El presidente idiota by Daniel Alarcón

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El presidente idiota by Daniel Alarcón

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  • perdido toda forma original, casi nadie ya entiende de sueos, slo el grillo de hierro egosta para lastimar, este mundo con su forja de lobos y bom-bas inteligentes, los robots nacidos del fuego de palabras, maldito nuevo milenio, en el parque se yergue la estatua de Cspedes indicando algo a los pedigeos ahogados en alcohol, a los libreros que vocean con sus tarimas llenas de libros viejos, los vendedores de sexo, como t misma, olvidados de cualquier verdad, tan slo la ropa, la comida o la fuga, una resignacin de siglos y un vivir en suspensivo, por lo menos t te sientes liberada de esperas, slo hubo aquella ofuscacin transformada en recuerdo pattico. S, pero cmo decirle, no es tan slo un simple juego de labios, tampoco es como confiar la suerte al horscopo, mralo. Usted espera, los ojos lim-pios, con su traje anticuado y toda la inocencia impdica de un escritor de los sesenta, fascinado por la Revolucin cubana, por la guerrilla del Che, por tantas cosas Piensa que sera una lstima despertar ahora y descu-brir las paredes del cuarto del hotel sobre los ojos. T de pronto desearas haber nacido en aquella poca, sin toda la basura acumulada en estos cua-renta aos y no saber, no saber Claro que podras ir entrndole suave-mente, hablarle de guerras lejanas como novelas rosas, o contarle slo las cosas buenas, o con parbolas, en forma de enigmas, o incluso mentirle, inventarle una realidad alternada, algo as como la cada del bloque capi-talista, al fin y al cabo para l slo eres un personaje de sueos, pero no. l no se lo merece. Entonces te decides, tomas aire y cuando vas a comenzar a contarle, usted se levanta, dice Disclpame un minuto, y se va a recibir a un hombre gordo que acaba de llegar al parque. Le habla con excitacin y lo trae al banco. Les presento. ste es Lezama. Lstima que ya para ti sea demasiado tarde. Notas cmo las lneas de los cuerpos comienzan a difuminarse, La Habana desaparece en figuras de geometra extravagan-te. Con quin hablabas?, le pregunta su amigo, y usted hace un gesto resignado con la mano, sealando el banco, ahora desierto. Y t, tratando de retener la ltima visin de sus ojos oblicuos, de pronto sientes ganas de llorar, o de rer. Ahora piensas que vas a tener que empezar a leer, en serio, aunque no te guste.

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    Cuando sal del conservatorio, trabaj durante dos meses con un grupo de teatro llamado Diciembre. Se trataba de una compaa bien establecida que se haba fundado en los agitados aos de la guerra, durante los cuales se hicieron clebres tanto por sus descaradas incursiones en la zona de conflicto para llevar el teatro al pueblo como por los maratonianos espec-tculos diarios que representaban en la ciudad: revisiones pop de Garca Lorca o lecturas estentreas de culebrones brasileos, siempre con una sesgo poltico, a veces sutil, a menudo obvio. Cualquier cosa para man-tener a la gente despierta y risuea durante lo que de otra manera seran las oscuras y solitarias horas del toque de queda. Esos espectculos fueron una leyenda entre los estudiantes de teatro de mi generacin y muchos de mis compaeros de clase afirmaban haber acudido a alguna de las re-presentaciones siendo nios. Contaban que sus padres los haban lleva-do, que haban sido testigos de inefables actos de depravacin, una impa amalgama de recital e insurreccin, sexo y barbarie; que, an aos des-pus, ese recuerdo les perturbaba, les hera o incluso les inspiraba. Todos mentan. De hecho, estudibamos para mentir. Han pasado nueve aos desde que me gradu y supongo que hoy los estudiantes del conservatorio hablan de otras cosas. Son adems demasiado jvenes para recordar lo rutinario que era el miedo durante la guerra. Quiz les cueste imaginar un tiempo en que el teatro se improvisaba en respuesta a titulares pavorosos, un tiempo en que apenas haca falta interpretar para declamar un rengln de dilogo con terror escalofriante. Pero entonces llegaron los narcticos efectos de la paz y ciertamente nadie deseaba volver atrs.

    Los ocasionales, a menudo en casas privadas a las que el pblico asista slo por invitacin. Paradjicamente, aun siendo entonces relativamente

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    y Alejo se abre, aireando sus inquietudes por la libertad, por el imperio de la ley, por el sufrimiento del pueblo. Llegado el punto, el sirviente concede que s, que se podra hacer algo al respecto. Aunque entraase riesgos, qui-z no fuera tan mala idea. Alejo finge reflexionar sobre ello y acto seguido mata al perplejo sirviente, como castigo a su traicin. Levanta en peso el cadver, limpindolo antes de cartera, reloj y anillos, y la obra termina con el hijo gritando hacia la habitacin donde el presidente duerme.

    Otro, pap! Necesitamos otro para maana!

