El lado oscuro de la luna, aquí en la tierra

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  • 8/18/2019 El lado oscuro de la luna, aquí en la tierra

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    24 Brecha 4 de setiembre de 2015

    CHE, Y CÓMO está Buenos Aires, preguntanalgunos amigos desde afuera. Y, cuál querésque te cuente, dice uno, y piensa en la granfalacia de la ciudad. ¿La Buenos Aires turís-tica y encantada de la plaza Serrano en Pa-

    lermo o la perturbadora de Once y la plazaMiserere? Supongo que a esta altura no seráningún hallazgo lingüístico asociar las pa-labras y las cosas y que esa corresponden-cia fonética ya fue escrita mil veces: Mise-rere, qué nombre justo (si es que se puedeencontrar justicia en la miseria). Es en lascalles y las plazas donde está la ciudad, lasverdades, donde los relatos políticos se co-rroboran o desintegran, donde la vida grita.Y cómo grita en plaza Miserere. Hasta conmegáfono en mano: el hombre-pastor quetodas las tardes conecta uno a un parlantey como en decenas de películas y ciudadestrae la salvación de la mano de Dios porquelo que es este mundo, dice, está en su apo-calipsis. Es la palabra radical de los locosque siempre tiene la virulencia de un vere-dicto: todos mienten, políticos, medios de

    comunicación, periodistas. El hombre-pas-tor no se cansa y repite verdades, delirios ysalmos rodeado de un mundo que se dirigequién sabe adónde. A unos metros, dos pu-tas morenas, hermosas y cubanas, esperanclientes sentadas en un escalón. Mantienen

    una distancia prudencial una de la otra, res- petando territorios, y conversan sin mirarsea los ojos como cuidándose de no ser vistas

     juntas o participando al viento de sus pala- bras. Se le acerca un viejo harapiento a una,

    un hombre prolijo y obrero de rasgos indí-genas a la otra. Ellas dicen su precio, loshombres meditan la compra un segundo yse van. Y todo sigue, un pasaje interminable

     por esa feria sin vanidades y un tiempo quesigue trayendo niños que chorrean mocos y

     juegan con un pedazo de cartón y al segun-do lloran y patalean mientras sus madresconversan con otras madres que tienen máshijos mocosos. Cuánta reproducción, Diosmío, y cuánta de la pobreza. Miles y milesde zapatillas por día pateando esa plaza que

     parece no ser pisada por los zapatos de lasclases medias. Hay veces que la concentra-ción de la pobreza es mucho más violentaque la otra y se maniesta en un solo espa-cio, en una calle, en una estación de trenes:todo en una misma manzana chirriante encolores y ofertas. Colores de piel, de artícu-

    los, de comidas: el negro africano corpu-lento y hermoso que vende cinturones (elnegocio de los negros africanos); las mu-

     jeres y hombres andinos que venden comi-das de todo tipo, al paso, sobre la calle, allado de los colectivos y cerca de la mugre

    de la ciudad; baratijas, puestos enteros deropa interior, más comida al paso, juguetesque se romperán tras la primera cuerda; rui-do, griterío, miles y miles en torno a lo quegira el mundo, el dinero, poco o mucho o

    con la lógica de la pobreza pero el dineroal n. “Once es el capitalismo del subdesa-rrollo latinoamericano”, me dijo una amigasocióloga con un acierto incuestionable. Lolatinoamericano aquí es el anverso del sue-ño y la vocinglería de las patrias unidas yel destino de los pueblos. Buenos Aires esmuy diversa, sí, pero cuando la multicultu-ralidad se codea con la pobreza (cuando ha-cen simbiosis) toda apelación a mezclas ycrisoles se vuelve frívola, un esnobismo deintelectuales progres. Intelectuales que mi-ran por el rabillo de papers y ponencias yque jamás pisaron (ni mearon) en el bañode Estación Miserere. Dios santo, los ba-ños masculinos, qué expresión más extrañadel encuentro entre los hombres (y no de lahumanidad: de los hombres). Porque entrelos hombres pobres (e inmigrantes y obre-

