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El monarca de las sombras - ForuQ

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El monarca de lassombras

JAVIER CERCAS

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Para Raül Cercas y Mercè MasPara Blanca Mena

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Dulce et decorum est pro patria mori.

HORACIO, Odas, III, 2, 13

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1

Se llamaba Manuel Mena y murió a losdiecinueve años en la batalla del Ebro.Fue el 21 de septiembre de 1938, haciael final de la guerra civil, en un pueblocatalán llamado Bot. Era un franquistaentusiasta, o por lo menos un entusiastafalangista, o por lo menos lo fue alprincipio de la guerra: en esa época se

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alistó en la 3.ª Bandera de Falange deCáceres, y al año siguiente, reciénobtenido el grado de alférez provisional,lo destinaron al Primer Tabor deTiradores de Ifni, una unidad de choqueperteneciente al cuerpo de Regulares.Doce meses más tarde murió encombate, y durante años fue el héroeoficial de mi familia.

Era tío paterno de mi madre, quedesde niño me ha contado innumerablesveces su historia, o más bien su historiay su leyenda, de tal manera que antes deser escritor yo pensaba que alguna vez

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tendría que escribir un libro sobre él. Lodescarté precisamente en cuanto me hiceescritor; la razón es que sentía queManuel Mena era la cifra exacta de laherencia más onerosa de mi familia, yque contar su historia no sólo equivalíaa hacerme cargo de su pasado políticosino también del pasado político de todami familia, que era el pasado que másme abochornaba; no quería hacermecargo de eso, no veía ninguna necesidadde hacerlo, y mucho menos de airearloen un libro: bastante tenía con aprendera vivir con ello. Por lo demás, ni

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siquiera hubiese sabido cómo ponerme acontar esa historia: ¿hubiera debidoatenerme a la realidad estricta, a laverdad de los hechos, suponiendo quetal cosa fuese posible y el paso deltiempo no hubiese abierto en la historiade Manuel Mena vacíos imposibles decolmar? ¿Hubiera debido mezclar larealidad y la ficción, para rellenar conésta los huecos dejados por aquélla? ¿Ohubiera debido inventar una ficción apartir de la realidad, aunque todo elmundo creyese que era veraz, o para quetodo el mundo lo creyese? No tenía ni

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idea, y esta ignorancia de forma meparecía la ratificación de mi acierto defondo: no debía escribir la historia deManuel Mena.

Hace unos años, sin embargo, eseantiguo rechazo pareció entrar en crisis.Para entonces hacía ya tiempo que yohabía dejado atrás la juventud, estabacasado y tenía un hijo; mi familia nopasaba por un gran momento: mi padrehabía muerto tras una larga dolencia ymi madre todavía capeaba a duras penasel trance ingrato de la viudedad despuésde cinco décadas de matrimonio. La

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muerte de mi padre había acentuado lapropensión natural de mi madre a unfatalismo melodramático, resignado ycatastrofista («Hijo mío —era una desus sentencias más socorridas—, queDios no nos dé todas las desgracias quesomos capaces de soportar»), y unamañana la atropelló un coche mientrascruzaba un paso de cebra; el accidenteno revistió excesiva gravedad, pero mimadre se llevó un buen susto y se vioobligada a permanecer varias semanassentada en un sillón con el cuerpotatuado de magulladuras. Mis hermanas

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y yo la animábamos a salir de casa, lasacábamos a comer o de paseo y lallevábamos a su parroquia para oírmisa. No se me olvida la primera vezque la acompañé a la iglesia. Habíamosrecorrido al ralentí los cien metros queseparan su casa de la parroquia de SantSalvador y, cuando nos disponíamos acruzar el paso de cebra que facilita laentrada a la iglesia, estrujó mi brazo.

—Hijo mío —me susurró—,bienaventurados los que creen en lospasos de cebra, porque ellos verán aDios. Yo estuve a punto.

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Durante aquella convalecencia lavisité más a menudo que de costumbre;muchas veces me quedaba incluso adormir en su casa, con mi mujer y mihijo. Llegábamos los tres el viernes porla tarde o el sábado por la mañana y nosinstalábamos allí hasta que el domingoal anochecer volvíamos a Barcelona.Durante el día hablábamos o leíamos, ypor la noche veíamos películas yprogramas de televisión, sobre todoGran Hermano, un concurso detelerrealidad que a mi madre y a mí nosencantaba. Por supuesto, hablábamos de

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Ibahernando, el pueblo extremeño delque en los años sesenta emigraron aCataluña mis padres, igual que enaquella época hicieron tantosextremeños. Digo por supuesto ycomprendo que debería explicar por quélo digo; es fácil: porque no hayacontecimiento más determinante que laemigración en la vida de mi madre. Digoque no hay acontecimiento másdeterminante que la emigración en lavida de mi madre y comprendo quetambién debería explicar por qué lodigo; eso ya no es tan fácil. Hace casi

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veinte años intenté explicárselo a unamigo diciéndole que la emigraciónhabía significado que de un día para otromi madre dejara de ser una hijaprivilegiada de una familia patricia enun pueblo extremeño, donde ella lo eratodo, para ser poco más que unaproletaria o poco menos que unapequeña burguesa abrumada de hijos enuna ciudad catalana, donde ella no eranada. Apenas la hube formulado, larespuesta me pareció válida peroinsuficiente, así que me puse a escribirun artículo titulado «Los inocentes» que

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ahora mismo sigue siendo la mejorexplicación que sé dar de este asunto; sepublicó el 28 de diciembre de 1999, díade los inocentes y trigésimo terceraniversario de la fecha en que mi madrellegó a Gerona. Dice así: «La primeravez que vi Gerona fue en un mapa. Mimadre, que entonces era muy joven,señaló un punto remoto en el papel y medijo que era ahí donde estaba mi padre.Meses más tarde hicimos las maletas.Hubo un viaje larguísimo, y al final unaestación leprosa y aldeana, rodeada deedificios de lástima envueltos en una luz

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mortuoria y maltratada por la lluvia sincompasión de diciembre. Era la ciudadmás triste del mundo. Mi padre, que nosaguardaba en ella, nos llevó a desayunary nos dijo que en aquella ciudadimposible se hablaba una lengua distintade la nuestra, y me enseñó la primerafrase en catalán que pronuncié:“M’agrada molt anar al col·legi”. Luegonos encajamos como pudimos en elCitroën 2CV de mi padre y, mientras nosdirigíamos a nuestra nueva casa por ladesolación hostil de aquella ciudadajena, estoy seguro de que mi madre

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pensó y no dijo una frase que pensó ydijo cada vez que llegaba el aniversariodel día en que hicimos las maletas:“¡Menuda inocentada!”. Era el día delos inocentes de hace treinta y tres años.

»El desierto de los tártaros es unanovela extraordinaria de Dino Buzzati.Se trata de una fábula un poco kafkianaen la que un joven teniente llamadoGiovanni Drogo es destinado a unaremota fortaleza asediada por eldesierto y por la amenaza de los tártarosque lo habitan. Sediento de gloria y debatallas, Drogo espera en vano la

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llegada de los tártaros, y en esa esperase le va la vida. Muchas veces hepensado que esa fábula sin esperanza esun emblema del destino de muchos delos que hicieron las maletas. Comomuchos de ellos, mi madre se pasó lajuventud esperando el regreso, que erasiempre inminente. Así transcurrierontreinta y tres años. Como para algunosde los que hicieron las maletas, paraella no fueron tan malos: después detodo, mi padre tenía un sueldo y unempleo bastante seguro, que era muchomás de lo que tenían muchos. Yo creo

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que mi madre, de todos modos, igual quemuchos que hicieron las maletas, nuncaacabó de aceptar su nueva vida y,acorazada en su empleo excluyente deama de casa de familia numerosa, vivióen Gerona haciendo lo posible por noadvertir que vivía en Gerona, sino en ellugar en el que hizo las maletas. Esaimposible ilusión duró hasta hace unosaños. Para entonces las cosas habíancambiado mucho: Gerona era una ciudadalegre y próspera, y su estación unmoderno edificio de paredesblanquísimas e inmensas cristaleras; por

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lo demás, algunos de los nietos de mimadre apenas entendían su lengua. Undía, cuando ninguno de sus hijos vivíaya con ella y ya no podía protegerse dela realidad tras su trabajo excluyente deama de casa y por tanto tampoco podíaesquivar la evidencia de que,veinticinco años después, aún vivía enuna ciudad que no había dejado de serleajena, le diagnosticaron una depresión, ydurante dos años lo único que hizo fuemirar al vacío en silencio, con los ojossecos. Quizá también pensaba, pensabaen su juventud perdida y, como el

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teniente Drogo y como muchos de losque hicieron las maletas, en su vidaconsumida en una espera inútil y quizátambién —ella, que no había leído aKafka— en que todo eso era unmalentendido y en que ese malentendidoiba a matarla. Pero no la mató, y un díaen que ya empezaba a salir del pozo deaños de la depresión e iba con sumarido al médico, un caballero le abrióuna puerta y cediéndole el paso dijo:“Endavant”. Mi madre le contestó: “Almédico”. Porque lo que mi madre habíaentendido era “¿Adónde van?” o quizá

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“¿Ande van?”. Dice mi padre que en esemomento se acordó de la primera fraseque, más de veinticinco años atrás, mehabía enseñado a decir en catalán, ytambién que comprendió de golpe a mimadre, porque comprendió que llevabamás de veinticinco años viviendo enGerona como si nunca hubiera salido dellugar en el que hizo las maletas.

»Al final de El desierto de lostártaros los tártaros llegan, pero laenfermedad y la vejez impiden a Drogosatisfacer su sueño postergado deenfrentarse a ellos; lejos del combate y

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de la gloria, solo y anónimo en lahabitación en penumbra de una posada,Drogo siente que se acerca el fin, ycomprende que ésa es la verdaderabatalla, la que siempre había estadoesperando sin saberlo; entonces seincorpora un poco y se arregla un pocola guerrera, para recibir a la muertecomo un hombre valiente. Yo no sé silos que hicieron las maletas regresaránnunca; me temo que no, entre otras cosasporque ya habrán comprendido que elregreso es imposible. Tampoco sé sialguna vez pensarán en la vida que se

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les ha ido en la espera, o en que todoesto ha sido un terrible malentendido, oen que se engañaron o, peor aún, en quealguien les engañó. No lo sé. Lo que sísé es que dentro de unas horas, apenasse levante, mi madre pensará y tal vezdiga la misma frase que lleva repitiendodesde hace treinta y tres años en estemismo día: “¡Menuda inocentada!”».

Así terminaba mi artículo. Más de unadécada después de que se publicara, mimadre seguía sin salir de Ibahernandoaunque siguiera viviendo en Gerona, demodo que es lógico que nuestro

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principal pasatiempo durante las visitasque le hacíamos para aliviar suconvalecencia consistiera en hablar deIbahernando; más inesperado fue que enuna ocasión nuestros tres pasatiemposprincipales parecieran converger en unosolo. Sucedió una noche en que vimosjuntos La aventura, una vieja películade Michelangelo Antonioni. La cintanarra cómo, durante una excursión de ungrupo de amigos, uno de ellos se pierde;al principio todos lo buscan, pero enseguida se olvidan de él y la excursiónprosigue como si nada hubiese ocurrido.

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La densidad estática de la películaderrotó en seguida a mi hijo, que se fuea la cama, y a mi mujer, que se durmióen su sillón, delante de la tele; mimadre, en cambio, sobrevivió intacta alas casi dos horas y media de imágenesen blanco y negro y diálogos en italianosubtitulados en español. Sorprendidopor su aguante, al terminar la proyecciónle pregunté qué le había parecido lo queacababa de ver.

—Es la película que más me hagustado en mi vida —contestó.

De haberse tratado de otra persona,

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hubiera creído que la frase era unsarcasmo; pero mi madre no conoce elsarcasmo, así que pensé que la orfandadde peripecias y los silenciosinacabables de Gran Hermano la habíanentrenado a la perfección para disfrutarlos silencios inacabables y la orfandadde peripecias de la película deAntonioni. Miento. Lo que pensé fueque, acostumbrada a la lentitud de GranHermano, La aventura le habíaparecido tan trepidante como unapelícula de acción. Mi madre debió denotar mi asombro, porque se apresuró a

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intentar disiparlo; su aclaración nodesmintió del todo mi conjetura.

—Claro, Javi —explicó, señalando latele—. Lo que pasaba en esa película eslo que pasa siempre: uno se muere y aldía siguiente ya nadie se acuerda de él.Eso es lo que pasó con mi tío Manolo.

Su tío Manolo era Manuel Mena.Aquella misma noche volvimos a hablarsobre él, y durante los fines de semanasiguientes ya casi no cambiamos detema. Desde que tenía uso de razón oíahablar de Manuel Mena a mi madre,pero sólo en aquellos días comprendí

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dos cosas. La primera es que para ellaManuel Mena había sido mucho más queun tío paterno. Según me contó entonces,durante su infancia mi madre habíaconvivido con él en casa de su abuela, apocos metros de la de sus padres,quienes la habían mandado allí porquesus dos primeras hijas habían muerto demeningitis y abrigaban el temorrazonable de que la tercera contrajese lamisma enfermedad. Mi madre había sidoal parecer muy feliz en aquel abarrotadocaserón de viuda de su abuela Carolina,acompañada por su primo Alejandro y

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mimada por un ejército bullicioso detíos solteros. Ninguno de ellos lamimaba tanto como Manuel Mena; parami madre, ninguno resistía lacomparación con él: era el benjamín, elmás alegre, el más vital, el que siemprele traía regalos, el que más la hacía reíry el que más jugaba con ella. Le llamabatío Manolo; él la llamaba Blanquita. Mimadre lo adoraba, así que su muerterepresentó un golpe demoledor paraella. Nunca he visto llorar a mi madre;nunca: ni siquiera durante sus dos añosde depresión, ni siquiera cuando murió

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mi padre. Mi madre, simplemente, nollora. Mis hermanas y yo hemosespeculado mucho sobre las razones deesta anomalía, hasta que una de aquellasnoches posteriores a su accidente,mientras ella me contaba por enésimavez la llegada del cadáver de ManuelMena al pueblo y recordaba que sehabía pasado horas y horas llorando,creí encontrar la explicación: pensé quetodos tenemos una reserva de lágrimas yque aquel día se había agotado la suya,que desde entonces no le quedabanlágrimas que verter. Manuel Mena, en

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resumen, no era sólo el tío paterno de mimadre: era su hermano mayor; tambiénera su primer muerto.

La segunda cosa que comprendí enaquellos días era aún más importanteque la primera. De niño yo no entendíapor qué mi madre me hablaba tanto deManuel Mena; de joven pensaba,secretamente avergonzado yhorrorizado, que lo hacía porque ManuelMena había sido franquista, o por lomenos falangista, y durante elfranquismo mi familia había sidofranquista, o por lo menos había

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aceptado el franquismo con la mismamansedumbre acrítica con que lo habíaaceptado la mayor parte del país; deadulto he comprendido que esaexplicación es trivial, pero sólo duranteaquellas charlas nocturnas con mi madreconvaleciente alcancé a descifrar lanaturaleza exacta de su trivialidad. Loque entonces comprendí fue que lamuerte de Manuel Mena había quedadograbada a fuego en la imaginacióninfantil de mi madre como eso que losgriegos antiguos llamaban kalosthanatos: una bella muerte. Era, para los

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griegos antiguos, la muerte perfecta, lamuerte de un joven noble y puro que,como Aquiles en la Ilíada, demuestra sunobleza y su pureza jugándose la vida atodo o nada mientras lucha en primeralínea por valores que lo superan o quecree que lo superan y cae en combate yabandona el mundo de los vivos en laplenitud de su belleza y su vigor yescapa a la usura del tiempo y no conocela decrepitud que malogra a loshombres; este joven eminente, querenuncia por un ideal a los valoresmundanos y a la propia vida, constituye

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el dechado heroico de los griegos yalcanza el apogeo de su ética y la únicaforma posible de inmortalidad en aquelmundo sin Dios, que consiste en vivirpara siempre en la memoria precaria yvolátil de los hombres, como le ocurre aAquiles. Para los griegos antiguos, kalosthanatos era la muerte perfecta queculmina una vida perfecta; para mimadre, Manuel Mena era Aquiles.

Aquel doble descubrimiento fue unarevelación, y durante algunas semanasme inquietó una sospecha: quizá mehabía equivocado al negarme a escribir

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sobre Manuel Mena. Desde luego,seguía pensando más o menos lo quesiempre había pensado sobre su historia,pero me pregunté si el hecho de que paramí fuera una historia bochornosa erarazón suficiente para no contarla y paraseguir manteniéndola escondida;igualmente me dije que todavía estaba atiempo de contarla, pero que, si deverdad quería contarla, debía ponermanos a la obra de inmediato, porqueestaba seguro de que apenas quedaríarastro documental de Manuel Mena enarchivos y bibliotecas y de que, setenta

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y tantos años después de su muerte, seríapoco más que una leyenda hecha jironesen la memoria erosionada de un puñadomenguante de ancianos. Por lo demás,también entendí que si mi madre habíaentendido tan bien a Antonioni o lapelícula de Antonioni no se debía sólo aque la había preparado para ello lalentitud afásica de Gran Hermano, sinoa que, aunque ella todavía habitaba unmundo con Dios (un mundo que ya se haextinguido y que Manuel Mena pensóque luchaba por defender), de niña habíacomprobado con perplejidad y padecido

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como un ultraje que la memoria precariay volátil de los hombres despreciaba asu tío, a diferencia de lo que habíahecho con Aquiles. Porque lo cierto esque el olvido había iniciado su labor dedemolición inmediatamente después dela muerte de Manuel Mena. En su propiacasa un silencio espeso eincomprensible o que mi madre de niñajuzgaba incomprensible se abatió sobreél. Nadie indagó en las circunstancias nien las causas precisas de su muerte ytodos se conformaron con la brumosaversión que de ella les dio su asistente

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(un hombre que acompañó su cadáverhasta el pueblo y que permanecióalgunos días en él, alojado en casa de sumadre), nadie se interesó por hablar conlos compañeros y los mandos que habíancombatido a su lado, nadie quiso haceraveriguaciones sobre su peripecia deguerra, sobre los frentes donde combatióni sobre la unidad a la que estabaadscrito, nadie se tomó la molestia devisitar Bot, aquel remoto pueblo catalándonde había muerto y que yo siemprecreí que se llamaba Bos o Boj o Boh,porque, como el castellano carece del

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hábito de la «t» final, así es como lopronunciaba siempre mi madre. Pocosmeses después de la muerte de ManuelMena, en fin, su nombre ya casi no semencionaba en la familia, o sólo semencionaba cuando no quedaba otroremedio que mencionarlo, y, pocos añosdespués de su muerte, su madre y sushermanas destruyeron todos sus papeles,recuerdos y pertenencias.

Todos salvo una foto (o al menos esoes lo que siempre pensé): un retrato deguerra de Manuel Mena. Tras su funeral,la familia hizo siete copias ampliadas de

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él; una de ellas presidió el comedor desu madre hasta su muerte; las otras seisse repartieron entre sus seis hermanos.Esa reliquia desasosegó vagamente losveranos de mi infancia aterida deemigrante, cuando regresaba envacaciones al calor del pueblo, feliz deabandonar por unos meses la intemperiey la confusión del destierro y derecuperar mi estatus acogedor devástago de una familia patricia deIbahernando, me instalaba en casa demis abuelos maternos y veía el retratodel muerto pendiendo de la pared sin

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privilegios de un vestidor donde seacumulaban baúles llenos de ropa yestanterías llenas de libros; más todavíadesasosegó mi adolescencia y mijuventud, cuando murieron mis abuelos yla casa deshabitada se cerraba todo elaño y ya sólo se abría cuando mispadres y mis hermanas volvían enverano mientras yo intentaba habituarmeal frío de la intemperie y el desconciertodel desarraigo e intentaba emanciparmedel falso calor del pueblo visitándolo lomenos posible, manteniéndome lo másalejado posible de aquella casa y

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aquella familia y aquel retrato ominosoque en invierno velaba a solas en elcuarto de los baúles, aquejado por unavergüenza o una culpa inconcreta encuyas raíces prefería no indagar, lavergüenza de mi teórica condiciónhereditaria de patricio del pueblo, lavergüenza de los orígenes políticos demi familia y su actuación durante laguerra y el franquismo (para mí por lodemás desconocida o casi desconocida),la vergüenza difusa, paralela ycomplementaria de estar atado por unvínculo de acero a aquel villorrio

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menesteroso y perdido que no acababade desaparecer. Pero sobre todo me hadesasosegado el retrato de Manuel Menaen mi madurez, cuando no he dejado desentir vergüenza por mis orígenes y miherencia pero en parte me he resignado aellos, me he conformado en parte conser quien soy y con proceder de dondeprocedo y con tener los vínculos quetengo, me he habituado mejor o peor aldesarraigo y la intemperie y eldesconcierto y he comprendido que micondición de patricio era ilusoria y hevuelto a menudo al pueblo con mi mujer

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y mi hijo y mis padres (nunca o casinunca con amigos, nunca o casi nuncacon gente ajena a la familia) y he vueltoa alojarme en aquella casa que se cae apedazos donde el retrato de ManuelMena lleva más de setenta añosacumulando polvo en silencio,convertido en el símbolo perfecto,fúnebre y violento de todos los errores ylas responsabilidades y la culpa y lavergüenza y la miseria y la muerte y lasderrotas y el espanto y la suciedad y laslágrimas y el sacrificio y la pasión y eldeshonor de mis antepasados.

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Ahora lo tengo frente a mí, en midespacho de Barcelona. No recuerdocuándo me lo traje de Ibahernando; entodo caso, fue años después de que mimadre se recuperase de su accidente yyo tomase una resolución sobre lahistoria de Manuel Mena. La resoluciónfue que no la escribiría. La resoluciónfue que escribiría otras historias, peroque, conforme las escribía, iríarecogiendo información sobre ManuelMena, aunque fuese entre libro y libro oa ratos perdidos, antes de que seesfumase por completo el rastro de su

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vida brevísima y desapareciese de lamemoria precaria y desgastada dequienes lo habían conocido o del ordenvolátil de los archivos y las bibliotecas.De este modo la historia de ManuelMena o lo que quedaba de la historia deManuel Mena no se perdería y yo podríacontarla si alguna vez me animaba acontarla o era capaz de contarla, opodría dársela a otro escritor para queél la contara, suponiendo que algún otroescritor quisiese contarla, o podríasimplemente no contarla, convertirlapara siempre en un vacío, en un hueco,

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en una de las millones y millones dehistorias que nunca se contarán, quizá enuno de esos proyectos que algunosescritores siempre están esperandoescribir y nunca escriben porque noquieren hacerse cargo de ellos o porquetemen que nunca estarán a su altura yprefieren dejarlo en estado de meraposibilidad, convertido en su radianteobra maestra nunca escrita, maestra yradiante precisamente porque nunca seescribirá.

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Ésa fue la decisión que tomé: no

escribir la historia de Manuel Mena,

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seguir no escribiendo la historia deManuel Mena. En cuanto a su retrato,desde que me lo traje a mi despacho nodejo de observarlo. Es un retrato deestudio, tomado en Zaragoza: el nombrede la ciudad figura en el extremoinferior derecho, en letras blancas, casiilegibles; el tiempo ha puesto manchasde suciedad y raspaduras en el papel, loha agrietado en los bordes. Ignoro lafecha exacta en que se tomó, pero hay enel uniforme de Manuel Mena una pistaque permite fijar una fecha aproximada.En el costado izquierdo de su guerrera

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nuestro hombre exhibe, en efecto, laMedalla de Sufrimientos por la Patria—el equivalente al Corazón Púrpuranorteamericano— y encima de ella unacinta con dos barras; ambascondecoraciones significan que, en elmomento en que se tomó la foto, ManuelMena había sido herido en combate dosveces por fuego enemigo, lo que no pudoocurrir antes de la primavera de 1938,cuando había entrado en combate unasola vez con el Primer Tabor deTiradores de Ifni, pero tampoco despuésde mediado el verano, cuando se

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desencadenó la batalla del Ebro y él yaapenas volvió a la retaguardia. Elretrato tuvo que ser tomado, por tanto,entre la primavera y principios delverano de 1938, durante la segunda o latercera estancia de Manuel Mena enZaragoza o en las inmediaciones deZaragoza. Por entonces iba a cumplirdiecinueve años, o los había cumplidoya, y apenas le faltaban unos meses paramorir. En la foto, Manuel Mena viste eluniforme de gala de los Tiradores deIfni, con su gorra de plato blanca y negray ladeada y su impoluta guerrera blanca

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con botones dorados y galones negros,en cada uno de los cuales luce unaestrella de alférez. La tercera la luce enla gorra; justo encima, con fondo blanco,figura la insignia de la infantería: unaespada y un arcabuz cruzados sobre unacornetilla. La insignia se repite en lassolapas de la guerrera. Bajo la solapaderecha puede distinguirse, más borrosa,en parte casi invisible, la insignia de losTiradores de Ifni, una media luna árabeen la que se lee o se intuye, en letrasmayúsculas, la palabra «Ifni», y en cuyosemicírculo cabe una estrella de cinco

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puntas con dos fusiles cruzados. Bajo lasolapa izquierda resaltan, contra el pañoblanco de la guerrera, la Medalla deSufrimientos por la Patria y la cinta condos barras. Los dos últimos botones dela guerrera permanecen sin abrochar,igual que el del bolsillo del costadoderecho; esa negligencia deliberadapermite una visión más amplia de lacamisa blanca y la corbata negra, ambasigualmente impolutas. Llama la atenciónlo delgado que está; de hecho, su cuerpoparece incapaz de colmar el uniforme:es un cuerpo de niño en el traje de un

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adulto. También llama la atención lapostura de su brazo derecho, con elantebrazo cruzado sobre el vientre y lamano agarrada a la cara interior delcodo izquierdo, en un gesto que noparece natural sino dictado por elfotógrafo (también se diría dictada porel fotógrafo la inclinación coqueta de lagorra de plato, que sombrea la cejaderecha de Manuel Mena). Pero lo quesobre todo llama la atención es la cara.Es, inconfundiblemente, una carainfantil, o como mínimo adolescente,con su cutis de recién nacido, sin una

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sola arruga ni un atisbo de barba, suscejas tenues y sus labios vírgenes yentreabiertos, por los que asoman unosdientes tan blancos como la guerrera.Tiene la nariz recta y fina, el cuellotambién fino y los pabellones de lasorejas bien separados del cráneo. Por loque respecta a los ojos, el blanco ynegro de la fotografía les ha robado elcolor; mi madre los recuerda verdes;parecen claros. No se dirigen a lacámara, en todo caso, sino a su derecha,y no parecen mirar a nadie en concreto.Yo llevo mucho tiempo mirándolos, pero

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no he alcanzado a ver en ellos orgullo nivanidad ni inconsciencia ni temor nialegría ni ambición ni esperanza nidesaliento ni horror ni crueldad nicompasión ni júbilo ni tristeza, nisiquiera la inminencia agazapada de lamuerte. Llevo mucho tiempo mirándolosy soy incapaz de ver nada en ellos. Aveces pienso que esos ojos son unespejo y que la nada que veo en ellossoy yo. A veces pienso que esa nada esla guerra.

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2

Manuel Mena nació el 25 de abril de1919. Por entonces Ibahernando era unpueblo remoto, aislado y miserable deExtremadura, una región remota, aisladay miserable de España, cosida a lafrontera con Portugal. El topónimo esuna contracción de Viva Hernando;Hernando fue un caballero cristiano que

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en el siglo XIII contribuyó a conquistar alos musulmanes la ciudad de Trujillo y aincorporarla a las posesiones del Rey deCastilla, quien entregó a su vasalloaquellas tierras adyacentes como pagopor los servicios prestados a la corona.Manuel Mena nació allí. Toda su familianació allí, incluida su sobrina, BlancaMena, incluido el hijo de Blanca Mena,Javier Cercas. Algunos sostienen que lafamilia llegó a la región con loscristianos de Hernando, arrastrada porel ímpetu medieval de conquistacastellano. Podría ser. Pero también

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podría ser que hubiera llegado antes,porque antes de que se asentaran enIbahernando los impetuosos cristianosse habían asentado allí los sucintosíberos y los razonables romanos y losbárbaros visigodos y los civilizadísimosárabes. El hecho puede sorprender,porque aquélla no es una tierra amablesino un páramo de inviernos gélidos yveranos ardientes, un dilatado erial decuya seca superficie sobresalen atrechos peñascos como caparazones degigantescos crustáceos enterrados. Seacomo sea, si la familia se estableció en

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el pueblo con Hernando y sus cristianos,el ímpetu o la desesperación que lacondujo hasta allí debió de extinguirsepronto, porque ninguno de sus miembrosse animó a seguir a los reyes castellanosen la invasión del resto de la península,ni a los conquistadores en busca del oroy las mujeres de América, y todospermanecieron en las proximidades,quietos como encinas, echando unasraíces tan poderosas que a pesar de ladiáspora de mediados del siglo XX, quevació prácticamente el pueblo, pocos

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han sido capaces de arrancarlas deltodo.

Manuel Mena ni siquiera pudointentarlo. En el momento de su venidaal mundo, Ibahernando estaba más lejosdel siglo XX que de la Edad Media;mejor dicho: es posible que todavía nohubiera acabado de salir de la EdadMedia. Entonces, tras la expulsión delos musulmanes por los cristianos, elpueblo formaba parte del realengo deTrujillo y dependía directamente delRey, pero todas sus tierras se hallabanen poder de señores de horca y cuchillo

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que sometían a sus siervos a un régimende semiesclavitud. Ocho siglos después,a principios del XX, las cosas apenashabían cambiado. El país no habíaconocido el Renacimiento ni laIlustración ni las revoluciones liberales(o los había conocido a medias), lacomarca no sabía lo que eran laburguesía y la industria y, aunque amediados del XIX Trujillo ya no era unrealengo e Ibahernando se habíaemancipado de la tutela de la egregiaciudad y constituido en humildemunicipio independiente, la mayor parte

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de su territorio continuaba en manos dearistócratas de nombres rimbombantesque residían en Madrid y a quienesnadie había visto nunca por aquellosparajes —el marqués de Santa Marta, elconde de La Oliva, el marqués deCampo Real, la marquesa de San Juande Piedras Albas—, mientras loshabitantes del pueblo se morían dehambre tratando de arrancar trigo,cebada y centeno de aquel campoingrato y pedregoso, y alimentando abase de pastos, a duras penas, rebañosescuálidos de cerdos, ovejas y vacas

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que vendían a precio de saldo en losmercados del contorno.

Pero que las condiciones deservidumbre medieval apenas hubierancambiado desde antiguo para loshabitantes de Ibahernando no significaque no hubieran cambiado en absoluto oque no empezasen a cambiar, comomínimo en parte y para algunos. Todavíaa mediados de siglo XIX, un célebrediccionario geográfico redactado por uncélebre liberal español acogía un retratodesconsolado del pueblo; según él,Ibahernando era un rincón inclemente

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adonde no llegaban ni la carretera ni elservicio postal y donde mil doscientascinco almas se hacinaban en cientoochenta y nueve casas lamentables, conuna escuela primaria, una iglesiaparroquial, una fuente pública y unAyuntamiento tan pobre que no podíaatender ni las urgencias más elementalesde sus vecinos. Sólo unas décadasdespués de esa descripción, a finales delsiglo XIX o principios del XX, el retratodel liberal español hubiera seguidosiendo un aguafuerte de la España negra,pero quizá hubiera sido algo distinto.

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Por aquella época, justo antes delnacimiento de Manuel Mena, algunoscampesinos emprendedores se animarona arrendar las tierras de los aristócratasabsentistas. El hecho supuso una alianzafrágil y desigual entre aristócratas ycampesinos o, para ser más precisos,entre algunos aristócratas y algunoscampesinos; también supuso unapequeña mutación que tuvo variasconsecuencias entrelazadas. La primeraes que los campesinos emprendedorescomenzaron a prosperar, primerogracias a los beneficios de la

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explotación de sus arrendamientos y mástarde gracias a los beneficios de laexplotación de las pequeñas fincas quecomenzaron a adquirir gracias a losbeneficios de la explotación de susarrendamientos. La segundaconsecuencia es que esos campesinoscon tierra se transformaron en capataceso delegados de los intereses de losaristócratas y empezaron a relegar suspropios intereses y a confundirlos conlos de los aristócratas, algunosempezaron incluso a querer mirarse adistancia en el espejo inalcanzable de

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las costumbres y las formas de vidapatricias y a pensar que, por lo menos enel pueblo, podían llegar a ser patricios.La tercera consecuencia es que loscampesinos con tierra empezaron a dartrabajo a los campesinos sin tierra y loscampesinos sin tierra a depender de loscampesinos con tierra y a considerarloscomo los ricos o los patricios delpueblo. La cuarta y última consecuencia—la más importante— es que el puebloempezó a incubar una fantasía dedesigualdad básica según la cual,mientras los campesinos sin tierra no

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habían dejado de ser pobres ni de sersiervos, los campesinos con tierra sehabían convertido en ricos patricios, ose hallaban en camino de hacerlo.

Era una pura ficción. La realidad eraque los campesinos sin tierra seguíansiendo pobres aunque cada vez fueranmenos, y que, aunque cada vez fueranmás, los campesinos con tierra no eranricos: simplemente algunos habíandejado de ser pobres, o como mínimoestaban empezando a salir de su miseriade siglos; la realidad es que, creyerantodos lo que creyeran, los campesinos

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con tierra no eran patricios sino queseguían siendo siervos, pero loscampesinos sin tierra podían convertirseo se estaban convirtiendo ya en siervosde siervos. En resumen: hasta entonceslos intereses de los habitantes delpueblo habían sido en lo esencialidénticos, porque todos eran siervos ytodos sabían que lo eran; a partir deentonces, sin embargo, empezó ainstalarse el espejismo artificial de queen el pueblo había siervos y patricios, ylos intereses de sus habitantesempezaron a divergir, artificialmente.

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Manuel Mena había nacido en unafamilia integrada en aquella minoríaascendente de patricios ilusorios ysiervos reales que empezó a prosperar aprincipios del siglo XX en Ibahernando.No era la más rica de esas familias, o lamenos pobre. El padre de Manuel Menase llamaba Alejandro y, como casi todoel mundo en el pueblo, se ganaba la vidatrabajando en el campo: explotaba laúnica finca que poseía la familia, unaspocas hectáreas de secano conocidas

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como Valdelaguna y dedicadas al cultivode cereales y la cría de ovejas y vacas;la madre de Manuel Mena se llamabaCarolina y regentaba un estanco. Teníansiete hijos. No podían permitirse ni elmás mínimo lujo, pero no pasabanhambre. Pocos años después delnacimiento de Manuel Mena, su padremurió, y sus tres hermanos mayores —Juan, Antonio y Andrés— se hicieroncargo de la explotación de Valdelaguna.Apenas se sabe nada de esta épocainicial de su vida; la mayor parte de loque en ella ocurrió se ha perdido en la

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memoria de quienes lo conocieron, y loque queda es apenas una leyendaimprecisa de la que sólo cabe rescatarpara la historia verdadera una imagengeneral del personaje y dos anécdotasconcretas. La imagen es nítida, unánimey contrastada; también es bifronte: porun lado, la imagen cordial de un chicoinquieto, alegre, extrovertido,espabilado y gozosamenteirresponsable, que se llevaba bien consu madre y sus hermanos y sabía hacersequerer por sus amigos; por otro, laimagen desabrida de un benjamín

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malcriado de familia numerosa, con unegoísmo sin freno, un orgullo lindantecon la soberbia y una propensión noreprimida a los estallidos de mal genio.En cuanto a las dos anécdotas, todavíalas recordaban con una exactitudimprobable dos ancianas de casi cienaños a quienes Javier Cercas conocíadesde niño sin saber que habían sidocondiscípulas de Manuel Mena, y aquienes empezó a frecuentar cuando seenteró de que lo habían sido. Una era sutía Francisca Alonso, viuda de un primode sus padres; la otra, doña María

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Arias, durante décadas maestra delpueblo.

Cuando Javier Cercas empezó avisitarlas, ambas mujeres seguíanresidiendo en Ibahernando, en doscaserones rodeados de caseronesdesiertos salvo en verano, llevaban unavida entera de amistad y continuabanviéndose a diario. A pesar de ser dos otres años más jóvenes que ManuelMena, durante algún tiempo ambashabían compartido pupitre con él en lamejor escuela del pueblo; ambas larecordaban muy bien. Recordaban un

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tabuco húmedo, glacial y sin luzarrinconado en las traseras de la iglesia,donde un maestro trataba de inculcarlescuatro nociones elementales dematemáticas, de historia y de geografía.Recordaban que aquellos rudimentosalcanzaban para satisfacer lasnecesidades intelectuales de unos niñosdestinados a ser siervos de por vida,pero no para aprobar los exámenespúblicos en la capital, o sólo alcanzabanpara que lo intentasen y regresasen alpueblo con un cargamento irredimiblede suspensos y una humillación

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disuasoria. Recordaban que estacalamidad educativa les parecía natural,o por lo menos no les parecía insólita,porque por entonces Ibahernando era unpoblachón de siervos y una comunidadanalfabeta que en toda su historia apenashabía conocido el modesto orgullo dealumbrar un licenciado universitario.Recordaban a su maestro, un hombre decarácter escabroso llamado donMarcelino, que en clase derrochababofetadas, pellizcos y coscorrones y quecarecía no sólo del título de maestrosino de la menor vocación pedagógica,

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aunque no política (recordaban queabandonó la escuela en cuanto la IIRepública recién proclamada le brindóel cargo de secretario del Ayuntamiento,hacia 1932). Y recordaban que, enaquella escuela desharrapada y sinestímulos, Manuel Mena era unzascandil que invertía su tiempo encoleccionar cromos, en mortificar a suscompañeros canturreando y armandobulla mientras ellos intentaban trabajar yen reírse de sus compañeras o enzaherirlas con comentarios ofensivos.

Hasta aquí los recuerdos

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convergentes de las dos ancianas; apartir de aquí, los divergentes. DoñaMaría Arias recordaba —ésta es laprimera de las dos anécdotas— que unamañana, después de una noche de lluviastorrenciales, los alumnos de donMarcelino se encontraron la entrada dela escuela convertida en un barrizal, yque Manuel Mena propuso aprovecharel estropicio para organizar un juego deingeniería; todos sus compañeros sesumaron a la propuesta, así que durantela hora del recreo la clase entera seaplicó a erigir, a base de lodo y agua, un

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laberinto de presas, canales y arroyos ala puerta del edificio. Uno de esoscompañeros se llamaba AntonioCartagena. Había sido hijo ilegítimo deun médico del pueblo y su criada, perocon el tiempo su padre le había borradoel estigma casándose con su madre yreconociéndolo como hijo. Era un niñosin malicia y sin carácter; suscompañeros se burlaban de élllamándole El Bobito. Y aquellamañana, una vez que dieron porconcluido el juego y antes de regresar alaburrimiento de las clases, Manuel

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Mena se dedicó a bautizar una por unalas obras de barro recién construidas,hasta que llegó a la más lograda o lamás espectacular y, en medio de larechifla de sus compañeros, le puso elnombre de El Bobito mientras AntonioCartagena asistía a su vejación entrelamentos indefensos y pucheros decriatura maltratada.

Doña María Arias recordaba esaprimera anécdota con una indulgencia demaestra nonagenaria acostumbrada a lacrueldad de los niños; la segunda larecordaba Francisca Alonso, pero la

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recordaba sin indulgencia, con eldesagrado intacto de la niña quepresenció horrorizada la escena.Ocurrió durante una excursión al campo.La pedagogía primitiva de donMarcelino apenas contemplaba losbeneficios del contacto con lanaturaleza, y Francisca Alonsorecordaba su ilusión y la de suscompañeros al reunirse aquella mañanaa la puerta de la escuela, impacientespor disfrutar de la novedad y cargadoscon las tortillas, los bocadillos y lascantimploras que sus madres les habían

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preparado en casa. El trayecto de ida nofue largo, aunque al llegar a su destinotodos estaban hambrientos y sedispusieron a saciar de inmediato elhambre de la caminata dando cuenta dela merienda. Fue entonces cuandoocurrió. En determinado momento,Francisca Alonso no sabía cómo ni acuenta de qué (o quizá lo supo y loolvidó), Manuel Mena y AntonioCartagena se enzarzaron en unadiscusión y acabaron liándose apuñetazos. No resultó fácil separarlos.Cuando por fin lo consiguieron, Manuel

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Mena desahogó su furia insultando a sucondiscípulo con el recuerdo de supasado infamante de bastardo. AntonioCartagena regresó solo al pueblo,llorando a lágrima viva, y el incidentedejó un regusto ácido que arruinó laexcursión.

Manuel Mena no podía contar más dedoce o trece años cuando protagonizó laescena anterior. De aquel momento seconserva una foto colectiva de losalumnos de la escuela de don Marcelino;en realidad, debe datar de un poco antes,de la época en que niños y niñas asistían

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a clase por separado (don Marcelinoenseñaba a los niños, y a las niñas doñaPaca, su mujer): eso explica que en laimagen no aparezcan ni FranciscaAlonso ni doña María Arias; tampocoaparece Antonio Cartagena, que porentonces no estudiaba en aquellaescuela. Quien sí está en la foto esManuel Mena. Se encuentra justo detrásy a la derecha del único adulto delgrupo, que es don Marcelino. Posa depie, su silueta recortada contra unatramoya de cartón piedra cuya cursileríade época no alcanza a tapar la pared de

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piedra vista que se levanta tras ella, yluce una americana a rayas, ajustada ybien abrochada, una camisa blanca decuello amplio y un bucle de pelo fino,claro y rebelde en la frente; es fácilreconocer en su delgadez y en susfacciones un anticipo infantil de lasfacciones y la delgadez del adolescentetardío o el adulto prematuro que apareceen la única foto en solitario queconservamos de él, vestido con suuniforme de alférez de los Tiradores deIfni, y es posible atisbar en su miradadirecta y en el gesto circunflejo de su

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boca un vislumbre antipático de sualtanería de niñato despiadado. Por lodemás, aparte de Manuel Mena esposible reconocer en esa imagen a otrosparientes de Javier Cercas; sentado en elsuelo en la parte inferior derecha, porejemplo, vestido con la mismaamericana y la misma camisa queManuel Mena, está su tío Juan Cercas:precisamente el marido de FranciscaAlonso.

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Una última observación sobre la

infancia de Manuel Mena atañe tambiéna esa foto. La madre de Javier Cercas notuvo noticia de ella hasta que su hijo ladescubrió en un libro sobre el puebloeditado hace sólo unos años. Cercas

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recuerda que, cuando le mostró la foto asu madre, ésta convalecía de unaccidente de tráfico, y que identificó sindificultad a Manuel Mena y a la mayoríade los niños que figuraban en ella;también recuerda que su madre y él nisiquiera necesitaron conjeturar quetodos habían muerto: lo dieron porhecho. Meses más tarde, sin embargo,Cercas pasó una semana en el pueblo, yun día habló por casualidad de la fotocon José Antonio Cercas, el único desus primos que todavía vive allí, quienle aseguró que se equivocaba: no todos

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los niños que acompañaban a ManuelMena en aquella foto estaban muertos;aún seguía vivo, explicó, el niño de trajenegro, pelo negro y pechera blanca queocupa el segundo lugar por la derecha enla fila de Manuel Mena. A Javier Cercasla noticia le produjo un sobresalto. Porentonces aún no sabía que su tíaFrancisca y doña María Arias tambiénhabían sido condiscípulas de ManuelMena en la escuela de don Marcelino, yle pareció extraordinario que todavíaquedara un testimonio con vida de lainfancia de Manuel Mena. Según le

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contó su primo, el superviviente de lafoto se llamaba Antonio Ruiz Barrado,aunque todo el mundo lo conocía comoEl Pelaor, y pasaba en el pueblo largastemporadas, aunque en aquel momentono estaba allí. Lo que no le contó suprimo, porque no lo sabía, fue que unanoche de finales de agosto de 1936,cuando acababa de estallar la guerra yManuel Mena aún no había partido haciael frente y seguía en Ibahernando, elpadre de El Pelaor había sido sacado ala fuerza de su casa por los franquistas yasesinado en los alrededores del pueblo.

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3 —¿De verdad vas a escribir otra

novela sobre la guerra civil? Pero ¿túeres gilipollas o qué? Mira, la primeravez te salió bien porque pillaste alpersonal por sorpresa; entonces nadie teconocía, así que todo el mundo te pudousar. Pero ahora es distinto: ¡te van a darde hostias hasta en el carnet de

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identidad, chaval! Escribas lo queescribas, unos te acusarán de idealizar alos republicanos por no denunciar suscrímenes, y otros te acusarán derevisionista o de maquillar elfranquismo por presentar a losfranquistas como personas normales ycorrientes y no como monstruos. Eso esasí: la verdad no le interesa a nadie, ¿note das cuenta? Hace unos años parecióque sí interesaba, pero fue un espejismo.A la gente no le gusta la verdad: legustan las mentiras; de los políticos ylos intelectuales mejor no hablar. Unos

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se ponen de los nervios cada vez quesacas el asunto, porque siguen pensandoque el golpe de Franco fue necesario opor lo menos inevitable, aunque no seatrevan a decirlo; y otros han decididoque le hace el juego a la derecha quienno dice que todos los republicanos erandemócratas, incluidos Durruti y LaPasionaria, y que aquí no se mató unputo cura ni se quemó una puta iglesia…Además, ¿es que no te has enterado deque la guerra ya no está de moda? ¿Porqué no escribes una versión pos-posmoderna de Sex o no sex o de ¡Qué

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gozada de divorcio!? Te prometo que tela llevo al cine. Nos vamos a forrar.

En noviembre de 2012 llamé porteléfono a David Trueba y le pedí queme acompañara a Ibahernando paragrabar en vídeo una entrevista quequería hacerle al último testigo de lainfancia de Manuel Mena (o al que porentonces yo pensaba que era su últimotestigo), y aún estaba acabando deexplicarle quién era Manuel Menacuando me interrumpió con la retahílaque acabo de resumir.

Mentiría si dijese que me sorprendió.

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Años atrás David había adaptado al cineuna novela mía que trataba sobre laguerra civil; inesperadamente —porquelo normal en estos casos es que elnovelista y el director acaben odiándosea muerte—, nos hicimos amigos. Davidsostenía que nuestra amistad se basabaen que nos parecíamos mucho; lo ciertoes que se basaba en que no nosparecíamos nada. Él había sido un niñoprodigio que escribía guiones de cine ytelevisión a la edad en que yo todavíajugaba a las canicas, así que, aunque lellevaba siete años, cuando lo conocí

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había acumulado mucha más experienciaque yo, había viajado mucho más que yoy conocía a mucha más gente que yo. Enrealidad, por momentos parecía mipadre. Ahora recuerdo una anécdota.Sucedió al terminar la gala televisada enla que la Academia de Cine concedecada año los premios Goya a la mejorpelícula española. La película de Davidbasada en mi novela había acaparadoocho candidaturas, incluida la de mejorpelícula y mejor director, y, cuando seanunció la noticia, David me pidió queasistiera a la ceremonia de entrega de

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los galardones. La petición me extrañó,pero acepté y asistí a la gala con mimujer. Fue una catástrofe: de los ochoGoya a los que aspiraba la película,sólo consiguió uno de consolación, a lamejor fotografía. Cuando terminó laceremonia, la cara de David era unpoema; desde que se mascó la debacleyo había empezado a buscar condesesperación una frase de consuelo,pero al final fue él quien nos consoló ami mujer y a mí. «No sabéis cuántosiento haberos hecho venir para esto,chavales —nos dijo en cuanto se

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encendieron las luces de la sala,plantándonos una mano en el hombro acada uno—. Me hubiera encantadodedicaros un premio. Pero es lo que yodigo: en esto del cine, aparte de follar yde forrarte no esperes nada.»

A David le encantaba dárselas dedirector comercial, capaz de vender sualma a quien fuera por un taquillazo,pero la verdad es que jamás habíadirigido por encargo, que losproductores le consideraban un directorultraintelectual y que sus películas eranmuchas veces militantemente

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anticomerciales. Es madrileño y vive enMadrid y, aunque yo vivo en Barcelona,cuando se acallaron los ecos de lapelícula seguimos viéndonos a menudo.Fue entonces cuando el desequilibrioconstitutivo de nuestra amistad empezó aresultar clamoroso, porque yo no parabade pedirle consejos y él no paraba dedármelos, de recomendarme qué debíahacer y qué no y de intentar arreglarmela vida, igual que si fuese mi mánager omi agente literario o igual que si meviese como un niño perdido en unbosque infestado de lobos. Luego,

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durante una época, las tornas cambiarono parecieron cambiar o intenté quecambiaran, para devolverle su respaldo.Fue cuando se separó de su mujer.Aunque en mi vida he visto una rupturamás amigable, David sufrió mucho conella; de un día para otro se apagó, supelo se entretejió de blanco, envejeció.No sé si la palabra «ruptura» es exacta:el caso es que su mujer le dejó por esoque los paparazzi llaman una estrella deHollywood; en realidad se trataba dealgo mucho peor: de una estrella de cineque se resiste con uñas y dientes a ser

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una estrella de Hollywood, lo que laconvierte en una estrella de Hollywoodal cuadrado, uno de esos tipos con losque todas las mujeres sueñan con razón.Mi amigo intentó llevarlo con la máximadignidad; de hecho, mi impresión es quelo llevaba con demasiada dignidad. Yonunca le preguntaba por el asunto,porque recordaba una frase de un viejoactor de reparto que David citaba amenudo («Yo a mis amigos no les cuentomis penas: ¡que les divierta su putamadre!») y porque él apenas lomencionaba; no obstante, las pocas

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veces que lo hizo me llamó la atenciónla ecuanimidad de psicólogoespecializado en relaciones de parejacon que hablaba de su matrimonio roto,pero sobre todo que no formulase el másmínimo reproche contra su mujer y quepareciese mucho más preocupado porella que por sí mismo. Hasta que un día,mientras me contaba que acababa deverla para hablar de los niños, comohacía a menudo, se desmoronó yempezaron a correrle las lágrimas porlas mejillas. Sintiéndome impotente, ledejé llorar; luego le dije con rabia que

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se estaba equivocando y que una cosa esser un caballero y otra ser un imbécil.«Preocúpate de ti, coño —le dije,furioso—. Olvídate de esa mujer. Ydesahógate un poco. No pasa nada.Llámala a ella bruja y a él sinvergüenza.Mira, mira, repite conmigo: ¡Sin-ver-güen-za! ¿Lo ves? Es facilísimo. Concuatro sílabas: ¡Sin-ver-güen-za!Pruébalo, ya verás, te sentará de putamadre.» «Ya me gustaría a mí, Javier —contestó, asintiendo mientras trataba deenjugarse las lágrimas—. Pero es que nopuedo. Tú no lo entiendes: es normal

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que el tío sea muy guapo y muy rico yhasta que tenga los ojos azules; claro,para ti y para mí eso es totalmenteanormal, pero bueno… El problema esque además el hijo de puta es un tipoestupendo, una persona buenísima y unactor cojonudo. ¿Cómo quieres que mecague en él?» «¡Pues por lo menoscágate en tu mujer!», le grité. «¿En lamadre de mis hijos? —contestó,horrorizado—. ¿Cómo se te ocurre?Además, en el fondo la culpa de todo esmía: ¡pero si casi fui yo el que terminéde convencerla de que estaba enamorada

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de ese cabrón y de que se largara conél!» En fin… Pasado un tiempo Davidpareció empezar a conformarse con sunueva situación. No estoy seguro de quemis consejos le ayudaran mucho ahacerlo, pero sí de que le ayudó sutrabajo; le iba mejor que nunca: escribíasin parar en la prensa, había publicadocon éxito una novela, había estrenadocon éxito una serie de televisión y unapelícula, estaba preparando el rodaje deotra. Por esa época volvimos a vernoscon frecuencia y nuestra amistadrecuperó su desequilibrio natural.

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Así que, después de enterarme graciasa una vieja foto escolar y a uncomentario de mi primo José AntonioCercas de que quedaba un testigo vivode la infancia de Manuel Mena, llamépor teléfono a David y, venciendo lavergüenza que me daba llevar amigos aIbahernando, le pedí que meacompañase a mi pueblo con elargumento de que le necesitaba para quefilmase mi conversación con aquellapersona; en parte era verdad, pero sóloen una parte: la otra parte era que noquería hacer yo solo la entrevista. La

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primera reacción de David fueprevisible, pero no intenté despejar sustemores porque sentí que por teléfonoera demasiado difícil explicarle por quéquería ir a Ibahernando y hablar con elúltimo testigo de la infancia de ManuelMena (o con el que yo pensaba porentonces que era su último testigo)aunque no iba a escribir una novelasobre Manuel Mena. Su segundareacción también fue previsible.

—¿Cuándo quedamos? —preguntó.

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A la mañana siguiente de que yoparticipase en un festival literario que secelebraba aquel mes de noviembre enMadrid, David pasó a buscarme encoche por el hotel donde me alojabajunto al Retiro. Era sábado y mi amigoiba acompañado por sus dos hijos:Violeta y Leo. Dejamos a Violeta en unaacademia de danza y a Leo en un campode fútbol de la Casa de Campo, y hacialas doce salimos de la ciudad por lacarretera de Extremadura. Durante unbuen rato estuvimos hablando de lapelícula que él tenía entre manos, donde

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según me explicó quería contar lahistoria de un profesor que usaba lascanciones de los Beatles para enseñaringlés en la España de los años sesentay que, cuando se enteraba de que suídolo John Lennon estaba en Almeríarodando una película, decidía ir aconocerlo; ya tenía escrito el guión, meexplicó, y estaba metido de lleno en labúsqueda de dinero y actores con quefilmarlo. Más allá de Talavera de laReina, a la altura de Almaraz, o quizá deJaraicejo, paramos en una gasolinera,rellenamos el depósito del coche y,

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mientras tomábamos café en un bar degrandes ventanales por los que se veíael tráfico escaso de la autovía, Davidcomentó:

—Por cierto, he estado pensando entu libro sobre la guerra civil.

—¿Ah, sí?—Sí, y he cambiado de opinión: me

parece una idea estupenda. ¿Sabes porqué? —Intrigado, negué con la cabeza—. Muy sencillo: ahora comprendo queen Soldados de Salamina inventaste unhéroe republicano para esconder que elhéroe de tu familia era un franquista.

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Soldados de Salamina era el título dela novela que David había adaptado alcine. Dije:

—Un falangista, más bien.—Bueno, un falangista. El caso es que

escondiste una realidad fea detrás deuna bonita ficción.

—Eso suena a reproche.—No lo es. No estoy juzgando:

describo.—¿Y?—Que ahora te toca afrontar la

realidad, ¿no? Así podrás cerrar elcírculo. Y así podrás dejar de escribir

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de una puta vez sobre la guerra y elfranquismo y todos esos coñazos que tetorturan tanto. —Vació de un trago sutaza de café—. Ya lo verás —añadió—:te va a salir un libro cojonudo.

—Pues no voy a escribirlo.David me miró como si acabara de

descubrirme junto a él, de pie frente a labarra.

—No jodas —dijo.Volvimos al coche y, mientras

seguíamos nuestro camino, le expliquémis razones para no escribir el librosobre Manuel Mena y le recordé las que

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él me había expuesto por teléfono, o conlas que me había reñido. También le dijeque ya había escrito una novela sobre laguerra civil y que no quería repetirme.Tratando de adelantarme a susobjeciones, añadí que, si de todosmodos iba a hablar con un testigo de lainfancia de Manuel Mena, era porquequería recoger toda la informaciónposible acerca de Manuel Mena antes deque se esfumase.

—¿Y luego? —preguntó—. Cuandotengas toda la información, digo.

—No lo sé —reconocí—. Ya lo

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pensaré. A lo mejor se la doy a alguienque esté menos implicado que yo en lahistoria, para que la cuente él. A lomejor la dejo sin contar. O a lo mejor,quién sabe, cambio de opinión y acabocontándola yo. Ya veremos. En todocaso, si al final me decidiese a contarlano me ceñiría a la verdad de los hechos.Estoy harto de relatos reales. Tampocoquiero repetirme en eso.

David asintió varias veces, aunque noparecía muy satisfecho con misexplicaciones. Se lo dije.

—La verdad es que no —reconoció.

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—¿Y eso?—No sé: tengo la impresión de que

estás menos preocupado por tu novelaque por lo que van a decir de tu novela.

—No me dirás ahora que esto no esun reproche.

—Ahora no —volvió a reconocer—.Mira, lo que quiero decir es que no sonlos libros los que tienen que estar alservicio del escritor, sino el escritor elque tiene que estar al servicio de suslibros. ¿Qué es eso de que no quieresrepetirte? Como empieces a preocupartepor tu carrera literaria, por lo que le

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conviene o no a tu carrera literaria, porlo que van a decir los críticos y tal,estás muerto, tío; preocúpate porescribir y olvídate de lo demás. Todaslas novelas de Kafka son más o menosiguales, y todas las de Faulkner también.¿Y a quién carajo le importa? Unanovela es buena si le sale de las tripasal escritor; nada más: el resto sonmandangas. Y en cuanto a lo de que noquieres hacerte cargo de la historia deManuel Mena, es gracioso: nos llenamosla boca diciendo que este país tiene queasumir su pasado como es, de una vez

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por todas, con toda su dureza y toda sucomplejidad, sin edulcorarlo nimaquillarlo ni esconderlo debajo de laalfombra, y lo primero que hacemoscuando se trata de asumir el pasadopersonal es exactamente eso:esconderlo. Hay que joderse.

