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El nuevo desafío del positivismo jurídico* Herbert L.A. Hart (mayo, 1980). "El nuevo desafío del positivismo jurídico". Sistema (núm.
36, pàg. 3-18). Traducción a cargo de Liborio Hierro, Francisco Laporta y Juan Ramón Páramo.
Original inèdito.
En los últimos diez arios ha surgido en el mundo de habla inglesa una señalada reacción contra
dos doctrinas que han dominado largo tiempo la filosofía jurídica y política inglesa: el
Utilitarismo y el Positivismo jurídico. En la primera formulación a él dada por Jeremy Bentham
y después matizada y modificada por John Stuart Mill y Henry Sidwick, el Utilitarismo fue para
la mayor porte del siglo XIX la inspiración de la gran reforma jurídica y social, y la principal base
teórica del pensamiento social progresivo. Y aunque en realidad sobrevive todavía en nuevas y
sofisticadas formas está siendo ahora intensamente enfrentado por doctrinas de los derechos
humanos fundamentales que tienen muchas afinidades, sin perjuicio de sus muchas
diferencias, con las doctrinas de los Derechos del Hombre del siglo XVIII contra las cuales
Bentham dirigió su más cáustica y acerada crítica.
Del mismo modo, el Positivismo en la teoría jurídica, más conocido en la formulación que le
diera el discípulo de Bentham, John Austin, que en la original y más compleja del mismo
Bentham, dominó largo tiempo el pensamiento especulativo inglés acerca de la naturaleza
general del Derecho. Sin embargo es ahora un objetivo central de crítica, y doctrinas que a
primera vista al menos parecen aproximarse a las teorías clásicas del Derecho Natural son
presentadas ahora como saludables correcciones de los errores Positivistas.
El más importante, interesante y filosóficamente significativo, de estos ataques contra el
Utilitarismo y el Positivismo Jurídico ha sido realizado por escritores americanos
contemporáneos y cuyas obras son ahora muy influyentes en Inglaterra y han empezado a
abrirse camino en el Continente. He considerado en otro lugar algunos aspectos de la nueva
crítica americana al Utilitarismo y de la nueva filosofía de los derechos fundamentales que la
acompaña1, y en esta conferencia me centraré exclusivamente en la crítica del Positivismo
jurídico en la formulación que le ha dado el más importante filósofo del derecho americano
actual, Ronald Dworkin, mi sucesor como profesor de Teoría del Derecho en Oxford. La
principal obra de Dworkin en la que monta este ataque al Positivismo Jurídico es una colección
de ensayos llamada «Taking Rights Seriosusly»2. En esta brillante y provocativa obra, mi propio
libro «The Concept of Law»3 es considerado como una representativa versión moderna del
Positivismo Jurídico; por ello, esta conferencia será, aunque sólo en parte, un examen de la
crítica de Dworkin a mi obra.
La primera cuestión es: ¿Qué entenderemos por Positivismo Jurídico o por Positivismo en
Filosofía Jurídica? Planteo la pregunta de esta forma en lugar de preguntar lisa y llanamente
qué es el Positivismo Jurídico, porque la expresión «Positivismo» usada por los filósofos del
Derecho no tiene un significado establecido o unánime, y no sé de ningún filósofo cuya obra
tenga todas las variadas características que en un tiempo o en otro han sido etiquetadas como
«Positivistas». No trataré por ello de dar ninguna definición genérica de «positivismo» o de
establecer cuál es su esencia. En lugar de ello, seleccionaré tres tesis acerca de la naturaleza
del Derecho. Tales tesis no sólo se encuentran en la obra de todos los filósofos del derecho,
incluidos Bentham, Austin y yo mismo, cuya obra es considerada como parte de una tradición
positivista anglosajona, sino que son también elementos de su obra a los que tanto los autores
mismos como sus críticos antipositivistas atribuyen una importancia central. En efecto, mi
actual crítico, Dworkin, que se proclama antipositivista, encuentra estas tres tesis en mi obra y
cree que se hallan entre los errores cardinales de la teoría positivista. Al evitar de esta forma
una discusión del análisis correcto o definición verdadera de «positivismo», no me propongo
en absoluto afirmar que otras tesis acerca de la naturaleza del Derecho, que son a veces
descritas corno «positivistas», no sean dignas de discusión son, sin embargo, al mismo tiempo
lógicamente independientes de las tres tesis que considero centrales y no han provocado en
los años recientes una controversia de interés o importancia comparables.
Mis tres tesis positivistas son las siguientes. La primera, que llamaré la tesis de La separación
conceptual del derecho y la moralidad. Arguye que aunque existen numerosas e importantes
conexiones entre el derecho y la Moralidad, de modo que frecuentemente, hay una
coincidencia o solapamiento «de facto» entre el derecho de algún sistema y las exigencias de
la Moralidad, tales conexiones son contingentes, no necesarias lógica ni conceptualmente.
Los antiguos positivistas, Bentham y Austin, expresaban esta tesis insistiendo en la distinción
entre el derecho que es y el derecho que debe ser. En efecto, Bentham pensaba que en la
terrible historia de las sociedades humanas ambas cosas habían diferido con demasiada
frecuencia y leyes moralmente inicuas habían sido frecuentemente creadas, obedecidas e
impuestas; a pesar de ello tales iniquidades eran leyes. Por ello, el científico del derecho que
Bentham llama «El Expositor» ocupado en describir el sistema jurídico, debe realmente incluir
leyes, aunque sean moralmente malas, al lado de leyes buenas, y no confundir su tarea de
descripción como expositor con tareas prescriptivas propias del crítico moral o, como lo llamó
Bentham «El Censor». El discípulo de Bentham, Austin, hizo la misma puntualización en una
famosa frase: «La existencia del derecho es una cosa; su mérito o demérito, otra».
La pretensión de que tesis de la separación conceptual del derecho y la Moral es falsa y de que
existe alguna forma de conexión necesaria, no meramente contingente, entre la validez
jurídica y las exigencias de la Moralidad, es, desde luego, un rasgo central de las teorías
clásicas del Derecho Natural. Sin embargo, el moderno antipositivista, al tiempo que insiste en
esta necesaria conexión conceptual, distingue su propia teoría de lo que llama «Teoría
Ortodoxa del Derecho Natural»4 y no sostiene que lo que es jurídicamente correcto es siempre
moralmente correcto5. Por el contrario, ofrece una teoría, que más tarde expondré y criticaré,
como una tercera alternativa o vía media entre el Derecho Natural y el Positivismo.
