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INTRODUCCIÓN En el marco de una temática inconmensurable como es la relación entre el pen- samiento moderno y la Antigüedad clásica, pretendemos presentar aquí una serie de aproximaciones a algunos de los autores o bien a algunos de los momentos funda- mentales de la historia de esta recepción. Sin duda el pensamiento moderno está pre- sidido por un poderoso espíritu de autoafirmación, de autonomía, peculiar de quien no duda haber entrado en un nuevo continente filosófico, científico y político. No obs- tante, tal circunstancia no es incompatible con el reconocimiento de una importante deuda con la tradición clásica. En efecto la referencia al legado de la Antigüedad va a constituir una constante en el devenir del pensamiento moderno. Como es bien sabi- do, ello es cierto sobre todo si nos referimos a los comienzos de la Modernidad donde los inicios de la nueva andadura intelectual resultan inseparables del «retorno de los filósofos antiguos», tal como señala Eugenio Garin 1 Difícilmente se puede exagerar la trascendencia de ese retorno a la hora de inten- tar comprender el despegue del mundo moderno. No es de extrañar que en los conlienzos de ese pensamiento moderno, en su incierta andadura, se haya caído a menudo en una dependencia y en un mimetismo excesivos. Tanto en el horizonte filosófico general como en el más específico del pensamiento político cabe observar que ello es así. Incluso un autor tan lúcido como Maquiavelo no ha sido inmune al tri- buto de una idealización, de un mimetismo excesivos respecto a los modelos clásicos. Por ello. después de evocar, en grandes líneas, en un primer capítulo, la recep- ción del legado clásico previa al Renacimiento, resultaba ineludible centrarse en esa gran confrontación con el pensamiento antiguo que se coloca en el centro mismo del nacimiento del pensamiento moderno, en el movimiento renacentista. Sin pretender hacer aquí la debida justicia a la complejidad y riqueza de la problemática renacen- 1 E. GARrr-.·, If rilorno dcifilosqfi antichi, Napoli 1994.

El Legado Clásico (13-20)

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INTRODUCCIÓN

En el marco de una temática inconmensurable como es la relación entre el pen­samiento moderno y la Antigüedad clásica, pretendemos presentar aquí una serie de aproximaciones a algunos de los autores o bien a algunos de los momentos funda­mentales de la historia de esta recepción. Sin duda el pensamiento moderno está pre­sidido por un poderoso espíritu de autoafirmación, de autonomía, peculiar de quien no duda haber entrado en un nuevo continente filosófico, científico y político. No obs­tante, tal circunstancia no es incompatible con el reconocimiento de una importante deuda con la tradición clásica. En efecto la referencia al legado de la Antigüedad va a constituir una constante en el devenir del pensamiento moderno. Como es bien sabi­do, ello es cierto sobre todo si nos referimos a los comienzos de la Modernidad donde los inicios de la nueva andadura intelectual resultan inseparables del «retorno de los filósofos antiguos», tal como señala Eugenio Garin 1•

Difícilmente se puede exagerar la trascendencia de ese retorno a la hora de inten­tar comprender el despegue del mundo moderno. No es de extrañar que en los conlienzos de ese pensamiento moderno, en su incierta andadura, se haya caído a menudo en una dependencia y en un mimetismo excesivos. Tanto en el horizonte filosófico general como en el más específico del pensamiento político cabe observar que ello es así. Incluso un autor tan lúcido como Maquiavelo no ha sido inmune al tri­buto de una idealización, de un mimetismo excesivos respecto a los modelos clásicos.

