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EL IDIOTA EN LA LITERATURA DEL SIGLO XX Ingrid Guardiola Wo Liebe nicht ist, sprich das Wort nicht aus” (“Donde no hay amor no pronuncies la palabra”) Johannes Bobrowski, La palabra hombre 1 La literatura y su chambre : La literatura del s.XX escribe en la habitación (Proust, À la recherche du temps perdu), sobre la habitación (Blanchot, L’attente, l’oubli) y desde la habitación (Beckett, L’innomable), desde la habitación del lenguaje. La habitación es el espacio por excelencia de “el idiota”, etimológicamente denominado como “el que se ocupa de sus propios intereses privados, el que se ocupa de lo propio”. ¿Y qué lugar más propio para el hombre encerrado en sí mismo que el de su habitación? El idiota, como nos dice María Zambrano 2 , es “el que se ha quedado sin apenas palabras”, el ausente de si mismo por exceso de singularidad, de simplicidad, de unicidad. Hablamos de una literatura que se escribe desde la habitación como lugar focal de un ausente, lugar proyectivo de una ausencia. ¿Cómo hablar desde la ausencia? ¿Cómo hablarse –los personajes- desde su ausencia? Si el idiota no habla, y si en muchos casos el único que habla es el idiota (pues la literatura del s.XX descubre y potencia el monólogo interior), ¿cómo proseguir? 1 Citado en Gadamer, H-G., Poema y diálogo, ensayos sobre los poetas alemanes más significativos del s.XX, Gedisa, Barcelona ,1993, p.114 2 Zambrano, M., “Un capítulo de la palabra: El idiota”, en España, sueño y verdad, Siruela, Madrid, 1994

El idiota en la literatura del siglo XX

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EL IDIOTA EN LA LITERATURA DEL SIGLO XXIngrid Guardiola

“Wo Liebe nicht ist, sprich das Wort nicht aus” (“Donde no hay amor no pronuncies la palabra”)

Johannes Bobrowski, La palabra hombre1

La literatura y su chambre :

La literatura del s.XX escribe en la habitación (Proust, À la recherche du temps

perdu), sobre la habitación (Blanchot, L’attente, l’oubli) y desde la habitación (Beckett,

L’innomable), desde la habitación del lenguaje. La habitación es el espacio por

excelencia de “el idiota”, etimológicamente denominado como “el que se ocupa de sus

propios intereses privados, el que se ocupa de lo propio”. ¿Y qué lugar más propio para

el hombre encerrado en sí mismo que el de su habitación? El idiota, como nos dice

María Zambrano2, es “el que se ha quedado sin apenas palabras”, el ausente de si mismo

por exceso de singularidad, de simplicidad, de unicidad. Hablamos de una literatura que

se escribe desde la habitación como lugar focal de un ausente, lugar proyectivo de una

ausencia. ¿Cómo hablar desde la ausencia? ¿Cómo hablarse –los personajes- desde su

ausencia? Si el idiota no habla, y si en muchos casos el único que habla es el idiota

(pues la literatura del s.XX descubre y potencia el monólogo interior), ¿cómo proseguir?

Seguiremos diciendo que en la literatura (homólogo de la vida, historia de un

relato y relato de la historia, cogiendo la expresión de Ricoeur) nos encontramos en

primer lugar con los idiotas puros, los que callan, los “supremos ignorantes” (en

palabras de Zambrano), y en segundo lugar los que gesticulan y luchan para su

acallamiento, para su propia disolución (en el mismo espacio del lenguaje que los ha

gestado).

