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El presentó del'pasado

Escritura de la historia, historia de lo escrito

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UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

José Morales Orozco RECTOR

Javier Prado Galán VICERRECTOR ACADÉMICO

Alejandro Mendoza Alvarez DIRECTOR DE LA DIVISIÓN DE

ESTUDIOS INTERDISCIPLINARES

Araceli Téllez Trejo DIRECTORA DE

DIFUSIÓN CULTURAL

Perla Chinchilla Pawling DIRECTORA DEL

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

Rubén Lozano Herrera COORDINADOR DE PUBLICACIONES

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

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Roger Chartier

El-presente del pasado

Escritura de la historia,

historia de lo escrito

UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

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UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

Chartier, Roger

Ei presente del pasado: escritura de la historia, historia de lo

escrito

1. Crítica. 2. Literatura - Historia y crítica. 3. Diálogos - Crítica.

4. Crítica histórica (Literatura). I.t.

PN 85 C43.2005

Traducción de los capítulos I-III, V, VII y la introducción, de Marcela Cinta Elaboración del índice onomástico, de Odette Rojas

la. edición, 2005

D.R.O Universidad Iberoamericana, A.C. Prol. Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe 01210 México, D.F.

ISBN 968-859-553-5

Impreso y hecho en México Printed and made in México

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índice

9/ Prólogo

1 3 / La nueva historia cultural

Miguel de Cervantes, "Componer, pintar, cantar"

3 9 / Historia y ciencias sociales. Releer a Braudel

Fernand Braudel, "Telehistoria"

6 9 / El pasado en el presente. Una lectura de Ricceur

Pedro Mexía, "Artes de la memoria y lugares comunes"

8 9 / Leer en los tiempos de Covarrubias

Pedro Mexía, "El arte de imprimir"

1 1 7 / Escritura, oralidad e imagen en el Siglo de O r o

Miguel de Cervantes, "Decir y monstrar, ver e oír"

1 3 3 / Ocio y negocio en la Edad Moderna

Michel de Montaigne, "La piel y la camisa"

1 6 7 / Lecturas populares. 1M Bibliothéque bleue

Coplas de ciego: "Ynforma^ión sobre las coplas que se hicieron

de la muerte del licenciado Gutierre^ vecino de Martin Muno^'

1 9 5 / Lenguas y lecturas en el m u n d o digital

Marie Jean-Antoine, Marqués de Condorcet, "La lengua

universal"

2 2 1 / índice onomástico

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Prólogo

n las últimas décadas, los historiadores fueron convidados a reflexionar sobre sus propias prác­ticas.

Lo hicieron de diversas maneras: analizando las mutacio­nes que transformaron la historia en los siglos XIX y XX; dialogando con los filósofos y los críticos literarios que les recordaban que toda historia, cualquiera sea, moviliza siempre las figuras de la retórica y de la narración, o pro­poniendo una profunda reevaluación de los conceptos y de las categorías que habían fundamentado los éxitos de la historia de las sociedades y de las mentalidades.

En esta tarea compartida de ambos lados del Atlántico, los historiadores de la Universidad Iberoame­ricana y la revista Historiay Grafía desempeñaron un papel esencial. Inventaron formas y lugares de debates; contri­buyeron decisivamente al conocimiento del trabajo de Michel de Certeau, de Paul Ricceur, de Hayden White o de Francois Hartog por parte de los lectores de lengua española; ayudaron a vincular más estrechamente las experiencias historiográficas europeas y mexicanas. Dedicados a una discusión de las posibles definiciones de la historia cultural, a una confrontación entre la obra de

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Fernand Braudel y las prácticas historiográficas del pre­sente, y a una lectura en forma de diálogo crítico del últi­mo libro de Paul Ricceur, los tres primeros capítulos de este libro tratan de prolongar y enriquecer las reflexiones abiertas por mis colegas y amigos de la Universidad Iberoamericana.

Cada historiador examina su práctica a partir de su propio campo de trabajo. A mi parecer, lo que da sentido a los análisis historiográficos o metodológicos es su capa­cidad de inventar objetos de investigación, de proponer nuevas categorías interpretativas y construir comprensio­nes inéditas de problemas antiguos. Por esa razón, este libro reúne cuatro capítulos dedicados a las prácticas de lectura y escritura en la primera Edad Moderna, entre los siglos XVI y XVIII, y hace hincapié particularmente en la España del Siglo de Oro.

Tres interrogantes fundamentan estos estudios. En primer lugar, ¿cuáles fueron las mutaciones esenciales que transformaron a los lectores y sus lecturas?, ¿la in­vención de Gutemberg?, ¿el retroceso del latín?, ¿la crea­ción de un mercado "popular" por las producciones de la prensa, ya sean los pliegos sueltos o los libros de la Bibliothéque bleué? Por otra parte, si los siglos XVI y XVII conocieron grandes progresos de la cultura escrita (inclu­sive dentro de las capas sociales analfabetas gracias a las lecturas en voz alta), ¿cómo pensar las relaciones múlti­ples y complejas entre los textos escritos, las palabras vivas y las imágenes?, ¿son lenguajes equivalentes que enuncian diversamente lo mismo?, o bien, ¿deben consi­derarse como lenguajes irreductibles investidos de com­

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petencias singulares y específcas, lo que justifica que sean empleados con diferentes fines y en diferentes circuns­tancias? Finalmente, ¿cuál fue el papel que desempeñaron las prácticas de la cultura escrita en las definiciones suce­sivas, de Montaigne a Kant, de la dicotomía que sustrae los placeres y deberes de la existencia privada a los con­troles de la vida pública? Así pues, estos cuatro capítulos sugieren una reevaluación crítica de nociones e interpre­taciones que dominaron nuestra comprensión de la Europa de la primera modernidad. Con un estilo propio, cada uno propone una revisión de una de las divisiones demasiado contundentes que opusieron el manuscrito y la imprenta, la escritura y la oralidad, lo privado y lo público, lo vulgar y lo discreto.

Es una perspectiva semejante a la que inspiró el últi­mo capítulo del libro. Por cierto, los historiadores no tie­nen competencia alguna para profetizar el futuro y se equivocan a menudo cuando lo intentan. Sin embargo, pueden ayudar a una mejor inteligibilidad de las mutacio­nes del presente, al ubicarlas dentro de una historia de larga duración que permite medir más adecuadamente las transformaciones que viven con sus contemporáneos. En este sentido, el análisis de las "revoluciones" de la cultu­ra escrita (la aparición del codex, la invención de la im­prenta, las revoluciones de la lectura) pueden contribuir a comprender por qué y cómo la textualidad electrónica y el mundo digital en el que hemos entrado modifican pro­fundamente nuestras prácticas y representaciones de lo escrito. Es, quizás, otra ironía de la historia que tal diag­nóstico sea propuesto en las páginas de un libro que per-

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tenece todavía a la galaxia de Gutemberg y cuya forma, la

del códex, apareció en los primeros siglos de la era cris­

tiana. Pero recordamos, así, que el pasado o, mejor dicho,

los pasados plasman nuestro presente, aunque no lo

sepamos.

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La nueva histoyia cultural

a categoría de new cultural history entró en el

léxico común de los historiadores en 1989

cuando Lynn Hunt publicó, con ese título, una

obra que reunía ocho ensayos y presentaba diferentes

modelos y ejemplos de esta nueva manera del hacer de la

historia.1 En la introducción, ella subrayó las tres caracte­

rísticas esenciales que daban coherencia a aquellos traba­

jos cuyos objetos (textos, imágenes, rituales, etcétera)

eran muy diversos.

En primer lugar, al centrar la atención en los lengua­

jes, las representaciones y las prácticas, la new cultural his­

tory propone una manera inédita de comprender las rela­

ciones entre las formas simbólicas y el mundo social. Al

enfoque clásico, dedicado a identificar las divisiones y las

diferencias sociales objetivas, ella opone la construcción

móvil, inestable y conflictiva de las mismas, a partir de las

prácticas sin discurso, de las luchas de representación y

de los efectos performativos de los discursos. En segun­

do lugar, la new cultural history encuentra modelos de inte-

1 Lynn Hunt (ed.), The Neu> Cultural History, Berkeley, Los Angeles y Londres, University of California Press, 1989.

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ligibilidad en disciplinas vecinas que los historiadores habían frecuentado poco hasta ese entonces: por un lado, la antropología; por otro, la crítica literaria. Las antiguas alianzas que unían la historia con las disciplinas amigas o rivales, como la geografía, la psicología o la sociología, se ven así sustituidas por nuevas proximidades que obligan a los historiadores a leer, de manera menos inmediata­mente documental, los textos o las imágenes, y a com­prender, en sus significaciones simbólicas, las conductas individuales o los ritos colectivos. Finalmente, esta histo­ria, que procede más mediante estudios de caso que mediante teorización global, condujo a los historiadores a reflexionar sobre sus propias prácticas y, en particular, sobre las elecciones conscientes o las determinaciones desconocidas que rigen su manera de construir las narra­ciones y los análisis históricos.

Esas son las tres características fundamentales que definían, según Lynn Hunt, una nueva práctica historio-gráfica. Afirmaba, así, la convergencia entre las investiga­ciones generadas por los contextos notablemente dife­rentes: así, del lado americano, la utilización, por parte de varios historiadores, de conceptos y de modelos tomados de los antropólogos (Víctor Turner, Mary Douglas, Clifford Geertz) o, del lado francés, las críticas dirigidas desde el interior de la tradición de los Aúnales, tanto a las definiciones clásicas de la noción de mentalidades como a certidumbres estadísticas de la historia serial en el ter­cer nivel —el de la cultura. Es necesario agregar (aunque la referencia curiosamente esté ausente en el libro edita­do por Lynn Hunt) las propuestas formuladas en ese

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momento respecto a los efectos cognitivos producidos por la reducción de la escala de observación, tal como la pregonaba y practicaba la "mcrostoria" italiana. Al desig­nar, con una misma noción, enfoques con orígenes muy diversos, el libro de Lynn Hunt dio visibilidad y unidad a un conjunto de mutaciones desapercibidas - o mal perci­bidas- hasta ese entonces. Unos años antes, en 1982, la categoría de new cultural history no aparecía en ninguna parte del examen de conciencia historiográfica propuesto por Dominick LaCapra y Steve Kaplan.2

ESPLENDOR Y MISERIA DE LA HISTORIA DE LAS MENTALI­

DADES

En los años ochenta, la nueva historia cultural se definió

como aquella que rompió con los postulados que hasta

entonces habían gobernado la historia de las mentalida­

des. Recordémoslos brevemente.3 En primer lugar, a la

historia intelectual clásica, dedicada a las ideas que resul­

tan de la elaboración consciente de una mente singular, se

oponían la mentalidad, siempre colectiva, y el contenido

impersonal de los pensamientos comunes. De ahí la posi­

bilidad, para la historia de las mentalidades, de vincularse

2 Dominique LaCapra y Steven Kaplan (eds.), Modern European

Intellectual History. Reappraisa/s and New Perspectives, Ithaca y Londres, Cornell University Press, 1982. 3 Jacques Le Goff, "Les mentalités. Une histoire ambigué", en Faire

de l'Histoire (ed. J. le Goff y P. Nora), París, 1974, tomo III, pp. 76-94 [trad. al español: Hacer la historia, Barcelona, Laia, 1979].

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con la historia cuantitativa. Debido a que su objeto es lo colectivo, lo automático, lo repetitivo, la historia de las mentalidades puede y debe hacerse de manera serial y estadística. En ese sentido, se inscribe en la herencia de la historia de las economías, de las poblaciones y de las sociedades que, en relación con la gran crisis de los años treinta y, más tarde, con los momentos inmediatos a la posguerra, constituyó el campo más innovador de la his­toriografía. Cuando, en los años sesenta, la historia de las mentalidades definió un nuevo campo de estudios, pro­metedor y original, frecuentemente retomó los métodos que aseguraron las conquistas de la historia socioeconó­mica, como las técnicas de la estadística regresiva y el aná­lisis matemático de las series.

De la primacía que se otorgaba a las series y, por lo tanto, al establecimiento y al tratamiento de datos homo­géneos, repetidos y comparables en intervalos temporales regulares, se desprenden dos consecuencias. La primera es el privilegio otorgado a las fuentes masivas, amplia­mente representativas y disponibles durante un periodo largo: por ejemplo, los inventarios después de los falle­cimientos, los testamentos, los catálogos de bibliotecas, los archivos judiciales, etcétera. La segunda consiste en la tentativa de articular, de acuerdo con el modelo brau-deüano, las diferentes temporalidades (larga duración, coyuntura, acontecimiento), el tiempo largo de mentali­dades, que frecuentemente se resisten al cambio, con el tiempo corto de los abandonos brutales o de los despla­zamientos rápidos de creencia y de sensibilidad.

Una tercera característica de la historia de las mentali-

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dades en su edad de oro se debe a su manera ambigua de

pensar su relación con la sociedad. La noción, en efecto,

parece estar dedicada a borrar las diferencias con el fin de

establecer las categorías intelectuales o afectivas compar­

tidas por todos los miembros de una misma época. Entre

todos los practicantes de la historia de las mentalidades,

Philippe Aries es, sin duda, quien ha mostrado acercarse

más a esa identificación de la noción con un sentimiento

común. El reconocimiento de los arquetipos de civiliza­

ción compartidos por una sociedad entera seguramente

no significa la anulación de las diferencias entre los gru­

pos sociales o entre los clérigos y los laicos. Pero esas dis­

tinciones siempre se piensan en el interior de un proceso

de larga duración que produce representaciones y com­

portamientos finalmente comunes. Al postular así la

unidad fundamental (por lo menos, de tendencia) del

inconsciente colectivo, Philippe Aries lee los textos y las

imágenes, no como las representaciones de singularida­

des individuales, sino con el fin de descifrar la expresión

inconsciente de una sensibilidad colectiva o de reencon­

trar el fondo banal de representaciones comunes com­

partido espontánea y umversalmente.4

Para otros historiadores de las mentalidades, más

directamente inscritos en la herencia de la historia social,

lo esencial reside en el vínculo que une las distinciones

entre las maneras de pensar y de sentir, y las diferencias

sociales. Esta perspectiva organiza la clasificación de los

4 Philippe Aries, L'Homme devant la mort, París, Editions du Seuil, 1977

[trad. al español: El hombre ante la muerte, Madrid, Akal, 1999].

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hechos de las mentalidades a partir de las divisiones esta­blecidas por el análisis de la sociedad. De ahí la superpo­sición entre las fronteras sociales que separan los grupos o las clases y aquellas que diferencian las mentalidades.5

Esta primacía del establecimiento de las diferencias socia­les es, sin duda, el rasgo más claro de la dependencia de la historia de las mentalidades en relación con la historia social en la tradición francesa.

¿Cómo explicar el éxito, en los años 60 y 70, tanto en los historiadores como en sus lectores, en Francia y fuera de Francia, de la historia de las mentalidades? Sin duda se dio porque ese enfoque permitía, por su diversidad misma, instaurar un nuevo equilibrio entre la historia y las ciencias sociales. El desarrollo de la psicología, de la sociología y de la antropología ha puesto en tela de juicio la primacía intelectual e institucional de la historia; ésta ha respondido anexándose temas de las disciplinas que cues­tionaban su dominación intelectual y académica. La aten­ción se desplazó, por tanto, hacia los objetos (sistemas de creencia, actitudes colectivas, formas rituales, etcétera) que hasta entonces pertenecían a las disciplinas vecinas, pero que ahora entraban de lleno en el programa de una historia de las mentalidades colectivas. Al apropiarse fre­cuentemente los pasos y los métodos de análisis de la his­toria socio-económica y, a la vez, al proponer un despla­zamiento de los temas de investigación, la historia de las mentalidades (en el sentido más amplio) pudo colocarse

5 Robert Mandrou, Introduction a la France moderne, 1500-1640. Essai de

psychologie historique, París, Albín Michel, 1961 (reedición 1998).

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a la vanguardia en el escenario historiográfico y respon­der eficazmente al desafío lanzado por las ciencias socia­les.

Sin embargo, no faltaron las críticas en contra de sus postulados e intereses. Las primeras vinieron de Italia. En 1970, Franco Venturi denunció la desaparición de la fuer­za creadora de las nuevas ideas en beneficio de estructu­ras mentales sin dinamismo ni originalidad.6 Unos años más tarde,-Carlo Ginzburg-amplió la crítica.7 Rechazó la noción de mentalidad por tres razones: primero, por su insistencia exclusiva en los elementos inertes, obscuros e inconscientes de las visiones del mundo, lo que condujo a disminuir la importancia de las ideas enunciadas racio­nal y conscientemente, y particularmente las de los hom­bres y mujeres de los medios populares; luego, porque indebidamente supuso que todos los medios sociales comparten las mismas categorías y representaciones; por último, por su alianza con la aproximación cuantitativa y serial que, a la vez, cosifica los contenidos del pensamien­to, se apega a las formulaciones más repetitivas e ignora las singularidades. Los historiadores se vieron, así, incita­dos a privilegiar las apropiaciones individuales más que las distribuciones estadísticas, a comprender cómo un individuo o una comunidad interpreta, en función de su

6 Franco Venturi, Utopia e riforma neU'llluminismo, Turín, Einaudi edi­tores, 1970. 7 Cario Ginzburg, 11 jormaggio e i vermi. 11 cosmo de un mugnaio del '500,

Turín, Einaudi editores, 1976 [trad. al español: El queso y los gusanos,

Barcelona, Muchnik, 1981].

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propia cultura, las ideas y las creencias, los textos y los libros que circulan en esa sociedad que es la suya.

En 1990, Geoffrey Lloyd hizo una inculpación aún más dura.8 Su crítica se refiere a los dos postulados esen­ciales de la historia de las mentalidades: por una parte, asignar a una sociedad entera un conjunto estable y homogéneo de ideas y creencias; por otra, considerar que todos los pensamientos y todas las conductas de un indi­viduo son regulados por una estructura mental única. Las dos operaciones son la condición misma para que una mentalidad pueda distinguirse de otra, y para que se iden­tifiquen, en cada individuo, las herramientas mentales que comparte con sus contemporáneos. Pero esta manera de pensar borra, al recurrir a lo colectivo, la originalidad de cada expresión singular, y encierra, en una coherencia fic­ticia, la pluralidad de los sistemas de creencias y de las modas de razonamiento que un mismo grupo o un mismo individuo pueda movilizar sucesivamente.

Lloyd propone, así, sustituir la noción de mentalidad con la de estilos de racionalidad cuyo empleo depende directamente de los contextos de discurso y de los regis­tros de experiencias. Cada uno de ellos impone sus pro­pias reglas y convenciones; define una forma específica de comunicación, y supone expectativas particulares. Por ello es totalmente imposible reducir la pluralidad de las maneras de pensar, de conocer y de argumentar a una

8 Geoffrey Lloyd, Demjstijying Mentalities, Cambridge, Cambridge University Press, 1990 [trad. al español: Las mentalidades y su desenmas­

caramiento, Madrid, Siglo XXI Editores, 1996].

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mentalidad homogénea y única.

El proceso fue, tal vez, injusto en la medida en que la historia de las mentalidades a la francesa no sólo retuvo y puso en práctica una definición globalizante del término. También supo estar atenta a las diferencias sociales que rigen, en una misma sociedad, las distintas maneras de pensar y de sentir o las diversas visiones del mundo, y no siempre ignoró la presencia posible, en el mismo indivi­duo, de varias mentalidades, distintas o hasta contradicto­rias. N o obstante, y aunque excesiva, la crítica en contra de la modalidad dominante de la historia cultural abrió el camino a nuevas maneras de pensar las producciones y las prácticas culturales. Desde fuera o desde el interior de la tradición de los Anuales, estas nuevas perspectivas impusieron algunas exigencias: privilegiar el uso indivi­dual más que las desigualdades estadísticas; tomar en cuenta, contra la supuesta eficacia de los modelos y de las normas culturales, las modalidades específicas de su apropiación; considerar las representaciones del mundo social como constitutivas de las diferencias y de las luchas que caracterizan a las sociedades. Son esos desplazamien­tos, puestos en práctica en el desglose y en el análisis de los objetos históricos, los que la categoría de new cultural

history quería designar y reunir en 1989.

LA HISTORIA CULTURAL: UNA DEFINICIÓN IMPOSIBLE

En este principio del siglo xxi, ¿cómo apreciar las apor­

taciones de la historia cultural en su nueva definición?

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Aunque haya llegado a ser la que hov domina, no por ello es fácil definirla en su especificidad. ¿Debe hacerse a par­tir de los objetos y de las prácticas cuyo estudio constitui­ría lo propio de esta historia? Resulta, entonces, un gran riesgo no poder trazar una frontera segura y clara entre la historia cultural y otras historias: la historia de las ideas, la historia de la literatura, la historia del arte, la historia de la educación, la historia de los medios de comunica­ción, la historia de las ciencias, etcétera. ¿Se debe, por tanto, cambiar de perspectiva y considerar que toda his­toria, cualquiera que sea, económica o social, demográfi­ca o política, es cultural, y eso en la medida en que todos los gestos, todas las conductas, todos los fenómenos objetivamente mensurables son siempre el resultado de las significaciones que los individuos atribuyen a las cosas, a las palabras y a las acciones? Desde esta perspec­tiva, fundamentalmente antropológica, el riesgo es caer en una definición imperialista de la categoría que, al iden­tificarla con la historia misma, lleve a su disolución.

Esta dificultad encuentra su razón fundamental en las múltiples acepciones del término "cultura". Pueden distribuirse esquemáticamente entre dos familias de significaciones: la que designa las obras y los gestos que, en una sociedad dada, se sustraen a las urgencias de lo cotidiano y se someten a un juicio estético o inte­lectual, y la que considera las prácticas ordinarias a tra­vés de las cuales una comunidad, cualquiera que sea, vive y refleja su relación con el mundo, con los otros y con ella misma.

El primer orden de significaciones nos lleva a cons-

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truir la historia de los textos, de las obras y de las prácti­

cas culturales como una historia de doble dimensión.

Acerca de ella, dice Cari Schorske:

El historiador busca localizar e interpretar el artefacto tem­poralmente en un campo en el que se intersecan dos líneas. Una línea es vertical, o diacrónica, y con ella establece la relación de un texto o de un sistema de pensamiento con expresiones previas en la misma rama de actividad cultural (pintura, política, etcétera). La otra es horizontal, o sincró­nica; con ella afirma la relación del contenido del objeto intelectual con lo que aparece en otras ramas o aspectos de una cultura al mismo tiempo.9

Se trata, entonces, de pensar cada producción cultural a la

vez en la historia del género, de la disciplina o del campo

en el que se inscribe, y en sus relaciones con las otras cre­

aciones estéticas o intelectuales y con las otras prácticas

contemporáneas a ella.

La segunda familia de definiciones de la cultura

9 Cari Schorske, Fin-de-siécle Vienna. Politics and Culture, Nueva York, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, pp. XXI-XXII [tr. al español: Vienna fin de siecle. Política y cultura, Barcelona, Gustavo Gilí, 1981. Texto original en inglés: "The historian seeks to lócate and interpret the artifact temporarily in a field where two unes intersect. One Une is vertical, or diachronic, by which he establishes the rela-tion of a text or a system of thought to previous express'ions in the same branch of cultural activity (painting, politics, etc.). The other is horizontal, or synchronic; by it he assesses the relation of the con­tení of the inteilectual object to what is appearing in other branches or aspects of a culture at the same"].

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encuentra un fuerte apoyo en la acepción de que la

antropología simbólica ofrece una noción —y en particu­

lar Clifford Geertz: "El concepto de cultura que yo sos­

tengo [...] denota un esquema históricamente transmiti­

do de significaciones representadas en símbolos, un sis­

tema de concepciones heredadas y expresadas en for­

mas simbólicas por medio del cual los hombres comu­

nican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus

actitudes frente a la vida".10 Es, por tanto, la totalidad

de los lenguajes y de las acciones simbólicas propias de

una comunidad lo que constituye su cultura. De ahí

surge la atención que prestan los historiadores inspira­

dos por la antropología a las manifestaciones colectivas

en las que se enuncia, de manera paroxística, un sistema

cultural: rituales de violencia, ritos de paso, fiestas car­

navalescas, etcétera.11

10 Clifford Geertz. The Interpretaron of Culture, York, Basic Books, 1973, p. 89 [trad. al español: ha interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa Editorial, 1987, p. 98. Texto original en inglés: "The culture concept to which I adhere [...] denotes an historically transmitted pattern of mean-ings embodied in symbols, a system of inherited conceptions expressed in symbolic forms by means of which men communicate, perpetúate, and develop their knowledge about and attitudes towards life"]. 11 Natalie Zemon Davis, Society and Culture in Earlj Modern France,

. St;anford, Stanford University Press, 1979 [trad. al español: Sociedad y cul­

tura en la Francia moderna, Barcelona, Crítica, 1993]; Robert Darnton, The

Great Cat Massacre and Other Episodes in French Cultural History, Nueva York, Basic Books, 1982 [trad. al español: La gran matanza de los gatosj otros episo­

dios en la historia de la cultura francesa, México, i CK, 1987].

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REPRESENTACIONES COMUNES Y OBRAS SINGULARES

De acuerdo con sus diferentes herencias y tradiciones, la new cultural history ha privilegiado objetos, dominios y métodos distintos. Levantar un inventario es una tarea imposible. Sin duda, es más pertinente encontrar algu­nas cuestiones comunes en esos enfoques tan diversos. Un primer envite se refiere a la articulación necesaria entre las obras singulares y las representaciones comu­nes. La pregunta esencial aquí es la del proceso mediante el cual los lectores, los espectadores o los oyentes dan sentido a los textos (o a las imágenes) que se apropian. Esta pregunta trajo como consecuencia, como reacción contra el formalismo estricto de la Nouvelle critique o del New Criticism, todos aquellos en­foques que quisieron pensar la producción de la signi­ficación como construida por la relación entre los lec­tores y los textos. El proyecto tomó formas diversas en el seno de la historia literaria, y centró su atención en la relación dialógica entre las propuestas de las obras y las expectativas estéticas, y las categorías interpretati­vas de sus públicos,12 en la dinámica interacción entre el texto y su lector, entendido éste desde una perspec­tiva fenomenológica,13 o en las transacciones pasadas

12 Hans Robert Jauss, Literaturgescbicbte ais Provokation, Frankfurt, Suhrkamp .Verlag, 1974 [trad. al español: La historia de la literatura como

provocación, Barcelona, Península, 2000]. 13 Wofgang Iser, Der Akt des Lesens, Munich, Wilhelm Fink Verlag, 1976 [trad. al español: El acto de leer. Teoría del efecto estético, Madrid, Taurus, 1987].

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entre las obras mismas y los discursos o las prácticas ordinarias que son, a la vez, las matrices de la creación estética y las condiciones de su inteligibilidad.14

Algunos enfoques similares obligaron a alejarse de todas las lecturas estructuralistas o semióticas que relacionaban el sentido de las obras sólo con el fun­cionamiento automático e impersonal del lenguaje, pero éstos, a su vez, se convirtieron en el blanco para la crítica. Por una parte, frecuentemente consideraban los textos como si existieran en ellos mismos, fuera de los objetos o de las voces que los transmiten, mientras que una lectura cultural de las obras nos recuerda que las formas que adquieren para leerse, escucharse o verse, participan, ellas también, en la construcción de su significación. De ahí la importancia reconquistada por las disciplinas relacionadas con la descripción rigurosa de los objetos escritos que llevan los textos: paleografía, codigología, bibliografía.15 También de ahí surge la atención que se prestó a la historicidad primera de los textos, la que les viene de las categorí­as de asignación, de designación y de clasificación de los discursos particulares de un tiempo y de un lugar, y de su materialidad, entendida como la modalidad de

14 Stephen Greenblat, Shakespearean Negotiations: The Circulation of

Social Energy in Kenaissance England, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1988. 15 D.F. McKenzie, Bibliography and the Sociology of Texts, The Panzini Lectures, 1985, Londres, The British Library, 1986; Armando Petrucci, La Scrittura. Ideologia e rappresenta^ione, Turín, Piccola Biblioteca Einaudi, 1986.

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su inscripción en la página o de su distribución en el objeto escrito.16

Por otra parte, los enfoques críticos que consideraron la lectura como una "recepción" o una "respuesta" unl­versalizaron implícitamente el proceso de la lectura, tomándola como un acto siempre similar cuyas circuns­tancias y modalidades concretas no tenían importancia. En contra de tal manera de borrar la historicidad del lec­tor, resulta bien recordar que la lectura, ella también, tiene una historia (y una sociología) y que la significación de los textos depende de las capacidades, de las conven­ciones y de las prácticas de lectura particulares de las comunidades que integran, en la sincronía o la diacronía, a sus diferentes públicos.17 La "sociología de los textos", si la entendemos como lo hace D.F. McKenzie, tiene, entonces, como objeto de estudio las modalidades de publicación, diseminación y apropiación de los textos. Considera el "mundo del texto" como un mundo de objetos y de performances, y el "mundo del lector" como aquél de la "comunidad de interpretación"18 a la que per-

16 Margreta De Grazia y Peter Stallybrass, "The Materiality of the Shakespearean Text", en Shakespeare Quarterly, vol. 44, no. 3, 1993, pp. 255-283. 17 Guglielmo Cavallo, y Roger Chartier (eds,), Storia della lettura nel

mondo occidentale, Roma-Barí, Editori Laterza, 1995 [trad. al español: Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998]; Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria en la España de los

siglos XVIj xvn, Salamanca, Publicaciones del SEMYR, 1999. 18 Stanley Fish, Is There a Text in This Class?: The Authority of

Interpretive Communities, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard Uni-versity Press, 1980.

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tenece y que define un mismo conjunto de competencias, de normas y de usos.

La "sociología de los textos", apoyada en la tradición bibliográfica, pone el énfasis en la materialidad del texto y en la historicidad del lector con una intención doble. Se trata de identificar los efectos producidos en el estatus, la clasificación y la percepción de una obra por las transfor­maciones de su forma manuscrita o impresa. Se trata, también, de mostrar que las modalidades propias de la publicación de los textos antes del siglo XVIII ponen en tela de juicio la estabilidad y la pertinencia de las catego­rías que la crítica asocia espontáneamente a la literatura: por ejemplo, las de "obra", "autor", "personaje", etcéte­ra.

Esta doble atención fundó la definición de dominios de encuesta característicos de un enfoque cultural de las obras (lo que no quiere decir que sean específicos a tal o cual disciplina constituida); por ejemplo: las variaciones históricas de los criterios que definen la "literatura"; las modalidades y los instrumentos de constitución de los repertorios de obras canónicas; los efectos de las coaccio­nes ejercidas sobre la creación literaria de parte del mece­nazgo, las academias o el mercado; o, más aún, el análisis de los diversos actores (copistas, editores, tipógrafos, correctores, etcétera.) y de las distintas operaciones impli­cadas en el proceso de publicación de los textos.

Las obras, producidas en un orden específico se libe­ran de él y existen por las significaciones que sus distin­tos públicos les han atribuido, a veces durante largos periodos. Lo que debe pensarse, entonces, es la articula-

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ción paradójica entre una diferencia —aquella mediante la

cual todas las sociedades, en modalidades variables, han

separado una esfera particular de producciones, experien­

cias y placeres- y varias dependencias —aquellas que hacen

posible e inteligible la invención estética o intelectual al

inscribirla en el mundo social y en el sistema simbólico de

sus lectores o espectadores.19 El entrecruzamiento inédi­

to de enfoques que, durante mucho tiempo, fueron aje­

nos unos a otros (la crítica textual, la historia del libro, la

sociología cultural), pero que une el proyecto de la

"nueva historia cultural", tiene una meta fundamental:

comprender cómo las apropiaciones particulares e inven­

tivas de los lectores singulares (o de los espectadores)

dependen, en su conjunto, de los efectos de sentido cons­

truidos por las obras mismas; de los usos y de las signifi­

caciones impuestas por las formas de su publicación y

circulación, y de las competencias, categorías y represen­

taciones que rigen la relación que cada comunidad tiene

con la cultura escrita.

LO SABIO Y LO POPULAR

Una segunda cuestión que ha movilizado la new cultural

history es aquella de las relaciones entre cultura popular y

cultura sabia. Las maneras de concebirlas pueden reducir-

19 Roger Chartier, A.u bord de lafalaise. L'bistoire entre certitudes et inquié-

tude, París, Albín Michel, 1988 [trad. al español: Entre poder y placer,

Madrid, Ediciones Cátedra, 2000].

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se a dos grandes modelos de descripción y de interpreta­ción. El primero, deseoso de abolir toda forma de etno-centrismo cultural, considera que la cultura popular es un sistema simbólico coherente, que se ordena según una lógica ajena e irreductible a la de la cultura letrada. El segundo, preocupado por recordar la existencia de las relaciones de dominación y de las desigualdades del mundo social, comprende la cultura popular a partir de sus dependencias y de sus carencias en relación con la cultura de los dominantes. Por un lado, entonces, la cul­tura popular es considerada autónoma, independiente, cerrada sobre ella misma; por otro, se define totalmente por su distancia frente a la legitimidad cultural. Los histo­riadores han oscilado durante mucho tiempo entre estas dos perspectivas; así lo muestran, a la vez, los trabajos hechos sobre la religión o la literatura considerados espe­cíficamente populares y la construcción de una oposi­ción, reiterada en el transcurso del tiempo, entre la edad de oro de una cultura popular libre y vigorosa, y los tiem­pos de censura y coacción que la condenan y la desman­telan.

Los trabajos de historia cultural han llevado al recha­zo de distinciones tan tajantes. En primer lugar, es claro que el esquema que opone esplendor y miseria de la cul­tura popular no caracteriza solamente a la época moder­na entre los siglos XVI y xvin. Lo encontramos en los his­toriadores especialistas en Edad Media que se refieren al siglo xin como un tiempo de aculturación cristiana des­tructora de las tradiciones de la cultura popular laica de los siglos XI y xil. Este esquema también describe la tra-

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yectoria que hizo que, de 1870 a 1914, en las sociedades occidentales, una cultura tradicional, campesina y popular pasara a ser parte de una cultura nacional homogénea, unificada, desenclavada. Supuestamente un contraste similar distinguió, en el siglo XX, entre la cultura de masas, impuesta por los nuevos medios de comunicación, y una antigua cultura oral, comunitaria y creadora. Como el ave fénix, la cultura parece renacer después de cada una de sus desapariciones. El verdadero problema no es, enton­ces, fechar la desaparición irremediable de una cultura dominada, por ejemplo en 1600 o 1650,20 sino compren­der cómo se enlazan, en cada época, las relaciones com­plejas entre las formas impuestas, más o menos apre­miantes, y las identidades salvaguardadas, más o menos alteradas.

La fuerza de los modelos culturales dominantes no anula el espacio propio de su recepción. Siempre existe una distancia entre la norma y lo vivido, entre el dogma y la creencia, entre los mandatos y las conductas. Es en este desfase en el que se imponen las reformulaciones y las desviaciones, las apropiaciones y las resistencias.21 Por el contrario, la imposición de disciplinas inéditas, la inculca­ción de nuevas sumisiones y la definición de nuevas reglas de comportamiento deben siempre integrar, o

20 Peter Burke, Popular Culture in Early Modern Europe, Londres, Maurice Temple Smith, 1978 [trad. al español: La cultura popular en la

Europa moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1991]. 21 Michel de Certeau, L'lnvention du quotidien, 1, Arts de faire, París, UGE, 1980; reedición, París, Gallimard, 1990 [trad. al español: La invención de lo

cotidiano, 1. Artes de,hacer, México, Universidad Iberoamericana, 1996].

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negociar con, las representaciones enraizadas y las tradi­ciones compartidas. Es inútil, por tanto, querer identifi­car la cultura, la religión o la literatura "popular" a partir de prácticas, de creencias o de textos específicos. Lo esencial está en la atención que debe prestarse tanto a los mecanismos que permiten a los dominados interiorizar su propia inferioridad o ilegitimidad como a las lógicas gracias a las cuales una cultura dominada llega a conser­var algo de su coherencia simbólica. La lección es válida a la vez para el enfrentamiento entre los sabios y las poblaciones rurales en la vieja Europa 22 y para las rela­ciones entre vencidos y vencedores en el mundo colo-nial.23

DISCURSOS Y PRÁCTICAS

Otro desafío lanzado a la historia cultural, cualesquiera

que sean sus enfoques o sus objetos, se refiere a la articu­

lación entre las prácticas y los discursos. El cuestiona-

miento de antiguas certidumbres tomó la forma del "ün-

guistic turn" [giro lingüístico] y se apoyó en dos ideas

esenciales: que el lenguaje es un sistema de signos cuyas

relaciones producen por ellas mismas significaciones

múltiples e inestables, fuera de toda intención o de todo

22 Cario Ginzburg , / Benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e

Seicento, Turín, Giulio Einaudi Editore, 1966. 2 3 Serge Gruzinski , ha colonisation de l'imaginaire. Sociétés indigenes et occidenta-

lisation dans le Mexique espagnol, Xlrf-XMlf siécles, París, Gall imard, 1988

[trad. al español: 1M colonización de lo imaginario, México, FCE, 1991].

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control subjetivos; que la "realidad" no es una referencia objetiva, exterior al discurso, sino que siempre está cons­truida en y por el lenguaje. Esta perspectiva considera que los intereses sociales nunca son una realidad preexis­tente, sino siempre el resultado de una construcción sim­bólica y lingüística; también considera que toda práctica, cualquiera que sea, está situada en el orden del discurso.24

En contra de estos postulados, es necesario recordar que, si bien las prácticas antiguas no son, frecuentemen­te, accesibles más que a través de los textos que intentan representarlas u organizarías, prescribirlas o proscribirlas, ello no implica afirmar, como consecuencia, la identidad de dos lógicas: aquella que rige la producción y la recep­ción de los discursos, y aquella que gobierna las conduc­tas y las acciones. Para pensar esa irreductibilidad de la experiencia al discurso, de las lógicas de la práctica a la lógica logocéntrica, los historiadores pueden apoyarse en la distinción propuesta por Foucault entre "formaciones discursivas" y "sistemas no discursivos"25 o en la estable­cida por Bourdieu entre "sentido práctico" y "razón escolástica".26

Tales distinciones advierten contra el uso incontrola­do de la noción de "texto", frecuente e indebidamente

2 4 Kei th Michael Baker, Inventing the French Kevolution: Essays on French

Political Culture in the Eighteenth Century, Cambridge, Cambridge University

Press, 1990. 2 5 Michel Foucault , E'Archéologie du savoir, París, Gall imard, 1969 [trad. al

español: La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1995].

26 Pierre Bourdieu, Méditations pascaliennes, París, Edi t ions du Seuil, 1997

[trad. al español: Meditacionespascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999].

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aplicada a prácticas cuyos procedimientos no son nada similares a las estrategias que rigen el enunciado de los discursos.27 La construcción de los intereses por los len­guajes disponibles en un tiempo dado siempre está limi­tada por los recursos desiguales (materiales, lingüísticos o conceptuales) de los que disponen los individuos. Las propiedades y las posiciones sociales que caracterizan, en sus desigualdades, a los diferentes grupos sociales no son, por tanto, solamente un efecto de los discursos; designan, igualmente, sus condiciones de posibilidad.

El objeto fundamental de una historia que pretende reconocer la manera en la que los actores sociales dan sen­tido a sus prácticas y a sus palabras se sitúa, por tanto, en la tensión entre, por una parte, las capacidades inventivas de los individuos o de las comunidades y, por otra, las coacciones y las convenciones que limitan —con más o menos fuerza, según la posición que ocupan en las relacio­nes de dominación- lo que les es posible pensar, decir y hacer. Esto vale para las obras letradas y para las creacio­nes estéticas, inscritas siempre en las herencias y las refe­rencias que las hacen ser concebibles, comunicables y comprensibles. También vale para todas las prácticas ordi­narias, diseminadas, silenciosas, que inventan lo cotidiano.

Es a partir de tal observación que debemos compren­der la relectura, por parte de los historiadores, de los clá­sicos de las ciencias sociales (Elias, Weber, Durkheim,

27 Cf. el debate a propósito del libro de Robert Darnton, La gran

matanza de los gatos, op. cit., las intervenciones publicadas en Eduardo Hourcade, Cristina Godoy y Horacio Botalla, Ltt^y contraluz de una

historia antropológica, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1995.

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Mauss, Halbwachs) y la importancia de un concepto como el de "representación", que casi ha llegado a desig­nar, por sí mismo, la nueva historia cultural. Esta noción permite, en efecto, unir estrechamente las posiciones y las relaciones sociales con la manera en que los individuos y, los grupos se perciben a sí mismos y a otros. Las repre­sentaciones colectivas, definidas a la manera de la sociolo­gía de Durkheim, incorporan en los individuos, en forma de esquemas de clasificación y de juicio, las divisiones mis­mas del mundo social. Son ellas quienes llevan las diferen­tes modalidades de exhibición de la identidad social o del poder político, como lo hacen ver y creer los signos, las conductas y los ritos. Finalmente, estas representaciones colectivas y simbólicas encuentran, en la existencia de los representantes, individuales o colectivos, concretos o abs­tractos, la garantía de su estabilidad y de su continuidad.