La segunda tesis positivista la llamaré la tesis de las Fuentes Sociales del derecho. sostiene que
para que el derecho exista debe haber alguna forma de práctica social que incluya a los jueces
y a los ciudadanos ordinarios, y esta práctica social determina lo que en cualquier sistema
jurídico dado son las fuentes últimas del derecho o criterios últimos o tests, últimos de validez
jurídica. Para los antiguos positivistas la práctica social relevante era la obediencia habitual por
parte de la mayoría de la población a un determinado legislador soberano o cuerpo de
personas soberano cuyos mandatos son derecho; así «mandado por el Soberano» era el test
maestro o último criterio de identificación de las leyes de cualquier sistema. La misma tesis
general, de que los últimos tests o criterios de validez del derecho descansan en una práctica
social, aparece, aunque de forma específicamente diferente, en la obra de los últimos
positivistas como yo mismo. Pero ellos, sin embargo, rechazan como totalmente
desorientadora la identificación de Bentham y Austin de todo el derecho como una especie de
mandato o permiso. Y rechazan también su concepción de la práctica relevante meramente
como un hábito general de obediencia a un soberano que manda o legisla. Es obvio por
supuesto que hay importantes conexiones entre esta tesis de las fuentes sociales del derecho
que considera el último criterio de validez jurídica determinado por alguna forma de práctica
social, y la tesis de la separación conceptual del derecho y la moralidad. Ambas tesis son
rechazadas por los actuales antipositivistas como, por ejemplo, Dworkin.
La tercera tesis positivista la llamaré la Tesis de la Discrecionalidad jurídica. Sostiene que en
todo sistema jurídico habrá siempre ciertos casos no previstos y no regulados legalmente, es
decir, casos para los que ningún tipo de decisión es dictado por el derecho claramente
establecido y, en consecuencia, el derecho es parcialmente indeterminado o incompleto. Para
tales casos Dworkin emplea una expresión ad hoc «caso difícil», y yo en esta conferencia la
usaré en el mismo sentido. Si el juez ha de llegar por sí mismo a una decisión en tales casos y
no inhibir su jurisdicción o (como Bentham defendía) remitir el asunto al Legislativo, debe
ejercitar su discrecionalidad y crear derecho para el caso, en lugar de aplicar meramente
derecho ya preexistente y establecido, aunque al hacerlo pueda muy bien estar sujeto a
muchas cortapisas jurídicas que limitan su elección, de las que una legislatura está
perfectamente libre. Así, en tales casos no previstos o no regulados, el juez, simultáneamente
crea nuevo derecho, y aplica el derecho establecido, que, al tiempo, confiere y limita sus
poderes de crear derecho. Este retrato del derecho como algo indeterminado o incompleto en
parte, y del juez llenando las lagunas al ejercer sus poderes limitados de crear derecho, es
rechazado por el moderno antipositivista como un retrato desfigurado tanto del derecho como
del razonamiento judicial. Pretende que lo que es realmente incompleto no es el derecho sino
el retrato positivista, de él, y que tal cosa es así se evidenciará en la mejor descripción que el
antipositivista da de lo que los jueces hacen y debieran hacer cuando encuentran que el
material jurídico standard identificado por referencia a las fuentes sociales del Derecho se
prueba indeterminado.
El énfasis dirigido por los antipositivistas hacia la naturaleza del proceso judicial puede
sorprender a los juristas y filósofos del derecho europeos. Siempre –pienso– ha sido la
característica más llamativa de la Teoría del derecho americano pensar que una comprensión
clara del proceso judicial es la mejor clave para el entendimiento de lo que es el derecho, y
pensar también que se obtiene mayor luz de orientar la atención no a las claras reglas
establecidas por el sistema jurídico y a la manera en que funcionan fuera de los tribunales,
sino más bien a los controvertidos casos difíciles, que son aquellos en los que cualificados
juristas pueden estar en desacuerdo sobre lo que es el derecho en algún punto. Incluso, la
forma de positivismo jurídico un tiempo predominante en América, tal como el representado
en el cambio del siglo por escritores como Gray y Oliver Wendell Holmes y por los posteriores
llamados «realistas» de la década de los veinte, tendió a definir el derecho en términos de las
operaciones de los tribunales en la regulación de controversias. Su positivismo estiba
orientado hacia los tribunales en contraste con el positivismo orientado hacia el legislativo de
Bentham y Austin, que identificaron virtualmente el derecho con la legislación explícita o tácita
de un legislador soberano. Pienso que es un testimonio importante de esta preocupación de
los teóricos del derecho americano por el proceso judicial que el moderno desafío americano
al positivismo, igual que el positivismo americano, al que se opone, está fuertemente
orientado también a los tribunales. En efecto, la crítica que el antipositivismo americano hace
de cada una de las tres tesis positivistas que he diferenciado, consiste esencialmente en insistir
en que así no es como un juez ve el derecho ni cómo razona un juez al decidir «casos difíciles».
Por supuesto que, aun habiendo una divergencia entre la teoría positivista y la imagen judicial
del Derecho, queda una seria cuestión relativa a la adecuación de una teoría que atribuye tan
exagerada importancia al punto de vista del juez. El derecho tal como es visto por un juez
ocupado en decidir casos comprometidos puede omitir cosas que son importantes y que
solamente pueden ser vistas desde un punto de vista externo y distanciado. La fenomenología
de la decisión judicial, puede ser una cosa; la naturaleza del derecho, otra.
