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w w w . m e d i a c i o n e s . n e t El melodrama en televisión o los avatares de la identidad industrializada Jesús Martín-Barbero (en: Herlinghaus (ed). Narraciones anacrónicas de la modernidad. Melodrama e intermedialidad en América Latina, Editorial Cuarto Propio, Chile, 2002, pp. 171-198.) « La ligazón de la telenovela con la cultura oral le permite explotar el universo de las leyendas de héroes, los cuentos de miedo y de misterio que desde el campo se han desplazado a la ciudad –a unas ciudades ruralizadas al mismo tiempo que los países se urbanizan– en forma de “literatura de cordel” brasileña (hoy vertida al formato de cómic o fotonovela), de corrido mexicano (que canta las aventuras de los capos del narcotráfico) o de vallenato colombiano (esa crónica caribeña hecha “recados cantados” que las gentes se mandan de un pueblo al otro). En esa ligazón de la telenovela con la cultura oral la radionovela será la gran mediación: de ella la telenovela conservará la predominancia del contar a (…) y también la apertura indefinida del relato, su apertura en el tiempo (…) y su porosidad a la actualidad de lo que pasa mientras dura el relato. Texto dialógico o (…) género carnavalesco, la telenovela es un relato “en el que autor, lector y personajes intercambian constantemente sus posiciones”; y dicho intercambio es una confusión entre relato y vida que conecta en tal modo al espectador con la trama que él acaba alimentándola con su propia vida. »

El melodrama en televisión o los avatares de la identidad industrializada

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« La ligazón de la telenovela con la cultura oral le permiteexplotar el universo de las leyendas de héroes, los cuentosde miedo y de misterio que desde el campo se handesplazado a la ciudad –a unas ciudades ruralizadas al mismotiempo que los países se urbanizan– en forma de “literaturade cordel” brasileña (hoy vertida al formato de cómic ofotonovela), de corrido mexicano (que canta las aventurasde los capos del narcotráfico) o de vallenato colombiano(esa crónica caribeña hecha “recados cantados” que lasgentes se mandan de un pueblo al otro). En esa ligazón de latelenovela con la cultura oral la radionovela será la granmediación: de ella la telenovela conservará lapredominancia del contar a (…) y también la aperturaindefinida del relato, su apertura en el tiempo (…) y suporosidad a la actualidad de lo que pasa mientras dura elrelato. Texto dialógico o (…) género carnavalesco, latelenovela es un relato “en el que autor, lector y personajesintercambian constantemente sus posiciones”; y dichointercambio es una confusión entre relato y vida queconecta en tal modo al espectador con la trama que élacaba alimentándola con su propia vida. »

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El melodrama en televisión

o los avatares de la identidad industrializada

Jesús Martín-Barbero

(en: Herlinghaus (ed). Narraciones anacrónicas de la

modernidad. Melodrama e intermedialidad en América Latina,

Editorial Cuarto Propio, Chile, 2002, pp. 171-198.)

« La ligazón de la telenovela con la cultura oral le permite explotar el universo de las leyendas de héroes, los cuentos de miedo y de misterio que desde el campo se han desplazado a la ciudad –a unas ciudades ruralizadas al mismo tiempo que los países se urbanizan– en forma de “literatura de cordel” brasileña (hoy vertida al formato de cómic o fotonovela), de corrido mexicano (que canta las aventuras de los capos del narcotráfico) o de vallenato colombiano (esa crónica caribeña hecha “recados cantados” que las gentes se mandan de un pueblo al otro). En esa ligazón de la telenovela con la cultura oral la radionovela será la gran mediación: de ella la telenovela conservará la predominancia del contar a (…) y también la apertura indefinida del relato, su apertura en el tiempo (…) y su porosidad a la actualidad de lo que pasa mientras dura el relato. Texto dialógico o (…) género carnavalesco, la telenovela es un relato “en el que autor, lector y personajes intercambian constantemente sus posiciones”; y dicho intercambio es una confusión entre relato y vida que conecta en tal modo al espectador con la trama que él acaba alimentándola con su propia vida. »

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Escribo desde Colombia, un país cuya hibridación de vio-lencias arcaicas con procesos de aceleradísima moderni-zación y peculiar globalización –la que implica su activa presencia en el narcotráfico– lo convierten en un país-

síntoma y límite; un país que marca a fuego toda puesta en discurso de la experiencia social y aún más si se trata de la experiencia de un estudioso de procesos culturales, pues pocos países en el mundo pueden mostrar una paradoja tan flagrante: junto a un desarrollo pujante de los medios masi-vos encontramos el más profundo quiebre en la comuni-cación entre las colectividades sociales, culturales y políticas que lo configuran como nación. Y es en ese país, necesitado quizá como pocos de sentirse comunicado, donde la televi-sión se ha convertido en el único lugar donde de algún modo los colombianos se encuentran; y al mismo tiempo, donde la telenovela se convierte para las mayorías en el espa-cio de un orgulloso reconocimiento de sus figuras y sus regiones, como lo dramatizó Café tomando a la industria cafetera como tema. Mientras tanto la “culta minoría” vuelca en la televisión su impotencia y su necesidad de exorcizar la pesadilla cotidiana, y la convierte en chivo expiatorio al cual cargarle las cuentas de la violencia, del vacío moral y de la degradación cultural. Enclave de espe-sas tramas de poder y de rabia, como escribiera F. Colombo1, la televisión es, al mismo tiempo, escenario de la constitución de imaginarios colectivos desde los cuales las gentes se reconocen y representan lo que tienen derecho a esperar y desear. García Márquez no se cansa de repetirlo:

1 F. Colombo, Rabia y televisión, G. Gili, Barcelona, 1986.

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en el país del realismo mágico la realidad desborda a la fic-ción, y últimamente la desborda en tal grado que “en un país así a los novelistas no nos queda más remedio que cambiar de oficio”2. En la televisión, sin embargo, sucede algo extraño: mientras los noticieros se llenan de fantasía tecnológica y se espectacularizan a sí mismos hasta volverse increíbles, es en las novelas y los seriados donde el país se relata y se deja ver. En los noticieros la modernización se agota en una parafernalia electrónica y escenográfica me-diante la cual el vedettismo político o farandulero y la parroquialidad se hacen pasar por realidad o, peor aún, se transmutan en una hiperrealidad que nos escamotea la em-pobrecida y dramática realidad que vivimos. Debe ser por la dramaticidad de que se carga el vivir cotidiano en Colombia, por lo que es en la telenovela, y en los seriados semanales, donde se hace posible representar la historia (con minúscu-las) de lo que sucede; sus mezclas de pesadilla con milagros, las hibridaciones de su transformación y sus anacronías, las ortodoxias de su modernización y las desviaciones de su modernidad.

I Televisión latinoamericana: entre la innovación

tecnológica y la devaluación de la memoria

El punto de partida de los cambios que atraviesan los

medios audiovisuales se sitúa en los años ochenta, años en que despegan las “nuevas tecnologías”, y en que de agentes del imperialismo los medios pasan a ser considerados pro-tagonistas de los nuevos procesos de “transnacionaliza-ción”. El cambio de lenguaje –de medios a tecnologías y de imperialismo a transnacionalización– no es un mero avatar académico, sino el inicio de movimientos económicos, políticos y culturales de profundidad. Unos pocos años des-

2 G. García Márquez, en entrevista de S. Cato: “Gabo cambia de ofi-cio”, Cambio 16, Nº 151, p.22, Bogotá, 1952.

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pués estaremos llamando a esos dos movimientos “revolu-ción tecnológica” y “globalización”. Por lo que respecta a las nuevas tecnologías, es bien significativo que en la “perdida década” de los ochenta una de las pocas industrias que se desarrolló en América Latina fuera precisamente la de la comunicación: el número de emisoras de televisión se mul-tiplicó –de 205 en 1970 pasó a 1459 en 1988–, Brasil y México se dotaron de satélites propios, la radio y la televi-sión abrieron enlaces mundiales vía satélite, se implantaron redes de datos, fibra óptica, antenas parabólicas, televisión por cable, y se establecieron canales regionales de televi-sión3.

