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 EL PROBLEMA DE AMÉRICA *  PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN  Aunque no en vano han pasado largos años desde que hilvanamos las primeras ideas que alimentan a este opúsculo –trasmutando, de raíz, nuestras perspectivas filosóficas en materia de ontología y epistemología– sigue en pie nuestra adhesión, más que sentimental  propiamente creencial, a las primordiales tesis que sobre la conciencia histórica del latinoamericano pergeñamos desde entonces. De aquí la razón que nos impulsa a publicar una nueva edición del mismo, bajo el amable patrocinio de la Universidad Simón Bolívar, manantial y destino de nuestros más íntimos sueños, cuya fundación no fue ajena a las renovadoras perspectivas que emergen desde las propias ideas que estas páginas congregan. Claro está que, si intentásemos actualizar las bases y direcciones metodológicas utilizadas para llegar a las afirmaciones sostenidas, muchas de éstas d eberían paralelamente revisarse a fondo, variar tal vez de sentido, sin duda transformarse en su pretensión esencialista y dirección transcendental. Todo esto lo sabemos y admitimos. Sin embargo, a nuestro juicio, siguen vigentes las originarias intelecciones conquistadas, como un norte orientador, para la comprensión y el despliegue histórico de nuestro Nuevo Mundo. Sólo ello explica el pertinaz propósito de esta nueva edición que hoy entregamos... no para conmemorar los quinientos años de un mal entendido “Descubrimiento”, o de un comprometedor y ambiguo “Encuentro”, sino para reafirmar el verdadero compromiso que tenemos todos nosotros, latinoamericanos, con nuestra más urgente y primordial tarea: la de avanzar, sin tregua, en la ruta de un insoslayable y raigal  autodescubrimiento de aquel  Nuevo Mundo... como arquitectos y constructores que del mismo debemos ser.  E.M.V. Tusmare, septiembre, 1992 *  Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 2006, que fue corregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, con relación a las precedentes. El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones publicadas de los años 1957, 1959, 1969 y 1992.  

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EL PROBLEMA DE AMÉRICA* 

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN

 Aunque no en vano han pasado largos años desde que hilvanamos las primeras ideas

que alimentan a este opúsculo –trasmutando, de raíz, nuestras perspectivas filosóficas en

materia de ontología y epistemología– sigue en pie nuestra adhesión, más que sentimental 

 propiamente creencial, a las primordiales tesis que sobre la conciencia histórica del 

latinoamericano pergeñamos desde entonces.De aquí la razón que nos impulsa a publicar una nueva edición del mismo, bajo el 

amable patrocinio de la Universidad Simón Bolívar, manantial y destino de nuestros más

íntimos sueños, cuya fundación no fue ajena a las renovadoras perspectivas que emergen

desde las propias ideas que estas páginas congregan.

Claro está que, si intentásemos actualizar las bases y direcciones metodológicas

utilizadas para llegar a las afirmaciones sostenidas, muchas de éstas deberían paralelamente

revisarse a fondo, variar tal vez de sentido, sin duda transformarse en su pretensión

esencialista y dirección transcendental. Todo esto lo sabemos y admitimos. Sin embargo, a

nuestro juicio, siguen vigentes las originarias intelecciones conquistadas, como un norte

orientador, para la comprensión y el despliegue histórico de nuestro Nuevo Mundo. Sólo ello

explica el pertinaz propósito de esta nueva edición que hoy entregamos... no para

conmemorar los quinientos años de un mal entendido “Descubrimiento”, o de un

comprometedor y ambiguo “Encuentro”, sino para reafirmar el verdadero compromiso que

tenemos todos nosotros, latinoamericanos, con nuestra más urgente y primordial tarea: la

de avanzar, sin tregua, en la ruta de un insoslayable y raigal autodescubrimiento de aquel  

Nuevo Mundo... como arquitectos y constructores que del mismo debemos ser. 

E.M.V.

Tusmare, septiembre, 1992

*  Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 2006, que fuecorregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, con relación a lasprecedentes.

El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones publicadas de losaños 1957, 1959, 1969 y 1992.

 

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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

El título de este breviario –publicado gracias al generoso interés de la Dirección de

Cultura de la Universidad Central de Venezuela– toma su nombre del que llevaba

originalmente un ensayo aparecido en el Anuario de Filosofía de la Facultad de Humanidades

y Educación del año 1957. Junto a él, antecediéndolo, la presente publicación recoge el texto

de una conferencia dictada el año 1955 dentro de un ciclo titulado “Historia de la Cultura en

Venezuela”, también difundida en volumen por la misma Facultad. Es necesario, por tanto,

explicar las razones que tenemos para reproducirlos y hacerlos hoy tomar cuerpo de unidad 

en una nueva publicación.

 A pesar de su diversa fecha de aparición y de la disimilitud de la forma y estilo con

que están expresadas –fruto, como se comprende, de la circunstancia de su inicial 

 publicación– las ideas contenidas en estos dos trabajos forman una indisoluble unidad. Ambos proyectos responden a un solo propósito y la marcha de sus intelecciones no acusa

solución de continuidad. Es más: uno y otro no se comprenderían totalmente sin su mutua

implicación sistemática. Ello quedaba anunciado, incluso, en las palabras finales de la

conferencia de 1955.

Esta circunstancia, aunada al interés que teníamos de introducir una serie de

correcciones en los textos originales, nos ha movido a su reproducción, toda vez que,

mediante aquéllas, quedan esclarecidos algunos puntos que, después de publicados, nuestra

 propia labor de crítica nos había demostrado imperfectos o menesterosos de ampliación.

Uno de esos puntos –cuya modificación, a primera vista, pudiera parecer fruto de una

descomedida y arbitraria decisión– ha sido el de ensanchar el ámbito de las afirmaciones

contenidas en la conferencia del año 1955 hasta un círculo de cuestiones mucho más

extensas que las que se apuntaban originalmente en ella. Los análisis que entonces

aplicábamos a la descripción de “nuestra conciencia cultural”, se ven ahora referidos a la

conciencia cultural de Latinoamérica; y, sin aparente motivo, los resultados obtenidos

mediante el examen de una esfera regional, se extienden a la cultura latinoamericana en un

intento de apresar los rasgos que constituyen el ser histórico del hombre que es

 protagonista de aquella cultura.Esta variación es más aparente que real y se debe a que en la propia conferencia de

1955, si se interpretaba correctamente su sentido, las afirmaciones debían referirse a un

ámbito mucho más extenso que al simplemente nacional o regional al cual habían sido

aplicadas. En efecto, además de hablarse en ellas explícitamente de “los latinoamericanos de

hoy” (cfr. el Tomo I de Historia de la Cultura en Venezuela, págs. 99 y 102), las categorías

filosófico-históricas que se empleaban para realizar los análisis –vgr. la del Nuevo Mundo– le

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conferían a las tesis sostenidas un círculo de aplicación mucho más amplio que el 

simplemente nacional. 

Por cuanto nuestro propio trabajo intelectual –dedicado en los últimos años a encarar 

este problema– nos reveló la necesidad de semejante desarrollo, e incluso su intrínseca

 posibilidad de acuerdo con los cánones del método empleado, hemos creído conveniente

operar esa corrección que, a la vez de otorgarle su justa extensión al ámbito de las

afirmaciones contenidas en la conferencia, no desmerece en absoluto el rigor de sus análisis

(cfr. las indicaciones metodológicas apuntadas en la Introducción, así como la observación

N o 1). Al propio tiempo, por hallarse esos análisis en íntima conexión, tanto lógica como

ontológica, con los realizados en “El problema de América” (constituyendo estos últimos su

expresa condición de posibilidad), se imponía como una cuestión de principio –y no

simplemente como un mero artificio sistemático– que se variase el sentido de las

afirmaciones que habíamos efectuado en aquella conferencia.

También en relación al segundo trabajo hemos debido practicar algunas

modificaciones. Ellas se refieren a expresiones y giros que nos parecieron inapropiados y 

equívocos. Así, por ejemplo, nuestra reflexión crítica nos ha ido convenciendo de que es de

todo punto de vista impropio hablar, en sentido puramente ontológico, de un “ser 

latinoamericano”.  Ello implica en sí un contrasentido. Lo único que puede afirmarse con

rigor, y comprobarse históricamente, es una experiencia americana del Ser que, al 

realizarse, configura a su vez el ser histórico del hombre latinoamericano. Semejante

experiencia histórico-ontológica revela una comprensión “original”  del Ser en el 

latinoamericano y, al propio tiempo, postula que deben existir especiales condiciones de

posiblidad existenciarias mediante las cuales ella se realice. Por tal motivo, las expresiones

que a aquello se referían han sido vertidas en nuevos enunciados, los cuales formulan con

mayor precisión estos aspectos. La posibilidad misma de efectuar el cambio sin afectar el 

texto, revela que si bien el autor tenía en mientes el concepto, la versión inicial era

simplemente defectuosa.

 Al par que estas modificaciones se han realizado otras de menor importancia que, a

nuestro juicio, mejoran ostensiblemente el rigor del texto. Asimismo, por cuanto ahora los

trabajos se publican conjuntamente, se han suprimido algunas observaciones que habían

sido empleadas únicamente para notificar las mutuas referencias.Para concluir, sólo nos resta agradecer a la crítica latinoamericana, que tan

generosamente se ha ocupado de ambos trabajos, las valiosas sugerencias que nos ha

 proporcionado y las cuales nos han servido de estímulo para elaborar otros ensayos que

actualmente preparamos sobre el mismo tema. Todo ello obliga nuestra gratitud y empeña

el entusiasmo en una causa tan noble como la de trabajar en favor de la dignificación de la

filosofía en nuestro continente.

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Por cuanto la Dirección de Cultura de la Universidad Central tiene el propósito de

distribuir este opúsculo entre los estudiantes liceístas y universitarios, mi mayor deseo sería

que estas ideas sobre América pudieran cumplir la altísima misión de despertar en ellos la

vocación por la filosofía y el amor por los problemas de nuestra cultura. Ninguna

recompensa mayor podría recibir mi esfuerzo.

E.M.V.

Caracas, enero de 1959

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EXAMEN DE NUESTRA CONCIENCIA CULTURAL* 

Tocamos con los dedos el presente, cortamos su medida, dirigimos su brote, está viviente, vivo, nada tiene de ayer irremediable, de pasado perdido, es nuestra criatura, está creciendo en este momento. 

NERUDA

Oda al Presente

Introducción

La conferencia que desarrollaremos esta tarde –como su título lo expresa– pretende

ser un “examen de nuestra conciencia cultural”. Sin embargo, como el título pudiera dar

lugar a un cierto equívoco, al no precisar con exactitud si con la expresión “nuestra

conciencia” aludimos a un fenómeno que se refiere a la conciencia cultural de Latinoamérica,

o bien, por el contrario, a nuestra propia e individual conciencia, hemos de comenzar

 justamente esclareciendo que esta conferencia pretende ser únicamente un examen de la

conciencia cultural latinoamericana. Pero dicho esto –que además de descargarnos de intenciones egolátricas indica la

dirección fundamental que tal vez ha de guiarnos– comprenderán ustedes que hablar de la

conciencia de “nuestra cultura” (tanto más si esa cultura es entendida como cultura

latinoamericana)  es hablar en el fondo de nosotros mismos. Pues semejante cultura

latinoamericana, por más impersonal y objetiva que pueda ser o concebirse, no es un ente o

un objeto que esté ahí frente a nosotros con absoluta indiferencia –como lo puede estar, por

ejemplo, cualquier ente ideal o matemático–, sino que esa cultura constituye parte

integrante del contorno en que vivimos, y es (para decirlo con palabras técnicas) una

estructura fundamental del mundo circundante en que estamos insertos como seres en el mundo que somos. La cultura y sus entes –los útiles, los valores y los bienes– no forman un

mundo separado, indiferente o independiente de nuestro propio mundo en torno, sino que,

*  Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición publicada el año 1992 que fuecorregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con lasprecedentes.

El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones de El problema de América publicadas en los años 1959 y 1969. Asimismo puede revisar la edición original publicada en 1955.

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al contrario, son ellos ingredientes primordiales de ese mundo, y, en cuanto tales, forman

un estrato íntimo en sumo grado a nuestro más íntimo ser.

Ahora bien, si es de la “conciencia” de esa cultura de aquello sobre lo cual deseamos

hablar en esta tarde, siendo en el fondo esa cultura nuestra –vale decir, la del hombre

latinoamericano que somos nos-otros–,  toda conciencia que de ella se posea ha de ser

nuestra conciencia. Lo subjetivo –concebido no monádicamente, sino en el contexto de una

intersubjetividad, tal como se revela en el uso de la expresión nos-otros– es, por tanto, un

factum esencial desde el cual ha de partirse en la meditación inicial de esta conferencia. La

referencia a semejante factum resulta no sólo indescartable, sino que únicamente desde él,

o sobre él, es posible elevarse para verificar un verdadero examen de conciencia. Quiere

decir esto –sin más– que este examen de nuestra conciencia cultural , al pretender versar

sobre la cultura latinoamericana, ha de apoyarse necesariamente sobre nuestra propia y

personal conciencia, ya que somos los sujetos que vivimos y gestamos nuestros quehaceres

culturales dentro del horizonte de ese mundo intersubjetivo que es la cultura

latinoamericana. El examen de conciencia que pretende desarrollar esta conferencia se

trueca así en nuestro propio examen de conciencia.

Semejante base “subjetiva” –que por lo demás ha de entenderse en una acepción

transcendental y no meramente en sentido  psicológico– sin duda tiene sus peligros. Tiene

también, no obstante, sus ventajas. A ustedes toca juzgar y decidir cuáles de aquellas

afirmaciones que enunciemos esta tarde han logrado apresar los rasgos objetivos de nuestra

conciencia cultural, y cuáles, por el contrario, no han logrado salvar el escollo del

 “subjetivismo” en donde se enraízan y desde el cual cobran razón y fundamento.

Sobre la base de una semejante libertad para la crítica, nuestra conferencia ha de

desarrollar sus enunciados en dos partes perfectamente separables, aunque

complementarias. La primera, cuya índole ha de ser esencialmente metodológica, será

dedicada a fijar el concepto de eso que se ha llamado en esta conferencia un examen de

conciencia;  mientras que la segunda intentará verificar concretamente la labor de un tal

examen,  siguiendo para ello los precisos lineamientos que se hayan trazado y obtenido

mediante la previa fijación de aquel fundamental concepto.

I. El Concepto de un Examen de Conciencia

Si en alguna época de nuestra vida hemos sido más o menos practicantes del

cristianismo, eso que llamamos un examen de conciencia quizá nos haga recordar un acto

de perfiles bien precisos y determinados que ejercita todo creyente de esta religión. En

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efecto, un acto semejante es aquel que se practica generalmente antes de realizar la

confesión y mediante el cual –interiorizándose el hombre por un momento dentro de sí 

mismo– intenta que su conciencia le hable de sí y por sí misma. El examen –como se nota

ahora– tiene ante todo un sentido primordial de búsqueda, pues en él se subraya la tarea de

hallar la propia conciencia por vía de recogimiento o ensimismamiento.  Algo parecido

–aunque no del todo– tiene con semejante examen este otro que desearíamos practicar

mediante nuestra conferencia. Sin duda que también, como propósito fundamental, en él se

trata de una suerte de búsqueda, aunque la conciencia que desearíamos hallar al final de

este propósito no pretenda ser, en modo alguno, una conciencia de estilo moral o religioso.

Al contrario, no se trata de hallar una conciencia que acuse, frente a nosotros mismos,

nuestros aciertos o errores culturales, ni menos aún –lo que sería absurdo– los pecados o

virtudes que salven o condenen nuestro quehacer. En esto –como en todo examen de

conciencia moral que tenga como meta averiguar, después de haber sido los actos

realizados, si ellos son pecaminosos o virtuosos– habría un profundo filisteísmo que

quisiéramos desde un comienzo evitar a toda costa.

Pero el examen de que hablamos asume, no obstante, aquella forma o estilo de

búsqueda ensimismada. Y  lo que se busca detectar es justamente la conciencia. ¿Pero es

que entonces –se preguntará– no tenemos tal conciencia y necesitamos verificar aquella

búsqueda precisamente para hallarla? Pues, en verdad (como enseña la más elemental

lección de lógica), sólo aquello que aún no se posee es lo que se busca, y es, por el

contrario, cosas de loco, oficios de locura, buscar lo que se tiene. ¿O es, acaso, que teniendo

la conciencia, la hemos perdido, no la hallamos, y, precisamente, por esto, la buscamos? Así 

parece ser. Pues cuando se habla de un examen como sinónimo de búsqueda,  podría

pensarse en esas dos posibilidades que hemos mencionado como variantes lógicas. O

aquello que se busca, se busca porque no existe todavía; o bien se busca porque, a causa de

un azar cualquiera, se ha extraviado y se intenta nuevamente hallarlo. Pero en nuestro caso

ni una ni otra posibilidad son legítimamente aceptables, ni mucho menos verdaderas. La

conciencia que se busca ya está allí, y jamás la hemos perdido o extraviado. Es (por decirlo

con lenguaje técnico) un dato inmediato y comprobable que ella existe, atestiguándose la

existencia de semejante dato en el factum innegable de que la conciencia se nos da como

voz de la conciencia, perfectamente audible y comprobable en cada uno de nosotros.

