72
Editorial Gente Nueva Colette

El niño enfermo - papalotero.bnjm.cupapalotero.bnjm.cu/autores/121/864/864.pdf · 8 cincuenta y dos pequeñas cartas gla-seadas, encuadradas y fileteadas de oro, como el revestimiento

Embed Size (px)

Citation preview

1

Editorial Gente Nueva

Colette

2

Tomado de: Colette, Gribiche. Argentina,Editorial Lautaro, 1958Edición: Mirta Andreu DomínguezDiseño: María Elena Cicard QuintanaIlustraciones: Angele Michel González-BuenoTomásCubierta: Armando Quintana GutiérrezCorrección: Dania Y. Ferrándiz PeñaComposición: Nydia Fernández Pérez

© Sobre la presente edición: Editorial GenteNueva, 2005

ISBN 959-08-0685-6

Instituto Cubano del Libro, Editorial GenteNueva, calle 2 no. 58, Plaza de la Revolución,Ciudad de La Habana, Cuba

3

El niño que debía morir quiso apoyarseun poco más alto en su almohada, perono lo logró.1 La madre oyó su ruego sinpalabras, y lo sostuvo. Una vez más, elniño prometido a la muerte tuvo biencerca del suyo el rostro maternal quecreía no mirar ya; los cabellos castañosestirados sobre las sienes, como los delas niñitas de antaño; las mejillas lar-gas apenas empolvadas, un poco des-carnadas; el ángulo muy abierto de losojos pardos, tan seguros de dominar sus1Sidonie Gabrielle, Colette (Francia, 1873-1954),autora de este cuento, ha devenido un clásicode la literatura universal. (Todas las Notas sondel Editor, salvo indicación de lo contrario.)

4

5

inquietudes que muchas veces olvida-ban vigilarse…

—Estás rosado esta noche, mi chiqui-llo —dijo ella alegremente.

Pero en sus ojos pardos seguían es-tampados una fijeza y un temor que elchiquillo conocía muy bien.

Para no tener que levantar su nucadébil, llevó al ángulo de los párpados suspupilas de grandes iris verde mar, y rec-tificó gravemente:

—Estoy rosado por la pantalla.La señora Mamá miró a su hijo con

dolor, reprochándole interiormente queborrase con una frase ese color rosadoque le veía en las mejillas. Él había cerra-do los ojos, y las señales del sueño ledevolvían su rostro de niño de diez años.“Cree que duermo”. La madre se apartódel pálido chiquillo, dulcemente, y comosi temiera que él sintiese la ruptura delhilo de la mirada. “Cree que lo creo dor-mido…”

6

Muchas veces jugaban a engañarse deese modo: “Cree que no me duele”, pen-saba Jean, y las pestañas se le encogíande sufrimiento sobre los pómulos. En-tretanto, la señora Mamá pensaba: “¡Québien sabe imitar a un niño que no sufre!Otra madre se engañaría. Pero yo…”

—¿Te gusta este olor de lavanda quevaporicé? Huele bien tu cuarto.

El niño asintió sin hablar; el hábito yla obligación de economizar las fuerzaslo habían dotado a la larga de un reper-torio de signos pequeñísimos, de unamímica delicada y complicada como ellenguaje de los animales. Era muy dies-tro en hacer un uso fabuloso y paradó-jico de sus sentidos.

Para él las cortinas de muselina blan-ca, castigadas por el sol desde las diezde la mañana, producían un sonido ro-sado, y la encuadernación de un anti-guo Viaje por las riberas del Amazonas,despellejado, en becerro rubio, ofrecía a

7

su espíritu un sabor de panqueque ca-liente… El deseo de beber se expresabamediante tres “caídas” de párpados.Comer… ¡oh, ya no pensaba en el deseode comer! Las demás necesidades delcuerpecito laxo y enflaquecido tenían sumuda y púdica telegrafía. Pero todo loque podía llevar aún —en una existen-cia de niño condenado—, el nombre desuperfluo, de placer y de juego, conser-vaba una devoción a la palabra huma-na, buscaba términos justos y variados,al servicio de una voz armoniosa y comomadurada por el prolongado mal, apenasmás aguda que una voz de mujer. Jeanhabía elegido las palabras que conveníanal juego de damas, al “solitario” conste-lado de bolitas de vidrio, al boliche, auna cantidad de entretenimientos endesuso en los que entraban el marfil, lamadera de limonero y la marquetería.Otros vocablos, en su mayoría secretos,se aplicaban al juego de barajas suizo,

8

cincuenta y dos pequeñas cartas gla-seadas, encuadradas y fileteadas de oro,como el revestimiento en madera de unsalón. Las reinas estaban tocadas comopastoras, con sombreros de paja realza-dos con una rosa, y las sotas-pastoresusaban cayado. A causa de los reyes bar-budos, rubicundos y de duros ojillos depropietarios montañeses, Jean había in-ventado un “solitario” que excluía a loscuatro monarcas rústicos.

“No”, pensó, “mi cuarto no huele ver-daderamente bien. No es la misma la-vanda. Me parece que, en otro tiempo,cuando vivía levantado… Pero tal vez mehaya olvidado”.

Montó una nube de olor que posaba alalcance de sus pequeñas narices blan-cas y apretadas, y se alejó rápidamente.Su vida en el lecho le proporcionaba todoslos deleites de la enfermedad, compren-dida la dosis de malicia filial de que losniños creen no poder privarse jamás, y

9

él no suministraba ninguna informaciónal respecto.

A horcajadas sobre la nube perfuma-da, erraba por el aire de la habitación;después, se aburrió de estar allí, se eva-dió por el montante de vidrio opaco ytomó por el corredor, seguido en su vuelopor el de una gruesa polilla de plata queestornudaba en la estela de la lavanda.Para dejarla atrás, apretó entre las ro-dillas los flancos de la nube de olor, conun vigor y una habilidad de jinete quele negaban, en presencia de los sereshumanos, sus largas piernas inertes deniño semiparalizado. Evadido de su vidapasiva, sabía cabalgar, atravesar mura-llas; sabía, sobre todo, volar. El cuerpo,inclinado como el del buzo que desciendea través de las ondas, horadaba perezo-samente, de frente, un elemento cuyosrecursos y resistencias conocía. Con losbrazos abiertos, le bastaba poner de tra-vés uno u otro para modificar la dirección

10

de su vuelo, y con un ligero movimiento decaderas, evitaba el encontronazo delaterrizaje. De todos modos, aterrizabaen contadas ocasiones.

Cierta vez se había dejado descenderimprudentemente, demasiado cerca dela tierra, encima de una pradera don-de pastaban vacas. Tan cerca de la tierra,que tuvo junto a su cara una hermosafaz asombrada de vaca rubia, con suscuernos en medialuna, con sus ojos quereflejaban al niño volador como doslentes de aumento, en tanto que losdientes de león en flor, a la altura dela hierba, venían a su encuentro y seagrandaban como pequeños astros…Había tenido tiempo de apoyarse contodos los dedos sobre los altos cuernospara volver a lanzarse, reculando, porlos aires, y se acordaba todavía de la ti-bieza de los cuernos lisos, de su puntaembotada y como acogedora. El ladridodel perro pastor, mojado de rocío, que

11

acudía al trote para proteger a su vaca,se fue perdiendo a medida que el niñovolador volvía a elevarse en su cielo fa-miliar.

