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Thärilin de Enedwaith
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Thärilin de Enedwaith
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8/19/2019 El Orco - Las Glosas Udunenses - Tharilin de
Enedwaith
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Una visita inesperada
Mi celda, amigo,1 era un agujero húmedo, sucio, repugnante,
con restos de gusanos y olor a fango. El suelo del inmundo agujero
estaba desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer. Era
la prisión del puesto fronterizo de Lug Ûdun, en las Montañas de la
Ceniza, y eso significa incomodidad. Infinita incomodidad.
Estaba desesperado. Hacía ya días que había estrangulado a mi único
compañero de celda, en un ataque de ira, provocado por el
aburrimiento. Presa de la desmoralización, comencé a darme cabe-
zazos contra las corrompidas rocas que me aprisionaban. Ni siquiera
el dolor fue capaz de mitigar mi ansiedad y mi furia. Aturdido, me
arrojé con rabia al suelo.
De repente, la puerta de la celda se abrió. El guardián me pateó en
el vientre varias veces, antes de facilitar el paso a alguien a
quien no esperaba ver. Enseguida comprendí que mi situación no
podía ser
peor. Era Aathor, el cruel administrador de aquel puesto
fronterizo. Un numenóreano de rostro imperturbable cuya sola
presencia hacía tiritar al uruk 2 más aguerrido. Aathor
era la persona más poderosa en
1 Amigo: En oestron en el poema original “Uruk” de Cola de
Ratón. Parece ser que en lengua orca no existía la palabra
amigo.
2 Uruk: Orco, trasgo. Combinado con la palabra “hai” (pueblo) se
reere a la
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muchas leguas a la redonda. Estaba directamente por debajo de los
más cercanos al Amo.
Cuando alguien poderoso pone los ojos sobre ti, puedes echarte a
temblar. Y si tú eres, amigo, uno de esos que piensa que por el
mero hecho de jugar bien tus drughaz3 puedes medrar en esta
ratonera, sin duda eres un ingenuo.
El humano hizo un gesto para que me levantara.
–Acompáñame –me ordenó.
Cruzamos la sala de torturas. Las paredes de aquella vasta estancia
rezumaban de deliciosa sangre roja, y me sorprendí al ver los
jirones de lo que hasta hace no mucho era un ser humano. Me ex-
cité. No era frecuente capturar humanos en Lug Ûdun. Los verdugos
estaban de suerte: ésta noche tendrían festín.
Sin dejar de caminar, Aathor comenzó a hablarme:
–Se te ve fuerte, Bagronk. Si participaras en las peleas,
podríasconseguir ciertos privilegios. ¿Cuánto tiempo hace que no
pruebas la carne humana?...
Malo es que el que manda pose los ojos en ti, pero infinitamente
peor es que te agasaje. Desde que me castigaron con este
destino en la peligrosa frontera norte, mi mente me había prevenido
para que
me mantuviera alejado de la primera línea de combate. Discreciónera
mi lema. Así que traté de conservar el anonimato y pasar desa-
percibido. Sin embargo, estaba claro que lo no había
conseguido, y que esta nueva situación requeriría nuevos
planteamientos.
raza orca.
3 Drughaz: Piedra. Barbarismo proveniente del khuzdul, con raíz en
la palabra Duraz, utilizado prousamente en el dialecto orco hablado
por los Bosquenegrinos. Expresión utilizada también para denominar
a un popular juego entre los orcos, similar a los dados.
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Salimos de la prisión. Avanzamos por los tortuosos corredores que
horadan estas montañas. Al acercarnos a un almacén de armas, el
pasillo se vio inundado por humos, gritos y lamentos. Al llegar a
la espaciosa sala, dos púgiles más bien enclenques se esforzaban
en
golpearse ante una muchedumbre enloquecida que prácticamente los
ignoraba. Las apuestas y el aguardiente de hígado habían avivado
entre el público reyertas mucho más violentas e interesantes que
las que el anodino combate ofrecía.
Sin meternos en el tumulto, llegamos hasta el palco. Era la
primera vez que me sentaba en aquel lugar. Desde allí
contemplamos
en silencio el combate, hasta que debajo de nosotros estalló una
deesas trifulcas: un fornido orco arrancó el ojo izquierdo a un
joven- zuelo de apenas diez años. Era agradable abandonar el
cautiverio y volver a la normalidad.
El combate terminó. Retiraron los restos del perdedor, y sin más
demora comenzó otra pelea. Con la vista fi ja en la lucha,
Aathor
dijo: –Tu encierro ha terminado… Tengo una misión para
ti.
Asentí expectante.
–Mañana, al anochecer –añadió sin siquiera mirarme–, dirígete
a la Puerta Norte. Pregunta por el oficial de guardia. Te estará
esper-
ando. Deberás hacerte cargo de dos bukras 4
. Partiréis hacia el nortede las Tierras Pardas, no lejos del
Bosque Negro. Allí, desviaos al este, y buscad un campamento
dirigido por un semi-orco. Su nombre es Drain… Debes contactar con
él y ponerte a sus órdenes.
Su mirada seguía escrutando el combate.
–Hazlo bien, Bagronk… ¡No falles!
4 Bukra: Garra, también utilizado para dar nombre a una pequeña
unidad mili- tar. Una garra está ormada por cinco orcos.
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Y ese fue el único momento en que clavó en mí su cruda mi- rada.
Sin más, se dio la vuelta y se marchó.
Rodeado de todos los lameculos de Lug Ûdun, desde aquella
privilegiada posición, vi todos los combates. Incluso bajé a
pelear por un odre de licor, que conseguí sin excesivo
esfuerzo. Una vez exprimida la piel de la alimaña, allí mismo,
aturdido, me recosté. Me encontraba bien. Inusualmente bien.
Cuando desperté, las antorchas de la gran sala llevaban largo rato
apagadas. Me levanté malhumorado y dolorido. Después de dos lunas
encerrado, era muy posible que tuviera que hacer uso de la fuerza
para recobrar mis cosas. Como bien sabes, amigo, aquí, en Lug Ûdun,
es práctica común que si alguien se aleja por más de dos noches de
sus cosas, pierde todo derecho sobre ellas. Supongo que será así en
todos los rincones en que moramos, desde las Montañas Grises hasta
el Desierto del Sur.
Así que me encaminé hacia mi barracón para recuperar mis
pertenencias: una abollada rodela de hierro y. mi posesión
más pre- ciada: mi cimitarra de hoja ancha.
Al pasar junto a una de las pequeñas salas de vigilancia que se
repartían por todo el interior de la montaña, vi a un grupo de
orcos
jugándose su soldada en una partida de drughaz. Pasé rápido,
sin prestarles atención.
–¡Bagronk! –gritó la voz ronca de uno de ellos–. ¿Eres
Bagronk, verdad?
Me detuve. Traté de identificar la voz, pero no la reconocí.
Lentamente me giré.
–¿Quién quiere saberlo?
Dos fornidos orcos se levantaron, abandonando la timba. Vini- eron
hacia mí. Yo los conocía: eran Haft y Ong. Haft, el más joven
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era alto y musculoso, aunque algo torpe. Ong, más orondo, era de
mediana edad, pero de mirada astuta.
–Aquí las preguntas las hacemos nosotros… ¡glob5! –me
dijo Haft.
Y lo certificó, acariciando la empuñadura de su arma con sus sucias
uñas negras. Volví a añorar mi cimitarra; di un paso atrás, y me
puse en posición de combate.
–¿Terco, el glob, eh? –añadió mientras desenfundaba suave-
mente su arma.
–Si eres Bagronk, será mejor que nos acompañes –dijo Ong–, el
Viejo quiere verte.
Estando desarmado, y al oír que mencionaba al Viejo, no tuve más
remedio que reprimir mis instintos y acceder, de mala gana, a su
demanda. Nos pusimos en marcha y, en menos tiempo del que se tarda
en contarlo, avistamos la galería que conducía a la
madriguera
de Sharkû 6. En los tiempos en que él fue importante, yo trabajé
para él, cuando aquella miserable rata controlaba toda la chusma de
las grutas de la zona sur.
Dos noches antes de que me encarcelaran, el cerdo de Sharkû me
había fiado dos odres de licor de hígado, a cambio de unos fa-
vores. No le debió satisfacer la manera en que le pagué, pues
me
exigió la devolución de los odres de aguardiente. Y créeme, amigo,
que mientras estuve en la celda, fueron varias las veces en que
pensé que ese viejo reptil no estaría demasiado contento
conmigo.
Escoltado por mis nuevos camaradas, crucé la guarnición hasta
llegar al cubil del viejo, donde dos orcos armados guardaban la
entrada. Saludaron a mis acompañantes y me registraron de
for-
5 Glob: Orco común, tonto.
6 Sharkû: Viejo
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ma brusca, aunque apresurada. Entramos en una amplia estancia, y de
entre un montón de inmundicias, asomó el húmedo hocico de Sharkû.
Su enorme y sebosa cabeza tardó una eternidad en aparecer
por completo.
–¡Bagronk! –dijo–, siempre has sido una diminuta cagada hu-
mana. Devuélveme lo mío, o serás una cagada humana aplastada por el
pie de un troll.