En primer lugar:

Los idiotas puros son aquellos que identificamos con la definición que María

Zambrano da sobre “el idiota” en “Un capítulo de la palabra: El idiota” (en España,

sueño y verdad). Es aquel que “no espera nada” sin saber que nada espera (el ignorante

absoluto), el que “se encuentra en el extraño espacio límite de la condición humana”,

lanzado en ese espacio donde “poesía y filosofía se irían a encontrar”, es aquel que 1 Citado en Gadamer, H-G., Poema y diálogo, ensayos sobre los poetas alemanes más significativos del s.XX, Gedisa, Barcelona ,1993, p.1142 Zambrano, M., “Un capítulo de la palabra: El idiota”, en España, sueño y verdad, Siruela, Madrid, 1994

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“nunca gesticula”, que “no se expresa”, que “anda errante”, que “no va a ninguna parte”

y está “en todos los rincones”, en “todas las partes de la misma manera, sin intención”,

es aquel que es un caso de “extrema individualidad”, el que “no percibe sino que sabe”

un saber a punto de revelarse, abandonado de todos, a veces le nace una palabra (“en él

las palabras nacen”), es “el que va naciendo”. ¿Es el tonto de cada pueblo? ¿Es

Siddharta –convertido después en Buda- en su itinerario de aprendizaje, escapándose del

palacio para conocer la realidad de lo real, alumbrándose de realidad, renunciando a lo

iluso real que lo ha cegado?¿Es Mishkin, príncipe epiléptico creado por Dostoievski,

taciturno y clarividente, inocente por naturaleza, que veía en los niños la posibilidad de

guarecerse del alma, que comprendía por amor y al que nadie comprendió mas que

humilló?¿Es el ciego y sordo Benji de El ruido y la furia de Faulkner que él mismo

definió como “shapeless, neuter, like something eyeless and voiceless, existing merely

because its ability to suffer”, el autista y enamorado Benji? ¿Es el lastimado y agredido

por sus familiares, el inocente e impotente Gregorio, marginado y víctima de su entorno

por haberse convertido en un insecto de un día a otro, insecto encerrado y muerto en su

habitación de La metamorfosis de Kafka?¿Es el Stalker (“guía”) recreado por Tarkovski

guiando aquellos que aún tienen fe hacia un espacio prometido y protegido, hacia la

Zona (creada por su inocente fe)? ¿Es la payesa convertida en doncella por su amor a

Cristo, Santa Juana de Arco, en su misión por defender el delfín de Francia y recuperar

el reino de Orleans, guiada por las voces de San Miguel, Santa Margarita y Santa

Catalina, doncella sacrificada y quemada en la hoguera -puesta en escena por Peguy,

Schiller, Bernard Shaw, Dreyer y Bresson-? ¿Es esta hoguera un símbolo de “la tierra

baldía” (remitiéndonos a la obra de T.S. Eliott3) en que iba a convertirse el lenguaje en

el siglo XX por falta de Dios, pero, sobretodo, por falta de amor, amor a la palabra?

El idiota es todos y cada uno de ellos. Filósofos y poetas, pues sus palabras

“nacen” y “los hacen”, en ellas se comprenden (cum-prendere, “tomar consigo”), en

ellas se convoca su amor, la inocencia de un mundo que aún no saben perdido (paraíso

último), “su” mundo que, por pertenecerlos, los ha desheredado del mundo real (que ha

dejado de pertenecerlos). Por ser portadores de una gran verdad han sido enmudecidos,

es la luz que brilla en las tinieblas y son las tinieblas que, por no comprender la luz, la

rechazan del Evangelio de Juan, es la naturaleza “vocacional” de la palabra de los

3 T. S. Eliott, otro suicida anhelante, escribió el libro de poesía La tierra baldía en 1922. Fragmento: “Hijo de hombre,/ Tú no puedes decirlo, ni imaginarlo, pues sólo conoces/ Un cúmulo de imágenes donde reverbera el sol./ El árbol seco no cobija, el grillo canta monocorde,/ La estéril piedra no mana agua. / Sólo Hay sombra bajo esta roca roja”.

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evangelios o quizás es ésta una metáfora bien hallada para comprender este fenómeno

en la literatura del s.XX, si es así también nos va bien.

