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EL PROBLEMA DE LA EKPHRASIS: IMÁGENES Y PALABRAS, ESPACIO Y TIEMPO Y LA OBRA LITERARIA * . Murray Krieger, Universidad de California, Irvine. Podría sugerir como título alternativo y más sinceropara este artículo «El regocijo y la exasperaciónde la ekphrasis como asunto». Durante más de veinticinco años desde mi artículo original sobre el tema, la ekphrasis me ha parecido una noción esquiva, infinitamente evasiva a nivel teórico. Aquel ensayo llevaba por título «La ekphrasis y el movimiento detenido de la poesía, o el Laocoonte revisitado» 1 , y a pesar de su éxito y posterior influencia estaba convencido de que tan sólo había empezado a desentrañar esta cuestión tan difícil para mí. La problemática que es la ekphrasis se produce en torno a la capacidad de las palabras de crear imágenes en los poemas, sólo que al mismo tiempo hemos de reconocer que esta capacidad se ve puesta en duda por el hecho obvio de que las palabras son muchas otras cosas, pero no son y es una suerteimágenes [pictures] 2 y de ninguna manera literal [139] tienen «capacidad». ¿Cómo pueden las palabras tratar de hacer el papel del «signo natural», es decir, un signo que puede ser considerado el sustituto visual de su referente, cuando las palabras son obviamente sólo signos arbitrarios, aunque sean convencionalmente arbitrarios y a menudo sistemáticamente arbitrarios? Todas las complejidades de la ekphrasis, sus preguntas sin respuesta, se desprenden de la necesidad de corroborar las dos mitades opuestas de este enigma. ¿Qué es lo que las palabras pueden representar y representan en la poesía aparentemente pictórica? Y a la inversa, ¿cómo pueden las palabras en un poema ser «pintables» [picturable] («malbar»)? ¿O acaso, por el contrario, las palabras consiguen de alguna manera representar lo irrepresentable, o al menos, lo «no pintable» [unpicturable], incluso al ser «pintorescas» [picturesque] («malerisch»), si se me permite introducir una oposición que tomo prestada de Lessing? Podría plantear esta misma cuestión de manera distinta preguntando cómo podemos reconciliar los muchos significados confusos que se le atribuyen a la engañosa palabra «imagen» tal y como aparece persistentemente a lo largo de toda la historia de la crítica, desde Platón a Jacopo Mazzoni en el Renacimiento hasta los modernos (Ezra Pound y los poetas «imagistas»). «Imagen» es un término que al ser aplicado a la vez literal y metafóricamente a las imágenes [pictures] mentales y a las palabras trae consigo y esconde las confusiones teóricas que enmascara. ¿Cómo puede el teórico, cómo han podido los teóricos, dar sentido a este conjunto de paradojas? * Título original: «The Problem of Ekphrasis: Image and Words, Space and Time and the Literary Work». Ésta es una versión abreviada y revisada por el autor del Capítulo 1 del libro Ekphrasis: The Illusion of the Natural Sign, Baltimore, John Hopkins University Press, 1992, págs. 1-28. Traducción de Ana Romero. Texto traducido y reproducido con autorización del autor y John Hopkins University Press. 1 Fue originalmente publicado en The Poet as a Critic, ed. Frederick P. W. McDowell, Evanston, Ill., Northwestern University Press, 1967, págs. 3-26. Cuando lo reedité en mi libro The Play and Place of Criticism, Baltimore, Md., The John Hopkins Press, 1967, reemplacé ekphrasis por «el principio ecfrástico» para indicar que me interesaba una aplicación más amplia. No estoy seguro todavía de cuál de los dos títulos prefiero una más de las cuestiones planteadas por mi insistencia en el tema, o más bien por su insistencia en mí. 2 A lo largo de este artículo en su versión inglesa original, se alterna entre el uso de la palabra image y el de picture en el sentido genérico de representaciones visuales. Para indicar estas alternativas he conservado entre corchetes el término relativo a la pintura picture, toda vez que su traducción al español por «imagen» oscurecía este sentido más específico [Nota de la T.].

El Problema de La Ekphrasis (Krieger)

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EL PROBLEMA DE LA EKPHRASIS: IMÁGENES Y PALABRAS, ESPACIO Y TIEMPO −Y LA OBRA LITERARIA*. Murray Krieger, Universidad de California, Irvine. Podría sugerir como título alternativo −y más sincero− para este artículo «El regocijo −y la exasperación− de la ekphrasis como asunto». Durante más de veinticinco años desde mi artículo original sobre el tema, la ekphrasis me ha parecido una noción esquiva, infinitamente evasiva a nivel teórico. Aquel ensayo llevaba por título «La ekphrasis y el movimiento detenido de la poesía, o el Laocoonte revisitado»1, y a pesar de su éxito y posterior influencia estaba convencido de que tan sólo había empezado a desentrañar esta cuestión tan difícil para mí. La problemática que es la ekphrasis se produce en torno a la capacidad de las palabras de crear imágenes en los poemas, sólo que al mismo tiempo hemos de reconocer que esta capacidad se ve puesta en duda por el hecho obvio de que las palabras son muchas otras cosas, pero no son −y es una suerte− imágenes [pictures]2 y de ninguna manera literal [139] tienen «capacidad». ¿Cómo pueden las palabras tratar de hacer el papel del «signo natural», es decir, un signo que puede ser considerado el sustituto visual de su referente, cuando las palabras son obviamente sólo signos arbitrarios, aunque sean convencionalmente arbitrarios y a menudo sistemáticamente arbitrarios? Todas las complejidades de la ekphrasis, sus preguntas sin respuesta, se desprenden de la necesidad de corroborar las dos mitades opuestas de este enigma. ¿Qué es lo que las palabras pueden representar y representan en la poesía aparentemente pictórica? Y a la inversa, ¿cómo pueden las palabras en un poema ser «pintables» [picturable] («malbar»)? ¿O acaso, por el contrario, las palabras consiguen de alguna manera representar lo irrepresentable, o al menos, lo «no pintable» [unpicturable], incluso al ser «pintorescas» [picturesque] («malerisch»), si se me permite introducir una oposición que tomo prestada de Lessing? Podría plantear esta misma cuestión de manera distinta preguntando cómo podemos reconciliar los muchos significados confusos que se le atribuyen a la engañosa palabra «imagen» tal y como aparece persistentemente a lo largo de toda la historia de la crítica, desde Platón a Jacopo Mazzoni en el Renacimiento hasta los modernos (Ezra Pound y los poetas «imagistas»). «Imagen» es un término que al ser aplicado a la vez literal y metafóricamente a las imágenes [pictures] mentales y a las palabras trae consigo y esconde las confusiones teóricas que enmascara. ¿Cómo puede el teórico, cómo han podido los teóricos, dar sentido a este conjunto de paradojas? * Título original: «The Problem of Ekphrasis: Image and Words, Space and Time −and the Literary Work». Ésta es una versión abreviada y revisada por el autor del Capítulo 1 del libro Ekphrasis: The Illusion of the Natural Sign, Baltimore, John Hopkins University Press, 1992, págs. 1-28. Traducción de Ana Romero. Texto traducido y reproducido con autorización del autor y John Hopkins University Press. 1 Fue originalmente publicado en The Poet as a Critic, ed. Frederick P. W. McDowell, Evanston, Ill., Northwestern University Press, 1967, págs. 3-26. Cuando lo reedité en mi libro The Play and Place of Criticism, Baltimore, Md., The John Hopkins Press, 1967, reemplacé ekphrasis por «el principio ecfrástico» para indicar que me interesaba una aplicación más amplia. No estoy seguro todavía de cuál de los dos títulos prefiero −una más de las cuestiones planteadas por mi insistencia en el tema, o más bien por su insistencia en mí. 2 A lo largo de este artículo en su versión inglesa original, se alterna entre el uso de la palabra image y el de picture en el sentido genérico de representaciones visuales. Para indicar estas alternativas he conservado entre corchetes el término relativo a la pintura picture, toda vez que su traducción al español por «imagen» oscurecía este sentido más específico [Nota de la T.].

