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El discurso persuasivo como elemento esencial del acto protocolario: del clasicismo a la eficacia moderna
Prof. Dr. Fernando Ramos
Universidad de Vigo.
España.
Índice General
0. Introducción 1. El arte del buen decir 2. El discurso clásico 3. El liderazgo comunicante y el lenguaje no verbal 4. El esquema del discurso moderno 5. Técnicas y recursos del discurso moderno 6. La lectura de adhesiones 7. Agasajo y tradición. Los brindis 8. La precisión del lenguaje. Un caso práctico: ¿Iberoamérica a Latinoamérica? 9. Bibliografía
O. INTRODUCCIÓN
Todo discurso consta de cuatro elementos esenciales:
El que habla. Aquello de que habla. A quién se dirige Quién le escucha.
El discurso protocolario es un acto comunicativo. Y por lo tanto responde a la
regla que, dentro de la Teoría y los Modelos de la Comunicación, establece Lasswell con notable sencillez.
Este modelo sirve para explicar los mecanismos del proceso comunicativo, de modo que se tiene una visión global del fenómeno estudiado.
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CON QUÉ INTENCIONES
A QUIÉN
Lasswell formula esta teoría secuencial, advirtiendo que la comunicación, desde el punto de vista del que hablar es siempre una acción que persigue un resultado. Esto eso, la intención con quien alguien dice algo a otros.
De ahí, como luego veremos, las coincidencias que puedan darse entre el discurso de abogado que pretende convencer a un jurado, el del orador que exalta la
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figura de un personaje o del charlista, que simplemente trata de entretener y agradar a un auditorio. No deja de ser curioso que hayan sido –y por este orden‐ el ámbito judicial primero, más tarde la política (la propaganda) y la exaltación funeraria, antes incluso que la prédica religiosa, los espacios de relación social donde se instaló la técnica de convencer, conmover, enseñar o deleitar mediante el uso ordenado de la palabra, a través del uso de la retórica y de la oratoria.
Antes de adentrarnos en este apasionante universo, hemos de advertir que
oratoria y retórica no son sinónimas. Una cosa es el arte de decir bien y otro el arte de construir con argumentos lógicos un buen discurso. Y además, la morfología de cada discurso, su tipología, dependerá de su finalidad, del resultado que esperamos obtener con nuestra plática: ya sea enseñar, explicar, enaltecer, subrayar, comentar, orientar, convencer o persuadir, justificar, o simplemente poner punto final de manera brillante a un acto protocolario
En los actos públicos más solemnes, sean de carácter oficial, privado, de empresa, institucionales, sociales, deportivos o incluso familiares, el discurso, la oración, el relato, la plática, la laudatio, el relato, el uso de la palabra en cualquiera de sus variantes y formas constituye un elemento esencial en la búsqueda del resultado final. Es más, determinados eventos protocolarios tienen en el discurso mismo su razón de ser y el centro de su propia motivación: el ingreso en una Real o Nacional Academia, la Lección Magistral en los actos Universitarios, el discurso persuasivo en las investiduras parlamentarias, la alabanza o “laudatio” en homenajes o nombramientos honorarios, polarizan alrededor de sí el resto del evento.
No siempre, fuera de los actos académicos en general, se presta la atención y el cuidado que exigen la buena construcción de un discurso: improvisaciones, lugares comunes, repeticiones formularias, interminables peroratas son en nuestros días frecuentes y comunes, hasta aburrir y deslucir el contenido mismo del acto en de que se trate. Dicen los ingleses que “cuando tus palabras no añaden nada a tu silencio cállate”. Y precisan: “Habla cuento tengas que hablar, y cuando termines, no añadas nada más”.
El empobrecimiento de la vida parlamentaria, donde ya no brillan ingenio o talento como antaño, es uno de tantos reflejos de la pérdida de la calidad de que siempre gozó la palabra como herramienta del entendimiento humano. Resulta penoso en determinados actos de empresa o instituciones, escuchar aburridos parlamentos llenos de cifras y datos, útiles para ser leídos o analizados, pero que aturden al oyente, fuera de grandes parámetros que sitúan la cuestión a tratar.
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Con frecuencia, nos asaltan oradores que advierten que no son tales (¿Entonces, por qué hablan?) o que confiesan no estar preparados, cuando echan mano de unos folios que a nuestros ojos se transforman en herramientas de tortura.
Lo primero que se precisa para construir un discurso es un motivo, o mejor, una necesidad, una justificación una razón de ser. Hay que tener algo que decir a alguien.
Los clásicos nos siguen ofreciendo un inmenso caudal de posibilidades en este terreno. Lo inventaron todo y nadie les ha superado. Pero construir en nuestros días un discurso clásico, salvo para un académico, es complejo y no siempre enteramente rentable. Por ello, en el ámbito del protocolo, se suele recurrir a otros dos modelos, más sencillos, pero enormemente eficaces: a) el Modelo Judicial (moderno) y b) el Modelo Teatral.
1. EL ARTE DEL BUEN DECIR
Los clásicos llamaron a la retórica el ars bene dicendi, el arte del bien decir. Si alguien dice es porque otro escucha, esto es: alguien dice algo que tiene que decir a otro que le escucha porque le interesa. Entendían que construir un discurso era seguir escrupulosamente una serie de secuencias que llamaron Inventio, Dispositio, Elocutio, Memoria y Actio.
Lo inventaron los griegos, lo perfeccionaron los romanos y lo sintetizó Quintiliano en su Summa.
Inventio: Establece los contenidos del discurso. Dominar la técnica en este punto, supone encontrar siempre la frase o el recurso adecuado durante una exposición. Hay que evitar que los resortes de la memoria se conviertan mal aliado y nos suministre un buen repertorio de citas o lugares comunes del que algunos oradores nunca saben sabrá salir.
Dispositio: Consiste en ordenar adecuadamente los contenidos del discurso, dividido en partes. El conjunto se reparte en secciones. Dentro de cada parte se ordena el contenido. Las palabras se adecúan para la exposición de las ideas.
Existe un orden natural y un orden lógico.
En el orden natural, los hechos se exponen tal y como fueron sucediendo. En el lógico, se empieza por lo más importante y se desciende a los detalles.
Elocutio: Consiste en exponer de una manera detallada los pensamientos del discurso, con corrección, determinados adornos o licencias y haciéndose comprender. Los registros elocutivos tienen tres escalas: genus humildes, genus medium y genus sublime, según el orador pretenda enseñar, deleitar o conmover. En cada fase, se recurrirá en mayor o menor medida al uso de figuras retóricas, figuras, pues de dicción
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y de pensamiento, que cabría profundizar en otro ámbito. Si bien cabe recordar que alegorías, metáforas, perífrasis hipérboles o paradojas son herramientas frecuentes y útiles para la construcción de un bien discurso.
