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J O S E R. I G L E S I A S EL SEÑOR DE LAS PALABRAS EDICIONES BOSCO

El Señor de las Palabras

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Page 1: El Señor de las Palabras

J O S E R. I G L E S I A S

EL SEÑOR DE LAS PALABRAS

EDICIONES BOSCO

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- Es muy pesado, ¿de qué es?

- Es del material con que se forjan los sueños.

Diálogo entre un policía y Sam Spade (Humphrey Bogart+" gp" ÑEl Halcón MaltésÒ" *ÑThe maltese falconÒ." John Huston, 1941).

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A cuantos arrostrando críticas, miradas y las más de las

veces una inmerecida incomprensión no se han arredrado

ni por un momento, pugnando por ser simplemente ellos

mismos, aunque a cambio obtuvieran desiguales

resultados.

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Según el Talmud, Dios inventó al ser humano para oírle contar cuentos.

Gracias por estar ahí de nuevo, muchísimas gracias.

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ѾVtkuvg¦c" {" fqnqt" gu" nq" swg" ukgortg"me asalta cuando recuerdo el sino del Príncipe Zalenski, víctima de un Amor tan importuno como desafortunado que ni el fulgor del mismísimo trono consiguió atajar; exiliado forzoso de su tierra natal y exiliado voluntario del resto fg"nqu"jqodtgu#Ò0

ÑEl Príncipe ZalenskiÒ, M.P. Shiel.

Como editor gozo de suficientes prerrogativas como para permitirme la osadía de

emborronar este folio, auto invitarme para la comisión de este acto e incluso una vez llevado a

cabo no pedir ningún género de disculpas. Si bien me veo obligado a matizar que el conjunto de

mis potestades no bastan para eximirme de la educada obligación de presentarme ante ustedes

como paso previo.

Mi nombre es Jaime Bosco Andrade y soy editor.

En cierta medida podría afirmarse, sin ánimo de ofender a la verdad, que es merced a mis

desvelos que ustedes, lectores que dejan que sus ojos y su mirar deambulen por estas páginas,

pueden disfrutar de su acto anónimo. No pretendo por supuesto que juzguen a partir de mis

palabras que pretendo ningunear a la persona sobre cuyos hombros, o más bien, y subiendo un

poco hasta su cabeza, para así señalar a su imaginación desbordante, cabe señalar que recae la

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autoría de estos relatos Para nada mi ánimo se haya dispuesto a cometer tamaña torpeza; mas sí

quiero dejarles muy claro el grado exacto de mi participación en el presente entramado.

Como les supongo unos lectores ávidos de relatos y no de textos reivindicativos a la par que

soberbios, no quiero entorpecer en demasía su pasión personal y privada por intervención de mis

propios desvaríos. A este respecto tampoco han de temer.

Tan sólo es mi deseo puntualizar que las pastas de este volumen se hayan abiertas de par en

par para cuantos se aproximen a ellas con el ánimo adecuado. Tanto da si padecen el síndrome de

Diógenes, el de Prometeo, el de Electra, el de Stendhal o el más refinado y mi preferido, el de

Júpiter tronante, arrojando rayos furiosos por doquiera pasan al resto de sus congéneres. Les

confieso, así en confianza, que yo mismo padezco este último y debo señalar que resulta mucho

más fatigoso de lo que a simple vista se presupondría. Para su suerte sólo alcanza la máxima

intensidad cuando se presentan ante mí uno de esos ejemplares tan prolíficos en estos tiempos

que corren de fatuo esnob devenido a crítico literario. Como imagino que ninguno de ustedes

posee tal naturaleza, a la vista de que su lectura les ha llevado hasta este punto de mis delirios,

siento cómo respiro mucho más tranquilo y que mi corazón se acompasa. Ahora albergo la

seguridad completa de que sabrán aceptar el juego que aquí se les plantea. El mismo que se ha

venido desarrollando desde tiempos inmemoriales, bien fuera alrededor de una hoguera, en un

corro formado junto a un narrador en el mercado de Bagdad o en una reunión de amigos ante una

chisporroteante chimenea.

