El Oso

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Faulkner, William - El Oso

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    EL oso

    En julio de 1941 Faulkner empez a trabajar en una novela corta, que se haba de convertir en la quinta y ms larga parte de Desciende, Moiss. En el intervalo que medi entre la entrega de las dos primeras partes y la de la tercera, Faulkner se dedic a refundir parte de este material para crear una historia, con el mismo ttulo de la novela, que esperaba aliviara sus perennes problemas financieros.

    El Post la acept una vez revisada, a peticin suya, y la public en mayo de 1942.

    Traduccin: Jess Zulaika Goicoechea

    Editorial ANAGRAMA, S.A. 1997 Barcelona

    Tena diez aos. Pero aquello haba empezado ya, mucho antes

    incluso del da en que por fin pudo escribir con dos cifras su edad y

    vio por vez primera el campamento donde su padre y el mayor de

    Spain y el viejo general Compson y los dems pasaban cada ao dos

    semanas en noviembre y otras dos semanas en junio. Para entonces

    haba ya heredado, sin haberlo visto nunca, el conocimiento del

    tremendo oso con una pata destrozada por una trampa, que se haba

    ganado un nombre en un rea de casi cien millas, una denominacin

    tan precisa como la de un ser humano.

    Haca aos que llevaba oyendo aquello; la larga leyenda de

    graneros saqueados, de lechones y cerdos adultos e incluso terneros

    arrastrados en vida hasta los bosques para ser devorados, de

    trampas de todo tipo desbaratadas y de perros despedazados y

    muertos, de disparos de escopeta e incluso de rifle a quemarropa sin

    otro resultado que el que hubiera logrado una descarga de guisantes

    lanzados por un chiquillo con un tubo, una senda de pillaje y

    destruccin que haba comenzado mucho antes de que l hubiera

    venido al mundo, una senda a travs de la cual avanzaba, no

    velozmente, sino ms bien con la deliberacin irresistible y

    despiadada de una locomotora, la velluda y tremenda figura.

    Estaba en su conocimiento antes de llegar siquiera a verlo.

    Apareca y se alzaba en sus sueos antes incluso de que llegara a ver

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    los bosques intocados por el hacha donde el animal dejaba su huella

    deforme -velludo, enorme, de ojos enrojecidos, no malvolo, sino

    simplemente grande, demasiado grande para los perros que

    trataban de acorralarlo, para los caballos que trataban de derribarlo,

    para los hombres y los proyectiles que dirigan contra l, demasiado

    grande para la tierra misma que constitua su mbito forzoso-. Le

    pareca verlo todo entero, con la adivinacin absoluta de los nios,

    mucho antes de que llegara siquiera a poner los ojos en alguna de

    ambas cosas: la tierra salvaje y condenada cuyas mrgenes estaban

    siendo constante e nfimamente rodas por las hachas y los arados

    de hombres que la teman porque era salvaje, hombres que eran

    mirada y que carecan de nombre unos para otros en aquella tierra

    donde el viejo oso se haba hecho ya un nombre, a travs de la cual

    transitaba no un animal mortal, sino un anacronismo, indomable e

    invencible, salido de un tiempo ancestral y muerto, un fantasma,

    eptome y apoteosis de la vieja vida salvaje en la que los hombres

    hormigueaban y lanzaban golpes de hacha con frenes de odio y de

    miedo, como pigmeos en torno a las patas de un elefante somno-

    liento; el viejo oso solitario, indmito y aislado, viudo, sin cachorros,

    liberado de la mortalidad, viejo Pramo privado de su vieja esposa y

    que ha sobrevivido a todos sus hijos.

    Cada noviembre, hasta que tuvo diez aos, sola mirar el carro

    con los perros y la ropa de cama y las provisiones y las armas, y a su

    padre y a Tennie's Jim, el negro, y a Sam Fathers, el indio, hijo de

    una esclava y de un jefe chickasaw, y los vea partir camino de la

    ciudad, de Jefferson, donde se reuniran con el mayor de Spain y los

    dems. Para el chico, cuando tena siete y ocho y nueve aos, la

    partida no iba al Gran Valle a cazar osos o ciervos, sino a su cita

    anual con aquel oso al que ni siquiera pretendan dar muerte. Solan

    volver dos semanas despus, sin trofeo, sin piel ni cabeza. Y l

    tampoco las esperaba. Ni siquiera tema que lo trajeran en el carro.

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    Crea que incluso despus de que hubiera cumplido diez aos y su

    padre le permitiera ir con ellos aquellas dos semanas de noviembre,

    no hara sino participar, junto a su padre y el mayor de Spain y el

    general Compson y los otros, en una ms entre las representaciones

    histricas anuales de la furiosa inmortalidad del viejo oso.

    Entonces oy a los perros. Fue en la segunda semana de su

    primera estancia en el campamento. Permaneci con Sam Fathers

    contra el viejo roble, al lado del impreciso cruce en el que, al alba,

    llevaban nueve das apostndose; y oy a los perros. Antes los haba

    odo ya en una ocasin, una maana de la primera semana de

    campamento, un murmullo sin procedencia que resonaba a travs

    de los bosques hmedos, que creca rpidamente en intensidad

    hasta disociarse en ladridos diferenciados que l poda reconocer y a

    los que poda asignar nombres. Haba levantado y montado la

    escopeta, como Sam le haba dicho, y haba permanecido de nuevo

    inmvil mientras la algaraba, la carrera invisible, llegaba

    velozmente y pasaba y se perda; le haba parecido que poda

    realmente ver al ciervo, al gamo -rubio, de color de humo, alargado

    por la velocidad- huyendo, esfumndose, mientras los bosques y la

    soledad gris seguan resonando incluso despus de que los gritos de

    los perros se hubieran perdido en la distancia.

