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LAURA GALLEGO El Libro de los Portales

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  • LAURA GALLEGO

    El Libro de los Portales

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    Un proyecto en marcha

    «... asimismo establecemos que todo Estudiante debe-rá probar sus Conocimientos en un Proyecto final que será Evaluado por el Consejo de la Academia tras su Conclusión.

    Bajo tales Circunstancias se permite al Estudiante emplear todos los útiles y herramientas propios del ran-go de Maese, para que su Portal pueda ser Examinado de forma conveniente.

    El Estudiante cuyo Proyecto obtuviere la aprobación del Consejo será merecedor de ser llamado Maese y ejercer el muy noble y digno Oficio de los Pintores de Portales.»

    Normativa General de la Academia de los Portales. Capítulo 35, sección 23, epígrafe 7.º

    El pintor de portales llegó cuando el sol ya se ponía por el horizonte. Fue Yania quien lo vio primero. Yunek estaba trabajando en el campo con su madre, pero no avanzaban gran cosa, por-que el joven enviaba a su hermana una y otra vez a otear el ca-mino desde el porche, para que pudiera avisarlos con tiempo de la llegada del maese.

    Lo cierto es que llevaban esperándolo todo el día. Yunek se había levantado antes del alba, temiendo que se presentara a primeras horas de la mañana. Después de todo, los pintores de portales viajaban muy deprisa.

    Ahora, Yania y su madre habían vuelto al campo, mientras Yunek, apoyado en la valla, contemplaba la delgada figura roja que se acercaba por el sendero, repitiendo mentalmente una y otra vez lo que pensaba decirle.

    Pero, cuando el pintor de portales llegó ante él, respirando fatigosamente, con su enorme compás a la espalda y el morral

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    que contenía su instrumental colgándole a un costado, las pala-bras que Yunek había preparado murieron en sus labios.

    –Buenas tardes –dijo el maese, tendiéndole la mano con una sonrisa–. Soy Tabit.

    Yunek se la estrechó. La mano del pintor era blanca y deli-cada, y contrastaba con la suya, fuerte, morena y llena de callos. La mano de un campesino.

    –Yo soy Yunek –respondió él; por un momento, no supo qué otra cosa decir. Tras un silencio incómodo, el pintor frunció el ceño y dijo, con cierta inseguridad:

    –Quizá me haya equivocado de sitio. Si es así, disculpa; he venido desde muy lejos y no conozco esta región. El portal más cercano está a medio día de camino, así que es posible que me haya perdido.

    –No, no os habéis perdido –reaccionó Yunek por fin.–Has encargado un portal, ¿no es así? –se aseguró Tabit.–Sí... sí, perdonad, maese. Es solo que... –Yunek sacudió la

    cabeza, aún desconcertado–. No esperaba... Vaya, creía que... la Academia enviaría a alguien...

    –¿... mayor? –completó Tabit, sonriendo de nuevo. Yunek sintió cierto alivio, porque el maese no parecía ofen-

    dido. Se trataba de un muchacho de su edad, quizá incluso más joven. Su pelo negro contrastaba con el tono pálido de su piel. Parecía frágil y delicado, pero sus ojos oscuros le sonreían, sin-ceros, al mismo tiempo que su boca. A Yunek le cayó bien.

    –Sí, yo... Disculpad, es que nunca antes había visto a un pin-tor de portales. Pensaba que todos eran ancianos de largas tren-zas blancas –añadió, devolviéndole la sonrisa.

    –Bueno, mis profesores sí son un poco así –reconoció Ta-bit con una carcajada–. Y puedes tutearme, Yunek. Después de todo, los dos tenemos más o menos la misma edad, y, además, yo todavía no soy un maese.

    Yunek iba a responder, pero la última afirmación del pintor le hizo fruncir el ceño. Tabit, ajeno a esto, se adelantó hacia la entrada de la casa.

    –En fin, es tarde, así que será mejor que comience a trabajar cuanto antes –dijo–. ¿Dónde quieres el portal?

