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EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA 1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931 La enseñanza de san Josemaría sobre el sentido de la filiación divina en la vida espiritual no es el resultado de una especulación teológica. Se formó en su alma a partir de una intensa vivencia interior, sobrevenida en diversos momentos de septiembre y octubre de 1931, cuando se afanaba por sacar adelante la empresa sobrenatural que Dios le había confiado y que superaba totalmente sus fuerzas. Diversas anotaciones de sus Apuntes íntimos muestran, según Vázquez de Prada, que en esos meses se posesionó de todo su ser la gozosa claridad de saberse hijo de Dios. El 22 de septiembre de 1931 escribe: Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y – si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle. La irrupción de luz en su alma venía a iluminar un misterio ya conocido y creído. Hasta ese momento sabía que era hijo de Dios; ahora lo comienza a "sentir", lo percibe de un modo nuevo, cargado de consecuencias. En las semanas sucesivas se prolongará este clima interior. El sentido de la filiación divina irá calando en su alma bajo el efecto de una lluvia de gracias que le sorprenden en las circunstancias más diversas. La que recibió el 16 de octubre quedará fijada en su alma como uno de los momentos de oración más intensos de su vida. Al final de la jornada anota lo ocurrido: Día de Santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa. El contenido de aquella oración era el misterio de la filiación divina adoptiva, como explicará más tarde: La oración más subida la tuve (...) yendo en un tranvía y, a continuación vagando por las calles de Madrid, contemplando esa maravillosa realidad: Dios es mi Padre. Sé que, sin poderlo evitar repetía: Abba, Pater! El hecho de encontrarse en la calle y en un tranvía, encerraba para él un claro significado: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración. Era una manifestación práctica de que el sentido de la filiación divina formaba parte esencial –como cimiento escondido– del espíritu de contemplación en medio del mundo que Dios le había hecho ver. Ahora le hacía percibir vivamente su condición de hijo de Dios. El fin de esta nueva intervención divina (no le cabía duda de que era el Señor quien obraba: luego veremos cómo lo afirma) era llevarle a comprender que la base de la contemplación en la vida ordinaria, el fundamento de la transformación del trabajo y de todos los quehaceres seculares

EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA EN LA ENSEÑANZA DE SAN ... · misterio de la participación sobrenatural del cristiano en la vida de la Santísima Trinidad, por medio de Cristo

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EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA EN LA ENSEÑANZA DE SAN

JOSEMARÍA

1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931

La enseñanza de san Josemaría sobre el sentido de la filiación divina en la vida espiritual no es

el resultado de una especulación teológica. Se formó en su alma a partir de una intensa

vivencia interior, sobrevenida en diversos momentos de septiembre y octubre de 1931,

cuando se afanaba por sacar adelante la empresa sobrenatural que Dios le había confiado y

que superaba totalmente sus fuerzas.

Diversas anotaciones de sus Apuntes íntimos muestran, según Vázquez de Prada, que en esos

meses se posesionó de todo su ser la gozosa claridad de saberse hijo de Dios. El 22 de

septiembre de 1931 escribe:

Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado

por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y –

si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de

agradarle.

La irrupción de luz en su alma venía a iluminar un misterio ya conocido y creído. Hasta ese

momento sabía que era hijo de Dios; ahora lo comienza a "sentir", lo percibe de un modo

nuevo, cargado de consecuencias. En las semanas sucesivas se prolongará este clima interior.

El sentido de la filiación divina irá calando en su alma bajo el efecto de una lluvia de gracias

que le sorprenden en las circunstancias más diversas. La que recibió el 16 de octubre quedará

fijada en su alma como uno de los momentos de oración más intensos de su vida. Al final de la

jornada anota lo ocurrido:

Día de Santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi

iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas

horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración

de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa.

El contenido de aquella oración era el misterio de la filiación divina adoptiva, como explicará

más tarde:

La oración más subida la tuve (...) yendo en un tranvía y, a continuación vagando por las calles

de Madrid, contemplando esa maravillosa realidad: Dios es mi Padre. Sé que, sin poderlo evitar

repetía: Abba, Pater!

El hecho de encontrarse en la calle y en un tranvía, encerraba para él un claro significado: la

calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar

de oración. Era una manifestación práctica de que el sentido de la filiación divina formaba

parte esencial –como cimiento escondido– del espíritu de contemplación en medio del mundo

que Dios le había hecho ver. Ahora le hacía percibir vivamente su condición de hijo de Dios. El

fin de esta nueva intervención divina (no le cabía duda de que era el Señor quien obraba: luego

veremos cómo lo afirma) era llevarle a comprender que la base de la contemplación en la vida

ordinaria, el fundamento de la transformación del trabajo y de todos los quehaceres seculares

en oración, había de ser el sentido de la filiación divina. Pero dejemos el análisis de esta

enseñanza para más adelante y fijémonos en los hechos de 1931.

La Teología espiritual dispone de un concepto que engloba sucesos de este género en la vida

de los santos: "experiencia”. Aunque san Josemaría no emplea este término cuando se refiere

a esos momentos –tampoco los define de ningún otro modo: se limita a narrar lo acontecido–,

los detalles que ofrece inducen a pensar que es el más adecuado para designarlos.

"Experiencia" es, en general, el conocimiento de una realidad particular o individual mediante

un cierto contacto inmediato, sin necesidad de un proceso discursivo. Puede ser sensible, si

procede de los sentidos corporales, o espiritual. Cuando la experiencia espiritual se refiere al

misterio de la participación sobrenatural del cristiano en la vida de la Santísima Trinidad, por

medio de Cristo y con Él y en Él, se habla de "experiencia mística". San Buenaventura se refiere

a un cierto conocimiento experimental de Dios que no es de tipo especulativo ni tiene

necesidad de discurso racional o de imágenes. Santo Tomás lo califica como afectivo o

experimental. "Afectivo", no tanto porque suscite el amor, sino porque tiene lugar en el amor,

es decir, por medio del amor que pone en contacto inmediato con Dios: por eso lo denomina

también "experimental".

En nuestro caso, esta experiencia de san Josemaría es un acto muy semejante a la

"contemplación de Dios" de la que ya hemos hablado en el capítulo 1º, aunque no se reduce a

ella. Incluye la contemplación infusa (estuve contemplando con luces que no eran mías esa

asombrosa verdad...), pero deja además como un recuerdo indeleble (quedó encendida como

una brasa en mi alma, para no apagarse jamás), lo que pertenece a la noción de experiencia. Es

también propio de una experiencia que la realidad conocida (experimentada) sea una verdad

singular y concreta, no abstracta y universal. Como se ve en los textos de san Josemaría, lo que

contempló y quedó grabado en su alma fue ante todo "su" filiación divina adoptiva, no una

doctrina general. Después, lo que experimentó en estos momentos le llevará a descubrir la

riqueza de la filiación divina tal como se nos presenta en la Sagrada Escritura y en la Tradición

de la Iglesia, y será la conciencia de esta verdad lo que propondrá, en general, como

fundamento de la vida cristiana.

Otro elemento de la noción de experiencia espiritual que se advierte en los diversos relatos de

san Josemaría es la implicación de toda la persona, incluida la esfera sensible. Se desprende,

por ejemplo, de un texto (ya hemos anticipado algunas frases) referido a los hechos del 16 de

octubre de 1931:

Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una

hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco.

Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó

encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse jamás.

Cabe preguntarse qué significado tienen estas manifestaciones sensibles, como el no saber si

hablaba en voz alta o el perder la conciencia del tiempo. Se podría pensar que no son más que

el efecto de un estado del alma que revela en el cuerpo la intensidad de la conmoción interior.

En este caso, la esfera sensible vendría a ser como la caja de resonancia de las vibraciones del

espíritu. Pero es posible que esta explicación resulte insuficiente para dar razón de los hechos,

pues san Josemaría habla expresamente de un "sentir":

Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de

algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater!

¿Cómo hay que entender ese "sentir"? Cuando san Juan de la Cruz habla de este género de

percepciones particulares de las cosas divinas, que el Espíritu Santo concede a veces,

menciona entre ellas los sentimientos espirituales, que en ocasiones acompañan a las visiones,

revelaciones y locuciones. Para el Doctor Místico todas esas percepciones, comprendidos los

sentimientos espirituales, tienen lugar sin la intervención de ningún sentido corporal, por la

desproporción absoluta entre sujeto y objeto. El "sentir" de san Josemaría habría que

entenderlo, por tanto, de un modo espiritual. Efectivamente, una antigua tradición que va

desde Orígenes y san Gregorio de Nisa hasta san Bernardo y san Buenaventura, habla de unos

"sentidos espirituales" en el cristiano dócil a la acción del Espíritu Santo, con los cuales puede

"ver", "oír", "sentir" las realidades sobrenaturales, si Dios se lo concede, de modo análogo a

como ve, oye y siente, con los sentidos corporales externos e internos. Lo que llaman "sentidos

espirituales" no sería otra cosa que operaciones de la inteligencia y de la voluntad que asumen

connotaciones análogas a las de los sentidos corporales. Se denominarían "sentidos" sólo por

asociación mental, empleando una alegoría del lenguaje.

Sin embargo, esta interpretación no satisface a otros autores. Piensan que no explica

suficientemente el modo de hablar de los santos que se refieren a experiencias de realidades

sobrenaturales como si las percibieran también, de algún modo, con la sensibilidad corporal.

En esta línea, Anselm Stolz sostiene que la noción de "sentidos espirituales" dice una

espiritualización, una actividad de los sentidos [corporales] dirigida por el Espíritu Santo, y no

la existencia de sentidos en el espíritu. Es una hipótesis que no carece de dificultades, pero que

quizá no puede descartarse absolutamente si se tiene presente que la acción deificante de la

gracia comporta una cierta espiritualización de todo el hombre, incluida la dimensión corporal.

El tema es familiar a san Josemaría, que escribe (sin relación alguna con la hipótesis de Stolz):

Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones,

con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo

de la resurrección gloriosa. Santo Tomás observa que los santos, después de la resurrección de

la carne, podrán percibir con su cuerpo glorificado no a Dios en su esencia pero sí en sus

efectos corporales (...), principalmente en la carne de Cristo. Siendo la gracia una incoación de

la gloria, se podría pensar que es posible un cierto anticipo de esa experiencia. No se trataría

de lo que clásicamente se llama un "fenómeno extraordinario" (como una aparición del Señor

o de la Santísima Virgen, que también se han dado en ciertos casos, algunos de ellos

reconocidos por la Iglesia), sino como un fenómeno ordinario de la gracia, aunque revestido de

extraordinaria intensidad.

El testimonio de san Josemaría no permite dilucidar si su "sentir la acción del Señor" ha de

entenderse de un modo metafórico, como designando una operación exclusivamente

espiritual (con repercusiones en el cuerpo), o se puede interpretar como un cierto participar

de los mismos sentidos corporales, elevados por la gracia, en la percepción de su filiación

divina. Quizá un estudio más detenido de los textos y de las doctrinas a las que nos hemos

referido llegue a esclarecer este punto en el futuro. De lo que no cabe duda es de que san

Josemaría se vio impetuosamente involucrado con todo su ser en aquella experiencia. No

solamente conoció: se "sintió" hijo de Dios, "otro Cristo, el mismo Cristo" (con expresión que

estudiaremos luego), en su alma y en su cuerpo.

"Me debieron tomar por loco...", anota en uno de los textos que hemos visto. Por

temperamento y educación no era propenso a actitudes que llamaran la atención, y lo era aún

menos por razón del mensaje que predicaba, dirigido precisamente a la santificación de la vida

ordinaria. Pero en aquellas ocasiones de 1931 se apoderaba de él una fuerza que daba lugar a

manifestaciones ajenas a su natural. Era evidente que aquella claridad venía de lo alto. "Estuve

contemplado con luces que no eran mías esa asombrosa verdad...", escribe. Experimentó que

el paso del "saber" al "sentir" la filiación adoptiva era una dádiva divina y comprendió que el

Señor quería servirse de él para otorgar ese "sentido" a otras muchas almas.

¿Cómo se puede describir el contenido de lo que comprendió y sintió en aquellas semanas de

1931? ¿Cómo explica san Josemaría en qué consiste el sentido de la filiación divina? Esto es lo

que nos proponemos estudiar en el apartado siguiente. Antes de ver cómo surge el edificio de

la vida cristiana desde su cimiento –lo veremos en la última parte del capítulo–, fijamos la

atención en el cimiento mismo.

1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo

En las anotaciones de los Apuntes íntimos que hemos citado y en otros pasajes donde san

Josemaría reflexiona sobre la luz recibida en aquella ocasión, se advierte que el sentido de la

filiación divina abarca un triple aspecto: es una experiencia de la paternidad divina (1), de la

acción del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios (2), y de la unión con Cristo, en quien

somos hechos hijos de Dios (3).

1.1.1. Percepción de la paternidad divina

Lo primero que destaca en los relatos es la íntima conmoción ante el descubrimiento vital de la

paternidad de Dios. Sintió la acción divina que hacía germinar en su corazón y en sus labios la

tierna invocación: Abba! Pater!.

"Abba! Pater!" Es la llamada que Jesús dirige al Padre en el Huerto de los Olivos: ¡Abbá, Padre!

Todo te es posible... (Mc 14, 36). San Josemaría siente el impulso de clamar como Jesús,

dirigiéndose al Padre. No invoca sólo a Dios como Padre, sino a la primera Persona de la

Santísima Trinidad. Estamos ante la experiencia de una filiación que se encuentra

absolutamente por encima de aquella por la que todo hombre puede llamar "Padre" a su

Creador. Es una filiación sobrenatural, semejante a la de Cristo, Primogénito entre muchos

hermanos (Rm 8, 29), aunque también diversa y de orden infinitamente inferior a la del Hijo

Unigénito (Jn 1, 14; 3, 16; 1Jn 4, 9), ya que no es filiación natural sino por "adopción" (cfr. Rm

8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5).

Según Joachim Jeremias, "Abbá" era el término habitualmente empleado por Jesús para

designar a Dios. Un modo insólito de hablar en el Antiguo Testamento, al ser "abbá" un

término familiar (como "papá") que manifiesta la relación singular de Jesús con Dios Padre,

una relación nueva, desconocida hasta ese momento en la Biblia. Como sabemos, la novedad

consiste en que Cristo revela abiertamente el misterio de la Santísima Trinidad: habla del

Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como de tres Personas en la unidad de un solo Dios, y se da

a conocer a sí mismo como el Hijo Unigénito hecho hombre para que lleguemos a ser hijos de

Dios (cfr. Jn 1, 13) y podamos decir también: ¡Abbá, Padre! Esta filiación sobrenatural que

deriva de la de Jesucristo y nos da acceso al Padre (Ef 2, 18) es la que san Josemaría

experimenta en 1931.

Pronuncia el "¡Abbá, Padre!" como una "tierna invocación", con la confianza de un hijo

pequeño que se arroja en los brazos de su padre. Esa confianza quedará para siempre impresa

en su alma "como una brasa encendida" que irradiará calor a toda su conducta: el calor de un

espíritu filial que hace sentirse miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque Él, al

querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que

seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa

familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!

La experiencia de la paternidad divina se traduce así en un trato familiar y confiado con Dios,

semejante al de un hijo pequeño con su padre, de quien todo lo espera:

Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros

hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede.

En un texto de Amigos de Dios ilustra esta actitud acudiendo a su experiencia personal.

Después de citar las palabras de san Juan: Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios

(1Jn 3, 2), comenta:

A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi

oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho:

Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres

mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres.

Dios es un padre misericordioso que abre sus brazos al hijo indigente y débil. También al hijo

"pródigo" que vuelve arrepentido (cfr. Lc 15, 1-24). El pecado no es la última palabra en la vida

de un cristiano:

La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por

tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor

hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en

efecto (1Jn 3, 1).

El "sentido" de la filiación divina es una gozosa percepción de la paternidad de Dios que

sintoniza hondamente con la enseñanza de san Pablo: No recibisteis un espíritu de esclavitud

para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el

que clamamos: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15). Comentando este texto, Heinrich Schlier muestra

que el estado de hijos de Dios se manifiesta precisamente en la confiada invocación ¡Abbá,

Padre!, antítesis del temor servil y de la angustia por la esclavitud del pecado y de la muerte.

Es una actitud básica que san Josemaría transmite con toda su predicación. Un hijo de Dios

trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera

cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Un hijo de Dios puede descansar

sereno en la misericordia de su Padre que, además de perdonar las miserias de sus hijos

cuando acuden a Él con confianza, no permite que sean tentados por encima de sus fuerzas

sino que les otorga su gracia para vencer cualquier prueba (cfr. 1Co 10, 13). Con el salmista se

pregunta san Josemaría: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1), y a

renglón seguido responde: A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no

admitamos miedo de nadie ni de nada.

Nos encontramos ante una clave de su existencia que da razón de la alegría y de la seguridad

con la que se movió en la búsqueda de la santidad y en la labor apostólica. Aun en las

situaciones más duras –narra un testigo directo de su vida– siempre mantuvo su buen humor.

Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el

contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo

sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus

Dei.

1.1.2. Conciencia de la acción del Espíritu Santo

Fijémonos de nuevo en el inicio de uno de los textos que ya conocemos: "Sentí la acción del

Señor...". Normalmente, cuando san Josemaría escribe "el Señor", se refiere a Jesucristo. Aquí

también puede entenderse así, porque es Jesucristo quien nos ha alcanzado la filiación

adoptiva y nos enseña a dirigirnos a Dios Padre (cfr. Lc 11, 1-2). Pero también puede

entenderse que "la acción del Señor" que le hace clamar "Abbá, Padre" es la acción del Espíritu

Santo. San Josemaría lo señala explícitamente varias veces, sobre todo cuando cita la Carta a

los Gálatas: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que

clama: ¡Abbá, Padre! (Ga 4, 6); y la Carta a los Romanos: recibisteis un Espíritu de hijos de

adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con

nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16). Al actuar el Paráclito en nosotros,

confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el

espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en

virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15).

Partiendo de esta base y para calibrar mejor los textos, conviene distinguir dos efectos de la

acción del Paráclito: la comunicación del mismo don de la filiación adoptiva en el Bautismo, y

la experiencia de ese don por parte del cristiano. San Josemaría se refiere directamente a esta

experiencia, pero obviamente presupone el don del que depende. Vayamos por orden.

En cuanto al primer efecto –la filiación divina en sí misma– conviene considerar que, siendo la

adopción sobrenatural una obra de Dios en las criaturas –una obra ad extra–, la causa son las

tres Personas divinas, no sólo el Espíritu Santo. No obstante se puede decir que la adopción

nos es concedida "por el Espíritu Santo". Nos detendremos en este punto en la segunda parte

del capítulo, al profundizar teológicamente en la adopción sobrenatural. Ahora es suficiente

recordar que este aspecto de la acción del Paráclito se encuentra explícitamente en el texto de

Ga 4, 6 que volvemos a citar: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu

de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!. La exégesis moderna de este versículo confirma la lectura

de los Padres griegos: las palabras "puesto que sois hijos" no significan que el cristiano es

hecho "primero" hijo de Dios, para recibir "después" el Espíritu Santo, sino que es el Espíritu

Santo quien le constituye en hijo adoptivo, de modo que el clamor del "¡Abbá, Padre!" es

"prueba" de la presencia del Espíritu en el corazón de un hijo de Dios.

El cristiano recibe este don al participar de la naturaleza divina mediante la gracia infundida

por el Espíritu Santo: hemos sido constituidos por la gracia en hijos de Dios, dirá san Josemaría,

empleando los términos tradicionales para indicar como causa formal de la elevación

sobrenatural la gracia creada (gracia santificante) que le es concedida al cristiano por el envío

del Espíritu Santo (gracia increada).

El envío del Paráclito no sólo constituye al hombre en hijo de Dios, sino que le hace consciente

de su condición impulsándole a clamar ¡Abbá, Padre! Este es el segundo efecto de su acción y

el más directamente implicado en la experiencia de san Josemaría. Escribe, por ejemplo, que la

efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios.

Enseguida volveremos sobre la expresión "al cristificarnos"; ahora nos fijamos en las últimas

palabras. Análogamente a como el Evangelio relata que Jesús se llenó de gozo en el Espíritu

Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra... (Lc 10, 21), así también, el

mismo Espíritu Santo, presente en el cristiano, "lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios":

nos hace tomar conciencia de la filiación divina.

Este aspecto de la acción del Paráclito se puede descubrir en las ya mencionadas palabras del

Apóstol: El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios

(Rm 8, 16). La exégesis y la teología lo ponen de manifiesto con más énfasis en los últimos

decenios. El Espíritu Santo, escribe Schlier, revela al hombre su adopción como hijo (...). No nos

deja en la ignorancia o en la inseguridad acerca de la adopción filial a la que él mismo nos ha

dado acceso en el Bautismo. Manifestación de esto es el grito inspirado "¡Abbá, Padre!", el

cual hace presente nuestra condición de hijos que se actúa como don bautismal, siempre que

nos dejemos guiar por el Espíritu. En el Bautismo nos hace ser "hijos de Dios". Si nos

abandonamos a él, nos apropiamos en nuestra existencia de este modo de ser en el Espíritu,

de nuestro "ser hijos". En esta línea, Jean Galot observa que la filiación divina no es sólo objeto

de fe; es una realidad sentida y vivida en el grito "Abbá", que viene del Espíritu Santo. Según

otro autor, cuando san Pablo atestigua que el Paráclito hace clamar ¡Abbá, Padre!, está

testificando la viveza con la que él mismo y sus destinatarios inmediatos, los primeros

cristianos, experimentaban esa realidad verdaderamente "popular" entre ellos. El tema está

muy presente en los Padres de la Iglesia. A modo de ejemplo mencionamos unas palabras de

san Juan Crisóstomo (que significativamente cita san Josemaría): Si no existiera el Espíritu

Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña:

"Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá,

Padre". Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al

mover tu alma, te ha dado esa oración.

Volvamos al relato de 1931: Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en

mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba!

Pater! Después de lo que hemos visto, parece claro que en estas palabras late el

reconocimiento de la acción del Espíritu Santo. La conciencia de la filiación divina en san

Josemaría no es sólo conciencia de la paternidad de Dios, sino también del actuar del "Espíritu

del Hijo" en su alma, que se convierte en estímulo para aprender a "oír" al Paráclito y seguir

sus inspiraciones. De hecho, las anotaciones de sus Apuntes íntimos en las que consigna ese

sentido filial, están seguidas por otras sobre la necesidad de intensificar el trato con el

Paráclito. Transcribimos solamente una, tal como pasará después a Forja, donde redacta, en

tercera persona, lo que procede de su misma vida interior. A propósito de un consejo recibido

en la dirección espiritual, escribe:

No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al

hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa

que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como

amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora,

sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías

"comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el

Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de

pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará

fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz,

Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte.

El texto es todo un programa de vida "espiritual" en cuanto vida de hijos de Dios guiados por el

Espíritu. No lo comentamos ahora con detalle porque nos llevaría a adelantar temas que

veremos en otro momento. Retengamos de todas maneras el punto central: que la conciencia

de la filiación divina en san Josemaría incluye la conciencia de la presencia y acción del Espíritu

Santo en el alma.

1.1.3. "Saberse Cristo"

Para describir el contenido de aquella experiencia de 1931, hemos de considerar otro texto

significativo que presupone y engloba los anteriores. Lo introducimos recordando que san

Josemaría atravesaba por entonces, como él mismo refiere, "momentos humanamente

difíciles", contrariedades de diverso tipo que las biografías narran con cierto detalle 58. Esas

circunstancias fueron la ocasión para que comprendiera que ser hijo de Dios es "ser Cristo",

porque Él es el Hijo Unigénito; y que "ser Cristo" implica sufrir con Él, participar en su Cruz,

porque Él se ha hecho hombre para redimirnos haciéndose obediente hasta la muerte y

muerte de Cruz (Flp 2, 8).

Con esta premisa, veamos el texto al que nos referíamos:

Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de

pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú

eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (...) Tú has

hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la

razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es

ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios.

"Tú eres mi hijo..., tú eres Cristo". Se comprende el estremecimiento interior del joven

sacerdote ante estas palabras. El versículo del Salmo 2 –Tú eres mi hijo, yo te he engendrado

hoy–, cobraba una viveza inaudita, casi se puede decir que estallaba de sentido, al

transformarse en "Tú eres Cristo" y al aparecer no sólo como un anuncio mesiánico sino como

una llamada de Dios Padre a sus hijos adoptivos: a él mismo en ese preciso momento. En el

alma y en el cuerpo se sentía "otro Cristo", en cierto modo "el mismo Cristo", y entonces se

revelaba el significado de "aquellos golpes", de las duras dificultades que atravesaba y que "no

entendía" porque parecía que Dios mismo obstaculizaba la misión que le había confiado.