    Patalarga, Henry y yo dejamos la ciudad a principios de marzo, el da si-guiente a mi vigsimo primer cumpleaos. En la costa vivamos un verano clido y hmedo. Cogimos un autobs que nos llevara a la regin donde Patalarga haba nacido, en la sierra lluviosa, una parte del pas que yo no conoca. Tambin en ese momento tuve la seguridad de que no la visitara una segunda vez. Todo en mi vida por aquel entonces, todas las decisiones que tomaba o dejaba de tomar, se fundamentaba en la idea de que partira pronto. Esperaba poder reunirme con mi hermano en California antes de que terminara el ao: mi visado se estaba ya tramitando, slo era cuestin de tiempo. Era una forma muy agradable de vivir la vida. Me otorgaba una fuerza ntima que me permita soportar ciertas vejaciones, seguro como estaba de que todo tena un carcter temporal. Actubamos en pequeos pueblos e incluso en aldeas an menores, dispersas por un lgubre valle sometido a lluvias densas y heladas como no las haba visto. En el cielo se arremolinaban sombros nubarrones de negro azulado y cuando no llova, los vientos le atravesaban a uno el cuerpo. En todos los pueblos nos reciban calurosamente, con una ceremonia y solicitud que me parecan encanta-doras, y todas las noches el pblico nos ovacionaba de pie, lo que haca que todo aquello pareciera merecer la pena. A veces, las aldeas no eran ms que un puado de casas esparcidas por campos de maz amarillentos. Podran sumar una docena de paisanos en total, unos pocos campesinos de rostro rubicundo, sus sufridoras esposas e hijos desnutridos, quienes se acercaban a Henry tras la representacin y, evitando mirarle a los ojos, le decan respetuosamente: Gracias, seor Presidente.

    El fro estuvo cerca de acabar conmigo. Perd tres kilos en dos semanas y una noche, tras una representacin especialmente enrgica, casi perd el

    seguro salir de la ciudad, muy raramente viajaban al interior, de modo que cuando en cierta ocasin se anunci una gira, yo acud lleno de entu-siasmo. Era una oportunidad nica y, para mi sorpresa, obtuve el papel. Slo bamos tres: yo, un actor de pelo rizado llamado Henry y un hom-bre chaparro y de piel oscura que se present como Patalarga y nunca se molest en revelar su verdadero nombre. Ellos estaban emparentados, en cierto sentido: en algn momento de un pasado distante, Henry se haba casado con una prima segunda de Patalarga, para divorciarse luego; sta era una mujer llamada Tania a la que ambos se referan con esa especie de respeto callado de que hacen gala los campesinos al hablar del tiempo. Los dos hombres haban sido amigos durante mucho tiempo, ms del que yo llevaba vivo, y me alegr que me aceptaran en su compaa. Imagin que sera una buena oportunidad para aprender de dos veteranos.

    Henry escriba las obras; en esa gira representaramos una sutil invec-tiva titulada El presidente idiota. Su contenido poltico se lea con facilidad y era muy divertida. Analizaba la delicada interaccin entre un dirigente estatal arrogante y eglatra y su sirviente. ste era sustituido a diario, con la idea de que en ltima instancia todos los ciudadanos del pas tuvieran el honor de atender las necesidades de su lder. stas incluan ayudarlo a vestirse, peinarlo, leer su correspondencia, etctera. El presidente era bastante quisquilloso y exiga que todo siguiera peculiares protocolos, de manera que la mayor parte del da lo ocupaba en ensear al nuevo sir-viente cmo deban hacerse las cosas, resultando de todo ello la carcajada. Yo interpretaba a Alejo, el hijo idiota del presidente idiota, un papel he-cho a la medida de mi juventud y mis destrezas. Era un patn jactancioso y un mezquino ratero, que no obstante segua siendo el gran orgullo de su padre, el presidente, a pesar de sus muchas y evidentes carencias. La esce-na cumbre era un ntimo vis vis entre el sirviente y mi personaje, cuando ya el presidente se haba ido a dormir, durante el cual Alejo reconoce que ha sentido a menudo deseos de matar a su padre, pero que no ha tenido el valor de hacerlo. El sirviente se suma a la intriga: a fin de cuentas, vive en un pas arruinado y sometido a los desastrosos caprichos de su presiden-te, quien adems lo ha humillado durante un todo un da. El presidente, cuyos poderes parecen infinitos desde la distancia, se revela al sirviente tal y como es, segn sugiere el ttulo de la obra. ste sonsaca a Alejo sus dudas,

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    Sigues actuando pregunt cuando lleg a mi lugar o de ver-dad ests as de enfermo?

    No supe qu decir, pero me sent aliviado cuando alguien grit Es-t borracho!. Hubo un clamor en la habitacin y todo el mundo se sent.

    Entonces se comenz a beber en serio y pronto apareci de una som-bra esquina una guitarra que pas de mano en mano, dando varias vuel-tas al crculo hasta que por fin Tania se qued con ella. Todo el mundo la aclam. Rasgue unos pocos acordes, se aclar la garganta y dio la bien-venida a los visitantes, agradeciendo nuestra atencin. Cant en quechua con un complicado acompaamiento. Sus dedos no parecan resentir en absoluto el fro. Me volv hacia Henry y le pregunt en voz baja de qu hablaba la cancin.