    -Ahora baja los percusores -dijo Sam.

    -Sabas que no venan aqu -dijo l.

    -S -dijo Sam-. Quiero que aprendas lo que debes hacer cuando no

    dispares. Es despus que se ha presentado y se ha perdido la

    oportunidad de derribar al oso o al ciervo cuando los perros y los

    hombres resultan muertos.

    -De todas formas -dijo l-, era slo un ciervo.

    Luego, en la maana dcima, oy de nuevo a los perros. Y l,

    antes de que Sam hablara, tal como le haba enseado, aprest el

    arma -demasiado larga, demasiado pesada-. Pero esta vez no haba

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    ciervo, no haba coro clamoroso de jaura a la carrera sobre un rastro

    libre, sino un ladrar trabajoso, una octava demasiado alto, con algo

    ms que indecisin y abyeccin en l, que ni siquiera avanzaba

    velozmente, que se demoraba demasiado en quedar fuera del odo

    por completo, que, incluso entonces, dejaba en el aire, en alguna

    parte, aquel eco tenue, levemente histrico, abyecto, casi doliente,

    sin el significado de que ante l huyera una forma no vista,

    comedora de hierba, de color de humo, y Sam, que le haba

    enseado antes que nada a montar el arma y a tomar una posicin

    desde donde pudiera dominar todos los ngulos, y, una vez hecho

    esto, a quedarse absolutamente inmvil, se haba movido hasta

    situarse a su lado; poda or la respiracin de Sam sobre su hombro,

    poda ver cmo las aletas de la nariz del viejo se curvaban al atraer

    el aire a los pulmones.

    -Aj -dijo Sam-. Ni siquiera corre. Camina.

    -Old Ben! -dijo el chico-. Pero aqu! -exclam-. Por esta zona!

    -Lo hace todos los aos -dijo Sam-. Una vez. Acaso para ver quin

    est ese ao en el campamento; si sabe disparar o no. Para ver si

    tenemos ya un perro capaz de acorralarlo y retenerlo. Ahora a sos

    se los llevar hasta el ro, y luego har que vuelvan. Ser mejor que

    tambin nosotros volvamos; veremos qu aspecto tienen cuando

    regresen al campamento.

    Cuando llegaron, los perros estaban ya all; haba diez, y se

    acurrucaban al fondo, debajo de la cocina; el chico y Sam, en

    cuclillas, escrutaron la oscuridad: estaban apiados, quietos, con los

    ojos luminosos centelleando hacia ellos y esfumndose; no se oa

    sonido alguno, slo aquel efluvio de algo ms que perruno, ms

    fuerte que los perros y que no era slo animal, no slo bestial, pues

    nada haba habido an frente a aquel abyecto y casi doliente ladrido

    salvo la soledad, la inmensidad salvaje, de forma que cuando el

    undcimo perro, una hembra, lleg a medioda, para el chico, que

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    miraba junto a todos los dems -incluido el viejo to Ash, que se

    consideraba antes que nada cocinero- cmo Sam embadurnaba con

    trementina y grasa de eje de carro la oreja desgarrada y el lomo

    surcado de heridas, segua siendo no una criatura viviente, sino la

    propia inmensidad salvaje quien, inclinndose momentneamente

    sobre la tierra, haba rozado ligeramente la temeridad de aquella

    perra.

    -Exactamente igual que un hombre -dijo Sam-. Igual que las

    personas. Posponiendo todo lo posible la necesidad de ser valiente,

    sabiendo todo el tiempo que tarde o temprano tendra que ser

    valiente al menos una vez para seguir viviendo en paz consigo

    misma, y sabiendo siempre de antemano lo que le iba a suceder

    cuando lo hiciera.

    Aquella tarde, l en la mula tuerta del carro, a la que no le

    importaba el olor de la sangre ni -segn le dijeron- el olor de los

    osos, y Sam en la otra mula, cabalgaron durante ms de tres horas a

    travs del veloz da de invierno que se agotaba por momentos. No

    seguan ninguna senda, ni siquiera un rastro que l pudiera

    identificar, y casi repentinamente estuvieron en una regin que l

    jams haba visto antes. Entonces supo por qu Sam le haba hecho

    montar la mula tuerta a la que nada espantaba. La otra, la cabal, se

    par en seco y trat de revolverse y desbocarse incluso despus de

    que Sam hubiera desmontado, dando sacudidas y tirando de las

    riendas mientras Sam la retena, mientras la haca avanzar con

    palabras dulces -no poda arriesgarse a atarla y la conduca hacia

    adelante mientras el chico desmontaba de la tuerta.

    Luego, de pie al lado de Sam en la penumbra de la tarde

    moribunda, mir el tronco derribado y podrido, daado y araado

    por surcos de garras, y junto a l, sobre la tierra hmeda, vio la

    huella de la torcida y enorme garra de dos dedos. Supo entonces lo

    que haba olido cuando escudri debajo de la cocina en direccin a

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    los perros apiados. Por vez primera tuvo conciencia de que el oso

    que poblaba los relatos odos y surga amenazadoramente en sus

    sueos desde antes de que pudiese recordar, y que, por tanto, deba

    de haber existido igualmente en los relatos odos y en los sueos de

    su padre y del mayor de Spain e incluso del viejo general Compson

    antes de que ellos a su vez pudieran recordar, era un animal mortal,

    y que si ellos viajaban al campamento cada noviembre sin esperanza

    real de volver con aquel trofeo, no era porque no se le pudiera dar

    muerte, sino porque hasta el momento no tenan ninguna esperanza

    real de poder hacerlo.