Ahora comprendía que aquellas contrariedades no eran otra cosa que la cruz que había de

llevar en pos de Cristo. Hasta ese momento se encontraba, sí, junto a la Cruz del Señor, pero a

oscuras al no saber cómo interpretar aquellos sufrimientos. Era una situación amarga que

reclamaba la obediencia de la fe. "Y de pronto..." quiso Dios iluminarle con un fulgor

extraordinario que penetró hasta el fondo de su alma, encendiéndolo para siempre. Vio y

sintió que ser hijo de Dios era "ser Cristo" y que por eso Dios Padre le trataba como a Cristo al

confiarle esos dolores físicos y morales: la cruz. Era la prueba patente de su filiación, porque

así como el Padre había querido la pasión y muerte de su Hijo encarnado para la redención de

los hombres, así aquellas contradicciones suyas eran camino para cumplir la misión que le

había sido encomendada, como participación en la obra redentora de Cristo. Dios Padre no

sólo le trataba "como a Cristo" sino que, al invitarle a abrazar la cruz, le decía: "tú eres Cristo",

"tú eres mi hijo". Años más tarde, contemplando la oración de Jesús en Getsemaní, hará

explícito lo que ya estaba en su corazón en 1931:

Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre,

aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir

la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios,

siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al

sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino

Hijo. Y, entonces (...) subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi,

Abba, Pater, ... fiat!

A través de la presencia del dolor en su vida, san Josemaría tuvo acceso a una elevada

contemplación del misterio cristiano en su conjunto, es decir, del misterio de la íntima unión

del cristiano con Cristo en la que consiste el "ser cristiano". La experiencia de la filiación divina

en 1931 le llevó a comprender de algún modo que el cristiano es "otro Cristo" y, en cierta

manera, "el mismo Cristo", no sólo cuando sufre y ofrece sus sufrimientos en unión con los del

Señor en la Cruz, sino en todo momento. Cuando trabaja y cuando descansa, en la vida familiar

y en la social, el cristiano "es Cristo" y está llamado a vivir la vida de Cristo, porque la adopción

divina se realiza "en Cristo", por medio de su Humanidad Santísima, de cuya plenitud de gracia

participa el cristiano. Y el Hijo de Dios hecho hombre vive la vida sobrenatural y cumple su

misión realizando perfectamente la Voluntad del Padre en todas las circunstancias de su paso

por la tierra, en Belén, en Nazaret y en su predicación pública, no sólo en el Calvario, aunque

ahí la obediencia se manifiesta de modo supremo con la entrega de su vida terrena. Por esto,

la filiación divina percibida por san Josemaría en 1931 no se agota en la doctrina –profunda,

pero quizá algo abstracta– de ser "hijos en el Hijo", sino que es una filiación divina "en Cristo",

una filiación divina "encarnada" y "redentora". Las consecuencias son decisivas para la

santificación en medio del mundo, como tendremos ocasión de estudiar en el próximo

apartado.

Antes de pasar a esos temas, retornemos un momento a la última frase del texto principal que

venimos comentando: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo

de Dios. Vale la pena detenerse en el lenguaje, que resulta notable. San Josemaría habla de

"identificación con Cristo", de "ser Cristo", y también –como en otras muchas ocasiones– del

cristiano como "ipse Christus", "el mismo Cristo". No son expresiones desconocidas por la

Tradición –lo documentaremos más adelante con cierto detalle–, pero sí poco frecuentes,

quizá porque pueden prestarse a equívocos: a la confusión entre Cristo y el cristiano. Por eso

nos parece oportuno advertir desde ahora que en san Josemaría no hay lugar para tal

confusión. Basta simplemente hojear cualquiera de sus obras para comprobarlo.

"Identificación con Cristo" no significa desaparición de la propia identidad. Es solamente un

modo de expresar la íntima unión entre el cristiano y Cristo, una compenetración que no tiene

parangón en esta tierra, porque resulta pobre, como término comparativo, la sintonía entre

dos personas en el plano humano, por profunda que se pueda imaginar. La única referencia

adecuada, por analogía, es la unión entre el Padre y el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad,

según las palabras del mismo Señor en el discurso eucarístico y en su despedida: Como el

Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí (Jn 6, 57);

Yo en ellos y Tú en mí... (Jn 17, 23). Lo expresa muy bien Tillard cuando escribe que al "vivir en

Cristo", el discípulo no pierde su identidad personal: así como el Hijo no se funde en el Padre

sino que es sujeto libre de acción y de vida cara a cara con Él, así los discípulos no se funden

con el Hijo sino que permanecen sujetos libres.

Ciertamente los enunciados "identificación con Cristo" o "el cristiano es ipse Christus" son

audaces, pero san Josemaría no puede renunciar a emplearlos después de las luces recibidas

sobre la filiación divina. Son expresiones que muestran una penetración singular en el misterio

de la unión con Cristo y se puede decir que las necesita para transmitir su mensaje. El peligro

real no es tanto que puedan dar lugar a la confusión que decíamos, sino que se puedan ver

como simples hipérboles o "exageraciones místicas" carentes de un preciso contenido

teológico.

Esas fórmulas no son más que un modo de expresar el núcleo de la doctrina paulina sobre la

incorporación del cristiano a Cristo. En el relato de san Josemaría se puede apreciar, en efecto,

el mismo hilo conductor que se observa en las palabras de san Pablo a los Gálatas: Con Cristo

estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 19-20). El contexto

es el tema de la justificación por la fe en Jesucristo y no por las obras de la antigua Ley; sin

embargo, las obras sobre la vida espiritual suelen entender que el Apóstol declara ahí su

conciencia de estar viviendo la misma vida de Cristo resucitado ("Cristo vive en mí") por haber

entregado la suya a corredimir con Él, muriendo al egoísmo del propio yo ("estoy crucificado

con Cristo"). San Josemaría se encuentra en esta línea. Contemplando en el Via Crucis la

crucifixión del Señor le dirige unas palabras vibrantes de amor: soy tuyo, y me entrego a Ti, y

me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a

Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 63. Ese "clavarse en la

Cruz" significa morir a uno mismo para vivir la vida de Cristo, como se ve en lo que escribe

poco después en el mismo Via Crucis: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de

Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor

64. Tenemos así que para "vivir la vida de Cristo" es preciso "estar crucificado con Cristo",

muriendo a uno mismo por la mortificación y la penitencia, es decir, muriendo al pecado y a

todo lo que impide o dificulta vivir la vida de Cristo. Todo esto no es un pensamiento extraño al

sentido literal de Ga 2, 19-20 ni a su contexto, como muestran diversos exegetas 65. San

Josemaría experimenta, como san Pablo, que cuando Jesús invita a seguirle tomando la cruz de

cada día –si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y

sígame (Lc 9, 23)–, está enseñando que "seguirle" abrazando la cruz es mucho más que imitar

un ejemplo: es vivir su misma Vida. Habla de "identificación con Cristo" porque, al abrazar la

cruz con amor y generosidad –muriendo a sí mismo, dando la vida por los demás–, tiene la

certidumbre de que la vida de Cristo está presente en él, como la tiene san Pablo cuando se

atreve a afirmar que completa en su carne lo que falta a los sufrimientos del Señor por su

cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24).

Regocija a san Josemaría que la Escritura haya dejado constancia de la mística de san Pablo, en

la que encuentra la garantía de autenticidad de lo que él mismo siente. Cuando evoca la figura

del Apóstol, en la misma meditación en la que recuerda las luces recibidas en 1931, sus

palabras traslucen entusiasmo:

Con aquellas llagas invisibles, se sentía alter Christus, ipse Christus. ¡Sí, Pablo, gran Pablo!

Gracias por esta doctrina que nos has dejado, porque el Espíritu Santo te la inspiró ¡Tú eres

Cristo! ¡Pablo, alégrate de que te queramos los cristianos, de que te agradezcamos este tesoro

de doctrina!

En la experiencia de san Josemaría late, como decíamos, el mismo hilo conductor que une, en

san Pablo, el "estar con Cristo en la Cruz" y el "vivir la vida de Cristo". Para el cristiano, escribe:

hay un único modo de vivir en la tierra: morir con Cristo para resucitar con Él, hasta que

podamos decir con el Apóstol: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20) 67.

Esta conciencia de la presencia de la vida de Cristo en el cristiano es la base y la médula del

"sentido de la filiación divina" que enseña a poner como fundamento de la vida espiritual.

San Josemaría entiende que Ga 2, 20 habla de una presencia de la vida de Cristo en el cristiano

no sólo en sentido intencional (como está presente lo conocido en quien conoce y lo amado en

quien ama), sino ontológico. Alguna luz sobre esto puede venir de la consideración del

contexto que, como ya hemos observado, es la justificación por la fe en Cristo, no por las obras

de la ley antigua (cfr. Ga 2, 15 ss.). En efecto, después de la afirmación de que es Cristo quien

vive en mí, el Apóstol añade: Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de

Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20). Las palabras en cursiva podrían

hacer pensar que está hablando de una unión con Cristo sólo de tipo intencional, si se tiene

una visión "forense" o extrínseca de la gracia y de la justificación. Pero, como observa Albert

Vanhoye, la "vida en la fe" es vida de Cristo en él [Pablo] y de él en Cristo, maravillosa

interioridad recíproca. La fe no se presenta aquí como el asentimiento de la mente a ciertas

verdades, sino como la adhesión de todo su ser a la persona de Cristo. El mismo autor comenta

que la afirmación "Cristo vive en mí" es una novedad estupenda para la que no sirven

analogías como la de la presencia de un espíritu profético en un hombre: aquí se trata de un

hombre, Cristo, que vive en otro hombre, el creyente, en un modo de tal manera real que la

vida del creyente se atribuye a Cristo más que al creyente mismo. En una línea semejante se

encuentran también otros comentarios bíblicos, clásicos y recientes.

En la forja del dolor, Dios concedió a san Josemaría la conciencia de que "ser hijo de Dios"

significa "ser Cristo": vivir la misma Vida de Cristo que de algún modo está presente en el

cristiano. En adelante, esa convicción no le abandonará jamás: le sostendrá en todos los

momentos de su existencia como cimiento inconmovible ante la embestida violenta de las

contradicciones y como raíz vital que dará lozanía permanente a su caminar terreno. La

conciencia de "ser Cristo" se manifestará en un espíritu de libertad y de amor filial y

sacerdotal, lleno de fortaleza ante las dificultades, empapado de alegría y de paz, frutos del

Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22): el mismo Espíritu por el que somos hechos hijos de Dios. A esos

frutos se refiere cuando describe el "tono" de la vida de un hijo de Dios:

Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra

espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían

llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de

esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente

por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre.

Se comprende que resuma el apostolado de un hijo de Dios en: dar testimonio de Cristo y

llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios; es decir, en transmitir a todos:

la nueva alegre de que Él es un Padre que ama sin medida.

Como conclusión de este apartado podemos retener que san Josemaría experimenta la

filiación divina como realidad trinitaria: un saberse introducido en la vida de la Santísima

Trinidad siendo hijo adoptivo del Padre, unido a Cristo por el Espíritu Santo. Esto implica una

relación peculiar con cada una de las tres Personas divinas, presentes en el cristiano por la

gracia, que lleva a distinguirlas en un trato de conocimiento y amor, que constituye la esencia

de la vida contemplativa.

Siendo la filiación divina –como antes os recordaba– el fundamento seguro de nuestra vida

espiritual, procurad meditar con frecuencia estas palabras de San Pablo: los que se rigen por el

Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios, porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre

para obrar todavía solamente por temor, como esclavos, sino que habéis recibido el espíritu de

adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!, porque el mismo Espíritu está

dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también

herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con él a

fin de que seamos con él glorificados (Rm 8, 14-17). Son palabras que resumen cómo ha de ser

nuestro trato con Dios Padre, en unión con su Hijo y con el Espíritu Santificador.

1.2. Filiación divina encarnada y redentora

La experiencia de san Josemaría no es nueva en la historia. En todos los tiempos, muchos

cristianos que han buscado la santidad, han recibido luces de Dios para contemplar este

misterio y penetrar en su inagotable contenido. San Agustín se goza con la bondad del Padre,

experimentada en el perdón de los pecados; san Francisco de Asís, al recibir los estigmas de la

Pasión, se sentía otro Cristo, a la vez que la percepción de la paternidad divina le impulsaba a

practicar con los demás una misericordia sin límites; san Juan de la Cruz se extasiaba ante la

ternura paternal y maternal de Dios; santa Teresa de Lisieux se sabía hija pequeña de Dios, y

esa persuasión se convertía en fuente caudalosa de vida espiritual. Los ejemplos serían

demasiado numerosos para poder resumirlos aquí.

Nuestro propósito es únicamente mostrar que la doctrina de la filiación divina tiene algunas

características peculiares en san Josemaría, relacionadas con la santificación en medio del

mundo. Experimenta la filiación adoptiva como "encarnada", es decir, como una condición de

la que es propio el asumir las realidades temporales, herencia de los hijos de Dios, y con una

misión "redentora" que pone en primer plano su relación con el sacerdocio de Cristo.

1.2.1. Filiación encarnada

Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo

contemplativo. Estas palabras son un importante inciso en la narración del acontecimiento.

Muestran que san Josemaría percibe la filiación divina como conectada con la santificación de

la vida corriente: como fundamento de la santificación en medio del mundo. El espíritu de vida

cristiana que predicó siempre es un espíritu de filiación adoptiva "encarnada" en la vida

ordinaria, en pleno "bullicio del mundo", "en la calle", es decir, en el ejercicio de todas las

actividades humanas civiles y seculares honestas.

Como paradigma de este espíritu indicaba la vida cotidiana del Hijo de Dios en Nazaret,

siempre en diálogo filial con el Padre en medio de las actividades propias de su trabajo y de su

vida familiar y social. Todos estos quehaceres ordinarios no perturbaban lo más mínimo ese

diálogo. Al contrario eran "tema" de su conversación y "materia" en la que plasmaba su

cumplimiento de la Voluntad del Padre. Si precisamente las cosas de este mundo, objeto de las

actividades temporales, han sido creadas en Él y por Él y para Él o en vista de Él (cfr. Col 1, 16),

si Jesucristo es el heredero de todas las cosas (Hb 1, 2), ¿cómo no iban a ser medio y ocasión

para su diálogo con el Padre?, ¿y cómo no lo van a ser también para los hijos adoptivos? La

conciencia de ser hijo de Dios implica, para san Josemaría, una visión de las realidades terrenas

que conlleva la seguridad de que el mundo no impide la confiada intimidad de los hijos

adoptivos con el Padre, sino que es lugar, ámbito y materia para ese trato familiar.

Está aquí presupuesto el vínculo entre la filiación adoptiva del cristiano y la Encarnación del

Hijo. Un vínculo patente: Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, (...) a fin de que recibiésemos

la adopción de hijos (Ga 4, 4-5). A cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios,

a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni

del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 12-

14). Los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, han entendido que el fin de

la Encarnación del Hijo no es sólo que el hombre llegara a ser hijo de Dios, sino que llegara a

serlo precisamente a semejanza del Hijo hecho hombre y unido a Él por el Espíritu Santo.

Baste recordar al respecto las palabras de san Ireneo: El Verbo de Dios se ha hecho hombre y

el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo, recibiera la

adopción y llegara a ser hijo de Dios. De modo más desarrollado escribe san Cirilo de

Alejandría: Puesto que el Verbo de Dios habita en nosotros por medio del Espíritu, somos

elevados a la dignidad de la adopción filial teniendo en nosotros al Hijo mismo, al cual somos

hechos conformes por la participación en su Espíritu y, ascendiendo a un nivel igual de

libertad, osamos decir: "¡Abbá, Padre!". En términos semejantes se expresa también san

Agustín. Son algunos testimonios de una doctrina común, presente en la tradición cristiana.

Dejamos aparte las polémicas teológicas acerca de la causa formal de la adopción y de la

acción del Espíritu Santo que inhabita en el alma (posturas de Lessius y de Petau, de Scheeben

y de Granderath, etc.). Nos interesamos sólo por el hecho incontrovertible de que la filiación

adoptiva es "semejante" a la Filiación de Cristo y está de algún modo unida a ella. Lo

detallaremos en la segunda parte del capítulo.

Así pues, la concepción que se tenga de la filiación divina del cristiano depende estrechamente

de cómo se comprenda la Encarnación. Si se pensara que el Hijo de Dios ha asumido sólo la

"apariencia" de hombre, su "vida en el mundo" y sus "actividades temporales" carecerían

prácticamente de significado para nuestra filiación adoptiva. Sin embargo, la fe de la Iglesia es

otra. Creemos que el Hijo de Dios es verdadero "Hijo del hombre", que ha asumido una

naturaleza humana completa y, precisamente por eso sabemos que un hombre puede ser

realmente hijo de Dios en cuerpo y alma; y que las actividades temporales que Dios ha

encomendado al hombre para que perfeccione la creación –el trabajo, la formación de la

familia y de la sociedad– son algo propio de su vida de hijo adoptivo de Dios.

Una postura como la criticada podría, con razón, calificarse de "docetista". Como se sabe, el

docetismo es una de las primeras herejías surgidas en la Iglesia, a la que ya alude san Juan

cuando advierte que han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a

Jesucristo venido en carne (2Jn 1, 7; cfr. Jn 1, 14; 1Jn 1, 1). Algunos, en efecto, para excluir de

Cristo lo que les parecía indigno del Hijo de Dios, negaban que el Logos hubiera asumido una

verdadera carne. Hoy día difícilmente se encontrará alguien que defienda esta postura, pero,

como observa Studer, la tentación de minimizar el valor salvífico de la Encarnación,

comprendidas las debilidades del hombre Jesús que asume una naturaleza humana sujeta a las

consecuencias del pecado –desde el hambre y la sed, al dolor y a la muerte–, no estará nunca

ausente de la teología cristiana.

Sin caer propiamente en el docetismo, cabe el peligro de una visión "espiritualista" de la

Encarnación, que comportaría una concepción "débil" del papel de los valores humanos en la

filiación divina del cristiano. A esa tendencia parece referirse san Josemaría cuando habla de

ciertos planteamientos "espiritualistas" y "pietistas" que no son consecuentes con la verdad de

la Encarnación.

En uno de los documentos de la Causa de canonización de san Josemaría –el decreto sobre la

heroicidad de las virtudes– se afirma que Dios le otorgó una vivísima contemplación del

misterio del Verbo Encarnado, gracias a la cual comprendió con hondura que el entramado de

las realidades humanas se compenetra íntimamente, en el corazón del hombre renacido en

Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de

santificación. La contemplación de la Encarnación está en la base de su comprensión de la

filiación adoptiva, vivida en las actividades temporales.

Dos son los aspectos fundamentales de esa comprensión de la filiación adoptiva que deriva de

la "vivísima contemplación del misterio del Verbo encarnado":

1) Ante todo, san Josemaría es bien consciente de que el Hijo de Dios no se ha vestido de

hombre: se ha encarnado. La naturaleza humana de Cristo no es ni disfraz ni apariencia: es la

Humanidad del Hijo de Dios. Cuando alguna vez escribe que se ha revestido de nuestra carne,

quiere señalar algo distinto: que la Divinidad de Cristo se nos ha hecho visible en su

Humanidad: Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la

plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Cristo es Dios hecho hombre, hombre

perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad. De ninguna manera

significa que la Humanidad esté unida a la Divinidad de un modo sólo exterior, como el vestido

a la persona que lo lleva. De Jesús escribe: Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo:

verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía. Este énfasis en la verdadera

Humanidad de Cristo, que no es una "envoltura" de la Divinidad, resalta en diversos autores

cuya lectura recomendaba san Josemaría, como por ejemplo en Karl Adam.

El Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Quien existía desde el principio y estaba junto a Dios y era

Dios (Jn 1, 1) no ha tomado una naturaleza humana para dejarla después de haber consumado

la Redención. Cuando Marcelo de Ancira, en el siglo iv, quiso sostener que, después del Juicio

final, Jesucristo se despojaría de su naturaleza humana, el Concilio I de Constantinopla se le

opuso y añadió al Símbolo de fe las palabras: "y su reino no tendrá fin". La Iglesia ha profesado

siempre que la unión hipostática no cesará jamás. En san Josemaría es una jubilosa certeza:

Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación,

que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con

su alma humana.

El Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno

purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo,

verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre (...), la segunda Persona de la Santísima

Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana.

Con estas palabras –como en otras muchas ocasiones– proclama la fe de la Iglesia, formulada

en los primeros Concilios ecuménicos a propósito principalmente de los errores nestorianos y

monofisitas.

Llegamos así a un punto culminante. Acabamos de ver cómo san Josemaría profesa la doctrina

de fe en el Hijo de Dios hecho verdadero hombre. ¿Cómo entiende entonces el

"anonadamiento" (cfr. Flp 2, 7) de la segunda Persona divina que asume la naturaleza

humana? Si ese "anonadamiento" fuera una "degradación", podríamos admirar nuestra

adopción divina, pero las realidades y actividades terrenas se nos presentarían como un lastre

o como un obstáculo para vivir según la dignidad recibida.

Recordemos primero las palabras de san Pablo:

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de

condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a

sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual

que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y

muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre;

para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y

toda lengua confiese: "¡Jesucristo es el Señor!", para gloria de Dios Padre (Flp 2, 5-11).

Veamos ahora un texto de san Josemaría, que contempla

esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente

degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas,

menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! Él no se rebaja con su anonadamiento;

en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma.

Siguiendo a san Pablo, describe la asunción de la naturaleza humana por el Hijo Unigénito

como un "anonadamiento" de la Persona divina. Además, el Hijo asume nuestra naturaleza no

como era al inicio, sino "con todas su limitaciones y flaquezas, menos el pecado".

Efectivamente, una mancha de pecado sería incompatible con la Divinidad (cfr. Hb 4, 15), pero

no son incompatibles con ella las "limitaciones y flaquezas", como el padecer hambre y sed,

dolor y muerte, provenientes de la pérdida de los dones preternaturales por el pecado, que

comportan "humillación". Hasta aquí san Josemaría repite prácticamente la enseñanza

paulina. Después explica su comprensión de esta doctrina: "humillarse" no es "degradarse", y

"anonadarse" no es "rebajarse".

Aunque no se deban entender estos términos de un modo rígido –no está proponiendo

definiciones académicas–, es indudable que contienen ciertos matices: el Hijo de Dios "no se

rebaja con su anonadamiento", "no se degrada por su humillación". Ciertamente se

"anonada", porque la distancia ontológica entre Dios y las criaturas es tal que hacerse hombre

siendo Dios es como hacerse "nada", pues las criaturas sin Dios simplemente no son. Sin

embargo, al anonadarse no se rebaja, al asumir nuestra naturaleza no hace algo indigno de la

naturaleza divina, ya que la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios en

vista de Cristo (cfr. Col 1, 16), con una naturaleza espiritual y corporal que es la más perfecta

del mundo visible y que ha sido querida por Dios para que el hombre diera razón de las demás

criaturas, creadas también en Cristo y por Él y para Él, que "piden" todas ellas un intérprete

consciente y libre de su canto de gloria al Creador. En lugar de rebajarse al hacerse hombre,

dignifica infinitamente nuestra naturaleza: "nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma",

hasta el punto de realizar una "nueva creación".

2) El segundo aspecto de la comprensión de san Josemaría sobre la filiación divina adoptiva

que deriva de su contemplación del misterio de la Encarnación, se refiere no ya a la naturaleza

sino a las actividades humanas, y es que todas esas tareas nobles pueden ser actividades de un

hijo de Dios porque han sido asumidas por el Hijo:

no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean

exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de

los hombres (...), ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia.

El texto siguiente vuelve sobre la misma idea, pero desde un punto de vista que complementa

el anterior permitiendo observar mejor el relieve de la cuestión. Ahora parte de la vocación

nativa del hombre a poseer este mundo perfeccionándolo mediante su trabajo, para afirmar

después que el Hijo de Dios hecho hombre realiza plenamente esa vocación al asumir una

tarea humana –la de artesano, faber (Mc 6, 3)– que, en sus manos, se convierte en "tarea

divina"; la conclusión implícita es que ese trabajo y cualquier otro quehacer honesto es

actividad propia de un hijo adoptivo de Dios: puede ser "tarea divina", medio de crecimiento

como hijos de Dios y de mejora del mundo.

Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el

ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando,

desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que

desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina.

Al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es hecho heredero, según las

palabras de san Pablo: si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de

Cristo (Rm 8, 17; cfr. Ga 4, 7). Heredero es el que tiene derecho a poseer un bien recibido en

herencia. El bien, en este caso, es el sumo bien: la gloria del cielo (cfr. ibid.; Tt 3, 7; etc.), que

esencialmente es la visión beatífica de Dios, pero que incluye también la posesión de todos los

bienes creados por Dios para el hombre (cfr. Sal 2, 8; Hb 1, 2; etc.), una vez purificados de las

consecuencias del pecado y transformados en la consumación escatológica de la historia y del

cosmos. De estos bienes que constituyen la herencia, los hijos de Dios tienen ya ahora, en la

vida presente, no sólo una promesa sino un anticipo, pues la gracia santificante es una cierta

incoación de la gloria y las realidades creadas son materia de santificación que anhela la

manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) pues el cristiano las comienza a "poseer" cuando

efectivamente santifica las actividades que tienen por objeto esas realidades temporales,

creciendo él mismo en santidad y procurando la santidad de los demás.

En el núcleo de la enseñanza de san Josemaría sobre la filiación divina hay, en definitiva, una

luz acerca del misterio del Verbo encarnado que se proyecta sobre la persona humana y las

actividades temporales, mostrando su valor y su sentido, ya que han sido asumidas por el Hijo

de Dios hecho hombre. San Josemaría armoniza el "anonadamiento" de Cristo con la

afirmación de la dignidad de la naturaleza humana asumida y, en consecuencia, con el valor de

las actividades propias del hombre. La comprensión de esta armonía es básica para captar que

la filiación divina adoptiva puede desplegarse en la vida ordinaria. Más aún: da lugar a una

visión radicalmente positiva de la existencia cristiana en medio del mundo, que deriva de la

verdad de la Encarnación.

Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y

hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza.

1.2.2. Filiación redentora

Las últimas palabras nos abren paso a una nueva consideración, igualmente central. Hemos

visto que el Hijo de Dios se "anonada" al asumir la naturaleza humana pero no se "degrada"

porque ha sido creada para Él o en vista de Él. Sin embargo, se podría pensar que se "degrada"

al asumir una naturaleza que ha perdido, como consecuencia del pecado, los dones

(preternaturales) que la libraban del dolor y de la muerte. Pero no es así, sino al revés: ha

transformado esas consecuencias en medio para reparar por el pecado y redimirnos.

Ciertamente el Señor se "humilla" al acoger la realidad de la naturaleza con sus "limitaciones y

flaquezas", como muestra expresivamente el evangelista al narrar el momento en que Jesús

llega al pozo de Sicar fatigado por el caminar (Jn 4, 6), y con hambre y con sed. San Josemaría

contempla conmovido la generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en

pleno la condición humana. Pero precisamente por la aceptación libre de esos límites que

contrarían a la voluntad humana, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp

2, 8; cfr. Rm 5, 12-19; Hb 9, 27), ha ofrecido al Padre reparación por la desobediencia del

pecado que los causó y nos ha obtenido el don del Espíritu Santo que infunde la vida de hijos

de Dios y libera de la esclavitud del dolor y de la muerte. En adelante, los hijos de Dios no han

de temer esos males como definitivos; es más, el cristiano los puede convertir en ocasión para

corredimir con Cristo (cfr. Col 1, 24).

Por todo esto, la muerte de Jesús en la Cruz no significa la condenación y destrucción de la

naturaleza humana, sino la redención y salvación. No significa tampoco una "degradación" ya

que todo esto lo ha hecho "¡porque nos ama con locura!", como escribe san Josemaría en el

texto que venimos comentando. No hay degradación en esa humillación por amor, sino todo lo

contrario: es la revelación suma de la gloria del Dios que es amor (cfr. Jn 3, 16; 1Jn 4, 8.16), la

gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23) .

San Josemaría contempla siempre la Encarnación del Hijo de Dios como Encarnación

redentora. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola

cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del

cielo, rezamos en el Credo. Afirma que no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y

su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant

(cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. El Hijo de Dios hecho hombre es el Redentor

del hombre, y nos redime con su mediación sacerdotal.

Pues bien, así como Jesucristo es Hijo de Dios y Sacerdote para siempre (cfr. Hb 5, 5-6), el

cristiano, al participar de su Filiación divina es hecho partícipe también de su sacerdocio, para

que sea verdaderamente alter Christus, ipse Christus. La filiación divina del cristiano tiene un

sentido sacerdotal, implica la llamada a corredimir con Cristo: con nuestras miserias y

limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a

todos los hombres, escribe san Josemaría a continuación de las palabras anteriores. Al

contemplar que el Hijo se hace mediador entre Dios y los hombres, asumiendo no sólo las

realidades humanas creadas por Dios sino también las "limitaciones y flaquezas" que son

consecuencia del pecado para reparar el pecado por medio de ellas mismas, comprende que la

filiación divina adoptiva del cristiano implica participar de esa mediación sacerdotal,

ejerciéndola en las actividades temporales para salvar al hombre y liberar al mundo de las

consecuencias del pecado.

Esas consecuencias no eclipsan la filiación divina sino que más bien la exaltan porque son

ocasión para que se manifieste que los hijos de Dios tienen el poder de vencer el mal con el

bien (cfr. Rm 12, 21) y que todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo (1Jn 5, 4). Incluso en

los momentos más trágicos de la historia en los que parecen desencadenarse las potencias del

mal, como en las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría, un hijo de Dios sabe que este

mundo es su herencia y que si él está unido a Cristo, puede ordenarlo, con la gracia del Espíritu

Santo, a la gloria de Dios Padre.

No os dé miedo, por tanto, la situación actual, ni penséis que no tiene remedio. No os asusten

las olas embravecidas por la tempestad en el océano del mundo. No tengáis deseos de huir,

porque ese mundo es nuestro: es obra de Dios y nos lo ha dado por heredad. Recitamos y

meditamos todas las semanas el salmo de la realeza de Jesucristo, y dice el Señor:

Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me, et dabo tibi gentes hereditatem tuam, et

possessionem tuam terminos terrae (Sal 2, 7-8). Nosotros, hijos de Dios, hermanos de

Jesucristo, participamos de su heredad, que es el mundo entero:

si autem filii, et heredes: heredes quidem Dei, coheredes autem Christi (Rm 8, 17): porque si

somos hijos, somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo.

La luz sobre la filiación divina recibida en 1931 estaba en continuidad con aquella otra del 7 de

agosto del mismo año cuando, al elevar la Sagrada Hostia en la celebración de la Misa,

comprendió en un sentido nuevo las palabras de Jesús: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia

traham ad meipsum (Jn 12, 32). Ya lo expusimos en el capítulo 2º: si los cristianos procuraban

poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, santificando el trabajo

profesional y las demás tareas ordinarias, Él atraería todas las cosas hacia sí y su Reino se haría

realidad. El nuevo descubrimiento venía a poner de relieve que, para llevar a cabo este ideal, el

cristiano debía apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios: "otro Cristo, el mismo Cristo".

Ésta había de ser la base firme para su santificación y para la transformación del mundo.

1.2.3. Filiación divina y conciencia de la filiación divina

Volvamos de nuevo al texto de san Pablo a los Filipenses para señalar un último aspecto de la

experiencia de la filiación divina que le fue concedida a san Josemaría. Al hablar del

anonadamiento del Hijo de Dios, de su humillación y obediencia, el Apóstol no quiere que el

conocimiento de esa verdad se quede en teoría. Su propósito es práctico, como declara en las

palabras iniciales: Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5).

Con razón el exegeta Nello Casalini destaca la importancia de esta intención práctica de san

Pablo para comprender bien el sentido del pasaje. Según este autor, todo lo que dice el

Apóstol acerca del abajamiento, la humillación y la obediencia de Jesús tiene una finalidad

pedagógica: enseñar a los fieles a tener sus mismos sentimientos. En esto se muestra de

acuerdo con lo que escribe Hawthorne en el Word Biblical Commentary. En cambio, le parece

insuficiente la interpretación de Gnilka que refiere las expresiones "se anonadó" y "se humilló"

al hecho objetivo de la Encarnación redentora, sin poner de relieve la conexión con las

palabras iniciales: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús". Para nosotros, la

observación de Casalini tiene interés porque muestra la base exegética de una lectura como la

que hace san Josemaría.

A Josemaría Escrivá de Balaguer le resulta connatural esa orientación práctica del texto

paulino. No se queda en consideraciones especulativas: enseña a poner como fundamento de

la vida cristiana la "conciencia de la filiación divina", el "saberse y sentirse hijos de Dios unidos

a Cristo". Esto equivale a tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús", si se entiende por

"sentimiento" el acto que surge del "corazón" en el sentido bíblico, es decir en cuanto fuente

de pensamientos, intenciones y afectos, o como interioridad de la persona, no reducible a un

estado de ánimo o a una inclinación irreflexiva.

¿Cuáles son esos sentimientos? San Pablo los da a entender, dirigiendo la mirada a Cristo

Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a

Dios, sino que se anonadó a sí mismo... (Flp 2, 6-7). Habla de anonadamiento, humillación,

obediencia y glorificación. No se trata aquí, evidentemente, de los sentimientos de Cristo, sino

de las manifestaciones de esos sentimientos. Lo que Cristo "siente", aquello de lo que tiene

conciencia, es su "condición divina" e, inseparablemente, su amor al Padre y a los hombres

amados por el Padre. Es eso lo que le lleva a anonadarse, a humillarse, a obedecer y a recibir la

glorificación de su Humanidad Santísima, para que también nosotros seamos glorificados con

Él y contribuyamos a recapitular todas las cosas bajo su dominio para la gloria del Padre (cfr.

Rm 8, 17; Ef 1, 10).

El cristiano ha de tener esos mismos sentimientos, que se resumen en saberse hijo de Dios y

entregarse por amor a corredimir con Cristo. No ha de considerar la dignidad de la filiación

adoptiva como un tesoro sólo para sí mismo, o como un bien destinado a la afirmación de su

propio yo, sino como un enriquecimiento sobrenatural que le proporciona una nueva

capacidad de amar: la posibilidad de donarse con un alcance mucho mayor del que consienten

las solas fuerzas humanas. San Josemaría emplea el término "endiosamiento" para referirse a

la conciencia de ser hijo de Dios por la gracia santificante, y hace notar que se trata de un

endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los

hombres. La conciencia filial lleva a anonadarse por amor a Dios y a los hombres, como se

anonadó Cristo. Un hijo de Dios ha de poder decir con san Pablo: me he hecho todo para

todos, para salvar de cualquier manera a algunos (1Co 9, 22). Se humilla aceptando las

limitaciones de la condición presente, y obedece a la Voluntad divina hasta la entrega de la

propia vida para reparar por la desobediencia del pecado, en servicio a los demás. Coopera a la

Redención realizando sus actividades humanas para la gloria del Padre. Ama al mundo como el

Hijo de Dios lo ama, con un amor salvador que le lleva a entregar su vida para purificarlo del

pecado y ofrecerlo a Dios Padre. Ama a sus hermanos los hombres, con el amor de Cristo: un

amor a la vez fraterno, como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), y también

"paterno", como se manifiesta cuando Jesús llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13,

33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11): análogamente en el cristiano

hay una misteriosa participación en la circumincessio de las divinas Personas, gracias a la cual

ha de tener sentimientos de paternidad hacia sus hermanos, como se ve en san Pablo cuando

dice: hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado

en vosotros (Ga 4, 19).

Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que

nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente

sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para

purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de

apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra

vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo

nuestro sea una continua alabanza a Dios.

En este texto san Josemaría condensa en la expresión "alma sacerdotal" los sentimientos que

ha de albergar el cristiano para reflejar los de Cristo Jesús. Otras veces, como veremos más

adelante, se refiere también a la "mentalidad laical" que expresa el amor cristiano al mundo

con su relativa autonomía respecto a las realidades sagradas por su naturaleza, una autonomía

que demanda amor a la libertad. En el texto precedente está implícita la mentalidad laical en la

referencia a todas las actividades humanas (civiles y seculares) que se han de elevar a la gloria

de Dios. Generalmente los dos conceptos, "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" aparecen

juntos en la predicación y en los escritos de san Josemaría. Pero esto lo estudiaremos en la

última parte del capítulo. Aquí nos basta decir que se sirve de estos términos para resumir la

interioridad de un hijo de Dios con "sentido de la filiación divina", las entrañas de un cristiano

que alberga en su corazón los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5).

Concluyendo este apartado podemos señalar que la contemplación de la Encarnación

redentora del Hijo de Dios conduce a san Josemaría a una visión de la filiación divina adoptiva

como "encarnada" y "redentora"; y le lleva a poner la "conciencia" de esa filiación como

fundamento de la búsqueda de la santidad. En 1931 quiso Dios que encontrara este tesoro en

el campo de la vida ordinaria para que no permaneciera por más tiempo escondido (cfr. Mt 13,

44).

2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA

La experiencia de 1931 permitió a san Josemaría no ya "aprender" teóricamente la verdad de

la filiación divina adoptiva –no le resultaba desconocida la doctrina –, sino "aprehenderla" o

"captarla vitalmente", para hacer de ella el fundamento de la vida espiritual. No era el

descubrimiento de una "verdad nueva", sino la "comprensión nueva" de una verdad presente

en la Tradición y de su lugar en el edificio de la vida cristiana.

La comprensión nueva se refiere, pues, a dos cuestiones íntimamente relacionadas: 1) qué

significa ser hijo de Dios en Cristo y cómo ha de entenderse la presencia de Cristo en el

cristiano; 2) cuál es el papel que la conciencia de la filiación divina ha de ocupar en la vida de

los fieles.

Sobre el primer punto sería vano buscar una exposición sistemática en san Josemaría. Recibió

las luces acerca de la filiación divina para orientar la vida cristiana en la práctica, y así las

transmitió. No pretendió componer un capítulo de Teología dogmática sino transmitir una

doctrina espiritual. Sin embargo, esta doctrina espiritual presupone una noción de filiación

adoptiva como "participación de la filiación divina en Cristo" que conviene explicar para

hacerse cargo de lo que se quiere decir cuando se designa al cristiano como "otro Cristo, el

mismo Cristo". Será el tema del presente apartado.

En cuanto al segundo punto, los textos de san Josemaría son numerosísimos. Insiste

continuamente en fundar la vida cristiana en el sentido de la filiación divina. De este tema nos

ocuparemos en el tercer y último apartado del presente capítulo.

2.1. Fuentes y contexto teológico

La experiencia espiritual de san Josemaría, antes descrita, es el origen de su comprensión de la

filiación divina como fundamento de la vida espiritual, pero no es la fuente de la noción de

filiación divina que emplea. La noción se encuentra en el Nuevo Testamento, tanto en los

pasajes que tratan directamente de la paternidad de Dios, de la filiación de Cristo y de la

adopción del cristiano, como en muchos otros y, de algún modo, en su conjunto, porque toda

la Palabra revelada habla del Hijo de Dios hecho hombre.

Junto a la Escritura, es patente la huella que han dejado en los escritos de san Josemaría los

Padres de la Iglesia, que contemplan la elevación sobrenatural –la "divinización" o

"deificación" del hombre– como una adopción filial realizada por la unión con el Verbo

encarnado. Como se sabe, la idea es fundamental en los Padres griegos, pero tiene gran relieve

también en san Agustín. Después de éste último, la especulación teológica sobre la divinización

tendió a centrarse en la curación del hombre de las heridas del pecado y se ocupó menos de la

adopción. No obstante, en santo Tomás de Aquino pasa de nuevo a primer plano, y a él se

debe la explicación de la filiación adoptiva como una participación (participata similitudo) de la

Filiación subsistente, con toda la riqueza que encierra el término "participación" en su

pensamiento. Veremos después que san Josemaría emplea este mismo término y hay motivos

sobrados para pensar que lo hace en el cuadro de la doctrina tomasiana.

Scott Hahn ha escrito que en su enseñanza no encontramos una novedad, sino una

recuperación, un ressourcement: un volver a las fuentes cristianas (...). El Beato Josemaría

descubre de nuevo una particular idea que está en el corazón del cristianismo y que había sido

oscurecida por las controversias de los últimos siglos. Es una idea que comprende gracia y

conversión, salvación, justificación y santificación. (...) La recuperación de la "filiación divina"

implica una reintegración de la experiencia cristiana, una recuperación de la unidad patrística y

tomista que de algún modo se había perdido en las discusiones. (...) En los siglos después de la

Reforma protestante, tanto los teólogos católicos como los protestantes tendían a subrayar

que Jesucristo nos ha salvado del pecado. Había diferencias entre ellos en el modo en que eso

sucedía y en los efectos que producía sobre nuestras vidas. Pero coincidían en concentrar su

atención en el pecado del que Cristo nos salvó. El Beato Josemaría, en cambio, enseñaba no

sólo que hemos sido salvados del pecado, sino que hemos sido salvados para la filiación. Así

podía hablar de la filiación divina como fin de la divinización, y de la divinización como razón

de nuestra redención.

Con ocasión de la polémica luterana, la doctrina acerca de la filiación divina sufre una nueva y

grave postergación. Se discute principalmente sobre la justificación del hombre (el paso del

estado de pecado al de amistad con Dios), que los reforma-dores entendieron de una forma

extrínseca o "forense", como simple no imputación del pecado. La noción clave para hacer

frente a esta concepción y poner de manifiesto la transformación de la persona al pasar de un

estado a otro es, entonces, la de "gracia creada" como distinta de la "gracia increada" que es el

mismo Espíritu Santo inhabitando en el cristiano. Aunque el Concilio de Trento enseña que, en

la justificación, el hombre recibe el don del Espíritu Santo y nace al estado de gracia y de

adopción de hijos de Dios, el debate posterior se centrará más en la gracia creada que en la

increada, hasta el punto de producirse un cierto eclipse de la doctrina de la inhabitación del

Espíritu Santo. La misma suerte sigue la filiación divina, resultado de su envío a las almas (cfr.

Ga 4, 6). La teología tendió a situarla entre los "efectos de la gracia creada", sin precisar bien lo

que se quiere decir con "efecto", cosa imprescindible cuando se trata de los distintos niveles

de la constitución ontológica del sujeto.

Hay que tener en cuenta que, en la doctrina de santo Tomás, la gracia santificante atañe al

nivel de la esencia o naturaleza, a la que eleva, mientras que la filiación adoptiva, al ser una

propiedad personal, concierne al nivel del acto de ser, constitutivo de la personalidad

ontológica. Hablar de causa y efecto entre ambos niveles exige emplear con mucha precisión

las nociones metafísicas ya en el orden de la creación, y más aún en el de la elevación

sobrenatural. Que el cristiano sea "hijo de Dios por la gracia" no equivale a decir que "la

filiación adoptiva es un efecto de la infusión de la gracia creada". Si no se matiza bien esta

última afirmación, puede parecer que la filiación adoptiva es una realidad jurídica como la

adopción humana, cuando en realidad es una verdadera participación en la Filiación

subsistente que transforma a la persona en hijo de Dios. La teología de la primera época post-

tridentina se fijó en la naturaleza sanada y elevada por la gracia santificante, más que en la

persona adoptada como hijo de Dios al recibir el Espíritu Santo. Es razonable pensar que,

después, la polémica con el jansenismo, centrada en la gracia como auxilio divino (suficiente o

eficaz, etc.), haya contribuido a posponer aún más la realidad de la filiación adoptiva en la

reflexión teológica.

En el siglo XIX se advierten signos de una recuperación de la visión patrística del don del

Espíritu Santo como fundamento de la adopción divina y de la gracia creada: recuperación a la

que, según Rondet, contribuye especialmente Matthias Josef Scheeben (†1888). En la base

doctrinal del mensaje de san Josemaría puede quizá descubrirse una afinidad con el

pensamiento de este autor respecto a la materia de que hablamos ahora, pero en todo caso es

poco probable que se deba a un influjo directo.

Pasando a la primera mitad del siglo xx, los estudios de más relieve en el campo de la teología

dogmática sobre la filiación adoptiva del cristiano, como los de Émile Mersch y Stanislas Dockx,

no ven la luz hasta el final de las décadas de los 30 y 40, respectivamente, cuando ya había

tomado forma este punto central en el mensaje de san Josemaría.

En definitiva, si bien la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer surge en una época de

auge para la reflexión teológica sobre la filiación divina, nos parece que la centralidad de este

tema en su enseñanza espiritual no se explica por el desarrollo de la teología sistemática de su

tiempo, ni se origina a partir de sus resultados. Por otra parte, no es difícil comprobar que en

el conjunto de la investigación académica se sigue prestando poca atención a la cuestión, que

está prácticamente ausente en las obras enciclopédicas de mayor influjo y difusión, hasta

época reciente.

En cambio, es muy probable que, desde antes de 1931, conociera los escritos de algunos

autores contemporáneos de espiritualidad que venían destacando la importancia de la filiación

divina, entre ellos el beato Columba Marmión (1858-1923), en el libro Jesucristo en sus

misterios, publicado originalmente en francés en 1919 y traducido enseguida a varios idiomas.

En esta obra, que alcanzó pronto amplia difusión, escribe que no entenderemos nada del

cristianismo mientras no estemos convencidos de que lo fundamental de él consiste en el

estado de "hijos de Dios" por la participación, por medio de la gracia santificante, en la eterna

filiación del Verbo encarnado (...). Toda la vida cristiana, como toda la santidad, se reduce a ser

por gracia lo que Jesús es por naturaleza: Hijo de Dios. Es patente la convergencia de san

Josemaría con esta idea central del beato Columba, pero el solo hecho de que sea anterior no

basta para afirmar que haya habido un influjo. Puede haber ocurrido algo semejante a lo que

sucede en relación con santa Teresa de Lisieux, a quien el joven sacerdote tenía gran devoción.

Su sintonía con el "caminito de infancia espiritual" de la santa carmelita es clara; sin embargo,

es una sintonía que descubre sólo después de haber recibido él mismo las luces que le han

llevado a apoyar su vida espiritual en la filiación divina, con rasgos propios. En sus Apuntes

íntimos, anota al respecto: Yo no he conocido en los libros el camino de infancia [de santa

Teresita] hasta después de haberme hecho andar Jesús por esa vía.

Según Pedro Rodríguez, la "infancia espiritual" que san Josemaría vive y propone a los lectores

[de Camino], no es sólo, ni antetodo, pequeñez, humildad de la criatura ante Dios, sino,

radicalmente, gozo y seguridad ante la paternidad de Dios-Padre, y modo de vivir la filiación

divina del "niño" (vid. en este sentido el punto 860 [de Camino], que es definitorio), que ve en

Jesús a su Hermano mayor.

Como observa Illanes, varios de los textos en los que san Josemaría habla de la filiación divina

están situados en un contexto de vida de infancia. Sin embargo, prosigue el mismo autor, es

preciso distinguir: el sentido de la filiación divina y la vida de infancia, aunque puedan tener, y

tengan, muchas relaciones entre sí, no se identifican, ni en general ni en la enseñanza de san

Josemaría. Una cosa es saberse "hijos pequeños" de Dios –lo que ciertamente es un rasgo del

espíritu de filiación divina–, y otra es seguir un concreto camino de infancia espiritual en la vida

interior (por ejemplo, el "caminito de infancia" de santa Teresa de Lisieux). San Josemaría

distinguía las dos cosas y señalaba que el modo de vivir como hijo pequeño de Dios no era

único y el mismo para todos. Primero aconseja: Haceos niños delante de Dios. Sólo así

sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará

la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza,

como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre

vela por él. Dios vela por nosotros, si somos sencillos. Pero a la hora de concretar más ese

trato de hijos pequeños, señala: De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y

ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver

cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro

camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (...) ¡viva la libertad!

Estas breves consideraciones no permiten llegar a una conclusión acerca de influencias de

otros autores en san Josemaría. Habría que examinar también, por ejemplo, la revista "Vida

sobrenatural" promovida por el dominico Juan González-Arintero que, ya desde su aparición

en 1921, se interesa por la filiación divina y era bien conocida por Josemaría Escrivá de

Balaguer, así como otras fuentes. Un tal estudio excede nuestras posibilidades. De todas

formas, lo que hemos señalado más arriba puede ser suficiente para proponer como hipótesis

que las posibles influencias hay que buscarlas, más que en el terreno de la teología

especulativa, en autores contemporáneos de espiritualidad. En todo caso, la fuente primordial

es directamente la Sagrada Escritura, leída y meditada con las luces que Dios le iba dando para

abrir un camino de santidad en medio del mundo.

