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Centenario anRamónJiménez 44 EL PRIMER JUAN RAMON, EN SU CONTEXT0 1 Angel González E stoy dispuesto a aceptar la creencia común en que el poeta nace, pero me pece aún más indudable que su voz se hace. Lo que nace en el hombre, en al- gún hombre, es la tentación de convertir el len- guaje en arte, de acumul palabras con una fina- lidad estética. Pero su voz, o mejor dicho, la ma- teria que nuirá su voz, está era de él desde el principio. Porque, como dice Northrop Frye «los poemas sólo se pueden consuir desde otros poemas». El poeta será así un remodelador de palabras, de convenciones y de formas ya hechas: un reformador de su contexto, definición que vale muy especialmente para Juan Ramón Jiménez. Lo que yo me propongo, ꜷnque muy parcial- mente, aquí: orden y fijar algunas zonas decisi- vas dentro del amplio contexto en el que surge la poesía de J. R. J., es tea bastante complicada; porque su obra se nos presenta como una especie de gran plaza mayor de la poesía española de su tiempo: lug de cita y de encuentro, punto de destino y de origen de una gran pte de lo que constituye nuestra lírica moderna. Si tenemos en cuenta los materiales que J. R. J. acumuló, usó y desechó para construir ese enorme edicio de palabras, podemos decir que en su ámbito se perciben resonancias más remotas y hondas: el romancero tradicional y los cancione- ros renacentistas, la poesía del Siglo de Oro, el romanticismo, la tradición popul, el parnasia- nismo, el modernismo, el simbolismo, el purismo y otros «ismos», modas y tendencias se oyen to- davía como un eco reconocible en algún punto del lgo trayecto cumplido por su obra en marcha. Pues así, no como un cuerpo estático, sino como un impulso permanente hacia una peección nunca en su án alcanzada, concebía su poesía J. R. J. «Llevo escribiendo desde hace cincuenta y cinco años; me he renovado vias veces, casi siempre con el mar elemental. ..», declaba el poeta en 1953. Con el mar, y también como el m -imagen de lo eterno, camino siempre abierto ha- cia sí mismo, estímulo hacia lo desconocido- se mueve su obra inmensa que, en un constte ha- cerse y deshacerse, en un incesante ir y venir, acerca y aleja, sostiene y aniquila los más varia- dos restos, inútiles o valiosos, del perpeo nau- agio de la palabra en el tiempo. Si entendemos la obra en marcha de J. R. J. como un desarrollo lineal, veremos que hay dos puntos en su discurrir en los que las relaciones con el contexto son decisivamente importantes: el momento de pre-rmación, que llega hasta 1901,

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Centenario

JuanRamónJiménez

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EL PRIMER JUAN RAMON, EN SU CONTEXT0 1

Angel González

Estoy dispuesto a aceptar la creencia común en que el poeta nace, pero me parece aún más indudable que su voz se hace. Lo que nace en el hombre, en al­

gún hombre, es la tentación de convertir el len­guaje en arte, de acumular palabras con una fina­lidad estética. Pero su voz, o mejor dicho, la ma­teria que nutrirá su voz, está fuera de él desde el principio. Porque, como dice Northrop Frye «los poemas sólo se pueden construir desde otros poemas». El poeta será así un remodelador de palabras, de convenciones y de formas ya hechas: un reformador de su contexto, definición que vale muy especialmente para Juan Ramón Jiménez.

Lo que yo me propongo, aunque muy parcial­mente, aquí: ordenar y fijar algunas zonas decisi­vas dentro del amplio contexto en el que surge la poesía de J. R. J., es tarea bastante complicada; porque su obra se nos presenta como una especie de gran plaza mayor de la poesía española de su tiempo: lugar de cita y de encuentro, punto de destino y de origen de una gran parte de lo que constituye nuestra lírica moderna.

Si tenemos en cuenta los materiales que J. R. J. acumuló, usó y desechó para construir ese enorme edificio de palabras, podemos decir que en su ámbito se perciben resonancias más remotas y hondas: el romancero tradicional y los cancione­ros renacentistas, la poesía del Siglo de Oro, el romanticismo, la tradición popular, el parnasia­nismo, el modernismo, el simbolismo, el purismo y otros «ismos», modas y tendencias se oyen to­davía como un eco reconocible en algún punto del largo trayecto cumplido por su obra en marcha.

Pues así, no como un cuerpo estático, sino como un impulso permanente hacia una peifección nunca en su afán alcanzada, concebía su poesía J. R. J. «Llevo escribiendo desde hace cincuenta y cinco años; me he renovado varias veces, casi siempre con el mar elemental. .. », declaraba el poeta en 1953. Con el mar, y también como el mar -imagen de lo eterno, camino siempre abierto ha­cia sí mismo, estímulo hacia lo desconocido- semueve su obra inmensa que, en un constante ha­cerse y deshacerse, en un incesante ir y venir,acerca y aleja, sostiene y aniquila los más varia­dos restos, inútiles o valiosos, del perpetuo nau­fragio de la palabra en el tiempo.