Sin relación causal, sino directamente proporcional, traen la verdad a cuestas y

son ensimismados en su propia verdad. ¿Y dónde, sino en el silencio, empieza y termina

la expresión ensimismada? La soledad es su patria, pero en su “errancia”, en su

“extrema individualidad”, en su “ir naciendo”, van sembrando como ángeles caídos sin

conciencia de su condición de seres-caídos, solipsistas por falta de comprensión, por

faltar ese otro que tiene que abrirles las puertas de su habitación silenciada, ese otro que

tiene que sacarlos de sus sprachgitter4.

Decía Gadamer en Poema y diálogo que “la cuestión no es saber si los poetas

enmudecen, sino si tenemos aún un oído lo suficientemente fino para oír”. Decía

también que los poetas del siglo XX han bajado la voz, que sus palabras se han

convertido en susurros. La razón no entiende de susurros, tampoco la vista (que

funciona a través de la evidencia o no evidencia de la forma –a menos que trabaje con

el símbolo-), es el oído quien comprende. Es el oído, órgano del corazón, el que habla

pues, como en el don, no se recibe sino es para dar, y eso Zambrano lo sabe muy bien:

Recogida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol marino; un oído; tan sólo oía. Y

quizás creía estar hablando, cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni

dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían

de ser las palabras de la verdad. Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie

me escuchaba. Sin recinto sonoro me adentré en el silencio, soy su prisionera, y

aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz

de la palabra que llega en un instante y se va a visitar quizás otros nidos de silencio 5.

También el personaje de El innombrable de Beckett, ese “Él” se va volviendo todo

oído, una oreja gigante a través de la cual poder escuchar Mahood (¿traducción

homófona de “My God”?), para poder escuchar “la voz”. Esos “idiotas” que se

transforman, lo que hacen es convertirse en caja de resonancia para que la palabra sea

acogida, devienen habitación pura, lugar entrañado donde son enterrados (como la

Antígona de Zambrano, heredera de la de Sófocles) o hundidos (como la Diótima de

4 Sprachgitter significa “rejas del lenguaje” y es el título de un libro de poemas de Paul Celan escrito en el año 1959. Paul Celan es otro de “nuestros queridos idiotas” de la poesía del s.XX, suicidado en 1970 sufrió su condición de judío errante con la muerte de sus padres en un campo de concentración y a través de sus poemas cada vez de más difícil comprensión, más ensimismados: “La mantis, otra vez/ en la nuca de la palabra,/ en la que te habías escurrido-,/ valor adentro/ camina el sentido,/ sentido adentro/ el valor” (de Compulsión de Luz, 1970). 5 Zambrano, M., “Diótima de Mantinea”, Hacia un saber sobre el alma, Alianza, 2002, Madrid

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Zambrano heredera de la de Platón) o donde están desde el principio de la historia

(como El innombrable o el “héroe del subsuelo” de Dostoievski), lugares donde se

ocultan, donde “la oscura noche del alma” deviene “lo propio” de sí-mismos. Y es que

como dice Zambrano: La ocultación es tiempo nocturno del que todos los seres

vivientes de acá necesitan para seguir viviendo (...) Tiempo de germinación en la

oscuridad debido, más que a nadie, a quienes actualizan de algún modo la promesa de

la resurrección6. Pero estos “idiotas” en tránsito ya pertenecen al segundo tipo de

idiotas que hemos mencionado al principio.

En segundo lugar:

Decíamos que el segundo tipo de “idiotas” son los que gesticulan y luchan para

su acallamiento, para su propia disolución (en el mismo espacio del lenguaje que los ha

gestado). Son seres encerrados en su propia soledad, la soledad de su propia palabra,

seres que, por no poder hacer nada, hablan. Son idiotas que han perdido la inocencia,

pero que, presintiéndola, intentan hallar, a través de su discurso (su hablar, su vocar), un

momento de regreso al paraíso que saben perdido. Son seres desalmados que van a la

búsqueda de su propia alma a través de lo único que tienen: El don de la palabra, don

que es, a la vez, condena. Lo encontramos en el “héroe del subsuelo” de Apuntes del

subsuelo de Dostoievski: “soy un hombre enfermo...soy un hombre despechado. Soy un

hombre antipático. (…) En realidad nunca he podido ser malévolo del todo (...) No sólo