II
Antes de considerar la crítica actual al positivismo y la teoría que esa crítica pone en su lugar,
es necesario expresar con más detalle cada una de las tres tesis positivistas que antes he
esbozado sólo en términos generales. Esto es necesario porque en el curso de la discusión
cada una de ellas ha sido oscurecida por cierto malentendido. Así, en el caso de la tesis de la
separación conceptual, entre el derecho y la Moralidad, no es suficiente con hacer hincapié en
que esta separación es compatible con la coincidencia «de facto» entre las exigencias morales
y jurídicas, debida al h echo contingente de que la agencia Legislativa, a menudo
conscientemente ha prohibido jurídicamente lo que está moralmente prohibido, y ha hecho
jurídicamente obligatorio lo que es moralmente obligatorio. También es importante hacer
hincapié en que esta tesis positivista es también perfectamente compatible con un sistema
jurídico que incorpore de diversos modos pautas morales, tanto generales como específicas,
dotándolas así de un status jurídico. Así, en algunos sistemas jurídicos, la conformidad con
ciertos principios morales –por ejemplo, un catálogo de derechos y libertades individuales– es
reconocida por los tribunales como parte de un criterio básico de validez jurídica. En tales
casos, incluso los actos normativos de los supremos Legisladores pueden ser considerados
inválidos si carecen de conformidad con tales principios, mientras que en otros sistemas
jurídicos que no se los incorporan, tales principios tendrían sólo una fuerza moral y no una
fuerza jurídicamente invalidante. Tal incorporación puede ser realizada por ley (statute), o,
como en los Estados Unidos, por un documento o enmienda constitucional escritos. Pero
puede ser realizada también en países donde no hay constitución escrita, a través de la
práctica sistemática de los tribunales de considerar la conformidad con ciertos principios
morales como un test de validez jurídica.
Existen por supuesto otras formas de incorporación: una ley (statute) particular podría
simplemente exigir a los tribunales decidir ciertos tipos de controversias «de conformidad con
el principio de justicia» o «como exige la moralidad». La incorporación de principios morales
tendrá a menudo la consecuencia de que para llegar a una decisión sobre los derechos legales
de las partes, un tribunal tendrá que tener en cuenta argumentos morales y hacer juicios
morales, pero en todos esos casos la relevancia jurídica de los principios morales será algo
contingente, que depende de sí, de hecho, han sido incorporados a un sistema jurídico
particular de cualquiera de las formas mencionadas. Tales principios o argumentos morales no
son jurídicamente relevantes proprio vigore, es decir, solamente porque sean moralmente
correctos o aceptables.
En el caso de la segunda tesis positivista, la de las fuentes sociales del derecho, el positivista
actual sustituye la antigua concepción benthamiana y austiniana de que la práctica social
relevante que determina las fuentes del Derecho –y con ello el criterio último de validez– era
un hábito de obediencia al legislador soberano, por una concepción mucho más ampliamente
compleja y flexible. Es ésta: que el último criterio de validez jurídica deriva de la práctica de los
tribunales al aceptar lo que en mi libro he denominado «una Regla de Reconocimiento». La
Regla de Reconocimiento impone un deber sobre los jueces de considerar ciertas
características específicas como identificadores de los standarsjurídicos que deben aplicar en
la decisión de los casos. La puesta en vigor de normas por un legislador supremo –que
constituía la obsesión de los viejos positivistas–, sería solamente una de entre la variedad de
tales características identificadoras. Otras variantes incluyen ciertas formas de costumbre y,
especialmente en jurisdicciones Anglosajonas el «precedente», es decir, la derivabilidad, de
acuerdo con técnicas específicas, de reglas generales a partir de decisiones judiciales
anteriores. Con mucha frecuencia tales criterios de validez estipulados por la regla de
Reconocimiento, identificarán el Derecho, no por su contenido, sino por lo que ha sido llamado
su «pedigrée»6, es decir, por su origen o por la manera de su creación, como por ejemplo su
promulgación por un legislador o su práctica consuetudinaria durante un suficiente período de
tiempo.
No hay, sin embargo, razón alguna, por la que tal regla de reconocimiento no pudiera
identificar directamente ciertos principios por su contenido y exigir que fueran tomados en
cuenta como parte del criterio de validez jurídica. Tal referencia al contenido de los principios
podría ser realizada en términos generales, por ejemplo, como principio de moralidad o de
justicia, o en términos específicos, por ejemplo, el que a ningún hombre se le debería permitir
beneficiarse de su propio mal proceder.
Entre las numerosas razones para sustituir el «hábito de obediencia» a un soberano de los
viejos positivistas por tal aceptación por parte de los tribunales de la regla de reconocimiento
como determinación del criterio de validez de un sistema jurídico, dos son las más
importantes. La primera es la incapacidad de la vieja teoría para explicar el hecho de que en
muchos sistemas jurídicos el poder legislativo del legislador supremo podría ser considerado
por los tribunales como un poder tanto conferido por el derecho como limitado por el
derecho. La segunda razón más general es que los vicios teóricos no hicieron sitio alguno para
la básica noción normativa –requerida para una comprensión del derecho– de la aceptación
compartida por un grupo social de un regla de acuerdo con la cual ciertos modelos de
conducta son tomados como guía para la conducta individual y como un standar de valoración
crítica de la conducta de otros. La crítica a los viejos positivistas de que ignoraron los aspectos
normativos esenciales del derecho fue, como es de sobra conocido, realizada por KeIsen hace
mucho tiempo. Él pensaba que la deficiencia podría ser subsanada con la introducción de la
idea de la Norma Fundamental, y ésta tiene obviamente cierta afinidad con la de la Regla del
Reconocimiento. Pero la última no es, como lo es la Norma Fundamental de Kelsen, un mero
postulado o hipótesis de la teoría del derecho sino que tiene la naturaleza de una regla
consuetudinaria realmente seguida por las agencias de aplicación (law-enforcing agencies) del
sistema jurídico.
En tercer lugar esta la tesis positivista de la Discrecionalidad judicial: la afirmación de que el
juez debe algunas veces salir fuera del derecho y ejercer un poder de creación para llegar a
una decisión en los «casos difíciles», es decir, casos en los que el derecho existente resulta ser
indeterminado. Los viejos positivistas reconocen la posibilidad real de tal indeterminación pero
olvidan apreciar su importancia. Los positivistas contemporáneos contemplan tal
indeterminación como un rasgo inevitable de todo intento de guiar la conducta humana
mediante reglas generales y lo atribuyen en parte al hecho de que la naturaleza o el ingenio
humano siempre producirán casos para los que ninguna definición previa de los términos
clasificatorios generales usados en las leyes pueda valer. Por supuesto que los poderes de
creación jurídica de los jueces requeridos para regular esos casos a medida que aparecen, son
diferentes de los poderes del legislador: desde el momento en que tales poderes son ejercidos
sólo para disponer sobre un caso particular, el juez no puede usarlos para proponer códigos o
reformas de gran alcance. Por ello, los poderes legislativos de los jueces son «intersticiales», y
sujetos a muchas restricciones. A pesar de ello, tales restricciones desaparecerán en aquél
punto en que el derecho existente no acierte a imponer alguna decisión como la decisión
correcta. En este punto, el juez para decidir el caso debe ejercer su poder de creación de
derecho, aunque no debe hacerlo arbitrariamente., es decir, debe siempre tener algunas
razones generales que justifiquen su decisión y actuar como lo haría un legislador consciente,
decidiendo según sus propias creencias y valores. Pero si satisface esas condiciones, está
legitimado para seguir standars o razones para la decisión que no estén estipulados por el
derecho y puedan diferir de aquellos seguidos por otros jueces enfrentados a un caso difícil
similar.
