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EL MAR YA NO ES LO QUE ERA José Emilio Pacheco, Los trabajos del mar. Poesía-Cátedra, 1984. p or las dudas (éste es uno de los pocos libros suyos editados en España, y los tulos de Era, Mortiz o Fondo de Culra Econó- mica son, aquí, dificiles de conse- guir), habrá que explicar mínima- mente de quién se trata. José Emilio Pacheco es sin duda el mejor poeta mexicano de su generación (tiene poco más de cuarenta años). Es, para mi gusto, el mejor poeta mexi- cano vivo (dejando de lado a Paz: no salvo Paz, sino sólo dejándolo de lado, ya que rma por sí mismo una categoa) y, además, uno de los me- jores entre los que actualmente es- criben en castellano. Todo esto no es más que una concesión al ran- king. Y caigo en el ranking para pro- ducir un ecto, para llamar la aten- ción acerca de un desconocimiento, de esa la fta de comunicación que hay entre lo que se hace a un lado y otro del Atlántico. Sólo se ecuen- tan los grandes nombres (y, en gene- ral, sólo novelistas), pero quién co- noce a Felisberto Hernández, Olive- rio Girondo, Gilbero Owen. Quién lee a Arguedas, a Juan José Arreola, a Germán Belli, a Enrique Lihn, in- cluso a Bioy Casares. Pero esa es otra historia. Hable- mos por fin de Pacheco. Hace unos cuao años, el Fondo de Cultura Económica reunió en un volumen todos sus poemas escritos entre 1958 y 1978 y repartidos en varios libros. El título de ese volumen tiene que ver -como casi todo, en Pacheco- con el paso del tiempo: rde o temprano. Dice en el prólogo: «Ig- noro si este libro llega tde o tem- prano. Sé que tarde o temprano no quedará de él ni una línea». Después de ese volumen, ha aparecido un magnífico cuento largo -Las batallas en el desierto (Era)- y, ora, otro libro de poemas: Los trabajos del mar (Era, en México; Cátedra, en España). Para un fiel -adicto, vi- cioso- lector de Pacheco, es re- mente un placer comprobar cómo cambia su poesía, cómo cambia desde adentro; hasta qué punto esos cambios tienen que ver con la litera- tura y, también, con el mundo. Hasta qué punto la literatura y la observación del mundo se alimentan Los Cuadernos de la Actualidad mutuamente, se estimulan y se ec- tan. Y cómo todo esto sucede de manera necesaria, nunca exterior (no es ni decorativo ni voluntarista). En sus primeros libros ( Los ele- mentos de la noche, El reposo del ego), poemas largos y deslumbran- tes para cont cómo crece el día, se adelgaba la luz, muere el verano y el ego arde hasta encontrar la sereni- dad: un «espejo de(la) armonía» uni- versal. En los siguientes (sobre todo en No me preguntes cómo pasa el tiempo y Desde entonces) llega a lo que realmente le preocupa l paso del tiempo- y se concentra hasta ex- presarlo de manera simple, obsesi- vamente elaborada. Citaré sólo dos ejemplos. El primero, un brevísimo poema peecto: «Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años» (el título: Antiguos compañeros se reúnen). Y su poé- tica: «Que otros hagan aún/ el gran poema / los libros unitarios / las ro- tundas / obras que sean espejo / de armonía// A mí sólo me importa/ el testimonio/ del momento que pasa/ las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo // La poesía que busco/ es como un diario / en donde no hay proyecto/ ni medida (A quien pueda interesar). En Los trabos del mar el tema mayor (aunque no el único) es, ob- viamente, el mar. Pero no es el mar de las nereidas, las sirenas, los argo- nautas, las tormentas del mal, el te- lón horizont de las aventuras, las olas como número infinito y eterno, la tumba de los héroes de cera y de ego, la planicie a la vez móvil e inmóvil que todo lo da y todo lo devora. El mar, ahora, es devorado: saqueado, teñido, sitiado. Es un mar «bituminoso» y exiguo. En lugar de tumba de héroes, es «sepulcro de las letrinas del puerto». Es tan colérico como en los himnos griegos, pero 91 ahora grita porque se ha convertido en un charco: «(...) charco que huele a ciénaga, / a hierros oxidados, a petróleo y a mierda». No es ya un espejo que todo lo refleja y lo repro- duce al infinito sino un «reverso de azogue, cara sombría». Y no sólo el mar se ha convertido en una cara sombría. Habla también Pacheco de la kiana ciudad en la que vive: «(...) la innoble y letal colonia/ peni- tenciaria / que hasta hace poco lla- mamos / ciudad de México». Y de las montañas y lagos de la región antiguamente más transparente: «Por mucho tiempo / lo creímos in- vulnerable. Ahora sabemos / de nuestra inmensa capacidad destruc- tiva». Ultimamente, presenciamos sobre todo en España una avalancha de poesía de rma «clásica» y conte- nido evanescente (indeciblemente débil): dioses griegos, mitos sólo mimetizados (no hay verdadera re- creación sin alguna rma de subver- sión), misticismos sólo verbales, lu- jos venecianos y sensualismos de un solo verano. Y todo, seguramente, para colorear aquellos grises de la poesía social de los cincuenta y atemperar la urgencia «hortera» y utópica de los sesenta y primeros setenta. Pacheco está lejos, por igual, de todo esto: no hay en su poesía ni voluntarismo político ni re- gios lujosos (o vaporosos). En sus primeros, beísimos, libros, recons- truyó el espacio de la monía, pero más tarde nos confesó que cualquier jdín «puede ser sin saberlo el pa- raíso». Supo que, mientras uno se ocupa exclusivamente de la recupe- ración ensimismada del paraíso, el reino de este mundo progresa hacia su fin. Por eso habla de paseos arbo- lados que se vuelven invisibles de- trás de la niebla, pero la niebla no es romántica sino de hollín. Habla de brios construidos precariamente por ncionarios corruptos, de bos- ques asfixiados («el único bosque / es el que rma la multitud de men- digos»: Imitación de Juvental, Sá- tira I), de todo el malpa que de- vora nuestra madre la muerte. Pero no se trata, como podría pensar un distraído ojeador de estos agmentos, de prédica ecologista. Lo que a Pacheco le obsesiona son las manías incurables del hombre. El mar ya no es lo que era pero el hom- bre es el mismo ambivalente de siempre: construye y medra, des- truye y añora. Por eso, Pacheco ha- bla de mares oxidados y ciudades convertidas en colonias penitencia- rias pero, también, de la visión re- lampagueante y casual de todo aque-

EL MAR YA NO ES LO QUE ERA...para colorear aquellos grises de la poesía social de los cincuenta y atemperar la urgencia «hortera» y utópica de los sesenta y primeros setenta. Pacheco

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Page 1: EL MAR YA NO ES LO QUE ERA...para colorear aquellos grises de la poesía social de los cincuenta y atemperar la urgencia «hortera» y utópica de los sesenta y primeros setenta. Pacheco

EL MAR YA NO ES LO QUE ERA

José Emilio Pacheco, Los trabajos del mar. Poesía-Cátedra, 1984.

por las dudas (éste es uno de los pocos libros suyos editados en España, y los títulos de Era, Mortiz o Fondo de Cultura Econó-

mica son, aquí, dificiles de conse­guir), habrá que explicar mínima­mente de quién se trata. José Emilio Pacheco es sin duda el mejor poeta mexicano de su generación (tiene poco más de cuarenta años). Es, para mi gusto, el mejor poeta mexi­cano vivo (dejando de lado a Paz: no salvo Paz, sino sólo dejándolo de lado, ya que forma por sí mismo una categoría) y, además, uno de los me­jores entre los que actualmente es­criben en castellano. Todo esto no es más que una concesión al ran­king. Y caigo en el ranking para pro­ducir un efecto, para llamar la aten­ción acerca de un desconocimiento, de esa la falta de comunicación que hay entre lo que se hace a un lado y otro del Atlántico. Sólo se frecuen­tan los grandes nombres (y, en gene­ral, sólo novelistas), pero quién co­noce a Felisberto Hernández, Olive­rio Girondo, Gilbero Owen. Quién lee a Arguedas, a Juan José Arreola, a Germán Belli, a Enrique Lihn, in­cluso a Bioy Casares.

Pero esa es otra historia. Hable­mos por fin de Pacheco. Hace unos cuatro años, el Fondo de Cultura Económica reunió en un volumen todos sus poemas escritos entre 1958 y 1978 y repartidos en varios libros. El título de ese volumen tiene que ver -como casi todo, en Pacheco­con el paso del tiempo: Tarde o temprano. Dice en el prólogo: «Ig­noro si este libro llega tarde o tem­prano. Sé que tarde o temprano no quedará de él ni una línea». Después de ese volumen, ha aparecido un magnífico cuento largo -Las batallas en el desierto (Era)- y, ahora, otro libro de poemas: Los trabajos del mar (Era, en México; Cátedra, en España). Para un fiel -adicto, vi­cioso- lector de Pacheco, es real­mente un placer comprobar cómo cambia su poesía, cómo cambia desde adentro; hasta qué punto esos cambios tienen que ver con la litera­tura y, también, con el mundo. Hasta qué punto la literatura y la observación del mundo se alimentan

Los Cuadernos de la Actualidad

mutuamente, se estimulan y se afec­tan. Y cómo todo esto sucede de manera necesaria, nunca exterior (no es ni decorativo ni voluntarista).

En sus primeros libros ( Los ele­mentos de la noche, El reposo del fuego), poemas largos y deslumbran­tes para contar cómo crece el día, se adelgaba la luz, muere el verano y el fuego arde hasta encontrar la sereni­dad: un «espejo de(la) armonía» uni­versal. En los siguientes (sobre todo en No me preguntes cómo pasa el tiempo y Desde entonces) llega a lo que realmente le preocupa -el paso del tiempo- y se concentra hasta ex­presarlo de manera simple, obsesi­vamente elaborada. Citaré sólo dos ejemplos. El primero, un brevísimo

poema perfecto: «Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años» (el título: Antiguos compañeros se reúnen). Y su poé­tica: «Que otros hagan aún / el gran poema / los libros unitarios / las ro­tundas / obras que sean espejo / de armonía// A mí sólo me importa/ el testimonio / del momento que pasa / las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo // La poesía que busco / es como un diario / en donde no hay proyecto/ ni medida (A quien pueda interesar).

