusual figura, información que siguió con denodado interés y que correspondió

con un gran número de apreciaciones, todas ellas —¡para

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mi sorpresa!— de carácter favorable. De este modo, sabiéndome aceptado por el

propietario de tan hermoso sombrero, no dudé en dejar a un lado cualquier recelo

y abrir mi corazón tal cual era.

Libre de ataduras, entablamos una conversación que tocó temas muy diver-

sos, temas que parecían interesarnos a los dos por igual y que ayudaron a con-

solidar nuestra incipiente amistad. Supe, entre otras cosas, de sus profundos

conocimientos sobre botánica, conocimientos que comprendían un gran número

de especies exóticas, algunas de ellas pertenecientes a países lejanos que jamás

he podido visitar pero que logró dibujarme meticulosamente con la descripción

de sus viajes; también reconoció la que era su principal pasión: la entomología, o

estudio de los insectos. Sobre esta última se extendió especialmente, haciendo

hincapié en lo escasa que andaba la ciudad en cuestión de especímenes, algo

que achacaba a la continua expansión del ser humano.

—Le digo, amigo mío, que esas casas de ladrillo acabarán con muchos más

árboles en el futuro, lo que supondrá un verdadero desastre para innumerables

especies de insectos.

—Es una triste perspectiva —reconocí sin estar muy al tanto de aquel tema,

pero igualmente contento de formar parte de la conversación.

—Sí. Imagínese que hasta hace poco podían encontrarse en este mismo

parque un cierto número de mántidos; ejemplares de gran tamaño. ¿Ve aquellas

zarzas?, allí revoloteaban como pájaros de un lado a otro. Incluso una especie

fecunda como la del insecto palo, se ha convertido con el paso del tiempo en algo

tan difícil de contemplar como ese traje suyo que lleva puesto.

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Me miró de arriba abajo al decir esto, lo que me llenó de una inexplicable sensa-

ción de orgullo: ¡comparar mi traje con algo tan preciado para él!

Habíamos caminado durante un buen rato, absorbidos por la conversación, y nos

hallábamos junto a la salida del jardín botánico. A estas alturas de la tarde, Víctor

Balmori no era ya el nombre de un extraño, sino un modo inesperado de referirme

a mi buena fortuna. Víctor Balmori significaba compañía, calor humano, complici-

dad… Aquellos que valoren la amistad me entenderán, y aquellos que, valorándola,

la hayan echado en falta a lo largo de sus vidas, lo harán mucho más. El mundo se

vuelve más pequeño y confortable cuando no caminamos solos; creo que es una

apreciación común a todos nosotros. Nuestra sangre se calienta y reunimos la sufi-

ciente confianza como para atrevernos a hacer cosas que antes nos hubiesen pare-

cido estúpidas, temerarias o fuera de lugar; fue por ello, quizá, que no pude reprimir

el deseo de aceptar su invitación a acompañarle a su casa. La tarde se encontraba

avanzada, la temperatura descendería un par de grados en poco tiempo y era cons-

ciente de lo inoportuno de esta previsión, pero visitar el hogar de aquel extraordinario

sujeto era algo que bien valía el esfuerzo y las molestias que pudiese sufrir.

Mi nuevo amigo tenía su residencia a apenas dos calles de mi propio hogar, una

casualidad que atenuó en parte el vago temor que fui sintiendo conforme abando-

naba la rutina que había seguido escrupulosamente cada vez que me alejaba de las

sombras del parque y regresaba a la seguridad de mi despacho; la seguridad de un

camino bien conocido. También influyeron en este hecho las proporciones sorpren-

dentemente familiares del caserón donde vivía, así como la existencia de un sirviente

que, si bien no podía ser comparado con mi

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querida señora Número Dos, sí contaba con la presencia suficiente para aportar cier-

to calor a sus estancias.

Dewei, tal y como supe que se llamaba cuando me fue presentado, nació en el

antiguo pueblo de Qingyan, en la lejana China, y representaba una valiosísima com-

pañía para mi amigo en los innumerables viajes que solía realizar por todo el mun-

do. Nada más verlo, reparé en la fortaleza atlética de sus miembros, visible bajo el

blusón mandarín de seda negra que vestía; en la nobleza oriental de sus rasgos, y

en su parsimoniosa manera de moverse mientras se dirigía a la cocina tras recibir

la orden de prepararnos un té. Viéndolo, era inevitable no preguntarse en qué tipo

de extraordinarias empresas se habría visto inmerso junto a su señor, pregunta que

fue parcialmente contestada cuando subimos las escaleras que conducían al primer

piso. Allí, un amplio comedor de muebles tallados en cedro rojo y adornado con un

indefinible gusto oriental —supuse que Dewei y aquel mobiliario provenían de pue-

blos distintos aunque sutilmente similares—, daba paso a las estancias personales

de mi anfitrión. Pronto comprobé que Víctor Balmori no exageró al reconocerse un

apasionado entomólogo. Lo primero que sentí fue un fuerte olor a naftalina, al tiempo

que me adentraba en un gigantesco salón ocupado por gran cantidad de vitrinas, to-