Si entendemos la obra en marcha de J. R. J. como un desarrollo lineal, veremos que hay dos puntos en su discurrir en los que las relaciones con el contexto son decisivamente importantes: el momento de pre-formación, que llega hasta 1901,

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Juan Ramón Jiménez con uniforme de colegial.

en el que el poeta debe todo lo que es a la obra de los otros; y el momento de plenitud, que se hace visible a partir de 1916, cuando el poeta, dlleño al fin de su voz más personal, altera su nuevo con­texto, determina la obra de los demás. El repetido problema de las relaciones entre jóvenes y viejos, que no es más que una manifestación particular del problema general del contexto, no se resuelve en ninguno de esos dos momentos por el expedi­tivo sistema del parricidio; los sucesores de J. R. J. se reconocieron también herederos suyos, delmismo modo que él, en un primer impulso, habíaaceptado el legado de sus antecesores inmediatos.Los cambios de criterio del J. R. J. maduro res­pecto a los que fueron sus maestros, y otras esca­ramuzas en el terreno personal que enriquecen elcapítulo anecdótico de nuestra historia literaria,no alteran en lo fundamental la validez de esaapreciación. El rechazo, total o parcial, de la tra­dición inmediata por parte de algunos autores su­pone un principio de orden, una delimitación pre­via del contexto que facilita su compresión. En elcaso de J. R. J. nada es fácil; en su etapa inicialtodo le sirve, todo lo acepta y reelabora. Loscambios de gusto del artista maduro, las negacio­nes tardías que con frecuencia proyecta retroacti­vamente sobre su trabajo juvenil, complican aúnmás las cosas.

Entre el momento que califiqué de «pre­formativo» y el de plenitud, la poesía de J. R. J.

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pasa por un tiempo intermedio muy interesante, en el que las inter-influencias entre su obra y la de sus grandes compañeros de promoción, sin ser desdeñables, resultan menos significativas al lado de las discrepancias puestas de relieve sobre un también muy visible entramado común de coinci­dencias.

La obra de J. R. J. se inscribe en cada uno de esos tres tiempos en un contexto peculiar; su fun­ción dentro de ellos también es diferente. Aislar y definir esos tres tiempos es un proyecto tentador, que hoy abordo muy limitadamente, sin salirme del contexto que define el momento de J. R. J. que, por razones que se irán aclarando solas, cali­fico de «pre-formativo». No pretendo tampoco hacer una descripción objetiva de todo un pano­rama literario, sino establecer unos principios que permitan determinar los nombres, las obras o las corrientes que merecen ser consideradas como fuentes directas de su primera poesía.

Esa tarea ha sido cumplida por la crítica con tanta generosidad, que casi nada queda por añadir a lo ya dicho, aunque sí mucho que quitar. Porque una aproximación, aún incompleta, a la bibliogra­fía sobre el tema hace pensar que la obra de J. R. J. nace de todo lo que en el ancho mundo existíaal terminar el siglo XIX, y de todo lo que habíaexistido, y de lo que existirá. La teoría no vadescaminada, pero tiene un fallo: y es que unpoeta apenas salido de la adolescencia, que llega aMadrid desde su pueblo pocos meses antes de dara la imprenta sus dos primeras colecciones depoemas, no pudo haber acumulado -por falta ma­terial de tiempo y de bibliotecas- el descomunalacervo que algunos buscan (y, aunque parezcaincreíble, encuentran) en esos poemas.

Por supuesto, no faltan opiniones basadas en el sentido común y en un análisis cuidadoso de los hechos, a cuya luz se puede ver la obra del joven J. R. J. encuadrada en límites más razonables. Pero el desquiciamiento de ese justo marco es todavía tan frecuente, que requiere una constante labor de apuntalamiento; después de tanta investi­gación, y en parte como resultado de ella, el tra­bajo que ahora se presenta como más urgente es el de deslindar, en su contexto amplísimo, las zonas que no influyeron en la poesía de J. R. J. Sólo después de esa negación elemental e higiénica, y de fijar algunos criterios básicos para resolver las discrepancias más graves, será posible llegar a conclusiones positivas.

La discrepancia en materia de interpretación de textos literarios es un hecho natural y enriquece­dor. El poema no es nada más que una propuesta a un lector concreto, que lo completa y lo (re)crea en última instancia. Hay, en consecuencia, un margen inevitable y lícito de discrepancia en la lectura de un mismo texto; pues el poema puede y suele modificarse no sólo al pasar de un tiempo a otro tiempo, sino también al pasar de un lector a otro lector.

Pero en el caso de J. R. J., algunas de las

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discrepancias que se ponen de manifiesto al con­cretar sus relaciones con el contexto no obedecen a la ambigüedad natural del poema, sino a la posi­ción que la obra, por las especiales circunstancias de su presentación o nacimiento, ocupa dentro de un rico panorama fronterizo, extraordinariamente dinámico y fluido. Quiero decir que el origen de muchas confusiones está en la historia de su dis­curso, y no en el discurso mismo. Veamos, co­menzando por el principio, lo que hay de confuso en esa historia (una historia en la que las aparien­cias, y a veces el autor, engañan).

La precocidad de J. R. J. da lugar al primer hecho perturbador. La precipitación con que el joven escritor se decidió a publicar sus versos de adolescente le causó al poeta maduro no pocas tribulaciones, pero puso a disposición de críticos y eruditos un material de excepción para sus análisis y especulaciones: el germen todavía informe de un artista. Porque Ninfeas y Almas de violeta son. libros prematuros, dados a la luz antes de tiempo,"' carentes de vida autónoma -el propio J. R. J., en carta a Cernuda, los llama «abortos»-, conserva­dos en el frasco de alcohol de la erudición en gracia a la firma que los avala: textos que sólo ofrecen el interés de mostrarnos el espectáculo (innecesario y no siempre grato para el lector, aunque muy valioso para el scholar) del naci­miento o, mejor dicho, del proceso de gestación de un gran poeta.