Pero todo ese crecimiento se realizó siguiendo el movi-

miento del mercado, sin apenas intervención del Estado y, de hecho, minando el sentido y las posibilidades de esa intervención; esto es, dejando sin piso real al espacio y al servicio público, y acrecentando las concentraciones mono-pólicas. A mediados de los ochenta escribí que el lugar de juego del actor transnacional no se encuentra sólo en el ámbito económico –la devaluación de los Estados en su capacidad de decisión sobre las formas propias de desarrollo y las áreas prioritarias de inversión–, sino en la hegemonía de una racionalidad desocializadora del Estado y legitima-dora de la disolución de lo público. El Estado deja de ser garante de la colectividad nacional como sujeto político y se convierte en gerente de los intereses privados transnaciona-les. Las nuevas tecnologías de comunicación constituyen un dispositivo estructurante de la redefinición y remodelación del Estado: hacen fuerte a un Estado reforzando sus posibi-lidades/tentaciones de control, mientras lo tornan débil al favorecer el movimiento que tiende a desligarlo de sus fun-

3 O. Getino, La tercera mirada: panorama del audiovisual latinoamericano, Paidos, Buenos Aires, 1996; V. A.s, Industria audiovisual, N° 22 de Comunicaçao e Sociedade, São Paulo 1994; El impacto del video en el espacio Latinoamericano, IPAL, Lima,1990.

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ciones públicas. No debe extrañarnos entonces que los medios pierdan en capacidad mediadora lo que ganan como nuevo espacio tecnológico de reconversión industrial. En gran medida la conversión de los medios en grandes empre-sas industriales se halla ligada a dos movimientos conver-gentes: la importancia estratégica que el sector de las tele-comunicaciones cobra desde mediados de los años ochenta en la política de modernización y apertura neoliberal de la economía, y la presión que, al mismo tiempo, ejercen las transformaciones tecnológicas hacia la des-regulación del funcionamiento empresarial de los medios. En pocos años esa convergencia rediseña el mapa.

La envergadura de la incidencia de los cambios tecnoló-

gicos sobre las transformaciones de la televisión remite, de un lado, a la ya permanente presencia en cada país de las imágenes globales, incluyendo la globalización de las imá-genes de lo nacional; y, de otro, a los movimientos de democratización desde abajo que encuentran en las tecno-logías –de producción, como la cámara portátil, de recep-ción como las antenas parabólicas, de post-producción como el computador y de difusión como el cable– la posibi-lidad de multiplicar las imágenes de nuestra sociedad desde lo regional hasta lo municipal e incluso lo barrial4. Aunque para la mayoría de los críticos el segundo movimiento no puede compararse con el primero, dada la desigualdad de las fuerzas en juego, soy de los que piensan que minusvalo-rar la convergencia de las transformaciones tecnológicas con el surgimiento de nuevas formas de ciudadanía –lo que ya en solitario anticipara W. Benjamin al analizar las rela-ciones del cine con el surgimiento de las masas urbanas– sólo puede llevarnos de vuelta al miope maniqueísmo que

4 R. Roncagliolo, “La integración audiovisual en América Latina: Estados, empresas y productores independientes, en N. García Canclini (coord.), Culturas en Globalización. América Latina, Europa, Estados Unidos, p. 53, Nueva Sociedad, Caracas, 1996.

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ha paralizado durante años la mirada y la acción de la in-mensa mayoría de las izquierdas en el campo de la comu-nicación y la cultura5. Claro que el sentido de lo local o lo regional en la televisión por cable varía enormemente, pues va desde el mero negocio hasta lo mejor de lo comunitario; pero son nuevos actores los que en no pocos casos toman forma a través de esas nuevas modalidades de comunica-ción que conectan (rediseñándolas), vía parabólicas y cable, las ofertas globales con las demandas locales. Hay también, en lo que a las nuevas modalidades de televisión concierne, otro ámbito de contradicciones a tener en cuenta: la puesta en escena de lo latinoamericano que, cargada de esquema-tismos y deformaciones pero también de polifonías, están realizando las subsidiarias latinas de CBS y CNN en estos países con frecuencia inmersos en una muy pobre informa-ción internacional, y especialmente en lo que atañe a los países de Latinoamérica. Las descontextualizaciones y fri-volidades de que está hecha buena parte de la información que difunden esas cadenas de televisión no pueden, pese a todo, ocultarnos la apertura y contrastación informativas que ellas posibilitan, pues en su entrecruce de imágenes y palabras se deshacen y rehacen imaginarios que, a la vez que reubican lo local, nos sitúan en un cierto espacio lati-noamericano.

Todo ello hace que, aunque la prensa sea aún el espacio

de opinión decisiva de los sectores dirigentes, ella represente sin embargo en nuestros países un medio inaccesible eco-nómica y culturalmente a las mayorías. Y mientras tanto la radio, conectada a la oralidad cultural de estos países, y habiendo jugado hasta los años setenta un rol decisivo en la mediación entre el mundo expresivo-simbólico de lo rural y la racionalidad tecno-instrumental de la ciudad, ha sido

5 J. Martín-Barbero, “Transformaciones del mapa: identidades, indus-trias y culturas”, en: M.A. Garretón, América Latina: un espacio cultural en

un mundo globalizado, CAB, Bogotá, 1999.

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desplazada de esa función por la televisión, medio en el que se tejen hoy las más poderosas complicidadades de la cultu-ra oral y la visualidad electrónica.

Contradictoria modernidad la de la televisión en países en

que la desproporción del espacio social que el medio ocupa –al menos en términos de la importancia que adquiere lo que en él aparece– es sin embargo proporcional a la ausencia de espacios políticos de expresión y negociación de los conflic-tos, y a la no representación en el discurso de la cultura oficial de la complejidad y diversidad de los mundos de vida y los modos de sentir de sus gentes. Es la debilidad de nuestras sociedades civiles, los largos empantanamientos políticos y una profunda esquizofrenia cultural en las élites, lo que recarga cotidianamente la desmesurada capacidad de representación que ha adquirido la televisión. Se trata de una capacidad de interpelación que no pude ser confundida con los ratings de audiencia; y no porque la cantidad de tiempo dedicado a la televisión no cuente, sino porque el peso político o cultural de la televisión no es medible en el contacto directo e inmediato, y sólo puede ser evaluado en términos de la mediación social que logran sus imágenes. Y esa capacidad de mediación proviene menos del desarrollo tecnológico del medio, o de la modernización de sus forma-tos, que de lo que de él espera la gente, y de lo que le pide. Esto significa que es imposible saber lo que la televisión hace con la gente si desconocemos las demandas sociales y culturales que la gente le hace a la televisión. Demandas que ponen en juego el continuo deshacerse y rehacerse de las identidades colectivas y los modos como ellas se alimen-tan de y se proyectan sobre las representaciones de la vida social que la televisión ofrece. Cierto: de México hasta Brasil o Argentina, la televisión convoca como ningún otro medio a las gentes, pero el rostro que de nuestros países aparece en la televisión no sólo es un rostro contrahecho y deformado por la trama de los intereses económicos y polí-

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ticos que sostienen y moldean a ese medio, es también pa-radójicamente el rostro doloridamente cotidiano de todas las violencias, desde el maltrato a los niños hasta la genera-lizada presencia de la agresividad y la muerte en las calles.

De otra parte, la televisión se ha constituido en actor de-

cisivo de los cambios políticos, en protagonista de las nuevas maneras de hacer política, a la vez que es en ella donde el permanente simulacro de los sondeos suplanta la participa-ción ciudadana, y donde el espectáculo truca hasta disolver el debate político. Pero es un espacio de poder estratégico en todo caso: por la democratización de esa “esfera pública electrónica”6 que es la televisión pasa en buena medida la democratización de las costumbres y de la cultura política. Y también estéticamente la televisión se ha vuelto crucial en Latinoamérica, pues está convocando –pese a las anteojeras de los negociantes y a los prejucios de muchos de los pro-pios creadores– a buena parte del talento nacional, desde sus directores y artistas de teatro y de cine, hasta grupos de creación popular y a las nuevas generaciones de creadores de video. En las brechas de la televisión comercial y en las posibilidades abiertas por los canales culturales, regionales y locales o comunitarios, la televisión aparece como un espa-cio estratégico para la producción y reproducción de las imágenes que de sí mismos se hacen nuestros pueblos y con las que quieren hacerse reconocer por los demás.