    Yunek lo alcanzó casi en la puerta.–Espera un momento –protestó–. ¿Qué es eso de que no eres

    un maese?

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    –Estoy cursando mi último año de estudios en la Academia –respondió el muchacho–. Pero no te preocupes; sé perfecta-mente cómo hay que hacer un portal, lo he practicado en clase docenas de veces.

    Las palabras de Tabit, lejos de tranquilizar a Yunek, lo moles-taron todavía más.

    –Eh, eh, no, espera. ¿Es porque somos pobres? Tengo dinero para pagar esto; llevo mucho tiempo ahorrando. Así que me-rezco el mismo trato que cualquier otra persona. ¿O es que mi dinero vale menos que el de la gente de la ciudad?

    Tabit se detuvo y lo miró un momento, dolido.–Claro que no. Mira, intentaré explicártelo. Tu portal es... mi

    examen final, ¿entiendes? Si lo hago bien, seré un maese de ple-no derecho. Así que ten por seguro que me esmeraré, incluso más que otros maeses que llevan años trabajando. En realidad, sé de algunos profesores de la Academia, verdaderas eminencias en materia de portales, que llevan décadas sin dibujar uno. Pero los estudiantes debemos hacer un portal de verdad para graduarnos, esto es así desde que se fundó la institución. En esta ocasión te ha tocado a ti, y te aseguro que para mí será todo un honor dibujar tu portal. Lo haré lo mejor que pueda, te lo prometo.

    Era difícil objetar algo al entusiasmo de Tabit. Yunek, sin em-bargo, aún encontró un nuevo argumento:

    –Espera, ¿has dicho que este será tu primer portal «de ver-dad»? ¿Es que los otros eran «de mentira»?

    El pintor dejó escapar una carcajada.–No, hombre, los portales que hago están bien; de hecho, soy

    el mejor de mi clase en Cálculo de Coordenadas, y en Diseño de Trazado estoy entre los primeros. Lo que pasa es que a los estu-diantes no se nos permite dibujar portales con pintura de boda-rita, ¿entiendes? Así que en teoría todos están bien hechos, pero en la práctica no funcionan, porque hasta ahora no he podido utilizar la pintura adecuada. El tuyo será mi primer proyecto de verdad, y puedes imaginar que estoy muy emocionado y me lo voy a tomar muy, muy en serio. Confía en mí.

    Yunek aún albergaba dudas; pero entonces recordó cómo se habían burlado los granjeros de la zona de sus pretensiones de abrir un portal en su propia casa. Tras la muerte de su padre, y con una familia a la que mantener, nadie habría apostado a que un muchacho como él sería capaz de ahorrar tanto dinero.

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    Por supuesto, no había sido sencillo. Habían vendido sus tierras, reservándose solo una pequeña parcela para cubrir sus necesidades básicas, y también se habían deshecho de la mayor parte de los animales del establo; aun así, Yunek había tardado más de siete años en reunir todo el dinero, a costa de que la familia tuviera que renunciar a muchas cosas. El viejo vestido de Yania le quedaba corto desde hacía un par de estaciones, y los zapatos del propio Yunek estaban casi destrozados. Ya solo comían carne, con suerte, una o dos veces al mes. Y las mantas estaban tan apolilladas y llenas de remiendos que no aguanta-rían un invierno más.

    Pero Yunek no pensaba renunciar a su sueño. Tendrían un portal que los acercaría a la capital, a un futuro mejor para to-dos... y especialmente para Yania.

    Los dos jóvenes entraron en la casa. Allí los esperaba el resto de la familia de Yunek: su madre, Bekia, de rostro cansado pero amable, aparentaba más edad de la que tenía en realidad; y Yania, su hermana, de diez años, era una muchachita inquieta y viva-racha, de ojos oscuros e inteligentes y gruesas trenzas de color castaño claro. Las dos recibieron sonrientes al pintor de portales. Si se sintieron decepcionadas por su aspecto juvenil, desde luego no lo demostraron; y, si él encontró su hogar demasiado humil-de, se abstuvo de dejarlo entrever. Yania acarreaba una jarra de loza repleta de agua fresca, y le sirvió un vaso, que Tabit aceptó, agradecido.