Los trabajos de historia cultural utilizaron en gran medi­da, durante los últimos años, esta triple acepción de la repre­sentación -con o sin dicho término. Lo hicieron por dos razones esenciales: Por una parte, la regresión en la violencia entre los individuos (que caracteriza a las sociedades occiden­tales entre la Edad Media y el siglo xvín y que deriva del mayor control, por parte del Estado, del empleo legítimo de la fuerza) sustituyó -al menos parcialmente- los enfrenta-mientos directos, brutales y sangrientos con luchas que toman las representaciones como envite y como instrumento.28

28 Norbert Elias, Über den Pro^efí der Zivilisation. Sociogenetische undpsy-

chogenetische Untersuchungen, Basilea, 1939 (reediciones Berne, Verlag Francke AG, 1969, y Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1979), [trad. al español: Til proceso de la civilización, México, FCE, 1987].

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Por otra parte, la autoridad de un poder o la dominación de un grupo depende del crédito otorgado o rechazado a las representaciones que propone de sí mismo. La new

cultural history propuso, así, a la historia política que trata­ra las relaciones de poder como relaciones de fuerza sim­bólicas, y a la historia social que hiciera hincapié en la aceptación o en el rechazo, por parte de los dominados, de las representaciones que tienden a asegurar y a perpe­tuar su servidumbre.

La atención que se ha dado a la violencia simbólica, que supone que quien la sufre contribuye a su eficacia al interiorizar su legitimidad,29 transformó profundamente la comprensión de varias realidades esenciales, como el ejercicio de la autoridad, fundada en la adhesión a los sig­nos, a los ritos y a las imágenes que hacen que se la vea y obedezca;30 la construcción de las identidades sociales o religiosas, situada en la tensión entre las representaciones impuestas por los poderes o las ortodoxias y la concien­cia de pertenencia de cada comunidad;31 o bien, las rela­ciones entre los sexos, pensadas como la inculcación, por parte de las representaciones y las prácticas, de la domi-

29 Pierre Bourdieu, ha Noblesse d'Etat. Grandes écoles et esprit de corps,

París, Les Editions de Minuit, 1989. 30 Louis Marín, Le portrait du roi, París, Editions de Minuit, 1981; Fernando Bouza, Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del rei­

nado de Felipe II, Madrid, Akal, 1998.

31 Bronislaw Geremek, Inútiles au monde. Truands et miserables dans

l'Europe moderne (1350-1600), París, Gallimard et Julliard, 1980 [en español véase: Lapiedady la horca. Historia de la miseria y de la caridad en

Europa, Madrid, Alianza Editorial, 1998].

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nación masculina y como la afirmación de una identidad femenina propia, enunciada fuera o dentro del consenti­miento, por el rechazo o la apropiación de los modelos impuestos.32 La reflexión sobre la definición de las iden­tidades sexuales, que Lynn Hunt designaba en 1989 como uno de los rasgos originales de la new cultural history, cons­tituye una ilustración ejemplar de la exigencia que habita hoy en toda práctica histórica: comprender, a la vez, cómo las representaciones y los discursos construyen las relaciones de dominación y cómo son ellas mismos dependientes de los recursos desiguales y de los intereses contrarios que separan a aquellos cuyo poder legitiman de aquéllos cuya sujeción aseguran —o deben asegurar.

¿Es tan fuerte la coherencia de la new cultural history,

hoy, como lo declaraba Lynn Hunt? La diversidad de los objetos de investigación, de las perspectivas metodológi­cas y de las referencias teóricas, que en estos últimos diez años han producido la historia cultural, cualquiera que sea su definición, nos hacen dudarlo. Sería muy arriesga­do unir, en una misma categoría, los trabajos que mencio­na este breve ensayo.

Lo que permanece, sin embargo, es un conjunto de preguntas y de exigencias compartidas más allá de las

32 Georges Duby y Michéle Perrot (eds.), Storia delle donne, Roma-Bari, Editori Laterza, 1990-1992 [trad. al español: Historia de las mujeres,

Madrid, Taurus, 1991-1993]; Joan Scott, Only Paradoxes to Offer: French

Feminists and the Rights of Man, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1996; Pierre Bourdieu, La domination masculine, París, Éditions du Seuil, 1998 [trad. al español: La dominación masculina,

Barcelona, Anagrama, 2000].

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fronteras nacionales o disciplinarias. En este sentido, la new cultural history no, o ya no, se define por la unidad de su enfoque. Se define por el espacio de intercambios y de debates construido entre historiadores que tienen como identidad común el repudio a reducir los fenómenos his­tóricos a sólo una de sus dimensiones y que se han aleja­do tanto de las ilusiones del giro lingüístico como de las herencias apremiantes que postulaban el poder absoluto de lo social o, más recientemente, la primacía absoluta de lo político.

COMPONER, PINTAR, CANTAR

La historia, la poesía y la pintura simbolizan entre sí y se parecen

tanto que, cuando escribes historia, pintas, y, cuando pintas, compo­

nes. No siempre va en un mismo peso historia, ni la pintura pinta

cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa por los cielos.

Bajeras admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus

cuadros y, la poesía, tal ve^se realza cantando cosas humildes.

Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y

Sigismunda, capítulo Catorce del Tercero Libro.

[Edición de Carlos Romero Muñoz, Madrid,

Cátedra, 1997, pp. 570-571].

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Historia y ciencias sociales.

Releer a Braudel

eleer a Braudel. ¿Por qué? En primer lugar, a partir de que murió Fernand Braudel hace ahora casi veinte años, el 27 de noviembre de

1985, su obra y su reflexión continúan inspirando a los historiadores en todo el mundo. Es cierto que la historia como la escribimos hoy frecuentemente parece haber tomado distancia en relación con la historia global, inscri­ta en la larga duración, como la practicó él en cada uno de sus grandes libros. Pero esta misma distancia bien indica que las preguntas más importantes que recorren la disciplina siempre se formulan con referencia a Braudel: por ejemplo, las relaciones con las otras ciencias sociales, la pertinencia de las diferentes escalas de observación, o las modalidades de la construcción de los objetos de la historia.

Por otra parte, volver a la obra de Braudel significa mostrar que la historia puede y debe ser, a la vez, un conocimiento riguroso, controlado, exigente, que supone técnicas y operaciones propias, y un saber accesible, capaz de ofrecer a sus lectores una percepción más lúci­da sobre quiénes son y sobre el mundo en el que viven. Para Braudel, la meta del historiador no es la narración

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del pasado, sino el conocimiento de las sociedades y de los hombres. Así, para él, la verdadera historia, la que cuenta, se reconoce por su capacidad de hacer más inte­ligibles el pasado y el presente, por producir un saber crí­tico, liberado de los mitos y de los prejuicios.

Por último, nos ofrece una buena ocasión para la relectura la publicación de los tres volúmenes de los Escritos de Fernand Braudel, que permite encontrar con­ferencias y artículos olvidados, inéditos o publicados de manera poco accesible.1 Gracias a esos tres volú­menes, es posible seguir la evolución de su visión de la historia y la preparación de los tres grandes libros, que, en tres momentos diferentes de su vida, dejaron huella no sólo en la disciplina histórica, sino, más generalmente, en todo el campo de las ciencias socia­les: primero, ElMediterráneo y el mundo mediterráneo en la

época de Felipe II, tesis defendida en 1947, publicada en 1949 y reescrita para ser reeditada en 1966;2 luego, Civilización material, economía y capitalismo, trilogía publi­cada en su estado definitivo en 1979, ocho años des­pués de que apareció la primera versión del primer

1 Les Écrits de Fernand Braudel, t. i, Autour de la Méditerranée; t. II, Les ambi-

tions de l'Histoire; t. III, L'Histoire au quotidien, París, Editions de Fallois, 1996, 1997 y 2001 [trad. al español: Los escritos de Fernand Braudel, t. l, En

torno al Mediterráneo, Barcelona, Paidós, 1997; t. II, Las ambiciones de la histo­

ria, Barcelona, Crítica, 2002; t. m, Las estructuras de lo cotidiano, Madrid, Alianza Editorial, 1984], 2 Fernand Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen a l'époque de

Philippe II, 1947, 2a edición, París, Armand Colin, 1966 [trad. al español: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, FCE, 1953].

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tomo; 3 por último, L.a identidad de Francia, tres volúme­

nes publicados un año después de su muerte, en 1986,

que constituyen dos de las cuatro partes que la obra

iba a tener.4

BRAUDEL ANTES DE BRAUDEL

Tomaremos como guía esos Escritos, y prestaremos espe­cial atención al volumen titulado Las ambiciones de la historia.

Este volumen recopila los artículos metodológicos más importantes, los esbozos vinculados a la elaboración de cada uno de los tres grandes libros y un texto sorprenden­te, que corresponde a los tres capítulos de un proyecto de libro que habría reunido las conferencias pronunciadas por Braudel, prisionero en Alemania, para sus compañeros de cautiverio, primero en Maguncia, entre agosto y octubre de 1941, y luego, en condiciones más difíciles, en Lübeck, en 1943-44. Se estableció el texto de esas conferencias a par­tir de un cuaderno manuscrito en el cual, con ayuda de las notas tomadas por algunos miembros del auditorio, se transcribieron tres capítulos revisados de un libro, La histo­

ria, medida del mundo, jamás terminado ni publicado.5

3 Fernand Braudel, Civilisation matérielle, économie et capitalisme, París, Armand Colin, 1979, 3 vol. [trad. al español: Civilización material, economía

y capitalismo. Siglos Xl'-Xliu, Madrid, Alianza Editorial, 1985, 3 vol.]. 4 Fernand Braudel, L'identité de la France, París, Arthaud, 1986, 3 vol. [trad. al español: La identidad de Francia, Barcelona, Gedisa Editorial, 1993, 3 vol.]. 5 Fernand Braudel, "L'Histoire, mesure du monde", en Les Ecrits de

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Este texto tiene una doble importancia. Por un lado, es contemporáneo a las diferentes redacciones del Mediterráneo. Es claro, por tanto, que Braudel no formuló a destiempo su visión de la historia, sino que ésta, presen­te desde los años cuarenta, llevó a la escritura de la gran obra. Por otro lado, las conferencias pronunciadas en los Oflags de Maguncia y de Lübeck dejaron una profunda huella en el Braudel de la posguerra. Frecuentemente, sus imágenes y sus fórmulas serán retomadas de texto en texto, como la bellísima metáfora que designa la relación entre los acontecimientos y las realidades más profundas:

Me ocurrió una noche, en el estado de Bahía, en la que me vi atrapado bruscamente en medio de una prodigiosa inva­sión de luciérnagas fosforescentes. Estallaban por todas partes sin parar, a diferentes alturas, innumerables, en haces al salir de los bosquecitos y de las cunetas de la carretera, como cohetes, aunque demasiado breves, sin embargo, para iluminar el paisaje con nitidez. Los sucesos son como esos puntos de luz. Más allá de su resplandor más o menos intenso, más allá de su propia historia, hay que reconstruir todo el paisaje de alrededor: el camino, la maleza, el alto-bosque, la polvorienta laterita rojiza del norte brasileño, los declives del terreno, los escasos vehículos que pasaban y los borricos, mucho más numerosos, con sus pesadas cargas de carbón de piedra, y, por último, las casas de los alrededores

Fernand Braudel, tomo II, Les ambitions de l'Histoire, op. cit., pp. 11-83 [trad. al español: "La Historia, medida del mundo", en Las ambiciones de la histo­

ria, op. cit., pp. 15-87].

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y los cultivos. De ahí la necesidad, ya lo ven, de rebasar la

franja luminosa de los acontecimientos, que es sólo una pri­

mera frontera y, a menudo, una pequeña historia por sí

sola.6

Esta misma imagen de la selva brasileña, que Braudel conoció durante su estancia en Sao Paulo entre 1935 y 1937, se encuentra, casi literalmente, en el discurso inau­gural del Colegio de Francia, pronunciado el 1 de diciem­bre de 1950, y también cinco años más tarde, en una conferencia pronunciada en el Colegio Filosófico por invitación de Jean Wahl.7 Es, entonces, después de su cautiverio en Alemania, con la redacción de su tesis y las conferencias ofrecidas a sus compañeros de infortunio, que Braudel rompe definitivamente con la historia prac­ticada de manera clásica en los años treinta, inclusive por él mismo, en su primer artículo importante, publicado en la Revue Africaine en 1928.8 A partir de entonces, para él, "la historia no es el relato de acontecimientos sin más".9

En los momentos de los "años decisivos del cautive-

6 Ibil, pp. 23-24 [tr. al español: pp. 29-30]. 7 Esas dos referencias a los "acontecimientos-luciérnaga" se encuentran en Les Ecrits de Fernand Braudel, tomo II, Les ambitions de l'Histoire, op. cit.,

pp. 103 y 133 [trad. al español: Las ambiciones de la historia, op. cit, p. 106, y pp. 132-133]. 8 Fernand Braudel, "Les Espagnols et l'Afrique du Nord de 1492 á 1577", en 'Revue Africaine, 1928, 2 y 3, pp. 184-233 y pp. 351-428, vuelto a publi­car en Les Ecrits de Fernand Braudel, tomo I, Autour de la Méditerranée, op. cit,

pp. 48-124 [trad. al español: En torno al Mediterráneo, op. cit]. 9 Les Ecrits de Fernand Braudel, tomo II, Les ambitions de l'Histoire, op. cit, p. 22 [trad. al español, Las ambiciones de la historia, op.cit, p. 28].

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rio", como él mismo escribe en un esbozo de autobiogra­fía publicado en 1972,1° Braudel ya había acumulado una serie de experiencias impactantes y diversas: había sido profesor de liceo en Constantina y luego en Argel entre 1923 y 1932; había llevado a cabo largas investigaciones en los archivos españoles (a partir de 1927) e italianos (a partir de 1932) para una tesis presentada con el título "El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II", y había participado en la fundación de la Universidad de Sao Paulo. Fue después del viaje de regre­so de Brasil, en 1927, que tuvo el encuentro más impor­tante de su vida intelectual: con Lucien Febvre. En ese mismo año, de vuelta en París, fue elegido director de estudios de la Cuarta Sección de la "Ecole Pratique des Hautes Études". Tenía 35 años. "Y es la guerra".11

En las conferencias de Alemania, Braudel reconoció tener una deuda intelectual con tres autores, aquellos a quienes cita con más frecuencia, y siempre con afecto o con admiración. Del primero, Henri Hauser, quien fue su profesor en la Sorbona, escribió en 1972: "de la benévo­la Sorbona, con pocos estudiantes en ese entonces, guar­dé un solo recuerdo agradable: las enseñanzas de Henri Hauser. Habla un lenguaje distinto al de nuestros otros profesores, el de una historia económica y social; maravi-

10 Fernand Braudel, "Personal Testimony", en Journal of Modern History,

vol. 44, 4, 1972, pp. 448-467, vuelto a publicar con el título "Ma forma-tion d'historien", en Fernand Braudel, Ecrits sur ¿'histoire, II, París, Flammarion, 1994, pp. 9-29 [trad. al español: Escritos sobre la historia,

Madrid, Alianza, 1991]. 11 Fernand Braudel, "Ma formation d'historien", artículo citado, p. 14.

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liosamente inteligente, sabe todo y lo demuestra sin vani­

dad".12 A decir verdad, en los años cincuenta, su opinión

sobre Hauser no se mantuvo siempre tan favorable. En

1955, en su conferencia ante el Colegio Filosófico,

Braudel declaró: "Paso mucho tiempo descubriendo los

puntos débiles de Henri Hauser. Lo que me deslumhraba

en mi juventud me doy cuenta ahora de que eran ligere­

zas, una comprensión demasiado rápida. Le debo mucho,

sobre todo un placer de formación, pero me siento muy

alejado de él", y en 1959, en su artículo "Historia y socio­

logía", escrito para el Tratado de soáología dirigido por

Georges Gurvitch, agregó, al recordar la polémica entre

Simiand y Hauser, que este último era "el historiador el

[sic\ más brillante de su generación, es cierto, aunque

demasiado brillante, demasiado hábil abogado, sumido en

éxitos precoces y en las reglas antiguas de su profe­

sión".13 En La historia, medida del mundo, los dos otros

autores más mencionados son Gastón Roupnel, "preocu­

pado por contraponer, a la historia historizante esta

superficie, el destino, esta profundidad", y Émile-Félix

Gautier, "probablemente el más importante de los geó­

grafos e historiadores de expresión francesa en vísperas

de esta última guerra".14 Si están presentes los nombres

de Lucien Febvre y de Marc Bloch, aparecen entre otros,

uibid, p. 11. 13 Los dos textos citados se encuentran en Les Ecrits de Fernand Braudel,

tomo n, Les ambitions de l'Histoire, p. 135 y p. 180 [trad. al español, Las

ambiciones de la historia, op. cit., p. 134 y 179]. 14 Cf. Les Ecrits de Fernand Braudel, tomo II, Les ambitions de l'Histoire, p. 38 y p. 50 [tr. al español, Las ambiciones de la historia, op. cit,, pp. 44 y 56].

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y no les otorga una importancia excepcional.

En los textos de los años cincuenta, Fernand Braudel reorganiza la lista de referencias inspiradoras. A partir de entonces, da prioridad a los fundadores de los Annales; a la escuela geográfica francesa y, muy especialmente, a la obra de Vidal de la Blanche, "el autor al que más he leído, el que más me ha inspirado", admitió en 1955;15 a los sociólogos Simiand y Halbwachs, y a Henri Berr, de quien dijo en el texto de 1972: "es a él a quien debemos dirigirnos si queremos saber cómo ha comenzado todo".l6

Las conferencias del cautiverio permiten entrever lo

que es ese comienzo para Braudel. En primer lugar, se

remite a la crisis de la historia tradicional, profundamen­

te sacudida por el desarrollo de las ciencias sociales,

"nuestras vecinas": la geografía, la sociología, la econo­

mía. El Braudel de los años cuarenta mantiene la distin­

ción entre éstas y la historia. La diferencia no se debe ni

a las tareas que deben cumplirse, ni a los problemas que

deben tratarse. Está arraigada en una relación distinta con

el tiempo y en el rigor metodológico más exigente de las

ciencias sociales. De ahí, inevitablemente, surge la com­

petencia entre puntos de vista concurrentes: "Las cien­

cias de lo social nos acompañan. Aunque recientemente

constituidas, son tan imperialistas y vigorosas, tan deseo­

sas de tomar aire y tienden -de manera más científica y

más clara que nosotros— hacia los objetivos que se han

15 Ibid., p. 135 [trad. al español, p. 134], 16 Fernand Braudel, "Ma formation d'historien", artículo citado, p. 17.

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asignado. Más científicas que la historia, mejor articuladas

que ella en relación con la masa de los hechos sociales,

están, y es otra diferencia que hay que señalar, deliberada­

mente centradas en lo actual, es decir, en la vida, y todas

estas ciencias trabajan sobre lo que se puede ver, medir,

tocar con los dedos, ¡inmensa superioridad la suya!"!"7

A pesar de que sigue estando insuficientemente arma­

da, la historia, como la presenta Braudel a sus compañe­

ros prisioneros, puede, sin embargo, como lo mostraron

los esfuerzos de la Revue de synthese historique de Berr o los

Anuales d'histoire économique et sociales de Febvre y Bloch,

aprehender los hechos sociales en su espesura, su com­

plejidad, su recurrencia. Su condición misma se encuen­

tra cambiada: "La historia es, sí, una 'pobre pequeña cien­

cia coyuntural' cuando se trata de individuos aislados del

grupo, cuando se trata de acontecimientos, pero es

mucho menos coyuntural y más racional, tanto en sus

pasos como en sus resultados, cuando se refiere a [sic] los

grupos y a la repetición de acontecimientos. La historia

profunda, la historia sobre la que se puede construir es la

historia social'.18 La "historia profunda", la expresión toma­

da de Michelet, se opone a la historia de los acontecimien­

tos o historizante, que se refiere sólo a las "luciérnagas" y

no a las relaciones complejas y desapercibidas que unen, en

un tiempo dado, las sociedades con los espacios.

Las conferencias de Maguncia y de Lübeck antici-

17 Cf. Les Ecrits de Fernand Braudel, tomo 11, Les ambitions de l'Histoire, p. 30 [trad. al español, Las ambiciones de la historia, op. cit., p. 36]. l» Ibid, p. 28 [trad. al español, p. 34].

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pan las nociones o los temas de investigación que serán, tras la guerra, aquellos de los Aúnales dirigidos por Braudel y los de su obra Civilización material, econo­

mía y capitalismo, cuyo primero tomo fue publicado en 1967. Así, a lo largo de las páginas, Braudel menciona las "economías-mundo", la historia del clima, la histo­ria de las distancias y, por lo tanto, de la duración de los viajes, y también la unificación del mundo "desde que fue derribada en el siglo XVI la gran barrera del Atlántico, que durante mucho tiempo dividió absurda­mente en dos el oekoumene" W El manuscrito interrum­pido termina con una meditación dedicada a la ten­sión entre la apertura gradual del mundo, que funda la realidad misma de una Weltgeschichte, y los repliegues sobre la fragmentación: "Oscilación entre un mundo abierto y un mundo atrincherado: ¿acaso el problema de la guerra actual no es precisamente esta oscilación? ¿Qué futuro nos espera? ¿Parcelamiento de la tierra en espacios autónomos, en planetas (espacio gran-ale-mán, espacio gran-asiático, espacios inglés, americano, ruso) o mantenimiento —o la salvaguarda— de la uni­dad del mundo?" Y concluye: "¿Quién nos dice que el destino de nuestro mundo, Francia, una de las islas de Occidente, no se elabora hoy mismo a tal profundidad en China o en cualquier otro mundo? Todos los países del universo se tocan y se mezclan en un cuerpo a

19 Ibid. p. 65, pp. 68-73, p. 75-77 y p. 81 [trad. al español, p. 70, pp. 73-77, pp. 79-82 y p. 85 respectivamente].

* N. del T.: Weltgeschichte — historia universal.

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cuerpo tumultuoso".2 0

En sus grandes artículos metodológicos de los años

cincuenta y sesenta, Braudel retomó, amplificó y precisó

los temas de las conferencias dictadas en los campos de

prisioneros en Alemania. Su visión se desvió, sin embar­

go, en un punto esencial: la relación deseable entre la his­

toria y las ciencias sociales. En su artículo más célebre,

"La longue durée" ["La larga duración"], publicado en

los Anuales en 1958, propuso la confrontación, o hasta la

unificación, de las diferentes ciencias de lo social a partir

de una problemática común, fundada sobre las categorí­

as propias de la historia, que se convertirían en lenguaje

común: es decir, la inscripción de los hechos sociales en

la larga duración y en las diferentes escalas espaciales. La

historia ya no está pensada solamente como una de las

ciencias sociales junto a otras, como en las conferencias

dictadas en Alemania, sino que se convierte en la piedra

angular de una nueva construcción en la que debían

borrarse las fronteras disciplinarias y los debates sobre

sus delimitaciones, en beneficio de un proyecto común:

Prácticamente desearía que las ciencias sociales dejasen, provisionalmente, de discutir tanto sobre sus fronteras recí­procas, sobre lo que es o no es ciencia social, sobre lo que es o no estructura [...] que intenten sobre todo trazar, a tra­vés de nuestros estudios, las líneas, si es que hay líneas, capaces de orientar un estudio colectivo, y también los temas que permitirían alcanzar una primera convergencia.

20 Ibid., pp. 81-82 [trad. al español, pp. 86-87].

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Personalmente, a estas líneas, yo las llamo matematización, reducción al espacio, larga duración.2i

Libro tras libro, Braudel llevó a cabo, por cuenta propia,

el programa así trazado.

La publicación de los capítulos subsistentes de ha his­

toria, medida del mundo permite entender la manera en la que Braudel plasmó su concepción y su práctica de la his­toria, y también permite comprender la asombrosa con­tinuidad de su proyecto intelectual, dedicado a una histo­ria global y social que otorga primacía a la larga duración y propone conceptos capaces de unificar el saber sobre las sociedades de ayer o de hoy. Esta visión y esta ambi­ción, ¿están siempre al día? Las maneras de escribir la his­toria, de definir sus objetos, de trabajar con las otras cien­cias sociales, ¿no nos han alejado irremediablemente del proyecto braudeliano?

TEMPORALIDADES CUESTIONADAS

La historia ya casi no puede aspirar hoy en día al papel federador que Braudel le asignaba. Además, se ha borra­do el proyecto mismo de una posible unidad de la ciencia social, ya sea la síntesis histórica como la definía Henri Berr, la sociología de Durkheim o la historia fundada sobre la larga duración. En el caso de esta última, es, ante

21 Ibid., p. 178 [trad. al español, p. 177].

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todo, la construcción temporal que sostiene todo el edi­ficio de la historia global y, además, la ciencia de lo social, que aparece en tela de juicio. Recordemos la forma en la que lo expresó Braudel, extraída aquí del artículo "Historia y sociología":

La historia se sitúa en niveles diferentes, fácilmente diría yo

tres niveles, aunque es una manera de hablar, simplificando

mucho. En la superficie, una historia evenemencial [sic\ se

inscribe en el tiempo corto: es una microhistoria. A nivel

medio, una historia coyuntural sigue un ritmo más amplio

y más lento. Hasta aquí se la ha estudiado, sobre todo, en el

plano de la vida material, de los ciclos o interciclos econó­

micos [...] Más allá de este "recitativo" de la coyuntura, la

historia estructural o de larga duración trabaja con siglos

enteros; la historia estructural se mueve en el límite del

movimiento y de la inmovilidad y, mediante sus valores

fijos durante largo tiempo, está considerada como invarian­

te en relación a otras historias, más vivas en su discurrir y

cumplimiento y que, en suma, gravitan en torno a ella.22

Se pueden hacer tres preguntas respecto a este mode­

lo de duraciones superpuestas y heterogéneas. Antes que

nada, ¿son tan irreducdblemente diferentes unas de

otras? ¿No habrá que considerar, como lo hace Paul

Ricceur en Tiempo j narración, que "la noción misma de

historia de larga duración deriva del acontecimiento dra­

mático, en el sentido que acabamos de darle: aconteci-

22 Ibid., pp. 189-190 [trad. al español, p. 189].

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miento-estructurado-en-trama",23 y que, por ello, los tres tiempos braudelianos estén estrechamente superpuestos y remitan a una misma matriz temporal? El tiempo largo del Mediterráneo debe comprenderse como una gran intriga, construida de acuerdo con las fórmulas narrativas que rigen el relato del acontecimiento (que "no es nece­sariamente breve y momentáneo, como una explo­sión")24 y que articulan las temporalidades construidas de la narración con el tiempo subjetivo del individuo. En la escritura del historiador, el tiempo del mar y el tiempo del rey se construyen de acuerdo con las mismas figuras.

Luego, ¿debe confinarse "el acontecimiento" en su definición tradicional, la que lo asocia con el tiempo corto, con las decisiones conscientes, con la escoria de los hechos? En un ensayo dedicado a Nietzsche, Michel Foucault relaciona estrechamente una devastadora crítica de la noción de origen con una reformulación del con­cepto de acontecimiento. Según él, la brutalidad del acon­tecimiento debe situarse, no en los accidentes del curso de la historia ni en las elecciones de los individuos, sino en aquello que aparece a los historiadores como lo menos "acontecible", es decir, las transformaciones de las rela­ciones de dominación.25

23 Paul Ricceur, Temps etRécit, tomo I, Uintrigue et le récit historique, París, Le Seuil, 1983, p. 289 [trad. al español, Tiempo y narración, México y Madrid, Siglo XXI Editores, 1995, tomo 1, Configuración del tiempo en el relato histórico,

p. 337].

24 Ibid., p. 303 [trad. al español, p. 352]. 25 Michel Foucault, "Nietzsche, la génealogie, la morale", en Hommage a

Jean Hyppolite, París, PUF., 1971, pp. 145-172, vuelto a publicar en Michel

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Acontecimiento —entendiendo por tal no una decisión, un tratado, un reino o una batalla—, sino una relación de fuer­za que se invierte, un poder que se confisca, un vocabula­rio recuperado y vuelto contra los que lo utilizan, una dominación que se debilita, se distiende, ella misma se envenena, y otra que surge, disfrazada. Las fuerzas que están en juego en la historia no obedecen ni a un destino ni a una mecánica, sino al azar de la lucha. No se manifiestan como las formas sucesivas de una intención primordial; tampoco se presentan con la apariencia de un resultado. Aparecen siempre en el azar singular del acontecimiento.26

A pesar de que el acontecimiento, en esta lectura nietz-

cheana, permanece aleatorio, violento, inesperado, no,

por ello, se refiere a las "luciérnagas" que sólo alumbran

lo más inmediato: es el bosque mismo cuando los árbo­

les se han desenraizado y está surgiendo un nuevo paisa­

je.

Finalmente, ¿podemos considerar las temporalidades como exteriores a los individuos, como medidas del mundo - y de los hombres? Pierre Bourdieu, en las Meditaciones pascalianas, enfatiza con fuerza que la relación con el tiempo es una de las propiedades sociales distribui­das de manera más desigual: "habría que describir, refi-

Foucault, Dits et écrits,1954-1988, bajo la dirección de Daniel Defert y Francois Ewald, con la colaboración de Jacques Lagrange, París,

Gallimard, 1994, tomo n, 1970-1975, pp. 136-156 [trad. al español: Michel Foucault, Niet^sche, la genealogía, la historia, Valencia, Pre-textos, 1988]. 26 Ibil, p. 148 [trad. al español, pp. 48-49].

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riéndolos a sus condiciones económicas y sociales de posibilidad, las diferentes maneras de temporalizarse".27

Ser dueño de su propio tiempo, controlar el tiempo de los otros ("el todopoderoso es aquel que no espera y, por el contrario, hace esperar"28); no tener influencia alguna sobre el tiempo y, de repente, volver a entregarse a los juegos de azar que "permiten salir del tiempo anulado de una vida sin justificación y, sobre todo, sin inversión posi­ble"29 son modalidades incorporadas de la relación con el tiempo que expresan tanto el poder de aquellos que dominan como la impotencia de aquellos desprovistos de cualquier futuro. Por tanto, las diversas temporalidades no deben considerarse como envolturas objetivas de los hechos sociales. Son el producto de construcciones socia­les que aseguran el poder de unos (sobre el presente o el futuro, sobre sí mismos o sobre los otros) y conducen a otros a la desesperanza. Piedra angular del edificio brau-deliano; la arquitectura de los niveles temporales (larga duración, coyuntura, acontecimiento) merece, sin duda, rediseñarse.

MICROHISTORIA Y TOTALIDAD

Por otro lado, el éxito de la práctica microhistórica desa-

27 Pierre Bourdieu, Méditations pascaliennes, París, Seuil, 1997, pp. 262-273 (cita p. 265) [trad. al español: Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 296].

28 Ibid., p. 270 [trad. al español , p. 302],

29 Ibid., p. 264 [trad. al español , p. 295].

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fió seriamente el proyecto de una historia estructural dedicada a las largas duraciones y a los espacios amplios. La microhistoria nació de "la convicción de que el pro­yecto de una inteligibilidad global de lo social debía -por lo menos, provisionalmente— ponerse entre paréntesis".30

Nació, también, de la observación según la cual "en cada escala se ven cosas que no se ven en otra escala y cada visión es legítima",3i sin posibilidad de totalizar esas dife­rentes maneras de considerar el mundo social ni estudiar en vano el "sitio de desplome" desde donde podrían acu­mularse.

De ahí surgen, como reacción contra el privilegio acordado durante mucho tiempo a los enfoques macro-históricos y a distancia de las exigencias braudelianas, la reducción de la escala de la observación y el análisis intensivo de datos densos y complejos. No obstante, sería erróneo considerar la microhistoria como unívoca. En efecto, hay una enorme diferencia entre la perspectiva que considera las observaciones microhistóricas como laboratorios que permiten analizar profundamente los mecanismos de poder que caracterizan una estructura social y política particular,32 y aquella que ve esas mismas

30 Jacques Revel, "Microanalyse et constructíon du social", en jeux

d'échelles. La micro-analyse a l'expérience, bajo la dirección de Jacques Revel, París, Gallimard-Seuil, 1996, pp. 15-36 (citp. 18). 31 Paul Ricoeur, La mémoire, l'histoire, l'oubli, París, Editions du Seuil, 2000, p. 280 [trad. al español: La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Editorial Trotta, 2003, p. 289]. 32 Como ejemplos del uso sociopolítico de la microhistoria, véase Giovanni Levi, L'eredita immateriale. Carriera di un esorásta nel Piemonte del

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observaciones como condición de acceso a creencias y

ritos que las fuentes comúnmente callan o ignoran, y que

remiten a un zócalo cultural compartido por todos los

seres humanos.33

Sin embargo, lo que permanece es la oposición

común de esas dos perspectivas al sentido, siempre des­

preciativo, del término "microhistoria" en Braudel. Para

él, no puede concebirse esta historia sino en el registro

del acontecimiento, en la superficie de la historia. Por

ello, en el artículo sobre la larga duración, asocia indiso­

lublemente microanáüsis, tiempo corto y fenómenos

superficiales:

A primera vista, el pasado es esta masa de nimios hechos,

unos llamativos y otros grises, que se repiten indefinida­

mente, esos mismos que constituyen en la actualidad el

botín cotidiano de la microsociología o la sociometría (exis­

te también una microhistoria). Pero esta masa no constitu­

ye toda la realidad, todo el grosor de la historia sobre la que

puede trabajar con comodidad la reflexión científica. La

Seicento, Turín, Einaudi, 1985 [trad. al español: L¿? herencia inmaterial. IM his­

toria de un exorcista piemontés del siglo xm, Madrid, Nerea, 1990], y Jaime Contreras, Sotos contra Kiquelmes. Kegidores, inquisidores y criptojudíos,

Barcelona, Muchnik, 1992. 33 Cf. Cario Ginzburg, Storia notturna, Una dea/racione del sabba, Turín, Giulio Einaudi editore, 1989 [trad. al español: Historia nocturna, Barcelona Península, 2003], y la nota crítica de Roger Chartier, "L'Invention du sab-bat", en Le jeu de la regle. Lectures, Burdeos, Presses Universitaires de Bordeaux, 2000, pp. 89-96 [trad. al español: El juego de las reglas. Lecturas,

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 178-182],

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ciencia social casi siente horror del acontecimiento. No le

falta ra2Ón, pues el tiempo de corta duración es la más

caprichosa y engañosa de las duraciones.34

El juicio está muy alejado de una práctica de la historia

que sitúe en la dimensión microhistórica ya sea el análisis

fino de los conflictos, negociaciones y transacciones que

crean relaciones de poder y relaciones sociales, ya sea la

reconstrucción de los mitos y de los ritos más amplia­

mente compartidos.

No obstante, sería injusto forzar demasiado esta opo­sición. Por una parte, aunque no apreciaba el término, Braudel anticipaba la práctica de la microhistoria. Algunas encuestas que dirigió a la Sexta Sección de la "Ecole Pratique des Hautes Études" no estaban lejos de poseer ese estatus. Así, en la conferencia dictada ante el Colegio Filosófico en 1955, presentó una investigación colectiva sobre la ciudad de Chioggia:

Algunos de mis colaboradores y antiguos alumnos llevan estudiando desde hace cuatro c cinco años, y con mucho esfuerzo, la evolución de los precios en la pequeña ciudad de Chioggia, al sur de Venecia [...] Sobre la ciudad de Chioggia disponemos no solamente del movimiento de los precios sino también del de los salarios; conocemos las variaciones del catastro, la evolución demográfica, con nacimientos, matrimonios, fallecimientos y de qué enfer-

34 Cf. Les Ecrits de FernandBraudel, tomo II, Les ambitions de l'bistoire, p. 153 [trad. al español Las ambiciones de la historia, op. cit., p. 151].

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medades murió la gente (gracias a las autopsias). Pensamos, por lo tanto, que nos hallábamos ante un caso privilegiado, que había que ver si existían vínculos entre los diferentes órdenes de hechos, y que a continuación podríamos pre­guntarnos si el caso es significativo para el conjunto de Italia y permitiría realizar una generalización no abusiva. Ganaremos o perderemos, pero seguro que adivinarán que este esfuerzo sólo se justifica, desde nuestro punto de vista, por la esperanza de ganar y que el problema no estriba en echar luz sobre la ciudad de Chioggia por sí misma. No digo que nos estemos burlando, pero tenemos un interés muy mesurado.35

Varios de los rasgos de la aproximación microhistóri­ca están ya presentes: el tratamiento intensivo y cruzado de los datos excepcionales, la investigación de los "víncu­los" entre los diferentes fenómenos, el débil interés en la especificidad del sitio estudiado, considerado un labora­torio que permite establecer, por lo menos como hipóte­sis, leyes generales. Se ve que la perspectiva es muy dife­rente de la que, en la misma época, gobernaba las descrip­ciones monográficas de la historia social, deseosas de mostrar las singularidades de un territorio particular.

Por otra parte y de manera inversa, la perspectiva microhistórica no abandona necesariamente la idea de la totalidad. El análisis de las "anomalías", retomando el término del gusto de Cario Ginzburg, sólo tiene sentido porque proporciona el acceso a las expresiones antropo-

35 Ibil, pp. 140-141 [trad. al español pp.139-140].

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lógicas más fundamentales, y el estudio de las relaciones

entre individuos, familias, comunidades, clientelas y auto­

ridades es una manera de entrar en la complejidad de los

vínculos sociales. Como escribe Jacques Revel:

El trabajo de contextualización múltiple practicado por los micro-historiadores establece, en primer lugar, que cada actor histórico particular participa, de manera cercana o lejana, en procesos —y, por tanto, se sitúa en contextos— de dimensiones y de niveles variables, desde el más local hasta el más global. No existe, por tanto, discontinuidad alguna, menos aún oposición entre historia local e historia global. Lo que la experiencia de un individuo, de un grupo, de un espacio permite captar es una modulación particular de la historia global. Particular y original, ya que lo que ofrece el punto de vista micro-histórico a la observación no es una versión atenuada, o parcial, o mutilada de realidades macro-sociales: es una versión diferente.36

Entre la historia estructural braudeliana y la práctica

microhistoriadora aparece una zanja que no es infranque­

able, siempre y cuando consideremos que lo esencial resi­

de en los efectos cognitívos específicos permitidos por

las diferentes escalas de observación.

Los debates entablados recientemente alrededor de las diferentes definiciones de la historia global, o de las diversas maneras de practicar el comparativismo, ofre­cen una señal de esta toma de conciencia. Durante el

36 Jacques Revel, art. citado, p. 26.

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xix Congreso Internacional de las Ciencias Históricas, en agosto de 2000 en Oslo, se dedicó el primer gran tema a la global history.^ Esa propuesta historiográfica estaba fundada en una serie de rechazos: rechazo a con­siderar el Estado-nación como aquel que puede delimi­tar, retrospectivamente, una entidad social y cultural ya presente con anterioridad a su surgimiento político; rechazo a la monografía histórica que establece las especificidades de un territorio, de una provincia, de una ciudad; rechazo, finalmente, al enfoque microhistó-rico que habría hecho negar lo lejano. Claramente opuesta a esas formas de práctica historiadora, la histo­ria global sigue siendo incierta en su definición positi­va. ¿Debe ser una nueva forma de comparativismo, como lo propuso Marc Bloch, en 1928, en una confe­rencia que se volvió clásica, pronunciada durante el vi Congreso Internacional de las Ciencias Históricas, y que también tuvo lugar en Oslo?38 ¿Debe entenderse como la identificación de diferentes espacios que encuentran su unidad histórica en las redes de relacio­nes e intercambios que los constituyen, ya sea que estén o no sometidos a una misma soberanía política?39 O,

37 Proceedings / Actes, 19th International Congress of Histórica! Sciences / XIX6

Congres International des Sciences Historiques, Oslo, 2000, "Perspectives on Global History: Concepts and Methodology / Mondialisation de l'histoi-re: concepts et méthodologie", pp. 3-52. 38 Marc Bloch, "Pour une histoire comparée des sociétés européennes", en Revue de Sjnthése historique, XLVI, 1928, pp. 15-50. 39 Serge Gruzinski, Les quatre parties du monde. Histoire d'une mondialisation,

París, Editions de La Martiniére, 2004.