    ros y lúmpenes) también sucede el levante:hombres a la caza de otros hombres y unosque evidentemente están trabajando y otroscoqueteando y el grito pelado de un lum-

     pen que le grita a un gordito (puto, qué mi-rás, puto) y el gordito que se deende (puto

     porque no te pago, villero) mientras un pa-ralítico intenta atracar su silla y un obrerose afeita y una cola perpetua y los cuidado-res que liberen los baños, que circulen, queliberen. Y entonces uno sale corriendo en

     busca de aire puro y encuentra más entre-vero y más miseria y más trabajo informal(infernal) sin coberturas de salud ni ochohoras ni más leyes que las de ese propioecosistema echado a la buena de Dios y dela negociación entre esos hombres que así ytodo trabajan, se ríen con o sin dientes, con-versan, están vivos, tiemblan como tiemblael mundo, ese mundo. Esa atmósfera conlógica propia y pulso alterado, ese demo-nio pobre y violento que está a media horade otros buenos y malos aires de olores ycadencias inmensamente disímiles. Llegala noche y todo sigue su curso y las ven-tas continúan –de cuerpos, de comidas, deropas– y se adecuan a la hora: un hombrelanza al aire un pequeño objeto volador quemientras gira y sube tintinea una luz viole-ta y brillante. Uno cuelga sus ojos al objeto

    volador y se encuentra entonces con un cie-lo que, desde todos los tiempos, mira impá-vido, como Dios. n

    Á L V A R O   P É R E Z   G A R C Í A

    Miserere

    CULTURA

    A N A   I N É S L A R R E   B O R G E S

     NO  SE  TRATA  de proponer unatendencia, sino de hacer visibleuna sensibilidad. Aunque pue-dan señalarse anidades electi-vas –un precedente en Julio In-verso, un  semblable  en NelsonDíaz–, este artículo sólo quiereconvocar el work in progress,

    la obra en obra, de dos escrito-res que, aunque distintos, com-

     parten una forma de estar en elmundo y en el arte, coinciden enalgunas veneraciones, participande algunos desapegos y elogiany padecen la marginalidad.

    APEGÉ, MIGUEL ERRE

    El lado oscuro de laluna, aquí en la tierraSon esos chicos de negro. Aunque ya no tan jóvenes, parecen

    atados para siempre a la fragilidad de la adolescencia y persistir

    en su riesgo. Visten de negro, como en los noventa, y tienen

    una vocación nocturna. Dandis sin dinero. Se parecen un

    poco a los ángeles que imaginó Wim Wenders sobrevolando

    la ciudad y que sólo podían ser vistos por los niños y porlos hombres de corazón puro. En español la película tuvo

    un título que ayuda a precisarlos: “Alas del deseo”.

    Apegé y Miguel Erre, comoeligen rmar, son hijos de la no-che. Como escritores participandel culto a Thomas Bernhardt,aman la poesía de Idea Vilariñoy escriben mayormente “prosasdel yo” que son a la vez cróni-cas de las ciudades y de imagi-nación, con sus pobres diablos ysus perros vagabundos. “Entre

     Bartleby y Pessoa, entre Onetti y Baudelaire  –escribió Miguel

    Erre–, es tan válido dejarse ar-der como atizar el fuego.” Tu-vieron infancias difíciles, songays, blasfemos, a veces iró-nicos y, a veces, desesperados.Fugaron de su lugar de origen,familia y patria, y se reconocen

    nómades. Como vástagos tar-díos del Romanticismo, corte-

     jan la locura y el suicidio, pero practican formas sesgadas de la piedad o la ironía. Sostienen re-laciones difíciles con la acade-mia y ambiguas con el medio.