Mas ya es suficiente. Debo dejar que prosigan con la labor de su lectura sin mayores

impedimentos. Además mi notoria educación me impele a considerar que ustedes a su vez

también son poseedores de la suya propia, por lo que confío en que sabrán comprender que se

aproxima la hora de mi dry martini, un elemento clave de la liturgia personal que le debo a mi

deidad personal. La verdad es que temo mucho más desairarle a ella que a ustedes. Por todo ello

continúen, por favor, continúen en una muestra de genuino savoir faire.

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LEAR.

¡Y a mi pobre tonta la han ahorcado! No, no, ¿no hay más vida?

¿Por qué un perro, un caballo, una rata han de tener vida, y tú ni un soplo? Ya

no volverás más: nunca, nunca, nunca, nunca, nunca. Por favor, desabrochadme aquí. Gracias, señor.

¿Veis esto? Miradla, mirad sus labios. Mirad ahí, mirad ahí. (Muere).

“El Rey Lear”, William Shakespeare, acto V,

escena III.

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ún recuerdo como si hubiera sido hoy mismo la estampa de mi

padre, de pie ante mí, al tiempo que iba repitiéndome una vez

tras otra aquellas mismas palabras. En tanto me las soltaba su

semblante comenzaba a adoptar de a pocos un aire transido de suma

gravedad, cubriéndole una rigidez mediante la que en su ignorancia

pretendía preñar de mayor fuerza a lo que me participaba: “hijo mío,

existen ocasiones en la vida en las que es preferible que permanezcas

tendido sobre la lona, a riesgo de recibir un castigo muy superior si te

levantas”.

Qué puedo yo aclararles al respecto; nunca le había prestado

demasiada atención, y con respecto a su repetitivo consejo aún puedo

asegurarles que jamás de los jamases lo había hecho. Así que cuando

aquel súbito dolor principió a ascenderme por el pecho, aferrándose

con porfía a mi hombro izquierdo, casi como si pugnara por clavar sus

falanges, para pasar después a ramificarse descendiendo a lo largo

de mi brazo, retornaron a mi mente sus palabras.

Como buenamente me fue factible engarfié mis dedos

temblorosos en el borde de la repisa del tocador. En derredor mío la

presencia del vacío camerino, el único testigo de tan memorable

actuación, no por real menos conseguida. Mas ninguno de los objetos

inanimados que lo ocupaban me prestaron ayuda alguna, mudos ante

AA

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El combate

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las evoluciones de lo que bien podría pasar a la historia teatral como

mi papel más recordado: mi muy personal y por tantas veces

pospuesto mutis.

Allí otra vez hacía acto de presencia el maldito aviso, el que me

lanzaba al rostro aquel otro consejo, diríase que siempre he gustado

de rodearme de gente dispuesta a brindarme consejos. En este caso la

recomendación procedía de mi médico, quien como ya comprenderán

también me la había dado en vano. Sí, por supuesto que la había

desoído. Y hete aquí que ahora me las veía cara a cara con el objeto

de sus advertencias.

Pero no me encontraba en disponibilidad del ánimo preciso como

para rendirme dando facilidades por lo que me apoyé como pude en

la lona, descargando parte del peso de mi cuerpo sobre mis puños

enguantados, sudoroso, irguiéndome a pocos, dispuesto a aguardar

hasta que la sangre que me corría por la cara a resultas de su

inesperado crochet dejara algún resquicio por el que entrever a mi

contrincante. Una vez más no iba a arrojar la toalla al suelo del

cuadrilátero sin antes proseguir combatiendo. Lucharía. Yo iba a

luchar. Lucharía hasta la última boqueada. Vaya que sí.