Al cabo de un rato avistamos Trujillo,con la fortaleza medieval encaramada enel cerro de Cabeza del Zorro y la ciudadextendida sobre él. Dejamos el núcleourbano a un lado y poco después salimosde la autovía y aparcamos frente a LaMajada, un restaurante incrustado entre

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la autovía y la vieja carretera de Madrida Lisboa, muy cerca ya de Ibahernando.En el patio de La Majada había tresmesas puestas con manteles a cuadros,pero sólo dos de ellas estaban ocupadaspor comensales que desafiaban laintemperie de noviembre con ayuda deun sol duro y brillante. Nos sentamos enla que quedaba libre y, en cuantoapareció un camarero, le pedimos doscervezas de urgencia. Luego pedimosuna ensalada, un plato doble de moragay una botella de tinto. Eran las dos ymedia; estábamos citados en

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Ibahernando a las cinco: teníamostiempo de comer sin prisas.

Cuando trajeron la botella de tintoDavid reparó en la etiqueta.

—Habla del Silencio —leyó—.Bonito oxímoron.

—Es de aquí. El vino, quiero decir.Mi abuelo Juan lo hacía de pitarra; eramalísimo, pero entonces no había otro.

David saboreó el vino.—Pues éste está rico —opinó.—Es que hemos aprendido a hacerlo

—admití—. El problema no era latierra; éramos nosotros.

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—¿Tu abuelo Juan era hermano deManuel Mena?

—Era el hermano mayor. ManuelMena era el más pequeño.

Estábamos sentados frente a frente,con los abrigos puestos, él de cara a lafachada del restaurante y a una granjaque tapaba la visión de la autovía, y yode cara a la carretera vieja deIbahernando, por la que no circulaba unsolo coche. El aire era seco, vibrante.Alrededor de nosotros se extendía unallanura verde y silenciosa, de la quebrotaban encinas polvorientas, cercas de

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piedras y peñascos descomunales; porencima de nosotros el cielo era de unazul uniforme, sin nubes. El camareronos trajo la ensalada y la doble raciónde moraga y, mientras comíamos, lehablé a David de la historia deIbahernando, de su dependencia secularde Trujillo y su importancia en lacomarca hasta que la emigración diezmósu población en los años cincuenta ysesenta y en muy poco tiempo pasó detener más de tres mil habitantes a tenerquinientos; también le puse enantecedentes sobre el hombre al que

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íbamos a entrevistar: le dije que sellamaba Antonio Ruiz Barrado pero todoel mundo lo conocía como El Pelaor,porque su oficio había consistidosiempre en esquilar el ganado, le contéque había sido siempre vecino de mifamilia en el pueblo, le hablé de la fotoescolar en que aparecía junto a ManuelMena, le dije que, aunque vivía la mayorparte del tiempo entre Cáceres, Bilbao yValladolid, adonde habían emigrado sustres hijos, estaba pasando unos días enIbahernando con su hija pequeña, leexpliqué que no había hablado por

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teléfono con él sino con su hija mayor,quien al principio me había dado pocasesperanzas de que quisiera hablarconmigo porque, aseguró, ella nuncahabía oído hablar de la guerra a supadre, y para quien fue una sorpresa queEl Pelaor aceptara la entrevista. Ya casihabíamos terminado con la ensalada y lamoraga cuando David volvió a sacar elasunto de mi novela.

—No puedo creer que hayasabandonado la idea.

—Pues es verdad —dije. Repetí losargumentos que había esgrimido antes,

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quizá añadí algún otro—. Además —rematé—, nunca he escrito sobre mipueblo: ni siquiera sabría cómo hacerlo.

—¿Por qué no escribiendo sobreManuel Mena? —preguntó—. Al fin y alcabo, no eres tú el que ha elegido esetema; es el tema el que te ha elegido a ti.Y ésos son siempre los mejores temas.

—Puede que tengas razón, pero estecaso es distinto. No digo que ManuelMena no me interese. La verdad es quesiempre me interesó. Quiero decir quesiempre quise saber qué clase dehombre era. O qué clase de adolescente,

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más bien… Siempre quise saber por quése marchó a la guerra tan joven, por quéluchó con Franco, qué hizo en el frente,cómo murió. Ese tipo de cosas. Mimadre se ha pasado la vida hablándomede él, y supongo que es natural: hacepoco descubrí que más que su sobrinaera su hermana pequeña, vivía en sucasa cuando él murió, para ella era lahostia, el hombre joven y valiente quehabía salvado a la familia, que lo habíasacrificado todo por ella. Y lo máscurioso es que, aunque llevo toda lavida oyendo hablar de él, todavía no

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conozco al personaje, no soy capaz deimaginármelo, no lo veo… No sé si meexplico.

—Perfectamente.—Claro que estoy seguro de que mi

madre tampoco lo conoce. Lo queconoce es sólo una imagen, unas cuantasanécdotas repetidas: la leyenda deManuel Mena, más que su historia. Y sí,la verdad es que a mí siempre me haintrigado qué hay de verdad y qué hay dementira en esa leyenda.

—¿Quedan papeles, cartas, cosas así?—No queda nada.

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—¿Cuántas veces aparece su nombreen internet?

—Que yo sepa, dos. Una por unartículo que escribí sobre él y otra porun foro donde unos tipos me ponen aparir por haber escrito ese artículo.

David sonrió: había terminado decomer. Se pasó una mano por el pelo; lollevaba largo, revuelto y veteado decanas, igual que la barba de tres díasque le sombreaba las mejillas.

—El tiempo lo entierra todo —sentenció, decepcionado—. Y setenta ycuatro años es una eternidad. —De

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repente pareció animarse—. ¿Teimaginas que encontrases una grabaciónde Manuel Mena, una película casera oalgo así, con Manuel Mena moviéndosey hablando y sonriendo? Entonces sí quepodrías verlo, ¿no?, igual que podrásver a El Pelaor cuando lo grabe.

Entornando los ojos con mediainclinación de cabeza descarté la meraposibilidad de ese prodigio. David seencogió de hombros; añadió:

—No sé. Quizá tienes razón y lomejor es que no escribas el libro. Pero

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es una lástima: seguro que a tu madre lehubiese gustado leerlo. Y a mí también.

El camarero recogió los platos ypedimos café, un par de chupitos deorujo y la cuenta. Eran casi las cuatro ymedia. El sol calentaba cada vez menosy, aunque aún no hacía frío, ya éramoslos últimos comensales en el patio de LaMajada; faltaba poco más de media horapara la cita con El Pelaor: teníamos queempezar a pensar en levantarnos de lamesa.

La camarera nos trajo los cafés y loschupitos, David me permitió pagar la

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cuenta y, cuando volvimos a quedarnos asolas, pensé en lo que mi amigo acababade decir sobre mi madre y apuré de unsolo trago el chupito. David no conocíaa mi madre, o sólo superficialmente,pero mientras él hablaba, ya no recuerdosobre qué, me distraje pensando quequizá el mejor motivo para no escribirel libro sobre Manuel Mena era que miamigo tenía razón: a mi madre le hubieseencantado leerlo. «Escribo para no serescrito», pensé. No sabía dónde habíaleído esa frase, pero de repente medeslumbró. Pensé que mi madre llevaba

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toda la vida hablándome de ManuelMena porque para ella no había destinomejor o más alto que el de ManuelMena, y pensé que, de una manerainstintiva o inconsciente, yo me habíahecho escritor para rebelarme contraella, para evadirme del destino en el queella había querido confinarme, para quemi madre no me escribiese o para no serescrito por ella, para no ser ManuelMena.

—Oye, Javier, hay una cosa que meintriga —dijo David, sacándome de miensimismamiento.

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—¿Qué cosa?—¿Tú te sientes culpable por haber

tenido un tío facha?Ahora fui yo el que sonrió.—Un tío no —puntualicé, un poco

ebrio—. La familia al completo.—No te jode: más o menos como la

mitad de este país. ¿Te he contadoalguna vez que mi padre también hizo laguerra con Franco? Y bien convencidoque la hizo, el tío… Además, quien nohizo la guerra con Franco lo aguantódurante cuarenta años. Digan lo quedigan, aquí, salvo cuatro o cinco tipos

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con agallas, durante la mayor parte delfranquismo casi todo el mundo fuefranquista, por acción o por omisión.Qué remedio. Por cierto, ¿no vas acontestar mi pregunta?

—Hannah Arendt diría que no deberíasentirme culpable, pero sí responsable.

—¿Y tú qué dices?—Que lo más probable es que

Hannah Arendt tenga razón, ¿no crees?David se quedó mirándome un

segundo, acabó de beberse su licor y,dejando el vasito vacío sobre la mesa,dijo:

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—Yo lo que creo es que no deberíassentirte culpable de nada, porque laculpa es la forma suprema de lavanidad, y tú y yo ya somos lo bastantevanidosos.

Me reí.—Eso es verdad. —Señalé mi reloj y

pregunté—: ¿Vamos?

Al doblar una curva vi alzarse a lo lejoslas primeras casas del pueblo, blancascontra el cielo azul, con la moleamarilla del silo en primer término, y

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pensé como siempre en mi madre. «Lapatria», pensé. También como siempre,me vino a la memoria aquel pasaje delQuijote en que Don Quijote y SanchoPanza, ya casi al final del libro, regresana su pueblo tras una larga ausencia y, alvislumbrarlo en el horizonte, elescudero cae de rodillas y da riendasuelta a su emoción por la patriarecobrada. Entonces pensé que la patriade mi madre era la misma que la deSancho Panza, pero también que esapatria minúscula no era la patriamayúscula por la que había muerto

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Manuel Mena, aunque ambas llevasen elmismo nombre.

Todavía pensaba en mi madre, enSancho Panza y en Manuel Menamientras dejábamos a la derecha el siloy el cuartel de la guardia civil y a laizquierda el cementerio nuevo y lalaguna. Luego abandonamos la carreteray nos internamos en el pueblo. Allí elsilencio era total; no se veía un alma porlas calles, blancas y limpísimas. En laPlaza apenas había un coche aparcado,pero el bar estaba abierto, o lo parecía.Mientras bajábamos hacia el Pozo

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Castro le pedí a David que parase elcoche en una esquina. Señalé una placa.«Calle Alférez Manuel Mena», rezaba.

—Aquí está nuestro héroe —dijoDavid—. Impasible el ademán.

Cruzamos el Pozo Castro, subimoshasta la calle de Las Cruces yaparcamos frente a la entrada de la casade mi madre, un portón de maderaprotegido por una cancela de hierrocerrada con un candado. La casa sólo sehabitaba en agosto, pero no parecíaabandonada, en parte porque hacía pocotiempo que habíamos encalado la

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fachada y en parte porque el resto delaño la cuidaban algunos familiares yamigos, entre ellos Eladio Cabrera, unvecino que durante años había trabajadocomo tractorista para mi familia. AhoraEladio ejercía de guardián oficioso dela casa, y mi madre me había encargadoque le pidiese las llaves para echar unvistazo a su interior. Tenía intención deechárselo, pero no antes de hacer lo quehabía ido a hacer a Ibahernando.

Así que David y yo nos llegamos a lacasa de El Pelaor, que según me habíaindicado mi madre estaba casi enfrente

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de la de Eladio, y llamamos a la puerta.El metal de la aldaba resonó conestrépito en la quietud del pueblo, peronadie nos abrió. Aunque escrutamos lacalle a izquierda y derecha, no vimos anadie salvo a un anciano sentado en losescalones de una casa alejada,observándonos con un brazo en unamuleta y con la descarada curiosidadque la gente del pueblo reserva a losforasteros (o esa impresión me dio). Mepregunté en silencio si a última hora ElPelaor se habría arrepentido deconcederme la entrevista, para respetar

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su costumbre de no hablar de la guerra;David me preguntó en voz alta si estabaseguro de que era allí donde vivía ElPelaor. Como no estaba seguro,llamamos a casa de Eladio Cabrera. Notardó en abrirnos el propio Eladio,quien celebró nuestra aparición congrandes muestras de contento y lamentóque no estuviera allí Pilar, su mujer, quehabía ido a ver a su hermana. Yo lepregunté por El Pelaor. Eladio confirmóque su casa era la que yo pensaba queera, nos informó de que estaba pasandouna temporada en el pueblo con su hija

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Carmen, supuso que habría salido apasear y apostó a que volvería pronto;por mi parte le propuse a David esperarel regreso de El Pelaor cumpliendo conel encargo que me había hecho mimadre.

Aceptó. Eladio se ofreció aacompañarnos, y lo primero que hizo alentrar en casa de mi madre fue encenderla luz del zaguán, perderse en laoscuridad de la sala de estar y abrir lospostigos de la ventana tras forcejearunos segundos con ellos: filtrado por loslistones de la persiana, el sol de la tarde

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otoñal invadió la sala, revelando suszócalos de azulejos historiados, susparedes adornadas con platos decerámica de Talavera, sus sillas,sillones y sofás de estilos y épocasdispares, su televisión antediluviana ysus aparadores llenos de manteles yvajillas heredados, en cuyas repisasdescansaban fotos de familia y trofeosde mi adolescencia de deportista; unamiríada de partículas de polvo flotabaen el silencio estancado de la sala.Precedidos por Eladio, recorrimos laplanta baja en penumbra, el comedor, la

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cocina, los baños y las alcobas, con sussuelos de baldosas abombadas por lahumedad y su abigarrada confusión demuebles y adornos de madera, de loza yde bronce, con sus camas de somieres unpoco desvencijados y sus armarios devarios cuerpos, con sus bodegones y suscuadros de caza y sus imágenesreligiosas pendientes de paredessalpicadas por lamparones de humedad.A la puerta del dormitorio de mi madrele dije a David:

—Ven: te voy a enseñar una cosa.Cruzamos el dormitorio, entramos en

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el cuarto de los baúles y di la luz. Unabombilla desnuda alumbró una estanteríallena de libros y un montón de trastosviejos, incluidos varios baúles conbisagras negras y tapas abovedadas; deuna pared exenta colgaba el retratoenmarcado de Manuel Mena. David y yonos quedamos mirándolo mientrasEladio abría un ventanuco y apagaba laluz.

—¿Es él? —preguntó David.Dije que sí. Hubo un silencio durante

el cual Eladio se unió a nosotros, frenteal retrato.

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—Joder —se asombró David—. Esun niño.

—Ahí tenía diecinueve años —dije—. O estaba a punto de cumplirlos. Lefaltaba muy poco para morir.

Intenté descifrar para ellos el retrato,o más bien el uniforme de gala deManuel Mena —las estrellas solitariasde alférez en los galones y en la gorra deplato, la insignia de infantería en lagorra y las solapas de la guerrera, igualque la insignia de los Tiradores de Ifni,la Medalla de Sufrimientos por la Patriay la cinta con dos barras—, y Eladio

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contó lo que había oído sobre ManuelMena. Cuando ya íbamos a salir delcuarto, me pareció ver en las estanteríaslibros que nunca había visto allí y,mientras Eladio y David salían, mequedé un momento curioseando. Entrelos libros había una traducción de laIlíada y otra de la Odisea, publicadasen dos volúmenes acogedores; los hojeépensando en Aquiles y en Manuel Mena.Después cerré el ventanuco y me losllevé.

Terminamos de recorrer la casa (elportalón, el corral con su pozo y su

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limonero, las cuadras y el tinado detechos medio caídos y pesebres yabrevaderos desbordados de cascotes,el pajar desierto, la vieja cocina dondese celebraba la matanza) y, para cuandoEladio volvió a cerrar el portón deentrada y a poner el candado en lacancela de hierro, David y él se tratabancomo viejos conocidos. En la calle,antes de despedirnos, Eladio meadvirtió:

—Tu madre está inquieta, Javi.Nos miramos un segundo sin hablar.

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Eladio tenía los ojos diáfanos y la pielabrasada por el sol.

—¿Inquieta? ¿Por qué?—¿Por qué va a ser? —contestó

Eladio—. Por la casa. Se le ha metidoen la cabeza que cuando ella se muera lavenderéis.

—¿Y qué quieres que hagamos? —lepregunté—. Mis hermanas viven a milkilómetros de aquí, igual que yo. Lascomunicaciones son malas, casi ningunode nosotros viene ya por el pueblo, ycuando viene es sólo para acompañar ami madre, en verano. ¿Qué hacemos,

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Eladio? ¿Conservamos la casa parapasar aquí un fin de semana al año, si esque lo pasamos?

Eladio asintió sin alegría, resignado.—Tienes razón, Javi —concedió—.

Es lo que yo le digo siempre a Pilar:cuando nosotros nos muramos, el pueblose acabará.

Nos despedimos de Eladio y fuimosde nuevo a casa de El Pelaor; llamamosde nuevo a su puerta; de nuevo, nadiecontestó. La calle continuaba vacía,aunque el viejo de la muleta seguíamirándonos desde lejos, sentado en los

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escalones de la casa. Decidimos matarel rato tomando un café en el bar y,mientras bajábamos la calle de LasCruces y atravesábamos el Pozo Castro,hablamos de Eladio y de la casa de mimadre; David comentó que, si élestuviera en mi lugar, se quedaría conella.

—Y si yo fuera Stephen King, también—contesté.

—Y una mierda —replicó—. Si túfueras Stephen King podrías quedartecon el pueblo entero.

Además del patrón, en el bar sólo

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había dos parroquianos, jugando aldominó. Vagamente los conocía a todos;los saludamos y hablamos un momentolos cinco. Con el café le expliqué aDavid que en aquel local habían estadomuchos años el cine y el baile delpueblo, y que allí le había dado elprimer beso a una chica y había visto miprimera película.

—¿Qué película era? —preguntó.—Los cuatro hijos de Katy Elder —

contesté.—¿Ves como Eladio tenía razón? —

Le miré sin entender. Explicó—: Uno es

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de donde da su primer beso y de dondeve su primer western. —Pagó los cafésy añadió—: Éste no es el pueblo de tuspadres, chaval: éste es tu puto pueblo.

La puerta de la casa de El Pelaorestaba entreabierta. La empujé sinllamar, dando las buenas tardes, y enseguida apareció una mujer de cincuentay tantos años, delgada y sonriente, depelo claro y voz cantarina. Era la hija deEl Pelaor, se llamaba Carmen y lareconocí de inmediato, porque durantemi infancia la había visto ayudando cadaverano a mi tía Sacri con las faenas

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domésticas. En aquella época era alegrey cariñosa; seguía siéndolo: me dio dosgrandes besos, preguntó por mi madre ymis hermanas, se disculpó por no haberestado en casa a la hora acordada y dijoque su padre había salido a caminardespués de comer, como cada tarde, yque le extrañaba mucho que todavía nohubiese vuelto. Nos asomamos todos ala puerta.

—Mírale —dijo Carmen, señalandola calle—. Ahí está.

Era el anciano a quien habíamos vistodesde el principio, sentado en los

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escalones de la casa y apoyado en unamuleta. Comprendí que la distancia mehabía engañado y que no nos habíaestado mirando con curiosidad sino coninquietud. Carmen confirmó miimpresión.

—Lleva toda la semana descompuestopor la entrevista —contó, echando aandar hacia su padre—. Dice que nosabe qué tiene que decir.

La seguimos. El Pelaor se incorporóayudándose con su muleta y, apoyado enella, aguardó a que llegáramos hasta él.Cuando lo hicimos le estreché con

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fuerza la mano (una mano áspera y dura,pero indecisa), me presenté, le presentéa David. Era un hombre calvo, pequeñoy fornido, de ojos nerviosos y oscuros yrasgos redondeados, como pulidos porsus noventa y cuatro años de edad;vestía una camisa blanca, muy limpia, yunos pantalones de tergal. No lo habíavisto nunca, o no lo recordaba, cosa queme extrañó. Estaba incómodo oasustado, o ambas cosas a la vez.Mientras caminábamos de vuelta haciasu casa intenté tranquilizarle, y al llegarnos sentamos en el zaguán, yo a su

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izquierda y frente a él David, que sacóde su bolsa de mano una pequeñacámara de alta definición Sony; a laderecha de El Pelaor se sentaronCarmen y su marido, un hombre discretoy silencioso, algo mayor que ella.Carmen debió de ofrecernos algo debeber, aunque no lo recuerdo. Lo que sírecuerdo es que antes de entrar enmateria le pregunté a El Pelaor:

—¿Le importa que le grabemos?

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No es verdad que el futuro modifique elpasado, pero sí es verdad que modificael sentido y la percepción del pasado.Por eso el recuerdo que conservan de laII República muchos ancianos deIbahernando es un recuerdoemponzoñado de enfrentamiento,división y violencia. Se trata de un falso

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recuerdo, un recuerdo distorsionado ocontaminado retrospectivamente por elrecuerdo de la guerra civil que arrasócon la II República. La violencia, ladivisión y el enfrentamiento existieron,pero existieron sobre todo al final de laII República. De entrada todo fuedistinto.

El 13 de abril de 1931, al díasiguiente de unas elecciones municipalesconvertidas en un plebiscito que laMonarquía perdió sin paliativos en lasgrandes ciudades y que precipitó elexilio inmediato de Alfonso XIII y la

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inmediata proclamación de laRepública, el último primer ministro delRey declaró que España se habíaacostado monárquica y se habíadespertado republicana. No sé si eso fuelo que ocurrió en todo el país; sin dudafue lo que ocurrió en Ibahernando. Dehecho, el 12 de abril ni siquiera hubonecesidad de celebrar elecciones en elpueblo, porque la ley electoral vigenteprescribía que no se celebrasen enaquellos municipios en los que no sepresentaran varias candidaturas, y enIbahernando se había presentado una

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sola: la candidatura monárquica. Sinembargo, dos meses más tarde hubonuevas elecciones, esta vez generales, yentonces cosechó una victoriacontundente en el pueblo el PartidoRepublicano Radical de AlejandroLerroux, que obtuvo cuatrocientoscuarenta de los quinientos cuatro votosemitidos. Así que es probable que enabril de aquel año la mayoría de loshabitantes de Ibahernando fuese porinercia monárquica y que en junio lamayoría fuese por inercia republicana.El caso es que, como en el resto del

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país, esa voluble mayoría recibió laRepública con esperanza. Era unsentimiento justo. Por entonces el pueblono había asumido del todo ningunafantasía de desigualdad básica entre sushabitantes ni había ingresado porcompleto en la ficción, y la mayor partede los lugareños debía de intuir que,aunque unos fueran campesinos contierra y otros campesinos sin tierra, susintereses no diferían en lo esencial, queno existían siervos ni patricios sino quetodos eran siervos sometidos a la tiraníaremota y absentista de los grandes

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propietarios y aristócratas de Madrid, yque todos tenían por tanto un adversariocomún contra el cual podía defenderlesla flamante República, cuya promesa deun futuro próspero y emancipadoresultaba no sólo seductora sinoverosímil.

La intuición era exacta, y los primerosaños del nuevo régimen parecieronconfirmarla. Es posible que alinstaurarse la II República la mayoría deIbahernando se volviera republicana porinercia o imitación o contagio de lafiebre de cambio que inflamaba gran

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parte del país; si así fue, pronto eseimpulso heterónomo se convirtió enautónomo, de manera que aquellacalentura inaugural afectó al puebloentero o casi entero: las nuevas ideasrepublicanas y socialistas prendieroncon fuerza entre campesinos con tierra ycampesinos sin tierra, se inauguró unaCasa del Pueblo, se crearon o afianzaronpartidos y sindicatos vinculados alpartido y al sindicato socialista, como laUnión Agraria Socialista. Estaefervescencia no poseía un único signopolítico, porque la de Ibahernando no

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era una comunidad dividida, perotampoco idílica y carente de conflictos eintereses contrapuestos: aunque losintereses de la comunidad eran losmismos, no eran idénticos sin fisuras; laprueba es que algunos campesinosfundaron primero un sindicato derechistallamado El Porvenir y luego otrollamado Sociedad de Agricultores. Pero,además de política y sindical, laefervescencia también fue social yreligiosa. A principios de siglo un grupode protestantes encabezados por el hijode un pastor de origen alemán se instaló

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en el pueblo, y en 1914 fundó unaiglesia. Fue el inicio visible de uncambio profundo. Como ocurría en elresto del país, en Ibahernando la Iglesiacatólica se había apoltronado desdesiglos atrás en un despotismoembrutecido y monopolista, muchomenos pendiente del bienestar de susfeligreses que de la preservación de supoder y sus privilegios, y losprotestantes recién llegados desafiaronesa negligencia inmisericordeocupándose de atender a los más pobresy necesitados, de enseñarles a leer y a

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escribir, incluso de ampararloseconómicamente. No tomaban partido enpolítica, al menos de manera abierta,pero el resultado de esa compasiónactiva fue que al caer la Monarquía losprotestantes ya se habían aclimatado enIbahernando y que, con el inéditolaicismo republicano, los miembros desu congregación se volvieron todavíamás dinámicos y su presencia resultómás notoria.

Nada de lo ocurrido en aquella épocasimbolizó mejor el giro modernizadorde la República, sin embargo, que la

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llegada de un nuevo médico al pueblo.Se llamaba don Eladio Viñuela. Habíanacido en un pueblo de Ávila yestudiado medicina en Salamanca.Gracias a sus calificacionessobresalientes, a principios de 1928,justo después de terminar la carrera,consiguió una beca de la Junta deAmpliación de Estudios para proseguirsu aprendizaje en Berlín, y tres años mástarde todavía estaba disfrutando deaquella prerrogativa ganada a pulsocuando su padre cayó enfermo y sumadre le pidió que regresara a toda

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prisa para apuntalar la amenazadaeconomía familiar aceptando una ofertade trabajo que un grupo de notables deIbahernando le hizo a través de suhermano Gumersindo. Esto ocurrió enmayo de 1931, pocas semanas despuésde la proclamación de la República, yfue así como aquel joven brillantecambió de un día para otro su futurohalagüeño de científico por un sombríopresente de médico de pueblo, y elesplendor metropolitano de la capital deEuropa por la cerrazón harapienta deaquel andurrial dejado de la mano de

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Dios. No están del todo claras lasrazones por las que las familiasprominentes de Ibahernando leofrecieron trabajo a don Eladio; acontinuación expongo la hipótesis másrepetida (y la más plausible). Elpredecesor de don Eladio se llamabadon Juan Bernardo y era un médico deconvicciones monárquicas tan fervientesque había bautizado a la mayoría de sushijos con nombres de miembros de lafamilia real y había presidido duranteaños el comité local de la UniónPatriótica, el partido conservador

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creado en los años veinte para apoyar ladictadura monárquica del generalMiguel Primo de Rivera, que en elpueblo había llegado a reunir más decien afiliados. Don Juan Bernardo era unhombre emprendedor y ambicioso. Añosatrás, con el apoyo de dos de loshombres que lo habían atraído aIbahernando contratando sus servicios,había fundado en el pueblo una empresadedicada a la fabricación deelectricidad y harina; al menos uno desus dos socios era tan ambicioso yemprendedor como él: Juan José

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Martínez, bisabuelo materno de JavierCercas, un hombre que había salido dela nada y que, aunque ni mucho menosera el mayor propietario de tierras delpueblo, se había convertido en uno delos que mayor poder acumulaba en él.La alianza comercial entre Juan JoséMartínez y don Juan Bernardo se rompióal cabo de un tiempo, y los dos hombresse enemistaron. Todo indica que esaanimadversión fue la causa de que elmédico conservador fuera apartado desu cargo y de que se buscara a donEladio Viñuela para sustituirlo; todo

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indica igualmente que don JuanBernardo no aceptó de buen grado sudestitución y que la interpretó como unarepresalia de su antiguo socio. Esposible incluso que la interpretara comouna señal palmaria de que las familiasfuertes de Ibahernando lo considerabanun personaje ingobernable y de queestaban resueltas a frustrar susambiciones. Conjeturas aparte, el hechoes que a partir de aquel momento donJuan Bernardo abjuró de sutradicionalismo monárquico, seconvirtió a un republicanismo

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apasionado y empezó a reivindicarsecomo médico y adalid de los pobres ylos oprimidos, y que, aunque en laguerra se convirtió en un devotofranquista tras haber virado bajo mano ala derecha en los meses anteriores alconflicto —cuando la situación políticay social se enconó y en el pueblo serespiraba el mismo revoltijo prebélicode miedo y de violencia que en todo elpaís—, a lo largo de la mayor parte delperíodo republicano fue el líderideológico de la izquierda local.

Pero faltaba todavía algún tiempo

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para que todo esto ocurriera. En mayode 1931, cuando don Eladio Viñuelasustituyó a don Juan Bernardo, eloptimismo fundacional de la IIRepública dominaba Ibahernando. DonEladio era un hombre culto, laico ycosmopolita, de talante e ideasliberales; no bebía, no le interesaban elcampo ni la caza ni la vida de sociedad,tampoco los entresijos y tejemanejes dela política local, y durante los casiquince años que vivió en el pueblonadie le conoció jamás otros vicios quejugar su partida diaria de cartas después

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de comer y dedicar varias horas despuésde cenar a la lectura: profesaba unalealtad contradictoria por Miguel deUnamuno y por José Ortega y Gasset y laRevista de Occidente, su bibliotecaabundaba en publicaciones científicas enalemán y con los años aprendió ingléspara leer en su lengua original a GeorgeBernard Shaw. Cuando llegó al pueblocontaba veinticuatro años. Loacompañaba su madre, doña Rosa, yambos se instalaron en una casa lindantecon la de Blanca Mena, madre de JavierCercas, que en su vejez lo recordaba

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como un hombre alto, fino, moreno y congafas, dotado de una sencillez de sabio yuna apostura de galán. No es extraño quesu llegada al pueblo desatara un revueloexpectante entre las jóvenes en edad demerecer, que empezaron a disputarse elprivilegio de su compañía y a prodigarlesus atenciones. Don Eladio no tardó endecidirse; su fallo pareció unadeclaración de principios: para sorpresade todos, la afortunada no resultó seruna rica heredera o lo que en el pueblose consideraba una rica heredera, sinouna muchacha pobre, protestante y con

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estudios llamada Marina Díaz, con quiendon Eladio se casó tras un largonoviazgo por el rito luterano y se fue avivir junto a la Plaza.

Para ese momento el médico ya habíaorganizado su rebelión particular contrael atraso inveterado del pueblo. Ademásde llevar hasta allí una radio y deproyectar o hacer proyectar las primeraspelículas ante el pasmo general, desdesu dispensario casero impuso normas dehigiene elementales pero desconocidas,como la de lavarse las manos conasiduidad, fomentó una alimentación

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ecuánime y saludable e implantó nuevoshábitos de vida, empezando por el dellevar en verano a los niños a las playasportuguesas para que el agua y el airedel mar los protegiesen el resto del añocontra las enfermedades; de igual modobatalló sin cuartel contra los males queasolaban el pueblo, como el paludismo,la tuberculosis y la elevada mortalidadinfantil. Don Eladio trabajaba para lasfamilias que lo habían contratado y leaseguraban el sustento, pero tambiénpara todo aquel que requería susservicios, de modo que su revolución

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silenciosa llegó hasta el últimorecoveco del pueblo, lo que le ganó unrespeto y una admiración unánimes yrodeó su nombre de un aura perpetua debenefactor.

Las novedades que don Eladiointrodujo en Ibahernando no fueron sólosanitarias y tecnológicas; también fueroneducativas. Por consejo o instigación desu prometida, que estaba estudiando lacarrera de filosofía y letras, en el otoñode 1933 don Eladio fundó una academia.Al principio los únicos profesores delcentro fueron los dos jóvenes; don

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Eladio impartía las clases de ciencias ydoña Marina las de letras, incluida la defrancés. No obstante, su doblemagisterio empezó en seguida a atraernuevos alumnos, primero del pueblo ymás tarde de los pueblos colindantes —de Ruanes, de Santa Ana, de Santa Cruz—, y al cabo de poco tiempo se vieronobligados a incrementar su nómina deprofesores, en la que pronto seintegraron doña Julia, la hermana dedoña Marina, y don Severiano, unhombre apacible e inteligente que habíasido desterrado al pueblo por razones

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políticas. El éxito de la nueva academiaera previsible. Acostumbrados a lasordidez pueblerina, ríspida y sin futurode la escuela de don Marcelino, losalumnos de don Eladio notaron uncambio descomunal: primero, porque yano recibían las clases en la lóbrega yhelada covachuela de las traseras de laiglesia, sino en una casa de la calle deLas Cruces provista de tres salaslimpias, aireadas y bien iluminadas, asícomo de un gran corral donde losalumnos salían a jugar al aire libredurante los recreos; y segundo —y sobre

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todo—, porque don Eladio y doñaMarina poseían vocación pedagógica,amor por el saber y capacidad paracrear una atmósfera propicia al estudio,sin contar con que sus conocimientoseran muy superiores a los de donMarcelino. Todo esto explica que, adiferencia de los desdichados alumnosde don Marcelino, los alumnos de donEladio y doña Marina terminaran susestudios en el pueblo con unapreparación suficiente para aprobar sindificultades los exámenes oficiales delbachillerato, y que de la academia del

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joven médico y su mujer salieran losprimeros universitarios de la historiadel pueblo.

Manuel Mena hubiera podido ser unode ellos; de hecho, sólo el estallido dela guerra impidió que llegara a serlo.Dos años apenas estudió Manuel Menaen la academia de don Eladio, perofueron suficientes para cambiarlo deraíz: no perdió su carácter alegre yextrovertido, pero al cabo de ese tiempoel niño díscolo, arbitrario, un pocorepelente y sin el menor interés por losestudios, víctima de un orgullo mal

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administrado y de una inteligencia sindesbastar, se convirtió en un adolescenteindustrioso, reflexivo y responsable, conuna idea precozmente clara de lo quequería hacer con su vida y con tal pasiónpor el conocimiento y la lectura que,según recuerdan sus compañeros deacademia, adquirió la costumbre delevantarse de madrugada para leer yestudiar. Nadie recuerda, en cambio, susgustos de lector; su biblioteca, si es quellegó a reunir una, se perdió o sedispersó; en julio de 1936, cuando laguerra puso patas arriba el país, se

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había matriculado en la carrera dederecho, pero eso no es indicio de nadao de casi nada. Una sola cosa es segura:su curiosidad intelectual pudo saciarseen la biblioteca de don Eladio, y noparece aventurado suponer que elmédico le iniciase en sus lecturasfavoritas y que Manuel Mena sebeneficiase de ellas. Porque don Eladiono fue sólo para él —éste es otro hechoseguro— un profesor decisivo, acaso elúnico que tuvo de verdad en su vidabrevísima. Fue más que eso: fue unmaître à penser a quien visitaba en su

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casa, con quien conversaba sin límite detiempo, a quien ayudaba en sus clases ya quien acompañaba en sus paseos porel campo. Pudo incluso ser más que eso:una figura vagamente paterna, un vagosucedáneo del padre perdido, o quizá,dado que apenas doce años de edad leseparaban de él, ese amigo mayor queorienta la insumisión de losadolescentes cuando sienten la urgenciade emanciparse de su pasado infantil ysu entorno inmediato, el hombre capazde fascinarle con su prestigio radiantede modernidad y cultura, de mostrarle

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que existía una vida más allá del pueblosin horizonte en que había nacido y deinculcarle el deseo de conocer y viajar,la ambición subversiva de llegar a serquien era. Pudo ser más: pudo ser,aparte de un maestro del pensamiento,un maestro de la vida.

En el otoño de 1933, mientras abría suspuertas la academia de don Eladio yManuel Mena empezaba su relaciónprovidencial con aquel médicoprovidencial, la II República entraba en

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una crisis que dos años y medio mástarde desembocaría en una guerra, o másbien en un golpe militar cuyo fracasodesembocó en una guerra que terminóllevándose la II República por delante.

El origen de la crisis se remontaba alorigen mismo del nuevo régimen. LaRepública contaba en su arranqueeufórico con dos apoyos básicos: por unlado el proletariado urbano y rural,obreros y campesinos cada vez másconscientes de la injusticia feroz que loshabía condenado a una servidumbrehumillante y una miseria inmemorial y

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cada vez más deseosos de liberarse deambas; por otro lado, una parte muyimportante de la clase media ymayoritaria en el país, incluido unnúmero cada vez mayor de campesinoscon tierra: esta clase media entendía conrazón que sus intereses no divergían enlo esencial de los del proletariado (yque la República podía defenderlos)aunque, a diferencia del proletariado, sedefinía por su apoliticismo y suconformismo, por su apego a los hábitosy rutinas tradicionales, por su receloinstintivo ante lo nuevo, su confianza en

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las autoridades fuertes y su devociónfetichista por el orden público y laestabilidad. No obstante, la II Repúblicatambién padeció desde su primersegundo de vida el acoso inflexible dela oligarquía y la Iglesia católica.Acampadas a su antojo en el país desdeel medievo, acostumbradas aconsiderarlo propiedad privada, ambasfuerzas sintieron peligrar su poderincontestado con la llegada de lasnuevas autoridades y se lanzaron a unaconspiración permanente contra ellas. Aesta conspiración se sumó otra: la

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orquestada por una coyuntura históricafunesta, con un país de anémicatradición democrática, con la crisismundial de 1929 todavía haciendoestragos en su maltrecha economía y conel fascismo y el comunismo extendiendosu sombra totalitaria sobre Europa. Enestas circunstancias la II República nopodía permitirse el lujo de cometererrores, por lo menos grandes errores; elhecho es que cometió bastantes, grandesy pequeños: obró con candor, contorpeza, a veces con dogmatismo y casisiempre con más buena voluntad y

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ambición que prudencia, emprendiendolas reformas descomunales quenecesitaba el país de forma simultánea yno sucesiva o escalonada, sin medir conrealismo la propia fortaleza y lafortaleza de sus oponentes y generandounas expectativas imposibles desatisfacer entre sus partidarios, sobretodo entre algunos de sus partidarios,los más menesterosos e izquierdistas, ladoliente muchedumbre de humillados yofendidos por la prepotencia de lospoderosos. Fue un error fatal. Porque,frustrados y exasperados por la lentitud

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de las reformas y por la intransigenciasin fisuras de la derecha, los humilladosy ofendidos empezaron a desconfiar delos métodos democráticos de laRepública e iniciaron un proceso deradicalización que los condujo alenfrentamiento violento y el motín sinesperanza, y que condujo a la Repúblicaa perder a chorros el favor de aquellaparte de la clase media que, aunquecompartía muchos más intereses realescon los humillados y ofendidos que conla oligarquía y la Iglesia católica,compartía con la Iglesia católica y la

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oligarquía su amor supersticioso por elorden y las tradiciones y su miedocerval a la revolución.

Este proceso suicida empezó aacelerarse a partir de noviembre de1933. El día 19 de ese mes secelebraron las segundas eleccionesgenerales de la República, que ganó laderecha. Era ya una derecha que apenascreía en la República y casi no creía enla democracia y que, en cuanto llegó alpoder, consagró sus mejores esfuerzos adesmontar las incipientes reformasrealizadas por el nuevo régimen,

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mientras surgían de sus mismas entrañasorganizaciones que imitaban el fascismotriunfante en Europa; la más importantefue Falange Española, un partidopolítico que, con su síntesisultramoderna y fraudulenta depatriotismo berroqueño y retóricarevolucionaria, iba a constituirse defacto en la milicia armada de lareacción, en el violento expediente deurgencia segregado por la oligarquíapara terminar con una democracia queintentaba reducir sus privilegios y a laque consideraban incapacitada para

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evitar la revolución. Por su parte, laizquierda cometió el error de echarse ala calle con el fin de recuperar allí elespacio perdido en el Parlamento y dedetener por la fuerza a la derecha,olvidando que carecía de fuerzasuficiente para hacerlo. La revoluciónde octubre del 34, con la posterior ysalvaje represión militar, fue el primergran testimonio sangriento del fracasogradual de una democracia que se estabaquedando sin demócratas; un fracaso quelas elecciones de febrero del 36 nofueron capaces de frenar. Para entonces

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la sociedad española se había escindidoy, aunque la izquierda agrupada en elFrente Popular consiguió la victoria, laderecha no aceptó el resultado y a partirde aquel momento alimentó con todo elcarburante del que disponía una oleadade desorden que creó el clima ideal paraque los poderosos antirrepublicanos desiempre se lanzaran al golpe de Estadocon el apoyo de una clase tradicionalespantada por el caos y la violencia yhábilmente conducida por la oligarquíay la Iglesia católica a la falsedadflagrante de que sus intereses eran

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irreconciliables con los del proletariadoy a la certidumbre ilusoria de que sóloera posible terminar con el desbarajusteterminando con la República.

El desmoronamiento de laconvivencia pacífica y la crisis de la feen la democracia infectaron de arribaabajo el país, pero en pocos lugares sedieron con tanta virulencia como enExtremadura, donde la mayor parte desus habitantes seguían viviendo encondiciones ancestrales de servidumbre,embrutecidos por el hambre y lasvejaciones, y donde la República tuvo

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que enfrentarse desde el principio aconflictos sociales de cierta intensidad.Es lo que ocurrió en la comarca deTrujillo, una de las más pobres de laregión; es lo que ocurrió enIbahernando. Igual que en La Cumbre, enSanta Marta de Magasca, en Miajadas oen el mismo Trujillo, en Ibahernando sedeclararon a finales de junio yprincipios de julio de 1931, reciéninstaurado el nuevo régimen, numerosashuelgas campesinas con el objetivo deprotestar por el raquitismo infame de losjornales y por el empleo de maquinaria

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en sustitución de mano de obra, y laAsociación de Propietarios de Trujilloelevó a las autoridades repetidasprotestas por la actitud amenazante deobreros en huelga que recorrían loscampos inutilizando por la fuerza lasmáquinas segadoras. Dos meses mástarde, a principios de septiembre, seprodujo en Ibahernando una serie deinvasiones de fincas que derivó en laconvocatoria de una huelga en la quegrupos de campesinos armados conestacas obligaron a un paro general;según informaba días más tarde el

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gobernador civil de Cáceres al ministrode la Gobernación, «en las primerashoras de la noche del 10 de septiembre,los obreros se congregaron en la plazadel pueblo y resistieron a lasintimaciones de la guardia civil, que lesexigía su disolución. Los guardiasfueron agredidos con piedras y uno deellos resultó herido; se efectuaron variascargas. Rehechos nuevamente losgrupos, los obreros opusieron nuevaresistencia, y la guardia civil realizó undisparo al aire. La agresión partió delCentro Obrero. Varios individuos fueron

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detenidos y entregados al alcalde, quelos puso en libertad; también intervienene influyen el médico, Juan Bernardo, y elmaestro nacional. He ordenado laclausura del Centro Obrero y lasdetenciones de los individuosmencionados». El Centro Obrero era enrealidad la Casa del Pueblo, adscrita ala Federación de Trabajadores de laTierra de la UGT, el sindicato socialista;en cuanto al maestro nacional, no setrataba de don Marcelino, el maestro deManuel Mena, sino de don MiguelFernández, un hombre culto, juicioso,

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circunspecto y muy apreciado en elpueblo. El choque entre obreros yguardias civiles se saldó con unaprotesta del alcalde y del presidente dela Sociedad Agraria, «en nombre de lamayoría de los vecinos, por losatropellos cometidos por la guardiacivil el día 10» y, aunque algunas de lashuelgas de junio y julio fueroncalificadas por sus organizadores comorevolucionarias, lo cierto es que todasfueron breves (y el calificativoornamental). Así que es verdad que alprincipio de la República Ibahernando

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no era una sociedad idílica, carente deconflictos, y que la gente de orden sealarmaba por ellos; pero también esverdad que no era una sociedad divididani enfrentada, que los conflictos no eranfrecuentes ni inmanejables y que la gentede orden podía cargar sus temoresnaturales en la cuenta de crédito todavíaintacta de la República y podíaresignarse a ellos como a un efectosecundario del advenimiento bienhechordel nuevo régimen.

Las cosas empeoraron a partir denoviembre de 1933, cuando en el pueblo

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ganó las elecciones generales laderecha, igual que en toda España. Unaño más tarde, durante la Revolución deOctubre, con el estado de guerraimpuesto en todo el país y con elgobierno de la provincia de Cáceres enmanos de un comandante militar, losincidentes se multiplicaron. Porentonces las Juventudes Socialistas delpueblo pidieron la supresión de losfestejos religiosos de Semana Santa, yun día la guardia civil detuvo a trespersonas por intentar pegarle fuego a laiglesia; otro día detuvo a otras cinco

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personas, éstas acusadas de intimidar arivales políticos con disparos de armasde fuego, y les intervino una escopeta yuna pistola. Pero el hecho que causó unaimpresión más honda en el puebloestuvo protagonizado por Juan JoséMartínez, bisabuelo materno de JavierCercas, y ocurrió el 7 de octubre de1934. Según la sentencia que un año mástarde dictó un juez de Cáceres, aquellanoche Juan José Martínez se disponía aentrar en su casa del Pozo Castrodespués de haber pasado unas horas detertulia con unos amigos; no iba solo: le

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acompañaba su mujer. Eran las diez, y elPozo Castro, que carecía de alumbradopúblico, se hallaba a oscuras. En aquelmomento dispararon sobre él. Ladescarga se realizó a una distancia dedoce metros, con una escopeta de caza,y, aunque Juan José Martínez encajóciento diez perdigones en su cuerpo, alcabo de cuarenta días ya estaba curadode las heridas: el disparo le habíaalcanzado en la parte posterior de laspiernas y «en la región dorso-lumbo-glútea»; es decir: en la espalda y elculo.

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El atentado provocó tal conmoción enIbahernando que ochenta años despuésde ocurrido todos los supervivientes dela época lo recuerdan, sin duda porqueJuan José Martínez era el cacique o algomuy parecido al cacique del pueblo.Cinco vecinos de Ibahernando fueronjuzgados por la agresión; sólo dosresultaron condenados: el agresor, adoce años y un día de cárcel, y elinductor, antiguo juez municipal delpueblo, a catorce años, ocho meses y undía; ambos recibieron también el castigoadicional de una multa de quinientas

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pesetas. De acuerdo con el veredicto deljuez, el móvil del crimen frustrado fue elodio, «el gran odio […] debido arivalidades políticas» que el inductordel crimen sentía por Juan JoséMartínez. Esa clase de odio empezórápidamente a extenderse por el pueblo,y a partir de las elecciones de febrerodel 36 se transformó, allí como en todoel país, en un veneno cuyo consumomasivo nadie quiso o pudo frenar, ycuyos efectos resultaron letales.

A mediados de marzo de aquel añoinfausto, después de la victoria del

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Frente Popular en las elecciones defebrero, las nuevas autoridades deizquierdas destituyeron a todos losconcejales de derechas del pueblo, entreellos el abuelo paterno de JavierCercas, Paco Cercas, y su abuelomaterno, Juan Mena; la maniobra era unreflejo invertido de la realizada por lasautoridades de derechas tras larevolución del 34, cuando destituyeron atodos los concejales de izquierdas yclausuraron la Casa del Pueblo. Paraentonces Ibahernando ya había ingresadode pleno en la ficción, en una inducida

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fantasía de desigualdad básica según lacual, mientras los campesinos sin tierraseguían siendo siervos, los campesinoscon tierras se habían convertido enpatricios y por tanto los intereses deunos y otros divergían sin remedio y suenfrentamiento resultaba inevitable; paraentonces Ibahernando se había partidopor la mitad: existía un bar para la gentede derechas y un bar para la gente deizquierdas, un baile para la gente dederechas y un baile para la gente deizquierdas; a veces, jóvenes de derechasirrumpían de mala manera, protegidos

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por sus criados, en los bailes de lareabierta Casa del Pueblo, tratando deintimidar a diestra y siniestra con sumatonismo de señoritos. Por su parte,jóvenes de izquierdas cada vez másleídos y politizados, cada vez másdispuestos a hacer valer sus derechos,más insumisos y mejor arropados por susindicato y por las autoridadesmunicipales, contestaban a estasprovocaciones y, a diferencia de suspadres y sus abuelos, se negaban aaceptar los abusos y plantaban cara a loscampesinos con tierra, que se vengaban

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de los más levantiscos negándose acontratarlos cuando llegaba latemporada de la siega de la hierba o elheno. «Comed República», lesespetaban quienes apenas cuatro o cincoaños atrás eran republicanos de unapieza. En venganza por aquellavenganza, los jóvenes campesinos sintierra quemaban cosechas, malograbanolivares, robaban ovejas o corderos,invadían fincas y amedrentaban y hacíanla vida imposible a la gente de derechas.La violencia alcanzó incluso a los niños,que se tendían emboscadas en las calles,

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se apedreaban entre ellos o serefregaban las piernas con ortigas. En laprimavera de 1936 corrió entre lasfamilias de derechas un rumor según elcual algunos jóvenes socialistas habíanesgrimido una lista de nombres depersonas de derechas durante unareunión celebrada en la Casa del Puebloy habían propuesto sacarlas una por unade sus casas y asesinarlas; siempresegún el mismo rumor, el propósito nohabía pasado a mayores graciasúnicamente a que el alcalde socialista,un hombre llamado Agustín Rosas, había

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recurrido a toda su autoridad deveterano militante de izquierdas y a todasu sangre fría para frenar en seco larazzia dejándoles claro a aquellosexaltados que, mientras él estuviera almando del Ayuntamiento, en aquelpueblo no se mataba a nadie. En otromomento, más o menos por la mismaépoca en que se difundió ese runrúnespeluznante, algunos derechistasacudieron a la guardia civil solicitandoprotección para sí mismos y para susfamilias; la respuesta de la guardia civilconsistió en asegurarles que ellos no

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estaban autorizados a hacer más de loque hacían y en aconsejarles que seprotegieran. Es muy probable que lohicieran, o que intentaran hacerlo, lo queexplicaría que algunos de esosderechistas —entre ellos Paco Cercas yJuan Mena, abuelos de Javier Cercas—pasaran una corta temporada en la cárcelde Trujillo, acusados de almacenararmas en la finca de Los Quintos. A esasalturas ya todo estaba preparado paraque el país entero volase en milpedazos.

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Cabría preguntarse cómo vivió ManuelMena aquellos meses de crecientezozobra: qué hizo, qué pensó, qué sintiómientras su pueblo y su país se dividíanen dos mitades enfrentadas por un odiocomún. Un literato podría contestar aesas preguntas, porque los literatospueden fantasear, pero yo no: a mí lafantasía me está vedada. Algunas cosas,sin embargo, son seguras. O casiseguras.

Manuel Mena no pasó en Ibahernandoel año anterior a la guerra; lo pasó en

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Cáceres, donde estudió el último cursode bachillerato. No podía no serconsciente de las esperanzas que sumadre y sus hermanos habían depositadoen él, de los sacrificios económicos queestaban haciendo para que fuera elprimer miembro de la familia que salíadel pueblo y estudiaba y se preparabapara tener una carrera universitaria;dado su carácter, esto le obligaría aesmerarse en los estudios, a tratar deestar a la altura de su responsabilidad ydar la talla. Vivía en la calle Arco deEspaña, junto a la Plaza Mayor, en casa

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de un sargento de la guardia civil quehabía trabado amistad con su familiacuando mandaba la comandancia deIbahernando. Se llamaba don EnriqueCerrillo. Aparte de don Eladio Viñuela,Manuel Mena apenas había dejadoamigos de verdad en el pueblo, porquesus nuevos intereses de adolescente lehabían alejado de sus relaciones deinfancia, pero volvía con frecuencia aver a su madre y sus hermanos, y no hayduda de que estaba al corriente de lasituación explosiva por la que pasabaIbahernando, que era mutatis mutandis la

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explosiva situación por la que pasaba elpaís; tampoco hay duda de que estaba alcorriente de la breve estancia de suhermano Juan en prisión o de lostemores de su familia. ¿Consagró aquelcurso de 1935 y 1936 exclusivamente asus estudios o, a pesar de su gusto y suinterés por ellos y su aguda concienciade que no debía descuidarlos, lapolitización general del país le llevó apolitizarse? No hay duda de que durantela guerra o durante la mayor parte de laguerra Manuel Mena fue un falangistaconvencido —un falangista mucho más

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falangista que franquista, suponiendoque realmente fuera franquista—, pero¿lo era también antes de la guerra? ¿O sehizo falangista al empezar la guerra,como la mayoría de los falangistas?

Es imposible responder a esosinterrogantes. A principios de 1936Falange era todavía en España unpartido muy minoritario; en laselecciones de febrero de aquel añoapenas obtuvo un asiento de diputado: elde José Antonio Primo de Rivera, sulíder. El partido como tal no existía enIbahernando, y sus candidatos

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nacionales jamás cosecharon allí un solovoto. Pero nada de esto significa queManuel Mena no hubiera podido seratraído en Cáceres por el idealismoromántico y antiliberal, la radicalidadjuvenil, el vitalismo irracionalista y elentusiasmo por los liderazgoscarismáticos y los poderes fuertes deaquella ideología de moda en todaEuropa; al contrario: Falange era unpartido que, con su vocaciónantisistema, su prestigio jovial denovedad absoluta, su nimbo irresistiblede semiclandestinidad, su rechazo de la

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distinción tradicional entre derecha eizquierda, su propuesta de una síntesissuperadora de ambas, su perfecto caosideológico, su apuesta simultánea eimposible por el nacionalismo patrióticoy la revolución igualitaria y sudemagogia cautivadora, parecíafabricado a medida para abducir a unestudiante recién salido de su puebloque, con apenas dieciséis años, en aqueltrance histórico decisivo soñara conacabar de un solo tajo redentor con elmiedo y la pobreza que acechaban a sufamilia y con el hambre, la humillación y

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la injusticia que había visto a diario enlas calles de su infancia y suadolescencia, todo ello sin poner enpeligro el orden social y permitiéndoleidentificarse además con el elitismoaristocrático de José Antonio, marquésde Estella. No sabemos si don JoséCerrillo, el amigo de su familia con elque convivía en Cáceres, pertenecía enaquel momento a Falange; lo másprobable es que no. Pero no hay duda deque a principios de aquel año Cáceresera una de las provincias españolas conmayor número de afiliados al partido;

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tampoco de que Manuel Mena pudoasistir al segundo mitin de José Antonioen Cáceres, el 19 de enero de 1936, enel Norba, un teatro situado en el paseode Cánovas. Allí pudo ver cómo eljoven jefe de Falange se dirigía a unamuchedumbre de camaradas venidos detoda Extremadura, enfundado en sucamisa azul reglamentaria einterrumpido por el estruendoreincidente de sus ovaciones, conpalabras como éstas: «La gran tarea denuestra generación consiste endesmontar el sistema capitalista, cuyas

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últimas consecuencias fatales son laacumulación de capital en grandesempresas y la proletarización de lasmasas». O como éstas: «El proceso dehipertrofia capitalista no acaba más quede dos maneras: o interrumpiéndolo porla decisión, heroica incluso, de algunosque participan en sus ventajas, oaguardando a la catástroferevolucionaria que, al incendiar eledificio capitalista, pegue fuego de pasoa inmensos acervos de cultura y deespiritualidad. Nosotros preferimos elderribo al incendio». E incluso como

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éstas: «Para cerrar el paso al marxismono es votos lo que hace falta, sinopechos resueltos, como los de estosveinticuatro camaradas caídos que, porcerrarle el paso, dejaron en la calle susvidas frescas. Pero hay algo más quehacer que oponerse al marxismo. Hayque hacer a España. Menos “abajoesto”, “contra lo otro” y más “ArribaEspaña”. “Por España, Una, Grande yLibre.” “Por la Patria, el Pan y laJusticia”».

Aunque todo lo anterior no son másque conjeturas. Lo único seguro es que

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Manuel Mena pasó las vísperas de laguerra civil en Cáceres, preparándosepara ingresar al año siguiente en launiversidad, y que la primera cosa quehacía al volver a Ibahernando era visitara don Eladio Viñuela. Ambos se veíanen casa del médico o, más a menudo, ensu academia; así lo recordaban losalumnos que por entonces asistían a ella.Recordaban que Manuel Mena les traíalos apuntes de sus cursos de Cáceres,unos apuntes minuciosos, impecables yredactados a propósito para ellos con elfin de que pudieran perfeccionar las

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enseñanzas de la academia. Recordabanque Manuel Mena ayudaba a menudo adon Eladio en las clases, que don Eladiosentía predilección por darlas en elcampo, al aire libre, y que aquellaprimavera de malos presagios lo hizo amenudo, auxiliado por Manuel Mena.Recordaban que algunas veces, duranteesas salidas de estudio, don Eladio yManuel Mena se repartían a losalumnos, y que, una vez concluida laexplicación, los alumnos regresaban porsu cuenta al pueblo mientras maestro ydiscípulo se quedaban a solas en el

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campo. Y también recordaban que otrasveces don Eladio les ponía ejercicios yque, durante el tiempo que ellosempleaban en hacerlos, él y ManuelMena paseaban a distancia, charlando.¿De qué hablaban durante aquellasconversaciones peripatéticas?, sepreguntaban años más tarde quienes lesobservaban pasear a lo lejos, cabizbajosy con las manos enlazadas en la espaldao enterradas en los bolsillos de lospantalones, mientras las tardes doradascaían en silencio contra el horizonteininterrumpido, sobre las cercas de

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piedras y los encinares sin nadie.¿Desahogaba Manuel Mena sus dudascon don Eladio? ¿Le contaba susangustias, sus perplejidades, sus temoresy ambiciones de adolescentetrasplantado a la capital? ¿Compartíanlecturas? ¿O se informaban uno al otrode lo que ocurría en Cáceres y enIbahernando, comentando el lúgubrecariz que tomaba la realidad? Estentador imaginar a Manuel Menatratando de persuadir a don Eladio delas bondades revolucionarias, novísimasy recién aprendidas en José Antonio, y a

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don Eladio defendiéndose de la retóricaimberbe y fogosa de Manuel Mena y delhechizo utópico del ideario falangista ysu flamante sugestión de juventud ymodernidad con el viejo escepticismoracionalista y los viejos y apaciblesargumentos del viejo ideario liberal, queManuel Mena consideraría caduco. Estentador imaginarlo o fantasearlo así.Tal vez un literato diría que fue así. Peroyo no soy un literato y no puedofantasear, sólo puedo atenerme a loshechos, y el hecho es que no sabemos siasí fue, y que es casi seguro que nunca

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lo sabremos. Porque el pasado es unpozo insondable en cuya negrura apenasalcanzamos a percibir destellos deverdad, y de Manuel Mena y su historiaes infinitamente menos lo queconocemos que lo que ignoramos.