    De amor susurr sin apartar la mirada de ella.A medida que avanzaba la noche, me di cuenta de que perciba cada

    vez con mayor lucidez la belleza de Tania. Henry y Patalarga me ob-servaban mientras yo la observaba a ella, fulminndome con la mirada y sonrindome alternativamente, en una secuencia imposible de inter-pretar. Mucho despus, cuando yo ya sucumba al alcohol y al fro, Tania se ofreci para acompaarme hasta el hostal donde estbamos alojados. A esto hubo reacciones de alarma fingida, pero ella hizo odos sordos. Fuera, en la noche helada, sus ojos brillaban como estrellas negras. El pueblo era pequeo, as que perderse era imposible. Deambulamos bo-rrachos por las calles, envueltos los dos en la manta de Cayetano.

    Cantas muy bien dije. De qu hablaba la cancin?Slo era una cancin antigua.Henry dijo que hablaba de amor.Tena una risa hermosa: clara y humilde, como la luz de la luna.l no habla quechua dijo Tania cuando dej de rer. Ha acer-

    tado de casualidad.Nos detuvimos en la puerta del hostal. Hice ademn de besarla, pero

    ella me esquiv y me palme la nuca como a un nio pequeo. Nos que-damos ah un momento, torpemente plantados, hasta que ella sonri.

    Bebe mucha agua dijo y descansa todo lo que puedas.Y entonces camin de vuelta a la fiesta.

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    conocimiento. Cuando me hube recuperado, nos invitaron a una fiesta en una de las casas de adobe y una sola habitacin, a las afueras. Henry y Patalarga estaban nerviosos y beban ms de lo normal, porque sa era la aldea donde viva Tania; decan que haba asistido a la representacin y podra aparecer en cualquier momento. Yo me encontraba demasiado enfermo como para preocuparme por aquello: cada vez que respiraba, tragaba cuchillos afilados y senta como si la cabeza fuera a separrseme del cuerpo y marcharse flotando hacia el nuboso y amenazador cielo an-dino. Me senta agitado por dentro, consternado por el miedo, pero todos eran amables hasta el exceso y se preocupaban por darme de comer y em-borracharme. El alcohol ayudaba y era agradable dejarse cuidar. Cuando empec a ponerme azul, el propietario de la casa, un hombre rechoncho de pelo gris llamado Cayetano, me pregunt si quera una chaqueta. Yo asent entusiasmado y l se levant y se dirigi al refrigerador. Se qued plantado ante la puerta abierta, como si estuviera decidiendo qu aperitivo elegir. Yo pens para mis adentros: Se est riendo de m. La fiebre me desvaneca; oa a Henry y Patalarga rindose por lo bajo. Observ cmo Cayetano abra el cajn de las verduras y sacaba de l un par de calcetines de lana. Me los tir y, cuando la puerta del refrigerador se abri un poco ms, pude comprobar que lo usaban como armario ropero. Los estantes inferiores seguan en su sitio, pero haban quitado el resto. Haba guantes en la bandeja de la mantequilla, y los jersis y chaquetas colgaban de una vara de madera claveteada a las paredes interiores. Slo entonces me di cuenta de que dejaban los pocos comestibles sobre la encimera. Con aquel fro, evidentemente, no haba peligro de que se echaran a perder.

    Los hombres y mujeres de la reunin contaban tristes historias sobre la guerra y se rean de sus propias desgracias de un modo que se me ha- ca incomprensible. A veces hablaban en quechua, y entonces su risa se haca mucho ms intensa y tambin mucho ms triste, o al menos eso me pareci. Cuando lleg Tania, todo el mundo se puso en pie. Tena un pelo largo y negro, tejido en una sola trenza, y vesta un chal amarillo y anaran-jado que se echaba sobre los hombros. Pareca mayor que yo y ms joven que mis colegas, y era menuda, aunque de algn modo daba la impresin de tener mucha fuerza. Recorri la habitacin dando la mano a todos, salvo a Henry, que en su lugar recibi un beso al aire, junto a la oreja derecha.

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  • a ms de cuatro mil metros, y la altitud me inutilizaba. Pas el primer da en el glido hostal, agarrado a los lados de la cama como si estuviera montado en un vagn de montaa rusa. San Germn era un sitio peque-o y haba muy poco que ver, pero Patalarga y Henry se sentaban junto a mi cama, regalndome el odo con inventadas maravillas que la ciudad ofreca. Tienes que levantarte, me deca Patalarga, tienes que ver este sitio. Hay una rplica de las pirmides, me dijo Henry, y brillan como el oro bajo la luz del sol. Abr los ojos y vi su aliento condensarse en una nube mientras rea. Un Arco del Triunfo en miniatura, aadi Patalarga. Cafs, bulevares sombreados de rboles, y una vida nocturna No lo creeras! Discotecas como en La Habana de Batista, como en Beirut antes de la guerra, decan. Yo no les haca ningn caso. La habitacin (mi cerebro por dentro, ms bien) rebosaba del contundente fragor de sus voces. Ped que me dejaran solo, y me obedecieron. Cuando hubieron desapareci-do, pude cerrar los ojos. Permanec inmvil durante horas, escuchando desesperado el sonido de mi propia respiracin.