    Se sentaron en torno a la mesa para que el pintor descansara un poco de su viaje. Se produjo un momento incómodo, porque Yunek no sabía por dónde empezar, y Tabit se preguntaba si estarían esperando a alguien más –tal vez, al cabeza de familia–, mientras Yania, con la barbilla apoyada sobre los brazos, lo ob-servaba con evidente interés.

    –De-debería empezar ya a trabajar –tartamudeó entonces Tabit–, si quiero emprender el regreso a Maradia antes de que sea noche cerrada.

    –¡Pero, cómo! –se escandalizó Bekia–. Maese, ¿pensáis viajar en plena oscuridad? ¡No podemos consentirlo! Pasaréis la no-che en nuestra casa... es decir, si no os molesta que seamos... –se interrumpió de pronto y bajó la cabeza con brusquedad, sonro-jada y sorprendida por su propio atrevimiento.

    –... pobres –concluyó Yunek con amargura–. Lo que mi ma-

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    dre quiere decir es que suponemos que estás acostumbrado a camas blandas, sábanas suaves y guiso de carne y vino bueno para cenar... y que, sintiéndolo mucho, en nuestra casa no hay nada de eso.

    Bekia lo miró, horrorizada por su descaro. Sentía –como la mayor parte de la gente– un respeto reverencial hacia los pinto-res de la Academia, incluso aunque fueran jóvenes como aquel, y temía ofenderlos.

    Pero Tabit no se ofendió. De hecho, la posibilidad de desan-dar el camino de noche no lo seducía en absoluto, así que se sentía muy agradecido ante su generoso ofrecimiento.

    –Y yo tampoco lo necesito –los tranquilizó–. Para mí será un honor pasar aquí la noche. De verdad, me hacéis un gran favor. Muchas gracias.

    Bekia se sonrojó de nuevo, complacida. Yania sonrió. Tabit se levantó, recuperado ya de la caminata.–Bueno, pero no he venido hasta aquí solo para abusar de

    vuestra hospitalidad –dijo, y le brillaron los ojos cuando añadió–: Hablemos de portales.

    Las explicaciones que Yunek y Yania le dieron resultaron algo confusas, porque se interrumpían el uno al otro en su afán de relatarle la historia cada uno a su manera. Hasta que Tabit dijo:

    –A ver si lo he entendido bien: queréis un portal que una vuestra casa con la Academia, ¿no? –Parpadeó, desconcertado–. Pero... ¿nadie os ha explicado que eso no está permitido? Los portales que hay en el recinto de la Academia son para uso ex-clusivo de los pintores, así que...

    –No –cortó Yunek–. Queremos que el portal lleve a la ciudad de Maradia, para que Yania pueda ir y venir cuando quiera, por-que... –titubeó–, porque me gustaría... nos gustaría... que en un futuro estudiase en la Academia de los Portales –admitió por fin.

    Bekia lanzó una exclamación ahogada y miró a Tabit de reo-jo, temiendo que el joven se tomaría a mal que una niña campe-sina como Yania aspirase a tanto. Una cosa era tener un sueño y otra, muy distinta en su opinión, expresarlo con tanto descaro frente a un maese.

    Pero Tabit solo comentó:–Vaya.–Sabemos que es muy caro –dijo Yunek atropelladamente–,

    y que quizá no nos lo podamos permitir. Pero...

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    –Hay becas –respondió Tabit con suavidad–. Todos los años se convoca un examen de ingreso. Al aspirante que obtiene me-jores resultados se le admite en la Academia, independientemen-te de su procedencia o del dinero de su familia. El Consejo su-fraga los gastos en esos casos.

    A Yunek se le iluminó la cara.–Sí –asintió–, eso nos habían dicho. Y Yania es muy lista. Sé

    que puede ser pintora de portales si se lo propone. Pero por aquí cerca no hay ninguna escuela, ni tiene libros ni maestros que la puedan preparar para el examen. Si no viviéramos tan lejos de la capital... –Sacudió la cabeza, pesaroso.