Jean recordaba muy claramente queesa mañana había debido hacer fuerzacon sus brazos remeros para desandarcamino a través de un amanecer de co-lor azulado, planear sobre una ciudaddormida y caer sobre su lecho laquea-do, y que al hundirse en este había su-frido un fuerte dolor, un dolor tenaz, quele ardía en los costados, le atenazaba alo largo de los fémures, un dolor tal queno había podido ocultar, a la penetran-te ternura de la señora Mamá, las doshuellas nacaradas de sus lágrimas…

—¿Mi chiquillo ha llorado?—En sueños, señora Mamá, en sue-

ños…La nube de olor agradable llegó rápi-

damente al extremo del corredor, y arre-metió contra la puerta que daba accesoa la cocina.

12

—¡Epa, epa! ¡Qué bruta! ¡Ah, esas la-vandas cruzadas con serpol!1 Le destroza-rían a uno la cara si no las sujetase. ¿Asíse atraviesa una puerta de cocina?

Apretaba entre las rodillas, duramen-te, a la nube arrepentida, y la guiabapor la región superior de la cocina, en-tre el aire entibiado que secaba la cola-da cerca del cielo raso. Inclinando lafrente para pasar entre dos paños deropa, Jean seccionó diestramente elcinturón de un delantal y lo pasó a modode brida por la boca de la nube. Una bocano es siempre una boca, pero una bridaes siempre una brida, y poco importa loque refrena.

—¿Adónde vamos? Tenemos que es-tar de vuelta a la hora de la cena, y yaes tarde… Apretemos el paso, Lavande,apretemos el paso…

1Serpol: Especie de tomillo de tallos rastreros yhojas planas y obtusas.

13

Una vez franqueada la puerta de ser-vicio, se divirtió en bajar la escalera, decabeza, y después se ayudó resbalandoalgunos trechos sobre la espalda. Lanube de lavanda, despavorida ante loque le pedían, resoplaba un poco. “¡Oh,gorda potranca de montaña!”, decía elniño, y estallaba en carcajadas, él, queen su vida recluida, no reía jamás. Ba-jando alocadamente, al pasar, dio unostirones a los pelos entreverados de unperro de la casa, el que sabía, segúndecían, llegar hasta la acera, “hacer susnecesidades solo”, volver a subir hastael departamento y arañar la puerta. Sor-prendido por la mano de Jean, el perroladró y se apretó contra la baranda.

—¿Vienes con nosotros, Riki? Te llevoa la grupa.

Con una pequeña mano poderosa, le-vantó al perro, lo arrojó sobre la grupahinchada y vaporosa de la lavanda, queespoleaba por los dos talones desnudosy rodó por los dos últimos tramos. Pero

14

una vez allí, el perro, presa de espanto,bajó de un salto de la grupa-edredón yregresó, aullando, hasta la casa.

—¡No sabes lo que te pierdes! —le gri-tó Jean—. Yo también tenía miedo enlos primeros tiempos, pero ahora…¡Mira, Riki!

Caballero y cabalgadura se abalanzaronhacia la maciza puerta de la calle. Paraasombro de Jean, no chocaron contra elmaleable obstáculo de complaciente ro-ble, de herrajes fundibles, de gruesoscerrojos que decían: “Sí, sí”, deslizán-dose suavemente dentro de sus cajas;encontraron la inflexible barrera de unavoz firmemente cincelada que susurra-ba: “Se ha dormido…”

Sofocado por el choque, profundamen-te consternado, Jean percibió la cruelconsistencia de las dos palabras: “Se ha,Seá, Seá”, más cortantes que una hojade cuchillo. Junto a ellas, la palabra“dor… mi… do” yacía quebrada en trespedazos.

15

16

“Dor… mi… do”, repitió Jean. “Se aca-bó el paseo a caballo, ¡aquí está el Dor…mi… do, hecho una pelota! Adiós, adiós…”

No alcanzó a preguntarse a quién lan-zaba este adiós. El tiempo lo apremiabahorriblemente. Le causaba aprensión elaterrizaje. A la nube rendida le flaquea-ban las cuatro patas que jamás habíatenido; antes de dispersarse en fríasgoticas, arrojó a su caballero, haciendogirar los lomos que no existían al valledel lecho laqueado, y Jean volvió a ge-mir al contacto brutal…

—Dormías tan bien… —dijo la voz dela señora Mamá.

Una voz, pensaba su chiquillo, todaentremezclada de líneas rectas y de lí-neas curvas —una curva, una recta—,una línea seca, una línea húmeda… Perojamás trataría de explicárselo a la seño-ra Mamá.

Primero, porque no lo comprendería;después, porque hay que tratar de noinquietar a la señora Mamá.

17

—Te despertaste quejándote, querido,¿sentías dolor?

Él lo negó, agitando de derecha aizquierda su delgado índice, blanco ycuidado. Además, el sufrimiento se cal-maba. A fin de cuentas, estaba acostum-brado a desplomarse sobre esa camitaun tanto arisca. ¿Y qué se podía espe-rar de una gorda nube inflada y de susmodales de aldeana perfumada?

“La próxima vez”, pensó Jean, “mon-taré el gran Patinadero”. Así se llama-ba, a la hora de los párpados cerrados ydel cartón deslizado entre la bombillaclara y la pantalla, un inmenso corta-papel niquelado, tan grande que en lu-gar de una sola m le hacían falta dos y amenudo tres para su calificativo.

—Señora Mamá, ¿quiere acercar unpoco más bajo la pantalla al gran Pat…,quiero decir, el gran cortapapel? Muchasgracias.

Para preparar cómodamente su próxi-mo paseo, Jean volvió la nuca sobre la

18

almohada. Le cortaban muy cortos pordetrás los cabellos rubios, para evitarque se le enredasen. La parte superiorde la cabeza, las sienes y las orejas lastenía cubiertas de rizos de un rubio dul-ce, vagamente verdoso, un rubio de lunainvernal, que armonizaba con el verdemar de sus ojos, con su rostro blancocomo un pétalo.

“¡Qué hermoso es!”, murmuraban lasamigas de la señora Mamá. “Tiene unparecido notable con el Aguilucho…” Aloír esto, la señora Mamá sonreía de des-dén, sabiendo perfectamente que elAguilucho, un poco belfo, como su ma-dre la emperatriz, habría envidiado loslabios unidos, arqueados, afilados en lascomisuras, que embellecían a Jean…Decía con altivez: “Tal vez tenga algo...,sí, en la frente... ¡Pero, a Dios gracias,Jean no es tuberculoso!”

En cuanto ella, con una mano experta,le acercó la lámpara y el gran cortapapel,

19

Jean verificó la presencia, sobre la largahoja cromada, de un reflejo rosado comode nieve en la aurora, salpicado de azul;un deslumbrante paisaje con sabor amenta.

Después, apoyó la sien izquierda so-bre la firme almohada, escuchó el ru-mor de gotas y de fuentes que cantabanlas hebras de crin blanca en el interiordel almohadón, bajo el peso de su cabe-za, y entrecerró los ojos.

—Pero, mi chiquillo, ya va a ser la horade tu cena... —dijo con vacilación la se-ñora Mamá.

El niño enfermo sonrió a su madre conindulgencia. Hay que perdonarles todoa las personas sanas. Además, se sen-tía aún vagamente molido a consecuen-cia de la caída. “Tengo tiempo de sobra”,pensó, y acentuó su sonrisa, con riesgode ver a la señora Mamá —ante ciertassonrisas demasiado acabadas, demasia-do cargadas de una serenidad a la que

20

prestaba por su cuenta determinadosentido— perder el dominio y salir pre-cipitadamente del cuarto, chocando con-tra el batiente de la puerta.

—Si no te importa, querido, yo comerésola en el comedor, cuando tú hayasterminado tu cena en la bandeja...

“Sí, sí”, respondió el pequeño índiceblanco y condescendiente, plegándosedos veces.