    Cuando mis colegas regresaron traan el carcter agrio y enojoso. Yo poda oler el barro que se agarraba a sus botas. Dselo t. No, dselo t. Desde mi lecho de enfermo, los oa andar de un lado para otro. Que alguien me lo diga de una puta vez, me quej yo. Querra haber grita-do pero me senta tan dbil que son al ruego spero de un enfermo del corazn. Mantuve los ojos cerrados. Alguien se sent en la cama. Hay malas noticias. Era Henry. Nuestra primera representacin estaba programada para la noche siguiente, pero haba surgido un problema. No haba electricidad, y sin electricidad no haba luz. La nica disponi-ble alimentaba las casas de los ingenieros estadounidenses, al otro lado de las minas. Deberas ver cmo viven, dijo, y describi despus cmo, tras una alta alambrada, estos haban creado un facsmil del estilo de vida yanqui. Una cmoda urbanizacin de calles asfaltadas con campo de bisbol.

    Me incorpor, tiritando bajo una docena de mantas. Sonaba bien.No tienes t un hermano en Estados Unidos? pregunt Patalarga.S, claro.Y juega al bisbol?Cmo quieres que lo sepa?

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    El dueo del hostal me dio una gran bolsa de agua caliente. Mientras me preparaba para meterme en la cama, solo ya, la sostuve entre las manos como quien sostuviera un corazn humano vivo; el mo, quiz. Intent repasar lo que el da haba trado. Lo que haba ocurrido y lo que, para mi disgusto, no haba llegado a ocurrir. El fro haca imposible cualquier razonamiento coherente, as que me tumb con la bolsa de agua apretada contra la barriga, acurrucndome alrededor de ella como un caracol. An-tes de quedarme dormido, me pregunt qu estaran haciendo mis amigos en ese preciso instante. Haban tenido celos de m y envidiaban mi gira con Diciembre, y yo me esforzaba por recordar aquello. Patalarga y Henry ya haban hecho este circuito con anterioridad: se topaban con amigos a cada momento y el clima que a m me estaba desgastando poco a poco a ellos pareca no perturbarles en absoluto. Haban vivido en la ciudad durante decenios, pero no la consideraban su hogar.

    As fue durante semanas. Por las maanas, siempre que el tiempo lo permitiera, viajbamos hasta el siguiente pueblo en algn autobs des-vencijado o en la parte de atrs de un camin atestado de patatas. Para ese entonces ya haba aprendido a mascar la hoja de coca y disfrutaba de la sensacin de anestesia en la cara, el cuello y el pecho. Las carreteras ape-nas daban el ancho de un carro de caballos. Yo me asomaba a las laderas resquebrajadas intentando pensar en otra cosa que no fuera la muerte, mientras Patalarga y Henry se recuperaban de la noche con los ojos cerra-dos, suspendidos en un sueo profundo y apacible. Disfrutaban. Yo, por mi parte, intentaba mantenerme con vida.

    Hacia el final de la gira, llegamos a un pueblo llamado San Germn, el remoto puesto de avanzada de una compaa minera estadouniden-se, unas doscientas casas que parecan haber sido voladas a la ventosa cima de una montaa desolada, rodeada por tres picos an ms altos y tenebrosos. Creo que era plata lo que esa tierra esconda, pero podra ser cobre o bauxita o cualquier otra cosa; en realidad es irrelevante: to-dos los pueblos mineros son iguales. Son lugares aislados e implacables, situados en entornos que seran hermosos de no ser tan extremos, y los define ese tipo de privaciones humanas propias de la industria mine-ra. En San Germn, espesas nubes se cernan justo sobre nosotros y el aire ola a metal. Nunca me he sentido tan lejos del mundo. Estbamos

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  • Sois los dos muy graciosos dije. En serio.Te estamos haciendo un favor respondi Henry. Cmo vas

    a vivir en este pas sin conocer este pueblo?Esa noche me arrastraron a las oscuras calles de San Germn, llevndo-

    me casi a cuestas. Me dolan la cabeza y el cuerpo, y la tierra se me tamba-leaba bajo los pies. Camin con el brazo echado sobre los hombros de Pa-talarga. Henry sealaba las tenues luces de la ladera ms lejana del monte: eran las casas de los ingenieros. Tras ellas, un pico severo y amenazante se perda entre las nubes. Contempl el minsculo y miserable asentamiento y me cost sentir tanta antipata hacia los estadounidenses. La Naturaleza podra aplastarlos, y a nosotros con ellos, en un instante.

    Los ves? pregunt Henry. Te lo puedes creer?No dije. No me lo puedo creer.Yo habra preferido ser pobre en cualquier otro lugar del mundo que

    rico aqu.Avanzamos penosamente por las calles embarradas. El personaje de

    Henry llevaba unos largos guantes blancos al principio de la obra, pero haca tanto fro que decidi dejrselos puestos entre las representaciones. Eran finos, de satn, y seguramente no abrigaban nada, pero tenan un aspecto exquisito. Me percat de que Patalarga lo observaba con envidia.

