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El Intolerante Monoteísmo

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Empezando por Ajenatón, el monoteísmo se ha caracterizado por lo que los estudiosos denominan «exclusivismo», la creencia de que el culto debe rendirse a un único dios excluyendo a todos los demás.

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El Intolerante Monoteísmo

La actitud estricta e inflexible del monoteísmo, descrita con encomio en la propia Biblia como «celo» por el Dios verdadero, a veces se manifiesta en un extraño fenómeno que los historiadores de la religión denominan «rigorismo», es decir, «un exceso de rigor» en la fe y la práctica religiosas. Los judíos y judías encargados de la custodia de los Rollos del mar Muerto, por ejemplo, se imponían la disciplina de no hacer de vientre durante el sabbat para no profanar el «sagrado día de descanso del Señor». Entre los monjes ermitaños del cristianismo primitivo había hombres que se desterraban a parajes desiertos y pasaban años encaramados a pilares de piedra alimentándose sólo de verduras machacadas.

No obstante, el paganismo engendró también rigoristas: algunos de los romanos que veneraban a Isis, una deidad que el mundo grecorromano tomó prestada del panteón del antiguo Egipto y acogió a lo largo de toda su existencia, sentían la inspiración de ofrecer a su diosa una devoción del mismo tipo. «Tres veces, en lo más crudo del invierno, el devoto de Isis se sumergirá en las gélidas aguas del Tíber, y estremeciéndose de frío se arrastrará alrededor del templo sobre sus rodillas ensangrentadas —observa el satírico romano Juvenal (h. 60-40)—. [S]i la diosa lo ordena, acudirá a las inmediaciones de Egipto para sacar agua del Nilo y verterla dentro del santuario.»

Sin embargo, lo trágico es que el rigorismo no siempre se ha expresado a través de actos de autodisciplina y mortificación. El exceso de rigor en la observancia religiosa sólo es posible cuando un hombre o mujer está tan convencido de la verdad de cierta doctrina que se convierte en una cuestión de vida o muerte, con total literalidad. Enfocado hacia adentro, el rigorismo puede mover a un verdadero creyente a castigarse conteniendo una necesidad fisiológica o a alimentarse de verduras crudas. Vuelto hacia fuera, sin embargo, puede impulsar a ese mismo hombre o mujer a castigar a quienes no acepten las creencias religiosas que tan imperiosas le

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parecen. La historia de la religión revela que el rigorismo en las creencias y prácticas desemboca con facilidad en el tipo de exceso de celo que se expresa en inequívocos actos de terrorismo. En verdad, el primer uso de la palabra «celo» en la Biblia es para describir la aprobación por parte de Dios de un acto de asesinato, el de un israelita que mata a otro y a su amante madianita.

Pueden encontrarse ejemplos en todos los credos, en todos los lugares y en todas las épocas, incluida la nuestra. Hace poco, por ejemplo, sus pasiones religiosas impulsaron a un judío de Israel a abrir fuego con una ametralladora sobre unos musulmanes que oraban en una mezquita en la Tumba de los Patriarcas. Un cristiano estadounidense se sintió inspirado por sus pasiones religiosas a coger un rifle y disparar a un médico que practicaba abortos. Ninguno de esos verdaderos creyentes se aprestaría a reconocer una afinidad de espíritu con el otro, pero ambos comparten el mismo legado trágico de rigorismo, un legado profundamente arraigado en el monoteísmo.

Hoy en día, por supuesto, los verdaderos creyentes de una u otra variedad de monoteísmo ejercen su terrorismo religioso contra otros monoteístas, como viene sucediendo desde la victoria final sobre el politeísmo en la guerra de Dios contra los dioses. Lo irónico es que los peores excesos de las Cruzadas y la Inquisición los infligieron los cristianos a los judíos y musulmanes, todos los cuales afirmaban creer en el mismo dios. Sin embargo, las primeras víctimas de la guerra de Dios contra los dioses se contaron entre aquellos tolerantes politeístas a los que nos enseñan a llamar «paganos».