Antes de concluir señalemos que es más fácil indicar los influjos en la dirección opuesta: la

enseñanza de san Josemaría ha despertado el interés por el estudio teológico de la filiación

divina adoptiva y del lugar que le corresponde en la vida espiritual. Existen varias obras que,

sin estar dedicadas al mensaje de san Josemaría, han tenido en él su origen, como los mismos

autores señalan. Más numerosos son los estudios sobre la filiación divina en su predicación.

2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural

En el espíritu de vida cristiana basado en la filiación divina, que transmite san Josemaría, late

una doctrina sobre esta realidad cuyos principales elementos trataremos de describir a

continuación.

1. Órdenes de filiación. El primer punto y el más elemental es la proclamación de que todos los

hombres son hijos de Dios: no sólo los bautizados, ni sólo los que viven en estado de gracia

santificante, sino todos los hombres, porque todos proceden de Dios a su imagen y semejanza

(cfr. Gn 1, 26-27; Gn 5, 1). Esta filiación se ordena, sin embargo, a otra más excelente: hemos

sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Es la filiación divina sobrenatural,

propia de quienes poseen la vida sobrenatural, que no se transmite por generación humana

sino que es un don ulterior. Es la filiación de aquellos que no han nacido de la sangre, ni de la

voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 13). El cristiano nace a esta

filiación sobrenatural cuando recibe la vida sobrenatural en el Bautismo. Por la gracia

bautismal he mos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad

natural del hombre se ha elevado incomparablemente. La infusión de la gracia santificante

confiere una semejanza con Dios de orden absolutamente superior a la que ya se tenía como

persona, por la naturaleza humana. El hombre, en estado de gracia, está endiosado. La

Santísima Trinidad nos constituye miembros de su familia; adquirimos la nueva condición de

hijos, de modo que podemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo,

sabiéndonos partícipes de la vida divina.

Esta filiación sobrenatural llegará a su plenitud en la gloria, al recibir una nueva y superior

semejanza con Dios, según las palabras de san Juan: Ya ahora somos hijos de Dios, y aún no se

ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a

Él, porque le veremos tal como es (1Jn 3, 2). Por eso la santidad en la gloria no es otra cosa que

la plenitud de la filiación divina.

San Josemaría considera, como se ve, tres órdenes de filiación divina: uno de todo hombre,

otro "sobrenatural", propio de quienes se encuentran en estado de gracia santificante, y un

tercero que es la plenitud de este último en la gloria.

Santo Tomás explica así los diversos órdenes de filiación: En Dios Padre y en Dios Hijo se realiza

perfectamente el concepto de paternidad y el de filiación, porque el Padre y el Hijo tienen una

misma naturaleza y una misma gloria. Pero en las criaturas la filiación respecto a Dios no se

encuentra según toda su perfección, ya que una es la naturaleza del Creador y otra la de la

criatura, sino en virtud de alguna semejanza. Cuanto más perfecta sea la semejanza, tanto más

se aproximará la filiación a su verdadero concepto. Se llama a Dios Padre de las criaturas [no

racionales] por una semejanza que no es más que huella o vestigio (...). De las racionales se le

llama Padre en virtud de una semejanza de imagen (...). Pero además es Padre de algunos por

la semejanza de la gracia, y a estos se les llama hijos adoptivos (...). Por último es Padre de

algunos por la semejanza de la gloria. En otro lugar, hace ver que hay tanta diferencia entre la

filiación a Dios propia de todo hombre por ser criatura racional y la filiación adoptiva

sobrenatural, que la primera es metafórica, porque los hombres no han sido "engendrados"

por el Padre análogamente a como es engendrado el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad,

sino que han sido "creados ex nihilo". En cambio, la filiación adoptiva sobrenatural es filiación

en sentido propio, analógico (el hombre es realmente engendrado a la vida sobrenatural,

hecho hijo en el Hijo, como veremos a continuación).

2. La filiación sobrenatural: hijos en el Hijo. ¿Cómo se relaciona la filiación divina del cristiano

con la filiación del Verbo? Veamos un pasaje representativo de la concepción que subyace a la

enseñanza de san Josemaría:

Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la

dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese

prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable (Missale Romanum, Ordo

Missae), llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo

161.

El texto nos parece representativo, como decíamos, por dos motivos:

a) Porque se refiere a la filiación divina del cristiano como "participación" de la filiación divina

del Verbo. San Josemaría no cita aquí a santo Tomás, pero indudablemente es el marco de

referencia. El Doctor Angélico explica, en efecto, que el Verbo se dice Unigénito de Dios por

naturaleza, pero Primogénito en cuanto de su filiación natural se deriva a muchos la filiación

por cierta semejanza y participación. Entiende la filiación divina sobrenatural como

participación de la Filiación subsistente (el Hijo), de modo que, cuando se dice que el cristiano

es "hijo de Dios" no se ha de pensar que lo es "al lado del Hijo" sino, más profundamente,

unido al Hijo, formando con Él como un solo Hijo. La doctrina de santo Tomás en este punto es

un instrumento valioso para comprender que el cristiano es "hijo en el Hijo" –un hijo que está

"presente en el Hijo"; o un hijo "en el que está presente el Hijo"–, expresión de raigambre

bíblica y patrística, empleada también por el Magisterio de la Iglesia.

Según el biblista Scott Hahn, para san Josemaría, la divinización es el proceso por los que los

cristianos se hacen "hijos en el Hijo": hijos de Dios por la incorporación en el Hijo Eterno de

Dios. Somos hijos porque Cristo ha compartido su propia filiación divina con nosotros. Nuestra

filiación es más que una mera imitación de Cristo; es más que la transferencia legal de un

título; más que un actuar "como si" fuéramos hijos de Dios. La nuestra es una participación

metafísica en la Unigenidad de Cristo.

b) El segundo motivo por el que tiene especial interés el texto que comentamos, es la

afirmación de que la Encarnación redentora del Hijo nos ha llevado a participar "todavía más

estrechamente" de la filiación divina del Verbo. Es evidente la referencia a un modo

(hipotético) de Redención, en el que Dios nos hubiera hecho partícipes de la filiación divina sin

que el Verbo se encarnara. Efectivamente, para hacernos hijos de Dios, la Encarnación no era

necesaria. El "motivo" de la Encarnación es, para san Josemaría, la redención del pecado. No

obstante, la grandeza del don de la filiación divina es más admirable gracias a la Encarnación,

porque el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido la naturaleza humana nos permite

"participar todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo: con una

connaturalidad o familiaridad basada no sólo en nuestra participación en la naturaleza divina

sino también en su participación en la naturaleza humana.

3. Filiación "adoptiva". Pasemos ahora a considerar que la filiación divina del cristiano es

"adoptiva" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5). San Josemaría lo recuerda a menudo, con ocasión

de estos y de otros textos. Es "adoptiva" porque el cristiano no la tiene por naturaleza (es un

don posterior al nacimiento humano) y no es idéntica sino análoga a la filiación "natural" del

Hijo Unigénito.

Pero la adopción sobrenatural trasciende completamente la adopción entre los hombres. Ésta

última es un acto jurídico que no implica una transmisión de la vida del padre al hijo –sólo ante

la ley el adoptado es hijo de quien lo adopta–, mientras que la adopción sobrenatural

constituye realmente en miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque los adoptados son

hechos partícipes de la naturaleza divina. Por eso la filiación adoptiva tiene algo de la filiación

natural, como dice Scheeben, que prosigue: Por no ser nosotros meros hijos adoptivos, sino

miembros del Hijo natural, entramos realmente como tales en la relación personal en que se

halla el Hijo de Dios respecto de su Padre. En esta misma línea escribe Fernando Ocáriz,

comentando a san Josemaría: No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo

Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un

derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido

estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única Filiación divina en sentido

estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del

Padre: "Ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de

Dios y lo seamos en efecto" (1Jn 3, 1).

4. Hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. La adopción sobrenatural es, por su origen,

obra de las tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción

eficazmente santificadora. Su efecto en el hombre adoptado es una propiedad personal que

consiste en una relación sobrenatural con Dios: una relación con cada una de las tres Personas

en su distinción mutua. San Josemaría lo expresa cuando afirma que Dios ha querido introducir

a todos los hombres en la vida divina, o que hemos sido llamados a penetrar en la intimidad

divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Esto se traduce, en la

vida espiritual de un hijo de Dios, en que puede distinguir y adorar a cada una de las Personas

divinas: mantener un trato "personal" con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.

De ahí que, para ilustrar este punto de su enseñanza, algunos autores se sirvan de la

concepción teológica que describe la adopción sobrenatural como una cierta "introducción" en

la Santísima Trinidad. Escribe, por ejemplo, Fernando Ocáriz: El Padre, el Hijo y el Espíritu

Santo, en la unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero

el término –por tanto, en nosotros– de esa única acción divina eficiente es precisamente

nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina. Johannes Stöhr

emplea términos semejantes: El cristiano es, en cierta manera, acogido en la comunidad

familiar de Dios, en el misterio de la vida trinitaria. (...) Adquiere una relación personal con

cada una de las tres Personas divinas.

Si consideramos la Vida íntima de la Santísima Trinidad como el eterno actuarse de las

procesiones intratrinitarias –la generación del Hijo por el Padre, y la espiración del Espíritu

Santo por el Padre y el Hijo–, podemos concebir la "introducción" del cristiano en esa Vida

como un misterioso tomar parte en esas procesiones. En efecto, las tres Personas "vienen" a

inhabitar en el alma que se abre al don de la vida sobrenatural, según las palabras del Señor: Si

alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada

dentro de él (Jn 14, 23). Las Personas divinas "vienen" al alma porque el Hijo y el Espíritu Santo

son enviados por el Padre para introducir al cristiano en la comunión trinitaria como hijo del

Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.

Conviene advertir que también es usual esta otra expresión: "hijos del Padre por el Hijo en el

Espíritu Santo". En este caso se quiere decir que por el envío del Hijo hecho hombre hemos

recibido el Espíritu Santo (es decir, gracias a la Redención obrada por Cristo ha sido enviado el

Paráclito). Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios

Padre (Es Cristo que pasa, 116).

Las dos expresiones reflejan aspectos diversos del misterio de la salvación. Emplearemos una u

otra según los casos.

La filiación adoptiva es así, en primer lugar, filiación al Padre; esto significa que en la vida

espiritual podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre. En

segundo lugar, es participación en la Filiación del Hijo, lo cual es fundamento del trato fraterno

con Él: somos Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne. En tercer lugar, implica una

relación personal con el Espíritu Santo. Siendo un nacimiento, una generación sobrenatural

como hijos del Padre en el Hijo, la filiación divina se nos da "por el envío del Espíritu Santo" e

implica una participación en el mismo Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo como

Don mutuo (non quomodo natus, sed quomodo datus, no como quien nace sino como quien

es dado, según la expresión de san Agustín). La Tercera Persona de la Santísima Trinidad,

recuerda san Josemaría citando unas palabras de san Cirilo de Alejandría, se imprime en los

corazones que lo reciben como el sello sobre la cera (...) por la comunicación de sí. El cristiano,

por esa comunicación del Espíritu Santo, es hecho don al ser hecho hijo del Padre en el Hijo:

don del Padre al Hijo y del Hijo al Padre (cfr. Hb 2, 13) en el Espíritu Santo. De ahí que la vida

propia de un hijo de Dios consista en el don completo de sí: una vida de amor, participación de

la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. Esto se realiza con el concurso de la libertad. En la

medida que el cristiano secunda los impulsos del Espíritu a entregarse por amor a la Voluntad

del Padre, se hace "más espiritual", al ser más íntima su relación con el Espíritu. Si tenemos

relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos

sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a

Padre que es nuestro.

5. Hijos de Dios en Cristo. Consideremos ahora, como último aspecto, que la vida de los hijos

de Dios nos es dada en Cristo: por medio de su santísima Humanidad. Es participación de la

plenitud de gracia de Jesucristo en cuanto hombre y conlleva una participación en su

sacerdocio.

Al pecado del primer hombre, por el que perdió la vida sobrenatural y la filiación divina

adoptiva, se han sumado los pecados de toda la humanidad, pero Dios, que es rico en

misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros

pecados, nos dio vida en Cristo (Ef 2, 4-5).

Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el

eco de ese felix culpa –culpa feliz, dichosa– que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la

vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón pascual). Dios Padre, llegada la plenitud de los

tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que,

redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos

constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la

intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo

injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden,

restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col

1, 20).

El designio divino de otorgarnos la filiación sobrenatural se ha realizado mediante la

Encarnación del Hijo, que se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida

divina. Jesucristo nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro

terreno: al terreno de los hijos de los hombres.

El Hijo de Dios ha entrado en la familia humana asumiendo nuestra naturaleza y así se ha

unido en cierto modo a todo hombre. De este modo puede comunicar a todos la vida divina,

porque el Espíritu Santo ha llenado de gracia su Humanidad (cfr. Jn 1, 14), y de su plenitud

recibimos todos, gracia sobre gracia (Jn 1, 16). La gracia o vida sobrenatural que el Paráclito

infunde en el cristiano es gratia Christi: una participación de la gracia de la Humanidad del

Verbo, que el Espíritu Santo comunica asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús. Y como tal

nos hace también partícipes de su sacerdocio y nos permite obrar como miembros suyos para

la salvación de los hombres.

Hechos hijos de Dios y partícipes del sacerdocio de Cristo, no ya "junto a Él" o a su lado, sino

"en Él", unidos vitalmente a Él por medio de su Humanidad Santísima, de modo análogo a

como los miembros del cuerpo están unidos a la cabeza, en cierto sentido formamos con Cristo

y en Él un mismo Hijo del Padre. Toda la intimidad divina se nos abre en Él, y sin Él ninguna

participación en la Filiación nos es dada, porque Él, Cristo –Dios y Hombre–, es esa Filiación en

cuanto Dios y la posee plenamente –por la unión in Persona– en cuanto Hombre. Cristo es el

Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo

Cristo, ipse Christus. Esta última expresión, muy querida por san Josemaría, como veremos en

el siguiente apartado, nos sitúa ya ante el núcleo de su aprehensión de este misterio.

2.3 El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo"

La contemplación del misterio de la filiación divina adoptiva lleva a san Josemaría a llamar al

cristiano "alter Christus" e incluso "ipse Christus". Son expresiones recurrentes en sus escritos

que, si bien no carecen de precedentes en la tradición cristiana, revisten características

peculiares en su predicación. Según Antonio Aranda, autor de los estudios más detallados

sobre el tema, la consideración del cristiano como "alter Christus, ipse Christus" en san

Josemaría tiene un origen específico en su "experiencia teologal" y, en este sentido, "procede

sólo en parte de la multiforme tradición católica".

2.3.1 "No ya alter Christus sino ipse Christus"

Que el cristiano en gracia es "otro Cristo" –christianus, alter Christus– es una afirmación

relativamente frecuente en la literatura cristiana.

Aunque literalmente no se encuentra en los Padres, según un estudio de R. Gerardi, suele

afirmarse que se remonta a la patrística. Así, por ejemplo, Scheeben: "Christianus alter

Christus, dijo un antiguo Padre de la Iglesia. Quod homo est –escribe san Cipriano (De

idolorum vanitate, 2)–, esse Christus voluit, ut et homo possit esse, quod Christus est". Como

se ve, la cita del santo de Cartago no contiene literalmente la expresión. Más próximas al "alter

Christus" son otras palabras de la misma obra: "Quod est Christus erimus christiani, si Christum

fuerimus imitati". Un ejemplo de atribución patrística de la expresión es el comentario de

Cornelio a Lapide (†1637) a Rm 13, 14 ("revestíos del Señor Jesucristo"), en el que interpreta

un texto de san Juan Crisóstomo en este sentido: "Unde S. Chrysostomus: "induire, ait,

Christum, est undique in nobis per sanctimoniam et mansuetudinem Christum conspicuum

esse. Homo enim indutus id esse videtur, quod indutus est: appareat itaque in nobis Christus".

Christianus ergo quasi viva imago, viva forma, vivus habitus Christi sit oportet, imo sit alter

quasi Christus ut in eius vita, gestu, habitu et moribus omnes se Christum videre putent". En

los maestros de espiritualidad no es raro encontrar fórmulas equivalentes. Citamos un ejemplo

de la escuela francesa del XVII. San Juan Eudes escribe que "el cristiano es un miembro o como

una extensión de Jesús, o mejor, otro Jesús". En el siglo xx, el Beato Columba Marmión emplea

con cierta frecuencia la expresión christianus, alter Christus, y otro autor contemporáneo,

Raoul Plus, explica así su sentido: "se dice: christianus, alter Christus: el cristiano es otro Cristo,

y nada más verdadero. Pero es preciso no equivocarse. "Otro" no significa aquí "diferente". No

somos otro Cristo diferente del Cristo verdadero. Estamos destinados a ser el Cristo único que

existe: Christus facti sumus, según dice san Agustín. No hemos de hacernos una cosa distinta

de él: hemos de convertirnos en él". Volveremos a encontrar el texto agustiniano al hablar de

los precedentes del uso del "ipse Christus" para designar al cristiano.

El Magisterio pontificio reciente aplica con frecuencia la expresión "alter Christus" al

sacerdote, pero también a todo cristiano. "Si cada bautizado es alter Christus, el sacerdote lo

es por un nuevo título...".

Los textos citados orientan sobre el significado del "christianus, alter Christus" en la tradición

espiritual. Al hablar de este modo se quiere poner de relieve que el cristiano es a la vez

humano y divino, a semejanza de Cristo, porque participa de la naturaleza humana y de la

divina. También se dice que es "otro Cristo" porque, ungido en el Bautismo y en la

Confirmación, participa en el sacerdocio de Cristo para cooperar en la redención de los

hombres. Más propiamente se llama "otro Cristo" al cristiano que de hecho procura reflejar en

su conducta la vida del Señor y se esfuerza por ejercer su sacerdocio en la misión apostólica.

Este es el sentido que tiene la expresión en san Josemaría. Kurt Koch observa que "Escrivá

empleaba a propósito esta terminología que algunas líneas de la tradición católica habían

reservado al sacerdote ordenado. Precisamente de este modo quería expresar que todos los

bautizados y confirmados están llamados a la santidad y que en la Iglesia no hay santidad de

primera y segunda clase".

No nos detenemos más en el "alter Christus" porque todo lo que implica está comprendido en

el "ipse Christus", que glosaremos a continuación.

San Josemaría escribe, en efecto, que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el

mismo Cristo! El concepto no es nuevo. De algún modo está presente en muchos autores que

han sentido la necesidad de subrayar que el cristiano no sólo "se parece" a Cristo, sino que, si

está en gracia, "es Cristo" porque su vida sobrenatural no es distinta de la del Señor, sino

participación de la misma Vida de su Humanidad santísima y porque, de algún modo, Cristo

está presente en él. "No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20), escribe san

Pablo. Haciéndole eco, reitera san Josemaría: puede afirmar que "el cristiano es Cristo".

La relación con el Señor no es la mera adhesión del discípulo al maestro, ni el seguimiento de

un líder humano. Ciertamente, el cristiano ha de seguir a Jesús, respondiendo a su invitación –

"Ven y sígueme" (Mt 9, 9)–, y ha de tomarle como modelo. Pero el significado bíblico de los

términos muestra que ese seguimiento es más que una imitación. Implica una misteriosa

comunión de vida que excede los parámetros de cualquier relación simplemente moral, por

profunda que pueda imaginarse. No consiste sólo en aplicar las enseñanzas de Jesús a la propia

existencia, ni se agota en la decisión de entregarse a compartir su suerte. Abarca todas esas

ambiciones, pero va más lejos: es un vivir su misma vida sobrenatural, y por eso san Josemaría

habla de "identificación con Cristo" y dice que el secreto de la vida cristiana consiste en "seguir

a Cristo hasta identificarse con Él". Leamos un texto en el que describe el núcleo de la santidad

y del apostolado.

Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como

aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en

afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de

Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un

espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador

sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo.

El comentario de Fernando Ocáriz ayuda a penetrar en la densidad de estas palabras: "El

camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a

Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él.

Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito

del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por su cuenta –por decirlo de algún

modo–, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros

mismos".

En las citas anteriores se puede ver que san Josemaría emplea las expresiones "ipse Christus" e

"identificación con Cristo" en dos sentidos conectados entre sí, que nos interesa distinguir para

comprender mejor su contenido: 1) como un hecho derivado del Bautismo, y 2) como un

proceso que exige correspondencia a la gracia.

En primer lugar, un hecho: el cristiano ha sido identificado con Cristo, por el Bautismo. La

transformación operada por la gracia bautismal es una cristificación que constituye a la

persona en hijo de Dios en Cristo y puede llamarse "identificación con Cristo". En segundo

lugar, un proceso: san Josemaría habla de esa identificación como de un apropiarse de las

virtudes de Cristo, de sus mismos sentimientos, propósitos y deseos. Dice: Hay que unirse a Él

por la fe, dejando que su vida se manifieste en la propia, de manera que pueda decirse que el

cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!

En consecuencia, para san Josemaría el cristiano "es" ipse Christus por el Bautismo, pero a la

vez "debe ser" ipse Christus por su correspondencia libre a la gracia, esto es, por su respuesta

de amor al Amor. Para santo Tomás, "por el amor [de amistad], el amante se hace uno con el

amado", y en este sentido se dice que el amigo es "alter ipse". La amistad con Cristo identifica

con Él. La identificación, que ha comenzado con la infusión de la gracia santificante, crece por

el amor en quien es dócil al Espíritu Santo.

Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en

nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el

Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14). San Josemaría subraya la necesidad de la

cooperación del cristiano en este proceso.

No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo

señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y

nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser

coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas.

Al principio del capítulo nos pareció conveniente anticipar, para evitar equívocos, que

"identificación con Cristo" no implica confusión entre Cristo y el cristiano. Ahora podemos

comprobarlo en los textos citados. En san Josemaría está claro –resulta ocioso decirlo– que

Jesús y el cristiano son dos personas distintas: Jesucristo es la segunda Persona de la Trinidad,

el cristiano es una persona humana y además pecador. La distancia es infinita. Sin embargo,

esta distinción no impide que se pueda hablar de una cierta identificación. Con nuestras

miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo. Se puede decir con

Schmaus que "el cristiano es Cristo sin dejar por eso de ser él mismo".

2.3.2 Fundamento y precedentes de la expresión

No es nuevo afirmar que el cristiano "es Cristo" o que ha de "identificarse con Cristo". No lo ha

inventado san Josemaría, como veremos con diversos ejemplos. Cuando se expresa de este

modo, refleja el núcleo del misterio cristiano con fidelidad a las fuentes de la Revelación y en

continuidad con la tradición. Lo "nuevo", si se quiere hablar así, es que predica esa

identificación con Cristo a todos los cristianos, que la muestra accesible en la vida ordinaria y

que enseña a fundar la vida espiritual en la conciencia de ser hijo de Dios: de ser Cristo.

En las obras contemporáneas de teología sistemática, las expresiones que comentamos no son

frecuentes. Es posible que esto se deba, por un lado, al hecho, ya mencionado, de que la

filiación divina ha estado poco presente en la reflexión teológica de los últimos siglos. Por otro,

hay que recordar que algunos autores, antiguos y recientes, han hablado de la unión del

cristiano con Cristo de un modo que se presta a confusión. Como de ahí podría caer una

sombra de sospecha sobre la conveniencia de estas expresiones, interesa mostrar con más

detalle sus raíces en la Sagrada Escritura y en la tradición espiritual de la Iglesia.

En el Nuevo Testamento, la unión con Jesucristo es una unión vital, como la que existe entre la

vid y los sarmientos (cfr. Jn 15, 1-7), que comporta una cierta inmanencia mutua: como la vid

está presente en los sarmientos y éstos se encuentran en la vid, así el Señor está en los suyos y

los suyos en Él. Cristo les comunica la vida sobrenatural, y ellos la reciben y permiten que

fructifique en la medida de su unión con la vid: "Permaneced en mí y yo en vosotros (...). El

que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto" (Jn 15, 4-5).

