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El lunar de Pat
El lunar de Pat
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Pat
Pi-pi-pi… pi-pi-pi… « Mierda, ya son las seis».
Tras apagar la tortura que cada mañana recordaba a Patricia que el reloj
marcaba las seis, ésta se incorporó perezosamente y consiguió abrir los ojos.
Encendió la luz del pasillo y tras dar cuatro pasos torpes, se encontró frente al
espejo.
De pequeña, Patricia siempre fue muy delgada. Sin embargo, la pubertad le
regaló un aumento de caderas y de pecho que hicieron que su descripción
variara. “Es una chica normal, ni gorda ni flaca, normal”. Algunos chicos
pensaban que el encanto de Patricia residía en sus ojos, no tanto por su color
miel, sino por su forma, que aparecía cuando ella sonreía, y hacía que sus ojos
se rasgaran de una manera “muy graciosa”. A Patricia nunca le convenció esa
teoría. Lo que a ella más le gustaba de su cara era su nariz, respingona y
elegante como la de su madre.
Parece ser que siempre se encontraba en el punto medio. «¿No decía
Aristóteles que la virtud está en el punto medio? Pues ya está.», pensó una vez
mientras reflexionaba acerca de este tema.
En sus notas también se reflejaba su tendencia a lo ordinario. Ni era un
fracaso, ni una excelencia. Ella convivía felizmente con sus seises, sus sietes y
sus ocasionales ochos.
Estudiaba enfermería en la Universidad de Alcalá de Henares, concretamente
segundo curso. La elección de su carrera profesional no estuvo condicionada por
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las preferencias de su familia, ni por su estado económico, al igual que tampoco
lo estuvo por sus notas; ella eligió estudiar enfermería por gusto.
En aquel momento, se encontraba en período de prácticas clínicas; en sus
temidas primeras prácticas, concretamente en el Hospital Universitario Santa
Carmen.
El reloj marcaba las seis y media cuando Patricia guardó su pijama del hospital
recién planchado, cogió el trabajo que debía entregar sobre enfermedades
transmisibles y revisó que todo lo imprescindible estuviera donde tenía que
estar. «Llaves, cartera, botella de agua, cuaderno, boli, vale».
Cuarenta minutos más tarde, Patricia se despertó sobresaltada cuando el
autobús se detuvo en seco, a cinco minutos de su destino.
«Un día más».
La selva
El Hospital Universitario Santa Carmen era de reciente construcción. Su
estructura no llamaba la atención por ser atractiva o moderna, pero tampoco lo
hacía por desentonar por el entorno. Era un edificio sencillo, acorde a la zona en
la que estaba situado. En la puerta, dos o tres ambulancias siempre esperaban
algún aviso, mientras sus conductores reían y fumaban medio a escondidas. La
entrada principal no era nada del otro mundo y siempre estaba custodiada por
Félix, un hombre ciego que vendía cupones y daba los buenos días a todo aquel
que escuchaba pasar al interior del hospital.
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El edificio estaba dividido en pabellones en los que se atendían diferentes
patologías y situaciones: consultas externas, maternidad, psiquiatría, oncología y
el pabellón central, donde Patricia tenía que ganarse la simpatía y aprobación de
las enfermeras de la Unidad de Medicina Interna, con el fin último de aprobar el
curso.
La estudiante atravesó el parking de empleados del Hospital Santa Carmen con
paso rápido y ligero porque, como cada mañana, la puntualidad no le
acompañaba.
Tras saludar a Félix y atravesar la puerta principal, recorrió un largo pasillo que
desembocaba en unas escaleras, al final de las cuales se encontraba “La selva”.
“La selva” se refería a los vestuarios femeninos. El apodo de aquella estrecha y
fría sala, iba pasando de generación en generación de estudiantes y ya, hasta
los trabajadores del hospital lo designaban de ese modo.
Este espacio constituía el punto de encuentro de las estudiantes, cuya esencia
variaba mucho según el horario en el que se produjera la reunión. Por la
mañana, el silencio predominaba sobre el bullicio, ya que las lenguas aún
seguían dormidas. En esa franja horaria, entre las ocho y las ocho y media de la
mañana, el desorden protagonizaba el ambiente, siempre propiciado por la prisa
de las estudiantes. Botas, blusas y tejanos inundaban el suelo, mientras que las
puertas entreabiertas de las taquillas no dejaban acceder a las demás
compañeras a sus compartimentos. A su vez, las estudiantes que tenían
asignadas las taquillas del fondo de la habitación, intentaban abrirse paso a
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través del estrecho pasillo,dando codazos sin querer a las demás que, con el
pijama a medio poner, bostezaban sin cesar.