    Dame esos guantes dijo por fin, sealndolos.Henry alz las manos, meneando sus dedos blancos y brillantes.Estos?Esos.Yo soy el presidente, as que los guantes me los pongo yo respon-

    di Henry.Patalarga reflexion durante un segundo y se volvi hacia m.A ste lo encontr en un callejn a espaldas de la catedral, esnifando

    pegamento y quejndose de lo malo que era su pap, sabes?No dije nada, ni me solt de Patalarga. Sin l, me habra cado.Henry no pareca estar escuchando.Quin se acuerda de eso?Yo me acuerdo. Perfectamente. Todos esos cambios que deseba-

    mos Y an hoy el que hace de sirviente es el morenito. Y an hoy el que muere al final es el morenito. Qu te parece?

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    Apenas me salan las palabras. Mi hermano se haba marchado de casa cuando cumpli dieciocho aos, haca casi doce, y yo tena demasiado fro como para desperdiciar energa hurgando en mis recuerdos de infancia. Seguramente les haba contado que me estaba ayudando a sacar la visa, pero yo tenda a guardarme esto para m. Me reafirmaba a m mismo re-pitindolo para mis adentros de cuando en cuando, un secreto que senta dulce y clido en los labios.

    Henry estaba enfadado. Hablaba rpido y su voz destilaba rabia. Les ha-ban prometido un lugar donde los obreros pudieran asistir a actos pbli-cos. Los obreros, los obreros: esos hombres dignos y galantes eran la entera razn de nuestra existencia. Se supona que bamos a llevar a cabo dos re-presentaciones, una por da. La representacin de la tarde no se vea afecta-da, pero los mineros con turno de da no tendran oportunidad de vernos. Si representbamos por la noche, sera en la oscuridad, o bien slo para los ingenieros. Los jodidos ingenieros. El enfado de Henry iba en aumento conforme describa a un grupo de hombres que pasaban el da sobando daiquiris y descansando slo para azotar a los nobles mineros por turnos.

    Aquello son absolutamente feudal.De verdad son tan malos? pregunt.No le hagas caso intervino Patalarga. Su padre era ingeniero.Jdete espet Henry frunciendo el ceo.Henry era la estrella del equipo de bisbol de la compaa.En serio?S, hasta que empez a robar dinamita para regalrsela a los rebeldes.Eso es mentira.Ninguno de ellos respondi a mi pregunta.Un momento despus, Henry se quejaba de nuevo; en esa ocasin se

    golpeaba la frente con el dedo mientras hablaba. Yo me senta como una maza que batiera el cuero de un bombo, una extraa forma de mostrar afecto, y mantuve los ojos cerrados durante todo el proceso. Hemos ve-nido a este pueblo para nada. Nos han tomado por tontos, y Nelson va a morir en vano. En ese momento hablaban entre s. Hemos sacrificado una joven vida lo mejor que este pas puede ofrecer! y no tenemos nada con que compensarla. Y la gran tragedia es cunto ha sufrido por su arte. Qu le vamos a contar a su madre?

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  • Henry se encogi de hombros.Es porque se te da bien respondi.Llegamos al nico restaurante que haba en San Germn y que, por

    supuesto, daba a un bulevar flanqueado de rboles y cenamos a la luz de una lmpara de queroseno unos platillos calentados en una estufa de que-roseno, de manera que todo ola y saba a ese combustible mgico. Estba-mos de un nimo amargo y desvalido. Henry y Patalarga no hablaban y a m me costaba un enorme esfuerzo no resbalarme de la silla y caer al fro suelo de cemento. Aun as, tras la comida y un t, me sent algo recupe-rado. Casi habamos terminado cuando unos viejos mineros entraron en el local con sus cascos en la mano. Incluso en la oscuridad, Pata-larga pudo reconocerlos, de sus das como organizador, y todos ellos parecan conocer al viejo Henry. Se enfrascaron en charla y, sentndose a nuestra mesa, hablaron entre dientes sobre las condiciones bajo tierra, que en cierta medida haban mejorado desde la ltima visita de Henry y Patalarga. Mejor ventilacin, ms seguridad. Turnos de diez horas, en vez de catorce.

    Pero sin electricidad.Los mineros se encogieron de hombros. Sus rostros eran duros, tem-

    plados por el clima.La traern pronto y, de todos modos, la mina est bien ilumina-

    da coment uno de ellos. Su nombre era Ventosilla. Lo llevaba escrito en el casco, que haba colocado sobre la mesa. Puls un interruptor y el frontal se ilumin, proyectando un vvido rodal de luz sobre la pared del restaurante. Ventosilla lo apag y encendi unas cuantas veces, y los tres nos detuvimos a admirarlo.

    Acto seguido dio unos golpecitos sobre el frontal con la ua del dedo.Halgeno.Y todos llevis uno de esos? pregunt Patalarga.El minero asinti con la cabeza.Y mis colegas sonrieron de oreja a oreja.

    La noche siguiente pusimos en escena El presidente idiota dentro de una carpa hecha de mantas, a la luz de cincuenta lmparas halgenas, de otros tantos mineros. Entre el pblico haba tambin nios y esposas, y hasta

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    unos pocos ingenieros estadounidenses que se dignaron a unirse a la fies-ta. Yo me senta mejor, aunque no yo mismo todava, si es que eso tiene algn sentido. No me haba sentido yo mismo desde que dejramos la ciudad y su costa, desde que el autobs comenz a escalar en direccin a las nubes, pero ese teatro artesanal, efervescente de expectacin las luces halgenas movindose, revoloteando por cada esquina, era her-moso y me llenaba de esperanza. Las bambalinas no eran ms que la parte posterior de la tienda, donde nos encontrbamos los tres, ateridos y ner-viosos, extraamente emocionados, asomndonos de vez en cuando para comprobar cmo la muchedumbre creca.