En América Latina es en las imágenes de la televisión

donde la representación de la modernidad se hace cotidiana-mente accesible a las mayorías. Son ellas las que median el acceso a la cultura moderna en toda la variedad de sus estilos de vida, de sus lenguajes y sus ritmos, de sus preca-rias y flexibles formas de identidad, de las discontinuidades

6 J. Keane, “Structural Transformations of the Public Sphere”, in: The

communication Rewiew ,Vol. 1, N°1, pp. 1-22, University of California, 1995.

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de su memoria y de la lenta erosión que la globalización produce sobre los referentes culturales. Los medios masi-vos, cooptados por la televisión, se han convertido en poderosos agentes de una cultura-mundo que se configura hoy de la manera más explícita en la percepción de los jóvenes, ligada a la expansión del mercado de la televisión, del disco o del video; culturas que se hallan ligadas a sensi-bilidades e identidades nuevas: de temporalidades menos “largas”, más precarias, dotadas de una gran plasticidad para amalgamar ingredientes que provienen de mundos culturales muy diversos, y por lo tanto atravesadas por discontinuidades en las que conviven gestos atávicos, resi-duos modernistas y vacíos postmodernos. Esas nuevas sensibilidades conectan con los movimientos de la globali-zación tecnológica que están disminuyendo la importancia de lo territorial y de los referentes tradicionales de identi-dad.

Pero la devaluación de lo nacional no proviene única-

mente de las culturas audiovisuales y las transformaciones que la tecnología telemática produce en las identidades, sino de la erosión interna que produce la liberación de las

diferencias7, especialmente de las regionales y las generacio-nales. Mirada desde la cultura planetaria, la nacional aparece provinciana y cargada de lastres paternalistas; mi-rada desde la diversidad de las culturas locales, ella es identificada con la homogenización centralista y el acarto-namiento oficialista. Lo nacional en la cultura resulta siendo un ámbito rebasado en ambas direcciones, lo que no significa que culturalmente haya dejado de tener vigencia: ella es una mediación histórica de la memoria larga de los pueblos, esa precisamente que hace posible la comunicación entre generaciones.

7 G. Vattimo, La sociedad transparente, p. 79, Paidos, Barcelona,1990.

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El segundo movimiento que introduce la modernidad la-tinoamericana es la peculiar compenetración –complicidad y complejidad de relaciones– entre la oralidad que perdura como experiencia cultural primaria de las mayorías, y la “oralidad secundaria” que tejen y organizan las gramáticas tecnoperceptivas de la visualidad electrónica. ¿Cómo seguir pensando separadas la memoria y la modernidad –y la modernidad ilustradamente anclada en el libro– cuando en América Latina las mayorías acceden a y se apropian de la modernidad sin dejar su cultura oral? ¿Cómo separarlas cuando la dinámica de las transformaciones que calan en la cultura cotidiana de las mayorías proviene de la desterrito-rialización y las hibridaciones culturales que propician y agencian los medios audiovisuales en su desconcertante movilización de “estratos profundos de la memoria colecti-va sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido social que la propia aceleración modernizadora com-porta”8? Estamos entonces ante una visualidad que ha entrado a formar parte de la visibilidad cultural “a la vez entorno tecnológico y nuevo imaginario, capaz de hablar culturalmente –y no sólo de manipular técnicamente– de abrir nuevos espacios y tiempos a una nueva era de lo sen-sible”9. De modo que la complicidad y compenetración entre oralidad cultural y narrativas audiovisuales no remite a los exotismos del analfabetismo tercermundista sino al des-centramiento cultural que cataliza la televisión.

En efecto, la televisión es el medio que más radicalmente

ha desordenado la idea y los límites del campo de la cultura: sus tajantes separaciones entre realidad y ficción, entre vanguardia y kistch, entre espacio de ocio y de trabajo. Co-

8 G. Marramao,“Más allá de los esquemas binarios acción/sistema y comunicación/estrategia”, en: X. Palacios y F. Jarauta (Ed.) Razon,

ética y política, Anthropos, Barcelona, 1989. 9 A. Renaud, en: Videoculturas de fin de siglo, p. 17, Cátedra, Madrid, 1990.

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mo afirma Eco: “Ha cambiado nuestra relación con los productos masivos y los del arte elevado. Las diferencias se han reducido o anulado, y con las diferencias se han defor-mado las relaciones temporales y las líneas de filiación. Cuando se registran estos cambios de horizonte nadie dice que las cosas vayan mejor, o peor: simplemente han cam-biado, y también los juicios de valor deberán atenerse a parámetros distintos. Debemos comenzar por el principio a interrogarnos sobre lo que ocurre”10. Y es que más que buscar su nicho en la idea ilustrada de cultura, la experiencia

audiovisual la replantea de raíz, incluso en nuestros subdes-arrollados países: en el rastreo de las formas de continuidad y ruptura cultural nos encontramos ante una nueva genera-ción “cuyos sujetos no se constituyen a partir de identifica-ciones con figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen aún hoy lo que es cultura, sino a partir de la conexión/desconexión con (del juego de interfaz) con los aparatos”11. Es una generación que ha aprendido a hablar inglés en una televisión captada por antena parabólica, que se siente mucho más a gusto escribiendo en el computador que en el papel, y que experimenta una empatía cuasi natu-ral con el idioma de las nuevas tecnologías. Lo que lleva bien lejos las transformaciones de la percepción del espacio y el tiempo de las que habla Giddens al tematizar el desan-

claje12 que produce la modernidad por relación al espacio del lugar, esto es, la desterritorialización de la actividad social de los contextos de presencia, liberándola de las restriccio-nes que imponían los mapas mentales, y los hábitos y prácticas locales. A lo que asistimos es a la configuración de una espacialidad cuyas delimitaciones ya no están basadas

10 U. Eco, “La multiplicación de los medios”, en: Cultura y nuevas

tecnologías, p.124, Novatex, Madrid, 1986. 11 S. Ramírez y S. Muñoz, Trayectos del consumo. Itinerarios biográficos y

producción-consumo cultural, p. 62, Universidad del Valle, Cali, 1995. 12 A. Giddens, Consecuencias de la modernidad, p. 31 y ss, Alianza, Ma-drid, 1994.

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en la distinción entre interior, frontera y exterior, y que, por lo tanto, no emerge del recorrido viajero que “me saca de mi pequeño mundo”, sino de su revés: de la experiencia

doméstica convertida por la televisión y el computador en territorio virtual al que –como expresivamente dice Virilio– “todo llega sin que haya que partir”.

Es justamente en la escena doméstica donde el des-cen-tramiento producido por la televisión se torna en verdadero

des-orden cultural. Mientras la cultura del texto escrito creó espacios de comunicación exclusiva entre los adultos ins-taurando una marcada segregración entre adultos y niños, la televisión cortocircuita los filtros de la autoridad parental trans-

formando los modos de circulación de la información en el hogar: “Lo que hay de verdaderamente revolucionario en la televi-sión es que ella permite a los más jóvenes estar presentes en las interacciones entre adultos (...) Es como si la sociedad entera hubiera tomado la decisión de autorizar a los niños a asistir a las guerras, a los entierros, a los juegos de seduc-ción, los interludios sexuales, las intrigas criminales. La pequeña pantalla les expone a los temas y comportamie-ntos que los adultos se esforzaron por ocultarles durante siglos”13. Al no depender su uso de un complejo código de acceso, como el del libro, la televisión expone a los niños, desde que abren los ojos, al mundo antes velado de los adultos. Pero al dar más importancia a los contenidos que a la estructura de las situaciones seguimos sin comprender el verdadero papel que la televisión está teniendo en la recon-figuración del hogar; y los que entrevén esa perspectiva se limitan a cargar a la cuenta de la televisión la incomunicación que padece la institución familiar… ¡como si antes de la televisión la familia hubiera sido un remanso de compren-sión y de diálogo! Lo que ni padres ni psicólogos se

13 J. Meyrowitz, “La televisión et l’integration des enfants: la fin du secret des adultes”, in: Reseaux Nº 74, p. 62, Paris, 1995.