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más aún, ¿debe considerarse esta historia, como si, ante

todo, fuera la historia de los contactos, de los encuen­

tros o de las conexiones?40

Directa o indirectamente, cada una de esas diferen­

tes acepciones remite a la obra de Braudel. Ellas pro­

longan su reflexión de manera doble. En primer lugar,

designan con agudeza la tensión entre el enfoque mor­

fológico, el cual levanta un inventario de parentescos

que existen entre diferentes formas (sociales, técnicas,

rituales, ideológicas, estéticas, etcétera) sin cualquier

contacto entre las culturas que comparten estas formas,

y el enfoque histórico que hace hincapié en las circula­

ciones, las imitaciones, las hibridaciones. Cario

Ginzburg demostró, respecto a la utilización del doble

mortuorio en muchos ritos funerarios, la difícil —más

bien imposible— conciliación entre esos dos modos de

comprensión.41 El primero conduce al reconocimiento

de invariantes, necesariamente relacionadas con su uni­

versalidad, pero con el riesgo de descontextualizar un ele­

mento particular dentro del sistema que le da sentido,

ignorando así los usos localizados y específicos que cons­

tituyen sus múltiples significaciones. El segundo describe

40 Sanjay Subrahmanyam, "Connected Histories. Notes towards a Reconfiguration of Early Modern Eurasia", en Víctor Lieberman (ed.), Beyond Binary Histories. Re-imagining Eurasia to 1830, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1997, pp. 289-315. 41 Cario Ginzburg, "Représentation: le mot, l'idée, la chose", en Annales.

Histoire, Sáences Sociales, 1991, pp. 1219-1234. Vuelto a publicar en Occiacchi

di legno. Nove riflessioni sulla distan^a, Milán, Feltrinelli, 1998, pp. 82-99 [trad. al español: Oja^os de madera, Barcelona, Península, 2000].

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rigurosamente transmisiones y apropiaciones siempre

contextualizadas con precisión, pero con el riesgo de

borrar la percepción del fundamento antropológico uni­

versal que hace posible los reconocimientos más allá de

las diferencias y las discontinuidades.42

La conciencia de la globalidad, presente en los hom­

bres del pasado (y para los de Occidente con más fuerza

aún a partir del siglo xvi), ordena, a su manera, esta exi­

gencia de los historiadores. Por ello, en el Congreso de

Oslo, Natalie Zemon Davis propuso, como una de las

prácticas posibles de la historia global, una historia que,

sin renunciar a sus objetos o a sus delimitaciones clásicas,

esté inspirada por una global consciousness. Al rechazar toda

forma de etnocentrismo, y al no relacionar las evolucio­

nes históricas a un modelo único, dado por la sociedad

occidental, esa historia debe vincularse con los pasajes

entre mundos muy alejados unos de otros,43 o bien seña­

lar, en las situaciones más locales, las interdependencias

que las vinculan con lo lejano sin que necesariamente los

individuos tengan una percepción clara de ello. La unión

indisociable de lo global y de lo local llevó a algunos a

proponer la noción de "glocal", la cual designa, de mane­

ra justa, si no elegante, los procesos mediante los cuales

42 José Emilio Burucúa, Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Cario

Gin^burg, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002. 43 Como ejemplo, cf. los destinos femeninos entre Europa y el Nuevo Mundo, estudiados por Natalie Zemon Davis en Women on the Margins.

Tbree Seventeenth-CenUiry Uves, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1995 [trad. al español: Mujeres de los márgenes. Tres vidas del

siglo XI77, Madrid, Cátedra, 1999].

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las referencias compartidas, los modelos impuestos, los textos y los bienes que circulan en la escala planetaria son apropiados para adquirir sentidos particulares en un tiempo y en un espacio específicos. Aún lejos de las con­cepciones de Braudel, no podríamos pensar los retornos contemporáneos a una historia global sin referirnos, explícita o implícitamente, a las proposiciones formula­das en cada una de sus grandes obras.

LA ESCRITURA DE LA HISTORIA

Una última diferencia parece separar la reflexión de

Braudel y las preocupaciones de los historiadores ac­

tuales. En efecto, no se encuentra en él un cuestiona-

miento relativo a la escritura de la historia. Desde las

obras fundadoras de Paul Veyne,44 Hayden White4 5 o

Michel de Certeau,46 los historiadores tomaron concien­

cia de la dependencia de su escritura en relación con las

estructuras narrativas y con las figuras retóricas que son

las de todos los discursos de representación, incluyendo

44 Paul Veyne, Comment on écrit l'histoire. Essai d'épistémologie, París, Seuil, 1971 [trad. al español: Cómo se escribe la historia, Madrid, Alianza Editorial, 1983], 45 Hayden White, Metahistory. The Histórica/'Imagination in Nineteenth-Century

Europe, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1973 [trad. al español: Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo

xix, México, FCE, 1992]. 46 Michel de Certeau, Lecriture de l'histoire, París, Gallimard, 1975 [trad. al español: La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 1993],

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aquéllos de la ficción. Braudel parece nunca haber pues­to gran interés teórico en estos problemas, ni hay nada en sus artículos metodológicos que los evoquen. De ahí surge la ausencia de referencia a su obra en las discusio­nes abiertas sobre la condición inestable de la historia, situada entre ciencia y ficción.

Esta ausencia de interés puede sorprendernos aún más si pensamos que Braudel siempre se mostró preocu­pado en extremo por la elegancia de sus escritos, y si vemos que su estilo es uno de los más bellos de la prosa francesa contemporánea. Hay varias maneras de interpre­tar su reticencia. Como lo hicieron otros y antes que otros, comprendió quizás la atención que se prestaba a la escritura de la historia como un posible debilitamiento de su capacidad de conocimiento. Y, de hecho, en los años setenta y ochenta, el énfasis que se dio a la dimensión "literaria" a veces condujo a eliminar de la disciplina todo estatus de conocimiento específico y a considerar el saber que ella produce como equivalente al que ofrecen los mitos o las novelas, lo que era inaceptable para Braudel.

Más allá de esto, Braudel fue un hombre de lo visual, y no sólo de la pluma. En el primer párrafo del volumen La Mediterranée, l'espace et l'histoire, publicado en 1977 con la colaboración de Filippo Corelli y de Maurice Aymard, las palabras se hacen imágenes y sonidos: "En ese libro, los barcos navegan; las olas repiten su canto; los viñado­res descienden de las colinas de Cinco Tierras sobre la Rivera genovesa; se varean las olivas en Provenza y en Grecia; los pescadores arrojan sus redes sobre la laguna inmóvil de Venecia o en los canales de Djerba; los carpin-

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teros construyen hoy barcas similares a las de ayer... y, una vez más, al verlos, estamos fuera del tiempo".47 Y, de hecho, la obra sirvió de apoyo a una serie de doce emisio­nes televisivas, programadas para el otoño de 1976 y diri­gida por el cineasta Falco Quilici, quien decía de Braudel: "Me siento tan feliz de encontrarme con un historiador que piensa en imágenes".48 Esta primacía otorgada a la imagen, mostrada en la pantalla o producida en la imagi­nación del lector, es, tal vez, una de las razones por las que Braudel se desvió de una reflexión demasiado y exclusivamente atenta a las estructuras narrativas o a los tropos retóricos de la escritura.

De manera más fundamental, parece que, para él, el saber, el conocimiento riguroso de las realidades sociales pasadas es, en sí mismo, una forma de experiencia poéti­ca. Así es como concluye el segundo capítulo de sus con­ferencias de los años cuarenta:

Querer convertir la historia en una "ciencia" —peligrosa

empresa, como sabemos— supone reducir el lugar que el

hombre ocupa dentro de ella, supone aumentar nuestro

margen de error, como también sabemos; algunos dicen

incluso —aunque yo no estoy muy seguro— que supone

reducir el lugar de la poesía; pero, entonces, ¿qué es la poe-

47 Fernand Braudel, La Méditerranée, l'espace et l'histoire, París, Arts et Métiers Graphiques, 1977, reedición París, Flammarion, 1985, p. 7. [trad. al español: El Mediterráneo, Madrid, Espasa-Calpe, 1989]. 48 Citado por Maurice Aymard en Fernand Braudel, Autour de la

Méditerranée, op. cit, p. 125 [trad. al español: En torno al Mediterráneo, op. cit.].

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sía? En todo caso, estoy convencido de que no supone olvi­

dar la vida, ni privarse de la gran alegría de comprenderla,

y de comprenderla mejor que de costumbre.49

TELEHISTORIA

¿Hay o no, en el fluir de la historia, movimientos de tal lentitud que

parecen inmóviles, casi fuera del tiempo, al menos del tiempo histó­

rico?

Ea respuesta no admite ambigüedades: hay al menos dos

realidades sociales de este tipo, la culturalj la geográfica. En lo que

se refiere a lo cultural, a la civilización, de inmediato pensarán

ustedes en Amo Id Toynbee, en sus imágenes de civilizaciones que

atraviesan siglos j siglos dando la impresión, a medias justa y a

medias falsa, de eternidad. En Europa, el pensamiento de Toynbee

ha tenido una mala recepción tanto en lo que se refiere a la

Historische-Zeitschrift como a los Annales de Eucien Febvre.

Yo soy uno de los menos hostiles a su empresa, pues Toynbee descu­

brió la longevidad, la permanencia de las civilizaciones. Por mi

parte, he querido demostrar otra realidad de la telehistoria, la

imbricación viva de la historia y de lo geográfico, esta realidad no

inmóvil sino casi inmóvil, que incesantemente se repite. He intenta­

do demostrar, y quizás en cierto modo he conseguido demostrarlo,

49 Les Ecrits de Fernand Brande/, tomo 11, Les ambitions de l'histoire, p. 46 [trad. al español, Las ambiciones de la historia, op. cit., p. 52].

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esta permanencia, ese peso geográfico en la historia de los mil colo­

res del Mediterráneo.

He presentado todas estas realidades, evocadas rápidamen­

te, mejor o peor en un español particular que da a mi racionamiento

un tono de simplificación excesiva. Perdónemelo. Sin embargo, si

tengo ra^ón en mis razonamientos, si más allá de lo económico exis­

te lo cultural y lo geográfico, que son a mi juicio las estructuras más

profundas, si ustedes aceptan conmigo que lo económico se encuentra

a su ve% a cierta profundidad, más allá del corto pla^o de la histo­

ria política tradicionalj de la sociedad en vías de transformaciones,

entonces, ¿qué sería México? Una geografía en primer lugar, luego

una civilización; o más bien civilizaciones en lentas, muy lentas con­

frontaciones; un poco más arriba, una economía, una nación, un

gobierno j , en lo más alto sobre la superficie, la vida de todos uste­

des, su juventud de pueblo que está creándose. Pero esta juventud,

esta primavera, esta llama, sin todo lo que se encuentra por debajo

sólo serían flores sin el suelo de un jardín.

Fernand Braudel, "Historia y economía: el problema de la discontinuidad", Conferencia pronunciada en espa­ñol en la Escuela de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México, 15 de octubre de 1953. [Publicada en Fernand Braudel, Las ambiciones de la histo­

ria, ed. preparada y presentada por Roselyne de Ayala y Paule Braudel, pról. de Maurice Aymard, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 125-126].

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El-pasado en el presente.

Una lectura de Ricceur

os historiadores saben que están en deuda con Paul Ricceur. Los tres tomos de Tiempo j

narración, publicados entre 1983 y 1985, consti­tuyen una de las reflexiones más profundas que se han llevado a cabo en los últimos años sobre el estudio de la historia.1 Como es el caso de otros, no siempre hacen lo que creen que hacen y no siempre saben lo que están haciendo. El libro de Ricceur los ha ayudado a ser más lucidos dentro de su propia práctica y a comprender cómo la intención de verdad sobre la que está fundada su disciplina no puede separarse de los parentescos que vin­culan su escritura a la de los relatos de ficción.

En 2000, Paul Ricceur amplió esta reflexión en un libro magnífico, ~La memoire, l'histoire, l'oubli, que plantea las preguntas más fundamentales que ahora atormentan a los historiadores.2 ¿Cuál debe ser su papel en relación con otros actores del mundo social —por ejemplo, con los jue-

1 Paul Ricceur, Temps et recit, t.l, h'intrigue et le recit historique; t. 2, ha confi-

guration dans le recit et lafiction; t. 3, he temps raconté, Paris, Edidons du Seuil,

1983-1985 [trad. al español: Tiempo y narración, México y Madrid, Siglo XXI

Editores, 1995]. 2 Paul Ricceur, ha memoire, l'histoire, l'oubli, París, Edidons du Seuil, 2000

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ees? ¿Cómo distinguir entre el conocimiento seguro y controlado que pretenden construir, y otras formas de relación con el pasado: el recuerdo, la conmemoración, la ficción? ¿Cómo comprender el trabajo del historiador tanto en sus diferencias evidentes como en sus depen­dencias más secretas en relación con la memoria, tanto la del individuo como la de la comunidad?

Para formular esas preguntas, Ricceur vuelve sobre los temas de Tiempoj narración, pero los completa y los ampli­fica. Los completa porque, en su libro anterior, la relación directa de la experiencia del tiempo y de la operación narrativa, tanto en la historia como en la ficción, estaba dada "a costa de un estancamiento respecto a la memoria y, peor aún, respecto al olvido, niveles intermedios entre tiempo y narración" (p. 13). Los amplifica porque su obra, al dilucidar las diferencias, pero también los paren­tescos entre reconstrucción histórica y reconocimiento de la memoria, entre discurso del saber y reminiscencia, ensancha la descripción de los diferentes modos de representación del pasado. El análisis propone sucesiva­mente una fenomenología de la memoria, una epistemo­logía de la historia y una hermenéutica de la condición humana. Seguiremos esta misma trayectoria en nuestra lectura, jalonada de preguntas.

[trad. al español: La memoria, la historia, el olvido, traducción de Agustín

Neira, Madrid, Editorial Trotta, 2003],

* N. del T.: Las páginas entre paréntesis corresponden a la versión en

español.

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LA FENOMENOLOGÍA DE LA MEMORIA

Ricceur funda la fenomenología y la pragmática de la memoria en una doble articulación: por una parte, entre el regreso del recuerdo y la búsqueda de memoria o, dicho de otra manera, entre el surgimiento del pasado y el trabajo de la anamnesis; por otra parte, entre la memo­ria individual, relacionada con la interioridad, con la con­ciencia, con la identidad, con el conocimiento íntimo, y la memoria colectiva, identificada con las representaciones compartidas. Como en todos sus libros, recurre a una inmensa biblioteca y va por ella en compañía de Platón, Aristóteles, San Agustín, Locke, Husserl y Halbwachs para construir esas oposiciones —y también su posible reducción en la medida en que el concepto de "adscrip­ción" le permite pensar la posible atribución de los mis­mos fenómenos de memoria tanto a los otros como a sí mismo, tanto a lo colectivo como al individuo.

La pregunta que sugiere un recorrido tal es doble. Por una parte, ¿cómo delimitar el "nosotros", al que se le asignan operaciones de memoria descritas como constan­tes antropológicas? ¿Es un "yo" contemporáneo que sería, a la vez, el del autor y el del lector?, ¿es un ser de la memoria que pertenece a la tradición filosófica grecocris-tiana moviÜ2ada por la argumentación?, ¿o es un sujeto universal, este "hombre que actúa y sufre", colocado en el corazón mismo del proyecto de antropología filosófica construido, de libro en libro, por Ricoeur, y cuyo enfoque de los fenómenos mnemónicos constituye un capítulo

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suplementario? Por otra parte, ¿cómo pensar la compati­bilidad entre la universalidad postulada de las operaciones de memoria y las descripciones localizadas propuestas por las ciencias sociales? ¿Se debe considerar la constata­ción de las diferencias (históricas, etnológicas, sociológi­cas) como variaciones inscritas en una identidad antropo­lógica común? ¿Se debe relacionarlas con dos modos de acceso diferentes a la remembranza y al recuerdo: de un lado, la experiencia común percibida por la mirada de uno mismo sobre sí mismo y, de otro, la medida objetiva de las diferencias? El concepto de "atribución" que Ricceur considera "un concepto operatorio susceptible de establecer una cierta conmensurabilidad" entre socio­logía y fenomenología, entre Halbwachs y Husserl, ¿es suficiente para reducir la distancia entre rupturas históri­cas y constantes antropológicas?

LA EPISTEMOLOGÍA DE LA HISTORIA

La pregunta parece aún más justificada al ver que Ricceur dedica la segunda parte de su libro a una larguí­sima discusión sobre la epistemología del conocimiento histórico que trata de describir las diferencias entre memoria e historia tales como aparecen en los distintos momentos (documentales, explicativos y escriturarios) de la operación historiográfica, sin implicar sucesión cronológica alguna. La primera diferencia es la que dis­tingue el testimonio del documento. Si lo primero es inseparable del testigo y supone que su palabra pueda

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ser recibida, el segundo nos permite el acceso a "nuevos conocimientos considerados como históricos [que] nunca fueron recuerdos de nadie" (p. 667). A la estruc­tura fiduciaria del testimonio se opone la naturaleza indiciaría del documento. La aceptación (o el rechazo) de la credibilidad de la palabra que atestigua el hecho es sustituida por la sumisión al régimen de lo verdadero y de lo falso, de lo refutable y de lo verificable, de la hue­lla archivada.

Una segunda distinción diferencia la inmediatez de la reminiscencia y la construcción de la explicación históri­ca, ya sea la explicación por las regularidades y las causa­lidades (desconocidas por los actores), la explicación por las razones (movilizadas como estrategias explícitas) o "una región media en la que se alternan y se combinan, a veces de manera aleatoria, modos heteróclitos de explica­ción" (p. 244). Para poner a prueba las modalidades de la comprensión historiadora, Ricceur eligió privilegiar la noción de representación, y lo hizo por dos razones. Por una parte, esta noción tiene un estatus ambiguo en la operación historiográfíca: designa una clase particular de objetos a la vez que define el régimen mismo de los enun­ciados históricos. Al igual que Louis Marín,3 Ricceur subraya así las dos dimensiones de la representación: una dimensión transitiva (toda representación representa algo, es decir, para la historia, los esquemas de percepción y de apreciación que los actores históricos movilizan para

3 Louis Marin, Opacité de lapeinture. Essais sur la représentation auQuattrocento,

París, Usher, 1989, p. 73.

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construir las identidades y los vinculos sociales) y una dimensión reflexiva (toda representación se da de mane­ra que representa algo y, en el caso del saber histórico, lo hace adecuadamente).

Por otra parte, la importancia que otorga Ricceur a la representación, como objeto y como operación, le permite retomar la reflexión sobre las variaciones de escala que caracterizó el trabajo de los historiadores a partir de las proposiciones de la microhistoria. Para él, lo esencial no se encuentra tanto en el privilegio dado a una escala de análisis a costa de las otras, sino en la afir­mación según la cual "en cada escala se ven cosas que no se ven en otra escala y cada visión es legítima" (p. 289). Por tanto, es totalmente imposible totalizar esas diferentes maneras de dividir los objetos históricos, y por ello es totalmente inútil querer buscar el "sitio de desplome", desde donde podrían considerarse conmen­surables.

Los juegos de escala que caracterizan la representa­ción historiadora del pasado llevan a Ricceur al tercer nivel de la operación historiográfica: el del relato. Con respecto a Tiempo y narración, distingue ahí, muy cuidado­samente, entre la elección de modelos explicativos y la construcción de la narración. La precaución tomada tiende a evitar los malentendidos que, a partir de la constatación según la cual la historia, al igual que la fic­ción, moviliza tropos retóricos y formas narrativas, disolvieron la capacidad de conocimiento del discurso histórico en su simple narratividad. De ahí surge la deci­sión, para señalar bien la diferencia que lo separa de la

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perspectiva de Hayden White,4 de relacionar la narra­ción "con el momento propiamente literario de la ope­ración historiográfica" (p. 246), lo que conserva la espe­cificidad de las operaciones especificas que fundamentan la intención de verdad de la historia y sus estrategias explicativas.

También de ahí surge la posibilidad de señalar con fuerza una tercera división ente historia y memoria, entre la representación del pasado y su reconocimiento. A la inmediata (o así supuesta) fidelidad de la memoria se opone la intención de verdad de la historia, fundada tanto en el tratamiento de los documentos, que son huellas del pasado, como en los modelos de inteligibilidad que cons­truyen su interpretación. Una perspectiva tal no está muy alejada de la de Michel de Certeau cuando, al reflexionar sobre la escritura de la historia, éste no subrayaba su capacidad de producir enunciados "científicos", si se entiende por ese término "la posibilidad de establecer un conjunto de reglas que permitan 'controlar' operaciones proporcionadas para la producción de objetos determina­dos"^

"Y, sin embargo", dice Ricceur , la forma literaria, en cada una de sus modalidades (estructuras narrativas, figu-

4 Hayden White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth Century

Europe, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1973

[trad. al español: Metahistoria, México, FCE, 1992], 5 Michel de Certeau, L'écriture de l'histoire, París, Gallimard, 1975, p. 64

[trad. al español: La escritura de la historia, México, Universidad

Iberoamericana, 1993, p. 68].

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ras retóricas, imágenes y metáforas), opone una resisten­cia a lo que él denomina "la pulsión referencial del relato histórico" (p. 315). Constantemente se pone en tela de juicio la función de "representártela" de la historia (definida como "la capacidad del discurso histórico para represen­tar el pasado" (p. 315); se sospecha de ella, debido a la distancia necesaria introducida entre el pasado represen­tado y las formas discursivas necesarias para su represen­tación. A partir de entonces, ¿cómo "hacer prevalecer la atestación sobre la sospecha de no-pertenencia"? (p. 371). ¿Cómo "acreditar la representación histórica del pasado"? (p. 372) Ricoeur propone dos respuestas. La pri­mera, de orden epistemológico, insiste en la necesidad de distinguir claramente y de articular las tres "fases" de la operación historiográfica: el establecimiento de la prueba documental, la construcción de la explicación y su expre­sión en forma literaria. La segunda respuesta es menos familiar para los historiadores. Se sitúa en los "confines de una ontología del ser histórico" y remite a la certidum­bre de la existencia del pasado: "Se puede sugerir que el 'haber sido' constituye el último referente buscado a tra­vés del 'ya n o ser'. De este modo, la ausencia se desdo­blaría en ausencia como objetivo de la imagen presente y ausencia de las cosas pasadas como pasadas respecto a su 'haber sido'" (p. 374). La "vehemencia asertiva de la representación historiadora" encontraría ahí el funda­mento o la garantía de las operaciones de conocimiento que la distingue de los reconocimientos de la memoria, recibidos en la intuición de su inmediatez.

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EL EFECTO DE LO REAL

Entre las resistencias que oponen las formas narrativas y

retóricas a la intención de verdad de la historia, Ricceur

abre el paso al "efecto de lo real", definido por Roland

Barthes como uno de los mayores dispositivos de la "ilu­

sión referencial".6 Es cierto que, para Barthes, las moda­

lidades de semejante efecto no son idénticas en la novela

que, al abandonar la estética clásica, multiplicó las notas

realistas destinadas a cargar a la ficción con un peso de

realidad, y la historia para la cual, escribe Barthes, "el

haber-sido de las cosas es un principio suficiente de la

palabra". Sin embargo, este "haber-sido" debe introdu­

cirse en la narración en forma de "efectos de lo real"

encargados de acreditar el discurso, por ejemplo, las citas,

las fotografías, las referencias que convocan el pasado en

la escritura del historiador a la vez que demuestran su

autoridad.

Una nueva manera de señalar el funcionamiento de

esos mecanismos de la certificación y de demostrar su

maquinaria podría consistir en llevar la atención, ya no a

la manera en la que la historia moviliza las formulas de la

ficción, como lo hace Ricceur, sino a la apropiación, por

parte de algunas ficciones, de las técnicas de la prueba. Al

lado de las biografías imaginarias de Marcel Schwob o de

6 Roland Barthes, "L'effet de réel", en Communications, 1968, vuelto a publicar en Le bruissement de la langue. Essais critiques, IV, París, Éditions du Seuil, 1984, pp. 153-174. /

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los textos apócrifos de Borges, tales como aparecieron en el apéndice "Etcétera" de la Historia universal de la infa­

mia o en la sección "Museo" de El hacedor, un ejemplo privilegiado podría ser eljusep Torres Campalans, publica­do por Max Aub en la Ciudad de México en 1958. El libro pone a la disposición de la biografía de un pintor imaginario, inventado por Max Aub, todas las técnicas de acreditación moderna del discurso histórico: las foto­grafías que dejan ver a los padres del artista y a éste en compañía de su amigo Picasso, las reproducciones de sus obras (por otra parte, expuestas en Nueva York en 1962 cuando se tradujo el libro al inglés), los recortes de prensa que lo mencionan, las entrevistas que Aub tuvo con él y c o n algunos de sus contemporáneos, el Cuaderno verde redactado por Campalans entre 1906 y 1914, etcétera.7

La obra tenía como metas los géneros y las categorías manejados por la critica de arte: la explicación de la obra por la biografía; las nociones de "precursor" y de "in­fluencia", contradictorias y, sin embargo, asociadas espontáneamente por la historia del arte; las técnicas de la atribución; el desciframiento de las intenciones secre­tas; etcétera El día de hoy se puede situar de manera dife­rente. Designa los "efectos de lo real" que comparten el saber verdadero y la invención, literaria, pero, al multipli-

7 Max Aub, ]usep Torres Campalans, 1958, reeditado en Barcelona, Ediciones Destino, 1999. Véase también otra biografía imaginaria de Max Aub, esta vez la de un escritor, Vida y obra de Luis A/vare^ Petregna, 1934, reedición aumentada, Barcelona, Salvat Editores, 1971.

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car las advertencias irónicas (en particular, las numerosas

referencias al Quijote o el epígrafe "¿Cómopuede haber ver­

dad sin mentira?"), recuerda a sus lectores la diferencia que

separa el discurso de conocimiento de la fábula, y les

enseña a descubrir los referentes imaginarios. En eso,

puede acompañar, de modo paródico, la historia de las

falsificaciones, siempre posibles, siempre más sutiles,

pero desenmascaradas por el trabajo critico.8

El documento en contra del testimonio, la construc­

ción explicativa en contra de la reminiscencia inmediata,

la representación del pasado en contra de su reconoci­

miento: cada "fase" de la operación historiográfica se dis­

tingue, así, claramente, del procedimiento de la memoria.

De ahí, inevitablemente, sus relaciones de competencias.

Ricoeur distingue sus dos caras. Por su parte, los historia­

dores tratan de reducir la memoria al estatus de un obje­

to de la investigación histórica y analizan sus contenidos

ideológicos, sus modos de transmisión, los lugares en

donde se inscribe, sus usos sociales y políticos. Inquietos

por las alteraciones y por las falsificaciones del pasado,

los historiadores desean así disipar todo riesgo de confu­

sión entre la historia, entendida como un saber crítico y

controlable, y las reconstrucciones de la memoria que

conservan con el pasado una relación afectiva, militante o

manipuladora.

8 Cf. en Anthony Grafton, Forgers and Critics. Creativity and Duplicity in

Western Scholarship, Princeton, Princeton University Press, 1990 [trad. al español: Los orígenes trágicos de la erudición. Una historia de la nota a pie de pági­

na, Buenos Aires y México, FCE, 1999] y Julio Caro Baroja, Las falsificacio­

nes de la Historia (en relación con la de España), Barcelona, Seix Barral, 1992].

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Es cierto que las relaciones entre historia y memoria son fuertes. El saber histórico puede contribuir a disipar las ilusiones y los olvidos que durante mucho tiempo han desorientado a las memorias colectivas: por el contrario, las necesidades de la remembranza o las exigencias de la conmemoración frecuentemente están en el origen de investigaciones históricas rigurosas y originales. Pero, no obstante, historia y memoria no son identificables. La pri­mera se inscribe en el orden de un saber universalmente aceptable, "científico" en el sentido de Michel de Certeau. La segunda está gobernada por las exigencias existenciales de comunidades para quienes la presencia del pasado en el presente es un elemento esencial de la construcción de su ser colectivo.

De ahí surge un segundo riesgo, en el que incurren los historiadores cuando olvidan esta diferencia: el del anacronismo. En el mundo contemporáneo, la necesi­dad de afirmación o de justificación de identidades construidas, o reconstruidas, y que no son todas nacio­nales, puede inspirar una reescritura del pasado que deforme, ignore u oculte las aportaciones del saber his­tórico controlado. Esta desviación, impulsada por rei­vindicaciones frecuentemente muy legítimas, justifica plenamente la reflexión epistemológica llevada a cabo por Ricceur a propósito de los criterios de validación aplicables a la "operación historiográfica" en sus dife­rentes niveles. La capacidad critica no se limita, en efec­to, al rechazo necesario de las imposturas. Puede y debe someter, a criterios objetivos de juicio, las distorsiones que, aun sin producir ninguna falsificación, proponen

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argumentaciones inaceptables, como lo muestra el posi­ble y necesario rechazo a las perspectivas de Nolte res­pecto a la historia del Tercer Reich y de la Alemania en el siglo xx.

Esta observación remite a las preguntas formuladas o sugeridas por Ricceur. ¿Cuáles son los criterios capa­ces de descalificar una cierta construcción interpretativa y de validar otra? ¿Debemos relacionarlos con la cohe­rencia interna de la demostración?, ¿o con su compati­bilidad con los resultados adquiridos?, ¿o con las reglas clásicas del ejercicio de la crítica histórica? Y, por otra parte, ¿es legítimo postular una pluralidad de regímenes de prueba de la historia, pluralidad que sería exigida por la diversidad de los objetos y de los métodos históricos?, ¿o debemos esforzarnos por elaborar una teoría de la objetividad que establezca criterios generales que per­mitan distinguir entre proposiciones válidas e inválidas? Estas preguntas, que algunos historiadores consideran inútiles y peligrosas, ponen en juego algo esencial. En un tiempo en el que nuestra relación con el pasado está amenazada por la fuerte tentación de historias imagina­das e imaginarias, resulta esencial y urgente una refle­xión sobre las condiciones que permitan considerar un discurso histórico como una representación y una inter­pretación adecuadas de la realidad que fue. Si acepta­mos, en principio, la distancia entre saber critico y reco­nocimiento inmediato, veremos que esta reflexión parti­cipa del largo proceso de emancipación de la historia en relación con la memoria —proceso que culmina cuando la primera somete a la segunda a los procedimientos de

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conocimiento propios del discurso del saber. 9

A esta pretensión de la historia, Ricceur opone los esfuerzos de la memoria para hacerse cargo de la historia. Reconoce en ellos diversas expresiones: por ejemplo, en

la tradición judía, la durable resistencia de la memoria del 10 grupo al tratamiento historiográfico del pasado o, en el

siglo XIX, en la literatura, la rebelión de la memoria con­tra "la empresa de neutralización de las significaciones vividas bajo la mirada distanciada del historiador" (p. 462). El progreso de la crítica documental y la seculariza­ción del conocimiento mediato del pasado hubieran pro­ducido un "malestar en la historiografía" y la reivindica­ción de la legitimidad de otra forma de comprensión, intuitiva, inmediata, del pasado.

LA HERMENÉUTICA DE LA CONDICIÓN HUMANA

Más allá de las relaciones de conflicto, existen fuertes

dependencias que vinculan necesariamente la historia y la

memoria. Hacerlas aparecer es la tarea que se propone

Ricceur en la tercera etapa de su reflexión, dedicada a

definir una hermenéutica de la condición histórica del

9 Krzysztof Pomian, "De l'histoire, partie de la mémoire, objet d'histoi-re", en Krzysztof Pomian, Sur l'histoire, París, Gallimard, 1999, pp. 263-342. 10 Yosef Yerushalmi, Zakbor. ]emsh History andjeivish Memory, Washington, University of Washington Press, 1982 [trad. al español: Zakhor. IM histo­

ria judia y la memoria judía, Barcelona, Anthropos, y México, Fundación Cultural Eduardo Cohén, 2002].

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hombre. Su punto de partida se encuentra en una afirma­ción fundadora, que vincula experiencia del tiempo y tra­bajo del conocimiento: "Hacemos historia porque somos históricos" (p. 460). Una primera dependencia de la ope­ración historiográfica en relación con la memoria, tiende, en consecuencia, a la aporía común con la que se enfren­tan ambas: representar en el presente las cosas del pasa­do o, dicho de otra manera, pensar la "presencia de una cosa ausente marcada con el sello de lo anterior" (p. 14). Este enigma, enunciado en su principio por las formula­ciones platónica y aristotélica, caracteriza, a la vez, la fenomenología de la memoria y la epistemología de la historia, y asegura su parentesco fundamental.

Pero hay más. La memoria, en efecto, debe conside­rarse como "matriz de la historia en la medida en que sigue siendo el guardián de la problemática de la relación representativa del presente con el pasado" (p. 119). No se trata, aquí, de reivindicar la memoria en contra de la his­toria como lo hicieron algunos escritores del siglo XIX, sino de mostrar que el testimonio de la memoria es la única garantía segura, la prueba de la existencia de un pasado que fue y que ya no es. El discurso histórico encuentra ahí la atestación inmediata y evidente de la referencialidad de su objeto. La intención de verdad de la historia necesita de esta certidumbre dada por la memo­ria: "la memoria sigue siendo el guardián de la ultima dia­léctica constitutiva de la 'paseidad' del pasado, a saber, la relación entre el 'ya no' que señala su carácter terminado, abolido, superado, y el 'sido' que designa su carácter ori­ginario y, en este sentido, indestructible" (p. 648). Así vin-

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culadas, memoria e historia siguen siendo, sin embargo, inconmensurables. La epistemología de la verdad que rige la operación historiográfica y el régimen de la creencia que gobierna la fidelidad de la memoria son irreductibles, y no hay prioridad, ni superioridad alguna que pueda darse a una a costa de la otra.

Ricceur termina su libro con la triple problemática de la deuda, del olvido y del perdón. Siguiendo, una vez más, a Certeau, transforma el estatus de la historia, que ya no es solamente conocimiento verdadero del pasado, sino "el gesto de sepultura por el que el historiador, al otorgar un lugar a los muertos, hace un sitio a los vivos" (p. 498). Es la misma exigencia que regula la reflexión sobre la ambivalencia del olvido. Por una parte, es una amenaza para las posibles representaciones del pasado si borra las huellas u obliga al silencio. Pero, por otra, es la condición de la salvaguarda de la memoria, paralizada por el exceso de recuerdo como lo es Funes, el memorioso de Borges, el que no puede olvidar nada. Sólo el "olvido de reserva" puede permitir una memoria sosegada que supone, no la imprescriptibilidad de los crímenes, sino su perdón. De ahí, la bella conclusión que inscribe el libro en el corazón de las realidades más crueles de nuestro presente:

En efecto, es un privilegio que no se puede negar a la his­toria: no sólo el de extender la memoria colectiva más allá de cualquier recuerdo efectivo, sino también el de corregir, criticar e incluso desmentir la memoria de una comunidad determinada, cuando se repliega y se encierra en sus sufri-

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mientos propios hasta el punto de volverse ciega y sorda a los sufrimientos de las otras comunidades. La memoria encuentra el sentido de la justicia en el camino de la critica histórica. ¿Qué seria una memoria feliz que no fuese al tiempo una memoria equitativa? (p. 650).

El historiador, el ciudadano, el "hombre capaz, que actúa y sufre", como escribe Ricoeur, no puede más que adherirse a esta esperanza, que vincula la exigencia del trabajo histórico a la promesa de memorias reconciliadas consigo mismas —y con las de los otros. Y, sin embargo... Tres poetas, también autores de una "poesía sapiencial" tal como los profetas bíblicos, podrían nutrir la reticencia ante un happy end demasiado fácil y amenazar momentos esenciales de su construcción. "Niemand / ^eugtfur den /

Zeugeri" ("Nadie / atestigua / por el testigo"), escribe Paul Celan en Aschenglorie, como si la atestación testimonial, que es la garantía de la realidad del pasado que fue y ya no es, pudiera perderse para siempre, no ser comunica­ble ni comunicada.11 Es, de golpe, la posibilidad misma de la representación de ese pasado sin testigo lo que resulta arruinada. En Tristia: 1891-1938, obra escrita por Geoffrey Hill en homenaje a Osip Mandelstam, el silen­cio que atemoriza, que devora, no deja lugar ni a la deuda, ni a la sepultura: "Tragedy has all under regard. / It will not

11 Paul Celan, "Aschenglorie" / "Gloire de cendres", en Choix des poemes

reunís par l'auteur, traducción y presentación de Jean-Pierre Lefebvre, edi­ción bilingüe, París, Gallimard, 1998, pp. 262-265 [trad. al español en Obras completas, Madrid, Trotta, 1999].

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touch us but it is there— / Flawless, insatiate — hard summer sky

I Feasting on this, reaching its own end" ("La tragedia atañe a todos. / N o nos tocará pero está aquí- / Sin fallo, insa­tisfecha -duro cielo de verano / Que se sustenta con esto, llegando a su propio fin".12 Y, ¿cómo confiar en una memoria sosegada, cómo tener fe en la disposición al bien que Kant atribuye al hombre, al escuchar la profecía implacable de Wilfred Owen, pronunciada en las trinche­ras de la Somme: "We laughed, — knowing that better men

would come, / andgreater wars"? ("Reíamos, —sabiendo que mejores hombres vendrían, / y guerras más grandes").13

€ ^ S

12 Geoffrey Hill, "Tristia: 1891-1938", en Scenes avec Arlequín et autres poe-

mes, traducido del inglés por Rene Gallet con la colaboración de Michael Edwards, presentado por Michael Edwards, edición bilingüe, París, La Différence, 1998, pp. 24-25.

* N. del T.: La Somme fue sitio de dos grandes ofensivas durante la Primera Guerra Mundial. 13 Wilfred Owen, "The Next War / La prochaine guerre", en Et chaqué

knt crépuscule... Poémes et lettres de guerre (1916-1918), selección y traducción del inglés de Barthélémy Dussert con la colaboración de Xavier Hanotte, edición bilingüe, Burdeos, Le Castor Astral, 2001, pp. 72-73.

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ARTES DE LA MEMORIA Y LUGARES COMUNES

Que la memoria se puede ayudar y aumentar con arte, es cosa muy

cierta;y deüos escriven muchos auctores: Solino, en su Polistor;y

Quintiliano lo tracta más largo y, en la Retórica de Herrenio, Cicerón o quien es autor della. Vara lo qual, porque desto también

digamos algo, principalmente se han de ayudar de muchos lugares

señalados y muy conoscidos, como si en una casa muy grande o cami­

no o calle señalássemos con la ymaginación y tuviéssemos en la

memoria muchos lugares y puertas. Después, por cada uno destos

lugares ya conoscidos, se han de poner con el pensamiento las y ma­

gines de las cosas que se quieren acordar, poniéndolas por la orden

que tienen señalados los lugares, según que después se quieren acor­

dar de las cosas. Y hanlas de pintar con la ymaginación, quando

las ponen por los lugares, en la manera que cada uno mejor se pien­

se hallar; para que después, llevando el pensamiento por los lugares

por la orden que están puestos, luego se les representan lasymáge-

nes que allí pusieron, y se acuerden de las cosas por que las pusie­

ron. Y, ciertamente, por este arte y manera se puede de^iry acordar

grande número de cosas sin errar;y dello tengo yo alguna experien­

cia.

Pedro Mexía, Silva de varia lección, tercera parte, capitulo VIH, "De cómo la memoria puede dañar en parte y en cosas señaladas, quedando en lo demás como antes. Cuéntase de muchos que tuvieron muy poca memoria. Cómo se puede hazer memoria por arte. De la diferen­cia de memoria y reminicencia". [Edición de Antonio Castro Díaz, Madrid, Cátedra, 1990, II, pp. 57-58.

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Leer en los tiempos

de Covarrubias

n 1611, Sebastián de Covarrubias publicó en Madrid su Tesoro de la lengua castellana} ¿Cómo, en este diccionario que es el primero para la len­

gua española, fueron percibidas y definidas las mutacio­nes que modificaron profundamente la cultura escrita en la España y la Europa del Siglo de Oro? Este capítulo tra­tará de contestar esta pregunta.

LECTURA SILENCIOSA, LECTURA EN VOZ ALTA-

La más espectacular de esas mutaciones reside en los pro­gresos de la lectura silenciosa que no supone la oraliza-ción del texto para los otros ni para sí mismo. Ya antes de la invención de la imprenta, este modo de leer se había difundido en Europa, en primer lugar en el mundo uni­versitario y escolástico, y después en las cortes y en las aristocracias seglares.2 Pero es durante los dos siglos de la

1 Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611), edición de Felipe C. R. Maldonado, Madrid, Editorial Castalia, 1995. 2 Franco Alessio, "Conservazione e modelli di sapere nel Medioevo", en Pietro Rossi (ed.), ha memoria del sapere. Forme di conservazione e strutture orga-

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primera modernidad que la práctica conquista lectores más numerosos, lectores no profesionales ni cortesanos, y a quienes les gustan las obras de diversión.