    Cuando la carpa estuvo repleta, entramos sin alboroto al relativo calor del escenario. La vista era sobrecogedora: una multitud sentada sobre unas chirriantes gradas; cuerpos sombros coronados de luz; un brillante campo de estrellas destellando entre los cielos. Me gir hacia Henry y Patalarga, que se haban perdido tambin en su contemplacin. ste era el cielo que apenas habamos podido ver, el cielo que los espesos nubarrones negros escondan desde haca mes y medio. Nos presentaron al portavoz de la co-munidad local, y esa noche, como todas las noches, el pblico jale cuando se pronunci en alto del nombre Diciembre, las luces de los mineros mo-vindose arriba y abajo al asentir satisfechos.

    Ced la escena a mis colegas, y me sent a un lado. Comenzaron. Con hombros encogidos y el rostro roto por la preocupacin, Henry imbuy a su presidente idiota de una gravedad perturbada, como la de Nixon en sus ltimos das, o la de Allende mientras contemplaba los tanques que rodea-ban La Moneda. Caminaba escenario arriba y abajo, ladrando instrucciones disparatadas a su desconcertado sirviente, Patalarga (y nadie, jams, se ha desconcertado con tanta pericia como mi amigo aquella noche). Yo me saba la obra de memoria, as que me estuve casi todo el tiempo concentra-do en las luces de los mineros. Reunidas, creaban un lmpido estanque de blanco sobre el escenario, que cambiaba muy levemente de forma cuando los personajes se daban uno a otro la palabra. Cuando me puse en pie, justo antes de mi entrada, las luces abandonaron el escenario, de manera que Patalarga, quien permaneca en pie frente a m, desapareci brevemente en una oscuridad repentina.

    La penumbra, sin embargo, no poda ocultar su sonrisa.

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  • Hacia el final de la obra, ms o menos en el momento en que el presi-dente idiota comienza a prepararse para irse a dormir, tuvimos un tropie-zo. Nos dimos cuenta enseguida. Henry intervino con su sa es la teora, buen seor!, una lnea que normalmente arrancaba la risa, pero que en esa ocasin cay en saco roto. Estbamos perdiendo al pblico: las luces se movan arriba y abajo y de lado a lado, vagando por la carpa, y en un mo-mento nos vimos actuando entre el crepsculo, cuando un rato antes aca-baba de amanecer. Nunca me haba sido tan fcil captar la voluntad de una multitud, leer una reaccin tan transparente e inmediata. El hecho de que las luces vacilaran nos dio energa, as que nos rehicimos, y minutos des-pus la carpa vibraba de nuevo con las carcajadas, y el escenario refulga como una pista de aterrizaje. Puedo decir, no sin cierto orgullo, que mis ltimas lneas, las que gritaba a mi padre dormido, fueron declamadas en un escenario completamente iluminado, con toda la atencin y empata de los mineros de San Germn y sus frontales halgenos. No haba teln que bajar, ni candilejas que atenuar, as que cuando la obra hubo concluido me qued ah de pie un segundo, bandome en el resplandor y disfrutando.

    Por qu no?Unas semanas ms tarde estaba de vuelta en casa. Durante los aos

    posteriores, cuando alguna de las producciones que montbamos fraca-saba, yo recordaba aquella noche. Me volvieron a invitar a una gira con Diciembre, pero ms por cortesa que otra cosa. Mi vida de clase media me haca sentir incapaz de soportar de nuevo los rigores de la carretera. Re-chac la oferta. Me iba a marchar pronto de todos modos, pens, pero eso nunca ocurri. Representaba con ellos ocasionalmente en teatros locales, y seguimos siendo amigos. Cuando me encontraba con Henry o Patalarga, en algn espectculo, en un bar o en la calle, siempre nos abrazbamos, compartamos unas risas y recordbamos con cario aquella noche en San Germn. Yo saba que ambos recordaban la representacin tan bien como yo, aunque hubieran olvidado otros detalles como mi nombre y me llamaran Alejo, sin vergenza ni disculpas. A m no me importaba. Me caan bien. Haba aprendido de ellos, y era posible que an aprendiera ms. Por supuesto, evocar San Germn era una invitacin a filosofar, pero precisamente se era el asunto. Yo escuchaba tal y como haba escuchado durante ese viaje, y observaba cmo ellos hinchaban el pecho con orgullo.

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    Uno se las arregla, resuelve. Le das al pblico lo que el pblico te da y se lo devuelves mejorado, bruido de amor y compromiso. Te dan luz y t les das luz. Etctera. Me gustaba escuchar a Henry y a Patalarga porque la gen-te de mi edad nunca hablaba as. Ni del teatro, ni de la poltica, ni siquiera del amor. Nos haca sentir incmodos.