Mientras me hablaba, sacó a patadas, de entre las mugres, un
pequeño orco. Su olor me reveló que se trataba de una hembra
en celo.
–Venerable Sharkû –dije con toda la solemnidad que fui capaz
de fingir–, es comprensible tu indignación y te pido perdón. Me fue
imposible cumplir el compromiso que adquirí contigo, pero
como
bien sabrás, tuve algunos problemas y me encerraron.
–¡Ya sé que te encerraron, pushdug7! Por si aún no te
has en-
terado, yo sé todo lo que pasa en este piojoso fortín. Y no creas
que por pasearte bajo las faldas de Aathor te vas a librar de
pagarme. ¿Dónde están los odres? ¡Los quiero ya! ¡Y con sus
intereses de demora!
Sentí el tremendo impacto de un garrotazo traicionero. Un do- lor
infinito galopó entre mi cerviz y mi oreja derecha. Caí al
suelo.
Y vi a un infecto orco de las montañas del norte regodearse a
miespalda blandiendo una porra tachuelada. No pude reprimir mi ira
y desde el suelo grité:
–¡Gordo apestoso!... Mueve tus sebosas papadas y dile a tus
esbirros que no se les ocurra volver a golpearme.
–¡Montañés! –chilló el Viejo–. ¡Aplasta a esa rata y que
calle
para siempre!...
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Aquel inútil me golpeó sin mucha contundencia en otras dos
ocasiones, pero la tercera falló. Conseguí agarrarle de su gaznate
y comencé a apretar. Mantuve mi presa hasta que, inconsciente, se
der- rumbó. Me hice con su arma y retrocedí hasta proteger mi
espalda
contra la pared. Media docena de rufianes irrumpieron en la hab-
itación y avanzaron hacia mí con sus espadas desenvainadas.
–¡Sharkû! –dije blandiendo frenéticamente la porra–. ¡Puede
que haya otra manera de arreglar esto! Te daré cinco odres del
mejor licor de hígado que has probado en tu vida.
–¿Cinco? ––preguntó el Viejo recobrando la compostura–. ¡Que
sean diez!
–… ¿Mmmmm?... ¿Siete?...
–¡Skai!8... ¿Pretendes reírte de mí?... ¡Acabad con
él!…
–Ocho me parece una cifra razonable –grité mientras a duras
penas podía defenderme de mis atacantes.
–¡No lo matéis aún! –dijo sonriendo sarcásticamente–. ¿Y
cuándo me los entregarías?
Aunque estaba claro que aquel rufián conocía todo lo que ocur- ría
entre la tropa de la guarnición, era muy difícil que los asuntos
que conciernen a los Amos llegasen tan pronto a los oídos de sus
espías.
Lo más probable era que no tuviese ni idea de que esa misma nocheyo
partía en una misión que me alejaría de allí durante muchas lunas.
Así que decidí jugársela de nuevo.
–¿Te parece bien que te los entregue pasada la medianoche?
– faroleé–. Y en prueba de mi buena voluntad, te daré no sólo
los ocho acordados, sino los diez que me pedías. Es lo menos que
puedo hacer
por recuperar tu con fi
anza.
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–Aceptaré gustosamente diez –respondió–. Pero ¿no te resul-
tará muy complicado reunir tanto licor para la medianoche?
–Tú no te preocupes, Gran Sharku –dije de manera ceremo-
niosa–. Pasada la medianoche mi deuda estará saldada.
–Bien. Espero que no vuelvas a fallar.
Y volvió a soltarme su largo y aburrido discurso que siempre
terminaba con la promesa de matarme si volvía a tratar de
engañarle.
Todo el mundo sabe que un muerto nunca paga sus deudas, pero
aquel viejo avaro había estado a punto de acabar conmigo.
Masajeándome el cogote, abandoné la deliciosa insalubridad de la
estancia, y me dirigí a mi barracón. Cuando llegué, pude comprobar
que no me había equivocado al suponer que mis cosas habían
desa-
parecido. En una esquina de la cueva un trasgo escuálido
dormía la borrachera. De una patada lo desperté.
–¡Piojoso! ¿Quién está ocupando este jergón? –dije
señalando
mi encame.
–¿A mí qué me preguntas? –farfulló–. Yo sólo me ocupo de lo
mío.
Me giré. Simulé marcharme y cuando se descuidó le clavé mi calloso
talón en la boca. Sentí como le arrancaba varios dientes.
Gimiendo, dijo al instante: –… ¡Potroso!... Potroso tiene tus
cosas.
–Me parecía que no me habías entendido –le agité–. ¿Dónde
está ahora ese malnacido? ¿Dónde?
–Estará con los demás matando ratas en el vertedero –dijo
en-
tre escupitajos de negra sangre. –Bien. Has salvado el resto
de tu dentadura –dije–. Otra cosa
que no te resultará difícil responderme: ¿Dónde puedo conseguir al-
gún odre de licor?
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–¡Déjalo!
Volví a girarme. Estuve a punto de volver a darle otra patada
con el talón, sólo por divertirme, pero tenía prisa. Salí de la
estancia, y cuando estaba lejos le oí chillar y maldecirme.
Sonreí.
El vertedero estaba un tanto apartado, así que apreté el paso
para llegar cuanto antes. Cualquier lugar de Lug Ûdun es una
corrup- ta cloaca, pero el llamado vertedero provoca náuseas,
incluso en los orcos más marranos. Aquella ciénaga sulfurosa
engullía lentamente
las infinitas inmundicias que eran despreciadas –incomprensible-
mente– por una raza nacida de la mugre. El olor allí era tan espeso
que incluso dificultaba la respiración de los roedores. A pesar de
ello era habitual ver grupos de orcos cazando las alimañas que
habitaban aquel corrupto lodo, mientras –ebrios– apostaban sus
raquíticas pert- enencias.
Vi dos grupos. En uno de ellos destacaba un orco de
formidableestatura. Me acerqué. Del cinturón del gran orco asomaba
una em- puñadura, en forma de garra de dragón, exactamente
igual a la de mi cimitarra. El sujeto contaba torpemente un montón
de ratas muertas, que se apilaban a sus pies.
–¡Nueve ratas y una comadreja! ¡He ganado! ¡El odre es
mío!
Llegué hasta él, y con aire distraído, admiré la cuantía de sus
presas. Le lancé un potente cabezazo y sentí su nariz
quebrarse. Atur- dido, cayó hacia atrás; pero antes de que se
desplomara por com-
pleto, recuperé mi cimitarra y, de un certero tajo le separé
la cabeza del cuerpo. Su cadáver se derrumbó inerte. Los demás se
quedaron
paralizados, y blandiendo mi arma, les dije:
–Esta basura uruk me robó… ¡Esta cimitarra es mía! ¡Y ahora
sus ratas también! ¿Alguien está disconforme?...
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Nadie habló. Cogí el odre de licor y, sin darles la espalda,
me marché. Se quedaron inmóviles. Las cosas estaban saliendo bien:
había salido de la celda, me había librado de Sharku, y había
recu-
perado mis cosas. Normalmente no suelen salir todo tan bien,
así que
me sentí satisfecho. Me adentré de nuevo en las galerías de Lug
Ûdun durante un
buen rato. Luego me detuve para examinar la espada. Me di
cuenta de que era un poquito más larga de lo que yo recordaba y de
que el color del metal tenía otro tono. Por otro lado la empuñadura
en forma de garra de dragón es la más extendida en la Frontera
Norte.
Fuera mi espada o no –que no lo era– me la ajusté en el cinturón.
Seacomo fuere, una cosa estaba clara: ahora ésta era mi
espada.
A pesar de los muchos problemas que presenta la vida en Lug Ûdun,
matar a alguien sin motivo no era uno de ellos. No porque no
estuviese castigado, sino porque en la práctica nunca se
denunciaba. Y no se hacía, porque nadie tenía ningún vínculo con
nadie. Ni siqui-
era las madres sentían nada por sus cachorros. Así que en
aquellosmomentos, los compañeros del fiambre, en lugar de pensar en
ven- garle, le estarían despojando de todas sus pertenencias.
Fue entonces cuando me di cuenta de que alguien me seguía. La tarde
llegaba a su fin, tenía que acudir a mi cita, pero antes de irme
decidí atar bien todos los cabos. Comencé a caminar deprisa.
Despisté a mi perseguidor y en un recodo me escondí. No tardó
enaparecer con actitud desorientada. Era apenas un muchacho. Con
sigilo me coloqué detrás de él y le aprisioné el pescuezo con mi
arma. Luego le di una paliza. Antes de que quedara inconsciente, le
interrogué:
–¿Por qué me persigues, trasgo?
–Sharkû quiere asegurarse de que pagas tu deuda. Y te arran-
cará el pellejo por lo que me has hecho, dug9.
9 Dug: Porquería
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Lo arrastré hasta unas dependencias, lo até y amordacé.
–Dile al viejo seboso que el único pellejo mío que va a
tener, es éste –dije, mientras me agarraba mis partes.
Le arrojé un odre vacío de licor, y de un patadón en la cabeza le
dejé sin sentido. Me largué de allí a paso rápido. Era probable
que, a estas alturas, el viejo se hubiera enterado de mi
partida.
Cuando yo llegaba al puesto de guardia de la Puerta Norte, hacía
rato ya que el hediondo sol había desaparecido. No me hizo falta
preguntar por el oficial al mando, pues me estaba esperando.