das ellas llenas de insectos disecados y convenientemente catalogados por nombre

y país de origen; escarabajos, arácnidos, y otros muchos tipos cuyo nombre, segu-

ramente impronunciable, no me detuve a leer. La colección se extendía a las pare-

des, preservada tras el cristal de amplios murales de madera, e incluso contaba con

algunos especímenes vivos: pequeñas criaturas de formas imposibles, encaramadas

a la vegetación de unos terrarios que ocupaban el

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centro del salón. La impresión que todo esto causó en mí fue notable, ya no sólo por

el tamaño de la colección, sino por la asombrosa condición de algunos de los insec-

tos; animales a los que solamente podía imaginar en oscuros humerales perdidos

de la mano de Dios, lugares a los que muy pocos hombres han llegado. Leyendo

la admiración en mis ojos, Víctor no pudo reprimir un pequeño acceso de orgullo al

referirme lo complicado y hasta peligroso que había resultado reunir aquel insectario

a lo largo de los años.

—Entre estos muros, amigo mío, hay especímenes que ningún otro museo tiene,

y por los que algunos coleccionistas llegarían a pagar una verdadera fortuna; y créa-

me que la valen. Ahí, precisamente en ese terrario, mantengo con vida a una araña

violinista cuya mordedura casi me dejó cojo del pie derecho en la Pampa Argentina;

junto a ellos hay una pareja de escarabajos venenosos (¡escarabajos venenosos!

¿Se da cuenta de su importancia?), comparables en peligrosidad a la mismísima

viuda negra, tal y como pude comprobar en su momento; y más allá, otros tantos

especímenes por los que llegué a jugarme la vida. ¡Ah, si no hubiese sido por mi

fiel Dewei! Sus vastos conocimientos en toxicología me han salvado la vida muchas

veces, por no mencionar su evidente vigor físico, gracias al cual hemos logrado salir

airosos de más de una situación comprometida en tierras extranjeras. Pero basta de

aventuras —dijo al oírse de repente el sonido ahogado de una campanilla, avisándo-

nos desde el comedor—, el té nos espera.

Antes de marcharnos, quise preguntarle acerca de una estancia que se ocultaba

tras un portón doble en el otro extremo del salón, y que imaginé como una continua-

ción de aquella misma sala; otra habitación llena de especímenes asociados a una

gran cantidad de anécdotas que deseaba conocer. Sin

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embargo, un temor natural a parecer descortés, y el vago convencimiento de que

lo que allí se ocultaba pertenecía al ámbito más íntimo de mi anfitrión, me llevaron

a abandonar cualquier intento de preguntar al respecto, mientras seguía sus pasos

hasta el comedor contiguo, donde Dewei servía ya el té.

Pasamos el resto de la tarde enfrascados en una animada conversación, gra-

cias a la cual tuve oportunidad de conocer ciertos aspectos de la vida de mi amigo

que habían sido un misterio hasta entonces. Entre otras cosas, supe que, al igual

que yo, era hijo único de un matrimonio de ricos burgueses ya desaparecidos. Como

él, su padre fue también un apasionado entomólogo, y reconoció que los especíme-

nes más antiguos de su insectario habían pertenecido anteriormente a la colección

de este; la mejor herencia posible, añadió. No obstante, el haber sido hijo único le

permitía vivir de otra herencia mucho más sustanciosa y práctica para la mayoría de

personas. Gracias a ella podía dar rienda suelta a sus muchas excentricidades y a

su manifiesto sibaritismo, sin las limitaciones de la puntual remuneración que obtenía

como conferenciante, colaborador en algunas publicaciones científicas o procurador

de especímenes raros para ciertos museos entomológicos de todo el mundo. Admi-

tía salir poco de casa, si no era para emprender algún loco viaje de investigación o

recolección de especímenes, y pude comprobar que su vida era tan solitaria como

la mía misma, a pesar de que pudiese llevar sombrero al modo en que lo hacen los

caballeros. Sin embargo, más allá de esta afinidad, lo que nos atraía realmente al

uno del otro eran nuestras diferencias; si para mí su principal atractivo residía en ser

un ejemplo de todo lo que me habría gustado ser desde la niñez, el mío debía beber

justamente de lo contrario; de las extrañas peculiaridades de mi naturaleza, aquellas

que me alejaban del

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carismático caballero que mi padre deseó tener por hijo, y que se hallaban tan bien

representadas en mi nuevo amigo. En especial, se interesó por mi dieta de zarzas

y verduras hervidas, y por los motivos que me han llevado a preservar mi estómago

de cualquier otro alimento que no sea este —«el caso más extraño de intolerancia

alimenticia que he visto nunca», aseguró—; también por mi temor a las bajas tempe-

raturas, algo que lo dejó pensativo durante bastante tiempo, con la mente puesta en

otra parte, lejos de aquel comedor.