     No están en la programación del próximo FILBA, y tienen segui-dores en Facebook. No se co-nocen entre sí, aunque cuandouna vez se los puso en contacto

    vía Internet acabaron peleados.El episodio avisa de la inconve-niencia de seguir con los plura-les. No de la pertinencia de unreconocimiento a una actitudque sostiene alerta, incorrupti-

     ble, un anhelo de intensidad y

    una pureza. Que nadie les pidióy ellos dilapidan con suelta irre-verencia. Una pureza por la quedeberíamos estar agradecidos,

     porque la pagan solos y nos re-dime a todos.

    APEGÉ: UN PIADOSO.  Apegé(Álvaro Pérez García) es cono-cido aquí, ganó su nombre enBrecha, con él rmó su prime-ra crónica y tiempo después su

     primera novela, Injuria  (2011),y con él sale, en semanas y enBuenos Aires, su segundo título,Provinciano. En el origen hu-

     bo una infancia campesina, don-de fue “niño sensible, niño gay,niño que no quiere tocar una

    vaca”, un origen y un dolor deorigen que dijo ya en Injuria.Ahora recuerda que Tarkovskirecomendaba a los jóvenes que“aprendan a estar solos” y queeso él lo aprendió en el campo:“Horas caminando solo, pen-

     sando, especulando sobre laexistencia de los seres animadose inanimados, preguntándome

     por la existencia de Dios. De esecampo guardo el sonido de una

    cañada, las fantasmagorías dela noche, el cielo entero sobre tucuerpo, una vida inmensa y des-conocida que deseaba conocer”.Ese anhelo hizo de él un animalurbano y un espíritu nómade. Vi-no a Montevideo, donde estudió

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      254 de setiembre de 2015 Brecha

    FOTO: J AVIER C ALVELO

    DOS ESCRITOS  DE MIGUEL ERRE

    comunicación; apenas recibidoviajó a España en 2003, y al re-greso: la entrada al periodismoen Brecha. En 2012 se marchó aBuenos Aires a cursar una maes-tría en la UBA, pero abandona yse vuelve. Encuentra un cauce enlas crónicas sobre Montevideo 

     – “Ciudad ocre”, en  La Diaria –.Paralelamente abre un taller,Máquinas de Escribirnos, sobreescrituras del yo, pero no ve di-cultad en compatibilizar la obse-sión del sí con la curiosidad porel otro: “La ajenidad es una delas cosas que provocan más ale-

     gría en un cronista; el extraña-miento absoluto”. Le recuerdosu visita a la Gruta de Lourdesy le comento que parecía dicho-so. “Sí, lo estaba; esa agua ben-dita que sale de las canillas deOSE  , esos ojos perdidos en unavirgen que hasta quien le reza

     sabe que fue inexistente, me gus-ta. Me gusta la epifanía propiao ajena, lo que saca a las perso-nas de su sitio cotidiano. Unoscreen en el marxismo, otros en

     Dios, otros en el arte, como for-mas de salvarse. Son pactos de

     fcción. Y eso, aparte de la pro- pia vida, es lo que me interesaen la escritura.” También fue in-vitado a colaborar con la revistade ensayos  Prohibido pensar , yen su primer artículo se esmera yse sincera: “Escribir sobre la es-critura implica un desnudamien-to primario y vergonzoso, como

     si se tratara de un adolescentedesgarbado y triste frente a unahembra (o un macho) exuberan-te y experiente a punto de devo-rarlo en el delirio del deseo”. Lesirve para exponer las aristas quedibujan y contienen el universode su escritura: la ciudad, el cuer-

     po, el yo, las iluminaciones. Sontambién los presupuestos de sunuevo libro, salido de su estadía

     porteña. Aunque asumido comoun autor de autocción, Apegéno lleva un diario ni escribe unamemoria de lo que fue su expe-riencia bonaerense. Elige hacerla crónica, no del medio intelec-tual o estudiantil que frecuentó,sino el de las pensiones modes-tas y los baños sórdidos; elige lomarginal. Interrogado, respondeque siempre ha sentido una em-

     patía (o una obligación ética) porcontar la marginalidad: “Si voya una festa, veo a los que estánlimpiando los baños, a los mozosexplotados, al que ‘nos sirve’.