Por ello. después de evocar, en grandes líneas, en un primer capítulo, la recep­ción del legado clásico previa al Renacimiento, resultaba ineludible centrarse en esa gran confrontación con el pensamiento antiguo que se coloca en el centro mismo del nacimiento del pensamiento moderno, en el movimiento renacentista. Sin pretender hacer aquí la debida justicia a la complejidad y riqueza de la problemática renacen-

1 E. GARrr-.·, If rilorno dcifilosqfi antichi, Napoli 1994.

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tista, evocare1nos, al 1nenos de una forma sintética, las grandes líneas de esa con­frontación con el legado clásico que supone una nueva apropiación de las principales escuelas filosóficas de la Antigüedad. Al análisis de este problema está dedicado el segundo capítulo.

No obstante, parecía imprescindible ofrecer además alguna visión más detallada y precisa, en atención a la gran relevancia del pensamiento renacentista en este punto. Parecía obligado por el!o ofrecer un análisis 1nás pormenorizado de algún gran autor renacentista con vistas a penetrar 1nás profundamente en la complejidad espiritual de aquella época. Muchos eran los candidatos posibles: Erasmo, Vives, Montaigne, Fici­no, Pico della Mirandola, Bruno ... A pesar de sus distintas sensibilidades, cualquiera de ellos hubiera servido perfectamente para este propósito. Hemos optado, no obs­tante, por ofrecer una aproximación a la recepción del legado clásico por parte del primer gran teórico político de la Modernidad, Nicolás Maquiavelo. Se trata sin duda de un candidato idóneo en la medida en que toda su obra está traspasada por la volun­tad de contrastar el mundo inodcrno y el antiguo, apoyándose en una larga experien­cia de las cosas modernas y una prolongada lectura de las antiguas, según declara enfáticamente el propio Maquiavelo en la dedicatoria de El príncipe. Por ello, aun­que no sería el único autor idóneo para nuestro propósito, no cabe duda que el Secre­tario florentino representa un caso particularn1ente apropiado para ilustrar la capaci­dad del legado clásico para orientar la reflexión del primer hombre moderno. El aná­lisis de la relación de Maquiavelo con la Antigüedad clásica constituirá así el terna del tercer capítulo.

Es bien comprensible, no obstante, que con el declinar de la cultura renacentista se produjera una especie de reflujo de esta presencia omnímoda de los ideales clási­cos. En realidad ese estado de ánimo ya se iba preparando durante la segunda parte de! Renaci1niento a medida que los nuevos valores y conocimientos modernos se iban consolidando. El siglo XVI es sin duda un siglo fundamental en la historia de la civi­lización occidental. También lo es en el campo de la historia del pensamiento, con su gran riqueza y complejidad de n1otivos. Pero es a Ja vez un siglo de transición. El siglo XVII asiste a una consolidación y clarificación de la cultura moderna, que se vuelve n1ás sobria y rigurosa, aunque también acuse pérdidas respecto al exuberante mundo renacentista. El legado clásico no desaparece en el ámbito del pensamiento pero expe­rimenta sin duda un reflujo propiciado por una creciente autoconciencia de la cultura moderna. Como es sabido, es el siglo en que triunfa la revolución científica que, a pesar de sus vinculaciones con la ciencia antigua, va a suponer el principal soporte de la consolidación de la conciencia moderna, de la convicción de haber iniciado una nueva etapa en la historia del pensamiento. Dicha sensación se vuelve más consisten­te debido al hecho de que la ciencia no está sola a la hora de postular la necesidad de una nueva época. Descartes protagoniza la fundamentación de una nueva filosofía, la filosofía moderna, con una voluntad de innovación desconocida desde los griegos. Por otra parte el iusnaturalismo, la escuela moderna del derecho natural, pone los fun­damentos del nuevo pensamiento político, presentando una alternativa a los plantea-

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mientas políticos clásicos, sobre todo a los aristotélicos. Como consecuencia de todo ello el siglo XVII tenía que ofrecer una faz muy distinta de la que presentaba el siglo anterior.