Ahora bien, a semejante dato –vale decir, a la voz de la conciencia en cuanto tal– hay

que interpretarlo. Para saber lo que ella dice no hay simplemente que oírla como “quien oye

llover”, sino más bien hay que escucharla atentamente, interpretando en sus voces aquello

que quiere decir o susurrar. Debemos, pues, al escucharla, interpretar correctamente su

 “sentido”. A veces –cuando no escuchemos con claridad y distinción lo que nos balbucea–

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debemos incluso preguntarle. A este preguntar interpretativo de la voz de la conciencia es a

lo que llamamos búsqueda. Tal búsqueda, como se comprende ahora, define el término más

técnico de examen. El examen es entonces, aplicado a nuestro caso, un buscar el  “sentido”  

de aquello que ya existe como dato.  Semejante examen,  en su fase de interpretación o

hermenéutica, asumirá la forma de una progresiva descripción analítica y fenomenológica de

aquello que el dato mismo nos ofrece en tanto que fenómeno transcendentalmente

purificado.

Pero una búsqueda o examen es examen y búsqueda de algo. ¿Qué es, entonces, lo

que buscamos examinar en nuestro caso? Sin duda... la conciencia. ¿Pero qué conciencia?

Pues históricamente se ha entendido por conciencia a una o a varias realidades que son

perfectamente distintas de eso que llamamos conciencia cultural .  En tal sentido se ha

llamado “conciencia”, o bien a una conciencia de clara genealogía intelectual, como

verbigracia, a la conciencia transcendental de Kant –que el alemán designa con el término

de “das Bewusstseins” –, o bien a una conciencia de modalidad y estilo moral , que en alemán

se designa –para diferenciarla de la otra– con el término de “das Gewissen”. 

Pero si semejantes significaciones son las que históricamente se han utilizado para

designar a la realidad de la conciencia, al tratar de esclarecer qué entenderemos por

conciencia cultural  (la cual, como veremos, no podrá ser identificada con ninguna de las

mencionadas), debemos intentar el deslinde de su significación fijando sus posibles

diferencias, o incluso sus puntos de semejanza, con aquellas conocidas y notificadas por la

historia.

Entendamos ante todo por conciencia –sea transcendental, moral o cultural– el tener 

conciencia. En tal forma evitaremos que el término quede agravado de cierta vaguedad muy

peligrosa. Al contrario, al ser la conciencia designada como un tener conciencia, queda ella

circunscrita y definida por un acto de expresa posesión, el cual le confiere ese aspecto bien

concreto que exhibe cuando se describe como fuente de la intencionalidad .  La conciencia

–en cuanto intencional– no es mera y formal conciencia, sino conciencia de, en lo cual va

implícito que la conciencia es un tener conciencia o –como hemos dicho– un acto de expresa

posesión. ¿Pero un acto de posesión de qué? ¿Qué es lo que poseemos al tener conciencia?

Y además... ¿cómo hemos llegado a semejante estado de ser poseedores de algo? ¿En qué

forma llegamos a apropiarnos o a aprehender algo para hacerlo objeto de nuestra posesión

consciente?

Tales preguntas nos permitirán delinear las diferencias y semejanzas entre los tipos

de conciencia que hemos anotado con anterioridad.

En efecto, comencemos por esclarecer una primera nota distintiva entre sus estilos

haciendo hincapié en la diversidad de lo que se posee en una u otra especie de conciencia.

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La posesión más íntima de un tener conciencia de estilo intelectual o racional –o,

para decirlo con términos estrictos, de una razón pura teorética– es aquello que funciona

como base o fundamento de la filosofía cartesiana: es el cogito o yo pienso. 

En tal sentido podemos decir que el tener conciencia en la esfera de la razón pura es

el saber que pienso. La conciencia es, entonces, esa noción fundamental y última del “yo  pienso”   como reducto irrebasable de la actividad pensante puramente racional. “Ser 

consciente”, en sentido puramente racional, es tener conciencia del yo  pienso. 

¿Pero de qué se tiene conciencia en la esfera de la razón  práctica, vale decir, en la

esfera de la región moral? Aquí el yo pienso –que era lo poseído en la esfera puramente

intelectual– se trueca en el yo debo. La noción o conciencia del deber , en el acto moral, es el

último y fundamental reducto de semejante estilo de conciencia. Tener conciencia moral es

estar en posesión íntima y expresa de la noción del “deber ser ”. 

Desde esta diversidad anotada surge ahora una crucial pregunta que pertenece por

entero al designio de esta conferencia. En efecto –preguntamos–, ¿cuál   es  ese último y  

fundamental estrato en una conciencia de estilo cultural ?  ¿Qué es lo poseído íntima y 

expresamente en un “tener conciencia” cultural ?

Quizá sea prematuro responder esa pregunta. Quizá –para decirlo con sinceridad–

cualquiera respuesta que esbocemos a estas alturas no sea del todo comprensible en sus

implicaciones. Antes de contestar esa primera pregunta que hemos formulado, y para que la

respuesta que a ella aportaremos no resuene vagamente como un enunciado puramente

abstracto –el cual, por lo inacostumbrado, debe ser, además, un tanto sorprendente–,

debemos esclarecer paralelamente otra de las preguntas que formulamos al tiempo mismo

que insinuábamos la que ahora queda en pie. En efecto, además de preguntar qué era lo

poseído, hemos preguntado paralelamente cómo llegamos a tener conciencia de aquello

 poseído, vale decir , cómo lo hacemos correlato de nuestra posesión. 

Pues bien, si nos referimos a la esfera del tener conciencia intelectual,

comprobaremos que el yo  pienso,  es decir, el tener conciencia de nuestra actividad

pensante, no es un suceso que nos sobreviene espontáneamente. Al contrario, para ser

conscientes de nuestro propio pensamiento debemos flexionarnos hacia el interior

–ensimismarnos o reflexionar–, y, por medio de esta operación, aprehender esa noción del

cogito. El cogito o yo pienso no es –como ahora lo insinuamos– un fenómeno expreso denuestra vida natural. En actitud natural pensamos, pero en forma alguna –como sujetos

inmersos en el trato cotidiano con el mundo– jamás  pensamos que pensamos. 

En cambio, nuestra conciencia moral, vale decir, ese tener conciencia del deber , nos

acompaña con perfecta espontaneidad en la vida cotidiana. A nuestra conciencia moral la

estamos oyendo continua y persistentemente, y no hay acto de nuestra existencia en el

cual, con absoluta naturalidad, no nos acompañe la noción del deber . 

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Si a la conciencia intelectual debemos encontrarla entonces mediante una reflexión,

la conciencia moral –bajo su aspecto de deber– nos acompaña, en cambio, espontánea e

ininterrumpidamente, como voz   de la conciencia.  A esta voz  no debemos hacer ningún

esfuerzo para oírla. Al contrario, esfuerzo hay que hacer para no oírla. Ella está ahí –en

nuestra intimidad– antes de toda reflexión, e incluso en contra de ella. Pues bien sabemos

que la reflexión en la moral se usa muchas veces para acallar lo terrible de la voz a fuerza

de argumentos reflexivos. No obstante, sea cual fuere el argumento reflexivo que trate de

enfrentársele, la voz de la conciencia no duerme ni descansa. En su susurro oímos el claro

tintineo del deber sobrepasar y vencer todo argumento reflexivo que lo contraríe.

La diferencia es –como ahora puede observarse claramente– de notable y

fundamental importancia si queremos contestar la segunda pregunta que nos hemos

formulado. En efecto, si preguntamos cómo llegamos a ser conscientes del yo  pienso, 

debemos indicar que sólo por vía de reflexión ensimismada se nos revela la existencia

indudable de ese factum; mientras que al deber –en cuanto posesión indubitable de nuestra

actividad moral– lo tenemos espontánea e irreflexivamente como factum esencial de nuestro

ser conscientes moralmente.

Pero refirámonos ahora a la conciencia que hemos llamado cultural . Al hacerlo

debemos comenzar diciendo que ella se acerca más a una conciencia de estilo moral que no

a una de tipo o modalidad puramente intelectual .  En  efecto, la  conciencia cultural es, 

fundamentalmente, una conciencia que acompaña con perfecta espontaneidad . Incluso –sea

esto dicho sin reservas– su modo de revelarse es, en cierta forma, idéntico al de la

conciencia moral, pues ella se presenta o patentiza por o a través de una “voz ”. Ahora bien,

es claro que esta “voz ” de la conciencia cultural no nos habla de un deber moral .

¿Qué nos dice, pues, esta “voz ”? ¿Cómo nos habla? La “voz ” de la conciencia cultural 

–he aquí una afirmación fundamental para los fines de esta conferencia– nos habla como

 “voz ” de la historia.

Su modo de hablarnos es revelándonos la historia y nuestro puesto en ella. O dicho

en otra forma: así como de lo moral tenemos conciencia en la voz del deber, la conciencia

cultural es la que nos revela el sentido de nuestro quehacer dentro de la historia.

Semejante tener conciencia de nuestro nexo con la historia –nexo que diseña nuestro

puesto en ella y nos pone en evidencia nuestra íntima e intransferible condición de seres

eminentemente históricos–, no es una noción que alcanzamos gracias al esfuerzo de una

reflexión o de un análisis. Nuestra condición histórica –y nuestro puesto en ella– es un saber

de estricto cariz preontológico. No es porque exista una ciencia o una ontología historicista

–o, dicho con un neologismo, por obra de una historiología o historiografía– que el ente

humano tiene conciencia del sitio peculiar y necesario que ocupa dentro de la historia y que

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de hecho asume como un factum, sino que justamente ocurre esto por razón inversa. Sólo

por ser el ente humano histórico, por ser su gestarse existencial eminentemente histórico y

tener, por tanto, una conciencia histórica de sí, hay o puede haber una ciencia u ontología

de la historia. La conciencia cultural –que hemos descrito como “voz ” de la historia– resulta

así una estructura radical y fundamentalmente  preontológica.  ¿Pero  cómo se dirige al

hombre esa “voz ” de la historia? ¿Qué es, en el fondo, aquello que le dice o le susurra

cuando le habla desde el fondo de sí mismo?

Semejante pregunta –cuya respuesta en verdad constituye la base de esta

conferencia– no podemos nuevamente querer contestarla por completo en los momentos. Su

respuesta total tiene que hacerse desarrollando concretamente los estratos íntimos de

nuestra propia conciencia cultural . Sin embargo, de modo general y provisorio, y con el solo

fin de dar una señalada orientación hacia los análisis que han de hacerse para el desarrollo

de un genuino examen de conciencia –tal como el que se propone realizar esta conferencia

en su segunda parte– podríamos decir que la historia  se dirige al hombre  revelándole  su

historicidad .  La  revelación de un factum semejante es justamente lo que lleva a cabo la

 “voz ” de la conciencia cultural. La “voz ” de la historia es, pues, aquella que le muestra a la

existencia humana su raíz eminentemente temporal. Oyendo la historia, la existencia se

sabe –con un “saber” de estilo genuinamente preontológico– histórica;  vale decir, la

existencia se “nota” o se “siente” distendida irremisiblemente entre dos términos,

perfectamente radicales e irrebasables, cuyo tránsito está realizando en una dirección

irreversible. Tales “términos” –y aquí la acepción vulgar de la palabra “término” cobra todo

su significado– son el Pasado y el Futuro. El tránsito (cuya dirección nota la existencia

humana cual esencialmente irreversible) es el Presente.

Así, pues, ahora podemos decir que lo que resuena en la “voz ” con que se nos hace

presente la historia –la “voz  de nuestra conciencia cultural ”– es la necesaria conexión de

nuestro Presente con lo Pasado y con lo Porvenir. En cuanto sujetos gestores de cultura,

todo acto de creación que realicemos lo acompaña semejante conciencia por modo de

espontaneidad. Así como en cualquier acto moral no podemos librarnos de la voz de la

conciencia que nos dicta el deber, en toda acción cultural que realicemos nos acompaña la

presencia de la historia revelándonos lo histórico –el nexo del Presente con el Pasado y el

Futuro– de nuestro quehacer. Ser hombres cultos es sentir esa “voz ” de la historia que, para

bien o para mal, nos está indicando siempre que nuestra acción, por ser de estilo cultural,

queda eo ipso engastada al horizonte del Pasado y del Porvenir en su Presente.

No avancemos más en semejante análisis. Para esta conferencia, y sus reducidos

propósitos, basta con lo dicho para tomar contacto con esta problemática que ahora

desearíamos conjugar con el intracuerpo de nuestro propio quehacer. Pues no hay que

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olvidar que esta conferencia –en su propósito central– quiere ser un examen de nuestra

propia conciencia cultural.

Con esto abordamos la segunda parte del programa anunciado. 

II. Las Vivencias de nuestra Conciencia Cultural

Si el examen de la conciencia cultural nos ha conducido a un análisis de la conciencia

histórica, entonces para estudiar bajo su faz concreta los problemas de nuestra propia

conciencia cultural, hemos de partir desde una consideración previa y explícita de las

vivencias que definen nuestra actitud histórica.

Pero es de hacer notar, apenas dicho lo anterior, que utilizamos un concepto que

damos por supuesto –e incluso por sabido– y el cual, en rigor, no deberíamos emplear sin

haberlo esclarecido en su fundamental significado. ¿Pues qué es eso que denominamos

actitud histórica? 

Como toda actitud , se trata aquí de un cierto modo de enfrentarse a algo. En nuestro

caso, aquello con lo que nos enfrentamos es, precisamente, la historia. La actitud histórica

es –quizá pudiéramos así describirla– aquella forma que tiene el hombre de hacer frente a la

historia.

Pero ¿cómo se enfrenta el hombre a la historia? Además, ¿a qué se enfrenta en ella?

El hombre se enfrenta a la historia justamente siendo histórico, y aquello  a lo que se

enfrenta es a lo histórico. 

Esta descripción y esas respuestas –que a primera vista pudieran parecer una mera

tautología– no son, sin embargo, tan evidentes y comprensibles como pudieran parecer.

Pues de lo que se trata en ellas es de notificar la más esencial estructura de la conciencia

humana: su historicidad . La historicidad del ente humano radica en su capacidad de hacer

frente –de enfrentarse– a lo histórico del tiempo. Lo histórico del tiempo es su esencial y

radical sucederse. Enfrentándose al sucederse del tiempo, el hombre se hace histórico.

Pero el sucederse del tiempo, la temporalidad ,  es eso que llamamos éxtasis del 

tiempo: Pasado, Presente y Porvenir. El ente humano es histórico en tanto que hace frente alos éxtasis del tiempo. 

Ahora bien, una actitud  histórica es aquella manera –específica y determinada– en la

cual el ente humano, el hombre –o, en nuestro caso, nosotros mismos en tanto que

hombres–, hace frente a los éxtasis del tiempo.

Por tal motivo, el indagar y el describir nuestra actitud  histórica nos debe llevar a

investigar fundamentalmente cuál es nuestra actitud ante el Pasado, cuál es nuestro temple

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frente al Porvenir, y cuál es nuestra situación vivencial ante el Presente que transcurre y se

sucede.

La tarea de una analítica descriptiva de nuestra conciencia cultural nos lleva a

preguntarnos en tal forma acerca del modo en que nos enfrentamos a la historia –vale decir,

a los éxtasis del tiempo– cuando ejercitamos nuestros quehaceres culturales.

En tal sentido, descubierta la dirección de estos análisis, nuestra conferencia se

propone realizar el anunciado examen de nuestra conciencia cultural mediante el análisis

vivencial de nuestras actitudes ante los éxtasis  del tiempo. El recorrido de esta segunda

parte se descompondrá, entonces, en la descripción de nuestra actitud frente al Pasado, al

Presente y al Futuro en cuanto éxtasis históricos.

Al preguntarnos cuál es la forma en que nos enfrentamos a la historia, en tanto que

ella es éxtasis Pasado, surge nuestra primera afirmación, la cual dice: nuestro quehacer 

actual se enfrenta a un Pasado que no es ausente ni presente. 

Pero ¿qué quiere insinuar semejante afirmación? Nuestra afirmación –como bien lo

observamos– puede entenderse desde perspectivas muy diversas. Pero, en todo caso, sería

un absoluto error entenderla en el sentido de creer que con ella insinuamos que nuestro

quehacer actual, por notar al Pasado tal como lo describimos, pudiera concebirse como un

quehacer ahistórico o que, en alguna forma, tratara de negar o renegar a la historia y al

 pasado.

Al contrario, nuestro quehacer es eminentemente histórico, y sin alterar la

descripción de sus vivencias, es imposible afirmar que él trata de negar o renegar la historia.

Pero siendo eminentemente histórico, y poseyendo por eso una definida actitud ante los

éxtasis de la  temporalidad , nuestra  conciencia cultural oye a la historia insinuarle con su

 “voz”, desde lo más profundo, que lo pasado no está ausente ni presente en su Presente. 

¿Pero es posible –se nos preguntará seguramente– un quehacer actual con

semejante relación con el Pasado? ¿No se afirma con ello una cierta desconexión entre lo 

actual y lo pasado? ¿No es semejante abstracción de relaciones entre lo actual y lo pasado

una construcción meramente artificial?

En efecto, si juzgamos a la historia como la sucesión ininterrumpida de los éxtasis, en

la cual, sin alterarla, cada éxtasis debe reflejarse dentro de la configuración y cuerpo del

siguiente, eso de concebir un quehacer actual en donde el Pasado no se encuentre ni 

ausente ni presente, es algo perfectamente absurdo y hasta artificioso.