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Una pregunta como ésta llega hasta el corazón del lenguaje −que es decir al hábito de la metáfora− que a lo largo de su historia ha dado forma y gobernado toda nuestra crítica literaria. Reconocemos inmediatamente el origen espacial de la mayoría de nuestros términos de crítica formalista, incluso en la palabra forma, pero existe también una tradición crítica opuesta que lucha contra tales imposiciones [140] espaciales porque la poesía es un arte temporal. Así que encontraremos en la historia de la crítica aquellos momentos en que es moldeada por lo pictórico en el lenguaje y otros momentos en que es moldeada por lo puramente verbal como no-pictórico, o momentos en los que la crítica se dedica a las palabras que capturan lo inmóvil y momentos en que la crítica se dedica a las palabras que señalan el movimiento, o incluso momentos dedicados a la más difícil visión de las palabras que tratan de capturar un movimiento detenido. Así que mi pregunta llega hasta el corazón de la práctica variada de la crítica. Permítaseme decir lo que entiendo por ekphrasis, o más bien cuáles son los límites que atribuyo a lo que yo llamo el «principio ecfrástico». En primer lugar, de forma más restringida y estricta, utilizo ekphrasis, como ha sido utilizada por algún tiempo, para referirme al intento de imitar con palabras un objeto de las artes plásticas, principalmente la pintura o la escultura3. Este significado estricto claramente presupone la dependencia de un arte, la poesía, de otro, la pintura o escultura. Es por tanto la forma más extrema de preguntar acerca de la capacidad de las palabras de crear imágenes [picture-making] en los poemas. En segundo lugar puedo ampliar mi uso de la ekphrasis si se ve, como muchos han hecho a lo largo de su historia, como cualquier equivalente buscado en palabras de una imagen visual cualquiera, de hecho el uso del lenguaje para que funcione como sustituto del signo natural, es decir, representar lo que podría parecer cae más allá de los poderes representacionales de las palabras como meros signos arbitrarios. En tercer lugar, si amplío lo que llamo el principio ecfrástico hasta su sentido más general, puedo verlo en funcionamiento [141] en cualquier intento de construcción de una obra literaria que trata de hacer de ella, como constructo, un objeto total, el equivalente verbal de un objeto de las artes plásticas. Lo que está en juego en todos estos sentidos bastante distintos de la ekphrasis es el estatuto semiótico del espacio y de lo visual en el vano intento representacional de las palabras de capturarlos dentro de su secuencia temporal. La ambición ecfrástica le otorga al arte del lenguaje la extraordinaria tarea de tratar de representar lo literalmente irrepresentable. Pero todo intento por parte de la secuencia verbal de detenerse en una figura [shape] −o podemos utilizar palabras como «forma», «configuración» o cualquier otra metáfora tomada de las artes espaciales− se verá inevitablemente acompañado por una tendencia a librarse en lo temporal del coto limitado de la imagen sensible y detenida. Por tanto, la ekphrasis presenta indudablemente un acertijo teórico escurridizo y burlón. ¿Cómo podemos a la vista de tal indecisión, de tal irresolución, encontrar un lenguaje crítico que le ponga los pies en el suelo a la ekphrasis? Creo que las dificultades surgen de la irresoluble tensión −del mutuo bloqueo− que está en la base de la aspiración ecfrástica.

3 Se me permitirá advertir que utilizaré la frase «artes plásticas» como tradicionalmente ha sido utilizada en estética para designar aquellas artes en las que el artista da forma, o modela, o moldea un material en un objeto físico perceptible, principalmente pintura o escultura. Las connotaciones más recientes asociadas a lo «plástico» en nuestra cultura, la mayor parte de ellas peyorativas, podrían muy bien impedir que la designación neutral «artes plásticas» continúe siendo usada por mucho tiempo, pero su uso genérico convencional en la estética la convierte en una abreviación útil que no estoy dispuesto a dejar de utilizar.