Hay por ello una voluntad de independencia y autonomía desconocida en el perio­do renacentista y por ello tenía que modificarse la relación con el legado clásico, pro­duciéndose un inevitable reflujo. Se quiere sacudir el yugo de una dependencia exce­siva, característica de la primera etapa de la Modernidad. Cabe advertir por tanto una actitud polémica en el tema que aquí nos ocupa. Entre sus múltiples manifestaciones nos hemos propuesto analizar aquí, como tema del cuarto capítulo, la concepción según la cual habría que invertir el sentido habitual del término Antigüedad. Los ver­daderos antiguos serían los modernos porque han vivido más y tienen más experien­cia. De aquí se derivaría la superioridad del mundo moderno sobre el antiguo. Varios son los autores que comparten este tópico, aunque entre ellos es preciso destacar a los grandes teóricos de la Modernidad, Francis Bacon y Descartes, cuyas posiciones crí­ticas respecto al culto excesivo a la Antigüedad examinaremos en sus líneas funda­mentales.

Con ello se ponían las condiciones para que emergiera, de una forma explícita, la famosa querella entre los Antiguos y los Modernos, que obedece a una necesidad de reconsiderar las relaciones entre el mundo antiguo y el moderno, una vez que este últi­mo había perdido su complejo de inferioridad respecto al primero. El debate que se desata a finales del siglo XVII, especialmente en Francia, resulta, a pesar de sus sim­plificaciones, muy significativo respecto a la nueva situación. No podemos, por tanto, dejar de evocarla en nuestra aproximación al tema. Aunque surgida primeramente en los medios literarios, termina afectando a la situación general, también a la filosófica. Para nuestro propósito resulta suficiente con evocar los planteamientos de Fontenelle, el precursor de la Ilustración, seguidor de la filosofía cartesiana y celebrado divulga­dor de la ciencia moderna.

Entramos así en una dinámica de afirmación de lo moderno, con su inevitable reflujo del legado clásico. No obstante, éste sigue mostrándose activo por doquier. Bastaría reparar en la circunstancia de que la educación del hombre moderno sigue estando en buena medida en manos de las órdenes religiosas, especialmente de los jesuitas, y en ella el legado de la Antigüedad clásica ocupa un lugar fundamental. Por ello aun cuando la Ilustración es considerada justamente como la consagración de la cultura moderna, sigue actuante en ella el legado clásico, por más tensiones y con­flictos que hayan surgido entre los partidarios de los Antiguos y los de los Modernos. Nadie como Diderot supo mostrar en el seno del movimiento ilustrado hasta qué punto era posible conciliar una decidida afirmación de los valores modernos con la fidelidad al legado clásico en el seno de la Ilustración. El «moderno» Diderot, el director de la Enciclopedia, el espectacular monumento a la cultura moderna, se nos presenta no sólo como un excelente conocedor del mundo clásico, sino como alguien que juega a identificarse con el sabio antiguo, bien se trate de Diógenes, de Sócrates o de Séneca. Al onálisis de esta cuestión estará dedicado el capítulo quinto.

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El caso de Didcrot muestra sin duda que la recepción del legado clásico en el seno del pensamiento moderno no sigue sin más una dirección lineal. En realidad a través de él conectamos con un fenómeno bien llamativo consistente en una especie de «anti­comanía» que caracteriza a la segunda mitad del siglo XVIII y que va a encontrar asi­n1ismo a un exponente bien cualificado en la figura de 1.-J. Rousseau, el primer gran cuestionador de la Ilustración. En algún sentido se reitera la actitud renacentista ante la Antigüedad clásica, si bien muchas circunstancias habían cambiado desde enton­ces. Sin duda Rousseau resulta un testigo esencial en la confrontación moderna con la Antigüedad clásica y en este sentido hemos analizado en el capítulo sexto las grandes líneas de su visión de la ciudad antigua. Se da sin duda en su concepción un coefi­ciente de anacronismo que no se daba en la obra de su antiguo amigo Diderot, pero a la vez también es innegable que el pensador ginebrino preparaba el advenimiento del pensamiento político contemporáneo. Lo mismo que en Maquiavelo, la mirada al pasado tiene como meta la preparación del futuro.