–¿Bagronk? –interrogó con voz aguardentosa.
Asentí.
– ¡Sígueme, uruk!
Entramos en la gruta principal. En aquél momento, se estaba
llevando a cabo el cambio de guardia y las galerías bullían de ac-
tividad. Me condujo a un almacén, en el que siete orcos se hallaban
sentados sobre unos barriles de sebo, escuchando las palabras
acalo- radas de otro, que permanecía de pie, de espaldas a
mí.
–… y en el vertedero, aquel hijo de perra, delante de
nosotros, le rebanó la cabeza de manera traicionera después de
arrebatarle el arma… porque el tal Drogho era un malnacido, que yo
apenas
conocía… que de haber sido alguien de mi clan, os juro que como me
llamo Potroso, que a ese uruk traidor le arranco el prepucio a
mordiscos.
Esto empezaba bien. Acababa de llegar y ya estaban hablando de mí.
Y no negaré que fue toda una sorpresa averiguar que no había sido a
Potroso a quien yo había decapitado aquella mañana en el
vertedero. Me regodeé al imaginar la cara que pondría aquel estúpi-
do al darse la vuelta y verme. Pero no pudo ser, porque repentina-
mente el aire en la estancia se enrareció, provocándome un
profundo
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desasosiego, como si un halo de perniciosa luz hubiera contaminado
hasta el último de sus rincones.
Sobresaltado me giré, y vi que entraba un ser siniestro de as-
pecto feroz, con la cabeza rapada y toda la piel adornada con
oscuras runas. Vestía una túnica negra y caminaba descalza,
contoneándose como una ramera del sur. Su presencia era tan
repulsiva como sus
pálidos pies, que mancillaban hasta el suelo que pisaban. Sin
duda era Caleriën, la cachorra fiel de Aathor el todopoderoso
numenóre- ano.
Como bien sabes, amigo, en Lug Ûdun no es del todo extraño que
individuos de otros pueblos cohabiten con nosotros, al servicio del
Amo. Numenóreanos, trolls, variags, sureños, e incluso piratas de
Umbar 10, suelen ocupar algunos de los puestos más destacados
tanto en el ejército, como en la administración. Pero los elfos,
hasta la llegada de la Dama de las Tinieblas, sólo habían estado en
País
Negro abiertos en canal, empalados, a fuego lento y con una
man-
zana en la boca. Allí estaba ella. La elfa de la que todo el mundo
hablaba. Su
mirada me heló los huesos, aunque inexplicablemente vi en sus ojos
un brillo que me cautivó. Alzó la voz y todos los presentes nos
so-
brecogimos.
–¡A ver! ¡Basura! ¡Poneos en formación!
Y, con desprecio, fulminó con la mirada al orco más cercano.
Adoptamos entonces una formación impecable.
–¿Quién es Bagronk?
Di un paso al frente y se acercó hacia mí. La miré fi jamente
a sus inexpresivos ojos. En aquel momento, amigo, me di cuenta
de
10 Umbar: Secarral. Aunque hay quien sostiene que el origen de esta
palabra es desconocido, para Tärilin de Enedwaith se trata de uno
de los pocos barbarismos
procedentes de la Lengua Negra que se introdujeron en el
léxico del oestron.
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que, por encima de mi aversión a los enanos, está el odio que me
producen los elfos. Y si hay algo que aborrezco más que un
elfo, es una elfa. No importa cuál sea su origen, aspecto, u olor.
Pero sucedió entonces que, de forma antinatural, aquella hipnótica
bruja me sub-
yugó, y –como presa de algún arcano conjuro– no pude evitar caer
rendido a sus encantos. Pensé que eran figuraciones mías y traté de
resistirme a su presencia, pero creo que eso aún fue peor.
–A partir de ahora estás al frente de la decimotercera
compañía, vigésimo-segunda garra –dijo con autoridad–. Saldrás
ahora mismo hacia el norte de las Tierras Pardas, por el sendero
habitual. Una
vez que dejes atrás las Colinas del Espanto 11
, dirígete al este porel camino del Mar del Sol Naciente12.
Busca el campamento de un semi-orco llamado Drain, y ponte a sus
órdenes. Allí le entregarás esto.
De un pliegue de entre su gruesa túnica, extrajo un pergamino
lacrado y me lo entregó.
–En otras épocas mejores para ti, serviste de correo. Así que
ya sabes lo que hay que hacer. ¿Alguna pregunta, basura orca?
La miré fi jamente, pero no dije nada. Ella señaló con el dedo
al único soldado que yo conocía de todo el grupo, un enorme uruk
que respondía al nombre de Skash.
–¡Tú! ¡El más grande! –dijo–. ¡Coge ese saco! Ahí hay
provi-siones para varios días.
Llamó al jefe de la guardia.
–Pertréchalos a su gusto pero no te excedas, pues puede que
no vuelvan.
11 Colinas del Espanto: Emyn Muil, en Sindarin.
12 Mar del Sol Naciente: Mar de Rhûn, en Quenya.
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La Dama de las Tinieblas dio media vuelta y, con un contoneo, se
desvaneció en la oscuridad. Kjaftur 13, el capitán de guardia,
nos condujo a la sala de armas. Era una nave de considerable
tamaño, excavada en la piedra. De sus paredes pendían centenares de
rodelas
y escudos de combate. Unas desvencijadas estructuras de madera, que
formaban pasillos, sostenían lanzas, espadas, porras, cuchillos y
alfanjes. En el centro de la sala, sin ningún orden se encontraban
apilados petos, yelmos, brazales y grebas, de diferentes tamaños.
Si se buscaba bien entre tanto desecho, se podían encontrar
algunas
piezas de estupenda factura. Así que quien encontró algún
pertrecho o arma mejor que el que poseía, aprovechó para
cambiarlo.
Skash cogió dos lanzas pesadas y cambió su ajado peto de cuero por
una cota de malla en bastante buen estado. Era un orco gigantesco,
al que yo conocía porque solía participar en las peleas
organizadas, donde sabía sacar rentabilidad a su enorme
corpachón.
Nunca me disgustó su presencia y nos guardábamos respeto
mutuo, que entre los nuestros, amigo, es lo más parecido a eso que
los demás
pueblos llaman amistad .
Cuando estuvimos preparados, Kjaftur nos acompañó hasta
la Puerta Norte, ordenó que la abrieran y –como es costumbre–, sin
decir una palabra, se marchó. Todo el grupo, expectante, se quedó
mirándome.
–Repartámonos el peso de las provisiones –dije con autoridad.
Skash volcó el saco en el suelo. Cada uno cogió una parte. Me
acerqué a Potroso, y vi que me reconocía. En voz alta, para que
todos pudieran oírme, exclamé:
–¿Tienes algo en contra de los orcos hijos de perra que
decapi- tan a otros orcos hijos de perra, para recuperar lo
suyo?
–De momento, no –dijo altivo.
13 Kjafur : Grito
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–¡Bien! Será como quieras que sea… ¡Venga todos! ¡En mar-
cha! ¡Tenemos que encontrar esas asquerosas colinas y a ese apes-
toso semi-orco!
Y así, la noche del equinoccio de primavera, nos desvanecimos en la
oscuridad de las frías estepas. Y aunque es un mal augurio
em-
prender un viaje en tal fecha, caminamos ligeros y cubrimos
un buen trecho sin contratiempos. Y hubiéramos avanzado más, de no
ser por un maldito orco, viejo y fulero. Vicario Sueldacostillas,
que así se llamaba aquel necio, no hizo más que crear problemas,
entablando trifulcas sin sentido con los demás miembros de la
bukra. Y no tuve
más remedio que dejarle claro quién estaba al mando. No era
difíciladivinar que aquel orco marrullero iba a ser un problema
añadido en nuestro viaje.
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Tierras Pardas
Habían transcurrido cinco noches de marcha. Descontando las
frecuentes peleas de Vicario Sueldacostillas con el resto del
grupo, y algunos breves encuentros con algunas de nuestras
patrullas, la tranquilidad fue la tónica habitual.
En aquellos días, terminada La Guerra de Pozoscuro14,
los
únicos trabajos de los guerreros de Lug Ûdun, eran las
tediosas guar-dias en la fortaleza, o, con suerte, formar parte de
partidas de hostig- amiento. Yo no dejaba de preguntarme qué clase
de misión era ésta. Tenía que encontrarme con alguien ajeno
a Lug Ûdun, que además era un mestizo. Y aún peor: ponerme
bajo sus órdenes. Seguro que el
pergamino que yo portaba contenía todas las respuestas a las
pregun- tas que constantemente rondaban mi cabeza. Me corroían los
deseos
de averiguar su contenido, pero, como todo el mundo sabe, amigo,
fisgar correo oficial te convierte en orco muerto.
Atrás habíamos dejado, sin complicaciones, las Montañas de la
Ceniza y las Llanuras de la Batalla 15. La garra empezaba
a com-
pactarse. En aquellas noches, traté de trabar confianza con
los ocho uruk que se hallaban bajo mis órdenes. A excepción de
Catapulta,
un nervudo orco del este, conseguí conversar con todos ellos, de
una
14 Pozoscuro: Moria, en Sindarin
15 Llanuras de la Batalla: Dagorlad
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manera u otra. A pesar del mutismo de aquel uruk de rostro pétreo,
pude comprobar que era un guerrero experimentado. Justo el
tipo de orco, con el que me gusta caminar.
