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El Pez Traído a La Sequedad (Yara)

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Sobre la obra de Yara Almoina

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Page 1: El Pez Traído a La Sequedad (Yara)

Apuntes sobre la obra de Yara Almoina

Juan Antonio Montiel

En la obra de Yara Almoina lo fugaz se investiga en la repetición. Se lo mira una y otra vez,

cuadro por cuadro. Lo fugaz: lo que está destinado a irse, tensamente se aquieta. Es la ineludible

energeia (la potencia) del vacío: se presiente lo que ya no puede sino ser vacío mañana. O quizá

debe decirse que el detenimiento se ensaya como un procedimiento siempre fallido —estratégico y

productor sin embargo—, nostálgico. Se repite el pez, atado o atravesado por espinas, multicéfalo,

reseco; se observan una y otra vez el objeto marino, la cáscara de la cebolla, el hilo rojo que ata —

une— o divide; se ensaya la impronta; se repite el letrero, el mensaje tipografiado. Pero: ¿por qué

peces, improntas, letreros?

En principio, el pez que vemos aparecer entre la textura del papel parece exigir de nosotros

el acto —misericordioso— de la interpretación, del desciframiento. Parece querer apelar a lo

reconocible parte por parte, nuestro ir de uno en uno entre los elementos que componen la obra: el

pez-cristo (ixtus) sacrificado, atravesado por la espina, etc. En este proceder interpretativo hay el

objeto definido, aunque cifrado, y hay la estructura consistente –el código– desde el que se descifra.

En este desciframiento encontramos una posibilidad indeseada, puesto que lo estable no puede

hacerse corresponder a lo tenso (hemos hablado de lo que tensamente se aquieta). Desde esta

perspectiva, el signo (inmóvil) establemente significa, con una solidez cercana a la univocidad, a la

identidad, si algo como esto es posible. Por el contrario, lo móvil y lo tenso, congelado en su

transición, son por necesidad frágiles. De esta fragilidad da cuenta evidentemente la obra de Yara

Almoina: hecha de un papel que podría flotar largamente en el aire, puesta en juego de tal modo que

la impresión mayor es la singular carencia de elementos: no se conoce mayor fragilidad —mayor

tensión— que la carencia.

Por fortuna se pueden arriesgar otros procedimientos: entender el pez, lo que se conoce

como siempre húmedo, como sacado del mar —traído a la sequedad de las fibras—. Entender, de

este modo contingente, el pez como una alusión al destierro, entonces no en tanto pez en sí, sino

como lo equivalente al ave sumergida, al migrante, al fugado. Posibilidad: entender al pez

simplemente como lo destinado a ser separado, o unido a otros elementos similares, sustituible

entonces (como de hecho sucede) por otro objeto, por la cebolla o por el fósil marino.

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Puede decirse, entonces, desde aquellos procedimientos: el pez como lo que sacándose de

lo húmedo se reseca. Lo húmedo (según su funcionamiento) como la casa, la patria, como lo propio

o lo delimitado, según se lo define en los letreros: Una patria azul, dolorosa. El pez acogido en la

resequedad por un límite nuevo —se verá que justificadamente puede llamársele frontera—, delgado

como un hilo. ¿Hay otro ámbito donde se expresen las mismas funciones? Aquí se llama a la

analogía, aunque sólo por diversión: la patria húmeda: el vientre, lo que viniendo de lo húmedo se

reseca: el hombre.

Por otra parte, el hilo es un dato de la condición reseca que se desea ignorar –tal como la

quietud quiere ignorar el movimiento implacable—: el hilo intenta lo que Deleuze y Guattari llamarían

una reterritorialización, intenta el acogimiento —el límite— de lo conocido, es la nostalgia del mar,

neurótica, en tanto la neurosis es la detención de un proceso, terapéutica desde su estrategia, su

productividad.

