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El Senor Del Cero - Maria Isabel Molina

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Debido a su facilidad para el cálculoy al recelo que esto despierta entresus ignorantes vecinos, José se veobligado a abandonar su tierra. Esel comienzo de una apasionanteaventura.La intolerancia es el principalobstáculo que encuentra nuestroprotagonista allá donde va.El señor de Cero es una novelahistórica de lectura muy amena.Pero, sobre todo, es un hermosocanto a la amistad, sin barreras dereligión o ideologías.

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María Isabel Molina

El señor del Cero

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ePUB v1.0Madmath 08.11.11

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Introducción

En el siglo IV después de J.C., enuna de esas afortunadas coincidenciasde pensamiento con que nos sorprendetantas veces la historia, los sabios dedos pueblos muy alejados entre sí, losmayas y los hindúes, inventan un signopara el concepto del vacío, de la nada:el cero. Los árabes, que llegaron en susconquistas a la India en el siglo VIII,lo aprendieron de los hindúes, juntocon sus números, y lo adoptaron a sualfabeto combinando el rigor y losconocimientos de los grandes

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matemáticos griegos con la facilidadde cálculo del sistema hindú. Así seconvirtieron en los creadores de lasmatemáticas, tal como han llegado anosotros, las divulgaron por todo elámbito de su imperio y, a través deCórdoba, se conocieron en losmonasterios cristianos y después enEuropa, aunque no se aceptaron.

El gran poder cultural del Califatode Córdoba durante los siglos IX y Xno se ha estudiado apenas y casisiempre se ha comprendido mal. Laciudad de Córdoba, convertida encapital y embellecida con jardines yfuentes, tuvo una población de 500.000

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habitantes, mientras las grandesciudades de Europa no alcanzaban nila décima parte. La tolerancia de losmusulmanes, que dejaban practicar suculto tanto a los judíos como a loscristianos, atrajo a los sabios de todoel mundo y produjo una gran expansióncultural, amparada por la granbiblioteca de la ciudad y los centros deestudio de todas las ciudades delCalifato. En ellos, hasta los muchachossin dinero podían estudiar porque elcalifa destinaba la cuarta parte de susingresos personales a limosnas paralos pobres y becas para los estudiantesinteligentes y sin recursos.

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El Señor del Cero es la historia deun mozárabe (un cristiano que siguióviviendo en las tierras dominadas porlos árabes sin renunciar a su religión),buen matemático, que recorre elcamino que seguía la ciencia y lacultura que llegaba a Europa: deCórdoba a los monasterios del Norte,castellanos y leoneses, navarros ycatalanes. En sus bibliotecasatesoraron, junto con las copias de laBiblia y los escritos de los SantosPadres, la valiosa cultura árabe, sustraducciones de los antiguos sabiosgriegos y latinos y sus libros demedicina y matemáticas. Desde allí se

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transmitieron a una Europa de pueblostodavía semibárbaros y que, en muchoslugares, adoraban a los diosesgermánicos, y todavía no estaban muypreparados para comprenderla.

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1Córdoba: Escuela del

CalifaAño 355 de la Hégira*

(Primavera del 966para los cristianos)

[Las palabras con asteriscofiguran por orden alfabético al

final del libro.]

La habitación destinada a clase eracuadrada, grande y estaba encalada. Un

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par de ventanas estrechas y veladas concelosías comunicaban con la calle. En elcentro de la sala, el techo se elevaba enuna cúpula rodeada de ventanas queformaban una gran linterna y por las quesiempre pasaba el sol que iluminabatoda la sala. Por un lateral, se abría sinpuertas a un patio grande, bañado por elsol con dos naranjos y dos limonerosalgo escuálidos y una fuente queborboteaba en el centro.

El suelo era de barro rojo y losmuchachos se sentaban en hileras, conlas tablillas ante ellos; eran yaadolescentes y atendían silenciosos almaestro, que llevaba un turbante oscuro

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como signo de su categoría y paseabaentre las filas de los chicos, mientrasdictaba.

—Tomad notas si lo necesitáis. Encuanto alguno tenga la solución, quelevante una mano. Tendrá un punto extrapara la nota final. Por supuesto, sólocuentan las soluciones exactas. Empezóa recitar:

Un ladrón, un cesto de naranjas,del mercado robó,y por entre los huertos escapó;al saltar una valla,la mitad más media perdió;perseguido por un perro,la mitad menos media abandonó;

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tropezó en una cuerda,la mitad más media desparramó;en su guarida, dos docenasguardó.Vosotros, los que buscáis lasabiduría,decidnos:¿cuántas naranjas robó el ladrón?

Los muchachos agacharon la cabezasobre sus tablillas; muy pronto, un chicomoreno, de pelo rizado, levantó la mano.

El maestro preguntó:—José, ¿cuál es el resultado?—Ciento noventa y cinco naranjas,

señor.—Está bien. Los demás, guardad el

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problema para resolverlo en casa. Yaconocéis la solución.

Hubo un murmullo entre los otroschicos.

Entre las hileras de estudiantes seescuchó un nombre

—¡Otra vez ha sido Sidi Sifr!* —¡Silencio! Debéis recordar que

sólo los mejores alumnos puedenconcursar al premio del Califa. Y losque terminan los estudios de las cuatrociencias* con el premio del Califa, ¡Aláguarde su vida!, le servirán en lasecretaría de palacio.

Contempló las caras, atentas,levantadas hacia él. El también deseaba

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que uno de sus alumnos obtuviese elpremio del Califa. Era un honor paracualquier maestro. Y allí, en la cuartafila del centro, estaba José, aquel chicocristiano, alto y delgado, que parecíajugar con los números. ¡Iba a ser un buenmatemático! Al maestro le recordaba así mismo cuando era joven. Claro queJosé era cristiano y eso era unobstáculo. También estaba Alí BenSolomon*, buen estudiante y muyambicioso y su padre era uno de loscomerciantes más ricos de la ciudad.¡Mucho tendría que esforzarse José paraque los examinadores olvidasen sureligión! Aunque era el mejor, sin duda.

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Dentro de unos años dominaría todo elcálculo mucho mejor que algunosmaestros.

El murmullo de la clase le sacó desus pensamientos. Ordenó:

—¡Tomad nota de otro problema!Comenzó a dictar:

Un collar se rompió* mientrasjugabandos enamorados,y una hilera de perlas se escapó.La sexta parte al suelo cayó,la quinta parte en la cama quedó,y un tercio la joven recogió.La décima parte el enamoradoencontró

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y con seis perlas el cordón sequedó.Vosotros, los que buscáis lasabiduría,decidme cuántas perlas teníael collar de los enamorados.

En la clase se hizo el silencio; seescuchaban los leves crujidos de lasvigas y los lejanos rumores de losmercaderes que recogían sus mercancíasen las tiendas.

En esta ocasión la mano de Alí sealzó primero:

—Son treinta y cinco perlas, señor.—No es el resultado exacto. No por

mucho apresurarse se consiguen mejores

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resultados.La mano de José ya se alzaba en el

aire.—Treinta perlas, señor.—Exacto. Los que no lo hayan

resuelto, que lo terminen en casa.La voz del muezzin que llamaba a

oración desde la mezquita se coló portodas las ventanas de la sala. El maestrodio una palmada y los muchachos selevantaron y del arcón que había alfondo de la sala sacaron sus pequeñasalfombras de plegaria disponiéndosepara la oración. José y otros cincomuchachos se dirigieron a un rincón y sequedaron de pie. No todos ellos eran

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cristianos; dos eran judíos, pero todosestaban dispensados de la oración.

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El muezzin gritaba:—¡Dios es el más grande! ¡Creo que

no existe ningún Dios aparte de Alá!¡Creo que Mahoma es el profeta de Alá!¡Acudid a la oración! ¡Acudid condiligencia!

El maestro, de rodillas también en sualfombra, comenzó la oración:

—¡En el nombre de Alá, elBenefactor, el Misericordioso! Todaslas alabanzas le corresponden a Alá,Señor de los Mundos, el Creador, elMisericordioso, el Soberano en el díadel Juicio Final. Únicamente a ti, Señor,servimos y únicamente a ti acudimos en

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petición de ayuda.Los muchachos contestaron a coro:—¡Dios es grande! ¡Gloria a mi

Señor, el Todopoderoso! ¡Gloria a miSeñor, el Altísimo!

José dejó de atender a las voces delos que rezaban. Estaba ordenado queasistiesen a la oración en un respetuososilencio, pero nadie le ordenaba queatendiese. No se le había escapado lamirada irritada de Alí cuando rectificósu error en el problema. José no queríaenemistades entre sus compañeros declase y la mayor parte de las veces loconseguía a costa de ayudar a unos y aotros; pero siempre tropezaba con los

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que se molestaban ante su facilidad conlos cálculos; entonces procuraba nohacer caso.

La oración terminó y los muchachosrecogieron sus alfombras de plegaria ylas guardaron junto con los otros objetosde clase. Saludaron al maestro ysalieron de la sala.

José y los otros muchachos nomusulmanes salieron los primeros.Cuando llegaban junto a la fuente, AlíBen Solomon gritó:

—¡Espera, Sidi Sifr!José esperó, algo molesto porque le

llamase a gritos por el apodo que lehabían adjudicado sus compañeros.

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—¿Qué quieres?Alí estaba sofocado como si hubiese

corrido mucho.—Escucha, asqueroso cristiano: si

crees que voy a consentir que un cerdocomo tú me quite el premio del Califa,estás muy equivocado. Ni mi padre ni yoestamos dispuestos a consentirlo.

—¿Y qué pinta tu padre en esto, Alí?—interrumpió uno de los chicos judíos—. Lo que tienes que hacer es calcularmejor y más deprisa.

—El premio del Califa es parabuenos creyentes, no para perros comovosotros.

Uno de los chicos musulmanes se

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acercó al grupo a tiempo de escuchar laúltima frase.

—El premio del Califa es para elmejor estudiante, la religión no tienenada que ver en esto..., y el dinero delos padres, tampoco. ¿O me vas a decira mí otra cosa?

El rostro de Alí enrojeció aún más.—No, Mohamed; pero estarás de

acuerdo conmigo en que no hay derechoa que un buen creyente tenga quesoportar...

—No hay derecho a que un buencreyente tenga que soportar personas tanmezquinas como tú, Alí —interrumpió elllamado Mohamed, que era hijo de un

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funcionario del gobierno de la ciudad ytodos los chicos lo sabían.

Dio media vuelta y se alejó. Alíaguardó a que Mohamed estuviese lejosy no pudiese oírle y entonces, en un tonobajo y rabioso, dijo:

—¡Me da igual lo que digaMohamed! ¡No siempre estará paradefenderte, perro! ¡Te juro que noconsentiré que nadie me arrebate elpremio del Califa! ¡Estás avisado, SidiSifr!

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2Córdoba: Corte del

Señor de los CreyentesAño 355 de la Hégira(Julio del 966 para los

cristianos)

La ceremonia comenzaba en lasmurallas. Desde la puerta de la ciudadhasta Medina Azhara el camino estabacubierto de alfombras. A derecha eizquierda de la ruta una doble fila dehombres vestidos de rojo y azul montaba

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la guardia; el sol arrancaba chispas deluz a los alfanjes desenvainados deaquellos soldados que parecían estatuas.

En la puerta aguardaba tambiénRezmundo, el obispo cristiano deCórdoba, junto con el cadí* de loscristianos y algunos servidores. Junto aRezmundo, con una vasija con aguabendita en la mano, estaban José y otrosmuchachos vestidos con túnicas blancasy preparados para ayudar al obispo en laceremonia de bienvenida. Rezmundohubiese deseado recibir a losextranjeros del Norte con la cruz, perolos musulmanes no consentían laexhibición de las imágenes cristianas.

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Los transeúntes se paraban a ver lacomitiva de los extranjeros del Norte;los cordobeses estaban acostumbrados alas embajadas de otros países quevenían a rendir vasallaje al Califa, perosiempre despertaban cierta curiosidad.

Mucha más curiosidad sentían losvisitantes. Si no hubiese sido por elprotocolo y por el riguroso orden de lacomitiva, más de uno se hubiese perdidopor las calles empedradas y bordeadasde casas encaladas.

El obispo Rezmundo se adelantó.Para la ocasión se había vestido lasviejas ropas episcopales de tiempos delos godos que sólo se usaban ya en las

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ceremonias importantes; alzó la manoenguantada de rojo y el ancho anilloantiguo que era el signo de su dignidadbrilló al sol.

—En nombre de la comunidadcristiana de Córdoba, nosotros, el cadíde los cristianos de está ciudad y yo, elobispo, os damos la bienvenida,hombres de los condados catalanes. QueNuestro Señor Jesucristo os bendiga yos guíe en vuestra embajada.

José se acercó con el agua bendita yel obispo introdujo el hisopo en lavasija y roció a los hombres del Nortepasando entre las filas de caballos.Luego se volvió y abrió la comitiva.

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Tras el obispo avanzaba el capitán ygobernador árabe de Tortosa que ejercíade embajador del Califa en loscondados catalanes. Para la ocasiónhabía elegido un caballo blanco de granalzada, con las crines tan largas ycepilladas que parecían hilos de plata.Las riendas y la montura eran de cuerorojo repujado, trabajadoprimorosamente por los artesanoscordobeses.

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Detrás del embajador venía lacomitiva de los obsequios para el Califaen carros tirados por mulas enjaezadas:veinte eunucos* vestidos con largastúnicas, veinte quintales* de pelo demarta, cinco quintales de estaño, cienespadas francas...

Detrás de los regalos, en filasseparadas, caminaban los hombres dearmas. A pesar de la sombra de los altosárboles que bordeaban el camino yformaban un túnel de follaje, loscatalanes, agobiados por sus ropas delana, brillaban de sudor.

Desde su llegada se habían resentido

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del calor. Fijaron el campamento en LaAlmunia, a la orilla del río, en unapequeña alameda, y Djawar, elintroductor de embajadores, les enviótodos los días grandes cestos de frutasdesconocidas en las tierras del Norte. Yel obispo Rezmundo les remitió ropasde algodón de vistosos colores,regaladas por los cristianos de la ciudadpara que se cambiaran.

Pero a pesar de todo algunos habíanenfermado. Miraban con recelo lasfrutas desconocidas y aquellos tejidoslivianos. Y ni sus ropas de lanaajustadas al cuerpo, ni su alimentación abase de legumbres secas, carne y pan, ni

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su poca costumbre de lavarse —quelevantaba las burlas de los cordobeses— eran lo más indicado para el cálidoverano del Sur.

Tras los obsequios y los hombres dearmas, en sus mejores monturas, iban loscaballeros catalanes. Y algo separado,en el centro, sobre un gran caballo deguerra y vestido con un manto rojo,cabalgaba Bonfill, el embajador de loscondes.

Atraía todas las miradas por su grancorpulencia, su cara blanca y redondasalpicada de pecas color canela y suscabellos casi tan rojos como el manto.En la mano, ostentosamente, llevaba un

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estuche de cuero labrado y cerrado porsellos de lacre rojo: era el mensaje queel conde Borrell y el conde Miró,señores de Osona, Girona Urgell yBarcelona*, dirigían al Califa.

Djawar, el introductor deembajadores, cabalgaba a la derecha deBonfill. Bajo el turbante de seda, susojos tenían una expresión entre irónica yaburrida que el resto de su cara nodejaba traslucir. Djawar se sentía algocansado de aquella procesión deembajadas de todo el mundo que veníana inclinarse ante el señorío del granCalifa. Djawar admiraba profundamentela sabiduría de su señor. El Califa Al-

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Hakam*, Señor de los Creyentes en Alá,no era un guerrero como su padre, sinoun gran sabio. La biblioteca de Córdobahabía aumentado durante aquellos añoshasta convertirse en la primera delmundo; de todos los países llegaban lossabios y se habían creado nuevasescuelas donde enseñaban los mejoresmaestros; se habían establecido premiosa los mejores alumnos y el Señor de losCreyentes pagaba de sus propios bieneslos estudios de aquellos muchachospobres que los maestros recomendabanpor su inteligencia y su trabajo, sinimportarle la raza o la religión, comoaquellos que delante de él,

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acompañaban al obispo Rezmundo.Todo aquel protocolo, todas

aquellas alfombras estropeadas por laspatas y el estiércol de los caballos, todoaquel derroche de riqueza y poder quedejaba sin habla a los extranjeros,resultaba mucho menos costoso que unaguerra que horrorizaba al Califa. Al-Hakam prefería los tributos a lasconquistas y los libros de filosofía a laespada. Sin embargo, cuando a la muertede su padre Abderramán, los príncipesde los reinos cristianos del Norte habíancreído posible conseguir tierras y botín,Al-Hakam no había desdeñado dirigirpersonalmente la campaña contra

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Castilla y, el año anterior, uno de susgenerales había asolado los condadoscatalanes, para recordar a los francosque el poder militar de Córdoba nohabía menguado.

Esta embajada era el resultado de lacampaña. No sólo se consiguió lavictoria, botín y cautivos, sino que ahoralos condes enviaban regalos y ofertas depaz que significarían mayores tributos.

Djawar se sentía satisfecho de quelos cristianos del Norte, con suscostumbres bárbaras, sus cabellosclaros, sus burdas ropas pardas y susespadas de hierro, admiraran la riqueza,las refinadas maneras y la superior

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civilización del imperio cordobés. Aláhabía bendecido a sus fieles con lariqueza y la sabiduría. No hacía tantosaños que el rey de León había venido asuplicar la curación de su gorduradesmesurada.

Djawar estaba orgulloso de su señory de su país.

La comitiva llegó a las puertas deMedina Azhara. Hisham, el gobernadorde Tortosa, descabalgó y entregó lasriendas a uno de los criados queaguardaban en la puerta. Todos loscaballeros siguieron su ejemplo. Ya apie, atravesaron los patios del palacio.El camino estaba señalado por las

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piezas de brocado que cubrían el suelode mosaicos de mármol. Los catalanespisaban de puntillas; los hombres dearmas de la comitiva no habían vistonunca tejidos semejantes, los caballerosestaban dispuestos a pagar las rentas dela cosecha de una comarca por una piezade aquellas que pisaban con la que hacerel traje de novia de su dama.

En el salón de audiencias, vestido deseda verde y blanca, y sentado sobrealmohadones de raso colocados en unaalta tarima de mármol, debajo de la granperla que el emperador de Bizancioregalara a su padre Abderramán y quependía de una cadena de oro como si

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fuese una lámpara, Al-Hakam, Califa deCórdoba, Señor de los Creyentes,sucesor de Mahoma, el Profeta, recibíaa sus visitantes.

A la mitad del salón los catalanes seinclinaron con las tres reverencias delprotocolo. Mientras los hombres dearmas y los portadores de los obsequiosquedaban de rodillas a la mitad de lasala, Hisham, el gobernador y Djawar seadelantaron junto con Bonfill, elembajador de los condes y el cadí de loscristianos. El obispo y susacompañantes quedaron en un lado delsalón. José se puso de puntillas para verlo que sucedía en el centro.

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Djawar se inclinó profundamente denuevo, antes de hablar:

—Señor de los Creyentes, ¡Aláaumente tus días!, ante tus ojos estáBonfill, hombre de los condadosfrancos* de la frontera; lo han enviadosus señores, los condes Borrell y Miró,hijos del conde Sunyer. Trae un mensajede paz y amistad.

Al-Hakam asintió con una sonrisa.—Los condes de Barcelona, Osona,

Girona y Urgell son muy estimados pornosotros. Han buscado la paz y la uniónde sus tierras en lugar de la guerra.Rogamos a Alá que los guarde consalud. Deseamos escuchar su mensaje.

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Bonfill se adelantó con el estuche decuero labrado. Se inclinó y lo tendió auno de los secretarios que estabansentados en el escalón inferior de latarima.

El secretario comprobó los sellosantes de romperlos y abrir el estuchedelante de todos. Desenrolló elpergamino y lo leyó de una ojeada antesde entregarlo, con una reverencia, alCalifa. Si contenía algo ofensivo, Al-Hakam no debía verlo.

El Califa examinó muydetenidamente el mensaje. Los monjesde Santa María de Ripoll se habíanesmerado en la caligrafía, que

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resplandecía de dorados y rojos. Elpergamino estaba tan cuidadosamentetrabajado que era suave como la seda.Al-Hakam enrolló de nuevo elpergamino y se lo entregó a lossecretarios. El Califa conocía la mayorparte de las lenguas cristianas, aunqueen las audiencias, por el protocolo, seservía del traductor.