     No me gusta servir ni ser servi-do; mis padres siempre fueronlos que sirvieron y eso marcó mimirada”. Provinciano  tambiénsigue un itinerario que está me-nos pautado por la geografía dela ciudad que por los encuentroseróticos del protagonista. “Yohace tiempo que no me enamoro(y dudo del amor) pero mi per-

     sonaje, además del deseo car-nal desenfrenado, siempre estáen esa búsqueda.” En el adelan-to que publicamos, los baños dela plaza Once son dados por elnombre original de la estación:Miserere. El narrador juega conese nombre asociándolo al de la

    miseria humana; la etimologíaacusa, sin embargo, otro asuntocrucial a su estética y su moral.Sin advertirlo, nombró la piedad(de sí y del mundo), la mismaque él derrama en cada crónica.

    MIGUEL ERRE: UN PASAJERO.

    “La primera vez que me fui demi casa tenía 10 años. Ya habíamuerto Mamá Flora y recuerdoque me imaginaba yéndome conun palito al hombro y una bolsacon ropa atada en la punta, co-mo en las historietas dibujaban alos homeless.” No logró marchar-se entonces, pero el ansia de fuga

     persistió. A los 23 años fue de vi-sita a Buenos Aires y se quedó tresaños. “Montevideo me deprime:no he tenido, viviendo allí, másque la obsesión de suicidarme.” Al comienzo de los noventa par-ticipó de la activa escena del rocknacional. Hay un video en Youtu-

     be donde se lo ve cantar “Pasaje-ro en un tren” y bajo su campe-ra negra de vocalista asoma unacamiseta con la cara de Onetti.“Siempre escribí. La música fueuna casualidad. Laburaba en un

     pub de los que había entonces enla movida, en la Taberna del Lic-nobio, yo ponía música y atendíamesas de a ratos, y lo hacía can-tando canciones de The Smiths;

    cuando por allí cayó una vez el guitarrista de Traidores, me oyó y yo le mostré mis letras; le encan-taron, así que me propuso cantar.Siempre bromeo que lo mío fue alrevés: cantar para 6 mil personas

     primero y después declinar has-ta llegar a cantar para 30.” Aunhoy, en los poemas brevísimos setrasunta el letrista: “Estos péta-los de mármol/ mis párpados, midesvelo”, y en el letrista, al poe-ta. En sus orígenes montevidea-nos colaboró con revistas under  yarmó una propia, Spleen, integró

     bandas de rock con títulos comoDía de Duelo o Réquiem para Na-die. Hace ocho años que MiguelErre se radicó en Rosario, Argen-tina. En las mañanas pasea perrosajenos por la rambla, a orillas delParaná, mientras lee a Bernhar-dt o a Pessoa o, últimamente aKnausgård; ya está terminando lalarga saga proustiana del noruego,“porque a veces también soy unlector esnob”. “En esa época noteníamos dinero para libros –em-

     pieza uno de sus textos–  , ni paralibros ni para nada, lo poco que

     podíamos leer eran libros roba-dos de librerías y bibliotecas, yaque ir a leer a una biblioteca nos

     parecía algo tan espantoso comoir al dentista o a un museo.” Nun-ca ha dejado de escasear el dine-ro, ni él ha parado de leer salva-