En Los trabajos del mar el tema mayor (aunque no el único) es, ob­viamente, el mar. Pero no es el mar de las nereidas, las sirenas, los argo­nautas, las tormentas del mal, el te­lón horizontal de las aventuras, las olas como número infinito y eterno, la tumba de los héroes de cera y de fuego, la planicie a la vez móvil e inmóvil que todo lo da y todo lo devora. El mar, ahora, es devorado: saqueado, teñido, sitiado. Es un mar «bituminoso» y exiguo. En lugar de tumba de héroes, es «sepulcro de las letrinas del puerto». Es tan colérico como en los himnos griegos, pero

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ahora grita porque se ha convertido en un charco: «( ... ) charco que huele a ciénaga, / a hierros oxidados, a petróleo y a mierda». No es ya un espejo que todo lo refleja y lo repro­duce al infinito sino un «reverso de azogue, cara sombría». Y no sólo el mar se ha convertido en una cara sombría. Habla también Pacheco de la kafkiana ciudad en la que vive: «( ... ) la innoble y letal colonia/ peni­tenciaria / que hasta hace poco lla­mamos / ciudad de México». Y de las montañas y lagos de la región antiguamente más transparente: «Por mucho tiempo / lo creímos in­vulnerable. Ahora sabemos / de nuestra inmensa capacidad destruc­tiva».

Ultimamente, presenciamos sobre todo en España una avalancha de poesía de forma «clásica» y conte­nido evanescente (indeciblemente débil): dioses griegos, mitos sólo mimetizados (no hay verdadera re­creación sin alguna forma de subver­sión), misticismos sólo verbales, lu­jos venecianos y sensualismos de un solo verano. Y todo, seguramente, para colorear aquellos grises de la poesía social de los cincuenta y atemperar la urgencia «hortera» y utópica de los sesenta y primeros setenta. Pacheco está lejos, por igual, de todo esto: no hay en su poesía ni voluntarismo político ni re­fugios lujosos (o vaporosos). En sus primeros, bellísimos, libros, recons­truyó el espacio de la armonía, pero más tarde nos confesó que cualquier jardín «puede ser sin saberlo el pa­raíso». Supo que, mientras uno se ocupa exclusivamente de la recupe­ración ensimismada del paraíso, el reino de este mundo progresa hacia su fin. Por eso habla de paseos arbo­lados que se vuelven invisibles de­trás de la niebla, pero la niebla no es romántica sino de hollín. Habla de barrios construidos precariamente por funcionarios corruptos, de bos­ques asfixiados («el único bosque / es el que forma la multitud de men­digos»: Imitación de Juvental, Sá­tira III), de todo el malpaís que de­vora nuestra madre la muerte.

Pero no se trata, como podría pensar un distraído ojeador de estos fragmentos, de prédica ecologista. Lo que a Pacheco le obsesiona son las manías incurables del hombre. El mar ya no es lo que era pero el hom­bre es el mismo ambivalente de siempre: construye y medra, des­truye y añora. Por eso, Pacheco ha­bla de mares oxidados y ciudades convertidas en colonias penitencia­rias pero, también, de la visión re­lampagueante y casual de todo aque-

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llo que -cree el hombre- alguna vez estuvo unido y fue perfecto. De no­che, en el silencioso claro del bos­que, nos damos cuenta de que siem­pre dejamos la verdadera vida para mañana.

Ana Basualdo

CRISANTEMOS

DE FUEGO EN

LA MEMORIA

Víctor Alperi, Flores para los muertos. Col. Muniellos, Gijón, 1984. e on Flores para los muer­

tos Víctor Alperi com­pleta su trilogía «Momen­tos de España». Lo que pudiera quedar inconclu­

so, refiriéndome a la ambientación y testimonio pretendidos, en La bata­lla de aquel general y en Una histo­ria de guerra, adquiere con esta su última novela, Flores para los muer­tos, una reafirmación de temática si­cológica en el mundo de la interiori­dad humana consolidándose aún más en ese final al que conducen todo tipo de avatares mundanos. De igual manera que, en cierto día, el desaso­siego conduce a la calma y la obse­sión a la locura consciente, cuando la decadencia de los entornos domi­nantes permite que el intramundo de la intimidad y su potencia resurja en un mar de insatisfacciones como en una demencia inoperante, o en un vacío -tal vez- esperanzador. El mundo de la sencillez (incluso lo cu­linario) y la constancia personal se manifiesta mediante el enriqueci­miento y la técnica del monólogo y la sugerencia de transmundo ya que «los muertos mandaban en aquella casa, en aquellos silencios, en aque­llas vidas tristes. Y tenían razón para mandar. Los muertos habían vivido, habían dejado vida detrás de ellos». Permanente insistencia en que la memoria solivianta a lo subje­tivo cuando el hecho y la acción de recordar se conduce paralela en el rigor y en la formalización mediante el proceso y consolidación de lo lite­rario, para permitirnos una multirre­lacionalidad de los sucesos más in­significantes con los más significati­vos de una historia. Esta es la base de las mejores obras de Víctor Al­peri: aquello que permanece y lo po­sitiviza incluso en sus intentos van­guardistas y novedosos, como puede suceder con Alá bendice Marruecos, donde la sucesiva y variante tensión

Los Cuadernos de la Actualidad

sicológica emerge desde un pasado con pretensiones -muy personales­nacidas de unas muy complicadas si­tuaciones amorosas, en las que la mujer -personaje dominante- im­planta su sentimentalidad y adema­nes para glorificarse, incluso, con la desolación y el desamor. Un espejo donde se confunden los sentimien­tos, la masculinidad y feminidad hasta conseguir el transfondo y el buceo de la más propia personali­dad, haciendo de lo más decadente la más pretenciosa y fuerte interiori­dad.

Bien es verdad que los recursos y planteamientos novelísticos pueden presentar muy distintas manifesta­ciones aún tratando de conseguir unos fines y consecuencias semejan­tes en su mensaje. Ahí su diferencia­ción estética. Cuando para unos es necesaria la ficción con el fin de in­troducirnos en una ambientación restringida y personal en sus co­mienzos, para otros el recurso fun­damental está en la misma realidad y sus tergiversaciones con lo dimi­nuto, lo ampuloso, lo cotidiano y la oscuridad aparente, lo cual permite tanto al emisor como al receptor un afán de indagación de lo más abso­luto y universal a lo más concreto y personal al ser la obra un fiel retrato que se consigue mediante una misma y conjunta personalidad en lo litera­rio y en la conciencia de quien ela­bora -en lo profundo- tal historia. Por eso la mejor novelística de Víc­tor Alperi nace de la realidad histó­rica y de la realidad personal cuando se identifican y se reconocen en la intersección de unas coordenadas temporales: lo muerto, el recuerdo y sus raíces. De aquí que, en conside­ración, tendrá suma importancia el protagonismo de ciertos personajes que dejaron de existir, o que en apa­riencia nos dejaron ... La escenogra­fía de ultratumba o post mortem irá marcando y, en cierto modo, coac-

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cionando a personajes que, en su comienzo expositivo, no demuestran principal importancia, para después ir tomando ideas y situaciones ver­daderamente decisorias tras una continua indagación en sí mismos y un pasado que han ido dejando en olvido para retomarlo en una nueva toma de conciencia con la que reco­nocer en sus pertinentes carencias reacciones que van colmando de sa­tisfacción su mundo interior. El re­cuerdo de los familiares muertos y las conversaciones que mantiene con ellos motivará cavilaciones que ex­ceden lo personal y, por supuesto, lo destruido por pasado. Nunca el con­cepto de la destrucción se origina a partir de cualquier personaje. Todo lo contrario: el pasado, glorioso o no, es plataforma de lanzamiento hacia un existir más pleno e intenso, donde lo cotidiano -en su multirrefe­rencia- puede llegar, y de hecho llega, a sobrepasar a lo más invero­símil, a lo más extravagante, al vacío o a la nada gloriosa. De lo más ino­centemente popular a lo más hipócri­tamente urbano.

El pasado se avecina con todo su misterio en un permanente diálogo con los muertos; ya con el recuerdo o la misma transposición de los sen­timientos. Logrando con lo mortuo­rio una perfecta familiarización yconvivencia mental hasta tal ex­tremo de conseguir un ambienteconversacional cargado de lo fan­tasmagórico y aspecto telúrico comosi fuera aquel caballo oculto e inquie­tamente ruidoso que sorprendiera aZulma en cierta noche de verano,cuando «los cansados y enfermosfantasmas trataban de recordar algoal lado del fuego, con el calor de lalumbre». De modo que el personajecentral de Flores para los muertos,Romana, llegará a sentirse como unode ellos, porque con la muerte de suhijo dará comienzo su propiamuerte, siendo a partir de entoncesuna continua cavilación desde lo

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más personal a lo más absoluto: la nada y la destrucción como dominio y exclaustramiento, como fuerza y resurrección de sí mismo: «Los muertos que respiramos tenemos nuestros derechos, estamos en otra luz que no se puede ver ni tocar; pero esa luz yo la siento, está en lo profundo de mis huesos, más allá del cuerpo, en el secreto o misterio de todo ... » Un diálogo con el pasado que es el propio presente y que sin­toniza con el recuerdo para hacer propia conciencia y moral de sí mismo.

Al comienzo de Flores para los muertos es la memoria quien se viste de un color lento en el otoño. Un bosque en llamas que después ceniza en «la oscuridad y la hierba seca del último año», cuando el secreto es armazón de araña donde tantos nombres de mujer se entrelazan y conviven en la libertad que se per­mite todo fantasma. Porque el miste­rio es parte de ciencia y de la inteli­gencia en concesión y libertad a los hombres que se erigen desde sus fantasmas o sus muertos. Pues «ellos están a nuestro lado y desde el otro lado de la ventana nos man­dan su mensaje, puede ser que nos señalen un camino, una senda para los años que tenemos que pasar en la tierra. Ellos están en el seno del descanso, sin necesidad de luchar y de sufrir. Todos los seres que he amado están muertos, o lejos ... »

La sombra es algo que conduce a lo recóndito, al pasado proyectán­dose desde su tiempo antiguo, vi­viendo los momentos y su vida. La cotidianidad, el buen gusto, el arte, las relaciones-amorosas, las impo­tencias e insatisfacciones, el deseo de vivir de unos personajes que se sienten a sí mismos en destruccióñ y en el recuerdo que los lanza hacia lo atemporal porque son un mundo en sí mismos y en la sombra que los circunda en fortaleza y el deseo de seguir amando y entregándose desde y con su propia intimidad.