La hora de la salida era diferente. En ese momento, las lenguas ya se
encontraban con fuerza de denunciar todas las injusticias que les habían
sucedido a sus dueñas durante esa jornada, y de criticar a las enfermeras que
estaban a su cargo ese día, las cuales generalmente pecaban en dos
modalidades totalmente opuestas: ignorando totalmente a sus alumnas, o
entrometiéndose demasiado en sus tareas. Entre las paredes de "La selva"
también se escuchaban quejas respecto a la gran cantidad de trabajos,
seminarios y exámenes que inundaban los calendarios de las estudiantes.
Patricia introdujo dos bolígrafos en el bolsillo superior de su pijama, junto a sus
tijeras, mientras se aseguraba de que el inferior contenía un rollo de
esparadrapo. Hacía exactamente una semana que había comenzado su rotatorio
de prácticas en aquella unidad.
La “5ª A” era un espacio hostil en el que, según Patricia, olía a “sopa de sobre y
a enfermedad”. Sin embargo, poco a poco su nariz se iba acostumbrando a esa
nueva atmósfera, en la que tenía que estar siete horas al día. Habitualmente
acompañaba a la enfermera que se encargaba de atender la primera parte de
las habitaciones de la planta, con el objetivo de seguir la evolución de los
mismos pacientes.
23-V
«Bien, Pilar no ha venido». -Pensó Patricia mientras escuchaba a su enfermera
favorita, Cuca, reírse al otro lado del pasillo.
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-Buenos días Cuca. –Cuca amaba su trabajo. Rondaba los cincuenta y era
bastante mezquina de talla. La combinación entre el lenguaje de la calle con el
lenguaje científico y el acento de Jaén, hacía de ella una persona graciosa y
extravagante.
-Hola Patri, ¿Qué tal? Espero que hayas dormido bien, porque hoy tenemos un
día completito.
Patricia asintió con la cabeza al tiempo que comenzó a leer el listado de los
pacientes de la planta.
-¿Qué le ha pasado a Antonia, la mujer de la veintitrés ventana? -el
sobrenombre “puerta” o “ventana”, se correspondía con la situación de la cama
del paciente en la habitación. Esta manera de identificar a los pacientes, en
ocasiones daba lugar a equivocaciones porque “la mujer de la veintitrés ventana”
el lunes, podía no serlo el martes.
-La pobrecita ha fallecido esta noche. ¡Mira que les digo a los médicos que
pauten actividad a los pacientes! Reposo, tanto reposo… ¡Y luego mira!
¡Tromboembolismo pulmonar y al otro barrio!
-¿Y quién está ahora en esa cama?
-Aún no lo sé, ahora nos acercamos a ver.
La ronda de las tensiones comenzaba en la habitación dieciocho y concluía en
la veintitrés, habitación en la que Patricia conversaba con Manuela, una
octogenaria que llevaba ingresada tres días debido a una descompensación
diabética.
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Al percatarse de que la cama más próxima a la ventana estaba vacía, Patricia
se dispuso a marcharse de la habitación. «Luego termino la ronda, estará en el
baño». Sin embargo, mientras cruzaba la puerta despidiéndose de Manuela con
una sonrisa, la nueva inquilina de la veintitrés ventana salió del cuarto de baño.
Su aspecto impresionó a Patricia debido a que sus piernas, que no estaban
cubiertas por el pijama del hospital, eran extremadamente delgadas.
Su rostro caquéctico mostraba unos pómulos hundidos y unas facciones muy
marcadas; parecía que padecía anorexia. Su abdomen era prominente, hecho
que desproporcionaba totalmente su cuerpo y hacía que la gente fijara la vista
en él, preguntándose qué clase de enfermedad o defecto producía semejante
monstruosidad. Su pelo parecía débil, al igual que sus fuerzas. Su piel era
pálida y sus ojos, de veinticinco años cada uno, eran los más tristes que Patricia
había visto en su vida. Patricia sintió cierto respeto a la hora de iniciar una
conversación, ya que no sabía cómo tratar a aquella persona y, aunque lo
hubiera negado si alguien le hubiera preguntado, su imagen le producía miedo y
sentimiento de repudio y rechazo. Aún así, venció sus barreras y se decidió a
finalizar la ronda.