    –Entiendo –murmuró Tabit, asintiendo. La región de Uskia, donde estaba situada la granja de Yunek, era sin duda la más remota y perdida de toda Darusia.

    –Es algo que se le ha metido a Yunek entre ceja y ceja –in-tervino Bekia, como disculpando a su hijo–. Cuando murió mi esposo... Bueno, fueron malos tiempos. El muchacho juró que conseguiría una buena educación para su hermana. Que no en-vejecería en estos campos, como todos nosotros. Y la niña es lista, vaya si lo es. Pero nunca ha ido a la escuela. No sé si...

    –Todo se puede aprender –dijo Tabit–. Tendrá que estu- diar mucho, pero lo conseguirá, si trabaja con esfuerzo y cons-tancia.

    A Bekia le agradaron las palabras del joven.–Maese, no sois... –vaciló–. No sois como imaginaba.Tabit sonrió, un poco incómodo.–De acuerdo, pues –afirmó–. ¿Dónde queréis que pinte el

    portal?Yunek lo condujo sin dudar hasta la pared del fondo, que

    estaba muy despejada para pertenecer a una vivienda de cam-pesinos. No había estantes repletos ni ganchos de los que col-garan aperos de labranza. Hacía muchos años que Yunek había decidido que aquel sería el lugar donde se abriría su portal, y lo había mantenido así, en espera de que llegara el gran día en que pudiera mostrárselo al maese que lo dibujaría.

    Tabit examinó la pared y asintió para sí mismo. Parecía bastante satisfecho con la elección de Yunek. No obstante, aún limpió bien un trecho del muro e incluso lo frotó con lija para alisarlo un poco más.

    –No se pueden eliminar las protuberancias de la piedra –di-

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    jo–, pero tendrá que servir. De todas formas, si resultara ser de-masiado irregular, siempre puedo pintar sobre una plancha y después colgarlo en la pared.

    –Como prefieras –respondió Yunek, pero Tabit no lo escu-chaba. Parecía más bien estar hablando consigo mismo, comple-tamente concentrado en lo que estaba haciendo.

    –Porque, por supuesto –añadió–, lo más práctico sería hacer un diseño sencillo. Aunque no sé si eso me contará negativa-mente en la nota final. Pero, en fin, ya llegaremos a eso.

    Marcó con tiza un punto en la pared y alzó su enorme com-pás de madera. Yunek y Yania observaron cómo colocaba el ex-tremo más afilado en el lugar que había señalado. Pero Tabit se detuvo para mirar a Yunek antes de abrir el instrumento.

    –¿De qué tamaño lo quieres? –le preguntó.Él se encogió de hombros, sin saber qué responder.–¿Qué diferencia hay?–Normalmente, y a no ser que el cliente especifique lo con-

    trario, trabajamos con el tamaño medio; de hecho, es lo que consta en tu pedido. Pero, si lo hago más pequeño, te saldrá más barato.

    –Pero ¿funcionará igual?–Claro. El único inconveniente es que Yania tendrá que aga-

    charse un poco para pasar. –No hay problema –aseguró ella–. Ni siquiera soy muy alta

    para mi edad.–Entonces, ¿por qué es más caro un portal más grande? –qui-

    so saber Yunek.–En teoría es porque un pintor invierte más horas de tra-

    bajo en un portal grande que en uno pequeño... Pero eso no es exactamente así. Un portal pequeño con un diseño complejo puede llevar más tiempo que uno grande de diseño sencillo. La realidad es que un portal grande cuesta más dinero porque, por lo general, se gasta más pintura en él. Y la pintura de bodarita no resulta barata.

    –Entiendo –asintió Yunek–. Gracias por avisar. Entonces haz lo más pequeño, por favor.

    Tabit ajustó la posición del compás y trazó un círculo en la pared.