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David Trueba filmó más de dos horas deconversación en el zaguán de la casa deEl Pelaor, pero la película que montóapenas dura cuarenta minutos. Se titulaRecuerdos y está dividida en cincocapítulos, cada uno de los cualesanuncia con un rótulo el tema quetratará. La mayor parte de la película

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consta de un único plano contrapicadode El Pelaor, en el que sólo se ven,cubiertos por una camisa blanca, sutorso y sus hombros de campesino,todavía fuertes a pesar de sus más denoventa años, y su cabeza de cráneopoderoso, senatorial, casi sin pelo, conuna mancha en la sien y una excoriaciónen la mejilla; su silueta se recorta contraun zócalo de azulejos con adornosflorales de colores vivísimos.

Durante toda la película permanecesentado. Las imágenes no recogen lapresencia física de Carmen, su hija, ni la

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de su yerno, pero a menudo se oye lavoz de ella aclarándole mis preguntas, oreforzando o matizando o apostillandosus respuestas. Al principio El Pelaorestá a la expectativa, desasosegado yreceloso; poco a poco, sin embargo,parece relajarse, aunque nunca da laimpresión de relajarse del todo; a vecessonríe, en una ocasión incluso se ríe (yentonces su semblante se infantiliza ysus ojos se estrechan hasta convertirseen ranuras); la mayor parte del tiempo suexpresión es de una seriedad resignada yun poco ausente, pero cada vez que se

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abre uno de los muchos silencios quepuntúan la entrevista sus ojos se hundenen una tristeza tan sólida, tan pesada ytan profunda que parece imposible queun hombre solo pueda cargar con ella.Experimenté esa sensación mientras lehacía la entrevista, pero al ver lapelícula la sensación es todavía másviva. El Pelaor tiene siempre a mano sumuleta, como si se sintiera huérfano oindefenso sin ella; a veces la dejarecostada en el respaldo de una sillapróxima; lo más frecuente es que apoyesu mano o su brazo o su axila en la parte

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superior, moviéndola de un lado a otro,impaciente o nervioso. Durante unasecuencia muy breve aparece tocado conuna gorra de pana que yo no recordaba.

Al principio de la entrevistahablamos de su oficio, que consistía enesquilar a los animales de Ibahernando yde los pueblos de la comarca. Luegohablamos de mi familia, de mi bisabuelaCarolina y de sus hijos, entre ellos miabuelo Juan, y también de la mujer y lashijas de mi abuelo Juan, entre ellas mimadre; según cuenta, todos fueron desdesiempre vecinos suyos, a todos los

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conoció bien, de todos guarda unrecuerdo afectuoso, que no pareceimpostado. También habla de otraspersonas del pueblo; una de ellas es miabuelo Paco, el padre de mi padre, aquien recuerda con admiración porquetrabajó muy duro, dice, para dar unacarrera universitaria a sus tres hijos. Endeterminado momento se inicia, tras uncorte fugaz, un capítulo titulado «Lafoto». Es el tercero, y su primera imagenmuestra a El Pelaor calándose unasgafas de carey; en seguida se me oyepreguntar:

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—¿Habéis visto esa foto?Aunque las imágenes no lo muestran,

acabo de poner en manos de Carmen unacopia de una vieja foto colectiva de losniños que asistían a la escuela de donMarcelino, un antiguo maestro delpueblo; en la foto aparece Manuel Mena,y casi junto a él, según me ha contado miprimo José Antonio Cercas, El Pelaor.Carmen responde con su voz cantarina:

—Uy, no, qué va. Nunca.Mientras Carmen le entrega la foto a

El Pelaor, se me oye insistir:—A ver si tu padre la ha visto.

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El Pelaor coge la foto y la observacon atención.

—No —repite Carmen, convencida—. Mi padre no ha visto esa foto.

Al cabo de unos segundos de silencio,durante los cuales El Pelaor no aparta lavista de la imagen, muy concentrado enella, brotan por el extremo izquierdo delencuadre mi nariz, un mechón de mi peloy mi dedo índice, señalando la foto.

—¿Reconoce usted a alguien ahí?—No lo sé —contesta El Pelaor; en

seguida se disculpa, como si aquellofuera un examen y temiera que su

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rendimiento no estuviese a la altura delo esperado—: Es que cambia la gentemucho…

Tras un silencio aclaro, tratando deayudarle:

—Es una foto de los alumnos de donMarcelino. —Añado—: Y yo creo queusted es uno de esos chicos.

Entonces El Pelaor levanta la vista dela foto y mira a su izquierda, que esdonde yo estoy, aunque en la imagen nose me ve.

—No, eso es imposible —me corrige,aliviado. Y explica—: Yo a la escuela

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de don Marcelino no fui. Yo fui a la dedon Miguel, un maestro que venía deSanta Cruz; cuando don Marcelino llegóal pueblo yo ya estaba trabajando. Es loque nos pasaba entonces a los chavales:en cuanto teníamos doce o trece años,nos ponían a cuidar vacas o borregos enel campo.

El Pelaor sigue hablando en laimagen; fuera de campo, yo hago loposible por digerir la decepción, o asíme recuerdo en aquel momento. Al cabode unos segundos, después de otro corte,empieza un nuevo capítulo, éste titulado

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«Manuel Mena». Se inicia con la imagende la cara de El Pelaor muy próxima ami cara, que ha irrumpido en elencuadre, y con el sonido de mi vozformulando una pregunta:

—¿Usted conoce a éste?La imagen desciende hasta captar en

primer plano las manos de El Pelaor.Son manos de hombre de campo, gruesasy trabajadas, y sostienen con la yema delos dedos la foto de los alumnos de donMarcelino mientras yo señalo con uníndice tenso a un niño vestido conchaqueta a rayas y camisa blanca que

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luce un rizo de pelo díscolo en la frente,de pie y a la derecha de su maestro, ypregunto otra vez:

—¿Se acuerda usted de ManuelMena?

El Pelaor mira a su izquierda y en sumirada filmada se advierte lo mismo queadvertí aquel día en su mirada real: quesu hija Antonia, con quien concerté porteléfono aquella entrevista, le ha puestoen antecedentes sobre su propósitoexacto.

—¿Cómo no voy a acordarme? —contesta.

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—¿Y no es ese chaval? —insisto, sinapartar el índice de la foto.

El Pelaor vuelve a mirar; un pocodemudado, asiente varias veces antes dedecir:

—Sí. Es él.A partir de este momento cambia el

sesgo de la conversación. Durantevarios minutos trato de que El Pelaor mehable de Manuel Mena, de su relacióncon Manuel Mena, pero el intento derivaen un forcejeo a lo largo del cual élresponde a mis preguntas conmonosílabos o con frases muy escuetas,

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o simplemente no responde o respondeeludiendo la pregunta, incómodo ymoviendo la muleta a un lado y a otro.El Pelaor cuenta que Manuel Mena y éltenían casi la misma edad, eran vecinosy de niños habían sido amigos, jugabanjuntos en la calle de Las Cruces y en elcorral de mi bisabuela Carolina. Lepregunto si siguieron viéndose cuandodejaron de ser niños, cuando seconvirtieron en adolescentes, y dice quesí, aunque menos. Le pregunto si seacuerda de que Manuel Mena fue a laguerra y murió en el frente y dice que sí,

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que por supuesto, y que también seacuerda de que murió con diecinueveaños, siendo alférez de Regulares, y deque cuando regresaba de permiso lohacía con su asistente, un moro que no seseparaba de él. Le pregunto si, cuandoManuel Mena regresaba a casa depermiso desde el frente, se veían, y diceque sí, que casi no podían no verseporque seguían viviendo uno al lado delotro. Le pregunto si en aquellosencuentros hablaban de la guerra y de lavida de Manuel Mena en el frente y diceque no. Entonces le pregunto si se

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acuerda del día de su entierro, que es undía del que todos los viejos del pueblose acuerdan, y me dice que sí, queperfectamente, que él lo vio todo desdela puerta de su casa, pero al intentar queme dé detalles del acontecimientoempieza a hablar de un entierro distinto,un entierro también multitudinarioocurrido antes o después o casi almismo tiempo que el de Manuel Mena,el entierro de un médico llamado donFélix, y, cuando vuelvo a preguntarlepor Manuel Mena o por el entierro deManuel Mena, él esquiva otra vez la

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pregunta y vuelve a hablar de mibisabuela Carolina y mi abuelo Juan ymi familia. Aquel extraño tira y afloja seprolonga unos minutos, hasta que dejode hacer preguntas, sin duda convencidode que El Pelaor se ha cerrado en banday de que por esa vía es inútil seguir conmi interrogatorio.

Entonces, tras un nuevo corte,empieza el mejor capítulo de la película,que también es el último. Se titula«Asesinato en Ibahernando» y se abrecon la cara de tristeza impertérrita de ElPelaor y con mi voz formulando una

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pregunta en un tono extraño, un puntodemasiado elevado:

—Entonces ¿a su padre lo mataron alprincipio de la guerra?

Está claro (o por lo menos lo estápara mí) que en la película acabo dereformular como pregunta unaafirmación que El Pelaor acaba de hacerfuera de cámara; también está claro quehe intentado reaccionar como si laspalabras de mi interlocutor no mepillaran por sorpresa, aunque no sé si heformulado la pregunta para darmetiempo a asimilarlas, para que El Pelaor

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no cambie de asunto, para cerciorarmede que la cámara recoge la noticia queacabo de escuchar o para las tres cosasal mismo tiempo. Sea como sea, laconversación cambia otra vez, y a lolargo de los minutos siguientes El Pelaorse sumerge en unos silencios todavíamás intensos y más duraderos, en elcurso de los cuales su tristeza se vuelvemás profunda y su expresión máscrispada, la vista fija en el sueloinvisible, los labios sellados. Larespuesta de El Pelaor a mi pregunta

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consiste en decir que sí en voz muy baja,casi inaudible.

—Cortaba el pelo —intervieneCarmen, trocando su alegría natural poruna pena genuina—. Era barbero.

En ese momento se oye por primera yúnica vez en la película la voz de DavidTrueba.

—¿Ah, sí? —dice—. O sea que losdos trabajaban en el mismo ramo.

Se refiere a El Pelaor y a su padre.No sé si David ha intervenido porquesiente que ha llegado el momento crucialde la entrevista y que necesito ayuda,

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pero el caso es que su comentarioparece infundir confianza en El Pelaor,igual que si el silencio previo de miamigo le hubiese intimidado (o quizá loque le intimidaba era la cámara).Buscando mis ojos cuenta El Pelaor:

—Aquí, al principio de la guerra,mataron a unos pocos. A un maestro deescuela que se llamaba don Miguel.

—¿Su maestro? —pregunto—. ¿Elque venía de Santa Cruz?

—No —aclara El Pelaor—. Otro. Unbuen hombre. También mataron a unachica. Sara, se llamaba. Sara García.

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Tenía a su novio en la zona roja. Dicenque por eso la mataron. —El Pelaorvuelve a callar; su vista vuelve aclavarse en el suelo. Somos cincopersonas en aquel vestíbulo, pero lacámara no recoge el más mínimo ruidoambiental. Por fin añade El Pelaor—:Aquella noche mataron a unos cuantos.

A continuación, sin que ni yo ni nadiese lo haya pedido, El Pelaor cuenta elhecho que cambió para siempre su vida.Lo hace con la mirada extraviada, conpalabras escasas que más que palabrasparecen objetos, y con una frialdad que

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hiela la sangre. Su madre había muertoaños atrás, cuenta, y su padre, suhermana y él cenaban como cada nocheen el comedor de su casa. «Ahí mismo»,aclara, señalando vagamente a suderecha. No recordaba qué estabancenando. No recordaba de qué estabanhablando, si es que estaban hablando dealgo. Lo único que recordaba es que endeterminado momento llamaron a lapuerta y que su padre le pidió que fueraa abrir. La guerra acababa de estallar,pero no recordaba haber percibidoinquietud en la voz de su padre; tampoco

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se recordaba a sí mismo inquieto.Obedeció, se levantó de la mesa, abrióla puerta. En el umbral, mal perfiladoscontra el aliento caluroso de la noche deagosto recién caída, había unoshombres. No recordaba cuántos eran nicómo eran. No conocía a ninguno. Loshombres le preguntaron si su padreestaba en casa, él dijo que sí y varios deellos entraron y se lo llevaron. Eso fuetodo. No recordaba si su padre salióvoluntariamente de su casa o si opusoresistencia y los desconocidos tuvieronque llevárselo a la fuerza. No recordaba

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si su padre pudo vestirse para salir o sisalió a la calle con la ropa que llevabapuesta. No recordaba si su padre estabaasustado o no. No recordaba si le dijoalgo antes de salir, o si le dirigió unaúltima mirada. Sólo recordaba lo queacabo de contar: lo demás se habíaborrado de su memoria, o nunca loregistró. Tenía dieciocho años, uno másque Manuel Mena, y no volvió a ver convida a su padre.

Cuando El Pelaor termina de hablarse produce un silencio pétreo,

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sobrecogido, que sólo Carmen se atrevea romper.

—Es la primera vez que oigo a mipadre hablar de esto —dice con una vozsin perplejidad, sin siquiera pena: unavoz vacante—. Yo lo sabía por mimadre, pero nunca se lo había oídocontar a él.

Ahora tardo en reaccionar, supongoque porque no sé cómo reaccionar yquizá porque estoy diciéndome lo quevuelvo a decirme al ver las imágenes:que no es sólo la primera vez que ElPelaor le cuenta esa historia a su hija,

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sino, probablemente, la primera vez quela cuenta a secas, al menos tal y comoacaba de contarla.

—¿Sabe usted por qué lo mataron? —acierto a preguntarle.

El Pelaor también tarda en responder.Da la impresión de estar desconcertado,aunque es difícil adivinar por qué: quizáporque no acaba de entender cómo hasido capaz de contar lo que acaba decontar; quizá porque siente conextrañeza que no lo ha contado él, sinootra persona.

—No —contesta por fin, y durante un

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segundo sus ojos brillan y parece apunto de romper a llorar. Pero es sólo unsegundo; cuando vuelve a hablar lo hacecon su triste sequedad habitual—.Entonces se mataba por cualquier cosa—prosigue—. Por rencillas. Porenvidias. Porque uno tenía cuatropalabras con otro. Por cualquier cosa.Así fue la guerra. La gente dice ahoraque era la política, pero no era lapolítica. No sólo. Alguien decía quehabía que ir a por uno y se iba a por él.Y se acabó. Eso es como yo te lo cuento:ni más más ni más menos. Por eso tanta

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gente se marchó del pueblo al empezarla guerra.

A partir de este momento y durantevarios minutos El Pelaor da laimpresión de hablar de forma casiespontánea, libre de restricciones o degrandes restricciones, al final inclusocon cierta calidez. Cuenta que un día,poco después de que mataran a su padre,su hermana y él averiguaron dóndeestaba su cadáver, lo recogieron y loenterraron a escondidas, sin funeral niceremonia ni ayuda de nadie. Cuenta quemás tarde le llamaron a filas y tuvo que

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hacer la guerra con el ejército de los quehabían matado a su padre. Cuenta quehizo la guerra en Ávila y en algún lugarde Asturias. Cuenta que al volver alpueblo se encontró a su hermanaviviendo con una mujer —una mujergenerosa que la había acogido— y queél se fue a vivir con su novia y futuraesposa, o más bien fue ella la que se fuea vivir con él. «La criticaron mucho poreso —dice con una especie de furia—.Tú sabes cómo son los pueblos; y enaquella época para qué te voy acontar… Pero a ella le dio igual: se vino

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a vivir conmigo porque no consentía queviviera solo.» Y luego cuenta que,aunque él y su mujer eran muy jóvenes,pelearon mucho, que él aprendió suoficio, que ella crió a tres hijos, que sesentía orgulloso de su trabajo y de habersacado adelante una familia. «Preguntapor mí en el pueblo —me desafía—. Yaverás lo que te dicen.» Después depronunciar esa frase, El Pelaor se sumeen un silencio exhausto, que Carmen seapresura a llenar hablando de su madrey del trabajo de su padre. Éste laescucha distraído, moviendo la muleta y

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con la vista otra vez fija en el suelo.Parece claro que ha dado por terminadala entrevista y que no voy a conseguirmás información de él, al menos esatarde, al menos sobre Manuel Mena y laguerra. Extrañamente, yo parezco nonotarlo, o quizá es que no me resigno aaceptar su decisión; en todo caso, laúnica frase con que me atrevo acuestionarla es una evidencia formuladacomo conjetura y en tono más biensolemne. La frase es:

—La guerra debió de ser terrible.Apenas oye esas palabras, El Pelaor

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mira fugazmente hacia donde yo estoysentado, pero no dice nada, como si noentendiese lo que acaba de escuchar ocomo si acabara de escuchar laobservación de un niño o de un loco. Laque acude ahora en mi ayuda es Carmen.Dice:

—Eso que no vuelva.A continuación se hace evidente que,

en efecto, quiero proseguir como seacon la entrevista, porque cambio laconjetura por una interrogación; elproblema es que no cambio nada más, yel resultado es que añado otra solemne

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evidencia que ahora, por algún motivo,no suena como una estupidez:

—La guerra es lo peor que le hapasado, ¿verdad?

Es en ese momento cuando,echándome de nuevo una mirada rápida,El Pelaor se ríe por primera vez, debuena gana, y cuando oigo en su risaimprevista su incapacidad total paraexplicarme lo que querría o deberíaexplicarme y cuando vislumbro o intuyoen sus ojos achinados la alegría intactadel niño que ni siquiera podía imaginarque una noche asesinarían a su padre, la

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alegría de El Pelaor previo a la guerraque conoció Manuel Mena. No sé si oí eintuí o vislumbré eso entonces, mientrasescuchaba a El Pelaor en el zaguán de sucasa, pero estoy seguro de que lo oigo ylo intuyo o lo vislumbro ahora, añosdespués, mientras veo la película querodó David Trueba. Pasado ese instante,El Pelaor baja otra vez la vista y sesumerge en su tristeza usual. El silencioque se produce a continuación vuelve aser sólido, y tan largo que mientras veolas imágenes me acuerdo de lossilencios ilimitados de Gran Hermano,

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de los ilimitados silencios de Laaventura. Esta vez no es Carmen sino ElPelaor quien lo rompe, mirando a lacámara con sus ojos secos einexpresivos y murmurando como sipara él la entrevista hubiera terminadohace rato:

—Bueno, bueno.Tras otro silencio, éste mucho más

breve, constato:—No le gusta a usted hablar de la

guerra.—No —dice El Pelaor—. Nada. —Y

añade—: Anda y que la jodan.

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—¿No le gusta o tiene miedo? —pregunto, medio en serio y medio enbroma.

El Pelaor amaga una sonrisa.—No me gusta y soy prudente —

contesta.—¡Pero si ya no pasa nada, padre! —

exclama Carmen, recuperando su alegríacantarina—. ¡Eso era antes!

—¿Ni con su mujer hablaba usted deesto? —insisto.

—Ni con mi mujer —dice El Pelaor,sin abandonar su conato de sonrisa.

—Es verdad, Javi —dice Carmen—.

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Mi padre nunca habla de la guerra. Mimadre sí lo hacía. Me acuerdo de quenos contaba que, durante la guerra, a lasmujeres de los rojos les rapaban el peloy las sacaban a pasear por el pueblo.Cosas así. Pero mi padre nunca noscontó nada. Nunca. Nunca. Nunca. —Yrepite de nuevo—: Es la primera vez enmi vida que le oigo hablar de estascosas.

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El 20 de julio de 1936, tres días despuésde que el ejército de Franco sesublevara contra el gobierno legítimo dela República en sus guarniciones deÁfrica y casi al mismo tiempo que lossublevados de Cáceres tomaban elpoder en la capital y declaraban elestado de guerra en toda la provincia, la

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derecha de Ibahernando se sumó a larebelión y se hizo con el mando delpueblo sin la menor resistencia.Conocemos bastante bien lo ocurrido enEspaña al estallar la guerra. Conocemosbastante bien lo ocurrido enExtremadura, incluso en Cáceres. Peroapenas conocemos lo que ocurrió enIbahernando: ningún historiador se haocupado de averiguarlo; las actas de losplenos del Ayuntamiento, escritas depuño y letra por don Marcelino —antiguo maestro de Manuel Mena y porentonces secretario municipal—, sólo

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permiten la reconstrucción de algunoshechos; la mayoría de las personas quepodría recordar el resto está muerta, y laminoría que está viva no lo recuerda oapenas lo recuerda. Como la mayorparte de cuanto atañe a esta historia,aquellas jornadas pavorosas se hunden atoda prisa en el olvido.

Pero todavía quedan hechos que seresisten a perderse en él. He dicho que,al producirse la sublevación militar, laderecha del pueblo tomó de inmediato elpoder; aclaro que no lo hizo poriniciativa propia, sino a instancias del

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comandante del puesto de la guardiacivil, que a su vez obedecía órdenes deCáceres; aclaro también que, cuandohablo de la derecha, me refiero enrealidad a la familia de Javier Cercas, oa parte importante de su familia. El 20de julio el Ayuntamiento celebró unpleno extraordinario en el que el últimoalcalde republicano, un dirigentesocialista llamado Agustín Rosas,entregó el poder a una Comisión Gestoraformada por cuatro vocales; dos de ellospertenecían a la familia de JavierCercas: uno a su familia paterna —su

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abuelo Paco Cercas— y otro a sufamilia materna —su tío Juan DomingoGómez Bulnes, yerno del cacique delpueblo: Juan José Martínez—. Peroinmediatamente después de ese pleno secelebró otro, en el que los cuatro nuevosvocales eligieron mediante votaciónsecreta a su presidente; el elegido, portres votos a uno, resultó ser PacoCercas. Éste era al empezar la guerra unlabrador instruido y con fama de hombrecabal, dotado de una autoridad congénitay de una congénita capacidad paraejercerla; también era un hombre

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interesado por la política: habíamilitado en Acción Republicana —elpartido progresista de Manuel Azaña,presidente de la República—, habíasido concejal en representación de éstey en algún momento había simpatizadocon el socialismo; no obstante, a finalesde octubre de 1935 ya estabapresidiendo la Sociedad deAgricultores, el sindicato conservadordel campo, tras las elecciones generalesde febrero de 1936 fue destituido por elgobierno civil de su cargo de concejal y,antes de la guerra, encarcelado con otros

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conservadores o derechistas del pueblopor posesión ilegal de armas. Vale decirque la evolución ideológica de PacoCercas no fue en absoluto insólitadurante la República y que, unida a suprestigio personal, quizá constituyó unincentivo para que lo eligieran primeralcalde franquista. Vale añadir queapenas permaneció unas semanas en elcargo.

Durante los días posteriores al golpesopló en toda España un huracán depánico y de violencia. Quien de lejosllevó la peor parte del ciclón en

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Ibahernando fue la gente de izquierda,porque el pueblo había caído en manosde la derecha. Los investigadores másfiables sostienen que a lo largo de laguerra y en los meses iniciales de laposguerra se cometieron en Ibahernandoonce asesinatos por motivos políticos;Javier Cercas ha contabilizado trece,casi todos al final y al principio delconflicto. Se dirá que, comparado con elnúmero de asesinatos que produjo elterror franquista en otros pueblos deEspaña durante los tres años de guerra,no es un número muy elevado; es

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verdad, pero esa verdad no alivió elterror ni perdonó a las víctimas. Muchasde ellas fueron sacadas a la fuerza desus casas y fusiladas sin fórmula dejuicio; muchas no supieron quién lasmataba: los ejecutores materiales de loscrímenes procedían a menudo de otroslugares, aunque los responsables —aquellos que señalaban a las víctimas yordenaban o alentaban los asesinatos—residían en el pueblo. No sé si la familiao algún miembro de la familia de JavierCercas se contó entre ellos; sé que,incluso en una guerra (quizá sobre todo

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en una guerra), todo el mundo esinocente hasta que se demuestre que esculpable, y que ninguna persona honestaincurriría en la abyección de condenar anadie sin pruebas desde la confortableinmunidad de la paz, mucho menoscuando, como ocurre en este caso,ochenta años después resultavirtualmente imposible reconstruir loshechos con alguna precisión. Aclaradoesto, parece imposible eximir a lafamilia de Javier Cercas de cualquierresponsabilidad en las atrocidadescometidas aquellos días: primero,

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porque era ella quien ostentaba el poderen el pueblo y resulta difícil aceptar quetodos sus miembros hicieran cuantoestuvo a su alcance para evitar loocurrido; y, segundo, porque en variasocasiones protegieron de la violenciaincontrolada a algunos izquierdistas, olos sacaron del pueblo porque corríanpeligro dentro de él, a vecesentregándolos a la justicia, como ocurriócon un republicano que, pese a estarenemistado con algunos de ellos, habíasido su amigo y pertenecía a su clase o alo que ellos consideraban su clase: don

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Juan Bernardo, el médico y líderizquierdista local, que fue encarceladoen Trujillo y juzgado y finalmenteabsuelto por un tribunal militar. Encuanto a los motivos de los asesinatos,eran por supuesto políticos, pero nosiempre eran sólo políticos y no siempreestaban claros: nadie acabó de entenderpor qué al final de la guerra mataron adon Miguel Fernández, el maestronacional, un hombre a quien todo elmundo en el pueblo consideraba unabuena persona, a menos que su amistadcon don Juan Bernardo fuera razón

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suficiente para matarlo; nadie entendiódel todo por qué al principio de laguerra —para ser más exactos: el 26 denoviembre del 36, en un lugar de lacarretera de Trujillo a Cáceres conocidocomo Puente Estrecho— mataron, juntoa otros tres vecinos del pueblo, a unamuchacha de veintidós años llamadaSara García, aunque algunos conjeturanque la mataron porque era la prometidade un joven líder socialista que despuésdel golpe militar había escapado deIbahernando por las mismas razones porlas que lo habían hecho otros

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izquierdistas: para huir del clima depersecución que reinaba en el pueblo ysumarse a la resistencia republicana quese estaba organizando en Badajoz,provincia donde el golpe no habíatriunfado.

Así que en Ibahernando fueron sólolos republicanos quienes pusieron losasesinados de la retaguardia; el miedo,en cambio, lo pusieron también losfranquistas, sobre todo al principio. Dehecho, los días iniciales de la guerrafueron para ellos los de mayor ansiedad.Entre finales de julio y principios de

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agosto, Franco había conseguidodesembarcar en el sur del país el gruesode sus tropas marroquíes con la ayudade la aviación de Hitler, y a partir deaquel momento tres columnas plagadasde veteranos de las guerras colonialesde África y mandadas por el tenientecoronel Yagüe subían a sangre y fuegohacia la zona de Ibahernando desdeAndalucía, en dirección a Madrid.Mientras tanto, una violencia desbocadase había adueñado del país, enExtremadura el frente todavía no eraestable y los republicanos de Badajoz

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intentaban recuperar las zonas que lasublevación militar había puesto enmanos rebeldes. Ése fue el temor que seextendió entre los franquistas del pueblodurante los primeros días de lacontienda: que volviesen losizquierdistas huidos tras el golpe y que,apoyados por correligionarios deBadajoz, reconquistasen el pueblo yajustasen cuentas con ellos. Desde lacapital de la provincia les llegaroninstrucciones tajantes de que, si volvíanlos republicanos, hicieran lo posible pordetenerlos hasta que tropas del

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Regimiento Argel acantonadas enCáceres acudieran a socorrerles, y lasnuevas autoridades optaron por montarguardias en los principales accesos alpueblo: en la calle del Agua, en elBarrero, en el Pozo Arriba y en lacarretera de Robledillo. Convencidas deque el ataque republicano era inminente,las familias conservadoras tomaron ladecisión de atrincherarse durante lasveinticuatro horas del día en casasfuertes de la Plaza, con los hombresarmados hasta los dientes y las puertas yventanas protegidas por sacos terreros.

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Un hecho ocurrido el 2 de agosto, un parde semanas después del golpe, parecióavalar esa medida extrema. A las dos dela tarde de aquel día, una columna decatorce camiones Hispano-Suizacargados de republicanos que sedirigían a Trujillo por la carretera deMadrid, procedentes de Ciudad Real,irrumpió entre vítores a la República enel pueblo de Villamesías, a sólo unoskilómetros de Ibahernando; la columna,mandada por un tal capitán Medina yguiada por un cura renegado conocidocomo el padre Revilla, estaba

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compuesta por milicianos armados,entre ellos mineros de Peñarroya yPuertollano. Obedeciendo órdenes deCáceres, los guardias civiles del puestoy algunos derechistas localespresentaron resistencia suficiente parapermitir la llegada al pueblo de trescompañías del Regimiento Argel almando del comandante Ricardo Belda,quien dispuso del tiempo necesario paraemplazar sus ametralladoras a la salidade la localidad y acribillar a placer aaquel destacamento temerario demilicianos que circulaba como una

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banda de aficionados por aquellacarretera en guerra, sin tomar la másmínima medida de seguridad. Elresultado fue una matanza en toda regla:en menos de una hora los republicanosfueron aniquilados y la salida del puebloquedó sembrada de más de un centenarde milicianos muertos.

La batalla de Villamesías constituyóun pequeño éxito militar y un gran éxitopropagandístico para los sublevados,pero desató el pánico en Ibahernando,donde en los días siguientes corrió elrumor de que algunos izquierdistas del

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pueblo viajaban en la columnarepublicana desbaratada. El pánico, sinembargo, duró poco tiempo. El 11 deagosto las columnas de Yagüe tomabanMérida; el 14, Badajoz; poco después seinstalaba Franco en Cáceres y el día 25se reunían en Trujillo, a escasoskilómetros de Ibahernando, los jefes delas tres columnas de Yagüe —Tella,Castejón y Asensio—, y los de otras dosde refuerzo: Barrón y Delgado Serrano.Para los derechistas de Ibahernando, elpeligro parece haber pasado, aunquehasta el final de la guerra los

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republicanos resistan en Extremadura ysiga inquietando el pueblo un frentebastante próximo, si bien casi siempredormido. Pero para los izquierdistas deIbahernando el peligro persiste: muchosvan a pasarse el resto de la guerratemiendo que el coche de los asesinos sedetenga de madrugada a la puerta de sucasa como un heraldo seguro de lamuerte.

Tampoco han burlado del todo elpeligro algunos derechistas convertidospor el golpe, de la noche a la mañana, enfranquistas o en falangistas (o, más

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frecuentemente, en ambas cosas a lavez), para quienes por entonces empiezade veras la guerra. A finales deseptiembre o principios de octubre seincorporan al ejército sublevadoveinticinco de ellos; uno es PacoCercas, quien parte al frente tras haberejercido el cargo de alcalde durantepoco más de dos meses. Al abuelopaterno de Javier Cercas le acompañandos tipos de hombres: por un lado,siervos, campesinos con tierra oarrendatarios como él, casi todos loscuales eran hace sólo unos años

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republicanos, igual que él, pero ahoraestán asustados por la derivarevolucionaria de la República o por loque consideran la deriva revolucionariade la República y sobre todo por laatmósfera de violencia que desde hacemeses se respira en Ibahernando; porotro lado, siervos de siervos,campesinos sin tierra, jornaleros adictosal orden, gente humildísima asustada porlas tropelías sin esperanza ni propósitode otros siervos de siervos como ellos ytraumatizada por el estallido en milpedazos de la convivencia pacífica en el

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pueblo. La mayor parte de losintegrantes de esta expedición tienecierta edad, empezando por el abuelo deJavier Cercas, que en aquel momentocontaba treinta y seis años y que tuvoque soportar una bronca tremenda de suesposa cuando le anunció que partía alfrente: María Cercas le preguntó a vozen grito que si estaba loco, que si se lehabía olvidado que era un viejo y quetenía tres hijos pequeños, que quédemonios pintaba en la guerra un viejocon tres hijos pequeños, le dijo que leiban a matar, que a la guerra tenían que

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ir los jóvenes o los que no eran tanviejos como él, que fuera quien quisierapero que no fuera él, le preguntó por quétenía que ser precisamente él quienfuera. Paco Cercas se agarró a estaúltima pregunta para detener el vendavalcon una sola respuesta:

—Porque si no voy yo no va nadie,María.

No sé si la escena sucedióexactamente así, pero exactamente así lacontaba un tío de Javier Cercas llamadoJulio Cercas, que se la oyó contarmuchas veces a su madre y que pudo

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presenciarla aunque no entendiera unasola palabra, porque en aquel momentoera apenas un recién nacido. En cuanto ala respuesta de Paco Cercas, es posibleque fuera una exageración, el únicorecurso argumental que encontró a manopara quitarse de encima a su mujer, perolo cierto es que algunos hombres que enaquellos primeros días partieron alfrente quizá no lo hubieran hecho sin él yque, en el curso del episodio de guerraque entonces arrancaba, el abuelo deJavier Cercas ejerció sobre susveinticuatro compañeros, si no una

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autoridad militar, por lo menos unaautoridad moral.

El grupo se integró en la 3.ª Banderade Falange de Cáceres, o más bien enlos grupos de voluntarios que con eltiempo terminarían formando esaBandera. Nada o casi nada sabemos deestas unidades franquistas de primerahora, porque nadie o casi nadie las haestudiado, como si no existieran o comosi no interesasen a nadie; los archivostampoco ayudan, al menos en este caso:en el Archivo Militar de Ávila seconserva el Diario de Operaciones de la

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3.ª Bandera de Falange de Cáceres, perosólo a partir de septiembre de 1937, quees cuando se constituyó de maneraoficial. De forma que, aquí como enotras partes de esta historia deoscuridades, hay que proceder a menudopor palpación y contar por hipótesis.Algunas cosas, sin embargo, parecenseguras.

Los veinticinco voluntarios deIbahernando eran un puñado heterogéneode hombres sin la menor preparaciónpara la guerra, mal vestidos con ropasde civil y mal armados con escopetas de

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caza que, apenas se encuadraron en suimprovisada unidad, fueron enviadoshacia Madrid con las columnas deYagüe. Sus mandos eran militaresprofesionales, pero su papel erasubalterno: en lo esencial consistía enavanzar a la zaga de las tropascoloniales asegurando su retaguardia ysus flancos, facilitando suministros yevacuaciones y respaldando laprogresión de las columnas, que fuefulgurante hasta llegar a los alrededoresde Madrid. Seguros de que la capital sehallaba a punto de caer y de que la

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guerra era cosa de unas pocas semanas,los veinticinco pasaron por Navalmoralde la Mata, por Talavera de la Reina,por Navalcarnero, en el mes denoviembre llegaron a Madrid y tomaronposiciones en el frente de Usera, al surde la capital. Allí permanecieron untiempo. Es dudoso que alguna vezentraran seriamente en combate; en todocaso, apenas tuvieron que lamentar unherido: un hombre llamado Andrés Ruiz.La campaña, por lo demás, fue breve, yen algún momento de aquel mismoinvierno, hacia mediados o finales de

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enero de 1937, ya estaban todos denuevo en el pueblo, licenciados y con suguerra particular concluida. Ignoro lacausa de ese regreso tan temprano: esprobable que, a medida que la guerraavanzaba y se endurecía, y a medida quearreciaba la sospecha de que iba aprolongarse más de lo previsto, paramuchos de sus mandos resultara cadavez más evidente la ineptitud deaquellos campesinos entrados en años,inexpertos y armados de cualquiermodo, y decidieran relevarlos condestacamentos de voluntarios más

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jóvenes, dotados de mejor armamento ypreparación; pero cabe también laposibilidad de que aquel retornoprecipitado fuera una muestra más de lasingenuas pretensiones de independenciaque todavía alimentaban algunosfalangistas puros al principio de laguerra, obsesionados con la ambición deno ser engullidos por el omnívoroconglomerado franquista: endeterminado momento del otoño o elinvierno de 1936, el capitán José Luna,falangista de primera hora y jefeprovincial del partido en Cáceres, retiró

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del frente de Madrid, sin pedir permisoni dar explicaciones a nadie, variasunidades de milicias que operaban bajosu jurisdicción, alegando que algunosoficiales del ejército regular maltratabana sus integrantes, y la 3.ª Bandera deFalange pudo estar entre ellas. Tambiénes posible que ambas conjeturas no seanexcluyentes sino complementarias y quelas autoridades militares neutralizaran omaquillaran la peligrosa indisciplina deLuna y el retorno de sus voluntarioslicenciando a quienes considerabanineptos para la lucha. Lo cierto es que,

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durante aquel viaje de retorno a casadesde las trincheras de Madrid, PacoCercas protagonizó un extraño incidentesobre el que guardó silencio durante elresto de su vida, y que sólo el azarrescató muchos años después, cuandohacía casi setenta de los hechos y elabuelo de Javier Cercas llevaba dosdécadas muerto. No, el azar no: DeliaCabrera, la nieta del otro protagonistadel incidente. No, Delia Cabrera no:Fernando Berlín, el periodista al queDelia Cabrera contó de viva voz elincidente. Sea como sea, a finales de

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agosto de 2006 Javier Cercas lo contópor escrito en un artículo titulado «Finalde una novela», que dice así: «Fue elperiodista Fernando Berlín quien, haceahora más o menos un año, desenterrólos hechos que me dispongo a narrar.Por entonces Berlín había creado unasección en un programa radiofónicodonde invitaba a los oyentes a quecontaran historias de la guerra civil. Unode los primeros oyentes que llamó erauna mujer: tenía algo más de cuarentaaños y su nombre era Delia Cabrera;

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llamaba para contar una historia de suabuelo, Antonio Cabrera.

»La historia es la siguiente:»El 18 de julio de 1936 Cabrera era

el alcalde socialista de Ibahernando, unpueblo de la comarca de Trujillo, en laprovincia de Cáceres. Apenas un mesmás tarde las tropas del ejército deÁfrica comandadas por el generalFranco llegaron hasta allí después dehaber cruzado el estrecho de Gibraltargracias a la aviación nazi y de haberarrasado cientos de kilómetros ypueblos y ciudades enteros, dejando a su

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paso una estela de miles de cadáveres.El pueblo había caído en manos de losrebeldes a los pocos días de lasublevación, así que los soldados deFranco fueron acogidos con entusiasmoy, después de abastecerse de víveres yde descansar durante un tiempo, sellevaron consigo a algunos falangistasdel pueblo y obligaron a algunosrepublicanos y simpatizantes omilitantes de partidos de izquierdas asumarse a sus filas en labores deintendencia. Uno de esos republicanosfue Antonio Cabrera, quien se pasó el

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resto de la guerra integrado comosoldado raso en el ejército de susenemigos. Por entonces no era unhombre joven, pero sí fuerte, de modoque consiguió sobrevivir a tres años demarchas inhumanas por toda la geografíaespañola, arrastrando un mulo cargadode municiones. La derrota definitiva dela República lo sorprendió en Talaverade la Reina, a apenas ciento cincuentakilómetros de su pueblo;sorprendentemente (o tal vez no: tal vezsólo habían olvidado su pasadorepublicano, o consideraban que lo

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había redimido en la guerra), lolicenciaron, le dijeron que podía volvera casa, y durante varios días anduvo enbusca de un medio de transporte con quehacerlo, hasta que una mañana seencontró por casualidad con un paisanode Ibahernando. Cabrera habíaenvejecido, estaba seco y escuálido ypresentaba síntomas de extenuación,pero su paisano lo reconoció; Cabreratambién reconoció a su paisano: aunqueno eran amigos, sabía que se llamabaPaco, sabía que era algo más joven queél, sabía que en los primeros años de la

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República había sido socialista y queantes de estallar la guerra se habíaafiliado a Falange, conocía a su familia.Los dos hombres hablaron. El paisano ledijo a Cabrera que al día siguientepartía en un camión de soldados hacia lazona de Ibahernando, y Cabrera lepreguntó si habría sitio para él. “No losé”, contestó el paisano, pero le citó enun lugar y a una hora. Cuando al díasiguiente se presentó a la hora y el lugarconvenidos, Cabrera comprobó que elcamión rebosaba de soldados eufóricosde victoria; también comprobó, con

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aprensión, que algunos de esos soldadoseran de Ibahernando, y que lereconocían. Por un instante debió dedudar, debió de pensar que era másprudente esperar a otro camión; perocuando Paco le apremió para quemontara, la impaciencia por volver a suhogar pudo más que sus cautelas, ymontó.

»Al principio el viaje transcurrió sinsobresaltos, pero la progresiva cercaníade su tierra convirtió la euforia triunfalde los soldados en ebriedad y laebriedad en una jactancia pendenciera

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que encontró la víctima perfecta:quienes conocían a Cabrera revelaron alos demás que había sido republicano ysocialista y alcalde de su pueblo, seburlaron de él, lo injuriaron, leobligaron a celebrar la victoria, leobligaron a cantar el “Cara al sol”, leobligaron a beber hasta embriagarse.Por fin, cuando estaban a punto decruzar un puente sobre el Tajo, algunossoldados decidieron lanzar a Cabrera alvacío. Espantado, en aquel momentoCabrera pensó que iba a morir, y lepareció injusto o ridículo o absurdo

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correr esa suerte después de haberescapado con vida a tres años de guerra,pero comprendió que las fuerzas ya nole alcanzaban para oponerse a susverdugos. Fue entonces, mientras elcamión entraba en el puente y él sentíaun montón de manos feroceslevantándole en vilo, cuando oyó a suespalda una pregunta: “¿Qué vais ahacer?”. Cabrera reconoció la voz; erala de su paisano Paco, quien tras uninstante añadió: “A este hombre lehemos dicho que vamos a llevarle a sucasa, y eso es lo que vamos a hacer”.

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»Ahí acabó todo: los soldadossoltaron a Cabrera y él llegó sano ysalvo a su pueblo.

»Eso fue todo: todo lo que le contóDelia Cabrera a Fernando Berlín.Bueno, todo no. Cuando terminó decontar su historia, Delia agregó: “Elhombre que salvó la vida a mi abuelo sellamaba Francisco Cercas, todo elmundo le llamaba Paco y era el abuelopaterno de Javier Cercas, el autor deSoldados de Salamina”.

»Soldados de Salamina es una novelaque gira en torno a un minúsculo

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episodio ocurrido al final de la guerracivil, en el que un anónimo soldadorepublicano salvó la vida de RafaelSánchez Mazas, poeta, ideólogo yjerarca falangista.

»Poco después de que Delia Cabrerale contara a Berlín la historia enterradade su abuelo Antonio y mi abuelo Paco,hablé en la radio con ella, con Berlín ycon Iñaki Gabilondo, director ypresentador del programa radiofónicodonde se emitía la sección de Berlín. Acierta altura de la conversaciónGabilondo me preguntó si me había

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inspirado en aquella historia de miabuelo para escribir Soldados deSalamina. Le dije que no. Luego mepreguntó si, antes de que Delia Cabrerase la hubiera contado a Berlín, yoconocía la historia. Le dije que no.También me preguntó si la conocía mipadre —le dije que no— o alguien demi familia —le dije que no—. Perplejo,Gabilondo preguntó entonces: “¿Y porqué crees que tu abuelo no le contó anadie esa historia?”. Durante un segundointerminable no supe qué contestar.Recordé a mi abuelo Paco encerrado día

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y noche en su cobertizo, al fondo delcorral de su casa de Ibahernando, muyviejo y enjuto y ensimismado en la tareaminuciosa de fabricar con madera deencina miniaturas inútiles de carros,arados y demás utensilios de labranza.Recordé un atardecer de hace treinta ycinco o cuarenta años, cuando yo era unniño: mis abuelos, algunas de mishermanas y yo habíamos salido en untaxi desde Collado Mediano, un pueblopróximo a Madrid donde vivía mi tíoJulio, hacia Ibahernando, y en algúnmomento, cuando pasábamos junto a

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Brunete y ya estaba cayendo la noche yyo empezaba a adormilarme en el regazode mi abuelo, éste hizo un gesto hacia elhorizonte y salió de su silencio como sino saliera de su silencio sino como sillevara mucho rato hablando conmigo:“Mira, Javi —dijo en un susurro—. Ahíestaban las trincheras”. Recordé otroatardecer, éste más cercano en eltiempo, aunque tampoco mucho, más omenos por los años en que Españaempezaba a emerger de la sima dedécadas de una dictadura que mi abuelohabía contribuido a su modo a cavar y se

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asomaba insegura y con miedo a lademocracia: como cada tarde de verano,mientras mi abuelo permanecíaencerrado en su cobertizo, en el portalónde su casa nos reuníamos a conversarfamiliares, amigos y vecinos; aquellatarde se hablaba de política, y hacia elanochecer mi abuelo apareció en elportalón, dispuesto a salir a dar supaseo diario y, mientras se entretenía unmomento saludando a quienes estábamosallí, alguien le preguntó qué opinaba delo que estaba ocurriendo en España.Entonces mi abuelo hizo una mueca o un

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gesto levísimo, que no acerté a descifrar(algo que, me pareció, estaba a mediocamino entre un encogimiento dehombros y una sonrisa sin alegría), yantes de seguir su camino dijo: “A ver siesta vez sale bien”. Recordé todo estomientras Gabilondo aguardaba mirespuesta, mientras yo me preguntaba,como Gabilondo, por qué mi abuelo nole había contado a nadie que una vezhabía sido valiente y había salvado lavida de un hombre, y fue en aquelpreciso instante cuando comprendí quelas novelas son como sueños o

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pesadillas que no se acaban nunca, sólose transforman en otras pesadillas osueños, y que yo había tenido la fortunainverosímil de que al menos una de lasmías acabara, porque aquél era elverdadero final de Soldados deSalamina. Así que, con alegría, con unalivio inmenso, le contesté a Gabilondo:“No lo sé”».

Hasta aquí, el artículo de Cercas. Ocasi: he suprimido pasajes superfluos,realizado alguna indispensableprecisión, atenuado algún énfasissentimental; no he querido omitir, en

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cambio, cinco errores factuales, debulto, que no hay que achacar a lanovelería natural de su autor, a suincurable predilección de literato por laleyenda vagarosa frente a la historiasegura, sino a su negligencia o suignorancia. Primer error: AntonioCabrera no era el alcalde socialista deIbahernando en julio de 1936, al estallarla guerra; lo fue, pero de 1933 a 1934,mediada la República, y durante casitres meses de 1936: exactamente, del 21de febrero al 16 de mayo de 1936,cuando, poco antes del golpe de Estado,

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fue sustituido por Agustín Rosas.Segundo error: en su marcha haciaMadrid las tropas de Franco nuncapasaron por Ibahernando, sino porTrujillo, y no hicieron en el pueblo nadade lo que Javier Cercas dice quehicieron; es verdad, no obstante, que elantiguo alcalde socialista fue obligado aacompañar a sus enemigos y a asistirlosen labores de intendencia, aunque no lohizo durante toda la guerra —éste es eltercer error—, sino sólo durante unosmeses, lo que explica que su regreso delfrente coincidiera con el de Paco Cercas

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y sus compañeros, a finales de 1936 oprincipios de 1937. Cuarto error: no hayninguna constancia de que Paco Cercas,que sin duda conocía al hombre a quiensalvó la vida mucho mejor de lo que sunieta pensaba, fuese antes de la guerraun socialista de carnet, ni siquiera deque entonces se afiliase a Falange; sí lahay, en cambio, de que se afilió después,e incluso de que el 14 de abril de 1937,al cabo de pocos meses de su retorno acasa, fue nombrado jefe local deFalange. Quinto y último error: PacoCercas no combatió en la batalla de

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Brunete, como siempre creyó JavierCercas, sin duda porque lo dedujo delhecho de que, en el atardecer infantilque evoca el artículo, su abuelo fueracapaz de señalarle dónde se hallaban lastrincheras, y porque nunca se ocupó deverificar si aquella deducción eraexacta, ni nadie se la desmintió; larealidad es que Paco Cercas sólo estuvoen la batalla de Madrid, y que si conocíalas trincheras de la de Brunete eraporque, muchos años después deacabada la guerra, visitó varias veceslas que se conservan entre Villanueva de

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la Cañada y Brunete con su hijo Julio,que vivía cerca de ellas, en ColladoMediano. Por lo demás, estos errores noagotan el desconocimiento que JavierCercas tiene de la vida de su abuelo, oque al menos tenía cuando escribió suartículo. En aquel momento no sabía,por ejemplo, que en realidad su abuelohabía sido jefe local de Falange duranteun período bastante breve: más o menosdos años, desde la primera mitad de1937 hasta la primera mitad de 1939.Tampoco sabía que, al terminar laguerra, por la época en que su abuelo

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abandonó el mando de Falange enIbahernando, otra guerra se habíadesencadenado en el pueblo, una guerrapolítica entre viejos y jóvenes, entrefalangistas puros y franquistaspragmáticos, una despiadada batalla depoder que terminaron perdiendo losprimeros, entre los que se contaba suabuelo. No sabía que hasta el final desus días su abuelo consideró a losvencedores como una banda dearribistas y desaprensivos, sino demaleantes, y que nunca dejó de profesarpor ellos un desprecio incondicional.

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No tenía ni idea de que, antes o despuésde esa derrota, su abuelo no sólo habíaabandonado su cargo en Falange sino lapropia Falange, y que en toda su vida nohabía vuelto a pertenecer al partidoúnico. Y menos aún sabía que su rechazotaxativo de la Falange se había dobladocon un rechazo taxativo de la política,que nunca había vuelto a ocupar uncargo político y que, mientras losvencedores de aquella guerra devencedores de la guerra monopolizabanel poder en el pueblo durante el resto dela dictadura, su abuelo se marchó con su

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mujer y sus hijos de Ibahernando y,aunque siempre conservó su casa en elpueblo, vivió primero en Cáceres yluego en Mérida, arrendando aquí y alláparcelas de terreno cultivable en las quetrabajaba de sol a sol para satisfacer suanhelo intransigente de que sus tresvástagos estudiaran en la universidad.No sabía que, tras su desengaño deFalange, jamás permitió que sus hijos seafiliasen a esa organización ni tuviesennada que ver con ella, a pesar de que erael primer instrumento de socializaciónjuvenil durante la dictadura. No sabía en

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fin que, además de decepcionarse delfranquismo, su abuelo se decepcionó delas ideas que le llevaron a la guerra(suponiendo que fueran las ideas y no unimpulso mucho más elemental lo que lellevó a la guerra), aunque es imposiblesaber hasta dónde alcanzaron ambasdecepciones. Por no saber, ni siquierasabía que, a pesar de que le separabande Manuel Mena casi veinte años deedad, en algún momento de la guerra suabuelo había trabado con él una amistadlo bastante firme como para invitarlo a

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comer en su casa cada vez que regresabadel frente.

El estallido de la guerra sorprendió aManuel Mena en Ibahernando. Habíacumplido diecisiete años, acababa deaprobar con notas brillantes el últimocurso del bachillerato en Cáceres y sedisponía a estudiar primero de derechoen Madrid. Pasaba las vacaciones encasa de su madre, con sus tres hermanossolteros y dos de sus sobrinos:Blanquita, que contaba cinco años y era

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hija de su hermano Juan, y Alejandro,que contaba siete años, era hijo de suhermana María y compartía habitacióncon él. El año vivido en Cáceres habíaterminado de alejarle de sus amigos deinfancia, así que su verano debía detranscurrir entre conversaciones con donEladio Viñuela, lecturas de libros yrevistas sacados de su biblioteca ypaseos con su mentor y con Alejandro,que lo acompañaba a todas partes;también se había vuelto inseparable deun chaval de su quinta, llamado TomásÁlvarez, que era hermano menor del

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cura de Ibahernando y que desde antesde la guerra pasaba largas temporadasen el pueblo. Es imposible que, por muyaislado que viviese en Ibahernando,Manuel Mena no respirase allí laatmósfera de preguerra que se respirabaen todo el país, que no intuyese queaquella situación no podía prolongarsemucho tiempo y que no sintiese lainminencia del estallido violento o delgolpe militar que todo el mundo sentía;no hay duda de que, cuando por fin sesublevó el ejército, él aprobó lasublevación y celebró el fin de la

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legalidad republicana en el pueblo;tampoco hay duda de que decidió ir a laguerra en cuanto la desencadenó elfracaso del golpe.

Su madre lo adivinó de inmediato y,quizá sabiendo que no podría evitarlo,intentó evitarlo. Los diálogos entremadre e hijo de aquellas primerassemanas de guerra constituyeron duranteaños uno de los capítulos más nutridosde la leyenda de Manuel Mena. Cuentanque su madre le repetía que no teníaedad para pelear en la guerra y que ellaestaba viuda y era pobre y le quedaban

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dos hijas por casar, y que no podíaabandonarla en aquellas circunstancias;cuentan que le recordaba que era la granesperanza de la familia, que ella y sushermanos le habían preservado deltrabajo en el campo para que no sequedase encerrado como ellos en elpueblo y saliese al mundo y estudiaseuna carrera universitaria y tuviese unfuturo digno, y que iba a poner todo esoen peligro si se marchaba a la guerra;cuentan que le decía que era su hijo másquerido y su paño de lágrimas, y que lepreguntaba qué iba a ser de ella si lo

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mataban; cuentan que insistió, que rogó,que suplicó, que le coaccionó con todoslos medios de que disponía. Tambiéncuentan que Manuel Mena se mostrósereno y resuelto y que, aunque intentóapaciguar su inquietud, jamás le dio lamás mínima esperanza de que acabaracediendo a sus ruegos. Cuentan queManuel Mena le contestaba a su madreque su obligación era ir a la guerra, queno podía esconderse en casa mientrasotros como él se jugaban la vida en elfrente, que debía estar a la altura y darla talla y no arrugarse, que iba a

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defenderla a ella, a sus hermanas, a sushermanos y a sus sobrinos, que sólo ibaa hacer lo que ya estaban haciendo losdemás, pelear por lo que era justo, porsu familia, por su patria y por Dios;cuentan que le decía: «No te preocupes,madre: si vuelvo, volveré con honor; sino vuelvo, un hijo tuyo le habráentregado su vida a la patria, y no haynada más grande que eso. Además —concluía—, si me matan te darán unapaga tan buena que no tendrás quevolver a preocuparte por nada». Todoesto le decía Manuel Mena a su madre,

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pero la frase que más le repitió no eraun intento anticipado de consolarla sinoun ruego.

—Madre —le decía—, si me matansólo te pido una cosa: que nadie te veallorar.

Manuel Mena partió por fin hacia elfrente un amanecer de principios deoctubre de 1936, más de dos mesesdespués del inicio de la guerra. No sé sialguien lo vio salir del pueblo; no sé siiba solo o si alguien lo acompañaba ensu fuga. Sé que, antes de marcharse,intentó en vano que su amigo Tomás

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Álvarez lo acompañase. Sé que semarchó en secreto, sin pedir permiso anadie ni despedirse de nadie, al menosde nadie de su familia: ni de su madre nide sus hermanos ni de sus sobrinos.Horas o días después, el 6 de octubre,ingresó como voluntario en la 3.ªBandera de Falange de Cáceres,precisamente la misma unidad en la que,meses atrás, habían ingresado losprimeros veinticinco voluntarios delpueblo, entre ellos Paco Cercas. Ignorosi el hecho es casual. Hay quien sostieneque en alguna ocasión le oyó hablar (a él

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o a alguien próximo a él) de supresencia en el frente de Madrid alprincipio de la guerra; hay quiensostiene que Manuel Mena y otrosjóvenes voluntarios como él fueronenviados a Madrid para tomar el relevode Paco Cercas y de sus viejosvoluntarios de primera hora; hay quiensostiene que fue entonces y allí cuandoPaco Cercas y él se hicieron amigos.Tampoco lo sé. Éste es el tramo másincierto de la vida de Manuel Mena. Loúnico que sabemos de él es lo poco quese sabe de los hechos de guerra en que

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tomó parte su unidad desde octubre deaquel año hasta julio del año siguiente,cuando dejó de operar con ella.

Durante esos nueve meses laactividad bélica de la 3.ª Bandera deFalange fue muy escasa. Suponiendo quellegara a combatir en Madrid, regresómuy pronto a Extremadura, y en seguidala destinaron a la zona de Miajadas,Rena y Villar de Rena, en la provinciade Badajoz, donde se había estabilizadoel frente extremeño al terminar eldescontrol de las primeras semanas deguerra con la paz de cementerio que

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impuso el paso por la zona de lascolumnas africanas de Yagüe. Era unfrente inactivo, que apenas registró másque escaramuzas sin trascendencia hastajulio del año siguiente, justo cuandoManuel Mena lo abandonó. Todo indicaque en aquellos primeros meses dehostilidades, vibrantes de exaltaciónbélica y entusiasmo colectivo, ManuelMena era un soldado tan sediento degloria y de batallas como el tenienteDrogo en El desierto de los tártaros, unjoven idealista e intoxicado conradiantes discursos sobre el

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romanticismo del combate y la bellezapurificadora de la guerra; todo indicaque la pasividad y la atonía quereinaban en el frente extremeño dondeManuel Mena pasó aquel año esperandoa los republicanos no debían de ser muydistintos de la atonía y la pasividad quereinaban en la fortaleza Bastiani, dondese le fue la vida al teniente Drogoesperando a los tártaros. No era ésa laidea que Manuel Mena tenía de laguerra, para eso no se había presentadovoluntario, así que debió de empezar a

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buscar muy pronto un destino másacorde con sus expectativas.