La primera noche que descansamos a gusto fue en el Resguar- do de
las Colinas del Espanto. En aquel entonces, amigo, el corrupto
Durba Matavacas seguía regentando aquel avispero inundado de
estiércol. Y como siempre ocurre en estos resguardos, tuvimos
que
pagar por dormir. Aquella noche nosotros éramos las únicas
tropas que nos alojábamos y había sitio de sobra, pero sólo nos
permitieron tumbarnos en un húmedo rincón junto a la
despensa.
Cuando nos hubimos acomodado, compramos bebida y nos pusimos
a jugar a las drughaz. Pero no me gustó que El Norteño, el uruk
menos avispado de la bukra, insistiera en que uno de los centi-
nelas del Resguardo se uniera a nuestra partida. Jugar con descono-
cidos siempre termina en pelea, así que en cuanto pude abandoné la
timba. Mientras, Sueldacostillas intentaba conseguir los favores
de
una fulana a cambio de un cuchillo. Me acerqué a Morrostorpes,
queen ese momento se disponía a cantar:
El fin del mundo está a punto de llegar y los
culpables
los gondorianos, el oro y dios.
Las aguas subirán, la tierra se abrirá y un viento
ardiente que todo arrasará el apocalipsis viene y es de
agradecer.
Hay hambre odio y destrucción
hay guerra, muerte y enfermedad. El miedo ciega a esa
humanidad
esto es el final.
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No habrá salvación, consuelo ni perdón será tal el dolor que
las piedras llorarán
y tu misma sombra se querrá escapar de ti.
Nada quedará, nadie escapará, ricos y pobres morirán
solo un silencio eterno sobrevivirá.
Hecatombe, Holocausto. Suicidio
Complacido por la interpretación de Morrostorpes, el
vigi- lante de la despensa le arrojó un odre de licor. Morrostorpes
le cor- respondió pegando dos largos tragos antes de devolverle el
pellejo. Aclaró su garganta y empezó una nueva canción.
–Oye tú, titiritero –dijo Durba Matavacas desde el otro
lado
de la estancia–. ¿Piensas estar toda la noche graznando? Tus alari-
dos tienen que estar aburriendo hasta las truchas de la Catarata
Ru- giente.16
Se hizo el silencio, y la furia brotó en los ojos de Morrostorpes.
Matavacas le sostuvo la mirada, desafiante. Quizás alguno de
los
presentes pensó que en aquel momento iba a haber pelea. Pero
yo
no. Como bien sabes, amigo, en aquellos tiempos nadie desafiaba al
encargado de un resguardo. Al fin y al cabo, por muy al norte de
Lug Ûdun que se encontrasen aquellas infectas posadas, seguían
siendo controladas por los clanes. Y nadie en su sano juicio
querría enemistarse con ninguno de los clanes. Además el vanidoso
Mor- rostorpes tenía en más estima su garganta que su nombradía,
así que cambió los cánticos por la bebida, y –enfurruñado– se
emborrachó solo en una esquina.
16 Catarata Rugiente: Rauros en Sindarin.
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Pronto estaría lo suficientemente oscuro como para partir. Y cuando
parecía que nos íbamos a ir de aquel resguardo sin ningún
problema, estalló una pelea. Matavacas se abalanzó sobre
Vicario Sueldacostillas y lo derribó, y junto a él cayó también la
ramera. Sin
duda era ella el motivo de la disputa. Matavacas no era más que un
enclenque trasgo paticorto, pero era tal la furia que albergaba,
que hubiera matado a Vicario, si sus hombres no lo hubieran
detenido. En ese momento decidí que teníamos que largarnos de
allí.
Dos jornadas más tarde recuerdo que noté que las noches comenzaban
a menguar, y que los vientos cada vez soplaban con
menos fuerza. Aquella tarde estábamos acampados en una meseta
alnorte de las Colinas del Espanto. Aunque Sueldacostillas aún no
se había recuperado por completo de la paliza de Durba Matavacas,
el infatigable uruk se enredó en una nueva disputa, esta vez con
Mor- rostorpes.
–Tu ceguera te impide percibir que hay un dios, donde tú
sólo
ves un Amo más –gritó Vicario Sueldacostillas –Yo no lo
hubiera dicho mejor. Simplemente veo un Amo más
–respondió Morrostorpes.
–¡Sacrílego insensato! El Señor de Torreoscura es tu único
dios. ¡Tú existes gracias a él! Has de saber que al principio de
los tiempos unos dioses de pesadilla crearon un mundo de
pesadilla,
donde no había lugar para ti… ¡Para ninguno de vosotros!... Sólo la
infinita sabiduría de la Mano negra puso freno a semejante injusti-
cia, y con su inmortal poder, insufló aliento vital en las entrañas
de un animal salvaje, para crear la raza más perfecta que ha
poblado la tierra. ¡Nuestra raza!...
–El único que proviene de un animal salvaje eres tú –dijo
Mor-
rostorpes, provocando nuestras carcajadas.
–Reíros si queréis, sí…reíros… pero, gracias a Él, nuestra
raza fue temida, por todas las demás a lo largo y ancho de este
mundo.
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Y, celosos de su poder –que es el nuestro– reyes humanos, enanos y
golugs17, se confabularon para declararnos la guerra…
–¿Te vas a callar ya? ¿O tendré que callarte yo? –interrumpió
Morrostorpes
Aquella amenaza no surtió ningún efecto en aquel calvo loco,
pues se limitó a mirarlo con desdén, y a alzar aún más la
voz:
–… y aquellos incautos no tardaron en darse cuenta del error
que habían cometido: el Ojo Sin Párpado era invencible en el campo
de batalla. Sin embargo, la execración de aquellos seres
desprecia-
bles y cobardes no tenía límite, y recurriendo a las más
pér fidas artes, con la ayuda de magos, consiguieron cercarlo
y asesinarlo a traición. Pero el poder y el odio del Nigromante
Supremo son tan formida-
bles, que le hicieron regresar de entre los muertos para
vengar tan pér fida ofensa. Y por eso tú, yo… y todos
nosotros estamos aquí: para devolver el dolor a aquellos que
causaron tanto sufrimiento a nuestro padre. Ese debería ser tu
único objetivo… ¡Vuestro único
objetivo!
Y sin terminar de hablar, el calvo lanzó un terrible puñetazo a
Morrostorpes, que lo derribó. Y así empezó otra pelea. En tales
situa- ciones, amigo, si yo estoy al mando, siempre actúo de la
misma man- era: uno, desarmar a los contrincantes, y dos, organizar
las apuestas.
Cuando Morrostorpes estaba a punto de estrangular al calvo
–yliberarme de un indudable problema– una nube de polvo apareció en
el horizonte. Detuve la pelea y cancelé las apuestas. Una división
de los ejércitos orcos descendía hacia País Negro18. Estarás de
acu- erdo conmigo en que ante una horda de uruk en retirada, lo
mejor es esconderse. Pero eso no fue posible, pues sus exploradores
ya nos habían detectado. En un principio nos tomaron por
desertores,
aunque cuando vieron el sello lacrado de Aathor, su actitud
cambió
17 Golug: Elo
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por completo e incluso compartieron parte de sus provisiones
con nosotros. Muchos de ellos eran veteranos de la guerra contra
los ena- nos, y después de la caída de Pozoscuro habían pasado
algunas lunas sirviendo al Amo en La Colina de la
Hechicería19. Ahora regresaban
a la Meseta de Gorgoroth20 para reunirse con un gran
ejército. Du- rante aquella improvisada cena me enteré de que
aquellos guerreros habían tenido el privilegio de torturar a un
poderoso rey enano que había sido hecho prisionero.
Bajo una intensa lluvia, dos noches después, divisamos el Bosque
Negro. Casi al amanecer dimos un rodeo en dirección al
camino que conducía al Mar del Sol Naciente, y encontramos
lascolinas desprovistas de vegetación de las que me había hablado
Caleriën. Con un poco de suerte, en unas noches encontraríamos el
campamento del semi-orco. Y allí estuvimos buscando su rastro por
las inmediaciones del camino a Orientalia21, pero no encontramos ni
huellas, ni marcas, ni olores.
Aunque ocasionalmente nos distrajimos dando muerte a algunasabrosa
alimaña, el mal tiempo nos obligó a recorrer un buen trecho casi
sin descansar. Una noche, cuando las lluvias cesaron, el viento nos
trajo el apetitoso aroma de la sangre humana. Y casi al alba, cu-
ando nos disponíamos a buscar cobijo del sol y de sus radiaciones
infectas, dimos con los rescoldos de una pequeña hoguera. No hacía
mucho que allí habían dormido tres seres humanos,
probablemente
hombres del este. Durante el viaje, Pintuñas – un
orco chaparro, y charlatán hasta la extenuación– se había revelado
como el mejor ras- treador. Aquella vez tampoco me
decepcionó.
–Son tres jinetes –informó– pero estamos de suerte: uno de
los caballos está herido en una pata.