no puedo volverme malévolo sino que no puedo volverme otra cosa (...) ni héroe ni

insecto. Ahora sobrevivo en mi rincón, exasperándome (...) ¿De qué puede hablar un

hombre honrado con la mayor satisfacción? Respuesta: de sí mimo. Pues bien, hablaré

de mí mismo”. (…) Estoy convencido de que a individuos como yo, que viven en el

subsuelo, hay que tenerlos muy a raya. Aunque pueden pasar 40 años en un sótano

oscuro sin decir esta boca es mía, tan pronto como salen a la luz se sueltan la lengua y

no paran de hablar, hablar y hablar…

Los “idiotas” que miran desde abajo (o desde arriba, la posición no cambia el

tono, el timbre y la intensidad de la visión, en estos casos) contemplan el mundo que los

ha abandonado y, como nada ven, sino que sienten su “original” (por originaria)

existencia, se ciñen a sí mismos como único posible campo de acción. Éstos son los que

pueden hablar, los que osan hablar desde su solitaria individualidad: Otra cosa que me

atormentaba mucho en esa época era que no me parecía a nadie ni nadie se parecía a

6 Xambrano, M., prólogo de “La tumba de Antígona” a Senderos, Anthropos, 1986, Barcelona

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mí. “Yo soy uno y ellos son todos7”. Y si osan es porque nada les importa, porque no

son nada. Hablan para crearse la ilusión de existir, ilusión que no los proyecta en el

devenir, sino que es sólo impresión y conciencia de apariencia. A pesar de que el

lenguaje nombra apariencias y está más vacío que lo que nombra, genera esperanza, la

esperanza desesperante del que puede y debe continuar, del que tiene tiempo por tener

espacio: El espacio del lenguaje (la nueva torre de Babel). Lo vemos en Rashkolnikov8:

A qué le teme más la gente? Al primer caso, a la primera palabra, es a lo que más le

teme...Pero me parece que estoy hablando demasiado. No hago en absoluto otra cosa

que hablar. Aunque también puede decirse que si hablo es porque no hago nada. Pero

es que en este último mes me acostumbré a hablar, tendido las 24 horas del día en mi

rincón, y cavilando...en las musarañas. Bueno, però todo esto, ¿a dónde voy? ¿Es que

soy yo capaz de eso? ¿Acaso es esto serio? No, en absoluto, no lo es (...) Más vale

suponer que soy fatuo, envidioso, malo, ruin, vengativo, sí, y además algo propenso

también a la locura”. Y lo vemos en el Innombrable (Beckett): “El hecho parece ser, si

en la situación en que me encuentro se puede hablar de hechos, no sólo que voy a tener

que hablar de lo que no puedo hablar, sino también, lo que aún es más interesante, que

yo, lo que aún es más interesante, que yo, ya no sé, lo que no importa. Sin embargo,

estoy obligado a hablar. No me callaré nunca. Nunca. No estaré sólo, en los primeros

tiempos. Seguro que lo estoy. Solo. Eso se dice pronto. Hay que decir pronto. ¿Y qué

sabe uno en semejante oscuridad9?”

Pero, ¿qué modo de existencia puede darse desde una palabra insonora, carente

de significado, rebentada por la locura en la que cae aquel que no puede hacer de su

intimidad un camino de apertura hacia el/los Otro/s sino un proceso de autofagia? Nos

enfrentamos con solipsismos neuróticos como el de Artaud, el “pesa nervios” (ver Le

pèse-nerfs), cuando la palabra que alumbra el entendimiento los ha abandonado y con

ella su luz, y en su lugar aparece el grito, la contorsión del gesto verbalizado que se ha

encarnado en una palabra medio enferma. Dice Artaud: "Pas d'oeuvres, pas de langue,

pas de parole, pas d'esprit, rien. Rien, sinon un beau Pèse-Nerfs ». El « idiota 

impotente» es consciente de que el lenguaje no es conectivo, que no acerca las personas,

ni los dioses, ni las almas, ni unos con otros, que no es creador de mundos cuando él

mismo es amenazado por esa nada que nos invade cuando somos abandonados por la

palabra y el ansia empieza a obrar en su lugar, y el delirio empieza a crecer. Entonces 7 El “héroe del subsuelo” en Dostoievski, F., Apuntes del subsuelo, Alianza8 Rashkolnikov es el protagonista de Crimen y castigo (F. Dostoievski).9 Beckett, S., El innombrable, Editorial Lumen, 1969 (2a edición), Madrid, p.50