Flores para los muertos es parte, y en sí misma independiente, dentro de la novelística de Víctor Alperi, ya que su referencia la concretiza en una temática muy determinada en cuanto hecho histórico y datos: La revolución armada de Asturias, for­mando un tema general hispánico. Y es participación y ahondamiento en cuanto a su cometido de escritor responsable y consciente ante el hombre y sus reacciones más pro­fundas, sirviéndose de los más suge­rentes monólogos y un cierto lirismo místico que lo trasciende en lo poé-tico. Miguel Galanes

Los Cuadernos de la Actualidad

EUGENIO

D'ORS EN

AEROPLANO

Eugenio D'Ors, Los dos aviadores. Ediciones Nuevo Arte Thor. Barcelona, 1983. E ugenio D'Ors (1882-1954),

me parece, acertó en sus escritos menores y plan­teó mal sus obras más am­biciosas. En las novelas

de D'Ors nos interesa el espíritu ba­rroco que anida en ellas, pero nos aburre su realización sentenciosa -salvo algún fogonazo de la prosa,mucho más juvenil-. En su filosofíanos seduce el ropaje conceptual,aunque sus consecuencias prácticasson difíciles de aceptar o, a veces,simplemente de entrever. Como crí­tico pictórico y literario y glosista,fue un esteta con ingenio catalán, unadivino brillante de la modernidad,mas aquí, allá y en todas partes, en­tre el oro, aparece el cartón. Y apesar de todo ello, es simpática laobra de D'Ors, sobre todo si se lasitúa en relación con su época y suscompañeros de ideario nacional.

Si en filosofía, D'Ors tuvo la ele­gancia, al ser ignorado por sus dos únicos oponentes posibles, Ortega y Unamuno, de no inventarse otros contricantes de menor valía entre sus contemporáneos, en el resto de su obra mantuvo idéntica compos­tura. La obra de D'Ors es un monó­logo y un destierro, en especial des­pués de la guerra civil. Fue permi­tido porque no se le comprendía (en los años franquistas).

D'Ors intentó forjar, en soledad, una «gran literatura» a la moda eu-

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ropea de entreguerras, como el mo­dernismo catalán había sido un reci­claje del «modern style». En sus no­velas, ya sea en las grandes (Teresa, Gualba, Sijé .. .) o en las pequeñas (Jardín Botánico, Los dos aviadores, que suscita este comentario) persiste en esa actitud cosmopolita, de rup­tura con la tradición realista de nues­tra literatura. Pero para solucionar ese retraso histórico, ay, retrocedió a Goethe en vez de adoptar los mo­delos de la literatura inglesa o fran­cesa del siglo XX. De ahí que el Xenius se propusiera en su obra na­rrativa, con ese anacronismo de par­tida, dilucidar «poesía y verdad» en un personaje -dos en nuestra obrita, Icaro y Patricio- antes que montarle el ortopédico argumento, que es cos­tumbre. Hay fracasos gloriosos, poé­ticos, como los de los pioneros del aeroplano.

Gerardo Irles

CONFUCIO

CON WEBER

·Michio Morishima, Por qué ha «triun­fado» el Japón. Barcelona, Crítica, 1984.

A pesar de su interés por las formas de gobierno orientales, no fue mucha la atención que despertó en Weber el Japón (tampo­

co, hay que decirlo, Wittfogel le hizo mucho caso). Lo que no deja de ser curioso, teniendo en cuenta las simi­litudes que, a primera vista, pudie­ran resaltarse entre el modelo de in­dustrialización prusiano y el japo­nés, así como la facilidad de estu­diar, a partir del caso nipón, un pro­ceso de cambio social inducido por elementos de tipo mentalista, más que tecno-económicos.

Esto último es lo que, en polémica con las explicaciones habituales de tipo marxista (la más conocida de las cuales, en España, sería la de Aka­matsu), ha pretendido recoger un re­zagado discípulo japonés de Weber, con el libro aquí reseñado, cuya clara intencionalidad aparece ya ins­crita en el subtítulo: «tecnología Oc­cidental y mentalidad japonesa» (un tanto traicionado por la liberalidad con que el traductor ha vertido «et­hos» como «mentalidad»).

Justifica el autor su weberiana toma de partido en exigencias inter­nas a su objeto, ya que, en su opi­nión, «la moderna historia del Japón

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es demasiado original como para que una teoría marxista pueda explicarla adecuadamente». Pero ya desde las primeras páginas se hace evidente que su principal obsesión es la de aplicar el modelo explicativo de la Etica protestante, conjugado con las intuiciones de Weber sobre la buro­cracia confuciana china, al caso del Japón, como hipótesis económica que permite dar cuenta de un cambio tecno-económico, embragado por decisiones claramente políticas, y efectuado sobre moldes culturales recurrentes, sin apenas ruptura con la tradición.

Como hipótesis-guía la idea cier­tamente no es mala, pero Morishima la lleva a efecto con tal ardor esco­lástico que, lo que en Weber pudo haber sido una fértil manera de va­dear el economicismo marxista, se convierte aquí en ramplón recurso con el que otorgar a la historia japo­nesa un hilo conductor explicativo de carácter religioso-formal, que ni da cuenta de las más complejas tran­siciones, ni sitúa adecuadamente los elementos en juego, ni, sobre todo, hace aflorar las verdaderas contra­dicciones que atraviesan la historia japonesa, sometida por Morishima a una zigzagueante corriente confu­ciano-japonesa, cuyo carácter pro­téico termina por hacer inútil, redu­ciendo la explicación al mero fluir empírico de los hechos.

Semejante modo de proceder re­coge por igual la peor herencia del «nominalismo» weberiano y los más triviales recursos del historicismo clásico, apenas iluminado por el es­tructuralismo, lo que desvirtúa tanto la hipótesis original que presidía el trabajo, como las intuiciones sobre determinadas etapas de la historia japonesa, o sobre las relaciones en­tre la cultura japonesa y otras, espe­cialmente la china, en la medida en que todo resulta sumergido en ese caldo de mal cuajo que es el confu­cianismo japonés, tal como Moris-hima lo pinta.

Para darle cuerpo, Morishima no

Los Cuadernos de la Actualidad

tiene más remedio que rodearlo de restricciones con respecto del mo­delo chino: está fundado en la leal­tad (chu) y no en la «benevolencia» Uen), es de carácter dinástico y no institucional (no hay idea de Tien ming, o «encargo divino»), da lugar a un dualismo administrativo entre el Mikado y el bakufu (la «tienda», o administración militar del Shogun), y, lo que Morishima no dice, dado el carácter impresionista de su diferen­ciación, está fundado en un esquema mítico y no cosmológico (de ahí la mínima relevancia en dicho sistema de la noción de ho, o armonía, que

en el confucianismo chino es funda­mental).

Todo lo cual deja reducido el «confucianismo» japonés a una vaga idea de racionalidad, que Morishima recalca en su intento de deducir las diversas etapas de la centralización japonesa de una doctrina originaria que, importada de China, habría te­nido su primera plasmación, en la «Constitución de los 17 artículos» del príncipe Shotoku. En realidad no hay tal, sino una jerarquización dá­nica (muy parecida a la señalada por Kirchoff entre los aztecas), fundada en una multiplicidad piramidal de fidelidades, que encuentra su más aparente categorización formal en la imitación del sistema burocrático chino.

Pero, el weberiano japonés, que no quiere obstáculos en su labor his­torizante, quita toda importancia al shintoísmo (al que convierte� inaudi­tamente, en un trasunto del taoísmo chino), no quiere saber nada de los kami, convierte al budismo de la Tierra Pura en un derivado chamá­nico (ligado asimismo al taoísmo, cuyos orígenes chamánicos no había declarado), y borra de un plumazo la época Kofun (en la que se gesta el sistema imperial, en torno a las «jo­yas» del santuario de Ise), reducién­dolo a una especie de «época pro­miscua», cu ya interpretación etnoló­gica no le importa lo más mínimo desentrañar.

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La contradicción de fidelidades que funda el sistema aparece fugaz­mente señalada por Morishima en un determinado momento, cuando dice que «el concepto de lealtad, junto con el de piedad filial y el de los deberes para con los mayores formaron una trilogía de valores», cuyos continuos conflictos señala a continuación. Pronto, sin embargo, resuelve el problema sometiendo el conflicto al constitucionalismo confuciano de Shokotu. Habría que preguntarse el por qué de las continuas revaloriza­ciones y reinterpretaciones del poder Imperial, la temprana introducción del poder paralelo del bakufu, y las condiciones mismas de la «revolu­ción Meiji», sin hablar del continuo recurso al seppuku ( «hara-kiri» ), como forma de zanjar las irresolu­bles contradicciones entre los tres términos axiológicos antes señala­dos.

El sistema de contradicciones, en realidad, mucho más complejo, ha sido nítidamente explicitado por Ruth Benedict en El crisantemo y la espada: se funda, en realidad, en la existencia de un doble modelo de re­lación social fundada en la deuda, el que establece la distinción entre deudas impagables de tipo on (con­traídas con todas las generaciones anteriores) y deudas matemática­mente devolvibles (y, por tanto, difí­ciles de tasar) de tipo giri. Sobre el primer tipo se modelan toda una se­rie de deudas, cuyo conflicto es je­rárquico, y que pueden reducirse a dos fundamentales, el deber para con el superior jerárquico ( chu) y el deber para con la propia casa o fami­lia (ko). Sobre el tipo giri se modelan en general todas las interacciones personales, lo que implica un conti­nuo subrayado o reduplicación de los conflictos anteriores.

Toda la debilidad del plantea­miento de Morishima se reduce, como puede verse, a un error estra­tégico de partida, que es en defini­tiva el de toda la historiografía ac­tual: no tanto la elección de un de­terminismo sustantivo contra otro (mentalismo vs. economicismo, o viceversa), como la adecuada rela­ción explicativa entre los elementos estructurales recurrentes y su mani­festación empírica sucesiva, lo que a su vez implica la construcción de un modelo generativo complejo, hecho, por ejemplo a partir del sistema de contradicciones antes mencionado, o incluso a partir de una relación bina­ria básica, cuyas ramificaciones y trasposiciones habría que explicitar: la relación paterno-filial oyako.

Alberto Cardín

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ALABANZAS A

LA AUSENCIA

Russel P: Sebold, TrayectoriZt'del ro­manticismo espáñol. Barcelona. Ed. Crí­tica, 1983.

Decían aquellos manuales de bachillerato que el len­guaje científico se ca­racteriza por ser denota­tivo y unívoco y pienso

si no sería aconsejable, en la crítica literaria, algún San Jorge que viniese a dejar clavado algún término que otro para poder así uno echar su cuarto a espadas y saber a qué ate­nerse. Me temo que estoy clamando por un punto fijo. Aristóteles «di­xit».