Ahí, en ese proceso confuso y dinámico, pue­den observarse las tendencias que pre-figuran al poeta futuro. Por una parte están los rasgos litera­rios heredados, estilemas -ritmos, palabras, imá­genes, actitudes líricas- grabados en su memoria sentimental por las primeras y decisivas lecturas, que el poeta actualizará de modo no consciente al iniciarse como escritor; por otro lado opera una voluntad de afirmación que le impulsa a salir de su incipiente ser, a convertirse en otro, a crearse una configuración propia e inconfundible, oponiéndose a todo lo que desde el pasado le programa. Ese impulso convierte al poeta en un autor en busca de su personaje; un autor que, al no encontrar todavía registros característicos en su propia voz, se plantea deliberadamente otros modelos: todo sigue siendo ajeno en él, menos la elección, que es ya suya. En consecuencia, nada de lo que escriba configurará necesariamente a un poeta; en el me­jor de los casos, lo prefigura.

El primer libro de un poeta será aquel que apunte a la solución de esos conflictos. Lo ante­rior es prehistoria, material de laboratorio, banco de pruebas para confirmar hipótesis y teoría, si es que detrás de la prefiguración aparece la figura de un poeta; en caso contrario, todo está justamente destinado al olvido.

En realidad, Ninfeas y Almas de violeta deben ser considerados así: como material de laborato­rio. El error de verlos como los dos primeros libros de J. R. J. descansa sobre una apreciación falsa, pues ni siquiera son dos libros, sino un solo

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Juan Ramón Jiménez en Huelva, en 1886.

(Nubes) desdoblado en dos títulos, y ninguno de los tres puede disputarle a Rimas el honor de ser «el primer libro» de J. R. J. El asunto no sería demasiado importante si todo ello no obstaculi­zase a veces la correcta ordenación cronológica de las influencias o de las fuentes del primer J. R.J.

Como es bien sabido, bajo el título de Ninfeasagrupó J. R. J. aquellos poemas en los que las resonancias del modernismo -la última moda lite­raria o, si lo prefieren, la gran novedad en la España de 1900- son más claras. Almas de vio­leta, en cambio, reunía muestras de una poesía que -por la métrica, el tono y la temática domi­nantes- responde más bien a la tradición y las convenciones decimonónicas anteriores al moder­nismo. Aunque son simultáneos, el orden en que esos dos libros aparecen generalmente citados -Ninfeas casi siempre por delante- invita a pensarque J. R. J. es un poeta modernista de nacimiento,o nacido del modernismo. J. R. J. contribuyó aconsolidar ese equívoco al afirmar que Rimas re­presenta una reacción contra su «modernismoagudo» 2• La opinión del autor parece confirmar,efectivamente, la prioridad de las fuentes moder­nistas en su obra de juventud. Pero el mismo J. R.J. desautoriza esa interpretación cuando le dice aRicardo Gullón que en Rimas vuelve a «sus ro­mánticos». Como nadie puede volver a un lugaren el que no haya estado antes, es evidente que �l

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Juan Ramón Jiménez a los quince años.

componente primero del núcleo del que arranca el proceso creativo del poeta está definido en lo fun­damental por el romanticismo o, para ser más exactos, por todo lo que en el siglo XIX no es todavía «moderno».

El reconocimiento de ese hecho, señalado mu­chas veces y de muchas maneras, e ignorado con una terquedad tan inexplicable como frecuente, me parece fundamental para entender el proceso evolutivo de J. R. J.; un proceso en el que los rasgos románticos, profundamente grabados en la memoria sentimental del joven poeta, y operando desde allí de modo no consciente, son los que determinan el primer proyecto de personaje litera­rio que aparece en su larga y diversa escritura. El m9dernismo que viene después es una respuesta negativa a esa incipiente realidad, la primera ma­nifestación de rebeldía del poeta frente a sí mismo. J. R. J. quiere cambiar, ser otro (lo querrá siempre). Los modelos modernistas -la única al­ternativa que el poeta tiene al alcance de la mano­constituyen el necesario punto de apoyo para efectuar la deseada metamotlosis. El modernismo de Ninfeas es eso: modelo deliberadamente ele­gido, y no emanación espontánea de lo que había quedado indeleblemente grabado en la memoria del corazón. En consecuencia, el personaje poé­tico que surge de la pretendida mutación -vestido «de no se qué ropajes», para emplear una expre-

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sión de su autor- es menos autéñtico aún que el primero, que tampoco era un ejemplo de consis­tencia.

Creo que esa versión de los hechos, por ser veraz, ilumina por dentro los desplazamientos y cambios de dirección que se advierten en el pri­mer J. R. J. Que las cosas hayan sucedido así, y no de otro modo, tiene importancia; el orden de factores puede, en este caso, alterar el producto.

La localización caprichosa de influencias impo­sibles en Rimas y en los títulos anteriores casi siempre procede de aquellos que, distorsionando o desconociendo su historia, consideran que J. R. J. es un poeta nacido de y con el modernismo.

Partiendo de ese falso punto de vista, y habida cuenta que el modernismo, en su caracterización más divulgada y simplificadora, es un movimiento importado de América, estrechamente relacionado con el parnasianismo y el simbolismo, es fácil caer en la tentación de ver en el primerísimo J. R. J., en el de 1900 y 1901 y aún en el anterior, la influencia directa de parte o de todo el parnaso hispanoamericano y francés.