Múltiples son los indicios de esta transformación de la lectura que supone que el lector puede entender un texto sin necesariamente leerlo en voz alta. Por un lado, el verbo "leer" adquiere comúnmente el significado de leer silenciosamente. Cervantes casi siempre lo emplea con este sentido y añade un adverbio o una expresión ("leyen­do en pronunciando", "leyendo en voz clara", "leyendo alto") cuando evoca una lectura oralizada.3 Por otro lado, es la percepción de los progresos de la lectura silenciosa la que refuerza la conciencia de los efectos peligrosos de la ficción tal como los denunciaban ya anteriormente la condena cristiana de los malos ejemplos y la referen­cia neoplatónica a la expulsión de los poetas de la Re­pública.4 Se consideraba, en efecto, que las historias fabu­losas, cuando si se leían silenciosamente, se apoderaban con una fuerza irreprimible de lectores maravillados y embelesados que percibían el mundo imaginario desple-

nisgative dall'Antichitá a oggi, Roma-Bari, Laterza, 1988, pp. 99-133, y Paul Saenger, Space between Words: The Origins of Silent Reading, Stanford, Stanford University Press, ¡996. 3 Margit Frenk, "Vista, oído y memoria en el vocabulario de la lectura: Edad Media y Renacimiento", en Concepción Company, Aurelio González y Lillian Moheno von der Walde (eds.), Discursosj representaciones en la Edad Media, México, Universidad Nacional Autónoma de México y Colegio de México, 1999, pp. 13-31. 4 Barry W. Ife, Reading andFiction in Golden-Age Spain. A Platonist Critique and

some Picaresqm Replies, Cambridge, Cambridge University Press, 1985 [trad. al española lectura y ficción en el Siglo de Oro, Barcelona, Crítica, 1991].

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gado por el texto literario como más real que la realidad misma.

Cervantes ejemplificó este poder de la lectura silencio­sa en su manera de inscribir el Coloquio de los perros dentro del Casamiento engañoso. Campuzano no leyó en voz alta ni recitó el extraordinario diálogo de los perros del Hospital de la Resurrección de Valladolid que oyó y trasladó, sino que propuso a Peralta que lo leyera privadamente, en silencio, como si esta relación con la ficción permitiera más fácilmente la creencia en lo increíble: "Yo me recues­to —dijo el Alférez— en esta silla, en tanto que vuesa mer­ced lee, si quiere, esos sueños o disparates".5

La condena moral y el uso literario de la fuerza enga­ñosa de la lectura puramente visual invirtieron la loa del silencio prudente y sabio tal como aparece en la voz "Harpócrates" del Suplemento al Tesoro. Covarrubias comentó en este artículo un emblema de Alciato que tenía como título Silentium. Mostró el grabado a un lector sentado frente a un gran folio abierto sobre una mesa. Con el dedo al labio, el lector indicaba la superioridad del callar sobre el hablar tal como lo recomendaba Harpócrates "cuya dotrina se enderacaba a persuadir el silentio anteponiéndole a todos los demás preceptos de Philosophía".6

5 Miguel de Cervantes, "Novela del casamiento engañoso" y "Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza", en Novelas ejemplares, edición de Jorge García López, Barcelona, Crítica, 2001, pp. 521-623, cita p. 537. 6 Sebastián de Covarrubias, Suplemento al Tesoro de la lengua española castella­

na, Edición de Georgina Dopico y Jacques Lezra, Madrid, Ediciones Polifemo, 2001, p. 281 y p. cxux.

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Sin embargo, ni la difusión más extendida de la lectu­ra silenciosa ni la valorización filosófica del silencio deben hacer olvidar la larga y profunda persistencia de las lecturas oralizadas en la España de los siglos XVI y XVII. El Tesoro indica que "leer es pronunciar con palabras lo que por letras está escrito". Las dos definiciones que siguen también ligan lectura y oralidad: "Leer, enseñar alguna disciplina públicamente" y "Leer a uno la cartilla es declararle por palabras expresas lo que le conviene saber". Tanto para Covarrubias como para Antonio de Nebrija, el castellano es la lengua que reivindica, o debe buscar, la más perfecta correspondencia entre lo que está escrito y lo que se pronuncia. Covarrubias indica así, a su lector, en el prólogo del Tesoro: "No se deve nadie escan­dalizar de que las dicciones deste mi libro se escrivan como suenan, sin guardar la propia ortografía".

Para ciertos autores, sin embargo, el verbo "leer" seguía significando leer en voz alta. Es el caso de Lope de Vega que precisaba el verbo cuando aludía a una lectura silenciosa —por ejemplo, escribiendo "leer para sí".7

Como práctica de la sociabilidad letrada, la lectura en voz alta se apoderaba de todos los géneros literarios: no sólo de los géneros poéticos en sus diversas formas, sino tam­bién de las novelas caballerescas o pastoriles, los libros de historia, las epístolas o las obras teatrales.8 El autor del

7 Margit Frenk, "Vista, oído y memoria en el vocabulario de la lectura: Edad Media y Renacimiento", art. cit. 8 Margit Frenk, Entre la vo^y el silencio, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1977, pp. 21-38.

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segundo prólogo de la Celestina muestra claramente que el

texto de la tragicomedia se dirigía a un lector que iba a

leer la obra en voz alta para un público restringido de

oyentes: "Así que cuando diez personas se juntaren a oír

esta comedia en quien sepa esta differencia de condicio­

nes, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contien­

da en cosa que de tantas maneras se entienda?" Como lo

sugiere Ottavio di Camillo, no es necesariamente seme­

jante lectura la que evoca Proaza en su octava cuando

indica al lector: "Si amas y quieres a mucha atención /

leyendo a Calisto mover los oyentes, / cumple que sepas

hablar entre dientes / a vezes con gozo, esperanza y pas-

sión, / a vezes airado, con gran turbación; / Finge, leyen­

do, mil artes y modos; / pregunta y responde por boca de

todos, / llorando o riyendo en tiempo y sazón". Tal

advertencia puede dirigirse a un reátator a quien, según la

idea renacentista del teatro antiguo, se le asignaba la parte

hablada de la representación escénica.9

Numerosas son las circunstancias de la vida cortesana

o aristocrática que movilizaban la lectura en voz alta. 10

Así, las lecturas dirigidas al príncipe cuando comía o des­

pués de su cena, las lecturas religiosas hechas por el amo

9 Fernando de Rojas (y "Antiguo Autor"), La Celestina. Tragicomedia de

Calisto y Melibea, edición y estudio de Francisco J. Lobera y Guillermo Seres, Paloma Díaz-Mas, Carlos Mota e Iñigo Ruiz Arzálluz y Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 2000, p. 20 y pp. 352-353. Cf. el ensayo inédito de Ottavio di Camillo, "Consideraciones sobre La Celestina y las institu­ciones dramatúrgicas del humanismo en lengua vulgar".

10 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria en ¡a España de los

siglos XI ly xni, Salamanca, Publicaciones del SEMYR, 2000, pp. 99-100.

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de casa para su familia o sus criados, las lecturas de los libros de caballerías entre madre e hija tal como las recuerda Teresa de Jesús,1! o las lecturas para pasar tiem­po como ésta que propone Don Juan a Don Jerónimo en el capítulo LIX de la segunda parte de El Quijote "Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha [es decir, la continuación apócri­fa de AvaUenada]".l2

La lectura en voz alta desempeñaba también otro

papel: transmitir los textos a los analfabetos, que son

numerosos en la España del Siglo de Oro, aunque los

niveles de alfabetización en la península no sean tan débi­

les como se ha afirmado durante mucho tiempo.13

Cervantes ficcionaliza semejante transmisión de los tex­

tos en el capítulo xxxil de la primera parte de El Quijote,

en la que el ventero Juan Palomeque evocaba la lectura en

voz alta de dos novelas de caballería, Don Cirongilio de

Tracia y Felixmarte de Hircania, y de una crónica, la Historia

del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba: "Cuando es

tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos

segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual

coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos del

11 Santa Teresa de Jesús, Ubro de la vida, edición de Dámaso Chicharro, Madrid, Cátedra, 1993, pp. 123-124. 12 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, edición de Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes y Crítica, 1998, p. 1110. 13 Antonio Viñao Frago, "Alfabetización y primeras letras (siglos XVI-XVII)", en Antonio Castillo (ed.), Escribir y leer en el siglo de Cervantes,

Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 39-84.

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más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto,

que nos quita mil canas".14

Se aseguraba, así, a los textos de ficción una circula­

ción más allá de los "lectores";15 es muy claro también

que la forma "moderna" de la lectura en silencio y en

soledad no borró, inclusive para los letrados, las prácticas

más antiguas que vinculaban el texto con la voz.

LA LECTURA DOCTA

La primera Edad Moderna conoció, sin embargo, una

transformación importante de los hábitos de lectura de

los doctos. Fernando Bouza ha esbozado una tipología de

este nuevo modo de leer que hace hincapié en tres prác­

ticas: confeccionar cuadernos o cartapacios de citas,

hacer escolios manucritos junto al texto impreso y elabo­

rar sumas del contenido de los libros leídos.16 Todas estas

maneras de leer, que son también prácticas de escritura,

se remiten a una misma técnica intelectual: la técnica de

los lugares comunes.

Dos objetos fueron el soporte y el símbolo de esa

manera de leer. El primero es la rueda de libro. Estaba ya

presente en las bibliotecas medievales, pero los ingenie­

ros del Renacimiento propusieron su perfeccionamento

14 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, op. cit., p. 369. 15 María Cruz García de Enterría, "Lecturas y rasgos de un público", en Edad de Oro, XII, 1993, pp. 119-130. 16 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento j memoria en la España de los

siglos xny xni, op. cit., pp. 84-85.

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gracias a los progresos de la mecánica. Movida por una serie de engranajes, la rueda de libros permitía al lector hacer que, simultáneamente, aparecieran ante su vista los diferentes libros que estaban dipuestos en cada uno de los pupitres del aparato. La lectura que autoriza ese ins­trumento es una lectura de varios libros a la vez. El lec­tor docto que la realizaba era un lector que confrontaba, comparaba, cotejaba los textos, que los leía para extraer de ellos citas y ejemplos, y que los anotaba con el fin de copiar los pasajes que le llamaban la atención.

Los cuadernos de lugares comunes recibían los frag­mentos textuales así localizados. Se trataba, en primer lugar, de un instrumento pedagógico, ya que cada estu­diante debía copiar en unos cuadernillos, organizados por temas y tópicos, las citas que merecían una atención par­ticular por su interés gramatical, su ejemplaridad estilísti­ca o su valor argumentativo. Así es como Lope de Vega indicó a su hijo, en la dedicatoria de su comedia El verda­

dero amante. "Si no os inclináredes a las letras humanas, de que tengáis pocos libros, y esos selectos, y que le saquéis las sentencias, sin dejar pasar cosas que leáis notable sin línea o margen".17 Pero los cuadernos de lugares comu­nes acompañaban también todas las lecturas de los sabios y eruditos, ya que la abundancia de "sentencias" que pro­curaban alimentaba el ideal retórico de la "copia verborum

ac rerum", necesaria para toda argumentación. Lo demues-

17 Thomas E. Case, Las Dedicatorias de Partes X1II-XX de Lope de Vega,

Chapel Hill, University of North Carolina y Madrid, Editorial Castalia, 1975, pp. 84-85.

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tran los "libros" de lugares comunes del siglo XVI con­servados hasta ahora18 y lo ejemplifica la composición misma de numerosas voces del Tesoro y de su Suplemento

-así, por ejemplo, el trabajo de compilación que funda­menta las quince columnas de la voz "Elefante".

La lectura caracterizada por la técnica de los lugares comunes tenía sus especialistas: aquellos lectores "profe­sionales" empleados por las familias aristocráticas para acompañar a sus hijos en las universidades, asumir las tareas de secretario o de "lector", y componer los epíto­mes, compendios y glosas que ayudaban a su amo en la lectura de los clásicos.19 Pero, más allá de estos profesio­nales de la lectura, a menudo graduados universitarios, los libros de lugares comunes constituían un recurso com­partido para cualquier lector culto -aun cuando los auto­res, tal como Covarrubias en la voz "Harpócrates" del Suplemento, querían alejarse de su uso: "Y es dicho notable referido de los antiguos, que para hablar tenemos por maestros a los hombres y para callar a Dios. Este viene a hacer lugar común de que yo procuro mucho escusarme por no parecer que quiero trasladar lo que en otros aut-hores se hallará fácilmente, y tratando del Silencio es justo usar del".

Dos iniciativas de los editores renacentistas demues­tran la importancia de los lugares comunes como técnica

18 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria en la España de los

siglos XI7y XVII, op. cit, pp. 84-85. 19 Lisa Jardine y Anthony Grafton, " 'Studied for Action': How Gabriel Harvey Read His Livy", en Past and Present, 129, 1990, pp. 30-78.

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de lectura y de composición. Por un lado, numerosas son las ediciones de obras teatrales o poéticas que indican con diversos dispositivos (bastardilla, comas invertidas, estre­llas o pequeñas manos en las márgenes) los versos o las líneas que el lector debe destacar y a fin de cuentas copiar.20 Por otro lado, algunos editores publicaron anto­logías impresas de lugares comunes que circulaban en toda Europa y que permitían a los lectores conseguir fácilmente las citas que necesitaban para la composición de sus propios textos.21 Los repertorios de "apophteg-mas" (definido por Covarrubias como "una sentencia breve dicha con espíritu y agudeza, por persona grave y de autoridad, honrosa para el que la dize y provechosa para el que la oye"), que recopilaban dichos supuesta­mente emitidos por los Antiguos o por algunos autores españoles, desempeñaban un papel comparable, procu­rando a su lector las citas indispensables para una "copio­sa" argumentación.22

LIBROS IMPRESOS, TEXTOS MANUSCRITOS

¿Se puede, entonces, definir la "modernidad" de la lectu-

20 G. K. Hunter, "The Marking of Sententiae in Elízabeth Printed Plays, Poems, and Romances", en The Ubrary, Fifth Series, VI, 3/4, 1951, pp. 171-188. 21 Ann Moss, Printed Commonplace-Books and the Structuring of Kenaissance

Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996. 22 Melchor de Santa Cruz, Floresta española, edición de María Pilar Cuartero y Máxime Chevalier, Barcelona, Crítica, 1997.

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ra de los años 1480-1680 a partir de la circulación de los

textos impresos? Es claro que con la imprenta se amplia­

ron a la vez el público de los lectores y la familiaridad con

los libros. Al facilitar la multiplicación de los ejemplares,

las ediciones en pequeño formato y las traducciones a las

lenguas vulgares, la imprenta aseguró la difusión de los

textos clásicos y sabios más allá de los medios restringi­

dos que solían leerlos en la cultura manuscrita.

Es la divulgación misma de la cultura escrita otorgada

por la imprenta la que fundamentó el desprecio de la

nueva técnica y de sus productos.23 Duraderamente en

los siglos XVI y XVII, a la alabanza de la invención de

Gutemberg se opusieron las quejas contra las corrupcio­

nes que había introducido. Se condenaban la codicia, la

avidez y las piraterías de los libreros e impresores. Es así

que Don Quijote, al visitar una imprenta en Barcelona

—advierte el demasiado crédulo traductor— encuentra en

el taller contra "las entradas y salidas de los impresores y

las correspondencias, que hay de unos otros".24 Pero se

deploraba aún más la corrupción de los textos, deforma­

dos por los yerros y gazapos de ignorantes componedo­

res y alterados por su divulgación entre los manos de lec­

tores incapaces de entenderlos. El librero condenado al

infierno en los Sueños de Quevedo lo indica irónicamen­

te: "yo y todos los libreros nos condenamos por las obras

23 Fernando Bouza,"Para qué imprimir. De autores, público, impresores y manuscritos en el Siglo de Oro", en Cuadernos de Historia Moderna, 18, 1997, pp. 31-50. 24 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, op. cit., p. 1145.

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malas que hacen los otros, y por lo que hicimos barato de

los libros en romance y traducidos del latín, sabiendo ya

con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos

los sabios, que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a

Horacio en castellano en la caballeriza".25 Corruptora, la

imprenta se revela inútil. El exceso de los libros produce

sólo un saber ilusorio que es verdadera ignorancia. En

Fuenteovejuna, al campesino Barrildo que alaba la inven­

ción de la imprenta, el licenciado Leonelo replica: "Antes

que ignoran más siento por eso, / por no se reducir a

breve suma; / porque la confusión, con el exceso, / los

intentos resuelve en vana espuma; / y aquel que de leer

tiene más uso, / De ver sólo letreros está confuso".26 En

su voz "escrivir", el Tesoro comparte semejante diagnósti­

co: "Escrivir, algunas vezes significa fabricar obras y

dexarlas escritas e impresas de diferentes facultades; y

hanse dado tantos a escrivir que ya no ay donde quepan

los libros, ni dineros para comprarlos, ni ay cabeca que

pueda comprehender ni aun los títulos dellos". Como lo

afirma Leonelo a Barrildo que repite que "la impresión es

importante": "Sin ella muchos siglos se han pasado, / y

no vemos que en éste se levante / Un Jerónimo santo, un

Agustino".

El desprecio de la "impresión" es una de las razones

que explican por qué los lectores del Siglo de Oro no

25 Francisco de Quevedo , Los sueños, edición de Ignacio Arellano, Madrid,

Cátedra, 1991, p. 186.

26 Lope de Vega, Fuenteovejuna, edición de D o n a l d McGrady, Barcelona,

Crítica, 1993, pp. 87-88.

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abandonaron los manuscritos.27 Con sus doce voces dedicadas a la escritura, sus productores ("escriba", "escrivano", "escritor", "escriturario", "escriviente", "escrivanía"), sus lugares y muebles ("escritorio", "escri-torillo", "escrivanía"), sus técnicas y productos ("escri-vir", "escrito", "escritura"), el Tesoro introduce a su lector en un mundo en el cual la escritura de mano es una prác­tica común. La tipología de los libros presentados en la voz "librero" mezcla los libros escritos por sus poseedo­res con los libros estampados: así, el libro de memoria o pugillare; el libro de cuentas "que cerca de mercaderes comúnmente se llamó libro de caxa"; o, en la voz "carta", el cartapacio definido como "el libro de mano en que se escriven diversas materias y propósitos". Rechazando la tradicional disociación de los dos aprendizajes, Covarru-bias aboga por la enseñanza simultánea de la lectura y la escritura: "El escrivir se devía enseñar juntamente con el leer a todos los muchachos". Así los aldeanos podrán "no sólo labrar las tierras, sino tener su cuenta para saber lo que dan y lo que reciben, y no hazerla de cabeza, rayan­do en la pared, con que se pueden engañar, y los enga­ñan". Imitarían al ventero de El Quijote que tiene "un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrie­r o s " ^

Las conquistas de la producción impresa no significa-

27 Roger Chartier, "El manuscrito en la edad de la imprenta", en Las revo­

luciones de la cultura escrita. Diálogo e intervenciones, Barcelona, Gedisa, 2000, pp. 137-156. 28 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, op. cit., p. 60.

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ron, de ninguna manera, el fin de la circulación de los tex­tos copiados. El lector del Siglo de Oro, quien es también un "escritor" que anota, copia y traslada, es frecuente­mente un lector de manuscritos. Harold Love, para Inglaterra, y Fernando Bouza, para España, han pro­puesto un inventario de los géneros que, más que otros, fueron traslados por copistas profesionales o simples lec­tores: así, los tratados, discursos, o libelos políticos, las cartas de nuevas, las obras de historia, las antologías poé­ticas, las instrucciones nobiliarias o las partituras.29 Sin duda, la invención del arte de imprimir, atribuida por Covarrubias a "Juan Gutembergo, alemán, natural e de Argentona, el año de mil quatrocientos y quarenta", ha cambiado la condición de los "escrivanos" que "antigua­mente, y antes que huviesse impresión, ganavan muchos su vida a escrivir y copiar libros". No implica, sin embar­go, la desaparición de los libros escritos de mano, cuales­quiera que sean.

LENGUA VULGAR Y LATÍN

Otra definición del lector moderno podría vincularse con

la lectura en lengua vulgar. En el Diálogo de la lengua,

Valdés contesta así la pregunta del italiano Coriolano en

29 Harold Love, Scribal Publication in Seventeenth-Century England, Oxford, Clarendon Press, 1993, y Fernando Bouza, Corre manuscrito. Una historia

cultural del Siglo de Oro, Madrid, Marcial Pons, 2001. Cf. también H. R. Woudhuysen, Sir Philip Sidney and the Circulation of Manuscripts, 1558-1640,

Oxford, Clarendon Press, 1996.

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cuanto a los libros castellanos que deben leerse por su bueno estilo: "Digo que, como sabéis, entre lo que sta escrito en lengua castellana principalmente ay tres suertes de scrituras, unas en metro, otras en prosa, compuestas de su primer nacimiento en lengua castellana, agora sean, falsas, agora verdaderas; otras ay traduzidas de otras lenguas, espacialmente de la latina".30 Solamente cin­cuenta años depués de la introducción de la imprenta en España, Juan de Valdés propuso una biblioteca de las mejores obras en lengua vernacular que contenía libros "romencados de latín" (el Boecio de consolación, el Enquiri-

dión, algunos textos de devoción), traducciones del italia­no (por ejemplo la del Cortesano que, sin embargo, Valdés pretendía no haber leído), las obras de los poetas castella­nos del siglo XV, los libros de caballería y La Celestina, de la cual Valdés decía: "Corregidas estas dos cosas [el uso de vocablos fuera de propósito y el abuso de vocablos 'tan latinos que no se entienden en castellano'], soy de opinión que ningún libro ay escrito en castellano donde la lengua sta más natural, más propia ni más elegante".31

A este repertorio literario, Juan de Valdés añadía las coplas, romances, canciones y villancicos que se encuen­tran impresos en el Cancionero general "porque en aquellos refranes se ve muy bien la puridad de la lengua castella­n a " ^

30 Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, edición de Barbolani, Cristina,

Madrid, Cátedra, 1995, pp. 239-240.

31 Ibid., p. 255. 32/tó. , p. 126.

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Tanto la actividad editorial como el contenido de las bibliotecas particulares siguieron, pero con un notable retraso, los progresos de la escritura en lengua vulgar. Por un lado, los libros en latín mantuvieron su importancia en la producción libresca. Constituyen entre 35 y 45% de los libros impresos en cada década en Valencia entre 1490 y 1536 y aún 52% entre 1545 y 1572.33 En Barcelona, for­man 60% de la producción editorial entre 1501 y 1509, entre 45% y 50% entre 1510 y 1529, y entre 25% y 35% para la décadas entre 1530 y 1589 -salvo entre 1560 y 1569 donde alcazan el 41%.34 En ambas ciudades, la cas-tellanización de la producción progresa durante el siglo XVT a expensas, no sólo del latín, sino también del valen­ciano y del catalán. La conquista del castellano fue más precoz en Valencia, ya que es en la década de 1510 que los libros en castellano superaron a aquellos en valencia­no, y que desde la década de 1520 formaron entre 50% y 66% de la producción. La conquista fue más lenta en Barcelona, donde no fue sino hasta la década de 1560 que los libros en castellano superaron a aquellos en catalán, y lograron más de 60% sólo a partir de 1580.

Por otro lado, en Barcelona por lo menos, las biblio­tecas de las élites urbanas tradicionales, eclesiásticas pero también seglares, mostraron una resistencia aún más fuerte al latín que continuaba siendo la lengua dominan-

33 Philippe Berger, Libro j lectura en la Valencia del 'Renacimiento, Valencia,

Edicions Alfons el Magnánim, 1987, p. 336.

34 Manuel Peña, Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas (Barcelona, 1473-

1600), Lleida, Editorial Milenio, 1996, p. 288.

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te en estas colecciones.35 La "modernidad" lingüística caracterizó, ante todo, las bibliotecas más modestas de los mercaderes y artesanos, dominadas por el catalán hasta el último tercio del siglo y, después, por el caste­llano. Esto no significa que en la Barcelona del siglo XVI no circularan, en una amplia escala, textos impre­sos en lengua catalana, sino que estos textos pertene­cían a los repertorios de los "papeles populares" sin valor económico, que no registraban los notarios cuando hacían el inventario de los libros de un difun­to: berceroles, franselms, isopets, goigs, llunaris, ca-lendaris, cobles, etc. Lo que es claro es que, de mane­ra más duradera de lo que sugiere la "biblioteca" en romance de Juan de Valdés, el latín mantuvo una importancia fundamental en la producción y la pose­sión de los libros.

Mantuvo también su importancia en el Tesoro, en el que la palabra "ladino", que designaba a los que sabí­an el latín en el tiempo de los godos y de las Partidas,

era el nombre dado "oy en día" a los que tienen "entendimiento y discurso". Aunque el latín ha desa­parecido como lengua común, la palabra que se refie­re a su conocimiento sigue procurando el vocablo que distingue el hombre "avisado, astuto y cortesano" del vulgo ignorante. Covarrubias amplía el sentido de la palabra "ladino" más allá de los "discretos", cuando indica, en una alusión a su propio papel en la "instruc-

35 Manuel Peña, El laberinto de los libros. Historia cultural de la Barcelona del

Quinientos, Madrid, Fundación Sánchez Ruipérez, 1997.

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ción de los nuevos convertidos de Valencia":36 " a l

morisco y al estrangero que aprendió nuestra lengua,

con tanto cuidado que apenas le diferenciamos de noso­

tros, también le llamamos ladino".

LENGUA ESPAÑOLA Y BIBLIOTHECA HISPANA

En su su epístola dedicatoria a Felipe III, Covarrubias situaba el proyecto de su Tesoro dentro de una perspecti­va que convierte el estudio etimológico de la "mezcla de tantas lenguas de las quales consta la nuestra" en la pre­sentación de un diccionario que vincula estrechamente la excelencia de la lengua castellana, que se debe "ygualarla con la latina y la griega, y confessar ser muy parecida a la hebrea en sus frasis y modos de hablar", con la gloria de la "nación española" y de su rey.37 Sesenta años después, en 1672, la Bibliotheca hispana de Nicolás Antonio, publica­da en latín en Roma, desplazó el proyecto, del inventario de las palabras a un catálogo de todos los autores, anti­guos o contemporáneos, que nacieron en una "patria" que pertenece —o perteneció— a la monarquía española y que escribieron en latín o en la lengua "popular".38 Un

36 "Covarrubias y los mor iscos" , en Sebastián de Covarrubias , Suplemento

al Tesoro de la Lengua española castellana, op. cit, pp . CLXV-CLXXXVI. 3 7 Los dispositivos retóricos que aseguran semejante conversión están

analizados por Georgina Dopico, "Lengua e Imperio: Sueños de la nación

en los Tesoros de Covarrubias" , en Suplemento al Tesoro de la lengua española

castellana, op. cit, pp . CCXLII-CCLXXXIV.

38 Nicolás Antonio , Bibliotheca Hispana Nova sive Hispanorum qui usquam

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doble criterio organizaba entonces el monumento edifi­cado a la gloria de las letras españolas por Nicolás Antonio: el criterio de la soberanía política —aun cuando no exista más, como en el caso de los autores portugue­ses incluidos en la Biblioteca hispana- y el criterio de la len­gua que condujo a acoger a autores extranjeros, pero que redactaron sus escritos en "la lengua nacional de nuestro pueblo". Escrita en latín, pero con comentarios en caste­llano sobre las obras, y procurando referencias a libros redactados en ambas lenguas, la Bibliotheca hispana delimi­taba y alababa un patrimonio literario "nacional", cuya excelencia estaba presentada a la Europa letrada como contrapunto a la decadencia política y militar de la monarquía católica.39

Publicada a finales del siglo XVII, la obra de Nicolás Antonio radica, sin embargo, en los tiempos de Cova-rrubias. En primer lugar, es un ejemplo tardío del género de las bibliografías que, a partir de finales del siglo XV, publicaba, ya sea un catálogo de los autores nacidos en un mismo territorio "nacional", como, por ejemplo, los libros de Johnan Tritheim para Alemania (1495) o los de John Bale para Gran Bretaña (1548), o bien un catálogo de los autores que escribieron en una lengua vulgar: así la Libraría de Antón Francesco Doni (1550), la Bibliotheque de Francois de La Croix du Maine (1584) o la Bibliotheque d'Antoine Du Verdier

umquamve sive 'Latina sive populan quavis lingua scripto aliquid consignaverunt

Notitia, Roma, 1672. 39 Frangois Géal, Figures de la bibliotheque dans l'imaginaire espagnol du Siécle

d'Or, París, Honoré Champion, 1999.

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(1585).40 En España, semejante proyecto había conduci­do a la publicación de dos "bibliotecas": la Hispaniae

Bibliothecae de Andreas Schott (alias Peregrinus), publica­da en Francfurt en 1608, escrita en latín y llena de refe­rencias a obras en esa lengua, y el Epítome de una Biblioteca

oriental y occidental, náutica y geográfica de Antonio León Pinelo, editado en Madrid en 1629, que traducía al caste­llano los títulos de obras escritas en cuarenta y cuatro len­guas tanto en la península como en las Indias.

La Bibliotheca Hispana se sitúa también en el marco de los instrumentos propuestos a los lectores para que pue­dan ordenar y componer sus propias "bibliotecas", ya que indica el Tesoro: "Librería, quando es pública, se llama por nombre particular biblioteca". Para ayudar a la for­mación de las colecciones, se utilizaban los repertorios de autores y títulos tal como los libros de Schott o Pinelo, los catálogos de bibliotecas famosas que circulaban en ediciones impresas y los métodos para organizar cual­quier colección de libros, ya fuera real o en proyecto. En España, el primer ejemplo impreso de tal libro es el De

bene disponenda biblioteca, publicado por Francisco de Araoz en Madrid en 1631.41 Impreso en el formato in-octavo

"para poder tenerse más fácilmente a mano y llevarse con la suficiente comodidad por donde se quiera mientras se

40 Roger Chartier, El orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa

entre los siglos XIVy XVIII, Barcelona, Gedisa, 1994, pp. 76-89. 41 Solís de los Santos, El ingenioso bibliólogo Don Francisco de Arao^ (De

bene disponenda biblioteca, Matriti,1631), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1997.

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trabaja en la formación de bibliotecas", el libro de Francisco de Araoz distribuía entre quince categorías los títulos de los libros que, sin establecer un repertorio cerrado, procuraban ejemplos para la constitución de una colección de libros "dignos de ubicación, estudio y pon­deración".^

Estos instrumentos intentaban responder a dos ansie­

dades contradictorias frente a la cultura escrita. La prime­

ra era el temor a la pérdida, a la desaparición, al olvido.

Fundamentó en el Renacimiento la búsqueda de los tex­

tos antiguos, la copia y la impresión de los manuscritos,

la constitución de las bibliotecas regias o principescas

que, como la Laurentina, debían abarcar todos los sabe­

res y encerrar dentro de sus muros y clases bibliográficas

(sesenta y cuatro en la biblioteca de El Escorial) el univer­

so mismo.43 Pero la acumulación de los libros antiguos y

la multiplicación de los nuevos —gracias a la imprenta-

produjeron otra inquietud: el miedo frente a un exceso

indomable, frente a una abundancia confusa. Tanto en

España como en otras partes de Europa, los catálogos,

cualquiera que sea su objeto (una colección particular, el

repertorio de los autores de una "nación", la propuesta

de una biblioteca ideal), fueron los instrumentos podero­

sos que ayudaron a establecer un orden "moderno" de

los discursos.

42/tó¿, p. 106 y p. 116. 43 Fernando Bouza, Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del rei­

nado de Felipe II. Madrid, Akal, 1998, pp. 168-185.

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DISCRETO LECTOR Y VULGO

La imprenta sustituyó a las audiencias separadas y espe­

cializadas de la edad del manuscrito por un nuevo públi­

co, en el cual se mezclaban los estamentos, edades y

sexos.44 A este público se dirigían los nuevos géneros

tipográficos que ligaban una fórmula editorial -el pliego

suelto- y un repertorio textual en versos o prosa.45 El

pliego o el pkcs impreso se define fundamentalmente

como una hoja de papel doblada dos veces (es decir, ocho

páginas en el formato in-quarto) mientras que el Tesoro se

queda fiel a la definición manuscrita del "pliego': "Vale

dobladura, y de allí se dixo pliego de papel, porque se

dobla en dos hojas". En una jornada de trabajo, una

prensa podía imprimir entre 1250 y 1500 ejemplares de

un pliego. Así ajustada a las estructuras de la imprenta

española que contaba muchos talleres que no disponían

más que de una prensa, la fórmula del pliego (que podía

ampliarse hasta cuatro hojas de imprenta, o sea treinta y

dos páginas) imponía la elección de los textos cuya circu­

lación podía asegurar. Tenían que ser breves, susceptibles

de gran difusión y pertenecer a géneros "populares" en el

doble sentido, social y comercial, de la palabra. De ahí

surgen, en los siglos XVI y XVII, las preferencias para el

44 Dominique de Courcelles, y Carmen Val Julián (eds.), Desfemmes et des

livres. France etEspagne, Xll^-xvif sudes, París, Ecole des Chartes, 1999. 45 Víctor Infantes, "Los pliegos sueltos poéticos: constitución tipográfi­ca y contenido literario (1482-1600)", en En el Siglo de Oro. Estudios y tex­

tos de literatura áurea, 1992, Potomac, Maryland, Scripta humanistica, p. 47.

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repertorio poético tradicional de los romances,46 las rela­ciones de sucesos cuya producción anual se incrementó fuertemente a partir de la última década del siglo XVI,47 o las comedias sueltas.48 La amplia difusión de los pliegos permitió la presencia del escrito impreso en la cultura de lo cotidiano -aun para los analfabetos o mal alfabetiza­dos. Covarrubias evoca semejante difusión en la voz "carta" a partir de sus propios recuerdos valencianos: "Carta nova, en lengua valenciana, las coplas o relación en prosa de algún sucesso nuevo y notable, que los ciegos y los charlatanes y salta en vaneo, venden por las calles y las placas".

En el Tesoro, los pliegos se ubican dentro de todo un mundo de "papeles rotos de las calles": los libelos "escri­tos infamatorios, que sin autor se publican o fixándolos en colunas y esquinas de lugares públicos o esparciéndo­los por las calles y lugares públicos", los cartapeles, defi-

4,5 Antonio Rodríguez Moñino, Nuevo diccionario de pliegos sueltos poéticos (siglo

X\l), edición corregida y actualizada por Arthur L.-E Askins y Víctor Infantes, Madrid, Castalia, 1997; Joana Escobedo, Pkcs poétics catalans del

segle X\1I de la Biblioteca de Catalunya, Barcelona, Biblioteca de Catalunya, 1988, y María Cruz García de Enterría, Sociedad y poesía de cordel en el

Barroco, Madrid, Taurus, 1973. 47 Mercedes Agulló y Cobo, Relaciones de sucesos: I, años 1477-1619, Madrid, CSIC, 1966 y Las relaciones de sucesos (cañarás) en España (1500-1750), María Cruz García de Enterría, Henry Ettinghausen, Víctor Infantes y Augustin Redondo (eds.), París, Publications de la Sorbonne, y Alcalá de Henares, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 1996. 48 Jaime Molí, "Un tomo facticio de pliegos sueltos y el origen de las 'comedias sueltas' ", en De la imprenta al lector. Estudios sobre el libro español

de los siglos XII alxi-in, Madrid, Arco/Libros, 1994, pp. 57-75.

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nidos como "la escritura larga, que junta pliego con plie­

go, y no buelve hojas, como los editos que se fixan a las

puertas de las yglesias, tribunales y lugares públicos", los

carteles, entendidos como "el escrito que se pone en

tiempo de fiestas por los que han de ser mantenedores de

justas, o torneos, o juegos de sortijas, al pie del qual fir­

man los aventureros", o las cartillas, "la hoja donde están

escritas las letras del abecé, por donde empiecan a leer los

niños", y a la cual se refiere el delicioso diálogo entre

Peribañez y Casilda en la comedia de Lope: "Amar y hon­

rar su marido / es letra deste abecé, / siendo buena por

la B, / que es todo el bien que te pido".49

Al crear un nuevo público gracias a la circulación de

los textos en todos los estamentos sociales, los pliegos

sueltos y papeles públicos contribuyeron a la construc­

ción de la distinción entre el "vulgo" y el "discreto lec­

tor". En el Tesoro, la oposición vacila entre un sentido

inmediatamente social de los vocablos y otro esencial­

mente intelectual. La serie a la cual remite la voz "vulgo"

asocia las definiciones siguientes: "Vulgo. La gente ordi­

naria del pueblo", "Pueblo. Latine populus, el lugar y la

gente del", "Poblacho. La gente ruin, el vulgo", "Ruin.

Hombre de mal trato, o cosa que no es buena". Parte

"ordinaria" de pueblo, siempre pensado como corruptor

(por ejemplo de la lengua como en la voz "romance"), sin

urbanidad, en el sentido de "trato cortés y apazible", el

49 Lope de Vega, Peribáñe^j el Comendador de Ocaña, edición de Donald McGrady, Barcelona, Crítica, 1997. Cf. Víctor Infantes, "De la cartilla al libro", en Bulletin Hispaniqtte, tomo 97, 1995, pp. 36-66.

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vulgo está desprovisto del entendimiento que caracteriza al discreto, "hombre cuerdo y de buen seso, que sabe ponderar las cosas y dar a cada una su lugar" -tal como justamente lo enseña la técnica intelectual de los lugares comunes.

Mediante una dicotomía retórica que encontró su expresión más contundente en la fórmula del doble pró­logo, lo importante era descalificar a los lectores (o espec­tadores) desprovistos de discreción y juicio.50 En 1599, Mateo Alemán opone así, en los dos prólogos del Guzmán, el "vulgo" y el "discreto". Dirigiéndose al pri­mero, declara: "No quiero gozar el privilegio de tus hon­ras ni la franqueza de tus lisonjas, cuando con ello quie­ras honrarme, que la alabanza del malo es vergonzosa. Quiero más la reprehensión del bueno, por serlo el fin con que la hace, que tu estimación depravada, pues for­zoso ha de ser mala". Alabando al segundo escribe: "No me sea necesario con el discreto largos exordios ni proli­jas arengas: pues ni le desvanece la elocuencia de palabras ni lo tuerce la fuerza de oración a más de lo justo, ni estri­ba su felicidad en que le capte la benevolencia. A su corrección me allano, su amparo pido y su defensa me encomiendo".51 Pero en el Siglo de Oro, el "vulgo" cons­tituía el principal mercado tanto para los textos represen­tados sobre las tablas (ya que, como dijo Lope a propósi-

50 E. C. Riley, Cervantes's Tbeory of theNovel, Oxford, Clarendon Press, 1962 [trad. al español: Teoría de la novela en Cervantes, Madrid, Taurus, 1981]. 51 Mateo Alemán, Guarnan de Alfarache, edición de Francisco Rico, Barcelona, Planeta, 1983, p. 92 y p. 93.

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to de las comedias: "porque las paga el vulgo, Es justo /

hablarle en necio para darle gusto")52 como para los

romances, coplas y relaciones impresos en la forma del

pliego y vendidos por los ciegos.53 Es la existencia postu­

lada y comprobada de ese "vulgo" la que gobernó las

estrategias editoriales de los impresores y libreros.

En los tiempos de Covarrubias, la construcción de una

nueva figura del lector se remitió, así, a una paradoja. Los

lectores cultos y doctos, que acogieron las nuevas obras y

las nuevas técnicas intelectuales, se quedaron ampliamen­

te fieles a los objetos manuscritos y a las prácticas de la

oralidad. Al contrario, los lectores "populares", que no

pertenecían al mundo de los humanistas y que participa­

ban plenamente en una cultura tradicional oral y visual, se

constituyeron como el nuevo público al que se dirigieron

las innovaciones editoriales. Es este quiasmo el que fun­

damenta la ambigua "modernidad" de los lectores del

Siglo de Oro que asociaban, cada uno según su propio

ingenio o capacidad, la autoridad de las antiguas costum­

bres y las seducciones de las novedades.

52 Lope de Vega, "Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo", en Lope

de Vega esencial, edición de Felipe Pedraza, Madrid, Taurus, 1990, pp. 124-134. Cf. Roger Chartier, "Escribir y leer la comedia en el siglo de Cervantes", en Antonio Castillo (ed.), Escribirj leer en el siglo de Cervantes,

op. cit., pp. 243-254. 53 Jean-Francois Botrel, "Del ciego al lector", en Libros, prensa y lectura en

la España del siglo XIX, Madrid, Fundación Germán Sánchez Rupérez, 1993, pp. 15-175.

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E L ARTE DE IMPRIMIR

Ha ávido en este arte [el imprimir] hombres excelentíssimos en

Alemana y Italia y en Francia, y que, juntamente con ser impres-

sores, fueron en las letras muy doctos y de grandes erudición, como

fue Aldo Manucio, Badioy Frobenio, diligentíssimos en la corre-

cióny verdad de la letra, y otrros muchos. De lo qual ha redunda­

do que tanta multitud de libros que estavan perdidos y escondidos

han salido a lu^j go^ádose dellos en el mundo, con la qual ayuda

y aparejo salen y se ha^en tantos varones doctos quantos oy ay en

todas partes de la christiandad. Puesto que no sea esto la causa

principal, a lo menos creo que es muy grande parte y ayuda para

esto, porque con menos gastos y trabajos se hacen libros y se conos-

cen diversas cosas y materias que en ellos están escriptas. En lo qual

avía grande difficultady trabajo en la falta dellos, que no se sabí­

an o no se podían aver los auctores grandes y antiguos, y assí no

eran tan universales los estudios, puesto que no niego que se aya

tomado licencia demasiada en imprimir libros de poco fructoy pro­

vecho, de fábulas y mentiras, que mejor fuera no aver molde para

ellos, porque destruyen y cansan los ingenios y los apartan de la

buena y sana lecióny estudio. Vero el usar mal algunos de la arte

no le quita a ella su bondad y perfición.