III
Tales son, pues, los tres rasgos del positivismo en su formulación contemporánea. ¿Cual es el
actual ataque antipositivista? Empezaré considerando su crítica de la tesis de la
discrecionalidad judicial, porque aunque la crítica actual presenta una teoría general del
derecho, tiene en su centro como inspiración principal una teoría distintiva de la adjudicación
que presenta expresamente como una alternativa a la tesis de la discrecionalidad judicial. Esta
teoría antipositivista de la adjudicación es al mismo tiempo una teoría descriptiva y una teoría
normativa, y en sus críticas del positivismo pretende, tanto dar una mejor, más precisa
descripción (aunque en términos nuevos) del modo en que los tribunales deciden casos
difíciles como, también, dar razones en términos de valores democráticos y de equidad por las
que los tribunales no debieran decidir tales casos, corno el positivista pretende que hacen,
mediante el ejercicio de ninguna discrecionalidad o poder de creación de derecho.
Para fundamentar la crítica de que la versión positivista es una falsa descripción del proceso
judicial, el crítico apela al lenguaje usado por los jueces y abogados en la descripción de la
tarea de los jueces y a la fenomenología de la decisión judicial. Los jueces, se dice, al decidir
casos, y los abogados al presionarlos a decidir en su favor, no hablan del juez como «creador»
de derechos, ni siquiera en los casos nuevos. Incluso en los más arduos de esos casos, el juez
no muestra conciencia alguna de que hay, como el positivista sugiere, dos estadios
completamente diferentes en el proceso de decisión: uno en el cual el juez halla primeramente
que el derecho existente no acierta a dictar decisión de tipo alguno; y otro, en el cual, en
consecuencia se separa del derecho existente para crear derecho para las partes, de novo y ex
post facto, de acuerdo con su idea de lo que es mejor. En lugar de ello, sostiene el crítico, los
abogados se dirigen al juez como si a él siempre le compitiera descubrir y aplicar derechos
existentes, y el juez habla como si el derecho fuera un sistema de atribución de facultades sin
fisuras en el que espera ser descubierta, y no inventada, una solución para cada caso.
No hay duda de que la retórica usual del proceso judicial refuerza la idea de que no hay en un
sistema jurídico desarrollado casos sin regular jurídicamente. ¿Pero hasta qué punto hay que
tomar esto en serio? Hay por supuesto una larga tradición europea y una doctrina de la
división de poderes que dramatiza la distinción entre legislador y juez, e insiste en que el juez
es siempre lo que es cuando el derecho existente es claro: el mero «portavoz» de un derecho
que no crea ni conforma, pero es importante distinguir el lenguaje ritual usado por jueces y
abogados al resolver casos en sus tribunales, de sus enunciados generales más reflexivos
acerca del proceso judicial. Jueces de la talla de O. W. Homes y Cardozo en los EE.UU. o Lord
MacMillan o Lord Radcliffe en Inglaterra, y una multitud de otros juristas, tanto académicos
como prácticos, han insistido en que el juez tiene una inexcusable, aunque «intersticial» tarea
de creación de derecho, y que por lo que al derecho respecta, muchos casos podrían ser
decididos de cualquier forma. Una consideración fundamental ayuda a explicar la resistencia a
la pretensión de que algunas veces los jueces al mismo tiempo crean y aplican el derecho, y
también aclara los principales rasgos que distinguen la creación jurídica del derecho de la
legislativa. Es la importancia característicamente atribuida por los tribunales, cuando deciden
casos no regulados, a proceder por analogía para asegurar que el nuevo derecho que crean
está de acuerdo con principios que pueden ser reconocidos como asentados ya en el derecho
existente. Es verdad, como el crítico del positivismo insiste, que citando una disposición
(statute) particular o un precedente resultan indeterminados, o cuando el derecho explícito
guarda silencio, los jueces no arrinconan precisamente sus libros jurídicos y empiezan a legislar
sin mayor guía del derecho. Muy a menudo, al decidir tales casos, citan algunos principios
generales o algunos objetivos o propósitos generales que alguna considerable y relevante área
del derecho existente puede entenderse que ejemplifica o amplifica, y que apunta hacia una
determinada respuesta para el «caso difícil» en presencia. Pero aunque este procedimiento
ciertamente retrase, no elimina el momento de la creación judicial del derecho, puesto que en
cualquier caso difícil pueden presentarse diferentes principios que apoyen analogías
enfrentadas, y el juez tendrá a menudo que escoger entre ellas, confiando, como un legislador
consciente, en su sentido de lo que sea mejor y no en cualquier orden ya establecido de
prioridades prescrito para él por el derecho. Solamente si para todos esos casos hubiera de ser
encontrado siempre en el derecho existente algún conjunto único de principios de orden
superior que asignase peso o prioridad relativos a tales principios enfrentados de orden
inferior, el momento de la creación judicial de derecho no sería solamente diferido sino
eliminado.
La segunda crítica fundamental a la doctrina positivista de la discrecionalidad, la acusa, no de
falsedad descriptiva, sino que la censura por respaldar una forma de creación del derecho que
es antidemocrática e injusta. Los jueces no son normalmente elegidos y en una democracia,
argumenta el antipositivista, solamente los representantes elegidos del pueblo deberían tener
poderes de creación del derecho.