Pero es –óigase bien esto– que el Pasado no es meramente algo pasado, ni eso que

llamamos su “ausencia” es meramente un concepto negativo. 

Lo que sucede es que el afán de simplificar las cosas ha reducido a eso que llamamos

el Pasado a un concepto con cuya estéril simplicidad es imposible comprender lo que de

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esencial y rico hay en el tejido histórico que con él se designa o denomina. En efecto, siendo

el Pasado en general –y por esencia– “lo sido”, “lo transcurrido”, “lo ocurrido” o “sucedido”,

es necesario que de ahora en adelante nos acostumbremos a ver en el Pasado al menos dos

estratos perfectamente diversificados y de significación radicalmente diferente.

Efectivamente, dentro del Pasado en general hay una región de él que es, por así decirlo,

actual o viva, la cual sigue actuando sobre el Presente y lo diseña; pero hay, además, otra

región perfectamente estratificada y muerta –el Pasado  absoluto– que por esencia ya es

 pretérito. Semejante  pretérito –que es el Pasado preterido u olvidado– está por esencia

ausente del Presente.

Pero con semejante distinción nos hacemos ahora de una esencial diversidad en el

concepto de Pasado, y mediante ella podemos perfectamente distinguir ahora un Pasado-

 presente –que es la tradición– y un Pasado-ausente, que es el pretérito absoluto.

Pero, además, como hemos dicho, la ausencia no es un concepto meramente

negativo. Por ausencia no debemos entender simplemente a un algo que no exista, sino más

bien a un algo que no tiene presencia y que existe bajo la forma privativa de la ausencia. 

Entonces, ¿qué desea afirmar el enunciado al decir que en nuestro quehacer actual el

Pasado no está ausente ni presente?

Quiere insinuar –así se comprende claramente ahora– que nuestra conciencia cultural

vive en el trance de notar, que en su actual quehacer, el Pasado fluctúa esencialmente entre

no ser un auténtico pretérito ni ser tampoco un pasado cuya presencia pueda injertarse en

el Presente. O –dicho en otras palabras– que la historia pasada, al conjugarse en la vivencia

del quehacer actual, se transforma extrañamente sin llegar a ser una verdadera tradición

(que es un Pasado cuya presencia diseña la fisonomía del Presente), aunque tampoco llega a

ser un  pretérito absoluto cuya ausencia radical  la haría esencialmente  preterida para el

quehacer actual.

Comprendemos –sea esto dicho en disculpa de nuestra propia exposición de este

problema– que semejante descripción (en la cual se desea reflejar una situación nada usual

y al parecer contradictoria) sea de difícil comprensión. Pero nada se gana con simplificar la

letra y matar la verdadera realidad de las vivencias.

Si somos fieles a la descripción de nuestra vivencia cultural en relación al éxtasis del

Pasado, debemos acusar sin atemorizarnos esa especie de ambigüedad radical de su modo

de existir, la cual define a nuestro juicio la verdadera actitud con que hacemos frente a la

historia en tanto que éxtasis- pasado. 

En efecto, nosotros –los latinoamericanos de hoy que gestamos las obras de un

quehacer cultural determinado–, con respecto a aquello que pudiera ser considerado como

nuestro Pasado cultural (vale decir, nuestras “herencias” culturales), vivimos notando que

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ellas no están ausentes ni presentes en nuestro quehacer actual, sino que ya se aparecen,

ya desaparecen, sin llegar a estar ausentes ni presentes por completo, sino –digámoslo de

una vez– con una presencia cuasi -ausente. En nuestro quehacer actual –he aquí la tesis que

afirmamos– nuestras herencias culturales tienen una presencia cuasi -ausente. 

Una  presencia cuasi -ausente,  he aquí el concepto (al parecer contradictorio por lo

dialéctico que encierra) con el cual debemos contar para caracterizar en su plenitud vivencial

nuestra actitud frente al Pasado histórico. En efecto, si realizamos algo así como una

introspección hacia cualquier acto de conducta que defina un quehacer cultural que

realicemos libremente, notaremos en seguida que en ese quehacer, antes que actuar una

tradición que diseñe la fisonomía de nuestro propio gesto, interviene en forma más

determinada y decisiva el requerimiento de un Presente puro. A pesar de eso –he aquí la faz

contradictoria del problema–, nuestro quehacer presente puro se enraíza en un Pasado

no-ausente por completo.

Pero nótese bien –para evitar el equívoco– el exacto perfil de nuestra tesis. Lo que

afirmamos no es la ausencia de una cierta tradición en nuestro quehacer (tal sería la mayor

necedad, ya que hablamos castellano y de pronto, sin intención, se nos sale el mestizaje),

aunque neguemos al propio tiempo que esa tradición esté presente en nuestro gesto con la

plena presencia de un Pasado actuante.

Lo que tratamos de describir, en síntesis, es el extraño fenómeno cultural que se

presenta con esta tradición que no alcanza a transmitir o a traer a nuestro gesto actual su

fuerza diseñadora y plasmadora, tal como lo verifica una tradición auténtica dentro del

complejo mecanismo de un mundo cultural en que actúa como tal. Al contrario, nuestra

tradición es cuasi-ausente y su presencia es inactuante o quizá “inefectiva” en relación a la

actualidad de nuestro mundo. Ella no diseña decisivamente nuestro gesto, aunque tampoco

–he aquí la otra faz necesaria de entender– ella se encuentra completamente ausente y

perfectamente preterida. Su exacta descripción es, pues, la de un Pasado cuasi-ausente.

Mas no se crea que semejante conceptuación responde a una construcción artificial

de relaciones o a una vivencia abstracta que hemos imaginado para regocijo intelectual. Al

contrario, ella corresponde a una realidad perfectamente comprobable en nuestra propia

esfera de vivencias históricamente objetivadas. Con su perfil, según creemos, estamos

resumiendo (he aquí la raíz histórica de la cual se nutren nuestras descripciones) la extraña

situación de una conciencia que se nos legó históricamente como el resultado de una

accidentada amalgama de culturas trasplantadas al horizonte de un Nuevo Mundo lleno de

poderosos incentivos y justamente en un período en el cual aquellas fuerzas culturales se

encontraban en plena capacidad de desarrollo y crecimiento. Por eso no mentía la metáfora

que llamaba a nuestro mundo el Mundo Nuevo,  ya que nos hemos hallado o encontrado

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–hallado o encontrado a nosotros mismos– viviendo en un Nuevo Mundo,  presas de la

terrible y acongojante sensación de que, por esta imprevisible y crucial circunstancia,

nuestro espíritu y su obra han debido crear sus propias fuerzas y embestir la tarea de

interpretar los enigmas que colocaba en nuestra vida ese Nuevo Mundo y las  extrañas

manifestaciones de un alma conjugada por el mestizaje.

Surgió así el fenómeno vital del criollismo.  El criollo –se ha dicho– tiene el alma

atormentada y confusa. Esto es cierto de toda certeza. Nuestra alma se forjó en la extraña

circunstancia de hallarnos viviendo en un mundo perfectamente nuevo –y de una novedad 

presente y actuante sobre nuestra vida–, lo cual fue decisivo para que surgiera desde

adentro de nosotros mismos una conciencia histórica en la que se muestra un fundamental y

hondo hiato entre un Presente y un Pasado radicalmente distintos. No pudimos, es cierto,

olvidar el Pasado (¿qué hombre lo podría?); pero el Presente, al requerirnos constantemente

con sus incentivos enigmáticos, ha hecho que aquel Pasado esté casi ausente en nuestros

gestos. Sentimos su cuasi-presencia, pero el estilo que el Presente reclama a nuestros

gestos impide que recurramos al Pasado como intérprete y diseñador de nuestra acción.

Antes que actuar como una verdadera tradición, modelando o plasmando el perfil de nuestro

gesto con fuerza de Pasado en el Presente, él es un Pasado cuasi -ausente, sin llegar a ser,

por otra parte, un pretérito absoluto. 

Lo que actúa poderosa y decisivamente en nuestra acción es el Presente. Un Presente

que, por lo novedoso que es en relación al Presente en que se forjó la tradición que nos

queda como herencia cultural, es casi ajeno a ella.

Pero con esto –en honor al escaso tiempo de que dispone un conferenciante–

debemos dejar esquemáticamente esbozado este primer punto y pasar inmediatamente a la

descripción de nuestra actitud frente al Presente.

¿Cuál es –preguntamos– el temple que embarga nuestro espíritu al realizar una

acción cultural en el Presente? O preguntando más incisivamente: ¿cómo vivimos el

Presente?

Nuestra vivencia del Presente no podemos definirla abstrayendo sus peculiares

elementos e intentando la descripción de ellos desde sí, en sí y por sí mismos. El hombre

vive el Presente desde lo que recuerda y lo que espera, y su quehacer actual se distiende,

por esta circunstancia, entre el Pasado y el Futuro cual si fuera un istmo que enlazara sinhiatos ni fisuras lo que se rememora y lo que se aguarda. En nuestra actualidad se hallan

presentes la manera de vivir ante el Pasado y nuestra actitud frente a lo Advenidero. Lo

dicho entonces con respecto a nuestra vivencia del Pasado cobra una especial significación

para interpretar nuestro Presente. Lo que ha de decirse acerca de nuestro temple frente al

Advenir adquirirá, asimismo, una importancia extraordinaria para la plena comprensión de

aquel Presente.

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Pues, en efecto, de una manera inmediata comprobamos que ese modo descrito de

vivir ante el Pasado es –por esencia– una vivencia actual. Una de las más características

actitudes de nuestro Presente es justamente esa forma de vivir ante el Pasado. El que ello

sea una vivencia del Pasado no invalida su condición presente.

Pero lo que nos interesa –como he dicho– no es ya eso, sino nuestra manera de vivir

en un Presente lo Presente. 

Pero ¿qué es nuestro Presente?

Nuestro Presente –que es un Presente cuyo perfil imaginamos muy semejante al que

han debido tener frente a sí quienes sintieron enraizar su destino individual o colectivo en

este suelo– es nuestro Nuevo Mundo. Este Nuevo Mundo es nuevo y presente no sólo en sí 

mismo o por sí mismo, sino desde otros mundos que notificamos o sentimos (los

latinoamericanos de hoy) como ya pasados, vale decir, como mundos del pasado. 

Lo que es Pasado, y ha pasado para nosotros, es justamente la actualidad de aquellos

otros mundos, los cuales vemos en relación al nuestro como distintos y distantes, y en cuyo

suelo no se enraízan ya nuestras preocupaciones con lo porvenir o lo presente. Allí –es

cierto– pudo haber (o incluso hay) cosas y entes de tan variada especie, condición y valor,

como puede haber en este Nuevo Mundo en que vivimos; pero esas cosas están “allí”, para

nosotros, revestidas de la presencia del Pasado que les confiere justamente el Pasado del 

mundo en que se albergan. Están allí –en esos y otros mundos–, y, sin embargo, por ser su

horizonte de inserción un mundo del Pasado,  su presencia posee un aire parecido al que

tienen o exhiben las cosas dentro del peculiar horizonte de un museo.

Mas entiéndase que en esto no hay ni quiere haber desvalorización alguna con

respecto a eso que llamamos mundos del Pasado. Si decimos que las cosas y entes de esos

mundos aparecen frente al nuestro –y mirados desde él– con aire de cosas y entes de

museo,  es porque cualquier museo lo  que provoca es reverencia. Mas reverencia,

 justamente, hacia el Pasado que encarna un museo en cuanto tal. Pero, además, si

empleamos semejante modo de hablar es porque el símil resulta en extremo productivo para

nuestros fines descriptivos, ya que el museo –como institución– es el símbolo que ha elegido

el hombre para representar en su peculiar atmósfera lo que es Pasado para él. Empeñados

como estamos en describir lo  presente de nuestro Nuevo Mundo en relación al Pasado de

otros mundos, el símil del museo nos permitirá ahora precisar con toda exactitud por qué

razón notificamos a nuestro Nuevo Mundo cual Presente al compararlo con el mundo del 

Pasado que vemos encarnarse en otros mundos.

Así hemos afirmado que, frente al Nuevo Mundo, esos otros mundos –que llamamos

 “viejos”– se nos aparecen como mundos del Pasado,  confiriéndoles a las cosas y entes

intramundanos que moran dentro de ellos un aire similar al que les confiere el mundo de un

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museo a las cosas y a los entes que se encuentran dentro de él. Este perfil o aire, atmósfera

o ambiente, es justamente el “aire” del Pasado que transforma a las cosas y enseres de un

museo en cosas y entes ajenos a nuestra actualidad, otorgándoles, en cambio, ese

venerable “aire” de “cosas del pasado”, el cual, en su presencia –he aquí algo importante de

ser notado–, nos habla de un Pasado y no de su desnuda actualidad presente.

En efecto, dentro del plano de nuestra preocupación actual, cualquier cosa o ente que

esté inserto dentro del plexo de relaciones que constituye el horizonte del mundo en que

vivimos –verbigracia: cualquier enser, un traje, un plato, un arma– no nos habla en su

 presencia...  del Pasado.  Ellas se nos presentan dentro de un plexo de relaciones

transferentes, en el cual, simplemente, están allí para nosotros encarnando una utilidad, un

bien o un valor, perfectamente imbricado en nuestra actualidad presente. El traje,

verbigracia, se nos presenta como “traje para vestir”; el plato, como “útil para comer”; el

arma, en cuanto “instrumento de defensa”. Al presentársenos así –vale decir, en cuantoútiles, bienes y valores–, las cosas y entes de nuestro horizonte intramundano ofrecen una

actualidad a nuestra preocupación mundana. Su presencia habla a nuestra preocupación en

un lenguaje de Presente puramente actual y dentro del cual ellos se insertan mediante sus

relaciones de transferencia intramundana.

Ahora bien, ¿cómo vemos o se nos presentan los entes y las cosas dentro de un

museo, vale decir, en un mundo del Pasado? 

Ante todo hemos decir que no vamos a un museo esperando hallar simplemente

cosas y entes de uso presente, o, lo que es lo mismo, útiles con actualidad de tales. Ya

cuando decidimos ir a un museo sabemos por anticipado que allí nos aguardan entes y cosas

de otro estilo. En efecto, dentro del mundo de un museo no hallamos ni esperamos hallar –a

menos que nos posea un extraño complejo de anacronía– “platos para comer”, ni “armas

para defendernos”, ni “trajes para vestirnos”. Al contrario, a pesar de que los entes que

veamos en las vitrinas puedan seguir siendo “platos”, o “armas”, o “trajes”, sabemos

anticipadamente que, por estar fuera de uso, son in-útiles, vale decir, cosas y entes des-

usados.  Precisamente por esta condición, por ser cosas y entes des-usados,  son ahora

 “cosas del pasado”   o en “des-uso”,  insertas justamente en ese peculiar horizonte de las

cosas y entes propios de un museo. Al entrar o quedar inserta dentro de este horizonte que

es el mundo del museo, pierde la cosa o ente ese nexo de inserción con el Presente y pasa a

ser cosa-del-pasado o des-usada: inútil para el Presente. 

Ahora bien, insertas en semejante textura, las cosas y entes del museo no nos

hablan simplemente de su actualidad para el Presente, sino que, en su presencia, nos hablan

entonces de su relación con un Pasado.

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Así –con perfiles semejantes a los de los museos y con sus cosas y entes insertos

dentro de ese peculiar plexo de relaciones en donde el Pasado se destaca

fundamentalmente– vemos hoy los otros mundos. Desde el peculiar Pasado de éstos se nos

revela, en justa oposición, aquello que es o constituye nuestro Presente y sus actualidades.

Mas si ya sabemos que las cosas de un museo son pasadas, ¿qué es lo que nos hace

reconocerlas cual pasadas? ¿Qué es lo que nos hace reconocer a las cosas de otros mundos

cual  pasadas? ¿Qué es, además, lo que permite distinguir a una cosa del pasado frente a

una cosa del presente? O preguntado más incisivamente: ¿qué es lo que en sí es viejo y 

 pasado en un museo o en un mundo?

Sin duda que no son las cosas mismas. Quizá nuestros vestidos estén más

deteriorados y gastados que los viejos trajes de un museo, pero no se nos ocurrirá confundir

esa in-utilidad y desgaste de nuestras ropas con la vejez respetable y venerable de un bien

conservado traje del siglo XVIII. Pero un traje del siglo XVIII lo vemos precisamente como

un “traje del pasado” por hallarse justamente ahora dentro de un museo. No son, pues, las

cosas y entes que moran dentro de un museo los que son “viejos” (o completamente

desusados) por sí mismos o en sí mismos, sino que justamente son entes y cosas del pasado

 por hallarse ahora dentro de un museo. Lo que los hace aparecer cual pasados y revestidos 

de ese venerable aire de un des-uso es, pues, el horizonte del museo donde están. En sí o

por sí mismos –he aquí una nueva conclusión que es importante de observar– no hay cosas

ni entes del pasado. Lo que es Pasado es el horizonte del mundo en que se insertan. 

Llegamos entonces a comprender que lo que da el “aire de pasado” a las cosas y

entes es el Pasado de sus mundos.  Que ellas caen en des-uso no por sí mismas o en sí 

mismas, sino porque es el mundo en el cual se insertan un mundo ya pasado y en des-uso. 