“Ya lo sabemos, ya lo sabemos”, dije-ron igualmente los dos párpados bordea-dos de pestañas, guiñando también dosveces. “Sabemos lo que es una señoraMamá demasiado sensible, a cuyos ojossube de pronto un par de lágrimas, comoun par de piedras preciosas… Bien quehay piedras preciosas para las orejas…Pendientes para los ojos, la señoraMamá tiene pendientes para los ojoscuando piensa en mí. Pero, ¿no se acos-tumbrará nunca a mí…? ¡Qué poco ra-zonable es…!”

21

En cuanto la señora Mamá se inclinósobre él, levantó los brazos, libres detrabas, y se suspendió ritualmente delcuello maternal, que se irguió orgullo-samente cargado y alzó el delgado cuer-po del niño demasiado alto, el fino bustoseguido de las largas piernas, inertesahora, pero que sabían apretar y do-minar los flancos de una nube espan-tadiza...

Luego la señora Mamá contempló unmomento su graciosa obra inválida, sen-tada contra un duro almohadón en for-ma de pupitre, y exclamó:

—¡Muy bien! Tu bandeja viene ense-guida. De paso, voy a apresurar a Man-dore, que nunca es puntual. Y volvió asalir.

“Sale, entra... Sobre todo, sale. Noquiere apartarse de mí, pero no cesa desalir de mi cuarto. Va a secarse su parde lágrimas. Tiene centenas de razonespara salir de mi cuarto; si por casualidad

22

le faltaran, yo le ofrecería mil… Mandorejamás se atrasa”.

Torciendo la nuca con precaución, vioentrar a Mandore. ¿No era justo e inevita-ble que, ventruda, dorada, resonante a todogolpe, armoniosa en virtud de su bella voz,de sus ojos lustrados como la madera pre-ciosa de los violines, esa fuerte sirvientarespondiera al nombre de Mandore? “Si nofuera por mí, todavía estaría llamándo-se Angelina”, pensaba Jean.

Mandore atravesó el cuarto, su falda derayas amarillas y pardas vibró, al rocede los muebles, con amplios sonidos deviolonchelo que Jean era el único en per-cibir. Colocó, atravesada en el lecho, lamesita de patas bajas, cubierta con unmantelito bordado, que sostenía un ta-zón humeante.

—Aquí está esa cena.—¿Qué hay?—Primero la fosfatina, ¡qué pregunta!

Después… Ya lo verá…

23

El niño enfermo recibió en todo sucuerpo semiacostado la confortación deuna mirada espiritosa y castaña, vasta,refrescante: “¡Qué bien sabe esta cer-veza castaña de los ojos de Mandore! ¡Yqué buena es ella conmigo…! ¡Qué bue-nos son todos conmigo…! Si pudierancontenerse un poco…” Abrumado por elpeso de la bondad universal, cerró losojos, y los volvió a abrir al oír el tintineode las cucharas. Cucharas para medici-nas, cucharas para sopas, cucharaspara entremeses…

A Jean no le gustaban las cucharas, aexcepción de una extraña cuchara deplata de largo mango torcido, que ter-minaba bruscamente en una pequeñaarandela labrada. “Es para aplastar azú-car”, decía la señora Mamá. “¿Y la otrapunta de la cuchara, señora Mamá?” “Nolo sé bien. Creo que era una cucharapara ajenjo…” Y casi siempre su miradaresbalaba en ese momento hacia una

24

fotografía del padre de Jean, el maridoque había perdido tan joven, “tu queri-do papá, mi Jean”, y que Jean designa-ba fríamente con las palabras —palabraspara el silencio, para el secreto— : “Eseseñor colgado en el salón”.

Aparte de la cuchara para ajenjo —ajen-jo, ajenjo, jenjibre, santa jenjibre— a Jeansolo le gustaban los tenedores, demonioscuatros veces cornudos, en los que seempalaban las landrecillas1 de cordero,un pescadito convulsionado en su fritu-ra, un cuadrante de manzana y sus ojosde pepitas, una medialuna de albarico-que en cuarto creciente, escarchada deazúcar…

—Jean, querido, abre el piquito…Él obedeció cerrando los ojos, bebió un

remedio casi insípido, salvo una pasa-jera pero inconfesable insulsez que ocul-taba lo peor… En el secreto de su voca-bulario, Jean llamaba a esta medicina1Landrecillas: Pedacitos redondos de carne.

25

“la quebrada de los cadáveres”. Peronada hubiera podido arrancarle, arro-jar jadeantes, a los pies de la señoraMamá, sílabas tan horrendas.

Siguió, inevitable, la sopa fosfatada,granero mal barrido, calafateado de vie-ja harina en los rincones. Pero a esta selo perdonaba todo, en homenaje a lo queflotaba de irreal sobre la papilla clara:un hálito floral, el polvoriento perfumede los ancianos que Mandore comprabapor manojos en la calle, en julio, paraJean…

Un cubito de cordero asado pasó rápi-damente. “Corre, cordero, corre; te pon-go buena cara, pero baja como una bolahasta mi estómago, no te masticaría pornada en el mundo: tu carne bala toda-vía, ¡y no quiero saber que eres rosadopor dentro!”

—Te veo comer muy rápido esta no-che, ¿verdad, Jean?

La voz de la señora Mamá caía desdelo alto de la penumbra, tal vez desde la

26

cornisa de yeso moldeado en conchillas,tal vez desde el gran armario... Una be-nevolencia particular de Jean concedíaa la señora Mamá el poder de alcanzar,en lo alto del armario, un clima que erael de la ropa blanca de la casa. Llegahasta allí por medio de la escalera do-ble, se torna invisible detrás de la hojade la derecha, y vuelve a bajar cargada degrandes lajas de nieve, arrancadas de lacumbre. Su ambición se limita a esta co-secha. Jean va más lejos, más alto, selanza solo hacia cimas cándidas, penetraen un par impar de sábanas, reaparece enel pliegue bien cilindrado de un par par—¡y qué patinadas, qué vértigos entre lasrígidas servilletas adamascadas!—; ysobre tal o cual cúspide de follajes satina-dos y guardas griegas, ¡qué manera demordisquear tallos de lavanda seca, o susflores desgranadas, o grandes y cremo-sas raíces de lirios…!

27

Desde allí, vuelve a bajar, al alba, elcuerpo todo endurecido de frío, pálidoen su lecho, débil y malicioso.

¡Jean…! ¡Por Dios, otra vez se destapómientras dormía! ¡Mandore, pronto, unabolsa de agua caliente!

Por lo bajo, Jean se felicita de haberregresado siempre a tiempo, y anota enuna página invisible del carné ocultoen el punto activo y palpitante de su cos-tado, al que llama su “bolsillo del pecho”,las peripecias de su ascensión, la caídade las estrellas y el tintineo anaranja-do de las cimas tocadas por la aurora…

—Como ligero, señora Mamá, porquetengo hambre.

Pues él se conoce todas las mañas, ¿yacaso no enrojece de alegría la señoraMamá ante las palabras “tengo hambre”?

—Si es verdad, querido, lamento nodarte de postre nada más que mermeladade manzana. Pero recomendé a Mandore

28

que le agregase corteza de limón y unabarrita de vainilla para perfumarla.

Jean hizo frente, resueltamente, a lamermelada de manzana, ácida mucha-cha de provincia de unos quince añosque, como todas las muchachas de esaedad, solo sentía altanería y desdén por elchico de diez. ¿Pero acaso no le devolvíaél esos sentimientos? ¿No estaba arma-do contra ella? ¿No brincaba ágilmente,apoyándose en el bastón de vainilla?“Siempre, siempre demasiado corto estebastoncito”, murmuró, a su manera im-perceptible.

