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EL ÁNGEL DE RINGO BONAVENA · Especialmente cuando los capataces se ponen pelotudos. A ver, Pedro..., ¿va a parar la pelea o no? —Me parece que no tengo ganas. No soy policía

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EL ÁNGEL DE RINGO BONAVENA

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excep-ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

© Raúl Argemí, 2012© EDEBÉ, 2012Paseo San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

Diseño de la cubierta: Kira Riera Contijoch

Primera edición: febrero de 2012

ISBN: 978-84-683-0431-1Depósito Legal: B. 32180-2011Impreso en EspañaPrinted in Spain

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Para Cristina Fallarás, Marina, Lucas y Pepa, por la vida.

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Cuando suena el gong, te quitan hasta el banquito.

Ringo Bonavena

Ringo Bonavena más que un boxeador fue un perso naje, querido y odiado por partes iguales en toda Iberoamérica, hasta su muerte de un balazo en el corazón. Nunca fue campeón del mundo, pero fue uno de los pocos que man- dó a la lona a Muhammad Ali, alias Cassius Clay. Como todos los que dejan el anonimato por méritos propios, en-gendró muchas leyendas y, al final, aunque el protago-nista lo quiera o no, lo que queda son las le yendas.

Ésta no es la historia de su carrera ni de su vida, es la le-yenda. Una leyenda que cuenta cuánto tuvo que ver con su ángel de la guarda, un ángel tan duro como él.

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La película comenzaba en el paraíso

Era el veintidós de mayo de 1976, y esa puerta del Mus-tang Ranch tenía que estar abierta, no cerrada. Ringo

Bonavena no estaba para aceptar obstáculos y barreras propias de la mala leche o los celos de algunos. Por eso empujó y aporreó la reja que le cerraba el paso. Uno no llega tarde a una cita con una mujer, y menos cuando lo que está en juego es mucho.

Miró hacia los costados y alcanzó a divisar la silueta de uno de los vigilantes en el puesto que controlaba ese lado del burdel y sala de entretenimientos: el club de Reno, Nevada, donde ya estaba cansado de matarse a trompadas con tarados que venían de vuelta, para divertir a cuatro hijos de puta que podían pagarse la cena con es-pectáculo.

Le gritó y le hizo señas para que abriera de una vez, y entonces le pareció ver, por el brillo sobre el metal, que el tipo levantaba un arma. La silueta, allá adelante, se mo-vió como si se perfilara con guardia de diestro, el perfil izquierdo hacia delante, igual que cuando él iba a cazar al campo.

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Vio el rifle, que repetía a su manera los destellos del cartel de neones donde se podía leer Mustang Ranch des-de buena distancia, y se dijo que lo estaba confundiendo con algún otro, que «no se va a animar».

Entonces sintió el golpe en el pecho. Casi al mismo tiempo que el sonido del disparo.

Primero fue el estupor.«Estas cosas a mí no me pasan. ¿Cómo me van a matar

en Norteamérica?» Pero enseguida Ringo supo que era verdad eso que di-

cen de que en los últimos momentos toda la vida te pasa delante de los ojos como una película.

También pudo ver, con asombro, que la película que re-cordaba desde niño comenzaba con una toma previa a to- do. Algo que llegaba, tarde, para confirmarle muchas cosas.

El viejo, con el sombrero aludo echado sobre los ojos, ru-mia sus pensamientos mientras vigila el cordero que tiene en el asador. En torno al fuego, cada uno en lo suyo. Je-sús cebando mate por turno, su amigo el Bueno que ensa-ya, con desgana, como por obligación, un trenzado con tientos que más parece un embrollo que un trenzado, y Pedro, el capataz, que se deja estar soñoliento, tal vez con ganas de estar haciendo otra cosa.