De modo que en la obra de Yara Almoina se documenta un predicamento, el aquietamiento

que el hilo intenta atestigua la tensión entre un pasado y un futuro resueltos en discursividad,

fundamentalmente construidos con palabras: letreros recortados de un libro misteriosísimo. Hay

letreros siempre escritos en pasado, que dan cuenta de una nostalgia territorial: “Ese lejano sur” o

“Su patria era su cuerpo"; que documentan la certidumbre de una pérdida a la que se vuelve en un

proceso de fallida recuperación: “Sin embargo / perdido también / busca / mostrar cómo”. Hay

letreros que adivinan un futuro que se intenta eludir desde el pasado o desde el presentimiento que

procura el cerco de hilo o el camuflage de papel. Futuro: “Esperanza, oriente, dolor”. Pero hay

también la construcción discursiva de la certidumbre trágica, cuando la tensión se afloja por

segundos o cuando se hace insoportable, letreros donde se lee: “Sin Dios” o “Paraíso de ciegos”.

Un cuento de Edgar Allan Poe, La verdad en el caso del Sr. Valdemar, denota el mismo

procedimiento, donde una quietud tensa entre el pasado y el futuro es producida artificialmente,

técnicamente (un arte): Valdemar es detenido por la hipnosis mientras se halla en el momento

mismo de morir (“... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!”); el objetivo de tal estrategia

es generar una verdad científica (The facts in the case of Mr. Valdemar); el resultado, tal como

puede suponerse, es ciertamente más productivo, con la productividad del terror.

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El hilo, se ha dicho, intenta la reproducción de la quietud originaria, la provisión de la patria

refundada. Pero también da cuenta del ensayo de una variada estrategia –la productividad—: la

estrategia de la construcción de la frontera, la estrategia del camuflage, la estrategia de la unión

forzada —el hilo que ata dos peces—, la estrategia de la substitución pez por cáscara de cebolla,

por pan de mar, la estrategia del Territorio ritual –según da cuenta un letrero–. Eso es lo que hemos

querido llamar un principio de cura. El hilo, como puede advertirse, es la concreción de la tensión

discursiva generada por los letreros, pero va más allá, en tanto no es una concreción discursiva, sino

real: estar protegido por una barrera, estar atado; o cuando menos cierta: fundar la frontera y luego

disponerse a cruzarla, retrasar el cruce. En último término, esta tensión, si existe, ha producido la

obra misma.

Porque hay un horizonte tenso que se alarga más allá de la contingencia de la obra-objeto,

que parte de la obra y nos inclina más allá, a saber: la ausencia del autor, compartida con todas las

obras, una ausencia compartida con infinitos autores ausentes. Difusamente en varias piezas, con

claridad en dos de los cuadros, Yara Almoina ha registrado una impronta, ha dejado la huella de su

mano, de su falta. Se trata de un caso peculiar puesto que la ausencia no puede ser ignorada,

porque nos obliga a regenerar un vínculo, nos hace advertir una pérdida, genera la tensión de la

carencia. A otro nivel se resiente la tensión de la carencia —se ha hablado de la carencia de

elementos en la obra— y la tensión del límite: la mesura de la huella de la mano que remite a un

cuerpo singular, a un autor contingente aunque siempre desconocido, en el que hay que reconocer

una psique, es decir un vínculo, una relación. En este otro nivel se opera un nuevo detenimiento, o

más bien una repetición, en palabras de Michel Foucault (¿Qué es un autor?) el caso del autor como

el sujeto que “no deja de desaparecer”, o que se hace ineludiblemente presente en su ausencia. Hay

una psique, pues, desconocida, pero de la que sabemos que se tensa y que pone en juego la

estrategia de la obra, el simulacro de la obra: los muchos modos de enfrentar la frontera.

Para el espectador, la obra de Yara Almoina se plantea como un enigma. Desde sus

disyuntivas, desde las ausencias que inaugura o retrae, pone en juego la idea de la obra (la marca,

el gesto, la palabra) como una frontera enigmática —un límite que llama a ser cruzado, que impone

el horror del abandono— hacia el horizonte de la ausencia del otro, de lo otro que es

fundamentalmente incierto, como el futuro; fundamentalmente frágil, como el pasado;

fundamentalmente fugaz.