Se recostó en los almohadones ycontempló en silencio a los catalaneshasta que Bonfill y sus hombres sesintieron incómodos.

—Sois bienvenidos, hombres de loscondados francos de la frontera. Misservidores os atenderán como merecéis;

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deseo que vuestra estancia en Córdobaos resulte inolvidable. Os darán nuevosvestidos, ya que los vuestros no son muyapropiados para nuestro clima. Aceptola paz y la amistad que me ofrecenvuestros señores; a partir de ahora ya noserán necesarias las fortificaciones de lafrontera; el rey de los francos, vuestroseñor natural, estará satisfecho y, comoleales amigos, vuestros señores loscondes me darán cuenta de cualquiertraición que se prepare en Castilla, Leóno Navarra. Yo he olvidado ya la guerraque los condes nos hicieron y en la quefue voluntad de Dios que nuestroshombres alcanzasen el triunfo, y ruego a

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Alá, el Misericordioso y el Compasivo,que los conserve con salud y quegobiernen en paz sus tierras durantemuchos años —hizo una larga pausaantes de seguir—. Mis notarios seencargarán de los escritos necesarios yevaluarán con justicia y equidad lostributos que los condes deberán enviar aCórdoba.

El cadí de los cristianos tradujo aBonfill las palabras del Califa; luego seinclinó profundamente e hizo una señal alos catalanes para que hiciesen lomismo.

La audiencia había terminado. Loque faltaba, el regateo para conseguir

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mejores condiciones en los tributos queel Califa exigía, se trataría con lossecretarios. Caminando hacia atrás parano dar la espalda al Señor de losCreyentes, los catalanes salieron delsalón del trono como el que sale de unsueño. Todavía deslumbrados por ellujo y la magnificencia de la corte,dejaron que los llevaran a sushabitaciones.

Tras ellos fue José, que hablaba ellatín mejor que los otros chicos, con unmensaje del obispo Rezmundo para elobispo de Vic.

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3Monasterio de Santa

María de RipollPrimavera del 968

(Primeros del 357 dela Hégira para los

creyentes del Islam)

Se estaba bien en el claustro. Untibio sol de primavera daba calor a loscorredores, olía a hierba nueva y aplantas en flor y el olor a moho del

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invierno parecía haberse refugiado enlos sillares interiores de las esquinas.Como un lejano rumor se escuchaba elruido de las herramientas de loscanteros y los albañiles que trabajabanen la nueva iglesia. Dos hombrespaseaban despacio por el lado delclaustro en el que daba el sol. Llevabanel largo hábito negro de los monjes y supelo entrecano brillaba al sol quearrancaba destellos a los gruesos anillosepiscopales que los dos llevaban en eldedo.

El más alto dijo:—La bendición del Señor me ha

acompañado durante el viaje. El tiempo

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fue bueno y en los pasos de las montañasla nieve estaba ya casi fundida.

—Será un buen año para lascosechas —comentó el más bajo.

El monje alto sonrió.—Vayamos a las cosas importantes.

No hay por qué perder el tiempohablando de las cosechas.

—No es perder el tiempo. ¿Acasopodemos tratar de otra cosa?

—Puede que sí. Durante el viaje a lacorte tuve ocasión de hablar contranquilidad con nuestro buen condeBorrell. Puedo afirmar que, aunque pordistintos motivos, está de acuerdo connosotros y apoyará nuestras peticiones.

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—¿Con permiso del rey Lotario?—No lo digáis con tanta amargura,

querido abad Arnulf*; el buen condeBorrell debe rendir vasallaje y besar lasmanos del rey Lotario, su señor natural.La esposa del conde, Doña Letgarda, esuna bella dama franca; el conde pidió alrey Lotario su bendición para elmatrimonio. Yo estuve presente yaproveché para visitar al arzobispo deNarbona*.

—¿Era necesario?—Es nuestro arzobispo, recordadlo,

Arnulf. Tuvimos una entrevista cordial yme entregó una donación para nuestrasnuevas iglesias. Eso es bueno. Nuestros

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monasterios son muy pobres.

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El abad Arnulf se detuvo en supasear y su compañero se paró con él.Arnulf era de mediana estatura, fornido,y daba una falsa sensación de gordura.Sus manos eran anchas y fuertes, más deguerrero o campesino que de monje.

—Ató*, escuchad; no es que seaimpaciente, es que creo que ha llegadoel momento de afirmar nuestrapersonalidad. La provincia tarraconenseera en los tiempos de los antiguosromanos un arzobispado importante,nuestros abuelos creían que su iglesiaestaba fundada por el mismo San Pablo.¿Por qué dependemos ahora de

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Narbona? Porque tras la invasión de losárabes —se contestó a sí mismo condisgusto— no tenemos gentes ni bienessuficientes para sostener nuestrasiglesias, poner manteles en los altares yleer en las celebraciones en librosdignos. ¡Y encima somos sospechososde herejía! Ya sé que por el momentoTarragona no será dominio cristiano,tiene demasiado poder el Califa deCórdoba. ¡Pero vuestro obispado de Vices tan importante como Narbona! Poreso creo que es bueno hablar del tiempo.Si Dios nos bendice con buenascosechas vendrán más hombres a estosvalles, repoblaremos la tierra y nuestras

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iglesias florecerán.Con una breve risa, ante la irritación

de su compañero, el obispo Ató volvió asu pasear; todavía sofocado, Arnulf leacompañó.

—Los tiempos son difíciles, Arnulf.Difíciles para todos los hombres de laMarca Hispánica, sean condes, monjes,guerreros o siervos.

Córdoba es el imperio más fuertedel mundo y nosotros somos la fronteraentre Córdoba y los francos. Unafrontera despoblada. ¿Y cómo vamos aatraer hombres a estos valles si notienen seguridad de lograr la cosecha?¿Cómo van a trabajar? ¿Con una mano

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en el arado y los ojos en el horizonte?Por eso, hace dos años, los condesenviaron su mensaje de paz al Califa.Nos cuesta buenos tributos, peronecesitamos paz para trabajar yprosperar.

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—¿Cómo han aceptado eso en lacorte?

—Han disimulado su disgusto. Alrey Lotario no le agrada que sus condesde la Marca envíen tributos al Califa ensu propio nombre, pero no tiene fuerzapara oponerse. Su situación en el reinono es muy firme desde su segundomatrimonio y el conde Borrell es elseñor más poderoso de la Marca. Nodepende del nombramiento del rey;heredará el condado de su hermano, elconde Miró, y dejará el gobierno y lastierras a sus hijos. Si ofreciera vasallajea otro señor, el rey Lotario perdería la

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Marca. Y por otra parte el reycomprende la ventaja de que la paz en lafrontera del Sur se pague con un tributoque sale de los propios bienes del condeen lugar de pagarse del tesoro del rey.Cede soberanía a cambio de paz ybeneficios económicos. Y la familia delconde Borrell ha sido siempre leal alrey. No ha apoyado jamás ni a lossublevados ni a los intrusos.

El abad Arnulf suspiró.—Todo es muy complejo.—Y mientras tanto —continuó el

obispo Ató— a nosotros nos quedaganar prestigio y demostrar al mundonuestra piedad, nuestra cultura y nuestro

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saber. Y para ello son buenos los viajes;recuerdan a los poderosos nuestraexistencia. Cuando estemos preparados,debemos ir a Roma a rezar ante lossepulcros de los apóstoles San Pedro ySan Pablo y a presentar nuestro respetoy obediencia al Papa.

—Y aprovechar para pedir una bulade exención.

—Y pedir una bula de exención deimpuestos y de servidumbre, en efecto.Pero tenemos que tener paciencia. Entrenuestros monjes hay algunos que no vencon simpatía una mayor autonomía delgobierno de los francos, ya sean obisposo reyes.

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El abad Arnulf afirmó:—Tenéis razón. Incluso entre mis

monjes se encuentran partidarios de losfrancos. Y luego están esos que ven aldiablo detrás de cada libro y queencuentran pecado en cada pergamino.

—No todos son así; os quieropresentar a un muchacho que ha venidocon nosotros. Es un monje delmonasterio de San Geraud d'Aurillac*.Es muy inteligente, ha estudiado lagramática en su monasterio, pero quiereaumentar sus conocimientos dematemáticas y de astronomía en SantaMaría. Yo también le enseñaré algo dearitmética. ¿Veis, Arnulf? Hasta el

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monasterio de d'Aurillac ha llegado lafama de vuestra biblioteca y de suciencia. Ese es el buen camino paraconseguir nuestra autonomía deNarbona.

—Será bienvenido.Hizo un gesto a un muchacho que,

hasta entonces, había estado sentado enuno de los arcos del claustro. Tendríaunos veinte años y era moreno, demediana estatura, con los rasgos de lacara afilados y nítidos, como si se lahubiesen tallado con una herramienta.Vestía hábito y se inclinó a besar elanillo del abad Arnulf.

—Arnulf, este es Gerbert d'Aurillac.

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Desea estudiar en vuestra biblioteca.Arnulf apoyó la mano sobre la

cabeza inclinada:—Eres bienvenido, Gerbert. Que

Dios te bendiga.

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4Córdoba: Tribunal del

CalifaAño 357 de la Hégira(Primavera del 968para los cristianos)

Ibn Rezi atravesó con paso ligero lasala de espera repleta de gentes queaguardaban y a su paso se apagaron lasconversaciones y se hizo un silencio deplomo, pero aparentó no advertirlo.Estaba acostumbrado a las muestras de

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respeto y en ocasiones de servilismo.Entró en la sala de audiencias y

respondió con brevedad a los saludos dela guardia y a las reverencias de losfuncionarios que despachaban asuntostras sus mesas bajas.

Se acercó a una de las ventanas ymiró al exterior a través de las celosías;el cielo era de color azul fuerte y el solhacía brillar el blanco de cal de losmuros de las casas; olía bien, loslimoneros estaban en flor en todos lospatios.

Con un suspiro, Ibn Rezi se apartóde la ventana y se dirigió a su asientoguarnecido de almohadones; le apetecía

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más pasear con su hijo bajo los árbolesque atender los aburridos asuntos queaquel grupo de escribientes le habríapreparado. Hoy era día de audiencia.Los súbditos del Califa podían exponersus quejas ante su trono un día a lasemana, sin intermediarios niobstáculos. Sólo necesitaban un escritopara solicitar audiencia.

—Bien, ¿qué hay?El secretario se acercó con una caja

llena de rollos.—Esto es lo más urgente, señor.Ibn Rezi comenzó a leer y a firmar y

sellar documentos; desde que lapoblación de Córdoba había aumentado

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tanto, el Califa no podía atenderpersonalmente a los que deseabanpresentarle sus problemas y habíanombrado cuatro jueces elegidosespecialmente para que atendieran alpueblo. Ibn Rezi, cadí elegido por elCalifa para su «diván» o consejo, era unhombre respetado por su virtud y sujusticia; conocía las distintas lenguas yalfabetos y podía leer las leyes de otrospueblos en su idioma original.

Tras la firma de los documentos elsecretario hizo pasar a los primeros delos que aguardaban. A pesar de loscuatro jueces, hombres y mujeres hacíancola desde las primeras horas del día.

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Durante dos horas, Ibn Rezi escuchóa dos mujeres que discutían por suderecho a un puesto en el lavaderopúblico, a un hombre que tenía unaherida en la cabeza por la caída de unamaceta y resolvió un litigio por laprioridad en el uso del agua de riego. Elcadí era un hombre justo, consciente entodo momento de que estaba en el lugardel Califa y que hasta los más pobrestenían derecho a una justicia rápida,barata y clara, sin trámites ni esperas,ejercida por su señor, al que élrepresentaba.

El secretario avisó en un susurro:—Señor, está aquí el poderoso

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Solomon Ben Zahim.Ibn Rezi se irritó ante la

presentación.—¿Y quién es el poderoso Solomon

Ben Zahim?—¡Señor! Sus huertos se extienden

hasta la sierra y sus caravanas llevanmercancías hasta Bagdad. Dicen que esuno de los hombres más ricos ypiadosos de Córdoba. Ha entregadocuantiosos donativos para la mezquita.

—Lo sé. Pero en este tribunalSolomon Ben Zahim es tan poderosocomo esas dos mujeres que discutían porun puesto en el lavadero.

El secretario se inclinó en una

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sumisa reverencia:—Perdón, señor. No he querido

decir...—Sé lo que no has debido decir —

cortó seco el cadí—. Haz pasar a BenZahim y sepamos qué le trae al tribunaldel Califa.

Solomon Ben Zahim era un hombrede unos cuarenta años, bajo ycorpulento, que había acumulado grasaen el vientre. Hizo una trabajosareverencia en el umbral, avanzó por lasala y se inclinó de nuevo en unaprofunda zalema ante el estrado delcadí.

Ibn Rezi hizo un gesto con la mano.

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—Habla.Solomon Ben Zahim adoptó un tono

de voz suave y obsequioso, aunque lacolérica expresión de sus ojosdesmentía su voz.

—La fama de tu justicia se comentapor todas las calles de Córdoba, ilustrecadí. Por eso he venido a tu tribunal apresentar una denuncia a la que meobliga mi conciencia de creyente.

Ibn Rezi alzó las cejas.—¿Y a qué te obliga tu conciencia

de creyente?—He oído maldecir del Profeta. ¡Su

nombre sea bendito!—¡Sea bendito! —repitió el cadí.

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—He oído a un cristiano expresar sudesdén hacia el Profeta con palabrastales que mi devoción me impiderepetirlas.

La desaprobación de Ibn Rezi setransparentaba en su voz a pesar de todosu control.

—¿A quién oíste tan terribleblasfemia?

—A José Ben Alvar, un muchachoestúpido y vanidoso que progresa en laciencia gracias a las escuelas y labondad del Señor de los Creyentes. ¡Alále aumente los días!

—Ese cristiano merece un severocastigo, desde luego, pero, si es un

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muchacho, tal vez todo sea unaimprudencia debida a los pocos años.

—¡Es un cristiano, hijo decristianos! ¡Hay que acabar con esa razamaldita!

—Son pueblos del Libro*. ElProfeta nos ordena respetarlos.

—Hacen propaganda de su idolatríapor calles y plazas.

—Eso está castigado por la ley.¿Cómo sabes tú tanto de ese cristiano?

—Mi hijo estudia en la mismaescuela que ese ingrato muchacho. Todala escuela ha escuchado sus insultoshacia nuestro Profeta. No será difícilencontrar testigos si se investiga.

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—Así se hará. Te avisaremos si hayotros interrogatorios. Confía en lajusticia del Califa, Solomon Ben Zahim.

Con un gesto, Ibn Rezi despidió almercader, que salió entre reverencias. Ycon una seguridad hija de su experienciay sabiduría, dijo a su secretario:

—Ese hombre miente.—Es poderoso, señor, y afirma que

tiene testigos.—Es rico y poderoso y puede tener

testigos de cualquier cosa que lebeneficie. Pero no dice verdad.

El secretario contempló dudoso alcadí.

—Tú eres más sabio, señor. Pero la

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blasfemia contra el Profeta es asuntograve en estos cristianos que viven yprosperan por la benignidad del Califa*.¡Alá prolongue sus días!

Ibn Rezi se levantó de su asiento.—Ordena que se envíe por ese

muchacho y por los testigos paratomarles declaración. No creo que metengas que enseñar cómo hacer justicia.Yo velaré por el respeto al Profeta, ¡sunombre sea bendito!, como cadí delCalifa que soy.

* * *

—¿Cuál es tu nombre?José tragó algo invisible y muy duro

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antes de responder. Estaba asustado y sele notaba; intentaba disimularlo con unajuvenil altanería un punto insolente, perono lo conseguía.

—Mi nombre es José Ben Alvar,señor.

—¿Edad?—Dieciocho años, señor.Ibn Rezi consultó un pergamino sin

perder de vista al muchacho. José BenAlvar era alto, había crecido de prisa yya tenía más estatura que muchoshombres, moreno de piel, con el pelooscuro y rizado y los ojos negros; estababastante delgado, se le marcaban loshuesos.

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—Eres cristiano.No era una pregunta, sino una

afirmación. En realidad Ibn Rezi nonecesitaba preguntar nada. Todo lo quele hacía falta saber estaba ya escrito ensus informes. Pero las preguntasformaban parte de la técnica deltribunal.

José volvió a tragar su propiomiedo, pero su voz fue firme.

—Sí, señor.—¿Qué estudias?—Las cuatro ciencias, señor. Mi

maestro cree que puedo progresar enaritmética, geometría y astronomía. Yome esfuerzo en aprovechar sus

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enseñanzas y sabiduría.Tras la cortesía de la expresión, el

brillo de sus ojos negros mostraba quese sentía orgulloso de sí mismo.

Ibn Rezi sonrió levemente.—Eso mismo dicen tus maestros —

hizo una pausa—. ¿Te llaman Sidi Sifr,«el señor del cero»?

Una oleada de sangre encendió elrostro del muchacho y el cadí comprobósatisfecho que había perdido el aplomo.

—Es una broma de mis compañeros,una broma de estudiantes, señor. Mellaman Sidi Sifr porque tengo muchafacilidad para el cálculo según loenseña en sus libros el sabio

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AlKowarizmi*.Ibn Rezi hizo una pausa, miró sus

pergaminos y dio mayor seriedad a suexpresión.

—¿Sabes por qué estás aquí?—No, señor.—Has sido acusado ante el «diván»

del Califa, José Ben Alvar.Guardó silencio y contempló

fijamente al muchacho tomando nota desu sobresalto. Hasta la sala llegaba elsuave murmullo del jardín. El cadísiguió:

—Te han acusado ante el Califa,¡Alá alargue sus días!, de blasfemar deMahoma el Profeta, ¡su nombre sea

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bendito! Te han acusado con suficientestestigos que han declarado ante estetribunal, José Ben Alvar.

José miró en derredor. Parecíaacorralado y la sangre había huido de surostro.

—Esta denuncia que me hacen y quepuedo jurar que es falsa, ¿no tendría quejuzgarla el cadí de los cristianos?

Ibn Rezi sonrió. Apreciaba laestrategia del acusado. En Córdobahabía un juez y un gobernador especialpara los cristianos.

—Por supuesto, José Ben Alvar. Yasí se hará después de mi sentencia.Juzgará tu acusación el cadí de los

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cristianos en presencia del gobernadorde los de vuestra religión. Yo sóloatiendo esta denuncia, la compruebo y silo creo preciso, juzgo y la resuelvo. Tenen cuenta que este es el «diván» delCalifa, ¡Alá le guarde!, y no está sujeto amuchas formalidades. Es la justicia denuestro buen señor que, como un padre,presta oído a sus súbditos sin ningunadiscriminación de raza y religión y sinninguna espera y protocolo.

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—Señor, ¿puedo hablar en midefensa?

—Habla.—Señor, soy cordobés y mi familia

ha vivido en esta ciudad desde losantiguos tiempos de los romanos. Somoscristianos desde hace más de trescientosaños y todos hemos seguido la fe denuestros padres. Creemos firmementeque es la verdadera, pero no ofendemosa los que buscan el paraíso que prometeel Profeta y llaman a Dios con el nombrede Alá. Mi padre tiene clientes y amigosentre los fieles del Islam y siemprehemos pagado nuestros impuestos sin

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mezclarnos en rebeliones. Señor, estoyorgulloso de ser cordobés y mi familiaes respetada en la ciudad. Creo que elCalifa, ¡Dios le guarde!, es ungobernador justo y clemente, el mejorseñor de la tierra, y rezo a Cristo paraque le aumente los días. Nadie puedetestimoniar con verdad que yo heofendido al Profeta ni he hecho burla delos que siguen sus leyes.

Calló, anhelante. Ibn Rezi se levantóde su asiento y se acercó a la celosía.Atardecía sobre la ciudad y la luz delponiente pintaba las casas con reflejosrosas y azules. Cada vez estaba másseguro de la inocencia del muchacho. Su

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juicio era seguro. Al elegir jueces parasu «diván» el Califa se fijaba, porencima de todo, en la sabiduría y en larectitud de criterio de los jueces que lehabían de representar en el contactodirecto con el pueblo. Un hombre podíaconocer muy bien las leyes, pero elinstinto de la justicia y la valoración dela honradez de los hombres, la rectavisión del corazón y el criterio paradistinguir la verdad de la mentira biendisfrazada era más difícil de conseguir.Ibn Rezi tenía una justa fama de claridadde visión y buen juicio.