Es el mundo o los mundos –o más precisamente dicho–, las “concepciones del mundo”, las

que se hacen pasadas y comunican a sus entes intramundanos –enseres, pensamientos o

acciones– su estilo de pasado.

Comprendemos ahora asimismo qué puede ser nuestro Presente. Nuestro Presente es

la actualidad que tiene nuestro Nuevo Mundo.  Es por vivir en un mundo que notamos y

sentimos (por razones que no diremos en esta conferencia) como un Nuevo Mundo –con

 presencia de Presente puro–  por lo que notamos la actualidad presente de nuestros

quehaceres y tenemos conciencia del plexo de  pasados en que se hallan insertos los entes

intramundanos –acciones, pensamientos o enseres– pertenecientes a otros mundos que

notamos pasados en relación al nuestro.

Mas semejante distinción entre un mundo de  presencia- presente y un  mundo de 

 presencia- pasada no es obra del arbitrio. Basta que describamos fielmente las cosas para

que semejante distinción se nos revele. Porque, en efecto, así como tuvimos ocasión de

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distinguir en relación al Pasado los matices de la tradición y el  pretérito, lo que justamente

ahora insinuamos es tan sólo fruto de que nos acostumbremos a diferenciar en el Presente

una región de él que es un Presente con  presencia puramente actual y urgente (como es la

del Nuevo Mundo)  y un  Presente cuya presencia –como la del museo– es nada más que

 presentación de lo Pasado. 

Semejante distinción nos basta en esta conferencia para diseñar el justo aspecto del

Presente que nos interesa destacar. Porque, efectivamente, el mundo de la historia podrá

estar (jamás ser) todo lo presente que se quiera frente a nuestra consideración –sea por

obra de una tradición conscientemente respetada e incorporada a los hábitos, o, aún más

objetiva y temáticamente, por obra de una reflexión historiográfica–, pero lo cierto es que

semejante  presente del Pasado no exhibe la misma textura que una acción o quehacer 

cultural que realicemos actualmente urgidos por los requerimientos novedosos de nuestro

mundo circundante.

Lo que nos interesa, pues, es esta  pura presencia del Presente y el modo o temple

que nos acompaña cuando realizamos un acto que se encara con ella. ¿Cómo vivimos

–preguntamos entonces– semejantes éxtasis de la pura presencia del Presente y cuál es el

temple que embarga nuestra acción?

Frente al puro Presente –he aquí nuestra primordial afirmación– nos sentimos al 

margen de la historia y actuamos con un temple de radical precariedad . 

Aclaremos, aunque sea sucintamente, semejante enunciado.

El que nos sintamos al margen de la historia no es, ni lejanamente, una afirmación

vacía o una vivencia simplemente inventada por capricho. Es, ante todo, la necesaria

consecuencia de la manera que tenemos de encarar nuestro Pasado y de notarlo ni ausente

ni presente1.

En efecto, “al margen” no quiere decir simplemente estar excluido o totalmente fuera

de algo, sino justamente el estar al borde, adherido en alguna forma a aquello en relación a

lo cual se está al borde, pero en una situación de cercanía limítrofe con la cuasi -exclusión. 

Semejante cariz descriptivo concuerda perfectamente con el concepto de cuasi -ausencia con

que notamos el Pasado.

Estar al margen de la historia describe así nuestra esencial relación con el Pasado queella encarna.

En efecto, nuestro Presente actual no es, en modo alguno, un Presente brotado de

una nada histórica. El es –se reconoce– como procediendo de un Pasado. Ahora bien, ese

1 Esto es una prueba evidente de la fundamental importancia que tiene la manera de vivir el Pasado para laconcepción del Presente.

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Pasado no está presente en él a la manera de un diseño que imponga sus características y

module la faz del quehacer actual, sino que, antes bien, es un Pasado cuasi-ausente.

Sintiendo cuasi-ausente el Pasado en el Presente actual, notando que la historia pasada no

se enraíza totalmente en el horizonte de nuestro Nuevo Mundo, nos sentimos al  margen de

la historia y notamos que nuestros vínculos con ella son esencialmente accidentales. Que

somos, ni más ni menos, un accidente de la Historia Universal hasta ahora transcurrida; vale

decir, que estamos en su margen y  oscilando esencialmente al borde de ella, en una

situación cuasi -excluida, que no llega –exactamente como la cuasi -ausencia– a definir una

exclusión completa con respecto al término substante.

Mas, por esta especialísima vivencia de sentirnos cuasi -ausentes de un Pasado y por

ende al margen de la historia, brota también en nuestra conciencia esa rara y extraña

certidumbre de la precariedad de nuestro quehacer.

Precario, en efecto, es sinónimo de inestable e inseguro, y alude con esto a ciertotemple de zozobra –al que se siente, por ejemplo, al “zozobrar” una embarcación– y el cual

se experimenta ante el peligro de un hundimiento o naufragio de la embarcación en que se

está y que nos sostiene.

¿Pero es que nosotros, acaso, sentimos alguna suerte de hundimiento o naufragio

que nos pone a  zozobrar ?  ¿Hundirnos en qué, adónde? ¿Por qué razón es hundidizo el

elemento sobre el cual nos sostenemos y en el cual ejercitamos nuestro quehacer actual?

¿Cuál es la embarcación o nave que provisoriamente nos sostiene y que, al parecer, se

hunde y nos pone a zozobrar?

Estas y semejantes preguntas no son meras preguntas metafóricas. Lo metafórico es

el símil, no la vivencia que ellas expresan con exacta precisión.

Permitidme –señores– que no pase de aquí. Una conferencia no puede aspirar más

que a sugerir algunos problemas que embargan la conciencia de aquél que piensa en sí 

mismo, por sí mismo y desde sí. Fuera de sus pretensiones ha de quedar la aspiración de

dar una respuesta para aquellos auténticos misterios que constelan la vida. Tanto más si esa

respuesta, consciente de su responsabilidad filosófica, desea ser absolutamente autónoma y

aspira a encarnar la radicalidad de un auténtico comienzo.

Antes de concluir, sin embargo, permitidme también decir algo inexcusable.Fuera de nuestra consideración ha debido quedar la descripción de nuestra vivencia

ante el Futuro. Quizás esta falta o hendidura de nuestra conferencia obedezca a algo más

profundo que a las simples y acostumbradas excusas que se dan por la falta de tiempo.

Quizá sea ello debido a que el Futuro,  siendo la más elusiva de todas las realidades

vivenciales, se haya resistido a dejarse englobar en un esquema como el propuesto por

nosotros.

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No obstante, es perentorio decir que él constituye la parte más esencial de todo

cuanto hemos tratado de insinuar en esta conferencia. En efecto, sólo teniendo en mientes

una determinada concepción de nuestra vivencia ante el Futuro,  es posible acreditar la

veracidad de nuestras restantes descripciones.

Esto quiere decir lo siguiente: nuestra vivencia ante el Futuro es justamente la que

determina nuestra manera de extasiarnos ante el Pasado y , por ende, ante el Presente. 

Nuestra vivencia ante el Futuro,  entonces, queda esencialmente incorporada a los rasgos

apuntados en los éxtasis por nosotros comentados. Queda incorporada –digo– como su

condición de posibilidad fundamentante. Sólo porque tenemos una determinada vivencia del

Futuro y vivimos en determinada actitud frente a lo advenidero, extasiamos al Pasado como

ni ausente ni presente y vivimos en un Presente como al margen de la historia. 

¿No es entonces, señores, una cierta expectativa lo más crucial de nuestra conciencia

cultural? Indudablemente. ¿Pero qué es lo que expectamos? ¿Será acaso a nosotrosmismos? ¿No será por semejante expectativa sobre nosotros mismos que el mundo se

presenta como nuevo ante nuestros ojos? ¿Pero es que entonces no somos todavía? 

O será, al contrario, que ya somos y nuestro ser más íntimo consiste en un eterno no

ser siempre todavía. 

¡No lo sé!

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EL PROBLEMA DE AMÉRICA* 

Introducción

Por todas partes se oye repetidamente expresar el deseo de crear una cultura

americana que acuse rasgos de originalidad. En este programa se postula casi siempre que

la cultura de América debe ser autóctona. Que debe buscarse lo  original  americano. Que

debe desecharse todo patrón, modelo o paradigma que pueda velar, ocultar o desvirtuar lo 

originario.  En esto se encerraría la manifestación absolutamente singular de un nuevo

espíritu dentro de la Historia Universal. El afán por alcanzar autoctonía nos está diciendo

desde ahora que nuestra América –Latinoamérica– lucha por conseguir un puesto dentro de

la Historia Universal.Pero aún antes de responder si esto es posible a la altura de nuestro propio tiempo,

si es tarea verificable o realizable mediante los recursos de que disponemos, a todo

meditador que no se engañe y examine el fenómeno en lo que tiene de existencial y propio,

no puede ocultársele una cosa: que semejante búsqueda y proyecto de crear una cultura

original nace de fuentes y raíces muy recónditas que es preciso analizar para explicarse su

razón de ser y sus auténticas posibilidades de realización.

¿A qué se debe, en efecto, que el americano de hoy clame tanto por la originalidad 

como desiderátum absoluto e indispensable de todo afán cultural genuino y absolutamente

auténtico? ¿De qué raíz se nutre ese deseo de hacer una obra que sea tan peculiar, propia ypersonal, que al mismo tiempo pueda erigirse como definición y signo elocuente de una vida

y de un modo de existir perfectamente individualizado dentro de la Historia Universal? No

aventuraremos por lo pronto una respuesta absoluta a esa pregunta.

Mas ya es posible vislumbrar que el afán de originalidad  –en cuanto preocupación

histórica– viene condicionado al propio tiempo por una visión, o quizás una vivencia, de la

propia Historia Universal. ¿Cómo se siente el americano de hoy dentro del concierto de la

Historia Universal? El hecho mismo de que se ensaye una búsqueda tan apasionada por la

originalidad del gesto y de la obra, ¿no nos está diciendo que ello traiciona una profunda

insatisfacción –y aún más radicalmente dicho– una radical inseguridad ante la historia? ¿Qué

otra explicación cabe dar a un fenómeno como el apuntado si no es la de que se busca la

originalidad (y hasta la originariedad ) porque no se tiene? Para intentar conseguir algo... ¿no

*  Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1992 que fuecorregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con lasprecedentes.

El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones publicadas de losaños 1957, 1959 y 1969.

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debe el hombre comenzar por sentirse menesteroso de ello? ¿No nos está diciendo, acaso,

esa desesperada búsqueda de la originalidad  en el hombre americano, que éste ha

comenzado por sentirse como un ser indefinido dentro de la Historia Universal y busca

afanosamente asegurarse de aquello que considera un requisito indispensable para empezar 

a ser ? ¿Y por qué ese afán de

empezar a ser distinto y radicalmente

nuevofrente a los

demás? ¿Por qué ese temor de ser confundido con otros, que lo impulsa tan ardientemente a

la búsqueda de su modo de ser original y originario? 

Sin aventurar una respuesta categórica a semejantes interrogaciones, bien podríamos

decir que ese síntoma de fragilidad y precariedad históricas, de inconsistencia e indefinición,

de no sentirse aún plenamente realizado –de no-ser -todavía–,  parece encontrarse

plenamente reflejado en el afán que embarga hoy al hombre latinoamericano y que

traslucen sus quehaceres culturales.

Pero la meditación no puede detenerse aquí. Pues es necesario y urgente preguntarse

si un síntoma como el que revelamos tiene su razón de ser auténtica –casi su justificación–

o si, por el contrario, brota de una falta de claridad en la manera misma de plantearse el

hombre latinoamericano la posibilidad de realizar un quehacer cultural original . Si fuera esto

último, el afán por la originalidad, antes que rasgo de valor positivo, revelaría una maligna

fuente y un signo incluso negativo: una falta de fuerza y potencia en nuestro espíritu para

comprender nuestro propio destino. En tal caso la búsqueda y el afán de originariedad sería

lo menos original del mundo. Ello traicionaría un grave complejo de inferioridad histórica.

¿No mueve, acaso, semejante complejo de inferioridad histórica, a muchos de los

planteamientos “indigenistas” que se ensayan hoy dentro del quehacer cultural americano?

¿Cómo diferenciar de semejantes tendencias negativas aquéllas en que el afán de

originalidad es auténtica manifestación de un espíritu positivo y fruto del encuentro de

nuestro modo de ser históricos?

Nuestra opinión en tal sentido se inclinaría a creer que, si partimos del supuesto de

que nos falta originalidad en nuestro modo de ser, y que para alcanzarla debemos imbricar

un pretérito (que no es el nuestro) a nuestra historia –o ser de otra manera a como hasta

ahora hemos sido–, lo que ganaríamos sería algo perfectamente negativo. Antes que una

base positiva y firme, aquel comienzo representaría un terreno movedizo, lleno de

antecedentes incontrolables y hasta absurdos, que en lugar de favorecer un auténtico y

radical punto de partida, atentaría incluso en contra de la posibilidad de una genuina

autonomía en la creación cultural. Partiendo de semejantes bases llegaríamos siempre a unasituación que nos impediría movernos libremente y alcanzar a ser verdaderamente

originales.  En otras palabras, estaríamos embargados por un complejo de inferioridad

histórica que no nos dejaría actuar soberana y espontáneamente en la búsqueda de nuestro

propio ser, porque nos ocultaría nuestra radical originariedad . 

La originalidad de nuestras creaciones no la alcanzaremos desvirtuando nuestro modo

de ser actuales –yendo de alguna manera en contra de nuestra propia historia de criollos–, o

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proyectando ser de una manera radicalmente nueva o novedosa. Esto no pasaría de ser un

programa a priori , intelectual o teórico, pero en forma alguna un genuino quehacer cultural

que nazca preñado de fuerzas verdaderamente originales y libérrimas. El único recurso que

queda para ser originales y originarios en las creaciones es entregarnos a vivir lo más

auténticamente posible nuestro propio modo de ser... hombres en un Nuevo Mundo.

Esto quiere decir que no debemos partir de la falsa base de creernos –desde ahora–

faltos de originalidad o carentes de originariedad histórica. Es decir, truncos en nuestro ser,

simples imitadores de otros, o herederos de un pasado (indígena u occidental) que no nos

pertenece como verdadera tradición.  Al contrario, debemos afirmarnos en la creencia de

que, haciendo lo que hagamos, y siendo fieles a la altura de nuestro propio tempo histórico, 

si lo hacemos con radicalidad y no nos traicionamos, puede ser que –sin proponérnoslo y sin

siquiera saberlo– estemos alcanzando la originariedad de nuestro propio ser hombres del

Nuevo Mundo y con ello, también, un estilo original de ser históricos dentro de la Historia

Universal.¿En qué consiste este ser americanos? Plantearse así la pregunta es una cuestión a la

que falta todo sentido y autenticidad. El ser del latinoamericano no puede revelarse

súbitamente, ni por obra de un discurso intelectual preparado a priori . Como ser histórico

que es, él necesita irse revelando pacientemente en el tiempo y en la historia 1. Atentos sí 

debemos estar para descubrir e interpretar aquellas manifestaciones que lo anuncien y

1  Aparte de las propias y peculiares dificultades que se plantean por obra misma del terreno en que hemoscolocado la cuestión, no son de ignorar tampoco los múltiples problemas inherentes a la adecuada metodología quehabría de emplearse si se quisiera llevar a cabo la tarea de describir el ser histórico del hombre americano. Pues,¿cuál procedimiento habría de ser utilizado para realizar aquella descripción? ¿El procedimiento científico-naturalista

o el método fenomenológico?Si preferimos el primero, entonces, al proceder como científicos de la naturaleza, nuestra tarea deberíacomenzar por constatar la presencia de un fenómeno real (la existencia espacio-temporal-histórica del factum quehemos llamado “Latinoamérica”). Observar y anotar luego, de la manera más demorada posible, las característicasde semejante fenómeno, según los cánones establecidos por la metodología en juego; y, por último, abstraer,generalizar, inducir y deducir consecuencias, hasta llegar a fijar la presencia, las características y leyes delfenómeno... Todo ello nos conduciría a resultados esencialmente contingentes, que no pueden responder incluso desu propia validez (cfr. mi libro Fenomenología del Conocimiento, Capítulo l).

Si, por otra parte, damos preferencia al método fenomenológico y hacemos uso de su peculiar procedimiento(Descripción, Reducciones, Reflexión, Ideación, etcétera), no menores problemas y dificultades nos acechan. Pues:

a) ¿Son, sin más, susceptibles de “reducción” e “intuición eidética”, los fenómenos históricos propiamentetales? ¿Puede la índole ontológica de ellos –esencialmente sometida a la variación de los procesos temporiformes–ser captada íntegra y adecuadamente por un procedimiento de intuición eidética?;

b) Suponiendo que lo fuera (acercándose con ello peligrosamente la Historia a las Ciencias eidéticasexactas)..., ¿respondería la intuición que se obtuviera a un horizonte de datos absolutos o simplemente a la “altura” de la perspectiva histórica desde la cual haya sido divisada y obtenida? ¿No acecha, con esto último, un peligroso

reducto por donde puede colarse fácilmente el más devastador relativismo?;c) Mas suponiendo –de nuevo– que, dando cima a un trabajo fenomenológico de este tipo, pueda extraer de

mi propia conciencia transcendental  (que ya no “subjetiva” ni “psicológica”) una serie de intuiciones eidéticas...,¿qué derechos me asisten para hacer de estos “datos” de mi conciencia un registro testimonial del llamado “serhistórico del latinoamericano”?

