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iolet Robson despertó tras una breve siesta que si-Vguió a un almuerzo frugal, y fue hasta la ventana. El hotelen que se había alojado tenía una ubicación privilegia-da. No parecía estar enfrente sino dentro del parque, queera, a su severo juicio, el más bello de la ciudad. Sinembargo, nunca se sentía del todo a gusto en Londres.Siempre tenía la sensación de ser una turista. Ni siquierala amistad de Virginia y el que ella la estuviera esperan-do, le alcanzaba para superar ese desagrado, que tal vezfuera injusto. Edimburgo era su reino y ella ejercía allíuna suerte de despotismo ilustrado. Los músicos y los es-critores la habían erigido a ese sitial, y al fin y al cabo ellano era más que una viuda acaudalada con una dosisdiscreta de esnobismo y una generosidad natural. Sin dudala austeridad que se reflejaba tanto en la decoración desu casa como en el vestir, le había ganado la simpatía delos escoceses. Londres la ignoraba, pero ella había sabi-do conquistar el respeto y el cariño de esa mujer excep-cional que era ya, a sus veinte años, Virginia Stephen.Mantenían una correspondencia asidua, y ella guardabalas largas y a veces muy literarias cartas de Virginia, comoun tesoro inapreciable. Y la amistad se había encendidocon el encuentro en Italia, en Florencia, un encuentroque sólo Violet sabía que no había sido casual.

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Ahora sir Leslie Stephen había muerto, y ella habíadejado pasar un tiempo prudencial para hacer su visitade duelo. Esa prudencia tenía que ver con su reconocidasobriedad. No era de esas viudas ricas e invasoras queirrumpían en las vidas de las muchachas solteras parahusmear y beneficiarse no sólo del atractivo de la juven-tud, sino especialmente de las vicisitudes de sus sueños yproyectos matrimoniales. Por suerte, Virginia no parecíaobsesionada por esas perspectivas y daba más importan-cia a su realización como persona independiente. Violet,que sólo se había hecho independiente al enviudar, cuandoya tenía más de cuarenta años, admiraba ese arrojo y esaopción en la muchacha de veinte.

Cuando tomó de la mesa de luz su reloj pulsera, quehabía sido el de su marido y que le daba un toque mas-culino, comprobó que todavía le faltaba una hora y me-dia para llegar a la invitación de las Stephen, que era,como correspondía en Londres, al té de las cinco, lo quede algún modo le quitaba solemnidad a la visita protocolar.No pensaba gastar esa hora y media en recorrer BondStreet. Pero la invadía un sentimiento de anticipación res-pecto al regalo que había traído para Virginia y abrió elplacard donde permanecía guardado tal como se lo ha-bían enviado al Danieli, en Venecia, envuelta la caja enla misma tela, firmada por Fortuny, que guardaba el ves-tido. Nunca se había permitido una extravagancia pare-cida, no sólo por el costo, sino por la suprema exquisitez yal mismo tiempo la simplicidad de aquellos tres trozos detela violeta unidos en una sola pieza en que había queaprender a envolver el cuerpo casi desnudo. Y ella, lasobria e incluso tímida viuda de Robson, lo había apren-

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dido, alentada por Virginia, poseída por una suerte defuego sagrado, en aquel bellísimo palacio al que habíanaccedido gracias a las averiguaciones de Vanessa. Por-que el genio de Fortuny no se publicitaba como el de unmodisto cualquiera sino que era un secreto rodeado demisticismo. A la Duse la vestía Fortuny, y a las mujeresmás ricas del orbe, pero estas mismas tenían que aceptarlos ritos de iniciación. La propia Sarah Bernhard no habíapodido acceder, y tenía que conformarse con Vionnet ycon Worth, en medio, seguramente, de un ataque de ner-vios. Y he aquí que gracias a los contactos de Vanessa,una simple viuda de un escocés fabricante de whisky y sujoven amiga aspirante a escritora, se paseaban por aque-llos imponentes espacios del palacio y las modelos desfi-laban para ellas.