    –No es rojo –observó Yania–. Yo creía que todos los portales eran rojos.

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    –De momento solo estoy marcando la posición con tiza –ex-plicó Tabit–. Hoy no voy a pintar el portal definitivo. De hecho, ni siquiera he traído pintura.

    –¿Ah, no?–No; hoy registraré las coordenadas exactas y tomaré nota

    de la dirección donde he de dibujar el portal gemelo. –¿El portal gemelo? –repitió Yunek sin entender.–El que estará situado en Maradia. ¿Has pensado ya dónde

    quieres que lo dibuje? ¿En casa de algún familiar, tal vez?Yunek y Yania cruzaron una mirada de apuro.–No conocemos a nadie en Maradia –admitió el hermano

    mayor.–No pasa nada –lo tranquilizó Tabit–. Todas las ciudades

    grandes tienen una Plaza de los Portales, donde están situados todos los que son de uso público, y también muchos privados. Solicitaré un espacio en el Muro de los Portales de Maradia para dibujar el vuestro allí. El único inconveniente será que, al estar situado en plena calle, quizá os convendría contratar un guar-dián que se asegure de que no lo utiliza nadie que no deba.

    –Entiendo. Pero ¿podremos permitirnos pagar a un guar-dián?

    –Los honorarios de los guardianes corren a cargo de la Aca-demia. Aun así, tendríais que pagar una tarifa especial todos los años... pero tampoco es obligatorio contar con un guardián: to-dos los portales privados tienen contraseña.

    Yunek seguía sus explicaciones con expresión reconcentrada.–De acuerdo –dijo–. Entonces, nuestro portal estará dibuja-

    do aquí y en la Plaza de los Portales de Maradia, de modo que, cuando lo cruce Yania, aparecerá allí. Es así, ¿no?

    –Así es –confirmó Tabit–. Por eso debo medir las coordena-das de este lugar y también las del punto exacto en el que dibu-jaré el portal gemelo, en Maradia. Después volveré a la Acade-mia y diseñaré un portal para vosotros. Y, cuando lo tenga listo, plasmaré ese diseño, el mismo, en los dos sitios, con pintura de bodarita.

    –¿Y entonces funcionará? –preguntó Yunek.–Si he anotado bien las coordenadas y dibujado el portal con

    exactitud, sí, funcionará. Pero solo cuando ambos portales estén acabados. Si pintase el portal solamente aquí y no lo reprodujese en Maradia, no serviría para nada.

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    –Porque, cuando sales de un sitio, tienes que llegar a otro, ¿verdad? –dedujo Yania.

    –Exacto.–Ya te dije que es muy lista –sonrió Yunek.–No tanto –negó la niña, ruborizada–. Ni siquiera sé lo que

    son las «cordadas».–Coordenadas –corrigió Tabit–. Enseguida lo verás.Entonces extrajo de su zurrón el aparato más extraño que

    Yunek y Yania habían visto en su vida. Tenía una docena de rue-das, todas concéntricas, dispuestas en torno a una esfera central; su contorno estaba dividido en un centenar de muescas, cada una de ellas marcada con un minúsculo símbolo; su centro lo ocupaba una aguja que giraba enloquecida, como si no supiera cuál señalar.

    –Es un medidor de coordenadas –explicó Tabit–. También se le llama «medidor Vanhar» en honor al maese que lo inventó, en los inicios de la ciencia de los portales.

    Lo fijó a la pared, sobre el punto que había marcado como el centro del futuro portal, y giró las ruedas exteriores hasta ajustar la más grande en una posición concreta. Luego, sacó de su zu-rrón un gastado cuaderno de tapas de cuero y esperó, expectante.

    La aguja giró sobre sí misma unos instantes hasta que, final-mente, se detuvo en uno de los símbolos. Tabit asintió para sí y tomó nota. Luego giró la siguiente rueda, y esperó de nuevo a que la aguja se detuviera. Anotó el resultado y repitió la opera-ción con la tercera rueda.