    -Maana -dijo.

    -Lo intentaremos maana -dijo Sam-. No tenemos el perro to-

    dava.

    -Tenemos once. Lo han perseguido esta maana.

    -No se necesitar ms que uno -dijo Sam-. Pero no est aqu. Tal

    vez no exista en ninguna parte. Hay otra posibilidad, la nica, y es

    que tropiece por azar con alguien que tenga una escopeta.

    -No ser yo -dijo el chico-. Ser Walter o el mayor o...

    -Podra ser -dijo Sam-. T, maana por la maana, mantn los

    ojos bien abiertos. Porque es inteligente. Por eso ha vivido tanto. Si

    se ve acorralado y ha de pasar por encima de alguien, te elegir a ti.

    -Cmo? -dijo el chico-. Cmo podr saber...? -Y call-. Quieres

    decir que me conoce, a m, que nunca he estado aqu antes, que ni

    siquiera he tenido ocasin de descubrir si yo... -Call de nuevo

    mientras miraba a Sam, a aquel viejo cuya cara nada revelaba hasta

    que se dibujaba en ella la sonrisa. Y dijo con humildad, sin siquiera

    sorpresa-: Era a m a quien vigilaba. Supongo que no necesitara

    venir sobre m ms que una vez.

    A la maana siguiente dejaron el campamento tres horas antes

    del alba. Era demasiado lejos para llegar a pie; fueron en el carro,

    tambin los perros. De nuevo la primera luz gris de la maana lo

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    sorprendi en un lugar desconocido por completo; Sam lo haba

    apostado y le haba dicho que permaneciera all, y luego se haba

    alejado. Con aquella escopeta demasiado grande para su tamao,

    que ni siquiera era suya, sino del mayor de Spain y con la que haba

    disparado una sola vez -el primer da y contra un tocn, para

    aprender a gobernar el retroceso y a recargarla-, permaneci

    apoyado contra un gomero, al lado de un brazo pantanoso cuya

    agua negra y quieta reptaba sin movimiento desde un caaveral,

    cruzaba un pequeo claro y se internaba de nuevo en otro muro de

    caas, donde, invisible, un ave -un gran pjaro carpintero llamado

    Seor-para-Dios por los negros- haca sonar con estrpito la

    corteza de una rama muerta.

    Era un puesto como cualquier otro, sin diferencias sustanciales

    respecto del que haba ocupado cada maana por espacio de diez

    das; un territorio nuevo para l, aunque no menos familiar que el

    otro, que al cabo de casi dos semanas crea conocer un poco, la

    misma soledad, el mismo aislamiento por el que los seres humanos

    haban pasado sin alterarlo lo ms mnimo, sin dejar seal ni

    estigma alguno, cuya apariencia deba de ser exactamente igual a la

    del pasado, cuando el primer ascendiente de los antepasados

    chickasaw de Sam Fathers se intern en l y mir en torno, con

    garrote o hacha de piedra o arco de hueso aprestado y tenso; slo

    diferente porque, de cuclillas en el borde de la cocina, haba olido a

    los perros, acobardados y acurrucados unos contra otros debajo de

    ella, y haba visto la oreja y el lomo desgarrados de la perra que,

    segn dijo Sam, haba tenido que ser valiente una vez a fin de vivir

    en paz consigo misma, y, el da anterior, haba contemplado en la

    tierra, al lado del tronco destrozado, la huella de la garra viva.

    No oy en absoluto a los perros. Nunca lleg a orlos.

    nicamente oy cmo el martilleo del pjaro carpintero cesaba de

    pronto, y entonces supo que el oso lo estaba mirando. No lleg a

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    verlo. No saba si estaba frente a l o a su espalda. No se movi;

    sostuvo la intil escopeta; antes no haba habido ninguna seal de

    peligro que le llevara a montarla, y ahora ni siquiera la mont; gust

    en su saliva aquel sabor malsano, como a latn, que conoca ya

    porque lo haba olido al mirar a los perros que se apiaban debajo

    de la cocina.

    Y, luego, se haba ido. Tan bruscamente como haba cesado, el

    martilleo seco, montono del pjaro carpintero volvi a orse, y al

    rato l lleg a creer incluso que poda or a los perros, un murmullo,

    apenas un sonido siquiera, que probablemente llevaba oyendo

    algn tiempo antes de que llegara a advertirlo, y que se haca

    audible y volva a alejarse y a desaparecer. En ningn momento se

    acercaron lo ms mnimo al lugar donde l estaba. Si perseguan a

    un oso, era a otro oso. Fue el propio Sam quien surgi del caaveral

    y cruz el brazo pantanoso seguido de la perra herida el da

    anterior. Iba casi pegada a sus talones, como un perro de caza; no

    emita sonido alguno, y al acercarse se acurruc contra la pierna del

    chico, temblando, mirando fijamente hacia las caas.

    -No lo he visto -dijo l-. No lo vi, Sam!

    -Lo s -dijo Sam-. Ha sido l quien ha mirado. Tampoco lo oste,

    no es cierto?

    -No -dijo el chico-. Yo...