Del propio Fortuny, sólo habían oído la voz, lo quedebía ser un truco más de todo aquel maravilloso invento.Vanessa, todavía aprendiz de pintora, había preferido que-darse estudiando las técnicas de la tintorería, interesadatambién, sospechaba Violet, en el fogoso tintorero que selas explicaba. La verdad es que el deslumbramiento de labuena señora por el genio de Virginia no se hacía exten-sivo a su hermana mayor. Violet advertía una vaga des-confianza de su parte, incluso no estaba segura de queno pusiera en duda la legitimidad del encuentro casualen Florencia.

Virginia, en cambio, era toda sentimiento, toda entre-ga, o así lo sentía Violet: ella había venido a sustituir a lamadre y le parecía un prodigio, ella que no tenía hijos,haber establecido una relación tan profunda y sinceracon una muchacha que todo el mundo consideraba des-

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tinada a la Fama, ese mito que Violet reverenciaba. Virgi-nia, además, era totalmente desinteresada. Se negó a acep-tar ningún regalo en aquella aventura compartida. E in-sistió tanto en que Violet rompiera con las convenciones ycomprara el vestido violeta y lo usara, claro, ante los estu-pefactos escoceses y en más de una velada londinense,que Violet cedió y encargó el modelo.

Ahora lo tenía en sus manos –apenas se animaba aacariciarlo, tanta era la sensualidad que le atribuía a aqueltrapo– pero hacía tiempo que había decidido que nuncalo usaría, se imaginaba ridícula envuelta en él; en reali-dad sabía, desde que lo compró, que era un regalo paraVirginia.

Y ahora todo se había dado a favor, incluso la muertedel pobre sir Leslie. Virginia se había referido más de unavez, en sus últimas dolorosas cartas, a que tanto Vanessacomo ella se negaban a enlutarse una vez más, tanto enlo que se refería a vestirse de negro (las muertes se habíanencadenado en la familia) como a evitar toda vida social,consigna que en el caso de un padre imponía la reclu-sión durante un mínimo de dos años.

Y el vestido, además, con todo su esplendor, era viole-ta. Y el violeta era un alivio de luto, un medio luto, por loque no resultaba tan transgresor al fin de cuentas. Porsupuesto, habría que modificar el vestido. Violet era tanalta y corpulenta, que alguien pensó que aquel vestido sepodría convertir en dos y vestir así a las dos hermanas.Pero esa perspectiva no le gustaba a Violet; ya había es-crito a Fortuny para comunicarle que el vestido volvería aVenecia, donde debía adaptarse a las medidas que opor-tunamente se le mandarían. Violet no pensaba ni por un

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momento en que estaba tratando a un artista, segura-mente vanidoso, como a un departamento de sastrería deHarrod’s.

Dos horas después encontró a las dos hermanas vesti-das de blanco, lo cual parecía una transacción inteligen-te en un momento en que todavía estarían recibiendo tíasde la más pura cepa victoriana. Violet entregó la caja alcriado, junto con su paraguas y su capa. Y hasta se quitósu sencilla boina y la pinchó a la capa, cosa que hastapara ella, como invitada, era un atrevimiento, pero lasdueñas de casa, al recibirla en la sala, salteándose lospésames, ni siquiera lo notaron. Como si fuera una ami-ga de confianza, que era lo que ella más podía agrade-cer. Y en la mesa no se cumplió con ninguna de las reglasque imponían el ritmo de la conversación, la alternanciade los participantes según la edad, la autoridad y el sexo,la exclusión de ciertos temas escabrosos. Era otro mundo,sintió Violet, que había tomado una vez el té con el pro-pio sir Leslie y los dos hermanastros mayores de las mu-chachas, presencias que ni siquiera Vanessa se atrevía adesafiar.

Sin saberlo, Violet estaba asistiendo a una revolución.Aquello era un preludio de Bloomsbury que sería, dentrode pocos años, el reinado de esas dos muchachas en unmundo de hombres deslumbrados y obedientes. En mediode la animación de las tres mujeres (Virginia hablabamenos, pero cuando hablaba tenía la autoridad de suinteligencia y de su originalidad), Violet observaba a Vir-ginia, y Vanessa observaba a Violet, pero todo esto no eramás que un prólogo, porque Vanessa tenía clase de pin-tura, y Violet quedaría a solas con Virginia y le daría su

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regalo. Todo estaba en orden. Sólo quedaba una dudapara Violet. ¿Cómo lo recibiría Virginia?