A continuación incluimos un capítulo sobre los revolucionarios franceses, con su anticomanía y su consiguiente crítica por parte de B. Constant, destacado represen­tante del liberalismo postrevolucionario. Se trata también de un tema que parece estar profundamente justil"icado en el contexto de la recepción moderna del legado clásico. Por lo que atañe a los revolucionarios franceses habría que decir en general que, estan­do bien familiarizados con el pasado clásico, debido a las enseñanzas recibidas en el Colegio, recurren con profusión a los idealizados modelos plutarquianos en su lucha contra el universo obsoleto del Antiguo Régimen. Aparte de buscar en la naturaleza humana la apoyatura para abordar el problema de la constitución de un nuevo mode­lo de sociedad, veían en la ciudad antigua unos modelos históricos en los que creían encontrar unos referentes orientadores. También aquí el recurso al pasado se presen­ta como la búsqueda de inspiración para el futuro. Ello es cierto especialmente tratán­dose de los jacobinos. Por ello nuestro análisis se centra sobre todo en ellos. Es pre­cisamente durante el periodo jacobino cuando el influjo de Rousseau durante la Revo­lución alcanza su clí1nax. El complejo influjo roussoniano durante este periodo incidía también en la valoración de la Antigüedad clásica. De una forma especial afectaba a la valoración de la obra plutarquiana, y al valor referencial de Esparta y de Ja Roma republicana. Toda la oratoria revolucionaria de este periodo se encuentra saturada de referencias a los modelos clásicos. Problema aparte es el insuficiente rigor histo­r.iográl"ico de tal apropiación, con su proceso selectivo e idealizador. En todo caso resulta indiscutible que la Revolución, que se caracteriza entre otras cosas por la rup­tura con el pasado inmediato, reivindica, en algunos momentos obsesivamentc. el valor referencial de los modelos clásicos.

No obstante, tanto Rousseau como sus seguidores más apasionados durante la Revolución no sólo habían sido víctimas de un proceso idealizador y simplificador sino que también, en líneas generales, presentaban un innegable coeficiente de ana­cronismo, a! confundir demasiado acríticamente las condiciones del mundo antiguo con las del mundo moderno. Aquí se va a centrar la crítica de B. Constant en su cues-

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tionamicnto de !a anticomanía revolucionaria, y en última instancia roussoniana. En este sentido Constant se va a esforzar por clarificar precisamente la diferencia entre el mundo antiguo y el mundo moderno, más concretamente la diferencia entre la liber· tad de los antiguos y la de los modernos. Como defensor de la libertad de los modci·· nos, Constant inaugura así un nuevo debate, una nueva fase de la querella entre los antiguos y los modernos. Un debate estimulante en el que van a participar otros auto· res relevantes de la época como Tocqueville o Marx.

Por último esta aproximación a la recepción del legado clásico en el pensa-1niento moderno incluye tres capítulos, de extensión desigual, referentes a tres gran­des representantes del pensamiento alemán: Hegel, Marx y Nietzsche. Tampoco esta inclusión necesita una mayor justificación dado que la Alemania de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX ocupa un lugar de vanguardia en la con­frontación con el mundo clásico, que incide tanto en la literatura y la historia del arte corno en la filosofía. Se consideraba que la Italia renacentista había desempeñado un papel de vanguardia en el diálogo con la Antigüedad clásica, pero que su confronta· ción habría girado fundamentalmente en torno a la Antigüedad romana o en todo caso romanizada. Ahora por el contrario se considera que habría llegado el momen­to de retroceder hasta las raíces de la cultura occidental, hasta el mundo griego como tal. La 1nisión de Alemania habría de consistir en conectar directamente con ese inundo griego y mostrarse así como la verdadera interlocutora de Grecia en el inundo 1nodcrno.