Si así fue, no tardó en encontrarlo. Elejército franquista padecía desde elprincipio de la guerra un déficitlacerante de jefes y oficiales; parapaliarlo, Franco improvisó un cuerpointegrado por jóvenes universitariosque, tras un cursillo de apenas dossemanas de duración, alcanzaban elgrado de oficial. De este modo secrearon a lo largo de los tres años deconflicto casi treinta mil alférecesprovisionales, casi dos tercios de la

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oficialidad de campaña franquista.Rodeado desde muy pronto por unaaureola épica, para la propagandafranquista el alférez provisional no tardóen convertirse en el prototipo del héroe:era joven, valiente, idealista, generoso yarrojado y, con su disposiciónpermanente al sacrificio, constituía lacolumna vertebral del ejército rebelde.«Alférez provisional, cadáver efectivo»,se decía con razón: durante toda laguerra murieron más de tres milalféreces provisionales, un diez porciento del total. En marzo de 1938,

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meses antes de que Manuel Mena cayeraen combate, José María Pemán, poetaoficial franquista y alférez provisionalhonorario, estrenó en el teatro Argensolade Zaragoza un drama titulado De elloses el mundo, donde trató de inmortalizarla figura del alférez provisional conversos que en seguida corrieron de bocaen boca:

Alférez… provisional.Triste y bella cosa porsu misma fragilidad.Como una flor en el viento,

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como un vaso de cristal,soy español por alférezy más… por provisional. Yo aquí, ofreciéndote, España,veinte años, igualque veinte dalias frescas,y la Muertede jardinero detrás.

A principios de julio de 1937 Manuel

Mena ingresó en la Academia Militar deGranada, de donde salió a principios deseptiembre con el grado de alférez

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provisional; eso era lo que duraban poraquella época los cursillos depreparación: no dos semanas, como alprincipio de la guerra, sino dos meses.Para entonces Manuel Mena habíacumplido dieciocho años y llevabamedio en el frente, dos de los tresrequisitos exigidos para aspirar al gradode alférez; el otro consistía en poseer eltítulo de bachiller, cosa que ManuelMena poseía desde el verano anterior.Tras el tedio y la inacción del frenteextremeño, la vida castrense en Granadadebió de gustarle, rodeado como estaba

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por estudiantes como él y halagado porla gente de la ciudad, que se paraba aadmirar a los cadetes y los ovacionabacuando desfilaban por la Gran Vía endirección a la Academia o al campo deinstrucción mientras ellos cantaban:

Cuando los cadetes — salen deinstruccióntodas las muchachas — salen albalcón.Si miras arriba — les vas a verlas ligas,te van a castigar — corre,

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corre, corre con carrera mar. La Academia se hallaba ubicada en un

antiguo seminario de jesuitas rodeado debosque. Allí se preparaban los futurosalféreces con una disciplina estricta yuna rutina invariable. Manuel Mena selevantaba cada día de madrugada, y alas seis de la mañana ya estabarealizando ejercicios de campaña, detiro al blanco y de táctica en los cerrosque se alzan detrás de la Alhambra,desde donde se veía, abajo, la ciudad, yarriba Sierra Nevada. Al mediodía

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regresaba a la Academia y almorzabacon sus compañeros en un vastorefectorio con un púlpito destinado a lalectura, que nunca se usaba. Las clasesde la mañana eran prácticas y lasimpartían instructores alemanes queapenas chapurreaban el castellano,mientras que las de la tarde eranteóricas y las impartían instructoresespañoles que enseñaban táctica,logística, régimen interior, justiciamilitar y moral y religión. Los cadetescobraban trescientas veinte pesetas almes; Manuel Mena contó alguna vez que

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un veterano le advirtió al recibir suprimer sueldo: «El primero es para eluniforme, pirulo; el segundo, para lamortaja». «Pirulo» era el nombre quelos cadetes veteranos reservaban paralos bisoños, a quienes durante lasprimeras semanas martirizaban a puntade novatadas; «padrecito» era el nombreque los cadetes veteranos reservabanpara sí mismos.

Los últimos días en la Academiaacostumbraban a ser de grannerviosismo, porque una norma de lainstitución consistía en no aceptar

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repetidores y por tanto los aspirantes aoficial debían superar a la primera losexámenes; éstos, por fortuna para loscadetes, no se distinguían por suexigencia, así que la mayoría losaprobaba. Manuel Mena era religiososin beatería, pero es más que probableque, una vez aprobado el cursillo,acudiera junto a sus compañeros alsantuario de la Virgen de las Angustiascon el fin de ofrecer su estrella dealférez a la Virgen y pedirle fuerza paraél y para su familia, porque los cadetesconsideraban un ritual casi obligado esa

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visita. No creo que solicitase comodestino los Tiradores de Ifni, una unidadcasi desconocida, pero es posible quesolicitase los Regulares, un cuerpocreado en África y formado en loesencial por tropas indígenas, al quepertenecían los Tiradores de Ifni: elcuerpo de Regulares era al fin y al cabouno de los más codiciados por losalféreces; de todos modos, solicitase loque solicitase al final no fue él sino elejército quien, de acuerdo con suspropias necesidades, eligió su destino.Sin duda juró bandera en una ceremonia

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con misa de campaña, música militar,desfile y discursos patrióticos, pero nosé dónde tuvo lugar (pudo ser en lapropia Granada, aunque también encualquiera de las capitales andaluzas), yes casi seguro que a ella asistió elgeneral Gonzalo Queipo de Llano, jefedel Ejército del Sur. Es casi segurotambién que después de la jura secelebró un banquete de hermandad conla asistencia de los oficiales reciénnombrados y sus instructores, y que porla noche, al terminar la fiesta, ManuelMena emprendió viaje hacia

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Ibahernando para disfrutar allí de unasemana de permiso antes deincorporarse en el frente a su nuevaunidad.

Dos anécdotas conseguí rescatar deaquel primer regreso a casa comoalférez de Manuel Mena; más que dosanécdotas son dos escenas, dosmomentos que, casi ochenta añosdespués, aún sobrevivían en el recuerdode dos de sus testigos. La primera lapresenció Blanca Mena, la madre deJavier Cercas, en casa de su abuelaCarolina durante la tarde dichosa en que

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Manuel Mena llegó de Granada con sudiploma de oficial bajo el brazo. A susochenta y cinco años Blanca Menaconservaba un recuerdo intacto delcomedor alborotado por la aparicióndeslumbrante de su tío, por el regocijolloroso de su abuela Carolina y por elescándalo de las amigas y conocidas deManuel Mena —Isabel Martínez, MaríaRuiz, Paca Cercas—, que acudían desdetodos los rincones del pueblo paracelebrar al héroe recién llegado, chicasde la edad de Manuel Mena querevoloteaban en torno a él con un

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guirigay de gineceo, nerviosas yrisueñas, atosigándole a preguntas sobrela Academia y Granada y la guerramientras su abuela intentaba atenderlas ycompartía con ellas la exultación delretorno de su hijo; Blanca Mena serecordaba asida con una mano a laguerrera de Manuel Mena y con la otra ala empuñadura o la vaina de su sable dealférez, encandilada por aquel tumultode bienvenida, y recordaba a ManuelMena con el petate sin deshacer a suspies, alto, joven y distinguido como unpríncipe, enfundado en su impecable y

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blanquísimo uniforme —la gorra deplato con la estrella dorada de oficial, lacorbata negra, los galones negros conestrellas y alamares dorados, la guerrerasin una arruga y los pantalonesrectilíneos, la botonadura dorada y loszapatos relucientes—, prodigandosonrisas en medio del bullicio,quitándole importancia a sus meses deinstrucción en la Academia, a suflamante grado de alférez y al horror dela guerra, y haciendo bromas que todo elmundo celebraba con estrépito. Encuanto a la segunda anécdota, fue

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Alejandro García, tío de Javier Cercas,quien hace poco se la contó al novelista.Ya he consignado que Alejandro Garcíaera sobrino de Manuel Mena y quedurante años compartió habitación conél en casa de su abuela Carolina;también que, cuando Manuel Menavolvía de estudiar en Cáceres o decombatir en el frente, él le acompañabaa todas partes, cogido de su mano y fielcomo un perro: Alejandro recordaba porejemplo que a veces iba con su tío aescuchar la radio a casa de un hombreapodado Conejo, el único o casi el

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único del pueblo que poseía una, y queotras veces, a la hora de comer, leacompañaba hasta la casa de don EladioViñuela, en la Plaza, o hasta la de PacoCercas, en la Fontanilla, y que,siguiendo al pie de la letra susinstrucciones, volvía a buscarlo al cabode hora y media, o al cabo de dos,cuando la comida había terminado ocuando calculaba que habría terminado.Más o menos lo mismo es lo quedebieron de hacer durante aquellasemana de permiso que Manuel Menadisfrutó en el pueblo. De ella recordaba

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Alejandro dos cosas. La primera es queManuel Mena le trajo un obsequio deGranada: una Alhambra de escayola. Lasegunda es la anécdota a la que merefería.

Ocurrió dos o tres días antes de queManuel Mena regresara al frente, yacomo oficial del Primer Tabor deTiradores de Ifni. Aquella tardeAlejandro estaba jugando a la puerta dela casa de su abuela Carolina mientrasManuel Mena leía en el patio. Derepente, contaba Alejandro, él sintió quealgo anómalo sucedía en el aire o en el

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cielo —como si las nubes hubierancubierto bruscamente el sol y hubieracambiado el color de la tarde,provocando un anochecer prematuro oun presagio lumínico de cataclismo—, yse volvió hacia el poniente. Lo que viole dejó atónito. A pesar de que faltabanhoras para la noche, el sol parecíaquerer esconderse detrás de los últimostejados del pueblo; su resplandor, sinembargo, no había desaparecido, o nodel todo: a la derecha quedaba todavíauna pincelada de luz amarilla e irreal,pero la mayor parte del horizonte estaba

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teñida de rojo, un rojo no menos irrealque el amarillo, rosado a la izquierda ymuy intenso a lo lejos y frente a él, cadavez más intenso y más invasor, igual quesi se estuviera gestando en el cielo unatormenta de sangre. De pronto Alejandrosalió de su hechizo y dio un grito dealarma que atrajo a un puñado defamiliares y vecinos; entre ellos,naturalmente, se encontraba ManuelMena. Alejandro contaba que de entradala sorpresa enmudeció al grupo, peroque en seguida la gente empezó acomentar el espectáculo, a arriesgar

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hipótesis, a discutir en voz alta; el únicoque permanecía inmóvil y en silencioante el horizonte incendiado era ManuelMena. Alejandro se acercó a él y lecogió de la mano. Más ansioso queintrigado, preguntó:

—Eso es la guerra, ¿verdad, tío?—No —contestó Manuel Mena—. Es

la aurora boreal.

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7 —¿Te fijaste? —preguntó David

Trueba—. Cada vez que mencionabas aManuel Mena, El Pelaor se poníanervioso.

Ya hacía un rato que habíamos salidode casa de El Pelaor y habíamosabandonado Ibahernando cruzando elPozo Castro y la Plaza, alumbrada a

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aquella hora por el resplandor esféricode un par de farolas y el resplandorcuadrado de las ventanas del bar, através de las cuales vislumbré ahombres de pie frente a la barra y ahombres sentados y jugando a las cartas.Luego nos adentramos en la nochecerrada de la estrecha carretera deTrujillo y tomamos la autovía de Madriden el cruce de La Majada, el restaurantedonde habíamos comido al mediodía.Teníamos previsto dormir en Trujillo,pero aún no eran las nueve y calculamosque podíamos estar en Madrid a una

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hora razonable, así que al llegar aldesvío de Trujillo decidimos seguiradelante por la autovía mientrasdejábamos a nuestra izquierda Cabezadel Zorro, el promontorio sobre el quese levanta la villa, con las murallas y lostorreones medievales del castilloiluminados en la oscuridad. Hastaentonces no habíamos dicho una solapalabra sobre las dos horas y media deconversación que acabábamos demantener con El Pelaor, en presencia desu hija y su yerno, y yo había atribuidoel silencio de David al desinterés por lo

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que había estado filmando; de sucomentario deduje que la razón era lacontraria, así que contesté en seguidaque yo también me había fijado en loque se había fijado él.

—No paraba de mover la muleta a unlado y a otro —añadí, refiriéndome a ElPelaor.

—Como para extrañarse —dijoDavid—. Matan a tu padre como a unperro, sin saber quién ni por qué, ytienes que enterrarlo a escondidas y sinque nadie le diga una miserable oración.Qué horror. En cambio, Manuel Mena

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fue a la guerra porque quiso, muriópeleando como un hombre y a su funeralasistió el pueblo entero. En Ibahernando,Manuel Mena era un héroe, y el padre deEl Pelaor no era nada, menos que nada,un rojo al que habían dado su merecido.Pobre Pelaor: casi ochenta años sincontarle esa historia a nadie, casiochenta años con eso dentro. No sé tú,pero yo tuve todo el tiempo la impresiónde estar delante de un hombre que llevala vida entera enfermo y que ni siquierasabe que está enfermo.

—Esa misma impresión tuve yo —

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reconocí—. Y también tuve la impresiónde que hablaba de la guerra como sihubiera sido una catástrofe natural.

—Puede ser —admitió David—. Asíhablan de la guerra muchos viejos que lavivieron, sobre todo en los pueblos.Pero me parece que eso El Pelaor lohacía más bien adrede, para disimular.

—¿Para disimular?—Tu familia era una de las familias

de derechas del pueblo, ¿no? O sea: lagente que se había puesto del lado deFranco; en fin: la gente que habíamatado a su padre. Por mucho que El

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Pelaor hablase bien de ellos, por muchoque los apreciase, eso es lo que eran. ¿Yno querrás que le cuente lo que piensade verdad de la guerra y de ManuelMena a un miembro de esa familia, quees lo que tú eres? ¡Pero si no se locuenta ni a sus propias hijas…! Por esoha hablado con el freno de mano puesto,hombre. Y no me digas que hace casiochenta años de la guerra porque paraese hombre la guerra no ha pasado; opor lo menos el franquismo, que al fin yal cabo fue la continuación de la guerra

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por otros medios. Más claro no te lo hapodido decir.

—Sí —convine—. Yo también creoque ese hombre sabe más de lo que nosha contado.

—Más no: muchísimo más —subrayó—. Como mínimo sobre la guerra ysobre Manuel Mena.

Volví a darle la razón y, quizátemiendo que David cambiase de tema,añadí lo primero que me pasó por lacabeza:

—¿No te pareció que podía echarse allorar en cualquier momento?

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David apartó la vista de la autovíapara mirarme con cara de incomprensióno de sorpresa.

—¿Quién, El Pelaor? —preguntó; enseguida volvió la vista hacia delante—.Me juego mis pelotas a que no lloranunca.

Pensé en mi madre, que había lloradotanto al morir Manuel Mena que agotóde por vida sus reservas de llanto, yentendí que David tenía razón.

—Tienes razón —dije—. A esehombre seguro que se le acabaron laslágrimas cuando mataron a su padre.

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—Seguro —asintió David—. Y, porcierto, ¿no has pensado una cosa?

En silencio me pregunté si ladiferencia fundamental que separa a laspersonas no es la que separa a las quetodavía pueden llorar de las que ya nopueden llorar; también en silencio mepregunté cuántas personas habían dejadode llorar durante la guerra. En voz altapregunté:

—¿Qué cosa?—Que quizá El Pelaor no ha aceptado

hablar contigo para contarte la historiade Manuel Mena.

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Intenté procesar la afirmación deDavid, pero fue en vano.

—No entiendo —dije.Chasqueó la lengua con cara de

fastidio.—Vamos a ver —empezó, pedagógico

—. Ese hombre se ha pasado casiochenta años callado, sin hablar de laguerra ni con sus hijas, ¿y de verdadcrees que se va a poner a hablar delhéroe franquista del pueblo así como asíy por las buenas, y encima contigo, queeres el sobrino nieto del héroefranquista del pueblo? Y una mierda. Ha

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aceptado hablar contigo para contarte lahistoria de su padre, para que la historiadel asesinato de su padre no se quedesin contar, para que cargues con esahistoria y la cuentes. A lo mejor él noera del todo consciente de haberlo hechopor eso, pero lo ha hecho por eso. No tequepa duda. ¿O es que no ha sido él elque ha sacado a colación la historia? Y,por cierto, ¿quién hablaba deresponsabilidad? ¿Hannah Arendt? Puestoma responsabilidad.

La autovía estaba casi desierta. Erauna noche sin luna, y a izquierda y

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derecha de la calzada los campos deencinas se hallaban sumidos en unaoscuridad casi hermética. Largas comocuellos de jirafa o girasoles gigantescosplantados en los márgenes de la autovía,las farolas propagaban una luz colorbutano, pero había trechos sin farolas, oen los que las farolas no estabanencendidas, donde las tinieblascolonizaban por completo la calzada ydonde sólo parecían luchar contra sutiranía los focos de nuestro coche y losde los escasos coches que de vez encuando brotaban de la oscuridad,

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viniendo de frente por el carrilcontrario, antes de perderse de nuevo anuestras espaldas, o los focos de loscoches aún más escasos que nosadelantaban por el carril de al lado.David había fijado el control develocidad a ciento veinte kilómetros porhora y conducía sin tensión, recostadoen su asiento, cogiendo el volante por laparte de abajo (o más bienacariciándolo), con la vista clavadafuera, en la autovía, aunque la impresiónque daba era que no miraba fuera sinodentro: no lo que estaba viendo sino lo

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que estaba pensando. Debía de haberpuesto la radio o un cedé, porque se oíaa volumen muy tenue una melodía queme sonaba pero que no reconocí.Habíamos dejado de hablar de El Pelaory hablábamos de Manuel Mena.

—Antes la gente tenía una idea muydistinta de la guerra —dijo en algúnmomento mi amigo; unida al resplandordel salpicadero, la luz intermitente delas farolas creaba en el interior delcoche una atmósfera irreal de estanque oacuario—. Se nos ha olvidado, pero esasí. En realidad, la gente casi siempre

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ha pensado que las guerras son útiles,que sirven para arreglar los problemas.Eso es lo que los hombres hemospensado durante siglos, durantemilenios: que la guerra es algo terrible ycruel pero noble, el lugar donde damosla auténtica medida de nosotros mismos.Ahora esto nos parece una gilipollez, undelirio de tarados, pero la verdad es quehasta los artistas más grandes lopensaban. No sé, tú ves La rendición deBreda, con el campo de batalla todavíahumeante y toda esa gente tancaballerosa, tan digna en la derrota y tan

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magnánima en la victoria, y te dan ganasde estar allí aunque sea como underrotado: ¡joder, pero si hasta loscaballos parecen inteligentes ygenerosos! En cambio, tú ves Losfusilamientos del 3 de mayo, o Losdesastres de la guerra, y se te ponen lospelos como escarpias y de lo único quete entran ganas es de salir corriendo.Claro, nosotros ya sabemos que Goyaestá mucho más cerca de la realidad queVelázquez, pero lo sabemos desde hacepoco; o quizá simplemente es que Goyapinta la guerra tal como es, mientras que

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Velázquez la pinta tal como nos gustaríaque fuera, o tal como durante siglos nosimaginamos que era. Sea como sea,seguro que cuando se fue a la guerraManuel Mena tenía una idea de ellamucho menos parecida a la de Goya quea la de Velázquez, que es la idea de laguerra que siempre han tenido losjóvenes antes de ir a la guerra.

Fue entonces cuando David sacó acolación un cuento de un escritor serbio,Danilo Kiš, titulado «Es glorioso morirpor la patria». Lo hizo, estoy seguro,porque la historia de Manuel Mena se lo

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recordó, aunque no sé exactamente porqué se lo recordó; lo hizo porque elprotagonista del cuento de Kiš es unjoven guerrero que muere joven y deforma violenta, como Manuel Mena,aunque quizá también lo hizo porquequería decirme algo que no acabó dedecirme o que no se atrevió a decirme oque me dijo pero no abiertamente y queen aquel momento no entendí. Insisto enque no lo sé. Lo que sí sé es que elcuento le encantaba y que años atráshabía pensado en adaptarlo al cine; poreso lo había leído muchas veces.

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—La historia transcurre en un lugar yen un tiempo indefinidos —empezó acontar, eligiendo cada palabra concuidado—. Indefinidos adrede, claro:estamos en Europa, se habla de unimperio y un Emperador y se insinúa quelos dos son españoles, pero también semenciona a los sans-culotte y a losjacobinos, que existieron cuando ya nohabía ningún imperio español enEuropa. En fin… El protagonista delrelato, o más bien el protagonistavisible, se llama Esterházy, es conde ytiene la misma edad que tenía Manuel

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Mena cuando murió. Más o menos.Esterházy pertenece a una familia tannoble y tan antigua como la delEmperador, que le ha sentenciado a lahorca por intervenir en una insurrecciónpopular contra él. La acción empiezapoco antes de que la sentencia secumpla. Un día Esterházy recibe en sucelda de condenado la visita de sumadre, una aristócrata altiva y orgullosade la nobleza de su estirpe. Hablan unrato, y el chaval le anuncia a su madreque está preparado para morir. Eso dice.Aunque es posible que la madre no le

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crea. La prueba es que le da ánimos yque trata de infundirle coraje para queno se hunda, para que no desfallezca ymantenga la dignidad en aquel tranceterrible; es más: le asegura que va asuplicar el perdón del Emperador y queestá dispuesta a arrojarse a sus pies paraconseguirlo; y le dice a su hijo que, si loconsigue, el día de su ejecución la verávestida de blanco en un balcón, mientrasa él lo llevan al cadalso, y que ésa serála señal de que está salvado y de que elindulto del Emperador llegará a tiempo.—David hizo aquí una pausa, igual que

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si hubiese olvidado cómo seguía lahistoria o igual que si acabara de darsecuenta de algo que hasta entonces habíapasado por alto—. El caso es quedurante su estancia en la cárcel —continuó— la principal preocupación deEsterházy consiste en mantener susformas de aristócrata hasta el últimoinstante, lo que le obsesiona es quenadie le vea derrumbarse ni tener miedoni dar señales de debilidad cuandollegue el momento de la muerte. Así esque el día de su ajusticiamiento el condese levanta al amanecer, después de pasar

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la noche en vela, y hace todo lo quetiene que hacer manteniendo lacompostura: reza, se fuma un últimocigarrillo, deja que le aten las manos ala espalda como a un salteador decaminos y sube al carruaje que conducehasta el patíbulo. Y, sí, durante sutrayecto hacia la horca hay momentos enque parece que el miedo va a poder conél, pero el chaval se sobrepone y lossupera. Es lo que pasa en una de lasmejores escenas del relato, cuandoEsterházy llega a una avenida abarrotadapor la multitud y, al verlo, la chusma se

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pone a gritar y levanta sus puños llenosde odio mientras él siente que el valorlo abandona y a su alrededor elpopulacho se exalta y ruge de alegría alnotar su debilidad. Pero todo cambiaotra vez en seguida, y el conde seendereza de nuevo y recupera la estampanoble y valiente de los Esterházy. ¿Ysabes por qué? —Aunque era evidenteque no esperaba una respuesta a supregunta, hizo otra pausa—. Pues porqueal salir de la avenida ve en un balcónuna mancha de un blanco brillante. Es sumadre, vestida de blanco, inclinada

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sobre la barandilla con la señalsalvadora que le había anunciado a suhijo… Así entiende el conde que no va amorir, que las súplicas de su madre hanconmovido al Emperador y que en elúltimo momento llegará el perdón paraél; de modo que sube al cadalso yafronta la muerte con la dignidad que seespera de un hombre de su linaje.Bonito, ¿no? El único problema es queal final el perdón no llega. Y queEsterházy muere a manos del verdugo.

David guardó silencio, como dandotiempo a que la conclusión de la

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historia, o la que parecía la conclusiónde la historia, hiciese efecto sobre mí.

—Es un relato estupendo —me limitéa decir, sinceramente.

—Sí —contestó David—. Lo mejores su ambigüedad, ¿no te parece? O susambigüedades, más bien, porque elcuento tiene varias: una explícita y otraimplícita, una aparente y otra real. Laambigüedad aparente y explícita ladescribe el mismo Kiš en una especie deepílogo. Allí dice que la historia queacaba de contar tiene dosinterpretaciones posibles. La primera es

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la interpretación heroica, que es la delos pobres y los perdedores; según ella,Esterházy murió como un valiente, conla cabeza bien alta y con plenaconciencia de que iba a morir. Lasegunda es la interpretación prosaica,que es la de los vencedores; según ella,todo fue un montaje de la madre.

David se volvió un momento hacia míy sonrió únicamente con los ojos. O esome pareció.

—Pero todo esto es un cuento, ynunca mejor dicho —continuó—. Quierodecir que es mentira, que esa

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ambigüedad es sólo aparente. Porquenosotros sabemos que la versión heroicade la historia es la versión novelera ylegendaria (o sea: falsa) con la que lospobres y los perdedores se consuelan desu pobreza y su derrota, o con la queintentan redimirse de ellas, y que laverdad es que todo fue un montaje de lamadre, que eso fue lo que ocurrió deverdad aunque también sea lo quecuentan los vencedores y loshistoriadores oficiales para evitar elnacimiento de una leyenda heroica. Kišes implacable, feroz, no deja un

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resquicio de consuelo o de esperanza:además de tener el poder, el poder tienela verdad. Así que ahí no está laambigüedad del relato, ni su verdaderagenialidad. La ambigüedad está en lamadre, en la actitud o la estratagema dela madre, que es la auténticaprotagonista del relato. Porque suactitud sí permite dos interpretaciones.La primera es que ella se sube al balcónvestida de blanco y engaña a su hijohaciéndole creer que el Emperador le haindultado porque le quiere como sóloquiere una madre y quiere ahorrarle la

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agonía de sus últimos segundos de vida,porque quiere que muera tranquilo yfeliz, convencido hasta el último instantede que al final llegará el indulto delEmperador. La segunda interpretación esque la madre engaña a su hijo porque lequiere, pero no sólo porque le quiere: leengaña para que esté a la altura de sunombre y de su linaje, para que en elúltimo momento no desfallezca y afrontela muerte con la entereza de unEsterházy.

—Para que tenga una buena muerte —le interrumpí—. Kalos thanatos, la

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llamaban los griegos. Eso es lo quequiere la madre para su hijo.

—Exactamente —dijo David.—Los griegos pensaban que era la

mejor muerte posible —expliqué—. Lamuerte de un joven noble y puro quedemuestra su pureza y su noblezamuriendo por sus ideales. Como elAquiles de la Ilíada. O como el condeEsterházy.

—O como Manuel Mena —propusoDavid.

Sólo entonces comprendí que miamigo no había empezado a hablar del

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cuento de Kiš para dejar de hablar de lahistoria de Manuel Mena. Dije:

—Suponiendo que fuera un jovennoble y puro. —Rápidamente añadí—:Y por cierto: ¿se puede ser un jovennoble y puro y al mismo tiempo lucharpor una causa equivocada?

David reflexionó un momento antes decontestar; cuando lo hizo tuve elpresentimiento de que llevaba muchotiempo pensando sobre ese asunto, quizádesde que había llevado al cine minovela sobre la guerra.

—Se puede —contestó—. ¿Y sabes

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por qué?—¿Por qué?—Porque no somos omniscientes.

Porque no lo sabemos todo. Hace casiochenta años de la guerra, y tú y yotenemos más de cuarenta, así que paranosotros está chupado saber que lacausa por la que murió Manuel Mena erainjusta. Pero ¿era tan fácil saberlo paraél, que entonces no pasaba de ser unchavalito, que no tenía la perspectivadel tiempo y no sabía lo que pasaríadespués, y que para colmo apenas habíasalido de su pueblo? Y, por cierto, ¿era

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justa o injusta la causa por la que murióAquiles? A mí me parece totalmenteinjusta: a ver si la pobre Helena no teníaderecho a largarse con Paris y aabandonar a Menelao, que por cierto eraun plasta además de un vejestorio… ¿Teparece a ti que ése es motivo suficientepara montar una guerra, y encima tanbestia como la de Troya? Hablo enserio: no juzgamos a Aquiles por lajusticia o la injusticia de la causa por laque murió, sino por la nobleza de susactos, por la decencia y por la valentía yla generosidad con que se comportó.

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¿No deberíamos hacer lo mismo conManuel Mena?

—Nosotros no somos griegosantiguos, David.

—Pues a lo mejor deberíamos serlo,en esto como en tantas cosas. Mira,Manuel Mena estaba políticamenteequivocado, de eso no hay duda; peromoralmente… ¿tú te atreverías a decirque eres mejor que él? Yo no.

Para no tener que contestar supregunta formulé otra:

—¿Y si no fue ni noble ni puro?—Entonces retiro lo dicho —

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contestó, tajante—. Pero antes tienes quedemostrarme que no fue ni una cosa ni laotra. Porque de lo contrario…

En ese momento nos adelantaron doscoches fulgurantes, uno pegado al otro;sus luces rojas de posición huyeron conrapidez hasta que la oscuridad de laautovía se cerró sobre ellos, igual que sila noche los hubiera devorado. Davidmaldijo a los dos conductores y comentóalgo sobre su hijo Leo o sobre un amigode su hijo Leo. A continuación preguntóde qué estábamos hablando.

—De kalos thanatos —contesté—.

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De la bella muerte, que era el ideal éticode los griegos y la garantía de suinmortalidad. Pero todo venía a cuentodel relato de Kiš.

—Claro —recordó David—. De lasdos interpretaciones del relato, ¿no?, depor qué la madre engañó al hijo cuandoapareció en el balcón vestida de blanco.En la primera interpretación, la madreactuó sólo por amor, para que el hijo nosufriera; en la segunda actuó por amorpero también por honor, por orgullofamiliar, para asegurarse de que el hijoestaría a la altura del nombre de los

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Esterházy. ¿Con cuál de las dos tequedas?

Mirando la negrura casi opaca que seextendía más allá de la zona iluminadapor los focos del coche, con la líneablanca del centro de la calzadacorriendo como una centella intermitentea nuestra izquierda, intenté concentrarmeen la pregunta de David, pero por algúnmotivo volví a recordar la frase que mehabía asaltado aquella tarde en LaMajada («Escribo para no ser escrito»)y se me ocurrió que la madre deEsterházy había decidido el destino de

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Esterházy, que no había sido el jovenEsterházy quien había escrito su destinode héroe sino su madre quien se lo habíaescrito a él, y entonces me pregunté si nole habría ocurrido lo mismo a ManuelMena, si no habría sido también lamadre de Manuel Mena quien, a pesarde que según la leyenda familiar nodeseaba que su hijo fuera a la guerra, lehabía impulsado a hacerlo, aunque fuerade una manera secreta o inconsciente, sino habría sido ella quien, para que suhijo estuviese a la altura de su estirpe depatricios del pueblo, le había escrito a

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él su destino de héroe. Pensé lo anteriory volví a decirme, como había hechomientras comíamos en La Majada (sóloque ahora me lo dije con una especie deorgullo), que escribiendo yo me habíalibrado del destino de Esterházy y deManuel Mena, que yo me había hechoescritor para no ser escrito por mimadre, para que mi madre no escribierami destino con el destino que ellajuzgaba más alto, que era el destino deManuel Mena. Quizá un pocoavergonzado por lo que acababa depensar, o por el orgullo con que lo había

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pensado, volví a concentrarme en elcuento de Kiš y en la pregunta de David.Entonces se me ocurrió.

—Hay otra posibilidad —conjeturé.—¿Qué posibilidad? —preguntó

David.—No es la madre la que engaña al

hijo, por lo menos no a propósito —expliqué—. Es el Emperador el queengaña a la madre.

David no tardó un segundo enasimilar mi conjetura, de lo que dedujeque ya la había considerado. Preguntó:

—¿Estás diciendo que la madre fue a

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suplicarle al Emperador que perdonasea su hijo, que se humilló paraconseguirlo y que, aunque lo consiguió,al final el Emperador no cumplió supromesa de perdonarlo?

—Exacto.—Eso no es una posibilidad —dijo

David—. Si lo fuese, el Emperador nosería un Emperador, y la madre no seríauna Esterházy: una mujer así no sehumilla ante nadie. Ni siquiera ante elEmperador. Ni siquiera para salvar a suhijo.

David dijo esto último con una

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convicción que no admitía réplica. Nointenté dársela. Hubo un silencio, y sóloen ese momento reconocí la música quehabía estado fluyendo todo el tiempo dela radio o del cedé: era de Bob Dylan, ode un buen imitador de Bob Dylan.Pensé que David ya no tenía nada másque decir sobre la historia de losEsterházy; me equivoqué.

—No sé tú, pero si hay algo quedetesto en un cuento son esos finalessentenciosos y concluyentes, que loaclaran todo —prosiguió—. El delcuento de Kiš parece uno de ellos pero

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no lo es, porque en realidad no aclaranada. Me gusta tanto que me lo sé dememoria. «La historia la escriben losvencedores», dice; y luego continúa:«La gente cuenta leyendas. Los literatosfantasean. Sólo la muerte es segura».

David siguió hablando, aunque ya norecuerdo de qué, en todo caso no delrelato de Kiš sino de algo que le sugirióel relato de Kiš o quizá el final delrelato de Kiš, y durante un rato esascuatro frases quedaron flotando en elinterior del coche como un enigmadiáfano y, mientras escuchaba la voz de

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mi amigo mezclada con la música deBob Dylan o del imitador de Bob Dylany con el ruido monótono del cochedeslizándose por el asfalto nocturno eirregular de la autovía, me distrajepensando que era verdad que losliteratos fantaseamos y que la muerte essegura, pero que también era verdadque, aunque Manuel Mena fuera unvencedor de la guerra, la gente se habíalimitado a contar leyendas sobre él ynadie había escrito su historia.¿Significaba eso que Kiš no llevabarazón y que a veces los vencedores

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tampoco tienen historia, aunque seanellos quienes la escriban? ¿Significabaeso que después de todo Manuel Menano era un vencedor, aunque hubieraluchado en el bando de los vencedores?

Todavía estaba dándoles vueltas a lasfrases de Kiš cuando paramos a tomarcafé en un restaurante de carretera, pocodespués de la salida de Talavera de laReina. Allí, inesperadamente (yo almenos no lo esperaba: no tenía ningunarazón para esperarlo), David empezó ahablar de su matrimonio roto y de su exmujer, o quizá es que ya llevaba un rato

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hablando de ello y yo no lo habíaadvertido hasta entonces. El caso es queal volver al coche siguió con el tema. Lohizo durante mucho rato, y yo le escuchécon el cuerpo vuelto hacia él, como siobservar el atisbo blanquecino de barbaque alfombraba sus mejillas y sus dosmanos sobre el volante y su mirada fijaen la noche de la autovía me permitieseolvidar a Manuel Mena y concentrarmeen lo que mi amigo estaba diciendo.Hacía ya varios años que se habíaseparado de su mujer, pero nunca lehabía oído hablar así de su separación,

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con aquella serenidad real, sin dolor osin que el dolor se transparentase en suspalabras. En un momento dijo:

—¿Sabes lo que más echo de menos?—Esperó a que le preguntara qué era—.No estar enamorado —contestó—.Parece la letra de la canción del verano,pero la puta verdad es que todo esmucho mejor cuando uno estáenamorado.

En otro momento, después dedescribirme con lujo de detalles lanueva vida feliz que llevaba su ex mujer

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con la renuente estrella de Hollywood alcuadrado, abrió un silencio pensativo.

—Es que no puedo entenderlo, Javier—dijo al final; y, con la vehemencia dequien denuncia una injusticia clamorosa,exclamó—: Pero ¿me quieres decir quécoño tiene Viggo Mortensen que notenga yo?

Volviéndose un poco a su derecha,durante un segundo me miró con perfectaseriedad; al segundo siguiente rompimosa reír a carcajadas.

—Felicidades, tío —le dije, sinpoder dejar de reír—. Estás curado.

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Pasaban de las once y el tráfico sevolvía cada vez más intenso. A los ladosde la calzada escaseaban ya las tinieblascompactas de las grandes extensiones decampo abierto, disueltas por el fulgorcreciente y suburbial de los hoteles, losrestaurantes, las gasolineras y lospolígonos industriales en penumbra; unprofuso resplandor amarillentoiluminaba a lo lejos el cielo, como lasbrasas de un incendio colosal: eraMadrid. Durante un buen rato volvimosa hablar sobre Manuel Mena y ElPelaor.

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—De una cosa puedes estar seguro —concluyó David mientras entrábamos enla ciudad por la carretera deExtremadura—. Ese hombre se va allevar un montón de secretos a la tumba.

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8

Manuel Mena se incorporó a su primerdestino de alférez el 25 de septiembrede 1937, y hasta el día de su muerte,doce meses más tarde, vivió con unaintensidad alucinada, acumulando esetipo de vivencias extremas con las que,como sostienen en público algunossupervivientes de las guerras, tantas

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cosas esenciales se aprenden, y con lasque, como saben en secreto todos lossupervivientes de las guerras, no seaprende nada salvo que los hombrespodemos llegar a ser mucho peores delo que somos capaces de imaginarquienes nunca hemos estado en unaguerra. Durante aquel tiempo ManuelMena peleó en primera línea de combatepor gran parte de la geografía española,se batió en las peores batallas, padecióa la intemperie temperaturas de más decincuenta grados sobre cero y menos deveinte bajo cero, sobrevivió a marchas

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de pesadilla por desiertos pedregosos ycordilleras escarpadas, rechazó ataquespor sorpresa, ejecutó golpes de mano,tomó o intentó tomar al asalto pueblos yciudades vaciados por el miedo, cotasinhóspitas, líneas fortificadas y picachosinaccesibles, resultó herido por fuegoenemigo en cinco ocasiones y vio moriry mató a un número indeterminable dehombres. Es muy posible, sin embargo,que terminara su vida sin haberseacostado con una mujer, a menos queperdiera la virginidad en alguna visita aun prostíbulo del frente; algunas

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personas sostienen que estabaenamorado de una muchacha bella,leída, delicada, elegante e inteligentellamada María Ruiz, hija del mayorpropietario de tierras del pueblo, perono existe el menor indicio de que ella lecorrespondiera, ni ninguna certeza deque ésa no sea sólo una más de lasficciones que aureolan su leyenda.

El último año de la vida de ManuelMena puede reconstruirse con ciertaprecisión gracias a la ayuda de algunosdocumentos; no son infalibles —ningúndocumento lo es—, pero, manejados con

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imaginación crítica, ofrecen una guíafiable para salir de la niebla de laleyenda y adentrarse en la claridad de lahistoria. El más importante de ellos essin duda el Diario de Operaciones de launidad de Manuel Mena: el PrimerTabor de Tiradores de Ifni, pertenecienteal Grupo de Tiradores de Ifni. El grupoera originario y tomaba su nombre de unpequeño territorio del occidenteafricano, situado frente a las islasCanarias, que en 1934 se habíaconvertido de manera oficial en coloniaespañola. Se trataba de una unidad de

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choque compuesta por indígenas yespañoles —los soldados eran sobretodo indígenas; los mandos, sobre todoespañoles— que a lo largo de la guerralas autoridades rebeldes enviaron a losfrentes más duros con el fin de resolversituaciones comprometidas; el resultadode ese compromiso fue que al terminarla contienda la unidad habíasobrepasado el cincuenta por ciento debajas: casi cuatro mil heridos y más demil muertos. Es posible que, después dehaber dormitado durante meses en lamodorra sin épica del frente de

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Extremadura, Manuel Mena desearaexperimentar a fondo el idealismotemerario de la guerra en un destinofatigoso y expuesto; si así fue, larealidad satisfizo con creces sus deseos.

Manuel Mena se unió al Primer Tabor deTiradores de Ifni justo en el momento enque la unidad, después de haberguerreado sin descanso durante casi unaño, pasaba a la reserva en lasproximidades de Zaragoza. La expresión«sin descanso» no entraña una

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hipérbole: desde principios del otoñoanterior los compañeros de ManuelMena habían tomado parte en loscombates decisivos de la batalla deMadrid, habían entrado en Brunete,peleado en Villanueva de la Cañada ydefendido Las Rozas, se habíanapoderado del vértice de Cobertera,habían evitado con un golpe de mano lavoladura del estratégico puente dePindoque, sobre el río Jarama, habíanperdido durante dos días de primaveratrescientos tres hombres en la cabeza depuente de Toledo —entre ellos siete de

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sus trece oficiales—, habían luchado enel frente de Albarracín y contenido laofensiva republicana sobre Zaragozapeleando en Zuera, San Mateo deGállego y Fuentes de Ebro. Así que,cuando Manuel Mena ocupó su puestode alférez a finales de septiembre, launidad estaba exhausta y diezmada.Junto con el Grupo de Tiradores de Ifnial completo, el Primer Tabor pertenecíapara entonces a la 13.ª División deBarrón, conocida como «La ManoNegra» porque en su insignia figurabauna mano negra sobre fondo rojo, con

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una leyenda escrita en caracteresarábigos que rezaba: «¿Quién entró enBrunete?». Los dos meses siguientesfueron para Manuel Mena un período deadaptación a su nueva vida de oficial, ypara el Primer Tabor de Tiradores deIfni un interregno sin hostilidades quesus mandos aprovecharon paradescansar, para reorganizar el batallón ypara instruir a nuevos reclutas tantoespañoles como marroquíes que veníana cubrir las bajas ocasionadas por casidoce meses de constantes combates. Esmás que probable que Manuel Mena

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participara en el adiestramiento de estossoldados bisoños. También es probableque él mismo fuera aleccionado en elmanejo de las ametralladoras Hotchkiss—tanto la ligera M1909 Benet-Merciecomo la media M1914, las dos armas deeste tipo con que contaban losfranquistas—, porque fue adscrito deinmediato a la compañía deametralladoras del Tabor. Incluso esposible que durante esos díasparticipara en alguna acción secundariao auxiliar, con su propia unidad o conotra. Lo que es seguro es que a

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principios de diciembre el Primer Taborse hallaba en Alcolea del Pinar, en lascercanías de Guadalajara, preparándosecon la 13.ª División y con lo mejor delejército franquista para el ataquedefinitivo sobre Madrid, que resistíadesde noviembre del año anterior. Noobstante, la operación —ideada porFranco tras la conquista del norte delpaís— nunca se llevó a cabo, y aprincipios de enero Manuel Mena fuetrasladado de nuevo a Aragón con suunidad para tomar parte en una de las

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batallas más sangrientas de la guerra: labatalla de Teruel.

Allí tuvo lugar el primer combate deManuel Mena con los Tiradores de Ifni.La batalla había empezado dos semanasatrás, cuando un ejército de ochenta milsoldados republicanos cercó aquellacapital rebelde que casi desde elprincipio de la guerra había estadorodeada de líneas republicanas portodas partes menos por una, el valle delJiloca, por donde circulaban la carreteray el ferrocarril que comunicaban laciudad con Zaragoza y con el resto de la

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zona franquista. El cierre del cercorepublicano se había llevado a cabo lanoche del 15 de diciembre, cuando la11.ª División de Líster rompió el frenteen las estribaciones del Muletón y cortóel valle del Jiloca y las comunicacionesde Teruel con la retaguardia franquistabajando desde los altos de Celadas,tomando el pueblo de Concud yreuniéndose en el de San Blas con la64.ª División, que llegaba desdeRubiales. Fue una maniobra tan rápidacomo eficaz, diseñada por el EstadoMayor republicano con dos objetivos

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principales: uno propagandístico y otroestratégico. Inferior en todas sus facetasal ejército franquista, el ejércitorepublicano había ido de derrota enderrota desde el inicio de la guerra,incapaz siquiera de conquistar una solacapital de provincia, y su Estado Mayorpensó que la toma de la pequeña y maldefendida Teruel podía levantar laestragada moral de su bando y atraer laatención internacional sobre su causa,fomentando la esperanza de que, conayuda exterior, la República todavíapudiera darle la vuelta a una guerra que

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cada vez parecía más perdida. Ése erael objetivo propagandístico. En cuantoal objetivo estratégico, consistíaprecisamente en evitar el ataque deFranco a Madrid con sus fuerzas deélite, entre ellas los Tiradores de Ifni, yen preparar al mismo tiempo el terrenopara que el ejército republicano pudierallevar a cabo su plan más ambicioso, elconocido como Plan P, basado en lanzaruna ofensiva sobre el frente extremeñoque alcanzase la frontera portuguesa ypartiese en dos la zona franquista. Por lodemás, todo el éxito de la operación

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dependía de que la realidad confirmaseuna regla y una hipótesiscomplementarias elaboradas por elEstado Mayor republicano en el cursode la contienda: la regla sostenía queFranco no iba a hacerles la menorconcesión de terreno sin tratar derecuperarlo de inmediato, dando labatalla allá donde los republicanos se laplanteaban; la hipótesis aventuraba queFranco no aceptaría perder sin más unacapital de provincia y se volcaría consus mejores tropas para intentarreconquistarla. Tanto la hipótesis como

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la regla resultaron acertadas y, aunquehasta el 21 de diciembre Franco dudó siproseguir con sus planes iniciales delanzarse de nuevo sobre la capital de laRepública, como le aconsejaban susasesores, a la postre decidió suspenderel ataque, y el 29 de ese mes emprendió,con las tropas en principio destinadas aatacar Madrid, una contraofensivadirecta para acudir en auxilio de laTeruel asediada.

Cinco días más tarde, el 3 de enero,desembarcó Manuel Mena en la estaciónde ferrocarril de Cella, en pleno valle

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del Jiloca, a apenas veinte kilómetros deTeruel. La estación, o más bien elapeadero, era un edificio cuadrangularde piedra vista que se levantaba junto auna vía solitaria, aislado de cualquierrastro de civilización y rodeado pormontes erizados de trincheras enemigas.Teruel no había caído aún en manosrepublicanas, pero desde el día 21 dediciembre se combatía en su interior conuna fiereza bestial, casa por casa ycuerpo a cuerpo, a base de bombas demano y de bayonetazos, entre unamontaña de escombros en medio de los

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cuales resistían a la desesperada, sinapenas agua ni medicamentos ni víveres,unos miles de efectivos franquistas de la52.ª División, mandados por el Reyd’Harcourt y agazapados en las ruinasde los edificios del Banco de España,del seminario y del gobierno civil, quese rindió aquel mismo día, igual que elconvento y hospital de Santa Clara. Nosé si Manuel Mena había visto algunavez en su vida la nieve, pero durante lasjornadas anteriores a su llegada habíacaído sobre Teruel y sus alrededores unatormenta tremebunda que había hecho

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descender las temperaturas hastaextremos inauditos, cubriendo porcompleto de blanco el valle del Jiloca;es muy probable que no conociera lanieve la mayor parte de los integrantesdel Primer Tabor de Tiradores de Ifni,quienes, igual que Manuel Mena,tuvieron que aguardar al resto de la 13.ªDivisión en aquella llanura perdida enmedio de la nada.

Manuel Mena pasó la noche del 3 al 4de enero allí, en los alrededores de laestación de Cella, durmiendo al raso ytratando de protegerse del frío. No

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estaba bien pertrechado para combatirlo—ni su calzado ni su ropa eran deinvierno, y apenas podía abrigarse conla manta y el capote reglamentarios—,así que al caer la oscuridad abrió omandó abrir con palas un agujero en lanieve; luego extendió en la tierradescubierta una manta y se arrebujósobre ella junto a dos o tres compañeroscon la esperanza de que el calor naturalde los hombres tumbados junto a él, laprotección de las prendas de abrigo queconsiguió echarse por encima y laresistencia de sus dieciocho años le

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permitiesen conciliar unas horas desueño y despertarse sin síntomas decongelación en sus miembros. No sécómo pasó aquella noche. Tampoco lamañana que la siguió. Pero al atardecerdel día siguiente la 13.ª Divisiónterminó por fin de desembarcar en elapeadero de Cella con todos susefectivos y, sin perder un minuto detiempo, se puso en marcha hacia elpueblo y los Altos de Celadas.

Manuel Mena iba con ella. Loshombres empezaron a avanzar en ordende aproximación por un camino

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enterrado en la nieve que en seguidaempezó a ondular suavemente por laestepa, entre casas abandonadas yapriscos de pastores. Hacía un fríoglacial, soplaba un viento helado y, porencima de la columna militar quecruzaba como una caravanafantasmagórica la blancura inmaculadadel campo, el cielo era bajo y uniforme,de color tiza. A su derecha se hallaba la150.ª División de Sáenz de Buruaga, quehabía tomado ya las alturas situadasentre Cerro Gordo y la carretera deCeladas y, más a la derecha aún, la 62.ª

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División de Sagardía, que desde lavíspera de Año Nuevo dominaba elllano, incluido el pueblo de Concud; encuanto a la 13.ª División, la de ManuelMena, debía apoderarse de la cota 1207,una meseta llamada La Losilla que casidesde el inicio de la guerra losrepublicanos habían blindado con unsistema de trincheras escalonadas y queresultaba decisiva para que la 150.ªDivisión pudiera tomar el Alto deCeladas, estratégicamente clave en laconquista de Teruel. No sé si, mientrasmarchaba por el valle del Jiloca hacia

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las posiciones republicanas, ManuelMena conocía la misión que le habíasido asignada a su unidad; sin duda laconoció al día siguiente, cuando elgeneral Barrón reunió a sus oficiales enel pueblo de Celadas, a unos cincokilómetros de La Losilla, y les expuso elplan de operaciones. Por la nochevolvieron a dormir a la intemperie enrefugios excavados en la nieve y, aldespertar, Manuel Mena pudo ver a sualrededor el campo nevado y desierto, yen un segundo de extrañeza insuperablepudo pensar que la 13.ª División los

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había abandonado de madrugada, a él ya sus dos o tres compañeros de dormida,o que todavía estaba durmiendo ysoñaba con aquella vertiginosa blancurasin nadie, hasta que comprendió quedurante la noche había caído otratormenta y que la nieve nocturnaarropaba a los soldados y laimpedimenta de su unidad como unasábana impoluta. Más tarde tambiénpudo comprobar, ya casi sin extrañeza,antes de reemprender la marcha, cómoel frío había solidificado en un témpanomarrón el café con leche de su

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cantimplora y cómo, según recordaríamucho después uno de sus compañeros,un incauto había convertido su propiocráneo en un balón encrespado deestalagmitas de hielo por intentarpeinarse humedeciendo su cabello connieve licuada.

Aquella misma tarde empezó laacometida de la 13.ª División contra LaLosilla. Fue una acometida frontal,precipitada e insensata, porque el mandofranquista quería romper a toda costa elcerco de Teruel y evitar así la caída dela ciudad, que parecía inminente, y con

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las urgencias del momento renunció a lapreparación artillera indispensable paramacerar una línea republicana muysólida, defendida por hombres bienarmados de la experimentada 39.ªDivisión republicana al mando delmayor Alba Rebullida, que en lasúltimas semanas habían reforzadoademás su posición con fortificaciones yalambradas y habían cavado trincheras,pozos de ametralladoras y de morteros.Los ataques franquistas partían delPeirón, un alto situado frente a LaLosilla en cuya contrapendiente había

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acampado la 13.ª División. Eran, insisto,ataques imprudentes, casi suicidas. Losprimeros estuvieron a cargo de la 4.ª y5.ª Banderas de la Legión y fuerondetenidos por los republicanos en ElPozuelo, la hondonada que separaba lasposiciones franquistas de lasrepublicanas y que quedó sembrada demuertos, heridos y asaltantes frustradosque se pegaron al suelo y buscaronrefugio en aquella vaguada sin refugios,ofreciendo blancos fáciles al enemigocon sus uniformes verdes contra elblanco de la nieve, hasta que la caída de

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la noche les permitió regresar a su basede partida.

Fue allí donde Manuel Mena resultóherido por vez primera en combate. Elepisodio tuvo lugar el 8 de enero. El día6 y el 7 la 13.ª División había lanzadosobre La Losilla cinco nuevos ataques,que habían sido rechazados conpérdidas numerosas; era como darse decabezazos contra una pared —losrepublicanos no sólo estaban bienarmados, fortificados y desplegados,sino que gozaban de unas vistasinmejorables sobre El Pozuelo, el único

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lugar por donde los asaltantes podíanatacarlos—, pero los franquistas nocejaban en su empeño y a primera horadel día 8 le tocó el turno de atacar alPrimer Tabor de Tiradores de Ifni.

No sé cómo fue exactamente elataque. Nadie lo sabe: no queda de él unsolo testimonio escrito ni un solosuperviviente capaz de contar lo queocurrió; así que en este punto deberíacallarme, dejar de escribir, ceder lapalabra al silencio. Claro que si yofuera un literato y esto fuera una ficciónpodría fantasear sobre lo ocurrido,

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estaría autorizado a hacerlo. Si yo fueraun literato podría por ejemplo imaginara Manuel Mena horas antes del ataque,ovillado en su refugio nocturno abiertoen la nieve, desvelado por el frío polary por la certeza de que está a punto dejugarse la vida. Podría imaginarlo conmiedo y podría imaginarlo sin miedo.Podría imaginarlo rezando una oraciónen silencio, pensando en su madre y sushermanos y sus sobrinos, sabiendo queel momento de la verdad ha llegado yjuntando fuerzas para estar a su altura ydar la talla y no arrugarse, para no

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decepcionar a nadie, quizá sobre todopara no decepcionarse a sí mismo.Podría imaginarlo incorporándose aoscuras, seguro de que ya no dormirámás, asomándose a la cresta del Peiróny vislumbrando o imaginando frente a él,en la claridad titubeante del día queparece empezar a despuntar más allá deLa Losilla, sobre las cumbres de CerroGordo de Formiche, las trincherasrepublicanas que se extienden hacia suderecha, silenciosas e insomnes, hasta elAlto de Celadas y quizá más abajo hastaTeruel, a esa hora todavía envuelto en

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sombras. Podría imaginarlo despertandoa sus hombres, ordenándolos formar enla contrapendiente del Peirón, intentandoque su estómago atenazado por lainminencia del combate tolere algúnalimento, preparando a sus soldadospara la lucha, dándole novedades a sucapitán o su teniente y recibiendo lasúltimas instrucciones para el ataque.Podría imaginarlo rebasando la crestadel Peirón y acto seguido lanzándoseagachado, entre la nieve flamante delamanecer, hacia la hondonada de ElPozuelo al frente de sus hombres,

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tragándose el miedo, primero a pasovivo y después a la carrera, hasta quelos disparos de los republicanos queempiezan a salpicar la nieve le obligan atirarse al suelo y a buscar un lugarseguro o teóricamente seguro dondeemplazar sus ametralladoras y empezara disparar contra las trincheras deenfrente para proteger el avance de laprimera línea, guareciéndose tal vez enun pozo excavado en los días anterioreso tras un muro de piedras improvisadopor los atacantes repelidos de la vísperay todavía aprovechable. Podría

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imaginarlo batiendo u ordenando batircon furia y durante horas las posicionesrepublicanas a base de ráfagas deametralladora, tratando de protegersedel fuego contrario o de avanzar por lahondonada sin conseguirlo o buscandouna posición mejor para sus armas en laladera que asciende hacia La Losilla, yaa pocos metros de las alambradasenemigas. Y por supuesto sería capaz deimaginar el momento en que lo hieren:sé con certeza que se trata de una heridaen el brazo derecho —aunque no sé side fusil o de ametralladora o de mortero

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—, pero podría imaginar el alarido dedolor y el simultáneo instante de pánico,el desgarrón de la quemadura en lamanga del uniforme y el rojo restallantede la sangre sobre el blanco de la nieve,igual que podría imaginar a algúnsubordinado practicándole un torniquetede urgencia para contener la hemorragia—pero tal vez fue él mismo quien se lopracticó— y podría imaginarle tumbadodurante horas sobre la nieveresplandeciente, soportando el dolordesconocido de la herida, aguardando laoscuridad para ser evacuado de aquel

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infierno mientras envenenan el aire de labatalla las ráfagas de ametralladora ylos disparos de fusil y de mortero,también de la artillería pesada, losgritos y los insultos que bajan de lastrincheras a la hondonada y suben de lahondonada a las trincheras, los sollozosde los heridos de muerte pidiendoauxilio como niños aterrados y elsilencio atronador de los cadáveressobre la nieve.

Todo esto podría imaginarlo. Pero nolo imaginaré o por lo menos fingiré queno lo imagino, porque ni esto es una

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ficción ni yo soy un literato, así quedebo atenerme a la seguridad de loshechos. No lo lamento, no demasiado: alfin y al cabo, por mucho que fantasearanunca alcanzaría a imaginar lo másimportante, que siempre se escapa. Yaquí lo más importante —o lo que ahoramismo me parece lo más importante—sería determinar qué clase desentimiento experimentó Manuel Menaaquella noche, al ser por fin retirado delcampo de batalla tras su primeraexperiencia verdadera de combate y alingresar en el hospital de campaña de la

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división y enterarse de que todo elespanto en que había estado inmersodurante las últimas doce horas habíasido inútil porque no sólo habíafracasado el enésimo ataque a La Losillasino que se había suspendido la granofensiva sobre Teruel, cuyo últimoreducto franquista acababa de caer enmanos republicanas.