En la consulta del especialista me había sentido incapaz para

explicarle a aquel medicucho que para alguien como yo el hecho de

dejar de comparecer ante mi público sobre las tablas de un escenario

constituiría lo más parecido al final que según sus admoniciones, y de

no variar por mi parte sustancialmente el ritmo de vida que llevaba,

me acabaría aguardando a la vuelta de la esquina. La elocuencia que

podrían corroborar que me caracteriza quienes bien me conocen

había huido de mi lado, superada ante la visión del aspecto pulcro de

profesional que destilaba, enfundado ante mí en aquella aséptica

bata blanca, tan similar a las paredes que ahora me ahogaban.

Además algo intuido en el destello de su mirada que el grosor de sus

lentes no lograba esconder por completo me hizo comprender que él

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mismo también mantenía en su fuero interno la seguridad de que no

pensaba prestarle el más mínimo caso. No, el proporcionarle al

especialista una explicación acerca de las motivaciones para mi

determinación constituiría un acto demasiado fútil, y he de reconocer

que yo nunca había gustado de acometer actos hueros.

- Faltan cinco minutos, señor Reinoso.

A pesar de la delgadez de la puerta me pareció que la voz del

asistente había atravesado una anchurosa muralla de agua antes de

arribar a mis oídos. Entre tanto yo sentía cómo las piernas me

flaqueaban, que el aliento me fallaba, y que mi atención plena se

concentraba en el pastillero depositado allá arriba, tan próximo a los

botes con afeites.

Como no recibiera respuesta alguna por mi parte el asistente

repitió por segunda vez su aviso, acompañado ahora por un golpeteo

contra la puerta practicado con los nudillos. No denotaba

nerviosismo, aún no, más bien se percibía una muestra de cierta

contrariedad. Acostumbrado como se hallaba a lidiar con el humor

imprevisible de las celebridades que a menudo actuaban en aquel

teatro no dudaba que la ausencia de respuesta no constituía más que

un signo inequívoco de mi divismo. Mas yo no me encontraba inmerso

en las condiciones más adecuadas para discernir con exactitud cuál

era la naturaleza exacta de las elucubraciones que estaría

formulando. Ya bastante tenía con contrarrestar el movimiento vertical

de mi cuerpo, tendente hacia el suelo, con el de mi brazo derecho

tanteando el pastillero, que por una extraña paradoja parecía

alejarse cada vez más y más de los aledaños de mis dedos.

- Señor Reinoso, ¿me ha oído usted? -una breve pausa para

proseguir de inmediato con un tono en el que se percibía que su

contrariedad primera había pasado a ser sustituida por una cierta

inquietud-. ¿Se encuentra usted bien…?

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“Fantásticamente”, me hubiera encantado gritarle a aquel pobre

desgraciado si no fuera porque me era imposible verbalizar mi

intención, “sólo se trata de lo que comúnmente se denominaría un

mero amago de infarto, un puro trámite pasajero, aunque algo

molesto, mas por lo demás puede decirse con franqueza que me

encuentro exultante”.

No me pregunten acerca de la causa por la que mi cerebro

acudió a la ironía sarcástica a modo de antídoto para conjurar el

dolor que me atenazaba. Quizás se tratara de un mecanismo

mediante el que mi determinación me empujaba a incorporarme y

ponerme en pie sobre el húmedo ring. Algo dentro de mí me impelía a

hacer caso omiso de la toalla arrojada contra mi voluntad por mi

entrenador de guardia, algo que emergía por debajo del dolor

lacerante, nacido en el seno de mis entrañas, quizás la determinación

de que para mí aún no había sonado la última campanada. No sabría

decirles pues lo desconozco.

El dolor remitió durante un segundo, tiempo más que suficiente

como para que entre la cortina sanguinolenta que me cegaba la vista

mi puño derecho alcanzara a lanzar un gancho a mi oponente. A

pesar del grosor del guante sentí antes incluso de escuchar el

chasqueante sonido cómo su mandíbula crujía mientras el puño

entraba en contacto con su rostro, lentamente, muy lentamente,

durante un lapso temporal en el que según el tópico los segundos se

arrastraron hasta completar en un principio minutos y después incluso

horas. Un tiempo a cuyo término sentí coómo la pastilla se colocaba

obedientemente bajo mi lengua, comenzando a obrar su función

reparadora.