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La aspiración ecfrástica en el poeta y en el lector tiene que conciliar dos impulsos opuestos, dos sentimientos opuestos frente al lenguaje: nos regocijamos en la noción de la ekphrasis y a la vez nos exaspera. La ekphrasis nace de lo primero, del alborozo que ansía la fijación espacial; mientras que lo segundo, la exasperación de la ekphrasis, añora la libertad del flujo temporal. Lo primero es pedirle al lenguaje que, a pesar de su carácter arbitrario y de su temporalidad, se detenga en una forma espacial. Pero el lenguaje retiene una consciencia de la incapacidad de las palabras de reunirse en un instante (tout à coup) mediante un brochazo de inmediatez sensual como en un impacto no mediado. Su incapacidad es precisamente lo que debe ser destacado, porque las palabras son mediaciones: las palabras no pueden tener capacidad, no pueden ser capaces, porque carecen, literalmente, de espacio. Así que el alborozo deriva del [142] sueño −y de la búsqueda− de un lenguaje que pueda, a pesar de sus límites, recuperar la inmediatez de una visión ciega inserta en nuestro hábito de deseo perceptual desde Platón. Esta es la aventura romántica de realizar el sueño nostálgico de un lenguaje de la presencia corporal original, anterior a la caída, aunque nuestro único medio de alcanzarlo sea el lenguaje caído que nos rodea. Y es la función del poeta ecfrástico elaborar la transformación mágica. El segundo de estos impulsos, aquel que se ve exasperado por cualquier ambición ecfrástica, por el contrario acepta un lenguaje modesto, desmitificado y poco pretencioso, sin magia, un lenguaje cuya arbitrariedad y sucesión temporal felizmente escapen a la detenida visión momentánea que, buscando lo trascendente, falsearía lo pasajero del momento en su confusión anti-pictórica. Ante este impulso la noción de la ekphrasis, como amenaza a la promesa temporal del lenguaje y a las aspiraciones conformadoras del crítico, solamente puede ser exasperante. En el conflicto entre estos dos impulsos, entre la atracción por la ekphrasis y la aversión a ella, lo que estaríamos sintiendo es, por un lado, lo que yo llamo el deseo semiótico del signo natural (un signo que se parece a su referente, de hecho, un sustituto visual de su referente), un deseo que se siente incluso ante las palabras. Por otro lado, existe el rechazo a cualquier exigencia de lo «natural» por miedo a que esto privara al lenguaje, y a nuestra propia existencia, de su libertad de movimiento interno, de que privara a la libertad de nuestra imaginación de fluir por medio de signos arbitrarios. En la medida que la imaginación occidental se ha apoderado y ha hecho uso del principio ecfrástico, me parece que ha tratado de mezclar los dos impulsos a través de esta misma duplicidad del lenguaje como medio de las artes verbales, esto es, ha tratado de reunir en la figura verbal la simultaneidad de la inmovilidad y el flujo. El sueño estético de nuestra cultura ha sido por mucho tiempo el de un milagro que permite reunir los dos impulsos opuestos en la paradójica inmediatez de la ekphrasis (incluso si su base ilusoria sugiere que el pretendido milagro no es más que un espejismo). Quizás esta aspiración al milagro sea solamente [143] una manera de concretar la idea de Coleridge de que en la poesía la imaginación sirve como «equilibrio o reconciliación entre cualidades opuestas o discordantes», o la búsqueda de Wolfgang Iser en lo estético de la «simultaneidad de lo mutuamente excluyente». En efecto, en su intento de fundir el espacio y el tiempo, y de fundir lo visual y lo verbal, la ilusión ecfrástica −milagro o espejismo− puede ayudar a cubrir la ruptura entre lo que llamamos moderno y lo postmoderno. Al hablar de la ekphrasis he destacado su origen en el deseo semiótico del signo natural. Es el deseo que prefiere la inmediatez de la imagen [picture] a la mediación del código, así como el deseo −quizás más básico− que solicita un referente tangible, «real», que haga al signo transparente. Así la ekphrasis, como realización última de estos deseos, se apoya en el pictorialismo (la creencia que el signo natural está en la

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base de todas las artes) y fue una figura especialmente atractiva cuando el pictorialismo estaba en su plenitud. Pero esta tendencia tampoco es del todo resistida cuando el anti-pictorialismo se torna dominante, aunque su carácter como ekphrasis se ve entonces radicalmente modificado. A lo largo de la historia de la tentación ecfrástica, podemos notar el deseo de superar la desventaja de las palabras y el arte verbal como meros signos arbitrarios cuando los obligamos a imitar los signos naturales y el arte del signo natural en los cuales no se pueden convertir. Como lectores hemos de hacer uso en nuestra mente del libre juego del carácter inteligible de las palabras si hemos de permitirnos caer en la ilusión de que éstas crean un objeto sensible (aunque, claro está, éste sea un objeto inteligible y por tanto sólo figuradamente sensible). En el centro de una poética de la ekphrasis está la oposición, ahora generalmente percibida como ya no defendible, entre los signos naturales y los arbitrarios, una oposición que se superpone de manera crucial con la oposición correlativa entre signos sensibles e inteligibles, signos que apelan de forma inmediata a los sentidos y signos que pueden ser solamente entendidos por mediación de la mente. De manera que en la poética de la ekphrasis observamos una ambivalencia entre, por un lado, la concesión defensiva de que el [144] lenguaje es, en tanto que arbitrario y con una carencia sensual, un medio desaventajado que necesita emular al medio sensible y natural, y por el otro, la confianza orgullosa en el lenguaje como un medio privilegiado en su propia inteligibilidad, que abre el mundo sensible a una imaginación sin trabas, libre de las limitaciones de lo sensible tal y como se revelan en el campo de lo visual. El acceso superior de los signos naturales al mundo sensible recibido por nuestros ojos puede ser contrarrestado por el acceso superior del lenguaje, en signos arbitrarios, al mundo inteligible recibido por nuestra visión interior, el ojo de la mente. Tal es el conjunto de oposiciones, y los intentos del lenguaje de saltárselas, que me parecen ayudan a definir la ekphrasis, o al menos lo ecfrástico, tal y como ha funcionado en la estética occidental desde Platón. Detrás de estas cuestiones se esconde una pregunta central: ¿qué teoría de la representación, qué semiótica es necesaria para sostener que la imitación es la misma operación en el arte visual que en el arte verbal? Desde que Platón en el Cratilo estableciera lo que de hecho es la primera distinción entre signos naturales y arbitrarios, pero hecha fundamentalmente bajo las restricciones de una estética −de hecho, una metafísica− apoyada en una doctrina de la mímesis, las artes del lenguaje han sostenido una larga batalla por librarse, a causa de su medio visualmente desaventajado, de la secundariedad que se les asignó en su forma no natural de representación. Creo que la historia de este esfuerzo, que culminó primero en rescatar al lenguaje del yugo de los signos visuales que sólo en vano podía tratar de emular y luego llevó a privilegiar al lenguaje como supremo entre todos los medios representacionales, es importante para nuestra comprensión de cómo el principio ecfrástico ha funcionado y puede funcionar en la poética de Occidente. Pero antes de rastrear esta historia hemos de entender el peso de la estética del signo natural bajo la cual las artes del lenguaje tuvieron que operar durante tanto tiempo. Es una estética en la que, bajo el compromiso con lo que se ha venido a llamar una «epistemología visual» (el papel del ojo como fuente exclusiva de toda percepción), la representación no puede ser nada más que una imitación literal [145] y así no plantea problemas4. Bajo la égida de esta estética y con el ojo como sentido privilegiado como

4 Mi uso de la frase «epistemología visual» deriva de Forrest G. Robinson, The Shape of Things Known: Sidney’s Apology in its Philosophical Tradition, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1972, especialmente págs. 1-59.