-Buenos días. Es usted Patricia Martín, ¿verdad?
-Sánchez. Patricia Martín Sánchez -respondió la paciente con una sonrisa.
Sonrisa que evidenció que no frecuentaba la consulta del dentista.
-De acuerdo, voy a tomarle la tensión.
Patricia sintió bastante impresión al colocar el manguito de la tensión sobre el
minúsculo brazo de la misteriosa mujer, sensación que no querría volver a
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experimentar. Temió tener que ir a buscar uno de dimensiones pediátricas, por si
ese hecho incomodaba a la paciente. Durante la toma de la tensión, Patricia
pudo evidenciar pequeños hematomas en el brazo de la paciente.
-Vale, tiene doce-siete de tensión, está muy bien.
-Gracias guapa. Escucha una cosa, ¿Dónde se puede fumar aquí?
-Pues, la verdad es que no lo sé -respondió dubitativa Patricia- supongo que sólo
se podrá fumar en la calle. Si quiere le pregunto a las enfermeras, es que soy
nueva aquí.
-Déjalo chiquilla, déjalo. Gracias. Todas se ponen histéricas cuando una enferma
pregunta que dónde puede fumar o dónde se puede comprar una chocolatina.
¿Acaso tengo que dejar de fumar o dejar de comer mis chocolatinas favoritas
porque esté aquí unos días? ¡Venga ya! ¡Si no molesto a nadie! Bastante tengo
con llevar un pijama con el que se me ve el culo. Bastante aguanto con
despertarme a la hora que quieren, comer lo que me ponen y no poder encender
la televisión a las dos de la mañana, que es cuando más me gusta verla. Yo
empecé a fumar a los catorce, y si mi madre no me dijo nada, treinta y seis años
después, nadie y menos ninguna de éstas va a impedir que yo fume, por muy
malita que esté.
Patricia se sentía muy incómoda, ya que no sabía qué decir, y mucho menos
qué cara poner. «Menuda educación, encima con exigencias».
-Encima me queda un cigarro y Paco sin aparecer por aquí. Paco es mi novio y
estará de resaca en algún soportal de Madrid a estas horas -murmuraba la
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paciente mientras rebuscaba en su bolso, con el fin de encontrar algún otro
cigarro que le asegurara una mañana más llevadera -¿Niña, tú fumas?
-Yo no, ni lo haré -respondió Patricia cortante.
-Haces bien. Para hacerme la chulita empecé yo y después, empecé con más
vicios. Y luego acabas queriendo más a tus vicios que a tu familia -el tono de voz
de la grotesca mujer se tornó taciturno y débil. -Y esos vicios…nada más que
problemas, problemas y más problemas. Bueno chiqui, que no te quiero robar tu
tiempo, solo te digo que no hagas tonterías y que la juventud es muy bonita.
-Bueno… -tartamudeó Patricia- en otro momento si quiere hablamos. Cuando
pase visita el médico, vendré con la enfermera.
-Vale guapa. Y escucha, si ves que consigues un cigarrito para tu tocaya -
susurró mientras miraba la placa identificativa que llevaba Patricia en su pijama-
pues me lo traes, que los alumnos siempre sois los más buenos y los que más
os preocupáis por la gente.
-Haré lo que pueda, hasta luego -respondió Patricia aliviada al poder escapar de
aquella situación que parecía interminable.
« Un cigarrito dice. Luego querrá un trasplante de pulmón».
Las piernas de Patricia no tardaron en manifestar su cansancio cuando ya el
reloj rondaba las dos y media. Cuando marcó las tres en punto, abandonó la
planta con paso rápido, ya que su hermano estaba esperando en la salida.
Tony´s
-Abre -dijo Patricia a su hermano Rubén, con cara de cansancio.
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Rubén arrancó su Renault Clio blanco, y avanzó dos metros mientras Patricia
esperaba a que su hermano decidiera dar por finalizada la broma. La misma
broma que siempre hacía cuando pasaba a buscarla. No importaba dónde fuera
ni con quién estuviera. Aguantar esa bufonada era un requisito para poder
acceder a su adorado coche.
-Anda pasa Pat -nombre que utilizaba Rubén para referirse a su hermana
cuando el rostro de ésta denotaba irritación- ¿Qué tal el día?