La realidad significada por esta imagen adquiere todo su peso a la luz de las palabras con las

que el Señor compara la unión de los discípulos con Él a su propia unión con el Padre en el

seno de la Santísima Trinidad: "yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,

20). Este misterio se nos hace "tangible", por así decir, en la Sagrada Eucaristía: "Quien come

mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive y

yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí" (Jn 6, 56-57).

Jesucristo está sustancialmente presente en la Eucaristía con su Humanidad y viene al cristiano

que le recibe. Esa presencia se verifica mientras están presentes las especies eucarísticas.

Cuando éstas desaparecen, deja de estar en el cristiano con la sustancia de su Humanidad. Por

tanto, no es éste el modo de presencia por el cual se puede afirmar que el cristiano "es Cristo"

en todo momento. Ha de ser otro, de género diverso (una presencia no por la sustancia de su

Humanidad sino por su acción, como veremos después).

La doctrina sobre la unión con Cristo y su presencia en el cristiano, que se halla especialmente

en el Evangelio de san Juan, la encontramos iluminada con matices peculiares en las Cartas de

san Pablo. Para mostrar la íntima compenetración del cristiano con Cristo, utiliza con

frecuencia la expresión "en Cristo Jesús", u otras equivalentes, que aparecen más de 150 veces

en sus epístolas. Los cristianos han sido "creados en Cristo Jesús" (Ef 2, 10), elegidos en Cristo

(cfr. Ef 1, 4), "llamados en el Señor" (Flp 3, 14), "viven" en Cristo (cfr. Rm 6, 11; Ga 2, 20), "son"

en Cristo Jesús (cfr. 1Co 1, 30; 2Co 5, 17; Rm 16, 7.11; Ga 3, 28). Igualmente afirma que Cristo

"está" en el cristiano (cfr. Rm 8, 10; 2Co 13, 5; Col 1, 27) y "se forma" en él (Ga 4, 19). En otras

ocasiones, esa unión se expresa con los términos "con Cristo", "por Él" y "para Él": por

ejemplo, "sepultados con Cristo" (Rm 6, 4; Col 2, 12), "vivificados y resucitados con Cristo" (Ef

2, 5-6), salvados por Cristo (cfr. Rm 5, 9), creados para Él (cfr. 1Co 8, 6; Col 1, 16), hechos hijos

de Dios por Cristo (cfr. Ef 1, 5), etc. Otras veces, en fin, se describe la unión del cristiano con

Cristo mediante la imagen de la cabeza y el cuerpo: los cristianos son "miembros de Cristo"

(1Co 6, 15; 1Co 12, 27), "cuerpo de Cristo" (Ef 1, 13; Ef 4, 12; Ef 5, 30; Col 1, 24; Rm 12, 5). La

presencia de Cristo en el cristiano que implica esta unión vital es el núcleo del "misterio"

predicado con gozo por el Apóstol: "que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria"

(Col 1, 27).

Pasemos ahora a la Tradición patrística. Recordemos en primer lugar, siguiendo un orden

cronológico, lo que escribe san Ignacio de Antioquía a los cristianos en el siglo II: "sois

portadores de Cristo”. Por el contexto es patente que no se refiere sólo al momento de haber

recibido la Eucaristía. Tampoco se está limitando a señalar que el cristiano ha de ser mensajero

de la doctrina de su Maestro. Dice que es "portador de Cristo" porque Jesús está presente en

él, no como lo está en la Eucaristía (sustancialmente), ni sólo por su doctrina, sino de otro

modo (cuya explicación queda como tarea abierta para la teología).

Algo semejante vale para muchos textos patrísticos de diversas épocas, tanto de Oriente como

de Occidente, en los que se afirma que Cristo está presente en el cristiano, e incluso que el

cristiano "es Cristo". Estos pasajes se han entendido frecuentemente de un modo débil,

refiriéndolos a una presencia de la doctrina de Cristo o a un reflejo de sus virtudes. Pero esta

reducción no hace justicia a la fuerza de los textos. Citemos algunos que permiten ver que las

expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" se encuentran en la misma línea.

Comentando las palabras "he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26), que Jesús dirige a María desde la Cruz,

escribe Orígenes (†255 aprox.): "Si María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su

Madre: he ahí a tu hijo, y no he ahí otro hijo, entonces es como si Él dijera: ahí tienes a Jesús a

quien tú has dado la vida. Efectivamente, quien es perfecto no vive para sí, sino que Cristo vive

en él (cfr. Ga 2, 20). Y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: He ahí a tu hijo, a

Cristo". Este antiguo texto es un testimonio admirable de la convicción de que Cristo está

presente en el cristiano (evidentemente, para Orígenes, san Juan representa a todo discípulo

del Señor).

San Cirilo de Jerusalén (†386 aprox.) considera que en el bautizado hay una imagen de Cristo

que no está separada del ejemplar sino que existe precisamente porque el cristiano es

partícipe de Cristo. Por este motivo puede ser llamado "cristo", sin más apelativos: "Bautizados

en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios

nos predestinó a la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo. Hechos, por

tanto, partícipes de Cristo, con toda razón os llamáis cristos; y Dios mismo dijo de vosotros: no

toquéis a mis cristos. Fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo". El

fundamento por el cual llama al cristiano Cristo no es en último término la semejanza, sino una

realidad más profunda de la que nace la semejanza.

San Gregorio de Nisa (†394) se refiere a esta realidad mostrando el ejemplo de san Pablo, a

quien fue concedida una intensísima conciencia de la presencia de Cristo en él: "pues lo imitó

de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor ya que,

por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba transformado en el mismo ejemplar, que

no parecía ya que hablaba Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, completamente

consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habita en mí.

Y también dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí". Una lectura atenta

permite ver que el texto no afirma que la presencia de Cristo en Pablo consistiera sólo en que

éste lo imitaba, sino que al imitarlo se manifestaba la presencia de Cristo en él.

El autor de la antigua homilía In sabbato magno trata de imaginar el diálogo entre el Señor,

que desciende a los infiernos después de su muerte en la Cruz, y Adán como representante de

cada hombre en espera de la liberación del pecado y de la vida nueva en Cristo: "A ti te

mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el

abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de

mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí,

porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona". Estas últimas palabras

expresan una misteriosa compenetración con Cristo, por la que Él está presente en el cristiano,

y el cristiano en Cristo.

San Cirilo de Alejandría (†444), comentando las palabras "Yo soy la vid, vosotros los

sarmientos" (Jn 15, 5), considera las misiones del Hijo y del Espíritu Santo y habla abiertamente

de una presencia de Cristo en cuanto hombre en el cristiano. Escribe: "Los que están unidos a

Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu

Santo, comparten su misma naturaleza (pues el Espíritu de Cristo nos une con Él). La adhesión

de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la

unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de presencia (...). De qué modo nosotros

estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto

conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu". Es

decir, el Espíritu Santo enviado hace presente de algún modo a Cristo en cuanto hombre en

aquellos a los que comunica su gracia.

San Agustín (†430), que tan profundamente expone el misterio del Cuerpo místico –"Christus

totus, caput et corpus"– insiste en que Cristo está presente en el cristiano y le llama

simplemente "Cristo": "Felicitémonos y demos gracias, pues hemos venido a ser no solamente

cristianos, sino Cristo; admirémonos, saltemos de júbilo, pues hemos llegado a ser Cristo". En

otro lugar escribe: "Derramando su sangre, el Cordero inmaculado nos redimió,

incorporándonos a sí mismo, haciéndonos miembros suyos, para que en Él también nosotros

seamos Cristo". Y exponiendo Jn 17, 26, comenta: ""Yo en ellos", como si dijera: porque yo

mismo estoy en ellos. De un modo está en nosotros como en su templo. De otro porque

nosotros somos Él (quia nos ipse sumus), en cuanto que al hacerse hombre para ser nuestra

Cabeza, nosotros somos su Cuerpo".

Prolonguemos aún estos testimonios patrísticos con algunos ejemplos de la literatura teológica

posterior, procedentes de grandes maestros de vida espiritual, bien conocidos por Josemaría

Escrivá de Balaguer. Capítulo aparte merecerá santo Tomás, a quien nos referiremos por

extenso en el apartado sucesivo.

El siguiente texto de La vida en Cristo, de Nicolás Cabasilas (1320-1391, aprox.), hace honor a

la tradición oriental. "[La unidad con Cristo] supera toda unidad que se nos antoje expresar en

símbolos de criatura. Por esta causa los Libros Santos se sirvieron de muchos símbolos para

significar dicha unión, no bastando uno solo: el Huésped y la Casa. El Sarmiento y la Vid. El

Desposorio. La Cabeza y los Miembros, sin que ninguno enteramente la exprese, por ser

incapaces de captar su contenido exacto. (...) Los miembros están unidos a la cabeza, viven a

ella vinculados, y su separación lleva consigo la muerte. Mas los cristianos viven más unidos a

Cristo que a su propia cabeza, y viven más realmente de Él que de la unión que los liga a su

cabeza. Ejemplo de esto son los Santos Mártires, que afrontaron gustosos la muerte y no

queriendo ni oír hablar de su separación de Cristo, ofrecieron al verdugo su cabeza y sus

miembros con alegría (...). Pero hay algo todavía más admirable: ¿Hay algo más unido que uno

consigo mismo? Pues aún esta intimidad queda lejos de aquella unión. Cada una de las almas

santas es una e idéntica a sí y, no obstante, está más unida al Salvador que a sí misma".

Si Cabasilas experimenta los límites de cualquier metáfora para hablar de la unión con Cristo,

otro tanto les sucede a santa Teresa de Jesús y a san Juan de la Cruz (s. XVI): les faltan palabras

para expresar lo que contemplan. El lector puede comprobarlo sin necesidad de que

incluyamos aquí los extensos textos en los que se refieren al misterio.

En el siglo siguiente, el XVII, encontramos precedentes de las expresiones que emplea san

Josemaría en autores de la "escuela francesa". Para Jean-Jacques Olier "un cristiano es Cristo

vivo en la tierra". San Juan Eudes refleja por su parte una idea muy presente en esta escuela de

espiritualidad: "El Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los

estados y misterios de su vida. Quiere llevar a término en nosotros los misterios de su

Encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer

en nuestras almas por los santos sacramentos del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía, y

haciendo que llevemos una vida espiritual e interior escondida con Él en Dios".

Concluimos esta muestra de testimonios con dos textos de autores contemporáneos a san

Josemaría, que dan idea del esfuerzo de la reflexión teológica por encontrar los términos

adecuados para definir la unión con Cristo y su presencia en el cristiano. Émile Mersch afirma:

"El Señor nos ha revelado que entre el Verbo encarnado y el cristiano hay algo más que una

unión de amor, aunque sea ardiente; algo más que una relación de semejanza, por estrecha

que sea; algo más que dependencia, aunque sea total (...); más que la inserción siempre

precaria de los miembros en un organismo; más que una unión moral, aunque fuera

extraordinariamente íntima. Hay una unión física, diríamos, siempre que no se ponga esta

palabra al mismo nivel que el de las simples cohesiones naturales; una unión real en cualquier

caso, una unión ontológica; o, mejor aún, pues los términos tradicionales son en este caso los

más acertados, una unión mística, trascendente, sobrenatural, que supera en unidad y en

realidad las fórmulas que se puedan ofrecer, y que sólo Dios puede hacer conocer, como sólo

Él puede realizarla". Por otro lado, según Michael Schmaus, "podemos llamar físico-dinámica a

la unidad entre Cristo y los cristianos; pero no debe olvidarse que Cristo y los cristianos no se

funden en una sola naturaleza; se destaca este punto de vista cuando se llama físico-accidental

a esa unidad; pero incluso así no se destaca suficientemente que se trata de un encuentro

personal; y si se la llama comunidad personal-dinámica, no se acentúa suficientemente su

fuerza e intimidad; podría dar la impresión de que se trata de una unidad moral; es cierto que

lo es, porque es una comunidad de intenciones y tiene, por tanto, un carácter muy real, pero

es más que esto, porque es participación en la vida de Jesucristo. Algunos teólogos la llaman

por eso unidad orgánica, pero esta denominación corre el peligro de ser interpretada como un

proceso natural y de no expresar la consistencia y sustancialidad del yo humano, podría sugerir

la idea de que Cristo y los cristianos están llenos de una misma corriente de vida celestial,

mientras que en realidad cada uno sigue teniendo su propia vida, aunque la del cristiano sea

participación en la vida de Cristo. Todas estas denominaciones tienen, pues, su pro y su contra;

unas acentúan la unión e intimidad, pero ponen en peligro el carácter personal; otras destacan

el carácter personal, pero arriesgan la intimidad. Quizá fuera mejor elegir una palabra

acomodada que exprese su singularidad: podría llamársela unidad místico-sacramental. La

palabra "místico" no se usa en sentido de una vivencia especial de Cristo, sino para significar el

carácter misterioso de esa unidad; la unión entre Cristo y los cristianos es un misterio. Este

hecho está destacado al llamar místico-sacramental a esa unión. El cristiano es él mismo en

cuanto que existe en Cristo y es independiente y soberano (...); en esto consiste el profundo

misterio del cristiano".

Estos textos ilustran suficientemente, en nuestra opinión, que sostener que el cristiano puede

ser calificado de "ipse Christus" no es una piadosa exageración. Son ejemplos de una tradición

espiritual ininterrumpida a lo largo de la historia de la Iglesia, que surge, antes que de la

reflexión teológica, de la experiencia mística de la unión con Cristo y de su presencia en el

cristiano. San Josemaría aporta a esta tradición su propia vivencia de que ser hijo de Dios es

"ser Cristo". No afirma nada nuevo pero refrenda con su testimonio la validez de un modo de

expresar el misterio cristiano.

Consciente de que la profunda unión con Cristo no está reservada a unos pocos, la propone

con un lenguaje sencillo y con unas fórmulas vivas, universalmente comprensibles. El mejor

modo de mostrarlo sería reproducir por entero la homilía del significativo título: Cristo

presente en los cristianos. Nos limitamos a entresacar algunas frases, a modo de invitación a la

lectura del texto completo.

Cristo vive en el cristiano (...). El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo,

haciendo suyos los sentimientos de Cristo (...), dejando que su vida se manifieste en nosotros,

de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el

mismo Cristo! (...). El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar

por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función

real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía,

sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás

hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad

entera (...). Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo

Cristo, llamados también a servir a todos los hombres (...). Pero para ser ipse Christus hay que

mirarse en Él (...), hay que aprender de Él detalles y actitudes (...). Así, viviendo cristianamente

entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo

presente entre los hombres.

En síntesis, para san Josemaría, ser hijo de Dios es "ser Cristo" porque "Cristo vive en el

cristiano", "está presente en el cristiano". Esta presencia se da ya por la gracia del Bautismo,

pero cuando el cristiano "deja que su vida se manifieste en él", cuando procura "vivir la vida de

Cristo" de modo consciente y libre, cooperando con su misión redentora mediante el ejercicio

de su sacerdocio, entonces madura la semilla de la gracia bautismal y se puede decir que es

ipse Christus y se puede hablar de una identificación con Jesucristo, compatible con la

distinción personal.

El motivo por el que el cristiano puede ser llamado ipse Christus es, en primer lugar, que Cristo

está de algún modo presente en él; y, en segundo lugar –partiendo de esa presencia–, que

permita que Cristo actúe a través de él, ejerciendo su sacerdocio. El aspecto más básico es el

primero. Lo estudiaremos en el siguiente apartado.

2.4 La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica

San Josemaría no explica teológicamente en qué consiste la presencia de Cristo, por la gracia,

en el cristiano. De los textos se desprende:

1º) que no habla únicamente de su presencia en cuanto Dios sino también en cuanto hombre o

por su Humanidad;

2º) que se trata de una presencia permanente, no circunscrita al momento de recibir la

santísima Eucaristía;

3º) que no es una presencia sustancial, es decir, de la sustancia de la Humanidad de Cristo,

pero que tampoco se reduce a un parecido con Cristo derivado de la imitación de su ejemplo,

aunque ciertamente es una presencia que impulsa a imitarle; y

4º) que es una presencia de la "vida de Cristo" y de su acción, y no sólo del conocimiento de

Cristo o del amor a Él, aunque se realiza por este conocimiento y amor, y se alimenta de ellos.

Teniendo en cuenta estos elementos, se pueden buscar diversas explicaciones teológicas de

esa presencia de Cristo en el cristiano. La que proponemos a continuación se inspira en santo

Tomás, a cuya doctrina acudimos especialmente en esta cuestión por dos motivos. El primero

es que en este misterio de la unión del cristiano con Cristo se halla implicada directamente la

noción de participación (el Hijo de Dios, por su Encarnación, ha querido participar, junto con

todos los hombres, de la naturaleza humana; y el cristiano ha sido hecho partícipe de la

naturaleza divina por medio de Cristo y en Él), y es sabido que en el pensamiento de santo

Tomás es central la noción de participación. El segundo motivo es que el mensaje de san

Josemaría en este punto se mueve en el marco de la doctrina del Doctor Común, ya que habla

de la filiación adoptiva como "participación de la filiación del Verbo", de la gracia como

"participación en la naturaleza divina", y de la caridad como "participación de la caridad

infinita, que es el Espíritu Santo", citando en este último caso expresamente al Doctor de

Aquino.

Nuestra tesis es que la doctrina de santo Tomás permite afirmar una presencia de Cristo en el

cristiano que tiene las cuatro características antes señaladas. Y que esta presencia es la razón

más básica por la que se puede afirmar que el cristiano es "el mismo Cristo". Nos parece que

cuando san Josemaría dice que el cristiano es ipse Christus, quiere decir ante todo que Cristo

está presente en el cristiano. Pero además es necesario que el cristiano quiera dejar que Cristo

actúe por medio de él. Entonces se puede decir con más propiedad que es "el mismo Cristo".

Repetimos que la explicación teológica que proponemos a continuación es sólo un posible

modo de ilustrar este punto de la enseñanza de san Josemaría.

La Sagrada Escritura muestra que hemos sido creados "en Cristo", elevados a la condición de

hijos de Dios "en Cristo", y redimidos también "en Cristo". Son obras divinas diversas, pero

intrínsecamente ordenadas entre sí: el hombre ha sido creado en Cristo en cuanto Verbo, para

ser elevado a la vida sobrenatural en Él en cuanto Hijo, y ha sido regenerado en Cristo, Dios

hecho hombre, a esa vida que había perdido por el pecado. Tal es el itinerario que describe el

prólogo del Evangelio de san Juan: "En el principio existía el Verbo (...). Todo fue hecho por Él

(...). A cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios (...). Y el Verbo se hizo carne (...).

Y de su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia" (Jn 1, 1-16).

La creación, la elevación y la regeneración sobrenatural son "participaciones" del hombre en el

Ser y en la Vida íntima de Dios que, al realizarse "en Cristo", implican una presencia suya en el

cristiano: presencia suya en cuanto Dios y también –de otro modo– en cuanto hombre.

Hablaremos primero de su presencia en cuanto Dios –es decir, por su naturaleza divina–; y

después veremos en qué sentido puede hablarse también de una presencia suya en cuanto

hombre, es decir por su naturaleza humana.

En la creación, Dios, Ser por esencia, hace partícipes del ser a las criaturas y las mantiene en él

con su presencia permanente. "En Él vivimos, nos movemos y somos" (Hch 17, 28). El

Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "puesto que Dios es causa primera de todo lo que

existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas". Esta presencia del Ser por esencia en

los seres por participación se suele denominar presencia de inmensidad. Es necesaria para

mantener a las criaturas en el ser, como es necesaria la presencia del sol para mantener la luz

en el aire. En este sentido Cristo está presente en todas las criaturas en cuanto Verbo de Dios

en el que han sido creadas.

Por la elevación sobrenatural comienza un nuevo modo de presencia divina en el alma

humana, que se designa como presencia sobrenatural de inhabitación. Al ser introducidos en

la vida íntima de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo inhabitan en el alma

en gracia (cfr. Jn 14, 23). Ya se recordó que la elevación sobrenatural tiene lugar cuando la

criatura humana es hecha partícipe de las procesiones divinas por el envío del Hijo y del

Espíritu Santo al alma. El Hijo es enviado por el Padre y, gracias a su presencia, el cristiano es

"hijo en el Hijo" (en términos de participación habría que decir que la presencia de la Filiación

subsistente funda la filiación participada). También es enviado el Espíritu Santo y, gracias a su

presencia, el cristiano recibe la caridad (este último tema no lo tratamos ahora directamente;

nos fijamos sólo en que por la elevación sobrenatural a hijos adoptivos de Dios, Cristo está

presente en el alma en cuanto Hijo Unigénito).

Los dos modos de presencia a los que nos hemos referido son de Cristo en cuanto Verbo

(presencia en todas las criaturas) y en cuanto Hijo (presencia sobrenatural en los hijos

adoptivos). Preguntémonos ahora si también puede hablarse de una presencia de Cristo en

cuanto hombre, en el cristiano. Lo diremos muy sintéticamente.

Para regenerarnos a la vida sobrenatural perdida por el pecado, el Hijo de Dios ha asumido una

naturaleza humana llena de gracia (cfr. Jn 1, 14), y de esa plenitud participamos todos (cfr. Jn

1, 16). Cristo en cuanto hombre, o por su Humanidad, es causa eficiente "instrumental" de la

gracia. "Dar la gracia –afirma santo Tomás– conviene también a Cristo en cuanto hombre, pues

su humanidad fue instrumento de su divinidad". Al estar unida hipostáticamente al Verbo, la

Humanidad de Cristo posee la gracia en plenitud, en cierto modo infinitamente, pero no es la

Divinidad (no hay confusión entre las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina), ni es

por tanto causa principal sino instrumental de la gracia: causa que "participa en la operación

de la naturaleza divina, igual que el instrumento participa en la acción del agente principal".

Las consecuencias que de ahí se derivan para el estudio de la presencia de Jesucristo en cuanto

hombre en el cristiano son decisivas. Que la causa instrumental sea causa por participación

comporta que es causa no por su ser (como la causa principal, la Divinidad) sino por su acción

o "virtud", que la Humanidad de Cris to tiene de modo indefectible. Esto implica que la

presencia de Cris to en cuanto hombre en el cristiano que recibe la gracia, no es como la

presencia de la causa principal, la Divinidad, que inhabita en el alma en gracia, sino que es una

presencia de su acción o "virtud". En este sentido se la puede llamar "presencia virtual",

entendiendo este último término como presencia de la acción de Cristo o de su virtus: su

"poder" o "fuerza". La presencia virtual de Cristo en cuanto Hombre en el cristiano es una

presencia verdadera y real, pero no sustancial; es presencia del poder o del influjo de la

Humanidad de Cristo, no de su sustancia. Se trata de una presencia dinámica. Gracias a ella

puede decirse que las acciones de un hijo de Dios, surgidas de su naturaleza elevada por la

gracia de Cristo, son también acciones de Cristo a través del cristiano como miembro suyo:

vida de Cristo en el cristiano. Y es, además, una presencia permanente, que existe mientras

permanece la gracia.

Ahora debemos considerar cómo se produce esta presencia, es decir, cómo comienza y cómo

se intensifica. Santo Tomás afirma que la participación de la gracia de Cristo es una cierta

"transmisión", semejante a la transmisión de la naturaleza humana de padres a hijos, porque

así como ésta es la misma en los padres y en los hijos, así también el Espíritu Santo, que

desciende de Cristo a nosotros, es también el mismo en Él y en nosotros. Sin embargo, la

"transmisión" no lo es en igual sentido, porque el don de la gracia creada, efecto de la

inhabitación del Espíritu Santo, no está en nosotros como está en Cristo: en Él se halla en

plenitud, en nosotros parcialmente. Si a esto se añade que "es necesario que todo agente se

una a aquello en lo que inmediatamente obra y lo toque con su virtud", se puede concluir que

la Humanidad de Cristo ha de entrar de algún modo en "contacto" con aquellos a quienes

entrega el don del Paráclito para que participen de su gracia. Santo Tomás lo afirma

explícitamente al tratar de la eficiencia de la Pasión del Señor. Se plantea la siguiente

dificultad: "el agente corporal no obra eficiente-mente si no es por contacto: y así vemos que

Cristo limpió al leproso tocándole (...). Pero la pasión de Cristo no pudo tocar a todos los

hombres, luego no pudo obrar eficientemente su salvación"; y la resuelve diciendo que "la

pasión de Cristo, aunque corporal, posee una virtud espiritual por su unión con la divinidad. Y

así, por contacto espiritual logra su eficacia, a través de la fe y de los sacramentos de la fe".