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lo era en Platón, el arte modelo es por supuesto el pictórico, al cual el arte verbal deberá adaptar su programa. Y la poética, en correspondencia, se construye en base al lenguaje visual del arte pictórico, aunque aplicado a las artes verbales ese lenguaje no pueda ser más que burda y acríticamente metáforico en su intento de forzar a las artes del lenguaje a adoptar características ajenas, esto es, espaciales y visuales5. A pesar de las intenciones antiestéticas y puritanas de Platón, su compromiso básico y firme con el carácter aproblemáticamente mimético de los signos confirió un privilegio a las artes del signo natural, como si pudieran representar sus objetos de imitación, al ser objetos de nuestra limitada percepción, sin disparidades resultantes del proceso de creación. En el marco de tales planteamientos teóricos, según dejarán claro los seguidores de Platón durante siglos, las palabras trataron de hacer por su parte lo mejor posible miméticamente hablando, pero no podían evitar su inferioridad como instrumento fiel de representación. No es sorprendente que este tipo de semiótica produzca el dispositivo retórico de la llamada enargeia como la mayor virtud que las artes del lenguaje pueden alcanzar. Crear enargeia, esto es, usar las palabras para dar una descripción tan vívida que ponga −¿podemos decir literalmente?− el objeto representado ante el ojo interno del lector (del oyente), esto es lo máximo que puede esperar el artista verbal: algo casi tan bueno como una imagen [picture], que por su parte es casi tan buena como la cosa misma. [146] Aquí, en la enargeia, observaremos el principio ecfrástico efectivamente como principio de la poesía. Está completamente en consonancia con el argumento convencionalmente atribuido a Simónides que se refería a la poesía como una «pintura que habla», o mucho más tarde con la desafortunada aunque generalmente aceptada distorsión de Horacio en el ut pictura poesis. El arte estaría dando servicio a un dispositivo mnemónico destinado a reproducir una realidad ausente; y la poesía, al estar privada de sensualidad, sería un arte que estaría todavía un paso más lejos. Si el drama está exento de las incapacidades inteligibles del lenguaje es solamente porque la representación dramática, como interacción de personas aparentemente reales, es en sí misma una especie de signo natural en su inmediatez ilusoria. Lessing nos recordó el papel especial del drama, su papel de signo natural, como el de un arte visual (una «imagen en movimiento» [moving picture]), admitiendo con ello implícitamente la mayor distancia mimética producida por la poesía no dramática debido a que el modo de representación dramático no depende en última instancia de las invisibilidades del lenguaje, como sí ocurre con los modos lírico y narrativo. A la vista del objetivo mimético de la poesía no dramática y a la vista de las limitaciones de su medio para alcanzar este objetivo tan directamente como lo hacen las artes miméticas más obviamente rivales (pintura, escultura, drama), no es sorprendente que como arte del lenguaje la poesía desarrollara y aspirara a la ambición ecfrástica, tratando de emular aquellas artes cuyas naturalidad las hace parecer un sustituto de la realidad. Esta ambición, su compromiso con la enargeia, se expresó en una variedad de formas desde la Grecia antigua hasta el Renacimiento. Permítaseme trazar el desarrollo del (1) epigrama a (2) la ekphrasis y al (3) emblema. Es en este último, en el emblema, donde el principio ecfrástico se realiza de forma absoluta, incluso más que en la ekphrasis misma. Con el movimiento del epigrama a la ekphrasis y al emblema intento

5 Debería señalar entre paréntesis lo que aquí es obvio: que la concepción de una imagen [picture] como signo natural se apoya en la pretensión ingenuamente «realista» de una relación automática, de uno a uno, entre la pintura y su objeto de imitación. No tiene en cuenta la realización de la pintura, el uso de varios materiales para crear la ilusión óptica de cosas y personas. La simple doctrina de la ekphrasis parecería requerir esta noción primitiva de lo pictórico. No sorprenderá al lector notar que en este artículo trato de sugerir lo contrario.

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sugerir no tanto una secuencia cronológica como una mezcla cada vez más compleja o al menos más confusa de motivos y epistemologías, donde lo visual y lo verbal interactúan en productos extrañamente híbridos. [147] En sus versiones tempranas en Grecia, el epigrama (en su uso primario como inscripción verbal sobre una escultura o una tumba) implícitamente reconoció y estableció la relación subsidiaria de sus palabras respecto de la obra de arte plástico que acompañaba (epi-grama) y que trataba de representar verbalmente −y, cuando llegara el momento, por la que trataría también de hablar directa o enigmáticamente6. Pero el epigrama a menudo servía para complicar la más directa representación material que se suponía complementaba, unas veces dándole la voz, otras sometiéndolas a la consciencia del paso del tiempo. Por otra parte, el epigrama frecuentemente tuvo la función de llamar la atención sobre la inmediatez sensual de su compañera de arte plástico como signo natural, relegándose a sí mismo a ser una mera explicación verbal y enfatizando su servicio de signo arbitrario, apenas glosa del objeto primario y tangible. En este papel reconocidamente secundario, el epigrama engrosó el lugar desaventajado de la literatura que hemos visto venía dictado por la teoría mimética. Pero a la vez el epigrama (especialmente en su papel funerario de comentario sobre el sujeto humano al que se refiere el busto sin vida) podía también insistir en las consecuencias engañosas del objeto material, inmóvil y nunca cambiante: una ilusión que en su estasis y aparente permanencia contradiría lo transitorio de la vida humana. Paradójicamente, esta insistencia sugiere la irrealidad del monumento extremadamente eternizante y la de su referente ahora fallecido que el epigrama celebraba. Allá donde se admite la consciencia del tiempo, las complejidades del universo verbal entran también en juego, socavando las certidumbres de otra manera aportadas por el sólido signo natural. Lo que en realidad ha vuelto a entrar en escena es el espíritu de Platón, que insiste en convertir el mundo material en un engañoso reino de apariencias, dejando la realidad [148] para las invisibles pero inteligibles ideas que trascienden los sentidos. Una vez que la realidad se libera de lo sensible para encumbrarse en el reino de lo inteligible, el signo natural y su objeto material deben perder toda prioridad. Y la posibilidad de representar lo trascendentemente real debe pertenecer únicamente a los códigos inventados del lenguaje. La primacía indisputable de la representación de signo natural tendrá que esperar hasta los siglos XVII y XVIII, cuando la doctrina de la imitación pudo apoyarse firmemente en la solidez de un mundo material que producía sus objetos estables a imitar sin la amenaza de una consciencia cualquiera del flujo liberador de la temporalidad. En su momento inicial, en que se usaba principalmente como indicador del monumento acompañante, y a pesar de las complicaciones a que podía conducir, el epigrama se apoyaba en gran parte en la aceptación del papel secundario de los signos arbitrarios del lenguaje. (Por supuesto, el epigrama aspira a un papel propio mucho más ambiguo cuando con posterioridad en la historia literaria emerge con una carrera distinguida como obra de arte verbal independiente). Al movernos del epigrama a la ekphrasis, notaremos que el lenguaje ya no le cede primacía a su objeto (aparentemente) visual, sino que busca una equivalencia con éste −y algo más. La imagen visual que la ekphrasis intenta traducir en palabras obviamente se pierde en la traducción. La