    –Sigo sin entender lo que estás haciendo –dijo Yania.–Estoy midiendo este lugar –respondió Tabit sin apartar la

    mirada de la aguja–. Veréis, cada punto concreto del mundo tie-ne unas características determinadas. Ninguno es igual que otro. Hay una serie de variantes que cambian en cada caso: la luz, la vegetación, el agua... Antes de abrir un portal, los pintores cal-culamos el valor exacto de cada variable en el lugar que hemos elegido.

    Yunek frunció el ceño, pero no quiso admitir que no lo había comprendido.

    –Tierra, Agua, Viento, Fuego, Luz, Sombra, Vida, Muerte, Piedra, Metal y Madera –enumeró Tabit–. Esas son las once va-riables. El medidor determina la cantidad de cada una de ellas que hay en este lugar.

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    Siguió girando ruedas y tomando nota de los resultados. Yu-nek y Yania lo observaban en un silencio solo perturbado por el ruido de cacharros que provenía de los fogones, donde Bekia estaba preparando la cena.

    –Tal y como sospechaba –dijo Tabit cuando terminó–, hay una puntuación muy alta en Piedra, Sombra, Tierra y Madera, y también en Vida. El valor del Fuego y de la Muerte tampoco es desdeñable; me imagino que será por la influencia de la chi-menea, y porque se trata de una casa bastante antigua. Natu-ralmente, el índice de Viento o de Luz es muy bajo, porque no estamos al aire libre. Algo de Agua, algo de Metal... pero nada fuera de lo común.

    –Pero ¿para qué sirve todo esto? –preguntó Yunek, perdien-do la paciencia.

    –Como os he dicho antes, la lista de variables me permite trazar el mapa de coordenadas. Cuando dibuje el portal, pintaré en el círculo exterior las coordenadas exactas de este lugar y del lugar a donde conduce. Y lo mismo haré con el portal gemelo. De este modo nos aseguraremos de que ambos portales os lle-varán, en ambos sentidos, al lugar adecuado, y no a ningún otro.

    –Pero... ¿qué pasará si algo de esa lista cambia? –preguntó Yania–. Por ejemplo, imagina que abrimos una ventana en esta pared. Entonces entraría más luz, ¿no?

    Tabit le sonrió aprobadoramente.–Veo que lo vas entendiendo. Efectivamente, eso cambiaría al

    menos una de las variables. Pero no afectaría al funcionamiento del portal, porque, una vez dibujado, estará anclado a este lugar en espacio y en tiempo, es decir: los dos portales quedarán ya vinculados de forma definitiva entre sí, y también a las coorde-nadas registradas en el momento en el que fueron creados. De todas formas, cuando vuelva para pintar el portal tomaré medi-das otra vez, por si hubiera cambiado alguna variable. La luz, por ejemplo, depende mucho del momento del día en el que se hace la medición, y por eso debe coincidir también con el instante en el que se termina de pintar el portal. Pero, dejando aparte deta-lles como ese, supongo que no hace falta que os diga que, hasta entonces, será mejor que no hagáis muchos cambios por aquí.

    Yunek suspiró.–Parece muy complicado –dijo–. Yo creía que lo de pintar

    portales era algo más...

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    –... ¿Mágico? ¿Místico? –Tabit sacudió la cabeza–. Es cierto que las propiedades de la bodarita aún no están suficientemente estudiadas, pero esto es una ciencia, y bastante exacta, por cier-to. Si no calculamos bien las coordenadas, o si el portal no está correctamente dibujado, podría conducir al lugar equivocado o, directamente, no funcionar en absoluto.

    Yania apenas escuchaba. Estaba observando con curiosidad el medidor Vanhar, que Tabit había dejado encima de la mesa.

    –Se te ha olvidado usar la última rueda –observó entonces–. Tiene doce, y solo has girado las once primeras.

    Tabit recuperó el medidor y lo observó con disgusto.–Es porque se trata de un cacharro muy viejo –dijo–. An-

    tiguamente, los medidores tenían doce ruedas, pero la última variable no sirve para nada en realidad. Alguien descubrió que podías anotar cualquier cosa, incluso no incluir la duodécima coordenada, sin que ello influyera en el correcto funcionamiento del portal.