A solas con Violet, Virginia se entregó a cierta melan-colía. La muerte de sir Leslie le significaba una ausenciadifícil de llenar. Violet tenía que contenerse para no decirque para eso estaba ella, dispuesta, aunque no se lo con-fesaba ni a sí misma, al supremo sacrificio: venirse a vivira Londres. Si era posible, a adoptar a Virginia. Pero almismo tiempo no tenía más remedio que tener en cuentaque las ansias de independencia de las hermanas iban enotra dirección. No buscaban protección, por cierto.

Aunque Virginia, con todos sus arrestos, era tan frágil.No había más que observarla. Esa piel transparente, esosojos perdidos en el ensueño, ese cuerpecito lánguido. Unapaloma. Violet se complacía en llamarla así: Paloma. PeroVirginia se identificaba más con los monos y las liebres, yese era un lenguaje cifrado que usaban las hermanasentre ellas y al que Violet no tenía acceso.

Ahora estaban en el salón y Violet aprovechó una au-sencia de Virginia para pedirle al mayordomo que le acer-cara la caja que le había confiado. Pero se hallaba sola,en una posición tan militar que resultaba cómica, custo-diando la caja, cuando volvió Virginia. “Eso es suyo, se-ñorita” fue la fórmula que encontró Violet para encubrirsu nerviosismo. A Virginia le bastó una ojeada para reco-nocer la firma de Fortuny. Pensó rápidamente que Violet,a sus espaldas, le había comprado ese regalo en Veneciao quizás lo había encargado desde Edimburgo. Tuvo unareacción infantil. Se precipitó sobre la caja, la abrió sin

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las contemplaciones que parecía reclamar su delicadeza,y hurgó en ella desgarrando el papel de seda de colorque la envolvía, como cualquier niño que arrebata unregalo de Navidad. Esa inocencia quebró la solemnidaddel momento. Violet reía como una madre extasiada.

Pero apenas Virginia descubrió el vestido violeta, losoltó, apartó bruscamente la caja y se sentó con un aireentre la decepción y la censura. “Se equivoca, señora”,dijo con alguna sequedad, o emulando el tono de Violet,“no puedo aceptar ese regalo”. Violet se vio transportadaal Palazzo Fortuny y a la discusión en Venecia. Decidiótener paciencia, en un gesto instintivo echó mano delauxilio más certero, el propio vestido, y en un minutohabía desenvuelto aquella larguísima serpiente violeta yenvuelto en ella a Virginia, que intentó protestar, se rió, serindió, payaseó, y terminó anunciando que iba a su cuar-to a desvestirse y mirarse en el espejo. “Te llamo si tenecesito” fue lo que dijo al irse, arrastrando el vestido conella sin mucho miramiento.

Violet se sentó, trató de regularizar su respiración, esta-ba emocionada, la lucha con Virginia la había turbadomás de lo que nunca pudo imaginar. Pero estaba feliz. Elvestido había cambiado de dueña. Intuía que aquello te-nía un significado que debería desentrañar más tarde.

Virginia entretanto se había cruzado en la escalera conVanessa, que se iba para la Academia con sus cartones ysus crayones y sólo dijo dos cosas. “Bravo, Cabra. Loconseguiste” mientras ayudaba a Virginia a recoger lacola extendida por toda la escalera. Y al irse: “Saludos aesa vieja reblandecida”. Virginia estaba demasiado sumi-da en su éxtasis para registrar las intenciones de su her-

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mana. A eso se sumaba todo el raso del mundo converti-do en una enorme pelota, con la que se encaminó a sucuarto.

El mayordomo, atento a todo, preguntó a la Sra. Robsonsi podía servirle algo, y ella le pidió un jerez, mientrasplanchaba el papel de seda arrugado y algún pliegueincluso desgarrado. Mientras saboreaba el vino, registra-ba todo lo que demoraba Virginia, pero se la imaginabaenredada en los kilómetros de raso y eso no hacía másque alegrarla y enternecerla. Cómo quería a esa chica:estaba explorando una zona de sus sentimientos que latomaba de sorpresa. La esterilidad, que tanto la habíahumillado durante un tiempo, también la había dejadodisponible para encapricharse con esa criatura fuera deeste mundo que era Virginia Stephen.