Patricia y Rubén comían juntos ocasionalmente y siempre que lo hacían,
acudían al mismo sitio. Tony´s era el único restaurante italiano de la zona que
tenía tarifas acordes a estudiantes hambrientos. Esto, unido al sabor de sus
pizzas, hacía que Patricia y Rubén fueran clientes estrella del local.
“Los Martín”, que así era como los llamaba una profesora de su antiguo
colegio, tomaron asiento en su mesa favorita del Tony´s, la doce, junto a la
ventana. El mantel de cuadros rojos y blancos, el olor a pizza recién hecha y el
bigote de Fabio, el dueño del local, completaban el encanto del restaurante, el
cual amenizaba la espera de los que aguardaban para ser atendidos, aunque no
calmaba su gula.
Tras dar el primer bocado a su porción de pizza Capricciosa, Patricia lanzó a su
hermano una difícil cuestión. Cuestión para la que muchos no tendrían
respuesta:
-Si yo fuera drogadicta, estuviera desesperada y no tuviera dinero… con
desesperada me refiero a que tuviera un mono increíble, a que no pudiera
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controlarme física y emocionalmente, a que quisiera morir antes de aguantar mi
situación… ¿Me pagarías una dosis si yo te lo pidiera?
-Sí.
-¿No piensas la respuesta?
-Si yo no te pagara esa dosis podrías robar a una pobre anciana para ponerte.
Podrías no dar de comer a tu hipotético hijo para ponerte. O en el peor de los
casos, podrías matarte tú.
-O podría desintoxicarme -respondió Patricia firmemente.
-Preferiría curarme en salud e intentar convencerte para que fueras tú la que
quisiera dejarlo.
-¿Y si no quisiera dejarlo?
-Nunca te desintoxicarías. Si una persona no quiere cambiar, no va a hacerlo.
-¿Tú crees que hay gente que de verdad lo deja por sí misma?
-Pienso que si no lo dejas por ti mismo, no lo dejas. Porque una cosa es no
consumir y otra muy distinta es dejar ese mundo. Si te aislara y te vigilara las
veinticuatro horas del día, no consumirías, pero cuando dejara de vigilarte,
volverías a hacerlo seguramente. El cambio se produciría únicamente si tú
quisieras dejarlo.
-Pues no estoy de acuerdo -objetó Patricia frunciendo el ceño- No estoy de
acuerdo porque pienso que una persona que ha dejado a su familia por la droga,
que es capaz de ver cómo va muriendo lentamente por culpa de su vicio, y que
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permite que toda su vida gire alrededor de una sustancia, no va ser capaz de
querer dejarlo si ya ha llegado a ese límite.
-¿Por qué generalizas?
-Porque toda esa gente al fin y al cabo es igual. Viciosos que venden su vida a
un producto que les mata.
-Papá fuma. ¿Le metes en ese saco?
-Hombre, pues no…
-¿Acaso no vende minutos de vida a un producto que le está matando? -
interrumpió Rubén a su hermana.
-Sí, pero…
-¿Tú crees que dejaría de fumar si se lo impidiéramos?
-Al impedírselo, lo dejaría a la fuerza.
-¿Y crees que cuando estuviera solo no se fumaría un cigarro? -formuló Rubén
empleando el método socrático.
-Vale, vale, ya sé lo que piensas Rubén. Respeta que yo piense diferente.
-Nunca he dejado de hacerlo Pat -dijo esbozando media sonrisa. -Lo que más
me inquieta de todo esto es saber qué haces pensando estas cosas.
-Se me ha ocurrido porque esta mañana he conocido a una paciente, tocaya mía
por cierto, que por lo que me ha dicho, ha perdido todo por la droga. Su aspecto
es horrible. No sé si me daba más asco o miedo. A saber qué cosas habrá
llegado a hacer.
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-¿Tú te has equivocado alguna vez?
-Pues claro, pero no he dejado de lado a mi familia por un vicio.
-¿Qué te parecería que un desconocido juzgara tus acciones sin conocerte, sin
saber qué problemas en tu vida te han llevado a actuar así? ¿Merecerías la
oportunidad de poder arreglar lo que has hecho mal?
-Supongo que sí -afirmó Patricia mientras saboreaba el último pedazo de su
pizza.
-Me gustaría saber qué es lo que más te molesta de los drogadictos. ¿Por qué
los repugnas? ¿Es porque pueden ser peligrosos?