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no es que “sólo sepamos que no sabemos nada”, sino que “nada podemos ni se puede

comprender ya”, empezando por uno mismo. Cuando “uno mismo” son muchos

“mismos” –a todo proceso de disolución del yo le antecede un proceso de

desdoblamiento y multiplicación- la pregunta por el “si-mismo” carece de significado.

Leemos pues: Allons, je serai compris dans dix ans par les gens qui feront aujourd'hui

ce que vous faites. Alors on connaîtra mes geysers, on verra mes glaces, on aura appris

à dénaturer mes poisons, on décèlera mes jeux d'âmes (...) Alors on comprendra

pourquoi mon esprit n'est pas là, alors on verra toutes les langues tarir, tous les esprits

se dessécher, toutes les langues se racornir, les figures humaines s'aplatiront, se

dégonfleront, comme aspirées par des ventouses desséchantes, et cette lubrifiante

membrane continuera à flotter dans l'air, cette membrane à deux épaisseurs, à multiples

degrés, à un infini de lézardes, cette mélancolique et vitreuse membrane, mais si

sensible, si pertinente elle aussi, si capable de se multiplier, de se dédoubler, de se

retourner avec son miroitement de lézardes, de sens, de stupéfiants, d'irrigations

pénétrantes et vireuses, alors tout ceci sera trouvé bien, et je n'aurai plus besoin de

parler10.

El « idiota » no puede salir de su habitación, de su lenguaje clausurado y

clausurante, no puede parar, pero si no para es para llegar a ese punto en que « je

n’aurai plus besoin de parler » (« no tendré más la necesidad de hablar”), es decir, para

llegar al silencio restaurador. Pero para callarse la palabra tiene que recuperar la salud y

el “idiota” su centro, su cuerpo, y eso sólo es posible después de la disolución.

No es que el “idiota” esté enfermo, sino que lo que está enfermo es “la palabra”,

el valor que se da a la “palabra” en el mismo momento y época en que se escribe, en

pleno siglo XX. ¿Cómo puede el escritor escribir, escribiéndose -porque hacemos lo que

decimos y somos lo que hacemos-, desde un lenguaje al que se da un puro valor de uso,

de cambio, y cuando no un puro valor numérico -la nueva sintaxis y la lógica formal

han experimentado bastante al respecto-? Esa es la enfermedad que asalta a los

personajes de Beckett.

Si hay algún personaje que encarne la figura del idiota en cuerpo y alma son los

personajes de Beckett, todos y cada uno de ellos. Tenemos Molloy (Molloy) que

empieza encerrado en su habitación: “No querer decir, no saber lo que se quiere decir,

no poder decir lo que creemos y decirlo siempre”; tenemos a Malone (Malone muere)

enclaustrado en su habitación, en su silla de ruedas, esperando morir: “En mi vida, si es

10 Artaud, A., Le pèse-nerfs

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que tengo que nombrarla así, hubieron tres cosas: la imposibilidad de hablar, la

imposibilidad de callar y la soledad física, que es con lo que empecé a tirar adelante”;

y el Él de El innombrable: “Soy palabras, estoy hecho de palabras, de palabras de los

otros, soy todas estas palabras, todas estas palabras extrañas, este polvo de verbo, sin

tierra donde depositarme”. Idiotas, sin voluntad, sin palabras propias, sin biografías ni

edad (como Vladimir y Estragón de Esperando Godot), esperando, sin identidad,

sumergidos en una situación que los determina (el mismo espacio del lenguaje donde

están encerrados en su casi desaparición), gotas de silencio en medio del silencio,

anclados sin escapatoria (como Winnie de Los Días Felices, ceñida y atrapada en un

pequeño montículo), amputados y discapacitados físicamente (Hamn de Fin de partida

va en silla de ruedas, Nagg y Nell están en dos cubos de basura, Lucky en Esperando