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plantean es por qué a pesar de que los niños siguen gustan-do de libros para niños prefieren –en porcentajes del 70% o más, según las investigaciones realizadas en muchos países– los programas de televisión para adultos. Pero es ahí donde se esconde la pista clave: mientras el libro disfraza su con-trol –tanto el que sobre él se ejerce, como el que a través de él se realiza– tras su estatuto de objeto distinto y de la com-plejidad de los temas y del vocabulario, el control de la televisión no admite disfraces, su censura es siempre explíci-ta. Censura que, de una parte, devela los mecanismos de simulación que sostienen la autoridad familiar, pues los padres juegan en la realidad papeles que la televisión desen-mascara: en ella los adultos mienten, roban, se emborra-chan, se maltratan... Y de otra, el niño no puede ser culpa-bilizado por lo que ve (como sí lo es por lo que clandestina-mente lee) pues no fue él quien trajo subrepticiamente el programa erótico o violento a la casa. Y con el des-orden introducido en la escena doméstica, la televisión desordena también las secuencias del aprendizaje por edades/etapas, ligadas al proceso escalonado de la lectura, y las jerarquías basadas en la “polaridad complementaria” entre hechos y mitos. Mientras la cotidiana realidad está llena de fealdades y defectos, los padres de la patria de que nos hablan los libros-para-niños son héroes sin tacha, valientes, generosos, ejem-plares; que es lo mismo que nos cuentan cuando hablan de los padres de la casa: honestos, abnegados, trabajadores, sinceros. De una manera oscura los padres captan hoy lo que pasa, pero la mayoría no entiende su calado y se limita a expresar su desazón porque los niños ahora “saben dema-siado” y viven cosas que “no son para su edad”. Lo que nos cuenta la historia es otra cosa: durante la Edad Media los niños vivían revueltos con los adultos en el trabajo, en la taberna, hasta en la cama. Es sólo a partir del siglo XVIII14,

14 P. Aries, L’Enfant et la vie familiale sous l’Ancien Regime, Plon, Paris, 1960.

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cuando el declive de la mortalidad infantil se cruza en las clases medias y altas con un aprendizaje por libros –que sustituye al aprendizaje por prácticas– cuando emerge la infancia como “un mundo aparte”. Y bien: la televisión ha puesto fin a esa separación social, y es ahí donde cala la hon-da desazón que produce su des-orden cultural. Es obvio que en ese proceso la televisión no opera por su propio poder, sino que cataliza y radicaliza movimientos que estaban en la sociedad previamente, como las nuevas condiciones de vida y de trabajo que han minado la estructura patriarcal de la familia: inserción acelerada de la mujer en el mundo del trabajo productivo, drástica reducción del número de hijos, separación entre sexo y reproducción, transformación en las relaciones de pareja, en los roles del padre y del macho, y en la percepción que de sí misma tiene la mujer. Es en el múltiple desordenamiento que atraviesa el mundo familiar donde se inserta el des-orden cultural que la televisión intro-duce.

Pero la perturbación del sentimiento histórico se hace aún

más evidente en una contemporaneidad que confunde los tiempos y los aplasta sobre la simultaneidad de lo actual, sobre el “culto al presente” que fabrican los medios y sobre todo la televisión. La devaluación de la memoria la vivimos todos, pero mientras los adultos la sentimos como una mutilación, la gente joven la siente como la forma misma de

su tiempo; un tiempo que proyecta el mundo de la vida sobre el presente, un presente continuo cada vez más efímero. La identificación de la juventud con el presente tiene a mi ver un escenario clave: el de la acelerada destrucción de la memo-ria de nuestras ciudades. Des-espacializado15 el cuerpo de la ciudad gracias a las exigencias del flujo/tráfico de vehículos e informaciones, su materialidad histórica se ve devaluada a

15 J. Martín-Barbero, “De la ciudad mediada a la ciudad virtual”, Telos,

N° 44, pp.15-22, Madrid, 1996.

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favor del nuevo valor que adquiere el “régimen general de la velocidad”16, que pasa a legitimar el arrasamiento de la memoria urbana volviendo equivalentes, e insignificantes, todos los lugares, y en cierto modo todos los relatos. ¡Co-incidencia! En el flujo televisivo17 se halla quizás la metáfo-ra más real del fin de los grandes relatos por la equivalencia de todos los discursos –información, drama, publicidad, o ciencia, pornografía, datos financieros–, la interpenetrabili-dad de todos los géneros, y la transformación de lo efímero en clave de producción y en propuesta de goce estético; una propuesta basada en la exaltación de lo móvil y difuso, de la carencia de clausura y la indeterminación temporal. El des-arraigo que padecen gran parte de los adultos en la sociedad actual se ha transformado en un des-localizado modo de arraigo desde el que los jóvenes la habitan nómadamente la

ciudad18 desplazando periódicamente sus lugares de encuen-tro, atravesándola en una exploración que tiene muchas relaciones con la travesía televisiva que permite el zappar: esa programación nómadamente hecha de restos y fragmen-tos de novelas, video-clips musicales, informativos o deportes. Una ciudad descentrada y caótica, hecha también de restos, pedazos y deshechos, de incoherencias y amal-gamas que es la que realmente conforma su mirada, su modo de ver.

16 P. Virilio, La máquina de visión, p. 25, Cátedra, Madrid,1989. A ese propósito, ver del mismo autor, La vitesse de liberation, Galilée, Paris, 1995. 17 Sobre el flujo televisivo, ver G. Barlozzetti (ed.), Il palinsesto: testo,

apparati e géneri della televisione, Franco Angelli, Milano, 1986. 18 M. Maffesoli, El tiempo de las tribus, pp. 133-139, Icaria, Barcelo-na,1990; también, P. Oriol-Costa, J. M. Pérez Tornero, Tribus urbanas, Paidos, Barcelona,1996.

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II Dislocación de las narrativas televisivas en tiempos

de globalización

A diferencia del proceso que hasta los años setenta se de-

finió como imperialismo, la globalización redefine las relaciones centro/periferia: lo que la globalización nombra ya no son movimientos de invasión sino transformaciones que se producen desde y en lo nacional y aun en lo local; es desde dentro de cada país que no sólo la economía sino la cultura se mundializa19. Lo que ahora está en juego no es una mayor difusión de productos, sino la rearticulación de las relaciones entre países mediante una des-centralización que concentra el poder económico y una des-localización que hibrida las culturas.

En América Latina la globalización es mediada por el

proceso de la integración regional con que nuestros países buscan insertarse competitivamente en el nuevo mercado mundial. El escenario de la integración regional latinoameri-cana se comprenderá quizás mejor en su contraste con la europea; pues aunque una y otra responden a los retos que plantea la globalización, las contradicciones que movilizan son bien distintas. Mientras la Unión Europea, pese a la enorme diversidad de lenguas y de historia que divide a esos países y aun siendo todavía más un hecho económico que político, tiende sin embargo a crear ciertas condiciones de igualdad social y a fortalecer el intercambio cultural entre y dentro de sus países, en América Latina, por el contrario, aun estando estrechamente unida por la lengua y por largas y densas tradiciones, la integración económica está fractu-rando la solidaridad regional, especialmente por las modalidades de inserción excluyente20 de los grupos regionales

19 R. Ortiz, Mudializaçao e cultura, pp. 72 y ss, Brasiliense, São Pau-lo,1994. 20 J. Saxe-Fernández, “Poder y desigualdad en la economía internacio-nal”, Nueva Sociedad, p. 62 y ss., Caracas, 1996; también, M. Castells y

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(TLC, Mercosur) en los macrogrupos del Norte, del Pacífico y de Europa. Las exigencias de competitividad entre los grupos están prevaleciendo sobre las de cooperación y com-plementariedad regional, lo que a su vez se traduce en una aceleración de los procesos de concentración del ingreso, reducción del gasto social y deterioro de la esfera pública. Y mientras en Europa pasa al primer plano la cuestión de las naciones sin Estado, esas identidades diluidas o subvaloradas en el proceso de integración de los Estados nacionales que ahora buscan su fortalecimiento mediante el de su capaci-dad de producción audiovisual21, en Latinoamérica la integración de la producción audiovisual, al obedecer casi únicamente al interés privado, está por el contrario desacti-vando el reconocimiento de lo latinoamericano en un movimiento creciente de neutralización y borramiento de las señas de identidad nacionales y regionales. ¡Qué parado-ja! Al mismo tiempo que buscando competitividad transna-cional las empresas de televisión integran cada día con mayor frecuencia libretos y actores de unos países con otros, juntando en la misma telenovela libretos brasileños o venezolanos, actores mexicanos y directores colombianos o argentinos, la telenovela se está viendo cada día más abara-tada económica y culturalmente, reducida a un rentable recetario de fórmulas narrativas y de estereotipos folklóri-cos.