-No. Yo diría que lo que más me molesta es que vivan como viven.
-Igual a alguien no le gusta cómo vives tú.
-No es lo mismo Rubén.
-No es lo mismo porque no tienes mal aspecto, porque gastas tu dinero en
estudiar o en salir con tus amigos. No es lo mismo porque no vives dependiendo
de algo permanentemente. Pero, te guste o no, son personas al igual que tú.
-No he dicho que no sean personas.
-Al generalizar, juzgar y no tener en cuenta las circunstancias de cada una de las
“personas” de las que estás hablando, estás despersonalizándolas.
Las charlas filosóficas eran inherentes a las comidas que compartían los
hermanos. Este hecho hacía que ambos reflexionaran acerca de diversos temas;
desde religiosos, pasando por políticos y artísticos, hasta sanitarios y
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periodísticos. Multitud de dilemas éticos habían sido fruto de sus comidas, no
siendo este hecho un motivo de queja para Patricia.
«Quizá soy muy brusca», fue la conclusión que Patricia sacó respecto al
interrogatorio reflexivo que su hermano le había realizado. Lo especial era que
su reflexión, siempre solía coincidir con aquello que su hermano pretendía que
reflexionara.
Punitivo
Como dijo Ramón y Cajal, “lo peor no es cometer un error, sino tratar de
justificarlo, en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o
ignorancia”.
«Pero si no te justificas, puedes perder todo aquello que has estado intentando
construir durante años» -reflexionó Patricia como respuesta a la cita que
acababa de leer en sus apuntes.
“Errar es humano. Ocultarlo es imperdonable. No aprender del error es
inexcusable”.
«Me gustaría saber qué haría Sir Liam Donaldson si cometiera realmente un
error que pudiera suponer su despido».
“Primum non nocere”. « Supongo que nadie en su sano juicio intentaría lo
contrario »
Patricia cerró su cuaderno de apuntes y se tendió pensativa sobre la cama.
Dentro de exactamente una semana concluía el plazo para entregar un trabajo
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reflexivo acerca de cómo las instituciones sanitarias actúan frente a los errores
que cometen sus profesionales.
«Toda la cadena de acciones que pondría en marcha la institución dependería
de si asume que puede ser culpa suya, o se la echa totalmente al que se ha
equivocado» -caviló Patricia- «Supongo que si los errores que cometen
las personas hubieran podido ser evitados con medidas de la institución, no
sería justo castigarlas» -razonó. -«Si el error fuera únicamente humano,
¿Tendría que ser castigada la persona?»
Tras formularse la pregunta, Patricia se imaginó cometiendo un fallo a la hora
de administrar la medicación a uno de sus pacientes. «No me gustaría que me
castigaran. Seguramente habría sido un despiste tonto y probablemente ese día
me hubiera sucedido algo y por eso no habría estado alerta. No sería por falta de
conocimiento. No sería justo que me castigaran por ello» -consideró Patricia
mientras comparaba sus pensamientos con la conversación que horas antes
había mantenido con Rubén en el Tony´s. «Sería injusto que un observador
juzgara mi error sin tener en cuenta mis circunstancias»
Tras una larga hora de lucubraciones y divagaciones, Patricia centró su trabajo
en diferenciar dos tipos de estrategias que las instituciones sanitarias emplean a
la hora de enfrentarse a los errores profesionales; la estrategia culpabilizadora
Name, blame & shame, y la estrategia de aprendizaje Learn from errors. Cuando
Patricia hubo comparado ambos modelos, tristemente cayó en la cuenta de que
en el ambiente en el que ella se veía inmersa actualmente, primaba la ideología
de la primera.
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«Seguro que algunos pensarían que un estudiante no puede perder nada. Pues
se equivocan. Un estudiante podría ganarse el adjetivo de incompetente y este
adjetivo podría llevarle a suspender sus prácticas. Ese suspenso haría que
perdiera su verano al tener que recuperarlas y, podría hacer que llegara a no
conseguir un futuro trabajo al presentar un peor expediente que el de otros
compañeros» -meditó Patricia. - «Lo mejor será tener cuidado y hacerlo lo mejor
posible».
¡Que le corten la cabeza!
-Buenos días Pilar -dijo la atemorizada alumna a la temida enfermera.
-Buenos días -respondió “la reina” mientras cruzaba el pasillo café humeante en
mano.