    -Es inteligente -dijo Sam-. Demasiado inteligente. -Mir a la

    perra, que temblaba leve y persistentemente contra la rodilla del

    chico. Del lomo desgarrado rezumaron y quedaron colgando unas

    cuantas gotas de sangre fresca-. Demasiado grande. Todava no

    hemos conseguido el perro. Pero quiz algn da. Quiz no la

    prxima vez. Pero algn da.

    * * *

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    As que tengo que verle, pens. Tengo que mirarle. De lo contrario -

    tena la sensacin-, todo seguira igual eternamente; todo habra de

    ir como le haba ido a su padre y al mayor de Spain, que era mayor

    que su padre, e incluso al general Compson, que era tan viejo como

    para haber mandado una brigada en 1865. De lo contrario, todo

    seguira as para siempre, la vez prxima y la otra, despus y

    despus y una vez ms. Le pareca poder verse a s mismo y al oso,

    oscuramente, ambos en el limbo del que emerge el tiempo para

    convertirse en tiempo; el viejo oso, absuelto de su condicin mortal,

    y l compartiendo, participando un poco en ello, lo bastante. Y

    ahora saba qu era lo que haba olido en los perros apiados y

    gustado en su saliva. Reconoci el miedo. As que tendr que verle,

    pens, sin temor ni esperanza. Tendr que mirarle.

    Fue en junio del siguiente ao. Tena entonces once aos. Estaban

    de nuevo en el campamento, celebrando los cumpleaos del mayor

    de Spain y del general Compson. Si bien uno haba nacido en

    setiembre y el otro en pleno invierno y en dcadas distintas, se

    haban reunido para pasar dos semanas en el campamento,

    pescando y cazando ardillas y pavos y persiguiendo mapaches y

    gatos monteses por la noche con los perros. O mejor, quienes

    pescaban y disparaban contra las ardillas y perseguan a los

    mapaches y a los gatos salvajes eran l y Boon Hoggenbeck y los

    negros, puesto que los cazadores experimentados, no slo el mayor

    de Spain y el viejo general Compson, que se pasaban las dos

    semanas sentados en mecedoras ante una enorme olla de estofado

    tipo Brunswick, saborendolo y revolvindolo, mientras discutan

    con el viejo Ash acerca de cmo lo cocinaba y Tennie's Jim se echaba

    whisky de la damajuana en el cucharn de hojalata que utilizaba

    para beber, sino hasta el padre del chico y Walter Ewell, que eran

    an bastante jvenes, despreciaban ese tipo de actividades, y se

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    limitaban a disparar a los pavos machos con pistola tras apostar por

    su buena puntera.

    Es decir, cazar ardillas era lo que su padre y los dems pensaban

    que haca. Hasta el tercer da crey que Sam Fathers pensaba lo

    mismo. Dejaba el campamento por la maana, inmediatamente

    despus del desayuno. Ahora tena su propia escopeta: era un

    regalo de Navidad. Volva al rbol que haba al lado del brazo

    pantanoso donde se haba apostado aquella maana del ao

    anterior. Y con la ayuda de la brjula que le haba regalado el viejo

    general Compson, se desplazaba desde aquel punto. Sin saberlo

    siquiera, se estaba enseando a s mismo a ser un ms-que-mediano

    conocedor de los bosques. El segundo da encontr incluso el tronco

    podrido junto al cual haba visto por primera vez la huella deforme.

    Estaba desmenuzado casi por completo; retornaba con increble

    rapidez -renuncia apasionada y casi visible- a la tierra de la que

    haba nacido el rbol.

    Recorra los bosques estivales, verdes por la penumbra; ms

    oscuros, de hecho, que en la gris disolucin de noviembre, cuando,

    incluso al medioda, el sol slo alcanzaba a motear

    intermitentemente la tierra, nunca totalmente seca y plagada de

    serpientes mocasines y serpientes de agua y de cascabel, del color

    mismo de la moteada penumbra, de forma que l no siempre las

    vea antes de que se movieran; volva al campamento cada da ms

    tarde, y en el crepsculo del tercer da pas por el pequeo corral de

    troncos que circundaba el establo de troncos en donde Sam haca

    entrar a los caballos para que pasaran la noche.

    -An no has mirado bien -dijo Sam.

    El chico se detuvo. Tard unos instantes en contestar. Al cabo

    rompiendo a hablar impetuosa y apaciblemente, como cuando se

    rompe la diminuta presa que un muchacho ha levantado en un

    arroyo, dijo:

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    -Est bien. Pero cmo? Fui hasta el brazo pantanoso. Hasta volv

    a encontrar el tronco. Yo...

    -Creo que hiciste bien. Lo ms seguro es que te haya estado

    vigilando. No viste su huella?

    -Yo -dijo el chico-, yo no... Nunca pens...

    -Es la escopeta -dijo Sam.

    Estaba de pie al lado de la cerca, inmvil, el viejo, el indio, con su

    estropeado y descolorido mono y el sombrero de paja de cinco

    centavos deshilachado que en la raza negra haba sido antao

    estigma de esclavitud y era ahora emblema de libertad. El

    campamento -el claro, la casa, el establo y el pequeo corral que el

    mayor de Spain, por su parte, haba arrebatado parca y

    efmeramente a la inmensidad salvaje- se desvaneca en el

    crepsculo, volviendo a la inmemorial oscuridad de los bosques. La

    escopeta, pens el chico. La escopeta.

    -Ten temor -dijo Sam-. No podrs evitarlo. Pero no tengas miedo.