El argumento que se adivina detrás de esas «vi­siones» es un silogismo tan sencillo como enga­ñoso: si J. R. J. nace de y con el movimiento modernista, y el movimiento modernista es «eso», es evidente que J. R. J. tiene que nacer de y con «eso»: Parnaso + Simbolismo + Ruben Darío +

Silva + etc. Desgraciadamente, el triunfo de la lógica no supone en este caso el triunfo de la verdad, porque, por razones históricas que ex­pondré después, «eso» sólo puede actuar como influencia directa en los libros publicados por J. R. J. a partir de 1902; y aún ahí hay que prescindir de parte de tan abundante materia prima y, por supuesto, dosificarla con prudencia dentro de un extenso período.

Para ilustrar el tipo de error que acabo de des­cribir, voy a utilizar como ejemplo, entre los mu­chos que podrían ponerse, el libro titulado J. R.

J.: The Modernist Apprenticeship (1895-1900), de Richard Cardwell. Se trata de un buen ejemplo porque es un trabajo relativamente reciente (está publicado en 1977) y admirable por varios concep­tos, en especial por la minuciosidad con que se analiza el ambiente cultural español de finales de siglo y por la atención que dedica a muchos escri­tores hoy olvidados o mal conocidos, que fueron sin embargo figuras muy significativas en su día. En los primeros párrafos de la Introducción se nos dice que uno de los objetivos del libro es corregir las deficiencias de la crítica en la valoración «del poeta y del movimiento Modernista en el que hizo su debut literario». Esa pretensión transparenta la causa de las posibles deficiencias del libro. Las consecuencias de dar por sentado que J. R. J. hizo su debut en el movimiento modernista son previ­sibles, y se advierten pronto; se afirma por ejem­plo, que J. R. J. «fue capaz de combinar (en Ninfeas) la poesía 'colorista y brillante' de Reina con efectos poéticos más sutiles aprendidos de

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escritores franceses y belgas» (pág. 118), o que «Jiménez iba pronto a abandonar el lenguaje y la imaginería de Reina y de Darío» (pág. 119). J. R. J. no pudo haber combinado en Ninfeas el colo­rismo de Reina con «sutiles efectos» procedentesde Francia y de Bélgica, porque sólo un año des­pués de haber publicado Ninfeas comienza a leera los poetas post-románticos franceses. En cuantoal lenguaje y la imaginería de Darío, tampocopudo abandonarlos pronto, porque los conocetarde. La confianza en su teoría y el desdén poralgunos hechos lleva a Cardwell al extremo decitar un libro en el que J. R. J. confiesa que oyóhablar por primera vez de Silva cuando llegó aMadrid (R. Gullón: Conversaciones, pág. 53) en elmismo párrafo donde se «demuestra» la influenciade Silva en Ninfea� (Cardwell, pág. 193).

La verdad -una muy repetida verdad, aunque, como en el caso de los orígenes románticos del poeta, son bastantes los que parecen no haberla escuchado nunca- es que los modelos modernistas de Ninfeas son exclusivamente españoles: los poetas considerados como pre-modernistas, con Salvador Rueda en calidad de gran adelantado, y (quizá sobre todos) Francisco Villaespesa, el más entusiasta y ruidoso divulgador del «arte nuevo». Es lógico que, a través de ellos, se haya filtrado en los versos de J. R. J. algo de lo que en Europa y América estaba sucediendo o acababa de suce­der. De ahí puede venir alguna «curiosa seme­janza», como dice prudentemente Graciela Palau de Nemes a propósito del «Nocturno» de Silva 3;

pero no es lícito aventurar otras conclusiones. Algunos de los desajustes e inexactitudes que se

advierten en la determinación de las fuentes del primer J. R. J. pueden estar creados en parte por la información suministrada por el propio poeta, empeñado a veces en corregir su imagen y su biografía literaria con afán paralelo al que puso en la operación de revivir su obra.

Las contradicciones en que J. R. J. incurre al hablar de su pasado son muchas, y no dejan de ser graciosas por el deseo que revelan de embellecer su figura, de encuadrar su juventud en el marco que él considera más prestigioso y noble.

A Ricardo Gullón, por ejemplo, le habla de una entrevista con Francis Jammes, sin recordar que años antes había afirmado que nunca había cono­cido a Francis Jammes. «Mucho antes de ir a Francia» -le dice al mismo interlocutor- «yo es­taba empapado en literatura francesa; me eduqué con Verlaine»( 4). En cambio, en el artículo dedi­cado en 1936 a Valle Inclán, dice que a Verlaine «se lo encontró en sus viajes a Francia» Gunto con Mallarmé, Laforgue, Mareas y Samain).

J. R. J. había iniciado ya en España la costum­bre de componer su contexto retroactivamente, eliminando y añadiendo nombres de acuerdo con sus preferencias del momento o con su cotización en el mercado de valores literarios; pero ese afán se desmesura en sus años americanos. En uno de los guiones para sus cursos de Puerto Rico, el

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Juan Ramón ante la casa del doctor García Madrid, en Río Piedras, 1952.

bagaje de lecturas e influencias que se atribuye en 1900 es verdaderamente fastuoso:

. «Los Machado después y yo antes fuimos in­fluidos por los simbolistas directamente. Y o compré los libros de Verlaine, Mallarmé, Rim­baud, Francis Jammes, etc. (ya yo había leído a Baudelaire, orientado por un ensayo de Cla­rín ... ) cuando viví en Burdeos en 1900, y yo le regalé a Antonio Machado los poemas escogi­dos de Verlaine, que él no conocía. En esta época el poeta que influye más en mí es Ver­laine, unido extrañamente al romance español, y también sufro muchos reflejos de Laforgue, Rodenbach, Maeterlinck, Corbiere, Henri de Regnier, Mareas, etc. Samain no cae en mis manos hasta más tarde, y ojalá que no hubiese caído nunca. Fue Darío quien me dio en Ma­drid, hacia 1903, El jardín de la infanta» (5).