Volvió lentamente a su asiento sinperder de vista a José Ben Alvar. No

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creía que hubiese maldecido a Mahomay, por otra parte, aunque creyentefervoroso y sincero, estaba seguro deque Mahoma estaba por encima de laspalabras buenas o malas de un cristiano.Pero no todos entendían eso y losenemigos del muchacho eran poderosos.

Lentamente se acomodó en loscojines y colocó minuciosamente lospliegues de su ropa de seda. Tenía unplan.

—Como ya te he dicho, variostestigos declararon concertadamentecontra ti y tu acusador es persona degran prestigio. Pese a eso, yo creo quedices la verdad y desestimaré la

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acusación. Represento al Califa y mipalabra es la palabra del Califa. Perodespués de mi sentencia, las cosas no sete van a arreglar; el delito del que teacusan se castiga con la muerte y tuacusador es demasiado poderoso. Tusmaestros temerán su poder, teconsideran de otra forma y ya no podráscontinuar los estudios como protegidodel Califa. Tus progresos científicos sedetendrán. Es una lástima porque dicenque eres muy inteligente y podrías ser ungran sabio. Y hay que contar con que tuacusador no se conforme con misentencia y te vuelva a denunciar antelos tribunales regulares y a la denuncia

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de blasfemia añadirá otra de magia y deencantamiento para justificar que yohaya fallado a tu favor. Losprocedimientos de los jueces ordinariosson largos y tendrás que aguardar lasentencia en la cárcel.

José Ben Alvar levantó vivamente lacabeza; seguía pálido, pero atendía contodos los sentidos. Ibn Rezi se sirvióagua en una copa de plata y cambió detema.

—Los condes catalanes quierenhacer su propia política y ser señores ensus tierras; enviaron embajadores alCalifa y le rindieron vasallaje. Pagantributo; no un tributo muy cuantioso,

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porque son pobres, pero es uno más queunir al tesoro del Califa. Sin embargo, elseñor natural de los condes catalanes esel rey franco. ¿Qué habrá dicho el reyLotario cuando haya sabido que loscatalanes, por propia iniciativa, seinclinan ante el Señor de los Creyentes?

José guardó silencio. La preguntadel cadí no esperaba respuesta.

Ibn Rezi continuó:—Convendría mucho al Califa

conocer las verdaderas intenciones delos condes catalanes; ninguno de losreinos del Norte es lo bastante fuertepara crear un verdadero problema alCalifa y los gobernadores de Toledo,

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Lérida, Zaragoza y Tortosa tienenbuenos hombres y buenas murallas, peroes sabio no dejar crecer a los enemigos.

Volvió a contemplar fijamente aJosé; luego bajó la vista al anillo desello que llevaba en el dedo y que era lainsignia de su cargo y jugueteó unmomento con él.

—No debes olvidar que tusenemigos no lo son de tu fe, sino de tuinteligencia y de tu prestigio en losestudios. La envidia anida entremusulmanes y cristianos, en todas lasrazas y en todas las religiones... Unmuchacho inteligente y leal que se sientecordobés aunque sea cristiano y que

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huye de su ciudad perseguido por su fe,podría ser un buen informador de suseñor.

Los ojos de José reflejaban toda susorpresa. Dijo:

—Señor, ¿puedo preguntar?—Pregunta.—¿Cuándo se ha preparado todo

esto?Ibn Rezi rió.—No pienses que todo ha sido una

trampa, Sidi Sifr —José se ruborizó antesu apodo—. No creas que la denuncia esfalsa. Todo ha sucedido como te hedicho. Pero cuando me trajeron losinformes sobre ti y sobre tu familia...

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pensé que este enojoso asunto podíatener una solución satisfactoria paratodos.

—¿Para todos? —preguntóamargamente José.

—Mira, Sidi Sifr, ya no volverás aestudiar las cuatro ciencias en Córdoba;ya no obtendrás el premio del Califapara el mejor alumno. Ya te he dichoque creo que eres inocente, pero laacusación es sencilla y está bientramada. Aunque yo declarara tuinocencia, tus maestros no propondránpara el premio a un alumno cristianosospechoso de blasfemia, ni querrán quesigas en su escuela. Ya no eres bien

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visto. Tu vida ha cambiado, te la hancambiado tus enemigos. Vete a casa yconsulta con tu padre; hoy no haysecretarios que levanten acta;oficialmente esta tarde tú no has estadoaquí. Mañana daré orden de que tebusquen y te traigan ante el tribunal; si teencuentran, sabré que no estás deacuerdo con mi plan y repetiremos estaaudiencia —sonrió como si conocieselos pensamientos de José—. No te pidoque seas un espía de los que tienen tumisma fe, sino que nos envíes noticiasdesde las tierras de la frontera delNorte. Noticias que completen losinformes de los gobernadores. Nuestro

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Califa, ¡Alá le bendiga!, no quiereguerras. Cree que un mediano pacto conescaso tributo es mejor que una granvictoria con cuantioso botín; no quiereser la causa de la muerte de un hombresea cual sea su fe, amigo o enemigo. Siescapas y no escribes, no tomarérepresalias contra tu familia; éste es unacuerdo entre tú y yo. En cualquier caso,decidas lo que decidas, este tribunaldecretará tu inocencia, porque yo soy unjuez justo, pero ya te he explicado lo queocurrirá.

José se inclinó dispuesto amarcharse. Luego recordó...

—Señor, si me fuese al Norte,

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¿adonde iría?, ¿y cómo podría yo...?Un gesto de aprobación de Ibn Rezi

le interrumpió.—No se equivocaron tus maestros al

ponderar tu inteligencia, Sidi Sifr. Noquiero decirte dónde puedes ir; tal vez auno de vuestros monasterios del Norteque vuestro obispo te puederecomendar. Un muchacho como tú debeescribir con frecuencia a sus padrespara tranquilizarles sobre su salud ydestino. Ya te he dicho que no quieroque seas un espía al uso. El Califa ya lostiene, expertos y bien pagados. Se ledirá a tu padre a quién debe entregar tuscartas una vez leídas. Yo mientras tanto

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dictaminaré tu inocencia. Si no estáspara ser el mejor estudiante, el másdigno del premio del Califa, el premioirá a parar a otro estudiante y tusenemigos se aplacarán.

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5Camino del Norte

Mayo del 968(357 de la Hégira para

los creyentes en elIslam)

La caravana viajaba sin prisa haciael Norte. El sol poniente incendiaba derojo la altiplanicie que se extendía hastamás allá del horizonte. La debíanatravesar por completo. Al caer lanoche, entre dos luces, se buscaban

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refugios o se acampaba bajo lasestrellas. Entonces los muleros, despuésde agrupar los animales enimprovisados corrales, encendíanhogueras para cenar y cantaban viejascanciones de amor que traían ecos de unpueblo que había viajado durante muchotiempo por el desierto y había dormidobajo las estrellas de todo el mundoconocido.

José no se unía a los cantos. Sesentaba contemplando la hoguera, con sucuenco en la mano y, en ocasiones, se lellenaban los ojos de lágrimas. Nadie ledecía nada. Los hombres de la caravanano le conocían y él no había sido

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amistoso; su padre le había confiado aljefe de la caravana con instruccionesmuy precisas y sin decir el verdaderomotivo de la partida del muchacho.

José llevaba un cinturón lleno demonedas de buena plata cordobesapegado a la piel y cartas de presentaciónde Rezmundo, el obispo de Córdoba,para Ató, obispo de Vic; Garí, obispode Osona, para Adelaida, la abadesa deSant Joan*, y Arnulf, el abad de SantaMaría de Ripoll*, donde le daríanposada y que en principio era su destinofinal. Recordaba la reunión en su casa yla bendición de despedida del obispo:

—Los caminos del Señor son

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extraños, José Ben Alvar. Tienes quesalir de tu patria y, no serás un sabiomaestro cordobés en las cuatro ciencias,no serás Sidi Sifr, el Señor del Cero,pero tal vez te esté reservado un destinomás alto. Acuérdate de Daniel en lacorte de Nabucodonosor y de los otrospersonajes de la Biblia. Tú eresinocente, hijo. La bendición del Señor teacompañará.

—¿Siendo espía?—Tu conciencia te aconsejará lo

mejor. —había dicho su padre— El cadíha sido muy generoso al fiarse de tupalabra. Tu patria es Córdoba, hijo. Túhas nacido aquí, y aquí nacieron tus

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abuelos y bisabuelos. El resto espolítica. Nosotros somos cordobeses;nuestra familia ha vivido en esta ciudaddesde los tiempos de los antiguosromanos, más de lo que el más viejopuede recordar. No hemos queridonunca emigrar porque ésta era nuestratierra, gobernase quien gobernase. Díallegará en que podamos adorar a nuestroDios libremente en nuestro país; tambiénlos romanos y los godos en los primerostiempos perseguían a los de nuestra fe.Bajo los musulmanes... nuestro parienteAlvaro* fue mártir por su fe en tiemposde Eulogio y ahora mi hermano goza dela confianza del Califa y es uno de sus

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embajadores en la corte de Bizancio; sintraicionar nuestra fe, siendo veraces yhonrados, haremos lo que podamos parasobrevivir.

El obispo Rezmundo le dijo:—Te irás con una caravana que va a

Sant Joan de Ripoll. No hemos podidoencontrar otra posibilidad con lasprisas. Desde allí, la abadesa te enviaráal monasterio de monjes de Santa María.Dios te guiará.

José Ben Alvar no se sentía enabsoluto aliviado por esas palabras.Todavía sentía la presión de los brazosde su madre, que luchaba por retener laslágrimas.

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—Dios te bendiga, hijo. ¡Malditaenvidia que te manda fuera de nuestracasa! Te he guardado todos tus libros ypergaminos. Por favor, hijo, no nosdejes sin tus noticias.

Mientras la caravana atravesaba lallanura en largos días iguales y luegobuscaba el mejor paso entre los montes,José, angustiado, reflexionaba. Estabaconfundido. Su vida había dado unasolemne voltereta, le habían lanzado alaire y todavía no sabía de qué posturaiba a caer. Hasta el momento, suexistencia había transcurrido feliz. En sucasa, todos: sus padres, sus hermanos,los criados, los abuelos, le habían

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querido y se habían enorgullecido de suinteligencia. Su proyecto de vida seextendía ante sus ojos tan plácidamentecomo la página de un libro. Le gustabanlas matemáticas; las comprendía y leapasionaban, y su gran facilidad para elcálculo asombraba hasta a sus maestrosy había motivado su apodo: «Sidi Sifr»,«Señor del Cero». Quería investigar losnúmeros y sus posibilidades según loque AlKowarizmi había enseñado en sulibro; estaba seguro de que, con unaenseñanza apropiada, todos podíanconseguir tan buenos resultados en elcálculo como él. Aquel año habríaobtenido el premio del Califa al mejor

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alumno y lo habrían propuesto paraenseñar a los más jóvenes; queríacontinuar enseñando y en su momento sehabría casado con alguna muchachacristiana y hubiese tenido hijos yenvejecido con honores. Y ahora, esosplanes tan simples de una vida feliz, porculpa de la envidia de Alí, el hijo deSolomon Ben Zahim, se habían deshechocomo los números que escribía en laarena cuando utilizaba el ábaco de arenapara resolver problemas.

Descansaron en Tortosa, donde lacaravana entregó una gran parte de susmercancías y donde el gobernador lesrecibió en persona y les proporcionó

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una guardia para protegerlos de losladrones que merodeaban la frontera.Recibió las cartas que le enviaban deCórdoba y prometió encargarse deremitir las cartas que José le entregó.

A la salida de Tortosa, el jefe de lacaravana le dijo:

—A partir de ahora, ya estamos entierra de cristianos. En tres o cuatrojornadas estaremos en Sant Joan deRipoll. Yo entregaré los pellejos deaceite al monasterio y tú seguirás tucamino.

José asintió sin protestar; no teníaprisa por llegar a ninguna parte. A supena y su nostalgia de los primeros días

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había sucedido una tristeza y depresiónintensa.

Sant Joan era un hermoso monasteriocon sillares de piedra que todavía teníael brillo y el matiz de recién cortada.José entregó las cartas derecomendación que llevaba a la hermanaportera y después, mientras el jefe de lacaravana dirigía la descarga de lospellejos de aceite y recibía el precio dela hermana despensera, José paseó porel oscuro zaguán donde tropezó dosveces con los descargadores. Abrió unapuertecilla estrecha y se encontró en elhuerto del monasterio.

Soplaba un vientecillo frío que

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estremecía y los árboles tenían losbrotes color verde tierno de laprimavera. Buscó un rincón abrigado yse sentó al sol arrebujado en su capa;tenía frío y se sentía melancólico. Elpaisaje, que mostraba todos los tonosdel verde era muy distinto del de suañorada Córdoba.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? ¡Losmozos de la caravana se quedan al otrolado de la puerta! José se volvió. Trasél, y vestida con las ropas de lana pardade las monjas, había una adolescente,casi una niña todavía. De las tocasblancas escapaban rizos de un tono decobre bruñido; tenía los ojos

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asombrosamente verdes y la carasembrada de pecas. Había hablado en lalengua de los francos* como la gente delpueblo y José no entendió. Se levantó yse inclinó en un saludo antes depreguntar en latín.

—¿Qué me decís, señora? Ellacomprendió que no era uno de los mozosy también cambió al latín.

—No está permitido a los extrañosentrar al huerto. ¿Quién sois? ¿Cuál esvuestro nombre?

—Soy José Ben Alvar, de Córdoba,mi señora; he venido con la caravana.No sabía que estaba prohibido el paso aeste sitio. ¿Este es el lugar de las

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mujeres?—¡Es el lugar de las monjas! ¿Sois

árabe?—No, mi señora; mi familia vivía en

Córdoba desde los tiempos de losantiguos romanos y somos cristianos.

—Si sois cristianos, ¿por qué nohabéis huido al Norte?

José estuvo a punto de contestar queera una impertinencia preguntar acercade lo que no era asunto suyo, pero él eraallí el forastero y aquella monja lehablaba con altivez, como quien estáacostumbrada a mandar.

—Señora, Córdoba es nuestra patriay allí están las tierras de la familia y los

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sepulcros de nuestros abuelos. ¿Por quétendríamos que huir?

Ella no respondió y preguntó denuevo:

—¿Y a qué vienes al Norte? ¿Eresmercader?

José no sabía exactamente lo que erani cómo contestar a esa pregunta.

—No, mi señora. He llegado con lacaravana pero me dirijo a Santa Maríade Ripoll. Vuestra abadesa me facilitaráun guía para el camino.

—¿Vas a ser monje?—Lo tengo que pensar. No estoy

seguro todavía, mi señora. De momento,lo que quiero es estudiar.

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—Yo ya lo tengo pensado y estoymuy segura. Yo quiero ser monja yentregar mi vida a Dios, nuestro Señor.

—Es una decisión digna de alabanza—dijo cortésmente José—. Debomarcharme.

Ella le detuvo.—Perdonad, ¿no queréis quedaros

un poco más? Ya que habéis entrado...No partiréis para Santa María hastamañana y yo tengo tan pocas ocasionesde hablar con alguien diferente... —señaló un banco—. ¿Nos sentamos?

José contempló el banco con aire deduda. Luego extendió el faldón de lacapa y se sentó en el suelo con las

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piernas cruzadas.—Perdonad, mi señora. Estoy más

cómodo aquí.—¿Al uso árabe? —su risa levantó

ecos en los árboles—. Sois muydivertido, José Ben Alvar.

Ella escondió las manos en lasamplias mangas del hábito y sonrió conalgo de expectación.

—¿Qué me vais a decir?—No sé quién sois, mi señora.—¡Ah, claro! Yo soy Emma; me

llamo así en recuerdo de mi tía abuela,la hija del conde Guifré*, que fue laprimera abadesa de este monasterio.¿Qué hacíais en Córdoba?

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—Estudiar, señora; las tres cienciasde la gramática, la retórica y la filosofíay las cuatro ciencias de la aritmética, lageometría, la astronomía y la música.

—Yo también estudio en estemonasterio, pero no he podido llegarmás que a los principios de la música.¡La aritmética es tan difícil!

—No, tal como la explicaba mimaestro. ¿Queréis escuchar un problemade aritmética?

Y sin aguardar respuesta comenzó arecitar:

Un collar se rompió mientrasjugabandos enamorados,

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y una hilera de perlas se escapó.La sexta parte al suelo cayó,la quinta parte en la cama quedó,y un tercio la joven recogió.La décima parte el enamoradoencontróy con seis perlas el cordón sequedó.Dime cuántas perlas tenía elcollarde los enamorados.

Emma sacó las manos de las mangaspara aplaudir divertida.

—¡Qué bonito! ¿Cuántas perlashabía?

José también reía

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—Yo conozco ya el resultado, perolo podemos calcular ahora. Vais a verqué fácil y rápido. ¿Sabéis sumar?

—Sí, pero me equivoco muchasveces. No sé manejar bien el ábaco.Además, ¡no podéis calcularlo ahora! Setardarán días en calcular algo tancomplicado.

—No, como lo explica el sabiocordobés AlKowarizmi. Veréis.

José buscó una ramita rota y dibujóun cuadro en el suelo que luego dividiópor rayas verticales como una reja.

—Con este sistema se opera másrápido que con el ábaco latino* —explicó.

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Dibujó varios signos en lospequeños cuadros de la reja antes deanunciar:

—El collar tenía treinta perlas.Emma estaba fascinada—¡Esos signos son mágicos!José reía alegremente por primera

vez desde hacía tiempo.—No, ¡nada de magia! Sólo son los

números árabes. Se calcula mucho másdeprisa con los números árabes que connúmeros romanos. Y se calcula muchomejor con un ábaco de arena como éste—y señaló el dibujo del suelo— quecon el ábaco que usáis vosotros.

—¡Me gustaría aprender! Si vais a

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Ripoll, puedo pedir permiso para queme enseñéis esa ciencia. Como voy a sermonja, puedo estudiar todo lo quequiera, no es como si fuese a casarme.

—¿Cuál es la diferencia?—Si me fuese a casar, sólo debería

aprender lo que complaciese a mimarido. Si yo fuera una mujer delpueblo, aprendería a cocinar y a limpiarla casa; también tendría que ayudar a mimarido en el campo o en su oficio; comosoy hija de un conde, si me casara,tendría que administrar el castillo en lasausencias de mi esposo, pero como élsólo sabría poner su nombre al pie delos documentos, no consentiría mayor

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ciencia en su mujer. ¡No quiero casarmenunca! ¡No quiero depender de unhombre que no me deje estudiar, que medomine, que a lo mejor me pegue, y estarpendiente de sus deseos y tener hijos,uno tras otro, todos los años y ver cómomueren por falta de cuidados hasta queyo misma muera!

—Los hijos de los condes no pasanhambre.

—¡Pero aquí, en la frontera, muerende enfermedades, sin médicos que loscuiden! Varios de mis hermanosmurieron antes de que naciese yo. Mimadre era una mujer triste, sin alegría,que languidecía solitaria en el castillo, y

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eso que mi padre era un buen hombreque la respetaba. Cuando murió mipadre se trastornó su razón. Yo prefieroser libre y servir a Dios.

—¿Y el amor?—¡Prefiero el amor de Dios! Yo voy

a ser monja.Se levantó con un revolotear de las

faldas del hábito y se alejó muy deprisay andando muy derecha. Sus frases noeran las de la niña que aparentaba. Joséla siguió con la vista, interiormentedivertido, y pensó en que la vida deaquella muchacha, hija de condes, nodebía de haber sido muy fácil. Luegovolvió hacia la puerta del monasterio.

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Ninguno de los dos advirtió que, enel suelo, quedaban las huellas de loscálculos de José.

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6Santa María de Ripoll

Junio del 968(357 de la Hégira para

los creyentes delIslam)

—Bienvenido al monasterio, JoséBen Alvar.

—Gracias por vuestra acogida,señor.

El abad Arnulf sonrió ante el suaveacento árabe con que hablaba latín el

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muchacho. Se notaba que no hablaba ensu idioma materno. Lo contempló concuriosidad. La carta del obispo deCórdoba lo recomendaba muycalurosamente. Encarecía su piedad y sugran inteligencia. A primera vista, no sediferenciaba demasiado de los noviciosdel monasterio. Tal vez algo másmoreno, tal vez más maduro, más adulto.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitasalgo?

—Vuestra acogida ha sido muygenerosa, señor. No necesito nada;gracias.