El "contacto espiritual" entre Cristo y el cristiano se establece por un acercamiento mutuo. Por

una parte, el Hijo ha venido a nosotros asumiendo una naturaleza humana, y de este modo ha

entrado en el linaje humano y "se ha unido en cierta manera con todo hombre". Esta unión

natural con Cristo en cuanto hombre, debida a la participación en la misma naturaleza

humana, es fundamento de la comunión sobrenatural que se establece por la "transmisión"

del Espíritu Santo de Cristo a nosotros.

Pero no basta este fundamento para que el hombre reciba de hecho la vida sobrenatural de

Cristo. Es preciso que se abra a su acción, que se adhiera a Cristo "por la fe y los sacramentos

de la fe". Primero por la fe viva, formada por la caridad, como escribe san Pablo: "que Cristo

habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17); y

segundo, por la participación en los sacramentos, en los que actúa Jesucristo mismo, de modo

supremo en la Eucaristía. La referencia a los "sacramentos de la fe" se puede extender a los

demás medios de santificación –la oración y la formación cristiana– de los que trataremos en

el capítulo 9º.

Mediante la fe y los sacramentos el cristiano entra en relación con Jesucristo y recibe por eso

mismo al Espíritu Santo, que desciende de la Cabeza a los miembros para dar inicio o

acrecentar la vida sobrenatural, cumpliéndose entonces lo que escribe san Pablo: "el que se

une al Señor se hace un solo Espíritu con Él" (1Co 6, 17); y san Juan: "por esto conocemos que

permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado" (1Jn 3, 24). Y es el Espíritu Santo,

Divino Huésped del alma, quien hace presente en el espíritu humano de modo permanente la

virtud o la operación de la Humanidad de Cristo, por la cual se despliega con todos sus efectos

la vida sobrenatural como vida de Cristo en el cristiano, que se va conformando

progresivamente con el Señor (cfr. 2Co 3, 18).

En la Encíclica Mystici Corporis, Pío XII enseña que Cristo, autor y causa eficiente de la santidad

de los miembros de su Cuerpo místico, "está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica

y por el que de tal suerte obra en nosotros que todas las cosas divinas llevadas a cabo por el

Espíritu Santo en las almas se han de decir también realizadas con Cristo". La presencia de

Cristo en el cristiano no se identifica con la presencia del Espíritu Santo, pero se realiza por

medio de ella y es inseparable de ella. Juan Pablo II lo ha expuesto comentando las palabras

del Señor en la Última Cena: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con

vosotros para siempre" (Jn 14, 16). Dice el Papa: "Esta promesa está unida a las otras que Jesús

ha hecho al subir al Padre:

he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Nosotros

sabemos que Cristo es el Verbo que se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14).

Si, yendo al Padre, dice: Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo, se deduce de ello que

los Apóstoles y la Iglesia deberán reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo

aquella presencia del Verbo-Hijo que durante su misión terrena era "física" y visible en la

Humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa

en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la

Iglesia (Él mora con vosotros y en vosotros está: Jn 14, 17), hará presente a Cristo invisible de

modo estable, hasta el fin del mundo. La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará

que la Humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice,

con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación".

Esta presencia de Cristo en cuanto hombre explica, a nuestro entender, que se pueda afirmar

que el cristiano es y debe seripse Christus. Ya lo hemos dicho: por la infusión de la gracia "es"

ipse Christus desde el Bautismo, pero la presencia de la vida de Cristo puede crecer, pues se

trata de un influjo de su acción, y por esto se dice también que el cristiano "ha de llegar" a ser

ipse Christus. La vida cristiana es un progresivo crecimiento en la identificación con Cristo,

hasta la medida de la plenitud de Cristo (cfr. Ef 4, 13). Este crecimiento se realiza por la gracia

del Espíritu Santo y la correspondencia del cristiano.

Ésta es, en síntesis, la explicación teológica que deseábamos ofrecer sobre el fundamento de

las expresiones "identificación con Cristo" y "el cristiano, ipse Christus" que emplea san

Josemaría. Como decíamos, habrá otras posibles. En cualquier caso es indudable que esos

modos de designar la relación del cristiano con Cristo abren perspectivas a la Teología e

impulsan a poner las bases de la vida espiritual en la conciencia de "ser Cristo", que no es otra

cosa que edificar la vida cristiana sobre el "sentido de la filiación divina".

2.5 Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva"

Al ser una participación en la única Filiación subsistente e increada del Verbo, el don de la

filiación divina adoptiva es idéntico en el varón y en la mujer.

La mujer tiene en común con el varón su dignidad personal y su responsabilidad, y –en el

orden sobrenatural– (...) una idéntica filiación divina adoptiva.

Cuando san Josemaría habla de "hijos de Dios" se dirige igualmente a varones y a mujeres. A

veces habla expresamente de "hijos e hijas de Dios" o de "hijas e hijos de Dios", no porque el

don de la filiación divina sea diverso sino por razón del sujeto, es decir, por la diversa condición

de quienes reciben la adopción divina. La igualdad es radical:

Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad

y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que

enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis,

Christum induistis. Non est Iudaeus, neque Graecus: non est servus, neque liber: non est

masculus, neque femina (Ga 3, 27-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni

libre; ni tampoco de hombre, ni mujer.

En el texto de san Pablo citado aquí, la diferencia entre "varón y mujer" figura junto con otras

de fundamento diverso ("judío y griego", "siervo y libre"). Lo que los fieles tienen en común es

la filiación adoptiva recibida en el Bautismo: "Todos sois hijos de Dios (...) porque todos los que

fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 26-27). En el momento del

Bautismo, este don es el mismo en todos en un sentido fuerte: no sólo porque lo tengan por

igual (como sucede, por ejemplo, en quienes tienen una misma cantidad de dinero), sino

porque es un solo don, es decir, un don que, estando en muchos, hace que sean uno. Es la

conclusión del Apóstol: "todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). Estamos ante

la dialéctica de lo uno y de lo múltiple, típica de la participación trascendental.

Mientras que la Filiación subsistente es única (el Hijo Unigénito), la filiación participada,

recibida en múltiples sujetos, hace que muchos hijos formen "uno solo en Cristo Jesús".

Siendo idéntica en el hombre y en la mujer la filiación divina recibida en el Bautismo, es

idéntico también el sacerdocio común. De aquí se derivan múltiples consecuencias en la vida

práctica (y en el terreno jurídico) que san Josemaría advierte y pregona adelantándose a los

tiempos. Citemos como ejemplo un texto que incluye también una observación respecto al

sacerdocio ministerial:

Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes –distinción que por muchas

razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener–, pienso que a la

mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en

su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al

apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo

lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc.

Afirma que la capacidad de recibir el sacerdocio ministerial, ha de reservarse "por muchas

razones, también de derecho divino" a los varones, sin detenerse en explicaciones;

simplemente remite a la doctrina de la Iglesia. Pero, más que esto, lo que aquí nos interesa

señalar es que sus palabras subrayan fuertemente la igualdad entre varones y mujeres por lo

que se refiere al sacerdocio común, idéntico en todos. Ellos y ellas, al recibir la filiación

adoptiva, son hechos partícipes también del sacerdocio que pertenece a Cristo por su

naturaleza humana (cfr. 1Tm 2, 5). Al poseer hombres y mujeres la misma naturaleza humana

y al haber recibido el carácter bautismal, poseen también ambos el mismo sacerdocio real, la

misma capacidad de ser mediadores en Cristo entre Dios y los hombres. El sacerdocio

ministerial, en cambio, es una capacidad de efectuar ciertas acciones sacerdotales en

representación de Cristo Cabeza del Cuerpo místico. Y la función de ser cabeza está

relacionada con la condición de varón, como aparece en la creación (cfr. Gn 1, 7.18 ss.) y como

enseña san Pablo: "Quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la

mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo es Dios" (1Co 11, 3; cfr. Ef 5, 23). Hay por esto unas

funciones sacerdotales que reclaman la condición de varón. Pero los que reciben este

sacerdocio ministerial no son más hijos de Dios, ni mejores cristianos, ni más santos. Son

únicamente "más sacerdotes", y no porque ejerzan más o mejor el sacerdocio común, sino

porque, además de las que son propias de todos los bautizados, tienen otras funciones

sacerdotales.

En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles.

Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier

otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los

cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter

del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado (Conc. Vaticano

II, Const. dogm. Lumen gentium 10), del sacerdocio común de los fieles.

Ni las mujeres ni la mayor parte de los varones reciben el sacerdocio ministerial, pero todos

están llamados –sean ministros ordenados o no– a la plenitud de la filiación divina que es la

santidad. Como hijos de Dios en Cristo, todos han tender a ser como Cristo, a tener, por tanto,

un alma sacerdotal. Enseguida nos referiremos con más detalle a este concepto. Ahora sólo

queremos señalar que san Josemaría, consciente de que la propensión a identificar el

"sacerdocio" con el "sacerdocio ministerial" podía llevar a pensar que el "alma sacerdotal" es

algo que atañe a los ministros y sólo a ellos, insiste en que también las mujeres, lo mismo que

los varones que no reciben el sacramento del orden, precisamente porque son hijos de Dios en

Cristo han de tener "alma sacerdotal". Este fue el tema central de su última conversación en la

tierra, el 26 de junio de 1975, con un grupo de mujeres, pocas horas antes de su tránsito al

Cielo: Vosotras tenéis alma sacerdotal...

3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA

Entramos ahora en el aspecto más específico de la enseñanza de san Josemaría acerca de la

filiación divina. "Saberse hijos de Dios", "saberse Cristo", es una fuente extremadamente

sencilla de vida espiritual, y a la vez de una riqueza inagotable, como un mar profundo en el

que se descubren siempre nuevas maravillas. La multiplicidad de aspectos se percibe en la

bibliografía existente. Aquí trataremos de exponer las diversas implicaciones con un orden

que, en sí mismo, refleje una idea central: que el sentido de la filiación divina tiene carácter de

fundamento de la vida cristiana.

Previamente conviene aclarar una cuestión terminológica. San Josemaría afirma unas veces

que el fundamento de la vida espiritual es "la filiación divina", y otras que dicho fundamento

es "el sentido de la filiación divina". En nuestra opinión, las dos expresiones son equivalentes:

la primera es sólo una forma abreviada de la segunda. Cuando, por ejemplo, señala que la

filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei (o sea, de su mensaje), no está

simplemente recordando la verdad dogmática de que el cristiano es hijo de Dios por la gracia y

de que ahí se asienta objetivamente su vida sobrenatural, ni está afirmando sólo que la vida

cristiana se edifica sobre la doctrina de Jesucristo según las palabras del Apóstol: "nadie puede

poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo" (1Co 3, 11), sino que está

proponiendo una enseñanza práctica que, otras muchas veces, formula diciendo que el

fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina. En los dos casos

se trata de la misma doctrina, que en el segundo se presenta explícitamente desde la

perspectiva de la primera persona, indicando como fundamento no ya la nueva realidad de la

filiación divina, sino el "sentido" que de ella se tiene.

3.1 Significado de la expresión "sentido de la filiación divina"

Al hablar aquí de "sentido" de la filiación divina no nos referimos, obviamente, a "lo que se

entiende" por filiación divina (el "sentido" como acepción o significado de un término), sino a

la íntima percepción o conciencia habitual de ser hijo de Dios; percepción que no es sólo un

acto del intelecto sino que implica a todas las facultades de la persona.

¿Qué tipo de cualidad es ese "sentido" en el cristiano y cómo configura su personalidad?

3.1.1 "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad

Evidentemente se puede ser hijo de Dios sin tener "sentido de la filiación divina". No pocos son

hijos adoptivos de Dios pero o no lo saben o, en todo caso, es una realidad que no influye

conscientemente en su conducta. San Josemaría presenta este "sentido" como una cualidad

que, en la medida en que se posee, inclina a comportarse con espontaneidad como hijo de

Dios. Alguna vez lo llama "virtud", pero no porque sea una virtud más, sino porque es una

cualidad inherente a todas las virtudes que da un carácter filial a su actuación. En cierta

ocasión, respondiendo a la pregunta de una mujer sobre "una virtud maravillosa: la filiación

divina....", san Josemaría comentaba entre otras cosas: Verdaderamente es una virtud

extraordinaria; es –veo que llevas al cuello un collar– como el hilo que une las perlas de un

gran collar maravilloso. La filiación divina es el hilo, y ahí se van engarzando todas las virtudes,

porque son virtudes de hijo de Dios, son virtudes de cristiano. No es una perla más, sino el hilo

del collar de las virtudes cristianas. "La filiación divina no es una virtud particular, que tenga

sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes". No se obra como

hijo de Dios sólo con unas acciones especificadas por su objeto. Cada actividad puede adquirir

una tonalidad particular si está realizada con "la conciencia de ser hijo de Dios". Y esa

conciencia debe presidir progresivamente toda la conducta del cristiano: no podemos ser hijos

de Dios sólo a ratos.

Puesto que la filiación divina es la verdad más íntima de un cristiano –la nueva relación con

Dios que recibe la persona humana en la elevación sobrenatural–, el "sentido" de esa relación

le otorga una autoconciencia de lo más profundo de su ser y, en consecuencia, una

"personalidad" moral: un modo de pensar, de apreciar, de querer, propio de un hijo de Dios;

un conocer, amar y sentir en Cristo Jesús. De ahí el consejo de san Josemaría: debes tener

personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo. Por eso pide para sí y enseña

a pedir a Jesús: haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo.

El "sentido de la filiación divina" se encuentra en todas las potencias del alma: en la

inteligencia, en la voluntad y en las facultades sensibles. No se reduce a un conocimiento

teórico de la doctrina sobre la adopción sobrenatural . Conlleva también el juicio práctico de lo

que es ser hijo de Dios y de lo que esto implica en la vida, así como el aprecio, por parte de la

voluntad y de los afectos, de una realidad en la que se ha de apoyar toda la conducta. Por eso

se habla de "sentido" de la filiación: algo que no sólo se conoce como desde fuera, sino que se

"siente" y que –como dice Leonardo Polo– es "configurador" de la persona.

Al encontrarse en todas las potencias, el sentido de la filiación divina puede empapar todas las

virtudes. Según la comparación apuntada anteriormente, es el "hilo" que les sirve de soporte y

les permite formar un collar. Cuando san Josemaría menciona una determinada virtud, con

frecuencia añade: "de un hijo de Dios". Dice, por ejemplo, "el amor de un hijo de Dios", o la

alegría, la obediencia, la lealtad... "de un hijo de Dios".

Sin embargo, el sentido de la filiación divina no comunica del mismo modo con todas las

virtudes, sino que tiene una relación especial con una de ellas: la piedad. La piedad es la virtud

de los hijos. Es la virtud que inclina, ante todo, a tratar a Dios como Padre y a comportarse

siempre como hijos suyos. Ciertamente lleva a dar culto mediante determinadas "prácticas de

piedad", pero el cristiano glorifica a su Padre Dios con todas sus obras. La piedad, en el

genuino sentido del término, se extiende a toda su conducta, tanto interior como exterior:

puesto que es hijo de Dios, debe vivir con piedad (cfr. Tt 2, 12).

No obstante, san Josemaría no identifica el "sentido de la filiación divina" con la virtud de la

piedad. Dice que es la médula de la piedad. Sería ocioso pararse a distinguir entre la virtud y su

médula. Ya se comprende que con el término "médula" expresa que el sentido de la filiación es

constitutivo esencial de la piedad, sin que esto signifique que en lo demás se identifique con

ella. Es un saberse y un sentirse hijo de Dios que está en el núcleo de la piedad. O sea, la

relación del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad es inmediata, y a través de

ella está presente en las demás virtudes cristianas. Podríamos comparar la piedad al broche

que cierra el hilo del collar de virtudes y mantiene a todas en él, haciendo que sean virtudes de

un hijo de Dios. Lógicamente es sólo una comparación que ilustra, con ciertos límites, la

relación peculiar del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad.

Más estrecha aún es la relación con el "don de piedad" (uno de los siete dones del Espíritu

Santo), que perfecciona la virtud homónima. Es el don que dispone al alma a ser dócil al

impulso del Espíritu Santo de tratar filialmente a Dios Padre. El sentido de la filiación divina no

es resultado de un descubrimiento o esfuerzo nuestro, como pone de relieve el mismo san

Josemaría al relatar las circunstancias en que germinó en su corazón la invocación Abba, Pater!

Es un modo de ver y afrontar la vida que deriva del don de piedad. El Espíritu Santo, con el don

de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios. En una oración al Espíritu

Santo que compuso en 1971, implora el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra

filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo,

hermanos de todos los hombres.

Según estas palabras, el sentido de la filiación divina es consecuencia del don de piedad. Sin

embargo no coinciden, porque no todo el que tiene el don de piedad tiene también el vivo y

actual "sentido" de la filiación divina que predica san Josemaría. El don de piedad es una

disposición para ser movido por el Espíritu Santo y comportarse como hijo de Dios. El "sentido

de la filiación divina" es la conciencia actual de ese don, de lo que representa en la vida

cristiana y la cooperación consciente que demanda, bajo la guía del Espíritu Santo, aquélla de

la que dice san Pablo: "los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm

8, 14). Es el anhelo de dejarse guiar en todo por el Paráclito y de corresponder al don de

piedad; el reconocimiento de ese don y el afán de que el Paráclito actúe esa disposición filial. Y

si se incluye el hecho de que esa correspondencia es también suscitada por el mismo Espíritu,

que cuenta con nuestra libertad, entonces se puede decir, con palabras de Álvaro del Portillo,

que el sentido de la filiación divina es el don de piedad.

A través de su relación estrecha con el don de piedad, el sentido de la filiación divina se

relaciona con los demás dones del Espíritu Santo. Al alcanzar a lo más íntimo del sujeto, su ser

hijo de Dios, dispone a la voluntad para obrar conforme a esa condición bajo la acción del

Espíritu Santo: con sabiduría filial, fortaleza filial, temor filial, etc.

Hemos visto, en la última cita de san Josemaría, que el sentido de la filiación divina deriva del

don de piedad (implora "el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina").

En otro momento escribe, en cambio, que la piedad (...) nace de la filiación divina. Parece una

contradicción, pero es sólo aparente si se distingue entre "don de piedad" y "vida de piedad".

La segunda afirmación no se refiere al don sino a la vida de piedad que surge de la filiación

divina como consecuencia del don de piedad. Es decir, el don de piedad es el origen del

sentido de la filiación divina, y de éste nace la vida de piedad que se extiende a toda la

conducta: La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba

por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los

deseos, en todos los afectos.

Conviene hacer notar también que el "sentido de la filiación divina" incluye el "sentido de la

fraternidad en Cristo". Es –con palabras ya citadas– la conciencia gozosa y sobrenatural de ser

hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres. La piedad se extiende a los

demás. Lleva a venerar en ellos la imagen de Dios y la llamada a ser sus hijos por la gracia

sobrenatural.

En definitiva, para precisar teológicamente en qué consiste el "sentido de la filiación divina"

conviene al menos distinguir entre "filiación divina", "sentido de la filiación divina", "don de

piedad" y "vida de piedad". La filiación divina es un don entitativo, que hace partícipe al

cristiano de la Filiación de Cristo. El "sentido de la filiación divina" es un don operativo,

destinado a configurar su modo de obrar con el de Cristo; deriva del "don de piedad", como

conciencia actual de la condición de ser hijo de Dios que hace surgir el deseo de ser

permanentemente guiado por el Espíritu Santo. Del sentido de la filiación divina nace, por

último, la "vida de piedad", el tono de vida propio de un hijo de Dios, de cara a Dios y de cara a

los hombres.

El cristiano es así guiado en toda su conducta por el sentido de la filiación divina, de modo

semejante a como se dice de quien sigue una pista que se guía por los sentidos corporales (por

el oído o por el olfato, etc.). En la medida en que tiene "sentido de la filiación divina" se dirige

hacia su meta guiado por ese "sentido"; más aún, percibe toda la realidad con ese sentido y

posee como una "sensibilidad" particular en el trato con

Dios y con los demás: una facilidad para discernir lo que es propio de un hijo de Dios, una

forma de considerar las cosas con la perspectiva de la santificación y del apostolado. Se realiza

en su vida la exhortación paulina de compartir los sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2, 5).

Tan importante es el sentido de la filiación divina que perderlo totalmente en la vida espiritual

sería como quedarse "sin sentido" en la vida física, como "desmayarse". Peor todavía, porque

quien se desmaya quizá no es responsable de su situación ni causa daño a otros, pero quien

carece completamente de sentido de la filiación divina, quien no trata a Dios como Padre,

puede convertirse en una persona que no conoce quién es ni tiene en sus manos el rumbo de

la propia vida. El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su

actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la

cosas.

3.1.2 "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical"

Después de haber visto qué tipo de cualidad es el "sentido de la filiación divina", nos

preguntamos ahora cómo configura la personalidad del cristiano que busca la santidad en

medio del mundo.

Para responder a esta cuestión en toda su amplitud nos tendríamos que plantear cómo influye

el "sentido de la filiación divina" en todas las virtudes cristianas, principalmente en la caridad

y, a través de ella, en las demás virtudes a las que informa y de las que el sentido de la filiación

divina viene a ser como el "hilo" que las une. Pero aún no es el momento de hablar de las

virtudes: las estudiaremos en el capítulo 6º. Ahora nos limitaremos a señalar algo más básico:

dos trazos característicos del mismo "sentido de la filiación divina" que, por ser intrínsecos a

él, se manifiestan después en la caridad y en todas las virtudes de un hijo de Dios llamado a

santificarse en el desempeño de las actividades temporales. Estos dos trazos, típicos de la

enseñanza de san Josemaría e inseparables entre sí, son el "alma sacerdotal" y la "mentalidad

laical".

Estos dos trazos corresponden respectivamente a dos realidades, de las que hemos hablado

más arriba, que acompañan a la adopción divina en el Bautismo: el sacerdocio y la herencia. En

efecto, al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano recibe una participación

en el sacerdocio de Jesucristo, y por esto ha de tener un "alma sacerdotal". Además es hecho

heredero de la gloria, herencia que incluye las realidades creadas, purificadas de las

consecuencias del pecado, que ya en este mundo el cristiano comienza a poseer cuando las

emplea como materia de santificación: esta cualidad de heredero reclama, en el caso de los

fieles llamados a santificar el mundo desde dentro, una cristiana "mentalidad laical" de la que

habla san Josemaría.

El cristiano participa del sacerdocio de Jesucristo para ser mediador entre Dios y los hombres.

Y ha recibido el mundo como herencia para ejercer su sacerdocio en las actividades

temporales, santificándolas, realizándolas para la gloria del Padre. Como hijo adoptivo de Dios

ha de saberse, con Cristo y en Cristo, sacerdote y heredero del mundo. Son dos aspectos

íntimamente unidos, porque el cristiano toma posesión de la herencia mediante el ejercicio de

su sacerdocio. Aquí se encuentra el fundamento teológico de la compenetración entre estos

dos rasgos –el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical"–, propios del "sentido de la filiación

divina".

San Josemaría los propone como algo que no puede ser visto como secundario en su mensaje,

porque se encuentra en su eje y en su base, es el quicio y el fundamento:

En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma

verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical.

Se dirige con estos términos expresamente a los fieles del Opus Dei, presentándoles la unión

de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" como una característica esencial de su misión de

santificar el mundo desde dentro. Pero al ser esta misión común a todos los fieles corrientes y

a los sacerdotes seculares, es evidente que no concibe estos dos rasgos y su mutua unión

como característica exclusiva de los miembros del Opus Dei, sino que los propone a ellos para

que la difundan entre todos los fieles que hayan recibido de Dios la llamada a santificar desde

dentro las actividades profesionales, familiares y sociales.

Veamos ahora otro texto de san Josemaría, tomado del mismo documento que el anterior, en

el que se refiere al alma sacerdotal (aunque no la mencione expresamente en estas líneas) y a

la mentalidad laical, así como a la unión de ambas:

Porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus –sabiendo que Él es el único

mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5)–, debemos unirnos al Señor y ser

mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Él todas las cosas. Nuestra vocación nos exige no

buscar solamente nuestra santidad personal, sino ir por todos los caminos de la tierra, para

convertirlos en caminos del Señor; tomar parte, como ciudadanos corrientes del mundo, en

todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar toda la

masa (cfr. 1Co 5, 6). Pero, con el fin de que sea fecunda nuestra labor apostólica, necesitamos

también tener mentalidad laical, puesto que, para que sea eficaz, la levadura tiene que

penetrar, que desaparecer en la masa de la sociedad humana, con naturalidad.