Hay muchas respuestas a esta crítica. El que a los jueces se les tenga que confiar poderes de
creación de derecho para lidiar con controversias que el derecho no acierta a regular, puede
ser contemplado como un precio necesario a pagar para evitar los inconvenientes de métodos
alternativos de regulación de estos casos, tales como la referencia al legislativo, y el precio
puede parecer pequeño si los jueces están limitados en el ejercicio de estos poderes, y no
pueden modelar códigos o reformas amplias, sino solamente reglas para hacer frente a las
cuestiones específicas planteadas por casos particulares. La delegación de poderes legislativos
limitando al Ejecutivo es una característica familiar de las modernas democracias, y tal
delegación al poder judicial no parece una amenaza mayor para la democracia. En ambas
formas de delegación del legislativo elegido tendrá un control residual, y podrá revocar o
enmendar cualesquiera leyes subordinadas que encuentre inaceptables, excepto donde, como
en los E.E.UU., los poderes legislativos estén limitados por una Constitución escrita y los
tribunales tienen extensos poderes de revisión. En tales casos, el precio a pagar por un
gobierno legalmente limitado es que el control democrático último puede solamente ser
ejercido a través del engorroso mecanismo de la enmienda constitucional.
La ulterior acusación de que la creación judicial del Derecho es injusta, la condena como una
forma de creación retrospectiva o ex post facto del derecho que es, desde luego, considerada
normalmente, como injusta. Pero la razón para contemplar la creación retrospectiva del
derecho como injusta es que defrauda las expectativas justificadas de aquellos que, al actuar,
han supuesto confiadamente que las consecuencias jurídicas de sus actos estarían
determinadas por la situación conocida del derecho establecido en el momento de sus
acciones. Esta objeción, sin embargo, aunque tiene fuerza contra un cambio o suspensión
judicial retrospectiva de derecho claramente establecido, parece perfectamente irrelevante
en casos difíciles desde punto y hora en que estos son casos que el derecho no ha acertado a
regular y en los que no hay situación conocida de derecho claramente establecida para
justificar tales expectativas.
Tal y como están expuestas, ninguna de estas críticas a la teoría positivista de la
discrecionalidad parece convincente. Sin embargo, es posible que la teoría de la adjudicación
opuesta, ofrecida por los antipositivistas, tenga méritos propios superiores. Voy ahora a
examinar la versión de Dworkin de ella con algún detalle, puesto que la teoría de la
adjudicación es el núcleo de la tesis antipositivista, no solamente contra la teoría de la
discrecionalidad, sino también contra la tesis positivista de la separación conceptual del
derecho y la moralidad y la tesis de las fuentes sociales del derecho.
IV
La aserción central hecha por Dworkin es que no hay espacio para la creación judicial del
derecho en un desarrollado sistema jurídico moderno, puesto que para cada caso, por «difícil»
que sea donde hay una cuestión jurídica controvertida, el sistema establecido, idóneamente
interpretado, provee, no solamente una respuesta, sino, con ciertas excepciones desdeñables,
una única respuesta correcta derivada del sistema. La apariencia de fisuras subrayada por el
positivista es superficial y engañosa y desaparece, cuando una adecuada teoría general de la
interpretación es aplicada al derecho. Esto es así porque un sistema jurídico, tal y como es
percibido por los jueces, incluye no solamente el derecho explícito reconocido como tal por el
positivista e identificado por referencia a las fuentes sociales del derecho (legislación,
precedente, costumbre y práctica judicial, etc.) sino también un conjunto consistente de
principios jerárquicamente ordenados que están implícitos en o son presupuestos por el
derecho explícito. La especificación de este conjunto de principios implícitos constituye una
teoría general del sistema jurídico como un todo. Esta teoría al mismo tiempo explica el
derecho explícito en el sentido de que cualquier parte del derecho puede ser vista como
ejemplificación de uno o más de tales principios, y también justifica el derecho en el sentido de
que tales principios constituyen la «más sólida» (como dice Dworkin) o mejor justificación
moral del derecho explícito. La teoría tiene por ello tanto una «dimensión de adecuación»
como una «dimensión de moralidad»7:
El uso de una tal teoría general del derecho en la adjudicación va mucho más lejos que el
modesto uso del razonamiento analógico el cual, como he dicho, distingue mucho la creación
judicial del derecho de la legislativa, pero a menudo deja al juez tranquilo, para escoger entre
principios que han generado analogías enfrentadas que admiten diferentes soluciones para
un caso difícil concreto.
Dworkin reconoce que en cualquier nivel de investigación sobre principios de los que se puede
decir que están implícitos en el derecho explícito existente, habrá aparentes conflictos de este
tipo. Para lidiar con ellos hay, de acuerdo con él, necesidad, no de una elección o creación
judicial del derecho, sino de un desarrollo ulterior de una teoría omnicomprensiva del
derecho. Debe, por ejemplo, desarrollar una teoría de la Constitución para justificar el sistema
establecido de gobierno, y para hacer esto debe referirse a principios de filosofía política y a
características de instituciones gubernamentales establecidas, contrastando los primeros con
las segundas. Para decidir ciertos casos no solamente tiene que identificar los valores
fundamentales protegidos por el sistema, como la libertad, la igualdad o la seguridad personal,
sino que donde hay concepciones divergentes de esos conceptos debe identificar la «mejor»
concepción de los mismos. Definitivamente esta teoría de la adjudicación atribuye al juez una
tarea «hercúlea», y Dworkin reconoce que solamente un juez ideal (a quien en efecto llama
«Hércules») podría llevarlo a cabo. Reconoce además que jueces igualmente bien informados y
capacitados pero provenientes de diferentes contextos sociales o «subculturas»8 con
diferentes puntos de vista morales, construyen distintas teorías «hercúleas», y que cuando
esto es así no puede ser demostrado cual, si es que alguna de esas teorías es objetivamente la
más sólida justificación y explicación del derecho, aunque cada uno crea que hay
una objetivamente más consistente e intente formularla.
Es importante en este punto apreciar qué papel tan esencial juega una teoría objetivista9 de la
moralidad en la teoría jurídica de Dworkin, y distinguirla de las teorías convencionalistas o
relativistas de la moralidad social. La cuestión de cual conjunto de principios provee la mejor
justificación moral, y por tanto, constituye la más consistente teoría del derecho explícito, es
para él una cuestión acerca de una materia objetiva. Aunque un juez, como cualquier otro
hombre, puede mantener solamente lo que él cree ser moralmente bueno, o mejor, o
correcto, nada es moralmente bueno o correcto meramente porque él lo crea o por algún
consenso de ]os que están de acuerdo con sus creencias10.
