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Los Cuadernos Inéditos
EL SECRETO DEL JARDINERO
Montserrat Roig
La casa donde el jardinero guardaba las herramientas estaba hecha de ladrillos rojos. Y había una hiedra que no cesaba de crecer. La hiedra cubría las pa
redes y también un ventanuco. Para fisgar lo que había allí dentro tenías que apartar las hojas. Las hojas de fuera eran de un color verde claro y las de dentro eran más oscuras, casi negras, porque apenas les daba el sol. No recuerdo bien cómo era el jardinero, sólo que tenía unos ojos muy azules, los dientes amarillos y la cara picada de viruelas. Venía al colegio tres veces por semana, podaba los limoneros y los perales, plantaba flores de verano en la primavera y flores de invierno en el otoño. Nos enseñaba a hablar con las flores, decía que tenían alma, un alma más pequeña que la nuestra porque era vegetal y que, si no les hablábamos, se mustiarían y se morían. Les decíamos a las flores nuestros secretos y también quién era el padre mejor plantado.
Yo esperaba la llegada del jardinero, que nos daba regaliz y nos contaba cosas de la calle. Un día nos llamó a unas cuantas, nos dijo que fuéramos a la casa de las herramientas a la hora del recreo, que tenía una cosa para nosotras, una cosa que nos iba a gustar mucho, pero que no se lo dijéramos a nadie, que nosotras éramos sus preferidas. Cerró el postigo e hizo que nos sentásemos en el suelo, encima de un montón de sacos. Nos enseñó tres caramelos de esos de palo, redondos, los tres de fresa, y uno más grande de tres colores que se mezclaban como haciendo tornasoles. Comenzamos a jugar con él, dando palmadas, y después hicimos aquello de «escarabat bum-bum posa-hi oli, posa-hi oli» (1). Teníamos que echarnos sobre sus rodillas con la espalda hacia arriba y adivinar cuántos dedos había. Luego nos levantó la blusa y la camiseta y hacía como si tocase el piano sobre los huesecitos del rosario. Empezó a besamos por todas partes. Nos dio el caramelo de fresa, y dijo que el que hacía tornasoles sería para la niña que se quitase las braguitas. Yo quería el caramelo y me las quité y entonces él me pasó la mano por el agujerito. No rechisté porque me daba gusto, aunque tenía la mano rasposa de callos. Pero olía igual que el día que estaba en la Rambla con el señor Duc, su olor era .húmedo y
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daba calor, aunque parezca raro. Y, mientras me acariciaba el agujerito, me dijo, lo tienes como una flor, tu agujerito tiene alma. Cuando seas mayor te lo regarán, y te encantará, ya lo verás.
Nosotras lo encontramos muy divertido y nos acostumbramos a encerrarnos con el jardinero en la casita de las herramientas, toda cubierta de hiedra, mientras las demás niñas jugaban en el jardín. Nos dijo que no se lo dijésemos a nadie,
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que sería un secreto. Acabamos llamándolo «el secreto del caramelo que hace tornasoles», porque todas queríamos el caramelo más grande. Y no se lo dijimos a nadie, sólo esperábamos el día en que venía el jardinero para encerrarnos dentro de la casa de la hiedra. Un� de las niñas tenía padre, y un día le confesó que tenía un secreto muy grande, pero que no se lo podía decir porque, si no, no sería un secreto. El padre se lo dijo a la
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madre y la madre quiso saberlo y dejó baldada a su hija. La paliza fue tan fuerte, que la niña acabó diciéndole el secreto. La madre se lo dijo al padre y el padre a las monjas y las monjas se asustaron mucho y lo denunciaron a la policía y la policía buscó al jardinero, pero se ve que éste se lo olió, porque desapareció. Las monjas hicieron venir a una señora muy gorda vestida de blanco y con los pechos como una catedral. La señora gorda hizo que nos desnudáramos y nos miró bien y no sé qué le.s dijo a las monjas, pero el caso es que éstas hicieron que nos levantáramos a las seis de la mañana durante una semana. Teníamos que estar muy quietas y con los brazos en cruz delante del altar del Santísimo, a ver si nos perdonaba, ahora que habíamos perdido la pureza. El jardinero continuaba escondido y la policía venga a buscarlo. Todo el mundo sabía ya el secreto, las monjas. dijeron a las otras niñas que nosotras habíamos sido manchadas para siempre, que la mancha que llevábamos ya no se nos quitaría nunca porque habíamos sido embadurnadas por el demonio, que había subido a la tierra dentro del cuerpo del jardinero. Las otras niñas no nos saludaban, ni nos hablaban, y nos decían aquello de no soy tu amiga cara de hormiga, y no lo seré hasta el año que viene, y si te encuentro por la calle no te saludaré (2), y yo les dije que eran idiotas, porque nunca íbamos por la calle, o sea, que no nos podían dejar de saludar si estábamos siempre encerradas en el colegio, y que yo me escaparía un día con el jardinero, aunque fuese el mismísimo Satanás. Y así pasaron las semanas, nosotras encerradas en la clase o bien dentro de nuestra habitación, obligadas a rezar todo el santo día para ver si se quitaba la mancha que llevábamos dentro. Las monjas dijeron que yo era la peor de todas y que me quemaría en el infierno, igual que mi madre. Hasta que todos se olvidaron del jardinero y, un día, una de las niñas del secreto del caramelo que hacía tornasoles se metió por debajo de la hiedra húmeda que cubría el ventanuco de la casita de la herramientas y dio un grito porque vio allí una sombra que bailaba. Era el jardinero que se había ahorcado.
(De la novela La ópera cotidiana, de próxima apari- c._ción en editorial Planeta).
NOTAS
(1) Juego infantil intraducible.(2) Cantinela infantil intraducible: «No t'estic amiga, cara
de formiga, i no te n'estaré fins l'any que ve, i si el trobo pel carrer no et saludaré».