     jemente; parece haber leído todoslos libros. Mientras, sigue escri- biendo compulsivamente, textosen prosa,  posts, poemas, cancio-nes, crónicas, todo sirve. Y casitodo sale de una, mientras bebey fuma, sirviendo a la escritura,como a su verdadera adicción.Le pregunto por el dolor que haymuchas veces en lo que escribe:“Hay gente a la que ni siquiera sele ha muerto un perro en toda suvida”, responde. Hay una orfan-dad de dos madres en su pasado,y de ningún padre, porque su ma-dre biológica estuvo ausente y laque amó como propia murió de-masiado pronto, y al padre no loconoció. En “Naufragio” ese do-

    lor asoma inesperado ante la mar-cha de los desaparecidos: “Esta-ba a media cuadra y aún veía la

     procesión de afches de rostros enblanco y negro de desaparecidos

     y la marcha silenciosa. Me pre-

     gunté quién organizaría una mar-cha donde todos los malparidos

    como yo tuvieran la oportunidadde llevar el estandarte en blanco,

    la fotografía imposible del padreque nunca conocerían, el nombrede alguien que ni la puta madre

     puede recordar”.Le pregunto por su extranje-

    ría: “He sido extranjero desdela escuela primaria, cuando miapellido no concordaba con el de

     Florentina López de Picún, queera mi madre, sin serlo. Ser ex-tranjero es asumir que sos puto ala vez que los diarios descubrenque existe el sida, la peste roja. Y,a veces me siento extranjero delmundo”. Reconoce haberse ido

     para ser otro, porque no le gus-taba el que era en Montevideo,“aun si estás gastado de vos mis-mo, sos más otro para quien tedescubre por primera vez”. n

    YENTONCES UNO podía sentir la brisa fresca en la cara,el viento leve que atravesaba la tela de la piel provo-cando una sensación de placidez extraña, como es-tar tirado en un atardecer de esos con nubes de co-lores violeta y el mar que comienza a oscurecerse enel borde de la pantalla de la mirada y el sol que desa-

     pareció sin uno darse cuenta, una placidez, un estarasí sin que nada importe y perdiendo levemente laconciencia de ser, de estar, borrarse con el sol que ya

    desaparece del todo, quedarse así tirado pensando ennada y siendo nada por instantes, mirando las nubesvioleta sin planes ni propósitos, sin tener adónde ir ysin nadie que espere o reclame una llegada puntual,una promesa, un deber, así entonces era la brisa fres-ca en el rostro, en el cuerpo y en el ánimo, como elalma de una nube, ir caminando lentamente mientrasse permanece sentado bebiendo el vino fresco que

     baja y sube, así era al principio, el lento y decididocaminar de pensamientos sin cuerpo hacia el bordedel abismo sin bordes, así era que todo se iba trans-formando en nube y uno dejaba de ser uno para sersólo una bruma de voces y gestos indenidos y sinsentido, caminando en una nube hasta el fondo apa-rente de todas las cosas, los propósitos nunca confe-sados, los planes de última hora, las confesiones ver-gonzantes y las opiniones despiadadas, la crucixiónde la culpa y la nube en los ojos y en el pensamiento,más veloz ahora entre la niebla de recuerdos difusos

    y amantes muertos, veloz y decidido mientras la ma-rea del vino tinto lo cubre todo, esas nubes violetaque se oscurecen en la sombra de la noche por las queuno camina ciego, y el vértigo de la sangre quiere es-tallar como un volcán en el cerebro enajenado, mien-

    tras los pies van tanteando en el aire del abismo entrerefucilos y truenos y lluvias repentinas en un limbosiniestro, cayendo al abismo sin fondo, rodando entrela niebla de sensaciones irrecordables, arrasando al

     pasar todo vínculo real o imaginario que nos una conalgo, como una escoba ciega despegando telarañas enlos rincones de las paredes, como la taza gigante deun mar volcada sobre un continente, caer despojadode afectos y de propósitos, caer al fondo del abismo