Hugh Honour comienza su impor­tante volumen sobre El Romanti­cismo (Alianza Forma) con un título elocuente: «A falta de mejor nom­bre» y es que parece imposible acla­rar un término del que se dan apro­ximaciones como éstas: Novalis: «Cuanto más personal, local, pecu­liar de su tiempo es un poema, más cer�a se halla del centro romántico de la poesía». Baudelaire hablando de Delacroix: «Decir romanticismo es decir arte moderno: o sea, intimi­dad, espiritualidad, color, ansia de infinitud expresado por todos los medios que el arte tiene a su al­cance». Si a esto unimos la inhibi­ción de nuestros críticos con res­pecto al período romántico y la total desconexión con los grandes autores europeos, no es de extrañar que J. L. Alborg diga que el romanticismosigue siendo la cenicienta de nuestracrítica literaria y que, en ese cajónde sastre, cualquiera pueda entrar asaco y confundir la polaina con unchapín.LA OPCION NACIONALISTA

Al romanticismo español se le acusa, globalmente, de ser un pro­ducto de imitación foránea, falto de sinceridad, retórico y convencional. Condición debida principalmente al hecho de su tardía aparición, cuando ya casi declinaba en otros países; se le acusa de conservadurismo y aje­neidad con respecto a las inquietu­des del romanticismo europeo. La causa que suele aducirse para justifi­car todo esto es la misma debilidad y escaso arraigo del neoclasicismo precedente.

Para voltear el estado de la cues­tión y amparándose, por ej., en ras­gos románticos como los que se des­prenden de la anterior cita de Nova­lis, el profesor Alborg, de la mano

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de R. Sebold y René Wellek, apuesta por una interpretación no uniforme, no exclusivista, y termina aceptando como método que cada país tuvo su romanticismo y que, aunque hubiera notas comunes, cada período debe ser estudiado dentro de su dinámica nacional y teniendo en cuenta las constantes y circunstan­cias que componen su distinta per­sonalidad. Fácil es deducir que, por ese caminó, se puede justificar todo y que, obviamente, está en contra del estudio de las literaturas compa­radas. Pues bien, ahí situado, el libro de R. Sebold viene a ser una recopi­lación de artículos que el hispanista ha venido publicando, desde el año 1971 al 82, en diferentes revistas es­pecializadas. LAS TEORIAS DE R. SEBOLD

Por supuesto, R. Sebold también intenta una no definición -dice él­sino descripción del romanticismo aunque sólo sirva para desautorizar y casi ridiculizar a Allison Peers que -como sabemos- ve prerrománticosdesde el siglo XV: El siervo libre deamor, La cárcel de amor, La Celes­tina, El romancero, etc. y pálidosrománticos -continúa Allison- porreflejo europeo, de 1834 al 40.«¿ Cabe visión más risible y mayorcaricatura -ataca Sebold- que la dedecir que España se prepara porcuatro siglos para algo que a lo sumono floreció sino por 6 años?». Parapaliar tamaña vastedad él proponeuna descripción basada en una solacaracterística que llama «cosmologíaromántica», visión romántica delCosmos, en la que -dice Sebold­cabe todo cuanto existe, junto contodas las características que sequiera, que, por supuesto, no especi­fica. Ni qué decir tiene que ya se laha objetado repetidas veces la del­gadez/grosura de su «definición»,pero desarrollemos más sus teoríaspara tratar de palpar esa ambigüe­dad.

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El sostiene que el romanticismo español arranca de 1773 con El de­lincuente honrado de Jovellanos, las Noches lúgubres de Cadalso (1774) y una tendencia general de aspecto ra­dicalmente innovador. Obras como Tristemio, diálogos lúgubres a la muerte de su padre, obra perdida de Meléndez Valdés o El precipitado de Olavide (1773) son ejemplos que trae a colación para demostrar que es· el clima del primer romanticismo espa­ñol y no excepciones lo que enton­ces pasaba. Sostiene que fue Melén­dez Valdés en El melancólico a Jo­vino (1794) el que definió el «fastidio universal» como expresión española del romanticismo, mucho antes que los alemanes enunciaran su «Welts­chmerz» o los franceses su «mal du siecle» y que -y esto sí que lo deja claro- ese fastidio es muy distinto del «taedium vitae» del que habían abusado los poetas del Siglo de Oro y renacentistas. Garcilaso distancia con un «parece» (égloga 1) su sentir de la naturaleza, Cadalso se em­barga, cargado de tedio, y ve, desde un egocentrismo ebrio, la naturaleza muerta. Es la fusión total de la «na­tura naturans» con la «natura natu­rata» ante la que los teólogos rena­centistas habrían retrocedido horro­rizados.

R. Sebold califica como un casode masoquismo histórico el que la mayoría de los españoles e hispanis­tas no quieran entender el sentido histórico de tan románticas obras como las citadas, compuestas al tiempo que el Werther, y busquen todavía conductos por donde pueda haber llegado a última hora -1.830-todo un romanticismo de importa­ción inglés y francés. Para relacionar ese primer romanticismo español (1773) con el de 1830-60, R. Sebold sugiere la distinción entre romanti­cismo y romanticismo manierista, es decir, entre una tendencia y su acen­tuación. En la segunda quedarían todas las obras españolas, conside-

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radas románticas; Los amantes, El estudiante de Salamanca, Don Juan, etc ..

El hace coincidir esa división con sendos momentos de aplicación de la filosofía sensualista de Locke. Aquel en el que, a través de las sensacio­nes «cada uno es para sí lo que él llama yo» y aquel en el que la per­sona se une con la cosa pensante, forma un todo, y actúa sobre su me­dio.

Lo que sí aparece muy nítida y sintéticamente en el punto titulado «El desconsolado sentir romántico» es esa esencial postura del román­tico ante el mundo, esa personalidad egocéntrica y enfermiza de quien se halla en el eje de dos vacíos concén­tricos: la propia persona y el Uni­verso y los atributos en que se apoya: la superioridad del alma, la soledad, el injusto abandono, etc. El romántico ha desarrollado, como metáforas con las que se ensalza, la juventud, el satanismo del alma ino­cente, el amor y el suicidio, las cua­les ejemplifica claramente el libro.

En fin, el libro es polémico y ne­cesario si se quiere ver este otro en­foque de nuestro romanticismo. Claro que,_ parcial o totalmente, en oposición tendría a nombres como A. del Río, Vicente Llorens, C. Pe­legrín Otero, Octavio Paz, Cernuda,etc. Por aludir sólo a Luis Cernuda,recordemos que éste, en su prosa,achaca a esas siempre resurgenteslacras -el costumbrismo, el despre­cio, el casticismo, el imaginismo, laincapacidad para el pensamiento- lainexistencia de un romanticismo es­pañol y la reivindicación del únicoque, aunque tardío, es merecedor deese calificativo -Bécquer- se aúnacon su oposición clara a los pseudo­rrománticos: Hartzenbusch, Zorrilla,Rivas, etc.

LAS CARENCIAS DE R. SEBOLD

Los planteamientos de este libro se entienden o justifican si se tienen

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en cuenta una serie de carencias fundamentales, de las que citaré sólo tres. A saber:

Que los apoyos de sus teorías los basa, prácticamente siempre, en ra­zones de contenido, de ideas y nunca en el análisis formal (medida del verso, ruptura de esquemas es­tróficos, de rimas, alusiones a distin­tas lecturas de mitos greco-latinos: Prometeo, Hiperión, Endimión, etc.) de los poemas, que debe ser la única revolución exigible a los poetas. Por eso, y por una actitud ponderativa del romanticismo español, se le es­capa la valoración comparativa de la calidad literaria entre Keats o Hol­derlin y Cándido M. ª Trigueros o Meléndez Valdés.

Que ignora la relación crucial del romanticismo con la sociedad y la política, su sueño radical de cambiar el mundo y no sólo la poesía. Así no alude al tema -ampliamente desarro­llado por Carnero- del reacciona­rismo romántico español. Como si este fenómeno pudiera soslayarse sin repercusión.

Y que ignorar a críticos como O. Paz (Los hijos del limo) o M. H. Abrams (El espejo y la lámpara) su­pone no plantear siquiera que el ro­manticismo no sólo fue y puede ex­plicarse por un cambio de la filosofía abstracta a la intuición (Locke. y Condillac), sino que está relacionado con toda una alteración de las facul­tades humanas, valoradas desde una búsqueda de lo mágico y esotérico. Baste recordar que, por ej., Novalis había leído a Paracelso y a Van Helmont y que en las obras de J acob Bohme -ese vi.sionario y místico za­patero de Gorlitz- ya aprendieron Goethe, Tieck o Lavater. En España eran entonces tan desconocidos como Manolete en Rusia y las razo­nes no viene a cuento inquirirlas, in­quisidores hubieron.

Luis Martínez de Mingo

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SHYLOCK Y

ROSALINDA

«No os aflijáis, señor; sois, a pesar de todo, bienvenido.» (El Mercader de Venecia, V,

238)

William Shakespeare, El Mercader de Venecia. Como gustéis. Edición del Ins­tituto Shakespeare, dirigida por M. A. Conejero. Ediciones Cátedra, S. A. (Le­tras Universales), Madrid, 1984.

La historia de las traduc­ciones shakespearianas en España es relativamente breve y con frecuencia triste, y si exceptuamos

la meritoria labor que in illo tempore realizara Luis Astrana Marín, y las lagunas de las versiones de Val­verde, debemos concluir que aún no poseemos textos castellanos relati­vamente fiables de Shakespeare. Por ello es muy meritoria la edición que Cátedra nos presenta, dentro de una muy ambiciosa colección que está dedicando a los clásicos universa­les de dos comedias del cisne del Avon anteriores a 1600, debida a los cuidados del Instituto Shakespeare de Valencia, que hasta la fecha nos había ofrecido fundamentalmente dramas como los famosos y univer­sales Macbeth y El rey Lear. Así que me parece doblemente impor­tante la reaparición de El Mercader de Venecia a la que se adjunta Como gustéis, dentro de una colección que sin dejar de ser en teoría académica y «científica», busca la divulgación de los grandes autores. No obstante, y quizás esté aquí el motivo de estas líneas, encuentro más que objetable tanto el espíritu que anima esta tra­ducción como parte de las razones y explicaciones que sus autores nos ofrecen.