Jesús le pasa un mate al viejo:—Largue el entripado, padre, que si no se le pudre

adentro.—Sos perspicaz, che. Ni que fueras hijo mío —le res-

ponde con ironía.—Si usted lo dice...—Es por esta guerra. No me gusta nada. No tienen de-

cencia. Campos de concentración, judíos gaseados en serie, como en una fábrica, bombas de fósforo... No, si... a veces me pregunto para qué existe la gente.

—Ya ve, si hasta perdieron la cuenta y la llaman la se-gunda.

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—Menos mal que te viniste a tiempo, si no, estos mal paridos te hacían jabón —comenta, devolviendo el mate; y va a agregar algo más cuando llegan a sus oídos los gritos de la pelea. Ahoga un bufido y aparta la vista del cordero para decidir a quién manda a detener la trifulca.

Jesús está cebando mate y el Bueno no sirve para mu-cho, así que se inclina por Pedro, su capataz.

—Pedro, usted vaya a parar esa bronca y me trae al cul-pable, que ya me huelo quién es y me tiene harto.

—Esto sí que tiene gracia —masculla el capataz—. Di-cen por ahí que usted todo lo sabe y todo lo puede... pero me tiene que mandar a mí, que tengo que caminar.

—¿Ves, Jesús? —dice el viejo, conteniendo un mal humor creciente—. Si querés conocer a Pedrito, dale un carguito.

—Ése es un dicho anarquista —acota Jesús.—Si no tuviera tantos compromisos, ya me gustaría.

Especialmente cuando los capataces se ponen pelotudos. A ver, Pedro..., ¿va a parar la pelea o no?

—Me parece que no tengo ganas. No soy policía en esta estancia...

—Si hay algo que no aguanto es la desobediencia, así que ahora se va a joder —dice el viejo y hace un gesto cor-to con la mano—. Ahí que se me va a quedar, por lengua larga.

Desde el suelo, convertido en sapo, Pedro se desgañita croando, pero nadie lo mira, porque ya conocen el genio del viejo cuando el día se le cruza. Tal vez por eso, por las dudas, el Bueno sale a la carrera a cumplir con un recado que no era para él.

El viejo acepta otro mate, le arrima unos palitos al fue-go, y suspira, sin mirar al sapo que desde el suelo croa protestando.

—Me va a perdonar, padre, pero Pedro tiene sus razo-nes —dice Jesús, con todo respeto—. Usted a veces se pone muy susceptible.

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—Ya te dije, es por la guerra. Trabajo como un burro para nada. Y hablando de burros... Ahí vienen los dos, el quilombero y tu amigo el ladrón, el Bueno.

Es cierto. El Bueno llega trotando, dos pasos por detrás de un ángel corpulento, con un ojo morado y las plu- mas de las alas en desorden.

El viejo se requinta el sombrero, echa otro palito al fue-go con un gesto contrariado y se observa las botas un rato, antes de levantar la mirada.

El ángel parece joven, y tiene músculos largos, de pe-leador callejero. No se siente a gusto delante del Gran Viejo; se huele la bronca.

—Me tenés cansado con eso de agarrarte a trompadas a cada rato. ¿Vos no sabés que en el Paraíso no andamos a las patadas, pedazo de burro? ¿Me estás tomando para la joda, vos?

El ángel se ve venir el castigo y trata de defenderse:—Perdóneme, Jefe, pero... cuando algunos empiezan a

decir pavadas, que yo me merecía ser santo, pero Dios es injusto, y cosas por el estilo, no me aguanto y terminamos a las trompadas. Eso es lo que pasa, Jefe...

—Cuando necesite quien me defienda te voy a llamar, pero... ¡No me llames Jefe, que acá ya se sabe que son to-dos iguales menos yo!

Entonces Dios devuelve el mate a Cristo, empieza a ca-minar hacia el Este del Paraíso, y al pasar arranca una pata de cordero entera. El sapo se le cruza en el camino y, sin mirar, lo revolea de un puntapié.

—Vos, vení conmigo —ordena al ángel—. Vení conmigo que tenemos que hablar en privado.