Desde el horizonte filosófico es Hegel el primer gran autor que acaricia ese sueño. Para él no hay duda de que si estuviera permitida la nostalgia, ésta tendría que versar sobre Grecia. Desde luego también Hegel es víctima en un principio de ciertos espejismos, en la medida en que también él, al referirse a la polis, la considera reite· rabie en el horizonte del mundo moderno. No obstante, al estudiar más profundamente a éste cae en la cuenta de que tal ideal resulta inviable debido a una serie de factores introducidos por el Cristianismo, el mundo romano y las distintas manifestaciones de la subjetividad moderna. Ello no va a implicar sin embargo que la fascinación por Grecia desaparezca sino más bien que se va a hacer más sobria, más crítica. De hecho tanto en la Filosofía de la historia como en la líistoria de la filosofía el tratamiento de Grecia supone para el Hegel maduro el sentirse en su elemento, en un horizonte de especial plenitud.

De esta forma el profundo teórico de la Modernidad en que se va a convertir el Hegel maduro, va a permanecer fiel a su entusiasmo por el legado clásico. Desde su atalaya filosófica Hegel se apresta a ejercer de alguna manera como juez tanto del mundo antiguo como del moderno, tratando de trascender las unilateralidades y limi­taciones del mundo antiguo mediante la referencia a las conquistas del mundo moder­no, y a su vez va a intentar superar las unilateralidades del mundo moderno median· te la referencia al horizonte de los modelos clásicos. Ello es en concreto lo que ocu­rre en lo relativo a la filosofía política, que alcanza en Hegel un momento de especial plenitud.

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Por lo que atañe a Marx el legado clásico no tiene la relevancia que tenía en Hegel y que después va a volver a tener en Nietzsche, pero sería erróneo en todo caso infra­valorar su importancia, por supuesto en el joven Marx, pero también en el maduro. Por una parte podemos observar que también en Marx el recurso a la Antigüedad clá­sica es un instrumento para una mejor comprensión del presente. A este respecto Marx fue muy consciente del paralelismo existente entre el periodo posthegeliano y el postaristotélico. De ahí su intensa dedicación inicial al estudio de la filosofía helenística, especialmente de la filosofía de Epicuro, con vistas a clarificar el sentido del periodo posthegeliano, su propio tiempo. En ello cabe advertir tanto la crítica a determinados planteamientos de Hegel como también su dependencia de los mismos. En última instancia, Hegel viene a ser para Marx el moderno Aristóteles, y éste a su vez es considerado como el mayor pensador del mundo antiguo.

Por otra parte es preciso destacar que Marx consideró ineludible contribuir al des­montaje de la mitificación de la Antigüedad clásica tal como había sido llevada a cabo por los jacobinos. Aunque sus enfoques se hacen desde una perspectiva distinta, cabe advertir en este punto una convergencia con la crítica de B. Constan!. También ajui­cio de Marx se habría caído en una utilización anacrónica del legado clásico, confun­diendo el mundo antiguo con el mundo moderno. Por ello Marx propugna otra refe­rencia a la Antigüedad, una referencia crítica que tenga en cuenta los cambios histó­ricos operados. Tomada en este sentido, la Antigüedad clásica constituye para Marx una referencia perenne para el espíritlt humano tanto en sus manifestaciones filosófi­cas como políticas y artísticas. A pesar de sus profundos condicionamientos sociales, la relevancia del legado clásico va más allá de esos condicionamientos.

El último capítulo está dedicado a una figura tan central en la temática que nos ocupa como es Nietzsche. Desde una nueva perspectiva el legado clásico viene a ocu­par un lugar tan central como en Hegel. Sin duda la tarea de Nietzsche resulta más ardua en la medida en que se produce en un momento en que el modelo de compren­sión tan profusamente utilizado durante el Clasicismo alemán parecía agotado, de forma que consideraba ineludible buscar una nueva puerta de acceso al legado de la Antigüedad clásica. A esta tarea se va a dedicar apasionadamente Nietzsche, sobre todo el joven Nietzsche. Sigue compartiendo la ilusión del Clasicismo alemán de bus­car una estrecha vinculación entre Grecia y Alemania, pero está convencido de que es preciso buscarla por nuevos caminos.