Cuando la velada llegó a su fin, nuestra complicidad era inmejorable, propia de

dos amigos que se conociesen de toda la vida. Vimos de lo más natural, por lo tanto,

concretar un segundo encuentro, aunque esta vez, y dado que Balmori ya sabía de

las limitaciones de mi frágil constitución, decidimos que este tuviese lugar en mi pro-

pia casa en el plazo de una semana. Tal era mi felicidad ante la perspectiva de volver

a verle, que juraría que llegué a sonreír —algo imposible de comprobar para mí sin

un espejo delante— en el momento en que, a la salida de su hogar, incliné la cabeza

en señal de gratitud y me despedí con un: «Ha sido un placer». Él, por contra, pare-

ció tener pleno conocimiento de su sonrisa cuando respondió:

—Al contrario, querido amigo, el placer ha sido mío.

II

Encontré a la señora Número Dos bastante preocupada cuando llegué a casa.

Era la primera vez que me retrasaba en uno de mis paseos, y de nada sirvió aludir a

mi nuevo amigo y a la estupenda velada que había disfrutado en

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compañía de este para que se olvidara de los peligros e inclemencias a los que,

decía, me había expuesto tan imprudentemente. Solo al cabo de siete días, cuando,

tal y como estaba previsto, Balmori se presentó en la puerta de mi hogar, me supe

perdonado. ¡Qué expresión de sorpresa debió aflorar entonces en su ceñudo rostro

al verlo franquear la entrada! ¡Un caballero, un perfecto caballero como no había

cruzado aquel umbral desde la muerte de mi padre! ¡Y amigo mío, por si fuese poco!

Era como si su presencia allí exculpara cualquier rasgo excéntrico o solitario que

hubiese podido tener mi persona en el pasado, y me acercara un poco más a ese

estado de provechosa normalidad en el que parece vivir la mayoría de la sociedad.

Ahora que contaba con un amigo Número Uno, podía experimentar de primera mano

la satisfacción de saberme escuchado y comprendido; el silencio, a veces opresivo,

de mi despacho, se volvió liviano en su presencia, para desaparecer finalmente bajo

los argumentos de la más animada conversación; y la señora Numero Dos… bueno,

ella parecía celebrar aquel inesperado triunfo con la alegría de un talante como no

recordaba desde sus primeros años de servicio, antes de que acabara contagiándo-

se de mi habitual desaliento.

Pasamos la tarde cómodamente sentados en mi despacho, debatiendo los te-

mas más diversos. Su interés, sin embargo, recaía una y otra vez sobre los mismos

puntos: las aparatosas reformas a que había sido sometido el espacio en el que nos

encontrábamos, y la exuberante población de plantas que lo ocupaba. Feliz de haber

llamado su atención —¡y no aburrirle!—, contesté generosamente a todas las pre-

guntas que me hizo, sin dejarme ningún detalle en el tintero. Incluso, y viendo que su

interés iba en aumento, llegué a realizarle un pequeño esquema en papel de nuestro

sistema de calefacción por tuberías

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de agua caliente, que guardó agradecido en el interior de una libreta sacada de uno

de los bolsillos de su chaqueta. Observé que no volvió a guardarla, y que mientras

hablábamos realizó un buen número de anotaciones en ella, e incluso algunos di-

bujos que no pude ver pero cuya sola existencia me llenaba de satisfacción. ¡Qué

agradable es sentirse interesante! ¡Merecedor de la atención y el tiempo de los

demás! En su compañía me creía el ser más hermoso de la creación; es posible que

no pudiese llevar sombrero, pero, visto el interés que despertaba en un caballero tan

elegante e instruido como Balmori, la naturaleza me había debido dotar de otros mu-

chos atractivos en los que no había reparado con anterioridad. Su interés por mí era

la prueba, un interés que no desapareció tras aquella tarde, sino que, muy al contra-

rio, y para mi fortuna, se incrementó con el tiempo.

Al menos una vez por semana pude seguir disfrutando de sus visitas; nos ence-

rrábamos en mi despacho durante horas y tomábamos café, mientras respondía a

un aluvión de nuevas preguntas que me iba realizando desde mi sillón favorito, con

la libreta y la estilográfica preparadas sobre sus rodillas, o probando un aparatoso

equipo fotográfico que trajo consigo en un par de ocasiones. Me esforzaba al máxi-

mo con cada respuesta, y en más de una ocasión tuve que acompañar mis aseve-

raciones de datos totalmente precisos, como cuando preguntó por el perímetro de

mi tórax y me vi obligado a medirlo, ayudándome de una cinta métrica que la señora

Número Dos tuvo a bien proporcionarme; después vendrían los brazos, las piernas

y el diámetro de mi cráneo. Pero como ya he dicho, satisfacer su curiosidad era para

mí el modo más directo de recompensar su amistad y tan solo temía el momento en

que se le acabaran las preguntas y tuviese que encontrar otra forma de complacerle.

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El hombre de mimbre es una revista trimestral dedicada al relato. Relatos de misterio,

suspense, horror y fantasía, escritos por un tándem de autores consagrados y nuevas

promesas del género. Este segundo número incluye historias de Rafael Lindem, Javier

Puebla, Antonio Santos, Félix Jaime, Blanca Miosi, Jordi Díez, Allan Fergusson, Pablo

García, Jesús Coronado y AC Ojeda.

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