Con acallar estas dificultades no se ganaría absolutamente nada. Hemos preferido consignarlas aquí, justamente en el comienzo, para evitar que se nos confunda con “ingenuos” tejedores de mitos y metáforas. Poreso, nada se halla más alejado de nuestras intenciones que hacer “poesía” filosófica del “ser americano”. Lo queaquí queda consignado es el fruto de un riguroso proceder científico –aquejado, quizá, de algunos vicios pornaturaleza insuperables– pero que, como toda genuina teoría que sea consciente de sí misma, espera sólo que susafirmaciones se confirmen o se nieguen por obra de una instancia que ella misma no posee ni es capaz de aportaren plenitud.

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denuncien. Para cumplir esa tarea nada mejor que atender a los poetas: instrumentos del

ser y portadores de sus misterios.

Mas tampoco los poetas, y los artistas en general, deben impacientarse por ser

 “originales”. La realidad del ser no aparece obligándola a presentarse afanosamente. Sólo en

la medida en que los poetas y artistas se dejen ganar por los misterios, y hagan de ellos sucotidiana morada, se les revelará lo original del ser. No despunta éste en relámpagos

furtivos; necesita apacentarse con paciencia. Es lo cotidiano y familiar, lo que todos dicen

sin saber ni darse cuenta que lo dicen, lo absolutamente cercano e íntimo al poeta: lo que

mora en las moradas del poema.

Vana ilusión y camino equivocado son, pues, querer descubrir nuestra América siendo

programáticamente “originales” o reconquistando un pretérito que no nos pertenece para

fijar en él nuestra originariedad .  Dejemos que América aparezca y la experiencia del ser

venga a la luz a través del tiempo extasiado de futuro. ¿Implica esto un quietismo, una

actitud meramente receptiva, o un rastro de alquimismo realista? La sola pregunta –y suconciencia– implica eo ipso su denegación. Nuestra actitud sólo se entenderá rectamente si

se tiene en cuenta que partimos de una idea que combate, por igual, a toda actitud

receptiva (realista) o fingidamente creadora (falso idealismo). Ella es la que se condensa en

la siguiente enunciación: por ser americanos,  ya en este nuestro “ser ”   nos está dada la

comprensión original de América.

El camino diseñado para la hermenéutica existencial del ser americanos –hombres del

Nuevo Mundo– debe ser, entonces, iluminar aquella comprensión preontológica del mundo

en que vivimos y en el que somos seres-en-el -mundo.  Pero esto se opone a todo falso

planteamiento que intente buscar una originalidad  como algo de que todavía carecemos.Pues semejante planteamiento parte de la falsa base de suponer una carencia de aquella

comprensión. O –lo que es más fatal todavía– de concebir la tarea cultural de la búsqueda

de la originariedad  como obra de un sujeto a quien falta su mundo y la  inherente

comprensión preontológica de su ser -en-el-mundo. De ello, como una grave consecuencia,

resulta ese afán de ser “originales” por la “originalidad” misma. Partiendo de concebir a un

sujeto que carece de mundo, o que no está seguro del suyo, hay por tanto que “asegurarse” 

previamente la existencia de éste haciéndolo incluso aparecer como “original”.

He aquí que estamos frente al pecado original de América: la radical inseguridad y 

desconfianza de aquéllos que pretenden buscarla, pero que no sienten ni comprenden, raigaly genuinamente, su posesión originaria. 

¿Cómo superar semejante desconfianza e inseguridad? Sólo un camino queda. No el

de la ciega fe o la creencia en un Nuevo Mundo que ya –por obra de una providencia o de un

azar histórico– nos esté dado como una realidad  “nueva”; no tampoco el de mostrar a priori , 

intelectual o teoréticamente, la “originalidad” del Nuevo Mundo; sino plantear el problema

desde la base enunciada. Como americanos que somos nuestro “ser” tiene ya, en cada caso,

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una comprensión originaria de América en la que se halla implícito el sentido de ser nuevo

–original – de este Nuevo Mundo. 

Dejar que el sentido del ser original de América venga a la luz mediante la analítica

existenciaria de nuestra preontológica comprensión de seres-en-un-nuevo-mundo... he aquí 

el camino a recorrer a lo largo del tiempo y de la historia: la historia original de América.¿Pero no nos está diciendo ya esto que el primer paso a dar debe ser justamente

aclarar qué es lo nuevo –el novum– de nuestro ser -en-el-mundo? ¿En qué radica semejante

novedad ? ¿Cómo entenderla? ¿Desde dónde?

I. El Nuevo Mundo

Que América haya sido llamada el Nuevo Mundo es un hecho que parece responder a

razones más complejas y profundas que las simplemente metafóricas. Más que una

metáfora, o que una afortunada coincidencia del cognomento con lo designado, tras del

Nuevo Mundo se adivina y se revela un sustrato de realidad verdaderamente original , un

horizonte caracterizado por lo novedoso o nuevo de la perspectiva histórica, en síntesis, un

mundo realmente originario, valga decir, autóctono2.

2  Cuando Colón llegó a las nuevas tierras las creyó pertenecientes al extremo oriental del continente asiático,y, aún en el relato de su cuarto viaje, se aferraba a tal creencia. (Cfr. Martín Fernández de Navarrete, Colección delos viajes, y descubrimientos que hicieron los españoles desde fines del siglo XV , con varios documentos inéditosconcernientes a la historia de la marina castellana y de los establecimientos españoles en Indias ,  Madrid1825-1837; T. I. págs. 296-313). Las sucesivas exploraciones y descubrimientos que se hicieron durante losúltimos años del siglo XV se efectuaron también dentro del ámbito de semejante creencia y estaban todas

inspiradas por la idea de unir a Europa con Asia por vía del Atlántico. Colón llamó Indias a las tierras descubiertas,y, aunque en su carta sobre el tercero de sus viajes habla de “otro mundo” –e incluso de un “nuevo cielo emundo”–, semejante denominación es perfectamente incidental.

El primero que usó con inicial conciencia el término de “Mundus novus” fue Pedro Mártir (Carta al CardenalSforza, fecha 1º de noviembre del año 1493), y fue Mártir también quien asomó por vez primera ciertas dudasacerca de si las tierras avistadas eran o no pertenecientes al continente asiático. No pudo, sin embargo, solventarsus dudas. Sólo en 1503, en su carta llamada “Mundus Novus”, dirigida a Lorenzo di Pier Francesco de Medicis,Vespucio expresa en tono firme, y apoyado en alegatos razonables, su creencia de que las tierras descubiertaspertenecían a un nuevo continente ignorado hasta entonces. Las revolucionarias ideas de Vespucio merecieron laatención del científico Martin Waldseemüller, quien en su obra Cosmographiae Introductio –de 1507– no sóloacreditó con argumentos valederos las ideas de aquél –hasta entonces tenidas como puras fantasías– sino que, enhonor suyo, consagró el nombre de “ América” para el Nuevo Mundo. (Cfr., para mayores detalles, la obra deRoberto Levillier  América la bien llamada,  Buenos Aires, 1948, donde en forma de apéndice se encuentran lasfamosas castas de Vespucio). Posteriormente a esta primera etapa siguió la polémica acerca de quién había sido el

 “verdadero” descubridor del Nuevo Mundo, iniciada por el Padre de Las Casas, seguida por Gonzalo Fernández deOviedo y Valdez, etc. etc.

Mas, desde todo punto de vista, es perfectamente claro que, cualquiera que sea el criterio que se sostenga,el hecho escueto de haber sido descubierto un continente nuevo –y aun de ser llamado un “Nuevo Mundo” (con osin conciencia)– no puede ser identificado, sin más con el sentido histórico-ontológico que en nuestro ensayo se lepretende asignar a semejante expresión. Es justamente esto lo que desearíamos poner de relieve.

En un sentido similar al nuestro ha abordado este problema Edmundo O’Gorman, en su penetrante libro Laidea del descubrimiento de América,  México, 1951. O’Gorman lo que trata fundamentalmente en su libro es lahistoria del descubrimiento de América como “entidad geográfica”, aunque tiene perfecta conciencia del problemacuando dice: “América, sin embargo, se ofrece también como un «mundo», o sea como un ente dotado de unanaturaleza y a la vez como una entidad antropológica”, haciendo notar la necesidad de llevar a cabo un análisis ental sentido. Op. cit ., pág. 43.

Es ahondando en direcciones semejantes como pretendemos desarrollar nuestra propia meditación sobreeste tema.

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¿Pero en qué consiste lo nuevo –es decir, lo original – con que aparece revestido el

mundo latinoamericano? ¿En qué radica la originariedad de su sustrato autóctono?

Fácil nos es mostrar que lo nuevo y novedoso del mundo americano no puede

consistir en “lo nuevo” de sus entes intramundos (cosas, paisajes, frutos, etc.), ya que con

todo lo que éstos puedan tener de peculiar, bastaría con que ellos se trasplantasen a otrasregiones, o que las culturas de otras regiones dominasen y transformasen el área del

territorio americano, para que cesase automáticamente la “novedad” y “originalidad” de

éste. Pero, en rigor, ha sucedido todo lo contrario. Mientras América se hace más universal,

extendiendo sus cosas autóctonas más y más por otros mundos, o, a la inversa, mientras

éstos invaden con su influencia el territorio americano, imponiendo la participación de

América en la cultura universal, más radical y definitiva parece, sin embargo, la presencia

del novum encarnado por el Nuevo Mundo y la existencia de su originariedad . 

Lo perentorio del afán con que hoy se plantea en las conciencias la tarea de descifrar

la existencia de ese novum, es prueba y testimonio fehaciente de que la originariedad de

América desborda los estrechos límites de un hecho meramente fortuito, accidental o

pasajero, para convertirse en nervio y en motor de una profunda concepción del mundo que

lucha por reconocerse, por revelarse y expresarse. Es –para decirlo en palabras técnicas– un

dato de características ontológicas que resiste toda enajenación óntica y externa. Más que

un accidente histórico, ancilar y secundario, que bien podría transformarse u olvidarse sin

mayores consecuencias, el sentir que su mundo constituye realmente algo originario es

como una “voz” que parece resonar insistentemente en lo más profundo de la conciencia

cultural del hombre americano. Descifrar y revelar en qué consiste ello, dónde radica, quésigno y sino impone dentro de su concepción del mundo, se ha trocado para él en un

imperativo de conciencia: en un deber histórico. Sin saber en qué se basa lo nuevo de su

mundo, dónde se funda su originariedad , y, en síntesis, qué rasgos ontológicos definen el

ser histórico del americano, este hombre no se siente vivir en plenitud y con autenticidad

verdaderamente radical. Tal es lo que experimenta hoy en su conducta y lo que define

profundamente ese estado de conciencia en que parece debatirse. ¿Conciencia desgarrada?

¿Conciencia desesperada o insatisfecha de sí misma? ¿Conciencia atormentada y confusa de

mestizo o de criollo? No. Es clara y rigurosa conciencia –incluso ya “metódica”– que en

trance de autorrevelación se busca a sí misma en la aventura de comprender lo nuevo de su

mundo y el mensaje de su originariedad . 

Buceando en lo profundo de semejante búsqueda, algunos hemos llegado a

convencernos de que lo nuevo u original del mundo americano –aquello en que destella su

originariedad –  antes que responder a una peculiaridad de los entes intramundanos que

componen el contorno de su paisaje externo, debe radicar en un temple de conciencia del

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habitante o morador del Nuevo Mundo,  gracias al cual –actuando a la manera de un

revelador existenciario– el mundo aparece como nuevo. 

Es la existencia del hombre –y  no el mundo como factum  brutum– la instancia

constituyente de la originariedad de  América. Pero... ¿cuál es entonces semejante acto o

temple existenciario que así determina la apariencia del mundo americano? Sin duda que setrata de un cierto haz estructural de actos prospectivos –donde quizás el temple de una

expectativa sea lo más fundamental– pues sólo desde semejante temple, y gracias a las

características ontológicas existenciarias que le son inherentes, es posible que el mundo

aparezca  como un Nuevo Mundo y  con  las características ónticas que acompañan a este

factum3.

Es por esto un craso error de perspectiva creer que la tierra americana –con o sin el

 “descubrimiento”– constituía un “Nuevo Mundo” para el hombre. América es, como factum 

brutum, como emergencia continental de un territorio, un hecho tan viejo o tan nuevo comopuede ser la existencia fáctica de cualquier otro continente o trozo del planeta en que

habitamos. Aun el mismo “descubrimiento”, como sólo hecho físico o histórico-cronológico,

no reporta ningún efecto para la originariedad  de América. Sólo en tanto que el

 “descubrimiento” físico se fue convirtiendo en descubrimiento de conciencia, y sólo en tanto

que en esta conciencia se fue implantando e imponiendo el temple de una expectación ante

lo Advenidero, el factum brutum de la presencia americana fue adquiriendo los caracteres

que acompañan a la originariedad  con  que emerge hoy en todas las conciencias de los

latinoamericanos... y quizás sólo de ellos. Semejante originariedad  no se la inventó el

Descubridor para su provecho personal o como fruto de una sorpresa ante lo nuevo, sino

que, al contrario, brotó de la más entrañable familiaridad  del morador con su mundo en

torno. La expectativa, pues, no fue motivada en la sorpresa, sino que, incluso la sorpresa de

hallarse viviendo dentro de un Nuevo Mundo fue el maduro fruto de la familiar y habitual

expectación con que el habitante comenzó a vivir y a tratarse cabe su mundo en torno. Sólo

después de un largo y demorado familiarizarse y habituarse cabe su mundo en torno, a

través del temple de una reiterada y constante expectativa frente a lo Advenidero, al

3 Que la expectativa se destaque como el temple fundamental del hombre americano no puede querer decirque ella sea propiedad exclusiva de este hombre. La expectativa, como temple existenciario, es rasgo común entodo hombre. Pero así como es posible hallar en algunas concepciones del mundo ciertos temples ethológicos másacentuados que otros –y por medio de los cuales es posible destacar y hacer comprensible lo peculiar de lasrespectivas culturas–, creemos poder destacar la expectativa como uno de los temples fundamentales del hombreamericano. El que ella sea o no el más fundamental de los posibles temples, y que, por consiguiente, mediante su

 juego existencial se dejen explicar y hacer comprensibles otros rasgos peculiares de este hombre, es la cuestiónradical de este problema. Por lo demás –como veremos en el curso de este ensayo– no se trata de que laexpectativa sea el temple exclusivo del hombre americano (pues, en rigor, se halla mezclado muchas veces conotros ingredientes que motivan su transformación existenciaria), sino que ella es, por así decirlo, el temple másfundamental y extendido de todos cuantos pueden hallarse formando la estructura prospectiva general.

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morador americano le sobrevino la sospecha de su originariedad .  Por  eso el esquema

histórico debe modificarse frente a la interpretación de un hecho que, más que un suceso

casual y contingente, representa un dato de capital importancia para comprender la

concepción del mundo que resplandece en la conciencia del hombre americano.

Pero al hacer de semejante temple prospectivo la condición de posibilidad básica quediseña nuestra existencia histórica como seres-en-un-nuevo-mundo,  se  impone entonces

una radical pregunta que debemos contestar sin ambigüedades ni falacias. En efecto, ¿es

que por vivir de expectativa... no somos  todavía? ¿O será, al contrario, que ya somos... y

nuestro ser más íntimo consiste en un permanente y reiterado no-ser-siempre-todavía?

Mas, sea cual fuere la alternativa preferida, debemos enseguida plantear otra

cuestión: ¿describe exactamente a semejante expectativa ese “no-ser -siempre-todavía”? 

¿Puede concebirse a éste como un simple y mero “no-ser ”, físico o histórico, por acusarse en

él un rasgo de ausencia o privación? ¿O, al contrario, habría que ensayar alguna fórmula, untanto más precisa y rigurosa, que definiera positivamente nuestro propio ser de hombres

expectantes? ¿Expectantes de qué? ¿Y por qué esto?

Para contestar debidamente esas cuestiones no hay otro camino que un acotamiento

esencial –fenomenológico, si se quiere– de lo que son los temples prospectivos como

ingredientes propiamente existenciales. Pues sólo en tanto se los describa exactamente en

sus rasgos histórico-ontológicos, será posible saber si las fórmulas que hemos ensayado se

ajustan a su realidad. Para verificar una tarea semejante debe ser puesta de relieve la

estructura general de semejantes actos, haciendo ver su juego existencial en la conciencia

histórica, valga decir, en relación a los éxtasis del tiempo que adviene y que transcurre.

Mediante estos análisis nos adueñaremos progresivamente de sus rasgos e iremos

perfilando nuestro propio ser de americanos.

II. La Expectativa como Temple Fundamental del Hombre Americano

Junto a otro grupo de actos o temples prospectivos –entre los cuales merece la pena

que se destaquen la sospecha y la esperanza, la curiosidad y el presentimiento– y formando, 

por así decirlo, un contexto o estructura con aquellos otros ingredientes, la expectativa

constituye la base fundamental y general de los llamados “actos emocionalmente

 prospectivos” 4. Lo peculiar de ella –y en general de todos esos temples que se encuentran

4 Cfr. Nicolai Hartmann, Zur  Grundlegung der Ontologie, Tomo I, Capítulo 29.

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formando una auténtica amalgama de vivencias5– es que, por su especial índole anticipativa,

trascienden la vinculación que tiene la conciencia con el Presente, realizando una suerte de

 prevención o previsión (Vorgreifen) de lo Porvenir. Y esto a pesar de ser –en cuanto actos– 

presentes y actuales en la misma conciencia.