El texto castellano que se lee con amenidad y sin grandes problemas de interpretación es en conjunto fiel al establecido por los editores, pero a mi entender peca precisamente de fidelidad, porque si bien se nos co­menta en la página 42 que: «Opina­mos que el texto para la escena es, por naturaleza, versátil y el uso ex­cesivo de este tipo de información limitaría de forma negativa su es­pontaneidad» (La información sobre el texto en sí); ocurre que hay una considerable ambigüedad de fondo. Por ejemplos, las canciones de las comedias se adaptan en espíritu, y no siguen el texto, y por el contrario los nombres de los personajes -mu­cho más fáciles de castellanizar, y

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solución adoptada por otros traduc­tores-, quedan como en el original, y p. e., Porcia sigue siendo «Portia»,Graciano, «Gratiano», y Esteban«Stephano». Estoy de acuerdo conel principio de conservar el espírituoriginal -y quizás lo que se pretendaes mantener un «sabor italiano»-,

pero siempre que éste se mantenga, y la excesiva fidelidad no lleve al traductor más a confundir que a di­fundir. Y tal vez ocurra que sea este mismo punto de partida el que oca­siona ciertos curiosos equívocos mucho más rastreables en las notas que acompañan al texto que en el texto propiamente dicho. Anotemos someramente que nombres tan (rela­tivamente) familiares a los escolares hispanos como Casio, Catón de Utica, y la Cólquida, aparecen cita­dos en la página 56 como «Cassio» «Catón Uticensis», y «Colchis»; tal vez sea un clasicismo a ultranza pero por desgracia dan la impresión de ser meros traslados de la forma inglesa, habitualmente más conser­vadora en tales extremos. En cam­bio lo que no me parece admisible es el uso del término «pastoral», (p. e., páginas 39 y 40), aplicado a las nove­las del tipo de la Diana de Monte­mayor. «Pastoril», es término mu­cho más conveniente. Aunque ya Menéndez Pelayo utilizase frecuen­temente «pastoral», por «pastoril», resulta que «pastoral» quiere decir «perteneciente al pastor», aparte de las pastorales eclesiásticas, y «pas­toril» es en cambio lo propio o ca­racterístico de los pastores. Que Como gustéis sea «casi una novela pastoril» es más o menos discutible, y desde luego siempre es un tipo de lectura válido, y quizás también tenga bastante de pastoral, pero tal empleo vuelve a dirigir mi atención hacia las reflexiones que hacía al pa­sar rápida revista a los nombres clá­sicos: a la «pastoral novel», o ¿qui-

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zás sean las composiciones pastora­les?

Abundando ligeramente en este apartado de las notas, sería de de­sear que se hubiesen ampliado la de la página 73 sobre Gobbo y su rela­ción con la Commedia dell'arte -aunque aparezca algo más explícitoen la página 229-, añadiendo ademáseste comentario en el verso 138 de laescena séptima del acto II de Comogustéis, donde la nota 157 hace de­masiado leve referencia a un tipo derepresentaciones tan frecuentes eimportantes en el siglo XVI. De he­cho todo el parlamento de Jaquesofrece la enumeración de los perso­najes típicos, y sería magnífica oca­sión para comentar el caso. Reco­nozco la dificultad de equilibrar con­secuentemente los apuntes explica­tivos, y por ello creo que los miem­bros del Instituto Shakespeare que­dan más que disculpados ante loslectores. En realidad todo lo dichono es más que un perifollo puesto alpavo, porque gracias a M. A. Cone­jero y a su Instituto valenciano con­tamos con otra versión de Shakes­peare, quizás menos representableque las de Astrana Marín, pero símás cercana a una aproximación altexto como lectura. Posiblemente noes lo que pretendiese el InstitutoShakespeare, pero al menos, meuniré a Rosalind (o Rosalinda), paradecir con ella eso de que «Despedi­réis mi generoso ofrecimiento conunfuerte aplauso».

P. Méndez de la Reguera

LARVA:LA

NOCTURNA

BABEL

CARNOVE­

LESCA Julián Ríos, Larva. Babel de una no­

che de S. Juan. Ed. del Mali. Barcelona, 1983.

A lgo así como una película subtitulada, en donde la imagen y la palabra se separan requiriendo una atención distinta por par­

te del espectador, se nos presenta esta Babel De Una Noche De San Juan. Larva de una novela con un único destino, la evolución infinita, el desarrollo siempre posible. Mate­rialización del poder imaginativo, de

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la riqueza interminable de la litera­tura, que no es sino eso, el sinfín de la fantasía y del simple decir hacién­dolo grato. Esto es, algo así como una película subtitulada, Larva, no­vela· subnovelada en donde esa infi­nita posibilidad del quehacer litera­rio se va abriendo, yo diría que in­cluso arbitrariamente, por entre las líneas, o recovecos, de la novela con llamadas a una adyacente -¿secun­daria ?- narración, que ni subordina ni complementa nada.

Al fin se ve publicada -como con­junto- esta novela procesual que du­rante algo más de una década ocupó al genio creativo y renovador de una de nuestras más inequívocas espe­ranzas dentro del mundo apasionado de la literatura auténtica: Julián Ríos.

Claro ejemplo de novela sin prin­cipio ni fin imprescindibles, en Larva se consagra un ciclo de crea­ción vehemente por el simple hecho del porque sí. Podría continuarse, el rico texto, hasta cualquier esquina sin importancia del Londres seudo­turístico, hasta cualquier suspiro desvanecido de un mito como Don Juan, cualquier rictus inverosímil de Milalias o cualquier pose imaginada de Babelle, hasta cualquier locura «carnovelesca» de un rocambolero rock and ball, hasta el horizonte de un espacio infinito dentro de un «microcaosmo», inefable y dúctil como el propio verbo. ¿Para qué continuar? Queda demostrado el va­lor de este libro, que, a retazos, se venía conociendo en publicaciones valiosas y de no mucha divulgación y que, ignorando el conjunto todo, la posibilidad de unidad conferida en un solo cuerpo textual tan magnífi­camente presentado, hacían pasar desapercibidos aquellos fragmentos de lo que después (hoy) sería (es) la novela más pretenciosa y de mayo­res logros formales de nuestra última producción narrativa, libro -decía­que se justifica por sí mismo, y cuyo

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valor radica en la propia riqueza, generosa riqueza, de sus pagmas. (Todo ello, sin considerar las posi­bles continuaciones del libro).

Larv,a/esperanza, alegría, algara­bía en el ámbito de nuestras letras actuales, a veces tan repetitivas y comunes.

Larva/Finnegan's Wake spanish, lo cual es mucho (y sin prejuicios), y bueno. De siempre admiré esta lite­ratura. Por ello, ni Joyce llevará siempre bajo el brazo un ejemplar manuscrito de Finnegan's Wake.

Larva/magia del lenguaje literatu­rizado, el lenguaje jeroglífico, por­nográfico, puzzle, divertimento, pal­pitación, el lenguaje como vida­muerte. En definitiva, el juego del lenguaje como juego, por ser tal.

Larva/tres tristes (y trasteados) ti­gres cabrerainfantes juguetones hasta el paroxismo placentero.

Larva/rayuela imponiendo la ley primordial del juego: la anarquía. Lectura optativa en todo orden, y texto tras texto válido por sí, y por el resto también. , Larva/eclosión.

Larva que nace y subsiste en su propia categoría de punto metamor­foseante siempre tornando al punto de partida, de donde volverá a partir con destino a sí mismo. Eterna larva. Un único texto importante pa­labra a palabra, signo a signo, gota a gota, capaz de decirlo todo, o nada tal vez; qué importa, un texte pour rien tan importante como la propia nada. Cénit de un vanguardia esca­moteada en este país de subdesarro­llado desarrollo del montaje comer­cial en el terreno literario, en donde las modas acaparan y apartan, en donde lo vendible se vende como piedra filosofal de un arte travesti­zado, o como churro de feria, como ganga milagrera o truncado producto escasamente literario. La parca van­guardia, postvanguardia, o experi­mento, se remata, de momento, en nuestras letras, en esta obra de Ju­lián Ríos. Obra que intuyo -cons­ciente de la rotundidad de mi aven­tura adivinatoria- clásica, quizá, la­mentablemente, póstumamente clá­sica dados los derroteros que nues-

- tras letras últimas parecen ir to­mando, en nuestro esquema históri­co-literario.

De presentarse nuevos textos deesta obra, la literatura española po­drá demostrar .que, afortunada­mente, aún respira. De todos modos,la presente edición de la Larva --edi­ción minoritaria, como comienza aser obligado para las obras de conte­nido ciertamente interesante y ape­tecido- viene a aplicar una dosis gra-

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.tificante- de oxígeno al convulso, confuso y, con todo, controvertido panorama literario español.

Una larva literaria que vino na­ciendo poco a poco, sin prisas, bus­cando siempre el encanto, durante más de diez años. Ojalá continúe en ese estado biológico de cuasi poten­cial vida real.

Ladys and gentlemen: con ustedes la gran vedette, la superstar, la piú bella ... ; dejémonos de ~fdvolidades. Con ustedes: (larva). O (babel de una noche de san juan).

Julio Fernando Fonseca

ROSAS CON

NOMBRE

PROPIO

Pedro Casariego, Maquillaje. Editora Nacional, LLbros de Poesía. Madrid, 1983.

En la serie de poesía que Gonzalo Armero dirige en Editora Nacional, aunque sin numeración dentro de la misma, ha aparecido un

inquietante libro de Pedro Casariego Córdoba, madrileño de veintiocho años: Maquillaje (letanía de pómu­los y pánicos). Con anterioridad a este su primer libro de creación, Ca­sariego había publicado en Ediciones Siruela una ajustada traducción de dos sagas islandesas, en colabora­ción con su hermano Am6n(Madrid, 1983).

Maquillaje está presentado por Pedro Laín Entralgo (págs. 5-6 del tomo) en un espléndido apunte in­troductorio. La maqueta, al cuidado de G. Armero, es excelente. Diego Lara ha diseñado la cubierta. Todas

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estas ventajas, unidas a la sugestiva disposición gráfica de los 95 textos que componen el libro, hacen de Maquillaje un objeto deseable y hermoso.

Sin dejar de ser una cosa atractiva y apetecible, Maquillaje es también un libro importante. Hacía tiempo que no leía un libro de poemas que me importase tanto. De entre los jó­venes sólo Raro, de Lorenzo Martín del Burgo, o Europa, de Julio Martí­nez Mesanza, signifcaron para mí algo parecido. Por debajo del maqui­llaje que da título a su obra, Pedro Casariego se me aparece como un extraordinario escritor. Espero co­nocer pronto sus ·otros libros, aún inéditos. Libros con títulos tan suge­rentes como La canción de Van Horne (la historia de un financiero­gángster escrita en tonos épicos), El hidroavión de K. (influido, según el propio Casariego, por Robbe-Gri­llet), La risa de Dios o La voz de Mallick (en la que se adivina un ho­menaje al filme Badlands, de Te­rence Mallick, con un inolvidable Warren Oates); piezas de teatro como La cicatriz; cuentos, etc. Un conjunto de obras que amenazan con infundir en nuestra seca y aburrida literatura última el coraje de la espe­ranza.

Maquillaje es un libro enfermo, extraño y precioso. El libro de un poeta que lee novelas. El libro de un hombre que prefiere la acción a la escritura. Un libro en el que la victo­ria se identifica con el fracaso y el arte con la inconsciencia de estar haciendo arte Sruu.re_s_]_os persona­jes del libro, que se desarrolla en una espectral y kafkiana ciudad de Hanoi: Vanderbilt, Frau Schneider y Roberts.