Como se puede ver en estas palabras, partiendo del "porque queremos ser cada uno de

nosotros ipse Christus", san Josemaría señala que ese sentido de la filiación divina debe

impulsar al cristiano a ser "mediador en Cristo": a poner en acto el propio sacerdocio.

Inmediatamente después se refiere al ejercicio de ese sacerdocio en las actividades

temporales para ofrecerlas a Dios y unir a los demás con Él, operando como el fermento en la

masa. Ese íntimo deseo es el "alma sacerdotal". Pero el fermento en el que piensa san

Josemaría ha de estar compenetrado con la masa, pertenecer a ella, y por eso necesita

"mentalidad laical".

Tener "alma sacerdotal" es, pues, asumir conscientemente las implicaciones del sacerdocio

común (en el caso del laico; o del sacerdocio común y del ministerial, en el del presbítero) para

la santificación propia, de los demás y del mundo. Es mirar y tratar las realidades temporales

de un modo sacerdotal, ofreciéndolas a Dios como mediadores en Cristo, que ha entregado su

vida en la Cruz para unir a los hombres con Dios. Es abrazar con generosidad la cruz de cada

día (cfr. Lc 9, 23). "El alma sacerdotal –explica Álvaro del Portillo– consiste en tener los mismos

sentimientos de Cristo Sacerdote, buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina, y

ofrecer así nuestra vida entera a Dios Padre, en unión con Cristo, para corredimir con El". Para

san Josemaría, el alma sacerdotal se reconoce en no decir nunca basta: en no poner límites al

sacrificio, por amor a Dios y a los demás, como no los ha puesto Jesucristo Sacerdote.

Por su parte, la "mentalidad laical" consiste sustancialmente en comprender y asumir que las

realidades terrenas se han de ordenar a Dios respetando y valorando su autonomía propia; es

decir, que la dedicación a las ciencias de la naturaleza y del hombre, a la técnica, a la

economía, a la organización social, el arte, etc., se ha de llevar a cabo de acuerdo con las leyes

propias de cada actividad. Las realidades temporales, en efecto, han de ser llevadas a Dios –y

ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza,

según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural

en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él

todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre

que derramó en la cruz (Col 1, 19-20). "La autonomía y consistencia de las realidades

temporales implica, en los escritos de san Josemaría, el imperativo de conocer y respetar su

dinámica intrínseca, fruto de la racionalidad que la Sabiduría del Creador ha impreso en sus

obras, y por consiguiente una exigencia de competencia técnica y profesional, presupuesto

imprescindible de cualquier proyecto apostólico para la santificación del mundo desde

dentro". Esa "legítima autonomía de las realidades temporales" permite una pluralidad de

modos de ordenarlas a Dios que reclama, en consecuencia, un pleno respeto a la libertad en

esas cuestiones y a la iniciativa apostólica de los fieles que han de santificarlas. De ahí que para

san Josemaría la libertad (...) es la clave de esa mentalidad laical que constantemente predica.

Al hablar de "autonomía de las realidades temporales", el Magisterio de la Iglesia advierte que

no se trata de una autonomía absoluta sino relativa, porque el hecho de que tengan sus leyes y

su consistencia propia no significa que sean independientes de Dios; al contrario, pueden y

deben ordenarse a Él de modo conforme a esas leyes. Lo recuerda también san Josemaría

cuando escribe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como

último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas. Bajo esa perspectiva, la mentalidad

laical lleva a ver el ejercicio de las actividades temporales como el campo que se ha de

fecundar y cultivar con el "alma sacerdotal".

La mentalidad laical del cristiano necesita del alma sacerdotal y viceversa. Las dos nociones no

se pueden entender en la predicación de san Josemaría aislando una de la otra. Él no las

separa nunca. El "alma sacerdotal" de que habla no es un genérico "sentido sacerdotal" que ha

de cultivar todo cristiano por ser hijo de Dios y por participar en el sacerdocio de Cristo, sino el

espíritu sacerdotal específico de quienes han sido llamados a santificar el mundo desde

dentro: misión que requiere "mentalidad laical" y, por tanto –como hemos visto–, un

reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales que deja un amplio espacio de

libertad. De modo recíproco, esa "mentalidad laical" –la que enseña san Josemaría– no es

simplemente la que puede tener cualquier ciudadano inmerso en las actividades temporales,

sino la propia de un cristiano que desea santificarlas. "Alma sacerdotal" y "mentalidad laical"

no se unen de modo extrínseco, como dos cualidades independientes que vienen a coincidir en

el mismo sujeto: son actitudes que mutuamente se implican. Con razón se ha escrito que "una

mentalidad laical que no estuviese informada por el alma sacerdotal llevaría al laicismo (...); y

viceversa, un alma sacerdotal que no se manifestase según la mentalidad laical podría

decantar en el clericalismo".

El fiel cristiano laico contribuye a la obra de la Redención a la vez que busca el progreso

temporal. No separa lo uno de lo otro, como sería propio de una mentalidad no laical sino

laicista, pero tampoco los confunde imaginando que la solución humana a las cuestiones

temporales –los planteamientos económicos, la organización política, etc.– deriva

inmediatamente de la fe, o pensando que hay para ellas una única "solución cristiana". Esto no

sería manifestación de alma sacerdotal, sino clericalismo, porque al pensar de ese modo se

tendería a poner las actividades temporales bajo la dirección de la Jerarquía eclesiástica, que

no tiene esa misión por su naturaleza. (Otra cosa es la dimensión moral de la cuestiones

temporales, campo en el que los pastores de la Iglesia tienen atribuciones propias). Por el

contrario, la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" permite entender y ejercitar en

nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas

temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios (cfr. Ef 2, 19) y de

la ciudad de los hombres.

En la misma personalidad de san Josemaría se percibe nítidamente la compenetración entre

alma sacerdotal y mentalidad laical, favorecida desde muy pronto por algunas circunstancias

de su vida. Sin detenernos en detalles biográficos, recordemos que en el último período de

estudios en el seminario de Zaragoza, cursaba también la carrera de Derecho en la Universidad

civil, lo que le permitió mantenerse en contacto con modos de pensar diversos de los

habituales en el ambiente del seminario. Los testimonios de sus colegas durante esos años,

recogidos más tarde con vistas a la causa de canonización y publicados en una monografía,

señalan la naturalidad con la que se movía con espíritu sacerdotal en ese ambiente laical,

donde se encontraba "como pez en el agua"; y, viceversa, en el entorno eclesiástico del

seminario, resaltaba su sintonía con un modo de pensar cristianamente laical así como su

empeño por cultivar las virtudes que reclama el trato y la convivencia en la esfera civil. Esta

unión de los dos aspectos confirió un tono característico a su personalidad y a su acción

apostólica, decisivo para asentar sobre bases de profunda armonía la necesaria cooperación

entre sacerdotes y laicos de cara a realizar conjuntamente la misión apostólica de santificar el

mundo desde dentro. Ya en la primera residencia para estudiantes que promovió en Madrid en

1934, la "Academia-Residencia DYA", quiso que el director no fuera un sacerdote sino un laico:

un profesional competente en su campo –era arquitecto– y en la tarea de gobernar una

residencia, a la vez que con afán apostólico y preparación para impartir formación cristiana a

los estudiantes. Los ejemplos podrían multiplicarse porque, a lo largo de su vida, fueron

numerosos los laicos y los sacerdotes que aprendieron por medio de su ejemplo a fusionar en

sus vidas el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical" que les transmitía, como cualidades

propias del "sentido de la filiación divina".

3.2 Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana

Desde antiguo se ha observado que Dios atrae a sus hijos hacia sí moviéndolos no tanto desde

fuera cuanto desde dentro de ellos mismos. Se encuentran como inclinados por un instinto

interior, en virtud del principio de vida sobrenatural que les ha sido concedido. La criatura

humana es sólo capax gratiae, pero una vez hecha partícipe de la naturaleza divina, tiene en sí

misma una positiva propensión a desarrollar más y más esa vida de Dios en su alma. San

Agustín comenta en este sentido las palabras de Jesús "nadie puede venir a mí, si no lo atrae el

Padre" (Jn 6,44):

"No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor.

(...) Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos

incluso con placer. (...) Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja;

enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a

donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído

por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones

terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto

que "cada cual es atraído por su deseo", ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? (...)

Dichosos, por tanto –dice–, los que tienen hambre y sed de la justicia –entiende, aquí en la

tierra–, porque –allí, en el cielo– ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo

que desean; después verán aquello en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se

saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos".

En bastantes obras de espiritualidad se habla de esta tendencia del hombre hacia Dios. A veces

las consideraciones no revisten particular fuerza operativa, pero no faltan autores que

enseñan a tomar conciencia de esa inclinación interior a la unión con Dios y a fomentarla, para

ser atraídos sin obstáculos por Él. La clásica obra de Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y

virtudes cristianas, publicada en 1614 y reeditada numerosas veces, comienza tratando del

"deseo de perfección" como base de la vida espiritual: si falta este deseo es difícil que el alma

se mueva hacia Dios y que se pongan en juego todas las energías para buscar la santidad.

En san Josemaría el planteamiento se hace radical. El deseo de perfección ha de apoyarse en la

conciencia de ser hijo de Dios, hijo muy amado. Este es el fundamento último, el cimiento de la

santidad moral. Volvamos un momento al texto de san Agustín que nos puede iluminar sobre

este punto. Es razonable pensar que el niño no se moverá a tomar las nueces que le ofrece su

padre –aunque le gusten y las desee– si no sabe que es su padre quien se las ofrece o si no se

siente querido por él. En último término, el deseo no basta. Sólo se dejará atraer si se

reconoce hijo de un padre que le ama y le ofrece sus dones. Pasando del ejemplo a la realidad,

podemos decir que cuando san Josemaría enseña que el fundamento de nuestra vida espiritual

es el sentido de nuestra filiación divina, está indicando la base en la que se apoya la respuesta

del cristiano a Dios Padre que le llama y le ofrece sus dones: el alimento de su vida

sobrenatural, la familiaridad con Él como hijo suyo en Cristo por el Espíritu Santo, y la herencia

de los hijos. El "sentido de la filiación divina" es el resorte que lanza al hijo hacia su Padre Dios.

En último término corre hacia la unión con Él no sólo porque le ofrece un premio, sino porque

se sabe hijo querido por Él. "Nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19).

Este planteamiento simplifica mucho la vida espiritual:

Para hacer los cimientos de un edificio, a veces hay que ahondar mucho, llegar a una gran

profundidad, hacer grandes soportes de hierro y hundirlos hasta que se apoyen sobre roca.

Pero no hay necesidad de eso si se encuentra enseguida terreno firme. Para nosotros la roca es

ésta: piedad, filiación divina.

En realidad, siempre que se busca un fundamento sólido para la vida espiritual se acabará

hallando la filiación divina, porque esta es la verdad del ser cristiano. San Josemaría enseña a

"excavar", por así decir, allí donde esa base firme se encuentra enseguida. Su consejo es bien

sencillo:

Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos

como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su

familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo.

Se precisa un esfuerzo, pero ese "procurar darse cuenta" de que somos hijos de Dios, es algo

no sólo asequible sino cordial. No es más de lo que pide un padre cuando le dice a su hijo:

"mírame..., soy tu padre que te quiere mucho". El cristiano es atraído por Dios con gusto. El

panorama de la vida espiritual, con la exigencia de llevar la cruz en pos de Jesús, se torna

entonces dulce y amable. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. No

se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en

la voluntad– al saberse hijo de Dios.

Numerosos pasajes neotestamentarios pueden leerse en este sentido. Por ejemplo, escribe el

Apóstol: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido

bautizados en su muerte? Pues (...) así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la

gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). Es como si

dijera: "Si fuerais más conscientes de que habéis nacido como hijos de Dios en el Bautismo,

procuraríais vivir como hijos de Dios". O también, señalando una aplicación concreta: "¿No

sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). Huid de la fornicación (...).

Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1Co 6, 15.18.20). Es como si dijera: "Si tuvierais en cuenta

que sois hijos de Dios, emplearíais vuestro cuerpo para dar gloria a vuestro Padre Dios". En

esta línea se mueven las exhortaciones de diversos Padres de la Iglesia. Baste recordar las

célebres palabras de san León Magno: "Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido

hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a

las antiguas vilezas. Piensa de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro...". El tono de las

enseñanzas de san Josemaría engarza perfectamente con esta tradición espiritual. Lo que

propone se encontraba ya ahí, y él ha sabido reconocer, gracias a la luz divina, la trascendencia

que tiene para la vida cristiana saberse hijo de Dios.

Poner expresamente el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual es

una enseñanza válida para todos los cristianos, porque todos han de llamar "Padre" a Dios y

reconocerse hijos suyos. El mensaje de san Josemaría se dirige a la multitud de fieles que han

recibido esta dignidad en el Bautismo y están llamados a la santidad, señalándoles un cimiento

sólido y accesible para alcanzar la identificación con Cristo.

La imagen del "cimiento" o del "fundamento" no debe llevar a pensar que el sentido de la

filiación divina es una base "inerte" del edificio de la santidad y del apostolado. Para san

Josemaría es un fundamento "vivo", dinámico, del que surge la vida cristiana como una planta

de su raíz. La filiación divina, escribe, es una verdad gozosa que fundamenta toda nuestra vida

espiritual, que llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas.

Y en otro momento ejemplifica la potencialidad del sentido de la filiación divina para sustentar

y dirigir toda la conducta a Dios:

Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el trabajo, ninguna

fuente de serenidad fuera de la filiación divina; (...) para nuestros errores, aunque se estén

palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni mayor facilidad, si de veras se quiere ir a

buscar el perdón y la rectificación, que la filiación divina.

El "sentido de la filiación divina" es, como decíamos, un fundamento "vivo", un cimiento

palpitante que impulsa a orientar a Dios todas las situaciones: una raíz que suministra energía

vital para tender en todas las actividades al fin último de la vida cristiana. Y como ya sabemos,

san Josemaría enuncia de modo triple ese fin último: "dar gloria a Dios", "buscar que Cristo

reine", "procurar que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María". Estas expresiones genéricas

se traducen en la enseñanza de san Josemaría en tres formulaciones más específicas, según

hemos estudiado en la Parte I: "contemplar a Dios en la vida ordinaria", "poner a Cristo en la

cumbre de las actividades humanas", "hacer de la Misa el centro y la raíz de la vida interior".

Por esto dedicaremos los apartados siguientes a mostrar (o al menos a dejar apuntado) cómo

la "conciencia de ser hijos de Dios" conduce 1) a vivir para la gloria Dios siendo contemplativos

en medio del mundo; 2) a buscar que Cristo reine poniéndole en la cumbre de la propia

actividad profesional; 3) a edificar, como exigencia de su gloria y de su reinado, la Iglesia en

nosotros mismos y en los demás haciendo de la Eucaristía el centro y la raíz de la vida cristiana.

Este último aspecto lo ampliamos señalando 4) cómo el sentido de la filiación divina nos hace

vivir una profunda filiación a la Iglesia y a Santa María.

3.2.1 Para ser contemplativos en medio del mundo

Para ver cómo este fundamento vivo y dinámico proyecta hacia el fin, el primer punto que

analizaremos se puede enunciar así: saberse hijos de Dios impele a vivir para su gloria

buscando ser contemplativos en la vida ordinaria.

Recordemos en pocas palabras que dar gloria a Dios es conocerle y amarle, vivir vida

sobrenatural, cumpliendo su Voluntad con obras. En último término es transformar todo en

oración, trato con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y esa oración puede ser contemplativa, si

Dios lo concede. San Josemaría enseña concretamente a buscar la contemplación en las

actividades ordinarias. Todo esto se ha estudiado en el capítulo 1º. Ahora sólo hemos de

añadir que el sentido de la filiación divina es fundamento de la vida espiritual precisamente

porque conduce a la vida contemplativa: al trato con las tres Personas divinas como hijos del

Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, en la vida cotidiana. Quien es consciente de su filiación

procura "vivir constantemente metido en Dios, endiosado". No sólo pasivamente –porque, con

la gracia, Dios nos mete dentro de su Vida divina–, sino participando con la inteligencia, la

voluntad y los afectos en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de

Dios Uno y Trino.

Así como el cimiento de una casa "espera" el edificio, o como la semilla de una planta "pide" su

desarrollo, así también el sentido de la filiación divina es base y fuerza para el crecimiento

hacia la santidad, porque espera y pide esa vida contemplativa que glorifica a la Santísima

Trinidad y lleva al cristiano a su plenitud y felicidad.

La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a

amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la

sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios,

esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que

han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en

medio del mundo, amando al mundo.

Cuando los discípulos suplican a Jesús: "enséñanos a orar" (Lc 11, 1), el Señor les revela el gran

secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos

confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre. San Josemaría enseña a cultivar este

trato: Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y

dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de

ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior. Este "programa de vida interior"

es un camino de oración y de contemplación "en medio del mundo":

Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales,

atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en

Dios, porque es hijo de Dios.

En las últimas palabras –"porque es hijo de Dios"– está la clave de lo que ahora nos interesa. La

conciencia de ser hijo de Dios lleva a estar "metido en Dios", estando a la vez "metidos" en los

quehaceres profesionales o familiares, convirtiéndolos en oración: en una oración que puede

llegar a las cimas de la contemplación, coronando la aspiración de dar gloria a Dios.

Por lo demás, el sentido de la filiación divina da un tono peculiar a la oración. Nos da la

sencillez confiada de los hijos pequeños. Lleva a iniciar y a mantener el diálogo con la misma

espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Es una oración

de hijos que se saben indigentes de todo y necesitados de perdón, con una seguridad

completa de la misericordia del Padre que lleva al abandono en sus manos y al afán de

identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios. Esa confianza ilimitada glorifica a Dios

y encierra a su vez la felicidad del hombre: el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto

para ser feliz en la tierra. La vida cristiana fundada en el sentido de la filiación divina se

distingue por el abandono en las manos de Dios, con su sello inconfundible de paz y de alegría,

frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22).

3.2.2 Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas

Para dar gloria a Dios es preciso buscar que Cristo reine. No puede ser contemplativo en medio

el mundo (y así dar gloria a Dios) quien no procura poner a Cristo en la entraña de todo su

quehacer, pues sólo así le permite reinar en su vida y puede cooperar, participando de su

mediación sacerdotal, a que reine en la sociedad. Esto es, en síntesis, lo que ya hemos

estudiado en el capítulo 2º. Ahora se trata sólo de ver cómo el sentido de la filiación divina

conduce efectivamente a poner a Cristo en la entraña de la actividad que cada uno desarrolla

en medio del mundo.

La cuestión es bastante clara, porque quien se sabe hijo de Dios tiene conciencia de que la vida

de Cristo es vida nuestra, y esto necesariamente le impulsa a buscar la identificación con Él.

Consecuencia de esa búsqueda es que Cristo reina efectivamente en su vida, cada vez más

profundamente Y así como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función

de Redentor, tampoco pueden separarse –en un cristiano que vive la vida de Cristo– su

condición de hijo de Dios, por la que está llamado a tomar parte en la vida intratrinitaria, y su

participación en la mediación sacerdotal de Cristo, por la que está llamado a corredimir. El

sentido de la filiación divina, al "reclamar" la identificación con Cristo, exige y aviva el afán

apostólico: conduce a dejar reinar a Cristo en la propia existencia y a cooperar con Él en la

extensión de su reinado: a amarle y a hacerle amar.

Veamos los diversos aspectos del tema, siguiendo el orden que establecimos en el capítulo 2º.

Lo haremos sólo en líneas generales, sin detenernos en todos los puntos.

En primer lugar, querer que Cristo reine implica recibir su mediación: seguirle e imitarle. La

conciencia de la filiación divina impulsa precisamente a esto: "nos habla de nuestro esfuerzo

por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la

consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como

Hijo Unigénito". Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa

corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino.

En segundo lugar, querer que Cristo reine lleva a ejercer el propio sacerdocio, siendo con

Cristo y en Cristo mediadores entre Dios y los hombres. El sentido de la filiación divina

estimula y vigoriza la conciencia de este sacerdocio que un hijo de Dios está llamado a

desplegar, tanto de modo ascendente –ofreciendo oraciones y sacrificios (el sacrificio de la

"voluntad propia") a Dios Padre–, como de modo descendente, siendo instrumento de Cristo

para salvar a los hombres. Fuente de estas ideas son las siguientes palabras de san Josemaría:

Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres

(cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre.

Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos

solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para

convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos

parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr.

Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6).

El sentido de la filiación divina en Cristo implica sentirse enviado, como Él, peccatores salvos

facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos

necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de

considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos,

queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos

(1Tm 2, 6).

La conciencia de la filiación divina alimenta el sentido sacerdotal de la propia vida suscitando

una actitud positiva ante el sacrificio y el dolor, vistos como medio y ocasión para corredimir

con Cristo. San Josemaría afirma que junto al Señor también son gustosos el dolor, la

abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su

Padre!

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor

conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La

actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la

satisfacción de quien pregusta ya la victoria.

Puede verse aquí un rasgo característico del espíritu de filiación divina: hacer "sólida" o estable

la alegría. Un hijo de Dios sabe que para ser mediador en unión con Cristo ha de abrazar la

Cruz y no ve en esto una desgracia contraria al gozo y a la paz. La conciencia filial lleva a

reconocer el valor redentor del dolor físico o moral y a no perder la alegría cuando se

presentan.

En los párrafos anteriores nos hemos referido sustancial-mente a la mediación ascendente.

Fijémonos ahora en que el sentido de la filiación divina es fundamento e impulso también para

prolongar la mediación sacerdotal descendente: para ser instrumentos de Cristo en la

comunicación de la vida sobrenatural y para transformar las realidades terrenas según el

querer de Dios. "Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de

nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del

apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia

necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo –único Mediador– somos corredentores y

mediadores".

"Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que

padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados" (Rm 8, 16-17). La herencia de los hijos

adoptivos es la visión de Dios cara a cara en la gloria futura, pero no hay que olvidar –ya lo

hemos comentado anteriormente– que los bienes creados también forman parte de esta

herencia, una vez que hayan sido plenamente ordenados a Dios y reflejen su gloria sin las

sombras ocasionadas por el pecado. El sentido de la filiación divina lleva a tomar posesión de

esta herencia: a buscar la contemplación de Dios y a ordenar todas las cosas al Reino.

En un fiel corriente, filiación y herencia se vinculan de modo peculiar, porque está llamado a

identificarse con Cristo santificando precisamente las actividades de la vida ordinaria secular y

civil. Podemos decir que está llamado a apropiarse del Cielo tomando posesión de la tierra. En

este sentido deben entenderse las siguientes palabras:

Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo.

Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde

dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.

No es que el cristiano corriente deba buscar "primero" la identificación con Cristo y "después"

santificar las actividades temporales. Más bien ha de poner el sentido de la filiación divina –la

búsqueda de la identificación con Cristo en la vida ordinaria– como fundamento de la

santificación de las realidades terrenas. Otro texto lo muestra con transparencia:

Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados

el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que

había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31). Fue el pecado de Adán el que rompió

esta divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo, envió al

mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz: para que, redimiendo al hombre

del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios,

capaces de participar de la intimidad divina; y para que así fuera también posible a este

hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar la creación

entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha

reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) (...). El Señor nos llama para que le imitemos como hijos

suyos queridísimos –estote ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de

Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en el divino

propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre

ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de

todo lo creado.

El Salmo 2, que san Josemaría recomendaba meditar con frecuencia, expresa esta relación

entre filiación divina y herencia de las realidades creadas: "Tú eres mi Hijo, yo te he

engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad hasta los confines

de la tierra" (Sal 2, 7-8). Poseer las realidades creadas es santificarlas, y esto sólo es posible

con la gracia de Dios (el Salmo exhorta, en efecto, a implorarlo: "Pídeme..."). Del sentido de la

filiación divina nace el impulso de pedir a Dios la herencia de los hijos: que nos conceda

santificar las realidades terrenas y nos lleve así a la plenitud de la filiación divina en la gloria.