Semejante prevención no consiste en que el hombre pueda vivir por adelantado enlo que todavía no se le ha hecho presente –tal sería un absurdo contrasentido– sino en

que, mediante su conciencia, por ser ésta extáticamente ex-sistente en el acontecer del

tiempo,  puede extasiar lo Porvenir en su Presente gracias a una pre-visión.  Fenómeno 

semejante es el que se halla en cualquiera de los temples mencionados y por esto se los

llama “prospectivos”. Lo que se expecta en ellos no es el correlato de una visión 

enmarcada en lo puramente actual de un Presente, sino que lo  presente es, más bien, lo 

 por -venir o ad -venidero. 

Pero al haber puesto de relieve lo anterior se nos revela, al mismo tiempo, que

debemos modificar sustancialmente la noción común de lo  presente para lograr satisfacer las

necesidades del análisis. En efecto, no por capricho, sino por un requerimiento que brota

desde las cosas mismas, debemos convencernos de que lo  presente no puede ser sólo lo

meramente actual  –valga decir, lo que tiene una  presencia actual –  sino que, dentro del

Presente, existen  presencias con características diversas a las de la  presencia-actual .  En

efecto, dentro del Presente, en general, podemos distinguir y separar tres  presencias

perfectamente heterogéneas entre sí, a saber: 1o) Una  presencia de lo  pasado

(Pasado-Presente); 2o) Una presencia de lo actual (Presente-actual); 3o) Una presencia de lo

advenidero (Presente del Futuro).

Justamente de esta última, por ser  presente, decimos que existe actualmente en la

conciencia como un acto suyo; mas, por ser presencia de lo advenidero, decimos que su

correlato no es algo meramente actual . 

Mas, al propio tiempo, semejantes distinciones nos obligan a caer en la cuenta de que

el “ser” del hombre –su existencia– no puede ser condenado al estrecho ámbito de un existir

en lo  presente. Lo que se dice “yo soy ” no es simplemente un existir enmarcado y absorbido

por un ahora meramente actual ,  sino que dentro del propio ahora –del  presente de la

5 Debemos subrayar enérgicamente que, si es nuestro propósito analizar la expectativa como un templeseparado de los otros, semejante programa obedece únicamente a razones técnicas tendientes a facilitar laexposición y la comprensión de los distintos matices que es necesario destacar para caracterizar a fondo laexistencia del hombre americano. En rigor sería imposible hallar la expectativa separada de aquellos otros temples–valga la metáfora: en estado de pureza–, puesto que sería ello mismo un contrasentido. Esto indica, sin embargo,que la expectativa puede ser considerada como el temple más fundamental y general de todos los actosprospectivos, y, en tal sentido, decimos que ella constituye el rasgo básico de la existencia del hombre americano.Es, pues, su más propio y característico temple ethológico prospectivo. Desde ella se generan y matizan losrestantes: el presentimiento y la sospecha, la avidez de novedades y la esperanza.

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existencia– debe concebirse ésta como existiendo en un  presente del Pasado (de lo que he

sido, de mi historia) y de un presente de lo advenidero. 

En semejante presente de lo advenidero no puedo ser ni vivir como “vivo y existo” en

mi presente-actual (y en ninguna forma, como hemos dicho, puedo “vivir” en él), sino que,

antes de ser actual, estoy  pre-siendo,  vale decir, me noto, siento, o aparezco en miconciencia como un no-ser-siempre-todavía que, de alguna manera, está siendo

positivamente porque existe y puede dar testimonio de su cogito. 

Esto es lo que constituye esencialmente el temple general de estos actos

prospectivos. Vivir en prospección –en prevención o previsión del Advenir– quiere decir

existir en esta forma de  pre-ser - presente.  En ella, antes de ocuparme con lo  actual ,  me

preocupo y me anticipo hacia el Porvenir en la actitud de una  prevención. Así como en el

mero vivir en lo presente soy afectado por lo actual , en la prevención soy pre-afectado por

lo que se acerca o adviene justamente como por -venir . 

Es por ello que, entre todos estos actos prospectivos –y constituyendo, por así 

decirlo, su fundamento general– la expectativa juega un papel extraordinario. Desde ella se

originan, introduciendo, sin embargo, sus propias variaciones y matices, los demás temples

anticipativos. Todos son, en el fondo, expectativa, pero poseen a la vez su peculiar sentido

gracias a las características individualizadas de sus respectivos ingredientes ónticos. En tal

forma, y sin alterar las cosas, podemos hablar de una expectativa-esperanzada (cuando es

la esperanza el ingrediente adjetival que matiza el temple general), o de una expectativa del

 presentimiento, etc., etc., manifestándose con ello el fenómeno general que se ha puesto de

relieve.Mas, si la expectativa juega papel o función tan importante, ¿no es justo, entonces,

que destaquemos sus rasgos específicos –y su más peculiar significado– antes de avanzar en

otras cosas? Efectivamente. ¿Cuáles son, pues, esos rasgos que distinguen a la expectativa

en cuanto tal?

Si analizamos a fondo un temple de conciencia donde ella esté presente, lo primero

que encontramos es que la expectativa surge o se origina ante la llegada de algo que se

acerca o adviene inexorablemente y que la  prevención detecta anticipadamente saliendo

hacia el encuentro de lo  por -venir . En tal sentido puede decirse que la expectativa cuenta

con la aparición o advenimiento de algo determinado. Esto “determinado”, sin embargo,

viene dado solamente por una suerte de “determinación” realizada en base de meras

características formales (siendo éstas las notas de “acercante” y “adviniente”; así como el

rasgo de “inexorabilidad”, con que se encuentra revestido el algo que en esta forma

ad -viene) y mediante  las cuales la prevención descubre o detecta aquello que se aproxima

desde lo  por -venir hacia el Presente suscitando expectación. 

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Sin embargo, a pesar de quedar así “determinado”, lo que la  prevención no puede

prevenir, y aún menos conocer determinadamente, son las características concretas con que

se presentará lo que se acerca o aproxima. En relación al contenido de semejante

advenimiento, a las determinaciones que revestirá cuando llegue o se aproxime hacia el

Presente, o, en síntesis, en todo cuanto respecta a lo que llegará a ser cuando traspase losumbrales de la  presencia-futura para asumir su condición de  presencia- presente, reina la

más radical y absoluta incertidumbre. Por consiguiente, la expectativa es un acto

esencialmente susceptible de ser presa del engaño. Al hallarse sometida a la eventualidad

más absoluta en relación al contenido de lo que se acerca y adviene, esto puede resultar lo

que realmente expectaba, o, al contrario, asumir un contenido por completo diferente. La

expectación sucumbe ante el engaño.

No obstante, si seguimos analizando los caracteres de este temple, podemos

constatar que, desde el momento en que hemos afirmado que la expectativa no puede

contar con las características que presentará aquello que se acerca, se debe admitir al

propio tiempo que ella, en cierta forma, cuenta ya con esta esencial susceptibilidad de ser

engañada. De tal suerte, no siempre la expectativa sucumbe necesariamente ante el

engaño. Es más: gracias a su peculiar “conciencia”, la expectativa es capaz de hacer frente y

desvanecer los extravíos a que se encuentra expuesta. ¿Es esto una simple paradoja? En

absoluto. Justamente en semejante contradicción interna estriba lo más decisivo del temple

comentado. Es de su tensión interna –de la íntima pugna que se suscita entre el saber y el

no-saber acerca de lo que adviene y se aproxima, del expectarlo “determinado” en la

inexorabilidad de su llegada, e “indeterminado” en relación a lo que será– de donde nace lafuerza dinámica de semejante temple y el motor de su potencia existencial.

Por otra parte, en ella –contrariamente a lo que acontece en los restantes temples– la

situación total que hemos descrito no se altera ni transforma disolviendo su tensión. Al

propio tiempo que se afirma con desnudo realismo en su expectación frente a lo advenidero

absolutamente eventual o azaroso, es incapaz de sucumbir a la ilusión o fantasía

introduciendo en la realidad elementos irreales que permitan dominarla falsamente creyendo

conocer , sospechar , o incluso presentir su contenido material. Asimismo, distanciándose de

todo temple de esperanza o de temor , la expectativa no sucumbe a la apariencia de creerse

capaz de seleccionar o pre-seleccionar valores de ninguna clase (sean positivos o de signo

negativo) con los cuales “determinar” la realidad que se aproxima. Simplemente expecta lo

que adviene y, en semejante temple, coloca a la existencia en trance de estar   lista o

 preparada para hacer frente a lo eventual, sea esto lo que sea.

Para comprender lo dicho a fondo –y detectar los complejos mecanismos de

semejante temple ethológico– se impone una tarea descriptiva. Ella nos llevará a deslindar

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la expectativa de los actos afines que hemos mencionado como derivados o matices

adjetivos de su realidad.

III. Deslinde de la Expectativa

Hemos dicho de la expectativa que ella cuenta con la llegada de algo determinado y

que, a pesar de la indeterminación del contenido de ese algo, en el fondo no puede ser

engañada por tener conciencia de la posibilidad de sucumbir ante el mismo engaño. Esto la

hace diferenciarse radicalmente del  presentimiento. En este último... la susceptibilidad de

sucumbir ante el engaño es ilimitada y ello en razón de que el  presentimiento obedece

muchas veces a meros caprichos subjetivos, a construcciones de la fantasía, o a juegos de la

ilusión. Contrariamente a lo que sucede en la expectativa –donde el temple se origina en

estrecha conexión con el acontecer real de lo más real de la existencia– en el presentimiento

puede suceder (y de hecho sucede la mayoría de las veces) que el presentir la llegada de

algo que se acerca sea fruto efímero de un espejismo vago y vacilante, de una ilusión

hipnótica o taumática, o, en síntesis, de una pre-afección meramente subjetiva sin

enraizamiento en lo real. Consecuencia de ello es la falta de conciencia ante el engaño que

exhibe frecuentemente el mero  presentir . No es el caso de que –como sucede en la

expectativa– uno pueda ser víctima del engaño, sino que, incluso, no hay un asomo de

conciencia frente a ello. Quien tiene un presentimiento se limita a esperar confiadamente

que “lo presentido” se confirme, o a que ello no suceda realmente, sin poder siquiera darseguridad acerca de si acontecerá determinadamente su llegada. También por esto se

distancia el presentimiento de toda expectativa. En esta última, si bien no puede asegurarse

que el contenido concreto tendrá las determinaciones prevenidas, al menos la conciencia

expectante se encuentra en todo momento acompañada de la más absoluta certidumbre de

que el curso de los acontecimientos traerá la plena e irrevocable determinación de aquello

que se acerca y, por supuesto, su llegada inexorable.

En un sentido muy semejante al presentimiento hay que hablar de la sospecha –cuya

raíz latina “suspectare”   habría  que rescatar para comprender aún más profundamente su

afinidad con el “exspectare”– en la cual se trata, ciertamente, de una forma modificada de la

expectativa, pero cuyo ingrediente capital es también la fantasía y la ilusión. Sucede con

ella, como con el presentimiento, que en lugar de estar afincada en lo real –y de prevenir la

llegada de lo  por -venir  como algo absolutamente encadenado al devenir ontológico del

acontecer temporal– previene, sí, pero sin conciencia ni certidumbre de ninguna clase. La

expectativa, al contrario, no sólo previene el advenir de los sucesos, sino que, en previsión

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de su real desenvolvimiento y en la certeza de su inexorable llegada, se conjuga

existencialmente con el temple de un radical “estar preparado”   y  “estar dispuesto”   para

hacer frente a lo que llegue, sea esto lo que fuere. La sospecha y el presentimiento flotan,

en cambio, sobre el vacío de un mero prevenir o prever algo que puede llegar o no llegar,

advenir o no, faltando en rigor toda conciencia acerca de su inexorabilidad, y, a veces,incluso, de su aproximación o acercamiento. La expectativa,  al contrario, es un temple

donde semejantes determinaciones son absolutamente indispensables y esenciales. Es más,

sin ellas no hay ni puede existir la expectativa en cuanto tal.

Teniendo una estructura prospectiva en cierta forma semejante a la de todos estos

actos, pero con un sentido radicalmente antagónico al de la expectativa, nos topamos con la

avidez de novedades o (como también podríamos llamarla) la curiosidad . 

No es difícil distinguir entre este y aquel temple, puesto que, en el último de los

nombrados, intervienen elementos que lo separan radicalmente del primero. En efecto,ingrediente primordial de la avidez de novedades es el afán y el placer por la sorpresa. 

Heidegger– en su magistral estudio acerca de este temple6– remontándose a San Agustín lo

hace emparentar con la concupiscencia, siendo ésta, más que un simple y formal “placer o

gusto de los ojos”, un genuino gozo ante los aspectos siempre nuevos o novedosos del mirar

en torno. Pero en semejante temple, donde se busca lo nuevo sólo para saltar

ininterrumpidamente de ello a lo más nuevo y novedoso, papel y función preponderante

 juegan la sorpresa y el dejarse sorprender . El ávido de novedades, el curioso, quiere que se

lo sorprenda, y, si es cierto que su actitud es siempre un estar extasiado hacia el futuro,

semejante éxtasis se orienta sólo por el deseo de lo sorpresivo y novedoso. Nada más

alejado de esto que la expectativa. Es ella un tenso expectar lo que adviene, no movido por

el afán de ser tomado por sorpresa y evadir con ello el tedio o el fastidio de lo actual, sino

porque lo que adviene mismo arrastra hacia la expectación. La curiosidad , por el contrario,

no es que se sienta o experimente “arrastrada” a prevenir la llegada de algo que se acerca

inexorablemente, sino que ella vive en trance de buscar constante y ávidamente algo

advenidero que le produzca el placer concupiscente de “lo novedoso”. No se preocupa,

tampoco, por tener certidumbre o certeza de su contenido –ni mucho menos por colocar a la

existencia en trance de “estar preparada”  o  “lista”  para hacerle frente–, sino que su actitud

es la de un buscar y evadir al propio tiempo el contenido de aquello que se acerca.

Hartmann la caracteriza con toda justicia cuando la describe del siguiente modo: “No sólo no

está a la expectativa de lo determinado, que tampoco sospecha, sino que ni siquiera quiere

6 Cfr. Martin Heidegger, Sein und Zeit , Cap. V, B. Nº 36.

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sospecharlo” 7. Y es que a la curiosidad no sólo le falta conciencia de la inexorabilidad de lo

que se acerca, y carece de toda preocupación por el engaño, sino que, radicalmente, su

intención es absolutamente antagónica a la de la expectativa.  Mientras ésta intiende su

prevención hacia el advenir para esclarecer incluso la propia actualidad de la existencia,  la

curiosidad –previniendo voluptuosamente hacia el futuro– evade todo vivir en medio de lo

actual  en un constante afán por evadirse del mismo. La expectativa,  en cambio, es una

responsable actitud asumida en trance de vivir en plenitud lo acongojante de la existencia

actual y lo inescrutable que lo advenidero puede tener en relación a ella.

Por eso, más cerca a la expectativa que la curiosidad , se halla la esperanza8. En ella

hay clara conciencia del advenimiento de algo independiente de nosotros, e incluso de un

contar con su independencia, pero hay también una actitud que, a pesar de esto, la diferencia

radicalmente de la nuda expectativa.  En efecto, el que vive en temple de esperanza

–contrariamente de aquel que vive en la expectativa– no se resigna a contar con la llegada dealgo perfectamente inescrutable, sino que, falsificando hasta cierto punto el curso óntico de

ello9, previene en lo que se acerca el signo de algo que representa un positivo valor para la

vida, un advenir afortunado, un suceso preñado de felicidad futura. De aquí el matiz de

optimismo que colorea, como un acompañante, a todo temple de esperanza10. De un modo

radicalmente antitético a lo que sucede en la expectativa –donde frente a lo inescrutable de lo

por-venir la existencia está dispuesta a recibirlo sin poder prever ni contar con que ello sea un

algo positivo o negativo (sino solamente “algo que se acerca” en cuanto tal) y donde la actitud

concomitante es un “estar   dispuesto” o “ preparado” para hacerle frente–, en el temple de

esperanza la existencia parecería anticipar en su gozoso aguardar que aquello que se acerca

traiga un positivo incremento de felicidad, un contenido valioso para la vida, y, en síntesis, un

signo de buena fortuna. Por ello se diferencia tan radicalmente de la desnuda y verdadera

expectativa. En ésta no hay gozoso ni medroso aguardar. Su anticipar es perfecta y

absolutamente neutro: ni pesimista ni optimista. No selecciona ni previene valores o

contravalores de ninguna clase. Templada frente a lo advenidero, la expectativa se mantiene

en tensa prospección contando solamente con que ello se acerca y nada más. Frente a la

inexorabilidad de su llegada sabe que se debe “estar  dispuesto” para todo, y, en semejante

temple, es también pura expectativa y nada más.

7 Nicolai Hatmann., Op. cit ., Cap. 29, c.8  Y de igual manera el temor , que es, por así decirlo, el contrapolo de la esperanza.9 Nos damos perfecta cuenta de que la descripción que hacemos puede inducir a pensar que hemos caído enuna vulgar contradicción. Pero no es así. No hay más remedio –si se quiere poner de manifiesto la dialécticaprofunda de semejante temple– que dar la apariencia de una contradicción hasta en la simple exposición de susrasgos descriptivos.10 El pesimismo, por el contrario, es la actitud o el matiz que acompaña a todo temple de temor .