6 Nadie que se ocupe de este tema puede evitar estar en deuda con Jean H. Hagstrum (1958). Permítaseme indicar aquí mi propia deuda con las págs. 22-23 y 96, aunque también se verá reflejada en muchos otros lugares de este ensayo.

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representación verbal toma gradualmente el poder de un objeto que se sostiene por sí mismo y que ya no se apoya en otra representación tangible extra-textual. Está claro que frecuentemente el objeto de la ekphrasis −bien nos refiramos al escudo de Aquiles en la Ilíada (libro 18), bien a la urna griega de Keats, para invocar el ejemplo más familiar aunque tardío− no tiene una existencia «real» independiente, sino que existe sólo tal como ha sido inventado por la descripción verbal, sujeto como está al carácter espacial que sólo su forma verbal puede explotar7. Las famosas [149] líneas de la descripción de Homero atribuyen al artífice divino el poder de representar la secuencia narrativa en un único objeto físico. Además, estas líneas tratan de representar el elaborado metal ornamentado del escudo y, a la vez, la rutinaria vida material que representa y malpresenta. Por ejemplo, «La tierra se oscureció tras de ellos, como la tierra que ha sido arada, aunque era de oro. Tal era la maravilla de la forja del escudo». La tierra negra de oro es más bien la maravilla de lo que forjan las palabras, que en esta ekphrasis reúnen espacio y tiempo, el tiempo circular y el tiempo histórico o lineal, el arte y la vida vivida. Lo que tenemos no es una imagen visual de un escudo dorado, sino un escudo verbal y el texto de una existencia más allá: algo que solamente las palabras pueden dar cuando muestran ambas cosas a la vez.

Así que la idea de una imitación inocente ya no se aplica, ni siquiera para un género como la ekphrasis que en apariencia fue creado expresamente con propósitos miméticos. En consecuencia, el género es utilizado para permitir la ficción de una ekphrasis, una imitación ilusoria de lo que no existe fuera de la creación verbal del poema. La ekphrasis literal se ha convertido, gracias al poder de las palabras, en una ilusión de ekphrasis. El principio ecfrástico ha aprendido a manejarse sin la ekphrasis literal a fin de explotar más libremente los poderes ilusorios del lenguaje.

Para cuando llegamos a la poesía emblemática del Renacimiento, descubrimos que la relación entre la imagen visual y la palabra, que había sido instaurada y socavada a la vez por la tradición del epigrama, ha completado su inversión. El emblema como compañero visual del poema, que en sí mismo ya no se parece en nada a una representación mimética, parece críptico y necesitado de explicación, puesto que se apoya en un texto cuya completitud verbal le permite ahora reclamar primacía propia. Aunque es visual, el emblema ha adoptado una complexión misteriosa que lo hace funcionar menos como una imitación que como un texto a la espera de interpretación. De manera que las palabras son bienvenidas y dependemos de ellas como el código hecho de letras que enuncia como propio aquello que está sólo insinuado en los opacos signos pictóricos del otro código figurado del emblema. [150]

Las presiones del neoplatonismo renacentista convirtieron el mundo sensible y sus imitaciones en cada vez más problemáticos para que el artista se recreara en ellos. En vez de ello, se adoptaban esotéricos símbolos visuales, como un código alegórico que pemitía acceder a una realidad solamente inteligible y accesible para la mente. Por ejemplo, de acuerdo con los esotéricos planteamientos de Marsilio Ficino, necesitamos la inmediatez simbólica de las cosas y la representación de éstas en lugar de una mediación con palabras vacías, porque estas representaciones son nuestra entrada a la realidad inteligible gracias a una hermenéutica ontológica que nos permitiría interpretarlas como símbolos esenciales8. Así que son imágenes pero son también

7 Aunque aquí cito la Ilíada, podría igualmente decir que la urna tal y como es descrita por Keats no puede existir, ya que contiene los antes y después de la secuencia narrativa, así como cosas que sólo pueden ser vistas fuera de los límites de la urna misma. 8 E. H. Gombrich es especialmente valioso para nosotros en su tratamiento de estos materiales. Véase su «Icones Symbolicae: Philosophies of Symbolism and their Bearing on Art», reeditado en su Symbolic

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lenguaje, un lenguaje pictográfico, más que meras representaciones de signo natural. Y a pesar de todo, puesto que son lenguaje, estas representaciones no son arbitrarias, porque los signos están firmemente ligados a sus referentes mediante el sistema inamovible de la hermenéutica ontológica.

De esta manera, según Ficino, el lenguaje de imágenes de los egipcios, aunque pictórico, es un código emblemático más que una imitación de objetos supuestamente representados. Así que por un lado las imágenes como signos naturales son rechazadas por ser imitaciones de lo bajamente sensible y, por el otro, el lenguaje-como-palabra, a pesar de estar orientado hacia lo inteligible, es rechazado por estar simbólicamente vacío. Entre estos dos figuran además las imágenes-como-lenguaje esencialmente atrapadas en la hermenéutica ontológica, un lenguaje sagrado de la presencia que revela una realidad inteligible para nosotros al hablar el lenguaje no mediado de Dios. Bajo este punto de vista, nuestra dependencia de las palabras es parte de nuestra condena como criaturas caídas con acceso sólo a los signos que son arbitrarios y convencionales [151] («signos múltiples y cambiantes», diría Ficino) ya que nos ha sido negado el poder de hablar el lenguaje inmediato de Dios.