Aunque habrán sido ya advertidas, quiero seña­lar las más obvias «inexactitudes» que la cita con­tiene. En primer lugar, J. R. J. no estuvo en Fran­cia en 1900, sino en 1901. La detallada alusión a su tardío conocimiento de Samain entra en fla­grante colisión con lo que había declarado en su artículo sobre Valle Inclán; es claro que en el momento de escribir sus notas para el curso, Sa­main había descendido gravemente en su estima­ción; sin duda por ese motivo lo borró de su lista de antepasados ilustres anteriores a 1903 (tal vez antes lo había incluido con la misma arbitrarie­dad). Es de todo punto increíble que los hermanos

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Juan Ramón convaleciente, en casa del doctor García Madrid, 1952.

Machado, que estuvieron en Francia dos años an­tes que él, conocieran a V erlaine después que él; sobre todo si se tiene en cuenta que los hermanos Machado no vivieron en un pueblo del sur de Francia, sino en París, trabajando para la editorial Garnier y frecuentando los cafés literarios del ba­rrio Latino, en donde conocieron personalmente a Mercas, Wilde y otros escritores famosos en el momento. Esa fábula la había desmentido antici­padamente el propio J. R. J. , que en 1936 recono­cía que Antonio Machado, igual que él (pero an­tes, le faltó decir) se había encontrado en Francia a Verlaine, Mallarmé, etc.(6).

Las falsificaciones que contiene el citado pá­rrafo son tan evidentes, que es lícito pensar que todo o la mayor parte del contexto en el que aparecen es igualmente falso.

En la determinación de las fuentes de su poesía, J. R. J. se aproxima más a la realidad cuando reconoce que Rimas viene «(de Espronceda), de Bécquer, de Augusto Ferrán, de Rosalía de Cas­tro, de Jacinto Verdaguer, los menos castellanis­tas españoles de siglo XIX, los regionales, los del litoral ... » (7). Esa versión, y no las que compuso después, resiste la prueba del infalible detector de mentiras que son sus libros de poesía; porque todos esos nombres (junto con otros que en 1936 ya no consideraba conveniente citar) resuenan efectivamente en los versos de Rimas y de los libros anteriores a Rimas.

Cuando alude en el mismo texto a las influen-

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cías no españolas, J. R. J. cita a Musset, Lamar­tine, Reine, Verlaine y Rubén Daría. En esa lista se advierten otra vez indicios de manipulación; al repetir el mismo esquema en las conversaciones con Ricardo Gullón no nombra a Verlaine, cuya vacante aparece ocupada por Víctor Rugo, y re­trotrae la influencia de Daría a Ninfeas, pero la excluye expresamente de Rimas(8). Si dejamos al margen la figura de Daría, que J. R. J. no supo nunca muy bien dónde poner (y ya veremos des­pués por qué), esa relación de las influencias ex­tranjeras es la que parece más coherente con la obra y la formación del poeta en sus años de iniciación a la escritura.

En cuanto al modernismo americano, las confe­siones de J. R. J. más realistas y más próximas a los hechos de los que habla no dejan lugar a du­das: J. R. J. no conocía a esos poetas antes de llegar a Madrid, y sólo allí comienza a oír hablar de alguno de ellos.

Rubén Daría es un caso especial.

De Rubén Daría, como excepción, había leído tres poemas antes de su primer viaje a Madrid («Friso», «Urna votiva» y «Al Rey Oscar»)(9), pese a lo cual no tiene inconveniente en citarlo como «influencia principal» de sus primeros li­bros, responsabilizándolo de su «deslumbramiento modernista». Sin embargo, sólo después de ha­berlo conocido personalmente, en 1900, comenzó a leerlo en libro, y de una manera todavía muy incompleta: en un ejemplar de Azul al que le falta­ban muchas páginas, propiedad de Manuel Reina. En 1902, a su regreso de Francia y ya instalado en el sanatorio de El Rosario, se convierte al fin en un asiduo lector de Rubén. Prosas profanas, que su autor le había enviado con una dedicatoria, llega a ser aquel año su libro de cabecera, «pero es curioso que por entonces» -puntualiza sin duda con intención J. R. J.- «yo estaba escribiendo cosas tan distintas como Arias tristes»(IO).

J. R. J. demuestra un sospechoso interés en situar la influencia de Daría en un momento en que, a juzgar por sus propios testimonios, los he­chos no casan bien con las fechas. Forzando mu­cho la realidad, es posible decir que Daría apare­ció «en la hora en que escrib(e) Ninfeas», pero hay que aclarar que Daría estuvo a punto de per­der la hora, porque su aparición se produjo en el último minuto. (Ninfeas, como parte de Nubes, estaba prácticamente hecho cuando los dos poetas se conocieron). El empeño en responsabilizar a Rubén Daría de su «primer deslumbramiento» ante el modernismo sólo tiene una explicación: quitar del medio la figura, que llegó a serle mo­lesta, del verdadero responsable, que no es otro que Francisco Villaespesa, el «hermano» de los viejos días, aquel a quien había saludado como «el primer poeta de nuestra juventud».