Mandore regresaba nuevamente, y sufalda panzona, de anchas listas, se infla-ba en tantas rajas como las de un melón.Al caminar hacía sonar —únicamentepara Jean—, tzromm, tzromm…, las cuer-das interiores que constituían el almamisma, la rica armonía de Mandore…

—¿Ya terminó la cena? Si traga tan li-gero le volverá a subir la comida. No eslo que acostumbra.

29

La señora Mamá de un lado, Mandoredel otro, se hallaban ambas junto a sucama. “¡Qué grandes son…! La señoraMamá ocupa poco espacio a lo ancho, ensu vestidito color de borra de vino. PeroMandore, aparte de su caja de resonan-cia, se ve aumentada por dos asas re-dondeadas, con sus manos apoyadas enla cintura”. Jean desafió, decidido, lamermelada de manzana, la dispersó so-bre el plato, la empujó en festones contrael filete dorado, y una vez más quedó zan-jado el asunto de la cena.

La noche invernal había descendidohacía ya mucho. Saboreando su mediovaso de agua mineral, el agua delgada,furtiva, ligera, que le parecía verde por-que la bebía de un cubilete verde páli-do, Jean calculaba que necesitaba aúnun poco de valor para cerrar su jornadade enfermo. Faltaba el aseo nocturno,los cuidados minuciosos e ineludibles,que exigían la ayuda de la señora Mamá

30

y aun —tzromm, tzromm— la asistenciasonora y alegre de Mandore; faltaba elcepillo de dientes, los guantes de espon-ja, el buen jabón y el agua tibia; las pre-cauciones conjugadas que preservan lassábanas de toda mojadura; faltabanlas tiernas inquisiciones maternales…

—Mi chiquillo, no puedes dormir así,tienes justamente encima el gran Gus-tave Doré1 encuadernado que te lasti-ma el costado y esta nidada de libritospor toda la cama, con sus esquinas pun-tiagudas… ¿No quieres que te acerquela mesa?

—No, señora Mamá, gracias; estoy muybien así.

Terminado el aseo, Jean luchaba con-tra la embriaguez de la fatiga. Pero cono-cía el límite de sus fuerzas, y no trataba1Gustave Doré (1832-1883), famoso diseñador,grabador y poeta francés, ilustró textos de la Bi-blia, Rebelais, Balzac, Cervantes, Dante, LaFontaine, entre otros.

31

32

de escapar a los ritos que preparaban lanoche y los prodigios que caprichosa-mente esta podía engendrar. Temía tansolo que la solicitud de la señora Mamáno prolongara más allá de lo posible laduración del día, no arruinara un edifi-cio material de libros, de muebles, unequilibrio de luz y de sombra, aseguradopor Jean y reverenciado, que le costabasus últimos esfuerzos hasta la hora ex-trema de las diez. “Si se queda, si insis-te, si quiere seguir arreglándome des-pués que la aguja grande baje a laderecha del XII, voy a sentir que me pon-go blanco, más blanco, más blanco to-davía, los ojos se me van a hundir, nisiquiera podré contestar los no-gracias-muy-bien-señora-Mamá-buenas-no-ches, que le son absolutamente indis-pensables, y… y… será terrible, ellasollozará…”

Sonrió a su madre, y la majestad conque gratifica el dolor a los niños que hiere,

33

nació en el pliegue de llama de su cabe-llera, descendió sobre sus párpados, sefijó amargamente sobre sus labios. Erala hora en que la señora Mamá hubieraquerido abismarse en la contemplaciónde su obra lastimada y maravillosa…

—Buenas noches, señora Mamá —dijoel niño en voz muy baja.

—¿Estás cansado? ¿Quieres que tedeje solo?

Él hizo un esfuerzo todavía, abrió muygrandes sus ojos color de mar bretón,1

manifestó con todos sus rasgos la volun-tad de aparecer hermoso y animado, bajóvalerosamente sus hombros alzados:

—¿Parezco acaso un chico fatigado?¡Se lo pregunto, señora Mamá!

Ella solo respondió con un cómico signode cabeza, besó a su hijo y, antes de sa-lir del cuarto, llevándose sus gritos deamor contenidos, sus ruegos yugulados,1Bretón: Natural de Bretaña, antigua provinciade Francia.

34

sus letanías que imploraban al mal quese alejase, que desanudara las trabas delas largas piernas débiles, de las caderasenflaquecidas aunque no deformadas,que devolviese a la sangre empobrecidasu libre curso por el ramaje verde de lasvenas…, le dijo:

—He puesto dos naranjas sobre el pla-to. ¿No necesitas que apague la lámpara?

—La apagaré yo mismo, señora Mamá.—Por Dios, ¿dónde tengo la cabeza?

¡No te hemos tomado la temperaturaesta noche!

Una bruma se interpuso entre el ves-tido granate de la señora Mamá y su hijo.Esa noche, Jean ardía en fiebre con milprecauciones, un pequeño fuego escon-dido en el hueco de las palmas, un vu-vu-vu latiendo en la cavidad de las ore-jas, y fragmentos de corona calientealrededor de las sienes…

—La tomaremos mañana sin falta, se-ñora Mamá.

35

—Tienes la pera del timbre debajo dela muñeca. ¿Estás seguro de que no pre-ferirías, durante las horas en que estássolo, tener la compañía de una maripo-sa encendida?, ¿sabes?, una de esasbonitas mari…

La última sílaba de la palabra tropezócon un pliegue de oscuridad, y Jean sedesplomó junto con ella. “Sin embargo,era un pliegue pequeñito”, se reprocha-ba al caer. “Debo de tener una gran jorobadetrás del cuello. Parezco un cebú. Perovu, sí, vi perfectamente que la señoraMamá no vu, no, no vio caer nada. Es-taba demasiado ocupada con todo lo quese lleva en la falda por la noche, al de-jarme solo: sus pequeñas plegarias, lasobservaciones que debe comunicar almédico, la gran pena que le causo noqueriendo que nadie se quede conmigopor la noche... Todo eso que se lleva enla falda recogida y que desborda y rue-da sobre la alfombra, pobre señora

36

Mamá... ¿Cómo hacerle comprender queno soy desdichado? Parece que un chi-co de mi edad no puede ni vivir acosta-do, ni estar pálido y privado del uso delas piernas, ni sufrir, sin ser desdichado.Desdichado…, lo era todavía cuando mesacaban a pasear en coche… Una lluviade miradas me inundaba. Yo me enco-gía para recibir un poco menos. Caía so-bre mí un chaparrón de “¡Qué lindo es!”y de “¡Qué lástima!” Ahora lo único queconsidero desdicha son las visitas de miprimo Charlie, sus rodillas desolladas,sus zapatos claveteados, y esa palabra“boyscout”, mitad acero, mitad caucho,con que me aplasta... Y esa linda niñitaque nació el mismo día que yo y a la queunas veces llaman mi hermana de le-che y otras, mi novia. Estudia danza. Meve acostado, y entonces se alza sobre lapunta de los pies y dice: “Mira cómo meparo de punta”. Pero es para fastidiar.Viene una hora, por la noche, en que los

37

fastidios se quedan dormidos. Es la horaen que todo está bien”.

Apagó la lámpara y miró apaciblementealzarse en torno de él su compañía noc-turna, el coro de formas y de colores. Es-peró el estallido sinfónico, y la multitudque la señora Mamá denominaba su so-ledad. Retiró de debajo de su brazo la peradel timbre, juguete de enfermo hecho deesmalte claro de luna, y la posó sobre lamesa de luz. “Ahora, alumbra”, le ordenó.