- Señor Reinoso... -volvió a repetir el cada vez más nervioso

asistente.

- Me... encuentro bien... ¡Estaré listo!

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No sé cómo fui capaz de articular aquella serie de palabras, la

voz ronca y sufriente, aún envuelto por los dolores que a pocos iban

remitiendo, en especial la última, pronunciada del tirón, sin pausas,

una vez que sentí conjurado el peligro. Si hubiera habido algún testigo

no alcanzaría a comprender tal reacción, resultaría inexplicable, mas

no para mí, su involuntario protagonista, pues poseía la convicción de

que a mis pies yacía el otro púgil, yerto. Mientras a duras penas

lograba incorporarme mi rostro empezó a reflejarse en el espejo como

si me fuera dado asistir a un rojo amanecer de tan congestionado

como me encontraba.

Ya no prestaba ninguna atención a los ademanes del árbitro,

medio agachado a mi vera, ajeno por completo a los enérgicos

movimientos con los que su brazo iba desgranando la cuenta de lo

indudable. A sus pies mi contrincante, inmóvil, vencido. Había

ganado, yo había triunfado una vez más.

Al echar una mirada a mi indumentaria no lo dudé ni por un

segundo. En aquella representación concreta el grito de muerte que

proferiría el Rey Lear sería el más desgarrador que al público le

hubiera sido dado escuchar desde el paso por los escenarios de sir

Laurence Olivier.

Yo, Gustavo Reinoso, me iba a ocupar de que a nadie le cupiera

ninguna duda a este respecto. Ni la más mínima.

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El combate

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Corre por las plateas de los teatros una anécdota cuyo protagonista no es otro que el

legendario actor sir Laurence Olivier, quien tantas veces encarnó a lo largo de su carrera a

los protagonistas de las tragedias y dramas shakesperianos. Sumido en la más honda

preocupación por causa de su ignorancia acerca de cuál sería la mejor forma de interpretar

con convicción el grito de muerte del Rey Lear no alcanzaba a saciar su afán perfeccionista

con ninguna de las recreaciones que intento tras intento llevaba a cabo. Sus dotes actorales

se le figuraban insuficientes para mostrar el sufrimiento implícito en el transcurso de los

últimos instantes vitales del monarca traicionado por sus hijos.

Puesto a pensar y a repensar y cuando ya casi a punto de abandonar la esperanza de

proporcionar al acto una desgarradora autenticidad se le ocurrió la forma exacta para

interpretarlo. En lo que se basó fue en el método mediante el que los inuits daan muerte a

las martas. Sabida por esta etnia cuál es la fiereza de estos animales resulta vital para los

cazadores mantener por seguridad una cierta lejanía con sus fauces puesto que a su

dentadura se la puede calificar como verdaderamente afilada. Para salvar esta contrariedad

desde tiempos inmemoriales acuden a un sistema muy ingenioso y al tiempo, a qué negarlo,

bastante cruel, aunque de una suma efectividad.

Primero espolvorean un puñado de sal sobre la nieve y a continuación aguardan con

paciencia a que una marta se aproxime a ella. Cuando impelida por su naturaleza la marta

comienza a dar lametones a la salada nieve al punto queda adherida merced a la humedad.

Como consecuencia y a pesar de cuantos intentos por soltarse pusiera en práctica ya sería

demasiado tarde para poner en práctica la huida, incapaz de zafarse. Además en ese estado

tampoco podría presentar defensa alguna ante cualquier atacante. Ese es justo el momento

que sus captores aprovechan para caer sobre el animal, armados con palos y al amparo de la

seguridad prestada por la salitrosa trampa.

El terrible chillido proferido por el animal atrapado, indefenso bajo la lluvia de

golpes, sin posibilidad de defenderse de las acometidas de sus atacantes, su lengua pegada a

la nieve a causa del contacto con la sal húmeda, fue el que adoptó sir Laurence Olivier

para su interpretación de la muerte del Rey Lear de William Shakespeare.