En resumen, y retomando el hilo un tanto olvi­dado de mi planteamiento: Ninfeas y Almas de violeta nos permiten ver una «voz haciéndose» en

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la que se advierten dos impulsos en conflicto: el poeta que J. R. J. comenzaba a ser (procedente de toda la tradición decimonónica asimilada desde sus lecturas infantiles), y el poeta que quería ser (modelándose según las corrientes «modernas» que apuntan en España en las dos últimas décadas del siglo, y que en 1900 habían cuajado ya en -para los jóvenes- irresistible moda). Todo estoestá dicho con otras palabras por el propio J. R. J.:

«Estaba yo en una línea española con las influencias propias de nuestro rom;nticismo -Hugo, Reine, Lamartine, Musset- cuandoapareció Darío. Fue un deslumbramiento mo­mentáneo, y esa es la hora en que escribo Nin­feas»(ll).

El núcleo pre-formativo de J. R. J. es justa­mente el que él señala: hay una línea romántica previa -«en la que estaba»- que entra en conflicto o es negada por un «momentáneo» deslumbra­miento modernista. Al adjetivar de «española» suprimera dirección, y relacionar con Darío el «des­lumbramiento modernista» que la contradice, J.R. J. hace una pequeña trampa: oculta que sumodernismo de entonces es tan español como suRomanticismo. Si sustituímos el nombre de Daríopor el de Villaespesa, las cuentas salen muchomejor.

En Rimas se da la primera solución al conflicto; esa es una de las razones -no la única- que le �acen merecedor de la consideración de primer hbro de su autor. Si Ninfeas es la negación del primer ser -o del primer «estar»- de J. R. J., Rim_as completa un proceso dialéctico, es «la ne­gación de la negación». Así parece verlo también J. R. J.: «Luego viajo a Francia» -continúa di­ciendo- «y allí la nostalgia de lo español me lleva a escribir Rimas, pero no como Ninfeas, sino como los romances primeros». Obsérvese que Rimas queda otra vez dentro del ámbito de lo «español», ninguna referencia aquí a Verlaine, La­forgue, Rodenbach, etc., como hará otras veces. El carácter dialéctico de su evolución está clara­mente apuntado; Rimas aparece como el resultado de una serie de desplazamientos, es la expresa negación de Ninfeas, y la reafirmación de lo que Ninfeas negaba: los «primeros romances» o Al­

'!1ªs de violeta. Nada será, en cualquier caso, igual a los romances primeros, porque entonces no habría progreso dialéctico, sino retroceso. Lo que hay de innovador en Rimas no es -no podría ser- una repetición, sino un replanteamiento.

Como tantos primeros libros, Rimas es todavía un conjunto muy endeble, en el que se prolongan -ahora de verdad repetidos- los defectos de lostítulos anteriores: lenguaje convencional, senti­mentalidad superficial, temas tópicos, trivialidad.Hasta Rimas, y en parte de Rimas, más que lapresencia romántica, lo que se advierte es unpot-pourri de todo el siglo XIX, en el que seescuchan, confundidos con los ecos de las· voces

so

Juan Ramón Jiménez, presentado por el Rector Jaime B�nítez, en el teatro de la Universidad, 1952.

más íntimas y delicadas, las resonancias exterio­res o prosaicas de Zorrilla, de Campoamor · e in­cluso la del tonante Núñez de Arce, a las que hay que sumar la de algunos poetas regionales y dia­lectales (Vicente Medina es uno de los nombres a tener en cuenta) y la de aquellos que J. R. J. llamó «coloristas nacionales», con el remate final -úl­tima y entonces muy oportuna adquisición- del también variopinto Villaespesa, portador de un equipaje igualmente heterogéneo y contradictorio. �oda vía en parte de Rimas, lo mejor de ese caó­tico conglomerado degenera en el trasplante pierde intensidad al pasar a los versos de J. R. J.'

Pero ya en Rimas, concretamente en los textos escritos en Francia, se configura un cuerpo de poemas que supone una exigente discriminación de todo lo que no sea la veta puramente romántica que recorre el siglo XIX español. Los resultados de la re-elaboración de ese mundo no son ahí tr_iv�ales. J. R. J. encuentra al fin una voz segura ydistinta que es ya muy suya no sólo por lo que depura, sino también por lo que añade. Rimaspermite admirar lo que apenas podía adivinarse en Ninfeas y Almas de violeta: un poeta original y grande.

Dentro de Rimas, escoltado -mal escoltado­por residuos del caos anterior, está el grupo de poemas que integran el que debe considerarse primer libro de J. R. J. Aunque muy brevemente, quiero describir lo que ese libro es para saber «desde dónde» es.

En primer lugar, Rimas presenta algunos ejem-

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Juan Ramón profesando en su Cátedra de la Facultad de Humanidades. Curso 1952-1953.

plos admirables de lo que su autor llamó, con implícito y legítimo orgullo, su «romance esclu­sivo», que llenará su siguiente etapa. Recordemos el que recoge la Segunda antología con el título de «Parque viejo», y aquel otro que, desprovisto de algunas adherencias perturbadoras, comienza así en la citada colección:

Está desierto el jardín: las avenídas se alargan entre la incierta penumbra de la arboleda lejana ...

En algunos pasajes, el poeta acierta plenamente en la pintura de estampas impresionistas, eficaz­mente coloreadas por la luz y un tenue senti­miento no enunciado:

El paisaje soñoliento dormía sus vagos tonos bajo el cielo gris y rosa del crepúsculo de otoño ...