Memoria: Creían los clásicos que, una vez elaborado el discurso, el orador debía memorizarlo. Pero eso no es fácil. Y para cuando no se disponía de memoria natural, proponían aprender a fabricarse una memoria artificial, sirviéndose de dos cursos: los loci y las imagines. Los primeros son espacios físicos, conocidos por el orador, donde se almacenan (como en las habitaciones de una casa) en series de cinco las imagines. Éstas son representaciones mentales de lo que se quiere recordar. Hoy en día constituyen el recurso de la mnemotécnia.
Además, agrupaban los discursos en tres o géneros: judicial, deliberativo y demostrativo. El primero, se exponía ante el juez; el segundo se ejercitaba en la asamblea y finalmente, el estilo demostrativo se empleaba tanto para ensalzar como para atacar a una persona. A estos tres géneros de discurso se añadió en el Medievo: el ars predicandi (arte de los sermones), el ars dictando (o arte de escribir cartas) y el ars poetriae, tratados teóricos de cuestiones gramaticales de enorme utilidad.
Actio o pronuntatio: Es la puesta en escena finalmente el discurso. El orador se enfrenta al auditorio. Los clásicos llegaron a valorar mucho a los especialistas, capaces de conmover con los recursos de su voz, a quienes llamaron phonasti.
Aristóteles, en su tercer libro sobre la Retórica subraya la importancia ordenar adecuadamente la exposición con relación a la búsqueda de los elementos de apoyo (héuresis) que habrá de completarse con la técnica en el modo de exponer y gesticular, es decir, apoyándose en valores fónicos, mímicos y gestuales. Ello le llevará a definir como valores de la elocución: la claridad, la adecuación (la expresión adecuada en cada caso), la naturalidad y la corrección.
A Kant le preocupaba especialmente la adecuación del discurso a la naturaleza del auditorio. Ya fuera universal o selecto (especializado), el orador debería modelar su discurso. La forma de los discursos, la argumentación, deben considerar siempre este factor.
2.‐ EL DISCURSO CLÁSICO
Vamos a fijarnos en el esquema del discurso tradicional ciceroniano.
1. Exordio o proemio. (Busca congratularse con el auditorio) Benevolum, attentum, docile
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(Exposición inicial)
2. Narración. Exposición. a) Digresión (Salida ocasional del argumento principal) b) Proposición (Alegación de hechos) c) Partición (Enumeración de los puntos a tratar)
3. Argumentación
(Centro del discurso persuasivo) d) Aportación de pruebas e) Conformación, demostración, confutación
4. Epílogo. Conclusiones.
En este modelo, lo primero que ha de hacer el orador es lo mismo que, sin duda, se le ocurría a cualquier persona inteligente que haya de hablar en público: hacerse con el auditorio, caerle simpático, vamos. Se amable (benevolum), atento y cordial (attentum) y flexible, nada dogmático no impositivo de entrada (docile). Es el exordio o proemio; es decir, la introducción, el modo de hacerse con la audiencia, que diríamos en nuestros días. En el discurso breve o urgente, se puede prescindir de esta parte no esencial.
La doctrina clásica enseñaba infinidad de recursos para atraerse la atención del auditorio, truco en el que no tuvieron rival los grandes oradores forenses romanos.
Como paradigma del discurso eficaz, y por excelencia del discurso político, se reconoce el arranque de discurso fúnebre de Marco Antonio en el Funeral de César, en el drama “Julio César” de Shakespeare:
“No he venido aquí, queridos amigos, con la pretensión de arrebataros el corazón. No soy un buen orador como Bruto; soy, como todos me conocéis, un hombre sencillo y natural que venera a sus amigos; y lo saben muy bien todos los que me han dado el beneplácito para que hable públicamente de él. Yo no poseo ni la agudeza, ni la palabra, ni el talento, no el gesto, ni la dicción que inflama el corazón del que escucha; yo hablo como me sale, y digo las cosas que todos sabéis…..”
(Acto III, escena II)
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La siguiente parte del discurso es la Narración‐Exposición, donde el que habla empieza a abordar la cuestión de fondo que le ocupa. Usa ya elementos retóricos y discursivos que embellecen su exposición y le añaden interés: ya sea saliéndose brevemente del argumento principal, invocando a favor de su tesis determinados hechos sobre los que luego volverá, para centrar la cuestión enumerando los puntos que se propone abordar.
Brevedad, claridad y verosimilitud han de ser las cualidades esenciales de esta parte del discurso, adecuadamente graduadas según se pretenda convencer, conmover o deleitar.
Es ahora, cuando el orador refuerza su propuesta argumentando razonadamente lo que quiere defender. A esa parte del discurso se la llama así Argumentación. Y la apoya en pruebas que confirman y demuestran sus puntos de vista, al tiempo que desmontan, o confutan las del discrepante. Es el centro, la substancia del discurso persuasivo. Confutar es rebatir con argumentos lógicos las tesis contrarias.
En esta fase argumentativa, se suele seguir un método inductivo, a fin de llevar al oyente hacia las conclusiones. En su apoyo, suelen emplearse elementos de autoridad o contraste, que asienten sin lugar a dudas lo que queremos que todos colijan.
En esta fase es muy importante la adecuada ordenación de los argumentos demostrativos. Cabe hacerlo en orden decreciente o creciente; pero la eficacia aconseja empezar siempre por los argumentos más fuertes. Se llama orden homérico o nestoriano aquel en que los argumentos más poderosos se colocan al principio y final de la exposición. (Homero, en el 4º Libro de la Iliada, coloca a las fuerzas más débiles en el centro y a las más fuertes en los extremos de las batallas).
Finalmente, redondea o cierra su argumentación con el Epílogo o Conclusiones. El tono, el grado o la intensidad de cada parte, dependerá obviamente de la naturaleza y finalidad del discurso. Es un modelo especialmente académico en estado puro.
En todo discurso, el remate es una de las joyas de la corona retórica. Saber terminar bien no es fácil. Lo ideal es que el recurso parezca corto, que termine a tiempo, que deje en el auditorio el deseo de un poco más. Es el punto donde frecuentemente brilla la inteligencia, la originalidad y el talento del orador.
3. EL LIDERAZGO COMUNICANTE Y EL LENGUAJE NO VERBAL
Es necesario referirse a los autorizados trabajos del profesor venezolano Jerónimo Alayón Gómez, quien, a propósito de él denomina “El liderazgo
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comunicamente” nos enseña que muchos líderes ven ensombrecido su horizonte de posibilidades por experimentar barreras comunicacionales, que solo después de muchos años y larga formación consiguen superar medianamente. El año 2003 expuso por primera vez su teoría en un Curso de Extensión del Instituto Tecnológico de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, y en un Curso de Postgrado del Instituto Universitario de la Policía Metropolitana.