    sin fondo sin culpa y sin recuerdos, y sin escalas hun-dirse en un sueño hecho de olas gigantes y avionesque se estrellan, un sueño con eyaculaciones impo-sibles y amigos inexistentes y amantes suicidas, caersin escalas en un sueño así, sin sentir nunca el golpede los ojos y del cuerpo cuando llega al piso del suelodel fondo del abismo sin fondo. Nada más un can-sancio corporal y un entumecimiento de las ideas aldespertar, sintiendo asco por uno y los cigarrillos apa-gados en el suelo, las manchas de vino en el piso y enla ropa, el asco y las ganas de morir cuando de a po-co, como en una mañana estival, el relente se disipa yuno vislumbra, aún tirado en la cama, rascando de lacomisura de los labios la resaca violeta, uno vislum-

     bra la inutilidad de todo, que es uno mismo y tambiénel resto, y el recuerdo difuso de una noche de excesosse revela lentamente, para redoblar el asco y el sin-sentido de todo. Y como un techo que se descascaray sus pedazos caen al suelo, así la noche anterior y su

    recuerdo nublado no son más que escombros que ya-cen alrededor de la cama, en el suelo de la noche an-terior, y uno se tapa hasta la cabeza y aprieta los ojoscon fuerza, implorando el sueño.

     Necesito un trago.n

    ESTABA LEYENDO  EN  el bar, en una de las mesassobre la vereda. Hacía frío pero estaba tomandowhisky. Sobretodo negro, bufanda y gorro, ciga-rrillos y whisky: con los pies apoyados en el tra-vesaño del asiento, podía sostener la lectura conel libro en las rodillas.

    Inmerso de golpe en una corriente tibia, sentí pasar las olas suaves de pendejos que venían porla vereda, los sentía pasar, rozarme, alejarse, se-guir su marcha.

    Sentía las olas, su murmullo irregular, sentía lasmiradas sobre el tipo de negro sentado solo en el fríoleyendo indolente, con el rostro congelado sobre las

     páginas, dejándome mirar y admirar, reprimiendo elgesto de alzar los ojos y entrecruzarme con las mi-radas luminosas de los pendejos ahora un poco másalborotados, que seguían pasando en grupos, efer-vescentes y ansiosos como un mar que despierta.

    Dilataba el momento de zambullirme en elagua fresca y tibia, y quedarme parado con el aguaa la altura de la cintura, ver venir las olas y dejar

    que me golpearan suavemente la cara, bifurcabasin esfuerzo mi atención entre el libro y los pende- jos que pasaban un poco más allá de la página queleía, en el borde de mi campo visual, las suavesolas en la tibia corriente de la vereda, cada vez másespaciadas y silenciosas.

    Fue entonces que alcé los ojos para beber y vi elcauce vacío, desde la mitad de la cuadra donde es-taba sentado hasta los semáforos de la esquina. Giréel rostro con el cuello entumecido, miré hacia atrás,y el último pelotón ya se perdía de vista en la esqui-na siguiente, se desvanecía como olas en la arena.

    La brigada de rescate había pasado a mi ladoy yo no había hecho ningún gesto para ser salva-do. Era una tabla otando en el agua, en el lugardel naufragio.

    Tenía los ojos húmedos de frío, y la luz rojadel semáforo de la esquina parecía una or im-

     presionista.La cuadra estaba casi vacía.Bebí otro trago de whisky. Había pasado el des-

    le de los efebos a la salida del colegio y yo habíallegado tarde. Cerca de mi mesa, como una serpen-tina, quedaba una hoja de cuaderno que alguien dejócaer, con una ecuación sin resolver.

    La cuadra estaba vacía y comenzaba a oscurecer.Yo era un témpano que se acababa de despren-

    der de un continente congelado. Pero la corrientede olas cálidas era un recuerdo de las últimas horasdel atardecer, y ahora estaba frío e inmóvil en elumbral violeta de la noche.

    Yo era un témpano abandonado a la orilla deun mar que no existía.

    El mar inexistente

    Vértigo

    DOS ESCRITOS  DE MIGUEL ERRE