En los últimos años las industrias culturales del cine y la

televisión atraviesan una situación contradictoria: la inser-

R. Laserna, “La nueva dependencia: cambio tecnológico y reestructu-ración socioeconómica”, en: David y Goliath, Nº 55, Buenos Aires, 1989. 21 M. Bassand et al., Culturas y regiones en Europa, Ecos-Tau, Barcelona, 1990; M. de Moragas, ”Identitat cultural, es país de comunicació y participació democrática. Una perspectiva desde Catalunya y Europa” en: Comunicació social e Identitat cultural, pp. 59-82, Universidad Autó-noma de Barcelona, 1988; Dossier “FR3 regions: du local au transfrontier”, in: Dossiers de l’audiovisuel, Nº 33, París, 1990.

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ción de su producción cultural en el mercado mundial está implicando su propia desintegración cultural. La presencia en el espacio audiovisual del mundo de empresas como la mexicana Televisa o la brasileña Redeglobo se logra a costa de moldear la imagen de estos pueblos en función de públi-cos cada día más neutros, más indiferenciados, disolviendo la diferencia cultural en el folklorismo y el exotismo más rentable y barato. Son las exigencias del modelo que impo-ne la globalización las que orientan esos cambios; exigen-cias que se evidencian en el reordenamiento privatizador de los sistemas nacionales de televisión en Europa y en las contradicciones culturales que conlleva la apertura econó-mica del sureste asiático. La expansión del número de canales, la diversificación y crecimiento de la televisión por cable, y las conexiones vía satélite han acrecentado el tiem-po de programación empujando una demanda intensiva de programas que abre aún más el mercado a la producción televisiva latinoamericana, y que produce a la vez pequeñas brechas en la hegemonía televisiva norteamericana y en la división del mundo entre un Norte identificado con países productores y un Sur con países únicamente consumidores. Pero ello significa también el triunfo de la experiencia del

mercado en lo que respecta a rentabilizar la diferencia cultu-ral para renovar gastadas narrativas conectándolas a otras sensibilidades cuya vitalidad es resemantizada en la tram-posa oferta de una cultura de la indiferencia –que es la otra cara de la fragmentación cultural que produce la globaliza-ción–.

Un resumido relato de los avatares vividos por la telenove-

la nos ayudará a comprender la inversión de sentido que está produciendo la globalización. Hasta mediados de los años setenta las series norteamericanas dominaban en for-ma aplastante la programación de ficción en los canales de televisión latinoamericanos. Lo que, de una parte, significa-ba que el promedio de programas importados de Estados

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Unidos –en su mayoría comedias y series melodramáticas o policiacas– ocupaba cerca del 40% de la programación22; y, de otra parte, esos programas ocupaban los horarios más rentables, tanto los nocturnos entre semana, como a lo largo de todo el día los fines de semana. A finales de los setenta la situación comienza a cambiar y el cambio se afianzará durante los años ochenta que, como vimos, hicieron famo-sos no sólo la desestabilización social y política que acarreó el peso de la deuda externa, sino el enorme desarrollo de las industrias de la comunicación. Fue entonces cuando la producción nacional empezó a crecer y a disputar a los seriados norteamericanos en los horarios “nobles”. En un proceso sumamente rápido la telenovela nacional en varios países –México, Brasil, Venezuela, Colombia, Argentina, Chile– y en los otros la telenovela brasileña, mexicana o venezolana, desplazaron por completo a la producción norteamericana23. A partir de ese momento, y hasta inicios de los años noventa, la telenovela se va a convertir en un enclave estratégico de la producción audiovisual latinoame-ricana, tanto por su peso en el mercado televisivo como por el papel que va a jugar en el reconocimiento cultural de estos pueblos. Y ello tanto en el plano nacional como en el internacional. No sólo en Brasil, México y Venezuela –prin-cipales países exportadores–, también en Argentina, Co-lombia, Chile y Perú la telenovela ocupa un lugar determi-nante en la capacidad nacional de producción televisiva24; esto

22 T. Varis, International inventory of television programme structure and the

flow of TV programmes between nations, University of Tampere, Tampere, 1973. 23 G. Schneider-Madanes (dir.), L’Amerique Latine et ses televisións. Du

local au mundial, Anthropos/Ina, Paris, 1995. 24 R. Ortiz y otros, Telenovela: historia e produçao, Brasiliense, São Paulo, 1985; J. González, Las vetas del encanto - Por los veneros de la producción

mexicana de telenovelas, Universidad de Clima, México,1990; M. Cocca-to, “Apuntes para una historia de la telenovela venezolana”, Videoforum, Nº 1, 2 y 3, Caracas, 1985.

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es, en la consolidación de la industria televisiva, en la mo-dernización de sus procesos e infraestructuras –tanto técni-cas como financieras– y en la especialización de sus recur-sos: libretistas, directores, camarógrafos, sonidistas, escenó-grafos, editores. La producción de telenovelas ha significa-do a su vez una cierta apropiación del género por cada país: su nacionalización; pues si bien el género de la telenovela implica rígidos estereotipos en su esquema dramático, y fuertes condicionantes en su gramática visual –reforzados por la lógica estandarizadora del mercado televisivo mun-dial–, también lo es que cada país ha hecho de la telenovela un particular lugar de cruces entre la televisión y otros campos

culturales como la literatura, el cine, el teatro. En la mayoría de los países se empezó copiando, en algunos importando incluso los libretos, del mismo modo como había sucedido años atrás con la radionovela cuando, de la mano de Colga-te-Palmolive, los guiones se importaban de Cuba o Argen-tina. La dependencia del formato radial y de la concepción de la imagen como mera ilustración de un “drama hablado” se fue rompiendo a medida que la televisión se iba indus-trializando y los equipos humanos de producción iban “conquistando” el nuevo medio, esto es, apropiándose de sus posibilidades expresivas. La telenovela se convirtió entonces en un conflictivo pero fecundo terreno de redefini-

ciones político-culturales: mientras en países como Brasil se incorporaban a la producción de telenovelas valiosos acto-res de teatro, directores de cine, prestigiosos escritores de izquierda; en otros países la televisión en general, y la tele-novela en particular, eran rechazadas por los artistas y escritores como la más peligrosa de las trampas y el más degradante de los ámbitos profesionales. Poco a poco, sin embargo, la crisis del cine por un lado y la superación de los extremismos ideológicos por otro, han ido incorporando a la televisión, sobre todo a través de la telenovela, a muchos artistas, escritores, actores que aportan temáticas y estilos

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por los que pasan dimensiones claves de la vida y las cultu-ras nacionales.

La telenovela latinoamericana atestiguará entonces, en el

momento de su mayor creatividad, las dinámicas internas de una identidad cultural plural. Las variaciones del género se van a plasmar en dos matrices narrativas fuertemente diferenciadas y en múltiples versiones de ambas: una es la que a partir de la radionovela cubana25 da forma a un géne-ro en el que prima el desgarramiento trágico, poniendo para ello en juego únicamente pulsiones y sentimientos primor-diales, elementales, y excluyendo del espacio dramático toda ambigüedad y complejidad históricas. Pero ya desde 1968 con la telenovela brasileña Beto Rockefeller emerge una nueva matriz que, sin romper del todo el esquema melo-dramático, incorpora un realismo que permite la “cotidiani-zação da narrativa”26 y el encuentro del género con el país. El primer modelo constituirá el secreto del éxito de la tele-novela mexicana con Los ricos también Lloran o Cuna de lobos, y de la venezolana con Topacio o Cristal; el segundo modelo es el que ha ganado reconocimiento a la telenovela brasile-ña La esclava Isaura o Roque Santeiro, y en menor medida a las colombianas Pero sigo siendo el Rey o Caballo Viejo. En la telenovela brasileña la capacidad de referencia a los diver-sos espacios y los momentos de su historia y su trans-formación industrial son puestos en imágenes a través de un relato que articula la larga duración del folletín –el desplie-gue de la historia de varias generaciones– a la fragmen-tación visual del discurso publicitario27. En la teleno-vela colombiana el realismo es atravesado por una veta irónica que recoge una tradición propia satírico-costum-brista y que

25 M. Bermúdez, “La radionovela: una semisosis entre pecado y la redención”, en: Videoforum, Nº 2, Caracas, 1979. 26 D. Pignatari, Signagen da televisao, Brasiliense, p. 61, São Paulo, 1986. 27 M. y A. Mattelart, Le carnaval des images. La fiction bresilienne, La Documentation francaise, Paris, 1987.