El estudioso venezolano entiende por Liderazgo Comunicante el ejercicio efectivo de la comunicación en tres ejes fundamentales: Oratoria, Semiología de la Comunicación no Verbal y Retórica.
1. La Oratoria es la disciplina que estudia la puesta en escena de un texto oral
2. La Semiología de la Comunicación no Verbal (o semiología del Gesto) es la ciencia encargada de estudiar el significado del discurso no verbal1.
3. La Retórica es la disciplina que estudia el diseño formal y argumental de un texto oral o escrito (a lo que también contribuyen generosamente la Gramática y la Literatura).
Conviene recordar que un 70% de toda comunicación oral está cifrado no verbalmente, y apenas el 30% restante es discurso verbal, y que, además, el discurso verbal no es siempre confiable porque resulta fácilmente manipulable, en tanto que el discurso no verbal suele ser, por su origen inconsciente, mucho más auténtico, en cuanto se genera de manera espontánea y no calculada, como reacción natural la mayoría de las veces.
1. Las modalidades de comunicación no verbal son todas aquellas señas o señales relacionadas con situaciones de interacción comunicativa que no se catalogan como palabras escritas o habladas. Se relacionan con el uso de la voz y el cuerpo para complementar el significado del mensaje, e informan acerca del estado de ánimo o la intencionalidad de la persona que habla.
1 Esta ciencia social se fundó hacia la década de los sesenta, en el siglo XX, bajo las denominaciones de Kinesia, Kinesis, Proxemia, Proxémica y Lenguaje Corporal, para hacer alusión básicamente al estudio de
la gestual humana en el seno de una comunicación oral.
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2. Los signos de los sistemas de comunicación no verbal pueden regirse por códigos culturales o reacciones naturales, que reforman de alguna manera, el significado del discurso hablado.
3. Pueden ser utilizados consciente o inconscientemente, realizando actos de comunicación ocasionalmente imperceptibles para el emisor, pero no para el receptor. Sirven para diversas funciones.
Dentro de estas modalidades complementarias, se puede contar con aspectos:
1. SUPRASEGMENTALES DEL HABLA: Algunos autores denominan "PARALENGUAJE" a este componente vocal del discurso, una vez se le ha eliminado su contenido. Comprenden el timbre o cualidad individual de la voz, el ritmo, la prosodia (entonación y pausas), y la intensidad.
2. KINÉSICOS (O QUINÉSICOS): movimientos y posturas corporales, incluidos la mirada y el contacto corporal.
3. PROXÉMICOS: concepción, estructuración y uso del espacio (proximidad al interlocutor).
La proxemia, junto con los aspectos supra – segmentales del habla, la kinesia y cronémica, conforman las que se pueden llamar variables paralingüïsticas de la comunicación. El espacio que la persona utiliza al interactuar, tanto con objetos como con personas, informa sobre muchos aspectos inherentes a su estatus, intereses, intenciones etc.
La distancia entre dos personas, generalmente es un indicador del deseo o intencionalidad por establecer una relación o interacción. Sin embargo, factores culturales como las jerarquías, la autoridad o el liderazgo, son variables que determinan el grado de proximidad espacial.
La mayoría de los estudios sobre las diferencias culturales en la proxemia coinciden en la división entre culturas de contacto y culturas de no contacto. En la primera categoría se incluyen a los iberoamericanos, árabes y mediterráneos. En la segunda se encuentran los norteamericanos, europeos del norte y asiáticos.
La Semiología del Gesto (SG) es una ciencia en ciernes, iniciada fundamentalmente en Estados Unidos durante los años 60 del siglo XX (aunque no con esta denominación, sino bajo el nombre kinesia, y con un campo de estudio más restringido: solo el gesto), y cuyo objeto de estudio es el discurso no verbal como una unidad comunicológica, como un producto lingüístico.
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Como explica el profesor Alayón Gómez, de la Universidad Central de Venezuela, se suele confundir Semiología del Gesto con Kinesia, pero la Semiología del Gesto comprende tres campos fundamentales de estudio:
1º) Kinesia, propiamente dicha: estudia el discurso gestual en el seno de la vida social.
2º) Proxemia: estudia las relaciones actitudinales expresadas en la distribución espacial de personas, objetos y mobiliario;.
3º) Paralingüística: estudia el conjunto de signos fonéticos que expresan actitudes, tales como los silencios, el relieve elocutivo (variaciones en el volumen, tono y ritmo o velocidad), reiteraciones, chasquidos, onomatopeyas (representaciones por medio de sonidos, como el tic‐tac del reloj), siseos, etc.
4. LOS ESQUEMAS DEL DISCURSO MODERNO
Por eficacia y economía procesal, en nuestros días, aquel esquema del discurso protocolario clásico, suele resumirse en dos modelos más sencillos, pero igualmente eficaces.
A. Modelo judicial
Se le llama de este modo porque reproduce esencialmente las tres fases de la intervención de los letrados en un proceso oral:
a) Informe previo o presentación del caso b) Pruebas c) Conclusiones o informe final
En este caso, el orador, introduce con carácter general la cuestión que se propone abordar, enumera y desarrolla las cuestiones que desea exponer, empleando en ello un tercio aproximado de su intervención. Planteada la cuestión, expone los elementos de refuerzo, ejemplo o demostración de sus argumentos previos. Puede hacerlo de modo más o menos solemne, incluso dosificando alguna que otra anécdota, en función del acto, del contenido y del auditorio. Finalmente, el orador cierra el discurso, estableciendo las conclusiones a las que le conduce la argumentación anterior.
B. Modelo teatral
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Recibe este nombre porque sigue el esquema del drama italiano; es decir, las tres fases tradicionales:
a) Presentación b) Nudo c) Desenlace
Al igual que en el caso anterior, el orador aborda directamente con carácter general el asunto que quiere exponer. Este modelo sirve para atender temas menos formales que en el modelo judicial y se sirve de otros recursos de la retórica y la oratoria al margen del contenido mismo. Tras esa presentación o introducción, el orador introduce un elemento de interés, curiosidad, suspense, sorpresa o contradicción. Es el nudo y sirve al que hablar para conseguir fijar especialmente la atención de sus oyentes. Finalmente, resuelve o cierra la exposición en el mismo tono –menos formal que los otros modelos‐ con que ha abordado los asuntos expuestos a lo largo de su intervención.