Pedro Mexía, Silva de varia lección, tercera parte, capitulo

II, "En qué escrivian los antiguos, antes que huviesse

papel, y de qué manera. Y de la invención del papel y

pergamino. Quién halló el arte de imprimir y quán pro­

vechoso sea. Y qué manera se puede tener para que los

ciegos puedan escrivir". [Edición de Antonio Castro

Díaz, Madrid, Cátedra, 1990, n, p. 22-23].

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Escritura, oralidad e imagen

en el Siglo de Oro

urante mucho tiempo, la historia del libro y de la lectura, y la de los usos de la escritura han permanecido separadas. La historia de las prác­

ticas de lectura ha dado primacía, tradicionalmente, a los niveles de alfabetización, deducidos de los porcentajes de firmas en los documentos notariales y parroquiales, la presencia desigual del libro en los diferentes medios sociales, como lo indican los inventarios de las bibliote­cas, y aún la diversidad de la composición temática de las colecciones. En cambio, la historia de los usos de lo escri­to se ha dedicado a otros objetos: el control de los espa­cios, de la norma y de la enseñanza de la escritura, las utilizaciones políticas y administrativas del escrito, la pu­blicación y las producciones manuscritas.1 La primera intención del libro de Fernando Bouza que sirve de pun­to de apoyo a esta reflexión2 es la de reconstruir en su

1 La obra fundamental es la de Armando Petrucci, especialmente La scrit-

tura. Ideología e rappresenta^ione, Turín, Piccola Biblioteca Einaudi, 1986; Le

scritture ultime. Ideología delta morte e strategie dello scrivere nella tradi^ione occiden­

tal, Turín, Einaudi, 1995, y Alfabetismo, escritura y sociedad, prólogo de Roger Chartier y Jean Hébrard, Barcelona, Gedisa, 1999. 2 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento j memoria en la España de los

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totalidad la "cultura gráfica", de acuerdo con la expresión de Armando Petrucci, de la España de la primera moder­nidad, sin trazar límites artificiales entre prácticas de lec­tura y prácticas de escritura.

Sin duda, lectura y escritura pertenecían, entonces, a dos modelos distintos de aculturación. La difusión de la capacidad de leer corresponde a la voluntad de las Iglesias que desean que sus fieles interioricen las exigen­cias del cristianismo gracias a la lectura de los catecismos, de los libros de espiritualidad, de las obras de devoción, y, en los países reformados, de la Biblia misma, traducida a lenguas vernáculas. En cambio, la conquista de la apti­tud para la escritura es un deseo de los individuos o de las comunidades que ven en el saber escribir un instrumen­to útil para el manejo de lo cotidiano, la relación con el otro, o un posible ascenso social. En la mayor parte de los países europeos, cada aprendizaje tiene sus sitios y técnicas propias (deletrear en las escuelas de los primeros maestros, copiar en los talleres de los maestros de escri­tura), su tiempo particular (la enseñanza de la escritura se hace después de la adquisición del saber leer) y su finali­dad, ya sea someter al lector a la autoridad de los textos y, por consiguiente, a la autoridad de las instituciones que los producen e imponen, ya sea permitir a quien sepa escribir sustraerse a los controles y a las vigilancias.3

siglos XVIj xi-11, Salamanca, Publicaciones del Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas, 1999. 3 Cf. en Roger Chartier, "Culture écrite et littérature á l'áge moderne" en Annales. Histoire, Sciences Sociales, julio-octubre 2001, pp. 783-802.

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LA CULTURA ESCRITA DE LOS ANALFABETOS

Esta dicotomía rige la ideología que considera suficiente el aprendizaje de la lectura para los medios populares y para las mujeres. Fernando Bouza cita al canónigo Pedro Sánchez quien, en su Árbol de consideración y varia doctrina,

publicado en 1548, pinta así el retrato de la mujer ideal: "No ay necesidad de que sepa escrivir [...] si supiese leer, lea en libros de devoción y de buena doctrina, que el escrivir quédesse para los hombres. Sepa ella muy bien usar de una aguja, de un huso y una rueca, que no a menester usar de una pluma".4 Sin embargo, los humildes y las mujeres, o por lo menos algunos de ellos, se apro­piaron, frecuentemente con penosos esfuerzos, el poder de la escritura y franquearon los límites impuestos por los modelos dominantes. De ello, tenemos varios señales. La aguja fue, muchas veces, una pluma; y el bordado o la tapicería, la escuela o el soporte de la escritura femenina.5

Y los papeles que mencionan los inventarios post-mortem o que fueron conservados en los archivos familiares atesti­guan una práctica de la escritura en los medios populares más frecuente de lo que pudiera esperarse. Libros de cuentas, reconocimientos de deudas, recibos, libros de familia, diarios personales demuestran un deseo de escri-

4 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria, op, cit, p. 112. 5 Ann RosaKnd Jones y Peter Stallybrass, Renaissance Clothing and the

Materials of Memory, Cambridge University Press, 2000, pp. 134-171.

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tura ampliamente compartido, inspirado tanto por las necesidades económicas del taller y de la tienda como por las aspiraciones de los individuos.6

Pero aún para aquellos que no sabían leer ni escribir, la entrada al mundo de lo escrito era posible. Por lo menos en las ciudades, la escritura era omnipresente, en las diversas formas propuestas a la lectura o a la vista: letreros de las tiendas, anuncios impresos, inscripciones sobre los monu­mentos o las tumbas, carteles difamatorios, graffiti, etcétera. Las escrituras expuestas, listas al desciframiento de quien sabe leerlas para sí mismo o para otros, parecen ser tan numerosas en las ciudades de España como en las de Italia o en las de Inglaterra.7 A esta inmediatez de los escritos, pega-

6 James Amelang, The Flight of lcarus. Artisan Autobiography in Early Modern

Europe, Stanford, Stanford University Press, 1998 [trad. al español: El

vuelo de lean. Ea autobiografía popular en la Europa moderna, Madrid, Siglo xxi, 2003]; Antonio Castillo, Escrituras y escribientes. Prácticas de la cultura escrita en

una ciudad del Renacimiento, Las Palmas, 1997, y Manuel Peña Diaz, "Culture écrite et pratiques urbaines dans la Barcelone du XVle siécle", en Eesen und Schreiben in Europa 1500-1900. Vergleichende Perspektiven, edita­do por Alfred Messerli y Roger Chartier, Basilea, Schwabe & Co AG, 2000, pp. 49-63. 7 Para Italia, cf. Armando Petrucci, Ea scrittura, op. cit.; Laura Antonucci, "La scrittura giudicata. Perizie grafiche in procesi romani del primo Seicento", en Scrittura e Civillta, XIII, 1989, pp. 489-534, y Claudia Evan-gelisti, " 'Libelli famosi': processi per scritte infamanti nella Bologna di fine '500", en Annali della Fonda^ione Einaudi, vol. xxvn, 1992, pp. 181-239. Para Inglaterra, cf. Juliet Fleming, Graffiti and the Writing Arts of Earlj

Modern England, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2001. Para España, cf. Antonio Castillo, " Amanecieron en todas las partes públicas...' Un viaje al país de las denuncias", en Escribir y leer en el siglo de Cervantes,

Antonio Castillo (ed.), Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 143-191.

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dos a los muros o grabados en piedra, la actividad de librería añadió, desde el siglo XV, la circulación de textos impresos dirigidos a los más numerosos y menos letrados de los lecto­res. Los pliegos sueltos, vendidos y, a veces, compuestos por los vendedores ambulantes ciegos que controlaban su difu­sión, proponían al lector (y al auditorio) popular "romances", "coplas" y "relaciones de sucesos" -es decir, un repertorio impreso que, o bien retomaba los textos o las formas de la poesía oral, o bien publicaba las relaciones en prosa de los sucesos extraordinarios.8 También ahí, el mundo español conoció una fórmula editorial que tenía sus equivalentes, tal vez un poco más tardíos, en Inglaterra con los broadsi-

de ballads y los chapbooks, y en Francia con la Bibliothéque

b¿eue.9

8 Sobre los "pliegos sueltos", los estudios fundamentales son los de María Cruz García de Enterría, Sociedadj poesía de cordel en el Barroco, Madrid, Taurus, 1973; Víctor Infantes, "Los pliegos sueltos poéticos: constitución tipográfica y contenido literario (1482-1600)", en En el Siglo de Oro. Estudiosy textos de lite­

ratura áurea, Potomac, Maryland, Scripta humanística, 1992, pp. 47-58, y Pedro Cátedra, Invención, difusión y recepción de la literatura popular impresa (siglo Xll),

Mérida, España, Editora Regional de Extremadura, 2002. 9 Para Inglaterra, cf. Tessa Watt, Cheap Print and Popular Pie/y, 1550-1640,

Cambridge, Cambridge University Press, 1991; Adam Fox, "Ballads, Libéis and Popular Ridicule in Jacobean England" en Past and Present, 145, 1994, pp. 47-83; Margaret Spufford, Small Books and Pleasant Histories: Popular

Fiction and Its Readership in Seventeenth-Century England, Londres, Methuen, 1981. Para Francia, cf. Roger Chartier, El mundo como representaron. Estudios

sobre historia cultural, Barcelona, Gedisa Editorial, 1992, pp. 145-243, y Libros,

lecturas y lectores en la Edad Moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 93-195. Para una perspectiva comparativista, cf. Colportage et lecture populaire.

Imprimes de large circulation en Europe Xl'f-XD^ siecles, bajo la dirección de Roger Chartier y Hans-Jürgen Lüsebrink, París, IMEC Ediüons / Éditions de la Maison des Sciences de l'Homme, 1996.

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En ambos casos, el de las escrituras expuestas y el de los pliegos de cordel, su posible circulación iba mucho más allá de la población de aquellos y aquellas que sabían leer. La lectura en voz alta era, en efecto, una práctica común que permitía compartir los textos más allá de la parte alfabetizada de la población.10 Aunque es impor­tante no limitar el ejercicio de la lectura en voz alta sólo a los medios populares, puesto que también era un hábi­to de la sociabilidad letrada y aristocrática, o un instru­mento eclesiástico para el control de la justa interpreta­ción de los textos por sus oyentes, procuraba, en toda Europa, el medio por el cual los menos bien acomodados podían, ellos también, entrar en la cultura de lo escrito. El escrito llegó a ser el instrumento principal del gobierno de los espacios y de los pueblos; el saber letrado se fundó en los libros y en las lecturas, y la cultura de las capas sociales populares se vio profundamente penetrada, por lo menos en las ciudades, por la familiaridad con los numerosos textos leídos sobre los muros, comprados a los ciegos, escuchados o compartidos.

EL MANUSCRITO EN LA ERA DE LO IMPRESO

Las realidades de los siglos XVI y xvil son, no obstante,

10 Margit Frenk, Entre la w%j el si/enrío (La lectura en tiempos de Cervantes), Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1977, y María Cruz Garda de Enterría, "Lecturas y rasgos de un público", en Edad de Oro, xil, 1993, pp. 119-130.

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más complejas. En primer lugar, y en contra de una fuer­te tentación inspirada en los trabajos de Elizabeth Eisenstein,11 es necesario subrayar que la presencia masi­va de lo escrito en las sociedades de la primera era moderna no debe identificarse con las únicas conquistas de lo impreso. Por una parte, en el Siglo de Oro, los dis­cursos de desconfianza o de desdén con respecto a la imprenta multiplicaron los diagnósticos sombríos con respecto al peligro de un exceso de libros inútiles, con respecto a la corrupción de los textos por tipógrafos tor­pes y lectores ignorantes, y con respecto a las costumbres deshonestas de los libreros e impresores.12 Por otra parte, el crecimiento de la producción impresa no significaba, de manera alguna, la desaparición de los usos múltiples del manuscrito. Fernando Bouza levantó el inventario de las múltiples funciones asignadas, en el Siglo de Oro, a la escritura a mano en la era de la imprenta.13 Al igual que en la Inglaterra de la misma época,14 la copia manuscrita

11 Elizabeth Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Change.

Communications and Cultural Transformations in Early Modern Europe,

Cambridge, Cambridge University Press, 1979, y The Printing Revolution in

Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1993 [trad. al español: Ea revolución de la imprenta en la Edad Moderna, Madrid, Akal, 1994]. 12 Fernando Bouza, "Para qué imprimir. De autores, público, impresores y manuscritos en el Siglo de Oro", en Cuadernos de Historia Moderna, no. 18, Madrid, 1997, pp. 31-50. 13 Fernando Bouza, Corre manuscrito. Una historia cultural del Siglo de Oro,

Madrid, Marcial Pons, 2001. 14 Harold Love, Scribal Publication in Seventeenth-Century England, Oxford, Clarendon Press, 1993 (vuelto a publicar como The Culture and Commerce

of Texis. Scribal Publication in Seventeenth-Century England, Amherst,

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aseguró la publicación de numerosos géneros textuales: sátiras políticas, recopilaciones poéticas, textos heterodo­xos. Permitió, más fácilmente que la composición tipo­gráfica, la reproducción de un número limitado de ejem­plares de documentos de archivos, es decir, de libros impresos. Mantuvo el secreto y la flexibilidad de los tex­tos que no deben caer en manos del público y que son susceptibles de constantes añadiduras, por ejemplo, las instrucciones que redactaban los nobles para la educa­ción de sus hijos.

Sobre todo, la escritura manuscrita constituyó el ins­trumento esencial de la técnica intelectual que, en los medios letrados, reguló tanto la lectura como la escritura, es decir, la técnica de los lugares comunes.15 Ella suponía que el lector, estudiante o sabio, señalaba, en los márge­nes de los libros impresos, los pasajes que quería recor­dar, los copiaba en un cuaderno o en un librillo de memorias y, más tarde, los volvía a pasar en limpio en un libro de lugares comunes, organizado por temas y mate­rias. Se trata, por tanto, de constituir verdaderas bibliote­cas de extractos, de ejemplos y de referencias, disponibles

University of Massachusetts Press, 1998); Arthur F. Marrotti, Manuscript,

Print, and the Eng/ish Renaissatice Lyric, Ithaca, Cornell University Press, 1995, y H.R. Woudhuysen, Sir Philip Sidney and the Circulation of

Maniiscripts, 1558-1640, Oxford, Clarendon Press, 1996. 15 Ann Blair, "Humanist Methods in Natural Philosophy. The Commonplace Book", en Journal of the History of Ideas, 53, 1992, pp. 541-551; Lisajardine y Anthony Grafton, " 'Studied for Action': How Gabriel Harvey Read His Livy", en Past and Present, 129, 1990, pp. 30-78, y Francis Goyet, l^e sublime du "lieu commun". Uinvention rhétorique a la Renaissance,

París, Honoré Champion, 1996.

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para la composición de los nuevos discursos, incluso lite­

rarios, que exigían la "copia verborum ac rerurrf\ compues­

tos a partir de variaciones sobre temas o motivos ya

conocidos y que suponían la acumulación de las referen­

cias a las "auctoritates". Esta técnica fue común a todos los

sabios de la Europa del Renacimiento y fundamentó las

iniciativas de los editores que facilitaron la tarea de los

lectores al proponerles antologías impresas de lugares

comunes.16 Las compilaciones de extractos y citas lleva­

das a cabo por muchos letrados españoles atestiguan que

los sabios de la península ibérica compartían las mismas

prácticas intelectuales que los eruditos del Humanismo.17

PALABRAS, IMÁGENES, ESCRITOS

La imprenta no hizo desaparecer el manuscrito, que

siguió siendo un instrumento fundamental de la compo­

sición, de la transmisión y de la publicación de los textos.

Pero tal vez ahí no está lo más importante, en la medida

en que los progresos de la cultura escrita, en todas sus

formas, no redujeron, en lo absoluto, la importancia otor­

gada, en los siglos xvi y XVII, a otros dos soportes del

saber, de la memoria o de la persuasión: la imagen y la

oralidad. Los tres modos de la comunicación (las palabras

vivas, las imágenes pintadas o grabadas, los escritos

16 Ann Moss, Printed Commonplace-Books and the Structuring of Renaissance

Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996. 17 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria, op. cit., pp. 84-85.

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manuscritos o impresos) se consideraban, en ese enton­

ces, como formas equivalentes del conocimiento, dotadas

de una misma capacidad para significar "la cosa mesma y

también el mesmo concepto", como lo escribió en 1672,

en su libro Leer sin libro, el portugués Diego Henrique de

Vilhegas.18

Una equivalencia así planteada tenía varias consecuen­

cias. Permitió elegir uno u otro de los lenguajes disponi­

bles, no en función de la naturaleza del mensaje que debía

transmitirse, sino del público al que se dirigía y de las cir­

cunstancias de la comunicación. También fundamentó el

uso de los tres soportes de la expresión en cada uno de los

medios sociales, desde el más humilde hasta el más aristo­

crático.19 Al rechazar firmemente las oposiciones, dema­

siado fácilmente admitidas, entre cultura popular y cultu­

ra letrada, es menester subrayar que la oralidad también

estaba tan presente en el mundo de la corte como en los

medios populares, que la imagen podía dirigirse a todas las

miradas, a las más sabias o a las más ingenuas, y que, como

se dijo, el escrito no era privilegio sólo de los poderosos,

sino también llegaba a los analfabetos. Hoy en día, son

muchos los trabajos que han enfatizado la fluidez de la cir-

18 Ibid., p. 30-31. 19 Fernando Bouza dedicó numerosos estudios a la cultura de la corte y a las prácticas aristocráticas. Ver, entre otros, su libro Locos, enanosj hombres de

placer en la corte de los Austrias, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1991; su ensayo "Corte es decepción. Don Juan de Silva, conde de Portalegre", en La corte de Felipe ¡I, bajo la dirección de José Martínez Millán, Madrid, Alianza Editorial, 1994, pp. 451-502, y su reciente obra Palabra e imagen en

la corte. Cultura oral y visual en el Siglo de Oro, Madrid, Abada Editores, 2003.

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culación de los textos, de las imágenes y de las ideas entre

los diferentes medios de una misma sociedad.20

Constatar y movilizar la equivalencia que existe entre

la oralidad, la imagen y el escrito no significa, sin embar­

go, que los hombres de los siglos XVI y XVII ignoraran su

especificidad: la fuerza performativa de la palabra que

puede maldecir, conjurar o convencer; la capacidad de la

imagen de dar presencia al ser o a la cosa ausente; o la

posibilidad de reproducción y de conservación de los

textos que sólo el escrito, más particularmente el

escrito impreso, hace pensable. Esta conciencia de las

diferencias justifica los usos simultáneos de los tres

modos de la comunicación, por ejemplo, en el género

del emblema o en el ejercicio de la predicación. Y lleva

en sí las transformaciones de un mismo "discurso",

como lo muestra el ejemplo del mito de la superviven­

cia del rey portugués Sebastiáo, rumor que se convir­

tió en imágenes y luego en relatos impresos.21

20 Como ejemplos para estudios o reflexiones similares, cf. Natalie Zemon Davis, Socie/y and Culture in Early Modern France, Stanford, Stanford University Press, 1975 [trad. al español: Sociedad y cultura en la Francia moder­na, Barcelona, Crítica, 1993]; Cario Ginzburg, Ilfromaggio e i vermi. Ilcosmo di un mugnaio del '500, Turín, Einaudi, 1976 [trad. al español: El quesoy los gusa­nos. El universo de un molinero del siglo XI7, Madrid, Muchnik, 1981]; Michel de Certeau, L'Inpention du quotidien, París, UGE., 1980 [trad. al español: Ea invención de lo cotidiano, t. 1, Artes de hacer, México, Universidad Iberoame­ricana, 1996], y Claude Grignon y Jean-Claude Passeron, Ee savant et lepopu-laire. Misérabilisme et populisme en sociologie et en littérature, París, Gallimard/Seuil, 1989 [trad. al español: Eo culto y lo popular. Miserabilismo y populismo en sociología y en literatura, Madrid, Endymion, 1992]. 21 Lucette Valensi, Fables de la mémoire. Ea glorieuse bataille des trois rois, París, Editions du Seuil, 1992, y Fernando Bouza, Portugal no tempo dos Felipes. Política, cultura, representacoes (1580-1668), Lisboa, Cosmos, 2000.

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El juicio ambivalente que reconocía, a la vez, la igual­dad de las diferentes formas de la comunicación y sus capacidades específicas fundamentó la complementarie-dad de sus usos e, igualmente, los esfuerzos hechos para capturar, en una de ellas, los efectos propios de las otras dos. Así sucede cuando el escrito trata de captar o de imi­tar las fórmulas de la oralidad. Las ediciones impresas de las proclamaciones, de los sermones o de las obras de tea­tro tienden a restituir algo de la palabra viva, y sus cate­cismos, los folletos o los tratados de filosofía natural movilizan frecuentemente los recursos del diálogo.22 En contra de la idea, heredada del siglo XIX, de una diferen­cia radical entre el escrito y las otras formas de la comu­nicación, Fernando Bouza subraya la fuerte y duradera presencia de los poderes de la imagen y de la voz en el escrito: "Imágenes y voces [...] estuvieron presentes en esa realización de la escritura que es la lectura. Lo escrito siguió manteniendo una viva e intensa relación con esas otras dos formas de comunicación, conocimiento y memoria, quizá porque también en él había algo de la esencia creativa que hemos visto aparecer en una voz que increpa o bendice y en las poderosas imágenes cuya visión era propiciatoria".23

22 Cf. D.F. McKenzie, "Speech-Manuscript-Print", en New Directions in

Textual Studies, editado por D. Oliphant y R. Bradford, Austin, Harry Ransom Humanities Research Center, 1990, pp. 86-109 (vuelto a publi­car en Making Meaning, "Printers of the Mind" and Other Essays, editado por Peter D. McDonald y Michael F. Suárez, S.J., Amherst y Boston, University of Massachusetts Press, 2002, pp. 237-258). 23 Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria, op. cit,, p. 77.

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Una constatación similar permite resistir a la tenta­

ción del anacronismo que protege al escrito de toda

contaminación con los lenguajes que supuestamente

dejó al margen. También abre el camino a nuevas inves­

tigaciones, por ejemplo, a los estudios que hacen un

inventario de los escritos que tienen una fuerza perfor-

mativa idéntica a la de ciertos enunciados orales, o los

análisis que señalan los intercambios entre las imágenes

-construidas como discursos- y los escritos -investidos

del poder visual de la ekphrasisM Siguiendo las reflexio­

nes precursoras de Louis Marin,25 se trata, entonces, de

entender la complejidad de una situación en la que,

como lo muestran los emblemas, el texto y la imagen se

pensaban como dos lenguajes que utilizaban una misma

gramática, y hasta un mismo léxico, a la vez que estaban

dotados de poderes propios, lo que justificaba su yuxta­

posición, sus entrelazamientos o sus intercambios.

Hemos aceptado, durante demasiado tiempo, las sim­

plificaciones, las ideas recibidas, los mitos impuestos por

una historia que identificaba apresuradamente la raciona­

lidad y la modernidad sólo con la escritura, y que relega-

24 Fernando Bouza, Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del rei­

nado de Felipe 11, prólogo de Roger Chartier, Madrid, Akal, 1998. 25 Louis Marin, "Líre un tableau. Une lettre de Poussin en 1639" en Pratiques de la lecture, bajo la dirección de Roger Chartier, Marsella, Rivages, 1985, pp. 102-124; reedición París, Payot et Rivages, 1993, pp. 129-157, y Louis Marin, Des pouvoirs de l'image. Gloses, París, Seuil, 1993, "Le descripteur fantaisiste. Diderot", en Salón de 1765, Casanove, no. 94,

"Une marche d'armée", "descripción", pp. 72-101. Sobre la obra de Louis Marin, cf. Roger Chartier, Entre poder y placer. Culturay literatura en la

Edad Moderna, Madrid, Cátedra, 2000, pp. 73-87.

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ba al pasado o a lo popular el lenguaje de las imágenes y

las prácticas de oralidad. El trabajo de Fernando Bouza,

que aspira a escribir una historia de la comunicación que

reúna las formas de oralidad, las imágenes y los textos

escritos nos ayuda, junto con otros, a disipar esta ilusión.

e%¿>

DECIR Y MONSTRAR, VER E OÍR

Digo que el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su

viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño, ni muy grande, de cuyo

nombre no me acuerdo, y, en mitad de ¿aplaca del, por quien for­

zosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta, todos aten­

tos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién res­

catados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado

liento que tenían tendido en el suelo. Carecía que se habían descar­

gado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y rela­

toras de su pasada desventura; y uno de líos, que debía de ser de

hasta vantícuatro años, con vo% clara y en todo estremo esperta len­

gua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho o, por mejor decir,

a%ote que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los

oídos y ponía los estallidos en el cielo, bien así como hace el cochero,

que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo

por los aires.

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Por donde comentó su arenga el libre cautivo fue diciendo:

—Esta, señores, que aquí veis pintada, es la dudad de

Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo,

puerto universal de corsarios y amparo y refugio de ladrones, que,

deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles

a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las

colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas que,

por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar segu­

ras, a los menos de los bajeles turquescos".

Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persilesy Sigismunda,

capitulo Décimo del Tercero Libro. [Edición de Carlos

Romero Muñoz, Madrid, Cátedra, 1997, pp. 527-529].

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Ocio y negocio

en la Edad bÁoderna

n el Tesoro de la lengua castellana, Covarrubias define así la palabra "ocio": "No es tan usado vocablo como ociosidad, latine otium.

Ocioso, el que no se ocupa en cosa alguna".1 El ocio­so es el desocupado, el que no se detiene o se emba­raza en ninguna cosa, que no tiene ocupación. Los "ratos ociosos y desocupados" son momentos de tiempo libre disponibles para descansar, sosegarse o divertirse. El "desocupado lector" a quien se dirige el Prólogo de Til Quijote es, tal como el "otiosius lector" de la tradición clásica, un lector libre de su tiempo, que no lee por necesidad, sino por placer. Semejante lector es heredero de los alfabeti liber, como los llama Armando Petrucci, quienes, a partir del siglo xni , copiaron, hicieron copiar y leyeron libros sin respetar los repertorios canónicos, las técnicas intelectuales o las normas de lectura impuestas por el método esco­lástico o la glosa jurídica. En este sentido, el "desocu-

1 Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o espa­

ñola (Madrid, 1611), edición de Felipe C.R. Maldonado, Madrid, Editorial Castalia, 1995.

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pado lector" de El Quijote no es solamente un lector dueño de su tiempo, sino también un lector liberado de las reglas propias a los lectores, o lecturas profesio­nales de su tiempo.

Al ocioso, el Tesoro opone el "hombre ocupado, hombre de negocios". Así opuesto al "ocio", el "negocio" tiene dos sentidos que esclarecen su equi­valencia con "ocupación". Por un lado, el negocio es "la ocupación de cosa particular" que embaraza la mente o moviliza el cuerpo; por otro, el negocio es el oficio, "la ocupación que cada uno tiene en su estado" —lo que conduce a una definición despectiva del ocio: "por eso solemos decir del ocioso y desacreditado que ni tiene ni oficio ni beneficio". Está así construida la pareja ocio/negocio que permite etimologías chisto­sas (Covarrubias recuerda que "Dice un brocárdico: "Negotium, quia negat otium") y agudas paradojas. El ocioso es un desocupado ocupado, ya que "deja los negocios y, por descansar, se ocupa en alguna cosa de contento" y que, según la fórmula de Cicerón, "¿» otio

de negotiis cogitaf''.

La oposición entre oficio y ocio se remite a la dis­tancia entre las obligaciones de lo público y las liber­tades de lo privado, lo que Montaigne, en el capítulo "De trois commerces" de los Essais, designa, por un lado, como la "foule des affaires", "l'obligation civile" y, por otro, como "les occupations favories et particu-liéres". Covarrubias no propone una definición tan clara de la dicotomía entre la ociosidad del retiro y los negocios de la sociedad o del Estado. Sin embargo, la

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voz "publicar" asocia lo "público" con el espacio

abierto y el saber compart ido de la comunidad

("público, lo que todos saben y es notorio", "pública,

voz y fama") y la "república" con la idea del "bien

común". En la voz "privar" se perfila la oposición

entre privado y ocupación ("privado, el que ha sido

excluido de oficio o dignidad") y uno de los sentidos

encontrados en la voz "retirar" es "retirarse de los ofi­

cios es dejarlos por vivir en vida quieta y privada".

Entonces, es menester entender cómo se han vin­

culado las nociones de ociosidad y privacidad o, al

contrario, de negocio y público, tanto en las represen­

taciones de los hombres y mujeres de la Edad

Moderna como en el trabajo de los historiadores.

PRIVACIDAD, SOCIABILIDAD Y ESTADO

En 1983, en un seminario organizado para preparar el

tercer tomo de la Historia de la vida privada que dirigía

con Georges Duby, Philippe Aries propuso una doble

definición de la dicotomía entre lo público y lo priva­

do.2 La primera hace hincapié en la oposición entre

prácticas de la sociabilidad y formas de la intimidad.

Esta perspectivacentra toda la historia de la vida pri-

2 Philippe Aries, "Por una historia de la vida privada", en Historia de

la vida privada, dirigida por Philippe Aries y Georges Duby, tomo 3, Del Renacimiento a la Ilustración, volumen dirigido por Roger Chartier, Madrid, Taurus, 1989, pp. 7-19.

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vada en un cambio de sociabilidad; digamos grosso

modo, en la sustitución de una sociabilidad anónima, la de la calle, el patio del palacio, la plaza, la comuni­dad, por una sociabilidad restringida que se confun­de con la familia, o también con el propio individuo. Por tanto, el problema está en saber cómo se pasa de un tipo de sociabilidad en la que lo privado y lo público se confunden, a una sociabilidad en la que lo privado se halla separado de lo público e incluso lo absorbe o reduce su extensión.

La segunda definición de la dicotomía público/priva­

do desplaza la atención hacia el papel desempeñado

por la construcción del Estado moderno, no siempre

absolutista, pero sí en todas partes administrativo y

burocrático, en la emergencia y consolidación de espa­

cios de vida que resisten al dominio estatal. En esta

perspectiva, "lo público es el Estado, el servicio al

Estado, y, por otra parte, lo privado o, más bien, lo

'particular' correspondía a todo lo que se sustraía al

Estado". Se trata, entonces, de ligar dos evoluciones: la que

"desprivatiza" lo público con la separación entre la autoridad y administración estatal, y los intereses de los individuos, familias o clientelas; la que "privatiza" los espacios de la sociabilidad colectiva con la multi­plicación de los lugares de una convivencia elegida y restringida, la conquista de la intimidad y el gusto por la soledad, o la concentración en la familia y el espa­cio doméstico de los afectos y placeres íntimos. De

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ahí, la cuestión planteada por Philippe Aries, es decir, cómo se articularon estos dos aspectos de la construc­ción de lo privado: "Uno es el de la contraposición del hombre de Estado y del particular, y el de las relacio­nes entre la esfera del Estado y lo que será, en rigor, un espacio doméstico. El otro es el de la sociabilidad y el del paso de una sociabilidad anónima, en la que se confunden la noción de público y la de privado, a una sociabilidad fragmentada en la que aparecen sectores bien diferenciados: un residuo de sociabilidad anóni­ma, un sector profesional y un sector, también priva­do, reducido a la vida doméstica".

Semejante perspectiva permite construir una inter­pretación dinámica de la dicotomía entre lo privado y lo público, sin identificar inmediatamente la esfera privada con la célula familiar o el espacio doméstico, y pensando la constitución de lo privado como una serie de sustracciones sucesivas o simultáneas. La primera separa la existencia de los individuos particulares de las exigencias del servicio o de la obedencia requeri­dos por el Estado. La segunda libera lo privado de las imposiciones familiares. La tercera opone el espacio doméstico a las obligaciones de la sociabilidad colec­tiva. Según los momentos, los grupos sociales o los individuos, lo privado puede afirmarse de una manera u otra. Puede identificarse con el rechazo de la intru­sión del poder del príncipe en las conductas o los pen­samientos del individuo en su intimidad. O bien, la experiencia de la privacidad se establece contra la familia, en el seno de amistades compartidas, convi-

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vencias cómplices y sociabilidades elegidas. O, final­mente, es el ámbito familiar el que está considerado como el espacio propio y exclusivo de una vida íntima sustraída, a la vez, a las censuras e imposiciones de la sociedad y del Estado. Pero, cuando la familia está amenazada por las coacciones de las costumbres colectivas o por las conductas de algunos de sus miembros, sólo la autoridad pública puede suprimir el peligroso desorden y preservar el secreto que la honra familiar exige. Por consiguiente, la construcción del Estado moderno no sólo condujo a delimitar, por diferencia, un territorio para lo privado, sino que, a menudo, procuró la garantía y salvaguarda de este espacio. De ahí la paradójica denuncia de los distur­bios familiares a la autoridad estatal para que sean arreglados discreta y privadamente, fuera de los con­troles consuetudinarios. Entonces, entre la Edad Media y el siglo XIX, la definición de una manera nueva de concebir, vivir y preservar la existencia pri­vada no corresponde a una evolución lineal, regular y unívoca. Es una trayectoria compleja que, mediante rupturas o compromisos, dentro o fuera de la familia, contra la autoridad pública o gracias a ella, configura una esfera de existencia cuya definición es siempre plural y móvil.

Estas ideas propuestas por Philippe Aries son las que fundamentaron los cinco tomos de la Historia de la

vida privada, publicados en francés entre 1985 y 1987. Según los volúmenes y las preferencias de sus autores, el enfoque se deplazó desde una definición de lo pri-

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vado que lo identificaba fundamentalmente con el espacio doméstico de la familia (por ejemplo en los tomos dedicados a la Edad Media, dirigidos por Georges Duby; o el siglo XIX, dirigido por Michelle Perrot) y otra que hacía hincapié en las relaciones o tensiones entre diversas delimitaciones de la esfera de la existencia privada, dentro o contra la familia, en oposición a la autoridad pública o gracias a su apoyo, en la soledad o la sociablilidad {y. g. en el tomo dedi­cado a la época moderna, entre Renacimiento e Ilus­tración) .

La primera perspectiva era fiel a la definición de lo privado propuesta por Georges Duby en su "Pre­facio" a toda la serie, en el que lo entiende como "una zona de inmunidad ofrecida al repliegue, al retiro [...] Es un lugar familiar. Doméstico. Secreto también. En lo privado se encuentra encerrado lo que poseemos de más precioso, lo que sólo le pertenece a uno mismo, lo que no concierne a los demás, lo que no cabe divul­gar, ni mostrar, porque es algo demasiado diferente de las apariencias cuya salvaguardia pública exige el honor".3 La segunda perspectiva retomaba más preci­samente la inspiración de Philippe Aries, y ubicaba lo privado en varios espacios sociales: las sociabilidades restringidas, el hogar familiar, los espacios de la inti­midad o de la soledad. En efecto, la misma forma

3 Georges Duby, "Prefacio", en Historia de la vida privada, tomo I, Del

Imperio romano al año mil, volumen dirigido por Paul Veyne, Madrid, Taurus, 1987, pp. 9-11.

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social puede ser un refugio o una traba para lo priva­do. Es el caso de la parentela y del linaje, de los gru­pos de convivencia, de la familia. Según los tiempos, los lugares y las circunstancias, el individuo puede ver­los o vivirlos como un retiro seguro para sus afectos más secretos, o bien, sentir sus insoportables imposi­ciones. De ahí, el necesario examen de esas múltiples divisiones que hacen contraponerse los afectos de la amistad a los del matrimonio, los derechos de la fami­lia a los de la comunidad, la libertad del individuo a las disciplinas familiares.

Pese a sus debilidades (particularmente al carácter excesivamente francés de los tres últimos tomos), la Historia de la vida privada tuvo un gran éxito. La serie fue traducida en diez lenguas (once, si se toman en cuenta las dos versiones, portuguesa y brasileña), conoció numerosas reediciones y circula ahora en el formato de libros de bolsillo. Sería interesante enten­der las razones que fundamentaron semejante éxito. Me parece que esta arqueología de lo privado respon­de a dos evoluciones de las sociedades contemporáne­as en el mundo occidental. Por un lado, la "democra­tización" del acceso a una posibilidad de vida privada y de tiempo ocioso que caracterizó el siglo XX instaló la idea de que los lugares y los gestos de la privacidad, desde ahora compartidos más allá de las élites, consti­tuían un objeto importante de la historia de las socie­dades. Por otro lado, tanto la creciente intromisión del Estado en las existencias individuales y familiares como la emergencia de una sociedad de las muche-

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dumbres, del consumo y del espectáculo han produci­

do la nostalgia de una existencia privada que supues­

tamente habíamos perdido (para parodiar el título de

un libro famoso de Peter Laslett, The World We Have

Losl). De ahi surgen dos preguntas: ¿Cómo, casi vein­

te años después de la publicación del primer tomo de

la Historia de la vida privada, podemos evaluar las pers­

pectivas que fundamentaron todo el proyecto? ¿Cuáles

son las nuevas categorías conceptuales y las referencias

teóricas que debemos movilizar para profundizar la

construcción de la dicotomía privado/público que pro­

cura el marco de una interrogante en cuanto al ocio

durante la primera Edad Moderna?

VIDAS PRIVADAS EN AMÉRICA

Una primera aproximación a estas interrogantes puede tomar la forma de un viaje al otro lado del Atlántico, ya que, si la Historia de la vida privada, tal como la concibieron los historiadores franceses, se impuso como una "vulgata" para la Europa occiden­tal, no fue el caso en América Latina, en donde fueron publicadas tres historias originales de la vida privada: en Uruguay, Brasil y Argentina a partir, respectiva­mente, de 1996, 1997 y 1999. Si los tres proyectos se refieren explícitamente al modelo francés, sin embar­go rechazan la idea de un intento mimético e introdu­cen diferencias en su designio que se remiten tanto a la situación específica de cada uno de los tres países

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considerados como a los cambios que afectaron la escritura de la historia entre mediados de los años ochenta y finales de los años noventa.

La perspectiva desarollada por los historiadores uruguayos hace hincapié en la necesidad de ir "más allá del dualismo" o de la "diada público/privado", gracias a la búsqueda de la presencia de los modelos y sistemas de autoridad dentro de la privacidad y al aná­lisis de las prácticas domésticas convertidas en nor­mas culturales.4 Lo importante, por lo tanto, es reco­nocer "los procesos de intercambio e hibridación entre ambas esferas". De ahí, en una historia que abarca solamente los dos siglos entre 1780 y 1990, el desplazamiento de la atención sobre la quiebra que, dentro de la esfera privada invadida por lo público, genera el espacio de la intimidad y fundamenta el naci­miento de la subjetividad.

El proyecto brasileño introduce un desafío aún más fuerte para las categorías europeas, ya que insiste en dos rasgos específicos de la historia del país: por un lado, la larga dominación colonial; por otro lado, la duradera persistencia de la esclavitud. En el primer tomo de la serie, Fernando A. Nováis subraya la "ambigüedad" de la sociedad colonial que "al mismo tiempo está estratificada en una manera estamental [tal

4 José P. Barran, Gerardo Caetano, Teresa Porzecanski, "Construcción y fronteras de lo privado. Teoría e historia", en Historias de la vida privada en Uruguay, bajo la dirección de José P. Barran, Gerardo Caetano y Teresa Porzecanski, tomo I, Entre la honra y el desorden. 1780-1870, Montevideo, Taurus, 1996, pp. 8-72.

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como la sociedad de la metrópolis] y presenta una

intensa movilidad".5 Las manifestaciones de la intimi­

dad están, así, profundamente caracterizadas por las

estructuras de la colonización que introducen la ines­

tabilidad, la precariedad, la fluidez dentro de la jerar­

quía de los rangos y condiciones. En la conclusión del

volumen, Laura de Melho e Souza hace hincapié, por

su parte, en la importancia y los efectos de la esclavi­

tud que "en el siglo xix seguirá caracterizando la vida

privada brasileña",6 a la vez porque hipertrofia la reli­

giosidad en el ámbito doméstico y produce mestizajes y

sincretismos.

La última de las historias latinoamericas de la vida pri­

vada, dedicada a Argentina, también rechaza un "evolu­

cionismo simplificador" que identifica el proceso de pri­

vatización como "un proceso bastante lineal, homogéneo

y consentido [...] que implicaba la destrucción de la

comunidad y la emergencia sobre sus ruinas, por una

parte, del Estado moderno y, por otra, del individuo y de

los ámbitos familiares restringidos".7 Las razones para

alejarse de esta visión demasiado sencilla radican tanto

5 Fernando A. Nováis, "Condiciones de privacidad en a Colonia", en Historia da vida privada no Brasil, coordinador general de la colección: Fernando A. Nováis, tomo I, Cotidiano e vida privada ná América portuguesa, Sao Paulo, Companhia das Letras, 1997, pp. 13-49. 6 Laura de Melho e Souza, "Conclusáo", en Historia da vida privada no Brasil, tomo I, op. cit., pp. 439-446. 7 Fernando Devoto y Marta Madero, "Introducción", en Historia de la vida privada en la Argentina, bajo la dirección de Fernando Devoto y Marta Madero, tomo I, País antiguo. De la colonia a 1870, Buenos Aires, Taurus, 1999, pp. 7-21.