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IV. Hombre y Mundo

Pero ya es hora de formular una esencial pregunta. Pues si hemos descrito

vivencialmente los rasgos de la expectativa, y encima hemos logrado deslindarla de algunos

temples afines con los que corrientemente se confunde, nos hallamos ahora en óptimascondiciones para plantear la siguiente y radical interrogante: ¿Qué es aquello que

expectamos? ¿Sobre qué término incide esa expectativa que conmueve y sostiene la

existencia del hombre americano? La pregunta, sin embargo, no puede ser contestada sin

rodeos. Por tratarse justamente de una expectativa no es posible, sin alterar las cosas, fijar

o señalar un contenido concreto para ella. Mas, en tanto que su ser en general es el de un

acto prospectivo, bien podemos afirmar que el correlato intencional de semejante

expectativa es “algo que se acerca”, vale decir, algo que ad -viene. ¿Pero ganamos algo con

ensayar una determinación tan general o debemos preguntarnos (aun sin aludir a un

determinado “contenido”) qué es aquello que expectamos en cuanto “algo que se acerca”?

¿Pero cómo saberlo si justamente la expectativa rehusa –por esencia– saber qué sea aquello

que se acerca? Sin embargo, por lo pronto ya sabemos –y sea dicho sin reservas– que

 “aquello que se acerca” no es un término ilusorio, ni algo que el hombre americano busque

para satisfacer una avidez de novedades, ni tampoco un algo confundible con un valor

apetecido o esperado como resultado de un posible azar afortunado. Sabemos además –con

un “saber ” que no es meramente intelectual sino un “saber ” de la conducta en el cual ello se

nos revela como un algo con lo que tenemos que contar11– que “lo que se acerca” adviene

inexorablemente hacia nosotros y es por eso que (como un dato comprobable en todas lasconciencias) sentimos y notamos que nuestra existencia se encuentra en actitud o temple de

estar lista o preparada para hacerle frente. ¿Pero qué es, entonces, lo que así nos hace

frente y suscita nuestra expectativa? 

Ello es –he aquí una de las tesis fundamentales de este ensayo para lo cual se ofrece

como único testigo la “voz” de la conciencia histórica– la presencia adviniente de un Nuevo

Mundo y cabe  él (como su habitante y morador) la presencia advenidera del hombre

americano.

Mas, si es cierto que podemos poseer un “saber 

”  emocional y prospectivo sobre todo

esto, e incluso testimoniar la realidad en sí de su presencia..., ¿qué nos justifica cuando

11 El “contar con” o el “tener en cuenta” es una modalidad de “saber ” que es característica en algunos templesemocionales, y, entre ellos, en la expectativa.  Así como el saber cognoscitivo se desarrolla en las variantesintelectuales propias del conocer teórico y desemboca en la posesión de ideas hasta  culminar en la ciencia,  el

 “saber” emocional se desarrolla en la forma de una oscura  prenoción que, en forma cierta pero no explícita,funcional al modo de un fondo de creencia o habitualidad que se expresa como “voz” de la conciencia. Cfr. la conferencia ya citada “Examen de nuestra conciencia cultural ”.

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hablamos del Nuevo Mundo y del hombre americano como de “algo”  que se acerca? ¿Quién

es ese hombre americano del que hablamos tan confiadamente, admitiendo incluso que no

ha llegado aún? ¿Por qué creemos y contamos con que el Nuevo Mundo y su habitante se

acercan inexorablemente, si ya, incluso, vivimos sobre ese “nuevo” mundo y nosotros

mismos somos hombres que en él moramos y habitamos?¿Acaso no está diciendo ello –por sobre cualquiera otra determinación– que

subrepticiamente se ha deslizado una creencia con la que contamos (fruto por lo demás de

un determinado temple) y la cual nos hace aparecer el algo que se acerca como aún no

siendo todavía? ¿O es, al contrario, que aquello que se acerca es ya, y en nuestro más

íntimo ser radica ese temple que lo hace aparecer como un no-ser-siempre-todavía? 

La insistencia de esta pregunta –después de todo cuanto llevamos dicho– significa

algo más que una simple reiteración formal. ¿Pues no acusa y patentiza ella la presencia de

un círculo vicioso? ¿O será que el círculo vicioso se impone en este caso?

En efecto, se impone un círculo vicioso y en él –aunque suene un tanto a paradoja–

se exhibe o se revela un rasgo de nuestro propio ser definido como expectativa.  Pues si

hemos descrito nuestro más íntimo ser en cuanto expectativa,  al ser así tenemos que

expectar  al mundo (y  cabe él a nosotros mismos, en cuanto somos sus moradores o

habitantes) como no siendo todavía, valga decir, como algo que se acerca –esencialmente

advenidero o por llegar– y por eso como aún no actual .  La expectativa como temple

fundamental de nuestro ser –al hacer que éste consista en un radical  pre-ser - presente que

se halla  pre-afectado por lo  por -venir –  obliga a que extasiemos nuestro mundo en torno

como un algo advenidero –como mundo por venir o por llegar– y, en cuanto tal, como nuevo

mundo. Mas lo propio acontece en relación a lo que podemos llamar nuestra existencia. El

americano siente que el hombre que hay en él (y que mora cabe un mundo en torno

esencialmente advenidero) antes de ser algo ya hecho o acabado, y de lo cual pudiera dar

testimonio como acerca de la existencia de una obra o de una cosa concluida, es algo que

 “se acerca”, que está llegando a ser, que aún no es, pero que inexorablemente llegará a ser.

Bajo esta forma, la propia comprensión de su existencia... le revela a ésta como un “ no-ser-

siempre-todavía”: síntoma inequívoco del ser esencialmente expectativa. 

Pero dicho lo anterior deben aclararse necesariamente algunas perspectivas que

precisen mejor estas cuestiones. Pues justo es decir que, si bien muchos llegan a descubrir

semejante dato –y, en consecuencia, a objetivar la comprensión del ser histórico del hombre

americano como un “no ser todavía”–, sin embargo, muy pocos son los que logran elevar su

reflexión hasta esclarecer lo que en el fondo de semejante dato se descubre, dejando todo

sumido en la más perniciosa oscuridad. Pues incluso la fórmula empleada para consignar el

dato –la expresión de un vago y vacilante “no ser todavía”  que designa la comprensión del

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ser– constituye inevitablemente una falsa perspectiva si, como se acostumbra, se la

interpreta vulgarmente como un estadio apenas transitorio de un devenir histórico y, en

consecuencia, se cree ver en el ser histórico del hombre americano algo que aún no es y que

con el correr del tiempo llegará a ser. Frente a semejante interpretación hay necesidad de

aclarar que, por ningún respecto, el ser histórico del hombre americano y el dato que revelasu comprensión existenciaria, pueden ser vistos o explicados como si ellos expresaran que

aquel ser es o constituye un mero episodio temporal inacabado y por completarse. Al

contrario, lo que están testimoniando y revelando es la esencial y permanente estructura de

un ser en perfecta plenitud y ya existente. No es –como decimos– que aún o todavía no

seamos y que, con el correr del tiempo o por algún azar histórico, llegaremos a ser, sino

que, esencialmente, somos y seremos un “no-ser -siempre-todavía”. Tal como se ha dicho,

no hay que confundir el rasgo de privación que expresa el “todavía”   con una simple nota

negativa, sino, al contrario, si esa fórmula es correcta, ella está expresando un rasgo

positivo acerca de nuestro ser histórico. Reside éste, justamente, en ser siempre de ese

modo.

Lo mismo sucede si –partiendo de nuevo de la misma fórmula: “no ser todavía”– se 

creyera que nuestro ser consiste en un simple y mostrenco “no ser ”   (lo  cual obligaría a

interpretarlo bajo la estructura ontológica del “accidente” y a enfrentarlo así con la

 “substancia”, sinónima de “ser en plenitud”) ya que en ello hay un error de apreciación.

Nuestro ser , antes que un no ser , es plenamente ser , y por  ser tal ( pero extasiado en el 

 Advenir por obra de una fundamental expectativa) constituye un siempre reiterado no-ser -

siempre-todavía, siendo, sin embargo, ya, en absoluta plenitud.

Mas, al propio tiempo, se impone aclarar otra cuestión. Y es la de que, por ser el

temple primordial del hombre americano una radical expectativa, ese hombre no anticipa lo

que adviene esperando de ello algo “mejor” (o, al contrario, algo “peor”) en relación a su

Presente. Si el hombre expecta el Porvenir, la expectación cuenta con ello simplemente

como con algo inexorable que se acerca. Ni para bien, ni para mal, puede el hombre

americano expectar  su  porvenir. Lo expecta,  simplemente, como algo esencialmente

advenidero que él no es capaz de escrutar en su concreto contenido, y frente a cuya

inexorabilidad, la actitud que asume es un “estar preparado”  para hacerle frente. Es, por

tanto, errónea la interpretación del ser del hombre americano que, partiendo del dato de su

radical temple prospectivo, confunde la expectativa con la esperanza. Y es sólo una ilusoria

hipótesis aquella que le adscribe a semejante existencia un destino mesiánico gracias a los

dones que le deparará una hipotética fortuna que el tiempo se encargará de traer en su

correr de días o de siglos.

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Si se interpreta sin falsificaciones el dato de su esencial constitución, al hombre

americano le está rehusado esperar o temer un porvenir feliz o infeliz por obra del azar o la

fuerza moral de su esperanza. Simplemente está en medio de los sucesos. Su existencia se

encuentra preparada para hacerles frente, previniendo su advenir en una radical

expectativa. Es por esto que su porvenir concreto depende solamente de su acción.

V. El Problema de la Acción

Lo que se acaba de expresar constituye el mejor alegato que por adelantado pudiera

presentarse para evitar que, como un resultado de nuestra meditación, se pueda creer que

aconsejamos la inacción como aquel modo de ser o conducirse que debería asumir el

hombre americano en consecuencia de la radical expectativa que lo embarga. Si es ciertoque mediante ella se encuentra imposibilitado para escrutar el contenido de aquello que se

acerca, y, en consecuencia, tiene perfecta y transparente conciencia de que puede ser

engañado y hasta burlado por el curso de los sucesos, no menos cierto es también que,

como ingrediente básico de aquel temple, hemos revelado la actitud concomitante del “estar 

 preparado”  para hacer frente al advenir. Y es justamente de semejante actitud de donde

brota el germen de la acción que estatuye programáticamente toda expectativa. 

Pero indudablemente que el problema se plantea acerca del modo de la acción y sus 

posibles resultados. ¿Pues cómo actuar si hay conciencia de que, siempre e inevitablemente,

acecha el peligro de ser engañado y con esto del fracaso? ¿No debe encaminarse toda acción

al logro de una meta positiva y de beneficios y valores para la existencia? Pero justamente

lo difícil de la situación radica en cómo lograr esto, si ni siquiera sospechamos qué signo o

sentido tendrá para nuestra existencia aquello que emprendamos.

¿Qué significa, entonces, emprender una acción?  ¿Significa, acaso, adelantarse

ciegamente hacia el porvenir, o significa  planear  y  proyectar  un porvenir desde el puro

presente y desde el saber que nos otorgan las actuales circunstancias? En verdad: ni una ni

otra cosa. Actuar –y actuar con sentido y con conciencia– significa planear el futuro desde el

advenir  afincando la conciencia en sus actuales signos. Sin embargo, en ello radica el

máximo problema. Pues, ¿cómo planear o proyectar el porvenir desde lo advenidero si no

sabemos nada acerca de esto último e ignoramos totalmente su sentido? ¿Pero es cierto lo

que se acaba de expresar? En absoluto. Pues el hombre americano sí es capaz de prospectar

y anticipar su propio  por -venir  en los signos de lo  presente-advenidero.  Ello  es posible,

 justamente, porque así se le revela gracias al temple de radical expectativa que lo embarga.

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Pero lo que hay que recalcar es que la forma bajo la cual se le hace presente aquello

advenidero es precisamente la que hemos dicho y bosquejado: un no-saber su contenido.

Sin embargo, ¿no es ello base suficiente para planear la acción?  Su “estar preparado”   le

dicta –como norma– que todo puede acontecer, que existe la más radical posibilidad de

engaño y desengaño... ¿No brinda una base semejante –y aunque suene a paradoja– unsuelo de firme realidad con la que el hombre americano puede y debe contar para

emprender su acción? Así, honestamente, lo creemos. Y también confiamos –sea dicho de

paso– en que, partiendo de esta base, queda trazado y diseñado un programa racional para

la acción del hombre americano. Pues irracional sería actuar transformando las bases de la

expectativa y  contando  simplemente con presentimientos y esperanzas. El hombre

americano debe saber y tomar conciencia de que su acción es un  problema.  “Resolverlo” 

significa partir desde sus propias bases de sustentación. Estas son las que revela su radical

expectativa. 

Nada se ganaría confiando en la esperanza y creyendo que “lo que se acerca”  traerá

(sea cual fuese nuestra acción) un incremento de valores positivos. Es ello lo que acontece y

se trasluce en ese vacío y peligroso temple de falso optimismo en que parecen vivir muchas

conciencias, respaldadas por el brillo engañador de las riquezas del suelo americano. Hay

que repetir –para hacer tomar conocimiento de la verdadera situación– que así como tales

riquezas pueden significar un hecho favorable, pueden también llevar, ocultos en su seno,

los gérmenes de nuestro propio enajenamiento y destrucción. La riqueza del continente

americano, sus grandes fuentes de energía y potencial humano, la situación privilegiada de

su territorio para albergar el desarrollo de la humanidad, bien pueden trocarseimprevistamente en signos negativos. Es un error vivir soñando en América como “reino del

futuro”. El futuro puede hacer que América resulte un botín apetecido para cualquier

imperialismo, y, bajo tal hegemonía, su suelo y su habitante podrían transformarse en

simples materias primas para el funcionamiento de una gran factoría colonial. Su única

función consistiría entonces en servir de fuente de sustento para colmar las necesidades de

otros pueblos. El vivir de vanas esperanzas debe ser completado con este rebato de temor.

Pero ni en esperanza ni en temor debe vivir el latinoamericano de hoy. Debe sólo

ejercitar su expectativa. ¿Pero qué tipo de acción se desprende de semejante temple?

La acción del hombre expectante debe ante todo no dejarse engañar . Para ello sabe,

de antemano, que puede ser burlada por el advenir. Esto quiere decir: debe planear su

futuro desde el convencimiento o la creencia de que puede ser perfectamente estafada en

sus prevenciones. Esta acción debe contar con lo fortuito, y, a la vez, debe tratar de

dominarlo. ¿Cómo lograrlo? Justamente exaltando la conciencia del “estar preparado”  para

todo y frente a todo aquello que se acerca. Lo que se acerca es el Nuevo Mundo y somos 

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también nosotros mismos en cuanto sus moradores. El hombre americano debe saber que

este Nuevo Mundo no es una realidad ya dada, ni que llegará a ser, por sólo azar de la

fortuna, una especie de “tierra prometida” llena de frutos y de bendiciones. Debe saber que

el Nuevo Mundo se acerca, pero que, incluso, en el caso más extremo, puede hasta no llegar

a ser un “Nuevo Mundo”. Quiere decir esto que el hombre americano debería comprenderque se halla expuesto radicalmente a no tener su Nuevo Mundo. Óigase bien: a no tenerlo, 

ya no sólo a perderlo...  pues ni siquiera lo ha ganado definitivamente todavía como un

peculio perdurable y permanente. El Nuevo Mundo resplandece en su existencia y se le ha

descubierto mediante su radical expectativa. Pero la expectativa –si bien se la comprende–

es sólo el Presente de algo advenidero.

Nada más lejano que confundir a esto con un oscuro pesimismo. Así como

desechamos la esperanza –y  el infecundo temple de un optimismo a duermevela–

rechazamos todo pesimismo agorero e infecundo. El hombre americano puede tener  su Nuevo Mundo (como de hecho ya es posible comprobarlo), pero el mantenerlo definitiva y

permanentemente depende íntegramente del sentido de su acción. ¿Pero cómo actuar si no

sabemos incluso lo que debemos hacer? ¿Es esto cierto? ¿No es el “estar preparado”  una

forma ya de acción? 

En efecto, esta es nuestra última consecuencia. La acción del hombre americano debe

ser un “estar preparado”. Lo extraño de este programa es que, hasta ahora, se hace difícil

comprender cómo el “estar preparado”  –que más bien parece un temple de conciencia que

constreñiría a la inmovilidad, o, cuando más, una simple conciencia que precedería a toda

acción– puede ser tomado como modelo de una efectiva acción que garantizaría eo ipso la

posesión permanente de nuestro Nuevo Mundo. 

Sin embargo, hay gran necesidad de insistir en que eso que llamamos un   “estar 

 preparado”, o  “estar listo y dispuesto”, no es una simple pre-acción... ni un mero temple de

conciencia que preceda a una genuina y efectiva acción. El mismo –ya– es un temple activo

y envuelve un esencial dinamismo. El “estar preparado”  es una acción mediante la cual el

hombre, actuando en un presente, previene el porvenir. Lo que define a semejante temple

en su más hondo sentido es que la acción presente (la actividad actual)... se adelanta al

porvenir preparando su llegada. Si el hombre toma conciencia de que aquello que se acerca

puede engañarlo, y, sin embargo, quiere estar preparado para hacerle frente, su acción debe

contar con ello.