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EL VALOR CENTRAL DEL MONOTEÍSMO

Aquí nos la vemos con el valor central del monoteísmo en su vertiente más sedienta de sangre. Empezando por Ajenatón, el monoteísmo se ha caracterizado por lo que los estudiosos denominan «exclusivismo», la creencia de que el culto debe rendirse a un único dios excluyendo a todos los demás. En su expresión más pura, el monoteísmo insiste en que su deidad es no sólo la mejor de todos los dioses y diosas, sino la única y exclusiva, y en que el resto de deidades son falsas, «no son dioses», en palabras del profeta Jeremías. Los monoteístas más celosos siempre han buscado excluir de entre sus filas a cualquiera que no compartiera su fe verdadera. Y como acabamos de ver, algunos monoteístas insisten en que cualquiera que ose rendir culto a un dios falso es merecedor no sólo de exclusión, sino de la muerte. De hecho, los monoteístas más militantes —judíos, cristianos y musulmantes por igual— abrazan la creencia de que Dios exige la sangre del infiel.

La Biblia lo deja claro en multitud de ocasiones. Se le ofrece al conjunto de Israel la oportunidad de incorporarse a la alianza que suscribió Yahvé con Abraham, pero sólo unos pocos aceptan el ofrecimiento y llevan a cabo sus deberes con la fidelidad que Dios desea de ellos. El resto son unos pecadores sin remedio, merecedores de todas las variedades de padecimiento que Dios les inflige, unas veces mediante sequías y hambrunas, otras a través de plagas y pestes, y en ocasiones por medio de actos de violencia ejecutados por hombres como Moisés y su escuadrón de la muerte. Según la visión que tenían del mundo los autores y editores que compusieron y recopilaron el texto bíblico, la humanidad entera puede dividirse en dos categorías: por un lado, los elegidos, los benditos, el «linaje santo», en palabras del profeta Esdras, y por el otro, los caídos, los malditos, «el malvado y el pecador».

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¿Qué exige Dios del pueblo elegido que tan inaceptable les parece? Los predicadores a lo largo de los siglos han sugerido que cualquiera que rechace al Dios Verdadero está rechazando la elevada moral y las enseñanzas éticas que son la gloria del monoteísmo. Es indudable que la Biblia incluye varios pasajes sublimes que nos animan a ser buenos y amables, afectuosos y compasivos, no sólo de pensamiento sino de obra, y no sólo con los nuestros sino también con los desconocidos. Cuando Isaías reflexiona sobre lo que Dios exige a quienes lo buscan, por ejemplo, el profeta insiste en que el propio Dios desdeña la oración y el ayuno: «El ayuno que yo he elegido es para compartir tu pan con el hambriento, y para que traigas a los pobres a tu casa, y para que, cuando veas al desnudo, le cubras de ropas.»

Calificar esas enseñanzas de esencia del monoteísmo bíblico, sin embargo, es obviar lo que con tanta contundencia y fervor dejan claro los autores bíblicos más rigurosos. Ellos no definen la maldad y el pecado en términos de conducta ética y moral. De hecho, les preocupa mucho más la pureza de la religión que la búsqueda de la justicia. El peor de los pecados, en su opinión, no es la lujuria o la avaricia, sino rendir culto a dioses y diosas distintos al Dios Verdadero. Siempre que un autor bíblico siente la necesidad de tachar algo de «abominable», emplea una palabra en código para definir cualquier ritual y creencia diferente al suyo.

En lo tocante a la pureza de espíritu, sólo unos pocos de los israelitas son considerados merecedores de contarse entre el linaje santo, mientras que a la inmensa mayoría se los tilda de malvados pecadores. «Lo provocaron celándolo con dioses extraños —se le hace decir a Moisés a los israelitas en el Libro del Deuteronomio—. Ofrecieron sacrificios a demonios.» Y la Biblia advierte que tales pecados acarrearán un castigo cierto y terrible: «La espada los exterminará por fuera y el espanto los consumirá por dentro, tanto al mancebo como a la doncella, tanto al niño de pecho como al hombre canoso.»