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A principios de 2015, cuando hacíajusto un año que me había enterado pormi madre de la muerte de El Pelaor ydos o tres que recopilaba informaciónsobre Manuel Mena, me llamaron de unaproductora audiovisual para contarmeque estaban preparando una serie detelevisión sobre catalanes nacidos en el

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resto de España y para proponermegrabar uno de los capítulos sobre mí.Como siempre que me piden que salgaen televisión, por un instante me acordéde lo que una amiga de Umberto Eco ledijo en una ocasión a Umberto Eco(«Umberto, cada vez que no te veo entelevisión me pareces más inteligente»),así que dije que no; al instante siguiente,sin embargo, me acordé de mi madre yde Manuel Mena y de El Pelaor y dijeque sí. Con una condición: quefilmásemos en Ibahernando y con mimadre.

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La productora aceptó, y durante tresdías de finales de junio de 2015estuvimos filmando en Ibahernando.Para ese momento yo ya conocíabastante bien la historia de ManuelMena, había hablado con muchaspersonas que lo habían conocido osabían cosas de él, había exploradoarchivos y bibliotecas, había viajadopor los lugares donde Manuel Menahabía combatido durante la guerra —porlos alrededores de Teruel, por Lérida,por el valle de Bielsa y por losescenarios de la batalla del Ebro, en la

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comarca de la Terra Alta— y habíaentrado en contacto con historiadoresprofesionales, con historiadoresaficionados, con eruditos locales, conasociaciones de historiadores yaficionados a la historia comarcal, consimples lugareños. A pesar de todo eso,yo seguía sin ver a Manuel Mena; quierodecir que Manuel Mena seguía siendopara mí lo que había sido siempre: unafigura borrosa y lejana, esquemática, sinrelieve humano ni complejidad moral,tan rígida, fría y abstracta como unaestatua. Por lo demás, al principio de

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mis averiguaciones me había llevadoalgunos sobresaltos. Recuerdo porejemplo mi primer intercambio decorreos electrónicos con FranciscoCabrera, un guardia civil jubilado queposeía en su casa de Gandesa, la capitalde la Terra Alta, un archivo con losdocumentos de veinte años dededicación casi exclusiva a la historiade la batalla del Ebro, y que habíapublicado varios gruesos estudios sobreel tema. Conseguí su correo electrónicogracias a una amiga y colaboradora suyaa quien yo había conocido por

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casualidad en una biblioteca deBarcelona, y de manera sucinta le contépor escrito lo que buscaba. Cabrera merespondió de inmediato, como si hubieseestado esperando mi pregunta o como sisu único oficio consistiese en responderpreguntas como la mía. «Lamentodiscrepar de lo que hasta ahora haspodido averiguar de tu tío abuelo —escribía—. Según mi base de datos,falleció el 8 de enero de 1938 en labatalla de Teruel, y no el 21 deseptiembre de 1938 en la batalla delEbro. Espero que no te enfades conmigo

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porque mis documentos no confirmen loque hasta ahora creías saber sobre lamuerte de tu antepasado.» Acontinuación, bajo su respuesta, añadíauna página de un historial del PrimerTabor de Tiradores de Ifni donde sesintetizaban los hechos de armas en quehabía participado la unidad de ManuelMena desde el 3 al 27 de enero de 1938,en las proximidades de Teruel, y dondeManuel Mena figuraba entre las víctimasmortales de los combates de aquellasjornadas tremendas.

Más que perplejidad, la noticia me

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provocó un instante de vértigo. Enseguida, sin embargo, recapacité. Nohacía mucho tiempo que había empezadomis pesquisas sobre Manuel Mena y,aunque es posible que ya supiera quehabía combatido en Teruel, o quehubiese oído hablar sobre ello, no sabíaqué había hecho en aquella batalla; loque sin duda había visto, en cambio, erala partida de defunción de ManuelMena, que se hallaba en el archivo de laiglesia parroquial de Ibahernando y quehabía tenido la buena idea de fotocopiaren una visita al pueblo. Me puse a

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buscarla y no tardé en dar con ella: eldocumento llevaba fecha de septiembredel 38, en plena batalla del Ebro, y node enero del 38, en plena batalla deTeruel. En teoría aliviado, pero aúnansioso por desentrañar elmalentendido, le expliqué a Cabrera loque decía la partida de defunción;Cabrera me respondió a vuelta decorreo. «Hola de nuevo, Javier —escribía, flemáticamente—. Te confirmolo que te contaba sobre la fecha defallecimiento del alférez d. Manuel

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Mena Martínez (8-1-1938), en Teruel yno en el Ebro.» Añadía: «Ver adjunto».

Abrí el archivo que me mandaba y loexaminé. Era un fragmento de unestadillo de las bajas sufridas a lo largode toda la guerra por el Primer Tabor deTiradores de Ifni; estaba dividido encinco columnas verticales: según seaclaraba en una faja horizontal querecorría la parte superior deldocumento, en la primera columna deizquierda a derecha constaba el empleode la víctima, en la segunda su número yen la tercera su nombre; en la cuarta y la

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quinta se especificaba si la víctima eraun muerto o un herido, así como la fechaen que había muerto o había sido herido.Recorrí la lista de nombres de arribaabajo, y casi al final encontré el deManuel Mena: a la izquierda figuraba suempleo de alférez; a la derecha, quehabía muerto el 8 de enero del 38. Mepareció una prueba irrefutable de queCabrera tenía razón. ¿Ahora resulta quetodo es mentira?, me pregunté. ¿Ahoraresulta que Manuel Mena no murió en elEbro sino en Teruel? ¿Es posible que supartida de defunción esté equivocada y

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que todo lo que mi madre me ha contadosiempre sobre su muerte y la llegada desu cadáver al pueblo no haya ocurridocuando ella cuenta que ocurrió sino casiun año antes? Por supuesto, eraperfectamente posible que quien habíaredactado la partida de defunción deManuel Mena hubiera cometido un erroro una cadena de errores, no digamos quela memoria de mi madre hubieraconfundido las fechas; pero, si ambascosas eran ciertas y el lugar y la fechade la muerte de Manuel Mena eranfalsos, ¿qué otra parte de la historia era

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falsa también? ¿Acaso lo era toda lahistoria? Aún estaba intentando salir demi asombro cuando apareció otromensaje de Cabrera en mi bandeja decorreo electrónico. En éste el antiguoguardia civil había pegado una páginadel Diario de Operaciones del PrimerTabor de Tiradores de Ifni,correspondiente a los primeros días de1938, donde su redactor dejabaconstancia de que Manuel Mena habíasido herido en los alrededores deTeruel. «Es posible que en principioresultase herido y falleciese

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posteriormente, como recoge el estadillode muertos y heridos», conjeturabaCabrera. Sólo entonces reaccioné:incrédulo, pensando que la partida dedefunción no podía estar equivocada yque toda la historia de Manuel Mena nopodía ser falsa, insistí, le rogué a micorresponsal que consultase, en elDiario de Operaciones del Primer Taborde Tiradores de Ifni, las fechas del 20 yel 21 de septiembre del mismo año.«Está bien —me contestó, un pocoimpaciente—. Este asunto da para unanovela.» Se equivocaba: al cabo de

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apenas unos minutos me contestóadjuntándome otra página del Diario deOperaciones donde constaba queManuel Mena había caído mortalmenteherido el 20 de septiembre del 38,combatiendo durante la batalla del Ebroen la cota 496, y que a continuaciónhabía muerto. «El estadillo de bajasestaba equivocado —concluía Cabrera,sin ocultar su decepción—. En vez decolocar a tu tío abuelo entre los heridosde Teruel, lo colocaron entre losmuertos. Para que luego te fíes de los

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documentos. En fin: caso cerrado, comodiría el inspector Gadget.»

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Me encantó que Cabrera citara a un

personaje de dibujos animados (por unmomento le imaginé viendo la televisiónrodeado de un bullicio de nietos ypensando, digamos, en el ataque delTercio de Montserrat a Punta Targa, lacota 481, defendida durante la batalladel Ebro por la 60.ª Divisiónrepublicana y por un batallón de la 3.ª),pero el caso, por supuesto, no estabacerrado; en realidad, apenas estabaempezando a abrirse, como mínimo paramí. Y que hubiera empezado a hacerlo

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con un documento que contenía un errorflagrante me inspiró una desconfianzatotal por los documentos, una concienciamuy viva de su falibilidad y de lo difícilque resulta reconstruir el pasado conprecisión. La desconfianza erajustificada: no se trata sólo de que,según comprobé a menudo, los textos delos historiadores estuvieran plagados deinexactitudes y falsedades; se trata deque lo estaban los propios documentos.

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Pongo otro ejemplo. Un historiador delas guerras napoleónicas afirma que unhistoriador que no se molesta en visitarlos campos de batalla es como undetective que no se molesta en visitar laescena del crimen; investigando sobreManuel Mena supe que el símil esexacto. El Diario de Operaciones delPrimer Tabor de Tiradores de Ifni no esel único documento que atestigua queManuel Mena fue herido en Teruel;también lo hace un parte médicoredactado en Trujillo por un comandantemédico llamado Juan Moret. Lo encontré

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en el Archivo Militar de Ávila, tiempodespués del frenético intercambio decorreos electrónicos con Cabrera queacabo de narrar, y en él se lee entreotras cosas que Manuel Mena fue heridoel 8 de enero de 1938 en la cota 1027del frente de Teruel. La fecha escorrecta, pero no el lugar. Paradescubrir este error tuve que viajar aTeruel y pasar un fin de semana dandovueltas por sus alrededores como undetective por la escena del crimen. Lohice en compañía de Alfonso CasasOlogaray, un abogado turolense que se

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conoce palmo a palmo los escenarios dela batalla y que me demostró sobre elterreno que Manuel Mena no pudo serherido el 8 de enero en la cota 1027,según constaba en el parte médico; larazón es simple: la cota 1027 habíacaído en manos franquistas días atrás,durante la noche del 30 al 31 dediciembre, a causa de la torpeza y laprecipitación con que fuerzas de la 68.ªy la 39.ª divisiones republicanasrelevaron a la 11.ª División de Líster, loque permitió a la 62.ª División deSagardía tomar aquella altura sin apenas

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complicaciones. De este modocomprendí que, en realidad, ManuelMena no recibió un disparo en la cota1027 sino en la 1207, más conocidacomo La Losilla, donde el día 8 habíantenido lugar duros enfrentamientos, yque quien redactó el parte médico habíacambiado sin querer un número de sitioy en vez de 1207 había escrito 1027: unerror ínfimo, comprensible y sin ningunaimportancia aparente, que no obstantesituaba el combate donde fue heridoManuel Mena en un lugar absurdo, avarios kilómetros de distancia del sitio

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donde en realidad ocurrió, y quefalsificaba ese punto crucial de suhistoria.

Anécdotas como las que acabo decontar explican los escrúpulos ysuspicacias que me acosaban cada vezque a lo largo de los años, entre libro ylibro o al mismo tiempo que escribíaotros libros, retomaba la persecucióndel rastro evanescente de Manuel Menapor la evanescente geografía de laguerra, intentando pisar exactamentedonde él había pisado, ver exactamentelo que él había visto, oler exactamente

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lo que había olido y sentir exactamentelo que había sentido, compulsando condetallismo maniático la informacióncontenida en libros, documentos yrecuerdos relativos a él mismo y a suunidad, como si en aquella historiapersonal no pudiera fiarme de otra cosaque de mi experiencia personal. Esposible que este prurito obsesivo deveracidad explique en parte que, cuandola productora audiovisual me propusofilmar el programa de televisión, yoaceptase casi de inmediato, siempre ycuando filmásemos en Ibahernando: por

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una parte llevaba ya más de un año sinvolver al pueblo; por otra, queríaentrevistar a tres personas que habíanconocido a Manuel Mena y hablar conotras dos que sabían cosas sobre él ysobre el Ibahernando de la República yla guerra. Ahora pienso que tambiénpudo influir en mi decisión otro hecho.Tres años atrás, cuando David Truebame acompañó a Ibahernando para filmara El Pelaor, mi amigo había violado sinsaberlo un veto que me había impedidohasta entonces abrirle a nadie aquelterritorio íntimo, opaco y vergonzante,

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pero la violación había sidoconfidencial, había pasado casiinadvertida y no había tenidoconsecuencias, y es posible que tresaños después me preguntase si unruidoso tropel de forasteros armados decámaras de televisión y dispuestos adifundir a los cuatro vientos imágenesdel pueblo no terminarían de una vez portodas con el tabú, o convertirían el tabúen otra cosa. Ahora me pregunto si no eseso lo que ocurrió.

Fueron unos días un poco irreales. Laproductora desplazó hasta allí a un

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equipo de seis personas, todas muyjóvenes y capitaneadas por elpresentador del programa, un versátileditor llamado Ernest Folch a quien yoconocía desde años atrás; leacompañaban un director de fotografía,un cámara, un técnico de sonido, unguionista y un encargado de producción.Por su parte, mi equipo constaba decuatro personas: mi mujer, mi madre, mihijo y mi sobrino Néstor. Fui yo quienles pidió que vinieran. Mi mujer meacompañaba siempre que podía; mimadre se me antojó desde el principio

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indispensable: en nuestrasconversaciones previas al viaje, yohabía intentado explicarles a losresponsables del programa que, si de loque se trataba era de hablar de laemigración desde el resto de España aCataluña a través de mi biografía, elprotagonista secreto del programa debíaser mi madre, porque era mi madrequien había vivido a fondo laexperiencia de la emigración y quien sehabía convertido a causa de ella, lesexpliqué, en una variante viva delteniente Drogo de El desierto de los

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tártaros, instalada en la espera perpetuade un retorno imposible; losresponsables del programa loentendieron, o al menos obraron como silo hubieran entendido. Por lo que serefiere a mi hijo y mi sobrino Néstor,ambos rondaban los veinte años, sellevaban muy bien, acababan de terminarsus exámenes en la universidad yadoraban a su abuela: ambos se reíancon su bárbaro apetito de posguerra ycon su catolicismo granítico, a ambosles encantaba su forma de hablar elcastellano, las expresiones que usaba, su

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incorregible acento extremeño y, aunqueninguno de los dos sabía quién eraManuel Mena —lo que no impedía quefísicamente me recordaran cada vez mása él, quizá porque ambos rondaban laedad en que murió—, los dos lallamaban Blanquita, que es como lallamaba Manuel Mena, y los dos seseparaban siempre de ella con un índicelevantado y una advertencia: «¡Pórtatebien, Blanquita!». Todo esto losconvertía en los chevaliers servantsideales para cuidar aquellos días de mimadre, mientras mi mujer y yo

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estábamos ocupados con la filmación ycon mis pesquisas sobre Manuel Mena.

Los dos equipos nos instalamos enTrujillo: el de la productora, en no séqué hotel; el mío, en el Parador, un viejoconvento rehabilitado en el cascoantiguo (habíamos decidido que nomerecía la pena abrir por tan pocos díasla casa de Ibahernando, que por otraparte casi sólo era habitable en verano).Como era previsible, la presencia de losseis jóvenes forasteros del equipo detelevisión alborotó un poco el pueblo;los propios jóvenes parecían

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alborotados: todo les sorprendía, todoles intrigaba, todo les fascinaba. Encuanto a mí, diez días antes deemprender aquel viaje había resueltohacer una pausa en la novela que estabaescribiendo para sumergirme en el marde informaciones sobre Manuel Menaque había recogido en los últimos años.La consecuencia de esa inmersión fueque al llegar a Ibahernando yo estaba tanempapado de la historia de ManuelMena que durante el rodaje delprograma no dejé ni un solo momento depensar en él, ni de ponerme en su piel, a

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ratos de identificarme con él (y ahorapienso que la consecuencia de esaconsecuencia fue la irrealidad deaquellos días). Quiero decir que,mientras el equipo de televisión nosfilmaba a Ernest Folch y a mí caminandopor las calles blancas del pueblo entrela expectación de los vecinos, pormomentos yo debía de imaginarme aManuel Mena caminando por aquellasmismas calles casi ochenta años atrás,con su paso de oficial de Regulares y suaire un poco extraviado, pálido, ajeno yjovencísimo, tratando de aparentar la

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alegre extroversión de siempre perooscuramente henchido de violencia y demuerte, intentando ser fiel a la imagenvictoriosa, idealizada y romántica queestaba obligado a proyectar un alférezfranquista mientras se debatía con unaincipiente y difusa sensación dedesencanto, y debía de preguntarme, porejemplo, si aquel adolescente que antesde marcharse a la guerra ya sabía ointuía que no encajaba en el pueblo nosentiría una extrañeza multiplicada pormil cada vez que volvía del frente, comosi regresara de otro mundo o más bien

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como si regresara a un mundo que ya noera el suyo, ni podía serlo. Quiero decirque, mientras nos filmaban a ErnestFolch y a mí conversando en el Prado delas Encinas —un pedazo de tierra quetodavía conservaba mi madre a lasafueras del pueblo—, con un aprisco enruinas a nuestras espaldas y con lascámaras y micrófonos del equipo frentea nosotros en el calor espejeante de latarde, yo debía de preguntarme, porejemplo, si durante aquellos fugacesretornos al pueblo Manuel Mena sesentiría mejor o peor que quienes le

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rodeaban: ¿se sentiría peor que losdemás porque había matado a gente yhabía presenciado escenas atroces ydegradantes y había participado o sentíaque había participado en ellas, o que nolas había evitado? ¿O se sentiría mejorporque había sido capaz de arriesgar lomejor que tenía por una causa queconsideraba justa, por algo que juzgabasuperior a él y lo sobrepasaba, porquehabía demostrado que estaba a la alturay daba la talla y no se arrugaba, que eracapaz de poner en riesgo su vida y dedefender con ella sus ideales, a su

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familia, su patria y su Dios? ¿O sesentiría al mismo tiempo mejor y peorque los demás? ¿Se sentiría limpio yluminoso por fuera y oscuro y sucio pordentro?

Éste era el tipo de preguntas que sinduda me hacía, éste era el tipo de cosasque debía de pensar. Y es curioso: queyo recuerde, a lo largo de las muchashoras de interrogatorio a que me sometióErnest Folch en Ibahernando jamásmencioné a Manuel Mena, ni siquieracuando pasamos por la calle que llevasu nombre; o quizá no es tan curioso: al

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fin y al cabo, lo esencial suele serinvisible, pero no porque esté oculto,sino porque está a la vista de todos. Seacomo sea, fue durante aquellos pocosdías de rodaje cuando creí entenderalgunas cosas sobre Manuel Mena quehasta entonces no había entendido.Sobre todo dos. La primera ya la heinsinuado, y es que, a partir del final dela infancia o del principio de laadolescencia, Manuel Mena habíapadecido una creciente enajenación oextrañamiento de su pueblo. Alprincipio el extrañamiento había sido

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intelectual y le había revelado, en granparte por influencia de don EladioViñuela, que sus intereses reales estabanlejos de los de la gente de su pueblo;después, durante su año de estancia enCáceres, el extrañamiento había sidofísico y le había permitido vislumbrar unhorizonte más allá del minúsculohorizonte de su pueblo, lo que habíaacentuado su enajenación intelectual;por fin, el extrañamiento había sidomoral, un extrañamiento provocado porla guerra que le había descubiertovertientes desconocidas de sí mismo y

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del mundo y había llevado a una efímeraculminación sus extrañamientos previos.

Ésa es la primera cosa que creícomprender durante aquellos días: queal final de su vida Manuel Mena era unextranjero en su propio pueblo. Lasegunda cosa que creí comprender esque, como la guerra es un acumuladoracelerado de experiencia, gracias a supaso por la guerra Manuel Mena habíaatesorado en sus diecinueve años devida tanta veteranía como un hombrecomún en cincuenta, y que quizá en susúltimas visitas al pueblo, cuando

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regresaba de permiso desde el frente, sumirada era a la vez la de un viejo y la deun joven, la de un forastero y la de unoriundo, y que esa mirada suya deentonces no debía de ser muy distinta demi propia mirada actual. Añadiré que nome cabe ninguna duda de que sóloManuel Mena o mi obsesión de aquellosdías por Manuel Mena explica muchasde las respuestas que di a las preguntasde Ernest Folch ante las cámaras. Endeterminado momento, por ejemplo,Folch me preguntó qué había significadopara mí el hecho de que a los cuatro

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años mis padres me trasplantaran desdeExtremadura a Cataluña, y estoy segurode que pensaba en Manuel Mena cuandole contesté que lo más probable es quesignificara que desde niño había sido undesubicado, un tipo que no encajaba nien Cataluña ni en Extremadura, y quehabía vivido siempre en ambos mundoscon una sensación de extrañeza,sintiéndome un forastero en ambos,como si cada vez que regresara deCataluña a Extremadura o deExtremadura a Cataluña regresara deotro mundo o más bien como si

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regresara a un mundo que ya no era elmío, ni podía serlo. En otro momentoFolch me preguntó si me sentíaextremeño o catalán, una pregunta quedesde niño me habían hecho cientos deveces, y estoy seguro de que tambiénpensaba en Manuel Mena cuando me oíresponder algo que no había respondidonunca; lo que respondí es que durantetoda mi vida me había avergonzado deser de Ibahernando y que, aunque mehubiera marchado de Ibahernando deniño y sólo ocasionalmente hubieravuelto a Ibahernando y en Ibahernando

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hubiera sido siempre a la vez unforastero y un oriundo o un extranjero ensu propio pueblo y siempre hubieraencajado en Ibahernando tan mal comoen cualquier otra parte, la verdad es queuno era de donde había dado su primerbeso y de donde había visto su primerwestern, y que yo no me sentía ni catalánni extremeño: me sentía de Ibahernando.

Las dos primeras personas con que mehabía citado para hablar sobre ManuelMena durante aquella visita a

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Ibahernando eran mi primo AlejandroCercas y un amigo suyo llamado ManoloAmarilla. Alejandro era uno de los seishijos de mi tía Francisca Alonso y mi tíoJuan: la primera había sido condiscípulade Manuel Mena en la escuela local dedon Marcelino; el segundo, primohermano tanto de mi padre como de mimadre, y quizá por este doble parentescohabía mantenido hasta su muerte unaestrechísima relación con ambos.Alejandro y yo no la habíamosheredado, en parte porque nos separabantrece años de edad y en parte porque

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habíamos llevado vidas muy dispares.Igual que la mayoría de los habitantes deIbahernando en los años cincuenta ysesenta, Alejandro había emigrado delpueblo con su familia; sin embargo, nolo había hecho a Cataluña, como yo,sino a Madrid, donde desde muy joven,en los años del final del franquismo y elprincipio de la democracia, habíadestacado como dirigente socialista ydesempeñado cargos de responsabilidaden el partido y el Congreso de losDiputados, hasta que en 1999 fueelegido representante español en el

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Parlamento Europeo. Había repetido enel cargo varias legislaturas y, despuésde haber vivido más de una década enBruselas, acababa de jubilarse y deretirarse a vivir entre Ibahernando yCáceres, en cuya universidad dabaclases sobre problemas de la integracióneuropea. En los últimos tiempos noshabíamos visto con alguna frecuencia,casi siempre en Bruselas o enIbahernando, y yo había descubierto sinsorpresa que, aunque se había marchadoa Madrid de adolescente, su relacióncon el pueblo seguía siendo intensa y

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apasionada, y que conocía abundantespormenores de su historia.

Recuerdo la primera vez que lepregunté por Manuel Mena. Debió deser poco después de que yo empezara arecoger información sobre él, aunque norecuerdo dónde fue, ni siquiera si fue enpersona o por teléfono. En cambio, sírecuerdo muy bien su reacción. «¡Uf! —exclamó—. ¿Estás seguro de que quieresescribir sobre eso?» «¿Quién te ha dichoque voy a escribir sobre ManuelMena?», me apresuré a contestar.«Nadie —dijo, y añadió con una ironía

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que entonces quizá no capté—: Es queyo creía que los escritores sólopreguntabais por cosas sobre las quevais a escribir.» Aclarado el equívoco,quise saber por qué le parecía tan malaidea escribir sobre Manuel Mena. «Noes que me parezca una mala idea —mecontestó—. A lo mejor es muy buena.No lo sé. Lo que sí sé es que es muyjodida.» «¿Y eso?», pregunté. «¿Cómoque y eso? —contestó, cambiando en uninstante la ironía por la pasión—. Laguerra fue horrible, Javi. Horrible. Y enlos pueblos todavía más. Tú eres una

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persona de izquierdas, como yo, ynuestra familia era de derechas. Sihurgas en la historia de Manuel Mena, alo mejor averiguas alguna cosa que no tegusta.» «¿Sobre él?», pregunté. «Sobreél o sobre quien sea —contestó—. ¿Quéhaces, entonces? ¿Lo cuentas?» «Claro—dije—. Si tuviera que contarlo, locontaría.» «¿Y tu madre?», preguntó. Nodije nada. Alejandro aprovechó misilencio para explicar: «Mira, Javi. Yonunca quise saber nada de mi familia; dela familia de mi padre, sobre todo, quees la tuya, ya sabes, los que mandaban

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en el pueblo. Me parecían horribles.Ahora, con la edad, creo que losentiendo mejor, pero…». «Eso es lo quedebería intentar yo si contase la historiade Manuel Mena», intervine. «¿Elqué?», preguntó Alejandro. «Saber»,dije. «No juzgar», añadí. «Entender»,aclaré. Y al final concluí: «A eso nosdedicamos los escritores».

Aquel mismo día Alejandro meconfesó que el peor recuerdo queconservaba de su infancia era la estelasilenciosa de odio, resquemores yviolencia que había dejado la guerra;

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también me aseguró que él se habíametido en política para terminar conaquello y para que nada semejante aaquello volviese a ocurrir. Luego meresumió lo que había oído contar deManuel Mena (sobre todo a su padre y asu madre, que lo habían conocido), y apartir de ese día casi no volvimos avernos ni a hablar sin que por uno u otrocamino desembocáramos en la guerra yen Manuel Mena. Manolo Amarilladebió de aparecer muy pronto enaquellas conversaciones, porqueAlejandro asociaba siempre a su amigo

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con Manuel Mena, de manera que casinunca hablaba de Manuel Mena sinhablar de Manolo Amarilla y sinanimarme a conocerlo. Su nombre mesonaba mucho. Por Alejandro supe queAmarilla había nacido y vivía enIbahernando, que era como él un viejomilitante socialista, que había sidomaestro de escuela en Las Hurdes y enCáceres y que su mujer, aunque yo no laconocía o no la recordaba, era tía mía,porque era hija de Andrés Mena, uno delos hermanos de Manuel Mena. Así queno es raro que después de aceptar el

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rodaje del programa de televisión enIbahernando llamara a Alejandro y lepreguntara si Manolo Amarilla estaba enel pueblo y si podía aprovechar mi viajepara verlo. «Manolo no pasa por sumejor momento —me advirtió Alejandro—. Acaba de quedarse viudo. Peroseguro que le encantará verte y quehablemos. Se distraerá.» Fue sóloentonces cuando me contó que ManoloAmarilla conservaba en su casa algunosrecuerdos de Manuel Mena, heredadosde su suegro. «Entre ellos —precisó—,un texto escrito a mano por él.» Me

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quedé de piedra. «¿Por qué no me lohabías dicho antes?», pregunté. «No losé —contestó—. No sabía que era tanimportante. ¿No me dijiste que no ibas aescribir sobre Manuel Mena?» En vezde responder a su pregunta formulé otra:«¿Y estás seguro de que es un textoescrito por él?». «Completamente —contestó—. Yo diría que son unas notasescritas para un discurso a losfalangistas de Ibahernando. O algo así.»Alejandro habló del texto o de lo querecordaba del texto. «¿Sabes que noqueda un solo papel escrito por Manuel

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Mena? —volví a preguntarle cuandoterminó—. Ni una carta. Ni un recuerdo.Nada. Lo destruyeron todo cuandomurió. Todo excepto un retrato.» «¿No telo dije? —se reafirmó Alejandro—.Tienes que conocer a ManoloAmarilla.» Me dio el teléfono de suamigo, le llamé, hablamos un par deveces y, cuando hube acordado con elequipo de televisión las fechas exactasdel rodaje, concerté una cita enIbahernando con Alejandro y con él.

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Más de un mes tardó Manuel Mena enrecuperarse por completo de su primeraherida de guerra. Según un informeredactado en el hospital militar deTrujillo por el comandante médico JuanMoret, después de sufrir el impacto enun brazo de una bala republicana el 8 deenero de 1938, a pocos kilómetros de

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Teruel, nuestro hombre fue atendidosucesivamente en los hospitales deZaragoza y Logroño antes de llegar alhospital de Trujillo, donde permanecióingresado desde el 18 de enero hasta el10 de febrero de 1938, fecha en que sele concedió el alta. No sé cómo fue lavida de Manuel Mena durante aquelparéntesis bélico, ni cuál era su estadode ánimo, aunque estoy seguro de que enel hospital recibía las visitas defamiliares y amigos que se acercabandesde Ibahernando para interesarse porla salud del héroe y para pasar un rato

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con él; también estoy seguro de que, unavez terminada la convalecencia, disfrutóen el pueblo de unos días de permiso, yde que en algún momento se enteró,quizá con más melancolía quesatisfacción, de que Teruel había caídofinalmente en manos franquistas el 22 defebrero, mes y medio más tarde de queél entrara por vez primera en combatecon los Tiradores de Ifni para intentarconquistarla. Varios testimoniosfidedignos, entre ellos el de la madre deJavier Cercas, recuerdan que lasprimeras veces que Manuel Mena

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regresaba de permiso desde el frente lohacía acompañado por un asistente moroque le seguía o intentaba seguirle a todaspartes —incluidos los paseos que dabaal atardecer con sus amigas por lacarretera de Trujillo— y que, en aquelpueblo donde nadie había visto un árabeen los últimos siete siglos, provocabacasi el mismo pavor que hubieraprovocado un extraterrestre. Estaaprensión explica una anécdota ocurridala primera noche que el asistente moropasó en Ibahernando. La familia deManuel Mena no sabía muy bien cómo

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tratarlo y, antes de que todos se retirarana dormir, la madre de Manuel Mena lepreguntó en un aparte precavido a suhijo si debía preparar la cama de suacompañante en el pajar o en la cuadra,junto a los animales.

—¿Cómo se te ocurre, madre? —lecontestó escandalizado Manuel Mena,según recuerda Blanca Mena—. Estehombre es igual que yo, así que dormirádonde yo duerma y comerá donde yocoma.

También José Cercas, padre de JavierCercas, guardaba una precisa

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reminiscencia infantil de los permisosde guerra de Manuel Mena. De acuerdocon ella, Manuel Mena nunca pasabaunos días de descanso en Ibahernandosin comer al menos una vez en su casa,con él, sus dos hermanos, su madre y supadre, Paco Cercas, que por entoncesera el jefe de Falange del pueblo. JoséCercas no recordaba que durante esascomidas familiares se hablase de laguerra, pero sí que, al terminar, ManuelMena y su padre se encerraban a solasen el despacho de éste y se pasaban latarde hablando y fumando mientras él y

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su hermana Concha intentaban cazarretazos de su conversación a través de lapuerta cerrada. Nadie recuerda, encambio, que Manuel Mena reanudasedurante esas fugaces estancias en elpueblo su amistad de discípulo con donEladio Viñuela; hubiera sido unrecuerdo ilusorio, porque para entonceshacía ya tiempo que el mentor deManuel Mena había sido reclutado porel ejército franquista y ejercía comomédico de guerra en el pueblo deVitigudino, en la provincia deSalamanca. Por lo demás, ignoro cuánto

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tiempo exactamente permaneció ManuelMena en Ibahernando tras curarse aquelinvierno la herida del brazo; pero,permaneciera el tiempo quepermaneciera, no hay duda de que aprincipios de marzo ya se había reunidode nuevo con sus compañeros delPrimer Tabor de Tiradores de Ifni, quepor entonces se hallaba en reserva enlos alrededores de un pueblo de laprovincia de Teruel llamado Azaila, yque, integrado en la 13.ª División, a suvez integrada en el Cuerpo del EjércitoMarroquí de Yagüe, se disponía a tomar

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parte en la gran ofensiva sobre Aragón yCataluña que Franco y sus generaleshabían diseñado para aquella primavera.

La 13.ª División no se puso en marchahasta el día 22, varias semanas despuésde que Manuel Mena se reincorporase aella. La unidad del general Barrónllevaba algunos días acampada en elpueblo de Quinto, en la ribera derechadel Ebro, cuando recibió la orden decrear una cabeza de puente al otro ladodel río para que pudiera cruzarlo elCuerpo del Ejército al completo. Erauna maniobra tan compleja como llena

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de riesgos, sobre todo al principio,porque en la ribera izquierda aguardaba,sólidamente atrincherada, la 26.ªDivisión republicana, antigua ColumnaDurruti, y la cúpula divisionaria se laconfió a la 4.ª Bandera de la Legión, almando del comandante Iniesta Cano, y alPrimer Tabor de Tiradores de Ifni, almando del comandante Villarroya.

La operación se inició a las nueve dela noche. Si no hubiera sido por laoscuridad casi total, a esa hora ManuelMena habría podido ver desde la orilladerecha cómo los pontoneros tendían los

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puentes de paso y cómo se lanzaban acruzarlos en silencio los legionarios,bajo una lluvia mansa que mojaba susarmas y empapaba sus ropas. Hora ycuarto más tarde había atravesado el ríosin contratiempos la 4.ª Bandera; trasunos minutos de expectativa, durante loscuales apenas se oiría el rumor de lalluvia y el tumulto de las aguas negras,caudalosas y apresuradas del Ebro,empezó a hacerlo el Primer Tabor deTiradores de Ifni. El cruce concluyópoco más tarde de las once, y en laorilla izquierda la unidad de Manuel

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Mena se agazapó en el silencio húmedode un cañaveral mientras trataba deagruparse y reorganizarse. Luegoemprendió el avance con dificultad,chapoteando a oscuras en un barrizalsurcado de acequias, hacia un lugarllamado Casa de Aznares (aunque enalgunos mapas aparecía como Casa delos Catalanes), hasta que al cabo de unrato, no lejos de donde se hallaban, sonóun disparo. Después sonó otro. Y luegootro. Y en seguida se desencadenó untiroteo mezclado de gritos, improperiosy juramentos. Entonces comprendieron

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que los legionarios de la 4.ª Banderahabían topado con los soldados deLíster, pero recibieron orden dedetenerse y aguardar mientras losdisparos de fusil se mezclaban en laoscuridad con las detonaciones de losmorteros y el tableteo de lasametralladoras. Aunque la refriegaarreciaba, ellos continuaron esperando,sin sumarse a ella. Al cabo de un ratovolvió poco a poco el silencio yrecibieron la orden de intentar dormir.No pudieron hacerlo durante más de unpar de horas, porque antes del amanecer

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el comandante Villarroya convocó a susoficiales para informarles de lasituación y para decirles que, como la4.ª Bandera estaba en efecto delante deellos, frenada por los republicanos,debían abrirse hacia el flanco derecho eintentar desbordar por allí lasposiciones del enemigo. Con lasprimeras luces lanzaron el ataque. Lasacometidas iniciales del Primer Taborde Tiradores de Ifni fueron rechazadas,pero al cabo de un rato aparecieronvarios aviones franquistas que, traslanzar algunas bombas sobre sus propias

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posiciones, corrigieron el tiro yempezaron a bombardear las posicionesrepublicanas. Cuando los aviones semarcharon los relevó la artillería desdeel otro lado del río. Por fin, otras dosunidades franquistas avanzaron por elsur para sorprender de revés al enemigo,quien antes de ser copado abandonó susposiciones a la 4.ª Bandera.

La creación de aquella cabeza depuente en la margen izquierda del Ebroles costó la vida a doscientos sesenta ycinco franquistas y doscientos dieciochorepublicanos, pero a partir de ese

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momento y hasta llegar a las puertas dela ciudad de Lérida, ya en Cataluña, elavance de la 13.ª División fue pocomenos que un paseo militar. Al términode aquel primer día de ofensiva elCuerpo del Ejército Marroquí habíaprofundizado diez kilómetros enterritorio republicano mientras el frenteenemigo se desmoronaba, y en los díassiguientes su progresión fue fulgurante:cruzando el desierto de los Monegroscon el Primer Tabor de Tiradores de Ifnisiempre en vanguardia —y con la 150.ªDivisión a su izquierda y la 5.ª de

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Navarra a su derecha—, la 13.ª Divisiónocupó el día 25 Bujaraloz, el 26Candasnos y el 27 Fraga y las orillas delCinca; al día siguiente la 5.ª de Navarratomó Mequinenza, y el 29 Serós, Aytonay Soses, donde enlazó con la 13.ªDivisión, que el 30 tomó Alcarrás. Allíse complicó todo. Allí, las vanguardiasfranquistas empezaron a recibir fuego dela artillería enemiga, lo que ralentizó sumarcha, y al llegar a un lugar llamadoPartida de Butsenit, a cuatro kilómetrosde Lérida, ya con la ciudad y el castillode Gardeny a la vista en la luz oxidada

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del atardecer, fueron atacadas porinfantería y carros de combaterepublicanos, lo que obligó a sushombres a bajar de los camiones, adesplegarse y a crear una línea de frentea lo largo del camino de Collastret,hacia Montagut y Serra Grossa.

Al día siguiente se desató la batallade Lérida. Tres días atrás sus habitanteshabían iniciado un éxodo masivodespués de ser bombardeados por cuatroescuadrillas de Heinkel HE-51 alemanesprocedentes del aeródromo de Sariñena,y a aquellas alturas la ciudad estaba

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prácticamente desierta; apenas quedabanen ella restos de tropas republicanasdesmoralizadas que llevaban mesesretirándose en desbandada, a las que enlas últimas horas había venido asumarse a toda prisa la 46.ª División deValentín González, El Campesino. Éstesabía muy bien que, de los tres puntosclave para conquistar Lérida, elfundamental era Gardeny —los otrosdos eran Les Collades y Serra Grossa—, un castillo templario levantado alfinal de la meseta que corona el cerrodel mismo nombre, desde el cual se

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domina la ciudad. Su situaciónestratégica explica que ya al principiode la guerra los republicanos hubieranconstruido en la falda, la cumbre y lameseta del cerro un sistema escalonadode refugios, fortificaciones, alambradas,pozos de ametralladoras y caminos deevacuación que ahora El Campesino seapresuró a reforzar y a armar conametralladoras, morteros, tanques yhombres, fiado en la esperanza decontener allí a los franquistas.

No lo consiguió. Durante la noche del30 al 31 el Primer Tabor de Tiradores

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de Ifni acampó en la Partida de Butsenit,y a la mañana siguiente empezó aavanzar en orden de combate sobreLérida siguiendo un camino quezigzagueaba, entre secas elevaciones delterreno, a la izquierda de la carretera.Iba en cabeza del Segundo Regimientode la 2.ª Brigada, con el PrimerRegimiento a su izquierda y la 5.ª deNavarra a su derecha, entre la carreteray la orilla del Segre, y en todo el díaapenas consiguió progresar kilómetro okilómetro y medio, hostigado sindescanso por la artillería republicana,

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que disparaba desde el otro lado del río,y por los hombres de la 46.ª División,que oponían una resistencia feroz.Aquella noche durmieron al raso, conlos republicanos muy cerca, y el día 1tomaron la Creu del Batlle, una masíasituada a unos cientos de metros deGardeny que apenas unas horas antesalbergaba el cuartel general de ElCampesino. Allí, en el curso de unareunión nocturna de oficiales a la queasistió Manuel Mena, el mando de la13.ª División decidió que al díasiguiente, mientras los dos Regimientos

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de la 1.ª Brigada atacaban Les Collades,la 2.ª Brigada atacaría Gardeny: elSegundo Regimiento lo haría de frente,por el lugar más abrupto y mejorprotegido, y el Primer Regimientointentaría rodearlo por el Camí deGardeny, una zona más accesible situadaal norte del castillo; también se decidióque en vanguardia del SegundoRegimiento, delante de los otros dosbatallones que lo formaban —el de laVictoria y el 262—, se batiría el PrimerTabor de Tiradores de Ifni.

Fue otro ataque demente. Desde

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primeras horas de la mañana la artilleríade la 13.ª División bombardeó sinpiedad las posiciones de losrepublicanos mientras éstos replicabancon fuego de contrabatería sobre lasposiciones franquistas, pero hasta elmediodía los Tiradores de Ifni nosalieron de sus refugios alrededor de laCreu del Batlle y se lanzaron sobreGardeny. Lo que siguió fueron seis horasde pesadilla. Manuel Mena emplazó susametralladoras al pie del cerro, tratandode cubrir desde allí el ascenso por laladera de sus compañeros, quienes

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intentaban aprovechar las pausas de laartillería, los morteros, lasametralladoras y los fusiles enemigospara ganar unos metros gateando entrematojos quemados y buscar refugio enzanjas y socavones abiertos por lasbombas en la tierra roja, tratando deescalar centímetro a centímetro aquelfarallón arcilloso y erizado dealambradas y nidos de ametralladoradonde se concentraba lo más duro de ladefensa republicana. Finalmente, hacialas tres de la tarde, los republicanosabandonaron sus trincheras en la cima

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del cerro ante el temor de ser rodeadospor el Primer Regimiento, que habíarebasado su flanco izquierdo por elCamí de Gardeny, y se replegaron haciala meseta y el castillo, donde siguieronresistiendo a la desesperada apoyadospor tres tanques rusos y parapetados trasun sistema de obstáculos sucesivosmientras los dos regimientos franquistasterminaban de escalar al mismo tiempoel cerro e invadían la meseta, loscañones de la 13.ª División losmachacaban y una escuadrilla deHeinkel HE-51 ametrallaba sus

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posiciones con vuelos rasantes y enpicado.

A media tarde el castillo había caído,y Manuel Mena contempló, todavíaofuscado por el estruendo, la sangre y elhumo del combate, desde las murallascarcomidas por el impacto de lasbombas, la ciudad de Lérida a sus pies,con la torre de la antigua catedral a laizquierda y el río Segre a la derecha.Aquélla era sólo una victoria parcial,así que la calma duró poco tiempo: dosbatallones de republicanos reciénllegados del frente de Madrid

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contraatacaron hacia las nueve de lanoche. Lo hicieron iluminando laoscuridad con una bengala y lo hicieroncon furia, mientras cantaban a voz engrito el himno de la 46.ª División eintentaban trepar por las laderas delcerro lanzando bombas de mano ydisparando armas automáticas. Elcontraataque fracasó en apenas mediahora, y durante el resto de la madrugadasólo se oyeron tiroteos dispersos entreel castillo y las primeras casas de laciudad.

La conquista de Lérida se consumó al

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día siguiente. Hacia las doce de lamañana, después de varias horas defuerte preparación artillera, la 13.ªDivisión se lanzaba en tromba sobre laciudad, envolviéndola por los flancoscon los dos regimientos de la 1.ªBrigada y asaltándola de frente con losdos regimientos de la 2.ª. A esa hora lasametralladoras de la compañía deManuel Mena cubrían desde el cerro deGardeny el descenso de su regimiento,con el Primer Tabor de Tiradores de Ifnia la cabeza, hacia las calles Academia yAlcalde Costa, donde arrancaba la

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ciudad y donde los defensores se habíanparapetado alrededor de una gasolinera.Vencida la oposición republicana en esepunto, el resto fue más fácil. Mientras lacompañía de ametralladoras de ManuelMena los escoltaba abriéndoles caminoy ayudándoles a eliminar los escasosfocos de resistencia, los soldados delPrimer Tabor de Tiradores de Ifni seadentraron en la ciudad en ruinas porAlcalde Costa, no sin tomar todas lasprecauciones para ponerse a resguardode los disparos desesperados de losfrancotiradores y de los soldados

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republicanos que bajaban despavoridosde la catedral vieja con el fin de ponersea salvo al otro lado del río antes dequedar encerrados en la ciudad por lavoladura prevista del puente de lacarretera. Así, avanzando con la máximaprudencia, cruzó Manuel Mena laavenida de Catalunya y la plaza de SantJoan y pasó frente al Ayuntamiento, elhospital militar y cuatro iglesiasquemadas desde los primeros días de laguerra, y al final, después de haberatravesado de punta a punta el cascourbano, él y el Primer Tabor de

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Tiradores de Ifni tomaron sin dispararun solo tiro su objetivo último: laestación del ferrocarril, un intactoedificio de aire neoclásico con un granreloj en la fachada que en aquelmomento marcaba las tres en punto de latarde.

Lérida era prácticamente suya. Alcabo de un par de horas la 4.ª Banderade la Legión y el Tabor Ifni-Sáhara seadueñaron de la catedral vieja ehicieron prisionera a su guarnición y,poco después, dos estampidos casisimultáneos estremecieron la ciudad con

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un temblor de hecatombe: losrepublicanos habían volado el puente dela carretera y la vía del ferrocarril paraevitar que los franquistas cruzaran elSegre y prosiguieran su avance haciaBarcelona. Fue el final. Franco acababade conquistar su primera capital deprovincia catalana, y a partir de aquelmomento la ciudad y el río Segreseñalaron la línea del frente. En cuanto ala 13.ª División, después de habersufrido más de mil bajas en los cuatrodías anteriores necesitaba con urgenciaun descanso, y durante los tres meses y

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medio siguientes, justo hasta que sedesencadenó la batalla másdescabellada de aquella guerradescabellada, todas sus unidadespasaron a la reserva.

Todas salvo algunas unidadesescogidas, entre ellas el Primer Taborde Tiradores de Ifni.

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La reunión en casa de Manolo Amarillafue una tarde en que Ernest Folch y elresto del equipo de televisión estabanocupados filmando imágenes de recursopor Ibahernando y sus alrededores, y aella también asistieron mi primoAlejandro y mi mujer. Quedamos a lascinco; a las siete y media tenía otra

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entrevista muy cerca de allí, en el mismoIbahernando, con los dos únicoscompañeros de colegio de Manuel Menaque quedaban con vida: mi tía FranciscaAlonso, la madre de Alejandro, y doñaMaría Arias, la maestra del pueblo.

Creí que reconocería a ManoloAmarilla en cuanto lo viese, pero meequivoqué. El hombre que nos abrió lapuerta a mi mujer y a mí tenía unossetenta años; era muy flaco, usaba gafas,lucía un pelo corto y gris y una pielligeramente rojiza, vestía tejanosgastados y camisa a cuadros. Después

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de saludarnos sin alegría (o con unaalegría tan esforzada que casi no mepareció alegría), nos precedió por unpatio muy bien cuidado hasta un salón deparedes decoradas a la maneratradicional del pueblo, con platos decerámica, piezas antiguas de bronce,cuadros y placas de metal, algunas delas cuales, según nos explicó al pasar,eran obra suya. En el comedor esperabaAlejandro, sentado a una mesa camilla ytomando café. Nos sentamos con él yestuvimos hablando de generalidadesmientras mi mujer se preparaba para

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filmarnos y nos servía café una hija deManolo, una treintañera silenciosa ysonriente llamada Eva, que trabajabacomo economista en Madrid y queintercambió unas frases con Alejandro ycon su padre. Fue en ese momentocuando lo reconocí. Quiero decir quefue en ese momento cuando me acordéde haber visto a Manolo Amarilla otrasveces, aunque no hubiera sabidoprecisar en qué lugar ni en qué época, ycuando pensé que al entrar no le habíareconocido porque era como si llevasesu cara escondida detrás de una

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máscara; entonces me acordé de lo queme había contado Alejandro sobre sumujer y comprendí que esa máscara noera la máscara de la vejez sino la de laviudedad.

En seguida intenté centrar laconversación sobre Manuel Mena.Apenas mencioné su nombre, Manolocomentó que, tras la muerte del alférez,él había frecuentado mucho su casa, consu mujer o con la que más tarde sería sumujer (que era a su vez sobrina deManuel Mena), y que una cosa que

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siempre le había sorprendido mucho eraque allí nadie hablaba nunca de él.

—A mí no me sorprende —intervinoentonces mi mujer, que aún no habíaempezado a grabarnos pero ya tenía lacámara lista para hacerlo—. Si mi hijohubiera muerto en la guerra condiecinueve años, lo último que querríaes hablar de eso.

El comentario abrió de par en par laspuertas de la conversación, y apenas nosadentramos en ella intuí que Alejandro yManolo Amarilla llevaban toda su vidahablando de los años de la República y

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la guerra en el pueblo, y me pregunté si,aparte de su común militancia socialista,no era precisamente ese interés comúnel que había anudado una amistad tanestrecha entre ambos. El caso es quedurante un buen rato hablamos delIbahernando inmediatamente anterior ala República y luego del Ibahernando dela República, de la ebullición de la vidacívica, cultural y asociativa de la época,de mi bisabuelo Juan José Martínez y dedon Juan Bernardo, de don EladioViñuela y de la comunidad deprotestantes, de la fundación de la Casa

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del Pueblo y de mi abuelo Paco. Alcomentar la imparable radicalizaciónpolítica y social de los meses previos ala guerra, Alejandro dijo:

—Me acuerdo de las primeras vecesque vine al pueblo como socialista, en lasegunda mitad de los setenta, cuando lossocialistas acabábamos de salir de laclandestinidad. —Hablaba con lavehemencia contenida con que siemprehablaba de estos temas—. Yo eraentonces un chaval obsesionado por laguerra y, cuando me encontraba con losviejos socialistas de la República,

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siempre les decía lo mismo: lo que noentiendo es que convirtierais enenemigos a gente que objetivamente noeran vuestros enemigos. Es decir, lesdecía, la República había venido aapoyaros a vosotros contra los quemandaban, que eran los grandespropietarios, la oligarquía. Pero laRepública no vino a apoyaros contra lospequeños propietarios y arrendatarios;al contrario: a ellos la Repúblicatambién había venido a protegerlos, yademás de la misma gente. Y lespreguntaba: ¿cómo es que no

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entendisteis que vuestros verdaderosenemigos eran, qué sé yo, la duquesa deValencia, o el duque de Arión, o elmarqués de Santa Marta, que vivían enMadrid, y no los pequeños propietariosy arrendatarios de Ibahernando? ¿Cómoes que no entendisteis que vuestroenemigo de clase no eran estos de aquí,sino aquellos de allí, y que, en vez depelearos contra los de aquí, lo queteníais que hacer era aliaros con ellospara ir contra los de allí? —Dejó elinterrogante en el aire un segundo ysonrió con melancolía, como riéndose

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en silencio de sí mismo—. Quéinocente, ¿verdad? ¿Cómo iba aentender eso la gente de aquí, si la mitaderan analfabetos y no tenían máshorizonte que el del pueblo, si lainmensa mayoría no había salido nuncade aquí y sólo veían a los de aquí y no alos de allí? Eso quizá hubieran podidoentenderlo los pequeños propietarios yarrendatarios, para ellos al menoshubiera sido más fácil entenderlo, sobretodo si se hubieran esforzado enentenderlo y si no hubieran tenido lamentalidad de señoritos déspotas y

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clasistas que tenían; aunque, la verdad,ni siquiera así estoy muy seguro de quehubieran podido… En fin. El caso esque tampoco lo entendieron y que, envez de aliarse contra los ricos con lospobres casi tan pobres como ellos, sealiaron con los ricos contra los pobresmás pobres que ellos. Y la jodieron.

—Esto no era Madrid ni Barcelona—le secundó Manolo con una frialdadun punto académica, que contrastaba conel ardor de Alejandro—. En el pueblo elenfrentamiento no era entre ricos y

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pobres, sino entre gente que podíacomer y gente que no podía comer.

—Ésa era la diferencia fundamental—convino Alejandro—. Pero luegohabía otras. Estaba también la diferenciaentre la gente de orden, la gente que nopodía entender que se talaran árboles yse quemaran olivares y se intimidara aéste o al otro…

—Sí —le interrumpió con énfasisManolo, abandonando por un segundo sudesapego—. Pero que no se te olvideque la gente de orden se armó.

—No se me olvida —le tranquilizó

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Alejandro y, dirigiéndose únicamente aél, añadió—: Ya te he contado muchasveces lo de mi tío Manuel. —Ahora sevolvió hacia mí—. Mi tío Manuel, lapersona con la que se crió mi madre, susegundo padre, por decirlo así —aclaró,antes de explicar—: Una noche volvía acasa, poco antes de la guerra, y unoshombres lo atacaron. No pasó nada: lesacaron una navaja, le metieron miedo.Al día siguiente mi tío fue a denunciar loocurrido a la guardia civil. Y el cabo ledijo: «Lo siento. Yo no puedoprotegerle. Ármese». Y eso hizo: le

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dieron un permiso de armas y se compróuna pistola.

—Es verdad que en el pueblo habíagrupos de alborotadores —reconocióManolo; la máscara seguía allí, pegada asu cara, pero, sobre todo cuandohablaba, sus ojos apagados parecían pormomentos encenderse y sus faccionescasi exangües se reanimaban—. Jóvenesque ya no eran analfabetos, que leían enla Casa del Pueblo y que no seachantaban ante los que mandaban, quese enfrentaban a ellos. Y, claro, luegolos que mandaban no los contrataban,

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por republicanos o por izquierdistas opor ir a la Casa del Pueblo o por lo quefuese. Y los chavales todavía seencabronaban y alborotaban más. Y asíse crispó la situación.

—Ése fue el problema: que el pueblose partió por la mitad, y que laconvivencia se volvió muy difícil —dijoAlejandro—. Mira, Javi: a mí no haycosa que más me irrite que lasinterpretaciones equidistantes de laguerra, las del cincuenta por ciento, esasque dicen que aquello fue una tragedia yque los dos bandos tenían razón. Es

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mentira: aquí lo que hubo fue un golpemilitar apoyado por la oligarquía y laIglesia contra una democracia. Claroque aquella democracia no era ni muchomenos perfecta, y que al final había pocagente que creía en ella y que respetabalas reglas, pero seguía siendo unademocracia; así que la razón política latenían los republicanos. Y punto. Perotambién me irrita mucho lainterpretación sectaria o religiosa oinfantil de la guerra, según la cual laRepública era el paraíso terrenal ytodos los republicanos fueron ángeles

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que no mataron a nadie y todos losfranquistas demonios que no paraban dematar; es otra mentira… Fíjate, yosiempre entendí muy bien que mi familiapaterna, la tuya, fuera franquista: al fin yal cabo eran los que cortaban el bacalaoen el pueblo; pero durante mucho tiempome pregunté por qué mi abueloAlejandro, el padre de mi madre, unhombre muy humilde, un pastor, unsimple jornalero, se había alistado comovoluntario en el ejército de Franco yhabía salido hacia Madrid con tu abueloPaco y con unos cuantos hombres de

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Ibahernando en los primeros días de laguerra. Y ahora, después de muchosaños de hacerme esa pregunta,comprendo que la respuesta es evidente:era un hombre de orden, no aceptaba, nopodía entender que no se recogiesen o sequemasen las cosechas, que se quemasenolivares, que se invadiesen fincas, quese robasen animales, que se amedrentasea la gente. Le parecía mal, le parecíasimplemente intolerable. Mi abueloAlejandro era un hombre traumatizadopor el desorden y por la imposibilidadde convivir en paz, por el miedo. Igual

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que tu abuelo Paco. Ninguno de los dosfue a la guerra por pasión política,porque quisieran cambiar el mundo ohacer la revolución nacionalsindicalista;eso tienes que entenderlo, Javi. Fueron ala guerra porque sintieron que era suobligación, porque no vieron otra salida.¿Y sabes qué sacaron en limpio de laguerra? Nada. Otros se pusieron lasbotas, se lo llevaron todo, pero ellos no.No se llevaron nada. Nada de nada. Tuabuelo hasta tuvo que marcharse delpueblo para sacar adelante a su familia,trabajando la tierra aquí y allá, de sol a

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sol, y mi abuelo ya ves: un modestolabrador toda su vida. Eso es así, y eneste pueblo nadie te va a decir locontrario, porque mentiría. Pero Manolotiene toda la razón: Ibahernando no esBarcelona ni Madrid. Más allá de losenfrentamientos que produce el esfuerzopor modernizar el país que hace laRepública y todas esas cosas quecuentan los libros de historia, y que sonverdad, lo que pasa aquí antes de laguerra es algo mucho más elemental,como lo que pasa en tantos pueblos deExtremadura, de Andalucía y de tantos

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otros sitios: es una situación deextremísima necesidad que enfrenta,como decía Manolo, a quienes no tienenqué comer y a quienes tienen qué comer;muy poquito, lo justo, pero lo tienen. Yaquí la cosa sí que empieza a parecersea una tragedia, porque los que pasanhambre llevan razón al odiar a los quepueden comer y los que pueden comerllevan razón al tener miedo de los quepasan hambre. Y unos y otros llegan asía una conclusión aterradora: o ellos onosotros. Si ganan ellos, nos matan; siganamos nosotros, los tenemos que

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matar. Ésa es la situación imposible a laque los responsables del paíscondujeron a esta pobre gente.

Eva, la hija de Manolo, nosinterrumpió en ese momento paraofrecernos otra taza de café; todos larechazamos, pero aceptamos el agua quea cambio nos sirvió. Aún no habíaterminado de hacerlo cuando,impaciente por seguir, saqué a colaciónlos asesinatos cometidos en el pueblo alestallar la guerra. Mencioné el del padrede El Pelaor; ellos mencionaron el deSara García. Para entonces yo ya había

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leído y había oído hablar muchas vecessobre él, y les pregunté si sabían por quéla mataron.

—Era novia de un líder de lasJuventudes Socialistas, uno de loshombres que se marcharon del pueblodespués del golpe para unirse a losrepublicanos de Badajoz —contestóAlejandro; luego tragó saliva, pero, ajuzgar por la mueca que hizo, lo quetragó bien hubiera podido ser vinagre—.Dicen que la mataron para vengarse deél. También se decía que lo hizo algúnhijo de puta que la pretendía… No sé.

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—Era muy guapa —dijo Manolo—.¿Has visto alguna foto suya?