En esos romances están ya dibujados con pulso seguro, sin vacilaciones, el tono y el clima senti­mental del futuro J. R. J., y algunos de los jardi­nes más bellos y más puros, entre los muchos que J. R. J. cultivó en sus versos -limpios aquí de pianos, bandolines y otras contaminaciones de tri­vialidad: el gran peligro, no siempre conjurado, que acecha al autor de los «borradores silvestres».

Otra estirpe de romances que expresan la expe­riencia adolescente del primer amor, construidos en torno a muchachas siempre vestidas de blanco,

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tiene también su origen en Rimas. Son poemas muy conocidos ( «En el balcón, un momento / nos quedamos los dos solos ... »), que J. R. J. reiterará con exceso en sus libros siguientes, pero no mejo­rará -tal vez porque el sentimiento que los motiva, natural en un poeta de 19 años, pierde credibilidad cuando quien los escribe ha traspasado ya las fronteras de la edad adulta.

Bécquer resuena en algunos poemas de Rimas con vibraciones muy próximas y a la vez muy personales, que componen un clima caracteriza­dameilte pre-machadiano, como J. M. Valverde hace notar a propósito de estos versos:

Pedí a mi corazón una sonrisa entre el perfume quieto de jardín; como ha llorado tanto, no se acuerda de que hay que sonreir.

Y me dijo mi alma: ¿Por qué quieres esta noche alegrar tu corazón? ¿No es más dulce que el mundo de la dicha el mundo del dolor?

Hay en Rimas un corto número de poemas ( «El palacio viejo», «A una niña mientras duerme», «Paisaje») que no encuentran un correlato convin­cente en la tradición decimonónica española, en los que creo ver la expresión más original del joven J. R. J. A pesar de su clara filiación román­tica, los versos alejandrinos, y la estructura y la sensorialidad de las imágenes, permiten relacio­narlos también con las corrientes modernistas. Son, en cualquier caso, poemas hondos y muy bellos, en los que la descripción de una realidad concreta está complementada con una densa carga de sentimiento y de meditación. La mirada con tanta frecuencia ensimismada del poeta futuro está ahí pendiente de la realidad, entregada a ella. De su palabra brota como una emanación de asombro ante el mundo que permite pensar que J. R. J. está descubriendo, reconociendo por vez primera en su experiencia uno de los grandes motivos románti­cos: la íntima relación entre el espíritu y la natura­leza. Lo que más tarde será en sus poemas fusión o identidad, por ahora es nada más que simpatíaprofunda, comunicación verdadera entre dos rea­lidades justamente equilibradas. En «Paisaje», J.R. J. ha inventado ya lo mejor de sí mismo.

Considerado en su conjunto, ese cuerpo de poemas presenta a un J. R. J. casi entero y ya verdadero; también duradero, pues sus hallazgos nutrirán temática y formalmente extensas zonas de los libros escritos hasta 1912.

El contexto que incide en Rimas (en el mundo romántico de Rimas) hay que buscarlo en el siglo XIX español. Como su autor reconoce en los mo­mentos que nos merecen más crédito, Espron­ceda, Bécquer, Ros alía, lo mejor -y únicamente lo mejor, al fin- de nuestro romanticismo informa ese mundo, aunque ahora desde más lejos, desde un fondo impreciso; los ecos no son tan inmedia­tos, tan fácilmente reconocibles como lo habían sido hasta entonces.

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Centenario

JuanRamónJiménez

No es eso todo, sin embargo, en Rimas.

Decía yo que J. R. J. encuentra en Rimas su propia voz no sólo por lo que depura, sino tam­bién por lo que añade. Si prestamos atención a la sensorialidad que impregna sus imágenes, a una sensibilidad levemente teñida de decadencia, a la fijación en parques y jardines, a los renovados ensayos con el verso alejandrino, habrá que con­cluir que lo que Rimas aporta a los elementos románticos que depura, es una especial concep­ción de la estética modernista. Es cierto que J. R. J. vuelve en Rimas -como él dice- «a sus román­ticos», pero algo del «deslumbramiento moder­nista» se había quedado en él y regresa con él allugar de origen, alterándolo, modificándolo todo:lo que recupera y lo que añade. El conflicto deimpulsos que Ninfeas y Almas de violeta plantea­ban se resuelve en Rimas por medio de esa sínte­sis que, en 1901, es ya J. R. J., y lo seguirá siendopor muchos libros.

Si, de acuerdo con la cita de Frye, «los poemas sólo se pueden construir desde otros poemas», estamos obligados a volver al contexto en el que la obra de J. R. J. aparece inscrita para ver dónde está la materia prima de ese componente moder­nista superpuesto a los elementos románticos re­cuperados y depurados en Rimas. Ya conocemos las limitaciones con que ese contexto, objetiva­mente muy variado y rico, opera sobre la poesía del joven J. R. J., unas limitaciones que pueden documentarse, y que, si faltasen los datos, serían fácilmente deducibles de las circunstancias de tiempo y lugar de su autor. Pues no hay que olvi­dar que J. R. J. tenía sólo 19 años cuando escribió Rimas, que había pasado la mayor parte de su vida en Moguer -tan bello, pero ¡tan distinto a París!-, que pertenecía a una familia de comer­ciantes y terratenientes andaluces, que se educó en un colegio de jesuitas, que cuando fue a Sevilla se encontró -¡gran hallazgo!- a Bécquer. .. ¿De qué cielo imposible -como tal vez él diría- le iba a caer el simbolismo francés y otro modernismo que no fuese el de Salvador Rueda?