Vanderbilt es , maquillador de hombros de la American Rose So­ciety (porque las rosas tienen nom­bre propio en el libro de Casariego: el nombre de su creador, el nombre del aficionado a las rosas que alteró la genética natural para obtener una flor más bella). Vanderbilt es tam­bién un vampiro, y ha matado al hijo de Schneider, que es al mismo tiempo su hija, de la misma manera que el comandante de submarinistas a quien Roberts amaba es una deli­cada princesa birmana, porque todo puede ocurrir en el Hanoi de Casa­riego. Roberts es un veterano sub­marinista ciego, y ha matado al em­pleado/empleada de la Hell que hu­milló a Vanderbilt en el jardín infan­til número 5. Y Vanderbilt y Roberts giran en torno a Frau Schneider con ojos como uñas y pestañas como abrebocas curvos de Heister, con

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destornilladores y fustas, cosiendo párpados y castigándose en subma­rinos o lavanderías presididas por la sonrisa de Mary Pickford, callando las palabras que debieron decirse (y se dicen entre las páginas 91 y 102), hasta que V anderbilt, metamorfo­seado en vampiresa, besa a Schnei­der clausurando el volumen y deján­donos en los dedos un olor de rosas Max Krause premiadas en 1931 y el recuerdo imborrable de una singula­rísima lectura.

Luis Alberto de Cuenca

UNA

CELEBRACION

DEL CUERPO

Henry de Montherlant, Las Olímpicas. Ediciones Nuevo Arte Thor. Barcelona, 1983.

Pocos personajes más curio­sos en la literatura fran­cesa contemporánea (y en cierto modo más misterio­sos) que el novelista 'Hen­

ry de Montherlant, confeso enamo­rado y gustador de España. De ahí que me parezca un acierto la traduc­ción y edición de uno de sus más peculiares libros -aunque no el me­jor- Les Olympiques, publicado ori­ginalmente en 1924, cuando su autor contaba veintiocho años de edad.

Montlierlant, elegido miembro de la Academia francesa en 1960, fuera de protocolo (pues él no solicitó en­trar) se suicidó en 1972, por temor a la ceguera y a la decrepitud fisica, en el más puro estilo estoico romano. Dignidad, nobleza, aristocratismo y un desbordado culto a la belleza, a la lealtad, a la camaradería y a la hom­bría son los rasgos que caracterizan la protéica obra de este escritor, siempre un algo a contrapelo, arris­cado, soberbio, dignísimo, fervoroso admirador de Roma, del clasicismo más exigente y de la tauromaquia. Vivió sus últimos años en París, en un elegante departamento del Quai Voltaire -exactamente junto al Sena, frente a las soberbias construcciones del Louvre- entre fragmentos de torsos marmóreos, sillones estilo Imperio y máscaras griegas... Ais­lado, misógino, altivo, esperando el fuego purificador en el que ardería su cadáver, antes de que sus cenizas fuesen esparcidas, según propio de­seo, entre las ruinas de los Foros

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Itálicos, en su añorada Roma. ¿No estamos ante un gran carácter?

Las Olímpicas -con buscado eco de Píndaro-- es quizá una de las me­jores claves de este hombre. Tras haberse educado en un colegio reli­gioso cuya experiencia en el terreno de las amistades particulares será una de sus más importantes obsesio­nes (recuérdense su obra dramática La ciudad en la que reina un niño de 1951, y la espléndida novela, Los muchachos, de 1969) Montherlant participó en la Gran Guerra y viajó a España, país en el que centró la imagen de sus viriles lemas y del culto mitraico. Y tras esa guerra, y entre esos viajes, Henry de Mont­herlant que ya había probado el to­reo, se dedicó en París a practicar asiduamente fútbol y atletismo. Re­sultado inmediato de tal experiencia es Las Olímpicas, celebración, gesta, canto y relato del mundo de los atletas, de los gimnasios, de la leal competición amistosa en los es­tadios, del infinito placer de sudar juntos y alegrarse juntos en la gloria del cuerpo y del esfuerzo vencedor. Pero no se trata sólo de un himno al esplendor de la carne joven, sino a todos los ideales también que la me­jor juventud comporta: Belleza, en­tusiasmo, lealtad, compañerismo, entrega, júbilo, hidalguía ...

Construido a base de relatos, diá­logos, fragmentos poemáticos y re­flexiones, ocasionalmente incluso aforísticas, Las Olímpicas (libro verdaderamente singular) narra, en­tre las hazañas de hombres y muje­res atletas -más varones- la amistad del narrador (el propio Montherlant) y un muchacho de quince años, Jac­ques Peyrony, capitán de un equipo junior de fútbol, encarnación -bajo la doble mirada de Herrnes y de Atenea- del eterno ideal de la Juven­tud: Tiempo sin tiempo. O corno el mismo Montherlant dice camarade­ría y poesía. Glorificación del cuerpo y guía espiritual al mismo tiempo, Las Olímpicas es un libro

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plenamente de nuestra cultura -la que heredarnos de Grecia-. Intento de ser alma en el cuerpo. Orden y desorden sacramente juntos.

Luis Antonio de Villena

LUCES SOBRE

UNA GUERRA

POLITICA

Francisco Carantoña Alvarez, La Gue­rra de la Independencia en Asturias. Madrid. Silverio Cañada, Editor. Biblio­teca J. Somoza: Temas de Investigación Asturiana. 1983.

U n trabajo académico rigu­

. roso es la base de esta publicación, formalmente desarrollada de acuerdo con el esquema usual en

este tipo de obras: una introducción donde se refleja el significado de la Guerra de la Independencia corno factor de la crisis del Antiguo Régi­men, y tres capítulos dedicados, el primero a la situación asturiana, en los aspectos demográficos, econó­micos, sociales, políticos e institu­cionales, a las alturas de 1808; el segundo, al proceso político de 1808-1814 y el tercero al desarrollo de la Guerra en los distintos aspec­tos de la cuestión militar. Final­mente, las conclusiones, que sinteti­zan las tesis mantenidas por el autor corno aporte novedoso a un enfoque diferente del tema.

La historiografia actual se está re­planteando una revisión de algunos de los grandes procesos en la histo­ria contemporánea española. A tal fin se realizan una serie de investi­gaciones en áreas geográficas locales o regionales, que ostentando un ca-

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rácter representativo, sirven para matizar las tesis de pretensiones ge­nerales que se habían venido enun­ciando sobre temas de alcance na­cional. Tal es el caso de la Guerra de la Independencia o el de la Desamor­tización, por citar-algún ejemplo.

Estos trabajos suponen la recons­trucción historiográfica, desde la base, de tal modo que las necesarias síntesis tengan un contrastado con­tenido que sin caer en la simplifica­ción tópica, peligro de las grandes generalizaciones, señale y valore con más adecuada valoración los factores esenciales del complejo quehacer histórico.

Un estudio como el que comenta­mos, sirve, además, para enriquecer nuestro conocimiento en profundi­dad, acercándonos a unos niveles mucho más próximos a la realidad.

La Guerra de la Independencia, en un ámbito regional o en el conjunto del país, sólo puede ser comprendida cuando se analizan los comporta­mientos de los diferentes grupos so­ciales, por un lado ante el invasor francés y por otro en sus propias relaciones, fruto de unos intereses muchas veces encontrados y difíciles de armonizar.

El autor demuestra el protago­nismo popular y el liderazgo de la pequeña y media burguesía en la Guerra de la Independencia en Astu­rias, y reduce a sus justos términos la participación y el esfuerzo de otros estamentos como la nobleza. La ruptura entre los que combaten al francés y el Antiguo Régimen apa­rece de manifiesto en los conflictos que mantienen sus principales insti­tuciones representativas.

La Guerra de la Independencia, en sus dos vertientes, la de rechazar al invasor y la de motor de transforma­ción interior, son objeto de un acer­tado análisis a través de la cuidada elaboración metodológica de un abundante material documental y bi­bliográfico.

Resulta, pues, la obra del profesor Carantoña Alvarez, una contribución historiográfica de gran interés, que por su redacción coherente y amena se hace, además, de agradable lec­tura y fácil comprensión. Esperamos que otros esfuerzos similares, de sa­via joven en la tarea de historiar, vayan completando ·con igual efica­cia el mosaico peninsular.

Queda abierto un camino que en el marco asturiano demanda la conti­nuación de las investigaciones, ten­dentes a completar la explicación de la crisis entre el Antiguo Régimen y la sociedad liberal.

Emilio de Diego

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COMPOSI­

TORES

ASTURIANOS

PARA

GUITARRA Patrick Gaudí, guitarra. Obras de E.

Truán, J. Orbón y L. V. del Fresno. So­ciedad Fonográfica Asturiana.

Q ue se edite en Asturias un disco de guitarra, con mú­sica de compositores astu­rianos es toda una primi­cia.

La guitarra ha sido prácticamente inexistente en nuestra región hasta hace bien poco, en que una nueva generación de intérpretes y maestros parece a punto de introducirla defini­tivamente en los círculos musicales de la región. La salida al mercado de este disco es un indicativo de esta tendencia, que anima a compositores como E. Truán o V. del Fresno a escribir para este instrumento.

J.ORBON/E.TRUAN/L.VAZQUEZ DEL FRESNO

PATRICK GAUDl,guitarra

La labor del compositor está siempre mediatizada por los intér­pretes de que dispone, porque, aun­que el compositor de hoy está acos­tumbrado a oír porcentajes bajísimos de su obra, siempre se escribe con la esperanza de que tal o tal músico toquen la obra. En el caso de la gui­tarra la importancia de disponer de intérpretes se acentúa; la guitarra es un instrumento especialmente difícil para escribir para él, es necesario conocerlo muy a fondo para extraer de él toda su sonoridad. Por eso el compositor necesita de un intérprete que le asesore y aconseje; es muy conocido el interés de C. Debussy por escribir para guitarra, interés que nunca se concretó por la timidez de E. Llobet, que no se acercó al músico francés. Ejemplos de todo lo

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PATRICK GAUDl,guitarra

contrario son A. Segovia o el cono­cido de Sáinz de la Maza con el Concierto de Aranjuez. La presencia en Asturias de guitarristas como P. Gaudí, siempre dispuesto a colabo­rar con el compositor, animándole y ayudándole a escribir sus obras, es vital para el desarrollo del repertorio guitarrístico y para la propia evolu­ción de la música asturiana.

Y lamentablemente hay pocos in­térpretes dispuestos a una labor de este tipo. El intérprete medio espa­ñol está aferrado al repertorio clá­sico. Repertorio que se reduce a un único período histórico, el romanti­cismo. Esto nos lleva a escuchar, a lo largo de las sucesivas temporadas concertísticas, obras de los mismos autores y en el peor de los casos las mismas obras, en sucesivas y reite­radas versiones. Contadísimos son los conciertos que aporten obras nuevas, que den oxígeno a un am­biente cada vez más caduco.