    Pasaron los aos, y lleg un da en que me vi sin trabajo y desesperado. Me haba granjeado demasiadas enemistades, me haba tomado las cosas de-masiado a la ligera. Mi visado no lleg nunca y no poda seguir fingiendo que sera joven toda la vida. Mi hermano me llamaba de vez en cuando, pero slo a casa de mis padres. Llegaban a pasar meses sin que supiramos el uno del otro. Yo pas unas semanas presentndome a castings para talk shows, cosa que haba jurado no volver a hacer jams: amantes desenga-ados, mujeriegos destrozafamilias. No obtuve ninguno de esos papeles. Me estaba arruinando. Pens en dejar mi habitacin y volver a casa de mis padres, pero la idea era demasiado humillante. Mi padre, por su parte, haca gala de un incansable optimismo: tu hermano enviar el visado. Irs a Estados Unidos. Irs a California. Hars cine. Escrbele a tu hermano, recurdaselo, deca, sin que yo pudiera decidirme a ello. No creo siquiera que l mismo creyera en todo eso. Aun as, me mantena informado sobre el tiempo que haca all donde viva mi hermano, como si me hiciera falta saberlo para decidir qu ropa llevar en la maleta. Hay incendios forestales en toda California, me dijo un da. Cientos.

    Yo me quedaba mirndole. Aquella noche imagin un lugar en el que nunca haba estado, con cielos difuminados entre el humo pardo y rojizo, y un sol que no era nuestro sol ocultndose contra el escenario ce-niciento de una catstrofe regional. Consider que quiz lo que mi padre quera era quitrseme de en medio. Mientras yo me preocupaba por no fallarle, l quiz esperaba sin ms que me marchara y que el problema que yo le supona cayera en manos de otra persona.

    La semana siguiente tuve la oportunidad de leer el guin para un pa-pel, corto y recurrente, en un culebrn local. Correran seis episodios lo cual no estaba mal antes de que a mi personaje lo asesinaran, fuera de cmara. Se trataba de un sopln de la polica, oportunamente atormentado por la tica complicada de la traicin; un hombre que viva

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  • en la espera constante de que sus transgresiones terminaran por costarle la vida. El nombre del personaje era, para satisfaccin ma, Alejo. De repente, me sent ms seguro de lo que me haba sentido en meses. Aunque este personaje y el Alejo que interpret con Diciembre eran dos personas com-pletamente diferentes, leer el guin fue como reencontrarse con un viejo amigo. Cmo ha cambiado este pas, pens: el hijo de un presidente es ahora un vulgar chivato, un hombre condenado a vigilarse la espalda por encima del hombro durante seis captulos de una hora y despus morir en la oscuridad, su paso a mejor vida slo una nota al pie en un drama mucho ms grande, que apenas tiene que ver con l.

    Estaba tan emocionado que habl a mis padres sobre ello. Se lo cont a mis amigos. Alejo, pens, nos encontramos de nuevo. Incluso pens en buscar a Henry y Patalarga, si bien no los haba visto en un ao o ms, para que echramos unas risas a su salud y recordramos una vez ms los das de San Germn con los mineros. Por entonces, Diciembre pasaba por un parntesis semipermanente, y el pas estaba francamente irreconocible. Era fcil pasear por las ahora bulliciosas calles de mi ciudad y preguntarse por qu en algn momento se me habra ocurrido abandonarla. Los precios del metal alcanzaban rcords mundiales y los peridicos anunciaban un crecimiento del siete por ciento. Toda esa prosperidad era descorazona-dora: lo nico que jams habra esperado. Todo era nuevo o estaba cons-truyndose, los viejos vivan ms, los nios engordaban. No haba vuelto a los pueblos que visit con Diciembre, aunque muchos de mis colegas s lo haban hecho: en vacaciones, durante la estacin seca, con sus esposas y nios gordos, para ver un poco del campo tal y como era. Al primer indicio de descontento, el gobierno puso en marcha una campaa tele-visiva en que podan verse imgenes de carreteras comarcales bloqueadas y enojados campesinos que apedreaban a la polica, y en la que la pantalla se manchaba con una sombra de rojo siniestro y familiar. La severa voz en off exiga a los pobres del campo que fueran buenos patriotas y que no nos echaran a perder la fiesta a los dems.

    Henry y yo quedamos una tarde de invierno en un caf de Asylum Downs. Era el da anterior a mi audicin. Henry no tena telfono ni correo elec-trnico, le hice llegar un mensaje a travs de un amigo comn que viva en su barrio. Henry pareca contento de verdad por verme, me dio un gran

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    abrazo y me palme la espalda con efusin. Nos sentamos en una mesa del interior para resguardarnos de la humedad. Era estupendo verlo (no haba cambiado en absoluto), pero dnde estaba Patalarga?

    Henry se frot los ojos y se alis los espesos rizos con las palmas de las manos.