La pera no obedeció enseguida. Lanoche exterior no era tan negra que nose distinguiera la rama terminal de uncastaño del bulevar, deshojada, que pe-día socorro balanceándose detrás de unode los cristales. Su punta hinchada te-nía la forma de un débil botón de rosa.“Sí, otra vez vas a tratar de apiadarmediciéndome que eres la yema de la próxi-ma estación. Sin embargo, bien sabeslo duro que soy para todo lo que me ha-bla del año que viene. Quédate afuera.

38

Desaparece. ¡Húndete! Como diría miprimo: ¡Lárgate!”

Su pureza se irguió en toda su estatu-ra, ultrajó, con una afrenta más, a eseprimo de rodillas desolladas y violáceas,y su vocabulario esmaltado de “Eso noes nada para mí. ¡Hay que ver lo quehago!, ¡caray!”, y sobre todo de “¡Piensaun poco!”, y de “Comprendo”, como sifuera posible que el pensamiento y lacomprensión no huyeran espantados,agitando sus patas delicadas de grillossabios, de semejante chico calzado conclavos y barro seco…

A la sola vista del primo Christian, Jeanse secaba los dedos en el pañuelo, comopara limpiarlos de una arena grosera;pues la señora Mamá y Mandore, inter-puestas entre el niño y la fealdad, entre elniño y los vocablos injuriosos, entre el niñoy las lecturas de baja calidad, le habíanconcedido el no conocer y apreciar solodos lujos: la delicadeza y el sufrimiento.

39

Protegido, precoz, había dominado rá-pidamente los jeroglíficos de la tipogra-fía, lanzándose tan locamente a travésde los libros como cuando cabalgaba lasnubes, como cuando forzaba los paisa-jes inscritos bajo las superficies pulidas,o cuando reunía a su alrededor todoaquello que, para tales privilegiados,puebla secretamente el aire.

Casi no se servía de la pluma de platagrabada con sus iniciales, desde el día enque su letra veloz y madura había turba-do de sorpresa, y por así decir, ofendido,al médico de manos frías:

—¿Esta es la letra de un niño peque-ño, señora?

—Sí, sí, doctor, mi hijo tiene una letramuy formada… —y los ojos de la señoraMamá, ansiosa, se excusaban—: Pero noserá peligroso, ¿verdad, doctor?

Se abstenía también de dibujar, teme-roso de las traiciones, de la locuacidadde un croquis, pues después de haber

40

esbozado el retrato de Mandore con todosu teclado de resonancias interiores, lasilueta de un reloj de péndulo, de ala-bastro, de cuatro columnas en plena ac-ción —¡gran galopador!—, el perro Rikien las manos del peluquero y peinadocomo él mismo “al estilo aguilucho”,Jean, asustado por la semejanza de susensayos, había rasgado prudentementesus primeras obras.

—¿No te gustaría tener un álbum, ami-guito, y lápices de colores? Es un juegoque distrae y muy propio de tu edad.

A la sugerencia, que juzgó extra-médica, Jean solo respondió con una mi-rada apretada entre las pestañas, unamirada grave y viril que medía al médicodador de consejos: “¡Mi simpático cor-tador de pelo no diría semejantes co-sas!” No le perdonaba al médico que sehubiera atrevido a preguntarle un día,fuera de la presencia maternal:

—¿Y por qué diablos llamas señora atu mamá?

41

La mirada masculina e iracunda, ladébil voz musical, se habían puesto deacuerdo para contestar:

—No pensé que el diablo tuviera nadaque ver en esto.

El simpático barbero desempeñaba demanera muy distinta su misión, y con-taba a Jean su vida dominical. Todoslos domingos pescaba con caña, en losalrededores de París. Trazando un re-lumbrante semicírculo con las tijeras,mostraba el ademán que envía a la dis-tancia el corcho y la carnada, y Jeancerraba los ojos, bajo la frescura de lasgotas de agua ensanchadas en ruedas,cuando el pescador, victoriosamente,volvía a alzar su caña cargada…

—Cuando esté curado, señorito Jean,me lo llevo conmigo a la orilla del río…

—Sí, sí —asentía Jean, con los ojoscerrados…

“¿Qué necesidad tienen de que mesane? Yo estoy a la orilla del agua. ¿Qué

42

43

podría hacer con un gobio-grande-como-esta-mano, y con un sollo-grande-como-este-cortapapel?”

—Mi buen cortador de pelo, siga con-tándome…

Y escuchaba la historia de las maripo-sas crepusculares pegadas contra el arcode un puentecito, carnadas improvisadasque le habían atrapado una “carrada”1 detruchas, con ayuda de una rama de ave-llano cortada en el seto y tres pedazos depiolín2 atados…

Con el acompañamiento irritante yfresco de las rumorosas tijeras, el relatocomenzaba:

“—Llega usted hasta un brazo de ríoinsignificante, ancho-como-este-muslo,que se va ensanchando al cruzar el pra-do. Ve usted dos o tres sauces juntos yun poco de maleza: ¡Allí es...!”1Carrada: Carga, ristra.2Piolín: Cordel.

44

“Allí es”, repetía Jean interiormente.“Bien sé que es allí...”

Alrededor de los dos-o-tres-sauces,Jean había trasplantado desde el primerdía las gruesas espigas de agrimonia,1

eupatoria,2 arrancadas del gran álbumbotánico, y los cáñamos de flores rosa-das, que atraen y adormecen a las ma-riposas y a los niños fatigados. La cabe-za monstruosa y pelada del sauce másviejo, bajo su corona de alboholes blan-cos, hace muecas solo para Jean. Elsalto de un pez rompe la piel espejeantedel río, dos saltos de peces… El simpá-tico peluquero, ocupado en su carnada,los ha oído y se vuelve:

—¡Se están burlando de mí, estos…!Pero ya los atraparé.1Agrimonia: Planta perenne de las rosáceas, deaproximadamente un metro de altura, tallo ve-lloso, hojas largas, hendidas, ásperas y florespajizas.2Eupatoria: Planta herbácea parecida al cáña-mo, usada como purgante.

45

—No, no —protesta Jean—, soy yo, quetiré dos piedrecitas al agua…

La rubeta1 canta, la tarde imaginariapasa…

“La rubeta canta”, sueña Jean, “cuan-do se escribe con a y cuando está sen-tada invisible en su balsa de nenúfares.La otra, la dorada, cuelga toda redondade la punta de una rama de manzano, yno canta…”2

El segador de vellón rubio, el río y lapradera se desvanecían como un sue-ño, dejando sobre la frente de Jean unperfume trivial y dulce, un flequillo on-dulado de cabellos rubios… Jean, des-pierto, oía un cuchicheo venido del sa-lón, un prolongado coloquio en voz baja1Rubeta: Rana semejante a un sapillo, con cuer-po lleno de verrugas y su parte inferior llena depintas.2Juego de palabras intraducible, basado en losparónimos rainette (rubeta) y reinette (manzanareineta). (Nota de la Edición de Base.)