Por un lado un público conserva­dor, que piensa que el fenómeno musical concluye con una docena de autores, que muestra un claro re­chazo a lo nuevo por el mero hecho de serlo y por salirse de unos es­quemas de conocimiento que con­trola con cierta soltura. Otro motivo de la postración de la música culta son los intérpretes, buscando siem­pre la música brillante, plenamente conscientes de que es ella la que despierta los aplausos del auditorio. Así se tiende al virtuosismo (fenó­meno manierista y decadente por excelencia), al dominio mecánico, como baremos máximos para juzgar la labor de un intérprete.

Patrick Gaudí no es un guitarrista a la moda. Retomando la división clásica entre ejecutante e intérprete, Patrick es un intérprete con mayús­culas. Sus versiones carecen de con­cesiones a fa galería, en ellas todo está pensado y hecho en función de la partitura. Pulcro hasta extremos insospechados, con una técnica ba­sada en la claridad, en la preocupa-

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ción por un sonido perfecto, se nos presenta como uno de los grandes dentro del estado actual de la guita­rra. En su labor hay ascetismo, bús­queda continua de la profundidad musical, ansia por llegar a las últi­mas consecuencias de la música que interpreta. El disco en sí ya merece la pena solamente por escuchar este enorme guitarrista, aún poco valo­rado para su calidad.

Enrique Truán es el compositor más importante en Asturias de la ge­neración de la posguerra. Genera­ción castrada por la carencia de me­dios y por una situación general que sólo hacía posible una estética neo­populista rayante en lo castizo. Su música se caracteriza por un melo­dismo de corte folklórico y por un acompañamiento armónico muy simple que nunca oscurece la voz principal. La forma preferida es el Lied, cuya base es la canción popu­lar, y el engranaje musical se articula siguiendo los cánones archiconoci­dos de la construcción clásica: alter­nancia de «tempos», modulaciones mayor-menor, etc.

J. Orbón es un compositor nacidoen Avilés, pero que muy joven se fue a vivir a América y allí llevó a cabo su formación y carrera artís­tica, es por ello muy poco conocido en Asturias, aun siendo un composi­tor de fama mundial. La obra in­cluida en el disco, Preludio y Danza, es su única composición para guita­rra y está dedicada a José Rey de la Torre. Se trata de una partitura muy en la línea de la escuela americana de un C. Chávez, M. Porree o L. Brower. El preludio rezuma gusto barroco en la sucesión de semicor­cheas que sólo se interrumpen bre­vemente para insinuar la idea temá­tica de la danza. La línea de los ar­pegios es sumamente bella y evoca­dora. El ritmo ostinado y contras­tado es la base de la Danza, que retoma los ritmos caribeños, autén­tica fuente de inspiración de los compositores de esta escuela. Es una obra sumamente conseguida, propia de un autor en plena madurez compositiva, con pleno dominio de su lenguaje.

L. V. del Fresno es uno de loscompositores más interesantes que en estos momentos trabajan en As­turias. En líneas generales en su mú­sica se advierte la influencia de la escuela francesa materializada en O. Messian -que fue su maestro- pero que parte directamente de C. De­bussy. Hay un regusto impresionista en su música, mezclado con un cierto sentido existencialista. El em­pleo de pasajes aleatorios y el uso de

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materiales que contrastan con el mo­tivo temático principal, confieren modernidad a su obra. El preludio es la obra más arcaizante de las tres que presenta en el disco, la influen­cia del postimpresionismo es clara­mente manifiesta, siendo la melodía el eje conductor de la construcción musical. Juego de Cuartas, su pri­mera obra para guitarra, es por ende la más conseguida y también la más comprometida con las líneas estéti­cas actuales. El motivo temático es un auténtico juego con una serie de Cuartas y la aleatoriedad juega un papel fundamental en la partitura. En Audiogramas el trabajo se arti­cula en torno a una serie dodecafó­nica, tratada en todo momento den­tro de una estética formal ya anti­cuada.

El disco, en suma, es un expo­nente de las dificultades que tienen que sufrir los compositores que vi­ven alejados de los centros creati­vos, para realizar una música acorde con la evolución estética del arte musical. Es un disco importante, por cuanto supone una panorámica vá­lida de la creación musical en nues­tra región, y por cuanto nos da la posibilidad de escuchar a un intér­prete de enorme categoría.

A velino Alonso

REGALE

FOLIOS EN

BLANCO Gonzalo Suárez, Epi1ogo.

Empiezo a creer que la no­ción de crisis ya no es propiedad de un solo mi­'nisterio. El concepto de crisis pienso que ha roto

los moldes monetaristas y ha hecho irrupción en otros ámbitos de lo so­cial; ha entrado en lo personal.

Sacristán, Rabal y Sandra Toral.

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Charo López.

El hastío, el cansancio, la desola­ción rondan la cotidianeidad de cier­tas mentes narrativas del país. Cada día que pasa, alguien entrañable se aleja de la máquina de escribir. Cada día que pasa, alguien hastiado, can­sado, desolado hace de la creación un proceso intermitente, abando­nando, en consecuencia, la ininte­rrupción. Por el contrario resulta ciertamente placentero saber que otros, como es el caso de García Márquez, tras siete horas frente al endemoniado objeto de teclas, son capaces de sacar media cuartilla dia­ria en limpio. Esto nos demuestra que todavía queda alguien capaz de ejecutar la difícil -cada vez más difí­cil- tarea de expulsar pedacitos de código a diario. Sí, de código. Por­que, en definitiva, qué es si no el escribir a máquina. No es el naci­miento de la letra, sino la expulsión de un pedacito de código (Barthes).

Decía un crítico ilustre no hace mucho tiempo, con optimismo deci­monónico -posteriormente abatido por lo real-, que la máquina cuenta­cuentos funciona a pleno rendi­miento. No sé si será o no cierto, pero de lo que n<2_ tengo duda alguna es de que la ficción se hace cada vez más indispensablé; son provechosas las historias, los cuentos necesarios, la narrativa, en fin, esencial. Es pre­ciso contar muchos muchos cuentos y po sólo dejar que nos los cuenten. Hemos de dar vía libre a la irreali­dad. Regalemos folios en blanco a nuestras amistades porque ellos nos lo agradecerán y así nunca dejará de funcionar la máquina cuentacuentos. Lograremos pleno rendimiento, pues la literatura (qué mal suena, ¿ ver­dad?) no es cosa de uno ni de dos, sino de todos. Ha de ser algo abierto

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y plural, de creación múltiple, ¿por ,

? que no .. Escribía el crítico ilustre ante­

riormente aludido, refiriéndose a la crisis que al parecer nos azota de lleno: «lo que sucede es que casi todo ha desaparecido ya de los esca­parates de las librerías, y que hasta las propias librerías se hallan en trance de desaparición. En realidad, lo que está desapareciendo a pasos agigantados del escaparate universal de nuestro tiempo es simple y llana­mente la literatura, sin más». Litera­tura. Qué mal suena. Qué es litera­tura. ¿Tan sólo lo impreso?, ¿tan sólo lo -tipográfico? Si nos propo­nemos la literatufa':t:omo algo· orto-. doxo, unívoco, cerrado y tipográ­fico, lógicamente algo hay en desa­parición. Si hablamos de generacio­nes, tan en boga ahora las del 98 y el 27 -Le decía Cela a Umbral, pleno de razón: «Me parece que el país empieza a estar hasta los cojones del 27»-, inequívocamente algo hay en exterminio.

Comienzo a repasar mis recortes sobre un escritor que me viene inte­resando desde hace algunos años para acá y no hago más que topar con declaraciones de este calibre: Estoy cansado de la literatura. Odio escribir. Estoy hastiado de la litera­tura. Es Gonzalo Suárez, un hombre ciertamente cansado, harto de escri­bir historias, pero no de contarlas. Sólo se pone frente a las teclas me­canográficas si cuenta con un suges­tivo anticipo. Sólo así se pone a te­clear. Es una de las pocas personas sensatas y sinceras que se atreve a decirnos que está harto. Siempre es­tuvo convencido de que la narrativa va más allá de la máquina de escri­bir, razón por la que igual le da sen­tarse en el escritorio que situarse tras la cámara. Narrar es filmar. Filmar es narrar. Gonzalo Suárez es más gráfico que tipográfico.

Ante un personaje que ladra este

Francisco Rabal y Charo López.

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tipo de aseveraciones y es capaz de hacer Ep{logo -su última producción cinematográfica- sólo cabe pregun­tarse: ¿crisis?, ¿ qué crisis?

Y de crisis se trata Ep{logo. La crisis del escritor José Rocabruno, papel encarnado por Paco Rabal, frente a su buen amigo el escritor José Ditirambo, personificado por José Sacristán. En el medio está Laina -Charo López-, compañera de Ditirambo.

Ep{logo es un cuento de cuentos narrado a ritmo de jazz. El filme está basado, que no adaptado, en una novela que el propio Gonzalo escri­bió allá por 1966 -Rocabruno bate a Ditirambo- y en un libro de cuentos del mismo autor -Gorila en Holly­wood (1980)-.

Rocabruno, perlectamente identi­ficable con el padre de la criatura, es un escritor en crisis que se resiste a escribir una sola línea. Vive retirado de los grandes agobios hasta que un día se presenta su compañero de fa­tigas, Ditirambo, para arrancarle esas líneas que él se niega a vomitar. Tras muchas resistencias, José Ro­cabruno llega a inventar historias a cambio de Laina, compañera de Di­tirambo. José Rocabruno acaba pe­gándose un tiro y José Ditirambo es­pera en el umbral de la Academia sueca. Laina queda para contarlo.

Ditirambo, mientras espera ser re­cibido por el resistente y atrinche­rado Rocabruno en la parte superior de la casa, comienza a escribir una historia -parte de un cuento titulado Ombrages, de Gorila ... - de la que son protagonistas los dos y la mu­chacha que vela por Rocabruno. Otros dos cuentos, también recogi­dos en Gorila ... y titulados El autén­tico caso del joven Hamlet y Com­bate, son relatados en común, por los cuatro protagonistas. Narrativa abierta. El último es un combate de boxeo librado en una playa. Una cuidada y bellísima secuencia boxís­tica apropiada para una linda metá­fora.

Ep{logo ha entusiasmado a los más fieles detractores de Gonzalo Suárez en el campo cinematográfico. El sólo comienzo del filme es pro­ducto de un avezado trabajo. Un longevo plano de hermosa factura y genial composición. Arranca de un semáforo aéreo y desembarca en el intestino de un Philips, Telefunken, Sony o similar de muchas pulgadas. Un buen homenaje a los mass me­dia.