5. TÉCNICAS Y RECURSOS DEL DISCURSO MODERNO
Una de las torturas frecuentes de los oradores pesados es la de anunciar que van a terminar, y seguir adelante como tal cosa. Nunca se debe anunciar que va a terminar y seguir hablando. Se debe concluir realmente. El público agradece la brevedad. No se debe abusar del auditorio. Por interesante que sea una exposición, en cierto punto, la atención declina. El discurso pautado debe tener una medida razonable y concluir sin anunciarlo previamente.
Reglas a recordar:
a. Se suele distinguir entre el discurso literario y el académico, que suelen centrarse en aspectos de la realidad próxima que analiza científicamente. Su función es trasmitir conocimientos, en tanto el literario se conforma con entretener.
b. La estructura retórica del texto refiere a la organización de los argumentos y a los modos de presentarlos en función del propósito del discurso. Es la "argumentación". Los párrafos del texto se agrupan en secuencias, cada una de las cuales cumple un rol dentro de aquélla.
c. El texto debe construirse a partir de una idea central, la "tesis”, que se sitúa al comienzo de la exposición. Su propósito es enunciar la hipótesis que se busca demostrar o, dicho de otro modo, la conclusión del razonamiento
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No es lo mismo pronunciar un discurso que “decir unas palabras”. Los discursos o bien forman parte esencial de un acto protocolario o son el complemento o broche final en actos como homenajes, almuerzos, etc.
Los puntos fundamentales para preparar una intervención son:
• Determinar al objetivo del parlamento.
• Planteamiento inicial (que se hará en función variables: quién es el público, motivo de la charla, objetivo determinado anterior).
• Tema de la intervención (una vez definido el objetivo y teniendo un planteamiento inicial).
• Cierre o conclusión.
Si la organización lo permite, se debería el lugar donde va a tener lugar la intervención para hacerse una idea de la situación del público, posición en el escenario o estrado, y otros detalles.
Debemos anticiparnos en cierta medida a lo que el público espera de nosotros. Un buen consejo es que si en nuestra intervención tenemos que citar algunos nombres, es conveniente apuntarlos para no olvidarlos o confundirlos.
Actos de Estado, almuerzos y agasajos
En los actos de Estado (visitas ilustres, jefes de Estado, etc.) se suele ofrecer una comida o cena en su honor. Se impone un pequeño discurso al término del agasajo. Se saluda y da la bienvenida al invitado de honor (por parte del anfitrión) y éste responde. Es habitual que en este tipo de actos se formule un brindis por el invitado de honor, por la buena marcha de su país, institución o empresa. Se debe disponer de antemano el texto tanto del anfitrión como del invitado para evitar incoherencias y contradicciones.
Si el invitado extranjero va a decir algo más que "unas palabras" habrá que contar con un sistema de traductores o haber impreso el mismo en el idioma del resto de los invitados. También es posible elegir un idioma común que todos entiendan (generalmente, el inglés).
Esquema parecido tienen los actos de homenaje en el ámbito de la empresa o las instituciones:
a) El organizador, brevemente, explica el motivo del homenaje y presenta a quienes van a hablar sobre el homenajeado.
b) Intervienen los oradores previsto. No más de 3. Ningún espontáneo.
c) El homenajeado da las gracias.
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En Europa y los países de cultural española o portuguesa, se acostumbra a que los parlamentos sean al final, entre los postres y el café y los licores. En cambio, en África, el Norte de Europa el mundo anglosajón y Extremo Oriente se suele hacer al principio de la comida. El discurso es en nuestra cultura un elemento esencial de la mesa ceremonial. Compartimos con nuestros amigos italianos una irrefrenable pasión por la palabra, sobre todo, a los postres de un buen banquete. Pero aun en ello hay categorías, y nuestros vecinos mediterráneos nos superan, ya que incluso los oradores se increpen y discrepan entre sí, en la más pacífica de las ocasiones.
Contrasta con la fría eficiencia anglosajona, cuyos usos imponen que, de haber palabras, se digan antes de empezar el yantar y que, en todo caso, sean breves y comedidas. No se propone aquí ‐porque insisto que esta reflexión se instala en el respeto a nuestra tradición y costumbres peculiares‐ una ruptura y cambio de uso, sino una adecuación de nuestros hábitos al sentido común o, si se prefiere, a la eficacia y la utilidad. No es lo mismo ciertamente el mero discurso ceremonial y de cortesía, que aquellos otros que, a modo de corolario, pretenden convencer, remachar o impulsar una idea en la persona a quien nos dirigimos. Desde luego, se impone la regla del orden y la previsión.
Cuando sea inevitable que se tenga que hablar, debe precisarse con sentido de la economía procesal quien debe hacerlo y durante cuánto tiempo como máximo. Incluso, cuando ello sea posible, se aconseja limitar o repartir los contenidos, para que quienes tomen la palabra tengan oportunidad de decirse algo nuevo y original.
Como indica José Antonio de Urbina es bien diversa la suerte de quien hable primero o último, siendo la ventaja para el primero, quien puede agotar los argumentos y privar a los sucesivos de nada original que añadir. Hay que poner fin a esa tediosa sucesión de parlamentos, de lugares comunes que inevitablemente nos provocan el bostezo y el deseo de salir cuanto antes del lugar de tortura en que voluntariamente nos hemos encerrado.
Detalles obvios
La salutación es una parte esencial del discurso: Se comienza saludando al invitado de honor y luego al resto de personas presentes (“Señoras y señores”. “Damas y caballeros”. “Miñas donas, meus señores”). Si es un acto privado o de empresa, y no obstante, si hay alguna alta personalidad o autoridad se le debería nombrar por cortesía. En este caso, de ser varias, nos atenemos al ordenamiento oficial de autoridades públicas. Conviene conservar las viejas fórmulas del lenguaje forense o académico, como comenzar el discurso “con la venia”; es decir, con permiso del anfitrión. El discurso académico o literario se debe cerrar con una frase hecha. En España usamos: “He dicho o Es lo que quería decir y lo ha dicho”.
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Un buen orador no solamente habla, sino que toma en cada momento la temperatura a su auditorio. Mediante los recursos conocidos debe mantener atención y ritmo en su intervención. Pero si advierte fatiga en sus oyentes, debe concluir cuanto antes. Nunca debe apretar o correr. Es desastroso. Algunas pausas breves, reducir el tono del discurso, dosificar anécdotas y sucedidos, pero sin pedantería, ayudan a mantener la atención y la adhesión del público. Nada de repetir lugares comunes. Se debe ser original.