    No hay nada en los bosques que vaya a hacerte dao a menos que lo

    acorrales, o que huela que tienes miedo. Tambin un oso o un ciervo

    ha de temer a un cobarde, lo mismo que un hombre valiente ha de

    temerlo.

    La escopeta, pens el chico.

    -Tendrs que elegir -dijo Sam.

    El chico dej el campamento antes del alba, mucho antes de que

    to Ash despertase entre sus colchas, sobre el suelo de la cocina, y

    encendiese el fuego para hacer el desayuno. Llevaba tan slo la

    brjula y un palo para las serpientes. Podra caminar casi una milla

    sin necesidad de consultar la brjula. Se sent en un tronco, con la

    brjula invisible en la mano invisible, mientras los secretos sonidos

    de la noche, que callaban cuando se mova, volvan a escabullirse y

    cesaban luego para siempre; y enmudecieron los bhos para dar

    paso al despertar de los pjaros diurnos, y l pudo ver la brjula.

  • 12

    Entonces avanz rpida pero silenciosamente; sin tener conciencia

    de ello todava, se estaba convirtiendo da a da en un experto

    conocedor de los bosques.

    A la salida del sol se top con una gama y su cra; los hizo huir de

    su lecho, y pudo verlos de cerca, el crujido de la maleza, la corta cola

    blanca, la cra siguiendo a su madre a la carrera mucho ms rauda

    de lo que l hubiera podido imaginar. Iba de caza del modo

    correcto, contra el viento, como Sam le haba enseado; pero eso

    ahora no importaba. Haba dejado la escopeta en el campamento;

    por propia voluntad y renuncia haba aceptado no un gambito, no

    una eleccin, sino un estado en el cual no slo el hasta entonces

    anonimato inviolable del oso sino todas las viejas normas y

    equilibrios entre cazador y cazado quedaban abolidos. No tendra

    miedo, ni siquiera en el momento en que el miedo se apoderara de

    l por completo, sangre, piel, entraas, huesos, memoria del largo

    tiempo que haba transcurrido hasta convertirse en su memoria:

    todo, salvo aquella fina, clara, inextinguible, inmortal lucidez, sola

    diferencia entre l y aquel oso, entre l y todos los otros osos y

    ciervos que habra de matar en la humildad y orgullo de su pericia y

    entereza, lucidez a la que haba apuntado Sam el da anterior,

    apoyado sobre la cerca del corral a la cada del crepsculo.

    Para medioda haba dejado muy atrs el pequeo brazo

    pantanoso, se haba adentrado ms que nunca en aquel territorio

    ajeno y nuevo. Ahora avanzaba no slo con la ayuda de la brjula,

    sino tambin con la del viejo y pesado y grueso reloj de plata que

    haba pertenecido a su abuelo. Cuando se detuvo al fin, lo haca por

    primera vez desde que se levant del tronco al alba, cuando pudo

    ver la brjula. Era ya lo bastante lejos. Haba dejado el campamento

    haca nueve horas; una vez transcurridas otras nueve, la oscuridad

    habra cado ya haca una hora. Pero l no pensaba en ello. Pens: De

    acuerdo. S. Pero qu?, y se qued quieto unos instantes, pequeo y

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    extrao en la verde soledad sin techo, respondiendo a su propia

    pregunta antes incluso de que sta se hubiera formulado y cesado.

    Eran el reloj y la brjula y el palo, los tres mecanismos sin vida

    mediante los cuales haba repelido durante nueve horas a la

    inmensidad salvaje. Colg cuidadosamente el reloj y la brjula de

    un arbusto, apoy el palo junto a ellos y renunci a l por completo.

    Durante las ltimas tres o cuatro horas no haba avanzado muy

    de prisa. No caminaba ms rpidamente ahora, pues la distancia no

    habra tenido importancia ni aun en el caso de que pudiera haberlo

    hecho. Y trataba de recordar la posicin del rbol donde haba

    dejado la brjula; trataba de describir un crculo que volviera a

    llevarle a l, o al menos que se intersecase a s mismo, pues la

    direccin tampoco importaba ya. Pero el rbol no estaba all, e hizo

    lo que Sam le haba enseado: describi otro crculo en direccin

    contraria, de forma que los dos crculos hubieran de bisecarse en

    algn punto, pero no se cruz con huella alguna de sus pies, y al fin

    encontr el rbol, pero en lugar errneo, pues no haba arbusto ni

    reloj ni brjula, y el rbol era otro rbol, pues a su lado haba un

    tronco derribado, y entonces hizo lo que Sam Fathers le haba dicho

    que deba hacerse a continuacin, que era tambin lo ltimo que

    poda hacerse.

    Se sentaba sobre el tronco cuando vio la huella torcida, la

    deforme, tremenda hendidura de dos dedos, la cual, mientras el

    chico la miraba, se llen de agua. Cuando alz la vista, la

    inmensidad salvaje se fundi, se solidific, el claro, el rbol que

    buscaba, el arbusto, y el reloj y la brjula brillaron al ser tocados por

    un rayo de sol. Y entonces vio al oso. No surgi, no apareci;

    simplemente estaba all, inmvil, slido, fijado en el caliente

    moteado del verde medioda sin viento no tan grande como lo haba

    soado pero tan grande como lo esperaba, an ms grande, sin

  • 14

    dimensiones contra la moteada oscuridad, mirndole, mientras l,

    sentado sobre el tronco, inmvil, le devolva la mirada.

    Luego el oso se movi. No hizo ningn ruido. No se apresur.