    Nuestro amigo dijo con desconsuelo ya no est con nosotros.Yo me qued pasmado. Me hund en la silla. No poda ser.Cundo fue? pregunt, intentando reponerme.Henry hundi la mirada en su taza de caf.Hace unos nueve meses, quiz diez.Dios santoYa contest Henry, antes de echarse a rer. El idiota se fue

    a vivir a Barcelona. Imagnate!Qu imbcil eres balbuce.Pero Henry se mantena imperturbable: lo encontraba muy divertido.Estamos solos t y yo, Alejito. Padre e hijo sentenci alargndome

    la mano. Rete! orden. Siempre fuiste un chico muy serio.Lo cual era una cita de El presidente idiota. Estrech su mano y sonre

    dbilmente. La impresin se fue disipando: despus de todo Patalarga es-taba vivo, as que deba sentirme feliz. Dimos un sorbo al caf.

    En cualquier caso haba otras noticias. Henry haba tenido una hija que le haba cambiado la vida. La vea dos o tres veces a la semana y le dedicaba todo lo que escriba.

    Ests escribiendo mucho, entonces? pregunt.Algo contest Henry encogindose de hombros.Le habl de Alejo el chivato. Incluso saqu el guin y le describ el

    primer episodio, en el que mi personaje es sorprendido robando cables de un solar en construccin y termina acortando su condena carcelaria ofreciendo cierta informacin sobre una pandilla callejera local. El dilogo era bueno, duro y magntico, y yo apenas poda contener mi entusiasmo. Henry escuchaba con atencin, asintiendo todo el tiempo.

    Es increble dijo. Lo han escrito pensando en ti?Ya contest yo, lo parece, verdad?Despus de un rato Henry dijo que quera hacerme una pregunta, pero

    que no me ofendiera. Me lo hizo prometer.

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    Rey Emmanuel AndjarEl orfebre

    En el amor y en el boxeo

    todo es cuestin de distancia.

    cristina peri rossi

    Los dolores comenzaron un jueves. El pulgar se puso azulnegroviolceo inmediatamente y me comenz a palpitar como si el corazn se hubiese trasladado a ese dedo y toda la sangre que se bombeaba al cuerpo fuese de ese color, de ese dolor. El estruendo del martillo qued en mis odos, as como todas las malas palabras que dije en menos de dos minutos. Vivo de las casualidades, pero ste no fue el caso, estuve pensando, mientras me deca que tuve suerte, la herramienta no me cay en el dedo del pie, eso ya hubiera sido demasiado. Entonces como por arte de magia, en lo que miraba el maldito clavo en la pared, suena el timbre y el telfono al mismo tiempo. Decido abrir el portn; la contestadora que se encargue de aquello, los telfonos nunca me han gustado.

    Josian, llegaste temprano, dije, con la cara estrujada por una mueca. l se mostr ms preocupado de lo normal y eso estaba bien. Pregunt qu pas y le expliqu que estaba tratando de colgar los malditos cuadros. Lachan, mi amiga con la que comparto esta casa nueva, estaba de viaje, pero haba dejado un mensaje bastante claro: deja de hacerte la paja y ponte a arreglar la casa, vaca las maletas, coloca los libros en los libreros, cambia las bom-billas y cuelga los cuadros antes de que yo llegue para no matarte, te quiero y adis. Me tir en un mueble y actu un poco ms adolorido de lo que en realidad estaba. Josian rebusc en la habitacin hasta encontrar un poco de mentol. A ver esa mano, me dijo con toda su ternura y empez a acariciarme el dedo que se hinchaba. No deja de sorprenderme este muchacho que no

    Adelante.Henry golpeteaba la mesa de madera con los dedos.No te lo tomes a mal, pero no se supona que te ibas a marchar?A qu te refieres?Bueno, cuando estbamos por ah no hablabas de otra cosa con-

    test, haciendo una pausa. Todos los das, a todas horas. Supusimos que era por la altitud. No lo aguantbamos, ni Patalarga ni yo.

    En serio?Henry asinti con la cabeza.Segn el recuerdo que guardaba de aquellos dos meses en la monta-

    a, yo apenas haba hablado en esos das sobre mi marcha. Era algo que llevaba conmigo, claro est, pero lo mantena como un consuelo privado e ntimo, como un amuleto o una moneda de la suerte. Saber que todo aquello pasara era lo que me ayud a superarlo.

    Aprendimos a pasar de aquello porque nos caas muy bien. En serio. An nos caes bien continu Henry, alargando un brazo por encima de la mesa para pellizcarme la mejilla. Y, entonces, por qu no te marchas-te, muchacho? aadi.

    Fuera, un escuadrn de palomas haba aterrizado en la mediana de ce-mento de la avenida, arremolinndose como un torbellino de polvo alre-dedor de un contenedor volcado de basura. Las mir fijamente durante un momento, admirado por su voracidad.

    Todo se puso muy bien por aqu.Claro, eso me imagin repuso Henry, asintiendo con la cabeza.Nos despedimos en la puerta del caf, sobre la ajetreada avenida. Le

    dej mi direccin de correo electrnico (para Patalarga); Henry la ley intrigado y se la meti en el bolsillo. Me dese buena suerte y yo le promet que le hara saber cmo me iban las cosas.

    En la audicin todo me sali redondo, as que qued con optimismo a la espera de una llamada. Meda el paso del tiempo segn la progresin de los incendios en el distante norte. Mi padre me pona al da, a diario, y yo finga escuchar. Quinientos, mil, dos mil incendios. Un mes despus, todos se haban apagado y yo segua esperando.

    Traduccin de Miguel Marqus.

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