Darío, el único poeta modernista americano que, aunque de manera muy incompleta, había frecuentado.antes de escribir Rimas, en ese libro «no se oye». Verlaine, a quien «encuentra» justo en el momento de la escritura de Rimas, tampoco aparece todavía; el tema de los «jardines» no me parece una base suficiente para establecer su in­fluencia. Cuando acabe produciéndose, la presen­cia de V erlaine será notoria, anunciada en citas, · dedicatorias y exhibiciones musicales de índole diversa.

Así pues, el rastreador de las fuentes que expli­quen el peculiar y moderado componente moder­nista de Rimas tendrá que trabajar con el mismo y modesto material que había informado al autor de Ninfeas: los poetas pre-modernistas españoles, los «coloristas nacionales». Como en el caso de los modelos románticos, las voces de esos poetas se

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Zenobia y Juan Ramón en la salita de estar de su casa de Hato Rey, 1953.

conocen en Rimas con menos certidumbre. No hay colorismo llamativo, no hay retórica brillante, no hay apenas «joyería», no hay música «tambori­lesca» -para emplear una expresión de U namuno­en los poemas buenos y nuevos escritos en Fran­cia.

Sólo un modelo, entre los modernistas españo­les, se dibuja con absoluta fidelidad en esos ver­sos: Francisco Villaespesa. No hacen falta mu­chos argumentos para demostrarlo; basta con te­ner buen oído y leer este ejemplo:

Al partir, ¡ con qué tristeza nuestros ojos se miraron! Un beso estalló en tu boca; un beso brotó en mis labios.

Volaban las golondrinas en las glorias del ocaso ...

Por la carretera arriba, toda vestida de blanco, con una cruz sobre el pecho y una palma entre las manos, se llevaron a mi novia camino del camposanto.

Esos versos podrían incluirse, sin escándalo, en

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Rimas, en Arias tristes, en Jardines lejanos; per­tenecen sin embargo a Flores de almendro, libro publicado en 1898.

Si la trivialidad es un peligro que J. R. J. debe sortear -y muchas veces lo consigue- en los «bo­rradores silvestres», en Villaespesa es una maldi­ción, una fatalidad: su insoslayable destino. De Villaespesa, por otra parte, se sabe todo (no es verdad); tal vez por eso no se le lee nada ( eso sí es verdad). Mal hecho porque, entre la trivialidad y el mal gusto (de los que no se libran ninguno de sus poemas publicados entre 1898 y 1901), hay en Villaespesa ráfagas de excelente poesía, que anti­cipan fragmentos casi completos del mundo de J. R. J. -y, entre otros, del de Antonio Machado. Villaespesa es el puente, como dice justamente Luis Cernuda, por el que llega el modernismo a toda una generación de poetas españoles.

Cruzado ese puente, J. R. J. se va a encontrar, sin querer ni poder evitarlo, en el jardín de las delicias del modernismo, en el que cultivará una flora sensorial, suntuosa y decadente, que acabará recubriendo los caminos románticos por los que había discurrido su primera poesía. Ahí sí son, al fin, decisivos los injertos franceses.

Más tarde, hacia 1915, con tijeras inglesas -tal vez regalo de Zenobia- J. R. J. se dedicará a podar implacablemente, casi con saña, la efronda que empezaba a ser, en su opi-nión, maleza; «:.. y apareció desnuda toda».

NOTAS

(1) Este trabajo fue leído en el simposio sobre J. R. J. que,organizado por Biruté Ciplijauskaité, se celebró en la Univer­sidad de Wisconsin (Madison) en setiembre de 1981. En la reunión participaron también A. Sánchez Barbudo, G. Palau de Nemes, Ricardo Gullón, Ignacio Prat y J. Wilcox.

(2) «Recuerdo del primer Villaespesa», en Crítica paralela,Narcea, S. A. de Ediciones, Madrid, 1975, p. 331.

(3) G. Palau de Nemes: Vida y obra de J. R. J., Gredos,Madrid, 1957, p. 44.

(4) R. Gullón: Conversaciones con J. R. J., Taurus, Ma­drid, p. 100.

Es interesante confrontar lo que el poeta le dice a Gullón con lo que le había contado años antes a Juan Guerrero Ruiz, y que este reproduce en su Juan Ramón de viva voz.

(5) Crítica paralela, p. 314.(6) «Ramón del Valle Inclán», en Crítica paralela, p. 314.(7) Id., pp. 313-314.(8) Conversaciones, p. 102.(9) Crítica paralela, p. 327.(!O) La colina de los chopos, Taurus, Madrid, 1976, p. 172.(11) Conversaciones, p. 102.

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novedad COLECCION DE BOLSILLO

N? 2 Castaneda el camino del guerrero. Bemard Dubant. Michel Marguerie.

N? 3 Escritos Pornográficos. Boris Vian.

N? 4 Los mundos reales y los mundos imaginarios. Camille Flammarion.

N? 5 Marx y Sherlock Holmes. Alexis Lecaye. (serie negra)

EL ERMITAÑO

(Colección de Ciencias ocultas y esoterismo).

N? 1 La imposición de manos. Oswald Wirth.

N? 2 Curso de filosofía oculta. Eliphas Levy.

LA MANDIBULA BATIENTE

(Colección de humor)

N? .5 Diario de un niño tonto. "Tono".

Pedidos a: EDICIONES MASCARON c/ Valencia, 358 BARCELONA-9