    Cruz el calvero; por espacio de un instante entr dentro del pleno

    fulgor del sol; cuando lleg al otro lado se detuvo de nuevo y mir

    por encima de un hombro hacia l, cuya tranquila respiracin aspir

    y espir el aire tres veces.

    Y se fue. No se intern en el bosque, en la maleza. Se esfum,

    volvi a hundirse en la inmensidad salvaje, como si el chico

    estuviera viendo cmo un pez, una perca enorme y vieja, se

    sumerga y volva a desaparecer en las oscuras profundidades del

    ro sin mover las aletas lo ms mnimo.

    Ser el prximo otoo, pens. Pero no fue el otoo siguiente, ni el

    siguiente ni el siguiente. Tena entonces catorce aos. Haba matado

    ya su ciervo, y Sam Fathers le haba marcado la cara con la sangre

    caliente, y al ao siguiente mat un oso. Pero antes incluso de tal

    espaldarazo haba llegado a ser tan diestro en los bosques como

    muchos adultos con la misma experiencia; a los catorce aos era ms

    experto en ellos que la mayora de los adultos con ms prctica. No

    haba terreno a treinta millas en torno al campamento que l no

    conociera, brazo pantanoso, loma, espesura, rbol o senda que

    sirviera de lindero. Habra podido guiar a cualquiera a cualquier

    punto de aquel territorio sin desviarse lo ms mnimo, y guiarlo de

    nuevo de regreso. Conoca rastros de caza que ni siquiera Sam

    Fathers conoca; cuando tena trece aos descubri el lecho de un

    ciervo, y sin que su padre lo supiera tom prestado el rifle de Walter

    Ewell y se apost al acecho al alba y mat al ciervo cuando el animal

    volva al lecho, tal como Sam Fathers le cont que hacan los viejos

    antepasados chickasaw.

    Pero no al viejo oso, por mucho que para entonces conociera sus

    huellas mejor incluso que las propias, y no slo la deforme. Poda

  • 15

    ver cualquiera de las tres cabales y distinguirla de la de cualquier

    otro oso, y no slo por el tamao. Dentro de aquel radio de treinta

    millas haba otros osos que dejaban huellas casi tan grandes, pero

    era algo ms que eso. Si Sam Fathers haba sido su mentor y los

    conejos y ardillas del patio trasero del hogar, su jardn de infancia,

    la inmensidad salvaje por la que vagaba el viejo oso era su facultad

    universitaria, y el propio viejo oso macho, ya tanto tiempo viudo y

    sin hijos como para haberse convertido en su propio progenitor no

    engendrado, era su alma mater. Pero no lograba verlo nunca.

    Poda encontrar la huella deforme siempre que quera, a quince o

    diez millas del campamento; a veces ms cerca incluso. En el curso

    de aquellos tres aos, mientras estaba apostado, haba odo dos

    veces cmo los perros tropezaban con su rastro por azar; la segunda

    vez, al parecer, lo hostigaron: las voces altas, abyectas, casi humanas

    en su histeria, como aquella primera maana de haca dos aos.

    Pero no el oso mismo. Y recordaba el medioda, tres aos atrs, en

    que all en el calvero el oso y l se vieron fijados en el fulgor

    moteado y sin viento, y le pareca que aquello nunca haba

    sucedido, que se trataba de otro sueo. Pero haba sucedido. Se

    haban mirado el uno al otro, haban emergido ambos de la

    inmensidad salvaje y vieja como la tierra, sincronizados en aquel

    instante merced a algo ms que la sangre que anima la carne y los

    huesos que sustentan el cuerpo; y se tocaron, y se comprometieron a

    algo, y afirmaron algo ms duradero que la frgil urdimbre de

    huesos y carne que cualquier accidente poda aniquilar.

    Y entonces lo vio de nuevo. Debido al hecho de que no pensaba

    en otra cosa, haba olvidado buscarlo. Estaba cazando al acecho con

    el rifle de Walter Ewell. Lo vio cruzar al fondo de una larga franja

    arrasada, un corredor barrido por un tornado, precipitarse por la

    maraa de troncos y ramas, ms a travs de ella que por encima de

    ella, como una locomotora, a mayor velocidad de la que l hubiera

  • 16

    credo que pudiera alcanzar nunca, casi tan veloz como un ciervo,

    pues un ciervo se habra mantenido la mayor parte del tiempo en el

    aire, tan veloz que l no tuvo tiempo siquiera de alzar las miras del

    rifle, de forma que luego habra de pensar que el hecho de no haber

    disparado se deba a que l haba estado inmvil a su espalda y el

    tiro jams habra llegado a alcanzarlo.

    Y entonces supo cul haba sido el fallo de aquellos tres aos de

    fracasos. Se sent sobre un tronco, agitndose y temblando como si

    en su vida hubiera visto los bosques ni ninguna de sus criaturas,

    preguntndose con asombro incrdulo cmo poda haber olvidado

    lo que Sam Fathers le haba dicho, lo que el propio oso haba

    confirmado al da siguiente, lo que ahora, al cabo de tres aos, haba

    reafirmado.

    Y ahora entenda lo que Sam Fathers haba querido decir cuando

    se refiri al perro adecuado, un perro cuyo tamao poco o nada

    haba de importar. As que cuando volvi solo en abril -eran las

    vacaciones, de forma que los hijos de los granjeros podan ayudar a

    plantar la tierra, y al fin su padre, despus de hacerle prometer que

    volvera en cuatro das, haba accedido a concederle su permiso-,

    tena el perro. Era su propio perro, un mestizo de esos que los

    negros llaman mil razas, un ratonero, no mucho mayor que una

    rata y con esa valenta que ha tiempo ha dejado de ser valor para

    convertirse en temeridad.