19 La Colina de la Hechicería: Dol Guldur en Sindarin
20 Gorgoroth: Desierto al sur de las Montañas de la Ceniza
21 Orientalia: Rhûn en Sindarin
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–¡Hoy caminaremos también de día! –ordené ante las miradas
enojadas de la bukra.
Como bien sabes, caminar de día es doloroso. Nuestras facul- tades
y resistencia se ven reducidas al mínimo. El peso de la luz nos
aplasta, y la claridad nos asusta. Casi es preferible estar preso
en las mazmorras del Amo, a soportar la tortura del sol.
–¡Nos negamos a caminar de día!... –dijo Vicario
Sueldacostil- las, azuzando su honda–. ¡Al Dios no le gusta que su
pueblo se ar- rastre en la sucia mañana!
–Aún con un caballo herido, los hombres del este se moverán
veloces –aseveré–. Si perdemos la mañana descansando, es muy
posible que no podamos alcanzarlos. En cambio, si nos
esforzamos, os prometo que antes de que acabe la noche tendréis
información sobre el semi-orco, y… ¡comeréis carne humana!
Mi arenga pareció animarlos: unas maliciosas sonrisas se es-
bozaron en sus rostros. Incluso algunos se relamieron, pero
VicarioSueldacostillas insistió:
–¡Sacrílegos! ¡Yo no caminaré de día!... A buen seguro, el
Amo os castigará. ¡Ojala vuestros cuerpos desollados se pudran en
las ma- lignas aguas del Nimrodel y sirvan de alimento a
insignificantes lar- vas de sabandija! Vuestras blasfemias, y
vuestros actos contra natura
son el peor insulto que vuestras débiles mentes pueden oponer a
la pureza de nuestra orgullosa raza.
Desde que partimos era la primera vez que alguien desobedecía mis
órdenes abiertamente. Me acerqué a él, pero se agachó y rápida-
mente colocó una piedra en su honda.
–¡No es necesario pelear! –dije con voz apaciguadora–. Si
no
quieres ir, no iremos. ¡Busquemos un refugio!
En el momento en que bajó la guardia, me abalancé sobre él y la
propiné un violento cabezazo. El hijo de perra, intuyó mi
ataque
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y se agachó. Me desgarré la frente, pero él quedó aturdido. Cegado
por mi sangre negra, perdí el control y le di una bestial
paliza. De no haberme retenido los demás, lo hubiera matado allí
mismo. Dolorido y cojitranco, le obligué a caminar encabezando el
pelotón.
Aún cuando el indómito sol se ocultaba entre las nubes, avan- zamos
despacio. Pero cuando éstas desaparecían y la maldita antor- cha
celestial mostraba toda su fuerza, su venenosa claridad convertía
nuestra marcha en un triste vagabundeo de ancianos.
A media mañana encontramos un caballo muerto: tenía la pata herida
–tal como Pintuñas había predicho– y, su cadáver todavía
estaba caliente. Las Tierras Ásperas habían podido con él. Dimos
cuenta de sus vísceras, bebimos su sangre, y corrompimos su hígado
dentro de lo que aún restaba de unos odres de licor. Después enter-
ramos todo lo demás, por si había oportunidad de aprovechar la car-
roña a nuestro regreso.
Aullamos cuando nos escupió la luna con su lapo gélido, pues
se había hecho eterna la llegada de la oscuridad. Bien pasada la
me- dianoche, Pintuñas percibió que las huellas de los
caballos eran más ligeras. Era evidente que se habían dado cuenta
de nuestra perse- cución, y por ello habían abandonado sus bestias
para despistarnos. Retrocedimos sobre nuestros pasos. Fue
complicado descubrir el lu- gar donde habían dejado sus monturas,
pues la mayor parte de sus
huellas se habían borrado bajo las pisadas de nuestras botas.
Nosencaminamos hacia unas colinas al norte.
Pronto percibimos su olor, y con él saboreamos su miedo. Estaban
por allí, escondidos en algún agujero, o entre la raquítica
vegetación. Skash consiguió determinar la procedencia del nutri-
tivo aroma. Entre unas árgomas se ocultaban temerosos. Hicimos una
maniobra envolvente: cuatro de los nuestros, comandados por Skash,
se colocaron tras ellos. Los cinco restantes cerramos el cír- culo
por el frente.
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No tuvieron ninguna oportunidad: el más joven de ellos tenía
un brazo en cabestrillo y en el otro blandía una espada corta. Los
otros dos nos apuntaban con sus arcos cortos de caza. Por la
espalda, Potroso asaetó a uno de los arqueros, y Skash con su lanza
mató al
herido. El más viejo disparó su flecha y erró. Corrí hacia él, y
antes de que sacara su daga, de un salto le golpeé con el pomo de
mi es-
pada. Se desplomó.
Lo desperté a patadas. Se volvió loco de furia y tristeza, al ver
que estábamos devorando los cadáveres de sus hijos. Inexplicable-
mente los humanos son así, amigo. Fue placentero torturarlo,
aunque
la ira y el odio, le hicieron casi insensible al dolor. Yo me
empeñé endesbaratar esa pasajera inmunidad, y al final habló.
Entre alaridos nos informó de que un grupo de salteadores
uruk comandado por un mestizo merodeaba por la región.
Se decía que su campamento se escondía en las Colinas de
Orientalia, en un lugar recóndito, al que sólo podía accederse a
través de un desfiladero. Este
angosto camino, que unía las Colinas de Hierro con
las Montañas dela Ceniza22, despuntaba al este de aquellas
estribaciones. Aunque esa ruta permanece olvidada, fue muy
transitada en los tiempos en que se estaba construyendo
Torreoscura23.
Dejé que la bukra se divirtiese con los restos de los prisioneros.
El camino había sido duro y convenía que la moral de la tropa
estu-
viese bien alta, así que pasamos el resto de la noche muy
entreteni-dos. Por la mañana nos dimos un respiro, y no ordené
seguir la mar- cha hasta que no se ocultó el picante sol. Avanzar
después del festín fue mucho más fácil, y hasta Sueldacostillas se
mostró más sumiso. Después de dos jornadas sin contratiempos,
aparecieron las cumbres oscuras de los Montes de Orientalia. Allí
viramos al norte.
22 Montañas de la Ceniza: Ered Lithui en Sindarin
23 orre Oscura: Barad Dûr en Sindarin
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Esa misma noche encontramos el rastro de la vieja senda, y en aquel
descarnado paisaje buscamos abrigo. Había pasado sólo un rato desde
el alba, cuando nos sorprendieron no menos de treinta orcos
zarrapastrosos, armados hasta los colmillos. Aunque tuvimos
tiempo para formar un compacto círculo defensivo no pudimos evi-
tar que nos rodearan. Un orco cabezón y nauseabundo capitaneaba el
grupo.
–¿Qué hacéis aquí, basura trasga? –dijo con desprecio–. ¡En-
tregadnos vuestras armas y acompañadnos!
–¿Acompañaros? –respondí con firmeza–. ¿A dónde? y…
¿porqué?
–¡Glob! –respondió–. ¿Todavía no te has dado cuenta de que
hoy no es tu día de suerte?... ¡Tenéis dos opciones! ¡O morir aquí,
o ser esclavos!
Antes de yo pudiera decir nada, Catapulta, miró desafiante a
los ojos del capitán, e intervino: –Me asusta más tu enorme
cabeza purulenta, que tus aburridas
bravatas. Te vas a pasar toda la mañana hablando o ¿vas a
venir aquí a recoger a tus esclavos?
Era la primera vez que oía su voz. Y por el cariz que tomaba la
situación llegué a pensar que también iba a ser la última.
Nuestros
oponentes empezaron a cerrar más el círculo. Sentí la tensión en
los músculos de la bukra. En ese momento, grité:
–Si sois soldados de Drain, ¡deteneos!... ¡Os conviene no
inter- ferir en sus asuntos! Contamos con la protección de los
Amos.
El orco cabezón dudó. Pensativo se mesó nerviosamente sus
escasos cabellos y al fi
n habló: –¡Está bien! –dijo al fin–. ¡Entregad las armas y
acompañad-
nos! Drain decidirá…
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En nuestro bando se desató un sordo murmullo de desapro-
bación.
–¡Os acompañaremos! –contesté–, pero no vamos a entregaros
nuestras armas. Iremos como iguales. Además nosotros sólo somos
nueve y vosotros casi media centena.
El cabezón volvió a permanecer pensativo durante otro rato. Con
cachorril disimulo movió sus dedos para calcular la veracidad
numérica de mis palabras.
–¡De acuerdo! –dijo, saliendo de su ensimismamiento.
Y caminó hacia Catapulta y le tendió la mano.
–¡Sin rencores! –dijo esbozando algo parecido a una
sonrisa.
Cuando Catapulta estrechó su mano, el cabezón, con la izqui- erda
le propinó un tremendo puñetazo. Tal vez pensó que lo pilla- ría
por sorpresa y lo derribaría, pero Catapulta se mantuvo firme
y
comenzó un violento combate a golpes. De nuevo los ánimos se
ten-saron y ambos grupos desenvainamos nuestras armas. Rápidamente,
me acerqué hasta los dos contendientes y, con la ayuda de uno de
los orcos zarrapastrosos, los conseguí separar. Una vez se calmaron
los ánimos, caminamos junto a ellos.