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en una reflexión teórica sobre la complejidad de las

relaciones entre Estado, sociabilidad y privacidad

como en la especificidad de la trayectoria histórica

argentina caracterizada por fenómenos singulares: el

desarrollo tardío de una sociabilidad de élite y, al con­

trario, la vitalidad exuberante de la sociabilidad popu­

lar rioplatense, la inversión del proceso de privatiza­

ción que empezó en las últimas décadas del Antiguo

Régimen y que fue detenido en la Revolución de

Mayo, que politizaba todos los ámbitos de la vida, o la

importancia excepcional de la inmigración masiva del

siglo xix. Debe añadirse la realidad bárbara y cruel

(padecida por los tres países, pero con una violencia

particular en la Argentina de los militares) que es la

invasión o, peor, la destrucción de los espacios priva­

dos por las dictaduras.

Este recodo por la América Latina nos obliga a

abandonar el etnocentrismo que marca la Historia de la

vida privada publicada en París. Muestra que el modelo

europeo de emergencia de la privacidad no es el único

y que, en cada situación, cambian las determinaciones

que rigen tanto la frontera entre lo público y lo priva­

do como las formas de vida de los individuos.

Algunos fenómenos desconocidos o marginales en

Europa adquieren una importancia esencial en las

colonias del Antiguo Régimen y las nuevas naciones

que nacen en los comienzos del siglo XIX. Hoy en día,

la escritura de las historias de la vida privada no

podría ignorar la reflexión entablada sobre la necesi­

dad de un retorno a una historia más global que com-

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para los procesos históricos, que hace hincapié en los intercambios y los mestizajes, y que delimita espacios que no se adecúan necesariamente ni a la definición aceptada sin discusión de la noción de "civilización occidental" (tal como en el proyecto de Aries y Duby), ni quizás a las fronteras de los Estados nacionales del presente (tal como las aceptan las historias latinoame­ricanas de la vida privada).

LA PIEL Y LA CAMISA

Una segunda reevaluación radica en una nueva lectura de la obra fundamental de Reinhart Koselleck. 8 Según el historiador alemán, hasta las guerras de religión de la se­gunda mitad del siglo XVI, la definición de lo público, entendido como el cuerpo místico y político del reino, abarcaba a todos los individuos que conformaban la comunidad indivisible de los subditos del príncipe, lugar­teniente de Dios. En efecto, en la primera Edad Moderna, la palabra "individuo" remitía, en primer lugar, a la indivisión de una entidad cuyos elementos son inse­parables, tal como la indivisible Trinidad o el matrimonio indivisible.9 La ruptura de la cristiandad quebró la uni-

8 Reinhart Koselleck, Kritik und Krise. Eine Studie %ur Pathogenese der bürgerlicben Welt, Friburgo, Verlag Karl Alber, 1959, reedición en Frankfurt, Suhrkamp, 1989 [trad. al español: Crítica y crisis en el mundo burgués, Madrid, Rialp, 1965]. 9 Peter Stallybrass, "Shakespeare, the Individual, and the Text", en Cultural Studies, L. Grossberg, C. Nelson y P. A. Treichler (eds.), Londres, Roudedge, 1992, pp. 593-612.

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dad del cuerpo político e introdujo otra definición del individuo como distinto, separado, singular. La restau­ración de la unidad de la res publica fue pagada al costo de una división fundamental. Lo público, desde ahora identificado con la autoridad del príncipe absoluto y gobernado por la lógica propia de la razón de Estado, produjo, por diferencia, una esfera de lo particular, regida por los mandamientos de la fe y las exigencias de la conciencia del individuo. La relegación de los valores éticos o de las creencias religiosas en el ámbi­to de la existencia privada reforzó el poder del Estado que confiscó y absorbió la res publica. Pero instauró también una dicotomía en cada individuo, dividido entre el oficio público y la persona privada o, como lo escribe Montaigne, entre la "camisa" y la "piel", entre el alcalde de Burdeos y Montaigne, que "siempre fue­ron dos, bien claramente separados".10 En un cierto sentido, cada uno de los subditos tiene dos cuerpos tal como su rey, que es dividido entre su cuerpo místico y su cuerpo físico,!1 entre la representación de la con­tinuidad dinástica y los secretos o sufrimientos del monarca como individuo. El monarca es hombre y tiene piel, pero no puede salir del teatro público del ritual cortesano, no puede quitarse la camisa: "A un rey no le falta nada sino las dulzuras de una vida pri-

10 Michel de Montaigne, Essais, edición de André Tournon, París, Imprimerie Nationale, 1998, libro III, capítulo x, p. 347. 11 Ernst Kantorowic2, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología polí­

tica, Madrid, Alianza, 1985.

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vada; sólo puede ser consolado de una pérdida tan

grande por el encanto de la amistad, y la fidelidad de

sus amigos".1 2

En el siglo XVII, en Francia, la literatura y, particu­

larmente, el teatro, representa a menudo las diversas

modalidades de la relación entre lo particular y lo

público. En Horace, Corneille opone el sacrificio de lo

particular a lo público tal como lo exige Horace, y la

petición para la salvaguarda de los derechos de lo pri­

vado que reivindican Curiace o Sabine. En Le Cid, el

personaje de Chiméne está construido a partir de la

interiorización dolorosa del conflicto entre la fuerza

indestructible de los afectos privados y la necesidad

de composición pública de las apariencias - u n con­

flicto que sólo la obedencia a la voluntad del rey

puede resolver.

Ma passion s'oppose á mon ressentiment,

Dedans mon ennemi je trouve mon amant,

Et je sens qu'en dépit de toute ma colére

Rodrigue dans mon coeur combat encoré mon pére.13

Si el teatro de Corneille supone el sacrificio de los

intereses particulares a las exigencias superiores de la

res publica, nunca la razón de Estado borra los senti-

12 La Bruyére, Les caracteres, edición de Louis van Delft, París, Imprimerie Nationale, 1998, p. 318. 13 Corneille, he Cid, edición de Jean Serroy, París, Gallimard, 1993, acto III, escena 3, versos 820-824, p. 90 [trad. al español: El Cid, tra­ducción de Carlos R. de Dampierre, Madrid, Cátedra, 1986, p. 105].

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mientos privados, los deseos del yo o la libertad del foro interno. Es este "resto" de lo particular que desa­parece con las tragedias de Racine, en las cuales las pasiones privadas olvidan y destruyen las apariencias públicas. Se confunden, así, los dos cuerpos de cada individuo, sea rey o no, las heridas de lo particular y las destemplanzas de lo público, la "piel" y la "cami-sa".i4

La división entre los valores de la persona y las obligaciones de la esfera pública, identificada con el campo de imposición de la soberanía política, asentó sin ninguna duda el poder del Estado. Pero creó tam­bién su vulnerabilidad desde el momento en que esos mismos valores podían someter a sus exigencias las acciones del príncipe, los principios de su gobierno o la razón de Estado. En el siglo XVIII, las nuevas for­mas de sociabilidad y, particularmente, las logias masónicas se erigieron en jueces morales, aplicando al Estado los criterios de juicio que él mismo había rele­gado en la esfera privada. La distincción entre la con­ciencia individual y la autoridad estatal se volvió así en contra del mecanismo que la había instaurado. Como escribe Koselleck: "Aparentemente sin afectar al Estado, los burgueses crean en las logias —fuero inte­rior secreto dentro de ese Estado— un lugar en el que se verifica, protegida por el secreto, la libertad civil. La

14 Ver los dos libros de Héléne Merlin: Public et littérature en France au

XVf siecle, París, Les Belles Lettres, 1994, y Uabsolutisme dans les lettres

et la tbéorie des deux corps. Passions etpolitique, París, Honoré Champion, 2000.

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libertad en secreto pasa a ser el secreto de la liber­tad".15 La ética de lo particular está así transformada en conciencia de la política, y lo privado se vuelve juez de lo público. La originalidad de semejante perspecti­va consiste en pensar la producción de lo privado como el resultado, a la vez, de la quiebra de la cristian­dad y de la afirmación de la racionalidad propia al ejercicio absoluto del poder monárquico. Por lo tanto, sitúa en la segunda mitad del siglo XVI tanto la cons­trucción de la dicotomía que divide a cada individuo como las raíces del proceso que, dos siglos después, instaurará el "reino de la crítica".

LOS USOS DE LA RAZÓN

Una historia de la vida privada pensada a partir de su relación con lo público debe, hoy en día, hacer hinca­pié también en otra perspectiva que reformula ambas nociones. Durante el siglo xvill, en efecto, y a partir del uso público de la razón por parte de las personas privadas, se construye el espacio político en el que se despliega la práctica crítica que se apodera de las cre­encias, las doctrinas y las instituciones. Esta nueva relación entre lo privado y lo público puede definirse de diversas maneras.

La definición más abstracta y filosófica encuentra su expresión en el texto de Kant de 1784, publicado

15 Reinhart Koselleck, op. cit., p. 60.

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en el Berlinische Monatschrifi, "Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?"16 Kant propone allí una dis­tinción entre "uso público" y "uso privado" de la razón que, en su formulación particular, va acompañada de una aparente paradoja. En efecto, el uso privado es el que un individuo puede hacer en un puesto civil o en una función determinada que le ha sido encomendada. El uso privado de la razón se asocia, así, al ejercicio de un cargo o de un oficio. El ejercicio del entendimiento en tales cir­cunstancias puede ser legítimamente refrenado en nom­bre de los "fines públicos" que garantizan la existencia misma de la comunidad - lo que Kant denomina "la tran­quilidad pública y la unidad del ser común". La categoría de privado se remite, entonces, a la naturaleza de la comunidad en la que se hace uso del entendimiento. Una asamblea de fieles o una Iglesia particular, un ejército, e incluso un Estado son todas entidades singulares, cir­cunscritas, localizadas, en las cuales el individuo tiene que actuar en conformidad con las obligaciones de su oficio.

Las "familias" sociales (Estados, Iglesias, etc.) son seg­mentos que fragmentan la "sociedad cosmopolita de los hombres" y deben, por lo tanto, ser consideradas como pertenecientes al orden de lo privado por contraste con la sociedad civil universal que no está inserta en ningún territorio determinado y que no conoce limitación alguna

16 Emmanuel Kant, "¿Qué es la Ilustración?, en Emmanuel Kant, Filosofía

de la historia, México, FCE, 1978, pp. 95-122. Otra traducción, en Immanuel Kant, "Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?", en ¿Qué es Ilustración?, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 17-29.

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en su composición. Así situado en la escala de lo univer­sal, el uso público de la razón se opone en todos sus tér­minos al privado, que es ejercido dentro de una relación de dominación, específica y restringida. "Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro [o docto

(Ge/ehrter)] se puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores": "como maestro" o sabio, es decir como miembro de una sociedad que no conoce las diferencias de estamentos y de rangos; "ante el gran público del mundo de lectores", es decir, dirigido a una comunidad que no está definida por su identidad institu­cional o su peculiaridad social.

En este texto fundamental, Kant produce una doble ruptura. Por un lado, propone una articulación inédita en la relación público/privado, no sólo identificando el ejer­cicio público de la razón con los juicios emitidos y comu­nicados por las personas privadas que actúan "como maestros'' o "en calidad de experto", sino, además, defi­niendo lo público como la esfera de lo universal, y lo pri­vado como el dominio de los intereses particulares, "domésticos" —aun cuando se trate de los de una Iglesia o un Estado. Por otro lado, Kant cambia la manera en que deben ser pensados los límites legítimos impuestos a la actividad crítica. Esos límites ya no dependen de la naturaleza de los objetos de pensamiento en sí - como en el razonamiento cartesiano que sostiene, al comienzo, que hay dominios prohibidos a la duda metódica. Para Kant, esos límites dependen solamente de la posición del sujeto que piensa, legítimamente obligado cuando ejecu­ta los deberes de su cargo o de su estado, y necesariamen-

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te libre cuando actúa como miembro de la sociedad civil universal.

Lo que hace la unidad de esta última es la circulación del escrito que autoriza la comunicación y la discusión de los pensamientos. Kant asocia sistemáticamente uso público de la razón y producción o lectura del escrito. El "público" no está, pues, pensado a partir de las nuevas formas de sociabilidad del siglo (por ejemplo los clubes, los cafés, las logias masónicas, etc.), sin duda porque éstas conservan algo de una reunión "doméstica", y se aseme­jan a una comunidad particular, separada. La única figura aceptable de lo universal es la comunicación escrita, que permite el intercambio con quienes están ausentes y se despliega en un espacio autónomo sin ubicación social particular.

Es bien sabido el uso que hizo Jürgen Habermas de la referencia a Kant en su famoso libro, publicado en 1962, en el que define la "esfera pública burguesa" ^bürgerliche Offent/ichkeif] como "la esfera en la que las personas pri­vadas se reúnen en calidad de público" para ejercer el "razonamiento público" ["das offentliche Rasonament')".^ Se reconoce, así, un vínculo fundamental entre la cons­trucción de una nueva forma de "publicidad" y la comu­nicación establecida entre personas "privadas" liberadas

17 Jürgen Habermas, Strukturwandel der Offentlichheit. Untersuchungen ^u einer

Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft, Neuwied, Hermann Luchterhand Verlag, 1962, reedición en Francfort, Suhrkamp, 1991 [trad. al español: Historia y critica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gilí, 1981, reedi­ción 1994, pp. 65-66].

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de las obligaciones debidas al Estado. Esta comunicación afirma que no existe ningún campo de discusión prohibi­do al ejercicio del razonamiento público por las personas privadas y postula una igualdad a priori entre los indivi­duos, distinguidos por la evidencia y coherencia de su argumentación y no por su estamento o rango.

Quisiera subrayar la distorsión operada por Habermas en relación con su matriz kantiana. En efecto, identifica la esfera pública burguesa, en primer lugar literaria y des­pués política, con las sociabilidades o instituciones que establecieron el público como una instancia de la crítica estética: los salones, los cafés, los clubes. A diferencia del texto de Kant, Habermas hace hincapié en la importan­cia de la palabra viva, de la conversación, del debate. Esta "publicidad", que quita a las autoridades tradicionales (la corte, las academias, los expertos) el monopolio de la eva­luación de las producciones literarias o artísticas, amplía la comunidad crítica, ya que incluye "a todas las personas privadas a las que, como lectores, oyentes y espectadores, se les presupone patrimonio e instrucción suficientes para enseñorarse del mercado de los objetos en discu-sión".i8

Ambas perspectivas suponen que están excluidas del "público compuesto por personas privadas racio­cinantes" ["das offentliche Kasonnement der Privatleuté"^ todos los que, sin patrimonio ni instrucción, no pueden disfrutar del ocio que otorga, sea la lectura y la escritura

18 Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, op. cit., p. 75. 19 Ibid., p. 88.

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crítica o el encuentro social e intelectual. Pero si para Kant semejante ocio está estrictamente pensado según el modelo del otium litteratum, que es un tiempo dedicado al leer y al escribir, la perspectiva de Habermas, más fiel a las definiciones clásicas de los términos "privado" y "público", piensa la producción de los discursos "públi­cos" a partir de los placeres compartidos de la sociabili­dad.

¿Es legítimo designar como "burgués" este nuevo espacio público? En un tiempo en el que este epíteto fue recha2ado tanto para caracterizar a la Ilustración como para calificar a la Revolución francesa, su uso por Habermas parece implicar un retorno a la más rígida y anacrónica conceptualización marxista. De ahí, el común rechazo por parte de historiadores tan diferentes como Robert Darnton o Keith Baker a la pertinencia de su libro para pensar la relación entre privado y público en el siglo XVTII.

Me parece, sin embargo, que debemos evitar las tram­pas de las palabras - y de las traducciones. Por una parte, el uso de la sola palabra "burgués" esconde la pluralidad de las definiciones de las "burguesías" distiguidas por Habermas: en primer lugar, la definición medieval que remite a la residencia ciudadana y que incluye a "los vie­jos estamentos profesionales de los artesanos y tenderos" ["Handiverker und Krámer"]; en segundo lugar, la definición capitalista que designa a "los comerciantes, banqueros, editores y manufactureros" ["Hdnd/er, Bankiers, Verkger

undManufakturistert*]; en tercer lugar, la definición buro­crática que abarca a "la nueva capa burguesa" de todos

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los que ejercen cargos y oficios al servicio del Estado moderno" \"e¿ne neue Schicht der 'Bürgerfíchen'' entstanderí\ y, finalmente, la definición cultural que identifica el público que lee con el "nuevo estamento de los sabios" ['der neue

Stand der Gekhrten"].20

La taxonomía social de Habermas evita la reificación del concepto de burguesía y sugiere una forma nueva de dicotomía entre la "piel" y la "camisa", lo privado y el ofi­cio, ya que son los servidores del Estado los que mayori-tariamente construyeron la nueva esfera pública y crítica. Como escribe Anthony La Vopa en cuanto a las formas de sociabilidad del Aufkldrung. "Fue precisamente la élite de la administración, muy estratificada y más o menos implicada en las actividades del absolutismo, la que cons­tituyó el centro de gravedad de la nueva sociabilidad de la Ilustración. El nuevo espacio social, y sobre todo las logias masónicas, fue ocupado en su mayor parte por los grupos que constituían el 'Estado'. Aunque fuesen luga­res para retirarse en privado, fuera del absolutismo, fue­ron también sus extensiones informales"21 —lo que es una elegante manera de conciliar a Koselleck y a Habermas...

Por otra parte, en el libro de Habermas, el término "burgués" no tiene siempre un sentido sociológico. Lo utiliza para designar una relación distanciada y crítica con la autoridad, expresada gracias a las prácticas de sociabi-

20Jtó/. ,pp. 60-61. 21 Anthony La Vopa, "Conceiving a Public: Ideas and Society in

Eighteenth-Century Europe", Journal of Modern History, 64, 1992, pp.

79-116.

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lidad que se sitúan a distancia del Estado, excluyen al vulgo e implican a todos los que, cualquiera que sea su estamento o condición, disfrutan de un tiempo ocioso y participan en la discusión pública. En la Francia del XVIII,

la categoría de "opinión pública" apuntó a este "tribunal independiente de todo poder humano, al que resulta difí­cil ocultarle nada y al que es imposible sustraerse" que describe Condorcet.22

HABITUS, AUTOCONTROL Y OCIO

Una última reevaluación de la dicotomía entre lo priva­do y lo público, el ocio y el negocio, debe prestar más atención a los mecanismos que incorporan en lo íntimo de los individuos las coacciones propias a los espacios colectivos en los cuales despliegan su existencia. Sería otra manera para comprender la presencia de lo público en el seno mismo de lo privado. Semejante perspectiva puede apoyarse sobre dos referencias fundamentales. La obra de Norbert Elias procura la primera. Establece que, de todas las evoluciones culturales europeas entre fines de la Edad Media y los albores del siglo XIX, la más fundamental es la que modifica, lenta pero profunda­mente, las estructuras mismas de la personalidad de los individuos.23 En la larga duración, con diferencias y des-

22 C o n d o r c e t , Esquisse d'un tablean historique des progres de l'esprit humain,

París, Flammarion, 1988, p. 188.

23 N o r b e r t El ias , Uber den Pro^ess der Zivilisation. So^iogenetische undpsj-

chogenetische Untersuchungen, Basilea, 1939 [trad. al e spaño l : El proceso de

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fases según los medios sociales, se introduce una nueva economía emocional caracterizada por un rasgo esencial: el reemplazo de las coacciones impuestas desde el exte­rior a las pulsiones de los individuos, por mecanismos estables y rigurosos de autocontrol, gracias a los cuales son interiorizadas las prohibiciones y las censuras. La vio­lencia que durante mucho tiempo no había tenido por límite más que una violencia contraria resulta prohibida, perseguida, reprimida. De ese modo, van a la par la paci­ficación del espacio social (al menos parcial y tendencial) y lo que es su corolario: la transferencia hacia el interior mismo del individuo de los conflictos y tensiones que antes se expresaban en el enfrentamiento abierto y san­griento con el otro.

No sin contradicciones ni retrocesos, emerge así una nueva estructura de la personalidad, caracterizada por varios rasgos: un control más estricto de las pulsiones y las emociones, el rechazo de las promiscuidades, la sus­tracción de las funciones naturales a la mirada de los otros, el fortalecimiento de la sensación de turbación y de las exigencias de pudor. En todo el mundo occidental, el aumento de las interdependencias entre los individuos, obligados al intercambio por la diferenciación de las fun­ciones sociales, es el mecanismo que produce la necesaria interiorización de las prohibiciones gracias a las cuales la

la civilización. Investigaciones sociogéticasypsicogenéticas, México, FCE, 1989] y Die hófische Gesellschaft. Untersuchungen %ur So^iologie Konigtums und der

hofischen Aristokatie mit einer Enleitung: So^iologie und Geschichts-

wissenschaft, Neuwied y Berlín, Luchterhand, 1969 [trad. al español: La sociedad cortesana, México, FCE, 1982].

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vida en sociedad puede ser menos áspera, menos brutal. Si el caso francés propone un perfil original de esa trayec­toria compartida es porque el proceso de civilización encuentra en el reino su laboratorio, en una forma de sociedad de menor o diferente importancia a la de otras partes: la corte.

La sociedad cortesana propone, en efecto, la modali­dad más radical y exigente de la transformación de la afectividad, y esto porque las interdependencias adquie­ren en esta configuración social particular una intensidad y una densidad excepcionales. Al inscribir la distinción en la proximidad, la realidad en la apariencia, la superioridad en la sumisión, el negocio político en el ocio perpetuo, la existencia cortesana modela una racionalidad propia que tiene su origen en las coacciones específicas impuestas por la vida en el palacio del rey. Por lo tanto, las disposi­ciones intelectuales y afectivas de los individuos deben pensarse como la incorporación en su economía psíquica de las interdependencias que los ligan. Así, el modelo de inteligibilidad propuesto por Elias permite entender cómo los lazos que unen a los individuos en el espacio público plasman la definición, la delimitación y la expe­riencia de lo privado.

La segunda propuesta teórica útil para pensar la pre­sencia del mundo social dentro del individuo está procu­rada por el concepto de habitas, tal como lo ha formula­do Pierre Bourdieu, haciendo hincapié en su doble dimensión. Por una parte, el habitus incorpora en el indi­viduo las estructuras del mundo social tal como las cono­ce inmediata y corporalmente, a partir de su propia posi-

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ción o trayectoria en la sociedad. En este sentido, el habi­

tus "es un cuerpo socializado, un cuerpo estructurado, un cuerpo que se ha incorporado a las estructuras inmanen­tes de un mundo o de un sector particular de este mundo, de un campo".24 Por otra parte, el habitus estructura la percepción del mundo y las acciones: "los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas, pero también son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y de división. Estable­cen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que es distinguido y lo que es vulgar, etcétera, pero no son las mismas diferencias para unos y otros".25

La obra de Bourdieu no presta una atención específi­ca a la dicotomía entre lo privado y lo público (por ejem­plo, no aparecen las dos palabras en el índice temático de Distinción). Sin embargo, ayuda a entender cómo, en una sociedad dada, todos los individuos que comparten el mismo habitus trazan la frontera entre una esfera de pri­vacidad inviolable y un espacio abierto a la mirada de los otros, entre el trabajo y el ocio, entre la camisa y la piel. La historia de la relación entre lo privado y lo público se define, entonces, como una sociología retrospectiva de los sistemas de diferencias que rigen la lógica de la divi-

2 4 P i e r r e B o u r d i e u , Ramones prácticas. Sobre la teoría de la acción,

Barcelona, Anagrama, 1997, p. 146.

25 Ibid., p . 20.26 Pierre Bourdieu, Méditationspascaliennes, París, Seuil, 1997,

p. 25 [trad. al español: Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama,

1999].

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sión entre los comportamientos, las emociones, los senti­mientos que deben estar escondidos en el fuero interno y aquellos que se muestran sin censura o se exhiben públi­camente como representaciones de uno mismo.

No aparece tampoco en el índice de la Distinción la palabra "ocio", "loisirs", pero sí en las Meditaciones pasca/ia-nas, en las que la posibilidad de un uso libre del tiempo está concebida como la condición de una relación distan­ciada, especulativa, desinteresada del mundo social, el lenguaje, el cuerpo, el tiempo mismo. Escribe Bourdieu: "El tiempo liberado de las ocupaciones y preocupaciones . prácticas es la condición misma del ejercicio escolar y de las actividades arrancadas a las necesidades inmediatas, tal como el deporte, el juego, la producción y la contempla­ción de las obras de arte y todas las formas de especula­ción gratuita que no tienen otro fin que ellas mismas".26

Entonces, para él, el ocio estudioso, o mejor dicho, el estudio permitido por el ocio, fundamenta lo que designa como "skholr o disposición escolástica. Sustraída a las urgencias y obligaciones económicas, la razón escolástica proyecta como universalmente compartida su relación lúdicra o reflexiva con el mundo. Pero sabemos que están muy desigualmente distribuidas o accesibles las condicio­nes de su posibilidad entre las diversas clases sociales. El trabajo de Bourdieu invita, así, a construir una historia de las condiciones sociales que hacen posible tanto el goce de un tiempo libre, este tiempo que es el del "desocupa-

26 Pierre Bourdieu, Méditations pascaliennes, París, Seuil, 1997, p. 25 [trad. al español: Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999]

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do lector", como un punto de vista distanciado, destaca­

do sobre el mundo. Se trata entonces de identificar, en su

historicidad, la posibilidad de delimitar un tiempo de ocio

dentro de los negocios de lo cotidiano.

OCIOSIDAD PECADORA, OCIO ESTUDIOSO

En la Edad Moderna, semejante delimitación fue siempre percibida como ambigua y ambivalente. Lo demuestra claramente el capítulo xxxn de la primera parte de la Silva de varia lección de Pedro Mexía, publi­cada en Sevilla en 1540.27 Su título es: "En que se con­tienen muchos loores y excelencias del trabajo y los bienes que se siguen del; y también los daños y males que causa la ociosidad. Es notable capítulo, y moral y provechoso". Después de haber mostrado a su "lector espantado y enojado de ver el título deste capítulo" "los bienes causados por el trabajo", que "es la cosa más huyda y aborrescida comúnmente de todos los hombres", Pedro Mexía enumera "los males que de la ociosidad se siguen". El primer daño es que "en la ociosidad se multiplican los vicios" tal como lo dice el Eclesiastés - y Mexía parafrasea el texto bíblico atribuyén­dole la sentencia: "Muchas malicias enseña la ociosidad". El segundo es que "con la ociosidad se daña la complis-

27 Pedro Mexía, Silva de varia lección [Sevilla, 1540], edición de Antonio

Castro, Madrid, Cátedra, 1989, i, pp. 446-457.

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sión, se corrompen los buenos humores, házense señores los malos". Las condenas del ocio son múltiples, procu­radas por los médicos (en el capítulo XXXV de la tercera parte, dedicado al sueño, Mexía recuerda que "los miem­bros y sentidos se entorpecen y enflaquecen con la ocio­sidad"),28 por los poetas y filósofos antiguos y por las Sagradas Escrituras (no sólo el Eclesiastés, sino también el Ubro de E^equiel, los Proverbios o las Epístolas de san Pablo). La reprobación del ocio parece absoluta: "Con tales maestros y tales reglas, ninguno osará ser descuyda-do. Gástese, pues, el tiempo en lícitos y honestos traba­jos; huyamos de la ociosidad, que jamás supo hazer cosa buena".

Dos siglos más tarde, es esta visión "negra" del ocio la que domina las voces del Diccionario de Autoridades:

"Ocio. Entregarse ou darse al ocio. Abandonarse y darse a la vida holgazana, empleándose solo en vicios, torpezas y delitos", "Ociosidad. El vicio de perder o gastar su tiem­po inútilmente", "Ocioso. Se toma también por lo que es sin fruto, provecho, ni substancia". La inacción, la cesa­ción del trabajo, la ausencia de cualquiera ocupación no pueden pensarse sino de acuerdo con el refrán citado por el Diccionario: "La ociosidad es madre de los vicios".29

Sin embargo, si recordamos el texto de Cicerón en el De officiis (3, 1) a proposito de Escipión el Africano, "in

otio de negotiis cogitavif, "en la ociosidad estaba pensando en los negocios", o leyéndolo en sus cartapacios de luga-

28 Ibid., ii, p. 274. 29 Real Academia Española, Diccionario de autoridades, tomo V, 1737, edición facsímil, Madrid, Editorial Gredos, 2002.

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res comunes, Pedro Mexía afirma que "lícito es el ocio y passatiempo alguna vez, pero sabed que se ha de tomar para bolver mejor al trabajo". Convoca a Séneca, Plutarco y Catón para justificar el "justo ocio" dedicado al ejerci­cio de "sabiduría", "sciencia" y "prudencia", y sometido al juicio de los hombres y de Dios: "Catón, aunque gen­til, dezía que los claros y notables hombres no menos cuenta son obligados a dar de su ociosidad que de sus negocios". Si es cierto que el verdadero descanso no se encuentra sino en la "viña del Señor", en la "patria del cielo", en este mundo son legítimos "los honestos y bue­nos passatiempos y descansos".

Es este provechoso uso del "tiempo que sobra", el que reivindica Mexía en el "Prohemio y prefación" de su Silva cuando declara: "Quise dar estas vigilias a los que no entienden los libros latinos, y ellos principal­mente quiero que me agradezcan este trabajo, pues son los más y los que más necessidad y desseo suelen tener de saber estas cosas". Añade: "Quánto estudio y trabajo me aya costado escrevir y ordenar esta obra y quántos libros me fue necessario leer y ver para ello, esto yo remito al discreto y benigno lector".30 Así, el tiempo dejado libre por los oficios públicos (en el caso de Pedro Mexía, los cargos de cosmógrafo de la Casa de Contratación de Indias, de venticuatro del cabildo municipal sevillano y de alcalde de la Santa Hermandad) se dedica al ocio estudioso, al "otium litte-

ratum" alabado por Cicerón en las Tusculanas (5, 105),

30 Pedro Mexía, Silva de varia lección, op. cit. I, pp. 163-164.

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entendido como un "trabajo" y no como una diver­sión. Lo cierto es que el "desocupado lector" de la historia del famoso don Quijote de La Mancha o este lector desocupado que es Montaigne en su "librería" cuando "hojea ya un libro, ya otro, sin orden ni pro­pósito, de modo deshilvanado (sans ordre et sans des-sein, á piéces décousues)", se habrían expuestos a los anatemas del erudito hispalense. El ocioso debe ocu­parse de asuntos importantes —tal como una reflexión sobre el buen uso del ocio y la definición de las rela­ciones móviles entre lo privado y lo público.

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L A PIEL Y LA CAMISA

La mayoría de nuestras ocupaciones son comedia. "Mundus

universus exercet histrioniam"J1 Hemos de representar debi­

damente nuestro papel, mas como el papel de un personaje de

prestado. De la máscara y la apariencia no hemos de hacer una

esencia real, ni de lo ajeno, lo propio. No sabemos distinguir la

piel de la camisa. Ya es bastante empolvarse el rostro, sin

empolvarse el pecho. Veo a muchos que se transforman y se

transustancian en otras tantas nuevas figuras y nuevos seres

como cargos asumen, y que se hacen prelados hasta el hígado y

los intestinos, arrastrando su oficio hasta el vestidor. No puedo

enseñarles a distinguir los sombrerazos que a ellos van dirigi­

dos de aquéllos que van dirigidos a su función o a su séquito o

a su muía. "Tantum se fortunae permittunt, etiam ut naturam

dediscant". Hinchan y agrandan su alma y su juicio natural

hasta ponerlo a la altura de supuesto magistral. El alcalde y

Montaigne siempre fueron dos, con harto clara separación.

Michel de Montaigne, Ensayos m, ed. de Dolores Picazo y Almudena Montojo, Madrid, Cátedra, 1987 (Letras Universales, 72), pp. 274-275.

31 "El mundo entero representa una comedia". (Petronio cit. por Justo Lipsio, De la constancia). 32 "Identifican tanto a su destino que llegan a olvidar su naturaleza". Quinto Curtió, m. II. 18.

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Lecturas yoyulares.

La Bibliothéque hleue

ómo volver hoy al corpus de textos y de libros que constituyó en Francia la literatura de cordel, objeto de tantos estudios desde hace

treinta y cinco años? Una buena manera de hacerlo es, tal vez, recorrer a grandes pasos las diferentes etapas de la historia de la Biblioteca azul tal como la escribieron los historiadores.

LITERATURA DE CORDEL Y VISIÓN DEL MUNDO

La primera fue el tiempo del descubrimiento. La publica­ción del libro de Robert Mandrou en 1964 señala una fecha fundamental.1 Es con él, en efecto, que el reperto­rio de las ediciones impresas en la ciudad de Troyes, en Champaña, a menudo con un capa azul, vendidas por los buhoneros y dirigidas a los lectores más numerosos y más humildes, hizo su entrada en el escenario historiográfico.

1 Robert Mandrou, De la culture populaire aux 17e et 18e siecles, La hibliothéque

bkue de Troyes, París, Stock, 1964, reediciones: París, Stock, 1975, con un prólogo inédito, y París, Imago, 1999, con un prefacio de Philippe Joutard.

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Esta aseveración no debe, sin embargo, hacernos olvidar que ese corpus de ediciones ya se había hecho presente de diversas maneras: por la censura, con el libro de Nisard de 1854, resultado de los trabajos de la Comisión de examen de los pliegos de cordel; por los trabajos de erudición llevados a cabo en la misma Troyes por Émile Socard y Louis Morin, y por un primer estudio de con­junto que se debe a Pierre Brochón y que apareció en 1954.2

La significación del libro de Robert Mandrou está cla­ramente indicada por su título. Desde la publicación de la

Introduction a la France moderne en 1961,3 su proyecto inte­lectual pretende describir la "psicología colectiva", la "visión del mundo" o la "mentalidad" propia de cada medio profesional, de cada grupo social, de cada clase. Para él, por tanto, se trata de ir más allá del señalamiento de las herramientas mentales y afectivas comunes a todos los hombres y mujeres de una sociedad, y de prolongar el

2 Charles Nisard, Histoire des livres populaires OH De la littérature de colportage

depuis l'origine de ¡'imprimeriejusqu'á l'établissement de la commission d'examen des

livres de colportage (30 novembre 1852), París, Amyot, 1854, segunda edición, París, E. Dentu, 1864; Émile Socard, "Etude sur les almanachs et le calen-driers de Troyes (1457-1881)" en Mémoires de la Soáété Académique

dAgriculture, des Sciences, Arts et Belles-Lettres du département de lAube, 1881, pp. 217-315; Louis Morin, Histoire corporative des artisans du livre á Troyes,

Troyes, 1900; Pierre Brochón, Le livre de colportage en Trance depuis le xvf

siecle, sa littérature, ses lecteurs, París, Gründ, 1954. 3 Robert Mandrou, Introduction a la France moderne. Essai de psychologie histo-

rique, París, Albín Michel, colección L'Évolution de l'Humanité, 1961, reedición con un prefacio de Pierre Goubert y un postfacio de Monique Cottret, Philippe Joutard y Jean Lecuir, París, Albín Michel, 1998.

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programa trazado por Luden Febvre al prestar atención a las diferencias sociales. Por ello, se interpreta el corpus de los textos publicados por los editores de Troyes, y difundidos en gran escala por los vendedores de los plie­gos de cordel, como el "alimento de una cultura de los medios populares". De ahí la conclusión del libro: "La biblioteca de la literatura de cordel alimenta y refleja, a la vez, la visión del mundo y de los hombres que tenían los medios populares en los últimos siglos del Antiguo Régimen".

Robert Mandrou hace un diagnóstico preciso al indi­car: "La literatura de cordel es representativa de la cultu­ra popular rural más que de la urbana." El corpus de textos publicado en Troyes constituyó, entonces, el equi­valente rural de las 'relaciones de suceso' estudiadas por Jean-Pierre Seguin4 y que, según Mandrou, son el "refle­jo de los sueños y los miedos de la gente de las ciudades". Su libro ofrece varias ideas fundamentales, retomadas, más tarde, en numerosos trabajos. Para él, la Biblioteca azul debe comprenderse como un conjunto de textos que fueron escritos para las clases populares, que plasmaron y expresaron una mentalidad rural y que impusieron a sus lectores la sumisión a la enseñanza cristiana y al orden social. En este sentido, difundió una literatura de aliena­ción. Después de Mandrou, fueron muchos los trabajos

4 Jean-Pierre Seguin, Ulnformation en France de Louis XII a Henri II, Ginebra, Librairie Droz, 1961, y L 'Information en "France avant lepériodique. 517 cañaras

imprimes entre 1529y 1631, París, Éditions G.-P. Maisonneuve et Larose, 1964.

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que desarrollaron el conocimiento del catálogo troyano y

que siguieron tales perspectivas -particularmente los de

Geneviéve Bólleme.5

UNA FÓRMULA EDITORIAL, UNA LECTURA URBANA

Llegó, más tarde, el tiempo de las revisiones y de los

debates. Se organizaron alrededor de dos preguntas esen­

ciales, ambas vinculadas con el trabajo de Henri-Jean

Martin. La primera, de orden sociológico, pone en duda

la idea de una circulación fundamentalmente rural de la

Biblioteca azul, y opone a ella la importancia de la difu­

sión parisina de los títulos impresos en Troyes y el lugar

que ocupaba el mercado de los lectores de la capital en las

estrategias comerciales de sus editores.6 El diagnóstico se

apoya en los archivos notariales referentes a los libreros

parisinos y en las direcciones indicadas en las páginas del

título de algunas de sus ediciones. Unos y otras permiten

hacer las siguientes tres afirmaciones: Por una parte, algu­

nos de los miembros de las familias de los libreros de

5 Geneviéve Bólleme, Les almanachs populaires aux xvif et XVllf siécks.

Essai d'histoire sociak, París-La Haya, 1969; ha Bibliothéque bkue. Uttérature

populaire en France du XVlf au XIX6 siecle, París, Julliard, colección Archives 1971, y La Bible bkue. Anthologie d'une Uttérature "populaire",

París, Flammarion, 1975. Adicionalmente, cf. luz "Bibliothéque bkue" nel

Seicento o della litteratura per ilpopólo, prefacio de Geneviéve Bólleme, Barí, Adriatíca, y París, Nizet, 1981.

6 Henri-Jean Martin, Livre, pouvoirs et société a Varis au Xllf siecle, Ginebra, Librairie Droz, 1969, t. n, pp. 954-958.

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Troyes, especializados en el comercio de la Biblioteca azul, se instalaron en París (por ejemplo, con los Oudot o los Febvre); por otra parte, los fondos de algunos libreros parisinos contenían una gran cantidad de ejemplares de ediciones troyanas; por último, algunas ediciones unie­ron, en la portada, el nombre de un impresor en Troyes y la dirección de un librero en París, e indicaron, de esa manera, al comprador de la capital, la tienda donde po­dría encontrar la obra. Esta serie de indicadores concor­dantes lleva a reevaluar la circulación de los libros azules, que no puede considerarse ni exclusiva ni prioritariamen­te rural -por lo menos en el siglo XVII.7 Lleva, también, a reevaluar la venta ambulante de los impresos, considera­da a partir de entonces como un comercio que fue tam­bién —y digamos, ante todo- urbano.

La segunda revisión es bibliográfica y se refiere a la constitución y a la composición del fondo mismo de la Biblioteca azul. Hubiera sido imposible sin la publica­ción, en 1974, del catálogo de Alfred Morin que, por primera vez, dio una visión de conjunto -si no de la acti­vidad editorial troyana, pues los almanaques estaban ex-

7 Estas afirmaciones sustentan la discusión abierta por la publicación del artículo de Michel de Certeau, Dominique Julia y Jacques Revel, "La beauté du mort. Le concept de 'culture populaire' ", en Politique aujourd'-

hui, diciembre 1970 (vuelto a publicar en Michel de Certeau, La Culture au

pluriel, París, Union Genérale d'Editions, 10/18, 1974, pp. 55-94). Ver las respuestas de Robert Mandrou en el prólogo y la introducción de la ree­dición de De la culture populaire aux 171 et 18* siécles, París, Stock, 1975, pp. 11-33, y el artículo de Jean-Luc Marais, "Littérature et culture populaire aux XVHe et XVllIe siécles. Réponses et questions", en Anuales de Bretagne

etdespays de l'Ouest, 1980, pp. 65-105.