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le hace posible burlar al melodrama y reencontrar al país en la fuerte diversidad de sus regiones –andinas, caribes, llane-ras– como dimensión reconocible y compartible de lo nacional plural28.

Es justamente esa heterogeneidad narrativa, que hacía vi-sible la diversidad cultural de lo latinoamericano, la que la globalización esta reduciendo hoy a efectismos folklóricos y estereotipos vacíos. Fue cuando la telenovela movilizaba e incorporaba a su espacio a la mayor cantidad y calidad de artistas, escritores y críticos, logrando las mayores audien-cias en toda la historia de la televisión latinoamericana, cuando el éxito se convirtió en trampolín hacia su interna-cionalización; que si bien responde a un movimiento de activación y reconocimiento de lo latinoamericano en los países de la región, va a marcar también, sin embargo, el inicio de un movimiento de uniformación de los formatos aceleradamente neutralizador de las señas del conflicto entre identidad y heterogeneidad latinoamericanas.

El pionero fue Brasil: TV-Globo internacionalizó la tele-

novela exportando sus éxitos a Portugal desde 1975, y desde comienzos de los ochenta barrió fronteras geográficas y políticas introduciendo sus telenovelas en España, Portu-gal, Dinamarca, Inglaterra y hasta en Japón. La esclava

Isaura fue declarada en 1988 el mejor programa de televi-sión de los últimos diez años en Polonia, y en China Popular la telenovela llegó a seducir a un público de cuatro-cientos cincuenta millones de telespectadores. Mientras tanto, Televisa de México se concentra primero en el ámbi-to latinoamericano –y en el hispano de los Estados Unidos–, y desde mediados de los ochenta reestructura su estrategia de comercialización internacional haciéndose presente en

28 J. Martín-Barbero, “De qué país hablan las telenovelas”, en: Televisión

y melodrama, pp. 74 y ss, Tercer Mundo, Bogotá,1992.

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Europa y el norte de África con enormes éxitos de audien-cia como Los ricos también lloran, que irán de Italia hasta la Rusia actual; y algo similar ha sucedido con la industria televisiva venezolana, cuya elementalidad narrativa y exal-tación dramática ha encontrado últimamente una enorme resonancia y fidelidad de públicos en los más diversos y alejados países. En los últimos años la apertura del mercado mundial a las telenovelas latinoamericanas ha incorporado también la producción colombiana, chilena y argentina poniendo en evidencia el grado de desarrollo alcanzado por las empresas nacionales de televisión. Sin embargo, en los años noventa la modernidad de la telenovela cambia radi-calmente de signo, deja de ser experimentación creativa y recreación de imaginarios para convertirse en modernización tecnológica, industrialización y comercialización. Respon-diendo a la apertura neoliberal el éxito de audiencias se transmuta al plano internacional, pero al costo de una indus-

trialización del melodrama, que acarrea el borramiento progre-sivo de las marcas de autor y de las señas de identidad que se habían conseguido. Las nuevas condiciones de produc-ción excluirán de plano aquella artesanía narrativa que per-mitía una especial porosidad de la telenovela al contexto de su realización y que posibilitaba, por ejemplo, que la creati-vidad de un actor y su empatía con los teleespectadores obligara al libretista a transformar el lugar y peso de un personaje trastornando la direccionalidad prevista de la trama. Se fortalecerán por el contrario “las exigencias del casting, las conexiones con un merchandising cada día más agresivo, con los procesos de lanzamiento publicitario, esto es con la factibilidad de exportación y el énfasis en temas o tratamientos que, así resulten esquemáticos y empobrecidos narrativamente, garantizan el éxito”29.

29 G. Rey, “Ese inmenso salón de espejos: telenovela, cultura y dinámi-cas sociales en Colombia”, en: Diá-logos de la comunicación, Nº 44, p.51, Lima,1996.

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A partir de esos hechos, y ante la compulsiva reducción de lo valorable únicamente a lo medible en rating, tal y como se hace cada día más manifiesto, quizá sea el momen-to de preguntarnos: ¿será verdad que la globalización de los mercados significa la disolución de toda verdadera diferen-cia o su reducción a recetarios de congelados folklorismos? ¿O ese mismo mercado –como nos lo muestra el éxito in-ternacional de la telenovela colombiana Café– no está ya reclamando también exigentes procesos de experimentación e innovación que permitan insertar en los lenguajes de una sensibilidad mundializada la diversidad de narrativas, ges-tualidades e imaginarios en que se expresa la verdadera riqueza de estos pueblos?

Planteada desde Colombia esa pregunta halla pistas de

respuesta en el traslado de la conexión con el país –y de la experimentación estética– desde la narrativa de la telenove-la diaria a las narrativas de los seriados semanales. En los inicios de los años noventa se produce la llegada a la televi-sión de varios jóvenes directores de cine que, a la vez que introducen una clara experimentación narrativa y visual, llevan a la televisión la desgarrada experiencia social de los colombianos en este fin de siglo. De un lado, el dramatiza-do-reportaje de la vida nacional, a años luz del acostum-brado panfleto denuncista de otros tiempos, lleva a la televi-sión la corrupción de la política, las contradicciones de la guerrilla, la crueldad del secuestro, el negocio de los me-dios. De otro lado, se tematizan en él las dolorosas rupturas generacionales, la independencia de la mujer, el nuevo clima moral, convertidos en exigencia de una nueva pro-puesta narrativa: hacer de la investigación estética un espacio de indagación de las incertidumbres del “alma con-temporánea”, de sus desazones y sus iluminaciones; como si la respuesta a la globalización no residiera sólo en el despliegue de las diferencias, sino en el desenmascaramien-to de las mentiras morales y políticas con que nuestras

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sociedades se resguardan, en este oscuro fin de siglo, del sin-sentido que amenaza al conjunto de nuestros relatos y nuestras culturas.

III El melodrama hoy: entre escrituras literarias y

formatos audiovisuales

En su interés por los géneros populares modernos,

Gramsci propuso una nueva manera de pensar la literatura popular-de-masa al afirmar que el análisis de la novela-folletín “pertenecía al estudio de la historia de la cultura más que al de la historia literaria”30. Con ello estaba inaugu-rando la perspectiva que en los últimos años asumen los estudios culturales sobre la propia literatura, esto es, la del análisis de la diversidad de matrices y conflictos que articula la cultura; y en especial esa que él denominó la nacional-

popular, mucho más cercana de la vida que del arte, cultura no-letrada en la medida en que remite menos a los libros que a las narraciones, esas que como el cuento o el refrán, la fábula o los proverbios, están hechas –según W. Benja-min31– para ser contadas más que para ser leídas.

Reducido a fórmula, el relato popular-masivo se agota

para la crítica literaria en el esquematismo, la transparencia de las convenciones y la estandarización comercial; lo que hasta hace bien poco ha significado la reactualización de aquella exclusión que remite a la vieja confusión de iletrado con inculto, mediante la cual las élites ilustradas desde el siglo XVIII al mismo tiempo que han afirmado al pueblo en la política lo han negado en la cultura, haciendo de la incul-tura el rasgo intrínseco que configura la identidad de los sectores populares, y el insulto con el que cubren su intere-

30 A. Gramsci, Cultura y literatura, p.208, Península, Barcelona, 1977. 31 W. Benjamin, “El Narrador”, en: Revista de Occidente N° 129, pp. 131-13, Madrid, 1973.

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sada incapacidad de aceptar que en esos sectores pudiera haber experiencias y matrices de otra cultura. La posibilidad de comprender la densidad cultural de los conflictos que moviliza la relación entre televisión y cultura popular pasa entonces por la reconstrucción de una crítica capaz de dis-tinguir la necesaria denuncia de la complicidad de la televisión con las manipulaciones del poder y los intereses mercantiles, del lugar estratégico que la televisión ocupa en las dinámicas de la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación de las memorias y las sensibilidades, y en la construcción de imaginarios colectivos desde los que las gentes se reconocen y representan lo que tienen derecho a esperar y desear. Nos encante o nos de asco, la televisión constituye hoy, a la vez, el más sofisticado dispositivo de moldeamiento y cooptación de los gustos populares, y una de las mediaciones históricas más expresiva de matrices narrativas, gestuales, escenográficas del mundo cultural popular, entendiendo por éste no las tradiciones específicas de un pueblo, sino la hibridación de ciertas formas de enun-ciación, ciertos saberes narrativos, ciertos géneros dramá-ticos y novelescos de las culturas de Occidente y de las mestizas culturas de nuestros países32.