    No le llev cuatro das. Una vez solo de nuevo, hall el rastro la

    primera maana. No era caza al acecho; era una emboscada. Fij la

    hora del encuentro casi como si se tratara de una cita con un ser

    humano. Al amanecer de la segunda maana. El sujetando al mil

    razas, al que haban envuelto la cabeza con un saco, y Sam Fathers

    con dos de los perros sujetos por una cuerda de arado se apostaron

    con el viento a favor del rastro. Estaban tan cerca que el oso se

    volvi, sin correr siquiera, como estupefacto ante el estrpito

  • 17

    frentico y estridente del mil razas recin liberado, y se puso a

    resguardo contra el tronco de un rbol, sobre las patas traseras. Al

    chico le pareci que el animal se haca ms y ms alto y que no iba a

    dejar de alzarse nunca, y hasta los dos perros parecan haber

    tomado del mil razas una suerte de desesperada y desesperante

    valenta, pues lo siguieron cuando avanz hacia el oso.

    Entonces se dio cuenta de que el mil razas no iba a detenerse.

    Se lanz hacia adelante, arroj la escopeta y ech a correr. Cuando

    alcanz y agarr al perrito, que se debata frenticamente como un

    torbellino, al chico le dio la impresin de hallarse literalmente

    debajo del oso.

    Pudo sentir su olor: fuerte y caliente y ftido. Se agach

    torpemente, alz la vista hacia la bestia, que se cerna sobre l desde

    lo alto como un aguacero, del color del trueno, muy familiar,

    apacible e incluso lcida mente familiar, hasta que al fin record: era

    as como sola soarlo. Y ya se haba ido. No lo vio irse. Permaneci

    de rodillas, sujetando al frentico mil razas con ambas manos,

    oyendo cmo se alejaba ms y ms el humilde lamento de los

    perros, hasta que lleg Sam. Traa la escopeta. La dej en el suelo, en

    silencio, al lado del chico, y se qued all de pie mirndole.

    -Le has visto ya dos veces con una escopeta en las manos -dijo-.

    Esta vez no podas haber fallado.

    El chico se levant. Segua sujetando al mil razas. Incluso en

    brazos, lejos del suelo, el animal segua ladrando frenticamente,

    debatindose y tratando de escapar, como un manojo de muelles,

    tras el fragor cada vez ms lejano de los perros. El chico peleaba un

    poco, pero ni se agitaba ni temblaba ya.

    -Tampoco t! -dijo-. T tenas la escopeta! Tampoco t!

    * * *

  • 18

    -Y no disparaste -dijo su padre-. A qu distancia estabas?

    -No lo s, seor -dijo l-. Tena una gran garrapata en la pata

    derecha trasera. Me fij en eso. Pero en aquel momento no tena la

    escopeta.

    -Pero tampoco disparaste cuando la tenas -dijo su padre-. Por

    qu?

    El chico no respondi. Su padre, sin esperar a que lo hiciera, se

    levant y cruz la habitacin; camin sobre las pieles del oso que el

    chico haba cazado dos aos atrs y del otro oso, ms grande, que l

    mismo haba cazado antes de que su hijo naciera, y se dirigi a la

    librera sobre la que poda verse la cabeza del primer ciervo del

    chico. Era la habitacin que su padre llamaba la oficina, pues en

    ella tenan lugar todas las transacciones comerciales de la

    plantacin. En ella, a lo largo de los catorce aos de su vida, haba

    odo las mejores charlas. Sola estar all el mayor de Spain, y a veces

    el viejo general Compson, y tambin Walter Ewell y Boon

    Hoggenbeck y Sam Fathers y Tennie's Jim, porque tambin ellos

    eran cazadores y conocan los bosques y a sus criaturas.

    El sola escuchar, no hablaba, se limitaba a atender; la inmensidad

    salvaje, los grandes bosques, ms grandes y ms viejos que

    cualquier documento registrado de cualquier hombre blanco lo

    bastante fatuo como para creer que en determinado momento haba

    adquirido un trozo de ellos, o de cualquier indio lo bastante cruel

    como para pretender que un trozo de ellos le perteneca hasta el

    punto de poderlo transmitir; eran de los hombres, no blancos ni

    negros ni rojos sino slo hombres, cazadores con la voluntad y la

    audacia necesarias para resistir y la humildad y la pericia necesarias

    para sobrevivir, y los perros y los osos y los ciervos se yuxtaponan

    y descollaban en ellos, abocados y compelidos, bien en torno a la

    inmensidad salvaje o dentro de ella, a la antigua e incesante

    contienda decretada por las antiguas e inflexibles normas que

  • 19

    dispensaban de toda contricin y no admitan cuartel; las voces

    tranquilas y meditadas y graves, destinadas a la mirada retrospec-

    tiva y a la memoria y a los exactos recuerdos, mientras el chico se

    sentaba en cuclillas junto al fuego llameante del hogar al igual que

    Tennie's Jim, quien, en cuclillas, se mova nicamente para echar

    ms lea al fuego y para pasar de un vaso a otro la botella. Porque

    la botella se hallaba siempre presente, de forma que al rato al chico

    le daba la impresin de que aquellos intensos momentos de corazn

    y cerebro y valor y astucia y rapidez se concentraban y destilaban

    hasta dar lugar a aquel licor de color pardo que ninguna mujer o

    muchacho o nio, sino slo los cazadores beban, y lo beban no por

    la sangre que haban derramado sino por una suerte de

    quintaesencia del inmortal espritu salvaje, y beban

    moderadamente, incluso humildemente, no con la mezquina

    esperanza del pagano de adquirir por ello las virtudes de la astucia

    y la rapidez y la fuerza, sino como salutacin hacia ellas.