¿Pero no dejamos con esto en la mayor desventura al hombre americano? ¿No

estamos diciendo, acaso, que él es un juguete en manos del destino, y que, en el fondo,

debe abandonarse a ello y resignarse a lo que sobrevenga?

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La palabra “resignación” debe ser proscrita del alma americana, si cabe la metáfora.

Pues sin duda acecha el peligro –y no queremos ocultarlo– de que la expectativa, si no se

entiende bien, desemboque en esa fatal resignación que muchos quisieran explicar como un

insuperable rasgo de nuestro ancestro indígena. Pero no hay “resignación” si sabemos ver a

fondo en el “estar preparado”.  Pues éste no quiere decir un aceptar callada yabandonadamente la llegada de los acontecimientos, sino prepararse para hacerles frente

adelantando incluso la prevención para su engaño. Nada más lejano de la “resignación” que

esto. “Resignados” estaríamos si nos confesáramos impotentes para “estar preparados”. 

Pero no es así.

El hombre americano dispone de una natural potencia para hacer frente a los

sucesos. Esta potencia podría incluso elevarse hasta un afán de poderío material, y aun

siendo fiel a una radical expectativa, planear el futuro desde el advenir construyendo obras

para dominar el posible “mal” que encierre aquél. Esto sería indudablemente una juiciosa

reflexión moral. Pero el testimonio de nuestra conciencia nos alerta que ni el mal ni el bien

del advenir nos pertenece, y queremos ser fieles a ella en esta reflexión. Mas de nuevo

preguntamos: ¿quiere decir esto que despojamos al hombre americano de toda posibilidad,

fuerza o potencia, para delinear el porvenir? ¿Es que, acaso, él no dispone de un ideal –el 

suyo propio– con qué planear lo que advendrá? ¿No dispone todo hombre –y toda época– de

una autoimagen, la cual, proyectándose hacia el futuro, sirve para planear los pasos de la

colectividad? ¿Por qué razón el hombre americano no puede ser capaz de proyectar sus

propios ideales y modelar con ellos el diseño de su futuro y de su Nuevo Mundo? Sería muy

fácil –si alentásemos cualquier suerte de compromiso filosófico o político– hacer intervenirun factor imponderable que hiciera variar el curso de estas reflexiones. Pero creemos que,

por sobre todo ello, el que medita debe ser fiel al testimonio que le dicte su personal

conciencia.

Si el hombre americano actuara así –o, dicho en otra forma, si modificase el radical

temple de su expectativa– no fuera el hombre americano. Nuestro “sino y destino” consiste

en ser fieles a esta conciencia y en actuar conforme a sus imperativos. Por lo demás, si ello

se comprende con absoluta transparencia y en lo profundo de sus mandamientos, una

acción encaminada y guiada por la expectativa nos colocaría en situación privilegiada dentro

del concierto de la Historia Universal. Pues sólo asumiendo libre y radicalmente sus

potencialidades... nuestro ser logrará su epifanía y alcanzaremos la originariedad  que se

oculta en las posibilidades histórico-ethológicas del hombre americano.

¿No está diciendo y reiterando el temple con que aguardamos esta originariedad que

vivimos en su expectativa y a ella estamos enlazados? ¿Pero cómo desentrañar lo originario

que en esta expectativa transparece y hacer más profunda la posible acción que ella diseña?

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VI. Programa de una Filosofía “Original”

Debe ser tarea de una filosofía traer hacia la luz –iluminar– la experiencia del Ser.

Este es el camino que hemos querido bosquejar y cuyos resultados, sea cual fuere la suerte

que ellos corran, serán siempre los menos importantes. Pues lo que más importaba señalarera el camino a seguir para encontrarlos. Valga decir, para lograr un acceso hacia la

interpretación de la experiencia del Ser por el hombre americano dentro de su mundo.

Si se recapitulan los pasos que hemos dado podrá verse claramente el itinerario y la

meta perseguida. En efecto, partiendo desde el dato de que, por ser americanos, en nuestro

ser tenemos ya una comprensión de América (de nuestro “ser americanos”) –en la que se

halla implícito el sentido de ser nuevo (original) de nuestro Nuevo Mundo–  enseguida

debimos preguntarnos por las condiciones de posibilidad de semejante comprensión. Así se

descubrió el contexto o estructura de un haz de actos prospectivos –cuyo temple básico está

representado por la expectativa–  como fundamento posibilitador de semejante dato de

extracción preontológica. La expectativa se reveló entonces como la raíz de nuestra

experiencia del Ser y sólo en base de ella se hizo posible comprender nuestra propia

concepción del mundo, e, incluso, el dato de notar a nuestro ser como un esencial no-ser -

siempre-todavía. Ello vino a esclarecer, y en cierto modo a reiterar existenciariamente, el

afán del hombre americano de hallar o encontrar la originariedad de su más íntimo ser. Por

ser esto algo que no se tiene todavía, que se nota o se siente adviniente, eventual, pero

también inexorable (como un “fin”), la existencia tiende hacia ello como hacia su más propia

posibilidad de ser.Pero ello está diciendo que, si como tal se asume o se concibe, esa posibilidad no es

cualquiera, o una entre muchas, sino que es –por ser la más propia y peculiar– la que diseña

a la vez el sentido que le imprime autenticidad o propiedad a la existencia. El americano

sabe –con un “saber ” preontológico, que es como decir, “cree” o “tiene en cuenta” 12– que

sólo siendo originario alcanzará su ser auténtico. Una de las vías esbozadas para acercarse

hacia ese estadio ha quedado diseñada: es la acción13. ¿No hay, acaso, otros caminos para

llegar a ello?

En efecto, sí los hay, y entre los muchos que parten del hontanar de la existencia14

,quizás sea el filosofar  uno de los que poseen más elevada dignidad y jerarquía. Pero la

filosofía por hacer, si quiere ser un camino que conduzca a la originalidad –valga decir, hasta

12  Así se esclarece aún mejor la observación No 11, inserta en el parágrafo IV de este ensayo.13 Pero una acción sujeta a los imperativos de la propia expectativa.14 Recuérdese lo que dijimos en la Introducción de este ensayo acerca de la poesía y los poetas.

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la existencia  auténtica– tiene que ser, a su vez, original . ¿Pero qué quiere decir filosofía 

original ? ¿No entraña esto un contrasentido en su concepto y hasta un dislate histórico?

Efectivamente, absurdo es pensar siquiera que “lo original” de la filosofía americana

pueda consistir en ignorar, olvidar o despreciar el patrimonio filosófico que, como fruto de

un arduo y permanente esfuerzo, es hoy en día un acervo de la Humanidad. América nopuede –y no debe, a menos que asuma una actitud tan necia como absurda– concebir o

creer por un momento que su quehacer filosofante puede desentenderse de las conquistas

universales de la filosofía. Si así lo hiciéramos, antes que “filosofar”, deberíamos dedicarnos

a construir cavernas y volver a los tiempos primitivos. Al contrario, todo intento que persiga

inteligentemente la originalidad  debe contar con el total patrimonio del tesoro filosófico

acumulado por el hombre. Sólo desde él, y en base de los resultados esclarecidos por un

saber riguroso y objetivo, puede comenzar la tarea de proyectar una filosofía original .

Pues la originalidad no consiste en los métodos –ni incluso en la textura formal de los

conceptos– sino en aquello que se ilumina originariamente (valga decir, en su origen u

originariedad ), aun cuando se empleen para ello métodos, nociones y conceptos ya sabidos

y perfectamente conocidos. Aún más: mientras más conocidos y de más reconocida vigencia

sean los conceptos y métodos que se utilicen en labores semejantes, ello puede incluso

ayudar a que lo iluminado originariamente alcance mayor seguridad y rigor mediante las

intelecciones conquistadas. Una vez aseguradas éstas puede ocurrir que, desde ellas, se

note la necesidad de instaurar nuevos métodos para avanzar y ahondar originalmente en la

posterior conquista de la originariedad ; o que, como históricamente ha sucedido, las

intelecciones  originarias obliguen a una reforma total en la textura de los conceptos ysignificaciones categoriales hasta entonces aceptados como válidos y comprensibles. Ocurre

así que lo originario impone entonces una filosofía radicalmente original y una revolución en

la ontología dominante.

¿Pero qué es y dónde está lo originario que ha de proponerse iluminar y esclarecer la

filosofía americana? ¿Cómo lograr un verdadero acceso para hallarlo?

Las vías de acceso –“método” en griego quiere decir “camino”– son, como hemos

dicho, múltiples y secundarias, y una reflexión tiene que ser consciente de que ellas, muchas

veces, dependen de la circunstancia y altura de los tiempos y del propio objeto que se desea

investigar. De todas formas, sin que por ello caigamos en un extremo dogmático o en una

posición de escuela, creemos que el método de la hermenéutica existencial –de clara

inspiración fenomenológica15– posee señaladas ventajas para iniciar esa tarea, puesto que

15 En rigor éste sería el preconizado por Martin Heidegger, cuyas resonancias son del todo fácil notar en esteensayo.

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tiene la virtud de colocar a la investigación, sin más rodeos, delante del problema clave que

hay necesidad de analizar.

Esto que llamamos “problema clave” es el recinto donde se halla guardada y

encubierta la  originariedad . Descubrirla e iluminarla es justo la tarea de realizar para

alcanzar los contornos elementales de un verdadero programa filosófico.La originariedad  del hombre americano se halla encubierta –y allí tendremos que

buscarla y descubrirla– en su peculiar manera de experimentar el Ser. Ella se revela y se

expresa, por modo eminente, en su manera de vivir la historia, forjar sus obras y encararse

con la tarea de pensar. Tras de todo ello resplandece que la experiencia del Ser que tiene el

hombre americano acusa marcadas diferencias con las tradicionales experiencias del Ser que

han tenido los hombres de otros tiempos y culturas. ¿Quiere decir ello que entre aquéllas y

ésta se abre un abismo de separación insuperable? ¿Significa la originariedad una  ruptura

radical con la historia del Occidente y de la Humanidad? Esto sería una necedad tan sólo

presumirlo. La experiencia del Ser del hombre americano se encuentra emparentada con la

historia de la experiencia del Ser realizada por la Humanidad en total y, sin embargo, en ella

se acusan rasgos de una original originariedad . La originariedad consiste en la diversa forma

de comprender el Ser  y,  por tanto, de objetivar su sentido y hasta  sus significaciones

categoriales. 

La experiencia del Ser se realiza siempre desde determinada  perspectiva

(Vorblickbahn). Semejante instancia es la que funciona como fundamento originario de

aquella comprensión.  Por ello a la  perspectiva desde la cual se comprende el Ser en la

experiencia ontológica podemos llamarla el origen. Este origen –como el de toda experiencia

ontológica– radica en el hombre mismo (y de allí la semejanza de toda y cualquiera

experiencia  del   Ser ,  sea griega, medioeval o moderna), pero, justamente por estar el

hombre sometido a una esencial contingencia frente al Ser, aquel origen puede asumir

modalidades y texturas diferentes a lo largo de la historia provocando una diversa

comprensión del Ser y determinando eo ipso la variación de su sentido y el concomitante

cambio en sus determinaciones y significados categoriales. 

¿Cuál es ese origen de la experiencia americana del Ser? En descubrirlo y esclarecerlo

podría radicar el verdadero programa de una filosofía original . Sin duda alguna que para ello

habría de tenerse en cuenta el factum de que el hombre americano se ha encontrado a sí mismo existiendo cabe un Nuevo Mundo y que ello ha jugado un preponderante papel en la

aparición de su peculiar conciencia histórica. Pero abordar así la tarea sería reducir todo este

intento a una mera labor historiográfica. Semejante proyecto –sólo de corte historiográfico

y, por ende, reflejo y hasta secundario– debería ir acompañado de una investigación más

honda y radical. Tal sería una verdadera historiología de nuestro ser histórico. Remontarse al

origen de la experiencia del Ser, que a su vez determina nuestra originaria configuración

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histórica, quiere decir autodescubrir e iluminar nuestro más entrañable origen. En semejante

labor podría radicar y desplegarse –como hemos dicho– el verdadero programa de una

filosofía original , pues al ser patentizada en su originariedad  la experiencia ontológica del

hombre americano, se abrirán nuevos campos para la determinación original del sentido del

Ser y no sería extraño que pudieran descubrirse algunas determinaciones categoriales aúnno acuñadas dentro del extenso repertorio ontológico que ha ido desplegando la Humanidad

a lo largo del tiempo y a través de las diversas maneras de comprender el Ser. En forma

alguna significaría ello una ruptura de nuestra experiencia ontológica con el desarrollo de la

filosofía, o el absurdo intento de sembrar un hiato histórico entre nosotros y el resto de la

Humanidad. En la historia (y más en la filosofía en cuanto historia del Ser ) no hay saltos ni

emergencias repentinas. Señalar la existencia de una experiencia ontológica originaria

significa tan sólo esclarecer la presencia del hombre americano en la Historia Universal a

través de su intransferible y peculiar encuentro con el Ser.

Por eso la tarea que hemos llevado a cabo nos parece que no se halla despojada deimportancia. Si se comprende a fondo, fácil es adivinar qué papel tan capital juega en todo

ello el temple de la expectativa como fundamento posibilitador-existenciario para el

esclarecimiento de la experiencia del Ser realizada por el hombre americano. Sin embargo,

frente a esto cabe hacerse una última pregunta, que no queremos dejar de formular a pesar

de que no estemos aún preparados para contestarla: ¿por qué se hizo tan radical y decisivo

semejante temple de expectativa en el hombre americano?16 ¿Cómo surgió del hontanar de

su existencia, y se hizo consustancial él, ese notarse como un no-ser -siempre-todavía?

16 Aun cuando sea prematuro señalarlo, debemos bosquejar un crucial problema que se encuentra implícito enel fondo de este ensayo en referencia a la expectativa,  y, en especial, a su función como ingrediente de laexistencia humana. En efecto: ¿es la expectativa –y, por ende, su rango y su función– un ingrediente ontológico omeramente óntico en relación a la existencia del hombre americano?

Sin entrar a fondo en el esclarecimiento de un problema tan delicado y espinoso, digamos lo siguiente: elhombre americano –como todo hombre– posee como rasgo radical de su existencia, y, por ende, como ingredienteontológico propiamente tal, una constitución extática. Por eso su existencia es fundamentalmente  prospectiva. Lapresencia de temples o actos prospectivos es por eso el factum ontológico por antonomasia.

Considerada así esta cuestión, y desde el momento en que la expectativa propiamente tal es sólo unaposibilidad, entre muchas, de la concretización regional (óntica) de aquel temple prospectivo (ontológico), ellapudiera ser considerada como un rasgo óntico. Su acentuación o surgimiento como temple fundamental de laexistencia –frente al cual son modalidades adjetivas la esperanza, el presentimiento, la sospecha o la curiosidad –pudiera ser entonces comprendido a partir del concepto de una situación como determinante fáctico de suadvenimiento.

Esta explicación, sin embargo (por razones que no son del caso aquí anotar), no nos deja del todo

satisfechos, aunque comprendemos que sería la más adecuada para solucionar sin tropiezos ni vacilaciones elproblema. Pues, a pesar de ser perfectamente óntica, ¿no tiene acaso la expectativa una función ontológica radicalal funcionar como condición de posibilidad descubridora del propio Ser, de su comprensión y su sentido? ¿Será,pues, un ingrediente óntico-ontológico? Preferimos confesar nuestra vacilación a este respecto y dejar el problemaapuntado pero no resuelto. De ello se origina (como podrá comprobarse en el curso de este ensayo) ciertaconcomitante vacilación en el uso de los términos. Si acaso nos hubiéramos atenido estrictamente a la terminologíaheideggeriana, ello motivaría (así lo comprendemos) cierta confusión, ya que hubiéramos debido usar el término

 “existenciario” (existenzial) en su peculiar sentido ontológico, reservando el de “existencial ” (existenziell) paradesignar lo óntico. Mas, al contrario, no habiendo resuelto la cuestión de fondo por razones de principio –queincluso nos obligarían a discrepar del propio Heidegger–, mal podríamos usar escolarmente semejantes términos.Sólo allí donde ha sido de nuestro interés destacar ciertos problemas, hemos acentuado la significación técnica deellos. El lector atento podrá notarlo fácilmente.

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América es un crisol de razas y culturas. En todas ellas, sin duda, ese elemento de la

expectativa existe como un ingrediente que afecta y modela la existencia. ¿Mas qué milagro

o prodigioso azar hizo de ella el temple radical que distingue hoy al hombre americano? ¿Fue

verdaderamente una cuestión del puro azar –fáctico y nudo–, o existe un fundamento oculto

–y comprensible como tal– que permita esclarecer y dar sentido al porqué de semejanteadvenimiento?

Ello está expresando y reiterando que todo parece desembocar y resolverse en una

filosofía de la historia. Núcleo importante para iniciar su desarrollo –por constituir su base o

fundamento previo– debe ser el esclarecimiento óntico-ontológico del hombre y del mundo

americanos.

Tal vez las ideas que hemos expuesto en rápido bosquejo puedan servir de incitación

para el demorado y riguroso estudio que semejante tarea nos reclama si comprendemos lo

que significa existir originariamente.