De otra parte la decisiva presencia de la televisión en los

imaginarios populares de América Latina remite a la estra-tégica y más peculiar de las batallas culturales vivida en nuestros países: la batalla de las imágenes. Estudiando desde México la historia de esa batalla, S. Gruzinski se pregunta: ¿Cómo pueden comprenderse las estrategias del dominador o las tácticas de resistencia de los pueblos indígenas desde Cortés hasta la guerrilla zapatista, desde las culturas zima-rronas de los pueblos del Caribe hasta el barroco del carnaval de Río, sin hacer la historia que nos lleva de la imagen didáctica franciscana del siglo XVI al manierismo

32 J. Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones pp.110-132, , G. Gili, Barcelona, 1983.

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heroico de la imaginería libertadora, y del didactismo ba-rroco del muralismo mexicano a la imaginería electrónica de la telenovela? ¿Cómo penetrar en las oscilaciones y al-quimias de las identidades sin auscultar la mezcla de imaginarios desde los que los pueblos vencidos plasmaron sus memorias y reinventaron una historia propia? Pues la recuperación actual de los imaginarios populares por las imaginerías electrónicas de Televisa, en las que el cruce de arcaísmos y modernidades hacen su éxito, no es comprensi-ble sino desde los nexos que enlazan las sensibilidades a un orden visual social en el que las tradiciones se desvían pero no se abandonan, anticipando en las transformaciones visuales experiencias que aún no tienen discurso. Lo que le lleva a plantear que “el actual des-orden postmoderno del imagina-rio –deconstrucciones, simulacros, descontextualizaciones, eclecticismos– remite al dispositivo barroco (o neobarrroco) cuyos nexos con la imagen religiosa anunciaban el cuerpo electrónico unido a sus prótesis tecnológicas: walkmans,

videocaseteras, computadores”33. Frente a esa histórica batalla de las imágenes, las imagi-

nerías y los imaginarios, la intelligentia latinoamericana ha mantenido un permanente recelo sobre las imágenes, al mismo tiempo que la “ciudad letrada”34 ha buscado en todo momento controlar la imagen confinándola maniqueamen-te al campo del arte o al mundo de la apariencia engañosa y los residuos mágicos. Hoy se abre paso sin embargo una posición otra frente a la imagen, apoyada en la nueva histo-riografía cultural que, de un lado, recupera la oralidad no sólo como herramienta de investigación sino como fuente de conocimiento, y, de otro, redescubre la línea de pensa-

33 S. Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a Blade Run-

ner, p. 204, FCE, México, 1994. 34 A. Rama, “La ciudad letrada”, en: R. Morse y J. E. Hardoy, Cultura

urbana latinoamericana, CLACSO, Buenos Aires, 1985.

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miento que pasando por la consideración de W. Benjamin35 sobre el carácter estratégico de las tecnologías –y en especial las de producción y reproducción de la imagen, en la confi-guración de la sensibilidad y la ciudad moderna– conecta con la de Heidegger36 al ligar la pregunta por la técnica a un

mundo que se constituye en imágenes, esto es, a la modernidad como “la época de las imágenes del mundo”.

El reconocimiento de la hegemonía de la imagen y la ex-

periencia audiovisual en la construcción actual de los relatos de identidad se hace indispensable para comprender la profunda compenetración –la complicidad y complejidad de relaciones– que hoy se producen en América Latina entre la oralidad que perdura como experiencia cultural primaria de las mayorías y la visualidad tecnológica, esa forma de “oralidad secundaria”37 que tejen y organizan las gramáticas tecnoperceptivas de la radio y el cine, del video y la televisión. Pues, por más escandaloso que nos suene, es un hecho cultural insoslayable que las mayorías en América Latina se están incorporando a –y apropiándose de– la modernidad sin dejar su cultura oral, esto es, no de la mano del libro sino desde los géneros y las narrativas, los lengua-jes y los saberes, de la industria y la experiencia audio-visual. Hablar de medios de comunicación en América Latina se ha vuelto entonces una cuestión de envergadura antropológica; pues lo que ahí está en juego son hondas transformaciones en la cultura cotidiana de las mayorías, y especialmente en unas nuevas generaciones que saben leer, pero cuya lectura está atravesada por la pluralidad de textos y escrituras que hoy circulan. La complicidad entre oralidad

35 W. Benjamin, Discursos interrumpidos, pp. 15-59, Jesús Aguirre (trad.), Taurus, Madrid, 1982. 36 M. Heidegger, “Lenguaje de tradición y lenguaje técnico”, D. Tatián (trad.), en: Pensamientos sobre la técnica, Artefactos N°1, Buenos Aires, 1997. 37 W. Ong., Oralidad y escritura, FCE México, 1987.

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y visualidad no remite entonces a los exotismos de un anal-fabetismo tercermundista, sino a “la persistencia de estratos profundos de la memoria y la mentalidad colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido tradi-cional que la propia aceleración modernizadora compor-ta”38.

Se hace necesario entonces plantear el conflicto que, a mi

ver, constituye la trama de tensiones más específicas entre literatura y televisión. Pues distantes pero en mutuo espio-naje, excluyentes en público pero conciliadoras en privado, las relaciones entre literatura y televisión son hoy una muy peculiar expresión de la fuerza que aún conservan las iner-cias ideológicas cuando se trasladan al campo de las peleas por el poder que otorgan los territorios académicos y los mercados laborales. Lo que hace especialmente tenso el diálogo del campo literario con la televisión es la dificultad de captar que la razón del éxito de ese medio remite –más allá de la superficialidad de los asuntos, los esquematismos narrativos y las estratagemas del mercado– a las transfor-maciones tecnoperceptivas que permiten a las masas urba-nas apropiarse de la modernidad sin dejar su cultura oral, incorporarse por fuera de la escuela a la alfabetización de los nuevos lenguajes y las nuevas escrituras del ecosistema comunicativo e informacional. Apoyándose y desarro-llando la oralidad secundaria –de que hablamos en la pri-mera parte–, la telenovela o el seriado televisivo mestizan la larga duración del relato primordial39 –caracterizado por la ritualización de la acción y la topología de la experiencia, que imponen una fuerte codificación de las formas y una separación tajante entre héroes y villanos, obligando al

38 G. Marramao,“Metapolítica: más allá de los esquemas binarios”, en X. Palacios y F. Jarauta (ed.), Razón, ética y política, p. 60, Anthropos, Barcelona,1989. 39 N. Frye, La escritura profana .Un estudio sobre la escritura del romance, p.71 y ss., Monte Ávila, Caracas,1980.

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lector a tomar partido– con la gramática de la fragmenta-ción40 del discurso audiovisual que predomina en la televisión. La ligazón de la telenovela con la cultura oral le permite explotar el universo de las leyendas de héroes, los cuentos de miedo y de misterio que desde el campo se han desplazado a la ciudad –a unas ciudades ruralizadas al mismo tiempo que los países se urbanizan– en forma de “literatura de cordel” brasileña (hoy vertida al formato de cómic o fotonovela), de corrido mexicano (que canta las aventuras de los capos del narcotráfico) o de vallenato co-lombiano (esa crónica caribeña hecha “recados cantados” que las gentes se mandan de un pueblo al otro). En esa ligazón de la telenovela con la cultura oral la radionovela será la gran mediación: de ella la telenovela conservará la predominancia del contar a –con lo que ello implica de re-dundancia estableciendo día tras día la continuidad dra-mática–; y también la apertura indefinida del relato, su apertura en el tiempo –se sabe cuándo empieza pero no cuándo acabará– y su porosidad a la actualidad de lo que pasa mientras dura el relato. Texto dialógico o –según una versión brasileña de la propuesta bajtiniana– género carna-valesco, la telenovela es un relato “en el que autor, lector y personajes intercambian constantemente sus posiciones”41; y dicho intercambio es una confusión entre relato y vida que conecta en tal modo al espectador con la trama que éste acaba alimentándola con su propia vida. En esa confusión, que es quizás lo que más escandaliza a la mirada intelec-tual, se cruzan bien diversas lógicas: la mercantil del sistema productivo (esto es, la de la estandarización), pero también la del cuento popular, la del romance y la canción con estribillo, es decir, “aquella serialidad propia de una estética donde el reconocimiento y la repetición fundan una

40 Ver a ese propósito: V. Sánchez Biosca, Un cultura de la fragmentación:

pastiche, relato y cuerpo en el cine y la televisión, Textos de la Filmoteca, Valencia, 1995. 41 R. da Matta, A casa e a rua, p.196, Brasiliense, São Paulo, 1985.