Godot está ligado a una cuerda), condenados a una permanente miseria afectiva son

personajes reducidos al mínimo posible, construidos a través de la sustracción. Empieza

Esperando Godot: “Estragó: Res a fer/ Vladimir: M’hi he resistit molt de temps dient-

me: Vladimir, sigues raonable, encara no ho has probat tot. I reprenia la lluita. Així,

has tornat?/ Estragó: Vols dir?11”. Estragón no sabe si ha regresado a la escena, no sabe

si está o no está porque no sabe nada, y menos de identidades y conciencia de uno

mismo, nada de nada. Y por navegar en este espacio desolado, en esa “nadería”

persistente, cualquier acción resulta obsoleta e inútil, hasta la idea del suicidio que se

proponen mutuamente carece de pulsión, de vida, por estar pronunciada con palabras

muertas por bocas adormecidas.

Diferente es el idiotismo de Domenico en Nostalgia de Andrei Tarkovski, en él

al abandono se suma la desesperación y el loco beethoviano termina prendiéndose fuego

encima de una estatua ecuestre en medio de la plaza, fuego con el que nunca pensarán

los personajes de Beckett que funcionan como una síntesis pura del “no poder”, una

representación visible y encarnada del “ser abandonado”. La muerte propia es también

el destino (mental y real en algunos casos) de Txen de La condition humaine de

Malraux, de François Besson de Le déluge de Le Clézio, de Quentin de El ruido y la

furia, o de Molloy (Beckett) o cuando no la muerte es del otro (ver el asesinato de

Rashkolnikov en Crimen y Castigo de Dostoievski o el asesinato de Mersault en

L’étranger de Camus). La muerte como otro accidente más en esa rueda casual y sin

sentido que es la vida, la muerte que pone fin a la/s H/historia/s.

11 edición de Tot esperant Godot de Beckett en las Obres Completes de Teatro editadas por L’Institut del Teatre/ Diputació de Barcelona.

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Dice María Zambrano en el artículo mencionado que “parecen agotados ya los

descensos de la poesía a los infiernos del alma humana” y también que “el viaje

poético era de ida y vuelta, y de él se traía ‘la palabra’”. En el siglo XX aún

encontramos voces, poetas que descienden a “los infiernos del alma humana”, los

“hombres subterráneos12” de los que tan sabiamente nos habla María Zambrano:

Lautréamont, Baudelaire y Rimbaud, filósofos como Kierkegaard y Nietzsche,

novelistas como Dostoievski, decadentes de un fin de siglo; pero añadimos en pleno

siglo XX a T.S. Eliott, Salvador Espriu, Paul Celan, Antonin Artaud, Ingeborg

Bachmann, Andrei Tarkovski, Alejandra Pizarnik, el grupo de los surrealistas (Char,

Aragon, Breton, Éluard...) etc. El problema es que su viaje sólo fue de ida o que el

camino de vuelta era una sala de fiestas donde las trincheras y las bombas brindaban

con los diccionarios y la propaganda, donde el lenguaje (representante de todo eso)

circulaba desangrándose en los laboratorios de ciencia y lógica gramatical, donde el

valor de la palabra se había quemado con tantos miles de personas en un segundo,

donde el alma había salido hacia la superficie para exhalar su último suspiro, donde ya

no era el hombre que era “idiota” sino la palabra misma, engullida por sí misma,

larvaria, autofágica; la palabra como niño minado de miedo, mudo, tembloroso y

expectante por haber sido abandonado en un gran desfile secular.