Nietzsche aborda su cometido tanto en su condición de filólogo clásico como en la de filósofo: phi/osophia Jacta est quae philologia fuit. La filología clásica consti­tuyó el objeto de la actividad profesional de Nietzsche, mientras su estado de salud se lo permitió. Filología heterodoxa y atípica la suya, pero a la vez genial e innovadora. El gran filólogo Wilamowitz supo ver más bien la dimensión problemática de los planteamientos nietzscheanos. E. Rohde, a pesar de sus reparos, fue más sensible hacia las aportaciones de Nietzsche. Pero también desde la perspectiva filosófica los griegos van a ocupar un puesto de privilegio en la obra nietzscheana. Especialmente los presocráticos. En su intento de acceder a una nueva visión de los griegos, Nietzs-

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che, tanto como filólogo como filósofo, considera ineludible regresar hasta la época trágica, agana! de los griegos, desplazando el centro de gravedad desde el siglo V, el siglo de Pericles, hasta el siglo VI. El estudio del surgimiento de la tragedia por un lado, y el de la filosofía en la época trágica de los griegos por otro, constituyen el doble horizonte desde el que el joven Nietzsche examina su Grecia mitificada de los orígenes. Sin duda también en Nietzsche se produce una actitud arcaizante en su con­frontación con la Antigüedad clásica. No obstante, hay que reconocer que el retorno a las primeras etapas de la vida cultural griega ha de servir según Nietzsche como punto de inspiración de una nueva etapa en la historia de la humanidad.

Sin duda el propio Nietzsche se va a ver precisado a reconocer que fue víctima de espejismos en su primera aproximación al mundo griego, y en sus expectativas rela­tivas al renacimiento en Alemania del espíritu de la tragedia a través de la obra de Wagner. No obstante, Nietzsche va a mantener a lo largo de toda su vida una gran fas­cinación por los griegos y va a contribuir a una nueva visión del legado clásico en el seno del mundo moderno. A este respecto no deja de haber determinados paralelismos entre Hegel y Nietzsche. Sólo que la empresa de este último se nos presenta mucho más tensa y desgarrada.

He aquí, en grandes líneas, el contenido de este trabajo, de esta serie de aproxi­maciones a algunos de los grandes momentos de la recepción del legado de la Antigüedad clásica por parte del pensamiento moderno. Pensamos que dentro de sus límites puede contribuir a conocer un poco mejor la fecundidad de ese legado a la hora de orientar la andadura del hombre moderno. Es esta fecundidad lo que aquí nos inte­resa resaltar ante todo, más que sus aspectos eruditos, por insuficiente que haya sido a menudo dicha recepción desde una perspectiva filológica.

Sin duda el pensamiento moderno es un fenómeno muy complejo y polivalente, un acontecirniento que inaugura en definitiva un nuevo continente filosófico. No sin fundamento la experiencia de la Modernidad ha sido definida como aquélla en la que «todo lo sólido se desvanece en el aire»2. Pero el referente clásico le va a servir de apoyatura y estímulo en la búsqueda de una nueva identidad, como algo que en defi­nitiva le va a ayudar a comprenderse mejor a sí mismo, por insatisfactorios que resul­ten a menudo sus enfoques filológicos. Sin duda el hombre moderno supo buscar tam­bién otros referentes a la hora de contrastarse a sí mismo con otros modelos cultura­les como es el caso de la confrontación de la Europa moderna con los nuevos pueblos descubiertos a partir del Renacimiento, una confrontación que ha dado lugar al naci­miento del tema del buen salvaje3. No obstante, la referencia a la Antigüedad clásica ocupa un lugar primordial.