Cuando los sacerdotes egipcios querían significar misterios divinos, no utilizaban los caracteres pequeños de la escritura, sino las imágenes completas de plantas, árboles o animales; porque Dios tiene conocimiento de las cosas no sólo por el camino del pensamiento múltiple, sino a través de la forma pura y firme de la cosa misma. Tus pensamientos sobre el tiempo son múltiples y cambiantes cuando dices que el tiempo corre o que, mediante una especie de vuelta atrás, conecta de nuevo el principio con el fin, que enseña prudencia y que trae cosas y se las lleva otra vez. Pero el egipcio puede comprender la totalidad de este discurso en una imagen única y fija cuando pinta una serpiente alada con la cola en la boca…

Por tanto, el emblema visual es concebido como «una imagen única y fija» que transmite un significado instantáneo y encerrado −tan encerrado como la imagen de la «serpiente alada con la cola en la boca». Esta imagen es una figura convencional de clausura [closure]. Pero por muy paradójico que parezca lo que está siendo representado es la temporalidad misma −bajo su forma alada que escaparía a la clausura− como la clausura definitiva9. Aquí, en el ouroboros, que se come la cola, la imagen funciona como un emblema, como un código, como un lenguaje a ser interpretado más que como una imitación de signo natural a ser vista a la luz de su objeto. Esto es así incluso si se considera que el código es hermenéuticamente inevitable, en lugar de arbitrario, en virtud de su afianzamiento ontológico. Una vez que ha tenido lugar el avance de la imagen de signo natural a la imagen como código estamos a un paso de la [152] configuración de unas palabras que intenten convertirse en una forma que sea el equivalente autocontenido de un emblema, de hecho, un emblema verbal. Siguiendo el modelo de una sagrada tradición iconográfica, el poema se compromete a convertir su propio lenguaje en un espacio emblemático autocontenido, a pesar de la manera evanescente en que las palabras normalmente

Images: Studies in the Art of the Renaissance, Londres, Phaidon Press, 1972, especialmente págs. 157-72. La traducción de Ficino aparece en las págs. 156-59. 9 En mi artículo anterior (véase nota 2, arriba) traté en extensión la circularidad implícita en la ekphrasis y su uso como principio estructural en mis ejemplos de poemas ecfrásticos, tomando esta perspectiva analítica de Leo Spitzer y su tratamiento de la ekphrasis en «“The Ode on an Grecian Urn”, or Content vs. Metagrammar», dentro de Essays on English and American Literature, ed. Anna Hatcher, Princeton, Princeton University Press, 1962, págs. 72-73.

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funcionan. El poema tratará de desafiar la temporalidad y las propiedades mediadoras del lenguaje buscando en el lenguaje una plasticidad que, como en las artes plásticas, convierta su medio en la cosa no mediada en sí misma, como si fuera la palabra (¿Palabra?) de Dios. El poema como emblema, en realidad sustituyendo a su acompañamiento visual, se convierte en la proyección última del principio ecfrástico cuando representa un objeto fijo que coincide consigo mismo. El ejemplo extremo representado por los poemas-como-figuras de George Herbert* sólo exagera esta tendencia. Como veremos, cuando el impulso ecfrástico se revela, nos encontramos ante la paradójica búsqueda de un lenguaje que puede obligarse a satisfacer por sí mismo la necesidad de la «forma espacial». El deseo de desplazar la responsabilidad del arte de los objetos a re-presentar al código que ha de ser interpretado contribuye a convertir todo el arte en textos interpretables. Incluso si, para un mundo seguro de sus bases metafísicas, la interpretación estaba prescrita. Este deseo se relaciona con la guerra puritana a la idolatría, que resulta en un rechazo de lo sensible como objeto transparente del arte. Una vez que se aspira, como hicieran los neoplatónicos, a la búsqueda platónica de objetos ontológicos vistos con el ojo de la mente en lugar de la de objetos fenoménicos vistos con el ojo corporal, entonces estará asegurada la superioridad de las artes verbales, como lo inteligible, por encima de las artes plásticas, como lo sensible. En lugar de estar limitados, como las artes plásticas, al mundo sensorial que nos rodea, los signos arbitrarios del lenguaje pueden proporcionarnos, como signo visual y natural a través del cual los objetos del mundo han de ser percibidos, la ilusión no sensorial de un objeto existente, mientras en realidad se traslada libremente hacia el reino de lo inteligible que está [153] más allá de los sentidos. Para el neoplatónico las artes verbales gozan de todas las ventajas de las artes visuales y a la vez están libres de sus limitaciones. Funcionan efectivamente como una analogía superior y menos mundana que las desdeñables artes del signo natural. Y a pesar de todo, es el sueño de un retorno al idilio del signo natural, el persistente deseo semiótico del signo natural, lo que presiona al poeta a refugiarse en la analogía verbal del signo natural propia del reino de lo inteligible. El artista verbal puede, por consiguiente, tomárselo de ambas maneras cuando utiliza las palabras del mundo y saca ventaja de su inteligibilidad al acabar postulando

* George Herbert (1593-1633) The Altar. Easter Wings.