Sin esperar mi respuesta se levantó yvolvió al cabo de unos minutos con unmazo de libros y papeles. Alejandro yyo estábamos hablando de losfalangistas del pueblo.

—Antes de la guerra no había ninguno—terció Manolo, sentándose de nuevo—. Me lo contó mi padre.

—Su padre era militar —me informóAlejandro.

—Y camisa vieja: tenía el carnetnúmero 17 de la Falange de Cáceres —

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puntualizó Manolo—. Y me contaba queantes de la guerra vino muchas veces aIbahernando para hacer proselitismo. Yque nadie le hizo ni caso. Aquí los dederechas eran de Gil Robles o deLerroux. A la Falange se apuntaron alestallar la guerra, como en todas partes.Mira esto.

Me enseñó el diario de guerra quehabía llevado su suegro, el hermano deManuel Mena, durante su estancia en elfrente —un cuaderno no muy gruesoescrito con letra cuidadosa—, me hablóde la relación entre los dos hermanos y

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luego me contó lo que sabía de ManuelMena. Al final puso en mis manos doslibros que Manuel Mena llevaba consigocuando murió en el frente del Ebro: elprimero se titulaba Instrucción yempleo táctico de las ametralladorasde infantería y era obra de variosautores; el segundo se titulabaLegislación del gobierno nacional,1936 y era obra de un tal JoséPecharromán Colino. Mientras hojeabaeste último, descubrí una flor marchitaentre sus páginas; cogiéndola con sumo

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cuidado para que no se me desintegraseen las manos, se la mostré a la cámara.

—Es una margarita —dijo mi mujer,sin dejar de filmar—. A lo mejor llevaochenta años ahí, ¿no? —Manolo norespondió, y un silencio pasmado seapoderó de la sala mientras los cuatrocontemplábamos la margarita de ManuelMena. Fue mi mujer quien deshizo elembrujo—. Oye, Javi —dijo en catalán—, deberíamos marcharnos: son casi lassiete y media y seguro que tía Franciscay doña María ya están esperándonos.

Le pregunté a Manolo por el texto

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manuscrito de Manuel Mena del que mehabía hablado Alejandro, y Manolo sacódel mazo de papeles que acababa detraer cuatro hojas tamaño cuartillaescritas a pluma con una caligrafía unpoco infantil, que empezaban: «Camisasazules de Ibahernando». Antes de seguirleyendo le pregunté si podíafotocopiarlas y por toda respuesta meentregó una carpeta de cartulina con loscolores de la bandera republicana.

—Ahí dentro van las fotocopias —medijo—. También te he metido una foto deSara; verás que hay tres mujeres: Sara

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es la de la derecha. Y te he metido otracosa. Léela también, para que veas quetodo es todavía más complicado de loque crees.

Antes de marcharnos Manolo nos hizosubir a su estudio, una buhardilla llenade libros y papeles en desorden,iluminada por un gran ventanal que seabría sobre la breve extensión detechumbres desportilladas del pueblo.De algún lugar sacó unas polainas y unastrinchas de cuero repujado.

—Eran un regalo para Manuel Mena—dijo mientras yo las examinaba—. De

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la familia. Las hizo un talabartero deTrujillo. Se las tenían preparadas paracuando volviese del frente, pero ya novolvió.

—¿No te lo dije, Javi? —comentóAlejandro al salir de la casa de suamigo—. Manolo estaba feliz convuestra visita. Hacía mucho tiempo queno le veía tan animado.

No quise preguntarle cómo estabaManolo cuando no estaba animado,porque en seguida llegamos a la casa desu madre, donde nos aguardaban ya lasdos ancianas condiscípulas de Manuel

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Mena. Alejandro prometió que al cabode un par de horas pasaría a buscarnospara despedirse de nosotros y nos dejó asolas con ellas. Cuando volvió aaparecer estábamos terminando dehablar. Nos acompañó hasta el cochemientras nos sonsacaba lo que noshabían contado su madre y doña MaríaArias sobre Manuel Mena y laRepública y la guerra. Al llegar los tresal coche Alejandro le dio dos besos dedespedida a mi mujer.

—Joder —dijo, casi aliviado—. Estode hablar de la guerra todavía me

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revuelve las tripas. —Se quedó unsegundo pensativo mientras mi mujer yyo le observábamos, esperando quecontinuase. Eran más de las nueve ymedia de la noche, pero aún brillaba enel horizonte el último resplandor deldía; los gritos de las golondrinasrasgaban como cuchillas de afeitar elsilencio de las calles. Dirigiéndose sóloa mi mujer, Alejandro continuó—:¿Sabes por qué me metí en política,Mercè? Por vergüenza. Me dabavergüenza que mi familia no hubieraevitado lo que pasó en este pueblo.

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—¿Pudieron evitarlo? —preguntó mimujer.

—No lo sé, pero tenían la obligaciónde hacerlo —contestó Alejandro—. Opor lo menos de intentarlo. Eran los quemandaban, y el que manda siempre es elresponsable.

—Entonces esto tampoco fue unatragedia —dedujo mi mujer, volviendocontra él su propio argumento.

—Tampoco —reconoció Alejandro—. Tienes razón. Sea como sea, yo mehice político para que no volviera apasar.

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La frase de Alejandro sonó con eltimbre inconfundible de la verdad, y enaquel momento me aborrecí un poco,porque supe que siempre que se la habíaoído pronunciar —y se la había oídopronunciar muchas veces— habíapensado que era una frase de político ode politicastro, hueca, para la galería.De golpe reparé en el aspecto deAlejandro. Vestía unos pantalones hastalas rodillas, unas sandalias sucias detierra y una camiseta granate, también unpoco sucia; una barba entreverada decanas parecía querer devorar su cara

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curtida por la intemperie. Por unmomento, a la luz cobriza de aquelatardecer prorrogado, me pareció quetenía el aspecto de un jornalero viejo, yme pregunté en qué momento de su vidahabía decidido que su sitio estaba allado de los pobres y los perdedores dela guerra; también me pregunté quéaspecto habría tenido Manuel Mena sihubiera llegado a su edad.

—No sé si estoy de acuerdo con todolo que has dicho en casa de Manolo —leconfesé—. Tengo que pensarlo. Pero deuna cosa sí estoy seguro.

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—¿De qué? —preguntó.—De que en la guerra nuestra familia

se equivocó de bando —respondí—. Nosólo porque la República tenía razón,sino porque era la única que podíadefender sus intereses. No digo que ensus circunstancias fuera fácil acertar, ytampoco voy a ser tan frívolo y tansinvergüenza como para juzgarlos ahora,ochenta años después de aquello, con lamentalidad y la comodidad de ahora ycuando ya conocemos el desastre quevino después. —Me acordé de DavidTrueba y dije—: No eran omniscientes.

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No lo sabían todo. No podían saberlo.Pero se equivocaron. De eso no hayduda. Se engañaron o les engañaron: subando era el de la República.

—¡No te quepa la menor duda! —exclamó Alejandro, abriendo mucho losojos y refrenándose visiblemente paraque, en la quietud absoluta de la calle,su exclamación no sonase como un grito—. La prueba es que a nuestra familiano le fue mejor después de la guerra queantes de la guerra; al contrario: le fuepeor. Y a la larga mucho peor. Igual quea Ibahernando. Mira. —Con un gesto

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pareció querer abarcar el silencio de lascalles sin nadie, de las casas sin nadie,del pueblo colmado de fantasmas, dondelos únicos seres vivos parecían lasgolondrinas que zigzagueaban en elcrepúsculo emitiendo gemidos de niñoaterrado o enfermo—. Antes de laguerra todo esto estaba lleno de gente,aquí había vida, el pueblo tenía unfuturo, o podía tenerlo. Ahora no haynada. El franquismo convirtióIbahernando en un desierto, se llevó deaquí a los pobres y a los ricos, a los quecomían y a los que no comían. A todos.

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Mientras Alejandro hablaba pensé enmi madre, que siempre había vividofuera de Ibahernando como una patriciaen el exilio, pensé en Eladio Cabrera, elguardián de la casa de mi madre, quevivía en Ibahernando convencido deque, cuando él y su mujer murieran,Ibahernando se acabaría, y pensé queAlejandro se había retirado aIbahernando para que Ibahernando no seacabase; también pensé en mi hijo y misobrino Néstor, que tenían más o menosla misma edad que siempre tendráManuel Mena, y me alegré de que nos

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estuvieran esperando con mi madre enTrujillo. Entonces pensé: «Eso es lo mástriste del destino de Manuel Mena. Que,además de morir por una causa injusta,murió peleando por unos intereses queno eran los suyos. Ni los suyos ni los desu familia». Y pensé: «Que murió paranada».

Alejandro y yo nos despedimos conun abrazo que él prolongó un segundomás de lo normal, o esa impresión tuve.Cuando deshicimos el abrazo me dijomientras se daba la vuelta paramarcharse:

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—Escribe un buen libro, primo.

Mi hijo y mi sobrino Néstor habíanestado bañándose y tostándose al sol enla piscina del Parador, y a la hora de lacena habían acudido a buscar a mimadre a casa de su hermana Sacri, en elmismo Trujillo, donde ambas habíanpasado la tarde conversando. Eso noscontaron por la noche, mientraspicábamos algo ligero en el restaurantedel Parador y mi madre daba cuenta deun menú extremeño completo, con un

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plato de torrijas de postre. «Blanquita seha portado muy bien», añadieron mi hijoy mi sobrino Néstor. Durante la cenahablamos de algo de lo que ya habíamoshablado en el viaje desde Barcelona: lacasa de Ibahernando. Mi madre volvió adecirme que no quería marcharse sinecharle un vistazo y yo le contesté quese lo echaríamos a la mañana siguiente,porque era entonces cuando teníamosprevisto filmar allí con el equipo detelevisión. Luego mi madre dijo que nosé cuál de mis hermanas le habíahablado otra vez de vender la casa; era

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algo que me decía de vez en cuando,para que yo le repitiese que, al menosmientras ella estuviese viva, la casa nose vendería. Se lo repetí.

—¿Y cuando yo me muera? —preguntó.

«La venderemos», pensé, y despuéspensé, pensando en Alejandro y enEladio Cabrera y en su mujer: «Yentonces el pueblo desaparecerá». Misobrino Néstor acudió en mi rescate:aseguró que no entendía para quéqueríamos aquella casa donde ya casi no

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se podía vivir; también mi hijo intentóecharme una mano.

—Abuela —proclamó—, ni BillGates mantiene una casa para usarlaquince días al año.

Mi madre le miró con extrañeza.—¿Y ése quién es? —preguntó.Ya en la habitación sonó mi móvil; lo

cogí: era Ernest Folch. Ernest meexplicó que, por una serie de razones,les convenía aplazar el rodaje de lamañana hasta la tarde, y me preguntó sino nos incomodaba el cambio. Yo teníala tarde siguiente ocupada con una cita,

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pero le contesté que, si no le decía nadaen contra, nos veríamos al día siguientepor la tarde en Ibahernando y, aunquepasaban de las once de la noche, meapresuré a llamar a casa de mi tíoAlejandro. Era la quinta persona con laque deseaba conversar sobre ManuelMena en aquel viaje, y quizá la másimportante, porque había vivido susprimeros años en casa de mi bisabuelaCarolina, igual que mi madre, y habíacompartido infancia y habitación conManuel Mena. Yo ya había habladovarias veces por teléfono con él,

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largamente; en esta ocasión hablé con sumujer, mi tía Puri, que me dijo que notenían ningún inconveniente en adelantara las doce de la mañana la visita quehabíamos concertado para la tarde en sucasa de Cáceres.

Aquella noche apenas pegué ojo. Amis pesquisas sobre Manuel Mena solíallevarme las traducciones de la Ilíada yla Odisea que durante mi viaje aIbahernando con David Trueba habíaencontrado en la casa de mi madre; yahabía releído por entero la Ilíada, mehabía adentrado en la Odisea y aquella

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noche habría seguido con ella si nohubiera sido porque, con mi mujerdormida a mi lado en la cama, medediqué a estudiar los documentos queManolo Amarilla me había entregadopor la tarde. El primero que leí fue eltexto manuscrito de Manuel Mena, queempezaba: «Camisas azules deIbahernando». Continuaba así:

Voy a dirigiros la palabra con frases

sencillas y conmovedoras, si alcanzarlopudiera, para que os deis cuenta una vez másde lo que significa este movimiento y estaorganización que se fundó el 29 de octubre

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de 1932 por los mártires y libertadores (queasí se los debe llamar) Ruiz de Alda, SánchezMazas y José Antonio Primo de Rivera.

Habiendo pasado días, años y yendonuestra España, nuestra Patria, de mal enpeor, no olvidando nuestro Jefe que:

Esclavo no puede ser,Pueblo que sabe morir,

se lanzó a la calle para salvarnos a todos delyugo que nos oprimía.

Como sus buenas intenciones no podíanalcanzarse de otra manera que con larevolución, ésta fue la causa de pronunciarnuestro camarada José Antonio la siguientefrase: «La paz ha de venir con la guerra, perola guerra ha de ir por las veredas [por las] quela llevan los buenos españoles».

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Deseosos como estábamos todos deelevar a España, de engrandecerla y deservirla, llegó un momento oportuno paralograrlo y éste fue el 18 de julio de 1936.

Es la hora de ostentar la camisa azul, es lahora de quitarse la careta y dar el pecho alenemigo, porque la Falange no quiereemboscados, porque la Falange no quierevividores; Falange Española de las JONSquiere «almas limpias y corazonesarrepentidos».

No olvidamos las palabras de «Españoles,la patria está en peligro, acudid a defenderla»y a pesar de faltarnos El Único, elInsustituible, El Profeta desde hace un año,el Caudillo que escribió con sangre de supropio corazón nuestra doctrina, no faltaron

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miles y miles de camisas nuevas para ir alfrente de batalla, aunque cientos y cientos decamisas sucias y viejas tornaban a sus casas.Pero siempre cantando «si te dicen que caí,me fui al puesto que tengo allí».

Después de todo esto, no debemosconsentir, ni podemos consentir, niconsentiremos, que la Falange se aniquile,porque es una organización sana, porque esuna organización pura y porque ha sabido,como ninguna otra, ayudar a la patria cuandoésta lo ha necesitado.

Pero tened presente que para que laFalange progrese es necesario que vosotrosos unáis, porque su programa aconseja laarmonía entre las clases sociales. Para JoséAntonio «el trabajo en sí, como el capital en

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sí, no tiene valor; sólo vale el trabajo y elcapital en función del fin que se quiereconseguir». Porque con razón decía «comodos manos necesita el sacerdote para alzar laforma divina, dos manos se necesitan paraelevar la sociedad».

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Y ahora lo único que debemos pedir todos

es «que la sangre derramada por nuestroscamaradas en los distintos frentes sirva desustancia fértil para el semillero de losnuevos ideales» y «la vertida por losenemigos de sustancia corrosiva para las

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podridas raíces que en esos corazones habíaninfundido».

De esta manera y de una vez para siempreharemos Hombres, haremos Historia yharemos a España Una, Grande y Libre.

¡¡Arriba España!! Al final del texto había una serie de

anotaciones o de fragmentos deanotaciones; la más larga (y la másinteresante) rezaba:

Es hora ya que se una la clase obrera y

patronal, porque, camaradas: «Los obreros,los empresarios, los técnicos, losorganizadores forman la trama total de la

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producción, y hay un sistema capitalista quecon el crédito caro, que con los privilegiosabusivos de accionistas y obligacionistas selleva, sin trabajar, la mayor parte de laproducción y hunde y empobrece por igual alos patronos, a los empresarios y a losobreros». José Antonio (19 de mayo de1935). He aquí otro fragmento: «… debemos

elegir “lo mejor entre lo posible”». Yotro: «Hay que trabajar “hasta levantarEspaña a las estrellas, donde vigilan losque nos enseñaron a morir por la Patria,el Pan y la Justicia”. Por España Una,

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Grande y Libre». He aquí el último:«Luchamos al lado de héroes como son:un Aranda en Oviedo y un Moscardó enel Alcázar de Toledo». Al final venía lafirma de Manuel Mena.

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Leí un par de veces todo lo anterior.

La primera conclusión a que llegué esque mi primo Alejandro tenía razón yque aquello, más que una carta desde elfrente, parecía un discurso o unas notaspara un discurso o un mitin dirigido alos falangistas de Ibahernando. Lasegunda se deducía de la alusión a lamuerte de José Antonio Primo deRivera, ocurrida el 20 de noviembre de1936; Manuel Mena la situaba un añoatrás, lo cual significaba que el textohabía sido escrito y pronunciado

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(suponiendo que en efecto hubiese sidopronunciado) en el otoño o el inviernode 1937, cuando en la zona franquista sedisipaban las dudas sobre la ejecuciónde José Antonio en Alicante y cuandoManuel Mena había adquirido una ciertaautoridad en el pueblo porque llevabaya un año en el frente y acababa deobtener el grado de alférez y tal vez deincorporarse a los Tiradores de Ifni,pero también cuando aún no habíaentrado en combate con su unidad y aúnno había experimentado a fondo laguerra y su exaltación política y su

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idealismo bélico permanecían intactos.La tercera conclusión era que aqueltexto estaba pensado para infundir ánimoen los falangistas del pueblo y atraernuevos militantes al partido y nuevosvoluntarios al frente, para animar aantiguos republicanos e izquierdistas aque se unieran a la causa y parapreservar la pureza e independencia deFalange: hacía unos meses, en abril del37, Franco había disuelto o intentadodisolver el partido fundiéndolo con eltradicionalismo carlista en el aguachirlenacionalcatólico del partido único, la

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Falange Española Tradicionalista y delas JONS, y en su texto Manuel Menaparecía apelar a los fundamentosideológicos del partido de José Antoniopara evitar que esa alianza política conlos carlistas desactivase su potencialrevolucionario. La cuarta conclusión sedesprendía de lo anterior, y era la másrelevante. En el texto Manuel Menaaparecía, por una parte, como unadolescente infatuado de lecturas, ávidode exhibir su repertorio de alusioneshistórico-literarias entresacadas delvademécum patriótico del momento: dos

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versos mal citados de un celebérrimopoema de Bernardo López García («Odaal dos de mayo»), unas palabraspronunciadas o supuestamentepronunciadas por el alcalde de Móstolesllamando a la rebelión contra las tropasnapoleónicas en el arranque de la guerrade la Independencia, quizá un versículode un salmo bíblico (el 24:4), sin dudados versos del «Cara al sol», el himnode Falange, y varias frases entresacadasde los discursos de José Antonio. Porotra parte, aunque cometía el error deadelantar en un año entero la fecha de la

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fundación de Falange, en su escritoManuel Mena se revelaba como unjoseantoniano puro, no como unfranquista (de hecho, el discurso nocontiene una sola mención a Franco),como un chaval intoxicado por elidealismo ponzoñoso del fundador deFalange y como un creyente a piesjuntillas en la armonía de clasespredicada por los revolucionarios deextrema derecha y extrema izquierda yen la doctrina joseantoniana consistenteen aunar patriotismo a ultranza yrevolución social en una síntesis

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imposible que sin embargo era elmejunje ideológico combinado por laoligarquía para detener el igualitarismosocialista y democrático. Ése fue elcuarto y último corolario que deduje dela lectura del manuscrito de ManuelMena: que, bien leídas, aquellas pocaspalabras conservadas gracias a lapasión por el pasado de ManoloAmarilla esbozaban un retrato moral,político e ideológico del personaje queinesperada y parcialmente lo revivía.

El segundo documento que estudiéaquella noche era mucho más largo que

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el anterior. Constaba de cincuenta y sietepáginas y era el sumario del consejo deguerra sumarísimo n.º 2.430, instruido aprincipios de 1940 en Cáceres contra unhombre de Ibahernando llamado HiginioA. V. En cuanto empecé a leerlo empecéa temblar. Tal y como se deducía delsumario, la historia era la siguiente:

El 29 de abril de 1939, reciénterminada la guerra, mi abuelo Paco, quepor entonces era jefe de Falange enIbahernando, había enviado un oficiofirmado de su puño y letra al gobiernomilitar de Cáceres en el cual declaraba

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sucintamente que Agustín R. G., unconvecino recluido en el campo deconcentración de Trujillo comoprisionero de guerra republicano, lehabía confiado que Higinio A. V. era elautor de un asesinato perpetrado en unpueblo de Córdoba durante la guerra. Miabuelo no aclaraba que Higinio A. V.también era un convecino deIbahernando y que, igual que Agustín R.G., estaba ingresado en el campo deconcentración de Trujillo comoprisionero de guerra. Sólo concluía: «Escuanto puedo informar a V. en honor a la

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verdad». Acto seguido figuraba en elsumario una declaración de Agustín R.G., fechada un mes más tarde enTrujillo, en la que éste confirmaba sudenuncia y la precisaba: había sido elpropio Higinio A. V. quien le habíaconfesado el asesinato —el «paseo», lollamaba, en la jerga de entonces—, lohabía hecho en Villanueva de la Serena,Badajoz, en algún momento de 1936 y enpresencia de otras cuatro personas, dosde las cuales, afirmaba, se hallabanasimismo encerradas en el campo deTrujillo. A continuación los dos testigos

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mencionados por Agustín R. G. avalabansu relato (sólo uno de ellos añadía undetalle: la confesión de Higinio A. V. sehabía producido en el invierno del 36,mientras disfrutaba de un permisomilitar). Después venía una serie dedeclaraciones de autoridades deIbahernando —el juez, el policíamunicipal, el brigada de la guardia civil—, así como de algún vecino; en ellasinformaban de la pertenencia de HiginioA. V. a las juventudes comunistas, de suparticipación en «cuantos atropellos secometieron contra personas de orden y

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propiedades» antes de la guerra, segúnescribía el brigada, y de su huida alcampo republicano al estallar la guerra;algunos se hacían eco de los rumoressobre su participación en variosasesinatos, entre ellos el denunciado porAgustín R. G. Todos estos informesllevaban fecha de octubre del 39. Denoviembre —del 11 de noviembre— erala declaración del acusado, dondenegaba todos los cargos que se leimputaban, aunque admitía haber sidomilitante de UGT, el sindicato socialista,y haber pasado «por miedo» a la zona

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republicana tras el inicio de la guerra.Con esto terminaban las diligencias deljuez instructor. El 4 de diciembre sereunía por vez primera en Cáceres eltribunal del consejo de guerra; suprimera petición fue que Agustín R. G. yuno de los dos testigos que habíanratificado su testimonio en Trujillo loratificaran en Cáceres. Así lo hicieronambos, ocho días después: volvieron aacusar a Higinio A. V. de habercometido el asesinato o, másexactamente, de haber asegurado que lohabía cometido. El 27 de enero de 1940

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se reunió por segunda y última vez eltribunal del consejo de guerra y, tras lasalegaciones del fiscal y el abogadodefensor, condenó a muerte al reo. Lasentencia se cumplió: el 8 de junio deaquel mismo año, Higinio A. V. fuefusilado al amanecer en un campo detiro a las afueras de Cáceres.

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Hasta aquí, los hechos consignados en

el sumario. Ya digo que empecé a

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leerlos temblando, acostado junto a mimujer en nuestro dormitorio del Parador;luego, todavía con el corazón en la boca,me levanté y seguí leyéndolos de pie; alfinal terminé de leerlos sentado a lamesa de la habitación, con una extrañamezcla de horror y de alivio. «Para queveas que todo es todavía máscomplicado de lo que crees», me habíadicho Manolo Amarilla al entregarme lacopia del sumario. Al principio, cuandoreconocí el nombre de mi abuelo Pacoen el oficio inicial, pensé que Manolo serefería a él, y me acordé de un artículo

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que yo había escrito años atrás, despuésde enterarme de que durante la guerra miabuelo había salvado de morir a unalcalde socialista de Ibahernando, y medije con angustia que iba a descubrir queen una guerra un mismo hombre es capazde lo mejor y de lo peor; cuando terminéde leer el sumario comprendí que, porfortuna, al menos en este caso estabaequivocado. Mi abuelo no habíadenunciado un delito político, sino undelito común: el asesinato de un hombre,o más bien el presunto asesinato de unhombre. De hecho, ni siquiera había

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denunciado un delito; había denunciadouna denuncia, la de Agustín R. G., habíasolicitado por escrito que se investigase,cosa a la que estaba obligado desdecualquier punto de vista, empezando porel ético y terminando por el penal (noestaba obligado, en cambio, a consignaren el oficio su opinión sobre Higinio A.V., aunque fuera justa o aunque él laconsiderara justa: no estaba obligado adecir de Higinio A. V. que era un«elemento muy revolucionario,pendenciero y siempre insultando a laspersonas de orden»): lo que había hecho

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mi abuelo era un imperativo del códigopenal, tanto el de los vencedores comoel de los vencidos, tanto el delfranquismo como el de la República o elde cualquier democracia. O, dicho deotro modo, es posible que mi abuelohubiese dudado si dar curso o no a ladenuncia contra Higinio A. V., por temora las consecuencias que su acto podíaocasionarle a éste; pero lo cierto es queestaba obligado a hacerlo y que, si no lohubiera hecho, hubiera cometido élmismo un delito: se hubiera convertidoen encubridor de un asesinato.

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Ahora bien, me pregunté llegado aeste punto, ¿y Agustín R. G.? ¿Por quéhabía denunciado Agustín R. G. aHiginio A. V.? Yo no sabía nada deHiginio A. V., ni siquiera había oídomencionar su nombre, pero sí habíaleído el nombre de Agustín R. G. enmultitud de documentos conservados enel archivo del pueblo y había oídohablar muchas veces de él, un hombreque según el sumario contaba porentonces treinta y seis años (Higinio A.V. contaba veintisiete) y de quien sabíaque durante la República había sido un

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importante dirigente socialista delpueblo y había desempeñado cargos derelieve en el Ayuntamiento y habíaadquirido un prestigio unánime depolítico justo, honesto, valeroso, eficaz,razonable y conciliador. No cabía dudade que este hombre conocía a mi abueloPaco, ni de que cuando le presentó sudenuncia sabía que era el jefe local deFalange, tampoco de que, quizá pormedio de su familia, había conseguidoque mi abuelo fuera a verle a Trujillopara denunciar lo que sabía y que miabuelo tramitase la denuncia; pero ¿por

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qué había hecho eso? Por supuesto,Agustín R. G. estaba tan obligado comomi abuelo a denunciar el asesinato o elpresunto asesinato, pero ¿por qué no selo había denunciado a las autoridadesrepublicanas en su momento, cuandosupo de él por el propio Higinio A. V.?¿Por qué había tardado más de dos añosen denunciarlo? ¿Había sido por miedoa denunciar una práctica muy frecuenteal principio de la guerra en laretaguardia republicana —aunque menosque en la franquista—, la práctica delpaseo, del asesinato incontrolado? ¿O lo

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había hecho para no perjudicar a uncompañero de armas? Pero, en estecaso, ¿por qué lo denunciaba ahora,cuando era mucho más comprometidohacerlo para el denunciado? ¿Lo hizoporque ya no podía cargar por mástiempo en su conciencia con aquelsecreto de sangre? ¿Lo habría hechopara congraciarse con las autoridadesfranquistas? Yo sabía que Agustín R. G.había regresado sano y salvo aIbahernando hacia 1946, al cabo de añosde trabajos forzados, y que había muertode viejo allí: ¿había salvado la vida

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gracias a su denuncia? ¿Había buscadoal menos con ella algún tipo debeneficio penitenciario o procesal enaquel momento en que su destino, comoel de tantos otros combatientesrepublicanos convertidos en prisionerosde guerra, dependía de la arbitrariedad yla sevicia de los vencedores? ¿Acasobuscaba vengarse de Higinio A. V. pordiferencias personales o políticas (enprincipio Agustín R. G. e Higinio A. V.,que en el sumario declaraba haberpertenecido al sindicato socialista,compartían militancia política, pero era

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verosímil que Higinio A. V., nueve añosmás joven que Agustín R. G.,perteneciera a los jóvenes socialistasradicalizados que desde antes de laguerra se unieron a los comunistas: esoexplicaría que, en el sumario, variaspersonas le adscribieran a lasjuventudes comunistas)? ¿O lo queperseguía Agustín R. G. eran todas esascosas a la vez, o varias de ellas? Mepareció imposible que Agustín R. G. sehubiese inventado la historia de HiginioA. V., que se hubiese reafirmado en ellaen dos ocasiones y que otros dos

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prisioneros republicanos hubiesenconfirmado su veracidad, así que di porhecho que Higinio A. V. les habíacontado que había cometido el crimen;pero ¿lo había cometido o sólo habíaalardeado temerariamente de haberlocometido? El tribunal de rebeldesfranquistas contra la legalidadrepublicana que había juzgado a HiginioA. V. lo había condenado a muerte, conla doblez criminal con que en aquellaépoca se condenó a tantos republicanos,por un delito de «adhesión a larebelión» y, aunque había reforzado las

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razones de la condena con losagravantes de «peligrosidad social ytrascendencia de los hechos», lo ciertoes que nadie se había tomado la molestiade investigar si en efecto Higinio A. V.había cometido el crimen del que se leacusaba. ¿Lo había cometido de verdad?

Durante horas di vueltas a esaspreguntas en mi dormitorio del Parador.De vez en cuando salía al balcón arespirar el aire nocturno de Trujillo oescrutaba por la ventana su nochepunteada de luces o miraba a mi mujerdormida en la cama. De vez en cuando

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recordaba lo que me había dichoManolo Amarilla sobre la complejidadde las cosas y lo que me había dichoAlejandro sobre las situacionesimposibles a las que los responsablesdel país habían conducido ochenta añosatrás a su gente. Hasta que endeterminado momento comprendí quenunca podría responder a aquellaspreguntas, que seguramente eraimposible responderlas, y que, por lomenos a aquellas alturas de la historia,casi ochenta años después de loocurrido, las preguntas eran más

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elocuentes que las respuestas. Fueentonces cuando recordé la foto de Sara.La saqué de la carpeta de cartulina conlos colores de la bandera republicanaque me había entregado Manolo y lamiré. En realidad, era una foto de tresmujeres, como me había anunciadoManolo, una foto de estudio; dos de lasmujeres estaban de pie y una sentada; mefijé en la de la derecha. La observé conatención meticulosa, casi conencarnizamiento, de arriba abajo: mirésu pelo peinado como el de una niña, sucarita ovalada de niña, sus redondeadas

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facciones de niña, sus ojos y su nariz ysu boca, todos de niña, sus pendientes ysu collar de niña, su inconfundiblevestido de niña —largo y plisado y conbotones y cinturón de niña—, su abanicode mujer sostenido por su manoizquierda de niña, sus calcetines blancosy largos de niña, sus zapatitos de niña.La imaginé muerta de un tiro en unterraplén. Tuve ganas de llorar, peropensé en mi madre y en El Pelaor, queya no podían llorar, y pensé que yo notenía ningún derecho a llorar, y me

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contuve. O lo intenté. Miré por laventana. Amanecía.

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12

Es muy probable que, pasada la batallade Lérida, Manuel Mena disfrutase de unpermiso de días o semanas enIbahernando; es seguro que a principiosde junio de 1938 se hallaba de nuevocombatiendo con el Primer Tabor deTiradores de Ifni, esta vez contra ladesesperación de unos miles de

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soldados republicanos que llevaban tresmeses resistiendo los ataquesfranquistas en un reducto extraviado enlo más alto del Pirineo aragonés, muycerca de la frontera francesa.

Era la llamada bolsa de Bielsa. A raízde la ofensiva franquista de marzocontra Aragón y Cataluña, que habíaconcluido a principios de abril enLérida, la 43.ª División republicanahabía quedado aislada en el norte de laprovincia de Huesca. Se trataba de unarocosa unidad básicamente comunistamandada por el mayor Antonio Beltrán,

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alias El Esquinazau, un aragonés queconocía al dedillo la zona y que habíaconcebido la idea insensata de hacersefuerte en los profundos valles y lospicachos inaccesibles de la comarca deBielsa hasta que la ayuda de Francia lepermitiese lanzar un contraataquedecisivo. Pero la ayuda de Francia nollegaba, y durante el mes de marzo la43.ª División fue poco a pocoreplegándose hacia el este de Huesca,acosada por los franquistas de la 3.ªDivisión de Navarra, hasta que el 12 deabril el cerco se cerró por completo

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sobre ella y El Esquinazau y sushombres se convirtieron, para lapropaganda de una República queíntimamente empezaba a sabersederrotada y que sentía una urgencia cadavez más apremiante de héroes, en losprotagonistas de una gesta inaudita, enun símbolo de tenacidad indomable yresistencia a ultranza frente al fascismo.Esto explica que al cabo de seis díasvisitaran a los valientes el jefe delGobierno, Juan Negrín, y el jefe delEstado Mayor del ejército republicano,general Rojo, con el fin de levantarles la

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moral, de darles instrucciones y defotografiarse para la prensa con ellos;también explica que al cabo de un mes,cuando ya llevaban dos sometidos altormento cotidiano de la artillería y a lasarremetidas ocasionales de la infanteríarebelde, Franco decidiera acabar conellos, aunque aún tardó tres semanas enconseguir desplazar hasta allí las fuerzasde élite necesarias para hacerlo.

Entre ellas se contaba el Primer Taborde Tiradores de Ifni, la unidad deManuel Mena. Ésta seguía acantonadadesde el mes de abril en Lérida o en los

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alrededores de Lérida, y una mañana deprincipios de junio sus mandosrecibieron la orden de abandonar laplacidez provisional de la segunda líneapara dirigirse a Tremp, en lasinmediaciones del Pirineo. Allí seconfiguró durante las jornadas siguientesuna agrupación especial mandada por elteniente coronel Lombana, compuestapor las mejores unidades del Cuerpo delEjército Marroquí y pensada paraextirpar de Bielsa a los republicanoscon la ayuda de la 3.ª de Navarra, quelos había perseguido hasta allá pero se

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había mostrado incapaz de acabar por símisma con ellos o de expulsarlos aFrancia.

El día 6 a media mañana partió laexpedición hacia Bielsa. Fue una marchapenosa. Durante dos días y medio,varios miles de hombres recorrieron apie casi cien kilómetros de montañaspor trochas de carro y caminosintransitables, debatiéndose con el fríointempestivo de la primavera pirenaica,con los veinticinco kilos de su dotaciónpersonal y con un centenar decaballerías que cargaban con

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ametralladoras, munición, materialsanitario y provisiones y que arrastrabannueve piezas de artillería de distintoscalibres: dos del 65, tres del 105, dosdel 155 y dos del 105 de montaña. Así,después de pasar por Fígols de Tremp,Puente de la Montaña, Benabarre, Grausy Castejón de Sos, llegaron al atardecerdel día 8 al pueblo de Sahún, enBenasque, un valle previo al de Bielsarodeado por una corona de picosnevados de dos y tres mil metros dealtitud. Aquella noche, después de quelos soldados comieran, se municionaran

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y se tumbaran a dormir unas horas, elteniente coronel Lombana reunió en unacasa del pueblo a sus oficiales. ManuelMena asistió al cónclave. De lo que allíse dijo debió de concluir que la batalladel día siguiente sería desigual, pero noque sería incruenta: los franquistashabían reunido a más de catorce milcombatientes frente a siete milrepublicanos peor armados que ellos,desprovistos de aviación y casi demuniciones adecuadas para su artillería;las únicas bazas con que contaban losdefensores eran la altitud de su moral, la

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fortaleza de su disciplina, suconocimiento del terreno y su habilidadpara aprovecharlo, así como lasdefensas que habían levantado duranteaquel asedio de meses en las alturasnaturales que los protegían. No hay dudade que Manuel Mena escuchó también,de labios de Lombana, el plan deoperaciones para el día siguiente; erasencillo: en lo esencial, consistía enatacar el puerto de Sahún, donde losrepublicanos habían armado una sólidalínea defensiva, ocupada por un batallónde la 102.ª Brigada Mixta, al mismo

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tiempo que la Agrupación Moriones,perteneciente a la 3.ª de Navarra,atacaba por su izquierda el puerto deBarbaruens, en la sierra de Cotiella.

La batalla se desencadenó alamanecer. En ese momento los cañonesde la Agrupación Lombana iniciaron elbombardeo de las posiciones enemigascon el apoyo de los Junkers 52 y losHeinkel-45 y Heinkel-51 de la BrigadaHispana, mientras los soldadosemprendían la escalada hacia el puertode Sahún, con el Primer Tabor deTiradores de Ifni en vanguardia. Al

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principio, a la luz raquítica del alba,subieron por un sendero que cortaba unasuave ladera sembrada de robles, peroal cabo de dos horas o dos horas ymedia de ascensión, con el sol ya bienalto, el sendero se había transformadoen un camino de cabras, los robles enpinos y la suave ladera en un barrancocasi vertical y más tarde en una praderapedregosa, nevada y desprotegida. Fueal llegar a ella cuando empezaron arecibir disparos desde los primerosnidos de ametralladoras y cuandotuvieron que afrontar el combate. Éste se

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prolongó durante varias horas sin pausa,a lo largo de las cuales consiguierontener varias veces las trincherasrepublicanas a distancia de asalto yvarias veces fueron rechazados a susposiciones de partida mientrasreclamaban que la artillería y laaviación intervinieran de nuevo paraablandar las defensas enemigas. Por fin,a primera hora de la tarde losrepublicanos no pudieron soportar pormás tiempo aquel martirio y losfranquistas tomaron sus posicionesrecién abandonadas, haciendo apenas

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unos pocos prisioneros. Sobrevivenalgunos testimonios orales y escritos delfin de aquella escabechina, de modo queno es necesario recurrir a fantaseos deliterato para imaginar qué es lo que vioManuel Mena: en algún testimonio seentrevén los últimos jirones de humodisolviéndose en el aire cristalino de lacima del Sahún y las armas y pertrechosabandonados por el pánico entre lasrotas alambradas; en otro se atisbancadáveres jovencísimos tendidos sobrela nieve sucia y revuelta; en otro sevislumbra el sol helado de junio en el

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inmenso cielo sin nubes. De todos sedesprende una misma certeza, y es que,tanto para los atacantes como para losdefensores, la derrota republicana enaquel punto inicial de la acometidafranquista auguraba el fin inmediato dela bolsa de Bielsa.

El augurio se cumplió. A la mañanasiguiente el Primer Tabor de Tiradoresde Ifni y la Agrupación Lombana alcompleto bajaron por un despeñaderonevado el puerto de Sahún y marcharonhacia la cuenca del río Cinqueta, en elvalle de Gistaín; allí se unieron a la

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Agrupación Moriones, que llegabadesde el puerto de Barbaruens, y durantelos dos días posteriores ambosdestacamentos limpiaron de soldadosrepublicanos las alturas del valle yconquistaron, tras duros combates dondesufrieron casi cien bajas, los pueblos dePlan, San Juan de Plan y Gistaín. Lasdos agrupaciones volvieron a separarseel día 13: la Moriones se dirigió hacialas alturas que dominan el pueblo deBielsa por el sur, cruzando la sierra deCubilfredo, para intentar sorprender alos defensores por el flanco, mientras la

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Lombana siguió el curso del ríoCinqueta hacia la izquierda del vallehasta que, después de varias horas demarcha entre grandes farallones depiedra desnuda durante las cuales fuehostigada de continuo por fuerzasrepublicanas en retirada, llegó al crucede carreteras de Salinas, donde se juntanel Cinqueta y el Cinca. Hicieron nocheallí, en la boca del valle de Bielsa, aapenas diez kilómetros del pueblo, ydurante la mañana y la tarde siguientescontinuaron avanzando, ahora junto a lacuenca del Cinca, siempre con el Primer

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Tabor de Tiradores de Ifni a la cabeza,siempre tomando las máximasprecauciones para no ser sorprendidospor los soldados de la 43.ª División quese habían quedado cubriendo la retiradade sus compañeros. Hacia el crepúsculolas primeras vanguardias avistaron lascasas de Bielsa, y las tropas recibieronla orden de detenerse y acampar aescasos kilómetros del pueblo, a laorilla del Cinca.

Aquella noche hubo preparativos devíspera de gran batalla. La batalla, sinembargo, no tuvo lugar, o lo que tuvo

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lugar no puede en rigor llamarse batalla.Es verdad que al amanecer losfranquistas combatieron a brazo partidopor el control de los puentes de entradaal pueblo con los republicanos de dosbatallones de la 130.ª Brigada Mixta yuno de la 102.ª, que habían sidoencargados de su defensa; pero tambiénes verdad que ahí acabó todo: vista laresistencia de los defensores, a las docede la mañana los Heinkel-45 y Heinkel-51 hicieron su aparición en el cielo deBielsa y empezaron a derramar undiluvio de bombas sobre el pueblo, lo

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que provocó un incendio colosal queiluminó durante toda la noche el valle ylas montañas que lo rodean mientras ElEsquinazau daba la orden final deretirada y los republicanos huían desdeel pueblo de Parzán hacia Francia,alumbrados por el resplandor gigantescode las llamas. Me consta que el últimosoldado republicano cruzó la fronterafrancesa a las cuatro de la mañana deldía 16, pero no sé hasta qué hora ardióBielsa. Me consta que Manuel Menaperdió en aquellos días a doscompañeros y quizá amigos más o

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menos cercanos, dos alféreces como él—Centurión se llamaba uno; el otro,García de Vitoria—, pero no sé simurieron en la conquista del puerto deSahún, en los combates del valle deGistaín o de Bielsa o en cualquiera delas escaramuzas en que se vio envueltoel Primer Tabor de Tiradores de Ifni;tampoco sé si lloró sus muertes, o si yaestaba tan acostumbrado a la muerte queno las lloró. Me consta que ManuelMena entró en el pueblo de Bielsa conel Primer Tabor de Tiradores de Ifni,pero no sé cuándo exactamente lo hizo.

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También me consta que en realidad loque vio, con sus ojos de adolescenteenvejecido por el hábito de ladestrucción y la cercanía de la muerte,no fue el pueblo de Bielsa sino uncementerio de edificios carbonizadosdonde no quedaba ni rastro de vida. Unaleyenda contumaz sostiene que tras latoma de Bielsa flotó durante años en elaire transparente del valle un olor aquemado que ni siquiera las bárbarasnevadas de la posguerra conseguíandisipar. Me consta, sin embargo, que noes una leyenda, que es un hecho. Sólo

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que aquel olor no era un olor aquemado. Era un olor a victoria.

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13

A la mañana siguiente me levanté a lasdiez y media, con el cuerpo estragadopor la falta de sueño y la mente aturdidapor la confusión que me había producidola lectura de los documentos de ManoloAmarilla. Pero tenía una cita a las doceen casa de mi tía Puri y mi tíoAlejandro, así que una hora después

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salía rumbo a Cáceres con mi mujer, mimadre, mi hijo y mi sobrino Néstor. Enlos últimos tiempos, desde que meenteré de la relación que de niño habíamantenido mi tío Alejandro con ManuelMena, había hablado varias veces porteléfono con él; siempre me contaba máso menos las mismas cosas, como si susrecuerdos de Manuel Mena estuviesenfosilizados o como si no contase lo querecordaba sino lo que otras veces habíacontado. A pesar de ello tenía muchointerés en hablar con él, porquealbergaba la esperanza de que el diálogo

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cara a cara entre nosotros y el cotejo desus recuerdos con los de mi madredeparasen alguna sorpresa.

La esperanza no resultó infundada. Mitía Puri y mi tío Alejandro vivían en lasafueras de Cáceres, en una calle tanreciente que no figuraba en el navegadordel coche, de manera que nos costó mástrabajo del previsto localizar su casa.Cuando por fin lo conseguimos, mi hijoy mi sobrino Néstor ayudaron a mimadre a bajar del coche y luegoanunciaron que iban a dar una vuelta porla ciudad hasta las dos, hora en que

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pasarían a recogernos para volver aTrujillo. Dieron sendos besos dedespedida a su abuela y, mientras mihijo le acomodaba el pelo y la ropa,desordenados por el viaje, mi sobrinoNéstor le dijo:

—¡Pórtate bien, Blanquita!Fue mi tía quien nos abrió la puerta.

Era una viejecita frágil, minúscula ysonriente, vestida con una bata casera yun par de coquetos pendientes de plata;tras ella, expectante, casi solemne,aguardaba mi tío. Hubo exclamaciones,saludos, besos y abrazos, y al final nos

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hicieron pasar a una estancia amuebladacon el barroquismo inconfundible de loscomedores de Ibahernando e inundadapor el sol quemante del mediodía queentraba desde una ventana abierta a undescampado, donde unos niños jugabanal fútbol sobre una extensión de pastoamarillo. Nos sentamos en un sofá y tressillones cubiertos de mantas, y mi tíanos sirvió café y agua. Como mi madre,mis tíos exhibían en su cuerpo lasgrietas de sus más de ochenta años;sobre todo mi tío, un hombre escuálido,disminuido y de salud precaria, que

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hablaba con una voz escasa y mirabacon ansiedad desde sus ojos cercadospor grandes ojeras. Los tres ilustraban latípica endogamia de las buenas familiasdel pueblo: mi madre era prima hermanade ambos; mi tía y mi tío, primossegundos entre sí. Hacía años que no seveían, y durante un rato los escuchéhablar de sus cosas, hasta que sentí convergüenza la misma vergüenza que habíasentido tantas veces de adolescente enpresencia de mi familia, la vergüenza deque en el pueblo fuesen o se creyesenpatricios, pero lejos del pueblo no

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fuesen nada: pobres bien educados,ínfimos nobles sin título tratando desobrevivir con dignidad a su destierro;luego pensé que en realidad no meavergonzaba de ellos sino de mí mismo,por haberme avergonzado de ellos.

Por fin reclamé su atención con unosgolpes de cucharita en mi taza de café.Se callaron, les recordé que noshabíamos reunido para hablar de ManuelMena, les pedí permiso para que mimujer grabara en vídeo nuestraconversación y a partir de aquelmomento intenté orquestar un diálogo

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sobre Manuel Mena o sobre susrecuerdos de Manuel Mena. No fuedifícil. Durante más de un par de horashablaron, se interrumpieron y matizarono puntualizaron sus afirmaciones, demanera que yo no tenía más que espolearsu memoria cuando desfallecía,corregirla cuando los engañaba o traerlade vuelta a Manuel Mena cuando seperdían en su laberinto. Consciente deque el protagonista de la reunión era él,quien más habló fue mi tío. Parecíadeseoso de satisfacer mi curiosidad, ydurante un buen rato repitió cosas que ya

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le había oído contar por teléfono, o quele había oído contar a mi madre, yretrató a Manuel Mena como unmuchacho tranquilo, discreto y sinarrogancia, sin enemigos pero tambiénsin amigos. «Salvo don Eladio Viñuela»,aclaró, y aquí se entretuvo en ponderaral médico que había educado al pueblo.Mi madre y mi tía se sumaron al elogio,y los tres intercambiaron anécdotas desu paso por la academia de don Eladio ydoña Marina. Cuando perdieron el hilose lo devolví. Tímidamente intervinoentonces mi tía, que no tenía ningún

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parentesco con Manuel Mena y que,antes de que empezáramos a hablar,había querido advertirme de que no lohabía conocido; dijo:

—Yo con quien siempre oí que habíatenido mucha amistad vuestro tío fue conel hermano del cura.

—Es verdad —se apresuró aconfirmar mi tío—. Mucha.

—Ya lo creo —dijo mi madre. Comosiempre que se encontraba con susprimos, su sordera creciente parecíadisminuir hasta la irrelevancia, y ellarejuvenecía a ojos vistas; hacía rato que

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se daba aire con un abanico de encajenegro, pero de repente lo cerróenérgicamente y me señaló con él—. Yate he hablado muchas veces del hermanodel cura. —Al instante recordé lahistoria, o la leyenda—. Tomás, sellamaba. Tomás Álvarez. Mi tío y éltenían la misma edad. No era delpueblo.

—No —dijo mi tío—. Era de unpueblo de Badajoz.

Entre todos intentaron en vanorecordar el nombre del pueblo. Mimadre continuó:

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—Tomás pasaba largas temporadas enIbahernando, con su hermano. Entoncesfue cuando mi tío y él se conocieron. Alestallar la guerra se vino a vivir alpueblo, y mi tío Manolo se empeñó enque lo acompañase al frente; pero elpobre tendría miedo, o lo que fuese, y sequedó en casa. Luego mi tío murió yentonces sí, Tomás se marchó a laguerra. Decía que iba a sustituir a suamigo. —Se volvió hacia mi tío y mi tíay dijo con una mezcla resignada deironía y de tristeza—: Esas cosas dechavales, tú verás… —Me miró de

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nuevo y concluyó—: El caso es que lomataron al cabo de un par de meses.

Recordando de golpe, pregunté porMaría Ruiz.

—¿Quién? —contestó mi tío.—María Ruiz —repitió mi madre,

entrecerrando sin convicción suspárpados al tiempo que desplegaba otravez el abanico y se daba aire con él—.La acompañante de tío Manolo. Esodecía la gente.

—Eso me dijeron ayer en el pueblotía Francisca Alonso y doña MaríaArias —les informé.

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Mi tía Puri se encogió de hombros.—Es lo que decían —asintió.—No sé nada de eso —dijo mi tío

Alejandro, con aire escéptico—. Es laprimera vez que lo oigo.

A continuación explicó, igual quehacía cada vez que hablábamos porteléfono, que él siempre recordaba a sutío leyendo y estudiando. Aún no habíaacabado de explicarlo cuando fueinterrumpido por un ataque de tos.Solícita, mi tía le sirvió un vaso de aguay, al calmarse un poco la convulsión, sumarido se lo bebió de tres sorbos

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seguidos mientras yo recordaba que dejoven había superado una tuberculosis yque desde hacía tiempo padecíaproblemas de corazón; me fijé en susmanos: estaban llenas de manchas, y letemblaban un poco. Devolviendo el vasovacío a la mesa, mi tío preguntó de quéestábamos hablando; su mujer se lorecordó y yo le pregunté si recordaba eltítulo de alguno de los libros que leíaManuel Mena.

—No —respondió mi tío—. Lo únicoque recuerdo es que teníamos en lahabitación los nueve volúmenes de la

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Enciclopedia Espasa. Y que siempreestaba consultándolos.

Más o menos en este punto empecé apreguntarles por los años de laRepública y la guerra y empezaron acontarme cosas que, con pocasvariantes, yo ya le había oído contar ami madre. Le pregunté a mi tío si,cuando Manuel Mena volvía aIbahernando de permiso, hablaba de laguerra. Me dijo que no. «Nunca»,añadió. Les pregunté a los tres sirecordaban en cuántas ocasiones habíavuelto Manuel Mena del frente. Me

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contestaron que no lo recordaban.Entonces, como tratando decompensarme por su flaca memoria, mitío mencionó dos hechos que yodesconocía: el primero es que, cuandomurió, Manuel Mena estaba a punto deascender a teniente por méritos deguerra; el segundo es que había recibidocinco heridas en combate.

—Yo sólo tengo documentadas tres —dije—. Una en Teruel y dos en el Ebro.

—Pues fueron cinco —insistió mi tío—. A lo mejor por alguna no pidió labaja, pero eso es como yo te lo digo.

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—¿Estás seguro?—Completamente. Lo contó su

asistente cuando vino al pueblo despuésde morir mi tío.

—¿También contó el asistente lo delascenso?

—Creo que sí.Mi madre tomó en este punto la

palabra para desgranar sus recuerdosdel asistente, muchos de ellos prestadospor su abuela o por sus tías, todos o casitodos conocidos para mí. Aquel día medi cuenta, sin embargo, de que elasistente de Manuel Mena no era sólo un

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personaje legendario para mi madre;también lo era para mis tíos, que comoella guardaban recuerdos imborrablesde su paso por el pueblo: mi tía porejemplo contó que, como era musulmán,mataba con sus propias manos todos losanimales que se comía; mi tío, que senegaba a entregarle a la madre deManuel Mena las cartas que llegaban anombre del alférez: tenía queentregárselas a él, personalmente.

—Pero ése fue el primer asistente —puntualizó a renglón seguido mi tío—.Luego hubo otro. Uno que no era moro.

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Un hombre de Segovia que estuvo en elpueblo después de la muerte de tíoManolo.

Mi tío Alejandro refirió que elsegundo asistente había acompañado aManuel Mena en sus últimos momentosde vida, que había viajado con sucadáver a Ibahernando y había asistido asu entierro. Hablamos del entierro deManuel Mena, de la llegada del cadáverde Manuel Mena al pueblo, de laspalabas exactas que su madre pronuncióante el cadáver de Manuel Mena y de laspalabras exactas que le dijo Manuel

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Mena a su madre en vísperas de partirhacia el frente. Luego les pedí a los tresque me contaran cómo habían recibidola noticia de su muerte. Para misorpresa, ni mi madre ni mi tíarecordaban nada; mi tío Alejandro, encambio, lo recordaba todo.

—Aquel día comíamos en casa de mispadres, en la Plaza —empezó a contar,mirándome con las manos muertas sobrela manta que cubría el sofá, la cabezarecostada contra su respaldo—.Estábamos mi madre, mi padre, mi tíaFelisa y mi tío Andrés, que acababa de

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llegar del frente. Creo que no habíanadie más… No, no había nadie más.Total, que cuando terminamos de comermi tía Felisa y yo nos fuimos juntos acasa de abuela Carolina, y al llegar laencontramos vacía. Eso nos parecióraro. Entonces alguien, no sé quién, nosdijo que todos estaban en casa de mi tíoJuan. —Sin levantar la cabeza delrespaldo del sofá, la giró hasta mirar ami madre, aclaró—: En casa de tupadre, vamos. —Volvió a mirarme—: Yallí que nos fuimos.

La casa estaba abarrotada de gente,

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siguió contando mi tío, pero nada másentrar supieron que algo terrible habíapasado, porque en el interior laatmósfera era tétrica y todos intentabanconsolar a su abuela Carolina, que teníacara de muerta. No recordaba quién lesdio la noticia, si es que alguien se ladio, ni que nadie les dijera que habíallegado con un telegrama. Lo que sírecordaba es que, muy nervioso, lepreguntó a su tía Felisa si debía ir acontarles lo que había pasado a suspadres y su tío Andrés, y que su tía ledijo que sí. Y recordaba que a

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continuación atravesó el pueblocorriendo a todo lo que sus piernasdaban de sí, y que abrió como unvendaval la puerta de su casa con ungrito sin aliento que hizo saltar a suspadres y a su tío Andrés de las sillasdonde todavía prolongaban lasobremesa:

—¡Han matado a tío Manolo!Más que narrar esa escena, mi tío la

interpretó, incorporándose de golpe enel sofá e imitando su grito infantil deochenta años atrás mientras su bocasumida se abría de par en par y sus

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manos resucitaban unos segundos pararemedar el dramatismo del momento;luego, bruscamente, volvió a la posiciónanterior y continuó su relato. Al otro día,recordó mi tío, partió hacia Zaragozauna expedición familiar en busca delcadáver de Manuel Mena. Y tambiénrecordó otra cosa: que poco antes de lapartida de los expedicionarios llegó untelegrama anunciando que Manuel Menasólo estaba herido. Tuve que componeruna cara de incredulidad para que mi tíodespejara el equívoco.

—Era un error —dijo—. Lo que

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había pasado es que ese segundotelegrama había salido antes que elprimero, pero llegó después.

Mi tío contó que la expedición enbusca del cadáver de Manuel Menavolvió acompañada por su segundoasistente, que permaneció en el pueblounos días, en casa de su abuelaCarolina. Fue aquel hombre quien lesexplicó cómo había muerto ManuelMena. Mi tío reprodujo con detalle surelato y, cuando mencionaba de paso quela bala que mató a Manuel Mena le

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había pegado en la cadera, le corregí: ledije que le había pegado en el vientre.

—Eso decía el asistente —afirmó mitío—. Pero no era verdad.

—Es lo que dice el parte médico desu muerte —le expliqué.

—Ya me lo imagino —dijo mi tío—.Pero tú hazme caso: donde le pegó labala fue en la cadera.

Le pregunté cómo estaba tan segurode eso y me contó la siguiente historia.Muchos años después de que ManuelMena fuera enterrado en el cementerioviejo, casi a la entrada del pueblo, se

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construyó un nuevo cementerio un pocomás allá de la laguna, y hubo quetrasladar de un lugar al otro los restosde los muertos. La operación erasencilla pero laboriosa —había queabrir las tumbas, sacar los despojos,meterlos en sacos, llevarlos al otrocementerio y volver a enterrarlos allí—y, cuando les llegó el turno del trasladoa los restos de sus familiares, mi tíoquiso presenciarlo. Así descubrió que loque quedaba de sus antepasados estabametido en un sarcófago de hierro ycemento; la mayor parte era poco más

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que polvo, pero algunos huesos deManuel Mena se encontraban en muybuenas condiciones, entre ellos los de lacadera, y decidió llevárselos a casapara estudiarlos. O más bien para quelos estudiase el marido de su hijaCarmen, que era traumatólogo y que,después de limpiar y examinar losrestos, llegó a la conclusión de que labala que mató a Manuel Mena le entrópor el costado, le perforó la cadera y sealojó en su vientre.

—Eso es así —sentenció mi tío—.Digan lo que digan los documentos.

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El teléfono de mi mujer habíaempezado a sonar antes de que acabarasu relato mi tío y, mientras ellacontestaba, mi tía salió del comedor ymi tío y mi madre se pusieron a hablarentre sí. Un poco confuso por laestampida, pensé que, por mucho quehubiese averiguado sobre la historia deManuel Mena, no era sólo mucho más loque ignoraba que lo que sabía, sino quelo sería siempre, como si fuese tandifícil atrapar el pasado como atrapar elagua en las manos; me pregunté si no eraeso lo que ocurría siempre o casi

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siempre, si el pasado no es en el fondouna región escurridiza e inaccesible, yme dije que ésa era otra buena razónpara no tratar de contar la historiaverdadera de Manuel Mena.