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Dos pobladas trenzas pelirrojas
Bien entrada la noche, las tupidas nubes que ocultaban la luna se
desplomaron sobre nosotros. El sendero se hizo imperceptible, pero
nuestros captores conocían bien el camino. Un buen rato después,
entre la niebla, distinguimos una pequeña meseta que se elevaba
ante nosotros. Nos abordaron varios grupos de centinelas,
dispuestos en anillos concéntricos en torno al pequeño altozano.
Cuando llegamos
a la loma, vimos que estaba completamente horadada por grutas y
excavaciones zafias: parecía un trozo de carne descompuesta, perfo-
rada por insaciables gusanos.
Entramos por uno de los agujeros que se abrían en su
super ficie. Y, por pequeños pasillos que incluso nos
obligaban a encorvarnos, nos llevaron hasta una gran cueva de
paredes y techos alambicados.
Allí, no menos de cien orcos haraposos bebían, comían, peleaban, o
fornicaban, creando un bullicio similar al de un termitero
rebosante de comida.
Una vez en la sala, la partida de orcos que nos había tratado de
capturar, se diluyó entre la muchedumbre allí presente. El orco
ca-
bezón que los comandaba nos hizo detenernos y dijo que le
esperáse-
mos sin movernos de allí. Era tal la algarabía que allí había, que
casinadie reparó en nosotros. El orco cabezón apenas tardó en
volver.
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–¡Tú! –me dijo–. ¡Acompáñame!... Los demás podéis hacer lo
que queráis, eso sí, sin abandonar esta sala.
Crucé la interminable estancia tras él. Pude observar a una orca en
celo ordeñando a once machos a la vez. Era una actividad espec-
tacular, en la que intervenía todo su organismo, pero a pesar de
sus indudables habilidades, me resultó tremendamente repulsiva.
Para serte franco, amigo, el único deseo que se despertó en mí, fue
el de darles a todos una paliza.
Nos introdujimos en otra gruta. Dos guardianes hicieron que
les entregara mis armas. Esta vez creí conveniente no protestar.
Cami- namos por un corredor más ancho que los anteriores, y
débilmente iluminado por candiles de aceite. Todo un lujo para
aquellas ratas, amigo. Antes de entrar en otra sala me cachearon a
conciencia.
La habitación era espaciosa. Las paredes estaban cubiertas de
tapices y telas coloridas, dando un chocante aire señorial a una
cueva tan rancia. Al fondo se alzaba una chimenea de casi cuatro
brazas,
excavada en la piedra, que representaba una enorme boca de dragón
abierta. Hacía tiempo que no había sido utilizada. Una lujosa cama
con dosel, varias sillas y una amplia mesa de madera repujada con-
stituían el resto del mobiliario.
Sentado en una de las sillas se hallaba un extraño personaje.
Hubiera podido pasar por un enano, de no ser por sus
pronunciados
incisivos inferiores, que se alzaban casi hasta clavarse en su
nariz an- cha y prominente. Dos pobladas trenzas pelirrojas
dividían su barba. Cubría su cabeza con un sombrero negro de ala
ancha con una larga
pluma escarlata. Vestía un jubón azul de costoso tejido y una
capa roja tachonada con bisutería y bordada en oro. Multitud de
collares,
brazaletes, pendientes y pulseras completaban su atuendo.
Advertí que bajo aquellas extravagantes ropas se ocultaba un cuerpo
recio y musculado. El singular sujeto estaba concentrado haciendo
ano- taciones en un pergamino. Alzó la vista y me sonrió mostrando
su sucia y descarnada dentadura.
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–¡Vosotros!... podéis iros –dijo a sus sirvientes.
Salieron de la estancia y quedamos a solas. Durante un rato siguió
con su labor sin siquiera mirarme. No supe distinguir si de verdad
tenía que acabar su trabajo en el pergamino, o astutamente trataba
de incomodarme para observar mi reacción. Por fin, dejó su
quehacer, me miró fi jamente y, pateando con prepotencia una
de las sillas vacías, me dijo:
–¿Qué haces ahí de pie, como un pasmarote? ¡Siéntate!
El enanorco llenó dos vasos con el licor de una jarra de
barro
negro y deslizó sobre la mesa uno hacia mí. –¿Qué opinión te
merece este licor? –preguntó–. Los variag
son expertos fermentadores, ¿no te parece?
–No me desagradan las bebidas humanas, pero si no están cor-
rompidas con vísceras, considero que no son lo suficientemente
sa-
brosas.
–Olvidaba que el paladar no es el sentido fuerte de los
orcos… ¡Bueno! ¡Ya está bien de cortesías! ¿Qué te ha traído hasta
aquí, car- roña?
Dejó de sonreír y me escrutó con sus fieros ojillos.
–Me envía Aathor. Me ordenó que te encontrara –dije
mientras
le hacía entrega del pergamino.
Rompió el lacre y, sin prisas, examinó la carta. Después de estar
un buen rato enfrascado en ella, la plegó y la dejó encima de la
mesa, junto con el otro pergamino.
–¡Grong!... –vociferó Drain.
Nadie acudió a su llamada. Drain volvió a gritar ese nombre
varias veces, pero el tal Grong no se presentó allí. Se levantó
mal- humorado y entre ininteligibles blasfemias en khuzdul,
abandonó la
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estancia. Me llené otro vaso de licor, apuré un trago y sin perder
tiempo cogí la carta y la leí todo lo rápido que pude.
Saludos, mi fiel Drain: Ha llegado el momento de
ponerse en camino. Por fin sé dónde
se encuentra el mapa que tanto tiempo llevamos buscando.
En unas minas abandonadas, entre las laderas de las Mon- tañas
Nubladas, al sur de los Campos Gladios, malvive un pequeño grupo de
enanos, proscritos entre los de su raza. Entre sus reliquias
guardan un antiguo libro. Por tu condición de semi-enano puede que
no te sea difícil negociar con ellos. De todas formas, el modo en
que lo consigas es cosa tuya.
Una vez te hayas hecho con el libro, deberás despegar sus cubiertas
y en el reverso del cuero que lo encuaderna, hallarás un mapa.
Cuando lo hayas encontrado, uno de mis hombres se pondrá
en contacto contigo.
Este trabajo será complicado, y el viaje será largo. Pero ahora más
que nunca necesitamos concluir con éxito esta misión. No esca-
times en medios, ni vaciles a la hora de sacri ficar a la
tropa que te envío, si ello fuera preciso. Sírveme bien. Te
recompensaré.
El hombre de Númenor
Hay una creencia extendida entre todas las razas de la Tier- ra, de
que nuestro pueblo carece de las facultades necesarias para
aprender a leer. Como bien sabes, amigo, hay demasiadas creencias
equivocadas sobre nosotros.
Me molestaba que el perro numenóreano me utilizase para au- mentar
su museo particular de objetos ostentosos. Si Aathor podía utilizar
a nuestra gente para su lucro personal, ¡cuánto más lícito
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sería que yo, un humilde soldado –quien realmente corría con los
riesgos de la aventura– fuese la persona elegida para obtener unas
monedillas, que me permitiesen un cómodo retiro en el extremo me-
ridional del continente! Desde aquel momento comencé a ver la
mis-
ión de otra forma. Transcurrió largo rato antes de que Drain
volviera, pues me dio
tiempo a memorizar la carta y a vaciar la jarra de aquel degradado
brebaje. Al fin Drain entró en la estancia, acompañado por un
orco de pequeña estatura, aunque de aspecto feroz. Se cubría con
casco y armadura. Sus prominentes colmillos y sus largas y
simiescas ex-
tremidades mostraban a todas luces su condición de uruk
sureño.Drain extendió sobre la mesa otro pergamino que traía
consigo. Se trataba de un mapa.
–¡Acércate, Grong! –dijo al sureño, mientras señalaba un
punto en el mapa–. ¿Te suena de algo el nombre de
Kharaz-Anghaz?
–Era sólo un cachorro cuando participé en la toma de
Pozos-
curo. Allí oí por primera vez ese nombre. Algunos hablaban de unas
antiguas minas de hierro agotadas, situadas entre las Montañas Nub-
ladas y el sur de los Campos Gladios, muy cerca
de Luzdorada24. Se decía que en aquel lugar subsistía un
pequeño clan de enanos pobres y despreciables, hasta para los de su
propia raza, conocidos como los grimumgark 25.
24 Luzdorada: Loriën en Quenya.
25 Grimumgark: Combinación de dos palabras en Khuzdul. Existe
cierta contro- versia a la hora de determinar el origen del prejo
“grim”. Mientras para la escuela ocial khuzdulista provendría del
término “grim” –alocado, terco– , para la univer-
sidad khuzdul del este proviene de la palabra “ungrim” que hace
reerencia a un enano que no ha cumplido una promesa; un enano en
quien no se puede conar. En cambio, el origen del sujo ”umgark” es
incuestionable, pues toda la doctrina apoya la teoría de que
proviene del sustantivo homónimo, con el signicado “de calidad
inerior, mal hecho”.
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–¿Y cómo es que ese enclave enano no fue arrasado como to-
dos los demás en la batalla de Sombriarroyo26? –inquirió
Drain.