La reaparición de Virginia tuvo la teatralidad que ellase propuso, sin olvidar que contaba con un público dis-puesto a admirar. Hubo música, un efecto de luces y unapresencia súbita en el extremo opuesto de la puerta por lacual había desaparecido. No logró una perfecta sincro-nización pero sí la suficiente para encadenar las tres sor-presas de Violet y sus tres exclamaciones.

Virginia no había hecho más que aprovechar una puestaen escena de las últimas navidades, cuando todavía sir

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Leslie vivía, pero debilitado, y había que extremar los re-cursos para animarlo y que aquello no se convirtiera enuna despedida. El número había consistido en una obritacómica de Virginia, en que ella misma acompañada porsus dos hermanos varones, Thoby y Adrián, se burlabande algunas figuras insignes del mundo académico, queera el mundo de sir Leslie. Vanessa se había excusado,argumentando que su presencia sólo irritaría a su padre,tal era el distanciamiento de los dos en ese momento.

Ahora el espectáculo era Virginia, sola, tras habersedeslizado a oscuras detrás de un cortinado y colocado enuna actitud entre estatuaria e insinuante bajo la luz queella misma acababa de encender, y cuando ya se estabanoyendo los primeros compases de Tristán e Isolda. ¿A quiénrepresentaba Virginia esta tarde? ¿A Isolda? ¿UnaWalkiria? ¿O simplemente a Virginia Stephen?, los bra-zos y los hombros desnudos y un escote atrevido que lesostenía sus pequeños senos de adolescente asomandosobre el raso violeta que había conseguido domesticaralrededor de su cuerpo escuálido, mientras el resto de latela, sostenido por unas misteriosas pulseras en el brazoizquierdo, caía y la rodeaba por detrás hasta perderse enla oscuridad.

Probablemente fuera el sigiloso mayordomo de negroel que a una orden de Virginia, todavía estática, la dejóen la oscuridad y muy pronto en el silencio. Se oyó un“bravo” aislado. La única espectadora no había podidoaplaudir. Ahora se secaba las lágrimas y se recomponíamientras Virginia, con toda desenvoltura, recogía la enor-me cola y avanzaba hacia ella.

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Casi no hablaron. Virginia dijo suavemente: “Gracias,querida Violet” y se arrodilló frente a su amiga, dispo-niendo de la cola como si hubiera nacido con ella.“Morgan, tráigame un jerez” ordenó al mayordomo invi-sible que Violet no consiguió ubicar en la oscuridad. Sólocuando estuvo segura de que estaban solas, Violet consi-guió articular: “Cúbrete los senos, querida. Morgan estambién un hombre”. No había censura, sino complici-dad en sus palabras. Pero Virginia se miró los senos, com-probó que estaban suficientemente cubiertos y la desafió:“Llevaré este escote cuando lo estrene. He descubiertoque pequeñitos como son tengo unos senos tentadores”.“¿Cuándo lo descubriste?” preguntó la mujer mayor y enese momento apareció el mayordomo y Virginia alzó sujerez, invitando a Violet a hacer lo mismo. Chocaron lascopas, hubo un pequeño chasquido y las dos bebieron.Morgan ya se había ido. No se demoró en mirar los senosde la niña de la familia.

“¿Quieres saber cuándo lo he descubierto?” recordóVirginia y, sin saberlo, invitó a la fatalidad. Tampoco losupo Violet cuando, con una risita nerviosa, admitió sucuriosidad. Entonces Virginia bebió otro sorbo, dejó lacopa en el suelo y se quitó las pulseras improvisadas delbrazo izquierdo. Así estaban, una frente a la otra, la mujerjoven arrodillada y la otra erguida, atenta. Ambas corte-jando el peligro. Y sin imaginarlo.

Virginia empezó contando que apenas anteayer ha-bían estado en el campo, en casa de amigos, ella y sus

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tres hermanos, y que era un bellísimo día de mayo, y detarde habían ido hasta el río y los muchachos habíanllevado sus mallas y se habían bañado pero las chicasapenas se habían mojado los pies, el agua estaba dema-siado fría.