Mi tía regresó al comedor con unabandeja cargada de un plato de patatasfritas, otro de aceitunas y otro de tacosde jamón, y preguntó qué queríamosbeber. Consulté el reloj: eran más de lasdos. Colgando el teléfono, mi mujeranunció que mi hijo y mi sobrino Néstorestaban esperándonos en la calle.Comprendí que la entrevista había

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terminado e intenté explicarles a mistíos que teníamos que marcharnos. Fueimposible; no menos imposible fueconvencer a mi hijo y mi sobrino Néstorde que subieran a compartir connosotros la hospitalidad de mis tíos.Bloqueados entre dos intransigencias,optamos por hacer esperar en el coche ami hijo y mi sobrino Néstor y tomar unaperitivo rápido. Mi tía nos ofreció lasegunda cerveza cuando volvió a sonarel teléfono de mi mujer. Eran otra vez mihijo y mi sobrino.

—Ahora sí —dije—. Tenemos que

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marcharnos.Me levanté, mi madre y mi mujer se

levantaron también, y aún estabadespidiéndome de mi tía cuando,incorporándose de nuevo en el sofá, mitío me agarró del brazo con una fuerzainsospechada.

—Espera un momento, Javi —merogó—. Tengo que contarte una cosa demi tío Manolo. —Las palabras de mi tíoAlejandro frenaron en seco ladespedida, o quizá fue el dramatismocon que las pronunció—. Es sobre laguerra —aclaró—. La dijo él, acabo de

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acordarme. Seguro que nadie te lo hacontado.

Un silencio anómalo se apoderó delcomedor. Mi tío Alejandro me mirabacon las pupilas dilatadas por lacuriosidad, como intrigado por supropio recuerdo; mientras lo hacía, dosintuiciones contradictorias cruzaron mimente. La primera es que mi tíointentaba sobornarme, que sus palabraseran una argucia para retenernos con elcebo de una historia nimia o inventada,una añagaza para aliviar unos minutosmás su soledad y prolongar el agrado de

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la conversación y la compañía. Lasegunda intuición es que mi tío tenía unenorme interés en que yo contase porescrito la historia de Manuel Mena,quizá porque para él Manuel Menatambién era Aquiles, y porque, a lamanera de la gente humilde, sentía quelas historias sólo existen del todocuando alguien las escribe. No sé si lasegunda intuición estaba equivocada; sinla menor duda lo estaba la primera.

—Me habías dicho que nunca le oístehablar de la guerra —le recordé.

—Y es verdad —reconoció. Acababa

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de ponerse de pie con ayuda de mi tía yme miraba de frente, a escasoscentímetros de mi cara; de golpe noparecía tan viejo ni tan escuálido ni tandisminuido; había cambiado lacuriosidad por la exaltación, y hasta suvoz sonaba más sólida—. Lo que te voya contar no se lo oí decir a él, pero fueél el que lo dijo. Eso me contaron, yestoy seguro de que es verdad.

Mi tío, en efecto, no habíapresenciado la escena. No recordabaquién se la contó; tampoco sabía cuándoocurrió, aunque de su contenido se

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desprende que debió de ocurrir duranteuno de los últimos permisos que ManuelMena pasó en el pueblo. Mi tío sí sabía,en cambio, que había ocurrido en unacomida o una cena familiar, en casa desu abuela Carolina. Tal vez se tratara deuna celebración, quizá de un aparte o uncorrillo que se formó durante unacelebración. Mi tío no podía precisarmás. Según la persona que le habíareferido la anécdota, lo que ocurrió fueque Manuel Mena y su hermano Antoniose habían enzarzado en una discusiónsobre un asunto trivial, y que la

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discusión fue subiendo de tono ycambiando de tema aunque en aparienciael tema fuese el mismo, como en una deesas clásicas disputas familiares en lasque parece que se habla de una cosacuando en realidad se está hablando deotra; hasta que en determinado momentoManuel Mena zanjó la controversia conlas palabras que acababan de aflorar ala memoria asombrada de mi tío. Mira,Antonio, dijo Manuel Mena (o dijo mitío Alejandro que dijo Manuel Mena),esta guerra no es lo que creíamos alprincipio. Manuel Mena dijo que la

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guerra no iba a ser fácil, que no iba aser, fueron las palabras exactas que usómi tío Alejandro, cosa de poco esfuerzoy poco sacrificio. Dijo que iba a serdura y que iba a ser larga. Dijo que enella iba a morir mucha gente. Dijo queya había muerto mucha gente pero quetodavía iba a morir mucha más. Y dijoque él sentía que ya había cumplido.Que estaba seguro de haber cumplido.Consigo mismo, con su familia, contodos. Ya he cumplido, repitió ManuelMena. Se acabó, dijo. Ya he tenidobastante, insistió. Por mí, no volvería al

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frente, remató. Pero también dijo que, apesar de todo, iba a volver. ¿Y sabespor qué?, preguntó. Se lo preguntó a suhermano Antonio, encarado con él, y elsilencio que debió de acoger suinterrogante no pudo ser muy distinto delsilencio que ahora lo acogió, casiochenta años más tarde, en casa de mitío Alejandro, en mi presencia y enpresencia de mi madre, de mi tía y de mimujer. Según mi tío Alejandro, ManuelMena contestó a su propia pregunta; loque dijo fue: «Porque, si no voy yo, elque tiene que ir eres tú».

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—Y llevaba razón, Javi —dijo mi tíoAlejandro—. Por edad, quien debíaestar en el frente no era mi tío Manolosino mi tío Antonio, que era mayor queél. Si no le habían llamado a filas habíasido porque mi abuela ya tenía dos hijosen el ejército, mi tío Manolo y mi tíoAndrés, y por ley no podía tener más.Pero, si mi tío Manolo volvía a casa, aquien le hubiera tocado ir a la guerra eraa mi tío Antonio, aunque tuviera mujer ehijos. Ése era el problema. Lo entiendes,¿no?

En los ojos de mi tío la exaltación se

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había trocado bruscamente en zozobra oen algo parecido a la zozobra. Yo estabatan perplejo como si acabara deexhumar un cofre atestado de oro quellevara casi un siglo enterrado en elocéano. Por un segundo desvié la vistahacia la ventana: bajo el solperpendicular de junio, los niños habíandesaparecido y ya sólo quedaba laamarilla extensión de pasto en eldescampado vacío. Cuando volví amirar a mi tío me di cuenta de que lo quehabía en sus ojos no era zozobra sinoalegría.

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—¿Estás diciendo que Manuel Menaestaba harto de la guerra?

—Exactamente —contestó mi tío—.Harto. —Y añadió—: Si hubiera podidohabría vuelto a casa. Pero estabaatrapado, y no podía.

De golpe comprendí. Lo quecomprendí fue que Manuel Mena nosiempre había sido un joven idealista, unintelectual de provincias deslumbradopor el brillo romántico y totalitario deFalange, y que en algún momento de laguerra había dejado de tener el conceptode la guerra que siempre han tenido los

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jóvenes idealistas y había dejado depensar que era el lugar donde loshombres se encuentran a sí mismos y dansu medida verdadera. Por un momentome dije que Manuel Mena no sólo habíaconocido la noble, bella y antiguaficción de la guerra que pintó Velázquezsino también la moderna y espeluznanterealidad que pintó Goya, y me dije quela condensación calenturienta de su vidafugaz de guerrero le había permitidotransitar en un puñado de meses desde elímpetu exaltado, utópico y letal de sujuventud hasta el desencanto

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clarividente de una madurez prematura.También comprendí que aquellaspalabras descubiertas por azar en lamemoria arruinada de mi tío Alejandrono desmentían al Manuel Mena que yoimaginaba o había reconstruido oinventado a lo largo de los años, sinoque lo completaban, pensando en DavidTrueba comprendí que acababa deasistir al final de un pequeño prodigio,que aquel recuerdo resucitado deManuel Mena, unido a las anotacionesque Manolo Amarilla me había confiadoel día anterior y que yo había descifrado

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de madrugada, era mucho mejor quecualquier grabación de Manuel Menaque hubiera podido encontrar, muchomejor que cualquier película caseradonde Manuel Mena aparecieramoviéndose y hablando y sonriendo,comprendí que aquellas pocas palabrasescritas por Manuel Mena y guardadaspor Manolo Amarilla y que aquelminúsculo pedazo de memoria de mi tíoAlejandro valían mil veces más que milimágenes animadas, tenían un poder deevocación mil veces mayor, y sóloentonces sentí que Manuel Mena dejaba

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de ser para mí una figura borrosa ylejana, tan rígida, fría y abstracta comouna estatua, una fúnebre leyenda defamilia reducida a un retrato confinadoen el silencio polvoriento de un desvánpolvoriento de la desierta casa familiar,el símbolo de todos los errores y lasresponsabilidades y la culpa y lavergüenza y la miseria y la muerte y lasderrotas y el espanto y la suciedad y laslágrimas y el sacrificio y la pasión y eldeshonor de mis antepasados, paraconvertirse en un hombre de carne yhueso, en un simple muchacho

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pundonoroso y desengañado de susideales y en un soldado perdido en unaguerra ajena, que ya no sabía por quéluchaba. Y entonces lo vi.

En la calle nos aguardaban mi hijo ymi sobrino Néstor.

—¿Te has portado bien, Blanquita? —le preguntaron a mi madre.

Durante el viaje de vuelta a Trujilloles conté a los dos la historia de ManuelMena.

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He aquí la mayor batalla de la historiade España. Durante ciento quince díascon sus noches del verano y el otoño de1938, doscientos cincuenta mil hombreslucharon sin cuartel a lo largo y anchode un territorio yermo, inhóspito yagreste que se extiende en la margenderecha del río Ebro a su paso por el sur

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de Cataluña: una comarca llamada laTerra Alta, apenas poblada por colinasrocosas, profundos barrancos,despeñaderos pelados, pueblos delabradores y plantaciones de cereal,viñas, almendros, olivos, pinoscarrascos y árboles frutales, que aquelverano registró temperaturas de casisesenta grados centígrados al sol y quecasi ochenta años después todavía no seha recuperado de la furiosa tormenta defuego que se abatió sobre ella. Allí sedecidió la guerra. Allí, en varios de losepisodios más determinantes de la

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contienda, volvió a combatir ManuelMena.

Fue una batalla totalmente absurda;también totalmente innecesaria. Alprincipio no aparentó serlo, o no porcompleto, sobre todo del ladorepublicano. Como la ofensiva deTeruel, como tantas otras ofensivas deaquella guerra, la del Ebro tenía para laRepública un objetivo militar y otropropagandístico; en teoría el másimportante era el militar, pero en lapráctica acabó siéndolo elpropagandístico. El objetivo militar

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consistía en cruzar el río Ebro, romperla línea del frente y a continuaciónadentrarse lo más posible hacia el surpor territorio franquista con el fin derestablecer las comunicaciones entreCataluña y el resto de la Españarepublicana, en el mejor de los casos, y,en el peor, con el de aliviar la crecientepresión que el ejército rebelde ejercíasobre Valencia (y por tanto sobreMadrid, puesto que Valencia era laprincipal fuente de suministros de lacapital). El objetivo propagandísticoconsistía en dar un golpe de efecto que

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atrajese el interés del mundo sobreEspaña y crease la ilusión universal deque, a pesar del apoyo masivo de Hitlery Mussolini a Franco, de la pasividad delas democracias occidentales anteaquella embestida fascista, de lamagnitud de los propios desaciertos y dedos años de derrotas, la República aúnpodía ganar la guerra, o al menos podíaseguir resistiendo; ése era el propósitoúltimo del presidente del Gobierno, JuanNegrín, al desencadenar el ataque en elEbro: provocar una intervenciónexterior que obligase a Franco a pactar

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la paz o, en su defecto, ganar tiempohasta que la guerra europea anunciadauniese la causa de la democraciaespañola a la de las democraciasoccidentales. El primer propósito erairreal, porque Franco no admitía unavictoria que no fuese sin condiciones; elsegundo no tanto, o no siempre lopareció en aquel verano en que elinsaciable expansionismo naziamenazaba con acabar conChecoslovaquia y con la miopía pactistay pusilánime de las potencias europeas.

Así que el 25 de julio, después de

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minuciosas semanas de preparativosdurante las cuales la República armó suúltimo gran ejército con cien milhombres además de los restos de suartillería, de gran parte de su aviación yde numerosos carros de combate, seisdivisiones republicanas al mando delteniente coronel Modesto cruzaron pordoce puntos distintos el Ebro. En aquelmomento el Primer Tabor de Tiradoresde Ifni se hallaba acampado no lejos delrío, en los olivares de la falda delMontsià, entre Ulldecona y Alcanar.Junto con la 13.ª División entera, había

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sido trasladado desde Lérida dossemanas atrás ante los rumores deactividad al otro lado del Ebro, y desdeentonces permanecía en reserva de la105.ª División, que guardaba la línea delfrente en los alrededores de Amposta.Por entonces, a sus diecinueve años,Manuel Mena era ya un veterano deguerra. Tenía un nuevo asistente, del quesólo sabemos que era natural de Segoviay que el Manuel Mena que conoció separecía poco al Manuel Mena queconocían en Ibahernando: según élmismo contaría semanas más tarde en el

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pueblo, aquel Manuel Mena era (o lepareció) un hombre humilde,melancólico, solitario y replegado en símismo, en el que no quedaba ni rastrodel entusiasmo de los primeros días deguerra; a pesar de ello, el asistentetambién lo describía como una de esaspersonas que siempre se hacenresponsables de lo que ocurre a sualrededor, como un oficial con el quesus mandos y sus soldados sabían quesiempre se podía contar, que siempreestaba en primera línea, que nunca searrugaba. Había resultado herido en

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combate por fuego hostil en más de unaocasión y, a pesar de que aún no lohabían ascendido al empleo de teniente,el día en que se desató la ofensiva delEbro mandaba la compañía deametralladoras de su Tabor, integradapor seis ametralladoras pesadas, docefusiles ametralladores, seis morteros yuna plana mayor compuesta porasistentes y oficinistas. Aunque el ataquerepublicano se había iniciado a primerahora de la madrugada, no fue hasta elamanecer cuando el Tabor de ManuelMena recibió la noticia de la ofensiva, y

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no fue hasta las once de la mañanacuando dos de sus compañías al mandodel capitán Justo Nájera, entre ellas lade Manuel Mena, partieron en camioneshacia la zona de combate, situada enAmposta, cerca del vértice Mianés,donde los casi cuatro mil hombres de laXIV Brigada Internacional al mando delcomandante Marcel Sagnier habían sidodetenidos, tras cruzar el río, por la 105.ªDivisión y por un canal de riego quediscurría a doscientos metros de laorilla y cuya existencia desconocían losrepublicanos. A aquel lugar llegaron las

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dos compañías del Primer Tabor deTiradores sobre la una del mediodía,después de abandonar los camiones enel kilómetro 112 de la carretera deValencia, de dirigirse a toda prisa alvértice Mianés y de atravesar una zonaabierta, batida tanto por losrepublicanos atrapados entre el río y elcanal como por los que todavíaacechaban más allá del río, a la esperade cruzarlo, entre árboles y cañaverales.

Allí empezó el verdadero combatepara las dos compañías del PrimerTabor de Tiradores de Ifni una vez que

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consiguieron ponerse a resguardo en untalud del canal, en el flanco norte delenemigo. Manuel Mena desplegó la suyatras el talud, y desde aquel lugar susametralladoras y morteros no cesaron entoda la tarde de cubrir los asaltos de losfranquistas ni de repeler loscontraataques de los republicanos con elapoyo de la artillería y la aviación. Unvoluntario francés del Batallón Comunade París, que en ese momento se hallabaal otro lado del canal, frente a ManuelMena, contó del siguiente modo larefriega: «Sobre la arena roja, nuestras

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ametralladoras recalentadas seencasquillan a menudo, pero nuestroshombres encargados de las piezas hacenverdaderos prodigios y sus disparosdetienen al enemigo a diez metros,obligándole a retroceder. Es un combateviolento y mortífero el que afrontamosen este pequeño reducto en el que noshallamos atrincherados. Todos sabemosque será necesario resistir hasta lanoche; antes, no se puede esperar ningúnrefuerzo. Ante nosotros el enemigo, anuestras espaldas el río; la situación espor lo tanto bien clara y trágica». La

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descripción es exactísima: en aquellacabeza de puente convertida en ratonerahubo combates cuerpo a cuerpo ysuicidios de soldados y oficialesdesesperados; por lo demás, losrepublicanos no consiguieron aguantarhasta la noche, los refuerzos no llegarony el Batallón Comuna de París acabóprácticamente aniquilado. A las seis dela tarde, bajo un sol todavía ardiente, unúltimo asalto franquista con bombas demano significó el final de la resistenciarepublicana y arrojó a las aguas del ríoa centenares de brigadistas

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despavoridos, muchos de los cualesperecieron ahogados. No menos de milcadáveres dejaron los republicanos enaquella pequeña playa fluvial duranteunas pocas horas de desembarcofrustrado. Por su parte, los seisvictoriosos batallones franquistascontabilizaron trescientos once muertosy doscientos ochenta y nueve heridos.Entre los heridos se encontraba elcapitán Nájera, que figura en el parte deoperaciones de aquella jornada comooficial distinguido; también aparececomo oficial distinguido en el parte

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Manuel Mena, «por su arrojo yvalentía».

Además de una matanza demencial, elataque de los brigadistas internacionalespor aquel sector del Ebro fue un fracaso,si bien fue el único fracaso importantede la gran ofensiva republicana en el díade su inicio; además, se trataba de unamaniobra diversiva, en cierto modosecundaria: en el fondo su finalidadconsistía en desviar la atenciónfranquista de la maniobra principal, que

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tenía lugar al mismo tiempo y aguasarriba y perseguía la conquista de lacapital de la Terra Alta: Gandesa. Seacomo sea, la ofensiva cosechó tal éxitoen sus primeros días que desató laeuforia entre los alicaídos republicanosy llegó a insuflar en el presidente de laRepública, Manuel Azaña, la convicciónilusoria y efímera de que la suerteinfortunada de la guerra había cambiado.De hecho, durante las veinticuatro horasiniciales los hombres de Modestoconquistaron casi ochocientoskilómetros cuadrados de territorio

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franquista y, después de tomar Corberad’Ebre, se plantaron casi a las puertasde Gandesa. Justo en aquel punto fuerondetenidos por un Tabor de Tiradores deIfni, el Tabor Ifni-Sáhara, y por la 6.ªBandera de la Legión, ambos situados enel Pico de la Muerte, en el Coll delNiño; pero fueron detenidos a duraspenas, poco menos que de milagro, y lasituación de extrema necesidad de losfranquistas obligó a que el mismo día 26la 13.ª División enviara sin pérdida detiempo, en apoyo del agónico esfuerzode contención de esas dos unidades de

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élite, a dos de las compañías del PrimerTabor de Tiradores de Ifni que acababande derrotar a los republicanos en losalrededores de Amposta. Ninguna de lasdos era la compañía de ametralladorasque mandaba Manuel Mena, a la que seordenó permanecer en la zona reciénconquistada con el fin de asegurarla.Para los franquistas, sin embargo, lasituación seguía siendo muy apurada entodo el frente, había que detener comofuese la triunfante avalancha republicanay necesitaban a sus mejores tropas enlos puntos clave del ataque enemigo, así

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que a la mañana siguiente, una vezcontrolada por completo la situación enAmposta, las dos restantes compañíasdel Primer Tabor de Tiradores de Ifni —entre ellas la de Manuel Mena—partieron hacia Gandesa.

Cubrieron el trayecto caminando amarchas forzadas. Para sortear lasincertidumbres del frente dieron unrodeo por Horta y tomaron la carreterade Prat de Compte con la idea de bajarhasta Bot y desde allí irrumpir enGandesa por la retaguardia, pero alllegar a las cercanías de Bot oyeron a lo

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lejos un tableteo de ametralladora y seacercaron a indagar. Antes de adentrarseen el pueblo por el valle del ríoCanaleta, alguien —un campesino, oquizá un guardia civil— les informó delo que estaba ocurriendo: unaavanzadilla republicana procedente dela sierra de Pàndols había conseguidoinfiltrarse hasta la ermita de Sant Josepde Bot a través de los barrancos de laFont Blanca y del río Canaleta, y unoscuantos soldados y guardias civilesfranquistas trataban de ahuyentarlosdisparando desde el pueblo, a sólo unos

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centenares de metros de distancia deellos; el espontáneo informador localtambién conjeturó que no podía tratarsede más de un par de docenas derepublicanos mal armados ypertrechados. En aquel momento, elmando episódico de las dos compañíasde Tiradores recaía en un teniente, y él yManuel Mena pudieron vislumbrar a lolejos, en la cumbre de una leve colinarecortada contra un circo de montañassalpicadas de vegetación, un edificio deparedes albas y tejas marrones rodeadode cipreses: era la ermita ocupada. Los

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dos oficiales apenas necesitarondeliberar para decidir que iban atomarla de inmediato al asalto en vez deseguir su camino hacia Gandesa.

La decisión resultó acertada. LosTiradores se aproximaron al santuariosiguiendo el camino del valle, cruzaronel río y se desplegaron en orden decombate: las ametralladoras y losmorteros de la compañía de ManuelMena se sumaron a la ametralladora quellevaba un rato disparando desde elpueblo, mientras los fusileros de la otracompañía se derramaban como una

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pululante y extraña mancha en ascensopor la falda del cerro. Una leyenda muyextendida afirma que el enfrentamientoque se desarrolló a continuación fueépico, que se dilató durante horas y queprovocó numerosas víctimas; larealidad, sin embargo, es que apenashubo enfrentamiento, porque losTiradores superaban con mucho a losrepublicanos tanto en hombres como enarmamento y porque los republicanoshuyeron en cuanto comprendieron quelos franquistas se disponían a rodearlos;la realidad es que apenas hubo tres

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muertos, los tres republicanos. Quiereesto decir que la escaramuza entrañó unriesgo limitado para Manuel Mena;tampoco tuvo importancia real, aunquesí simbólica: nadie podía en su momentosaberlo, pero aquél fue el punto exactode máxima penetración de la ofensivarepublicana durante la batalla del Ebro.

El episodio de la ermita de SantJosep de Bot concluyó al mediodía.Hacia el anochecer las dos unidades delPrimer Tabor de Tiradores de Ifni quepor la mañana habían tomado elsantuario llegaban a Gandesa, se reunían

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con el resto de la 13.ª División y,agrupadas con la 74.ª bajo el mandoúnico del general Barrón, seincorporaban a la defensa de la capitalde la Terra Alta entrando en línea alnorte de la carretera de Gandesa a Pinellde Brai. Durante las jornadas quesiguieron el Primer Tabor de Tiradoresse batió día y noche en los combates dela defensa de Gandesa. El 1 de agosto,una semana después del inicio de la granofensiva, el frente empezó a apaciguarsey pareció ya claro para todos que losrepublicanos no entrarían en el pueblo;

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conscientes de este fracaso, así comodel hecho de que sus hombres habíanperdido el ímpetu inicial y ya no sebeneficiaban del llamado efectosorpresa, el día 2 los mandosrepublicanos ordenaron detener elataque, adoptar posiciones de defensa yceder la iniciativa al enemigo. Fueentonces cuando, con el frenteestabilizado, con los campos sembradosde cadáveres sin enterrar y el airesaturado de olor a carne podrida, conlas tropas de ambos ejércitos instaladasen una rutina diaria de feroces ataques

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de sol a sol a temperaturas delirantes yferoces contraataques nocturnos aciegas, la batalla cambió de signo; fueentonces cuando perdió por completo suprecario sentido inicial, sobre todo paralos franquistas. Nadie lo explicó mejorque Manuel Tagüeña, un físicocomunista de veinticinco años que poraquellas fechas mandaba el XV Cuerpodel Ejército republicano con el gradoincreíble de teniente coronel. Tagüeñarazona en sus memorias que, una vezcruzado el Ebro y conquistada una franjaimportante de terreno en la orilla

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opuesta del río, los republicanos estabanatados de pies y manos a sus posiciones,y lo más sensato y sencillo para losfranquistas hubiera sido abandonarlosallí, acorralados contra el río, y lanzarsehacia Barcelona sin dejar depresionarlos para impedirles moverse yechar mano de sus reservas. «El caminopara la ocupación de Cataluña estabalibre —concluye Tagüeña—, y elejército del Ebro, si no se replegabarápidamente, hubiera terminado cercadoy cautivo.» No fue así. La razón es queFranco era víctima de una concepción

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arcaica, criminal, incompetente,obcecada y patológica del arte de laguerra, que muchas veces ni sus propiosgenerales y aliados entendían: segúnhabían comprobado aquel mismo año enTeruel, esa concepción le obligaba apelear donde el enemigo le proponía lapelea y a no ceder un palmo de terrenosin desvivirse por recobrarlo; perosobre todo le obligaba a no darse porsatisfecho con vencer al enemigo:necesitaba exterminarlo. Esto explicaque a partir de aquel momento iniciaseen el Ebro una agotadora batalla de

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desgaste («un choque de carneros»,según lo describió años después ungeneral franquista) en un terreno sinningún valor estratégico y a un precioexorbitante: sacrificar en vano adivisiones enteras arrojándolas durantelas semanas siguientes, en el curso deuna serie de seis disparatadascontraofensivas, contra un enemigoinferior en número y medios peroresuelto a vender muy cara su piel,mucho más hábil en el combatedefensivo que en el ofensivo y

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férreamente atrincherado en las mejoresalturas de la comarca.

El resultado sólo puede describirsecomo una carnicería indescriptible. Talvez nunca conozcamos el número exactode víctimas que provocaron aquellassemanas apocalípticas. Muchos,empezando por los propioscombatientes, han exagerado las cifras.No es necesario exagerar; la verdad yaes por sí misma exagerada. No hubo,desde el principio hasta el final de labatalla, menos de ciento diez mil bajas:sesenta mil republicanas y cincuenta mil

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franquistas; no hubo menos deveinticinco mil muertos: quince milrepublicanos y diez mil franquistas.Entre esas veinticinco mil víctimas —una gota minúscula en un mar inmensode muertos, muchos de ellos anónimos—figura Manuel Mena.

El 1 de agosto, después de una semanade combates durante la cual los hombresdel Primer Tabor de Tiradores de Ifni noconocieron un minuto de tregua, launidad de Manuel Mena fue relevada de

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la primera línea del frente de Gandesa;pero al cabo de unos días de reposo enel desahogo vigilante de la reservavolvió a la carga. A mediados delmismo mes participa con la 13.ªDivisión al completo en la terceracontraofensiva franquista mediante unataque demostrativo que les permiteavanzar sobre Corbera d’Ebre mientrasla 74.ª División rompe el frente más alnorte, antes de Vilalba dels Arcs. Losprimeros días de septiembre, durante lacuarta contraofensiva, vuelven a serfrenéticos. El 3 toman al asalto las

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posiciones defendidas por la 27.ªDivisión republicana de Usatorre yocupan las cotas 349 y 355, esta últimadespués de cuatro horas de preparaciónartillera. El 4 continúan su avance alnorte y al este del Tossal de la Ponsa. El5 rechazan varios contraataquesrepublicanos procedentes de la cota357, cercana a Corbera. El 6 enlazan, enla cota 362, con la 4.ª División deNavarra. El 7 se endurece la resistenciaa su avance, y el 8 los republicanoslogran frenar por fin la ofensiva. Ese día(o el anterior) hieren a Manuel Mena. Es

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probable que sea la cuarta herida querecibe en combate, aunque, de todas lasque recibió, hasta ese momento sólotengamos documentadas dos; apenassabemos nada de ella: ni dóndeexactamente la recibió, ni en qué exactascircunstancias, ni de qué clase de heridase trata. Sólo sabemos que al otro díaManuel Mena ingresa en el hospitalmilitar de Costa, en Zaragoza. Tambiénsabemos que su herida no puede sergrave, porque, a más tardar, nueve díasdespués vuelve a encontrarse en primera

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línea de combate, al mando de sucompañía.

Ya es 18 de septiembre y faltan sólocuarenta y ocho horas para que ManuelMena resulte herido por última vez. Esamañana la 13.ª División, que desde hacecasi una semana lleva el peso de laquinta contraofensiva franquista, recibela orden de romper el frente republicanoy tomar las cotas 484, 426 y 496 paraestablecer en ellas una línea de defensa.Los hombres de Barrón inician elavance, pero una y otra vez se estrellancontra una resistencia fiera, hasta que el

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mando ordena al Primer Tabor deTiradores y a la 4.ª Bandera de laLegión que busquen una vía depenetración menos batida y máspracticable; tras horas dereconocimiento, la encuentran en elbarranco de Vimenoses o de Bremoñosa.Desde allí, luchando por cada palmo deterreno y desalojando al enemigo decada trinchera a base de bombas demano y combates cuerpo a cuerpo, al díasiguiente se apoderan de la cota 426 yde la 460 y al atardecer llegan al pie dela 496, conocida como el Cucut.

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Ahí es donde le aguarda a ManuelMena la muerte. Se trata de una posicióndecisiva, un punto estratégicofundamental de una línea de cerrosseparados por los barrancos de Vilaverti Els Massos. Por eso está siendobombardeada por la artillería y laaviación desde el día anterior. Y por esoha sido fortificada a conciencia durantesemanas por la 12.ª Brigada Garibaldi,la unidad de la 45.ª División que ladefiende (quizá junto con hombres de la14.ª Brigada Marsellesa): a base de lapiedra seca que abunda en su suelo, los

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Brigadistas han construido entre lospinos carrascos de su pendiente,pronunciadísima, cuatro líneas detrincheras sucesivas, de tal manera que,si son expulsados de una de ellas,pueden retroceder y defenderse en laanterior, y luego en la anterior a laanterior, y así hasta la cima; además,para protegerse del fuego de la artilleríay la aviación franquistas han excavadoen la contrapendiente del cerro unsistema de refugios donde se escondenhasta que cesa el suplicio de losbombardeos y pueden regresar de nuevo

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a las trincheras para proseguir elcombate. Todo esto explica que el Cucutsea una cota casi inexpugnable, segúncomprenden tras examinar a concienciael terreno los oficiales de las cuatrocompañías del Primer Tabor deTiradores y la 4.ª Bandera de la Legiónque han recibido el encargo de tomarla.Quien dirige la operación es elcomandante Iniesta Cano, jefe natural delas dos compañías de Legionarios; elmando de las dos compañías deTiradores lo ostenta el capitán JustoNájera, y el de la compañía de

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ametralladoras Manuel Mena. Junto conel resto de oficiales de las unidadeselegidas, son también ellos tres quienescomprenden, después de discutir variasopciones, que la única forma de atacaraquella cota es al asalto y por derecho.

No hubo batalla tan cruenta en labatalla del Ebro. Todo empezó alamanecer. Hacia las seis o seis y mediade la mañana arrancaba la preparaciónartillera más larga y destructora con queel mando franquista castigó una posiciónrepublicana, según escribió añosdespués el mismo Manuel Tagüeña. Los

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Legionarios y los Tiradores habían sidoelegidos para llevar a cabo la misiónporque, aparte de estar habituados aparticipar en operaciones de máximoriesgo, se complementaban, lo queexplica que muchas veces combatiesenjuntos. Así que hacia las nueve y media,cuando la artillería y la aviaciónfranquistas llevaban una hora triturandoa los republicanos después de habercorregido el tiro durante otras dos, sepusieron en marcha. Los Tiradoresempezaron a trepar en cabeza por laescarpadura, gateando con cautela,

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pegados al terreno y abriéndose caminocentímetro a centímetro entre rocaspulverizadas y troncos, ramas y matojoscarbonizados por los bombardeos, através de una nube densísima de polvo yde humo y de un ruido ensordecedor,mientras los Brigadistas los disparabancon todo desde arriba y los Legionarioslos seguían agazapados a su espalda. Elbombardeo sobre la cota no se frenómientras ellos proseguían su ascensión,y en varias ocasiones Tiradores yLegionarios recibieron impactos defuego amigo y tuvieron que pedir por

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radio que los artilleros de su divisiónalargaran o rectificaran el tiro. Nosabemos cuándo exactamente se produjoel asalto a la primera línea de trincherasrepublicanas, pero sin duda lo llevarona cabo los Legionarios, o por lo menoslo iniciaron; era su especialidad:lanzarse a pecho descubierto sobre lasposiciones contrarias desde veinte otreinta metros de distancia para terminarde forma expeditiva con cualquierresistencia. Hacia las once y mediaanunciaron la conquista de la cota. Erasin embargo un anuncio prematuro,

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porque el hecho es que durante las doshoras y media posteriores el combate seprolongó por toda la falda y la cima delCucut, en las sucesivas líneas detrincheras, con una ferocidad de fin delmundo. No fue hasta las dos de la tardecuando por fin consiguieron dominar deltodo la cota, transformada para entoncesen una humeante devastación de polvo,ceniza y cascotes donde ni un solo árbolpermanecía en pie.

Pero la batalla no había tocado a sufin; en realidad, lo peor estaba porllegar. Tiradores y Legionarios lo

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sabían, porque los republicanos habíanacuñado durante las últimas semanas unlema de máximos que intentaban aplicara rajatabla —«Cota perdida, cotarecuperada»—, y estaban seguros de queaquella vez no sería una excepción: alfin y al cabo, resignarse a la derrotaequivalía a abandonar uno de losreductos dominantes de la entera batalladel Ebro. De modo que, en cuanto seadueñaron de la cima del Cucut,Tiradores y Legionarios empezaron areciclar a toda prisa los desechos de lastrincheras republicanas para defenderse

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del previsible contraataque enemigolevantando en la contrapendiente de lacolina parapetos improvisados a base depiedras, ramas y cuanto objeto hallabana su alcance. La realidad confirmó concreces los temores de los franquistas. Elcontragolpe republicano se desencadenóal atardecer; procedía de la cota 450,donde los republicanos habían buscadorefugio tras su derrota provisional.Desde allí empezaron a escalar lacontrapendiente del Cucut gritando,disparando armas automáticas ylanzando granadas, cubiertos por fuego

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de ametralladoras y morteros, en unaapoteosis violenta de rabia ydesesperación que los franquistasrepelieron con una apoteosis violenta derabia y desesperación. Incontableshombres de ambos bandos resultaronmuertos y heridos. Muchos de ellospertenecían a las dos compañías deTiradores de Ifni o a lo que quedaba delas dos compañías de Tiradores de Ifni.Una bomba de mano reventó el vientredel capitán Nájera. Otro compañero deManuel Mena, el alférez Carlos Aymat,también fue herido de gravedad. Por fin

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cayó el propio Manuel Mena, víctima deuna bala que le entró por la cadera, leperforó el hueso y se le quedó atrapadaen el vientre.

Lo que ocurre a continuación esconfuso y nuestro conocimiento de elloimperfecto, porque la memoria estodavía menos fiable que losdocumentos y lo que sabemos de lasúltimas horas de Manuel Mena depende,mucho más que de los documentos, de lamemoria del asistente de Manuel Mena(o, mejor aún, de la memoria que elasistente de Manuel Mena legó a la

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madre y los hermanos de Manuel Mena yque la madre y los hermanos de ManuelMena legaron a los sobrinos de ManuelMena y que los sobrinos de ManuelMena nos han legado a nosotros, tantasdécadas después de ocurridos loshechos). No me preguntaré cuál es lareacción de Manuel Mena al notar queuna bala acaba de alcanzarle. Ni mepreguntaré si, gracias a su múltipleexperiencia de herido en combate porfuego contrario, entiende de inmediatoque esta herida es fatal, o si tarda untiempo en entenderlo, o si no lo entiende

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en absoluto, al menos mientras yaceherido en el Cucut. Ni por supuesto mepreguntaré si siente pánico, si maldice,si intenta estar a la altura y dar la talla ysoportar en silencio el dolorinsoportable de la herida o si,consciente de la gravedad de loocurrido, se derrumba y gime y llama asu madre entre lágrimas y gritos decongoja. Tampoco me preguntaré cuántotiempo permanece ahí, tumbado sobre lacumbre quemada de la colina, sangrandoy retorciéndose, dolorosamenteconsciente de la realidad mientras

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arrecia el estruendo del combate entorno a él. No me lo preguntaré porqueno puedo responder, porque no soy unliterato y no estoy autorizado a fantasear,porque debo atenerme a los hechosseguros, aunque la historia que sedesprenda de ellos sea borrosa einsuficiente. Ésta lo es. Pero también esverdadera. Sea como sea, no puedo irmás allá: a lo sumo puedo aventuraralguna tímida conjetura, alguna hipótesisrazonable. Nada más. El resto esleyenda.

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Su asistente no estaba con Manuel Menacuando Manuel Mena fue herido en elCucut, pero aseguraba que Manuel Menayació en la cima del cerro con una balaen las tripas hasta que los franquistasabortaron el contraataque republicano ysus hombres pudieron bajarle al botiquíndel batallón. Fue allí donde él se leunió. Y fue allí donde los sanitarioscomprendieron la gravedad de la heriday los mandaron a ambos de inmediato aun hospital de campaña. No era elhospital más próximo al Cucut, que se

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hallaba en Batea, sino un hospital de la13.ª División instalado en Bot; quiénsabe: quizá si lo hubieran dirigido aBatea no habría muerto, porque nohabría tardado en llegar hasta allí lastres horas eternas que tardó en recorrer—primero a lomos de un mulo, luego enuna ambulancia— los veintiúnkilómetros que lo separaban de Bot.Llegó al pueblo de noche, desangradopero consciente, y al internarse en éltuvo a la fuerza que ver las callesdesbordadas de ambulancias y deheridos y muertos acostados en camillas

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o tirados por el suelo. Había sido un díanegro: los hospitales de Bot no dabanabasto para atender a las víctimas. AManuel Mena lo ingresaron en uno deellos y le abandonaron en una habitacióncon su asistente; quizá estaban solos,quizá compartían la habitación con otrosheridos. No sabemos cuánto tiempotranscurrió así. En algún momento elasistente, impacientado por la espera ypor la debilidad de Manuel Mena, salióde la habitación y preguntó a unaauxiliar de clínica cuándo iban a atendera su alférez, y la auxiliar le contestó que

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debían esperar a que el equipo médicoterminase de intervenir a un oficial demayor graduación, quizá mencionó elnombre del capitán Nájera, heridotambién en el contraataque republicanodel Cucut. Aguardaron, Manuel Menatendido en un camastro y con suuniforme empapado de sangre, jadeante,el fino pelo revuelto y adherido alcráneo y la cara tiznada y húmeda desudor y el brillo de los ojos quizáverdes cada vez más yerto; el asistente,sentado junto a él. En otro momento,pálido como el mármol, Manuel Mena

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pidió agua; el asistente se la dio. Luegovolvió a pedir agua y el asistente volvióa dársela. Luego dijo:

—Me voy a morir.A continuación Manuel Mena le pidió

a su asistente dos cosas: que se quedaracon el dinero que llevaba encima y quele entregara a su madre sus efectospersonales. Luego murió. Era lamadrugada del 21 de septiembre de1938.

Aquella misma mañana el cadáver deManuel Mena fue trasladado enferrocarril hasta Zaragoza; en ese último

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viaje le acompañó su asistente, quienpara entonces ya debía de saber que lanoche anterior habían muerto el capitánNájera y otros tres alféreces de la 13.ªDivisión, entre ellos Carlos Aymat.Manuel Mena fue inhumado al díasiguiente en el cementerio de Torrero, enun ataúd de madera con moldurasenvuelto en la bandera franquista. Pocodespués llegó a Zaragoza una expediciónde cuatro familiares de Manuel Menaencabezada por sus hermanos Antonio yAndrés. Habían hecho un viaje largo ytortuoso, sorteando los frentes de guerra

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por el interior de la zona rebelde —deTrujillo a Salamanca, de Salamanca aBurgos, de Burgos a Zaragoza—, con elfin de llevarse el cadáver del alférez asu pueblo natal. Las autoridadesfacilitaron al máximo su misión. Asíque, después de desenterrar el ataúd,abrirlo y confirmar que contenía elcuerpo exánime de Manuel Mena,emprendieron en dos coches el caminode regreso con la compañía del asistentey con el ataúd guardado en una caja dezinc.

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La llegada del cadáver de Manuel Menaa Ibahernando fue un acontecimiento quedurante décadas perduró en la memoriamúltiple del pueblo. Ibahernando sehallaba todavía sobrecogido por aquellamuerte: para las familias franquistas,Manuel Mena era el dechado del héroenacional, joven, gallardo, idealista,laborioso, arrojado y muerto por lapatria en combate; para todas lasfamilias era sólo un muchacho a quien laedad ni siquiera le había alcanzado paraatraerse la animadversión de nadie.

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Muchos recordaban de aquella jornadala comitiva fúnebre apareciendo a lolejos por la carretera de Trujillo,recorriendo con solemnidad el brevepaseo de eucaliptos que daba entrada alpueblo, dejando a su izquierda las aguasverdes de la laguna y desviándose haciael Pozo Arriba en la curva delcementerio viejo para dirigirse después,por el antiguo cuartel de la guardia civily la calle de Arriba, hacia la casa deManuel Mena, donde llevaba muchotiempo congregándose el gentío con elfin de recibir el féretro. Blanca Mena no

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estaba allí: había sido confinada por lafamilia en casa de su abuela Gregoriapara ahorrarle a sus siete años reciéncumplidos el espanto en carne y huesode su tío muerto. No estaba allí, perorecordaba muy bien aquel día, o algunasimágenes de aquel día. Se recordaba a símisma en casa de su abuela Gregoria,llorando de pena por la muerte de su tíoy llorando de furia por no poderpresenciar la llegada del cadáver de sutío al pueblo. Recordaba que las criadasde su abuela Gregoria soportaron conpaciencia el desconsuelo sin fondo de su

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llanto y que al final su paciencia seagotó y una de ellas fue encargada deacercarla hasta la casa de su abuelaCarolina. Recordaba que, sin dejar unsegundo de llorar y sin soltar la mano dela criada, anduvo por calles desiertashasta desembocar en la calle de Arriba,flanqueada en ese momento por Flechasy Balillas que aguardaban formados laaparición del coche fúnebre. Recordabaque ambas pasaron a toda prisa entre ladoble hilera de niños vestidos con lascamisas azules y los pantalones cortos ynegros de Falange y que reconoció entre

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ellos a José Cercas, el padre de JavierCercas, y que ambos se miraron (segúnJavier Cercas, su padre tambiénrecordaría de por vida aquelintercambio de miradas). Y recordabamuy bien que llegó a casa de su abuelaCarolina, en la calle de Las Cruces,justo a tiempo de ser testigo de unaescena que iba a permanecer grabadapara siempre en su retina y en la decuantos asistieron a ella.

La escena ocurrió así. Poco despuésde la llegada de Blanca Mena se abriópaso la comitiva fúnebre entre la

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muchedumbre enlutada que abarrotabaLas Cruces. De un coche bajaron loscuatro familiares de Manuel Mena y suasistente, y entre los cinco sacaron delotro coche el ataúd y lo depositaron enel patio de la casa de Manuel Mena.Sólo entonces salió de ella su madre,arrastrada o empujada por sus hijas, casien volandas. Vestía de negro riguroso,tenía la cara y las manos blancas,parecía consumida por el sufrimiento yapenas se sostenía en pie. A sualrededor la gente lloraba, pero elladebía de recordar la súplica que su hijo

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muerto le hacía cada vez que semarchaba a la guerra, o quizá es que suaflicción estaba más allá de laslágrimas, porque no derramó ni una sola.Lo único que alcanzó a hacer, en mediodel silencio multitudinario que reinabaen la calle, fue levantar el brazo en unfláccido saludo fascista y decir con unhilo de voz que le brotó de las entrañas:

—Arriba España, hijo mío.Blanca Mena no asistió al entierro ni

al funeral de Manuel Mena: por entoncesaquellos ceremoniales mortuoriosestaban reservados en el pueblo a los

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adultos. Durante los días posteriores, sinembargo, frecuentó al asistente de su tío,o como mínimo lo vio a menudo. Elasistente se alojaba en casa de su abuelaCarolina y no se separaba un instante deella, o quizá era su abuela la que no seseparaba un instante de él. Blanca Menalos veía cuchichear mientras su abuelapreparaba la cena o cosía o trasteabapor la casa o por el corral, pero notabaque se callaban o cambiaban deconversación en cuanto ella se acercaba.Aunque estaba segura de que hablabande su tío, nunca supo con exactitud de

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qué hablaban. Un día el asistentedesapareció y no volvieron a saber deél. Más o menos por entonces la madrede Manuel Mena pidió que, cuando ellamuriese, metieran en su féretro el sablede oficial de su hijo muerto.

La familia intentó olvidar. Pese a queManuel Mena encarnaba el paradigmadel héroe franquista, su muerte encombate tuvo escasa repercusión fueradel pueblo. El 20 de octubre el diarioExtremadura, el más importante de laprovincia, le dedicó una esquela; alcabo de dos semanas y media quien lo

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hizo fue La Falange, el semanarioregional del partido. El texto, firmadopor el jefe local de Falange, ha sidoredactado por alguien que, aunque fingehaber conocido a Manuel Mena, no loconoció cuando estaba vivo y nomuestra un gran interés por conocerloahora que está muerto (en su desidiaconfunde incluso la Bandera de Falangeen la que combatió durante el primeraño de guerra); indefectiblemente, letrata de «bravo falangista», de «valientesoldado», de «glorioso héroe» y,después de infligirle esas expresiones

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huecas, obligadas y rutinarias, se ensañacon él atribuyéndole una frase idiota:«¡Sólo se muere una vez por la Patria!».En cuanto a la esquela, la pagó de subolsillo la propia familia, que no olvidóconsignar que Manuel Mena había dado«su vida por Dios y por la Patria».Dentro de Ibahernando el recuerdo deManuel Mena todavía estaba, noobstante, muy vivo. Poco después de sufuneral, exactamente el 2 de octubre, elAyuntamiento decidió en sesión solemneconsagrar una calle a su memoria.Meses más tarde Blanca Mena y su

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abuela Carolina estaban sentadas en elpatio de su casa cuando un hombre pasófrente a ellas. Blanca Mena no loreconoció, pero su abuela abandonó loque estaba haciendo y se quedómirándolo. Blanca Mena estaba a puntode preguntar en voz baja quién era aqueldesconocido cuando su abuela lointerpeló en voz alta.

—¿Adónde vas? —preguntó, con unaamabilidad que a su nieta le pareció porun momento genuina. El interroganteresonó en toda la calle; el hombre sedetuvo y se volvió hacia ellas con un

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amago de sonrisa—. ¿Vas a tu casa? —preguntó otra vez su abuela Carolina,aunque ahora Blanca Mena sintió que,de un segundo a otro, su amabilidadderivaba hacia un sarcasmo cortante,lleno de dolor—. ¿Vas a ver a tu madre?Qué bien, ¿verdad? Estarás contento,¿verdad? —La sonrisa había huido de lacara del hombre, que ahora miraba a suabuela Carolina paralizado por unamezcla de perplejidad y de espanto. Suabuela Carolina escupió—: ¡Pues yo yano puedo ver a mi hijo, porque está en elcementerio!

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La última frase acabó con la parálisisdel hombre, quien sin decir palabra bajóla cabeza, echó a andar con paso vivo yse perdió hacia La Rejoyada, o quizáhacia la calle de Arriba. Una vez quehubo desaparecido, Blanca Menapreguntó quién era, y su abuela Carolinacontestó que era un republicano quehabía combatido en la guerra con losrepublicanos. Todavía conmocionadapor la escena que acababa depresenciar, Blanca Mena le reprochó:

—¿Y por qué le has dicho esas cosas?Su abuela se quedó mirándola como

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si acabase de hablarle en una lenguaincomprensible.

—Ah, ¿es que a ti te parece bien quematasen a tu tío Manolo? —preguntó.

Blanca Mena no había cumplido diezaños cuando su abuela le hizo estapregunta, y casi ocho décadas despuésno recordaba palabra por palabra larespuesta que le dio, pero sí recordabael sentido general de su respuesta. Loque le dijo a su abuela fue que no leparecía bien que hubiesen matado a sutío en la guerra, que le parecía muy mal,que le parecía una cosa horrible y que

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ella lo sabía. Pero también le dijo quesu tío fue a la guerra porque quiso. Quenadie le obligó a ir a la guerra. Y que elhombre que acababa de pasar ante ellasno tenía ninguna culpa de su muerte.

Eso fue todo: todo lo que le contestóBlanca Mena a su abuela y todo lo queaquel día ocurrió, o todo lo que BlancaMena recuerda que ocurrió. El antiguorepublicano no volvió a acercarse a lacasa de su abuela Carolina; por lomenos, Blanca Mena no volvió a verlopor allí, pero durante el resto de su vidano pudo cruzarse de nuevo con él por las

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calles del pueblo sin sentir la vergüenzay la angustia que había sentido el día enque su abuela le increpó como si fuerael responsable de la muerte de ManuelMena.

Blanca Mena recuerda también otraanécdota. Cuando sucedió habíantranscurrido siete u ocho años desde elfinal de la guerra y ella era unaadolescente de quince o dieciséis que yaestaba enamorada de José Cercas. Unatarde de otoño, recién llegada delcolegio, fue a visitar a su abuelaCarolina. La puerta no estaba cerrada y

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la casa parecía desierta; lo primero lepareció normal, porque en el pueblonadie cerraba las puertas durante el día,pero lo segundo no. Buscó a su abuelaen la cocina, el comedor y lashabitaciones, hasta que la encontró en elcorral, con su tía Felisa y su tía Obdulia.Las tres acababan de encender unahoguera y la veían arder. Las saludó,contempló un instante las llamas y lespreguntó qué estaban quemando. No lecontestó su abuela, sino su tía Felisa.

—Son las cosas de tío Manolo —dijo.

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Incrédula, Blanca Mena observó otravez la pira: el fuego devoraba en efectoropa, libros, libretas, cartas, papeles,fotografías, de todo. Volvió una miradade horror hacia su abuela, que parecíahechizada por las llamas.

—Pero ¿qué habéis hecho? —preguntó.

No recordaba si fue su tía Obdulia osu tía Felisa quien la tomó de unhombro.

—Anda, hija —suspiró, fuera quienfuese, señalando la fogata—. ¿Y para

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qué queremos eso? ¿Para seguirsufriendo? Lo quemamos y se acabó.

La madre de Manuel Mena murió deun fallo cardíaco el 29 de agosto de1953, década y media después de que lohiciera su hijo. Durante aquellos quinceaños, el Banco Exterior de España enSidi Ifni le había estado pagando cadames, por cuenta del Grupo de Tiradoresde Ifni y con irregularidades que laobligaron a reclamar muchas veces porescrito, una pensión de trescientasquince pesetas con noventa y seiscéntimos, el equivalente aproximado de

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trescientos cincuenta euros actuales. Nosabemos si al recibir semejante limosnarecordó alguna vez que antes de irse a laguerra Manuel Mena le aseguró que, simoría en combate, ella no tendría quevolver a preocuparse por el dinero, perolo cierto es que ése es el precio que elEstado franquista pagaba a las familiasprivilegiadas de los oficiales franquistaspor entregar un hijo al matadero. El díade la muerte de la madre de ManuelMena alguien recordó que muchos añosatrás había pedido ser enterrada con elsable de alférez de su hijo; la familia lo

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buscó por todas partes, pero nadie loencontró.

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Ya no recuerdo cuándo ni cómo ni dóndeconcebí la sospecha de que era Bot ellugar donde según la leyenda familiarhabía muerto Manuel Mena. Recuerdoque fue mucho antes de que tuviese laseguridad de que así era y muchodespués de que a mi madre laatropellara un coche y yo comprendiese,

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durante su convalecencia, que para ellaManuel Mena había sido Aquiles, y quequizá todavía lo era; también recuerdoque, cuando le pregunté a mi madre si elnombre del pueblo donde había muertoManuel Mena era Bot, su cara deoctogenaria desterrada se iluminó.

—¡Eso es! —dijo, radiante—. Bot.Miento. En realidad lo que dijo fue

Bos o Boj o Boh: igual que veinticincoaños en Cataluña no la habíanadiestrado para entender la palabracatalana «Endavant», o al menos para noconfundirla con la expresión «¿Adónde

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van?», o «¿Ande van?», medio siglo enCataluña no la había adiestrado parapronunciar el topónimo catalán Bot, o almenos para no pronunciarlo como Bos oBoj o Boh.

Lo cierto es que tardé todavía algunosaños en conocer Bot. Para entonceshacía ya mucho tiempo que seguía elrastro de Manuel Mena y que, como undetective que ronda la escena delcrimen, había estado en Teruel, enLérida y en el valle de Bielsa; tambiénen la Terra Alta. Para entonces habíavisitado varias veces el memorial

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consagrado en la Terra Alta a preservarel recuerdo de la batalla del Ebro y mehabía dado cuenta de que, a diferenciade lo que ocurría en Teruel, en Lérida yhasta en el valle de Bielsa, en aquellacomarca la batalla había dejado unrastro indeleble: durante la posguerramuchos de sus habitantes se ganaron lavida vendiendo los restos de metrallaque acorazaban sus montes, y en laactualidad muchos seguían teniendo labatalla muy presente, seguían en ciertomodo viviendo con ella o con susconsecuencias, obsesionados por ella,

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algunos incluso desquiciados por ella.Para entonces conocía bastante bien losescenarios de la batalla y había pisadolos mismos lugares que pisó ManuelMena, sobre todo el Cucut, la cota 496,el cerro en el que Manuel Mena fueherido de muerte, donde aún quedabanrestos abundantes de metralla en el sueloy donde el tiempo no había destruido lastrincheras y los refugios de losrepublicanos (ni siquiera algunos de losparapetos mucho más frágiles que losfranquistas improvisaron en el escasotiempo transcurrido entre la conquista de

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la cima y el contraataque republicano).Por lo demás, desde el principio de mispesquisas sobre la peripecia bélica deManuel Mena yo era consciente de queen realidad no estaba buscando su rastroparticular sino el rastro plural delPrimer Tabor de Tiradores de Ifni, y deque eso y no más era lo que estabaencontrando: un rastro múltiple,vagaroso, un poco abstracto, imaginadoy casi extinto. Así se entiende que el díaen que por fin llegué a Bot yo estuvieracasi seguro de que no iba a encontrarallí nada menos inconcreto que eso, y si

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no lo estaba del todo era porque pocoantes había hablado por teléfono con elhombre que, de acuerdo con una opiniónextendida, mejor conocía la historia delpueblo.

Se llamaba Antoni Cortés. La primeravez que le llamé fui al grano deinmediato: le resumí la historia deManuel Mena y le dije que según mimadre había muerto en Bot, aunque yono tenía constancia de ello. «Meextrañaría que su madre se equivocase—contestó Cortés—. ¿No me ha dichoque su tío combatió con la 13.ª

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División?» «Con los Tiradores de Ifni—precisé—. Que estaban en la 13.ªDivisión.» «Pues la 13.ª División teníainstalados sus hospitales en Bot —aseguró—. De manera que, si antes demorir su tío fue atendido en un hospital,casi seguro que fue aquí.» Hablandomuy deprisa y a trompicones en uncerrado catalán dialectal, Cortés mecontó que durante la batalla había en Bottres hospitales, mencionó un par delibros que contenían noticias sobre ellosy sobre la guerra civil en el pueblo; actoseguido hablamos sobre lo ocurrido en

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Bot durante la batalla y, cuando penséque ya me había contado todo lo que metenía que contar, le di las gracias por lainformación. «No me dé las gracias —contestó—. Para mí es un placer hablarde la historia de mi pueblo. ¿Sabe quées lo peor que le puede pasar a unapersona? Llegar a mayor y darse cuentade que no sabe nada. A mí me pasó a lostreinta y cinco años, y desde entonces nohe hecho otra cosa que estudiar. Y esoque ya estoy jubilado. Sigo sin sabernada, pero por lo menos disimulomejor.» «Disimula usted muy bien»,

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dije, sinceramente. «Bah —replicó, conla misma sinceridad, o eso me pareció—. Disimulo mejor cuando se trata dehistoria antigua. Es lo que me interesade verdad, porque es lo que más trabajocuesta averiguar. De la batalla del Ebrolo sabemos todo. Y lo que no sabemoslo podemos averiguar en seguida.»«¿También sobre el tío de mi madre?»,pregunté. «Claro —respondió—. Déjesecaer un día por acá y lo comprobará.»

No le creí, pensé que hablaba porhablar o que se había venido arriba ytrataba de hacerse el interesante, y

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colgué el teléfono pensando que novolvería a hablar con él. Unos mesesmás tarde, sin embargo, encontré en elArchivo Militar de Ávila la evidenciadocumental de que Manuel Mena habíamuerto en Bot, le llamé otra vez yconcerté una cita con él en el puebloaprovechando un viaje a Valencia.Cortés me citó a las doce del mediodíaen la plaza de Bot, de modo que pudesalir de Barcelona a las nueve y media yplantarme dos horas después enGandesa; allí tomé una carreteritasinuosa que en diez minutos me llevó

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hasta el pueblo. Éste resultó ser un lugartodavía más pequeño que Ibahernando,un puñado de casas marrones apretadasen torno al campanario de una iglesiamarrón y rodeado por colinasentreveradas de rocas y pinos. La iglesiase erguía en la plaza y, mientrasaparcaba a su puerta, vi que el únicohombre a la vista se acercaba decidido ami coche. Vestía con informalidad,tejanos gastados y jersey azul, pero suporte atlético, sus gafas de monturaplateada y su frondoso mostacho gris leprestaban un cierto atildamiento

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excéntrico de coronel británico retirado.Era Cortés. Bajé del coche y le alarguéla mano mientras agradecía suhospitalidad.