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A Lara, porque no perdamos jamás las esperanzas.

uán simple te das cuenta que resulta si te paras a pensar en ello

durante el tiempo suficiente. Basta algo tan sencillo como

apretar suavemente con tu mano el arco que sujeta en tensión las

crines de caballo y acto seguido disponerte a rasguear con él, con

exquisita delicadeza, las cuerdas de tripa.

Ese movimiento ya sirve por sí solo para extraer en su plenitud el

sentimiento concentrado en el interior del alma. Lo que entonces brota

de la caja de resonancia compensa con creces la larga hilera de años

durante los cuales mi afán se había centrado en el aprendizaje, en la

búsqueda de la perfección más exquisita, sin que me sea posible

olvidar los esfuerzos aparejados a semejante empeño.

Mas el resultado se encuentra ahí, a mi vera, en mi derredor se

desliza una dulce melodía vivificante que me envuelve y llena, me

asaetea por entero y acaba por transportarme a un regazo

paradisiaco, y confío que haga también partícipes del maravilloso

viaje a la práctica totalidad de los que componen mi auditorio.

Reconcentrado en la ejecución de la suite número uno de Johann

Sebastian Bach me evado de cuanto me rodea. Con movimientos

firmes, dotados de gran precisión, a las enseñanzas y desvelos de mis

maestros he de agradecer este fruto, voy desgranando los acordes

CC

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El concierto

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que el venerable virtuoso plasmó sobre la partitura ad maiorem Dei

gloriam.

Me presta su colaboración mi Montagnana, el inseparable chelo

veneciano que me ha acompañado a lo largo de mi periplo sin fin

sobre los escenarios de salas de concierto y auditorios de medio

mundo, el mismo que ahora obedece presto a los cambios de ritmo

que le imprimo por medio del arco, cual si se tratara de un amigo fiel

que conociera con tal exactitud mis intimidades menos confesadas que

incluso se diría que le es dable la capacidad suficiente como para

incluso adelantarse a mis más íntimos anhelos. Aún me asombra la

forma con la que traduce a tan perfectas sonoridades los simbolitos

trazados sobre el pentagrama de mi memoria. Sublime sería el

adjetivo que mejor describiría un momento igual.

Me podría encontrar sobre el escenario del Metropolitan o

quizás en el del Albert Hall, como antaño, o bien haber retrocedido

aún más atrás, una década larga, hasta las salas de práctica en la

Juilliard y en la Manhattan School of Music1.

Entre los asistentes bien podrían cruzarse con maestros de ilustre

apellido como Rostropovich, Rose o Stern.

Hasta lo que ahora interpreto bien podría ser el maravilloso,

obnubilado por su belleza me siento incapaz para emplear un adjetivo

menos común que el presente, concierto doble para violín, violonchelo

y orquesta de Johannes Brahms, acompañado por la Filarmónica de

Berlín.

Mas, ¡ay!, la realidad resulta ser muy otra.

Me acomodo al borde de una rústica silla de madera,

emplazada sobre una tarima localizada al fondo de un local al que

caracteriza el reinado de la semipenumbra. Afortunadamente esta

1 La Juilliard School of Music y la Manhattan School of Music son dos prestigiosísimos

centros de enseñanza musical que se encuentran en la ciudad de Nueva York.

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patente falta de luz no deja que el ojo capte la desolación propia de

las paredes, sucias a causa de los pegotes de barro esparcidos por su

superficie aquí y más allá, como si hubieran sido el objetivo de la

labor minuciosa de un niño travieso. Sin embargo no preciso de su

presencia, ya leo con claridad la partitura apoyada en el atril que

conforman la cara interior de mis párpados clausurados. Al otro lado

de la puerta, público de por medio, no encontraría más que un paisaje

no menos decrépito que el que dejaría atrás si me decidiera a

emerger al exterior.