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un reino más allá. Algunos de los que defienden la primacía del signo natural ven en él con nostalgia un origen edénico. De manera que nuestra necesidad de mediación a través de las palabras sería un resultado de la Caída. Pero otros, como hemos visto, privilegiarán el alcance inteligible del lenguaje por encima de las imágenes como signo natural, condenando a estas últimas en base a la idolatría y a su confinamiento al mundo de lo sensible. El truco final es que el lenguaje complete su pretensión de soberanía usurpando la presencia [here-ness] de las artes plásticas, convirtiéndose en una forma que genera la ilusión de convertirse en su propio emblema: una ekphrasis interna, después de todo casi sensual, pero sin poner los pies en el suelo. Aunque por supuesto es el «casi» lo que estimula su complejo y paradójico atractivo. Por lo tanto, me parece que el principio ecfrástico, que he rastreado aquí desde la «epistemología visual» de Platón y la consecuente necesidad de enargeia, se completa a sí mismo en el emblema verbal del Renacimiento. Este es para mí el momento principal e inicial −y el más complejo− en la historia del tema que me ocupa. Sin embargo, como he sugerido antes, hacia finales del siglo XVII y a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, la ordenada semiótica del espejo fiel promovida de formas distintas por el racionalismo y el empirismo restaurará el dominio de la doctrina de la imitación y con ella, gracias a un renovado interés por la «epistemología visual», la autoridad del ut pictura poesis. El medio de las artes verbales ha de ser reducido [154] a pura transparencia en el esfuerzo de éstas, en su relación de desventaja, por emular las artes del signo natural, que en aquel momento verán restaurada su primacía como modelo para todas las artes. Cuando, por ejemplo, Joseph Addison proyecta un espectro −o más bien una jerarquía− de las artes, va desde la escultura como el arte «más natural», por el hecho de que es el que «más se parece al objeto que es representado», a la pintura, con su uso ilusorio del plano pictórico bidimensional, y sólo seguidamente llega a la «descripción verbal» con «letras y sílabas» que, a diferencia de la pintura, carecen de «parecido real con su original»10. Prosigue después hacia la música como la versión extrema del signo no natural, la más alejada de la representación mimética. En contraste con la música, en lo literario existe todavía alguna posibilidad de que el poeta trabaje en la dirección de emular los significados visuales. Nótese que, en su discusión, Addison restringe lo literario a la «descripción», asumiendo el intento de ésta por satisfacer la función visual incluso haciendo uso de sus limitados signos arbitrarios. Es completamente apropiado, por tanto, que géneros como el «paisaje» y el «retrato» sean géneros literarios en el siglo XVIII. Y no nos debe sorprender que, habiéndole asignado a las artes verbales la tarea imposible de pintar imágenes con sus signos no pictóricos, Addison deba insistir en que tales signos busquen la transparencia. Con lo cual acabará rechazando por ser «falso ingenio» cualquier juego de letras o palabras que les permita llamar la atención sobre sí mismas como letras y palabras, en lugar de señalar desnudas y sin interferencia sus significados. La palabra, pues, debe conducirse como un medio que, en su vana búsqueda de la transparencia del signo natural11, aspira a borrar en nosotros cualquier consciencia de ella misma. Bajo tales restricciones, cualquier ekphrasis intentaría servilmente pasar inadvertida en relación al signo natural que tiene como objeto, cuya intención semiótica se supone que emula. Pero a lo largo de este momento neoclásico, que celebra las «artes hermanas» mientras designa la literatura como [155] la hermana desaventajada, encontramos una segunda −y opuesta− tendencia que reconoce e incluso fomenta el robustecimiento del

10 Spectator 416 (1712). 11 Spectator 62 (1711).

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medio verbal y aprecia su opacidad. Encontramos esta tendencia en el mismo artículo de Addison en el Spectator cuando, después de haber establecido la jerarquía de los objetos artísticos basándose en la naturalidad o el parecido hacia sus referentes, pasa luego a describir aquellas ocasiones en las que el lenguaje, debido a su función de signo distinto del natural, le permite al poeta no sólo alcanzar efectos fuera del alcance del pintor, sino incluso «sacar el mejor partido de la naturaleza». Edmund Burke incrementa esta tendencia a invertir la jerarquía de las artes con el fin de privilegiar lo literario. Afirmará que la representación mediante el signo natural es la desaventajada, porque se ve restringida por las limitaciones físicas del objeto de su imitación; mientras que el lenguaje, en la vaguedad e imprevisibilidad −pero también la capacidad de sugerencia− que rodean a sus signos arbitrarios, puede tener un efecto emocional virtualmente ilimitado precisamente porque no puede pintar imágenes. Al valorar lo sublime a expensas de lo meramente «bello» Burke nos haría pasar de las dimensiones finitas de lo meramente pictórico a la potencia sin límite de las emociones irrepresentables. Y si he de anticiparme al lenguaje de un pensador alemán deudor de Burke, lo «apolíneo» debería ser suplantado por lo «dionisíaco». Una vez que Burke ha desplazado nuestro interés desde la imagen reproductiva a la secuencia afectiva de las palabras y nos ha llevado hacia el terreno de la temporalidad, a expensas de la forma espacial, el arte modelo a ser emulado por el arte híbrido de la literatura ya no es la pintura o la escultura, sino la música. El espectro que vimos introducido por Addison, desde la escultura pasando por la pintura hacia la literatura y finalmente la música, se ve invertido cuando el reino del sonido entra en la discusión y la dependencia de la poesía con respecto a la epistemología visual toca a su fin. En el otro extremo está también la indulgencia en la ekphrasis y su base visualmente mimética. Si vemos la poesía como un arte con dos caras −posicionado entre las artes visuales representativas por un lado y por el otro la música− que posee el significado [156] referencial de las artes visuales y la temporalidad sonora de la música, entonces podremos reconocer el carácter parcial y mutuamente exclusivo de las estéticas basadas en metáforas tomadas de cada una de estas artes. Bajo el modelo de las artes visuales se fomenta la ekphrasis como un simple procedimiento mimético, ignorando totalmente el carácter problemático de la representación verbal; mientras que el modelo de la música parece proscribir la ekphrasis como instrumento efectivo de representación. Pero también hemos observado la existencia de una estética distinta que conciliaría estas oposiciones y enriquecería las posibilidades de la ekphrasis más allá de su función dentro de la estética del signo natural. Nuestro tratamiento de la ekphrasis renacentista nos mostró una versión más sutil, que combinaba las ambigüedades del lenguaje poético y las ambiciones emblemáticas de algunos poemas. Y ésta es una versión que hacia el final del siglo XVIII comienza a reaparecer de una manera más compleja y ontológicamente menos dependiente. Algunas teorías románticas, siguiendo a Burke, continúan en el siglo XX la búsqueda de lo sublime literario al recrear en el lenguaje el carácter anti-pictórico y anti-espacial que tiende hacia la música. Además, el desplazamiento en el siglo XIX de los modelos temporales a los espaciales, el paso de las metáforas del siglo XVIII sobre las máquinas de un mundo ordenado a las metáforas del siglo XIX sobre la evolución, tendieron a aportar un movimiento libre a las artes de la temporalidad, como si no existieran limitaciones formales. Hay momentos en Burke que sugieren otro tanto. Pero se darán, casi a la vez, una serie de modificaciones introducidas para establecer la principal tradición formalista que va desde Herder a Coleridge y a los New Critics. Esta tradición utilizará la aprobación del dinamismo en el lenguaje para crear una nueva