Se debe mirar al auditorio: dirigirse al conjunto como si fuera una persona, incluso buscando la complicidad de aquél. Si el ambiente es envolvente, debemos girar de vez en cuando para enfrentarnos a todos los asistentes
Suele aconsejarse, a menos que uno sea un buen orador, leer los discursos. Lo malo es que no todo el mundo sabe leer con gracia y entonación, incluso entre excelentes escritores. Pero es la doctrina del mal menor. Leer más seguro y no le traicionará la memoria. Si no deseamos leer de forma literal nuestra intervención, debemos tener, al menos, un esquema de la misma, en frases esquemáticas, que nos vayan guiando y que nos sirvan de referencia en caso de olvido o cualquier otro posible contratiempo
Lo que enseña la práctica
Si uno es de los últimos en hablar, debe ser más breve y ameno que el resto. La audiencia está más cansada y distraída que al principio, y muchas de las cosas ya están dichas:
La preparación y ensayo siempre proporcionan seguridad. Cuando tenga que hablar, hágalo con naturalidad. Nunca comience con una falsa modestia (dudando de la razón por la que le han invitado o cosas por el estilo) o refiriéndose en exceso a usted mismo, aunque sea el homenajeado. Que lo hagan los otros.
Fije la atención del público nada más empezar con un esquema general de su intervención. Esta primera impresión es importante al comienzo, ya que de ella depende, en gran medida, el éxito posterior de nuestra intervención.
Casi todos los expertos recomiendan un ensayo frente al espejo, para que podamos vernos, aparte de escucharnos, y ver nuestros gestos y nuestros movimientos de manos y del cuerpo. También recomiendan el uso de una grabadora, para encontrar posibles errores de tono, dicción, etc. El setenta por ciento de la expresión humana es gestual. Pero se debe controlar, cuando se habla en público. Ni la fría expresividad del inmóvil ni el exceso de gestos ayudan a la solvencia del conferenciante. Se debe ser expresivo, pero natural. Los grandes actores suelen ensayar ante el espejo. ¿Por qué no hacerlo para corregir tics y errores?
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Si le toca hablar de temas que no domina, pida el consejo de profesionales o expertos en la materia, para que le asesoren (y por supuesto realice más ensayos para cubrir esta carencia, y dar la impresión al público de que domina el tema tratado).
Cuando se habla de otras personas o de trayectorias en diversos ámbitos (negocios, laboral, etc.), se puede hacer una introducción histórica previa que ponga en situación a los oyentes.
Para atraer la atención, si es una comida, no haga ruido con la cucharilla en una copa. Simplemente carraspee al micrófono o dele unos golpecitos como si probara si funciona.
Una cosa es intervenir cuando el discurso está previsto, y otra tener que improvisar. En estos casos, la experiencia aconseja:
No lo intente hablar en un idioma que no domine. No trate de mencionar a todo el mundo, siempre podría olvidarse de alguien y podría molestarse. Limítelo al invitado de honor o al anfitrión.
Piense como terminar. Sea breve. Por si acaso, si acude a un acto en el que puede surgir este imprevisto, no está de más llevarse unas palabritas apuntadas.
6. LA LECTURA DE ADHESIONES
Otra repetida disfunción que es preciso desterrar del protocolo de gestión de un acontecimiento con banquete, es la lectura de adhesiones sin fin. Uno de los más extendidos usos fuertemente arraigados en nuestra cultura se repite en todos los actos de homenaje, reconocimiento, adhesión o semejantes, celebrados en torno a una personalidad.
Además de las loas, las placas, los presentes y los discursos, los organizadores se creen en la ineludible obligación de leer todos y cada uno de los telegramas, todas y cada una de las cartas, mensajes, comunicaciones, correos, faxes o cualquier otro modo de sumarse al acontecimiento sin estar presente que se le pueda ocurrir a uno.
Veamos las disfunciones que esta práctica conlleva
a) Se destaca la presencia de los ausentes en contra de la propia evidencia de los presentes.
b) Se pondera la adhesión de personas de mucha menos relevancia que otras que sí están presentes, a quienes nadie nombra. Lo que convierte esta práctica en una descortesía añadida.
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c) Se somete al conjunto de los asistentes al trance de tener que escuchar mensajes personales, dirigidos al homenajeado, que nada interesan como tales al resto de los presentes.
d) Prolonga aburrida e innecesariamente el acto.
Es cierto que, en la intención de quienes se empeñan en leer estos mensajes reside el deseo de el destinatario de los mismos se sienta arropado por todos y que se justifique la no presencia de quienes se excusa. Pero no es menos cierto que quienes envían encendidas notas, en no pocas ocasiones, simplemente no han querido acudir. Otras veces, al leer mensajes de personajes relevantes se pretende reforzar la figura de la persona a quien se ofrece el agasajo.
En todo caso, vista las disfunciones que esta práctica presenta, se recomienda con carácter general:
a) Debe suprimirse la lectura de las adhesiones en su conjunto, que, en todo caso, deben entregarse al interesado.
b) Se hará una mera alusión nominal y selectiva, genérica y reducida de alguna de esas adhesiones, con especial cuidado de no incurrir en la práctica que se trata de evitar.
7. AGASAJO Y TRADICIÓN: LOS BRINDIS
Tanto en el protocolo institucional, como en el protocolo de empresa, la comprensible necesidad de "quedar bien" suele incurrir en excesos y malos usos que consiguen efectos justamente contrarios a los que se pretende alcanzar.
El exceso en el banquete, haciendo del mero placer de comer, sin otra utilidad, una función en sí misma, es una tardía costumbre que enlazará con la decadencia romana. Pero parece que hubiera llegado a nosotros aquel prejuicio de que para invitar es preciso siempre el exceso.
Conviene distinguir entre lo que debe ser un banquete de trabajo y un banquete ceremonial, social o de homenaje. En el primer caso, tan frecuente en el mundo de la empresa se aconsejan estas reglas:
a) Adecuación del número de invitados a las posibilidades reales de mantener una conversación profesional.
b) Elección del marco adecuado, con la necesaria reserva y comodidad. c) Elección de un menú ligero, sin que por ello sea necesario prescindir de la
presentación de platos o productos de la tierra que se deseen mostrar o promocionar.
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d) Supresión de todo tipo de discurso ceremonial que no sea imprescindible y sustituirlo por verdaderas conversaciones de trabajo.
e) Previsión rigurosa de los márgenes de tiempo dentro de los cuales se enmarcará el acto
f) Si la visita programada concluirá con un almuerzo de trabajo, supresión durante el resto de la misma de todo refrigerio, con carácter general; salvo que sea imprescindible servir algún refresco o café en algún momento.
El brindis es una de las más viejas costumbres de la humanidad. Se cree que tiene su origen (el chocar las copas) en la Edad Media, cuando era frecuente que unos envenenasen a otros con todo tipo de pócimas. Era una medida preventiva, ya que los líquidos pasaban de unas copas a otras, y cada uno podía asegurarse de que no le iban a envenenar. Hoy en día, es un acto muy común. Dicen que en el Saco de Roma, los soldados alemanes y españoles de los famosos Tercios, al brindar por Carlos V extendieron la costumbre, tras haber derrotado al Papa.