No, no se trata para nada de una cosmopolita Nueva York, ni

siquiera de un reducto del Londres elegante, culto y refinado; nada de

eso, era la devastada Nueva Orleans que, fiel a su viejo lema,

“laissez les bons temps rouler“2, se las ingeniaba como buenamente le

era permitido para renacer nuevamente, aunque la consecución de tal

logro pasara por la necesidad intermedia de emerger del cieno

esparcido por doquier a causa de la rotura de los diques por la

contundencia de los pasados embates del huracán.

Los que sin duda incapaces de contener sus emociones asistían a

mi concierto carecían de los apellidos que les convertirían en algo

más que nadies anónimos, meros supervivientes que habiendo sufrido

lo indecible buscaban un poco de luz y esperanza donde ya sólo

reinaba la tristeza. Mujeres y hombres, negros y blancos, mestizos y

criollos, entremezclados en intimidad, quienes habiendo perdido lo

poco que poseían habían concluido por resignarse a no albergar

esperanza alguna de recibir algo a modo de compensación.

Para ellos aquella música compuesta trescientos años atrás por

alguien que había vivido a miles de kilómetros de sus existencias

actuales debía asemejarse al fulgor de un sol que radiara sobre

tamaña destrucción. Por eso y por otras muchas razones componían el

2 Dejad correr los buenos tiempos.

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El concierto

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mejor auditorio con el que a maestro alguno le cabría soñar. Gentes

que habían asistido a la visión de cómo las aguas les arrebataban lo

más sagrado, su íntima condición de seres humanos, recibían la

redención por intervención de las notas arrancadas a un violonchelo,

armado hacía ya tres siglos por las manos amorosas de un luthier, un

artesano que por un juego del travieso destino precisamente había

ensamblado sus piezas en otra ciudad muy distante donde desde

antiguo el agua venía formando parte de su misma esencia.

Cuán curioso te das cuenta que resulta si te paras a pensar en

ello lo suficiente. Allí se había establecido un hermanamiento entre

ambos, yo lo presentía, un vínculo sagrado que unía de una parte al

reducido grupo de espectadores y de otro a mi instrumento, la música

como puente, flotando vibrante entre las cuatro paredes.

Una vez que con un leve gesto final di por concluida mi ejecución

no me sustraje al placer de mantener los ojos cerrados al tiempo que

mis piernas y brazos tampoco se resistían a temblar al son de las

últimas vibraciones.

Pero no hubo aplausos, no hubo nadie que se pusiera en pie

para jalearme como antaño. Extrañado por el silencio que había

principiado nada más que la última nota había caído a mis pies elevé

los párpados, quizás temiendo que como colofón mis esfuerzos

hubieran resultado vanos, que al final ninguno de los presentes

hubiera apreciado mi arte y justificado mi empeño.

Jamás olvidaré lo que entonces contemplé. Muchísimo más

gratificante que lo vivido al final de cualquiera de mis actuaciones en

los templos de la alta interpretación: allí mismo, ante mí, se

desplegaba una laguna de ojos húmedos que coronaban unos

cuerpos temblorosos. Tal era el grado de turbación en el que se

habían sumido que hubieron de transcurrir unos deliciosos segundos

antes de que un atronador aplauso rompiera la magia e hiciera tremar

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las pocas botellas que aún se erguían impasibles sobre las baldas

clavadas en la pared tras la barra.

Resulta tan sumamente fácil, tanto, que en verdad cuesta

imaginarlo.

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El universo (que otros llaman la

Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito de galerías

hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercado por

barandas bajísimas.

“La Biblioteca de Babel”, Jorge Luis Borges.

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PPPúúúrrrpppuuurrraaa yyy ooorrrooo

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l llamamiento del Emperador comunicado en su aposento por el

mismísimo Gran Chambelán en persona Apolonio acudió presto,

a pesar de que la madrugada ya se encontraba bien entrada,

no sin antes recoger un cofre elaborado en marfil ricamente labrado.