46

entre la señora Mamá y el doctor, delque se escapaba una palabra que venía,bulliciosa y crespa, al encuentro de Jean:la palabra “crisis”. A veces entraba, ce-remoniosa, femenina, adornada para ladistribución de premios, con una h sobrela oreja, y una y en el pecho. Crisis, Cri-sis Saludable. “¿Verdad, verdad?”, pre-guntaba la voz apremiante de la señoraMamá. “He dicho, quizá...”, replicaba lavoz del doctor, una voz mal aplomadasobre un pie, y vacilante. “Una crisissaludable, pero dura…” Crisis Saluda-ble Perodura, joven criolla de la Améri-ca tropical, graciosa en su vestido demuselina blanca con volantes…

El sutil oído del niño recogía tambiénel nombre de otra persona, que conve-nía, sin duda, mantener secreto. Unnombre incompleto, algo así como Ra-lisis Fantil, Lisis Infantil, y había termi-nado por creer que se trataba de una ni-ñita castigada, también ella, por una

47

inmovilidad dolorosa, dotada de dos lar-gas piernas inútiles, y de la que hablabanapartándose de él, para que no se sin-tiera celoso…

Obedientes a la orden recibida, la ramaterminal del castaño y su mensaje deprimavera futura habían naufragado enla noche. Aunque Jean se lo pidió porsegunda vez, el timbre en forma de perano iluminó, con su fuego opalino y sua-vemente delimitado, la mesa de luzportadora de agua mineral, jugo de na-ranjas, el gran cortapapel cromado queencerraba una aurora alpina, el relojmiope de vidrio convexo y el termómetro…

Ningún libro esperaba sobre la mesala elección de Jean. Los textos impre-sos, cualesquiera que fuesen su forma-to y su peso, dormían cerrados, velabanabiertos en el mismo lecho que el niñoenfermo. Una gran teja encuadernada,a los pies de la cama, pesaba a veces,sin que él se quejara, sobre sus pier-nas, irrigadas por una vida avara.

48

Con sus brazos, que habían quedadosanos, Jean tanteó a su alrededor, acercóhacia él algunos tomos en rústica, des-pedazados y tibios. Un libro viejo aso-mó su oreja amistosa por debajo de laalmohada. Los volúmenes en rústica,apilados en almohadón, ocuparon sulugar contra una de las pequeñas cade-ras del muchachito enfermo, y la tiernamejilla infantil se apretó contra la en-cuadernación de becerro rubio, que da-taba de un siglo. Jean verificó la presen-cia, bajo su axila, de un duro compañerofavorito: un libro grueso como un ado-quín, regañón, robusto, para el cual ellecho resultaba demasiado muelle y quegeneralmente se iba a terminar la no-che en el piso, sobre la alfombra de ca-bra blanca.

Esquinas de cartón, huecos, valles ysenos de una anatomía frágil encajabanmutuamente en buena armonía. Laslastimaduras pasajeras volvían pacien-te al dolor crónico: algunos pequeños

49

suplicios voluntarios, infligidos entre laoreja y el hombro por el becerro rubiocon cuernos, trasladaban, paliaban lostormentos que soportaban la misma re-gión y la miserable espaldita alada, deomóplatos salientes… “¿Qué tienesahí?”, preguntaba la señora Mamá, “escomo la señal de un golpe. No compren-do, realmente…” De buena fe, el niñoacardenalado buscaba un momento;después, respondía para sí: “Aquí…, ah,claro... Es ese árbol con que choqué…Es ese techito donde me acodé para verel regreso de las ovejas… Es ese rastri-llo grande que me cayó sobre la nucamientras estaba bebiendo en la fuente…Y todavía es una suerte que la señoraMamá no haya visto el pequeño ras-guñón en el ángulo del ojo, la marca delpico de la golondrina con que topé enel aire… No alcancé a evitarla, era duracomo una guadaña. Es verdad que estan pequeño el cielo…”

50

El rumor de sus noches se elevabaesperado, si no familiar, variable segúnel sueño, la debilidad, la fiebre, la fan-tasía de un día que la señora Mamá creíatristemente semejante a los demás. Esanueva noche no se parecía en nada a ladel día anterior. La oscuridad es rica ennegros innumerables. “El negro está com-pletamente violeta esta noche. Me due-le tanto la... ¿la qué? La frente. No, quédigo, es siempre la espalda... Pero no,es una pesa, dos pesas que tengo colga-das de las caderas, dos pesas en formade piña, como las de la muchacha delFranco Condado de la cocina. ¿Alum-brarás por fin?”

Para intimar una orden a la pera deesmalte, se apoyó con la sien en la en-cuadernación de cuero rubio, y se es-tremeció al hallarla tan fría. “Si el cueroestá helado es que estoy ardiendo”. Nin-gún resplandor se volcaba desde el frutode esmalte sobre la mesa de noche.

51

“¿Qué le pasa? ¿Y qué me sucede a mí,que esta tarde se me resistió ya la puertade entrada?” Extendió la mano en el airenocturno y poblado, encontró sin tantearel fruto tenebroso. Cambiando capricho-samente de fuente, la luz despertó sobrela gorda faz miope del reloj esférico. “¿A tiqué te importa?”, murmuró Jean. “Con-téntate con saber decir la hora”.

El reloj, mortificado, se apagó, y Jeanlanzó el suspiro del poder satisfecho.Pero de sus costados endurecidos soloobtuvo un gemido. Enseguida, un vien-to que reconoció entre todos, el vientoque destroza los pinos, desmelena losalerces, acuesta y levanta las dunas, sepuso a rugir, llenó sus orejas, y las imá-genes vedadas al sueño trivial, que notraspasa la franja de los párpados cerra-dos, se insubordinaron, quisieron sal-tar, en libertad, aprovechar el cuartoilimitado. Unas, extrañamente horizon-tales, cuadriculaban la multitud vertical

52

de las que se habían levantado de gol-pe. “Visiones escocesas”, pensó Jean.

Su lecho temblaba ligeramente, con-movido por la vibrante ascensión de laGran Fiebre. Se sintió aligerado en treso cuatro años, y el miedo, que casi noconocía, lo solicitó. Estuvo a punto dellamar: “¡Auxilio, señora Mamá! ¡Se lle-van a su chico!”

Ni en sus cabalgatas, ni en el rico do-minio de los sonidos más extraños —so-nidos jorobados cargados de ampollasresonantes sobre las cabezas, sobre susespaldas de saltamontes; sonidos pun-tiagudos de hocico de langosta—, en nin-guna parte Jean había visto, sufrido,formado semejante enjambre, que el oídogustaba como una boca, que el ojo dele-treaba, dolorido y cautivado. “¡Socorro,señora Mamá! ¡Ayúdame! ¡Ya sabes queno puedo caminar! Únicamente sé vo-lar, nadar, rodar de nube en nube…” Almismo tiempo, algo indecible, olvidado,

53

se agitaba en su cuerpo, muy lejos, adistancias infinitas, en la punta de suspiernas inútiles: un desorden de hormi-gas dispersas y perdidas. “¡Auxilio, se-ñora Mamá!”

Pero otra alma, cuyas decisiones nodependían ni de la impotencia ni de losbuenos oficios maternales, hizo un sig-no altivo que imponía silencio. Una coer-ción mágica mantuvo a la señora Mamádel otro lado del tabique, en el lugardonde, modesta y ansiosa, esperaba sertan grande como su chiquillo.

No gritó, pues los desconocidos, losfabulosos extranjeros, comenzaban yasu rapto. Surgiendo de todas partes, learrojaron el ardor y el hielo, el supliciomelodioso, el color como un vendaje, lapalpitación como un columpio, y vueltoya para huir, inmóvil, hacia su madre,hizo su elección, de repente, y se lanzó,al arbitrio de su vuelo, a través de losmeteoros, las brumas, los rayos que loacogieron elásticos, se volvieron a cerrar,

54

se reabrieron, y ya muy cerca de sentirseperfectamente feliz, ingrato y alegre, aco-modado en su soledad de hijo único, ensus privilegios de enfermo y de huérfa-no, percibió que una tenue vibración,triste, cristalina, lo separaba de una di-cha cuyo hermoso nombre cóncavo ydorado aún había de aprender: la muer-te. Una tenue vibración, triste y ligera,venida acaso de un planeta abandonadopara siempre... El sonido claro y melan-cólico, unido al niño que debía morir, su-bía con tal fidelidad que la evasión des-lumbrante trataba en vano de alejarlo.