A este respecto, los juicios morales son para Dworkin juicios de simple hecho, y, en efecto,
insiste en que hay «hechos morales»11 que juicios morales verdaderos describen, aunque
dado que no hay medios, ni siquiera en principio, de demostrar su verdad o falsedad, son
esencialmente controvertidos. Esta teoría moral objetivista es vital para el éxito del ataque de
Dworkin a la teoría de la discrecionalidad, ya que si no existen tales hechos morales objetivos,
lo más que puede hacer Hércules cuando es llamado a determinar qué teoría del derecho es la
más sólida y ofrece la mejor justificación moral del derecho explícito, es expresar sus propias
preferencias después de una consideración imparcial de las consecuencias de cualquier otra
decisión. Pero esto no sería el descubrimiento de una preexistente moral objetiva componente
del derecho, sino un acto de creación judicial y por tanto un ejercicio de discrecionalidad.
Podría ser sólo el descubrimiento del derecho existente, si los méritos morales relativos de las
teorías en conflicto fueran un hecho moral objetivo preexistente.
La teoría antipositivista de Dworkin puede ser caracterizada, como he dicho, como una vía
media entre las teorías clásicas del Derecho Natural y el Positivismo jurídico, ambas
rechazadas explícitamente por Dworkin. Pues, a diferencia del teórico del Derecho Natural, no
niega que el derecho claramente establecido, disposiciones o decisiones que carezcan de
conformidad con ciertos standars morales específicos (incluso aunque pertenezcan a lo que él
llama «un sistema jurídico inicuo»)12 sean derecho; sin embargo, al igual que el teórico del
Derecho Natural, mantiene que hay ciertos principios morales objetivos que son también
derecho: concretamente aquellos que figuran en la teoría «más sólida» del derecho. Tales
principios no deben su status de derecho a ninguna forma de incorporación o a ninguna
decisión normativa, ni práctica judicial, o a ningún consenso. De forma que son derecho
incluso si no están identificadas como tales por referencia a las fuentes sociales del Derecho.
Al criticar esta teoría de la adjudicación, paso por alto aquí tres importantes cuestiones que
plantea. No creo que Dworkin haya establecido su posición en relación con ninguna de estas
tres cuestiones. Pero provisionalmente doy aquí por supuesto, primero, que su teoría de la
moralidad fuertemente objetivista es filosóficamente inaceptable; segundo, que en los Estados
Unidos o Inglaterra o en alguna otra jurisdicción, el puro estilo «hercúleo» de adjudicación, y
no simplemente ese uso modesto del argumento analógico que he descrito, es seguido al
decidir casos difíciles; tercero, que al aplicar una teoría hercúlea los jueces pueden derivar de
ella una sola respuesta correcta, y no se topan en un significativo número de casos, ni con
empates entre principios en conflicto de igual mérito moral y poder explicativo, ni con
principios cuyos méritos morales y poder explicativo son inconmensurables. Mi razón para
pasar por alto estas cuestiones aquí es que lo más que se concluiría si Dworkin tuviera razón
acerca de todos ellos, es que en algunas jurisdicciones el estilo hercúleo de adjudicación es
usado de hecho, y el recurso a la creación judicial del derecho o Discrecionalidad es por ello
evitado. Obviamente éste no es el propósito principal de la teoría de Dworkin. El no presenta
el estilo hercúleo de adjudicación como un rasgo meramente contingente del derecho, como
algo que puede encontrarse en algunas jurisdicciones pero no en otras, proporcionando así tan
sólo un contra-ejemplo al Positivista que sostiene que la creación judicial del derecho en los
«casos difíciles» es ineludible. En lugar de ello, esta teoría de la adjudicación se plantea sobre
la base de que los jueces en ningún momento podrían evacuar adecuadamente sus
obligaciones o función como tales, si no tratan de seguir el procedimiento que la teoría
prescribe. La teoría intenta ser una tesis científico-jurídica general que desafía no sólo la tesis
de la Discrecionalidad, sino también la tesis de la separación conceptual del derecho y la Moral
y la tesis de las Fuentes Sociales del derecho. No podría ser un desafío tal si fuera simplemente
el hecho contingente de que en algunas jurisdicciones los jueces trabajan efectivamente
mediante una teoría general del derecho, (hercúlea): pues esto sería simplemente un rasgo de
la práctica judicial general en una jurisdicción donde, aceptada la Regla de Reconocimiento
que especifica las fuentes del derecho, se exige el uso del procedimiento hercúleo como regla
de decisión cuando otras fuentes del derecho se muestran indeterminadas.
Aunque Dworkin no contempla esta posibilidad en su crítica de la concepción positivista de
una Regla de Reconocimiento basada en la práctica judicial, no hay razón, en principio, por la
que tal regla, en determinadas jurisdicciones, no previera el uso del procedimiento hercúleo
entre los criterios que proporciona para identificar el derecho. Es verdad, por supuesto, que
esto haría al argumento moral y al juicio moral relevantes para la decisión jurídica, pero esa
relevancia en tales jurisdicciones sería simplemente un ejemplo de la incorporación
contingente de principios morales por un sistema jurídico. Esto sería perfectamente
compatible con la negación positivista de una conexión conceptual entre el derecho y la
moralidad y con su insistencia en que el status de derecho de cualquier regla o principio sea en
último término reconducible a una fuente social. Sólo si los principios morales fueran
relevantes para la argumentación jurídica proprio vigore, es decir, no por su incorporación
contingente, sino por sus cualidades morales o rectitud intrínsecas, su relevancia refutaría la
tesis principal del positivismo y establecería la conexión conceptual entre el derecho y la
moralidad en que insiste Dworkin,
V
¿Cómo demuestra entonces Dworkin que el uso del método hercúleo de adjudicación referido
a la Teoría más sólida del derecho, con su dimensión moral, es algo más que una exigencia
contingente que la Regla de Reconocimiento basada en la práctica judicial puede asumir en
jurisdicciones particulares? Y ¿es verdad que este «algo más» demuestra –como Dworkin
ampliamente subraya13 – una conexión conceptual entre derecho y moralidad y que hay leyes
que no deben su status jurídico a ninguna fuente social? Aquí aparecen las partes más débiles
de la interesante teoría de Dworkin, y en lugar de una vía media sólida entre el Derecho
Natural y el Positivismo jurídico, la teoría parece ofrecer una confusión de los dos.