Patricia nunca había conocido a nadie que se mereciera más su apodo. Pilar
se había ganado el suyo a pulso, y cada año que pasaba, más lo merecía.
La despiadada reina de corazones de Lewis Carroll compartía rasgos físicos y
emocionales con aquella perversa enfermera. Ambas resolvían todas las
dificultades con las que se topaban ordenando una ejecución inmediata: ¡Que le
corten la cabeza!, sin previo veredicto alguno.
Tras administrar la medicación correspondiente a todas las habitaciones a las
que atendían, Patricia y Pilar llegaron a la habitación veintitrés.
-Vaya peste a tabaco -se quejó Pilar tras acercarse a la cama más próxima a la
ventana.
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-Buenos días a usted también -respondió con una sonrisa irónica la tocaya de
Patricia.
-Dame el brazo derecho.
-Preferiría el izquierdo porque…
-Aquí la que prefiere soy yo, que soy la que pincho.
-¿Sabes que puedo ponerte una reclamación por el trato que me estás dando?
-El brazo derecho por favor -repitió Pilar, ignorando la advertencia de la paciente.
-Como quieras, cuando te llamen de recursos humanos, espero que te acuerdes
de mí. Aunque con la suerte que tenéis, de aquí solo os echará la jubilación o la
parca -dijo la paciente extendiendo resignadamente su brazo derecho.
-Patricia, acércate. En los pacientes que tienen los brazos así de destrozados,
para pincharlos mejor, echa alcohol y da unos golpecitos para que aparezca
alguna vena, si es que les queda alguna. Si no hay suerte, a rebuscar, y si les
duele, que lo hubieran pensado antes -Verbalizó Pilar a Patricia en un intento
forzado de instruirle.
Tras escuchar la irrespetuosa lección de su mentora, Patricia estuvo más cerca
del mensaje que su hermano quiso trasmitirle durante la conversación que
ambos mantuvieron en el Tony´s. Sintió cómo se había humanizado con su
tocaya, la cual mantuvo una expresión de rabia y tristeza durante la despectiva
lección de Pilar, gesto que hizo que Patricia se compadeciera de ella.
-¡Parada en la veinticinco puerta! ¡Parada en la veinticinco puerta! ¿Pilar dónde
estás?
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-¡Ya salgo! -respondió la misma a la urgente voz que procedente del pasillo,
reclamaba su presencia inmediata. La enfermera terminó rápidamente la técnica
que estaba realizando, depositando el material sobre una bandeja metálica que
Patricia sostenía en sus manos, y en la cual se reflejaba su gesto temeroso.
-Tú quédate aquí.
-Pues así voy a aprender mucho -refunfuñó Patricia cuando Pilar ya hubo
abandonado la habitación.
-¿Ves? La vida es asombrosa.
-¿Perdone?
-Un día naces, al otro ya te has independizado, al otro te has casado, al otro
tienes nietos, y al otro tienes a dos o tres mamarrachos intentando salvarte la
vida para no sentirse frustrados con su trabajo. ¡Ay chiqui, qué perra es la vida!
-Sí, supongo… -susurró Patricia algo molesta por el adjetivo que su tocaya
acababa de asignar a sus compañeros de gremio.
-¡Si es que la vida es tan bonica que parece de verdad, y luego todo es un sueño
que acaba! -se lamentó la inquilina de la veintitrés. -Menos mal que a mí todavía
parece que me queda por soñar un poquito más. Mañana me dan el alta niña.
-¡Qué bien! -sonrió Patricia. -¿Y qué es lo primero que hará cuando llegue a
casa?
-Pues cuando me haya duchado y haya comido comida de verdad, pretendo
hacer las paces con mi hijo, fíjate. Estar entre estas cuatro paredes me ha hecho
reflexionar.
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-Me alegro de que haya tomado esa decisión. Seguro que lo puede solucionar
con su hijo.
-Las cosas no son fáciles chiqui. Pero digo yo que todos nos merecemos una
oportunidad ¿No? ¡Hasta la bruja de tu profesora, o lo que quiera ser esa, la
merecería!
-No sé yo –bromeó Patricia.
-Tú no le hagas caso. Tú aguántala y bueno, aunque no sea un buen ejemplo,
puede enseñarte a hacer lo que no tienes que hacer cuando seas enfermera.
-Muchas gracias. La verdad es que vienen bien los ánimos.