–Si resistió, debió ser por su proximidad al territorio de la
Bru- ja Blanca.
–¿Podrías señalarlo en el mapa? –inquirió Drain, al tiempo
que trataba, inútilmente, de llenar un vaso de licor con la jarra
que yo acababa de vaciar.
Grong escudriñó el mapa con sus frenéticos ojillos y señaló un
punto. Drain, con aire distraído, dejó la jarra, cogió una pluma
y
dibujó cuidadosamente una marca, y añadió después, con letra prim-
orosa el nombre de Kharaz-Anghaz. Sopló la tinta.
–¿Cuántas ratas de esas, crees que pueden vivir en Kharaz-
Anghaz?
–¿Quién sabe? –respondió Grong, encogiéndose de hombros–.
Aunque me inclino a pensar que más bien pocos.
–Pues no nos vendría mal saber con cuántos potenciales guer-
reros podríamos encontrarnos –murmuró Drain para sus
adentros.
El enanorco pidió a gritos una jarra de licor, sonrió enseñando sus
colmillos porcunos y prosiguió.
–En cualquier caso, por mucha prisa que tenga el
numenóre-
ano, tenemos más asuntos que atender. Los demás negocios no pu-
eden esperar, así que antes de pasar por aquellas minas, nos
daremos un paseo por el Bosque Negro y haremos una visita al
pederegh27. Además, con un poco de suerte, a ese viejo
marchante podríamos
26 Sombriarroyo: Azanulbizar, en khuzdul, la lengua
enana.
27 Pederegh: apelativo de origen extranjero para reerirse a los
olog-hum (semi- troll), sin duda mezcla de las palabras orcas
“olog”( troll), y “hum”( humano). ambién empleada en ocasiones, a
modo de insulto.
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sacarle algo de información. Grong, elige a dos buenos uruk y, en
cuanto anochezca, espérame en la Gran Sala listo para partir.
Mientras Grong abandonaba la estancia, Drain se levantó de su
asiento, volvió a pedir a gritos una jarra, y se colocó tras de mí.
No supe por qué, pero me incomodó su cercanía.
–¡Tú, Uruk! –me dijo con su voz más dulce–, ¿cómo has dicho
que te llamabas?
–¡Bagronk! –respondí sin girarme.
–Pues bien, Bagronk, supongo que cuando saliste de Lug Ûdun,
ya estabas informado de que a partir de ahora tú misión
continuaba
bajo mis órdenes. ¿Ha quedado todo claro?
–Tan claro, como las aguas del mar
de Aguatriste28.
–Pues si es así, ten preparados a tus hundur 29 en
la Gran Sala. Esta noche partimos para Kharaz-Anghaz.
Apenas había acabado de decirlo cuando pateó con fuerza las dos
patas de la silla en la que me balanceaba cómodamente. Sorpren-
dido, rodé por el suelo.
–¡Y la próxima vez bebe sólo cuando yo te lo ofrezca!
Cogí aire y apreté mis puños hasta clavarme las garras en la
palma, para contenerme. Me levanté despacio, y de la forma
mássolemne que pude, me sacudí el polvo. Tranquilo, le sonreí. Y
después de preguntarle si necesitaba algo más de mí, salí serena-
mente de la habitación.
28 Aguatriste: Nurnen en Sindarin
29 Hundur: Perros
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Insignifi cantes asuntillos comerciales
Toda la animadversión que me producen los mestizos se agudizó
durante las ocho jornadas siguientes. El nuevo jefe resultó ser
verdaderamente asqueroso, aunque no eran mejores sus dos guar-
daespaldas, ni su escuchimizado lugarteniente. Los aborrecí desde
el mismo momento en que partimos de aquella madriguera.
Aquel mestizo nos hizo cargar con cuatro pesados bultos quenos
fuimos turnando entre los de mi tropa. Estaba claro que Drain
quería sacar una rentabilidad extra al encargo de Aathor, con
algunos negocios particulares, utilizando sin pudor nuestras
espaldas gratui- tamente. Así que, magullados por el peso de las
mercaderías, ordenó que nos dirigiéramos camino del Bosque
Negro.
Durante todas aquellas frías jornadas, aquel engendro nos obligó a
viajar a marchas forzadas. Se veía que tenía prisa por de- shacerse
de aquellos malditos fardos, para poder continuar con el encargo
del numenóreano. A latigazos y a estacazos, nos hizo volar hasta el
extremo sur del Bosque Negro. Allí Drain buscó un refugio, y fue la
primera vez que pudimos descansar debidamente. Cuando es- tuvimos
instalados, nos contó sus planes: tres de los nuestros debían
acompañarle al interior del bosque, mientras los demás
debíamosesperar allí, hasta su regreso. Confíe en no ser uno de los
elegidos.
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Pero mi confianza me traicionó una vez más, amigo. Definiti-
vamente a aquel enanorco no le caía bien, pues adiviné un perverso
goce en sus ojos cuando me señaló con su garra. Yo, y sus dos guar-
daespaldas le acompañaríamos al interior de aquel infierno
verde.
Entre los cuatro cargamos con todos los fardos de mercancías y
partimos. A pesar de que aún era de día, trotamos en dirección
noroeste, de forma que antes de que acabase la noche llegamos al
extremo suroccidental del Bosque Negro. Avanzamos por el linde de
aquella inquietante masa boscosa durante toda la mañana siguiente
hasta que enfilamos hacia el este. Allí, por un angosto sendero
nos
internamos en la jungla. A medida que nos adentrábamos en la
espesura, sentí que –a
pesar de que el baboso sol estaba en su cenit– mis pasos se
volvían livianos, y mi cansancio desaparecía casi por completo. Una
agrada-
ble sensación de seguridad me envolvió. Me pregunté por qué;
la seguridad no es un sentimiento demasiado habitual en un orco.
En
realidad, amigo, en este mundo sólo podrías sentirte seguro si
todoslos seres vivos se convirtieran en putrefactos cadáveres y
abonaran una idílica tierra, yerma y vacía.
Caminábamos presurosos y en silencio. De pronto, el escolta que
encabezaba la marcha se deshizo presurosamente de su fardo, sacó su
cimitarra y nos hizo un gesto para que nos detuviéramos.
Una gran telaraña de denso entramado cortaba el camino. Los
hilos,tensos como maromas, se hallaban recubiertos de una pasta
viscosa a la que se habían adherido polvo y filamentos vegetales en
des- composición. Desenvainamos nuestras armas. El silencio se hizo
opresivo: mi recién adquirida vitalidad se transformó en un
singular estado de presencia. Sin acercarnos siquiera a la trampa
continuamos nuestro camino. Durante un buen rato no me abandonó la
sensación
de que en aquel lugar había algo temible acechándonos.
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A medida que avanzábamos por el bosque, el número de tram-
pas eiturthrug30 aumentó considerablemente. Mi sangre
negra se heló por un instante cuando entre mis pies se enredaron
los restos deshechos de una antigua y pegajosa telaraña. Las
últimas flemas
solares que se colaban –a duras penas– entre las selváticas copas
de los árboles, empezaron a desaparecer. Nos detuvimos en un claro.
El jefe me ordenó que preparara una pequeña hoguera. Mientras la
estaba encendiendo, me dio la impresión de que los gigantescos
ár-
boles que bordeaban el claro gemían amenazantes.
A la noche siguiente reanudamos la marcha y no tardó en lle-
garnos el hedor de un asentamiento uruk cercano. En un claro
del bosque nos topamos con un bullicioso villorrio en el que
se levanta- ban decenas de cabañas y chamizos.
Cuando nos adentramos me di cuenta de que todo el pueblo era un
gran mercado de esclavos. Orcos, humanos, enanos, y algún que otro
elfo eran la mercancía que por allí deambulaba. Entre aquella
marea de presos, cadenas, y látigos se mezclaban los puestos de
al-gunos herreros, chamarileros y quincalleros. También había
tabernas en las que comer y beber algo, y algún que otro
prostíbulo.
Sorteando a los mercaderes de esclavos, y sin hacer caso a las
prostitutas, que insistentemente nos ofrecían sus
mercaderías, Drain se dirigió a una cueva excavada en el suelo a
las afueras del poblado.
Fue entonces cuando tronó una voz: –¿Quiénes sois y qué
queréis?
–¡Soy Drain! ...y busco al viejo y gordo Pederegh.
–¿Drain? –volvió a tronar la voz desde dentro de la cueva–.
¿Te refieres a Drain el Mestizo? ¿Ese embaucador hijo de un orco
tarado
y de una ramera enana?
30 Eiturthrug: Arañas gigantes, Asesino venenoso. érmino derivado
sin duda de las raíces “Eitur” (veneno), y “Trug”(Asesino).
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–Bueno, exactamente no describiría yo así a mis antecesores,
pero sí… ése soy yo.
–¿Estás seguro de que hablamos de la misma persona? Por lo
que tengo entendido, a ese cabrón lo devoraron hace tiempo unos
wargos en las estribaciones de las Montañas Grises.
–Eso es lo que yo quise que creyeran todos los débiles
mentales del sur del Bosque Negro.