Hay en la obra de Dworkin frecuentes referencias a la conexión conceptual entre el derecho y
la moral y a veces parece implicar que su descripción del proceso judicial –que muestra cómo
un juez podría desempeñar la tarea de aplicar una hercúlea teoría general del derecho con su
dimensión moral– sería por sí mismo suficiente para demostrar tal conexión. Pero a menos
que sea verdad que los jueces en algún sentido deben emplear este método de decisión en los
casos difíciles, continúa siendo meramente un rasgo contingente del derecho que se da en
aquellas jurisdicciones en las que la Regla de Reconocimiento establecida en la práctica judicial
prevé su uso. En tal caso, la conexión entre derecho y moralidad no sería conceptual sino
debida a las fuentes sociales del derecho que incorporan esa Moralidad.
¿En qué sentido, pues, de «debe», debe ser empleado el método «Hércules» de adjudicación?
Aquí hay que distinguir dos líneas o quizás estadios en el pensamiento de Dworkin. En primer
lugar, insiste en que la teoría positivista que reduce el derecho al derecho explícito que emana
de las fuentes sociales del derecho es «una inadecuada teoría conceptual del derecho»14 y
que una adecuada teoría conceptual del derecho muestra que los principios morales y políticos
implícitos, incrustados en el derecho explícito, son también derecho, aunque no son el
producto de ninguna fuente social, «en este sentido son naturales»15. Así, para Dworkin es
una verdad conceptual o por definición que los jueces que tienen obligación de aplicar el
derecho, deben emplear en la decisión de los «casos difíciles» el método «Hércules» que
identifica estos principios incrustados.
No es claro qué criterio de «adecuación» acepta Dworkin, pero algunas consecuencias de esta
teoría «adecuada» del derecho no serán aceptables para muchos juristas. Por ejemplo, si un
sistema jurídico como el suizo exige a los jueces decidir los «casos difíciles» como «legisladores
conscientes» está abierto, según la teoría de Dworkin, no solamente a la crítica que es un mal
sistema jurídico, porque ignora un método más equitativo o moralmente mejor de decidir
tales casos, sino o la crítica de que es culpable de ignorar importantes partes de su propio
derecho (suizo). Cualquier jurista podría rehusar el aceptar una teoría con estas consecuencias.
Y especialmente si le dicen, como Dworkin nos dice, que cuando jueces igualmente
competentes difieren acerca del contenido de este componente «natural» del derecho,
aunque sobre lo que difieren es sobre una cuestión objetiva, no hay medio ni siquiera en
principio de determinar cual, si es que alguno, tiene razón16.
La teoría tiene también la consecuencia, explícitamente aceptada por Dworkin, de que a un
juez, se le exige jurídica y moralmente no sólo ser leal a la Constitución de su país sino también
a los principios morales o políticos en los que piensa que mejor se justifica como esquema de
gobierno: porque esos principios también son derechos. Así, para tomar un ejemplo sencillo:
un juez en Inglaterra no tiene solamente el deber de seguir la práctica judicial establecida y
aplicar las leyes relevantes del Parlamento al decidir casos, sino que si considera que esta
práctica está mejor justificada por los principios de la democracia parlamentaria, debe aceptar
esos principios como derecho incluso si sabe que los colegas no comparten esos principios17.
Seguramente un juez podría todavía pretender plausiblemente que, así como, al igual que sus
colegas, el hecho de que aplique Leyes del Parlamento al decidir casos, es asunto de interés
público, sus ideales políticos son asunto propio de él, y podría aún añadir con la aprobación de
muchos jueces y abogados que no haber hallado ninguna justificación moral o política de la
práctica judicial establecida no era abandono de su obligación como juez.
Para completar el argumento de que la adjudicación hercúlea con su dimensión de moralidad
no es meramente un rasgo contingente de los sistemas jurídicos particulares, Dworkin se
apoya en unas cuantas diferentes tesis. Al menos en una de ellas parece prejuzgar la cuestión
debatida entre él y los positivistas: así, sostiene que si un juez sigue la práctica establecida de
su sistema jurídico y acepta que las disposiciones promulgadas por el Legislativo crean
derechos y deberes, debe, para dar sentido a esto, aceptar algún principio justificatorio
general18 (tal como el principio de la democracia parlamentaria) que explique esto. Pero,
decididamente, argumentar de esta forma es simplemente presuponer lo que Dworkin afirma
explícitamente, a saber, que los derechos y deberes jurídicos son una especie de los derechos
morales19 y que el positivista yerra al contemplarlos corno conceptualmente distintos.
Sin embargo, el argumento principal de Dworkin parece ser en lo esencial un juicio moral en el
que apela a lo que él toma como una verdad moral incontrovertida. Los individuos tienen,
según él, derecho a la aplicación consistente, no sólo de las leyes establecidas por su sistema
jurídico, sino también a la aplicación de los principios de moralidad objetiva que subyacen y
justifican a aquellas20. Un juez tiene la respectiva obligación moral, en lo que Dworkin llama
«responsabilidad política», de formular estos principios subyacentes y aplicarlos allí donde el
derecho establecido no es claro. La doctrina de la responsabilidad política de la que estos
derechos y obligaciones dependen es presentada como una cuestión de justicia y desemboca
en la convicción de que cuando el derecho no es claro, los individuos tienen derecho a que sus
casos sean decididos por analogía con el derecho claramente establecido y, con ello, por los
mismos principios que subyacen a él y han sido aplicados a otros.