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emblemática. Tanta había sido la dificultad de liberar al arte literario de la espacialidad neoclásica en su avance hacia lo temporal, antes de que estos críticos empezaran a abrirse camino de vuelta hacia el espacio en beneficio de la literatura, pero ahora en base a aspectos nuevos y cambiantes. El énfasis en el sonido del lenguaje, especialmente como han reflejado las principales tradiciones poéticas, ayudó a [157] estos críticos a defender que el medio literario, desde siempre considerado como inteligible, podía al fin y al cabo ser también hecho sensible, como los medios de las otras artes. El poema apela al sentido auditivo y no al visual, pero el carácter sensible de esta apelación afecta enormemente el lugar que la literatura ocupará entre las artes. Ésta es, pues, otra manera de retomar el viejo argumento de que el lenguaje puede funcionar de dos maneras: en su inteligibilidad puede aspirar a las ventajas de las artes sensibles sin necesidad de padecer las limitaciones impuestas por el mundo fenoménico. Si las palabras en los poemas pueden utilizar su dimensión auditiva para dar forma a la secuencia que constituyen, entonces pueden también aportar profundidad o incluso transformar los significados que introducen en el texto mediante la mutua influencia de sus sonidos. A través de esta manipulación hecha por el poema, lo sensible −puesto que es auditivo y no visual, y deja por tanto a la mente libre para vagar− es capaz de enriquecer y dar servicio a lo inteligible, en lugar de desplazarlo. Mediante este realce de sus facultades, las artes del lenguaje podrán aspirar a representar lo que parecería irrepresentable desde una perspectiva meramente sensible o atenta al signo natural. Nuevamente, aquí la duplicidad de la poesía le conferirá un privilegio, el utilizar un medio que es al mismo tiempo significado y sonido, que la convertirá en el arte modelo. A medida que nos acercamos a nuestra época no solamente es la primacía que se les reconoce a las artes de la palabra y el tiempo (en lugar de a las artes de las imágenes y el espacio), sino también la extensión del interés semiótico por los textos lo que absorberá todas las artes, tanto las visuales como las verbales. Las someterá a todas a la temporalidad y las dejará igualmente preparadas para la lectura. Este es el máximo movimiento imperialista alcanzado por la literatura y la crítica literaria al imponer sus términos a todas las artes, y a todas las artes del discurso también. Los esfuerzos de la crítica formalista de crear una unidad dinámica en los textos que pudiera reconciliar lo temporal y lo arbitrario bajo las inevitabilidades de la forma espacial se reflejan en el movimiento que lleva al alto modernismo [158] en la literatura y al máximo organicismo en el alto New Criticism. Bajo la égida de este movimiento, la paradoja de una ekphrasis interna florece desde un primer momento como la marca de una forma espacial que puede co-existir con el carácter fluido de las palabras como medio estético12. Como sea que los fonemas, sílabas, palabras, pasajes, tropos, caracteres, acciones, o incluso temas, pueden ser vistos como repeticiones de una serie, serán tratados por el formalista como si fueran yuxtaposiciones espaciales, sólo que su carácter secuencial les permitirá ser una cosa y la otra al mismo tiempo. El poema como emblema, bajo el principio ecfrástico, busca crearse a sí mismo como su propio objeto intrínseco. Y, sin embargo, no hay objeto. A pesar de toda su riqueza inteligible, no hay, en este conjunto de signos arbitrarios, nada. Se trata de una duplicidad invulnerable que puede decir tanto sólo porque al final dice tan poco. Como la urna de Keats o la «Jarra 12 La extensión explícita de los principios del frente principal del New Criticism a la doctrina de la forma espacial fue, por supuesto, una contribución de los trabajos de Joseph Frank, «Spatial Form in Modern Literature» (1945), reeditado en Widening Gyre: Crisis and Mastery in Modern Literature, Bloomington, Indiana University Press, 1963.

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de Tenessee» de Wallace Stevens, estas representaciones verbales se dice que contienen formalmente lo que de otra manera se desperdiciaría. Deben admitir la mentira contenida en su propia afirmación de contención espacial que su ser (es decir, su representación verbal) representa para el formalista. En esto son otra versión de la serpiente alada, cola en boca. Cada uno es un emblema verbal que se ha convertido en ekphrasis de sí mismo, así como en su propia negación. Los movimientos literarios que hemos venido a considerar postmodernos, como los muchos movimientos teóricos que se han sucedido después del New Criticism, en su ansiedad de exagerar su antagonismo al formalismo han declarado claramente que tales pretensiones ecfrásticas son desorientaciones engañosas, resultado del impulso sacralizante o fetichizante de un largo momento reaccionario. Nadie ha defendido más enérgicamente que Paul de Man [159] una retórica de la temporalidad que disuelva el presunto emblema −ese gesto ecfrástico− y permita que, como momentos irrepetibles de vida, la cadena de alegorías siga corriendo, al menos hasta que llegue a una parada arbitraria. Pero él es sólo uno entre muchos. Todos ellos han preferido ignorar las complejas posibilidades planteadas por sus antagonistas, esto es, han preferido ignorar la versión escurridiza contenida en la poética de la ekphrasis, que defiende un juego verbal que reconoce la incompatibilidad del tiempo y el espacio, reuniéndolos al mismo tiempo en la ilusión de un objeto marcado por su propia ausencia sensible. Así, las últimas décadas han contemplado cómo se proponía una constelación distinta de las artes. El modelo semiótico ha reducido ahora a todas las artes, tanto a las visuales como a las verbales, a una textualidad sometida al dominio del tiempo. Además, el desprecio hacia lo que es falsamente referido como lo «natural» en el signo o en la ideología −junto con la insistencia en ver lo «natural» como proyección engañosa de una agenda política marcada por un lenguaje dictado por la voluntad de poder− acusan todos los intentos verbales de capturar el espacio de ser solamente el producto de una retórica sospechosa promovida por la mala fe. Tal impaciencia frente a lo espacial difícilmente ha de conducir a una poética de la ekphrasis. Por lo tanto, la exasperación de lo ecfrástico ha reemplazado el regocijo de aquellos críticos anteriores que se habían sentido estimulados por la clausura [closure] formal y su ilusión de representar y a la vez ser un objeto. Sin embargo, incluso a la vista de este antagonismo recientemente en boga, me pregunto si el deseo semiótico del signo natural podrá apenas ser superado, a pesar del arcaísmo de la noción y del carácter violentamente deconstructivo de nuestra época, aunque sólo sea lo irrepresentable en sí mismo −un abismo, o un abismo más allá de un abismo− aquello que el impulso ecfrástico puede ahora confrontar. Un abismo, o un abismo más allá del abismo, porque, desde aquellos tempranos y abnegados intentos del arte verbal de hacer que su secuencia se detuviera el tiempo suficiente como para conseguir representar −y no lograr representar−, ¿acaso ha tenido nunca, como aquella serpiente egipcia, algún otro objeto? [160]