Como queda apuntado, tal recepción dista de seguir una dirección rectilínea. Está sometida a una dinámica de flujos y reflujos, a una serie de tensiones inevitables. En

2 Véase a este respecto el sugestivo libro de NIARSllALL BERMAN: 711dr1 fo sólido se desvanece en el mrc. lfl experiencio de lo modernidad, Madrid 1988.

3 S. LANDCCI, l.fi"tosoji e i .1·elvaggi ( 1580-1780), Bari 1972.

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este sentido la historia de la cultura moderna es hasta cierto punto una serie de «que­rellas» entre los antiguos y los modernos. A pesar de las crisis, el legado clásico no desaparece sin más sino que se metamorfosea, mostrando así su fecundidad en los dis­tintos estadios de la cultura moderna. Sin duda hay un proceso ascendente en la afir­mación de lo moderno, a partir de la incertidumbre e inseguridad renacentistas, y ello afecta inevitablemente a la recepción del legado clásico. Pero en todo caso éste sigue mostrando, desde nuevas perspectivas, su fecundidad y su capacidad para seguir orientando al hombre moderno. Ciertamente, este último ha adoptado a veces actitu­des anacrónicas en su relación con la Antigüedad clásica o bien ha caído en una eru­dición inútil en la que el pasado aparecía como una carga indigesta y estéril que impedía un adecuado proceso de desarrollo. Se trata de aquel conocido fenómeno que Nietzsche va a denunciar corno enfermedad histórica. A este respecto hay que recor­dar que ya los espíritus más lúcidos del Renacimiento, la época culmen de la recep­ción del legado clásico, supieron denunciar como pedantería inútil esa estéril apro­piación del mundo clásico4, una apropiación que debía ceder el paso a una relación más crítica e innovadora, de la misma forma que lo iba a ser en Nietzsche al denun­ciar la enfermedad histórica que aquejaría al sistema cultural contemporáneo.

En otros casos, por el contrario, se va a intentar reducir a su mínima expresión la relevancia del legado clásico para el destino de la cultura moderna. No obstante, tam­bién aquí acaba retornando lo reprimido y las referencias clásicas vuelven a aparecer en el horizonte5, surgiendo nuevas lecturas, nuevas apropiaciones productivas del mismo.

Los capítulos referentes a Diderot, Rousseau, Hegel y Nietzsche reproducen sus­tancialmente cuatro trabajos publicados en la revista Polis de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Alcalá. Los cambios introducidos aquí tienden fundamental­mente a evitar alguna reiteración y también alguna errata. Agradezco cordialmente a la dirección de dicha Revista su gentil autorización para reproducir aquí los mencio­nados trabajos. Los textos restantes son inéditos, se publican aquí por primera vez.

4 Véanse, por ejemplo, las lúcidas observaciones que acerca de la pedantería hace Montaigne en el libro 1 de los Essais: sólo procuramos llenar la memoria, y dejamos vacíos el entendimiento y la concien­cia. Corno los pájaros que algunas veces van en busca de grano y lo traen intacto en el pico para darlo a SLtS cría'!, así nuestros pedantes van picoteando la ciencia en los libros y la tienen al borde de los labios únicamente para esparcirla en el aire (L'ssais, libro!, cap. XXV). En clara convergencia con la descripción nict1sd1cana de la enfermedad histórica, sei'ía!a Montaignc que así como las plantas languidecen por exce­so de humedad y las J;ímparas por exceso de aceite, así también ocurriría en la vida del espíritu a causa de la presencia inhihidora de la erudición estéril. E!ln conduciría a la situación aberrante según la que ocu­rriría que: non vital! sed scholac di.1·cim11s.

:i Véase, por ejemplo, R.-P. DRO!T (cd.), Le.1· Grecs. fes Romain.1· et nous. L 'Antiquité e.l"t-elle moder-1u' ?, París 1991.