Uno de los dueños de casa se había quedado junto aella, sin bañarse, y ella también había renunciado al bañode pies. Era un chico bastante mayor que ella, pero muyinteresante, había viajado a la Patagonia, muy al sur deAmérica, y había publicado un libro, que le va a prestar.“Es decir, me iba a prestar. No sé si lo volveré a ver” secorrigió Virginia, comprobando en ese momento que Violetescuchaba con la mayor atención de sus ojos azules, po-dría decirse, casi escudriñándola.

Esa noche tendría que buscar escudriñar en el diccio-nario, pensó Virginia, ya no tenía a su padre a disposi-ción para preguntárselo. Se distrajo un momento, pen-sando en la sabiduría insondable de sir Leslie que ella nosoñaba en alcanzar nunca.

“Te distrajiste”, dijo Violet, sonriendo. “Por el momentoseguimos en el río”. Y Virginia obedeció. Los muchachossalieron del agua con mucho frío y emprendieron el ca-mino a la casa. Las chicas iban con ellos. Virginia y suamigo seguían embarcados en su conversación, que loshabía llevado a los hielos antárticos. Virginia tuvo un chu-cho de frío y decidieron volver. Pero al ponerse de pieperdió el equilibrio y él tuvo que abrazarla para que no secayera. Se miraron, él tenía un reflejo rojo en sus ojosnegros, del sol que se ponía del otro lado del río, y sin

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que hubiera pasado nada más que mirarse, le estampóun beso en los labios. Nunca la habían besado así, conesa... Virginia escogió cuidadosamente la palabra y fue:brutalidad. Ella se sintió mareada, piensa que se desma-yó. Cuando despertó estaba echada sobre la arena fría yel muchacho, bueno, era un hombre, la miraba sonrien-do, echado al lado de ella. “Menos mal”, me dijo. “Metenías asustado. Por eso te desabroché la blusa”. Ella sellevó la mano al pecho, y efectivamente la blusa estabadesabrochada, pero había algo más. Estaba su brazo, sumano acariciándome el seno, y él diciéndome: “Eres muybella”.

Virginia era una gran narradora. Manejaba los tiem-pos y la voz como una actriz experta, seguía segundo asegundo el arco del interés del oyente, se había erguidosobre sus rodillas, el brillo de los ojos azules de Violet laestimulaba y de repente la vio desfigurarse, abrir la bocasin emitir sonido alguno, y presintió la mano que se des-cargaba sobre su cara en una cachetada feroz. Cayó aun lado, apenas pudo mantener las rodillas en su sitio,nunca supo si había gritado. Pero en el silencio que si-guió oyó nítidamente: puta.

Después fue aún peor. Violet se echó sobre Virginia.Gritaba y pedía perdón, no paraba de pedir perdón y almismo tiempo de sacudirla como si la quisiera revivir, comosi supiera que quería morirse, desaparecer, olvidarse. Enmedio de ese tormento, apareció corriendo el mayordo-mo anunciándose con alarmados “¿Qué pasa? ¡Señori-

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ta! ¿Qué pasa?” que siguió repitiendo mecánicamentemientras Violet se apartaba, se callaba por fin y ella pudoerguirse y decir: “Nada, Morgan. Tuve un vahído y laseñora se asustó”. Y cuando estuvo finalmente de pie,con Violet encogida en el suelo, trató de retener un pocoa Morgan. “Tráiganos dos tisanas. Pero antes llévese esascopas y ponga un poco de orden”. Y agregó: “Ayude alevantarse a la señora Robson”. Morgan cumplió con lastareas asignadas con una lentitud que seguramente intuyócomo la principal de todas las indicaciones.

Sólo entonces Virginia empezó a recoger la cola de suvestido y se dio cuenta de que tenía los senos descubier-tos. Con todo aquel raso en la mano le fue fácil cubrirse,y sin mirar a Violet, dijo en voz bastante alta: “Voy a cam-biarme y vuelvo”. No oyó ninguna respuesta. Se fue pordonde había entrado. El fondo opuesto de la sala. Si Violetse había animado a mirarla, lo último que vio de ella ensu vida fue cuando se la tragó la oscuridad.

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