Estaban en la sala capitular*,rodeados de todos los monjes del

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monasterio. Atardecía y los últimosrayos del sol se colaban por la puertaque daba al claustro. José había llegadoal monasterio a primera hora de la tarde,acompañado de dos servidores delmonasterio de Sant Joan. Luego, elhermano portero había conducido a Joséa la casa de huéspedes, y allí, ayudadopor el monje, había colocado suequipaje en la amplia habitación queaquel día sólo le tenía a él de habitante yse había tumbado sobre la paja fresca ylimpia que estaba amontonada paraservir de cama. Seguía dominado poruna sensación de vértigo. Se sentía en elaire, sin estabilidad.

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El abad en persona había ido abuscarle para los rezos y José habíabesado el anillo colocado en aquellamano grande y huesuda, más propia deun labrador o de un soldado que de unmonje, y le había seguido a la capilla.Habían rezado vísperas* y luego, ya enla sala capitular, el abad Arnulf habíahecho salir al centro a José y se lo habíapresentado a los hermanos.

—Deberías decirnos algo de losucedido en Córdoba, José. Servirá demeditación a los hermanos.

—No hay mucho que decir, señor.Yo era estudiante de las cuatro ciencias;mis maestros estaban muy satisfechos de

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mis progresos en aritmética y cálculo.Hubiese alcanzado la distinción al mejoralumno de este año; un compañero meenvidiaba, él también progresaba yquería el premio y su padre me acusó demaldecir a Mahoma.

—¿Lo hiciste?—No, señor. Nunca.Un monje grueso y sonrosado, que

había ejercido de sacristán durante elrezo, intervino:

—¿Y presumes de ello?José se volvió con sorpresa:—No presumo, sólo digo la verdad.El abad aclaró:—El hermano Hugo se extraña

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porque aquí no se censura un insulto aMahoma, el infiel que Dios confunda.

José Ben Alvar levantó la cabezacon viveza.

—Perdonadme, señor. Soy uncristiano fiel, cristianos son mis padresy cristianos fueron mis antepasados. Demi familia era Alvaro, el gran amigo denuestro santo mártir Eulogio, quetambién murió por nuestra fe. Hemossido fieles al Señor en los buenos y enlos malos tiempos; hemos soportadoimpuestos injustos y persecuciones. Yohe huido de mi tierra y de la casa de mipadre, he perdido mis estudios, mi casa,mis compañeros, todo lo que era mi

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vida. Lo he hecho por salvar mi vida,pero, si hubiese llegado la ocasión,estaba dispuesto a morir por mi fe.Como los otros cristianos que vivenbajo el gobierno del Califa. El obispoRezmundo puede garantizarlo. Sinembargo, debo deciros que Mahoma eraun hombre justo que buscaba a Dios porotros caminos. No tuvo la gracia de la feen Nuestro Señor Jesucristo, pero teníabuena voluntad. Dios nuestro Señor selo habrá tenido en cuenta.

—Eso es una herejía.José Ben Alvar inclinó la cabeza en

una forzada cortesía hacia el monje y sedirigió a todos.

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—Hermanos, allí en Córdoba lascosas son diferentes. No todos nuestrosamigos o parientes llaman a Dios de lamisma forma que nosotros, pero eso nosignifica que no sean buenos o que nolos amemos. Nosotros defendemosnuestra fe con la mayor y más arriesgadafidelidad, pero tal vez sin muchaciencia. Las cartas del Papa no llegancon facilidad a aquellas tierras ynuestros obispos no tienen muchasoportunidades de acudir a sínodos consus hermanos en la fe. Tampoco tenemosmuchos monjes ni tantos monasterioscomo en el Norte.

El monje que había ayudado a José a

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acomodar su equipaje intervino:—Has traído objetos mágicos desde

Córdoba.—No, hermano. Sólo algunos ábacos

de arena y latino y otros instrumentospara observar las estrellas. Sonherramientas de mi ciencia. Yo séutilizarlos.

—Y libros llenos de signosdiabólicos.

—Son libros en árabe. El alfabetono es más que la representación de lossonidos de una lengua.

—Si esa lengua la hablan losservidores del diablo, sus signosconjurarán a su señor, el diablo —dijo

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el hermano Hugo, el sacristán.—Cuando en Córdoba escribimos el

padrenuestro en árabe, ¿lo hacemos consignos del diablo? —replicó José.

—Sí. Con los signos del diablo. Yes una grave herejía escribir elpadrenuestro en árabe.

—Muchos de los nuestros apenascomprenden ya el latín. Cuando sedirigen al Señor, lo hacen en la lenguaen la que hablan todos los días. Si yotuviese más edad y sabiduría,preguntaría a los venerables monjes porla santidad de la lengua latina, que sibien es cierto que la hablaron muchossantos y mártires, también fue la lengua

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de los emperadores romanos quepersiguieron hasta la muerte a lossantos.

Un monje alto, de cara redonda ycolorada y fuerte acento francointervino:

—¿No es más importante rezar elpadrenuestro que la lengua en que sereza?

El abad terció con suavidad:—La lengua no es más que el

instrumento con que el hombre se dirigea Dios, que domina y entiende todas laslenguas, porque Él conoce el interior delas personas. Hermanos, debemosbrindar nuestra mejor hospitalidad a

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nuestro hermano José, que ha llegado anuestra casa a causa de la persecuciónpor la fe de Nuestro Señor Jesucristo.

Se levantó de su sitial para dar labendición de despedida a los hermanosy José salió camino de la casa dehuéspedes. Un muchacho algo mayor queél y que llevaba hábito de monje seemparejó con él.

—Me llamo Gerbert. ¿Me dejarásver esos libros llenos de signosdiabólicos?

* * *

Después de laudes*, los monjessalían a sus trabajos; la huerta, los

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campos y los animales ocupaban lashoras de la mayor parte de loshermanos. Otros iban a la biblioteca acopiar página tras página de los viejos yvaliosos códices, y los más fuertesayudaban en la construcción. El rumorde las herramientas de los albañiles ylos canteros que labraban los muros dela iglesia poblaba el ambiente y nodejaba olvidar que Santa María deRipoll era un monasterio sin terminar.

El abad Arnulf esperó a que Josésaliese de la iglesia y se emparejó a sulado.

—Has rezado con mucha devoción.José enrojeció.

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—Tal vez, señor. Necesito aclararmi vida y sólo Dios puede ayudarme.

—Llámame padre, José. Soy elabad. Debes confiar en que el Señor teestá ayudando. ¿Conoces ya elmonasterio?

—No, padre abad. Sólo he estado enel refectorio*, en la iglesia, en la sala yen la habitación de huéspedes.

—Ven, te lo enseñaré.Arnulf le guió a través de las

construcciones del monasterio. Leenseñó después la despensa, donde seguardaban los quesos, el pescado seco,las manzanas, la sal y la miel, el aceite yla harina para hacer el pan, que era el

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principal alimento de los monjes y delos servidores del monasterio.

Pasaron por las cocinas y losestablos y José se sorprendió ante elgran número de caballos que seguardaban. Tres novicios estabanocupados en limpiar los pesebres ycepillar los animales. Eran grandesanimales, de mucha alzada y fuertespatas. Caballos de guerra, de gran valía.José preguntó:

—¿Para qué utilizáis estosanimales? Son caballos de guerra.

Arnulf sonrió:—Son los caballos del buen conde

Borrell; los ha confiado al monasterio y

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nosotros los cuidamos.—Pero veinticuatro grandes

caballos de guerra deben de consumirmucho forraje..., es un gran gasto para elmonasterio.

Arnulf le contempló sorprendido.—¿Cómo sabes que hay veinticuatro

caballos?José contestó, casi sin pensar.—Los he contado.—¿Tan pronto?José se sonrojó como siempre que le

sorprendían en su habilidad.—Sé contar muy rápido, padre abad.Arnulf le contemplaba muy

fijamente. De pronto llamó a uno de los

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novicios que ponían paja y grano en lospesebres limpios.

—Bernat, ¡ven!El novicio dejó la horca que tenía en

la mano y se acercó. Llevaba el hábitorecogido en la cintura y enseñaba laspiernas desnudas, calzadas con abarcasy bastante sucias.

—Decid, padre.—¿Cuanto forraje necesita cada

caballo para alimentarse?Bernat miró pensativamente al abad.—No lo sé, padre abad, unas veces

más y otras menos. Depende del caballo.—¿Cuánto pienso vas a colocar en

cada pesebre?

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El novicio se rascó la cabeza.—Bueno, padre..., depende del

caballo. Pero si me pedís una cantidad...—levantó un dedo de una mano—, yocreo que un haz de paja y —levantó otrodedo y luego lo dobló por el segundonudillo— y medio más. Y —volvió alevantar otro dedo y lo dobló deinmediato— otra media medida degrano, padre.

—Puedes irte, Bernat. Cumples muybien tu tarea —alabó el abad.

La cara del novicio se iluminó conuna sonrisa de satisfacción.

—Muchas gracias, padre.Arnulf se volvió a José.

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—¿Cuánto pienso necesitamos?José sonrió. Le gustaban aquellas

pruebas tan fáciles y que sorprendían alos que no conocían los números.

—Es sencillo, padre abad: treinta yseis haces de paja y doce medidas degrano. Aunque depende de los caballos—añadió ligeramente burlón.

Arnulf le contemplóadmirativamente.

—¡Dios te bendiga, hijo! De verdadsabes calcular muy bien. Vamos hacia labiblioteca...

Le condujo hasta la estanciadedicada a biblioteca; no era muygrande; la mayor parte de los armarios

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de recia madera oscura que cubrían lasparedes estaban medio vacíos. En lospupitres, cinco monjes se afanaban enlas tareas de la copia.

Arnulf paseó entre los copistasseñalando a José los trabajos de alisadoy pautado de pergaminos, losminiaturistas que iluminaban las viñetasy los calígrafos que trazaban las pesadasletras carolingias*. Y le presentóformalmente al monje alto de cararedonda que había intervenido en elcapítulo.

—Este es nuestro bibliotecario, elhermano Raúl. Le podrás ayudar en lascopias de los volúmenes.

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El hermano Raúl le saludó con unasonrisa y José inclinó la cabeza enreconocimiento.

El abad le llevó a una de las mesasde la sala de lectura, se sentó e indicó aJosé otro asiento.

—He leído las cartas depresentación del obispo Rezmundo.¿Cuáles son tus planes?

José contempló al hombre fornidoque gobernaba el monasterio, hastaresultar descortés. Los ojos de Arnulferan afectuosos y sintió que se aliviabasu inquietud.

—No lo sé, padre abad. Tuve quesalir de Córdoba en una noche; los

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proyectos de mi padre sobre mi vida sevieron cortados de raíz; mi hermanomayor se encargará de los negocios demi padre. Yo estudiaría. Estaba contentocon sus planes. ¡Me hubiera gustadotanto poder enseñar cálculo...! Poner alservicio de mis alumnos mi don, mi granfacilidad para los números. ¿Sabéis? —se sonrojó— Me llamaban Sidi Sifr, «ElSeñor del Cero». Me hubiera casadocon una muchacha cristiana y hubieracriado a mis hijos. Todo muy bienplaneado. Ahora... —extendió las manosen un ademán desolado— tengo queconfesaros que estoy desconcertado.

—Rezmundo me escribe que

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escapaste antes de que se formalizaseuna acusación contra ti. Eso quiere decirque el gobernador de Tortosa no tieneorden de perseguirte. Según la ley deCórdoba, no has huido, sólo viajas. Detodas formas, corres un riesgo; habríauna buena solución: ¿has pensado enentrar a formar parte del monasterio?

—Alguna vez, padre. Pero no creoque Dios me llame para tantaperfección.

—Pero no puedes seguir siempre enla casa de huéspedes y tampoco debesestar como un siervo del monasterio. Talvez como un postulante, o un converso openitente...; tendrías que seguir la vida y

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las oraciones de los monjes, pero sialgún día deseas marcharte, podríashacerlo. Siempre pueden ofrecerte ser eladministrador o el secretario de unconde. Firmaríamos un pacto. Es un usoantiguo en los monasterios hispanos.

José miraba al suelo sin decidirse.Arnulf siguió:

—No te censuro porque no puedasdecidir. Mientras tanto, podrías repasarlas cuentas del monasterio, ayudar aldespensero con los inventarios y —señaló con la mano al monje alto de cararedonda que se movía entre las mesas delos copistas— y ayudar al hermanoRaúl, que siempre necesita quien

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conozca bien las letras. ¡Ah! Y traduciresos libros árabes que has traído. Coneso recompensarías de forma cumplidanuestra hospitalidad.

—He traído conmigo los volúmenesdel sabio AlKowarizmi sobre el cálculode los números positivos y negativos, loque él llama «alger»*. Es lo que más heestudiado. También tengo copias de loslibros de León el Hispano sobre lamultiplicación y la división. Sé calcularcon el cuadro árabe* en el ábaco dearena y con el ábaco latino*. Tambiénconozco la manera de construir esferasen las que estén representados todos losplanetas.

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Arnulf palmeó la espalda de José.—¡Gracias, José Ben Alvar! Estoy

seguro de que es Dios el que te haconducido a este monasterio. Tenemosya sesenta libros en nuestra biblioteca,pero, aparte de los libros religiosos, lamayor parte son de gramática, poesía yfilosofía. Necesitamos libros dearitmética y astronomía. Tú nos los vasa proporcionar. También puedesescribir resúmenes de lo que tusmaestros te enseñaron en Córdoba.

El abad se levantó de su asiento.Estaba contento.

—En este monasterio no opinamoscomo Mayeul, el abad de Cluny, ¡Dios

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le perdone!, que arranca con sus propiasmanos las páginas de los libros quetienen poesías de los antiguos autoreslatinos y que no admite en el monasteriomás que los escritos de los SantosPadres.

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Y ante el gesto asombrado de Josécontinuó:

—En estas tierras, los libros sondemasiado valiosos para romperlos —suspiró y dijo casi para sí mismo—,pero entre mis propios monjes, ya loshas oído, hay algunos que mandaríanquemar todo lo que no fuese la Biblia. Yno todo está escrito en la Biblia. En elParaíso, ¿no sujetó Dios a todos losanimales y a todas las cosas a laautoridad del hombre? ¿Y no debe elhombre progresar en el conocimiento yen las ciencias para ser mejor?

Y sin esperar respuesta, salió de la

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biblioteca y se fue hacia las obras dondelos canteros tallaban los capiteles de lascolumnas de las nuevas naves de laiglesia.

* * *

Gerbert y José se refugiaron en lahuerta, bajo un peral cargado de frutatodavía verde. Antes, y con permiso delhermano Raúl, se habían instalado en lasala de copistas contigua a la biblioteca,pero despertaron la curiosidad de losmonjes que copiaban en los altospupitres, que interrumpieron el trabajoy, además, José se encontraba muyincómodo en los bancos. Le habían dado

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una túnica oscura y, con el pelo corto,no se distinguía demasiado de los otrosmonjes.

En el suelo, sobre una piel tandelicadamente curtida que se doblabacomo una tela, José extendió los librosde AlKowarizmi y un ábaco latinofabricado en madera con incrustacionesde nácar.

Gerbert lo acarició con mano deconocedor.

—¡Qué hermoso es!José sonrió.—Ya no es tan útil como hace un

tiempo. Ahora se calcula mucho másaprisa con otros métodos.

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Gerbert cambió de postura.—Tú no estás cómodo en los bancos

y a mí se me dislocan los huesos de laspiernas de sentarme así. ¿Cómo puedescalcular tan deprisa?

—El Señor me ha concedido un donespecial, pero de todas formas, en lastierras de lengua árabe se calcula muchomejor y más deprisa. Su sistemanumérico es mucho más útil.

—¿Cómo?—Gerbert, escribe aquí mismo en el

suelo el número cincuenta.Con una ramita, Gerbert trazó la L

que, en la numeración romana, significael número cincuenta.

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—En los números árabes, cincuentase escribe así: 50.

Gerbert comentó:—No veo la ventaja. Necesitas dos

signos para lo que en los números de losantiguos romanos se necesita sólo uno.

José sonreía.—¿Y el número quinientos?Gerbert dibujó en el suelo la D. A su

lado, José escribió: 500.—Sigues escribiendo más signos

que yo.—Sí, Gerbert, pero son los mismos.

¿No te has fijado? Con sólo diez signospodemos escribir hasta el número másalto que se pueda imaginar. Y será un

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número diferente que no se confunde conotro. En la numeración romana hay querepetir los signos y cuando los númerosson altos, o se escriben con todas lasletras o se depende en muchas ocasionesde subrayados que crean confusión.¿Sabes la historia de la tacañería delemperador Tiberio?

Gerbert reía.—No, ¡cuéntame!—En el testamento de Livia, la

madre del emperador Tiberio, había unlegado para el general Galba. Liviamandaba que se entregase a Galba lacantidad de —escribió en el suelo—CCCCC sextercios. ¿De qué importe era

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la herencia de Galba, Gerbert?—Es claro, cincuenta millones de

sextercios. En los números de losantiguos romanos, el rectángulo abiertomultiplica la cantidad por cien mil.

—Eso entendió también Galba, peroel escribano no lo había escrito acontinuación con todas las letras y elemperador Tiberio no consideró lospequeños trazos verticales y sóloentregó a Galba quinientos milsextercios, es decir, sólo se fijó en labarra superior que multiplica por mil.Dijo que lo escrito era CCCCC y que siGalba quería cincuenta millones desextercios debía estar escrito así:

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CCCCC.Las risas de Gerbert y José

levantaron ecos en el huerto.—¿Cuáles son esos signos de los

números árabes?José escribió en el suelo, según iba

recitando:—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,

siete, ocho, nueve, cero.Gerbert estaba muy interesado—¿Cuál es el último signo?—Sifr, cero, nada. Cuando no hay

nada, el vacío, se representa con esepequeño círculo. En los númerosromanos no existe.

José continuó:

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—Mira, Gerbert, en este sistema elvalor de un número depende de suposición. Esto no es descubrimientoárabe, sino indio. Hace muchos años quelos indios han utilizado este sistemapara hacer tanto la cuenta de lascosechas como los grandes cálculos delmovimiento de las estrellas.

Gerbert se había olvidado de laincomodidad de su postura y delhormigueo de sus piernas.

—¿En qué sentido cambia el valorde un signo la posición que ocupa?

—Muy fácil. ¿Ves el 5? Así sólosignifica 5 unidades. Si lo coloco enesta columna —y José lo desplazó a la

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izquierda— multiplica su valor por diez.Ahora significa 50 unidades. El cero locolocamos para significar que no hayninguna unidad, nada, sifr, ¿entiendes?

Gerbert era inteligente. No en vanohabía aprendido todo lo que enseñabanen su antiguo monasterio de Aurillac.

—¿Y cuando tiene que significar 52en lugar de escribir sifr, escribís eseotro signo, el 2?

—¡Exacto! Ya lo has entendido.Escribe ahora 65.

Pasaron un buen rato en el queGerbert escribió varios números en latierra de la huerta para familiarizarsecon aquel nuevo sistema que se basaba

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en la posición que ocupaban los signosen lugar del valor convenido a su figura.Los dos estaban tan entusiasmados queno sintieron llegar al sacristán, hasta queles interrumpió bruscamente.

—¡En el nombre del Padre, del Hijoy del Espíritu Santo! ¿Qué clase demagia infernal estáis haciendo?

José se levantó de un salto,sobresaltado. Gerbert tardó algo más; sele habían dormido las piernas.

—No es ninguna magia, hermanoHugo —dijo mientras que, con las faldasdel hábito levantadas, se hacía crucescon saliva en las piernas—, sólo sonnúmeros. ¿Veis el ábaco? Estamos

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sumando cantidades.—¿Números? —se volvió a

santiguar—. ¿Dónde están los números?—Son números árabes, hermano

Hugo. Son más útiles que los romanos ypermiten calcular con más rapidez.

—¿Quién ha dicho eso? Toda laciencia pagana es como un suciorecipiente del que salen toda clase deculebras y sabandijas. ¿Vamos anecesitar nosotros otra ciencia que laque utilizó nuestro padre San Benito? *

José no había hablado nada. Sehabía vuelto a inclinar y estabaguardando en su envoltorio de piel elábaco y los volúmenes de AlKowarizmi.

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Gerbert hablaba al sacristán en la lenguade los francos y, a pesar de su parecidocon el latín, José no comprendía bientodo lo que decían.