Idiotas hoy en día:

Y en este camino seguimos, intentando hallar ese giro confesional al que María

Zambrano nos remitió: La confesión conquista este lugar para las realidades íntimas no

reducibles a objetos (...) De haberse logrado la confesión que presentían, el nudo

terrible se hubiese desatado, la salida del infierno hubiese suavemente cedido. El

espacio interior hubiera aparecido con sus lugares secretos y adecuados a todo lo que

revuelto y asfixiado agonizaba13. Y lo seguimos en vano pues en nuestros tiempos la

confesión colinda con la ley de la justicia civil y no con la justa ley de la transparencia y

12 Seres de una soledad inmensa que no encuentra una apertura íntima por donde fluir, “llegan a ser suicidas por su anhelo a existir (...) Larvas, conatos, seres muertos en su crecimiento, como incapaces de soportar una de las transformaciones que la vida exige para llegar a su fin (...) Ellos sueñan con hijos, con hermanos y vienen a creerse muertos entre los muertos; de ahí su excepcional facultad de aniquilarse (...)Que no tengan espacio significa simplemente no la falta de lugar a la manera física, sino la falta de lugar adecuado; criaturas demasiado llenas de realidad y de realidades de un mundo que les ha inculcado una creencia que no les permite acogerlas. Son las víctimas, presas de alucinación y del delirio constante, acosadas de remordimientos por delitos que no han cometido ni podrían cometer; poseídas por el vértigo de su infinitud, embriagadas de la posibilidad”, Zambrano, M., La confesión: un género literario, Siruela, 1995, Madrid, p.99-10213 Zambrano, M., La confesión: un género literario, Siruela, 1995, Madrid, p. 102

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la sinceridad. No se busca el perdón, se busca ser excusado. Las entrañas se presentan

como tales cuando a partir de ellas se puede hacer un bueno negocio, la intimidad es de

compra-venta y la soledad la disfraza la compañía innumera de los objetos (e imágenes-

objeto) que nos rodean en el día a día.

Si la literatura del siglo XX (decíamos al principio) escribe en la habitación,

sobre la habitación y desde la habitación del lenguaje, ahora, entrados en el siglo XXI,

podemos decir que la literatura no es sino la palabra actual (por ser portavoz de

actualidad) que se ve en la habitación de la pantalla (ya sea el ordenador, el televisor o

la pantalla del móvil) ante la cual somos convocados diariamente para confirmar la

centralidad de nuestro propio ausentarnos, la muda “idiotez” ante la cual hemos

asentido. Como el “idiota” de María Zambrano que va diciendo “el sol, el sol, el sol”,

nuestros convocadores mediadores de la palabra (los medios de comunicación) también

señalan con ese dedo índice deformado y deformador que es la pantalla: “La realidad,

lo real, la realidad, lo actual”. Si bien el idiota habla para callar, la palabra idiotizada

de los medios (alejada de su referente por el discurso especular de lo espectacular en el

que se encuentra) con el tiempo se multiplica a sí misma hasta el infinito. El día en que

esa palabra ya lo haya apuntalado todo hasta el límite de que nada pueda ya moverse del

lugar condenatorio y desalmado en que habrá caído, ése día afortunado todo el edificio

se vendrá abajo y el primer idiota, el idiota puro, sobreviviendo por su inconsciente

inocencia al debacle, como un Adán primordial, saldrá de las ruinas, mirará arriba y dirá

“el sol”, y por primera vez el sol brillará ante unos ojos radiantes en un nuevo mar de

vida.La pavorosa faz de la actualidad ¿no nos presenta, sin duda, esa figura

de un mundo sin sujeto, donde ha desaparecido el sujeto, donde el yo anda errante como rey sin súbditos ni territorio, donde no existe por parte

alguna el alguien responsable, el alguien con identidad y figura propia? Mundo anterior al ser, en que lo psíquico tiene existencia demoníaca

de la multiplicidad inapresable y diluida; mundo de donde han huido las formas, quedando sólo el fantasma inasible y rencoroso; el fantasma y el vacío.

¿No estará necesitado de una verdadera e implacable confesión?Maria Zambrano 14

14 Zambrano, M., La confesión: un género literario, Siruela, 1995, Madrid, p. 108