—No me dé las gracias —respondió,con un marcial apretón de manos—. Nome gusta que me den las gracias.Además, no las merezco: estoyencantado de atenderle.

Iba a darle las gracias de nuevo perome contuve y le pregunté si erahistoriador. Me contestó que no, quehabía sido carnicero y luego habíatrabajado en una empresa de pieles y

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luego en una bodega y más tarde en unafábrica de Gandesa. No se veía un almaen la plaza; el silencio del pueblo eraperfecto.

—Pero no hablemos de mí —mepidió Cortés—. Es muy aburrido.Dígame: ¿qué es lo que quiere saber demi pueblo?

Volví a resumir la historia de ManuelMena y me apresuré a informarle de quehabía localizado su certificado dedefunción, donde constaba que, enefecto, había muerto en Bot.

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—No estaba usted equivocado —ledije.

—Ni su madre tampoco —replicó—.¿Recuerda el nombre del médico quefirmaba el certificado de defunción?

—Cerrada —dije—. Un tal doctorCerrada.

Cortés puso cara de contrariedad.—¿Su tío era oficial? —preguntó.—Alférez —asentí—. Pero no era mi

tío, sino mi tío abuelo.—¿Por qué no me lo dijo antes?—¿Que era mi tío abuelo?—Que era oficial. —Cortés no me

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dio el tiempo de disculparme; dijo—:Ya sé dónde murió.

—¿No murió en Bot? —pregunté, unpoco desconcertado.

—Claro que murió en Bot —contestó—. Me refiero a la casa donde murió.

Pensé que bromeaba. Le miré a losojos; no bromeaba.

—Murió en Ca Paladella —anunció—. Una casa que durante la guerrahabilitaron como hospital. —Indicandovagamente a su derecha, aclaró—: Estáaquí al lado, a la vuelta de la esquina.

—¿Cómo lo sabe? Quiero decir:

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¿cómo sabe que murió allí?—Porque era el único hospital de

oficiales que había en el pueblo; ahítrabajaba el doctor Cerrada. Le digomás: ya sé en qué habitación murió sutío.

De nuevo me oí preguntar:—¿Cómo lo sabe?—Porque en el hospital sólo había

una habitación para oficiales —contestó—. Y porque mi madre era enfermeraallí.

—¿Qué?—Lo que oye.

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—¿Su madre se lo contó?—Y se lo cuenta a usted cuando

quiera.—No me diga que está viva.Cortés se rió.—Vivita y coleando —dijo,

agarrándome de un brazo y obligándomea caminar—. Venga, le voy a enseñar lacasa donde murió su tío abuelo.

Doblamos la primera esquina,bajamos unos metros por una calle y alllegar a la siguiente esquina nosdetuvimos ante una mansión de tresplantas construida con grandes sillares

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marrones: en la planta baja se abríanvarias ventanas enrejadas y un portón demadera bajo un arco de medio punto,encima del cual, grabado en piedra,lucía un escudo señorial; en la segundaplanta había tres grandes balcones, y latercera consistía en un desván abierto deventanas arqueadas y unidas por unacornisa con molduras. Más que unamansión era un palacio.

—Aquí la tiene —dijo Cortés,señalándola con orgullo—. Es la únicacasa de arquitectura civil del pueblo.

Durante unos segundos la miré en

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silencio; luego pregunté:—¿Y está seguro de que fue aquí

donde…?—Completamente —me interrumpió

Cortés.—Parece abandonada —observé.—No sólo lo parece: lo está. —Me

explicó que la casa era propiedad de lafamilia más rica de Bot y que llevabamuchos años en venta—. Losdescendientes del mayordomo son losque se encargan de enseñársela a losposibles compradores. Viven enTarragona, pero si quiere verla por

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dentro puedo hablar con ellos para quenos la abran.

—¿Lo harían?—Creo que sí.—Pues le agradecería mucho que se

lo pidiera.Cortés puso los brazos en jarras y

torció el gesto. Tardé un segundo enentender que había vuelto a darle lasgracias.

—Lo que quiero decir es que meencantaría que se lo pidiera —rectifiqué.

Cortés movió a un lado y otro la

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cabeza, como si me regañara, y al finaldeshizo de mala gana el ademán irritado.Luego, bruscamente, sus labios casiocultos por el mostacho se alargaron enuna sonrisa franca.

—Bueno, ¿quiere hablar con mimadre, sí o no? —preguntó.

—¿Ahora mismo? —contesté, denuevo perplejo.

—Claro —dijo Cortés—. Vive aquíal lado.

Eché a andar junto a Cortéspreguntándome cuál sería la próximasorpresa que me aguardaba y, mientras

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avanzábamos por el pueblo sincruzarnos con nadie, mi anfitrión mecontó que todos sus antepasadosconocidos eran de Bot, que su padrehabía muerto el año anterior y habíahecho la guerra y era de familiafranquista, mientras que su madre era defamilia republicana; también me contóque a su madre no le gustaba hablar dela guerra.

La madre de Cortés era una ancianitaencogida, rellenita y arrugada como unapasa. Fue ella misma quien nos abrió lapuerta de su domicilio; vestía por

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completo de negro y nos miraba conextrañeza, como irritada o deslumbradapor el sol primaveral. Cortés me habíadicho que acababa de cumplir noventa yun años y se llamaba Carme. CarmeManyà.

—Madre —le dijo Cortés en tonocasi ceremonioso, mientras yo leestrechaba una mano suspicaz yregordeta—. Este señor es escritor yquiere hablar con usted de la guerra.

La mujer entrecerró todavía más susojitos inquisitivos, pero no nos invitó apasar. Incómodo, sintiéndome

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examinado, sin saber qué decir, lepregunté si se acordaba de la batalla delEbro. Ahora pienso que, sobre tododespués del anuncio de su hijo, para unaseñora de su edad nacida en la TerraAlta la pregunta era tan obvia o tanredundante que debió de pensar que yosólo podía ser tan ingenuo y taninofensivo como mis palabras.

—Ya lo creo. —Se rió: su ceño seaclaró de golpe y reconocí en suexpresión un anticipo o un esbozo de laexpresión de su hijo—. Mucho mejorque de lo que pasó ayer.

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Sólo entonces nos franqueó el paso y,caminando con dificultad perorechazando la ayuda de su hijo, noscondujo a un salón de gruesos muros deroca vista iluminado por profundasventanas, donde tomamos asiento.Durante las dos horas y media siguientespermanecimos allí los tres, charlando ytomando café. Yo le conté a la madre deCortés lo que sabía de la muerte deManuel Mena y ella me contó que alestallar la guerra tenía doce años, quevivía enfrente de Ca Paladella y quedurante la batalla del Ebro había

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trabajado cada tarde en aquel hospitalde campaña junto a un grupo de amigas.Su labor no consistía en atender a losenfermos, tarea reservada a enfermerasprofesionales, sino en cortar vendas,meterlas en recipientes para seresterilizadas, tender camas, lavar ropasucia en el río y hacer cuanto lesordenara el doctor Cerrada, que sehallaba al mando de un equipo variablede médicos y ejercía de jefe delhospital. Le pregunté si en aquel hospitalsólo se atendía a oficiales; me dijo queno, que también se atendía a soldados

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rasos, pero añadió que a todos losoficiales se los atendía allí.

—O sea que, con absoluta seguridad,el tío de mi madre murió en CaPaladella —quise saber.

—Con absoluta seguridad —contestó.Miré a Cortés, que se atusó

complacido el mostacho pero no dijopalabra, fiel al papel subalterno quehabía decidido interpretar en aquellaentrevista o que siempre interpretaba enpresencia de su madre. Ésta continuóexplicando que al hospital llegabanmuchos más soldados que oficiales

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heridos, y que los oficiales tenían unahabitación reservada en la primeraplanta; le pregunté si sabía de quéhabitación se trataba y me contestó quepor supuesto, aunque agregó que noentraba allí a menudo.

—O sea que, con absoluta seguridad,el tío de mi madre murió en esahabitación.

—Con absoluta seguridad —volvió arepetir.

Maravillado por su respuesta, estavez no busqué la mirada de Cortés sinoque me quedé mirándola a ella, que en

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aquel momento me pareció idéntica a lasancianas remotas y enlutadas de losveranos de mi infancia en Ibahernando.No recuerdo mucho más de laconversación, salvo que gracias a ellatambién pude aclarar ciertos extremosde la muerte de Manuel Mena (entendí,por ejemplo, la razón por la cual habíamuerto esperando a ser operado deurgencia: porque Ca Paladella sólocontaba con un equipo quirúrgico, queresultó insuficiente en una noche aciagapara la 13.ª División, con variosoficiales heridos); también recuerdo que

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a partir de determinado momento ya nopude apartar la sospecha de que quizáaquella anciana enérgica y diminutaguardaba sin saberlo en su memoria laúltima imagen con vida de ManuelMena, y la convicción de que, si lasospecha era acertada, cuando ellamuriese aquel recuerdo inconscientemoriría con ella.

Me despedí de la madre de Cortés ala puerta de su casa con un beso dobleen sus mejillas y le dije que me alegrabaque hubiera aceptado contestar mispreguntas.

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—Me han dicho que no le gustahablar de la guerra —añadí.

—No es que no me guste —dijo,haciendo con una mano el gesto deapartar un estorbo invisible mientras conla otra se aferraba al dintel de la puerta—. Lo que pasa es que sólo conservorecuerdos muy amargos de aquellaépoca. —Sin rastro de dramatismoexplicó—: Mire, si me dijeran que tengoque elegir entre pasar otra vez poraquello o morirme, elegiría morirme.

Me despedí de Cortés junto a mi

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coche y le pedí que me llamara cuandopudiéramos visitar Ca Paladella.

—Vendré con mi madre —prometí—.Le gustará mucho ver el sitio dondemurió su tío.

Me dijo que me avisaría en cuantosupiera algo, y a punto estuve de darlelas gracias, pero me frené a tiempo.

Cortés me telefoneó a principios dejulio, poco después de que Ernest Folchy su equipo rodaran su programa detelevisión en Ibahernando, y me dijo que

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había concertado una cita para visitarCa Paladella. Días más tarde mi mujer yyo pasamos a buscar a mi madre porGerona.

—Bueno, mamá —fue lo primero quele dije tras montarla junto a mí en elcoche y ajustarle el cinturón deseguridad—. Por fin vas a conocer Bot.

—Sí, hijo mío —contestó,santiguándose como de costumbre alempezar un viaje—. Me parece mentira:es como si llevase toda la vidaesperando este momento. Si abuelaCarolina viviera…

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Durante el viaje mi madre contó doscosas que nunca le había oído contar. Laprimera es que en una ocasión, cuandoyo tenía seis o siete años, había ido conella y mi padre al hogar de don EladioViñuela, en Don Benito, una ciudad deBadajoz adonde el médico se habíamudado con su familia después demarcharse de Ibahernando. Fue unavisita improvisada. Cuando llegamos,don Eladio no estaba en casa, pero sídoña Marina, su mujer, y nos pasamostoda la tarde con ella, bebiendorefrescos y comiendo pasteles y

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esperando a su esposo, hasta que se hizode noche y tuvimos que irnos y yo perdíla única oportunidad que tuve en mi vidade conocer al hombre que civilizóIbahernando. La otra historia atañía aBot. Mi madre había sabido siempre queel pueblo donde había muerto ManuelMena estaba en Cataluña y, según contó,cuando a mediados de los sesentaemigramos a Gerona pensó en visitarlo;de hecho, en los primeros años hizoalgún vago intento de averiguar dónde sehallaba, pero su oficio excluyente deama de casa y madre de cinco hijos

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desposeída de sus privilegios depatricia de pueblo la obligó a abandonarla idea de conocerlo. Por mi parte lesconté, a ella y a mi mujer, cómo habíalocalizado el lugar preciso donde murióManuel Mena, hablé de la madre deCortés y del propio Cortés.

—Es un tipo amabilísimo —lasprevine—. No ha parado de hacermefavores desde que lo conozco, pero ni seos ocurra darle las gracias. Se enfada.

Estaba anocheciendo cuandocruzamos el Ebro por Mora d’Ebre ynos adentramos en el páramo que setenta

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y siete años atrás había acogido labatalla. Mientras yo trataba de darlesuna idea de su desarrollo, mi madremiraba por la ventanilla como si no leinteresase en absoluto lo que estabaescuchando, o como si lo único que leinteresase de verdad fuera la sucesiónde altozanos rocosos, inhóspitos ydesolados que se levantaban a nuestroalrededor. Llevábamos dos horas deviaje y parecía cansada o aburrida. Paradistraerla, al pasar junto a un letrero queindicaba el Coll del Moro comenté, casien tono de guía turístico:

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—Mira, mamá: ahí es donde Francotenía su puesto de mando durante labatalla.

—¡Virgen Santísima del PerpetuoSocorro! —se lamentó, indiferente a micomentario—. ¿Y hasta aquí tuvo quevenir mi tío Manolo a morirse? —Conun solo ademán abarcó el paisaje—.¡Pero si esto parece el fin del mundo,hijo mío!

Aquella noche dormimos en el hotelPiqué, a la entrada de Gandesa, dondemi mujer había reservado unahabitación; una sola: mi madre

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necesitaba dormir acompañada. Despuésde refrescarnos un poco bajamos los tresal restaurante, y mi mujer y yo nostomamos unas tapas mientras mi madredaba cuenta de un menú de dos platos ypostre. Aún no había acabado decomerse el segundo plato cuando le oídecir algo que me extrañó no haberleoído decir en todo el viaje: que una demis hermanas le había explicado o lehabía insinuado que había que vender lacasa de Ibahernando; armándome depaciencia le contesté lo de siempre: queno se preocupara, que, mientras ella

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estuviese viva, no venderíamos la casa.Vi venir la pregunta.

—¿Y cuando me muera? —preguntó.—¿Y qué ganas tienes de morirte? —

contesté.—¿Ganas, yo? —se escandalizó—.

Ninguna, hijo mío. Pero algún día DiosNuestro Señor se me llevará, yentonces…

—¡Mamá, por favor! —la corté,irritado y resuelto a no dejarmechantajear por la habilidad con queadministraba su propensión espontáneaal melodrama catastrofista—. Si de

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verdad quieres que Dios se te lleve, ponalgo más de tu parte…

Me miró sin entender; señalé laespalda de cordero que se estabaatizando y aclaré, implacable, como siyo fuera un damnificado por el hambrede posguerra:

—Es que, si no dejas de comer comocomes, Nuestro Señor no se te va allevar ni el día del Juicio.

Ya en el cuarto, mi madre y mi mujerse durmieron en seguida y yo me puse aleer la traducción de la Odisea quehabía sacado años atrás de la casa de mi

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madre en Ibahernando y que, desde queterminé de releer la traducción de laIlíada, me acompañaba en mis viajestras el rastro de Manuel Mena. Llevabaya un buen rato leyéndola cuando deimproviso me di cuenta de una cosa enla que hasta entonces no había reparado.De lo que me di cuenta es de que elprotagonista de la Odisea eraexactamente lo contrario que elprotagonista de la Ilíada: Aquiles es elhombre de la vida breve y la muertegloriosa, que fallece en la cumbrejuvenil de su belleza y su valor y accede

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así a la inmortalidad, el hombre quederrota a la muerte mediante kalosthanatos, una bella muerte querepresenta la culminación de una vidabella; Ulises, en cambio, es el poloopuesto: el hombre que vuelve a casapara vivir una larga vida dichosa defidelidad a Penélope, a Ítaca y a símismo, aunque al final le alcance lavejez y después de esta vida no leaguarde otra. Todavía estaba bajo elefecto de esta revelación cuando metopé, hacia el final del Canto XI, con elúnico episodio en que Aquiles

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comparece en la Odisea. Ulises lo visitaen la mansión de los muertos y le diceque él, que era el más grande de loshéroes y derrotó a la muerte con su bellamuerte, el hombre perfecto a quien todoel mundo admiraba, que a la luz de lavida era como un sol, ahora debe de sercomo un monarca en el reino de lassombras y no debe de lamentar laexistencia perdida. Entonces Aquiles leresponde:

No pretendas, Ulises preclaro,buscarme consuelos

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de la muerte, que yo másquerría ser siervo en el campode cualquier labrador sincaudal y de corta despensaque reinar sobre todos losmuertos que allá fenecieron.

Leí esos versos. Los releí. Levanté la

vista del libro y durante un rato pensé enel arrepentimiento del héroe de laIlíada. Luego apagué la luz y me dormípreguntándome si, como él, ManuelMena (el Manuel Mena póstumo, perotambién el Manuel Mena de sus últimos

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días, el Manuel Mena taciturno y absortoy desencantado y humilde y lúcido yenvejecido y harto de la guerra) nohubiera preferido ser un siervo de lossiervos vivo que un monarca muerto,preguntándome si en el reino de lassombras también habría comprendidoque no hay más vida que la vida de losvivos, que la vida precaria de lamemoria no es vida inmortal sino apenasuna leyenda efímera, un vacío sucedáneode la vida, y que sólo la muerte essegura.

A la mañana siguiente aparcamos en

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la plaza de Bot poco antes de las diez y,mientras lo hacíamos, vi a Cortéshablando con una señora a la puerta deuna cafetería. Se despidió de ella, seacercó a nosotros, le presenté a mimujer y a mi madre. Lo primero que hizomi madre fue darle las gracias por suhospitalidad; lo primero que hizo Cortésfue enfadarse.

—Pero ¿qué le pasa a esta familia?—preguntó, abriendo unos brazosimpotentes y pidiéndole una explicacióna mi mujer con la mirada—. ¿Es que nopueden parar de dar las gracias o qué?

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Temí que la visita se fuese al garete,pero mi mujer y yo conseguimos tapar eldesaguisado con una densa polvareda deexcusas y todos echamos a andar haciaCa Paladella, mi madre cogida a mibrazo con una mano y con la otra a subastón, Cortés reponiéndose de susofoco inicial mientras nos explicabaque había puesto en antecedentes sobreel motivo de nuestra visita a laspersonas que iban a mostrarnos la casa.Cuando llegamos a Ca Paladella Cortésllamó al portón y en seguida le abrió unamujer morena y de mediana edad, y

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todavía estábamos enredados en laspresentaciones cuando apareció otramujer, esta rubia, con gafas y algo másjoven, con un collar de abalorios rojosen el cuello; a su lado había unaadolescente que llevaba un vestidito deverano azul, muy corto. La rubia nosurgió a que entráramos.

—Es que si la gente del pueblo ve lacasa abierta, querrá curiosear —sedisculpó.

Se llamaba Francisca Miró; la otra sellamaba Josepa Miró y era su hermana(la adolescente, de nombre Sara, era su

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hija). Según explicó Cortés mientrasentrábamos, ambas eran nietas delúltimo mayordomo de la casa, que habíasido construida a finales del siglo XVII oprincipios del XVIII por la familia másopulenta del pueblo y había sidoabandonada al empezar la guerra,aunque durante la posguerra lospropietarios pasaban largas temporadasallí.

—Pero desde hace por lo menoscuarenta años nadie ha vuelto a vivir enesta casa —dijo Cortés.

Estábamos de pie en un vasto zaguán

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de paredes descascaradas, alumbradopor un ventanuco cubierto de telarañas ypor la luz que difundía una lámparaPetromax. Dos grandes portones como elde la entrada se abrían en la estancia:uno daba a los graneros, que segúnCortés se usaban como depósito decadáveres durante la guerra, cuando lacasa se convirtió en hospital; el otrodejaba entrever el arranque de unaescalinata que subía hacia la oscuridadde la primera planta. La sensación deabandono era total: por doquier habíapolvo y papeles de periódico, cajas de

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cartón, bombonas de butano vacías,trastos viejos. De repente, mientrasatendía a las explicaciones de Cortés yde las hermanas Miró, advertí quevarias personas habían entrado en elzaguán, y me pregunté si eran intrusos ofamiliares o amigos o conocidos de lashermanas Miró, que aprovechaban laoportunidad para visitar la mansión. Enalgún momento la voz de mi madre seabrió paso entre las conversacionescruzadas.

—¿Y aquí es donde murió mi tíoManolo? —preguntó.

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—Aquí no, señora —respondióCortés—. En la primera planta.Subamos.

Pensé que mi madre se arredraría alver la escalinata polvorienta, tenebrosay agrietada por la que debía trepar, perono se arredró. Dejamos su bastón en elzaguán y emprendimos el ascenso encomitiva, con Cortés, Josepa Miró y suPetromax delante y con mi mujer y elresto de la procesión a la zaga. Mimadre subió pesadamente, descansandoen cada escalón, con una mano en mibrazo y la otra en la sucia barandilla de

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hierro. Al llegar al rellano sudaba. Lepregunté si se encontraba bien y mecontestó que sí; le pregunté si estabasegura y volvió a contestarme que sí.Siempre detrás de Cortés y de Josepa,torcimos hacia la izquierda, cruzamos unsalón a oscuras y llegamos a una sala deestar o a lo que parecía haber sido unasala de estar iluminada por unaclaraboya. Todavía estábamos allí,escuchando a Cortés y contemplando anuestro alrededor el estropicioprovocado por cuarenta años de incuria,cuando apareció la madre de Cortés,

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ínfima y de luto y acompañada porFrancisca Miró. La saludé y se lapresenté a mi madre.

—Mamá —dije, señalándola—, estaseñora trabajaba en esta casa cuandomurió Manuel Mena.

Y quién sabe, a punto estuve deañadir, quizá guarda la última imagen deManuel Mena vivo. El rostro fatigado demi madre se transfiguró, y ambasancianas se dieron dos besos yempezaron a hablar como si seconocieran de siempre, mi madre sobreManuel Mena y la madre de Cortés

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sobre su trabajo de auxiliar deenfermera en Ca Paladella durante laguerra; a pesar de que la madre deCortés hablaba en catalán (y de lasordera de mi madre), parecíanentenderse a la perfección. Cortés lasinterrumpió: le preguntó a su madredónde estaba la sala de los oficiales;por toda respuesta su madre dio mediavuelta y, escoltada por su hijo, saliódisparada hacia la oscuridad con riesgoevidente para su equilibrio. La seguimoshasta un cuarto de la misma planta.

—Aquí era —anunció—. Aquí

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estaban los oficiales.La Petromax de las hermanas Miró

ahuyentó a duras penas las sombras deun comedor que parecía estancado enlos años sesenta. Dos postigosbloqueaban la entrada de la luz por laúnica ventana. Olía a polvo y a encierro.

—En esta habitación murió su tío —leexplicó Cortés a mi madre—. Llevaabandonada muchos años. Y, claro,hágase a la idea de que entonces aquí nohabía nada de lo que ve.

Mi madre no dijo palabra y se volvióhacia mí con aire extraviado. Para

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asegurarme de que había entendido, lerepetí que aquél era el lugar donde habíamuerto Manuel Mena y, con la ayuda deCortés y de la madre de Cortés, intentéreconstruir para ella los detalleshipotéticos del paso de su tío por lacasa. Mi madre nos escuchó asintiendomientras recorría el cuarto con lamirada: la mesa cubierta por un tapetede terciopelo sobre el que descansabanuna sopera de latón y un plato de loza,los aparadores de madera labrada queocupaban los extremos del comedor, lassillas y los sillones tapizados, la radio y

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el tocadiscos de época; el faro de laPetromax parecía enfocar su carareluciente de transpiración, atribulada ycerosa, proyectando sobre la pared unasombra espectral. Me pareció que semareaba y le pregunté si quería sentarse;me dijo que sí. La senté en una silla, sesecó el sudor con un pañuelo, me sentéjunto a ella. Mientras tanto, Josepa Miróforcejeó con los postigos de la ventanahasta que consiguió abrirlos; filtrada poruna persiana rota, la escasa luz quepenetró en la sala alumbró miles departículas de polvo flotando en el aire

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enclaustrado. Sentí que ya había vividoese instante, aunque no sabía cuándo nidónde, y me di cuenta de que algunosdesconocidos habían entrado en la sala,nos observaban en un silencio intrigadoo expectante y cuchicheaban entre ellos.Volví a preguntarme si eran amigos ofamiliares de las hermanas Miró, o sieran intrusos. Mientras tanto, Cortés ylas hermanas Miró se ofrecieron amostrarnos el resto de la casa; les dijeque mi madre prefería descansar y lostres se marcharon seguidos por el resto

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de los visitantes. Picada por lacuriosidad, mi mujer se unió a ellos.

—Bueno, mamá —dije, una vez quecerraron la puerta—. Ya ves: hasta aquíllegó Manuel Mena.

Mi madre asintió; a solas conmigo, yano parecía mareada, pero tampocorecobrada y dueña de sí misma, o no deltodo. Ahora escrutaba el extremoopuesto de la habitación en penumbra,donde las franjas de luz que traspasabanla persiana rota y los postigosentreabiertos iluminaban un pedazo desuelo ajedrezado y sucio y una mancha

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de humedad en la pared. Tras unossegundos señaló ante ella con uncabeceo apenas perceptible y murmuró:

—Parece que le estoy viendo ahí,tumbado…

Se quedó contemplando el vacío ensilencio, y su semblante abstraído merecordó el semblante perpetuo de susdos años de depresión, cuando unexceso de lucidez le mostró que llevabaun cuarto de siglo viviendo en Geronacomo si viviera en Ibahernando, quehabía malgastado su vida esperandovolver a casa, que aquella espera inútil

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había sido un malentendido y que aquelmalentendido iba a matarla. «Bueno —me dije, tratando de apartar eserecuerdo y recordando al teniente Drogoy El desierto de los tártaros—. Aquíempezó la leyenda de Manuel Mena, yaquí termina. Caso cerrado, inspectorGadget.» ¿Caso cerrado? Por unmomento yo también vi a Manuel Menaallí, al otro lado de la sala,desmadejado y agonizante en uncamastro militar, el uniforme embebidode sangre y la blancura de la muerteinvadiendo sus facciones de

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adolescente. Luego me volví hacia mimadre, que seguía con la vista fija en elvacío, y pensé que iba a romper a llorar,que volvería a llorar casi ochenta añosdespués de que el cadáver de ManuelMena regresara a Ibahernando desde Boty a ella se le agotasen las lágrimasllorándolo, y se me ocurrió que, si veíallorar por vez primera en mi vida a mimadre, ahora y allí, la guerra habría porfin acabado, setenta y seis años despuésde que hubiese acabado. Pero no hubolágrimas, mi madre no lloró: rodeadospor dos bolsas oscuras y arrugadas, sus

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ojos seguían secos. «Esto no se acaba—me dije—. No se acaba nunca.» Miréotra vez a donde ella miraba y volví apensar en El desierto de los tártaros, enel final de El desierto de los tártaros,volví a imaginar a Manuel Menatumbado y esperando la muerte como laespera el teniente Drogo al final de Eldesierto de los tártaros. Le imaginé asíy me pregunté qué le habría dicho si enaquel momento hubiese estado junto a él,si hubiese ocupado por ejemplo el lugarde su asistente. Me contesté que habríaintentado confortarle, que habría hecho

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lo posible por ayudarle a bien morir.Pensé que le habría dicho que eraverdad, que iba a morir, pero que, comohabía comprendido el teniente Drogo ensu lecho de muerte, aquélla era laverdadera batalla, la que siempre habíaestado esperando sin saberlo. Pensé quele habría dicho que era verdad, que ibaa morir, pero que, a diferencia delteniente Drogo, no moría solo y anónimoen la habitación en penumbra de unaposada, lejos del combate y de la gloria,sin haber podido dar la medida de símismo en el campo de batalla. Pensé

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que le habría dicho que era verdad, queiba a morir, pero que debía morirtranquilo, porque su muerte no era unamuerte absurda. Que no moría peleandopor unos intereses que no eran los suyosni los de su familia, que no moría poruna causa equivocada. Que su lucidezfinal era una falsa lucidez y sudesencanto un desencanto sinfundamento. Que su muerte tenía sentido.Que moría por su madre y sus hermanosy sus sobrinos y por todo cuanto eradecente y honorable. Que su muerte erauna muerte honorable. Que había estado

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a la altura y había dado la talla y no sehabía arrugado. Que moría en combatecomo Aquiles en la Ilíada. Que sumuerte era kalos thanatos y él moría porvalores que lo superaban y que la suyaera una muerte perfecta que culminabauna vida perfecta. Que yo no iba aolvidarlo. Que nadie iba a olvidarlo.Que viviría eternamente en la memoriavolátil de los hombres, como viven loshéroes. Que su sufrimiento estabajustificado. Que era el Aquiles de laIlíada, no el de la Odisea. Que en elreino de los muertos no pensaría que es

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preferible conocer la vejez siendo elsiervo de un siervo que no conocerlasiendo el monarca de las sombras. Quenunca sería como el Aquiles de laOdisea, que nadie le había engañado,que no le mataba un malentendido. Quela suya era una bella muerte, una muerteperfecta, la mejor de las muertes. Queiba a morir por la patria.

—¿Qué piensas, Javi? —preguntó mimadre.

Sin mirarla contesté:—Nada.Mi madre buscó mi mano, la cogió y

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se la llevó al regazo. Noté el tacto desus dedos deformados por la artrosis,con el anillo de casada todavía en elanular; noté la suavidad marchita de supiel y su perfume familiar entre el olor arancio, a mugre y a encierro delcomedor. Me pregunté cuántos años lequedaban de vida y qué iba a hacer conla mía cuando ella muriese.

—No le des más vueltas, Javi —habló—. Tío Manolo se sintió obligadoa hacer lo que hizo. Eso fue todo. Elresto vino solo. —Después de una pausaagregó, en un tono distinto—: No sabes

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cuánto me hubiera gustado que loconocieras: era tan simpático, siempreestaba riéndose, siempre estabahaciendo bromas… Era así. Y por esose sintió obligado. Ni más más ni másmenos.

Me pregunté si tenía razón y si todoera tan simple. Dejé pasar unossegundos. Anuncié:

—Tengo que decirte una cosa, mamá.—¿Qué cosa?Pensé: «Que tío Manolo no murió por

la patria, mamá. Que no murió pordefenderte a ti y a tu abuela Carolina y a

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tu familia. Que murió por nada, porquele engañaron haciéndole creer quedefendía sus intereses cuando enrealidad defendía los intereses de otrosy que estaba jugándose la vida por lossuyos cuando en realidad sólo estabajugándosela por otros. Que murió porculpa de una panda de hijos de puta queenvenenaban el cerebro de los niños ylos mandaban al matadero. Que en susúltimos días o semanas o meses de vidalo sospechó o lo entrevió, cuando ya eratarde, y que por eso no quería volver ala guerra y perdió la alegría con que tú

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lo recordarás siempre y se replegó en símismo y se volvió solitario y se hundióen la melancolía. Que quería serAquiles, el Aquiles de la Ilíada, y a sumodo lo fue, o al menos lo fue para ti,pero en realidad es el Aquiles de laOdisea, y que está en el reino de lassombras maldiciendo ser en la muerte elrey de los muertos y no el siervo de unsiervo en la vida. Que su muerte fueabsurda». Dije otra vez:

—Nada.Fue sólo entonces cuando volví a

pensar en mi libro sobre Manuel Mena,

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en el libro que llevaba toda la vidapostergando o que siempre me habíanegado a escribir, y ahora se me ocurreque pensé en él porque de golpecomprendí que un libro era el único sitiodonde yo podía contarle a mi madre laverdad sobre Manuel Mena, o dondesabría o me atrevería a contársela.¿Debía contársela? ¿Debía contarla?¿Debía poner por escrito la historia delsímbolo de todos los errores y lasresponsabilidades y la culpa y lavergüenza y la miseria y la muerte y lasderrotas y el espanto y la suciedad y las

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lágrimas y el sacrificio y la pasión y eldeshonor de mis predecesores? ¿Debíahacerme cargo del pasado familiar quemás me abochornaba y airearlo en unlibro? En los últimos años, mientrasarañaba de aquí y allá informaciónsobre Manuel Mena, había entendidoalgunas cosas. Había entendido, porejemplo —pensé, pensando en DavidTrueba—, que yo no era mejor queManuel Mena: era verdad que él habíapeleado con las armas en la mano poruna causa injusta, una causa que habíaprovocado una guerra y una dictadura,

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muerte y destrucción, pero también eraverdad que Manuel Mena había sidocapaz de arriesgar su vida por valoresque, al menos en determinado momento,estaban para él por encima de la vida,aunque no lo estuvieran o aunque paranosotros no lo estuvieran; en otraspalabras: no cabía duda de que ManuelMena se había equivocadopolíticamente, pero tampoco de que yono tenía ningún derecho a considerarmemoralmente superior a él. También habíaentendido que la historia de ManuelMena era la historia de un vencedor

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aparente y un perdedor real; ManuelMena había perdido la guerra tresveces: la primera, porque lo habíaperdido todo en la guerra, incluida lavida; la segunda, porque lo habíaperdido todo por una causa que no era lasuya sino la de otros, porque en laguerra no había defendido sus propiosintereses sino los intereses de otros; latercera, porque lo había perdido todopor una mala causa: si lo hubieraperdido por una buena causa, su muertehabría tenido un sentido, ahora tendríasentido rendirle tributo, su sacrificio

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merecería ser recordado y honrado.Pero no: la causa por la que murióManuel Mena era una causa odiosa,irredimible y muerta, pensé, pensandode nuevo en David Trueba y en DaniloKiš o en el final del relato de DaniloKiš que David Trueba me habíacontado: «La historia la escriben losvencedores. La gente cuenta leyendas.Los literatos fantasean. Sólo la muertees segura». Es lo que había ocurrido conManuel Mena, pensé: que, aunque losvencedores hubieran escrito la historiade la guerra, nadie había escrito la suya,

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todos habían preferido contar leyendas ofantasear, como si todos fuesen literatoso como si intuyeran que Manuel Menaera en la práctica un perdedor de laguerra. ¿Era ésa otra buena razón paraque yo contara su historia? En aqueltiempo también había entendido que eraimposible que otro escritor la contase,por mucho que más de una vez yohubiese jugueteado con esa idea, y que,si no la contaba yo, no la contaría nadie.¿Debía contarla yo?, me pregunté denuevo. ¿O debía dejarla sin contar,convertida para siempre en un vacío, en

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un hueco, en una de las millones ymillones de historias que nunca secontarán, en una radiante obra maestranunca escrita —maestra y radianteprecisamente porque nadie iba aescribirla—, rechazando hacerme cargode ella, manteniéndola para siempreescondida como el secreto mejorescondido?

Mi madre suspiró sin soltarme lamano; seguía con la vista clavada al otrolado del comedor, en el punto exactodonde había decidido que setenta y sieteaños atrás yacía moribundo Manuel

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Mena. Oí, muy cerca, ruido de pasos yde risas, y pensé en los intrusos que sehabían colado en Ca Paladella; también,por alguna razón, pensé en fantasmas.Luego volví a recordar el relato deDanilo Kiš y, tal vez porque estabasentado junto a mi madre, respirando suolor con su mano en mi mano, se meocurrió que era imposible que lacondesa Esterházy hubiera engañado asu hijo el día de su ejecución sólo paraque tuviera un kalos thanatos, unamuerte perfecta con que culminar unavida perfecta, y para hacerlo así digno

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de su nombre y su estirpe patricia; no,pensé: si lo había engañado —si habíaaparecido vestida de blanco cuando suhijo se dirigía al cadalso entre elescarnio de la muchedumbre— habíasido para que pudiera dejar la vida sinmiedo y sin angustia, para ayudarle abien morir con la seguridad embusterade que antes del ajusticiamiento llegaríael indulto imperial. Pensé esto y penséque, del mismo modo, era unaingenuidad novelera pensar que mimadre se había pasado la vidahablándome de Manuel Mena porque

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para ella no hubiese destino más altoque el de Manuel Mena, porque quisieraescribir mi destino con el destino deManuel Mena, porque quisiera que yodiese la talla y estuviese a la altura yfuese digno de mi nombre y de mi falsaestirpe patricia; no, volví a pensar: lomás probable es que mi madre sehubiera pasado la vida hablándome deManuel Mena porque con Manuel Menao con la muerte de Manuel Mena habíacomprendido hasta quedarse sinlágrimas que es mil veces preferible serUlises que ser Aquiles, vivir una larga

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vida mediocre y feliz de lealtad aPenélope, a Ítaca y a uno mismo, aunqueal final de esa vida no aguarde otra, quevivir una vida breve y heroica y unamuerte gloriosa, que es mil vecespreferible ser el siervo de un siervo enla vida que en el reino de las sombras elrey de los muertos, y porque necesitabao porque le urgía que yo locomprendiese. Y pensé también quetambién era una ingenuidad (además deuna presunción) creer que la condesaEsterházy había escrito a su hijo, y talvez la madre de Manuel Mena al suyo, y

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que en cambio mi madre no habíaconseguido escribirme a mí, de prontome di cuenta de la arrogancia pueril decreer que convirtiéndome yo en escritorhabía conseguido que mi madre no meescribiese, rebelarme contra mi madre,evadirme del destino en el que,sabiéndolo o sin saberlo, ella habíaquerido confinarme; la verdad, pensé,era precisamente la contraria: que nohabía habido ninguna rebelión, que mimadre había impuesto su voluntad, queyo no había sido el heroico y efímero yradiante Aquiles sino el longevo y

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mediocre y leal Ulises, que al ser Uliseshabía sido exactamente lo que mi madrehabía querido que fuese y que alhacerme escritor había hechoexactamente lo que mi madre habíaquerido que hiciese, que yo no me habíaescrito a mí mismo sino que había sidoescrito por mi madre, comprendí que mimadre me había hecho escritor para queno fuera Manuel Mena y para quepudiera contar su historia.

—¿Qué estás pensando, Javi? —volvió a preguntar mi madre.

Esta vez le dije la verdad.

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—Que quizá debería escribir un librosobre Manuel Mena —dije.

Mi madre suspiró, y en ese momentopensé que hay mil formas de contar unahistoria, pero sólo una buena, y vi o creíver, con una claridad de mediodía sinsombra de nubes, cuál era la forma decontar la historia de Manuel Mena.Pensé que para contar la historia deManuel Mena debía contar mi propiahistoria; o, dicho de otro modo, penséque para escribir un libro sobre ManuelMena debía desdoblarme: debía contarpor un lado una historia, la historia de

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Manuel Mena, y contarla igual que lacontaría un historiador, con el desapegoy la distancia y el escrúpulo deveracidad de un historiador,ateniéndome a los hechos estrictos ydesdeñando la leyenda y el fantaseo y lalibertad del literato, como si yo no fuesequien soy sino otra persona; y, por otrolado, debía contar no una historia sino lahistoria de una historia, es decir, lahistoria de cómo y por qué llegué acontar la historia de Manuel Mena apesar de que no quería contarla niasumirla ni airearla, a pesar de que

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durante toda mi vida creí haberme hechoescritor precisamente para no escribir lahistoria de Manuel Mena. Mi madredijo:

—Lo que no entiendo es cómo es quetodavía no has escrito ese libro.

Me giré para mirarla; ella medevolvió una mirada neutra.

—Eres escritor, ¿no?—¿Y si no te gusta lo que lees?Contestó a mi pregunta con otra

pregunta:—¿No me digas que ahora escribes

tus libros para que me gusten a mí? —

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Un destello de ironía relució en sus ojos—. A buenas horas mangas verdes.

Volvimos a quedarnos callados.Seguía oyendo voces, ruidos de pasos,algún golpe, pero ya no procedían denuestro piso sino del piso superior, oeso me pareció. En medio del silencioen penumbra de aquel palacioabandonado debíamos de parecer dospersonajes de película de Antonioni, oquizá dos estrafalarios concursantes deuna estrafalaria versión de GranHermano. Oí pasos que se acercaban ala habitación y pensé de nuevo en

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fantasmas. La puerta se abrió. Era mimujer.

—Tenéis que subir a ver la casa —dijo—. Es una maravilla.

Cortés apareció junto a ella con unasonrisa entusiasta. Mi madre se levantóy dio dos pasos precipitados hacia él,que tuvo que sujetarla para que no dieseun traspié. Preví lo que iba a pasar, perono hice nada por evitarlo.

—No sabe usted cuánta ilusión me hahecho estar aquí —dijo mi madre,cogiendo a Cortés de las manos—.Nunca pensé que algún día iba a ver el

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sitio donde murió mi tío Manolo. —Indefectiblemente añadió—: Se loagradezco muchísimo.

La última frase borró la sonrisa deCortés, que abrió la boca bajo sumostacho para protestar y me miróatónito mientras, reprimiendo unacarcajada, mi mujer tomaba del brazo ami madre y se la llevaba del comedor.Le pedí comprensión a Cortés con lamirada, y él sacudió a un lado y a otro lacabeza, derrotado, y echó a andar detrásde mi mujer y mi madre.

Precedidos por Cortés, subimos hasta

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la segunda planta. Allí, surgiendo de lassombras con una linterna encendida, senos unió Josepa Miró, y durante largorato los cinco vagamos por la oscuridadde la casa. Guardo recuerdos precisos,parciales e inconexos de aquel paseo.Recuerdo una serie inagotable de salas ysalones dormitando en una penumbrasilenciosa de puertas esmeriladas yrelojes de péndulo detenidos en horasarbitrarias y armarios señorialesrepletos de papeles, libros antiguos ycarpetas de cuero repujado. Recuerdo unlujo decadente de espesos cortinajes de

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terciopelo y sofás de raso verde ycanapés de seda fucsia y escudosnobiliarios y habitaciones secretas o queparecían secretas y cocinas y despensasllenas de cascotes. Recuerdodormitorios donde se acumulaban camasde bronce con dosel y baldaquino ycunas de maderas nobles y mesillas denoche y somieres esqueléticos yparagüeros vacíos y percheroshuérfanos. Recuerdo una capilladecorada con frescos que representabana los cuatro evangelistas, y recuerdo aJosepa Miró y a Cortés señalando las

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caras rayadas de los evangelistas yexplicando que habían sido víctimas dela furia anticlerical de los libertariosque confiscaron la casa al empezar laguerra. Recuerdo una capilla y bancos yreclinatorios y órganos de iglesia ysantos encaramados en peanas oagazapados en hornacinas y crucifijos demarfil y madera y montones de imágenesdevotas. Recuerdo tapices quemostraban suntuosas escenas de caza(una jauría persiguiendo a un ciervo, unperro con un conejo recién apresado ensus fauces), y también recuerdo grandes

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espejos polvorientos y pianos de cola yfotografías enmarcadas y retratos alcarbón y al óleo de hombres y mujeresseguramente muertos y olvidados.Recuerdo todo eso y recuerdo a mimadre y a mi mujer caminando a milado, detrás de Cortés y de Josepa Miró,que nos abrían paso con la linterna deJosepa entre el esplendor ruinoso deaquella mansión abandonada, y recuerdolas siluetas y las voces y las risas de losvisitantes o los intrusos cada vez másnumerosos con los que nos cruzábamos ya quienes ninguno de nosotros saludaba,

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Cortés y Josepa tampoco, igual que si nolos conocieran o no los reconocieran oincluso no los vieran, igual que si fueranfantasmas y nosotros exploradoresperdidos en una selva de fantasmas.Pero sobre todo me recuerdo a mímismo eufórico, casi levitando desigilosa alegría con la certeza de quepor fin iba a contar la historia quellevaba media vida sin contar, iba acontarla para contarle a mi madre laverdad de Manuel Mena, la verdad queno podía o no me atrevía a contarle deotra forma, no sólo la verdad de la

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memoria y la leyenda y el fantaseo, queera la que ella había creado o habíacontribuido a crear y la que yo llevabaescuchando desde niño, sino también laverdad de la historia, la áspera verdadde los hechos, iba a contar esa dobleverdad porque contenía una verdad máscompleta que las otras dos por separadoy porque sólo yo podía contarla, nadiemás podía hacerlo, iba a contar lahistoria de Manuel Mena para queexistiera del todo, dado que sólo existendel todo las historias si alguien lasescribe, pensé, pensando en mi tío

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Alejandro, por eso iba a contarla, paraque Manuel Mena, que no podía vivirpara siempre en la volátil memoria delos hombres igual que el Aquilesheroico de la Ilíada, viviera al menos enun libro olvidado como sobrevive elAquiles arrepentido y melancólico de laOdisea en un rincón olvidado de laOdisea, contaría la historia de ManuelMena para que su historia desdichada detriple perdedor de la guerra (deperdedor secreto, de perdedordisfrazado de ganador) no se perdieradel todo, iba a contar esa historia,

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pensé, para contar que en ella habíavergüenza pero también orgullo,deshonor pero también rectitud, miseriapero también coraje, suciedad perotambién nobleza, espanto pero tambiénalegría, y porque en esa historia había loque había en mi familia y tal vez entodas las familias —derrotas y pasión ylágrimas y culpa y sacrificio—,comprendí que la historia de ManuelMena era mi herencia o la parte fúnebrey violenta e hiriente y onerosa de miherencia, y que no podía seguirrechazándola, que era imposible

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rechazarla porque de todos modos teníaque cargar con ella, porque la historiade Manuel Mena formaba parte de mihistoria y por lo tanto era mejorentenderla que no entenderla, asumirlaque no asumirla, airearla que dejar quese corrompiera dentro de mí como secorrompen dentro de quien tiene quecontarlas las historias fúnebres yviolentas que se quedan sin contar,escribir a mi modo el libro sobreManuel Mena era, pensé en fin, lo quesiempre había pensado que era, hacermecargo de la historia de Manuel Mena y

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de la historia de mi familia, perotambién pensé, pensando en HannahArendt, que ésa era la única forma deresponsabilizarme de ambas, la únicaforma también de aliviarme yemanciparme de ambas, la única formade usar el destino de escritor con el quemi madre me había escrito o en el queme había confinado para que ni siquierami madre me escribiese, para escribirmea mí mismo.

Todo esto pensé mientras vagaba casia oscuras con mi madre cogida de mibrazo y mi mujer vigilando que no

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tropezásemos, los tres siguiendo la luzque difundía la linterna de Josepa Mirópor las tinieblas de Ca Paladella, y endeterminado momento me dije que,puesto que iba a contar la historia deManuel Mena y a hacerme responsablede la parte mala de mi legado familiar,no tenía por qué hacerme responsabletambién de la buena o la no tan mala,que si cargaba con ese trozo fúnebre yviolento e hiriente y oneroso de miherencia no tenía por qué cargar con miherencia entera y estaba autorizado adecirle de una vez por todas la verdad a

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mi madre: que yo no era ni Stephen Kingni Bill Gates, y que cuando ella murieseme desharía de la casa de Ibahernando.Parado a la puerta de una habitacióndonde acababan de entrar Cortés yJosepa Miró, le anuncié a mi madre quetenía algo importante que decirle. Ellapermaneció en silencio, inmóvil.

—Es sobre la casa de Ibahernando —la preparé, tratando de prepararme.

Desde el umbral de la habitación mimujer nos animaba a entrar, pero mimadre hizo caso omiso de sus gestos y

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me dio un apretón cómplice en elantebrazo.

—Ah, entonces ya sé lo que es —dijoy, sin darme tiempo a preguntar, añadió—: Que no vas a vender la casa deIbahernando. Y que, cuando yo memuera, te quedarás con ella.

Perplejo, busqué su cara en laoscuridad, pero no la encontré; tampocome eché a reír. Sólo pensé en Ulises y enÍtaca y, casi agradecido, mentí:

—Me has adivinado el pensamiento,Blanquita.

Oímos la voz de Cortés llamándonos,

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seguimos a mi mujer y entramos en unaestancia relativamente grande que talvez había sido un despacho, o que loparecía, con una cortina tras la cual seabría una alcoba en la que sólo recuerdouna cama de matrimonio sin colchón yun aguamanil de cerámica. Allí estabainstalado, según explicó Cortés —osegún explicó Cortés que acababa deexplicarle su madre—, el quirófano deCa Paladella, la sala donde setenta ysiete años atrás Manuel Mena estuvo apunto de ser intervenido de urgencia.Mientras Cortés nos repetía las

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explicaciones de su madre sobre aquellugar, no pude evitar preguntarme quéhabría ocurrido si Manuel Mena nohubiera muerto en Ca Paladella, siaquella noche de septiembre de 1938aquel quirófano de campaña hubieseestado libre y el doctor Cerrada hubiesepodido operarlo y salvarlo. Oí ruidofuera, en el pasillo y las habitacionescontiguas, sólo que ya no me pareció unmurmullo aislado de pasos o de vocessino el runrún pululante de unamuchedumbre o de una selva defantasmas. Entonces me asaltó un

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pensamiento. «No murió —pensé—. Noestá muerto.» Un hilo de frío merecorrió la espalda. Intenté apartar esaidea de mi cabeza, pero no pude, igualque si no me perteneciese. «No estámuerto —volví a pensar—. Está aquí.»Y pensé: «Está aquí, todos están aquí,ninguno de los muertos de esta mansiónde los muertos murió. Nadie se ha ido.Nadie se va». Cortés seguía hablando,pero yo ya no le escuchaba, y poco apoco la euforia y la sigilosa alegría enque me sentía levitar se convirtieron enotra cosa, o tal vez fui yo quien sintió

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que se estaba convirtiendo en otro o queya se había convertido en otro, unaespecie de viejo y mediocre y felizUlises a quien aquella expedición porlas tinieblas de aquel caserón vacío enbusca del monarca de las sombrasacabara de revelarle el secreto máselemental y más oculto, más recóndito ymás visible, y es que no nos morimos,que Manuel Mena no había muerto, quemi padre no había muerto y que mimadre no iba a morir, eso pensé degolpe, o más bien lo supe, que nomorirían mi mujer ni mi hijo ni mi

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sobrino Néstor, que tampoco yo moriría,con un estremecimiento de vértigo penséque nadie se muere, pensé que estamoshechos de materia y que la materia no sedestruye ni se crea, sólo se transforma, yque no desaparecemos, nostransformamos en nuestrosdescendientes como nuestrosantepasados se transformaron ennosotros, pensé que nuestrosantepasados viven en nosotros comonosotros viviremos en nuestrosdescendientes, no es que vivanmetafóricamente en nuestra volátil

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memoria, pensé, viven físicamente ennuestra carne y nuestra sangre y nuestroshuesos, heredamos sus moléculas y consus moléculas heredamos cuanto fueron,nos guste o no, lo aborrezcamos o no, loasumamos o no, nos hagamos cargo o node ello, somos nuestros antepasadoscomo seremos nuestros descendientes,pensé, y en ese momento me abrumó unacerteza que no había sentido nunca,ahora pienso que podía haberla sentidoen cualquier otro momento, o mejor quedebería haberla sentido o por lo menosintuido, pero el hecho es que fui a

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sentirla por vez primera allí, en aquelantiguo quirófano de aquella mansiónabandonada de aquel pueblo perdido enla Terra Alta, junto a mi madre y mimujer y Cortés y Josepa Miró, sentí queestaba en la cima del tiempo, en lacumbre infinitesimal y fugacísima yportentosa y cotidiana de la historia, enel presente eterno, con la legiónincalculable de mis antepasados debajode mí, integrados en mí, con toda sucarne y su sangre y sus huesosconvertidos en mis huesos y mi sangre ymi carne, con toda su vida pasada

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convertida en mi vida presente,haciéndome cargo de todos, convertidoen todos o más bien siendo todos,comprendí que escribir sobre ManuelMena era escribir sobre mí, que subiografía era mi biografía, que suserrores y sus responsabilidades y suculpa y su vergüenza y su miseria y sumuerte y sus derrotas y su espanto y susuciedad y sus lágrimas y su sacrificio ysu pasión y su deshonor eran los míosporque yo era él como era mi madre ymi padre y mi abuelo Paco y mibisabuela Carolina, del mismo modo

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que era todos los antepasados queconfluyen en mi presente igual que unamuchedumbre o una legión innumerablede muertos o una selva de fantasmas,igual que todas las sangres quedesembocan en mi sangre viniendodesde el pozo insondable de nuestrainfinita ignorancia del pasado,comprendí que contar, que asumir lahistoria de Manuel Mena era contar yasumir la historia de todos ellos, queManuel Mena vivía en mí como vivíanen mí todos mis antepasados, eso pensétambién, y al final, borracho de lucidez

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o de euforia o de sigilosa alegría, medije que ésa era la última y mejor razónpara contar la historia de Manuel Mena,la razón definitiva, si había que contar lahistoria de Manuel Mena era sobre todo,me dije, para desvelar el secreto queacababa de descubrir en el reino de lassombras, en la profunda oscuridad deaquel palacio olvidado y ruinoso dondeempezó su leyenda y donde, entonces lovi como escrito en una radiante obramaestra nunca escrita, iba a acabar minovela, aquel secreto transparente segúnel cual, aunque sea verdad que la

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historia la escriben los vencedores y lagente cuenta leyendas y los literatosfantasean, ni siquiera la muerte essegura. Esto no se acaba, pensé. No seacaba nunca.

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NOTA DEL AUTOR

Algunas de las personas con las queestoy en deuda aparecen con susnombres y apellidos en las páginas deeste libro, pero son muchas más las queno aparecen en él; a riesgo de olvidar aalguna mencionaré a las siguientes: JoséLuis y Ramón Acín, Leandro Aguilera,Josep M.ª Álvarez, Francisco Ayala

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Vicente, Messe Cabús, Julián Casanova,Enrique Cerrillo, Julián ChavesPalacios, Luciano Fernández, PolGalitó, Antonio Gascón Ricao, RoqueGistau, Jordi Gracia, José Hinojosa,Anna Martí Centelles, Jorge Mayoral,Enrique Moradiellos, Sergi Pàmies,José Miguel Pesqué, José AntonioRedondo Rodríguez, Joan Sagués,Margarita Salas, Manolo Tobías, DavidTormo y los hijos de don Eladio Viñuelay doña Marina Díaz: Marina, JoséAntonio, Julio, José María y José Luis.A todos ellos, gracias. También quiero

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dar las gracias a mi viejo amigo RobertSoteras, que me acompañó por mediaEspaña siguiendo el rastro de ManuelMena y del Primer Tabor de Tiradoresde Ifni.

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Ninguna familia escapa asu herencia. Sobre los

vencedores y los vencidos,y los secretos que todos

callamos.

Esta es la novela que Javier Cercas sehabía estado preparando para escribirdesde que quiso ser novelista.

O desde antes.El monarca de las sombras narra la

búsqueda del rastro perdido de unmuchacho casi anónimo que peleó poruna causa injusta y murió en el lado

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equivocado de la historia. Se llamabaManuel Mena y en 1936, al estallar laguerra civil, se incorporó al ejército deFranco; dos años después muriócombatiendo en la batalla del Ebro, ydurante décadas se convirtió en el héroeoficial de su familia. Era tío abuelo deJavier Cercas, quien siempre se negó aindagar en su historia, hasta que se sintióobligado a hacerlo.

El resultado de esa indagación es unanovela absorbente, pletórica de acción,de humor y de emoción, que nos enfrentaa algunos de los temas esenciales de la

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narrativa de Cercas: la naturalezaradiante, poliédrica y misteriosa delheroísmo, la terca pervivencia de losmuertos y la dificultad de hacerse cargodel pasado más incómodo.

Exploración a la vez local y universal,

personal y colectiva, novelabelicosamente antibelicista, El

monarca de las sombras da una vueltade tuerca inesperada y deslumbrante a

la pregunta sobre la herencia de laguerra que Cercas abrió años atrás

con Soldados de Salamina.

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Javier Cercas (Ibahernando, 1962) esprofesor de literatura española en laUniversidad de Gerona. Ha publicadoocho novelas: El móvil, El inquilino, Elvientre de la ballena, Soldados deSalamina, La velocidad de la luz,Anatomía de un instante, Las leyes dela frontera y El impostor.

Su obra consta también de dosensayos, La obra literaria de GonzaloSuárez y El punto ciego, y de tresvolúmenes de carácter misceláneo: Unabuena temporada, Relatos reales y Laverdad de Agamenón. Sus libros han

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sido traducidos a más de treinta idiomasy han recibido numerosos premiosnacionales e internacionales, tres deellos al conjunto de su obra: el PremioInternazionale del Salone del Libro diTorino y el Premio FriulAdria, «Lastoria in un romanzo», en Italia, y el PrixUlysse en Francia.

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Edición en formato digital: febrero de 2017 © 2017, Javier Cercas© 2017, Penguin Random House GrupoEditorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona Diseño de portada: Penguin Random HouseGrupo Editorial / Nora GrosseFotografía de portada: © Ben Cauchi La fotografía del capítulo 1 pertenece a lacolección privada de la familia CercasLa imagen del capítulo 9 procede del ArchivoGeneral Militar de ÁvilaLa fotografía del capítulo 12 pertenece a la

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colección privada de Manuel Amarilla Penguin Random House Grupo Editorial apoya laprotección del copyright. El copyright estimula lacreatividad, defiende la diversidad en el ámbito de lasideas y el conocimiento, promueve la libre expresión yfavorece una cultura viva. Gracias por comprar unaedición autorizada de este libro y por respetar las leyesdel copyright al no reproducir ni distribuir ningunaparte de esta obra por ningún medio sin permiso. Alhacerlo está respaldando a los autores y permitiendoque PRHGE continúe publicando libros para todos loslectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos, http://www.cedro.org) sinecesita reproducir algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-397-3261-7

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Composición digital: M.I. Maquetación, S.L. www.megustaleer.com

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Índice

El monarca de las sombras

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

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Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Nota del autor

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Sobre este libro

Sobre Javier Cercas

Créditos