—En efecto, hermano Hugo. Y paraencontrar el camino de la salvación nonecesitamos ni siquiera la regla que nospropuso nuestro padre San Benito. Conlos Evangelios nos basta. Pero con losnúmeros árabes, el hermano despenseropodría calcular más fácilmente lasraciones de pan que necesita.

—¿Y qué ventaja tiene el podercalcular más fácil y deprisa las racionesde pan? El tiempo es del Señor y laciencia de los herejes contamina su

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herejía. Ya que no habéis hecho caso demi advertencia, hablaré de esto con elpadre abad y los hermanos en elcapítulo.

Se marchó a grandes pasos,aplastando los caballones de la huerta ytronchando las matas de judías.

Gerbert ayudó a José a terminar derecoger sus libros y sus instrumentos.

—No te preocupes, José. Sólo esuna amenaza. El hermano Hugo es unbuen hombre, pero tiene los prejuiciosde algunos monjes de mi tierra —riódivertido—. Y es también lademostración de que un hombre gordono es necesariamente un hombre afable.

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—¿Por qué ese odio a la ciencia?¿Qué tiene que ver la fidelidad a la fecon la poesía y las matemáticas? ¿Noquiere el Señor que el hombre progrese?San Isidoro* fue uno de los hombres mássabios de su tiempo y San Eulogio y mipariente San Alvaro escribíanmagníficos poemas latinos. ¡Y los dosfueron mártires por su fe! Y tambiénsabemos que los antiguos Padres de laIglesia conocían las lenguas y lafilosofía de los sabios griegos. No locomprendo; no conozco estas normas,Gerbert. En unos meses ha cambiadotoda mi vida y extraño este ambientetanto como... —sonrió al ver que

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Gerbert volvía a brincar sobre un piepara que la sangre volviese a circularpor sus piernas— las sillas tan durasque utilizáis para sentaros.

—¡Vosotros debéis de tener loshuesos más blandos que los demáshombres! —bromeó Gerbert—. Mira,José Ben Alvar, no debes esperar que unpiadoso monje franco, no muy culto perobastante fanático, que ha llegado asacristán porque comprende las letras losuficiente para leer las lecturas en losoficios, conozca los escritos de lossantos Padres o a vuestro San Eulogio.

—Pero tú eres franco, Gerbert.—¡Oh, bueno! yo he nacido en

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Aquitania, que no es lo mismo; yademás, no todos los francos somosiguales; el hermano Raúl es elbibliotecario y el hermano Hugo, elsacristán; los dos son francos, pero cadahombre es un mundo; ¿no te lo enseñaronen filosofía?

Aquella noche, después de vísperas,a la luz de una vela de sebo, José BenAlvar escribió otra carta a su padre. Lecontaba que estaba bien y cómo era elmonasterio y los monjes. Sabía que IbnRezi la leería. El obispo Rezmundo seencargaría de llevársela, pero no creíaque tuviese mucha utilidad.

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7Un nuevo monje

Septiembre del 968(357 de la Hégira para

el Islam)

La fiesta del fin del ayuno de lastémporas* de otoño se celebró aquelaño en Santa María de Ripoll. Antes decomenzar el tiempo de penitencia delAdviento*, los monjes celebraban un díade fiesta en alguno de los monasterios.Rezaban unidos, comían juntos y en

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silencio en el refectorio y tenían un ratode recreo en el que charlaban y setransmitían noticias, mientras los abadesse reunían y trataban de los temasreligiosos y políticos que afectaban atodos los monasterios. Luego, losmonjes regresaban, caminando en largasfilas por el borde de los senderos, conel pequeño hato al hombro y enocasiones cantando salmos. Así, loscampesinos sabían que no estaban solosy que los monjes eran numerosos yrezaban a Dios por ellos. A veces secelebraban ordenaciones de nuevossacerdotes y, delante de todos, seadmitía a los novicios, hacían sus votos

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los monjes y se nombraban despenseros,sacristanes y en ocasiones hasta abades.

Por eso, el abad Arnulf decidió quela admisión de José Ben Alvar sehiciese públicamente en esta fiesta.

Al final del verano, José entregó alabad la traducción de uno de lospergaminos que se había traído deCórdoba con los fundamentos delsistema de numeración árabe.

El abad ojeó el volumen escrito enlimpia caligrafía latina y observó losperfiles de las letras, más finos, menosadornados, en blanco y negro, sincolores.

—No has puesto colores —observó.

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—En Córdoba lo hacemos así —dijo José—. También se sorprendió elhermano Raúl. Me ha ayudado mucho.

—Los números siguen estando enárabe —comentó mientras pasaba laspáginas.

—No he encontrado forma deescribirlos en latín, padre abad. Pero losárabes tampoco los escribieron en suidioma; sólo los adaptaron. Estos signosson indios en su origen.

—Has hecho un buen trabajo; metendrás que explicar cómo se utilizanesos números, José.

—El hermano Hugo y otros monjesno estarán de acuerdo.

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—A veces los prejuicios no dejanpensar con claridad. Pero yo soy elabad.

Arnulf dejó el volumen en una mesa.—¿Has decidido algo sobre entrar

en el monasterio?—Sigo estando confundido, padre.

Me desconciertan las costumbres..., laforma de entenderse... Todo hacambiado mucho en muy poco tiempo yno tengo la calma necesaria para decidirsobre mi vida, pero si este compromisoes temporal..., estoy dispuesto aaceptarlo. Vos habéis sido muy buenoconmigo. Os puedo confiar mi destinoy... mis bienes. Mi padre me entregó

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dinero.Arnulf asintió.—No he hecho más que cumplir con

mi deber, José; yo guardaré tu dinero yte protegeré con la ayuda de Dios. En elmonasterio puedes reflexionar concalma y decidir qué es lo que deseashacer. Creo que la tuya es una buenadecisión.

Dos días después, José hizo entregaformal de su bolsa de monedas, suslibros, sus pergaminos y susinstrumentos al abad Arnulf —que se losdevolvió de inmediato para que siguiesetrabajando—, escribió a su padre lo quehabía decidido y con la ayuda del

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hermano Hugo, el sacristán, se preparópara la ceremonia.

* * *

Desde la hora de maitines* habíancomenzado a llegar los monjes de losotros monasterios. Una larga procesióncon antorchas que palidecían segúnaumentaba la luz del alba. Los monjesde Ripoll los recibían en la puertatambién con antorchas encendidas,cantando los salmos que correspondíanal oficio. Como no había concluido elayuno, los acompañaban al sitio que leshabían preparado en la iglesia.

También acudieron las monjas de

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Sant Joan, que ocuparon un lugar en elcoro, bien cubiertas con sus velos,mientras unían sus voces a las de losmonjes.

José entró en la iglesia algotemeroso; sentía el estómago encogido yno era por no haber comido desde veintehoras antes. Creía que su decisión erabuena en ese momento, pero no estabaseguro de querer ser monje parasiempre. Le habían vestido la túnica delana negra de los monjes sujeta a lacintura con una cuerda de nudos queservía de cinturón y se sentía extrañocon aquellas ropas.

Recitaron los salmos en dos coros y

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todos tomaron asiento para escuchar laslargas lecturas de los profetas. A la horade tercia*, el abad Arnulf comenzó lamisa. Antes de la comunión hizo ungesto y el hermano Hugo como sacristány Gerbert como diácono* acompañarona José ante el altar.

Arnulf levantó la voz de forma queresonase en toda la iglesia:

—¿Qué deseas, hermano?José respondió según le habían

enseñado; su acento cordobés destacabamás que nunca en su pronunciación dellatín.

—Quiero buscar la virtud y prometola conversión de mis costumbres y de mi

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vida.Arnulf se acercó a José y el

sacristán le presentó la bandeja con lastijeras y una navaja. José se arrodilló einclinó la cabeza y el abad le cortó elpelo de la coronilla en un ampliocírculo. Luego repasó con la navaja paraeliminar los pelos más cortos; retiró elpelo cortado con un paño limpio y lepuso el manto redondo con un agujero enel centro para pasar la cabeza, quecubría todo el cuerpo, y tan ancho quehabía que recogerlo para sacar losbrazos por el borde inferior. Luego lecolocó la gran capucha con esclavina*que llamaban cogulla. A continuación le

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dio la comunión el primero de todos,antes que a los otros abades y monjes.

Terminada la misa, mientras todoscantaban los salmos de acción degracias, Arnulf acompañó a José a sulugar en la iglesia junto a los otrosmonjes de Ripoll. Allí le presentó elpacto que firmaban todos los monjes yJosé estampó su nombre. Tuvo que hacerun esfuerzo para vencer su resistenciainterior a escribir en latín y con letraslatinas.

Todos los monjes lo abrazaron enseñal de acogida. Luego volvió al altar,acompañado ahora del abad y deGerbert, y entonó el himno:

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—Recíbeme, Señor...De reojo percibió la sonrisa de

Gerbert. Su forma de cantar tenía elritmo musical de los monasterios de sutierra.

* * *

Tras la comida, los abades y laabadesa de Sant Joan se reunieron en lasala del capítulo y los monjes sedesperdigaron por la abadía. Era un ratode encuentro entre todos los moradoresde monasterios que los monjesaprovechaban con alegría.

José se escabulló de la curiosidadde los monjes de los otros monasterios y

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se dirigió a la huerta, hacia el peral,ahora huérfano de fruta, bajo el quehabía enseñado a Gerbert los númerosárabes. Era su sitio favorito en elmonasterio. Una punzante nostalgia se leclavaba en el alma; estaba seguro dehaber tomado la mejor decisión, perolos recuerdos de Córdoba y de sufamilia le llenaban por entero. Enaquella hora su madre se afanaría en lacocina, dirigiendo la preparación de lacomida del mediodía. Hasta le parecíasentir la mezcla de los aromas delcordero asado, el té con hierbabuena, elarroz hervido y los pasteles de canela,el rumor de la charla de las criadas y la

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luz del sol de otoño, todavía fuerte ycaliente, filtrándose por las celosías.

—Enhorabuena, José; ya tenéis unpuesto en el monasterio.

José levantó la vista sobresaltado.Emma estaba delante de él, sonriente,rompiendo el hechizo de los recuerdos.

—Gracias, mi señora —respondiócortés, mirando al suelo.

—¿Cómo os encontráis?—Bien, mi señora; todos son muy

amables conmigo.—¿Seguro? No parecéis muy feliz;

estabais más alegre cuando meexplicabais el problema de las perlas.

José levantó la cara enojado. Le

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disgustaba que le acorralasen así.—Perdonad, señora. Tengo nostalgia

de mi tierra; algunas cosas mesorprenden todavía.

—No olvidéis que la vida de losmonjes es vida de penitencia; eso es loque se busca en un monasterio.

José se sentía cada vez más irritado.Le molestaba el tono de reprimenda deEmma.

—También en los monasterios de mitierra se hace penitencia. No memolestan los ayunos, las largasoraciones o el sueño interrumpido; son...otras cosas. Los asientos tan altos y tanduros, la comida, las ropas, la poca

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limpieza, el odio y la desconfianza dealgunos hacia la ciencia... ¡Hasta lasoraciones son distintas! —terminó conamargura.

Emma había cambiado de expresióny estaba seria ahora, con uno de losrápidos cambios de humor que yaadvirtiera José. Su voz expresabasimpatía:

—Os acostumbraréis, José BenAlvar. Ha sido un cambio muy bruscopara vos, pero sólo lleváis unos meses,no es todo tan distinto. Los primerostiempos todos recordamos nuestrascasas y a nuestras familias.

José contempló sorprendido los ojos

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asombrosamente verdes de Emma llenosde lágrimas. Se inclinó en una zalemaprofunda, al estilo de su tierra.

—Señora, hágase sobre todosnosotros la voluntad de Dios.

Se fue casi huyendo; no soportabamás la conversación. Quería encontraren aquel monasterio tan grande un lugarsolitario donde poder llorar a solas.

La campana llamaba a los monjesvisitantes para que se prepararan amarchar.

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8Las preocupaciones de

EmmaNoviembre del 968

(357 de la Hégira parael Islam)

En la biblioteca comenzaba a faltarla luz. De pie ante uno de los grandespupitres, José traducía al latín supreciado volumen árabe deAlKowarizmi. Había estado sentado enuna de las mesas pero, aunque llevaba

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ya cinco meses en el monasterio, leseguían resultando terriblementeincómodos los asientos de madera. Masdesde que el hermano Hugo le habíareprochado como poco cristiana sucostumbre de sentarse en el suelo, no seatrevía a hacerlo delante de los otrosmonjes. Con la ayuda del hermano Raúl,la biblioteca había sido su refugiodurante aquellos meses. Había tenido asu disposición todos los volúmenes delmonasterio, y uno de los monjes copiabaen exquisitas páginas miniadas lastraducciones de José.

José había conseguido adaptarse a larutina del monasterio. Las horas de rezo

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marcaban la jornada y todas las tareasse sujetaban a ellas. Entre los rezos,José traducía sus libros árabes yenseñaba a Gerbert y a un novicio,Ferrán, a multiplicar por el métodoárabe del cuadro en lugar de por sumassucesivas como los romanos. Tambiéntomaba notas de sus explicaciones y elhermano Raúl las guardaba en labiblioteca. Tal vez pudiese hacer uncuaderno de instrucciones de cálculopara otros monjes.

En ese momento Ferrán entró en labiblioteca y, sin romper el silencio, porseñas, indicó a José que deseaba hablarcon él.

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Ferrán tendría catorce años y el airedesgarbado de un potrillo. Era, comoGerbert había sido en su monasterio deAurillac, un donado, es decir, un niño alque sus padres habían entregado almonasterio para que los monjes locriasen y luego fuese también monje. Erainteligente y pícaro; su hogar era elmonasterio; estudiaba con el maestro denovicios y con el abad y era el perfectoy exacto monaguillo de todas lascelebraciones. Siempre tenía hambre yconocía todos los rincones y todos lospasillos; sabía la mejor manera decoger, sin ser visto, las manzanas yamaduras de los árboles de la huerta o el

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pan de la despensa y de dormir en laiglesia, durante los oficios, sin que sediese cuenta el hermano celador*. Teníafacilidad para el cálculo y servía deenlace entre el abad y el maestroconstructor de la iglesia. Cuandodescubrió que José enseñaba a Gerbertlos números árabes, pidió permiso alabad y se añadió al grupo sin preguntarsi era bien recibido. Aprendiórápidamente, sin las resistenciasintelectuales que a veces paralizaban aGerbert, y José simpatizaba con él.

José intentaba que comprendieran elsencillo sistema de numeración que losárabes habían copiado de los

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matemáticos de la India y que permitíaefectuar los cálculos mucho másdeprisa, pero Gerbert seguía aferrado aluso del ábaco latino y tenía muchadificultad para comprender el conceptode ausencia de cosas, de vacío, que losárabes conocían con el signo cero, sifr.

José limpió y recogió la pluma queestaba usando y salió fuera. Ferrán lesusurró:

—Hay un mensaje para ti, hermanoJosé.

—¿Un mensaje?—Una monja de Sant Joan te espera

en la portería.José salió a la portería donde una

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monja, ya mayor, charlaba con elportero y con el hermano despenserodelante de una torre de quesos.

—Buenos días, hermana —saludóJosé—. Yo soy José Ben Alvar.

—Que Dios os guíe, hermano José—respondió la monja hablando muydeprisa—; tenía que traeros estosquesos, ¿sabéis?; ya los probaréis en lacena. Los hermanos ya los conocen;nuestros quesos tienen fama en toda laregión; ordeñamos a las ovejas siemprea la misma hora, lo que da al queso unsabor especial más delicado que notienen los quesos hechos con leche dedistintos ordeños. Bueno, pues como

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tenía que venir, la hermana Emma, conpermiso de la abadesa, por supuesto, meencargó que os dijese que tenía unmensaje urgente para vos y que os lodebía dar en persona.

* * *

La monja debía pasar ya de loscuarenta y cinco años y el nacimientodel pelo que se le veía a pesar de la tocaera más gris que negro, pero tenía laspiernas fuertes y acostumbradas alejercicio y, mientras bromeaba conFerrán, caminaba a buen paso por lossenderos del bosque que evidentementeconocía muy bien. Detrás de ellos,

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camino del monasterio de Sant Joan,José jadeaba un poco y su alientoformaba una nube blanca delante de él.Había pedido permiso al abad Arnulf,que había reflexionado un momentoantes de acceder.

—¿La hermana Emma? ¿Y quépuede querer la hermana del condeGuillem Tallaferro de un reciénllegado? ¿La conoces?

—He hablado en dos ocasiones conella.

—¿Y sólo por una charla en dosocasiones tiene un mensaje urgente parati? ¿De quién es ese mensaje? ¿Por quéha llegado a Sant Joan y no aquí? ¿Por

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qué tiene que decírtelo en persona? ¿Porqué no manda un recado escrito? Sondemasiadas preguntas sin respuesta. Vea ver qué quiere la hermana Emma ydímelo después; puede ser importantepara todos. Espera. Tal vez no convengaque nadie conozca que existe esemensaje. Llevarás un escrito mío a laabadesa Adelaida. Eso justificará tuviaje. Que te acompañe Ferrán.

Cuando llegaron a la puerta de SantJoan, José estaba bañado en sudor apesar del frío. Ferrán le contemplaba unpoco burlón mientras la monja saludabaa la portera y recomendaba:

—Hermana, dadle un poco de agua

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al hermano José, que viene acalorado.Trae un escrito de su abad para la madreabadesa, pero no podrá entregarlo hastaque recobre el aliento.

Se volvió a los dos monjes y dijo envoz baja:

—Yo avisaré a la hermana Emma.José bebió ansiosamente el cuenco

de agua fresca y luego, un tantoavergonzado, se lo cedió a Ferrán, quereía.

—¿Es más fácil jugar con losnúmeros que andar por el bosque?

José rió también.—Para mí, sí. Pero aprenderé a

andar por el bosque igual que aprendí

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los números.Emma apareció en la portería.

Saludó con una inclinación de cabeza ydijo:

—Seguidme. Os llevaré con laabadesa.

José y Ferrán se inclinaron ante laabadesa Adelaida, que leyó ante ellos lacarta del abad Arnulf.

—Vuestro abad desea saber si lashermanas de Sant Joan pueden hilar ytejer el vellón de vuestras ovejas.Decidle que si está dispuesto a pagarpor ello, el monasterio de Sant Joanpuede aprovisionar de tejidos almonasterio de Santa María. Consultaré

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con la hermana del ropero parainformarle de las cantidades precisas.Hermana Emma, dad de comer anuestros hermanos mientras preparo larespuesta —colocó una mano en elhombro de Emma—. Es sobrina–nietamía, así que es mi novicia favorita; Diosme perdonará este pecado.

Se inclinaron y Emma los precediópor el claustro hasta el comedor dehuéspedes y les sirvió queso y pan.Luego contempló dudosa a Ferrán.

—Tengo que hablar con vos, JoséBen Alvar.

José se levantó de la mesa.—No tengo hambre.

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Ferrán hizo un gesto con la mano;tenía la boca llena. Emma y Josésalieron al claustro.

—La abadesa Adelaida —comenzó— ha tenido noticias de Aymeric, elarzobispo de Narbona. El rey Lotarioquiere enviar un mensaje de amistad alCalifa.

—Eso es una buena noticia —dijocauteloso José—, la paz entre los reyestrae siempre beneficios.

Emma se sentó en uno de losasientos de piedra, junto a la pared.Hacía frío.

—El arzobispo de Narbona tieneautoridad sobre estos monasterios que

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pertenecen a su archidiócesis. El reyLotario ha encargado al arzobispo, talvez a sugerencia del mismo arzobispo,que prepare los obsequios queacompañarán el mensaje al Califa.

José, de pie ante la monja,observaba su inquietud y su perceptibleangustia.

—¿Y qué?—Los obsequios se recaudarán en

los condados catalanes. Es como larespuesta por la embajada que loscondes enviaron hace dos años. El reyLotario no puede demostrar su irritaciónhacia el conde Borrell por haberpactado con el Califa por su cuenta, ya

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que el conde es demasiado poderoso;así pues, le obliga a un tributoextraordinario: los regalos para elCalifa.

José no entendía en qué le afectabaaquello, ni por qué le temblaba la voz aEmma.

—Mi señora, se os ve muypreocupada. Me habéis llamado. No sépara qué. Las noticias políticas noimportan en este momento. Decidme enqué os puedo ayudar.