En muy pocas ocasiones se ocupaba el alto funcionario de tal clase de

cometidos, lo cual revelaba que el llamamiento revestía una

sobresaliente urgencia.

Por todo el pueblo era sabido que de habitual el Emperador

Justiniano solía mostrarse afable y generoso, mas nada impedía que

ante la presencia de una súbita contrariedad mudara al punto su

estado, presa de la más temible de las cóleras. O lo aún más temible:

que mostrara una crueldad sutil no por ello menos terrible.

Apolonio, precedido por el adusto chambelán, penetró en la sala

del trono, iluminada por la luz tenue que emanaba de algunas

lámparas de bronce, aunque sí lo suficiente como para permitirle

contemplar una vez más la magnificencia de los materiales y objetos

que la decoraban. Rodeado por la presencia de vasijas, esculturas y

materiales magníficos tales como terciopelo, oro y ámbar del Báltico,

el Emperador gobernaba con puño de hierro sobre los territorios que

formaban el Imperio Bizantino, el heredero del glorioso pasado de

AA

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Púrpura y oro

44

Roma. Mas se mostraban incapaces para esconder su ambicioso

deseo de extender su poder algún día no muy lejano hasta los límites

que ocupara el Imperio Romano en vida del emperador Augusto.

Al fondo de la gran sala aguardaba Justiniano, su menudo

cuerpo recubierto con una toga de un blanco de gran pureza tejida en

rica seda en la que destacaban dibujos geométricos cosidos en hilo de

color púrpura y oro; sobre la cabeza la corona áurea que probaba su

altísima condición.

Dada la capacidad de trabajo desplegada por el soberano no

había de extrañar que hubiera convocado a Apolonio a horas tan

intempestivas. Sin embargo se encontraba preparado para atender su

petición, en su interior adivinaba la causa por la cual se requería su

presencia en plena madrugada.

Sin tan siquiera aguardar a que el Emperador se lo ordenara

depositó a sus pies, sobre el suelo de mosaico, el cofre de marfil que

portaba bajo el brazo. Ese gesto no pasó desapercibido para el

Emperador, quien manteniendo incólume su profundo silencio y sin

conceder un mayor interés a la perspicacia de Apolonio, por medio de

un seco movimiento de su brazo derecho dirigido al chambelán le

urgió a que se le aproximara.

Una vez cumplido el encargo de su señor el funcionario se hizo a

un lado, a medio camino entre Justiniano y Apolonio, la atención toda

del Emperador se hallaba concentrada en la labor de extraer del cofre

su contenido. Y de qué forma refulgió en medio de centelleantes brillos

en cuanto los primeros rayos de luz procedentes de las lámparas

acariciaron su superficie.

Entre sus manos Justiniano sostenía un códice, el encargado al

calígrafo Apolonio, uno de los más prestigiosos entre aquellos que se

ocupaban de la confección de los códices purpúreos en el Taller

Imperial. La intención era la de regalárselo a su amada esposa

Teodora, la antigua actriz. Aquella mujer que unos años antes había

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conquistado por medio de sus encantos los favores imperiales primero

y ganado el título de esposa del emperador después.

Se trataba del mismo códice para cuya confección no había

dudado en prestarle un alojamiento en el Gran Palacio en tanto se

prolongara su delicada manufactura. Apenas unas horas antes el

calígrafo había engastado una última cornalina sobre su cubierta

superior, en la que destacaban el fulgor dorado del oro, al ser esa no

ya sólo la más intensa de las manifestaciones de la luz sino también la

representante de la Gloria Celestial, y el púrpura, el color cuyo uso

quedaba restringido para uso exclusivo de la familia imperial.

A pesar de que las trémulas manos imperiales en sus torpes

forcejeos parecían negarse a acatar sus deseos, Justiniano logró por

fin abrir los dos broches que cerraban el códice y empezó a pasar con

ligereza las hojas elaboradas con costosísima vitela. Mas cuantas más

hojas pasaba y dejaba atrás más adusto era el rictus que se iba

formando en su rostro. Cada una de ellas estaba compuesta por una

columna de texto escrito con negra tinta que, ocupando la mitad

interior de cada una de ellas, se extendía casi desde el encabezado

hasta unos escasos centímetros del pie.