Evitaré aquí todas las objeciones de detalle, como la objeción ya discutida de que la búsqueda
mediante la analogía es equivalente a dejar al juez elegir entre analogías en conflicto o
inconmensurables y, por tanto, con el riesgo de crear derecho. Con todo y eso, el argumento
de Dworkin está abierto a la objeción fundamental de que si los principios subyacentes al
derecho son moralmente malos, no habrá ningún mérito moral –y en casos extremos habrá
gran perversidad moral– en extender la aplicación de estos principios a casos no regulados por
el derecho establecido. Si el derecho establecido es malvado (Dworkin admite que puede
serlo)21, los principios a él subyacentes serán también malvados y no estaría claro, desde
luego, qué podría significar el hablar de tales principios como «justificadores» al tiempo que
explicativos del derecho. En tales casos, la moral seguramente exige que la oportunidad de
que se presente un caso no regulado debería ser aprovechada no para extender el mal sino
para evitarlo, y obviamente no hay ningún derecho moral a la aplicación consistente de tales
principios de maldad. Esto parece destruir el argumento montado para demostrar, mediante
una aplicación a la doctrina de la responsabilidad política, que el método hercúleo de
adjudicación es algo más que un rasgo contingente de algunos sistemas jurídicos, y que hay
una conexión conceptual entre el derecho y la moralidad.
En su réplica a varios críticos, Dworkin aceptó que el derecho claramente establecido, y los
principios a él subyacentes identificados por el método Hércules (o la mayor aproximación
posible a él) pueden ser demasiado perversos para justificar su aplicación22. La «más sólida»
teoría del Derecho podría en tales casos alumbrar principios morales, completamente
inaceptables, aunque sean derecho; cita como ejemplo (teniendo en mente la Alemania nazi y
Sudáfrica)23 principios tales como «los negros son menos dignos de respeto que los
blancos»24. Aunque insiste en que hay una conexión conceptual entre derecho y moralidad,
está de acuerdo en que lo que es jurídicamente correcto no siempre es moralmente correcto
ni en los casos claros en que se aplica el derecho establecido ni en los casos difíciles en los que
se aplican los principios subyacentes. En tales casos, dependiendo del grado de
iniquidad, puede ser que el deber moral de los jueces (que es una cuestión objetiva) sea
mentir25 y ocultar lo que el Derecho inicuo, identificado por el método Hércules, es
realmente.
¿Cómo entonces, después de estas concesiones, puede Dworkin mantener, que hay una
conexión conceptual entre derecho y moralidad, y que una «adecuada teoría conceptual del
derecho» muestra que contiene una dimensión moral que explica y justifica el derecho
explícito? La respuesta de Dworkin a estas preguntas me parece que abandona la sustancia de
su teoría, aunque mantiene confusamente su sombra. Mientras que en su versión original su
teoría significaba que el derecho correctamente entendido tiene una conexión conceptual con
principios de auténtica moralidad objetiva su conclusión es que en el caso de sistemas jurídicos
inicuos esta dimensión moral del derecho puede consistir en principios completamente en
desacuerdo con la moralidad, de forma que, un juez que se da cuenta de ello tiene una
obligación moral de mentir más bien que de aplicar el derecho. De esta forma, todo lo que
queda de su teoría original es que los principios identificados por Hércules como subyacentes
al Derecho, deben ser, según Dworkin, los menos odiosos (de acuerdo con la moralidad
objetiva) de los varios inaceptables que pudiera incorporar el derecho inicuo. Esto,
simplemente, excluye la idea de que esos principios justifican el Derecho. De forma similar, no
sobrevive virtualmente nada del argumento original de que la adjudicación hercúlea era más
que un rasgo contingente de un sistema jurídico, porque los individuos tienen siempre un
derecho moral a la aplicación consistente de los principios que subyacen el derecho. Dworkin
insiste en efecto en que incluso en casos en que los principios son tan moralmente odiosos que
un juez debería mentir antes que aplicarlos, hay siempre un derecho prima facie a tal
aplicación aunque pueden ser pasados por alto si el tema es lo bastante inicuo26. Esto parece
ser un simple error en un autor tan ingenioso. Porque si los principios que subyacen el
derecho, siendo solamente los menos odiosos de los principios moralmente inaceptables, no
tienen fuerza justificadora ninguna, entonces no puede haber ni siquiera un derecho prima
facie a su aplicación consistente a los casos difíciles no regulados por el derecho establecido. El
problema es diferente si la cuestión es si se debería aplicar un derecho claramente
establecido, pero no inicuo; pues rechazar la aplicación de un derecho claro puede,
posiblemente, poner en peligro la autoridad de todo el sistema, que puede ser bueno en otros
aspectos. En este caso, es discutible si hay una obligación moral prima facie del juez de aplicar
una ley particular moralmente odiosa. Pero este argumento no es aplicable en los casos
difíciles.
Notas
*Texto inédito de la conferencia pronunciada por el profesor Hart en la Universidad Autónoma
de Madrid el 29 de octubre de 1979, invitado por el departamento de Filosofía del Derecho.
Traducción del original inglés, aún no publicado, por Liborio Hierro, Francisco Laporta y Juan
Ramón Páramo. La traducción ha sido expresamente autorizada por el prof. Hart.
1. Vid "Entre el principio de Utilidad y los Derechos Humanos" en Revista de la Facultad de
Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, 1980.
2. London, 1977; todas las referencias se toman de la segunda edición de 1978.
3. Oxford, 1951. Trad. castellana. Ed. Abeledo Perrot. Buenos Aires, 1968.
4. Dworkin, op. cit., pág. 339.
5. Ibidem.
6. Vid. Dworkin, op. cit., pág. 117. Afirma erróneamente que solamente los criterios basados
en elpedigrée pueden ser incluidos en la Regla de Reconocimiento positivista.
7. Op. cit. págs. 340-1
8. Op. cit. pág. 127.
9. Op. cit. págs. 332, 348, 349 («en una forma pasada de moda, un reino objetivo de hechos
morales»).
10. Op. cit. pág. 124.
11. Op. cit. pág. 339.
12. Op. cit. págs. 342, 343.
13. Op. cit. págs. 326, 327, 342, 343.
14. Op. cit. xii (introducción).
15. Op. cit. xiii.
16. Op. cit. págs. 123, 332.
17. Op. cit. pág. 105.
18. Op. cit. págs. 105, 106.
19. Op. cit. págs. 106, 108.
20. Op. cit. pág. 126.
21. Op. cit. págs. 326-7, 341-3.
22. Op. cit. págs. 327, 342.
23. Op. cit. pág. 326.
24. Pág. 343.
25. Págs. 341, 342.
26. Op. cit. pág. 327.