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cluidos- por lo menos de los títulos y de los géneros impresos en Troyes para el mercado de los libros azules.8

Ese inventario es el que fundamenta las proposiciones formuladas por Henri-Jean Martin en un ensayo que abrió nuevas perspectivas de investigación.9

El origen y las migraciones de numerosos textos del catálogo azul demostraron que no fueron escritos ni para los libreros troyanos, ni para los lectores populares. Su entrada en el repertorio de la literatura de cordel se sitúa hacia el final o en uno de los momentos de una larga his­toria, caracterizada por una escritura letrada (aunque fue­ron muchos los textos retomados de la tradición oral), por una pluralidad de ediciones antes de las impresas en Troyes, y por una sucesión de públicos cuya identidad social era mezclada y móvil. La Biblioteca azul, ya sea de Troyes o de Rouen,io debe concebirse, a partir de enton­ces, como una fórmula editorial que permitía la venta

8 Alfred Morin, Catalogue descriptif de la Bibliotheque bleue de Troyes

(Almanachs exclus), Ginebra, Libraire Droz, 1974. 9 Henri-Jean Martin, "Culture écrite et culture órale, culture savante et culture populaire dans la France d'Ancien Régime" en Journal des savants,

1975, pp. 225-284 (vuelto a publicar en Henri-Jean Martin, Le livrefrartfais

sous l'Anáen Régime, París, Promodis-Éditions du Cercle de la Librairie, 1987, pp. 149-186). 10 Sobre las librerías de literatura de cordel en Rouen y en Caen, ver Rene Hélot, La Bibliotheque bleue de Normandie, Rouen, Société Rouennaise des Bibliophiles, 1928; Jean-Dominique Mellot, L'Edition rouennaise et ses mar­

ches (vers 1600-vers 1730), París, École des Chartes,1998, pp. 587-596 y pp. 637-644, y Arme Sauvy, "La librairie Chalopin. Livres et livrets de colpor-tage á Caen au debut du xix e siécle", en Bulletin -d'histoire moderne et contem-

poraine, no. 11, 1978, pp. 95-140.

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barata de ediciones cuyos costos de producción eran bajos, y que aseguraba, así, una circulación mayor, más allá de la clientela de los libreros, a varios textos que habí­an conocido una primera vida impresa, muchas veces bastante larga.

ESTRATEGIAS EDITORIALES: ELECCIONES, CENSURAS, REES-

CRITURAS

Esta doble reevaluación de la circulación de los libros azules y de la composición de su repertorio condujo a un gran número de trabajos. Ante todo, se puso en eviden­cia la constitución progresiva del catálogo troyano a par­tir de las elecciones tomadas por sus primeros editores: Claude Garnier a fines del siglo XVI, y luego los dos pri­meros Oudot.11 Tomar en cuenta las estrategias editoria­les propias de cada librero-impresor troyano propone una visión dinámica y evolutiva de un conjunto de textos considerado, demasiado apresuradamente, estable y coherente. Compuesto por títulos reeditados durante

11 Lise Andriés, La Bibliotbéque bleue au xvilf siicle: une tradition éditoriale,

Oxford, Taylor Institutíon, The Voltaire Foundation, 1989, y "Stratégies editoriales et lectures populaires, 1530-1660" y "Les livres bleus", en Roger Chartier, Livres et lecteurs dans la France d'Anden Régime, París, Edi-tions du Seuil, 1987, pp. 87-124 y pp. 247-270 [trad. al español: "Estrategias editoriales y lecturas populares, 1530-1660", en Roger Chartier, Libros, lecturas j lectores en la Edad moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 93-126, y "Los libros azules", en Roger Chartier, El

mundo como representación, Barcelona, Gedisa Editorial, 1992, pp. 145-162].

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varios siglos, pero también por otros de vida más breve,

por no decir limitada a una sola edición, el corpus de la

Biblioteca azul es un corpus en movimiento, constituido

a cada momento por títulos antiguos y por novedades,

caracterizado por las permanencias y los abandonos.

Se enfatizaron, igualmente, las razones que llevaron a

pensar a los libreros e impresores troyanos que tal géne­

ro o tal título era conveniente para su proyecto editorial y

comercial. En vista de la ausencia de fuentes directas, las

conclusiones no podían ser más que hipotéticas.

Subrayaban un hecho esencial: la existencia de series

coherentes en el interior de la Biblioteca azul, basadas en

la homogeneidad de ciertos géneros (vidas de santos,

novelas de caballería, cuentos de hadas), en la unidad de

un campo de prácticas (ejercicios píos, colecciones de

recetas, libros de aprendizaje) o en la recurrencia de una

misma temática (discursos sobre las mujeres, sátiras de

los oficios, literatura picaresca, pregones de París).12 La

12 Citemos, como ejemplos de estudios dedicados a un conjunto tex­tual particular en el seno de la Biblioteca azul: Roger Chartier, "Figures littéraires et expériences sociales: la littérature de la gueuse-rie dans la Bibliothéque bleue", en Uvres et lecteurs dans la France de

l'Anclen Régime, op. cit., pp. 271-351 [trad. al español: "Figuras litera­rias y experiencias sociales: la literatura picaresca en los libros de la Biblioteca azul", en Roger Chartier, El mundo como representación, op.cit.,

pp. 181-243]; Marie-Dominique Leclerc, Les livres sur lesjemmes dans la

Bibliothéque bleue. Généalogies textuelles et généalogies editoriales (xvif siecle-

mi- xixf siécle), tesis de doctorado de tercer ciclo, París, Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales, 1985; Catherine Velay-Vallantin, "Le miroir des contes. Perrault dans les Bibliothéques bleues", en Les

usages de ¡'imprimé, xif-xix6 siécle, bajo la dirección de Roger Chartier, 1987, pp. 129-185 e Histoire des contes, París, Fayard, 1992; Roger

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constitución de conjuntos similares de textos, abiertos a

la recepción de novedades que retomaban las fórmulas de

títulos ya publicados, se adaptaba bien a las capacidades

de aquellos lectores que son más hábiles para reconocer

lo que ya conocen que para descubrir formas originales.

Este enfoque estuvo, a la vez, apoyado y traducido por la

colección de reediciones de textos del catálogo troyano

dirigido por Daniel Roche.13 Desafortunadamente, a

diferencia de la de los Garnier y de los Oudot, esta

"biblioteca" tuvo una vida demasiado breve. Estaba orga-

Chartier, "Des 'secrétaires' pour le peuple? Les modeles épistolaires entre littérature de cour et livre de colportage", en Correspondance. Les

usages de la lettre, bajo la dirección de Roger Chartier, París, Fayard, 1991, pp. 159-207 [trad. al español: "Los secretarios. Modelos y prác­ticas epistolares", en Roger Chartier, Libros, lecturas y lectores en la Edad

moderna, op, cit., pp. 284-314]; Lise Andriés, Le Grand Livre des Secrets.

Le Colportage en France aux 17e et 18e siécles, París, Imago, 1994, y Vincent Milliot, París en Bleu. Image de la ville dans la littérature de colpor­

tage (xvie-xviiie siécles), París, Parigramme, 1996. 13 En esta colección editada por Montalba, se publicaron seis títulos entre 1982 y 1984: Le miroir des femmes, textos presentados por Arlette Farge, 1982; Figures de la gueuserie, textos presentados por Roger Chartier, 1982; Les cantes bleus, textos presentados por Geneviéve Bólleme y Lise Andriés, 1983; Le Cuisinier jrancais, textos presentados por Jean-Louis Flandrin, y Philip y Mary Hyman, 1983; La fin derniére, textos presentados por Robert Favre, 1983, e Histoires curieuses et véritables de Cartoucbe et Mandrin, textos presentados por Hans-Jürgen Lüsebrink, 1984. Para antologías de los diferentes géneros de la Biblioteca azul, cf. Marie Dominique Leclerc y Alain Robert, Des éditions au succés populaire. Les livrets de la Bibliothéque bleue,

xvif-xix* siécles. Présentation, anthologie, catalogue, Troyes, Centre Départe-mental de Documentation Pédagogique, 1986, y Lise Andriés y Geneviéve Bólleme, La Bibliothéque bleue. Littérature de colportage, París, Robert Laffont, Bouquins, 2003.

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nizada a partir de volúmenes que recopilaban, como pudieron haberlo hecho los editores y lectores antiguos, textos emparentados por su tema, su forma o su utilidad.

Finalmente, reduciendo aún más la escala de análisis, el estudio de algunos títulos específicos permitió señalar las intervenciones llevadas a cabo por los "editores" (en los dos sentidos del término) en los textos que elegían para el repertorio de la literatura de cordel. Estas inter­venciones, que son como la figura inversa de las reescri­turas letradas del repertorio tradicional,!4 se situaban en tres registros (que, además, no estaban necesariamente presentes en cada caso): la abreviación de los textos, su recorte en múltiples capítulos y párrafos, y la censura de los pasajes o de las expresiones consideradas blasfemas e inmorales. Esta triple lógica (textual, formal y cristiana) rigió la adaptación de los textos para su publicación en la fórmula editorial, inventada por los libreros de Troyes, y para las capacidades que ellos suponían que tenían los lectores más populares. Rigió, igualmente, las elecciones o las exclusiones hechas por los libreros en el seno del conjunto de todos los textos que, por su género o por su tema, hubieran podido entrar en el repertorio de la litera­tura de cordel.

En la década de 1990, la Biblioteca azul conoció su

14 Lise Andriés, "La Bibliothéque bleue: les réécritufes de 'Robert le Diable'", en Littérature, vill, 1978, pp. 51-66, y "La Bibliothéque bleue: textes populaires et transcriptions lettrées", en Revue d'Histoire littéraire de

la France, 1981, pp. 24-41. Asimismo, cf. Mayen Age et colportage. Robert le

Diable et autres récits, textos escogidos y presentados por Lise Andriés, París, Stock, 1981.

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época de exclusión. El interés de los historiadores por las literaturas de amplia difusión de los siglos XVI y XVTI dis­minuyó, como si ya se hubiera dicho todo sobre el tema. A pesar de que algunos trabajos siguieron las perspecti­vas de investigación abiertas con anterioridad, el interés se dirigió a los géneros editoriales que, en el siglo xix, reemplazaron la literatura de cordel. Estos se vincularon con la industrialización de las técnicas de impresión y de composición, con las nuevas estructuras de las empresas editoriales y con el incremento del público de los lectores aun antes de la escolarización obligatoria. 15 Se acumuló, así, un nuevo conjunto de conocimientos, a partir de monografías de editores especializados en la literatura "popular", del estudio de fórmulas editoriales inéditas (colecciones,16 libros vendidos en las librerías ubicadas en las estaciones de ferrocarril,17 publicaciones por fascícu­los, literatura de venta callejera),18 y también a partir del

15 Para una visión de conjunto, cf. las obras de Rudolf Schenda, Volk ohne

Buch. Studien %¡tr Sos>ialgeschichte derpopularen Lesestoffe, 1770-1910, Munich, Deutschen Taschenbuch Verlag, 1977, y Die Lesestoffe der KJeinen Leute.

Studien ^urpopularen Uteraturim 19. und 20. Jahrbundert, Munich, C.H. Beck, 1976; el ensayo de Jean-Yves Mollier, "Postface", en Historie de l'édition

franfaise, bajo k dirección de Roger Chartier y Henri-Jean Martin, tomo III, Le temps des éditeurs. Du romantisme á la Belle Epoque, París, Fayard / Edi-tions du Cercle de la Librairie, 1990, pp. 569-593.

16 Isabelle Olivero, Ulnvention de la coUection. De la diffusion de la littérature et

des savoirs a laformation du citoyen au XIX6 siécle, París, IMEC Editions / Édi-tions de la Maison des Sciences de l'Homme, 1999.

17 Jean-Yves Mollier, Louis Hachette, París, Fayard, 1999, especialmente pp. 293-353. 18 Jean-Yves Mollier, Le camelot et la rué. Politique et démocratie au tournant des

XIX6 et XX* sueles, París, Fayard, 2004.

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análisis de las técnicas y de las estrategias comerciales.19

Después de esos tiempos de rnínimo interés, las litera­turas de cordel, en su definición tradicional, volvieron a atraer la atención de los historiadores. Como prueba de ello, está el coloquio que se llevó a cabo en Troyes en noviembre de 199920 y, un mes antes, el de la Universidad de Versailles-Saint-Quentin-en-Yvelines, dedicado a los almanaques populares.21 La orientación de esos dos encuentros expresó claramente el desplazamiento de las preguntas y de las investigaciones.

PLIEGOS SUELTOS Y BALADAS

El primer cambio consiste en situar el caso francés en un contexto europeo —y americano. Los primeros pasos de este recorrido se dieron después de un coloquio interna­cional en Wolfenbüttel en 1991.22 Se basaba en la aseve-

15 Cf. el volumen colectivo Le commerce de la líbrame en France au XIX6 siecle,

1789-1914, bajo la dirección de Jean Yves Mollier, París, IMEC Editions/Editions de la Maison des Sciences de l'Homme, 1997. 20 ÍM hibliotheque bleue et les ¡ittératures de colportage, Actas del coloquio orga­nizado por la Biblioteca municipal de Troyes en colaboración con la École Natíonale des Chartes (Troyes, 12-13 de noviembre de 1999) reu­nidas por Thierry Delcourt y Elisabeth Parinet, París, École des Chartes et Troyes / La Maison du Boulanger, 2000. 21 Les lecteurs du peuple en Europe et dans les Amériques du X\nf au XX? siecle,

bajo la dirección de Hans-Jürgen Lüsebrink, York-Gothart Mix, Jean-Yves Mollier y Patricia Sorel, Bruselas, Editions Complexes, 2003. 22 Colportage et lecture populaire. Imprimes de large circulation en Europe XII- XIX6

siécles, bajo la dirección de Roger Chartier y Hans-Jürgen Lüsebrink, París, IMEC Editions /Editions de la Maison des Sciences de l'Homme, 1996.

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ración de que en todos los países europeos y sus colonias circulan géneros impresos que comparten las mismas características: una fabricación al mínimo costo posible, la venta ambulante, la publicación de textos destinados a las capacidades y a las expectativas de la mayoría de los lectores.23 Existe en todas partes un vínculo estrecho entre una fórmula editorial, un corpus de textos y un público popular.24

Pero, de acuerdo con los tiempos y los lugares, esta

relación toma formas diversas. Demos dos ejemplos. En

la Castilla de los siglos XVI y XVII, la fórmula de lo impre­

so popular es la del pliego suelto, es decir, en su primera

definición, una hoja de imprenta en formato en cuarto.25

Se difundieron varios géneros por medio de este objeto

23 Para una reevaluación de los mecanismos que rigen la economía de la venta callejera, cf. Laurence Fontaine, Histoire du colportage en Europe, XI *-

X / y siécle, París, Albin Michel, 1993, especialmente pp. 69-94. 24 Roger Chartier, "Lectures et lecteurs 'populaires' de la Renaissance á l'áge classique" en Histoire de la lecture dans le monde occidental, bajo la direc­ción de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, París, Editions du Seuil, 1997, pp. 315-330 [trad. al español: "Lecturas y lectores 'populares' desde el Renacimiento hasta la época clásica", en Historia de la lectura en el mundo

occidental, bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, Madrid, Taurus, 1998, pp. 413-434]. 25 Julio Caro Baroja, Ensayo sobre la literatura de cordel, Madrid, Ediciones de la Revista de Occidente, 1969; María García Cru2 de Enterría, Sociedad

y poesía de cordel en el barroco, Madrid, Taurus, 1973; Joaquín Marco, Literatura popular en España en los siglos XIIII y XIX. Una aproximación a los

pliegos de cordel, Madrid, Taurus, 1977, y Víctor Infantes, "Los pliegos suel­tos poéticos: constitución tipográfica y contenido literario (1482-1600)", en En el Siglo de Oro. Estudios y textos de literatura áurea, Potomac, Maryland, Scripta Humanística, 1992, pp. 47-58.

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impreso, compuesto de cuatro hojas, o sea, de ocho pági­nas, pero que también podía constar de dos, tres o cuatro pliegos. El más presente es el de los romances, cuyo ori­gen se remonta, ya sea a la poesía épica medieval, es decir, a los cantares de gesta de los cuales serían fragmentos que llegaron a ser autónomos, ya sea a la poesía lírica tra­dicional, la de las baladas. Así, se encuentran unidos un género poético breve y un género modesto pequeño, totalmente adaptado a las posibilidades limitadas de la imprenta española de los siglos xvi y xvii. De ahí se deri­va el éxito de la fórmula, comprobado por el gran núme­ro de romances impresos en el siglo XVI.

Si, en un principio, la fórmula impresa se ajustó a la forma poética, el movimiento fue, posteriormente, inver­so. El primer repertorio de romances impresos, el de los romances viejos, resultó de las elecciones tomadas por los libreros de la primera mitad del siglo XVI en el interior de la tradición oral y manuscrita. Los romances nuevos, escritos, más tarde, por poetas letrados como Góngora o Lope de Vega, para lectores cultos, volvieron a utilizar la métrica tradicional de los textos antiguos, jugaron con los arcaísmos de la lengua y se sometieron a las dimensiones del pliego. Lo mismo sucedió con los romances de ciego, creados para un público popular por autores anónimos y especializados, presentados como aquellos mismos que aseguraban el comercio de los pliegos, es decir, los ciegos que vendían los impresos en las calles.26

26 Pedro M. Cátedra, Invención, difusiónj recepción de la literatura popular impre­

sa (siglo xví), Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2002.

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En Castilla, fueron los ciegos, en efecto, frecuente­mente organizados en cofradías, quienes tuvieron el monopolio de la venta de los impresos más modestos de los cuales cantaban los títulos o los textos.27 Los roman­ces no son el único género que ofrecían a sus clientes. Vendían, asimismo, "relaciones de sucesos", que transmi­tían, en prosa, el relato de grandes sucesos políticos o de acontecimientos extraordinarios, y, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, el texto de las "comedias", represen­tadas en los corrales de las grandes ciudades españolas.

En Inglaterra, las baladas constituyeron el género fun­damental de la literatura de cordel entre mediados del siglo XVI y mediados del siglo XVII, con aproximadamen­te tres mil títulos en circulación.28 Se trataba de textos muy difundidos debido a su muy bajo precio, lo que los hizo asequibles a los compradores más modestos. Las baladas se imprimían, generalmente, sobre un solo lado de la hoja de imprenta, de acuerdo con una disposición regular, de arriba a abajo de la hoja: el título, la indicación de la melodía para cantar la balada, un grabado en made-

27 Jean-Francois Botrel , "Les aveugles co lpor teurs d ' impr imés en

Espagne , 1. La confrérie des aveugles de Madrid et la vente des impr imes

du m o n o p o l e a la liberté d u c o m m e r c e (1581-1836) y 2. Les aveugles con­

sideres c o m m e mass-média" , en Mélanges de la Casa de Velá^ue^ t. IX,

1973, pp . 417-482 y t. x , 1974, pp . 233-271 [trad. al español: en Jean-

Francois Botrel, Libros, prensa j lectura en la España del siglo XIX, Madrid,

Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1993, pp. 19-148].

28 Tessa Watt, Cheap Print and Popular Pieiy, 1550-1640, Cambridge ,

Cambridge University Press, 1991, y Adam Foix, "Ballads, Libéis, and

Popular Ridicule in Jacobean England", en Past and Present, 145, 1994, pp.

47-83.

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ra y el texto distribuido en dos columnas. Estas broadside

ballads (el término broadside designa una hoja impresa de un solo lado) podían pegarse sobre un muro, en el inte­rior de la casa o en un lugar público, y también podían circular de mano en mano. La forma misma del objeto impreso sugería que las baladas se leyeran en voz alta por aquellos que, más alfabetizados que otros, podían servir de mediadores de lectura a los menos cultos.

La indicación de la melodía que figuraba en el broadsi­

de indicaba, también, que el texto estaba hecho para ser cantado, con o sin acompañamiento instrumental, ya sea por los músicos profesionales que cantaban en las ferias, en los mercados, en las tabernas, en las fiestas urbanas o en las residencias aristocráticas; ya sea por los actores de las compañías teatrales que insertaban las canciones en las obras que actuaban, ellos también, en las ferias y mer­cados o en las casas nobiliarias; ya sea, finalmente, por los buhoneros que, como el Autolycus de Shakespeare, no solamente vendían las baladas, sino también las cantaban.

Las broadside ballads constituyeron un gran mercado, conquistado, poco a poco, por algunos libreros especiali­zados que establecieron un cuasi monopolio sobre géne­ro. A partir de 1624, cinco libreros-editores de la Stationers' Company, los bailadpartners, se repartieron la difusión en gran escala de las hojas impresas que llevaban las canciones. Aprovechando sus numerosos triunfos (el control de las redes de los vendedores ambulantes, el conocimiento de las preferencias de los lectores popula­res, la propiedad de los títulos de gran circulación), esos editores de baladas inventaron y explotaron, en la década

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de 1620, un nuevo comercio: el de los chapbooks.23

La fórmula editorial era rígida, y distinguía claramente tres categorías de impresos: los small books, que incluían veinticuatro páginas en formato en octavo o en doceavo, vendidos en dos o dos y medio peniques; los double books,

que constaban de veinticuatro páginas en formato en cuarto, que costaban tres o cuatro peniques, y las Histories, que tenían entre treinta y dos y setenta y dos páginas, y cuyo precio era de cinco o seis peniques. El repertorio del que se adueñó la fórmula de \ospenny books

retomó, adaptó y a veces abrevió textos antiguos, religio­sos o seculares, que pertenecían a géneros y a tradiciones diversas y que estaban muy emparentados con aquellos que, en la misma época, los libreros e impresores de Troyes eligieron para los libros a2ules. Distribuidos por los buhoneros a lectores que pertenecían a todas las cla­ses sociales, incluyendo a las más humildes, los chapbooks

fueron reeditados muchas veces y en tiradas enormes. En la década de 1660, se publicó un chapbook para doce fami­lias - y un almanaque para tres.

En el siglo XVIII, y más aún en años posteriores, las diferentes formas editoriales parecieron menos rígidas, como lo demuestran la variedad de formatos de los libros de la Biblioteca azul y la diversidad de géneros que for­maba el repertorio del cordel español. Aun antes la apa-

29 Margaret Spufford, Small Books and Pkasant Histories: Popular Fiction and

Its Readership in Seventeentb-Century England, Londres, Methuen, 1981, y Gilíes Duval, Uttérature de colportage et imaginaire collectif en Angleterre a

l'époque des Dicey (1720-ca.1800), Burdeos, Presses Universitaires de Bordeaux, 1991.

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rición de los nuevos tipos de impresos del siglo XIX, los catálogos de los libreros de cordel entraron en la era de la diversidad, y desataron los lazos estrechos que unían los formatos y los textos, los géneros editoriales y los géne­ros discursivos.

DEL LEER AL ESCRIBIR

Un segundo cambio de los estudios dedicados al corpus

de los impresos destinados a la mayoría de los lectores es

la consecuencia provocada por el vínculo establecido

entre las prácticas de la lectura y las de la escritura. El

coloquio internacional que se llevó a cabo en Ascona, en

noviembre de 1996, marcó con intensidad esta nueva

perspectiva de investigación.30 Su punto de partida se dio,

paradójicamente, por la afirmación en cuanto a la separa­

ción de las dos prácticas. Cada una corresponde a un

modelo de alfabetización y de aculturación a lo escrito: el

aprendizaje de la lectura respondía a la voluntad de las

Iglesias; el de la escritura, a los deseos o necesidades de

las comunidades.3l De ahí surgió la preferencia que hizo

considerar que fuera suficiente, para los medios popula­

se Lese/i und Schreiben in Europa 1500-1900. Vergleichende Perspekthen /

Perspectives comparées / Perspettive compárate, editado por Alfred Messerli y

Roger Chartier, Basilea, Schwabe & Co., AG, 2000.

31 Jean Hébrard, "La scolarisation des savoirs élémentaires a l'epoque moderne", en Histoire de l'éducation, 1988, pp. 1-58 [trad. al español: La escolarización de los saberes elementales en la época moderna", en Revista de Educación, 288, enero-abril 1989, pp. 63-104].

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res, una alfabetización restringida, limitada a la sola lectu­ra, y la representación, ampliamente compartida, que conducía a mantener a las mujeres al margen de la escri­tura. De ahí surgió, asimismo, el esfuerzo perseverante de los excluidos de la escritura por conquistar y ejercer una capacidad que los poderes, religiosos o políticos, les ne­gaban. La entrada de las sociedades occidentales en la cultura de lo escrito puede, por tanto, pensarse como la historia de la superación o de la subversión de las ex­clusiones impuestas por las representaciones colectivas y las prácticas de enseñanza. Al conquistar el dominio de la escritura cuando, de hecho, debían estar desprovistos de ello, al apropiarse textos que no estaban destinados a su lectura, los medios populares -como, de distinta manera, las mujeres-32 trastornaron las divisiones culturales enun­ciadas en los discursos dominantes y, frecuentemente, interiorizadas por los dominados.

Las investigaciones sobre las literaturas de cordel pue­den beneficiarse de este nuevo enfoque, más global, de la cultura escrita. Por una parte, deben señalar en el corpus de los textos publicados aquellos que, más que otros, fue­ron un posible apoyo para que pudiera ser imaginado otro orden social. Por otra parte, pueden dedicarse a los lazos tejidos entre las prácticas populares de la escritura, sean o no autobiográficas, y a los textos difundidos por las literaturas de cordel. Éstos proporcionaban a los "escritores" más humildes léxico, fórmulas y modelos

32 Eve Rachele Sanders, Gender and Literacy on Stage in Earlj Modem

England, Cambridge, Cambridge University Press, 1998.

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disponibles por quienes quisieran escribir su vida o regis­trar el curso de los trabajos y los días.33

MOVILIDAD Y MATERIALIDAD DE LOS TEXTOS

Este breve y simple recorrido historiográfico sólo tiene

un propósito: mostrar la capacidad inagotable de las

modestas ediciones troyanas de la Biblioteca azul de plan­

tear nuevas preguntas y de propiciar la mirada compara-

tivista. El primer mérito del regreso a la historia de la

Biblioteca azul y, más generalmente, a las literaturas de

cordel, es poner en evidencia modalidades de publicación

que no son válidas solamente para los repertorios "popu­

lares". Con los libros publicados para el público más

amplio, esos mecanismos tienen, sin duda, una forma

particular, pero igualmente rigen los modos de edición de

33 Cf. James Amelang, The Flight of Icarus: Artisan Autobiography in Early

Modern Europe, Stanford, Stanford University Press, 1998, pp. 129-141 [trad. al español: El vuelo de haro. ha autobiografía popular en la Europa moder­

na, Madrid, Siglo XXI, 2003]; las ediciones de los textos de Valentín Jamerey-Duval, Me'moires. Enfance et éducation d'unpaysan au XVIlf sikle, pró­logo, introducción, notas y anexos de Jean Marie Goulemot, París, Edi-tions le Sycomore, 1981, y de Jean-Marie Ménétra, compañero vidriero en el siglo XVIII, Journal de ma vie, editado por Daniel Roche, París, Montalba, 1982, reedición, París, Albin Michel, 1998, y Jean Hébrard, "L'autodidaxie exemplaire. Comment Valentín Jamery-Duval apprit-il á lire?", en Pratiques de la lecture, bajo la dirección de Roger Charrier, París, Éditions Payot et Rivages, 1993, pp. 29-76 [trad. al español: "La autodidaxia ejem­plar: ¿Cómo aprendió a leer Valentín Jamery-Duval?", en Prácticas de ¡a lec­

tura, bajo la dirección de Roger Chartier, La Paz, Plural Editores, 2002, pp. 23-58].

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las obras literarias más canónicas -aunque, frecuente­mente, la historia de la literatura los ha olvidado.

Ante todo, en el caso de los libros de cordel, los múl­tiples actores y operaciones implicados en el proceso de publicación se encuentran separados por grandes distan­cias cronológicas y geográficas. Los textos resultan, así, intervenciones muy distantes unas de otras: la del primer autor, anónimo o nombrado; la de los "retocadores" de identidades múltiples (libreros, regentes de imprenta, letrados); la del editor, librero o impresor; la de los cajis­tas en el seno mismo del taller de imprenta. Esta larga cadena de intervenciones incrementa, como lo hace una lupa, los mecanismos ordinarios que rigen la edición de todos los textos, sometidos a las lógicas (sucesivas o con­temporáneas) de la escritura y de la reescritura, de la copia manuscrita, de la composición tipográfica.

El efecto más inmediato de esos despla2amientos del texto de un mundo a otro es su movilidad, ilustrada por dos figuras en el repertorio de la literatura de cordel. La entrada de un texto en la edición para los lectores popu­lares podía modificar su estatus sin por ello transformar­lo profundamente. Es el caso, por ejemplo, de la interpre­tación realista del género "populachero" o de la entrada en el dominio de la bibliofilia de los libros "populares". Pero la movilidad de los textos provenía, más frecuente­mente, de las transformaciones y de las reescrituras que les imponían las exigencias morales o estéticas que regían tanto su nueva forma de publicación como las expectati­vas de los compradores populares, por lo menos tales como las imaginaban los editores. Las trayectorias textua-

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les y editoriales de las historias de Mélusine, de Valentín y Orson, de los Cuatro Hijos Aymon o de Robert le Diable son otras tantas ilustraciones de esta maleabilidad de las obras recibidas por la Biblioteca azul. Pierre Bourdieu tiene razón al decir que, aun si no cambian sus palabras, las obras cambian porque el mundo cambia, comenzando por el mundo de sus lectores. Pero pode­mos agregar que las obras cambian también porque los cambios del mundo, que gobiernan los retoques y las reescrituras de los textos, las transforman

Como en todos los libros ilustrados, pero aquí de manera más evidente, la relación entre el texto y la ima­gen en las obras de cordel se desplegaba sobre varios registros. El primero era material y editorial, y organizaba la distribución de las ilustraciones a partir de las posibili­dades ofrecidas por las diferentes técnicas de grabado y las decisiones de los impresores. El segundo era semánti­co, y ubicaba las significaciones producidas por las rela­ciones entre textos e imágenes, ya sea en la simple conti­güidad, frecuentemente aleatoria, entre unos y otros en la página impresa, ya sea en las elecciones conscientes de los editores. El tercero era sociocultural, y hacía que la ilus­tración fuera un apoyo para la entrada en la cultura escri­ta de los analfabetos, porque encontraban en las imáge­nes una ayuda para el desciframiento y la comprensión de los textos. Los libros azules, más que otros —debido a la reutilización de los mismos grabados para ilustrar escenas muy diferentes— permiten medir la distancia que separa el lenguaje propio de la imagen del lenguaje del discurso.

La reciente reevaluación de las literaturas de cordel

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indica también cuáles son las fallas de nuestro saber. En el caso de la Biblioteca azul, son fundamentalmente de orden bibliográfico. Sería necesario, ante todo, saber más en cuanto a las ediciones que no aparecen en los catálo­gos, ya sea porque todos los ejemplares han desapareci­do, ya sea porque los que subsisten pertenecen a coleccio­nistas privados y no son fácilmente accesibles. Este nece­sario inventario de los ejemplares conservados podría ser el fundamento de descripciones bibliográficas más rigurosas, y llenaría poco a poco las lagunas de ese mag­nífico instrumento de trabajo que es el Catalogue de Alfred Morin. Se trata, entonces, aún más allá de los protocolos descriptivos de la bibliografía analítica, de aplicar a los libros de cordel las aproximaciones críticas recientemen­te movilizadas para la edición de la obras de Shakespe­are. 34 La atención así prestada a la "materialidad de los textos", es decir, a las formas de su inscripción y distribu­ción sobre la página y en el libro, es la condición para que pueda comprenderse la movilidad de las obras de una edición a otra y las singularidades de cada ejemplar. La tarea es doble: seguir un "mismo" texto en sus diferentes estados, discursivos o gráficos, y analizar cada ejemplar conservado con el fin de proponer hipótesis aceptables en cuanto a las significaciones que sus lectores pudieron haberles atribuido. Llegó el tiempo en el que las técnicas y las preguntas bibliográficas reservadas hasta ahora a las

34 Margreta de Grazia y Peter Stallybrass, "The Materiality of the Shakespearean Text", en Shakespeare Quarterly, vol. 44, no. 3, 1993, pp. 255-283.

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obras más canónicas deben adueñarse de los libros más humildes.

EL PUEBLO Y LO "POPULAR"

El análisis más profundo de los repertorios de las litera­turas de cordel hace aún más difícil su interpretación. Una primera tensión se encuentra en la dificultad para unir enfoques muy diferentes: los que construyen las his­torias particulares de cada género, de cada título, de cada texto, y el que propone restituir la coherencia global de las elecciones y de las prácticas que definen una fórmula editorial específica. Todo sucede como si el reconoci­miento de la extrema diversidad de destino, de estatus y de significación de cada uno de los textos que componen la Biblioteca azul, el catálogo de los chapbooks o el conjun­to de la literatura de cordel española hiciera más confusa su identidad global.

De ahí surge una pregunta en cuanto a la escala de análisis más pertinente para comprender esos repertorios impresos. ¿Debemos dedicarnos a la trayectoria de un título en particular?, ¿o a los diferentes componentes de un género dado?, ¿o al conjunto del corpus, aprehendido en su diacronía o en su sincronía? Sin duda, la respuesta varía en función del punto de vista adoptado: genealogía textual, historia de la edición o sociología de la lectura. La incertidumbre en cuanto a la manera de definir la cohe­rencia de los repertorios de cordel nos lleva, igualmente, a desplazar el sitio de su identificación. En el caso de la

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Biblioteca azul, esta identidad se debe, sin duda, a dos elementos fundamentales: por una parte, los juegos, a la vez carnavalescos y burlescos, que parodiaban los lengua­jes, los léxicos y las convenciones de los discursos serios del mundo social; por otra parte, la producción de estere­otipos que proponían a los lectores populares imágenes de lo "popular" totalmente extrañas a las que ellos podí­an concebir y mostrar de ellos mismos. Sucedería igual con los libros azules que con la poesía gauchesca que, como lo indica Borges, está escrita en una lengua popu­lar que los gauchos jamás utilizarían.35

Esta observación obscurece aún más el enigma de la lectura de estos libros o pliegos. De manera paradójica, la multiplicación de los trabajos dedicados a las lecturas populares incrementó, y no redujo, las incertidumbres en cuanto a las capacidades de los lectores más humildes, en cuanto a la percepción que ellos tenían de los diferentes géneros textuales o en cuanto a los procesos por los cua­les daban sentido a los textos que leían. Frente a nuestra ignorancia, es grande el riesgo de una proyección retros­pectiva y anacrónica de nuestros propios criterios sobre la legibilidad. Por ejemplo, no es seguro que las compagi­naciones compactas, las múltiples erratas y las incoheren­cias textuales que desalientan nuestra lectura hayan cons­tituido obstáculos tan poderosos para una comprensión "popular" de los libros azules, fundada en el reconoci­miento de temas y de motivos ya conocidos, en una cap-

35 Jorge Luis Borges, "El escritor argentino y la tradición", en Discusión

(1932), Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 188-203.

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tura "gráfica" del texto, en una relación global con el

objeto impreso.

El desconcierto de la interpretación se ve, sin embar­

go, atenuado por el cruce de tres conjuntos de datos: las

huellas, desafortunadamente raras, dejadas por los lecto­

res más populares; la medida del éxito desigual de los

diferentes géneros o títulos, gracias a los inventarios de

las ediciones y de los ejemplares conservados en las tien­

das de los libreros; las significaciones que se pueden atri­

buir a los retoques y a las reescrituras que aseguraron la

extraordinaria longevidad de ciertos títulos. La historia de

la Biblioteca azul y de las literaturas de cordel no se ha

acabado. Guarda todavía algunos de sus misterios y, aún

más, define una figura ejemplar del entrelazamiento entre

la historia de los textos, la historia de los libros y la histo­

ria de las lecturas.

e ^

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COPLAS DE CIEGO

Juró Marcos Lópe%; pego, natural de la villa de Medina de

Ruyseco, vecino de Valladolid.

Fue preguntado qué hedad tiene. Dixo que quarenta años.

Fue preguntado si tiene notip'a de unas coplas que se an hecho

de poco tiempo a esta parte sobre un caso que di^en acaespó en

Martimuño% de las Posadas de un abogado que di^en murió allí et

le llebó el diablo. Dixo que lo sabe y pasa de lo que se le pregunta

es que por nuestra Señora de Marp que viene haría un año este tes­

tigo estaba en la pudad de Toledo y allí un Mateo de Briqueta,

natural de Dueñas, que, aunque no es pego, anda en hávito dello,

le dixo que él havía pasado por Martimuño^ de las Posadas y allí

le havían certificado e dicho que un letrado de allí qu'estava enfer­

mo avían entrado a su aposento dos hombres en ávito de dotores y

que habían preguntado a un paje si durmía el licenciado y el paje

dixo: "No". Y que entonces los dichos dotores echaron fuera del

aposento al paje y el paje se avía salido. Y que después suvieron a

ver qué habían los dotores con el abogado. E que no hallaron el

dicho enfermo ni los dichos dotores. E que en secreto dixeron que

heran los diablos y que se le habían llevado. Y que aquello hera ver­

dad. Y que habían enterrado sus parientes un bulto de paja para

que no se hechase de ver lo que pasaba, para heredar su hacienda.

Y éste que declara le dixo que quitase de allí, que aquello no sería.

Y le dixo que así se lo avían certificado y que sobre ello quería

ha^er coplas y haberlas ymprimir. Y este testigo oyó al dicho Mateo

de Briqueta las dichas coplas del Caso, que lasyva él componiendo.

E aun dixo que las quería yr aymprimir en la pudad de Sevilla

con otros de unas biexas que quemaron en Logroño.

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Fuele leydo por el dicho señor Alcalde a este testigo el principio

de las dichas coplas del dicho Caso para que dixese si la palabras

que al dicho Bri^uela oyó de^ir en las coplas que componía confor­

maban con esto. E abiéndole leydo unas palabras de la segunda

coluna de las dichas coplas de la primera plana de lias y donde di%e

'Y así sucedió a un letrado que en segovia residió"y otra palabra

en la misma coluna, en el décimo renglón, que di%e: "Dos lebreles

que tenía", dixo que aquellas mismas palabras que el dicho señor

Alcalde le leyó de las dichas coplas son las que este testigo oyó de^ir

al dicho Mateo de Bri^uela, componiendo la dicha obra del dicho

letrado. Y así mismo sabe él lo dixo el dicho Brícela porque se le

oyó de^ir, que lo dixo a Pedro de Villalobos y Garfia de Espinosa,

Riegos.

Y esto dixo ser verdad y lo que sabe del caso para el juramento

que hi%o. Y no firmó por ser ciego.

Ynforma^ión sobre las coplas que se hicieron de la muerte

del licenciado Gutierre^ vecino de Martín Muño^ 1577,

Archivo General de Simancas, C. R., leg. 268, fol.

5. [Publicado en Pedro M. Cátedra, Invención, difu­

sión y recepción de la literatura popular impresa (Siglo

XVI), Mérida, Editora Regional de Extremadura,

2002, pp. 443-444].

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Lenguas y lecturas en el mundo digital

If English ivas good enough for Jesús, it ought to be good enough for the children of Texas.

sentencia atribuida a Miriam Ferguson, ex gobernadora del estado de Texas

uisiera empezar esta reflexión sobre las lenguas en la edad de la textualidad electrónica con dos "fábulas", como escribe su autor. La primera

indica la perdurable nostalgia frente a la pérdida de la uni­dad lingüística; la segunda presenta la figura inquietante de su utópica restauración.

En "El congreso", que Borges publicó en El libro de

arena en 1975,1 un cierto Alejandro Ferri, quien, como Borges mismo, escribió un ensayo sobre el idioma analí­tico de John Wilkins, está encargado de identificar la len­gua que deberán usar los participantes del Congreso del Mundo "que representaría a todos los hombres de todas las naciones". Para documentarse, los instigadores de tal proyecto (cuya asemblea en la Confitería del Gas preside Don Alejandro Glencoe, un estanciero oriental) mandan a Alejandro Ferri a Londres. Relata así sus investigacio­nes: "Me hospedé en una módica pensión a espaldas del Museo

Británico, a cuya biblioteca concurría de mañana y de tarde, en

busca de un idioma que fuera digno del Congreso del Mundo. No

1 Jorge Luis Borges, "El Congreso", en E¿ libro de arena [1975], Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 27-54.

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descuidé las lenguas universales; me asomé al esperanto —que el

Lunario sentimental califica de 'equitativo, simple y económico'-

y al Volapuk, que quiere explorar todas las posibilidades lingüís­

ticas, declinando los verbos y conjugando los sustantivos. Consideré

los argumentos en pro y en contra de resucitar el latín, cuya nostal­

gia no ha cesado de perdurar al cabo de los siglos. Me demoré asi­

mismo en el examen del idioma analítico de John Wilkins, donde

la definición de cada palabra está en las letras que forman".

Alejandro Ferri considera sucesivamente los tres tipos de lenguas capaces de superar la infinita diversidad de las lenguas vernáculas: en primer lugar, las lenguas artificia­les inventadas en los siglos XIX y XX, tales como el espe­ranto o el volapuk, que debían asegurar la comprensión y la concordia entre los pueblos;2 en segundo lugar, el retorno a una lengua que puede desempeñar el papel de un vehículo universal de la comunicación como lo hizo el latín y, por último, las lenguas formales que prometen, como lo propuso en 1668 el philosophical language de John Wilkins, una perfecta correspondencia entre las palabras (en las que cada letra es significativa) y las categorías, especies y elementos. En su ensayo sobre John Wilkins, publicado en 1952 en Otras inquisiciones^ Borges da un ejemplo de esta lengua perfecta: "de, quiere decir elemento,

deb, el primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del

2 Arme Rasmussen, "A la recherche d'une langue internaüonale de la science 1880-1914", en Sciences et langms en Europe, bajo la dirección de Roger Chartier y Pietro Corsi, París, École des Hautes Études en Sciences Sociales, 1996, pp. 139-155. 3 Jorge Luis Borges, "El idioma analítico de John Wilkins", en Otras inqui­

siciones [1952], Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 154-161.