Tal vez su viaje durase largo tiempo.Pero, liberado del sentido de la duración,solo apreciaba su variedad. A menudo,creyó seguir a un guía, indistinto y tam-bién él extraviado. Entonces, gemía porno poder asumir la responsabilidad depiloto, y oía su propio gemido de orgullohumillado, o de fatiga tal que abando-naba su periplo, se apartaba de la estela

55

de una ráfaga fusiforme, y se refugiabamolido en un rincón.

Allí lo acometía la angustia de habitarun país sin rincones, sin sustanciasangulosas, una corriente glacial de aireoscuro, una noche en cuyo seno solo eraun chico perdido y lloroso. Después seerguía sobre numerosas piernas súbi-tamente multiplicadas, promovidas algrado de zancos, que un dolor cortantesegaba en astillas crujientes. Después,todo zozobraba, solo el viento ciego loinformaba de la rapidez de su carrera.

Al pasar de un continente familiar aun mar desconocido, sorprendía algu-nas palabras de un idioma que se asom-braba de comprender:

—Me despertó el ruido del vaso al rom-perse…

—Vea usted, señora, cómo mueve loslabios. ¿No le parece que querrá beber?

Le hubiera gustado conocer el nom-bre de esa voz. “Señora... Señora... ¿Qué

56

Señora…?” Pero la velocidad bebía ya laspalabras y su recuerdo.

A través de una noche pálida, graciasa una detención que le hizo vibrar lassienes, captó de este modo algunas sí-labas humanas y las quiso repetir. Ladetención brusca lo había puesto, dolo-rosamente, frente a un objeto áspero,consistente, interpuesto entre dos mun-dos nobles y deshabitados. Un objeto sindestino, finamente rayado, erizado depelusas cortas, y misteriosamente cóm-plice —lo descubrió más adelante— delos horribles “amiguito”. “Es una… yasé… una… manga…” Inmediatamentevolvió a lanzarse, alado, la cabeza baja,entre el tranquilizador caos.

Otra vez vio una mano. Provista dededos delicados, la piel ligeramenteagrietada y las uñas manchadas de blan-co, rechazaba una maza maravillosa, quevenía a la carrera, acebrada, desde elfondo del horizonte. Jean se echó a reír.

57

58

“Pobre manecita, la maza la despacharáen un instante. ¡Hay que ver, también,una maza toda rayada de negro y ama-rillo, y que parece tan inteligente!” Lamanecita débil luchaba, con todos losdedos separados, y las listas paralelascomenzaron a apartarse, a diverger y atorcerse como barrotes blandos. Un granhiato se abrió entre ellas y tragó la manofrágil, que Jean empezó a echar de me-nos. Ese pesar retardaba su viaje y, deun impulso se lanzó nuevamente. Perollevaba consigo el pesar, asimilable altintineo tenaz de un vaso roto en otraépoca, hacía muchísimo tiempo. Desdeese momento, fuesen cuales fuesen losremolinos, los abismos que acunabanun vértigo inofensivo, su viaje fue per-turbado por ecos, ruidos de llanto, unescrupuloso intento de algo que se ase-mejaba a un pensamiento, un enterne-cimiento inoportuno.

59

Un ladrido seco desgarró de pronto losespacios, y Jean murmuró: “Riki…” Alo lejos, oyó una especie de sollozo querepetía: “¡Riki! ¡Señora, dijo Riki!” Otrotartamudeo repitió: “Dijo Riki…, dijoRiki…”

Una pequeña fuerza, trémula y dura,cuya doble presión percibió bajo lasaxilas, pareció querer izarlo hacia unacima. Se sintió adolorido y refunfuñó.Si hubiera podido trasmitir sus instruc-ciones a la pequeña fuerza y a sus án-gulos, le habría enseñado que no se tratade ese modo a un viajero distinguido,que existen para ellos vehículos inma-teriales, corceles no herrados, trineosencargados de trazar carriles septicolo-res sobre el arco iris … Que él no acep-taba ser molestado sino por… por ele-mentos cuyo poder solo desencadena ydomina la noche… Que, por ejemplo, elvientre de pájaro que acababa de po-sarse a lo largo de su mejilla, no tenía

60

ningún derecho... Y, por otra parte, noes un vientre de pájaro, puesto que ca-rece de plumas, y en cambio, está bor-deado únicamente por una mecha depelaje largo… “Sería una mejilla”, pen-só, “si existiera en el universo otra meji-lla como la mía… Quiero hablar, quierorechazar esta…, esta falsa mejilla…Prohíbo que me toquen, prohíbo…”

Para asumir la fuerza de hablar, aspi-ró el aire por la nariz. Juntamente conel aire penetró el prodigio, el encanta-miento de la memoria, el olor de unacabellera, de una epidermis que habíaolvidado del otro lado del mundo, y queprecipitó en él una corriente torrencialde recuerdos. Tosió, luchando contra lasubida de eso que le anudaba la gar-ganta, apagaba una sed agazapada enla comisura reseca de sus labios, sala-ba sus párpados desbordantes, y le ocul-taba, misericordiosamente, su regresoal duro lecho de aterrizaje… Sobre una

61

extensión sin nombre, una voz dijo, conecos que resonaban hasta el infinito:“Llora… Dios mío, llora…” La voz se hundióen una especie de huracán, de dondesurgían sílabas sueltas, hipos y llama-dos a alguien que se hallaba presente,escondido... “¡Pronto, pronto, venga!”

“¡Cuánto ruido, cuánto ruido!”, pensa-ba el niño con reprobación. Pero, incons-cientemente, apretaba cada vez más lamejilla contra la superficie suave, lisa,limitada por una cabellera, y bebía so-bre ella un amargo rocío, vertido gota agota... Movió la cabeza, encontró en sucamino un valle estrecho, un nido mol-deado justo a su medida. Apenas tuvotiempo de pronunciar para sí mismo: “Elhombro de la señora Mamá”, y perdió elconocimiento, o bien, se durmió.

Volvió en sí para oír su propia voz, li-gera, un tanto burlona:

—Pero, ¿de dónde viene usted, señoraMamá?

62

Nada le respondió, pero la delicia de ungajo de naranja, deslizado entre sus la-bios, le tornó sensibles el regreso, la pre-sencia de aquella que buscaba. La supoinclinada sobre él, en esa actitud sumi-sa que le doblaba la cintura, le fatigabala espalda.

Prontamente extenuado, se calló. Peroya mil preocupaciones lo asaltaban, yvenció su debilidad para contentar a lamás urgente:

—¿Me cambió el piyama, señora Ma-má, mientras dormía? Cuando me acos-té, ayer, tenía puesto uno azul y este esrosado

—¡Señora, es increíble! Se acuerda deque llevaba puesto un piyama azul laprimera noche que...

Jean desdeñó el resto de la frase queacababa de cuchichear una gruesa vozcálida, y se abandonó a unas manos quele quitaban la prenda húmeda. Manostan hábiles como olas, entre las cualesse mecía sin peso ni propósito...

63

—Está empapado… Envuélvalo en elpeinador grande, Mandore, sin pasarlelas mangas.

—El calorífero marcha bien, señora, notenga miedo. Y le puse hace un momen-to otra bolsa de agua caliente. ¡Está todomojado, caramba…!

“¡Si supieran de dónde vengo...! Ya sepodría estar mojado por mucho me-nos…”, pensaba Jean. “¡Cómo me gus-taría rascarme las piernas, o si no, queme quitaran estas hormigas…!”

—Señora Mamá...Recogió el mutismo, la inmovilidad vi-

gilante, atenta, que era la respuesta dela señora Mamá.