Los dientes negros de la paciente vieron la luz cuando sonrió a modo de
despedida, volviendo a hacer que la sensación de repudio y asco se presentaran
en Patricia. Sin embargo, la aceptación hacia su persona fue mayor que cuando
ambas se conocieron, hecho que a Patricia la llenó de satisfacción. «Voy por un
buen camino».
Hora de la muerte
El bullicio en la 5ºA era ensordecedor. Algunos familiares y enfermos curiosos se
asomaban al pasillo para ver qué tragedia estaba sucediendo. Otros rezaban
para que la muerte no visitara ese día a su compañero de la veinticinco puerta,
cuyo hijo lloraba y gritaba en la puerta, enfrentándose a un celador que no le
dejaba entrar en la habitación.
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Intentó ponerse en el lugar del hijo del veinticinco puerta y se preguntó cómo
podría ser capaz una persona de sentir tanto grado de incertidumbre,
preocupación y desesperación.
La expresión con la que Pilar abandonó la habitación confirmó a Patricia el
pronóstico del paciente.
«No sé ni cómo se llamaba. ¿Cómo puede dolerme tanto su situación?» -pensó
Patricia mientras siguió a Pilar camino de la sala de enfermería.
-¿No has recogido el material? Eso es una guarrería -susurró firme y fríamente
Pilar a Patricia, obviando cualquier comentario de la situación que recientemente
acababa de ocurrir.
Mientras Patricia recogía el material con el que Pilar había sacado sangre a su
tocaya, el progenitor de Paulino Sánchez Barroso, que así se llamaba el
veinticinco puerta, vio salir a su padre de la habitación en la que le había
acompañado durante un mes y medio, cubierto con una sábana blanca y
comprendió que, nunca más podría volver a hablar con su padre. Al hacerlo,
emitió un sonido desgarrador que estremeció a toda la planta.
En ese mismo instante, Patricia sintió una punción en su dedo.
«Mierda, me he pinchado».
¿Cuánto tiempo se tarda en recoger una aguja, un tubo y dos algodones? -
preguntó retóricamente Pilar con el suficiente tono de voz para que Patricia lo
escuchara.
«Si le digo que me he pinchado, ya sí que voy a ser siempre para ella una inútil».
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Patricia cogió del carro de curas un algodón mojado en antiséptico y lo frotó
suavemente contra su dedo.
« Vale, ya no sangra. »
Aquella tarde del cinco de mayo del 2000, Patricia no pudo dejar de pensar en
el hijo del veinticinco puerta y en las ganas que tenía de que su padre llegara de
trabajar para darle un beso.
Treinta años más tarde, tumbada en una cama de hospital, Patricia luchaba
contra la apatía y el sopor como podía. El aburrimiento había sido el protagonista
de los últimos cinco días. Cinco días en los que se encontraba ingresada debido
a una neumonía.
La virtud de mantenerse en equilibrio, en el punto medio, era una característica
que ya no le acompañaba. Su aspecto caquéxico y el triste rasgado de sus ojos,
ya no eran propiedades que atrajeran a nadie. Estos rasgos eran un mínimo
ejemplo de cómo su condición de VIH positivo y la evolución de su enfermedad,
sida, habían marcado su vida y su futuro.
Lo único positivo que podía encontrar respecto a sus vivencias, era la
oportunidad que la vida le había brindado de entender y percibir a las personas
de su alrededor como seres holísticos, despojados de prejuicios y juicios
morales. Sin embargo, el trato que ella recibía no era recíproco, ya que su
enfermedad, su lunar, su marca, condicionaba todos sus actos, hecho que su
alma todavía no era capaz de aceptar.
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Con el tiempo, Patricia aprendió a invertir sus energías en aspectos positivos,
que pudieran transformar los pensamientos y actitudes de las personas. Que
pudieran hacer que las personas en su situación no estuvieran marcadas con un
lunar imborrable.
-Si alguien de tu familia fuera drogadicto, estuviera desesperado y no tuviera
dinero… con desesperado me refiero a que tuviera un mono increíble, a que no
pudiera controlarse física y emocionalmente, a que quisiera morir antes de
aguantar su situación… ¿Le pagarías una dosis si te lo pidiera? -cuestionó
Patricia a una de las enfermeras de la planta, con el propósito de comenzar una
reflexión. Con el propósito de regalarle la oportunidad de abrir su mente.