En los brindis no se chocan nunca las copas ni se hacen extrañas contorsiones. Se levanta la copa a la altura de los ojos y se adelanta discretamente en dirección a la persona con la que queremos brindar. Ni se dice “chin‐chin” ni nada semejante. Nunca se brinda con agua. Si la persono es abstemia, hace simplemente el ademán de beber.
En cuanto a la indumentaria, al igual que ocurre en cualquier otro acto o evento, deberá ir acorde a la "etiqueta" que se requiera. Si nuestra intervención, es para un público general (no se enmarca dentro de ningún acto formal: una cena de gala, un homenaje, etc.), nuestro vestuario deberá ser todo lo formal que la ocasión lo requiera (teniendo en cuenta otros factores: como lugar, hora de celebración, época del año, etc.).
Precauciones si el acto es televisado. En la vestimenta se deben evitar los colores brillantes, y los tejidos que reflejan. Las prendas blancas, dependiendo del tejido, producen ciertos molestos halos de luz, y no hacen buen contraste; lo mismo que las telas brillantes. Se deben evitar joyas o bisutería que puede dar lugar a reflejos molestos
8. LA PRECISIÓN DEL LENGUAJE. UN CASO PRÁCTICO: ¿IBEROAMÉRICA A LATINOAMÉRICA?
Concluyamos con una reflexión, con un ejemplo práctico sobre la precisión necesaria en el lenguaje. Y no creo que existe marco mejor que éste para lanzarles una pregunta. Desde mediados del siglo XX, coincidiendo con el inicio de la hegemonía mundial de los Estados Unidos, luego de la I Gran Guerra, se institucionalizó el uso del término de origen francés “Latinoamérica” para referirse a un conjunto de países de habla castellana y portuguesa frente al uso hasta entonces vigente de Hispanoamérica
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o Iberoamérica. Lamentablemente, aquella imprecisa expresión que no responde a un concepto geográfico ni sociológico, sino político convencional se ha impuesto.
Pero veamos el origen de las cosas:
"La guerra intelectual contra la herencia española en las Américas culmina con la aceptación internacional del término Latinoamérica" (Vintila Horia)
El Lacio (Latium, palabra que probablemente significaba ‘llanura’) es la región que circunda a la ciudad de Roma. Sus habitantes eran los latinos y su lengua el latín. La expansión de Roma llevó la cultura y lengua latinas a un amplio conjunto de pueblos mediterráneos de los que surgieron las actuales lenguas románicas o neolatinas (español, portugués, catalán, francés, italiano y rumano, entre las principales). El descubrimiento del Nuevo Mundo trasladó al continente americano las lenguas y la cultura de estas naciones. De ahí el origen etimológico de Latinoamérica.
Por lo que respecta al adjetivo "hispano" hace referencia, por supuesto, a Hispania, el nombre con que los romanos conocían a la península Ibérica. El origen de "Hispania" es desconocido; algunos sostienen que podría proceder de una palabra fenicia con el significado de ‘tierra de conejos’, por la abundancia de este mamífero. "Hispania" se convirtió en castellano en "España"; del diminutivo "hispaniolus" surgió el gentilicio "español".
El argentino Alberto Buela, al reivindicar la voz “Hispanoamérica” explica
"El término Latinoamérica si bien empleado por primera vez por el franco‐colombiano José Torres Caicedo en 1851, es utilizado en su sentido estricto por Michel Chevallier consejero de Napoleón III en el momento de la expedición francesa a Méjico, quien en sus crónicas habla de la "otra América, católica y latina". Así la prensa francesa con motivo de la expedición de Maximiliano en 1861 comenzó a hablar de "América Latina" y Napoleón III en 1863 al dar sus instrucciones al general Forey para la expedición militar a Méjico, afirmará: "Es dable devolver a la raza latina su prestigio.allende el océano". Lo que pretendía Napoleón III era hacer jugar a Francia una función decisiva en América hispánica, sobre la base de su ulterior extensión "como país latino". En definitiva, Latinoamérica o América latina es un invento de la intelligenzia colonial francesa para "curarse en salud". Es decir, para incorporar sus territorios americanos a un proyecto que siendo hispanoamericano le resultaría totalmente extraño y pondría en cuestión sus mismas posesiones en América del Sur".
“Ni los habitantes del Canadá francés (Québec), ni los italo‐
norteamericanos, ni los haitianos se llaman a sí mismos latinoamericanos, lo que muestra a las claras la imposición ideológica del término, habida cuenta que todas estas comunidades son de lengua derivada del latín. Con lo cual se produce un doble mentís a un término bastardo e interesado, que sólo a servido para extrañarnos a nosotros mismos en el modo o manera de designarnos. En una palabra, no es un término ni de carácter lingüístico ni
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cultural, es una creación ideológica ex professo para enmascarar los intereses de las potencias coloniales en Nuestra América”.
¿Son latinos los franceses que habitan en las provincias canadienses que hablan el idioma de Moliére? ¿Y lo son los de la Martinica, o más bien pertenecen a la Francofonía?
¿Y los italianos de Nueva York, son latinos o italoamericanos?
¿Por qué nos referimos al Africa francóna?
¿Por qué no usamos la expresión América Germánica para referirnos a los pueblos del Norte del Río Bravo?
El término "Latinoamérica" o "América Latina", a pesar de ser comúnmente aceptado por la propia población de los países a que van referida, tiene sus detractores, en especial grupos indigenistas y antirracistas, estos grupos califican el término como una denominación de sólo de la población de raza blanca del subcontinente, ya que los indígenas y negros no son latinos y, en el caso de los primeros, no todos hablan español o portugués, que son los origines del nombre "América Latina". Muchos promueven llamar a la región "Indoamérica" término acuñado por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y así incluir la herencia indígena. Otros grupos nacionalistas establecen que la región se debe llamar simplemente "América", ya que consideran que Estados Unidos les "robó" el término.
Simón Bolívar quizo llamar toda la región "Colombia", en honor a Cristobal Colón, según el parecer del Libertador, Colón tenía más merito, que Américo Vespucio, para poseer su apellido para nombrar el continente. En la época de Bolívar el subcontinente era nombrado "América Meridional", "América del Mediodía", también persistía el término de "Indias Occidentales". Pero en sus escritos, Bolivar prefiere utilizar “La América antes española”
Francisco Lombay dice que latinismo y los intereses económicos e ideológicos de Francia están estrechamente ligados. A pesar de que en sus orígenes el término también tenía un contenido diferenciador del anglosajonismo, a partir de finales del siglo XIX, y en adelante, el término es asumido por los Estados Unidos, como fórmula para eliminar el de Hispanoamérica, con su connotación de una cosmovisión católica, que conlleva, y facilitar la política panamericanista que favorece a sus intereses y los de las multinacionales. Y así es Woodrow Wilson el primero en utilizarla oficialmente. Desde entonces la idea se potencia, circula y se difunde hasta adquirir su prevalencia a partir de finales de los años cincuenta del siglo XX.