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Cualquier desdicha que se abate sobre los malvados y los pecadores, de acuerdo con la lógica cruel del monoteísmo, debe entenderse como el cierto y atroz mecanismo de la justicia divina. En ocasiones el instrumento de la voluntad de Dios es un ángel de la muerte venido de las alturas, a veces se trata de un enemigo de otras tierras y también puede ser un paisano o incluso un pariente. Eso sí, sea quien sea el que actúa en nombre del Dios Verdadero, la víctima siempre se considera plenamente merecedora de su castigo. La Biblia incluye una dosis generosa de mito y metáfora, pero si leemos su texto de manera literal, como tantos rigoristas nos instan a hacer, queda claro que el Dios Verdadero no es sólo «un Dios celoso» sino también uno profundamente rencoroso, y que lo que más rencor le inspira por encima de todo es su propio fracaso a la hora de ganarse el corazón y la mente del pueblo al que ha elegido como suyo.

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DIOSCONTRA LOS DIOSES

(fragmento)

Historia de la guerra entre monoteísmo y politeísmo

Jonathan KirschEdiciones B

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«UNA SEMBLANZA DE LA MAJESTAD DE CRISTO»

Al final resultó que Arrio ganó una victoria póstuma. Cristianos de todo el Impero romano abrazaron sus enseñanzas durante siglos después de su muerte. Con todo, aunque el Concilio de Nicea no lograra acabar con el debate sobre el arrianismo, señala un acontecimiento crucial dentro de la historia del monoteísmo. Cuando los obispos desfilaron al interior del palacio imperial, todavía podía verse el cristianismo como un movimiento radical y subversivo que se posicionaba en contra del poder y la gloria de Roma. Cuando salieron, sin embargo, los obispos habían «sellado una alianza entre el trono y el altar» y podía verse a la Iglesia como «una rama del funcionariado imperial».

La Iglesia cristiana funcionaba ahora como «el “Estado dentro del Estado” cristiano», una especie de gobierno paralelo que imitó la administración imperial que en un tiempo había querido perseguir el cristianismo. La palabra «vicario», por ejemplo, deriva de vicarius, un título que empleó por primera vez el archiperseguidor Diocleciano para identificar a los delegados que situaba a cargo de diversas provincias, y «diócesis» deriva del término que describía la zona que administraban. «Basílica» describía en un principio un edificio público que albergaba tribunales y otras oficinas del Gobierno —el término procede de basileus, la palabra giega para «rey»— pero, significativamente, llegó a asociarse con la arquitectura eclesiástica después de que Constantino cediera una basílica al obispo de Roma para que la usara como iglesia.

En un tiempo habían enseñado a los cristianos a creer que serían testigos del fin del mundo —la destrucción final de Roma, la «Ramera de Babilonia», y la elevación de los creyentes al reino de los cielos—, pero ahora la Iglesia estaba aliada y dependía del todopoderoso monarca romano que seguía gobernando en la tierra. «El mismísimo gobierno imperial que antes prendía hogueras con los libros sagrados del cristianismo los hace adornar suntuosamente con

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oro, púrpura y piedras preciosas —escribe Jerónimo con franco asombro—, y, en lugar de arrasar los edificios de culto, paga para la construcción de espléndidas basílicas de techos dorados y muros recubiertos de mármol.»

De modo que las visiones catastrofistas del Apocalipsis se veían reemplazadas ahora por la realpolitik. Cuando el alto clero de la Iglesia cristiana contemplaba a Constantino con la diadema que en un tiempo coronara a sus perseguidores, ya no veían a un agente de Satán sino más bien «el ángel del Señor», y contemplaban la visión del augusto en el trono imperial como «una semblanza de la majestad de Cristo».

La Religión y el Imperio Romano... Podcast (audio mp3)

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Destrucción de la Biblioteca de Alejandría... Podcast (audio mp3)

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