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elemento del fuego, una llama". Así, cada palabra se define a

sí misma y el idioma es una clasificación del universo.

Finalmente, las investigaciones de Ferri se revelan inú­tiles. Reunir un Congreso del Mundo era una idea absur­da porque este Congreso existe ya: es el mundo mismo como lo reconoce Don Alejandro:

Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos acometido es tan vasta que abarca —ahora lo sé— el mundo entero. No es [sic\ unos cuantos charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en que no esté.

Entonces, la búsqueda de un idioma universal es una idea vana, ya que el Mundo está constituido por una irreduc­tible diversidad de lugares, cosas, individuos y lenguas.

Tratar de borrar semejante multiplicidad es perfilar un porvenir inquietante. En "Utopía de un hombre que está can­

sado", publicado también en el Libro de arena,4 el mundo de los tiempos futuros en el que se ha perdido el narra­dor, ha vuelto a la unidad lingüística. El visitante del por­venir, Eudoro Acevedo, quien es profesor de letras ingle­sas y americanas, escritor de cuentos fantásticos y tiene su escritorio en la calle México donde estaba la Biblioteca Nacional, uno de cuyos directores fue Borges, no sabe

4 Jorge Luis Borges, "Utopía de un hombre que está cansado", en El libro

de arena, op. cit., pp. 96-106.

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cómo comunicarse con el hombre alto que encuentra en la llanura: "Ensayé diversos idiomasj no nos entendimos. Cuando

él habló lo hi%o en latín. Junté mis ja lejanas memorias de bachi­

llerj me preparé para el diálogo". Le dice el hombre: "Por la

ropa, veo que llegas de otro siglo. Ea diversidad de las lenguas favo­

recía la diversidad de los pueblosj aun de las guerras; la tierra ha

regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en

francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmedia­

to".

El mundo del porvenir donde no existe más que una sola lengua es también un mundo del olvido, sin museos, sin bibliotecas, sin libros: "Ea imprenta, ahora abolida, ha

sido uno de los peores males del hombre, ja que tendió a multipli­

car hasta el vértigo textos innecesario/', dice el hombre sin nombre. ("Me has dicho que te llamas Eudoro;jo no puedo decir­

te cómo me llamo, porque me dicen alguien"). El retorno a la unidad lingüística significa, así, la pérdida de la historia, el desvanecimiento de las identidades y, finalmente, la des­trucción aceptada. Al salir de la casa en compañía de sus habitantes, Eudoro Acevedo descubre un edificio inquie­tante: "Divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula. Es

el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen

que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler".

La utopía de un mundo sin diferencias y sin pasado acaba en una figura de muerte. Al comentar en el "Epílogo" los diversos cuentos reunidos en El libro de arena, Borges indica que la fábula del hombre cansado es "la pie^a más

honesta j melancólica de la serie" —melancólica, quizá, porque todo lo que en las utopías clásicas parece prometer un futuro mejor, sin guerras, sin pobreza ni riqueza, sin

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gobierno ni políticos ("LEVpolíticos tuvieron que buscar oficios

honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos")

conduce a la pérdida de lo que define a los seres huma­

nos en su humanidad: la memoria, el nombre, la diferen­

cia.

LAS LENGUAS DEL MUNDO ELECTRÓNICO

Estas varias lecciones borgesianas no carecen de perti­

nencia para que entendamos nuestro presente. ¿Cómo, en

efecto, pensar la lengua de este nuevo "congreso del

mundo" tal como lo construye la comunicación electró­

nica? Su posible universalidad se remite a las tres formas

de idiomas universales encontradas por Alejandro Ferri

en la British Ubrary. La primera, que es la más inmediata

y evidente, se vincula con la dominación de una lengua

particular, el inglés, como lengua de comunicación uni-

versalmente aceptada, dentro y fuera del medio electróni­

co, tanto para las publicaciones científicas como para los

intercambios informales de la red. Se remite, también, al

control, por parte de las empresas multimedia más pode­

rosas -es decir estadounidenses—, del mercado de las

bases de datos numéricos, de los sitios web o de la produc­

ción y difusión de la información. Como en la utopía ate­

rrorizante imaginada por Borges, semejante imposición

de una lengua única y del modelo cultural que conlleva

conduce necesariamente a la destrucción mutiladora de

las diversidades.

Pero este nuevo planteamiento de la "questione della lin-

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gua", como decían los italianos del Renacimiento (de Pietro Bembo a Baldassare Castiglione), que se liga a la dominación del inglés, no debe ocultar otras dos innova­ciones de la textualidad electrónica. Por un lado, el texto electrónico reintroduce en la escritura algo de las lenguas formales que buscaban un lenguaje simbólico capaz de representar adecuadamente los procedimientos del pen­samiento. Es así que Condorcet subrayaba, en su Esquisse

d'un tabkau historique des progres de l'esprit humain, la necesi­dad de una lengua común, apta para formalizar las ope­raciones del entendimiento y los razonamientos lógicos, y que fuese traducible en cada lengua particular. Esa lengua universal debía escribirse mediante signos convenciona­les, símbolos, cuadros y tablas, todos estos "métodos técni-

cos" que permiten captar las relaciones entre los objetos y las operaciones cognitivas.5 Si Condorcet vinculaba estrechamente el uso de esta lengua universal con la invención y la difusión de la imprenta, en el mundo con­temporáneo es en relación con la textualidad electrónica que se esboza un nuevo idioma formal, inmediatamente descifrable por cada uno. Es el caso de la invención de los símbolos, los "emoticons", como se dice en inglés, que utilizan de una manera pictográfica algunos caracteres del teclado (paréntesis, comas, punto y comas, dos pun­tos) para indicar el significado de las palabras: alegría :-) tristeza :-(ironía ;-) ira :-)@ ... Ilustran la búsqueda de un lenguaje no verbal que, por esta misma razón, pueda

5 Roger Chartier, Culture écrite et sociéié. L'ordre des liares (xn^-xmf siécle),

París, Albin Michel, 1996, pp. 20-24.

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permitir la comunicación universal del registro del dis­curso.

Por otro lado, es posible decir que el inglés de la comunicación electrónica es más una lengua artificial, con su vocabulario y sintaxis propios, que una lengua particular elevada, como lo fue antes el latín, con el rango de lengua universal. De una manera más escondi­da que en el caso de las lenguas inventadas en el siglo XIX, el inglés tranformado en "lingua franca" electrónica es una especie de lengua nueva que reduce el léxico, sim­plifica la gramática, inventa palabras y multiplica abre­viaturas (del tipo "I cyou"). Esta ambigüedad propia de una lengua universal que, a la vez, tiene como matriz una lengua ya existente e impone convenciones origina­les tiene tres consecuencias.

En primer lugar, refuerza la certitumbre de los esta­dounidenses en la hegemonía de su lengua y en la inutili­dad del aprendizaje de otras lenguas. En 2001, solamente el 8% de los estudiantes de los colegios o universidades estadounidenses tomaba cursos de lenguas extranjeras.6

En segundo lugar, este inglés más cercano del volapuk que del latín, supone un aprendizaje particular que no está procurado por el conocimiento de la lengua inglesa ya que, como lo indica Geoffrey Nunberg, "Tangíais que

l'on trouve sur le réseau est d'une certaine maniere plus difficile

que ce qui est exigepourpouvoirfaire des Communications forme-

lles" ["«/ inglés que se encuentra en la red es más difícil, en un

cierto sentido, que el que se requiere para hacer comunicaciones

6 TheNew York Times, 16 de abriJ de 2001, pp. Al y A10.

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formales"}? Y, finalmente, el imperialismo ortográfico del inglés, que desconoce los acentos o tildes, impone a menudo su supresión a las otras lenguas cuando están escritas o leídas en la pantalla de la computadora.8

Dos elementos podrían matizar estas observaciones. El primero se remite a la disminución de la distancia entre la comunidad de lengua inglesa y las otras en el mundo electrónico. Los datos más recientes muestran que el desarollo de la red ha conducido a una presencia más fuerte de los usuarios que no son angloparlantes y, por ende, a una mayor pluralidad lingüística en la oferta textual. Sigue fuerte, sin embargo, la dominación del inglés. Todavía 47.5% de la población on Une vive en paí­ses de habla inglesa contra 9% para la lengua china, 8.6% para el japonés, 6.1% para el alemán, 4.5% para el espa­ñol, 3.7% para el francés y 2.5% para el portugués. 9

Por lo demás, los progresos en la enseñanza y el cono­cimiento de las lenguas extranjeras en Europa y en América Latina, si no en los Estados Unidos, han otorga­do la posibilidad de comunicaciones en las cuales cada uno puede utilizar su propia lengua y entender la lengua del otro. Desde esta perspectiva, comparto plenamente el diagnóstico de Umberto Eco en lo que se refiere a la defi­nición de un poliglotismo moderno cuando afirma: "El

7 Geoffrey Numberg, "La langue des sciences dans le discours électro-nique", en Sciences et Zangues en Europe, op. cit., pp. 247-255 (cita p. 254).

8 Emilia Ferreiro, Pasado y présenle de los verbos leer y escribir, México, FCE, 2001, pp. 55-56.

9 Global Internet Statistics, http:/www.euromktg.com/globstats/index.php3, 24 de abril de 2001.

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problema de la cultura europea [o universal R. C] del futuro no

consiste en el triunfo de un poliglotismo total (el que supiera hablar

todas las lenguas sería semejante a Funes, el memorioso, de Borges,

con su mente totalmente ocupada por una infinidad de imágenes),

sino en una comunidad de personas que puede entender el espíritu,

el perfume, el ambiente de un habla diferente".10 Esto plantea la

necesidad de aprendizajes lingüísticos que permiten a los

individuos, si no hablar, por lo menos entender diversas

lenguas. Semejante proyecto pedagógico y cívico es el

único que puede evitar una dominación absoluta de una

lengua única, cualquiera que sea.

EL ORDEN DE LOS DISCURSOS

Monolingüísta o políglota, el mundo de la comunicación electrónica es un mundo de sobreabundacia textual, cuya oferta desborda la capacidad de apropiación de los lecto­res. A menudo, los sabios y los autores denunciaron la inutilidad de los libros acumulados, el exceso de los tex­tos demasiado numerosos.11 En el mundo utópico de Borges, lo demuestra el diálogo entre Eudoro Acevedo y el hombre sin nombre del futuro. Hojeando un ejemplar de la edición de 1518 de la Utopía de Tomás Moro, el pri­mero declara: "Es un libro impreso. En casa habrá más de dos

mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos". Su interlocutor se

10 Umberto Eco, Ricerca delta linguaperfetta nella cultura europea, Roma y Bari, Laterza, 1993. 11 Ann Blair, "Reading Strategies for Coping With Overload Information ca.

1550-1700", en Journal of History of Ideas, vol. 64, no. 1, 2003, pp. 11-28.

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ríe y contesta: "Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro

siglos que vivo [sic] no habré pasado de una media docena.

Además, no importa leer, sino releer".

Más de tres siglos antes, el diálogo que Lope de Vega imagina en Fuenteovejuna entre Barrildo, el labrador, y Leonelo, el licenciado de Salamanca, ilustra la misma des­confianza frente a la multiplicación de los libros permiti­da por la invención de la imprenta -una invención recien­te en el tiempo de los eventos narrados en la comedia que ocurrieron en 1476. A Barrildo, que alaba los efectos de la imprenta (^'Después que vemos tanto libro impreso, / no hay

nadie que de sabio no presuma"), Leonelo contesta: "Antes que

ignoran más, siento por eso, / por no se reducir a breve suma; / porque la confusión, con el exceso, / los intentos resuelve en vana

espuma; / y aquel que de leer tiene más uso, / de ver letreros sólo

está confuso".12 La multiplicación de los libros se ha vuelto una fuente de "confusión" más que de saber, y la imprenta con todo el "exceso" de libros que ha generado no produ­jo nuevos genios: "Sin ella muchos siglos se han pasado, / y no

vemos que en éste se levante / un Jerónimo santo, un Agustino".

De ahí surge una interrogante: ¿Cómo pensar la lectu­ra frente a una oferta textual que la técnica electrónica multiplica aún más que la invención de la imprenta? En 1725, Adrien Baillet escribió: "On a sujet d'appréhender que

la Multitude des Uvres qui augmentent tous lesjours d'une manie­

re prodigieuse nefasse tomber les siécles suivants dans un état aussi

12 Lope de Vega, Fuente Ovejuna, edición, prólogo y notas de Donald McGrady, Barcelona, Crítica, 1993, versos 901-908, p. 87. 13 Ibil, versos 928-931, p. 88.

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fácheux qu'était celui oü la barbarie avaitjetté les précédents depuis

la décadence de l'Empire romain" ^'Tenemos rabones para temer

que la Multitud de libros que aumenta cada día de manera prodi­

giosa haga caer los siglos siguientes en un estado tan lamentable

como el de la barbarie que resultó de la decadencia del Imperio

romano'7]^ Para comprobar si tenía razón Baillet y si

hemos caído en tal barbarie, debemos distinguir entre

diversos registros de mutaciones o rupturas introducidas

por la revolución del texto numérico.

La primera de estas rupturas se refiere al orden de los

discursos. En la cultura impresa, tal como la conocemos,

este orden se establece a partir de la relación entre tipos

de objetos (el libro, el diario, la revista), categorías de tex­

tos y formas de lectura o de uso. Semejante vinculación

se arraiga en una historia de larga duración de la cultura

escrita y resulta de la sedimentación de tres innovaciones

fundamentales: en primer lugar, entre los siglos n y rv, la

difusión de un nuevo tipo de libro que es todavía el nues­

tro, es decir el libro compuesto de hojas y páginas reuni­

das dentro de una misma encuademación que llamamos

códex, y que sustituyó a los rollos de la Antigüedad griega

y romana;15 en segundo lugar, a fines de la Edad Media,

en los siglos XTV y XV, la aparición del "libro unitario", es

decir, la presencia dentro un mismo libro manuscrito de

14 Adrien Baillet, Jugements des savants sur les prinápaux ouvrages des auteurs,

Amsterdam, 1725, "Advertencia al lector". Debo esta referencia a Ann Blair. 15 Ver Colin H. Roberts y T.C. Skeat, The Birtb of the códex, Londres, publi­cado para la Academia Británica por Oxford University Press, 1987; Les

debuts du códex, Alain Blanchard (ed.), Turnhout, Brepols, 1989; y los dos

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obras compuestas en lengua vulgar por un solo autor (Petrarca, Boccacio, Christine de Pisan) mientras que esta relación caracterizaba antes solamente a las autoridades canónicas antiguas y cristianas,!6 y, finalmente, en el siglo XV, la invención de la imprenta que sigue siendo hasta ahora la técnica más utilizada para la reproducción de lo escrito y la producción de los libros.17 Somos herederos de esta historia tanto para la definición del libro, es decir, a la vez un objeto material y una obra intelectual o estéti­ca identificada por el nombre de su autor, como para la percepción de la cultura escrita e impresa que se funda sobre distinciones inmediatamente visibles entre objetos (cartas, documentos, diarios, libros, etcétera) asociados con diversos géneros textuales y usos de lo escrito.

Este orden de los discursos cambia profundamente con la textualidad electrónica. Es ahora un único aparato, el ordenador, el que hace aparecer frente al lector las

ensayos de Guglielmo Cavallo, "Testo, libro, lettura", en Lo spa^io lettera-

rio di Roma antica, Guglielmo Cavallo, Paolo Fedeli y Andrea Giardino (eds.), Roma, Salerno Editrice, 1989, t. II, pp. 307-341, y "Libro e cultura scriitta", en Storia di Roma, Aldo Schiavone (ed.), Turin, Einaudi, t. IV, 1989, pp. 693-734.

16 Armando Petrucci, "From the Unitary Book to Miscellany", en Writers

and Readers in Medieval Italy. Studies in the History of Written Culture, Charles M. Radding (ed.), New Haven y Londres, Yale University press, 1995, pp. 1-18. 17 Elizabeth Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Change.

Communications and Cultural Transformations in Early Modern Europe,

Cambridge, Cambridge University Press, 1979, y The Printing Revolution in

Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1983; Adrián Johns, The Nature of the Book. Print and Knowledge in the Making,

Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1998.

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diversas clases de textos tradicionalmente distribuidas entre objetos distintos. Todos los textos, sean del género que fueren, son leídos en un mismo soporte (la pantalla de la computadora) y en las mismas formas (generalmen­te aquellas decididas por el lector). Se crea, así, una con­tinuidad que ya no diferencia los diversos discursos a par­tir de su materialidad propia. De allí surge una primera inquietud, o confusión, de los lectores que deben afron­tar la desaparición de los criterios inmediatos, visibles, materiales, que les permitían distinguir, clasificar y jerar­quizar los discursos.

Por otro lado, es la percepción de la obra como obra la que se vuelve más difícil. La lectura frente a la pantalla es generalmente una lectura discontinua, que busca, a partir de palabras claves o de rúbricas temáticas, el frag­mento textual del cual quiere apoderarse (un artículo en un periódico, un capítulo en un libro, una información en un sitio web) sin que necesariamente sea percibida la iden­tidad y la coherencia de la totalidad textual que contiene este elemento. En un cierto sentido, en el mundo digital todos las entidades textuales son como bancos de datos que procuran fragmentos cuya lectura no supone, de manera alguna, la comprensión o percepción de las obras en su identidad singular.

Así, en cuanto al orden de los discursos, el mundo electrónico provoca una triple ruptura: propone una nueva técnica de difusión de la escritura, incita a una nueva relación con los textos e impone a éstos una nueva forma de inscripción. La originalidad y la importancia de la revolución digital estriba en que obliga al lector con-

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temporáneo a abandonar todas las herencias que le han

dado forma, ya que el mundo electrónico ya no utiliza la

imprenta, ignora el "libro unitario" y es ajeno a la materia­

lidad del códex. Es, al mismo tiempo, una revolución de la

modalidad técnica de la reproducción de lo escrito, una

revolución de la percepción de las entidades textuales y

una revolución de las estructuras y formas más funda­

mentales de los soportes de la cultura escrita. De ahí, a la

vez, el desasosiego de los lectores, que deben transformar

sus hábitos y percepciones, y la dificultad para entender

una mutación que lanza un profundo desafío a todas las

categorías que solemos manejar para describir el mundo

de los libros y de la cultura escrita.18

ESTRATEGIAS Y CRITERIOS DE LA PRUEBA

Al mismo tiempo, esta revolución modifica lo que

podría llamarse el orden de las razones, si por esto se

entiende las modalidades de las argumentaciones y los

criterios o recursos que puede movilizar el lector para

aceptarlas o rechazarlas. Por un lado, la textualidad elec­

trónica permite desarollar las argumentaciones o

demostraciones según una lógica que ya no es necesaria­

mente lineal ni deductiva, tal como lo implica la inscrip­

ción de un texto sobre una página, sino que puede ser

18 The Future of the Book, Geoffrey Nunberg (ed.), Turnhout, Brepols, 1996 [trad. al español: El futuro del libro. ¿Esto matará eso?, Madrid, Paidós, 1998.

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abierta, estallante y relacional gracias a la multiplicación de los vínculos hipertextuales.19 Por otro lado, y como consecuencia, el lector puede comprobar la validez de cualquier demostración consultando por sí mismo los textos (pero también las imágenes, las palabras grabadas o composiciones musicales) que son objeto del análisis si, por supuesto, están accesibles en una forma digitali-zada.20 Semejante posibilidad modifica profundamente las técnicas clásicas de la prueba (notas de pie de pági­na, citas, referencias) que suponían que el lector tuviera confianza en el autor sin colocarse en la misma posición que éste frente a los documentos analizados y utilizados. En este sentido, la revolución de la textualidad digital constituye también una mutación epistemológica que transforma las modalidades de construcción y acredita-

19 Cf. David Kolb, "Sócrates in the Labyrinth", en Hyper/Text/Theory,

George P. Landow (ed.), Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1994, pp. 323-344, y Jane Yellowlees Douglas, "Wül the Most Reflexive Relativist Please Stand Up?: Hypertext, Argument, and Relativism", en Page to Screen: Taking Uteracy into the Electronic Era, llana Snyder (ed.), Londres y Nueva York, Roudedge, 1988, pp. 144-161. 20 J.D. Bolter, Writing Space: The Computer, Hypertext, and the History of

Writing, Hillsdale, New Jersey, Lawrence Erlbaum Associates, 1991; George R Landow, Hypertext: The Convergence of Contemporary CriticalTheory

and Technology, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992, reeditado como Hypertext 2.0 Being a Revised, Amplified Edition of

Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology,

Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1997; llana Snyder, Hypertext: The Electronic Eabyrinth, Melbourne y Nueva York, Melbourne University Press, 1996, y Nicholas C. Burbules, "Rhetorics of the Web: Hyperreading and Critical Literacy", en Page to Screen, op. cit, pp. 102-122.

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ción de los discursos del saber.21

PROPIEDAD Y MATERALIDAD DE LOS TEXTOS

Otro registro de mutaciones ligadas al mundo electróni­co se refiere a lo que llamo el orden de las propiedades, tanto en un sentido jurídico -el que fundamenta la pro­piedad literaria y los derechos de autor- como en un sen­tido textual -el que define las características o "propieda­des" de los textos. El texto electrónico tal como lo cono­cemos es un texto móvil, maleable, abierto. El lector puede intervenir en su contenido mismo y no solamente en los espacios dejados en blanco por la composición tipográfica. Puede desplazar, recortar, extender, recom­poner las unidades textuales de las cuales se apodera. En este proceso, se borra la asignación de los textos al nom­bre de su autor, ya que son constantemente modificados por una escritura colectiva, múltiple, polifónica que da realidad al sueño de Foucault en cuanto a la desaparición deseable de la apropiación individual de los discursos —lo que llamaba la "función autor". Semejante movilidad

21 Cf. para la física teórica: Josette F. de la Vega, 1M Communication identifi­

que a l'épreuve de ¡'Internet, Villeurbanne, Presses de l'École Nationale Supéríeure des Sciences de l'Information et des Bibliothéques, 2000; para la filología: José Manuel Blecua, Gloria Clavería, Carlos Sánchez y Joan Torruella (eds.), Filología e informática. Nuevas tecnologías en los estudios filológi­

cos, Bellaterra, Editorial Milenio y Universidad Autónoma de Barcelona, 1999, y para la historia: Rolando Minuti, Internet et le métier ¿'historien, París, Presses Universitaires de France, 2002.

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lanza un desafío a los criterios y categorías que, desde el siglo XVIII, por lo menos, identifican las obras a partir de su estabilidad, singularidad y originalidad. El reconoci­miento de la propiedad del autor sobre su creación y, por ende, la del editor a quien la vendió suponen que, como escribió Blackstone en el siglo XVIII, "Non* the identity of a

literary composition consists entirely in the sentiment and language

[...] and whatever method be taken of conveying that composition

to the ear or the eje of another, by recital, by writing, or by prin-

ting, in any number of copies or at any period of time, it is always

the identical work of the authorwhich is so conveyed." ["'Ahora la

identidad de una composición literaria reside enteramente en el sen­

timiento y en el lenguaje [...]y cualquiera que sea el método eligido

para su transmisión, la recitación, el manuscrito o el impreso, en

cualquier número de ejemplares o en cualquier momento, es siempre

la misma obra del autor que se transmite^?-1 Un vínculo estre­cho queda establecido, entonces, entre la identidad singu­lar, perpetuada, reconocible de los textos y el régimen de propiedad que protege los derechos de los autores y de los editores. Es esta relación la que pone en tela de juicio el mundo digital que propone textos blandos, ubicuos, palimpsestos.23

Tal interrogante conduce a abrir una reflexión sobre los dispositivos que permitirán delimitar, designar e iden-

22 Cf. en Mark Rose, Authors and Owners. The Invention of Copyright,

Cambridge, Mass. y Londres, Harvard University Press, 1993, pp. 89-90. 23 Jane C. Ginsburg, "Copyright without Walls? Speculations on Literary Property in the Library of the Future", en Representations, 42, 1993, pp. 53-73, y los artículos reunidos en Daeda/us, Spring 200, sobre el tema de la propiedad intelectual.

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tincar textos estables, dotados de una identidad perpetua­da y percibible, en el mundo móvil de la textualidad digi­tal. Esta reorganización es una condición para que pue­dan protegerse tanto los derechos económicos y morales de los autores como la remuneración o el provecho de la edición electrónica. Conducirá, sin duda, a una transfor­mación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos ahora y a una distinción más fuerte entre la comunicación electrónica —que va a seguir ofreciendo textos abiertos, maleables, gratuitos— y la publicación electrónica —que resulta de un trabajo editorial que nece­sariamente fija y cierra los textos publicados para el mer­cado. Quizás dos tipos de aparatos van a corresponder a cada una de estas formas: el ordenador tradicional para la primera, y el "e-book", que no permite el traslado, la copia o la modificación de los textos, para la segunda. Así, el libro digital estaría definido por oposición a la comunica­ción electrónica libre y espontánea que autoriza a cual­quiera a poner en circulación en la red sus ideas, opinio­nes o creaciones. Así, se reconstituiría en la textualidad electrónica un orden de los discursos que permitiría dife­renciarlos según su identidad y autoridad propias.

La batalla entablada entre los investigadores que re­claman el acceso libre y gratuito a los artículos y a las revistas científicas, que imponen precios de suscripción enormes, hasta de 10 000 o 12 000 dólares por año, y que multiplican los dispositivos capaces de impedir la redis­tribución electrónica de los artículos, ilustra hoy en día la tensión entre las dos lógicas que atraviesan el mundo de la textualidad numérica: la lógica ilustrada de la comuni-

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cación de un saber compartido y la lógica comercial de la edición basada en los conceptos de propiedad intelectual y del mercado. En 2001, 14 000 investigadores, principal­mente en el campo de las ciencias biológicas, firmaron una petición que exigía el acceso libre a los textos publi­cados por las revistas científicas (www.publiclibraryofs-cience.org) y, hoy en día, la Public Library of Science publica ya dos revistas en biología y medicina que garan­tizan el acceso libre a los resultados científicos. Como respuesta, algunas revistas han decidido permitir este acceso durante dos meses {Molecular Biology of the Cell) o un año (Science) después de la fecha de la publicación elec­trónica de los artículos.24

El ejemplo de las revistas ilustra también la diferencia que existe entre la lectura de los "mismos" artículos cuando están desplazados de la forma impresa, que ubica cada texto particular en una contigüidad física, material, con todos los otros textos publicados en el mismo núme­ro, y cuando tienen forma electrónica, en la que se encuentran y se leen a partir de las arquitecturas lógicas que jerarquizan campos, temas y rúbricas.25 En la prime­ra lectura, la construcción del sentido de cada artículo particular depende, aunque sea inconscientemente, de su relación con los otros textos que lo anteceden o lo siguen, y que fueron reunidos dentro de un mismo

2* Liberation, 14-15 de abril de 2001, pp. 16-17. 25 Geoffrey Nunberg, "The Place of Books in the Age of Electronic Reproduction", en Future Librarles, bajo la dirección de R. Howard Bloch y Carla Hesse, Berkeley, University of California Press, 1993, pp. 13-37.

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objeto impreso por una intención editorial percibible inmediatamente. La segunda lectura procede tal como el idioma analítico de John Wilkins, a partir de una organización enciclopédica del saber que propone al lector textos sin otro contexto que el de su pertenen­cia a una misma temática. En un momento en el que se discute la posibilidad, o bien la necesidad, para las bibliotecas de digitalizar sus colecciones (particular­mente los diarios y revistas), semejante observación recuerda que, por fundamental que sea este proyecto de numerización, nunca debe conducir a la relegación ni a la destrucción de los objetos impresos del pasado.

Como lo muestra el libro del novelista Nicholson Baker, Double Fold: Librarles and the Assault on Paper^

comentado por Robert Darnton,2 7 este temor no care­ce de fundamentos. Entre los años sesenta y noventa, el Council on Ubrary Resources de los Estados Unidos apoyó la política de microfilmación de diarios y libros de los siglos XIX y XX, cuyo resultado fue la destruc­ción física de millones de volúmenes y periódicos con la doble justificación de su preservación sobre otro soporte y de la necesidad de vaciar los anaqueles de las bibliotecas para recibir las nuevas adquisiciones. Esta operación, llamada "deaccessionin¿' en el inglés de la biblioteconomía, encontró su forma paroxística en

26 Nicholson Baker, Double Fold: Uhraries and the Assault on Paper, Nueva York, Random House, 2001. 27 Robert Darnton, "The Great Book Massacre", The New York Review of

Books, 26 de abril de 2001, pp. 16-19.

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1999 cuando la British Library decidió microfilmar y destruir o vender todas sus colecciones de diarios americanos publicados después de 1850. Los compra­dores fueron mercaderes que desmembraron las colecciones para vender sus números como recuerdos para cumpleaños. Sin embargo, ya antes del escándalo británico, la política de las bibliotecas estadoudinenses cambió, y la "matanza'' denunciada por Nicholson Baker no ocurre más. Pero las pérdidas son enormes e irremediables. Con las posibilidades y promesas de la digitalización, la amenaza de otra destrucción no se ha alejado, sino que ha reforzado la idea (totalmente errónea, en mi opinión) según la cual existiría une equivalencia entre las diversas modalidades de inscrip­ción y conservación de un texto que supuestamente sería siempre el mismo, cualquiera que fuesen su soporte y su forma material. Pero sabemos que estas formas participan en el proceso de construcción del sentido por parte del lector y que nunca un texto puede reducirse a su contenido semántico. Entonces, como lectores, como ciudadanos, como herederos del pasado, debemos exigir que las operaciones de digita­lización no ocasionen nunca la desaparición de los objetos originales y que siempre se mantenga la posi­bilidad del acceso a los textos tal como fueron impre­sos y leídos en su tiempo.

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LEER FRENTE A LA PANTALLA

"Se habla de la desaparición del libro;yo creo que es imposible",

declaró Borges en 1978.28 No tenía razón totalmente, ya que en su país hacía dos años que se destruían, quema­ban y desaparecían libros, y los autores y editores desa­parecían, asesinados.29 Pero su diagnóstico expresaba la confianza en la supervivencia del libro frente a los nue­vos medios de comunicación: el cine, el disco, la televi­sión. ¿Podemos mantener hoy en día tal certidumbre? Plantear así la cuestión, quizás, no designa adecuada­mente la realidad de nuestro presente, caracterizado por una nueva técnica y forma de inscripción, difusión y apropiación de los textos, ya que las pantallas del pre­sente no ignoran la cultura escrita, sino que la transmi­ten y la multiplican.

Sin embargo, no sabemos muy bien cómo esta nueva modalidad de inscripción de los textos transforma la relación de los lectores con lo escrito. Sabemos que la lectura del rollo de la Antigüedad era una lectura conti­nua, que movilizaba el cuerpo entero, que no permitía al lector escribir mientras leía. Sabemos que el códex,

manuscrito o impreso, permitió gestos inéditos (hojear el libro, citar pasajes con precisión, establecer índices) y favoreció una lectura fragmentada, pero que siempre percibía la totalidad de la obra, identificada por su mate-

28 J o r 8 e Luis Borges, "El libro", en Borges oral, Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp. 9-23 (cita pp. 21-22). 29 Ver el folleto Un golpe a los libros (1976-1983), Buenos Aires, Direcc ión

General del Libro y P r o m o c i ó n de la Lectura, sin fecha [2000].

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rialidad misma.30

¿Cómo caracterizar a la lectura del texto electrónico? Para comprenderla, Antonio Rodríguez de las Heras for­muló dos observaciones que nos obligan a abandonar las percepciones espontáneas y los hábitos heredados.3l En primer lugar, debe considerarse que la pantalla no es una página, sino un espacio de tres dimensiones, que tiene profundidad y en el que los textos brotan sucesivamente desde el fondo de la pantalla para alcanzar la superficie iluminada. Por consiguiente, en el espacio digital, es el texto mismo, y no su soporte, el que está plegado. La lec­tura del texto electrónico debe pensarse, entonces, como que despliega el texto electrónico o, mejor dicho, una tex-tualidad blanda, móvil e infinita.

Semejante lectura "dosifica" el texto, como dice Rodríguez de las Heras, sin necesariamente atenerse al contenido de una página, y puede componer en la panta­lla ajustes textuales singulares y efímeros. Como lo ejem­plifica la navegación por la red, es una lectura disconti­nua, segmentada, fragmentada. Si conviene para las obras de naturaleza enciclopédica, que nunca fueron leídas desde la primera hasta la última página, parece perturba­da o inadecuada frente a los textos cuya apropiación supone una lectura continua y atenta, una familiaridad con la obra y, sobre todo, una percepción del texto como

30 Peter Stallybrass, "Books and Scrolls: Navigating the Bible", en Books

and Readers ¿n Early Modern England, Jennifer Andersen y Elizabeth Sauer (eds.), Filadelfia, The University of Pennsylvania Press, 2002, pp. 42-79. 31 Antonio Rodríguez de las Heras, Navegar por la información, Madrid, Los libros de Fundesco, 1991.

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creación original y coherente. El desafío y la incertidum-bre del porvenir se remiten fundamentalmente a la capa­cidad del texto descuadernado del mundo digital de supe­rar o no la tendencia al derrame que lo caracteriza. Se remiten también a su capacidad de superar la discrepen-cia entre, por un lado, los criterios que en el mundo de la cultura impresa permiten organizar un orden de los dis­cursos que diferencia y jerarquiza los géneros, y, por otro lado, una práctica de lectura frente a la pantalla que no conoce sino fragmentos recortados en una continuidad textual única e infinita.32

¿Será el texto electrónico un nuevo libro de arena, cuyo número de páginas era infinito, que no podía leerse y que era tan monstruoso que fue sepultado en los húme­dos anaqueles de la Biblioteca Nacional en la calle de México?33 O bien, ¿propone ya una nueva y prometedo­ra definición del libro capaz de favorecer y enriquecer el diálogo que cada texto entabla con cada uno de sus lec­tores?^

Nadie conoce la respuesta. Pero, cada día, como lec­tores, sin saberlo, la inventamos.

32 Roger Chartier, "¿Muerte o transfiguración del lector?", en Las revolu­

ciones de la cultura escrita. Diálogo e intervenciones, Barcelona, Gedisa Editorial ,

2000, pp. 101-119.

33 Jorge Luis Borges, " E l libro de arena", en El libro de arena, op. cit., 130-

137. 34 Jorge Luis Borges, "Nota sobre (hacia) Bernard Shaw", en Otras inqui­

siciones, op. cit., pp . 237-242.

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LA LENGUA UNIVERSAL

Una lengua universal es la que expresa por signos de objetos reales

o de colecciones bien determinadas que, compuestas de ideas simples

y generales, permanecen siendo las mismas o pueden formarse igual­

mente en el entendimiento de todos los hombres, sea, en fin, por sig­

nos de las relaciones generales de estas ideas, de las operaciones del

espíritu humano, de las que son propias de cada ciencia o de los pro­

cedimientos de las artes. Así, los hombres que conociesen estos sig­

nos, el método para combinarlosy ¿as leyes de su formación, enten­

derían lo que estuviera escrito en esa lengua y lo expresarían con

una igual facilidad en la lengua común en su país.

Se ve que esta lengua podría ser empleada para exponer

la teoría de una ciencia o las reglas de un arte; para dar cuenta de

una experiencia o de una observación nueva; de la invención de un

procedimiento, del descubrimiento, sea de una verdad, sea de un

método; que, como el Algebra, cuando se viese obligada a servirse de

signos nuevos, los ya conocidos darían los medios de explicar su

valor.

[...] Indicaremos cómo perfeccionándose sin cesar, adquiriendo

cada día más extensión, serviría para llevar sobre todos los objetos

que abraca la inteligencia humana un rigor y una prensión que

haría fácil el conocimiento de la verdad y casi imposible el error.

Entonces la marcha de cada ciencia tendría la seguridad de la mar­

cha de la ciencia matemática, y las proposiciones que forman el sis­

tema, toda la certidumbre geométrica, es decir, toda la que permite

la naturaleza de su objeto y de su método.

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Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del

espíritu humano, tr. de Domingo Barnés, Madrid, Calpe,

1921 (Universal, 395), t. II, pp. 41-43.

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índice onomástico

A Agustín, San, 71 Alemán, Mateo, 113 Amonio, Nicolás, 106, 107 Araoz, Francisco de, 108, 109 Aries, Phüippe, 17, 135, 137, 138, 139, 145 Aristóteles, 71 Aub, Max, 78 Aymard, Maurice, 64

B

Baillet, Adrien, 204, 205 Baker, Keith, 154 Baker, Nicholson, 214, 215 Bale, John, 107

Barthes, Roland, 77 Berr, Henri, 46, 47, 50 Blackstone, 211 Blanche, Vidal de la, 46 Bloch, Marc, 45, 47, 60 Bocaccio, 206 Bólleme, Geneviéve, 170 Borges, Jorge Luis, 78, 84, 191, 195-199, 203, 216 Bourdieu, Pierre, 33, 53, 158-160, 188 Bouza, Fernando, 95, 102, 117, 119, 123, 128, 130 Braudel, Fernand, 10, 39, 41-67 Brochón, Pierre, 168

C Camillo, Ottavio de, 93 Campalans, 78 Celan, Paul, 85 Certeau, Michel de, 9, 63, 75, 80, 84 Cervantes, Miguel de, 90, 91

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Cicerón, 134, 162, 163 Condorcet, 156,200 Corelli, Filippo, 64 Corneille, 147 Covarrubias, Sebastián de, 89, 91-107, 111, 114, 133-134 Croix de Maine, Francois de la, 107

D Darnton, Robert, 154, 214 Doni, Antón Francesco, 107 Douglas, Mary, 14 Duby, Georges, 135, 139, 145 Durkheim, 34, 35, 50

E Eco, Umberto, 202 Eisenstein, Elizabeth, 123 Elias, Norbert, 34, 156

F Febvre, Lucien, 44, 45, 47, 169, 171 Foucault, Michel, 33, 52, 210

G Garnier, Claude, 173, 175 Gautier, Émile-Félix, 45 Geertz, Clifford, 14, 24 Ginzburg, Cario, 19, 58, 61 Glencoe, Alejandro, 179 Góngora, Luis de, 180 Gurvitch, Georges, 45

H Habermas, Jünger, 152-155 Halbwachs, 35, 46, 71,72 Hartog, Francois, 9 Hausser, Henri, 44, 45

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Hiü, Geoffrey, 85 Hunt, Lynn, 13,14, 15, 37 Husseri, 71,72

K Kant, Immanuel, 11, 86, 149-154 Kaplan, Steve, 15 KoseUeck, Reinhart, 145, 148, 155

L LaCapra, Dominick, 15 Lasiett, Peter, 141 Lloyd, Geoffrey, 20 Locke 71 Lope de Vega, 92, 96, 112,113,180, 204

Love, Harold, 102

M Mandrou, Robert, 167-169 Marín, Louis, 73, 129 Martin, Henri-Jean, 170, 172 Mauss, 35 McKenzie, D. E, 27 Melho e Souza, Laura de, 143 Mexia, Pedro, 87, 115, 161-163 Michelet, 47 Montaigne, Michel, 11,134, 146, 164 Morin, Alfred, 171,189 Morin, Louis, 168

N Nebrija, Antonio de, 92 Nietzsche, 52 Nisard, Charles, 168 Nolte, 81 Nováis, Fernando A., 142 Numberg, Geoffrey, 201

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o Oudot, 171, 173, 175 Owen, Wilfred, 86

P Perrot, Michelle, 139 Petrarca, 206 Petrucci, Armando, 118, 133 Picasso, 78 Pinelo, Antonio León, 108 Pisan, Christine de, 206 Platón, 71

Q Quevedo, Francisco de, 99 Quilici, Falco, 65

R Racine, Jean, 148 Revel, Jacques, 59 Ricceur, Paul, 9, 10, 51 Roche, Daniel, 175 Rodríguez de las Heras, Antonio, 217 Roupnel, Gastón, 45

S Sánchez, Pedro, 119 Schorske, Cari, 23 Schott, Andreas (alias Peregrinus), 108 Schowob, Marcel, 77 Seguin, Jean-Pierre, 169 Shakespeare, 182, 189 Simiand, 45,46 Socard, Émile, 168

T Teresa de Jesús, 94 Toynbee, Arnold, 66

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Tritheim, Johnan, 107 Turner, Víctor, 14

V Valdés, Juan de, 102, 103, 105 Venturi, Franco, 19 Verdier, Antoine du, 19, 107 Veyne, Paul, 63 Vilhegas, Diego Henrique de, 126 Vopa, Anthony la, 155

W Wahl, Jean, 43 Weber, Max, 34 White, Hayden, 9, 63, 75 Wilkins, John, 214

Z Zemon Davis, Natalie, 62

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