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Emma golpeó el suelo con el pie,irritada.

—Dejadme hablar, José Ben Alvar.Si no comprendéis bien, esta entrevistano servirá de nada. Los condadoscatalanes son fortalezas que guardan lafrontera meridional del reino franco. Entiempos del gran emperador Carlos, loscondes era gobernadores enviados porla corte. Mi tatarabuelo, el condeGuifré, consiguió que sus hijosheredasen el condado. Ya no dependíandel nombramiento del rey de los francos.Ya no podían desposeerles del condado,según la conveniencia, la política o el

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humor del rey. Eso les dio una granautonomía. Los hijos y los nietos deltatarabuelo Guifré han aumentado esaautonomía; han luchado contra losejércitos de los gobernadores árabes deLérida y Tortosa, han poblado la tierra,han fundado monasterios, concertadoalianzas y rendido homenaje al Califa.Han actuado, en suma, como señoresindependientes y dueños de la tierra.Pero su señor natural es el rey de losfrancos. Y al rey Lotario, esa actitud,aunque no es lo suficientemente fuertepara evitarla, no le agrada. Le gustaríaque le rindiesen un vasallaje efectivo.Que si todos nuestros documentos se

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encabezan: «Christo imperante, reiLotarius regnante...» fuese verdad queNuestro Señor Jesucristo impera ynuestro rey Lotario reina y que supolítica es la política de nuestroscondes.

José ya conocía todo aquello. Se lohabía explicado Ibn Rezi. Pero no se loiba a decir. Preguntó:

—¿Y por qué es el arzobispo deNarbona el encargado de recaudar eltributo?

—Los monasterios de Sant Joan y deSanta María están liberados del dominiode condes y reyes. Sólo dependen deDios y del Papa. El arzobispo es el

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representante del Papa. Ejercejurisdicción sobre Arnulf y todos losotros obispos catalanes. Al arzobispo deNarbona no se le puede negar lo quepida.

Hizo una pausa. José preguntó:—¿Y tanto representan esos regalos?

¿Qué pueden entregar los monasterios?¿El vellón de todas esas ovejas que yano podrán hilar las monjas de Sant Joan?

—No es tema de burla, José. Si elrey Lotario envía al Califa la lana de lasovejas de la alta Cataluña, traerá lapobreza a los condados que comerciancon la lana. Pero es que además algunode sus consejeros ha sugerido al rey

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Lotario otro obsequio más personal. Elarzobispo viene acompañado dehombres de armas del rey que apresarána todos los hombres, mujeres y niñosque han huido de las tierras de losárabes y los entregarán al Califa. Y esosí os afecta.

José entendió de golpe la urgenciadel recado de Emma. El había escapadode Córdoba. Y el arzobispo podíadevolverlo a Córdoba en una comitivade esclavos.

Expresó su duda:—¿Me delataría el abad Arnulf? Yo

traía cartas de recomendación de miobispo.

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Emma se encogió de hombros.—Arnulf tal vez os proteja. Él es

catalán. Pero hay monjes francos en elmonasterio. ¿Podéis estar seguro de quealguno de ellos no os delate?

José, sin contestar, se acercó a lafuente que corría en el centro del jardíninterior del claustro y se mojó las manosy la cara. El agua estaba helada, pero élsentía calor. Se secó con uno deaquellos pañuelos de tela fina queescandalizaban al hermano Hugo yvolvió a donde le esperaba Emma. Laangustia y el miedo eran visibles en susojos verdes y la palidez de su cara hacíaresaltar las pecas como motas sobre un

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cuenco de leche.—¿Por qué os preocupáis tanto por

un cordobés que sólo habéis visto dosveces en vuestra vida?

Emma alzó las manos para dejarlascaer de nuevo sobre su regazo.

—No sé cómo explicaros el resto;no sois vos el único implicado; ademásde los fugitivos, de los vellones de lanay de las espadas francas, el rey Lotarioquiere enviar un obsequio especial yúnico: cinco doncellas, escogidas entrelas hijas de los condes, para el harén delCalifa.

—¿Entre las hijas de los condes? —repitió José—. ¿Y los condes van a

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estar de acuerdo?Emma se encogió de hombros con

desolación.—Depende..., depende de qué hija y

de qué conde. En ocasiones una hija esun estorbo y un gasto; hay que darle unadote, casarla con alguien de la noblezaporque un matrimonio desigual deshonraa la familia..., y si la esposa del condeno es su madre..., y si los padres hanmuerto..., si es hija de otra mujeranterior... Incluso puede traer ventajaspolíticas un matrimonio con un noblecordobés. Mi hermano Guillem está muyocupado con sus tierras y su esposa; sesintió muy contento de que yo entrara en

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Sant Joan; se sentirá igual de satisfechode tenerme en el harén del Califa. Yotros condes que os podría decirpensarán igual que mi hermano.

—¿Vos...? —José no se atrevía aterminar la frase.

—Sí. Yo he sido escogida entre lascinco. Por eso me advirtió la abadesaAdelaida —los ojos se le llenaron al finde lágrimas—, ¡y yo que no queríacasarme!

José comprendió. Para buena partede las jóvenes cordobesas, sobre todolas de religión musulmana, el perteneceral harén del Califa no era ningúncastigo, pero para Emma, cristiana,

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catalana y monja, era terrible.—En los harenes de Córdoba no se

maltrata a las mujeres y, por lo que hevisto aquí, los hombres de Córdoba sonmás gentiles y educados con sus mujeresque los del Norte y las casas son máscómodas y se disfruta de más lujos;pero... aunque el rey de los francos osentregue al Califa, eso no quiere decirque os quedéis en su harén. A veces elSeñor de los Creyentes regala algunamujer a sus visires, sus ministros o susamigos. Iríais al harén de alguno de esosseñores, pero no podríais ser la primeramujer porque ninguna cristiana lo es.

—¿Los cristianos en Córdoba tienen

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también varias mujeres?—No, por supuesto; pero tampoco

todos los seguidores de Mahoma lastienen. Sólo los hombres ricos puedenmantener más de una mujer; claro quesiempre están los que se casan conmujeres ricas que aportan ellas losbienes.

Las lágrimas desbordaron los ojosde Emma y rodaron cara abajo hastaparar en la toca.

—¡No quiero ser la esclava de unvisir del Califa!

—¿Y qué vais a hacer?Emma se secó los ojos.—No sé, tengo hasta la primavera.

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Mis votos son todavía temporales, ¡nisiquiera eso me protege! La abadesaAdelaida me dejaría marchar antes deque los hombres del arzobispo llegasenal monasterio. Pero, ¿adonde voy? Mihermano no se opondrá al rey Lotario yno creo que el conde Borrell, que eraprimo de mi madre, quiera indisponersecon su señor y con mi hermano dándomeasilo. El rey podría pedirle a su hermanaen mi lugar, ya que él está recién casadoy todavía no tiene hijos. Los otroscondes ni siquiera son mis parientes.¿Por qué me iban a proteger?

Escondió la cara entre las manos.Los últimos rayos del sol poniente

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convertían en fuego los rizos color decobre que se escapaban de la toca. Laslágrimas le resbalaban entre los dedos;lloraba sin sollozos, como si la angustiay el miedo le rebosasen por los ojos.José no sabía cómo tranquilizarla; leconmovía el valor con que enfrentaba suproblema y que hubiese pensado en él yen el riesgo que corría. Se sentó a sulado y le rodeó los hombros con elbrazo. Sentía deseos de decirle que nose preocupase, que él la salvaría, peroaquél no era su país, y él también estabaen peligro. No sabía ni ayudarla niayudarse.

Así los encontró Ferrán, cuando

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después de haber terminado con todo elpan y el queso, salió a la fuente a buscarun sorbo de agua para poder tragar.

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9Intermedio

Noviembre–diciembredel 968

No pudo dormir; dio vueltas en sucama en una esquina del dormitorio delos monjes, procurando no hacer ruidopara no despertar a los compañeros;fuera, silbaba la ventisca que cubría denieve el monasterio. Habían regresadoal monasterio después de las vísperas yno había podido hablar con el abad.Durante mucho rato estuvo con los ojos

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abiertos en la semioscuridad de lahabitación mientras intentaba evaluar lasnoticias que le había dado Emma. Si ledevolvían a Córdoba confiaba en que elcadí Ibn Rezi encontrara algún modo deliberarlo, ya que no había ningunasentencia en contra de él, pero siempreperduraría la primitiva acusación porlos supuestos insultos a Mahoma y levolverían a juzgar. Y antes de eso,aquellos hombres del Norte lo habríantratado como a un esclavo durantemeses. ¿Y Emma? ¿A quién se leocurriría aquella idea loca de enviarcinco doncellas de las casas condalespara el harén del Califa? ¡Como si

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estuviesen en los tiempos antiguos! ¡AlCalifa le sobraban las mujeres! ¿A quiénpodría pedir ayuda? Estaba en tierraextraña y no sabía quién era amigo yquién enemigo. Quién estaba a favor delrey Lotario y quién a favor de loscondes. ¿Gerbert? ¿El abad? ¿Ferrán?¡Y qué más daba! Emma estaba en sutierra, era hermana del conde Guillem ypertenecía a la familia del conde Borrelly estaba atrapada en la misma red.

La llamada a maitines le sorprendióen un estado de duermevela. Bajó a lacapilla, pero no atendió a las oraciones.Su cabeza estaba en otro sitio. Queríaimplorar la protección de Dios, pero las

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viejas palabras de la liturgia resbalabansobre su preocupación.

Luego, volvió a echarse en su camay entonces sí cayó en una especie desueño intranquilo del que le despertóFerrán entre las risas de los demásnovicios que se burlaban de su pereza.

Tras los laudes y el desayuno, Josése dirigió a la biblioteca, pero tampococonsiguió concentrarse y la traducciónde su libro no avanzó apenas. Allí leencontró Gerbert, que llevaba dos díasintentando resolver el problema de lasarta de perlas, el que le había recitadoa Emma el día que la encontró en lahuerta de Sant Joan.

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Gerbert traía su ábaco. Aunque yacomprendía los números árabes, seguíaaferrado al ábaco, que habíamodificado, de forma que cada bolarepresentase el valor de un númeroárabe en lugar de poner tantas bolascomo unidades. Era mucho más rápidoque el antiguo sistema, pero más lentoque la forma de calcular de José.

Le enseñó su tablilla llena denúmeros tachados.

—José, no encuentro la solución alproblema.

—Es porque no conoces bien lasfracciones y el cálculo con el ábaco esmuy lento.

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Gerbert levantó la vista de la tablillay contempló el rostro desencajado deJosé.

—Pero, ¿qué te pasa? ¡Estás tanpálido que pareces verde! ¡Cuéntameloahora mismo!

Gerbert había nacido en Aquitania,en el reino franco, y parecía amigo. Joséya no sabía en quien confiar y estabademasiado preocupado para defenderse.

—Te contaré. Vamos al claustro.Salieron al claustro barrido por un

viento helado y buscaron un rincónresguardado y sin nieve para hablar.Allí, Gerbert escuchó en silencio lanarración de José. Luego guardó

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silencio.—¿No dices nada?—No sé qué decir. Es claro que

tanto tú como Emma y las otrasmuchachas estáis metidos en un asuntopolítico que está por encima devosotros. Lotario quiere hacer sentir alos condes que él es rey, y alguien le hasugerido la forma de conseguirlo. Va ahumillar a los condes y arruinará aseñores, monasterios y payeses. Tendránque entregar la lana a Lotario, pero esono les evitará pagar también algobernador de Lleida el tributo queestablecieron con Al–Hakam enCórdoba. ¿Comprendes? Y si no pagan

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lo comprometido a tu Califa, losgobernadores de Tortosa y de Lleidaordenarán la guerra para cobrarse ensaqueos. De todas formas estánarruinados. El rey Lotario espera querecuerden de esta forma que él es suseñor y sólo a él le deben vasallaje.

—¿Y las doncellas para el harén delCalifa y los refugiados que piensanobligar a volver?

—La entrega de las hijas humilla alos parientes, José. Y los mozárabes quese verán obligados a regresar, sonmanos que trabajan bien y que ya norepoblarán nuevas tierras en la frontera.Eso también corta las alas a los condes

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que quieren volar demasiado alto. Si túte vas, ¿quién traducirá los libros dematemáticas para Ripoll? Si se va elmaestro albañil, que también esmozárabe, ¿quién dirigirá las cuadrillasde trabajadores que construyen laiglesia? Pero ni las matemáticas ni lasiglesias en construcción importan nadaal rey Lotario. Todo forma parte de lamisma política: fortalecer su poder, yabastante menguado por lainsubordinación de los barones francos.

—No hago más que pensar. ¿Qué sepuede hacer? ¿Y Emma? ¡No vamos aesperar a que vengan a apresarnos!

Gerbert sonrió ante la naturalidad

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con que José unía su suerte a la deEmma.

—José, tú eres un mozárabecordobés y no tienes todavía veinteaños. Yo sólo soy un monje de SanBenito y no tengo muchos más. Noconocemos este difícil juego en que tehan atrapado. Necesitamos alguien quelleve muchos años jugándolo. ¡Vamos ahablar con el abad!,

* * *

Arnulf los recibió en su celda.—Estaba esperando que me dijeras

cuál era ese mensaje urgente.Los escuchó atentamente. Luego

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juntó sus grandes manos.—¡Qué poca cosa somos, hijos!

¡Pobres pecadores necesitados delperdón de Dios! Adelaida, la abadesade Sant Joan, no se atreve acomunicarme las noticias que harecibido por miedo a que se sepa que hahablado. Avisa a la pobre Emma,porque es su sobrina-nieta y consienteque hable contigo, pero no la defenderáde los hombres del arzobispo. YGuillem Tallaferro dejará que suhermana acabe en el harén del Califaporque necesita ganar prestigio en lacorte. Y los parientes de las otrasmuchachas, ¿las dejarán marchar?

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¡Quizá piensan que ganarán un apoyopolítico en Córdoba! Ya se hizo antes;por las venas de tu Califa corre sangrenavarra. Tú no tienes por quépreocuparte, José. Nadie te sacará deSanta María de Ripoll. No eres unrefugiado mozárabe. Eres un postulantede este monasterio y yo soy el abad. Yel resto... Antes de que la nieve cierrelos pasos de las montañas, enviarémensajes al obispo Ató, de Vic, y aGarí, el abad de San Cugat. Luegopediremos audiencia a los condes. Sisaben lo que se prepara, utilizarán todasu influencia y todo su poder. Mientrastanto, rezad; Dios, nuestro Señor,

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aborrece las injusticias y se pone departe del débil.

* * *

La anciana Adelaida estaba sentadade espaldas a la ventana para que la luzdiese en el pergamino que tenía en lamano cuando Emma entró en la estancia.

—¿Me habéis llamado, madreabadesa?

—Mis ojos están más viejos que yo,hija. Y no quiero que mi secretariaconozca este mensaje que acaba dellegar —le tendió el pergamino—. Lee,Emma.

Emma leyó:

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—En el nombre de la SantísimaTrinidad, yo, Arnulf, abad delmonasterio de Santa María en Ripoll, osconvoco a vosotros, hermanos enNuestro Señor Jesucristo, para orar yhacer penitencia juntos en este Adviento,implorando a Dios por la salvación denuestra alma y por todos los pecadores ytambién por la salud y la prosperidad denuestros señores los condes y nuestroseñor el rey Lotario. Alabado sea Dios.

Devolvió el pergamino a la abadesay quedó en silencio. Adelaida dijo:

—Como has visto, Arnulf me envíauna copia de la carta que ha escrito a losotros abades. Se van a reunir a rezar. De

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algo hablarán cuando no recen. Tuamigo, el mozárabe, ha actuado bien. Tuasunto sigue el único camino posible.¡Que Dios les ayude!

—¿Creéis que ha sido José BenAlvar?

—Yo no he hablado con el abadArnulf, Emma. Luego ha sido esemuchacho mozárabe el que ha movidotodo esto.

—¿Por mí?La abadesa contemplaba

escrutadoramente a Emma. Sus ojososcuros, enterrados entre arrugas, noparpadeaban.

—Por ti y por él. No olvides que a

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él le devolverán a Córdoba.—Si le encuentran. El no corre tanto

peligro, no le conocen; a mí me tienenseñalada —añadió, pensativa—: Nadiese había preocupado tanto por mí.

La abadesa levantó una mano blancay huesuda

—¡Cuidado, Emma! Soy vieja ypuedo leer los pensamientos de unachica como tú. Ya sé que has sido unaniña solitaria y huérfana en un castillobajo el dominio de tu hermano y de tucuñada, que no te prestaban muchaatención. Ya sé que tu madre no tienebuena salud ni del alma ni del cuerpo.Antes de ser abadesa fui la esposa de

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Sunyer, el conde de Barcelona, y noolvido cómo es la vida en los castillos.Comprendo que ese muchacho mozárabete ha causado una gran impresión: esinteligente, cortés y viene de muy lejos;y... es bastante guapo. Ante tu situaciónparece que ha intervenido con prudenciay acierto. Para ser totalmente honradacontigo te diré que no es pecado amar aun hombre y que eres una novicia y tusvotos no son definitivos. Pero no teilusiones demasiado; sólo es unmozárabe que tu hermano no aprobaría ytú no debes olvidar que has decididoque tu sitio está aquí como monja en estemonasterio.

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—Esa decisión mía no impedirá queme lleven a un harén de Córdoba si elrey lo decide.

—No lo impedirá; tus votos cumplenen esta Navidad, pero mientras tusituación no se aclare, no creo oportunoque los renueves. Después de laNavidad ya no serás monja.

Los ojos verdes de Emmachispearon de indignación.

—¡Madre abadesa! Me decís que mirey, ¡un rey cristiano!, ha decididoenviarme como un regalo más para elharén del Califa. Mi hermano no seopondrá a la voluntad del rey y ahoravos no renovaréis mis votos para

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dejarles el camino libre. ¡No es justo!Adelaida asintió:—Tienes razón, no es justo. Los

hombres no son justos en muchasocasiones y menos aún cuando disponende la vida de las mujeres. Estemonasterio tenía poder y fuerza cuandola vieja Emma era la abadesa y desdeSant Joan se repoblaba y el monasterioera dueño de tierras y pueblos y el puntode parada de las caravanas del Sur. Peroesos tiempos se acabaron cuando lavieja Emma murió. Para los hombres noimporta el número de monjas ni sudevoción o su santidad; importa elpoder. No puedo oponerme al arzobispo

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Aymeric, hija. Debo seguir sus órdenes.—¿Y yo? ¿Sólo puedo contar con

José?—Con José y conmigo y con los

abades que están reunidos para tratar deencontrar un camino de salida. Dentrode nuestros límites, Emma.

—¡Todos tienen sus límites! JoséBen Alvar más que nadie. ¿Me decís queno piense en José? —la voz de Emma sebajó de tono, soñadora—. No he hechomás que pensar en él desde que leconocí. Me habló de su ciencia, ¡y no leimporta que las mujeres tenganconocimientos! Es cortés y educado y unsabio a pesar de su juventud; no había

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sentido nunca por nadie lo que sientopor él. Y nadie se había preocupado pormí tanto como él. Creo que le amo,madre.

Una sonrisa acentuó las arrugas de lacara de la abadesa.

—Lo entiendo, hija. En tu situación,José te parece un príncipe, cualquiera telo parecería; pero no conoces ni lossentimientos ni los proyectos de él. Y noconoces lo que puede suceder. No teilusiones demasiado; podría resultar undolor añadido.

Los ojos de Emma se habíanquedado sin brillo, como sin vida.Inclinó la cabeza.

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—Yo pensaba en José ya antes desaber lo que el rey había dispuestosobre mí. Pero tenéis razón. ¿Puedoretirarme, madre abadesa?

—Emma, ¡no quiero que te vayasasí! No hay nada definitivo todavía en tuvida. Ni en el monasterio, ni enCórdoba, ni respecto a José. Aunque teparezca que todos los caminos estáncerrados, no pierdas la esperanza. Dejaque se cumpla la voluntad de Dios. Eresmi sobrina–nieta. Yo te ayudaré en todolo que pueda.

Puso su mano sobre la cabezainclinada de Emma.

—Que Dios te bendiga, hija.