Y el chileno Jaime Eyzaguirre añade : "El término Indoamérica sustituye el factor común cristiano y occidental de nuestra cultura común por una deificación racista y que se despliega ciegamente en bajos estratos de la biología para rechazar todo contacto con el espíritu universal, la otra denominación de Latinoamérica... disfraza malamente el propósito de diluir el nombre español en una familia genérica de que daría cabida preponderante a otras naciones” (Hispanoamérica del dolor Santiago de Chile, 1968). Y el mejicano José Vasconcelos nos indica como el sajonismo, cuyo dominio propugna el panamericanismo, busca el dominio exclusivo
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de los blancos mientras que la hispanidad encuentra su misión en la formación de una nueva raza: la raza síntesis, la raza cósmica (Obras completas, Méjico 1958).
En 1821 se formuló la doctrina del «destino manifiesto» que se remató en 1822 con el mensaje de Monroe al Congreso: «América para los americanos». Y a partir de entonces, la marcha hacia el Sur, hacia el Pacífico, a base de tratados, ocupaciones y astucias: Texas, Arizona, Nuevo México, Colorado, Nevada, California y Utah, son incorporados a la Unión. La raza anglosajona amenaza a la raza latina, según denuncia el colombiano José María Torres Caicedo en su poema «Las dos Américas». Y los años siguientes demostraron hasta la saciedad cómo la política exterior y la diplomacia norteamericanas seguirían en esa dirección.
Según una benévola explicación, Francia, que se consideraba defensora de la latinidad, no podía permanecer indiferente ante esta invasión. Y como España no estaba en condiciones de asumir la defensa de lo hispano, y menos de lo latino, el economista francés Michel Chevalier, que había viajado por el Nuevo Mundo, y a la sazón era consejero y ministro de finanzas de Luis Napoleón, ideó y perfiló el concepto de Europa Latina para oponer al de América Sajona. Planteado como un conflicto étnico, era necesario trasladarlo a América para construir la defensa a fin de evitar que los dominadores anglosajones del Norte traspasen la línea del Río Grande o Bravo. Y se aprovechó esta ocasión para el envío de tropas a México, con cuya ocupación se preparaba el desembarco para restaurar una monarquía latina. La frustrada operación, que se saldó con el fusilamiento del emperador Maximiliano, en 1867, tras un efímero imperio de tres años, obligó a la retirada de Francia, en un final previsto por Prim, comunicado en carta a Napoleón III, así como por Castelar.
Y en 1856 aparece el nuevo concepto de la América Latina, Latinoamérica, con objetivos político‐culturales, en textos del citado Torres Caicedo y del chileno Francisco Bilbao, que escribían desde París. Y aunque estos términos empiezan siendo utilizados como equivalentes o sinónimos de los entonces vigentes América Hispana o Hispanoamérica, lo cierto es que estos últimos dejan de emplearse poco a poco, a impulsos de un movimiento indigenista de raíz antiespañola, encabezado por Vasconcelos, quien lo abandona para confesar, poco antes de morir, que «parias del alma nos quedamos al renegar de lo español que había en nosotros».
Si bien el nombre de América es el resultado de un error del cartógrafo Waldseemüller, ahora se corre el riesgo de perder el apellido de Hispana, que se pretende sustituir por uno igualmente erróneo. Es el «coste semántico» de que habla Rubert de Ventós. Las nuevas expresiones fueron prácticamente desconocidas en España. Los mismos franceses usaron durante cuatro siglos el nombre de Amérique Espagnole; los ingleses y norteamericanos, el de Spanish America. Una gran revista científica y una importante entidad cultural en Estados Unidos se llaman respectivamente «Hispanic American Historical Review» y «The Hispanic Society of America». Los norteamericanos decían y dicen todavía The Spanish Península cuando se refieren a la nuestra.
Las propias jóvenes repúblicas nunca se consideraron latinas sino siempre españolas, hispanas, hispánicas, hispanoamericanas. El cubano José Martí y el nicaragüense Rubén Darío hablaban frecuentemente de nuestra América. El canónico mexicano José Mariano Beristain de Souza publica en 1816 una obra de erudición que titula «Biblioteca hispano‐americana
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septentrional». Y en 1845, el político e historiador francés François Guizot se refería a ellas como «las repúblicas españolas de América».
Los nuevos términos afrancesados no dejaron de producir enérgico rechazo. Don Juan Valera preguntaba:«¿Qué tiene que hacer el Lacio con nuestros países?» Y el uruguayo José Enrique Rodó escribió en su Ariel: «no necesitamos los sudamericanos cuando se trata de abonar esta unidad de raza, hablar de una América Latina; no necesitamos llamarnos latinoamericanos para levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos, porque podemos llamarnos iberoamericanos, nietos de la heroica y civilizadora raza que sólo políticamente se ha fragmentado en dos naciones europeas; y aún podíamos ir más allá y decir que el mismo nombre de hispanoamericanos conviene a los nativos del Brasil…»
En los primeros años del pasado siglo los nuevos términos tampoco tuvieron mucha aceptación, ni en España ni en el extranjero. Cuando el historiador francés Fernand Braudel procede al estudio de la América del Sur, dice que «recientemente, primero en Francia (en 1865 y entonces no sin segundas intenciones) y después toda América, han concedido el epíteto de Latina». Ante los renovados intentos de las últimas décadas, para restablecer la vigencia de las nuevas expresiones, se han producido, asimismo, idénticas reacciones.
Para Américo Castro, el término de América Latina o Latinoamérica es tan inoportuno como lo sería el de Amércia Germánica aplicado a los Estados Unidos fundándose en que el inglés es una lengua germánica. Y añade que «para un español el término latinoamericano es artificial». Julián Maríasescribe: «para los países hispánicos de América, la mayor tentación ha sido el intencionado mito de Latinoamérica, palabra acuñada con propósitos políticos a mediados del siglo XIX, y cuya falsedad se revela por el hecho de que nunca se incluye a Quebec; esa expresión finge una unidad suficiente sin referencia a España, es decir, al principio efectivo de vinculación de sus miembros entre sí”.