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parte importante del placer y es, en consecuencia, norma de valor de los bienes simbólicos”42. Y es también la base de un peculiar modo de lectura estructuralmente ligado a la orali-dad: las mayorías que gustan de la telenovela lo que más disfrutan no es el acto de verla sino de contarla, y es en ese relato donde se hace “realidad” la confusión entre narración y experiencia, donde la experiencia se incorpora al relato que narra las peripecias de la telenovela. Hasta el modo de ver de la telenovela constituye entre los sectores populares una forma de relación dialógica: de lo que hablan las tele-novelas –esto es, lo que le dicen a la gente– no es algo que esté dicho de una vez ni en el texto telenovelesco ni en las respuestas que pueden extraerse de una encuesta, pues se construye en el cruce de diálogos del ver/mirar la pantalla con el del contar lo visto. La telenovela habla menos desde su texto que desde el intertexto que forman sus lecturas.

Lo que en la hibridación de viejas leyendas con lenguajes

modernos mueve la trama –tanto o más que las peripecias del amor– es el drama del reconocimiento43, esto es, el mo-vimiento que lleva del des-conocimiento –del hijo por la madre, de un hermano por otro, del padre por el hijo– al re-conocimiento de la identidad. ¿No estará ahí, en el drama del reconocimiento, la secreta conexión del melodrama con la historia cultural del “sub”-continente latinoamericano: con su mezcla de razas que confunde y oscurece su identi-dad, y con la lucha entonces por hacerse reconocer? Quizá no hablaba de otra cosa un novelista de la talla de Alejo Carpentier cuando escribió: “Viendo cómo vivimos en ple-no melodrama –ya que el melodrama es nuestro alimento cotidiano– he llegado a preguntarme muchas veces si nues-tro miedo al melodrama (como sinónimo de mal gusto) no

42 B. Sarlo, El imperio de los sentimientos, p.25, Catálogos, Buenos Ai-res,1985. 43 P. Brooks, “Une esthetique de l’etonement: le melodrame”, Poetique N° 19, p. 346, Paris, 1974.

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se debía a una deformación causada por las muchas lecturas de novelas psicológicas francesas. Pero la realidad es que algunos de los escritores que más admiramos jamás tuvie-ron miedo al melodrama. Ni Sábato ni Onetti lo temieron. Y cuando el mismo Borges se acerca al mundo del gaucho o del compadrito, se acerca voluntariamente al ámbito de Juan Moreira y del tango arrabalero”44. En América Latina el melodrama ha resultado siendo más que un género dra-mático, una matriz cultural que alimenta el reconocimiento popular en la cultura de masa, territorio clave para estudiar la no-simultaneidad de lo contemporáneo como clave de los mestizajes de que estamos hechos. Porque, como en las plazas populares de mercado, en el melodrama está todo revuelto: las estructuras sociales y las del sentimiento, mu-cho de lo que somos –machistas, fatalistas, supersticiosos– y de lo que soñamos ser, la nostalgia y la rabia. En forma de tango o de bolero, de cine mexicano o de crónica roja, el melodrama trabaja en estas tierras una veta profunda del imaginario colectivo, y no hay acceso a la memoria ni pro-yección al futuro que no pasen por el imaginario. Es de lo que han hablado sin vergüenza alguna Manuel Puig en la mayoría de sus novelas, Vargas Llosa en La tía Julia y El

escribidor y Carlos Monsiváis en multitud de textos, pero especialmente en Escenas de pudor y liviandad.

Los primeros encuentros de la televisión con la literatura

en Latinoamérica estuvieron inevitablemente lastrados por una concepción culturalmente subordinada de la televisión: la fidelidad al texto literario primó por entero sobre las peculiaridades y posibilidades del lenguaje televisivo. La televisión apareció a los escritores como un precioso modo de expansión de sus obras, reservando al medio una tarea puramente difusiva: la de ilustrar las obras con imágenes supeditadas a la lógica narrativa de la escritura, de la obra

44 A. Carpentier, citado en E. García Riera, El cine y su público, p. 16, FCE, México, 1974.

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escrita. La aceptación por los escritores de la televisión como medio de comunicación para sus obras estuvo así marcada en sus inicios por una precariedad del lenguaje televisivo que convertía la adaptación en mera operación de trascripción. Lo que implicó, de una parte, que la calidad de una dramatización televisiva resultara siendo tanto mayor cuanto más grande fuera su fidelidad al texto literario, dado que la experimentación audiovisual era recelada como elemento deformador; y, de otra, que cuanto más “noble” fuera el (origen del) texto literario más alto era el peldaño que alcanzaba la televisión. Con lo que la valía de lo dado a ver era cargada a la cuenta del valor literario del texto, y en últimas de su autor, y entonces quedaba sin el menor reco-nocimiento el trabajo del mediador entre novela y televisión que era el del adaptador, hoy libretista.

A mediados de los años setenta la relación entre literatura

y televisión se va a ver trastornada por una doble infideli-dad. La que produce la folletinización del relato introducida por algunos de los mejores guionistas de telenovela que venían de escribir libretos para radionovela; folletinización que, al acercar el libreto para televisión a la modalidad serial de las producciones norteamericanas de larga dura-ción estilo Peyton Place (en castellano, La caldera del Diablo), posibilitó el aprovechamiento de la gramática visual del cine para la dramatización televisiva. La segunda infideli-dad se produjo desde la televisión misma: se trata de la tecnificación/especialización de la dirección, esto es, del trabajo en la construcción de un lenguaje específico para la narración televisiva posibilitando la liberación estética que exigía el relato de televisión. Esa doble traición al modelo que subordinaba el lenguaje de televisión al texto literario, será la que posibilite las innovaciones narrativas que en los años ochenta abrirán el terreno a las modernas telenovelas brasileña y colombiana especialmente, tanto en su formato

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largo de capítulo diario como en las series de dramatizados semanales.

Pero la modernidad de la telenovela pasa, tanto o más

que por los contenidos o las formas expresivas, por la profe-

sionalización del oficio del libretista, que es la prueba de su reconocimiento cultural, y por ende de la legitimación de su (aunque relativa) autonomía estética. La nueva relación entre televisión y literatura que la telenovela instaura se inserta en la nueva experiencia estética de las masas urba-nas: la hibridación de las culturas orales con las visua-lidades electrónicas subvirtiendo el orden hegemónico de las escrituras y las autorías. Si en el siglo XIX europeo el quiebre en la “unidad de la escritura”45 producido por el folletín dejó a medio camino el reconocimiento del folleti-nista como novelista porque era inconcebible un “escritor asalariado”46 –lo que obligó a Balzac a disfrazar su autoría de las novelas que escribió por entregas para sobrevivir en ciertos momentos de su vida–, ahora es la mediación insti-tucional del mercado la que justifica el desconocimiento de las transformaciones estéticas que introduce la televisión en el sistema social de las escrituras: estamos ante prácticas mestizas que mezclan/manchan la “pura” interioridad de la experiencia estética con la exterioridad de las exigencias provenientes de las condiciones industriales y comerciales de la producción. Y sin embargo, es asumiendo la espuria y espesa mezcla de las formas culturales con los formatos industriales, las ideologías profesionales y las rutinas pro-ductivas, de los esguinces creativos con las estratagemas comerciales, como el libretista y el director consiguen para la escritura de la telenovela un estatuto profesional y una expresividad propia.

45 R. Barthes, Le degré zéro de l’écriture, Gonthier, Paris, 1964. 46 R. Escarpit, et al., Hacia una sociología del hecho literario, Ed. Cuader-nos para el diálogo, Madrid, 1974.