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* * *

Durante todo el Adviento, losmensajeros fueron de castillo en castilloy de monasterio en monasterio. El abadArnulf y Ató, el obispo de Vic,convocaron a los abades de SantaCecilia, de Sant Cugat, de Cuixá y deUrgell. El abad estuvo ausente delmonasterio, que, en su ausencia,quedaba bajo la autoridad del hermanoHugo, el sacristán. José pasó casi todosu tiempo en la biblioteca; se sentía máscómodo estando con el hermano Raúl, ysi al fin le enviaban de nuevo aCórdoba, quería que quedasen

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traducidos los libros que había traído.Comprendía hasta qué punto necesitabanen el Norte los conocimientosmatemáticos de sus maestros. ConGerbert se veía poco. En ausencia deArnulf, el hermano Hugo no consentíamuchos contactos. Gerbert seguíatrabajando con el ábaco a ratos libres lasolución del problema de las perlas, yse valía de Ferrán para enviar susresultados —equivocados siempre— aJosé, que corregía los retazos depergamino y se los devolvía.

La cita fue el día de Navidad, en elmonasterio de Sant Joan. Los monjes,cubiertos con sus mantos y sus capuchas

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y abrigados con pellizas de piel deoveja debajo de los mantos, atravesaronel bosque cubierto de nieve en una largaprocesión camino del monasteriovecino. En la iglesia de Sant Joan,resplandeciente de velas y luces deaceite, los monjes llenaron elpresbiterio mientras los abades y losobispos invitados ocupaban sitialeslabrados que parecían tronos. Lasmonjas de los distintos conventos seapretaron tras las celosías del coro yalternaron el canto de las respuestas conlos monjes del presbiterio.

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Celebró la misa Ató y en la navecentral se colocaron los condes. Enlugar preferente se sentaban Borrell y suesposa, como patrocinadores delmonasterio que su abuelo Guifré habíafundado para su hija. Y detrás deBorrell se colocaron los condes deEmpurres y Roselló, los de Besalú,Ribagorca y Pallars. Toda la nobleza dela alta Cataluña, los repobladores de lafrontera, habían acudido a la cita. Juntoa ellos, con sus mejores ropasguarnecidas de pieles de zorro y deconejo, estaban sus mujeres y sus hijos.Tras ellos, los administradores, los

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criados, los hombres de armas. En lasnaves laterales se agolpaban las gentesdel pueblo con los niños, quecorreteaban entre las columnas.

Desde su asiento, al lado de Gerberty mezclado con el resto de los monjesde Santa María, José contemplaba laceremonia. Allí estaba un pueblo conuna decidida voluntad de vivir yprosperar. A José, acostumbrado a lasceremonias cordobesas con su derrochede sedas, lienzos adamascados ypreciosos colores, le conmovían laspobres lámparas de barro que humeabanmalolientes, llenas de sebo y aceitemezclado —no tenían suficiente aceite

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para llenarlas sin mezcla y que nodiesen mal olor—, los manteles delaltar, primorosamente planchados porlas monjas, pero con los encajes finoscomo telas de araña, y el libro del altar,con las miniaturas descoloridas y losbordes desgastados por las muchasmanos que habían vuelto las páginas.

No tenían bienes ni apenasposibilidad de conseguirlos. En suscastillos y torres, escondidos entre lasmontañas, dependían de las ovejas y delos huertos, de sus cosechas y de lo queprodujesen con sus manos. Josécomprendía ahora la difícil política deaquellos condes empeñados en

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sobrevivir entre el gran Califa deCórdoba y su poderoso reino y los reyesde los francos, de los que eran rehén,escudo y frontera. Y los monasterios,con sus bulas y sus privilegios, vasallossólo del Papa, eran el único depósito decultura y modernidad y el contrapesoque daba estabilidad a aquella frágilautonomía.

Al fin de la misa, en la explanadaque había delante del monasterio, bajoun pálido sol de invierno, las gentes delpueblo prepararon mesas con tablones,encendieron hogueras para asar loscorderos que habían regalado los condesy abrieron los barriles de vino aguado

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obsequio de las monjas para beber losprimeros tragos durante la espera.

Las monjas invitaron a los obispos,los abades y los monjes, a los condes ya sus familias en el comedor de loshuéspedes. Allí el vino no tenía agua,los corderos se terminaban de asar enlos grandes espetones de la cocina yhabía dulces de sartén en grandespirámides sobre las mesas.

Las monjas no eran muchas, susnovicias y los criados no daban abasto ylos novicios de los monasterios tuvieronque ayudar en el servicio. José seencontró a Emma en el claustro: llevabados grandes jarras de estaño, tan pulido

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que parecía plata, que acababa de llenaren la fuente central. Se le iluminó elrostro en una sonrisa al ver al cordobés.

—Luego hablaremos; ya sé lo quehas conseguido.

José advirtió que había prescindidodel tratamiento y que le había tuteado, yle dio un salto el corazón. Apenas tuvotiempo de comer, pero tampoco teníaapetito; le habían encargado el serviciode pan a las mesas y estuvo pendiente entodo momento de las entradas y salidasde Emma, encargada del agua. Cuandose levantaron los manteles y loschiquillos, hijos de los condes,empezaron a corretear por el claustro,

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los monjes se fueron a la iglesia a rezarla hora de tercia en lo que las monjaslavaban la vajilla y barrían los suelos.Mientras, los condes y sus familiassalieron al exterior a compartir loscantos y los bailes de los labradores quehabían terminado también su comida ybailaban en grandes corros. José, que,junto con los otros novicios, habíarecogido las mesas, los miró un rato yluego fue hacia la huerta, haciendotiempo a que Emma terminase sus tareas.Quería saber cómo estaba.

La vio llegar corriendo por la nieve,con la falda del hábito levantada, elmanto revoloteando tras ella y la

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capucha caída. Llevaba la toca blancatan mal puesta como siempre y los rizoscobrizos se le escapaban en las sienes.José sonrió al ver que tenía las mejillasy la punta de la nariz rojas del frío.

Extendió las manos para estrecharlas de ella y Emma rió alegre.

—¡Tengo buenas noticias, José!¡Tenía tantos deseos de verte!

Liberó sus manos de las de José y leabrazó. Él, sorprendido, no respondió alabrazo y se separó confundido.

—Señora... ¡Emma!Ella reía sin parar.—Mira, José, la abadesa Adelaida

me ha contado el resultado de las

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últimas entrevistas del abad Arnulf. Loscondes no van a aceptar aportar latotalidad de los obsequios del Califa.Han jurado que ninguno accederá a ello.Y entre los regalos no habrá ni esclavosni mujeres. ¡Estoy muy contenta! ¡Tengoganas de abrazar a todo el mundo y nopuedo hacerlo porque debo guardar elsecreto! ¿Por qué, al menos, no puedoempezar por abrazarte a ti?

José sentía frío en la cara y la bocaseca.

—No creo que sea conveniente —tartamudeó— entre dos personas queviven en un monasterio.

—¿Y el amor?

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José enrojeció al recordar que él lehabía hecho la misma pregunta el día enque la conoció.

—Seamos sensatos —la tuteótambién sin darse cuenta—; tú eresmonja, hermana de un conde de Tolosa,pariente del conde Borrell ydescendiente del gran Guifré. Yo soy unmozárabe perseguido que ha huido deCórdoba; mi familia está lejos y vivogracias a la caridad del abad Arnulf. Nohay lugar para mis sentimientos y nodebemos traspasar los límites de lacortesía.

—Seamos sensatos —se burlóEmma—. Yo soy una novicia y el plazo

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de mis votos termina hoy; mi hermano notiene inconveniente en cederme para elharén del Califa, mi pariente el condeBorrell no se arriesgará por mí si eso lecuesta su prestigio o sus escasos dinerosy tú eres la persona más sabia y másbuena que he conocido. José —su voz sevolvió seria y sus ojos se oscurecieron—, en el castillo de mi familia he sidosiempre una niña solitaria que estorbabaa todos; mi padre murió cuando yo eramuy niña y mi madre siempre ha estadomuy enferma; nadie, nunca, se habíapreocupado tanto por mí como tú; yo noquería ser como mi madre o como micuñada: una mujer triste y sola en un

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castillo mientras mi esposo hace laguerra o vive en la corte. Quería viviren el monasterio, adorando a Dios yrezando por la salvación de mi alma ypor todo el mundo; quería saber,estudiar y ayudar a los campesinos y alas otras monjas como la vieja Emma.Me parecía, con mucho, el mejordestino. Y llegaste tú, que conocías loslibros de los sabios árabes y que no teimportó compartirlos conmigo; nadie,nunca, me había hablado como tú. Eresdistinto y nunca había sentido por nadielo que siento por ti. He creído quesentías por mí... ¿O es que tú no mequieres?

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José tartamudeó.—Sí, sí te amo, chica loca. Durante

este mes sólo he pensado en ti. Mehubiese gustado estar todo el tiempo a tulado. No he podido dormir, ni trabajar,ni comer. No sabía lo que habíaplaneado el abad Arnulf, ni si habíaobtenido algún resultado. Me hadevorado la incertidumbre. Pero a pesarde todo, no podemos...

Emma, le cortó.—¿Y el amor? —repitió—. ¿Por qué

no podemos amarnos? ¡Me estáshaciendo parecer una desvergonzada?La abadesa Adelaida adivinó enseguidalo que sentía y me ha dicho que me

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comprendía y que estaba de mi parte.Después de todo es mi tía–abuela. Diceque los obispos han proporcionado a loscondes los argumentos para fundamentarsu negativa: la fe de los mozárabes y lasde las doncellas peligraría en la cortecordobesa —se entristeció—; me temoque les ha importado más lo que van adejar de ingresar por sus porcentajes enla venta de la lana, que la suerte de susparientes o sus siervos mozárabes.

—No seas cínica, Emma. Tu caso noes el de las otras chicas.

—No soy cínica, José. Todos sonmuy pobres. Y tienen que alimentar yvestir a sus hombres de armas y a sus

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criados, defender a sus vasallos y acudircuando el rey de los francos los llama.Son mis parientes, José. Llevo su sangrey los quiero, pero no les puedo pedir loque no me pueden dar.

De nuevo estaba angustiada y losojos le rebosaban llanto. Esta vez fueJosé quien inició el abrazo; él era másalto y la cabeza de Emma apenas llegabaa su hombro. La abrazó con fuerza; sesentía más libre, más responsable y másalegre que lo había estado desde quesalió de Córdoba. Estrechó más a Emmay susurró.

—Te quiero, Emma, te quiero. Y tuabadesa y mi abad están de nuestra

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parte. No te preocupes. Todo nos irábien.

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10El arzobispo de

NarbonaEnero del 969

(Finales del 357 de laHégira para el Islam)

El arzobispo Aymeric de Narbonaanunció al abad Arnulf su deseo decelebrar la fiesta de la Candelaria* en elmonasterio de Santa María de Ripoll.Así, junto con Arnulf, que era tambiénobispo de Girona, visitaría las iglesias

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parroquiales y bendeciría personalmentelas candelas.

El abad ordenó a los monjes queprepararan el monasterio para la visitadel arzobispo; bajo las órdenes delhermano Hugo, José, Ferrán y los otrosnovicios limpiaron y frotaron los cálicese hirvieron agua para quitar loschurretes de cera de los pesadoscandelabros del altar. Luego cambiaronla paja de los dormitorios, limpiaron lasala capitular, el claustro, losdormitorios, las cocinas, la biblioteca ylos establos hasta que todo elmonasterio relució y sólo quedaron sinrecoger las piedras de los albañiles que

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edificaban la nueva iglesia y que habíansuspendido sus trabajos por los hielosdel invierno.

El abad Arnulf llamó a su habitacióna José y a Gerbert.

—¿Conocéis el motivo de lalimpieza? ¿Ya sabéis la buena noticia?

José y Gerbert afirmaron en silencio.Arnulf se levantó de su asiento y se

acercó al ventanal sin cortinas que dabaal claustro.

—No os he hablado del asunto de laembajada y los obsequios al Califaporque no he tenido noticias ciertas.Pero ahora conviene que estéisinformados. Los condes se reunieron,

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discutieron sus opiniones y,conjuntamente, felicitaron la Navidad alrey Lotario. Todo lo de la embajada aCórdoba no era más que un rumor; decierto no había más que la comunicaciónque hicieron a la abadesa Adelaidarespecto a Emma, la hermana deGuillem Tallaferro. Alguien en la cortesupuso que los condes catalanes sehabían puesto de acuerdo y todo elproyecto se suspendió —hizo una pausa—, de momento.

José preguntó:—¿Ya no habrá embajada de paz?—No he dicho eso; sólo que, de

momento, el proyecto se suspendió.

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Habrá que estar alerta, porque se puedeponer en marcha en cuanto el rey vuelvaa recordarlo. Y ahora, de súbito, elarzobispo Aymeric quiere visitar midiócesis.

Gerbert intervino:—Padre abad, ¡debemos sentirnos

honrados y agradecidos!José murmuró para sí:—En Córdoba decimos: «Del amo y

del mulo, cuanto más lejos, másseguros.»

Gerbert estalló en una carcajada ypronto el abad le hizo coro.

—Puede que tu viejo refrán tengamucha razón, José. Alguien puede

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haberse preguntado en la corte cómo seconoció tan pronto todo el proyecto dela embajada a Córdoba. Y seguro que yasaben quién ha estado viajando en esteotoño. José: quiero que durante la visitadel arzobispo estés sentado entre todoslos monjes, procures que no se oiga tuacento y que no se te vea demasiado;también recogerás del escritorio losvolúmenes escritos en caracteresarábigos y los guardarás en el estantemás alto de la biblioteca. Como lasinceridad debe presidir todas nuestrasacciones, no ocultaremos las tareas quese llevan a cabo en la biblioteca, perono dejaremos volúmenes a la vista de

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cualquiera que no pueda entenderlos. Esmi responsabilidad como abad de estemonasterio el mostrarle al arzobisponuestros progresos en la cantidad ycalidad de nuestros libros y así lo haréen su debido momento. El hermano Raúlya conoce estas instrucciones.

Hizo una pausa y se dirigió aGerbert

—Primero visitaremos lasparroquias y terminaremos el recorridoaquí. Luego viajará a Vic. Cuandolleguemos, tú, Gerbert, serás elencargado de servirle durante suestancia; eres aquitano y estimaráescuchar el habla de su tierra.

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José se removió inquieto en elasiento.

—Padre abad, el arzobispo ¿norecibirá a otros monjes, si desean hablarcon él?

—¿El hermano Hugo, quieres decir?Puede que lo haga, pero yo soy su abad,elegido por los monjes y con quien hanfirmado su pacto. Es un monje piadoso,algo fanático pero un buen monje.Obedecerá mis instrucciones. Hijos —José y Gerbert se levantaron de suasiento y se colocaron ante aquelhombre bondadoso que, sin embargo,gobernaba el monasterio con mano firme—, hemos actuado con fidelidad y

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sinceridad y de acuerdo con losmandatos del Señor. Dios, que ve dentrode los corazones, lo conoce —trazó laseñal de la cruz en el aire—. Que Él osbendiga y os guarde de todo mal.

* * *

Aymeric, el arzobispo de Narbona,era un hombre de mediana estatura,calvo por la parte superior de la cabezay que llevaba largo el resto del cabello,al igual que los caballeros. Montaba unbuen caballo y sólo sus ropas negras y lacruz de piedras preciosas que llevaba alcuello daban a conocer al sacerdote. Leacompañaban otros clérigos que

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montaban mulas y un grupo de hombresde armas que les daban guardia.

El arzobispo se alojó en lashabitaciones del abad y los hombres dearmas fueron conducidos a la casa dehuéspedes mientras los monjesinstalaban camas en su dormitorio paralos acompañantes del arzobispo; losclérigos contemplaron con gesto derechazo las humildes camas alineadas,las toscas mantas y las lámparas debarro que lucían en el dormitorio.

El arzobispo recorrió la casa y lasobras de la iglesia y a la tarde rezó lasvísperas con los monjes. Tras lasoraciones, el arzobispo presidió el

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capítulo, sentado en la silla de maderatallada que solía ocupar Arnulf, que sesentó a su derecha en una silla corriente.

Leyeron el capítulo de la regla yluego el arzobispo dijo:

—Durante estas semanas herecorrido las parroquias de los pueblosde la diócesis. Hoy estoy aquí convosotros. Bendigo a Dios nuestro Señorpor tener la dicha de haber conocido atan fieles discípulos de San Benito.Gracias a vosotros se predica elevangelio en estas tierras de la fronteratan cerca de los infieles servidores deldiablo. El sonido de vuestra campana,que llama a oración, recuerda a las

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gentes de estos campos dónde está laverdadera fe. He visitado consatisfacción vuestra casa. Los establosestán limpios y la despensa bienabastecida dentro de vuestrascostumbres de penitencia. Las obras dela iglesia avanzan, aunque no condemasiada rapidez; bien es verdad queno hay mucho dinero que invertir enellas. También he visto que en labiblioteca han aumentado los códices yhe solicitado a vuestro abad que nosenvíe el ejemplar del Beato de Liébanaque se está copiando, para la bibliotecade nuestra iglesia de Narbona. Loslibros piadosos deben ser el alimento de

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nuestras almas.Hugo, el sacristán, se levantó de su

asiento y se adelantó al centro de lasala:

—Con vuestra venia, mi señorarzobispo. Ya que habláis de libros;tengo un grave peso en la conciencia. Hedudado mucho en declarároslo, perocreo que la salud de mi alma me obligaa ello.

El abad Arnulf intervino:—Yo os escucharé luego, hermano

Hugo.—Gracias, padre. Os pediré más

tarde vuestra bendición, pero mi duda deconciencia puede ser también la de

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alguno de nuestros hermanos y querríahablar de ello ante su eminenciaAymeric, nuestro señor arzobispo, segúnnos aconseja nuestra regla.

José estaba en la segunda fila, entrelos monjes jóvenes, sentado sinremoverse, en el duro asiento demadera, con la vista baja y las manosocultas bajo el manto. Levantó unmomento los ojos para contemplar alsacristán, y al volver la vista hacia elarzobispo, sorprendió una leve sonrisaen la comisura de los labios y supo queestaba asistiendo a una escena ensayada;que, de alguna manera, el hermano Hugoestaba de acuerdo con el arzobispo y

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que entre los dos habían decidido lossupuestos escrúpulos de conciencia delsacristán. La revelación le sacudió comoun golpe y le dejó helado en su interior.Hasta ahora había creído que el hermanoHugo era un hombre estricto que nosimpatizaba con las novedades; no quefuese capaz de engaños para atacarle. Lehabía ocurrido lo mismo en Córdoba;cuando tropezaba con la enemistadirracional y desnuda, sin paliativos, sesentía paralizado y era incapaz dereaccionar.

El arzobispo hizo un gesto con sumano enguantada de rojo.

—Hablad, hermano.

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El sacristán levantó el tono de lavoz. Los ojos le brillaban.

—En este monasterio se encuentraun mozárabe hereje, huido de la corte delos ismaelitas*, que ha traído librosdiabólicos a nuestra biblioteca. Es unpozo de ciencias mágicas y con susembrujos ha encantado a nuestro padreabad, que le protege y le deja ejercitarsu magia. Lo he amonestado por tresveces como manda la regla; primero asolas y luego con el testimonio de unhermano, pero ha sido en vano. Por esoahora lo presento ante la reunión de losmonjes presididos por nuestro arzobispoy con asistencia de nuestro padre abad.

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El arzobispo se volvió a Arnulf.—¿Qué decís, padre abad?Arnulf habló con voz serena y baja

que contrastaba con el tono de Hugo.—Os lo iba a presentar después del

capítulo, Aymeric. No es un hereje, esun buen cristiano de la familia deAlvaro, el santo compañero del mártirSan Eulogio. Ha tenido que salir deCórdoba perseguido por la fe en nuestroSeñor. Lleva el hábito de nuestro padreSan Benito y es postulante en nuestromonasterio. Estudia con empeño nuestraliturgia romana.

El hermano Hugo negó:—No es cierto. José Ben Alvar ha

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infectado nuestra santa casa con todaclase de brujerías. El mismo tienecontactos diabólicos. Ha extendido sumagia hasta el vecino monasterio deSant Joan. Una de las monjas le viohaciendo conjuros en la huerta y encantóa una novicia con la que mantiene tratos.Yo solicito de nuestro venerablearzobispo que establezca tribunal y curenuestra enfermedad arrojando fuera denuestra santa casa tanta ponzoña. LaIglesia de Cristo debe actuar en lacorrupción del mundo hasta que llegueel día en que derrotados definitivamenteSatán y sus servidores, y después delJuicio Universal, la Iglesia triunfante, la

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Iglesia de la comunión en Dios, seinstaurará en un mundo nuevo.