—¿Querrías, por favor, rascarme unpoco las pantorrillas?, porque estas hor-migas…

Desde el fondo del silencio, alguienmurmuró, con un respeto extraño:

—Siente hormigas… Dijo hormigas…Envuelto en el peinador demasiado

grande, trató de encogerse de hombros.

64

Pues sí, había dicho “hormigas”. ¿Quétenía de asombroso que hubiera dicho“Riki” y “hormigas”? Un ensueño lo lle-vó, aliviado, a los confines de la vigilia ydel sueño; el roce de una tela lo volvió atraer. Reconoció entre las pestañas, bienjunto a él, la manga odiosa, los galonesazules, las pelusas de lana, y su resen-timiento le dio fuerzas. Se negó a vermás, pero una voz vino a abrir sus pár-pados cerrados, una voz que decía:

—Y bien, amiguito…“¡Lo echo, lo echo!”, exclamó Jean para

sí. “¡A él, su manga, su ‘amiguito’ , susojitos…! ¡Los maldigo, los echo!” Se ex-tenuaba de irritación y jadeaba.

—Bueno, bueno, ¿qué le pasa? Esto esmovimiento, sin duda... Sí, sí...

Una mano se posó sobre la cabeza deJean. Impotente para rebelarse, esperópoder fulminar de una mirada al agre-sor. Pero solo encontró, sentado en la sillade cabecera reservada a la señora Mamá,a un buen hombre un poco pesado, algo

65

calvo, cuyos ojos, al cruzarse con lossuyos, se humedecieron:

—Mi pequeño, mi pequeño... ¿Es ver-dad que sientes hormigas en las pier-nas? ¿Es verdad? Está muy bien, caram-ba, está muy bien… ¿No querrías bebermedio vaso de limonada? ¿No te gusta-ría tomar una cucharada de helado delimón? ¿Un sorbo de leche cortada?

La mano de Jean se abandonó a unosgruesos dedos sumamente suaves, auna palma tibia. Murmuró un asenti-miento confuso, en el cual no discerníaél mismo si se excusaba, si pedía el hela-do, la bebida, la leche “cortada”… Pali-decida hasta el gris desfalleciente entrelas anchas ojeras y las cejas oscuras,su mirada saludaba a dos ojitos de unazul alegre, parpadeantes, húmedos,tiernos…

Lo restante del tiempo nuevo no fue sinouna serie de movimientos desordenados,

66

una mezcla de sueños, breves, largos,herméticos, de sobresaltos precisos y deestremecimientos vagos. El bondadosomédico se disipó en una fiesta de “ha-jam,ha-jam”, de gruesa tos satisfecha, de“¡Querida señora, enhorabuena! ¡Esta-mos salvados!”, bullicios todos tan ale-gres que Jean, si no estuviera deshechode laxitud, se habría preguntado quéacontecimiento feliz se había producidoen la casa.

Las horas pasaban inexplicablemen-te, jalonadas de frutas en su gelatina,de leche con vainilla. Un huevo pasadopor agua levantó su pequeña tapa, des-cubrió su yema de botón de oro. La ven-tana, entreabierta, dejó pasar un hálitoembriagador, un vino de primavera...

El simpático cortador de pelo todavíano estaba autorizado a volver. Cabellosde niña descendían sobre la frente, so-bre el cuello de Jean, y la señora Mamáse arriesgó a anudarlos con una cinta

67

rosada, que su hijo rechazó con un ade-mán de varón ofendido…

Detrás del cristal, la rama de castañoinflaba día a día sus botones, semejan-tes a pimpollos de rosa, y a lo largo delas piernas de Jean corrían hormigasarmadas de pequeñas mandíbulas pe-llizcadoras.

—¡Esta vez atrapé una, señora Mamá!—pero no hacía más que pellizcar suepidermis transparente, y la hormigahuía al interior de un árbol de venascolor de hierba primaveral. Al octavo díade los nuevos tiempos, una gran échar-pe1 de sol que atravesó su cama lo emo-cionó más de lo que pudo soportar, ydecidió que esa misma noche la fiebrecotidiana le devolvería lo que esperabaen vano desde hacía una semana, aque-llo que la profunda fatiga y el sueño,tallados de un bloque de negro reposo,apartaban de él: sus compañeros sin1Écharpe: Banda, zona.

68

rostro, sus cabalgatas, los firmamentosaccesibles, su seguridad de ángel en ple-no vuelo…

—Señora Mamá, por favor, querría queme diese mis libros.

—Querido, el doctor ha dicho que...—No es para leerlos, señora Mamá, es

para que vuelvan a acostumbrarse a mí...Ella no respondió palabra y trajo con

aprensión los tomos estropeados, el grue-so adoquín mal encuadernado, el be-cerro rubio, suave, como una piel hu-mana, una Pomología1 pintada de frutasmofletudas, el Guérin2 manchado de leo-nes de caras aplastadas, de ornitorrin-cos, y sobre el que planeaban coleóp-teros grandes como islas…

Al llegar la noche, atiborrado de ali-mentos deliciosos a los que prestaba el1Pomología: Tratado sobre los frutos.2Guérin: Pudiera referirse al barón Pierre NarciseGuérin (1774-1833), famoso pintor francés de lasegunda generación neoclásica.

69

interés, la avidez de los niños resucita-dos, fingió que el sueño lo vencía, murmu-ró deseos, una vaga y maliciosa canciónque había improvisado recientemente.Después de espiar la partida de la se-ñora Mamá y de Mandore, tomó bajo sumando su balsa de infolios y de atlas yse embarcó. Una luna joven, detrás de larama del castaño, denunciaba que los bo-tones, gracias a la estación, iban a abrir-se en hojas digitadas.

Se sentó sin ayuda en la cama, remol-cando sus piernas todavía pesadas, re-corridas por hormigas. En el fondo de laventana, en el agua celeste de la noche,flotaban juntos una luna arqueada y elreflejo indistinto de un niño de largoscabellos, al que dirigió un signo de lla-mada. Levantó un brazo, y el otro niñorepitió dócilmente su ademán. Ligera-mente embriagado de poder y de mara-villas, convocó a sus comensales de lashoras crueles y privilegiadas; los sonidos

70

visibles, las imágenes tangibles, los ma-res respirables, el aire nutritivo, nave-gable, las alas que desafían los pies, losastros rientes…

Convocó sobre todo a ese muchachitofogoso que estallaba secretamente degozo al abandonar la tierra, engañaba ala señora Mamá y, dueño de su dolorcomo de sus alegrías, la tenía prisione-ra de cien tiernas imposturas...

Después esperó, pero nada vino. Nadavino esa noche, ni las siguientes; nada,nunca más. El paisaje de nieves rosa-das había abandonado el cortapapel deníquel, y nunca más planearía Jean enun alba color de nomeolvides, entre loscuernos agudos y los hermosos ojosabombados de un rebaño azulado derocío… Nunca más haría resonar Man-dore, amarilla y morena, todas sus cuer-das —tzromm, tzromm—, zumbante bajosu vasto vestido sonoro. La cima adamas-cada, comprimida en el gran armario,

71

¿era posible que negara ahora, a un chi-co que pronto estaría sano, las proezasque consentía a un chiquillo impotentesobre las laderas de glaciares imagi-narios?

Un tiempo quiere que se aplique unoa vivir.. Un tiempo acaba de renunciar amorir en pleno vuelo. De una señal, Jeandijo adiós a su reflejo de cabellos deángel, que le devolvió su saludo desdeel fondo de una noche terrestre y pri-vada de prodigios, la única noche per-mitida a los niños de quienes se hadesasido la muerte y que se duermendóciles, curados y desilusionados.

72