Es una película repleta de home­najes: al boxeo (el director es un viejo aficionado a este espectáculo), a los mass media (un muñeco de Mi-

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chelín en perpetuo ejercicio, lectura de un comic por Ditirambo, el toté­mico televisor en varias secuencias) o a la propia literatura, puesto quegracias a ella llegó Gonzalo Suárezal cine (el legado de José Rocabrunoson paquetes de folios en blanco).

José Benito Fernández

LOS

PELIGROS DE

LA FORMULA

MAGICA

Lindsay Kemp Company, Nijinsky. Centro Dramático Nacional.

Desde la magnífica sorpre­sa de Flowers, un montaje que sacudió con su pode­rosa sensualidad la esce� na española, Lindsay Kemp

ha seguido una aventura teatral mar­cada por el éxito y la reiteración de recursos dramáticos similares, hasta

el punto de que todos sus espectácu­los resultan inconfundibles. La marca Lindsay Kemp circula desde entonces por el panorama interna­cional del teatro como aval de cali­dad indiscutida, pero también como cliché que ya presenta inequívocos síntomas de agotamiento.

Sus obras, hechas de imágenes que parecen provenir del mundo de los sueños diurnos, buscan siempre provocar no tanto la reflexión inte­lectual del espectador como la ex­plosión de sus sentidos; antes el en­cantamiento que el distanciamiento, el éxtasis lúdico frente a la síntesis pedagógica. La técnica para conse­guir tales efectos incorpora proce­dimientos de diversas fuentes, desde el kabuki japonés hasta la danza clá­sica y moderna, pasando por el

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mimo, el music-hall o el cine, en­samblados todos mediante una rigu­rosa exploración de las posibilidades del movimiento corporal para tras­mitir emociones, componer imáge­nes seductoras y, en definitiva, con­vertir al espectador en un dulce es­clavo de la pura sensitividad.

Es innegable que esta vía teatral puede ser -y de hecho ha sido- un buen antídoto contra la resaca del verbalismo liriforme y los sucedá­neos del panfleto, especies dramáti­cas que durante los últimos años han conseguido mentalizar a los especta­dores españoles sobre el escaso ali­ciente de dar dinero por bostezar en público. Pero también aquí -o preci­samente aquí- existe el riesgo de creer que se ha encontrado la fór­mula mágica, sin caer en la cuenta de que la magia se evapora en las fórmulas.

No quiero decir con esto qúe Ni­jinsky, el último montaje de la Lind­say Kemp Company, sea un paso en falso en la brillante trayectoria de un grupo que ha hecho de la danza -en­tendida en un sentido muy amplio­el principal instrumento de su activi­dad teatral. En �l siguen estando presentes -quizá ,Jemasiado- las ca-

racterísticas que antes mencionaba. Se trata de una sucesión de ·gestos, insinuaciones, danzas, cuadros es­cénicos y composiciones coreográfi­cas que, bajo la incitación de la ex­celente música de Carlos Miranda, logran hilvanar un bello y decadente poema onírico sobre el absurdo y la gloria de la condición humana.

Tal vez no sea del todo irrelevante que en esta ocasión el espectáculo verse sobre algunos fragmentos de la vida del gran bailarín ruso y su tor-

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mentosa relación con Diaghilev, igual que tampoco fue pura casuali­dad que en otras ocasiones aludiese a Genet, Lorca o Wilde. Estos re­clamos o fantasmas personales que Lindsay Kemp toma como excusa para llenar el escenario de imágenes en movimiento cumplen siempre la misma función: servir de soporte al arrebato, dar cuerpo.al deseo de que cada representación sea un acto amoroso entre los actores y el pú-blico.

Nijinsky acentúa el ambiente de duermevela y crea un espacio apro­piado para expresar el drama interno del artista que se debate entre las visiones de su antiguo entusiasmo y el vampirismo de fuerzas exteriores que acaban por despojarle de toda su energía. Los personajes, como la historia misma que se narra -o más bien se insinúa-, poseen un carácter emblemático que supera los límites de las identificaciones obvias. Frente a la presencia enérgica del Mago -una especie de doctor Fran­kenstein experto en mover marione­tas- y su servidor la Muerte, las de­licadas figuras del Arlequín y la Bai­larina -como sacadas de una caja de música- ejercen sobre el cuerpo del

protagonista un influjo que éste paté­ticamente se empeña en seguir. El momento crucial de la representa­ción, y también el de mayor poder estético, es una danza en dos planos en la que Nijinsky-Kemp trata, con acentuada torpeza, de imitar los mo­vimientos perfectos del Arlequín, si­tuado en el fondo de la escena sobre un telón transparente. La imagen puede servir como significativo lugar de encuentro entre la realidad y la ficción: algo así como un síntoma de

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Joaquín Capa. Grabados sobre

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lo que este espectáculo supone en la carrera teatral de Lindsay Kemp.

Porque Nijinsky, más allá de las inmediatas referencias a una biogra­fía que ya forma parte de la historia, lo que pone de manifiesto es la bús­queda artística del propio Lindsay Kemp: la rebeldía de un espíritu creador que lucha por encontrar, frente a los sentidos domesticados, nuevas vías de acceso a la comuni­cación con el público, en un diálogo de miradas cuyo guiño fundamental es la sorpresa.

Lo que ocurre es que quien haya visto las anteriores escenificaciones de este actor corre el peligro de que el hechizo se desvanezca ante sus ojos. Nijinsky, desde el punto de vista de la expresión teatral, es una especie de antología de efectos -al­gunos de ellos repetidos con exceso incluso en este mismo montaje-, que si bien conservan su plasticidad y la depurada técnica que los hace posi­bles, han perdido buena parte de su fuerza emotiva. Y si al teatro de Lindsay Kemp se le suprime el don del encantamiento -en definitiva, su forma de sintonizar con el público-, lo que queda es un museo de másca­ras.

En realidad, todo el teatro de Lindsay Kemp, marcado antes que nada por su sentido poético, podría resumirse en la metáfora de un ros­tro alucinado, detenido en una mueca viva que participa por igual del espanto y el éxtasis, del gozo y el dolor. Confieso que pocas veces he sentido en el teatro emociones tan fuertes y verdaderas como las trasmitidas por ese rostro. Pero he de reconocer también que sobre él ha empezado a dibujarse ahora el pe­ligroso rictus de la costumbre.

Alfredo José Ramos

CUESTION

DE

SOMBREROS

Eduardo Urculo, Espacios de lo ín­timo, Galería Alen�on, Madrid, 1984.

Ese manoseado sombrero de fieltro que cuelga, junto a una ligera chaqueta de hilo claro, del respaldo de la liviana silla de ti­

jera, sobre un fondo casi desnudo de objetos y colores -tan sólo en el án-

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gulo inferior asoman las mórbidas composiciones de los cojines de an­taño-, es la clave. El, por sí solo, revela la situación.

Primero, una situación de perple­jidad. Como su dueño, que posa siempre de espaldas, ese vacilante sombrero -lo ha subrayado Cueto­es expresión de la duda. Lejos que­dan las lineales certidumbres de los tiempos de resistencia y proselitismo (el entusiasmo misionero de Urculo, así en la cuenca minera como en campo de estrellas llegó a ser pro­verbial). La intransferible irresolu­ción personal ocupa ahora el lugar que otrora le correspondiera a la co­lectiva protesta civil o a la plural invitación a la sensualidad panteísta. Tal vez la rapidez de los aconteci­mientos últimos hayan sobrecogido al hiperatento observador de «aque­lla expansiva tribu» de viejos amigos que hoy son el poder (para decirlo a la manera inconfundible de Carlos Moya). O quizá la perplejidad esté causada por esa frontera recién tras­pasada de la edad, cuando se ha puesto el pie en la otra orilla, la que se sabe definitiva. Podrían haberlo llevado por eso algunos de los an­tihéroes del último Visconti: y aún más que el tenso Dick Bogarde de Muerte en Venecia -en los crepúscu­los del Adriático con sabor a rimel y dudosas muecas ensayadas-, el sombrero de Urculo, oscurecido y terso, lo hubiera podido tomar, con aquel noble ademán reflexivo, el cansado profesor de Confidencias que encarnara magistralmente Burt Lancaster.

Porque el cansancio es otro desta­cado componente de la situación contenida en el austero y simbólico autorretrato ensombrerado. El can­sancio de quien prepara ya el ritual de las despedidas. Con ese mismo

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sombrero seguramente se haya con­templado no sin cierto abatimiento la caída de la tarde en Celorio, en Santa Cristina, en la linde del bos­que o en la línea del mar. Bajo las alas de ese sombrero, una mirada cargada de recuerdos habrá recono­cido la vacía hamaca, la cama solita­ria y las abandonadas sillas de Villa Mundi. Se parece, por eso, al ele­gante sombrero que protagoniza la más bella secuencia de Providence, aquella pausada y recreada ceremo­nia de adioses con la que el viejo escritor culmina, en un soleado día de primavera, la extenuante vigilia creadora que Resnais narra con una perfección inusual, apoyándose en el gesto y la voz de ese espléndido ac­tor shakespeareano que se llama John Gilgud.

La perplejidad y el cansancio, por lo demás, no hacen sino encubrir un desasosiego desconocido en quien con tanto aplomo ha recorrido todas las etapas de una trayectoria genera­cional hoy ya bien perfilada. Para alguien que ha cumplido con ardor las misiones que en cada momento se le han asignado, este postrer en­cargo que le obliga a enfrentarse con su propia capacidad creativa sin vie­jas apoyaturas y coartadas, no puede producirle sino cierta ansiedad. Una angustia que sólo su oficio le permite disimular. Es como el Robert Mit­chum -misoginia y sombrero inclui­dos- de Adiós muñeca, el mejor Marlowe que haya sido llevado a la pantalla. Sinceramente, yo tengo la convicción de que más aún que du­dar y descansar de anteriores certi­dumbres, este Urculo del sombrero que cuelga oculta la desazón que le produce el trabajo que le han encar­gado probablemente en una sórdida habitación cercana a Broadway. La presencia del gato -de un gato ne­gro- es, a este respecto, inequívoca. Por eso Urculo, con la sobria ter­nura que es patrimonio de los fuer­tes, hace en la exposición de la pres­tigiosa galería Alenfon un breve re­cuento no tanto de lo que tiene como de lo que deja y, despidiéndose le­vemente, tras la interminable noche de insomnio que revela esa cama semideshecha, se dispone a realizar lo acordado. En la cartera de mano, esa que descansa en un sillón del hotel de México D. F., esconde un revólver... ¡ Este hombre no dejará de sorprendernos!

José Luis García Delgado