Eduardo Carranza entiende que “Latinoamérica no es más que «una palabra moderna que pretende disminuir la hazaña fundamental de España en América, no es más que una forma de renegar de la filialidad hispánica en un sentido étnico y cultural me parece un término repulsivo. Yo me siento latino, soy un criollo colombiano, hispanoamericano y, más anchamente, hispánico».
Guillermo Cabrera Infante critica el uso generalizado de Latinoamérica, latinoamericanos, y propone se usen más los de Iberoamérica, iberoamericanos, o, por qué no, Hispanoamérica, hispanoamericanos. Muy significativas, al efecto, son unas declaraciones de Octavio Paz en 1990: «Iberoamérica no me gusta, porque hubo una Iberia en Asia. Prefiero Hispanoamérica cuando hablo de los escritores americanos en lengua española, y para referirme al conjunto ‐los brasileños hablan portugués y los haitianos francés‐, entonces creo que es mejor decir Latinoamérica. En general, me quedo con hispanoamericano».
El norteamericano J.C. Cebrián, al rechazar la denominación de América Latina y afirmar la adjetivación española, alega que los países hispanoamericanos son hijos legítimos de España, sin intervención de Francia ni de Italia ni de ningún otro país. «España sola alumbró esas nacionalidades, descubrió aquellas tierras, las colonizó, perdió en ello a sus hijos, gastó sus caudales, empleó su inteligencia y sus métodos propios, censurables o no,
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como tantas veces lo han considerado otros países. España sola dotó a aquellos pueblos de una lengua común, de unas leyes, usos, costumbres, vicios y virtudes... Y una vez emancipados, todo el mundo los continúo llamando países hispanoamericanos o repúblicas hispanoamericanas».
Manuel Marí señala:
La gubernamental «Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura» (OEI), de ámbito hispano‐portugués‐americano, emplea solamente los vocablos Iberoamerica/Iberoamericanos tanto en sus Estatutos como en su Reglamento Orgánico.
La misma Casa de América, de España, dependiente de la Secretaría de Estado para Iberoamérica, emplea con demasiada frecuencia las expresiones América Latina/Latinoamérica; aunque hay que reconocer que a veces se ve forzada por el título de las mismas personalidades o instituciones que protagonizan sus actividades. Si bien últimamente parece que, poco a poco, van desapareciendo y se emplean las más correctas. Y así no es de extrañar que muchas empresas públicas o privadas, utilicen esas expresiones.
Si se dice América pre hispánica y no pre‐latina, lo procedente es nominar a la época siguiente como América hispana, y no América Latina. La importancia de precisar todos y cada uno de estos conceptos se observa si se tiene en cuenta que todo francés, que deliberadamente dice América Latina y no Iberoamérica para referirse al Nuevo Mundo, habla de Africa francófona y no se le consentiría hablar de Africa Latina que, en buena lógica, comprendería la lusofonía y la francofonía, excelentes ejemplos de latinidad.
Francia sigue empeñada en hacer notar su presencia y su influencia en las repúblicas hispanoamericanas. Revive sus nostalgias del fracasado Imperio, y en las últimas décadas reorienta su política exterior hacia aquellas tierras. Recuérdense los viajes presidenciales: desde De Gaulle en 1964 a todos los países del Continente, con su uniforme de General. Y los de Giscard d'Estaing a Brasil en 1978 y a México en 1979, a donde llegó procedente de Quebec, a cuyos habitantes llamó francófonos, en tanto a los mexicanos ofendió calificándolos de latinoparlantes y no de hispanoparlantes.
El defensor del vocablo Hispanio se debe a Ramiro de Maeztu en su obra titulada, precisamente, Defensa de la Hispanidad, en donde dice que hispánicos son todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la Península. Hispanidad es el concepto que a todos los abarca. Y aporta los testimonios de Camoens: «Unha gente fortissima de Espaha llama en «Os Lusiadas» (canto I, estrofa XXXI); del humanista André de Resende, que dice «Hispani omnes sumus», en frase que elogia Carolina Michaëlis de Vasconcelos. De Almeida Garret cuando afirmaba: «Somos Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a Peninsula hispánica». Y el más expresivo de Ricardo Jorge, que ha dicho: «Chámese Hispania a peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispánico ao que he diz respeito».
Más recientemente, el Director del Instituto Camoens en Lisboa, con ocasión de una intervención en la Casa de América, decía que Portugal forma parte de la Lusofonía, con
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Brasil y los cinco paises africanos más Goa, y de la Hispanidad. La poetisa portuguesa Natalia Correia, nacida en Azores, escribió un libro cuyo título reza así: Todos somos españoles. La Defensa de la Hispanidad de Maeztu, tiene en la América Hispana aparte de la resonancia poética de Rubén Darío o de Pablo Antonio Cuadra, el acompañamiento de José Enrique Rodó, Barreda Laos, Gustavo Kosting, Carlos Lacalle, Jaime Eizaguirre, Enrique Corominas, Juan Carlos Goyeneche y Oswaldo Lira, entre otros, para todos los cuales «la unidad hispanoamericana procede de España y luego la comprende con el nombre de Hispanidad».
En España, el doce de octubre de cada año se celebra el Día de la Hispanidad.
Guillermo Díaz Plaja propone finalmente, este uso de las tres acepciones:
LATINO‐AMERICA comprende todas aquellas zonas pobladas del Nuevo Continente cuya cultura proviene de la Europa Latina, en lo que se distinguen de los que proceden de la Europa Sajona. Así, dice, serán latinoamericanos los habitantes del Canadá y la Guayana francesa, Haití y algunos Estados de la Unión, como Luisiana, Texas, California, etc.
IBEROAMERICA comprende aquellos países que, colonizados por España y Portugal, conservan orgullosamente tal origen, aunque a veces renieguen de él.
HISPANOAMERICA, con cuya hermosa expresión, agradable para todo buen nacido español, comprendemos el área restringida de los que, descendientes de nuestros compatriotas, que emigraron, hablan y rezan en nuestra lengua. En cualquier caso, concluye Díaz Plaja, es más perdonable llamar hispano a un portugués que decir que Argentina y Chile forman el cono Sur de Latinoamerica. Será difícil convencer a algunos extranjeros, franceses especialmente, para que acepten que LATINOAMERICA, IBEROAMERICA e HISPANOAMERICA no son vocablos sinónimos, ya que cada uno de ellos tiene su propio significado y alcance. Pero es de esperar que los españoles, conociendo el origen de los mismos y, sobre todo, la segunda intención de alguno de ellos, pongan un especial interés en precisar su adecuado uso, dejando al margen posiciones falsamente progresistas que, en el fondo, muestran un evidente deseo de mostrarse como un neoafrancesado cuando no un inexcusable ignorante de la Historia.
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