El arzobispo asintió blandamente.—Amén, hermano, amén. Ésa es la

labor de la Iglesia. Habéis hecho bien enconfiarnos vuestro problema deconciencia. Señor abad, parece quedesconocíais ese problema. Vamos adiscernir si la corrupción de la magia haanidado en vuestro monasterio. ¿Dóndeestá ese mozárabe?

Un murmullo corrió entre los bancosde los monjes; menos el pequeño grupode monjes que seguía al sacristán, losdemás habían llegado a querer almuchacho.

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El abad Arnulf hizo una señal a José,que se levantó de su asiento para salir alcentro de la sala, junto al hermano Hugo.

Aymeric hizo un gesto de sorpresa;había esperado un hombre adulto y lajuventud de José le desconcertaba.

—Éste es José Ben Alvar —presentó Arnulf.

—¿Eres hereje? —preguntó, brusco,el arzobispo.

José intentó hablar sin acento.—No, mi señor arzobispo. Creo en

Jesucristo, nuestro Señor, según lasenseñanzas de la Santa Iglesia. Miobispo Rezmundo, que me bautizó y meconoce bien, escribió cartas que me

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presentan y que están en poder del padreabad.

—¿Hay obispos en Córdoba?—Sólo uno, mi señor arzobispo. Los

cristianos, en Córdoba, podemos seguirnuestra religión, aunque no podemosconvertir a otros. Si un musulmán seconvierte al cristianismo, se castiga conla muerte al musulmán y al cristiano quele enseñó la fe.

El sacristán atacó de nuevo:—No os dejéis engañar, señor

arzobispo. Conoce la magia; y tienelibros de conjuros.

Arnulf hizo una seña a Gerbert y aRaúl.

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—El hermano Hugo estásobresaltado por lo que no conoce,arzobispo Aymeric; sin duda habéisoído hablar en la corte del rey deGerbert, el monje del monasterio deAurillac que el rey Lotario nos confiópara que progresara en losconocimientos de las cienciasmatemáticas. El y el bibliotecario hantrabajado con esos libros que elhermano José trajo desde Córdoba ypuede mostrároslos e informar sobreellos. Hermano Raúl, traed esos libros aesta sala.

Raúl hizo una inclinación y saliópara volver en seguida cargado con el

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volumen de León el Hispano y con latraducción que José había hecho.

Hizo el gesto de entregárselo alarzobispo.

Aymeric señaló el suelo:—¡Dejadlo ahí!Raúl obedeció.—Es un tratado sobre la

multiplicación y la división, mi señorarzobispo —dijo Gerbert.

—José, abrid el libro.José se inclinó y abrió el grueso

volumen. El arzobispo alargó la cabezapara mirarlo desde su silla.

—¿En que está escrito?—En árabe, mi señor arzobispo —

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contestó José.—Gerbert, ¿sabes árabe?—No, mi señor.—Entonces —la voz del arzobispo

tenía un matiz de triunfo— ¿cómopuedes saber que este libro trata sobrela multiplicación?

Gerbert abrió el libro latino.—El hermano José lo ha traducido.

Aquí está.—¿Y cómo sabes que dice lo

mismo?El hermano Raúl intervino:—Yo sí conozco el árabe, mi señor

arzobispo, y puedo aseguraros que dicelo mismo.

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Arnulf volvió a hablar suavemente.—El hermano José ha traducido al

latín este libro y algunos otros sobre elarte de los números. En este monasterio—y lo subrayó— estamos interesados enlas ciencias que hacen progresar a loshombres. Cuando todos estén traducidos,enviaremos copias a todos losmonasterios que tengan el mismo interés.

El hermano Hugo no pudo callar pormás tiempo.

—¡Vais a extender la ponzoña!Gerbert soltó una pequeña risa.—¡Oh, no! ¿Me permitís, mi señor

arzobispo? —hablaba eligiendo laspalabras, con sus mejores artes de

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estudiante de retórica—. Los árabestienen un sistema de números quepermite hacer los cálculos mucho másde prisa y más fácilmente que con losnúmeros de los antiguos romanos. Es laciencia que el hermano José haestudiado en Córdoba, la conoce bien yahora traduce los libros de sus sabiospara nuestro uso en el monasterio.

—¿En Córdoba? —preguntó consospecha Aymeric.

José recuperaba la calma; debíadefender su amado sistema de cálculo,pero no sabía cómo explicarlo enaquella reunión y ante aquel arzobispohostil.

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—Los antiguos romanosconstruyeron grandes edificios ygobernaron el más grande imperioconocido. Lo hicieron con sus números.Dime, muchacho, ¿para qué necesitamosnosotros otra cosa?

El abad Arnulf intentó mediar.—Perdonad, Aymeric. ¿Cuántos

hombres de armas habéis traído?—Quince. ¿Por qué?—Muchos hombres son para una

visita a vuestras fieles parroquias —había reproche en el comentario delabad—; para servirles el desayuno, elmonasterio habrá de darles una hogazade pan, un cuartillo de vino, tres lonchas

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de tocino y una rebanada de queso.Hermano José, ¿cuánto necesitaremos?

—Quince hogazas, seis medidas devino, cuarenta y cinco lonchas de tocinoy dos quesos, padre abad —respondióJosé con una sonrisa.

Un murmullo de sorpresa recorriólas filas de los monjes. Ninguno eracapaz de calcular tan deprisa; elhermano despensero se había quedadocon las manos levantadas y los dedosextendidos para contar con ellos.

El hermano Hugo se adelantó:—¿Veis, señor arzobispo? Tiene

pacto con el diablo. Sólo con artesmágicas se puede contar tan deprisa. Y a

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su llegada embrujó a una novicia delmonasterio de Sant Joan con signosmágicos trazados en la tierra. La monjaencargada de la sacristía los vio y mellamó para que los borrase con aguabendita, porque ella no se atrevía atocarlos.

Aymeric tenía el ceño fruncido.—¿Qué signos mágicos eran esos?—No eran signos mágicos, mi señor

arzobispo; eran números árabes —Joséestaba irritado ante aquella ignoranciaque veía maldad en lo que desconocía—; eran los cálculos de un problemaaritmético que propuse a la hermanaEmma del monasterio de Sant Joan.

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—¿Un problema? ¿Qué problema?José recitó:

Un collar se rompió mientrasjugabandos enamorados,y una hilera de perlas se escapó.La sexta parte al suelo cayó,la quinta parte en la cama quedó,y un tercio la joven recogió.La décima parte el enamoradoencontróy con seis perlas el cordón sequedó.Dime cuántas perlas tenía elcollar de losenamorados.

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José sonrió a Gerbert.—El resultado son 30 perlas,

Gerbert.El arzobispo Aymeric estaba atónito;

tenía la boca abierta y una expresiónboba en los ojos. De súbito enrojeció.

—¿Qué clase de frivolidad es esa?¿Qué conversación impía para dosconsagrados a Dios?

Enderezó el cuerpo en su sillatallada.

—Lamento lo que voy a decir,Arnulf, pero este caso es más complejode lo que se puede tratar en esta noche.Y yo debo seguir viaje para Vic mañana.Padre abad, dejaréis aislado a este

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mozárabe para que haga penitencia porsu soberbia y frivolidad; sólo comeráuna vez al día y su comida será pan yagua. Más adelante, a mi vuelta aNarbona, lo mandaré llamar para quesantos varones lo examinen y sentenciensi hay posesión del diablo o no.Respecto a esa novicia... no es digna desus votos. Hablaré con la abadesa deSant Joan para que tome las medidasoportunas para su penitencia.

Se puso en pie y suspiróruidosamente.

—Y os tengo que decir a todos,hermanos, y a vuestro abad que ospreside en la fe, que el exceso de

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ciencia hincha y sólo la humildadsantifica; son los evangelios y los librossantos los que debéis copiar en vuestroescritorio y no la ciencia de losismaelitas. ¿Acaso necesitamos otraciencia que la que nos transmitieronnuestros Santos Padres en la fe? Yo quevos, Arnulf, no permitiría que losmonjes se iniciasen en esos sistemas decálculo impíos.

Trazó en el aire la señal de la cruz.—¡Que Dios os bendiga, hermanos!

—se volvió al sacristán—; hermanoHugo, ¿me queréis guiar a mihabitación?

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11Final que es principio

Desde su celda en los sótanos, Joséoyó marchar la comitiva del arzobispodespués de la hora de laudes, cuandoapenas clareaba el día por el pequeñotragaluz. No le habían dejado lámpara yhabía pasado la noche a oscuras,dormitando a ratos sobre la pajamohosa, y pensando en las ratas y laspulgas que debían vivir en aquellacelda. No sabía cómo se había vuelto acomplicar su situación; él que sóloquería vivir en paz y que creía que había

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encontrado amigos.Apenas se extinguieron los ruidos de

la comitiva de Aymeric, el propio abadvino a abrir la puerta de la celda decastigo.

—Vamos, José. Ven a mi habitación.Siguió a Arnulf por las angostas

escaleras que subían de los sótanos alclaustro y se sintió repentinamentecegado por la luz del sol que amanecía através de los capiteles. En la habitacióndel abad esperaba Gerbert. Arnulf lehizo sentar y le sirvió un cuenco deleche y un gran trozo de pan.

—Come. Vamos a tratar de resolveresto.

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José se miró las manos sucias yGerbert rió de buena gana.

—Anda, sal a lavarte al claustro;dejadle, padre abad. ¡Estos mozárabes!

José se lavó las manos y la cara enla fuente del claustro; le dolía la cabezay se sentía atontado. Cuando regresó,Gerbert y Arnulf miraban un mapa quedejaron al entrar José.

—¿Me llevarán a Narbona? —preguntó.

—No, de momento. Ahora, elarzobispo está muy ocupado con susvisitas para reafirmar su autoridad sobrelos otros obispos catalanes. Confía enque te encontrará aquí si te necesita,

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pero puede que se olvide de todo esteincidente que no ha sido tan importante.Depende de su conveniencia. Aymerices más político que obispo y cumple losmandatos del rey. Puede que sea sinceroal pensar que tu facilidad para calculares obra del diablo. Pero nosotros nopodemos seguir en esta situación. ElPapa tiene que reconocer que Vic es laheredera de la antigua archidiócesis deTarragona y liberar a los obisposcatalanes de la obediencia del deNarbona.

Gerbert intervino.—¿Qué vais a hacer, padre abad?—En la próxima Navidad los

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obispos viajaremos a Roma a expresarnuestra reverencia al Papa y a pedirprivilegios para nuestras diócesis;mientras tanto, José debe marcharsecuanto antes fuera de aquí. José, terelevo de tu obediencia y de tu pacto yte devuelvo tu dinero y tus libros, tuspergaminos y tus instrumentos. Debessalir de Santa María de Ripoll. Ya no esbuen lugar para ti. Te proporcionaré unamula, víveres y mapas para que vayashacia el Oeste. Te devolveré la carta detu obispo Rezmundo y añadiré otra míapara el abad del monasterio de Leyre, enNavarra. Ahí no alcanza el poder del reyde los francos ni es jurisdicción del

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arzobispo de Narbona. Estarás seguro.José intervino:—Puedo pagaros los gastos que

hagáis, padre abad.—Ya lo has hecho con tu trabajo en

la biblioteca, hijo. Y vas a necesitartodo el dinero de que puedas disponer.Sigo pensando que tu estancia aquí esuna bendición de Dios; nos hasenseñado muchas cosas, a pesar de loque opinen algunos monjes mediobárbaros.

—¿Y Emma? ¿Qué va a pasar conella? Sus votos terminaron en Navidad.

Arnulf se encogió de hombros.—¡Quién sabe! ¡Cómo han

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complicado todo! La abadesa recibirá laorden de Aymeric y la encerrará en sucelda y no la dejará salir ni hablar conlas hermanas. La interrogarán para sabersi la has hechizado o ha sido una monjaindigna y la pondrán duras penitenciaspara quitarle los hechizos. Y nodebemos olvidar que el rey quieremandar cinco doncellas de regalo parael Califa.

Al fin, no serán sólo hijas de loscondes catalanes, pero Emma sólo escatalana por su madre y de todas formaspuede encabezar la lista si alguieninsiste lo bastante —se levantó y seacercó a la ventana y miró los campos

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que se desperezaban bajo la helada; depronto se volvió con una sonrisa que leiluminaba la cara—. José, tú no deseasser monje, ¿verdad? Tú amas a Emma. Yella también está enamorada de ti. Sólohabía que ver vuestras miradas en lacomida de Navidad.

José asintió, sorprendido, pero nohacía falta; la pregunta de Arnulf noaguardaba respuesta.

—Hay que actuar deprisa. No vais apoder cortejaros como dos novios. Vetea buscar a Emma a Sant Joan y tráelaaquí. Yo os casaré y te podrás llevar aEmma a Leyre y vivir allí con ella. Esun hermoso monasterio y encontraréis

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hospedaje en la aldea; dicen que allí, elsanto abad Virila se pasó cien añosescuchando el canto de un pájaro. Dioslo permitió para que comprendiera cómoes la eternidad. Llévate tus librosárabes, que serán la mejor carta depresentación. En Leyre podrás terminarde traducirlos y nos enviarás una copia,que te aseguro que guardaré como untesoro. Y podrás vivir tranquilo y serfeliz. Y si no te adaptas a las costumbresde los navarros, siempre podéis viajar aToledo, donde hay muchos cristianosmozárabes y donde te sentirías en tucasa.

—Gracias, padre abad —recordó

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algo y siguió—; os dejaré una carta parami padre, para que conozca lo que me haocurrido y cuál es mi destino.

—Bien, yo la remitiré. No podemosdecir nada a Adelaida; no podríaconsentir la fuga de una novicia a la quetiene que tener retirada, pero sé quetampoco la impedirá.

—¿Y vos, padre abad? ¿No os traeráproblemas el ayudarnos? De una bodaos tenéis que enterar.

—Será una boda muy discreta, José,sin vestidos de fiesta y sin adornos en elaltar. Os esperaré en la ermita de SantPere, en el claro. Los testigos seránGerbert y Ferrán —sonrió—. No le

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diremos nada al hermano Hugo ni a losdemás monjes, pero será una bodaperfectamente válida y yo firmaré losdocumentos precisos. Y si nadie mepregunta, nadie sabrá nada.

Gerbert le abrazó con grandespalmadas en la espalda.

—Mándame una esfera armilardesde Leyre, por favor —suplicó—, ytambién la historia del abad Virila.

* * *

José dejó las mulas escondidas en ungrupo de árboles ya a la vista delmonasterio de Sant Joan. Tenía un nudoen el estómago e iba tan preocupado por

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no perderse, que el camino se le hizocorto esta vez. Escaló el muro de lahuerta y se deslizó en el claustro aesperar a que saliesen las monjas quecantaban los salmos en el coro. Hacíafrío, pero José no sabía si tiritaba por eltiempo o por el miedo. Cuando se abrióla puerta y las monjas, en parejas,salieron al claustro para dirigirse a susceldas, José aguardó, escondido, con elcorazón golpeándole el pecho, a quellegasen las novicias, que iban lasúltimas. Cuando Emma y su compañera,que eran las últimas de la fila de lasjóvenes, doblaron la esquina, ensilencio, ante los ojos asombrados de la

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otra novicia, la cogió del brazo y la sacóde la fila.

Las otras monjas que iban delante nose dieron cuenta de nada. Emma ahogóun grito de susto y una expresión dealegría apareció en sus ojos. Laprocesión la cerraban la abadesa y lamaestra de novicias, que se detuvieronmirándolos. Junto al muro y cogidos dela mano, José y Emma las vieron llegary detenerse delante de ellos.

Se inclinaron ante la abadesa en unarespetuosa reverencia sin decir nada;todo era demasiado evidente; y tambiénsin hablar, sin un gesto de extrañeza, laabadesa adivinó lo que estaba

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ocurriendo y trazó en el aire unabendición antes de imponer silencio conun gesto a la maestra de novicias ymandar a la otra novicia que continuasesu camino.

José y Émma salieron corriendo delclaustro perseguidos por la sorprendidamirada de la maestra de novicias, queseguía en el claustro cuando Erama sevolvió para subir a su celda y recoger sumanto, sus calzas de lana y sus pocascosas.

Sólo se besaron después de saltar elmuro, con el monasterio a la espalda ylas mulas a la vista.

Las preguntas, las explicaciones y

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los planes vendrían más tarde.

* * *

De José Ben Alvar a Alvaro BenSamuel, su padre, en Córdoba.

Muy querido padre:Te escribo esta carta en la ermita

de Sant Pere, mientras el Abad Arnulfprepara un mapa que nos indique unbuen camino para nuestro viaje almonasterio de Leyre, ya que no sabe sinos conviene tomar el camino que nosllevará por tierras de los gobernadoresde Lérida y Zaragoza, o evitar losdominios del Califa y seguir por elNorte, a pesar de la nieve que señorea

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las montañas.El abad acaba de celebrar mi boda

con Emma, la hija del conde de Tolosa;ha sido una boda apresurada debido alas circunstancias, las mismas que nosobligan a marcharnos de Ripoll. No vaa ser un viaje fácil para nosotros, perote anticipo, padre, que ni Emma ni yotenemos miedo.

Me gustaría que mi madreconociese a Emma. Iba a quererla enseguida, como si fuese una hija más. Esmuy joven y tiene el pelo rojizo y losojos verdes como las gentes de aquí. Laconocí en el monasterio de Sant Joan yes muy bella y muy buena. ¡La quiero

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tanto, padre!El abad Arnulf me ha devuelto las

cartas de presentación del obispoRezmundo y ha añadidorecomendaciones propias para losabades de los monasterios y losseñores de los castillos. Tengo todo eldinero que me diste, porque no haqueriro aceptar nada por el tiempo quehe pasado en el monasterio. Ha sidopara mí como un segundo padre y nodebemos tener dificultades para llegara Leyre. Me han dicho que es un granmonasterio que quiere formar unabuena biblioteca. Tendré trabajo detraducción de mis libros árabes. Y no

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está bajo el dominio del rey Lotario.Ya te explicaré en otra carta lo que

nos ha ocurrido. Tu hijo no deja deencontrarse con problemas que nobusca.

Me gustaría, más adelante, poderestablecernos en Toledo, donde elambiente y la cultura son las denuestra querida Córdoba, que tantoañoro. Allí podríamos formar nuestrohogar y ver crecer a nuestros hijos ynos encontrariamos más cerca devosotros. Padre, alguno de tus nietospuede tener el pelo del color del cobre.Debo terminar; el abad Arnulfo seacerca con su mapa. Le acompañan

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nuestros amigos. A ellos dejo estacarta. Abraza a mi madre y a mishermanos. Te abraza y pide tubendición

JOSÉ

P.D. Mi amor y mi respeto paratodos vosotros.

EMMA

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Epílogo

En el año 971, Arnulfo, abad deSanta María de Ripoll y obispo deGirona; Ató, obispo de Vic; Gerbertd'Aurillac y el conde Borrell viajaron aRoma para solicitar del Papa lareposición en Vic del antiguoarzobispado de Tarragona. Gerbert noregresó; se quedó en Roma comosecretario del Papa. Más tarde fueabad del monasterio de Bobbio,arzobispo de Reims, arzobispo deRávena y Papa con el nombre deSilvestre II. Modificó el ábaco latino,

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sustituyendo las piedrecillas por fichasde hueso con el número árabe quecorrespondía e intentó inútilmenteintroducir el cálculo con los númerosárabes; siempre se mantuvo encontacto con sus antiguos amigoscatalanes, a los que pedía copias delibros, sobre todo de aritmética. SiendoPapa proclamó una bula declarando laconveniencia del uso de los númerosarábigos, los que usamos ahora.

Pero hasta 1202 en que Fibonacci—un matemático italiano que habíavivido en el África musulmana—publicó un tratado sobre las reglas delcálculo con cifras árabes, al que dio el

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nombre de Tratado del Ábaco, sin dudapara evitar las iras de los partidariosde los números romanos, no se logródar a conocer de una forma general losnúmeros árabes.

El Papa Juan XIII accedió a lapetición de los obispos y el conde yconcedió la autonomía del arzobispadode Vic, pero cuando regresaban aCataluña, Ató y Arnulfo murieron enextrañas circunstancias y la autonomíade los monasterios catalanes tuvo queesperar.

Pero ésas son otras historias.