    –Entonces, ¿por qué hay doce ruedas? –preguntó Yunek, confuso.

    –Porque el doce es un bonito número –respondió Tabit–. Doce han sido siempre los miembros del Consejo de la Aca-demia, como los doce maeses que la fundaron hace siglos. El doce es un número cósmico, tiene un simbolismo especial. Así que Vanhar decidió que había que inscribir doce coordenadas en cada portal.

    »Los medidores modernos ya solo llevan once ruedas. Por cuestiones prácticas, claro. Pero resulta que yo aún no tengo un medidor propio, así que he tenido que pedir uno prestado en el almacén. Y me han dado este –suspiró–. No importa, en reali-dad, mientras funcione.

    Volvió a repasar sus notas, cerró el cuaderno y lo guardó cuidadosamente en su zurrón. Después replegó el compás y lo dejó apoyado en un rincón, cerca del círculo de tiza que había dibujado en la pared.

    –Mañana tomaré medidas otra vez –dijo–. Quiero asegurar-me de que no he pasado nada por alto.

    Yunek sonrió.

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    A la mañana siguiente, la familia acudió a despedir a Tabit hasta la valla de entrada. El joven parecía contento, aunque de vez en cuando se rascaba un brazo o una pierna sin poder evitar-lo. Estaba claro que las pulgas, chinches y otros molestos habi-tantes de su jergón se habían cebado con él aquella noche. Yunek se sintió un poco culpable, pese a que, apenas unos días antes, la idea de someter a uno de los pomposos maradienses a los ri-gores de la vida en el campo le habría parecido muy seductora. Pero Tabit no se ajustaba al concepto que Yunek tenía de la gente de la capital, y mucho menos de los pintores de portales. La no-che anterior había cenado con apetito, pero sin exigir más ración de la que le correspondía. Había alabado las virtudes de la coci-nera y saciado la insondable curiosidad de Yania, contestando a todas y cada una de sus preguntas. Después había caído como un leño sobre su jergón, sin duda agotado por la caminata. Pero se había levantado puntualmente antes del alba, como el resto de la familia y, tras desayunar las humildes gachas preparadas por Bekia, había vuelto a medir las coordenadas de la pared, tal y como había dicho que haría la noche anterior.

    Ahora cargaba con sus bártulos, sonriente a pesar de sus pi- cores y sus ojeras, testimonio de que no había dormido bien.

    –Regresaré en cuanto lo tenga todo listo –les prometió–. Tal vez en una semana o dos. Pero, si tardo un poco más de lo espe-rado, por favor, no os preocupéis. Es que quiero hacerlo bien, y dedicar al diseño de vuestro portal el tiempo que sea necesario.

    –Claro –asintió Yunek. Hizo una pausa y añadió–: Muchas gracias por todo.

    Tabit se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto.

    –Es mi trabajo –dijo.–Pero hay muchas maneras de hacer un trabajo –insistió Yu-

    nek–. En serio, muchas gracias.–Gracias a vosotros por vuestra hospitalidad –respondió Ta-

    bit; y, a pesar de que justo en ese momento se estaba rascando un codo con disimulo, todos leyeron en su mirada que lo decía de verdad, sin ironías encubiertas.

    Cuando la figura de Tabit no era ya más que una mancha rojiza en el horizonte, Yania suspiró y dijo:

    –Qué pena que se marche tan pronto. Ya tengo ganas de que vuelva.

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    –Yo también –admitió Yunek.

    Pero el sol se alzaba ya en el horizonte y había mucho trabajo

    por hacer, de modo que los tres regresaron a sus tareas sin volver a

    mencionar el asunto. Sin embargo, en sus corazones latía una nueva

    esperanza, porque la posibilidad de que su casa albergara uno de

    aquellos mágicos portales de viaje era, de pronto, muy real.

    Y aquello cambiaría sus vidas para siempre.