    Volvi su padre con el libro y se sent y lo abri.

    -Escucha -dijo. Ley en voz alta las cinco estrofas, con voz quieta

    y pausada; en la habitacin no haba lumbre, pues era ya primavera.

    Luego levant la vista. El chico lo miraba-. Muy bien -dijo el padre-.

    Escucha. -Volvi a leer, pero esta vez slo la segunda estrofa

    completa, y las dos ltimas lneas, y cerr el libro y lo dej en la

    mesa a su lado-. Ella no puede desaparecer, aunque t no tengas tu

    dicha; t amars eternamente, y ella ser justa -dijo.

    -Est hablando de una chica -dijo el chico.

    -Tiene que hablar de algo -dijo su padre. Y luego dijo-: Est

    hablando de la verdad. La verdad no cambia. La verdad es una.

    Abarca todas las cosas que tocan el corazn: honor y orgullo y

    piedad y justicia y valor y amor. Entiendes ahora?

    No estaba seguro. De algn modo, era ms sencillo que todo eso.

    Haba un viejo oso fiero y cruel, mas no por el mero hecho de

  • 20

    conservar la vida, sino con el fiero orgullo de la libertad, lo bastante

    orgulloso de su libertad como para verla amenazada y no sentir

    miedo y no alarmarse siquiera; an ms, un animal que a veces

    pareca incluso poner aquella libertad deliberadamente en peligro a

    fin de saborearla, a fin de recordar a sus viejos y fuertes huesos y

    carne la necesidad de mantenerse flexibles y rpidos para

    defenderla y preservarla. Haba un hombre viejo, hijo de una

    esclava negra y de un rey indio, heredero por un lado de la larga

    crnica de un pueblo que haba aprendido la humildad a travs del

    sufrimiento, y el orgullo a travs de la fortaleza que sobrevive al

    sufrimiento y la justicia, y por el otro, la crnica de un pueblo an

    ms antiguo en aquella tierra que el primero, y que sin embargo

    haba desaparecido de ella por completo, perpetundose slo en la

    solitaria fraternidad entre la sangre extraa que corra en las venas

    de un viejo negro y el espritu salvaje e invencible de un viejo oso.

    Haba un muchacho que deseaba aprender la humildad y el orgullo

    a fin de llegar a ser diestro y valioso en los bosques, que de pronto

    se vio convirtindose en tan diestro con tanta rapidez que temi no

    llegar nunca a convertirse en valioso, pues no haba aprendido la

    humildad y el orgullo, pese a haberlo intentado, hasta un da en

    que, sbitamente asimismo, descubri que un viejo incapaz de

    definir ninguna de las dos virtudes le haba guiado, como de la

    mano, a aquel punto en el que un viejo oso y un pequeo perro

    mestizo le haban enseado que, poseyendo una de las dos, se

    posea ambas.

    Y un pequeo perro sin nombre y mestizo y con muchos padres,

    adulto ya pero de menos de seis libras de peso, dicindose como

    para sus adentros: No puedo ser peligroso, porque no hay nada

    mucho ms pequeo que yo mismo; no puedo ser fiero, porque

    dirn que slo es ruido; no puedo ser humilde, porque ya estoy

    demasiado cerca del suelo como para doblar la rodilla; no puedo ser

  • 21

    orgulloso, porque tampoco puedo estar tan cerca de l como para

    saber quin proyecta una sombra, y ni siquiera s que no voy a ir al

    cielo, porque han decidido que no poseo un alma inmortal. As que

    lo nico que puedo es ser valiente. Pero est bien. Puedo serlo,

    aunque sigan diciendo que slo es ruido.

    Eso era todo. Era sencillo, mucho ms sencillo que alguien

    hablando en un libro de un muchacho y una chica por la que nunca

    tendra que afligirse, por cuanto jams podra acercarse ms a ella ni

    tendra tampoco que alejarse. El haba odo hablar acerca de un oso,

    y un da lleg a tener la edad necesaria para seguir su rastro, y lo

    sigui durante cuatro aos, y al fin se encontr con l con una

    escopeta en las manos y no dispar. Porque un pequeo perro...

    Pero poda haber disparado mucho antes de que el perrito recorriera

    las veinte yardas hasta donde le esperaba el oso, y Sam Fathers

    poda haber disparado en cualquier momento durante el minuto

    interminable en que Old Ben, sobre sus patas traseras, se ergua

    sobre ellos. Se detuvo. Su padre le miraba con gravedad a travs de

    la copiosa media luz de primavera del cuarto; cuando habl, sus

    palabras fueron tan apacibles como la media luz; no eran palabras

    en alta voz, no necesitaban serlo porque iban a ser duraderas:

    -El valor y el honor y el orgullo -dijo- y la piedad y el amor por la

    justicia y por la libertad. Todo ello toca el corazn, y aquello a lo que

    se aferra el corazn se convierte en verdad, en aquello que

    alcanzamos a entender como verdad. Entiendes ahora?

    Sam y Old Ben y Nip, pens. Y tambin l mismo. El tambin

    haba actuado correctamente. Su padre lo haba dicho.

    -S, seor -dijo.

    F I N

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