–Jo, jo, jo, jo… ¡Cuánto tiempo, Drain! –contestó la voz–. Me
alegro de que seas tú, compadre, y no algún ratero de los que
abun-
dan por aquí. Cada día estoy más viejo y más perezoso, y a mi edad
me cuesta un cierto esfuerzo pelear. Me canso. Además ya no sabría
dónde guardar más cráneos de ladrones insensatos.
A grandes zancadas, salió de la gruta una gigantesca y oronda
figura negra con espeluznantes ojos rojos. Se acercó hasta
nosotros. A pesar de su mirada de fuego, su afilada lengua púrpura,
su ne-
gra piel escamosa y su tremenda cara de idiota, su aspecto era
casihumano. Portaba una gran maza de bronce tachonada con oro, que
atenazaba con su hercúleo brazo. Unas extravagantes pieles se pud-
rían sobre su colosal corpachón. Viéndolo de cerca me estremecí al
comprobar que se trataba de un auténtico semi-troll.
No sé si te habré dicho, amigo, que todas las razas, incluida
la
nuestra, me resultan terriblemente repulsivas. Pero es que hay
algoen los mestizos que revuelve mi oscura sangre. Lo que más me
re- pugnaba de esta antinatural mutación era que tras esa
torpe fachada de troll, se escondía un astuto humano. Desde ese
mismo momento, tuve la impresión de que a este tipo no podría
ocultarle mi antipatía, ni mi desprecio.
–Si se trata de una visita de cortesía –añadió el Pederegh–,
mealegro de verte, te saludo, y… ¡hasta la próxima, compadre! Aho-
ra… si lo que quieres es hacer negocios, mejor será que cojas tu
mercancía y entres en mi confortable morada.
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–Mis visitas a los amigos –dijo Drain– siempre son de
cortesía. Eso no quita para que, ocasionalmente, acabemos hablando
de insig- nificantes asuntillos comerciales.
–¿Insignificantes asuntillos comerciales? –rió el pederegh–.
¡Esos, junto a los negocios, también los trató en mi guarida! Así
que recoged vuestras cosas y acompañadme.
Cargando con los fardos, entramos en el interior de la cueva y
caminamos en zigzag por sinuosas galerías. Nunca había tenido no-
ticia de que estos seres híbridos, mitad troll, mitad humano,
fueran algo más que otra estúpida fábula fraguada por uruk
libidinosos en torno a una hoguera. En aquel momento me resultó
bien fácil com-
prender el problema que debía entrañar la mezcla entre dos
razas de tamaños tan dispares. Mi cabeza me llevó a fantasear con
las
posibilidades sexuales de este espinoso asunto. Riendo entre
dientes pensé en los inconvenientes que encontraría el
descomunal aparato de un troll adulto, al intentar horadar el
minúsculo arañazo que las
humanas guardan tan celosamente en su entrepierna. Y lancé
unaimperceptible carcajada al imaginar qué haría el minúsculo
apéndice humano perdido en la inmensidad de la carnosa alcantarilla
skessa 31
Jugué a suponer la ascendencia del nuevo personaje. Sospe- ché que
su depravada expresión humana sería herencia de alguna corpulenta
variag, quebrantada violentamente junto a la ribera del
Rio Rápido 32
por el monstruoso cuerpo negro de algún lascivo olog-hai de
Gorgoroth. No pude evitar volver a sonreír al imaginar los alaridos
de muerte que proferiría la gordinflona mujer, al alumbrar
semejante abominación.
31 Skessa: mujer troll
32 Río Rápido, en Oestron en el poema original de Cola de Ratón. Se
trata de otra de las escasas aportaciones del oestron a la
toponimia de la lengua negra,
posiblemente por el uso prouso del término por los
variags.
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Llegamos a un cubil profusamente iluminado por decenas de lámparas
de aceite, ornamentadas con abalorios recubiertos de excre- mentos.
Las grasientas paredes –recargadas de tapices, armaduras, y
utensilios– me resultaron casi escabrosas. Mesas, sillas, arcones
y
otros muebles, almacenados de modo caótico, terminaban por con-
vertir aquel almacén en un indecente laberinto. El suelo también
es- taba lleno de excrementos y era el complemento adecuado para
tan detestable pocilga. Semejante antro sólo era comparable al nido
de una urraca de intestinos corrompidos.
¿A qué viene esa cara de incredulidad, amigo? ¿Te sorprende
que critique la suciedad y el desorden? Créeme, hasta tú habrías
sen-tido náuseas allí.
Tras un montón de barriles, en una desvencijada mecedora se hallaba
repanchingada una oronda humana. Se balanceaba distraída, y si
nuestra llegada le causó alguna emoción, nadie pudo percibirlo. Sus
pálidas e indolentes carnes estaban pintarrajeadas con
extrañas
runas. Tenía toda la cabeza rapada, excepto una raquítica coleta,
que –grasienta– se escurría entre su mofletudo cogote, como
una babosa atrapada en los blancuzcos intestinos de un perro.
–¡No seáis tímidos! –bramó Pederegh –. ¡No os quedéis de pie!
Dejad los fardos aquí mismo, y sentaos donde queráis, Jo, jo,
jo.
Drain cogió un formidable trono de madera repujada, sacudió
la mugre como pudo y se sentó plácidamente. Yo opté por separarme
un poco del grupo, y acomodarme en una esquina. Nuestro anfitrión
me miró. Y aunque el encuentro de nuestras miradas fue fugaz, volví
a tener la certeza de que mi presencia no le agradaba.
–Veo que tu hogar está más acogedor que en mi última visita
–dijo Drain mostrando todos sus colmillos en una amplia
sonrisa.
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–Ni te imaginas la mano que tienen las
woses33 para los asun- tos domésticos –respondió el
medio troll, mirándome de nuevo, de soslayo.
Hizo un gesto a la humana para que le trajera licor de una ala-
cena. La mujer se levantó y, moviendo sus palpitantes carnazas, nos
trajo dos grandes jarras y cinco vasos. Y si no hubiera sido por su
solidez, habría jurado que aquellos vasos estaban construidos con
mierda de troll. Aunque he de admitir, amigo, que esa suciedad fue
la que añadió algo de sustancia a su insípida bebida.
–Tienes –dijo Drain – tu cueva repleta de mercancía y tu bar-
riga no para de crecer, está claro que te van bien las cosas. Y no
sólo has aumentado tus pertenencias, sino que tienes además una
esclava
púkel.
–La mejor sirviente que he tenido en los últimos cien años
– respondió, dándole una sonora palmada en sus trémulas
nalgas–. Mmmmm… ¡Y aún mejor amante!... De hecho, superior a
cualquier
enana o enano por mí conocido, incluida tu madre. Jo, jo, jo,
jo…
Todos reímos con él, incluso Drain. Sin duda, él tenía el mismo
aprecio por sus ancestros que cualquiera de nosotros, es decir nin-
guno. Aunque me pareció notar en su cara que la desatada lengua del
Pederegh empezaba a mellar su paciencia. Sin embargo, estaba
convencido de que por mucho que mentase a su padre, a su madre,
o
toda su repulsiva dinastía, el enano no se atrevería a mover un
dedo.
El pederegh prosiguió.
–Bueno, compadre –dijo después de apurar su vaso–. Espero que
no hayas venido hasta aquí para hablarme sólo de lo bien que me
va.
33 Wose: Púkel. Humano de las Montañas Azules
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–¡Bueno! Pues iré al grano –respondió Drain–. En estos cuatro
fardos que hemos traído se encuentra la mejor hierba de los medi-
anos que puedas conseguir
–¿Hierba mediana? –dijo pederegh–. No tiene mucha acep-
tación últimamente. De todas formas, si realmente es buena…
–No la encontrarás mejor. Mírala tú mismo –se apresuró a
decir Drain.
El pederegh se acercó a uno de los fardos, extrajo un pequeño
cuchillo de entre sus harapos, le hizo un corte, extrajo un cogollo
y
lo olió. –Un poco seca, ¿no?
–¿Seca? –bramó Drain, con cara de desesperación –. Ni siqui-
era hace cuatro lunas que ha sido recolectada.
A grandes zancadas, el enanorco se acercó al paquete,
introdu-
jo su nariz por la hendidura, e inhaló. –Con todo el
respeto, pederegh, si dices que esta hierba está
seca es que no sabes distinguir una buena hierba mediana, de la
paja rohirrim que se fuma aquí. ¡Pero si está hierba aún está
verde!
El pederegh volvió a olisquear nuevamente el cogollo, con más
detenimiento.
–Quizás tengas razón, compadre, y mi nariz no sea tan
exquisi- ta como la tuya, y para que veas que te tengo en más
aprecio que a un hermano, daré por verdaderas tus palabras…
Entonces ¿Está verde, no?
–Más verde que las Landas de Fuentegrís34.
–Pues si están tan verdes, no me queda más remedio que des-
contarte en el pago un quintillo por cada fardo. Tendrás que correr
tú
34 Fuentegrís: Etten en Sindarin.
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con los gastos de la merma cuando las hojas sequen. Comprenderás
que no voy te voy a pagar humedad a precio de hierba…
Trago tras trago, Drain y el pederegh se enzarzaron, entre as-
pavientos exagerados y forzadas sonrisas, en un aburridísimo
re- gateo, hasta que el trato quedó cerrado. Después seguimos
bebiendo y Drain, de la manera más sutil que pudo, intentó sacarle
algo de inf