A aquello cabría considerarlo como una auténtica afrenta,

máxime por estar recubierta por la púrpura del Emperador.

-¡Palabras, palabras, palabras,…! ¡Apolonio…! ¡No está

iluminado!

Ante las palabras pronunciadas por el Emperador de inmediato

el chambelán se dispuso a abalanzarse sobre el calígrafo, con

intención de recibir después las instrucciones precisas acerca del tipo

de tortura al que debería ser sometido como castigo para su

insolencia, en las más lóbregas profundidades de las mazmorras del

Gran Palacio.

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Púrpura y oro

46

Pero una orden tajante de Justiniano detuvo a medio camino la

determinación del alto funcionario. Mientras, Apolonio, que desde

que había ofrecido al Emperador el encargo ya concluso no había

abandonado ni por un momento su posición humilde, a la par que

rígida, sonreía con una ligera mueca, no menos enigmática a la vista

del que iba a ser su inevitable destino.

No era para menos pues al calor insuflado por las manos de

Justiniano principiaron a aflorar poco a poco, en los antes vacíos

espacios, a la misma vera de las columnas en latín, los dibujos de la

mayor belleza y dotados de los colores más vivos que nunca a ningún

creyente le hubiera sido dado contemplar en vida.

…El Código de Apolonio.

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“Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”.

Sueño de la mariposa, Chuang Tzu (300 a.C.), un filósofo chino de la escuela taoísta.

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Las melodías que suenan al paso de las hojas

I. Concierto para violín y orquesta en Re mayor, opus 35, de Piotr Ilich Tchaikovsky.

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II. Suite para violonchelo solo Nº 1 en Sol mayor, BWV 1007, de Johann Sebastian Bach.

(Escuchar)

III. Segundo movimiento del Trío para piano nº 2 en Mí bemol mayor, opus 100, D. 929, de Franz Schubert.

(Escuchar)

Propina. Aria “Nessun Dorma” del tercer acto de la ópera “Turandot” de Giacomo Puccini.

(Escuchar)

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Movimientos

I. El Combate ............................................................................ 19

II. El Concierto ........................................................................... 29

III. Púrpura y Oro ....................................................................... 39

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Este libro se terminó de imprimir en febrero del 2014.

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A pesar de todo cuanto se pueda escuchar por ahí se ha reputado como un infundio la afirmación de

que Jose Ramón sea guatemalteco. Tampoco como así sugiere un rumor que corre por los ámbitos

literarios le nacieron en un pueblecito perdido en medio de la Patagonia chilena, circunstancia que

tras un corto exilio en París le habría convertido en un adicto a viajar en el subte sin rumbo fijo durante

horas y horas.

Jamás de los jamases ha soñado con dinosaurios, y, desde luego, propalar el bulo de que bajo los

efectos del delirium tremens esos lagartos terribles incluso alcanzaron cierta corporeidad por el

sencillo método de atravesar la pintura de las paredes no ha hecho ningún bien a su ya de por sí

maltrecha reputación.

En cuanto a otro de los rumores, aquel según el cual figuraría en la lista de los más buscados por la

Interpol, no cabe alegar más que su gabinete jurídico, contratado a golpe de talonario sin fondos,

demostró que tanto a éste como a los anteriores no hay que considerarlos más que maledicencias

extendidas por los envidiosos.

Ahora bien, a fuer de sinceros es preciso reconocer que todo lo demás que hayan podido oír acerca

de sus andanzas y carácter desgraciadamente se reputa como cierto.

Como ya le conocen de antiguo no encontramos necesario efectuar comentario adicional alguno. Así

que dejen de hacerse los remolones y de cotillear, pasen al principio del libro de una maldita vez y

comiencen a leer...