3.2.3 Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior

Recordemos, como premisa de este punto, que la gloria de Dios y el reinado de Cristo exigen

que "todos, con Pedro, vayan a Jesús por María": la edificación de la Iglesia. Y la Iglesia se

edifica con "piedras vivas" (1P 2, 5), los cristianos que buscan su santificación personal y

ejercen el apostolado. A esto los impulsa precisamente el sentido de su filiación divina: a la

santificación personal, es decir, a la unión con Cristo en la Iglesia, a través de los medios que

les proporciona; y al apostolado, sabiéndose miembros de Cristo para atraer a todos los

hombres a su Cuerpo.

El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la

Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y

sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad

y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a

todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera.

Es en la Eucaristía donde se realiza de modo supremo la unión sacramental con Cristo y donde

el cristiano es enviado a todas las almas para atraerlas a la Iglesia o unirlas más

profundamente a la Cabeza. La comunión de los hombres con Dios en Cristo –la Iglesia–, se

forma y edifica por medio de la Eucaristía. "Muchos somos un solo cuerpo, porque todos

participamos de un solo pan" (1Co 10, 17), escribe el Apóstol. Quien participa de la Eucaristía y

procura que participen otros, edifica la Iglesia. En la enseñanza espiritual de san Josemaría,

todo esto se traduce en hacer de la Santa Misa "centro y raíz" de la vida interior, según vimos

en el capítulo 3º.

Con estas premisas podemos subrayar ahora lo que directamente nos interesa: el sentido de la

filiación divina es cimiento sólido para edificar la Iglesia. Quien tiene conciencia de ser hijo de

Dios, de "ser Cristo", ve la Iglesia como la ve Cristo, como a su Cuerpo, de modo que esa

conciencia le impulsa a cuidarla y fortalecerla, a desarrollarla o edificarla, "pues nadie aborrece

nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia" (Ef 5, 29). Esto

resulta aún más claro teniendo presente lo que supone la Eucaristía para la Iglesia. El cristiano

que se sabe Cristo, querrá unirse al Sacrificio de Cristo del que procede toda la vida de la

Iglesia. ¿No lo manifiesta san Pablo cuando, después de declarar a los Colosenses que Cristo

vive en el cristiano (cfr. Col 1, 24), se lo aplica a sí mismo y escribe: "completo en mi carne lo

que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 27)?

Como el Apóstol, quien está embebido de su filiación divina sabe que Cristo vive en él y aspira,

por tanto, a "completar" en su propia carne la entrega de Cristo. Esto se realiza en la Santa

Misa, renovación sacramental del Sacrificio del Calvario, que permite al cristiano ofrecerse al

Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo

místico.

El sentido de la filiación divina lleva a edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y

raíz de la vida cristiana.

Para quien tiene conciencia de "ser Cristo", la Misa no es una ceremonia en la que está

presente como espectador o a la que asiste desde fuera. Se sentirá implicado con todo su ser

en el Sacrificio, lo percibirá como "suyo" precisamente porque se sabe ipse Christus. Dirá como

san Josemaría: "Nuestra" Misa, Jesús..., y experimentará la "necesidad" de la comunión

eucarística: Me explico tu afán de recibir a diario la Sagrada Eucaristía, porque quien se siente

hijo de Dios tiene imperiosa necesidad de Cristo.

Del costado abierto de Jesús crucificado nació la Iglesia; el cristiano que se sabe uno con Él

deseará unirse a su Sacrificio para cooperar en la edificación del Cuerpo místico. Y esto no sólo

al participar en la celebración litúrgica, sino a lo largo de toda la jornada, aspirando a convertir

el cumplimiento de sus deberes en "una misa". La base de tan grande aspiración es el sentido

de la filiación divina.

a) "Mi Madre la Iglesia"

La filiación a la Iglesia y la filiación a María no son distintas, como veremos después. La

cuestión de cuál se ha de tratar primero es de carácter didáctico. Si se parte de que María es

"Madre de la Iglesia", deberíamos hablar antes de la filiación a María. Si se considera que es

miembro de la Iglesia, aunque "sobreeminente y del todo singular", podemos referirnos

primero a la filiación a la Iglesia. Hemos escogido este segundo orden porque resulta más claro

en el contexto de este apartado (la edificación de la Iglesia).

El sentido de la filiación divina impele al cristiano a mirar a la Iglesia como Madre que da a sus

hijos la vida sobrenatural y a gozarse de esa maternidad. ¡Qué alegría, poder decir con todas

las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!. Esta tierna locución –"mi Madre la

Iglesia"–, se encuentra por todas partes en la predicación de san Josemaría, como ya vimos al

inicio del capítulo 3º. La filiación a la Iglesia es un sentimiento profundo del alma de un hijo de

Dios porque "de Ella y en Ella nacemos a la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida

sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo,

pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y

viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto

modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos" .

San Josemaría repite el conocido axioma de san Cipriano: "No puede tener a Dios como Padre,

quien no tiene a la Iglesia como Madre". Saberse hijo de Dios implica reconocerse hijo de la

Iglesia, familia de hijos de Dios. No es un reconocimiento teórico o intelectual, sino amoroso,

de amor filial, que impulsa al cristiano a ser buen hijo de la Iglesia, a "edificar" la familia de los

hijos de Dios procurando intensificar su comunión personal con Dios Padre en el Hijo por el

Espíritu Santo y extender esa comunión a otras personas con el afán de que abrace a la

humanidad entera. El amor filial a la Iglesia hace sentir la responsabilidad de ser

personalmente santo y de que lo sean todos los miembros de la Iglesia, así como de atraer a

Ella a todos los hombres y mujeres, cooperando con el Espíritu Santo para llevar a todos los

medios de santificación a través de los cuales la Iglesia-Madre comunica la vida sobrenatural.

El principal, al que se orientan todos los demás, es la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la

Sangre de Cristo, "pan de los hijos", alimento que une íntimamente con Él haciendo crecer

como hijos de Dios. "La Eucaristía –escribe monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei,

inspirándose en la enseñanza de san Josemaría– se denomina "pan de los hijos" con toda

justicia, porque desarrolla y robustece la participación del hombre en la Filiación eterna que es

el Verbo. La Eucaristía se nos presenta como el sacramento que aumenta, perfecciona y lleva a

plenitud esa participación del cristiano en la Filiación divina que Cristo posee personalmente

en plenitud".

San Josemaría habla frecuentemente no sólo de filiación a la Iglesia sino también al Papa.

Muchas veces las menciona juntas, animando a ser buenos hijos de la Iglesia y del Papa,

porque efectivamente son una sola cosa, ya que la segunda no es otra cosa que manifestación

visible y necesaria de la primera.

El sentido de la filiación divina, al entrañar la filiación a la Iglesia, urge a expresarla en la

filiación al Papa.

Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con

él está Dios; y sin él no está Dios (...). Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa.

Queredlo mucho, ¡queredlo mucho!

"Rezar" por el Papa y "querer" al Papa: son dos aspectos del amor filial a los que se refiere san

Josemaría en este texto. Otras veces habla de afecto o de cariño "sobrenatural y humano": de

un amor que tiene manifestaciones sobrenaturales, como la oración y el sacrificio por el Papa,

y también humanas, con expresiones diversas según los modos de ser y las circunstancias que,

en todo caso, no se reducen a sentimientos sino que los trascienden, ya que este amor radica

directamente en la voluntad. Ciertamente reclama, para ser amor filial verdadero, obediencia

a su potestad suprema y adhesión a su Magisterio. En este sentido, las expresiones de filiación

al Papa se convierten en cauce para vivir como hijos de Dios. Y viceversa, para ser buenos hijos

del Papa, no tengo otra receta que ésta: santidad.

Sobre la conexión entre la filiación divina y la filiación al Papa vale la pena recordar que

"Padre" es el nombre propio de la primera Persona de la Santísima Trinidad, Paternidad

subsistente, y que nadie más puede ser llamado "Padre" en este sentido pleno y per fecto: "A

nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial" (Mt

23, 9). Esa paternidad está presente en el Hijo Unigénito hecho hombre, por la unidad de las

Personas divinas en su distinción relativa: "el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9),

dice el Señor. Pero además, Dios ha querido reflejar su paternidad en sus hijos, de diversos

modos (cfr. Ef 3, 14-15). Hay una generación humana natural con la correspondiente

paternidad y hay también una generación sobrenatural que da lugar a una paternidad

espiritual (cfr. Jn 1, 13). De esta última se sentían depositarios los Apóstoles cuando el Señor

les envió como Él había sido enviado por el Padre (cfr. Jn 20, 21) para comunicar la vida

sobrenatural, enseñando el Evangelio y bautizando (cfr. Mt 28, 19). Hondamente debía sentir

san Pablo esa paternidad cuando escribe: "Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no

tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (1Co 4,

15). "Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado

en vosotros" (Ga 4, 19). Después de los Apóstoles, esa paternidad sobrenatural corresponde

en la Iglesia a los Obispos y ante todo a su cabeza, el Sucesor de Pedro, Pastor Universal. Él es

llamado "Santo Padre", por ser el primer depositario de una verdadera paternidad santa,

sobrenatural. Y es el Padre común a todos, según enseña el Concilio Vaticano I: "el Romano

Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario

de Jesucristo, y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos". San

Josemaría lo llama así algunas veces: Padre común de los cristianos.

No nos detenemos a señalar que también hay una paternidad espiritual propia de los demás

pastores de la Iglesia, no sólo del Papa y de los Obispos, y de todo cristiano que, mediante el

ejercicio del sacerdocio común, se puede decir que engendra a Cristo en los demás cuando

coopera con el Espíritu Santo en la transmisión de la vida sobrenatural.

La filiación a la Iglesia y al Papa, como exigencia y manifestación de la filiación divina, es algo

común a todos los cristianos. Junto a ella –o, más exactamente, "dentro" de ella– san

Josemaría habla de otras realidades de filiación derivadas de su misión de fundador del Opus

Dei. Nos referiremos brevemente a ellas porque, aunque directamente atañen sólo a quienes

forman parte del Opus Dei, contienen una enseñanza más general acerca de la filiación a la

Iglesia y en la Iglesia.

El fundador llama con frecuencia "madre" a la Obra (al Opus Dei). Escribe, por ejemplo:

tenemos esta Madre amabilísima que es la Obra... Se expresa de este modo porque tiene

conciencia de que el Opus Dei ha de alimentar la vida espiritual de sus miembros con una

sólida formación cristiana. Exhorta a sus miembros a "cuidar a la Obra" como a una madre, lo

cual es concreción, para ellos, del deber de cuidar de la Iglesia, porque Dios les ha confiado de

modo especial esa parte de su familia. Les alienta a buscar la santidad, siendo fieles a su

llamada, para proteger la santidad de la Obra, nuestra Madre.

El sentido de la filiación divina comporta además para ellos una actitud filial hacia el fundador,

a quien Dios concedió una paternidad espiritual de la que era consciente desde el inicio: no

puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los

cielos y en la tierra (Ef 3, 15-16), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su

gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso,

os quiero con corazón de padre y de madre. La finalidad de este don divino no era solamente

fundar el Opus Dei, sino también dirigirlo como cabeza de una familia, ejerciendo el oficio del

Buen Pastor. En este último sentido, dicha paternidad se extiende a sus sucesores. Así lo

explicaba monseñor Javier Echevarría al tomar posesión del cargo de Prelado del Opus Dei en

1994, después del fallecimiento del Siervo de Dios Álvaro del Portillo: "Gracias a la paternidad

especialísima que el Señor concedió a san Josemaría para fundar el Opus Dei (...) es una

verdadera familia de vínculos sobrenaturales. Sobre el fundamento de esa paternidad –de la

que participarán todos los sucesores de nuestro Padre hasta el fin de los tiempos–, en la Obra

se mantendrá siempre vivo, con la gracia de Dios, este espíritu de familia que le es

consustancial".

b) "Mi Madre Santa María"

El "sentido de la filiación divina" comporta necesariamente el "sentido de la filiación a Santa

María". Mi Madre Santa María, escribe a menudo el Fundador del Opus Dei, como tantos otros

santos. En su caso es una dimensión esencial de su sentido de la filiación divina porque, quien

se sabe hijo de Dios –"otro Cristo, el mismo Cristo"– ¿cómo no se ha de reconocer hijo de la

Madre de Jesús? Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el

Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27).

Como decíamos antes, la filiación a la Iglesia y la filiación a Santa María no son dos filiaciones

distintas. La vida sobrenatural que se nos da por mediación de María la recibimos en y a través

de la Iglesia. La Virgen no es sólo el miembro más eminente de la Iglesia, sino su "figura"

(typus). En cierto modo la representa. Si la filiación a la Iglesia puede resultar una noción

abstracta, en la filiación a María se convierte en algo personal: en María, la Iglesia adquiere los

rasgos de una Madre de esta tierra. El sentido de la filiación divina y de la filiación a la Iglesia,

obtienen así un tono familiar y cercano. Dios ha querido introducirnos en la vida trinitaria por

un camino que se nos presenta seguro, que invita a una confianza total, que está lleno de

dulzura. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum!, Corazón dulcísimo de María, prepáranos un

camino seguro, invocaba muchas veces san Josemaría, porque su dulce corazón conoce el

sendero más seguro para encontrar a Cristo.

Te aconsejo (...) que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor

materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de

Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo.

Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti,

tan bien como tú, si tú no lo haces. Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás

enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios

Hijo y Dios Espíritu Santo.

San Josemaría desea grabar en las almas la dulce convicción de la maternidad sobrenatural de

la Virgen Santísima. Con palabras que derivan de su experiencia de la filiación divina,

contempla a María como a una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú, y muestra que

su misión materna es cooperar con el Espíritu Santo para unirnos al Hijo primogénito: Nuestra

Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!

En las palabras "hará que seas..." se concentra de algún modo la profunda comprensión de la

maternidad de la Virgen en la economía de la gracia, a la que ya nos hemos referido. María no

sólo implora para nosotros la vida sobrenatural, como hacen los santos. Su mediación es

verdaderamente "materna", porque, de algún modo, nos engendra a esa vida. Este es el

trasfondo doctrinal de las continuas exhortaciones de san Josemaría a acudir a la Santísima

Virgen como Madre nuestra.

Desde el sentido de la filiación divina se ve a María, además, como modelo, speculum iustitiae,

reflejo perfecto de Cristo. Resulta natural querer parecerse a Ella como un hijo se parece a su

madre. Se trata, desde luego, de imitar sus virtudes, pero el cristiano ha de tomar, además,

ejemplo de la cooperación de María con el Espíritu Santo en la formación de la Iglesia y en la

transmisión de la vida sobrenatural. La Virgen nos muestra cómo se lleva a cabo la misión

apostólica, cómo se atrae a los demás a Cristo, cómo se edifica en ellos la Iglesia. En este

sentido profundo el cristiano ha de ser como María: Si nos identificamos con María, si

imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos

que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna

manera participaremos en su maternidad espiritual.

c) "San José mi Padre y Señor". "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo"

Junto a la filiación a la Virgen Santísima, san Josemaría contempla la filiación a san José a quien

llama frecuentemente mi Padre y Señor o nuestro Padre y Señor.

Un trazo característico de su predicación es el de no "separar" a José de María. Aunque la

paternidad de san José respecto a Jesús se encuentra en un orden diverso al de la maternidad

de la Virgen, no se reduce a un título jurídico: es auténtica paternidad establecida por Dios, y

se extiende espiritualmente a quienes están unidos a Cristo. De ahí que saberse "ipse Christus"

comporta también saberse, además de hijo de María, hijo de san José.

La paternidad de san José sobre los hijos de Dios se manifiesta en que es protector y maestro

de vida interior: maestro que enseña al cristiano a identificarse con Cristo.

San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes

le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole

se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a

conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios.

José enseña a ir a Jesús por María, predica el fundador del Opus Dei. La filiación a san José se

revela así de una importancia extraordinaria: su intercesión lleva al trato filial con la Virgen

Santísima, y ambos conducen a la identificación con Jesús.

Acudo a San José, que es mi Padre y Señor; y con él, voy a su Esposa, la Virgen Madre, que es

también Madre mía. Con María y con José me acerco hasta Jesús (...). Entonces, sabiendo que

nos escucha, que nos ama; sabiendo que somos Cristo –porque Él nos asume de alguna

manera–, nos da alegría alabarlo así: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

Éste es el itinerario de la vida cristiana:

a través de Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de

acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo.

Nos encontramos ante una doctrina que abarca toda la vida espiritual. "De la trinidad de la

tierra a la Trinidad del Cielo", es una enseñanza de gran profundidad que no hemos

encontrado, expresada en estos términos, en ningún otro maestro de vida espiritual. El fin es

la unión con la Santísima Trinidad y el camino la trinidad de la tierra. San Josemaría ve en esta

trinidad un reflejo de la Trinidad. El reflejo no consiste, evidentemente, en una

correspondencia de las personas (como si, junto a Jesús que es el Hijo, María "correspondiera"

al Padre y José al Espíritu), pero tampoco consiste simplemente en que sean tres, sino en que

son tres corazones, pero un solo amor. Es esto lo que constituye a la trinidad de la tierra en

camino para la del Cielo. En realidad, el único camino es Jesús (cfr. Jn 14, 6), pero Dios ha

querido darnos a Jesús en la familia de María y de José. Esta familia es la cuna de la Iglesia, es

ya Iglesia. Por eso mismo es camino en el sentido en que lo es Jesús: no como un camino que

se deja atrás cuando se ha alcanzado el fin, sino como "lugar" en el que se nos da el fin, o sea,

"lugar" en el que nos unimos a la Santísima Trinidad. La vida sobrenatural tiene así para

nosotros una fuente cercana, accesible y, podemos decir, bien dulce y cordial. Entrando en la

intimidad de esos tres corazones que forman uno solo, el cristiano se une a Cristo a través de

quienes han sido elegidos por Dios para acogerle con amor en esta tierra, y así puede

comenzar a contemplar y a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad, de Dios que es

amor (cfr. 1Jn 4, 7). De ahí que san Josemaría enseñe a ir a Jesús por María, y a María por

medio de José (que lleva a Jesús por María). Este itinerario se recorre no sólo en la oración

mental, sino en el desempeño de las tareas familiares y profesionales, porque la familia de

Nazaret es también "el taller de José" donde el cristiano aprende a santificar su trabajo

profesional y sus quehaceres familiares y sociales, es decir, a convertirlos en oración, en

diálogo con las tres Personas divinas a través del diálogo con la trinidad de la tierra.

3.3 Del Bautismo a la Gloria

Hemos visto que san Josemaría pone el sentido de la filiación divina como fundamento de la

vida cristiana en su dimensión más radical: la del fin último de todas las acciones. Sentirse hijo

de Dios lleva a asumir como finalidad de la propia vida dar gloria a Dios, con todo lo que esto

encierra –buscar la contemplación de Dios en medio del mundo, poner a Cristo en la cumbre

de las actividades humanas, edificar la Iglesia–, según hemos estudiado en la Parte I.

Ahora nos detendremos en dos cuestiones que están en la base de las Partes II y III (sobre el

sujeto y sobre el camino de la vida cristiana, respectivamente). Veremos primero que el

crecimiento de la identificación con Cristo consiste en un incremento de la misma filiación

divina así como de la caridad y de la libertad de los hijos de Dios; y que el sentido de la filiación

divina conduce a buscar ese crecimiento. En segundo lugar, teniendo en cuenta que el fin

último de la vida cristiana y la perfección misma del cristiano (su identificación con Jesucristo)

se realizan en el camino de esta tierra, diremos brevemente –son temas que se detallarán en

la Parte III– cómo la conciencia de la filiación divina impulsa a recorrer ese camino, es decir: a

santificar las realidades temporales, a luchar por amor contra los obstáculos que se oponen a

la santidad, y a emplear los medios de santificación y de apostolado de que dispone la Iglesia.

3.3.1 El crecimiento de un hijo de Dios

Recordemos unas palabras de san Josemaría ya citadas parcialmente: La santidad, tanto en el

sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la

plenitud de la filiación divina. Aparecen en este texto, íntimamente unidos, los términos

"santidad", "perfección" y "filiación divina". Indudablemente, la santidad y la perfección son

realidades destinadas a crecer desde la primera infusión de la gracia hasta su culminación en la

gloria. ¿Se puede decir lo mismo de la filiación divina adoptiva? Las palabras de san Josemaría

que acabamos de citar indican que la filiación divina adoptiva tiene una "plenitud". No se trata,

por tanto, de una realidad "estática", que permanece siempre igual. Y al estar encaminada a

una plenitud parece que debería admitir un progresivo incremento, una intensificación. San

Josemaría no lo afirma de modo expreso, pero en nuestra opinión es lo más coherente con las

palabras anteriores y, en general, con la noción de filiación divina como participación de la

Filiación del Verbo.

Esta hipótesis parece chocar, sin embargo, con lo que comúnmente se entiende por filiación. A

primera vista la filiación es una relación inmutable: quien es hijo lo es de una vez para siempre.

Podrá ser mejor o peor hijo de sus padres, pero no más o menos hijo, ni puede dejar de ser

hijo, porque el fundamento de esa relación –el haber sido generado por ellos– es un hecho

histórico inconmovible, y también lo es la conformidad en la misma naturaleza humana.

Indudablemente esto es así en el caso de la filiación humana, pero ¿lo es también en la

filiación adoptiva sobrenatural? Esta filiación ¿es idéntica a la filiación humana?

Ante todo hay que tener en cuenta una diferencia fundamental. La filiación divina adoptiva es

–según hemos visto en la doctrina de santo Tomás, a la que remite san Josemaría– una

participación en una filiación que existe por esencia fuera de los participantes: la Filiación

subsistente, que es la Segunda persona de la Trinidad. En cambio, la filiación humana existe

sólo en los hombres, no fuera de ellos. Por esta razón es posible participar en diversos grados

de la Filiación subsistente (como sucede también en la participación del ser), mientras que la

filiación humana es una relación que se predica siempre del mismo modo y no admite grados.

La filiación adoptiva sobrenatural es una relación que puede hacerse más íntima, crecer en su

mismo ser formal (el "esse ad" constitutivo de toda relación, que en este caso es un "esse ad

Patrem in Filio per Spiritum Sanctum") hasta la plenitud trascendente de la gloria (cfr. 1Jn 3, 1).

Existe, pues, la posibilidad de crecimiento de la filiación divina adoptiva. Vamos a ver ahora

que esa posibilidad está ligada al crecimiento en vida sobrenatural.

Para esto conviene considerar primero que la filiación divina adoptiva se puede perder. No

porque sea "adoptiva" en el sentido humano –es decir, porque consista en una relación

jurídica que puede cesar o desaparecer–, sino porque es posible perder la misma vida

sobrenatural de hijo de Dios. En efecto, la filiación divina se llama adoptiva para distinguirla de

la Filiación natural del Hijo unigénito, no para asimilarla a la adopción humana. Esta última es

una realidad jurídica que no se funda en la transmisión de la vida, mientras que en la adopción

sobrenatural hay una verdadera generación, una comunicación de vida sobrenatural

(análogamente a como la hay en la filiación humana natural). En este sentido, Stanislas

Lyonnet sostiene que san Pablo, al hablar de "adopción" divina, no toma el término solamente

del lenguaje jurídico grecorromano, sino también del Antiguo Testamento, donde la adopción

del pueblo de Israel es una realidad mucho más rica, aunque no posea aún la profundidad que

adquirirá en el Nuevo al revelarse como ligada al envío del Espíritu Santo a los corazones y a

una verdadera generación sobrenatural. Según Albert Vanhoye, el contexto de Ga 4, 5-7 (la

adopción como hijos por el envío del Espíritu Santo) "muestra cómo entiende Pablo la

adopción divina; no se trata de una simple decisión jurídica, que no cambiaría interiormente a

la persona adoptada, sino de una intervención divina decisiva, que comunica una nueva vida,

participación de la vida filial de Cristo resucitado: "no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en

mí" (Ga 2, 20)".

Esta comunicación de vida sobrenatural tiene lugar por primera vez en el Bautismo, donde el

hombre es adoptado como hijo de Dios. Pero después se puede perder por el pecado mortal, y

entonces se "muere", en cierto modo, como hijo adoptivo de Dios: se pierde la condición de

hijo adoptivo que había comenzado por la infusión de la gracia, porque cesa la misma vida

sobrenatural de la gracia, la vida de hijo de Dios. San Josemaría lo expresa también de otra

manera: dice que quien rechaza la gracia de Dios deja de ser hijo para convertirse en esclavo.

Ciertamente no pierde la filiación a Dios que tiene como criatura humana, porque no

desaparece, como es obvio, la condición de persona hecha a imagen y semejanza de su

Creador. Pero quien rechaza la gracia de Dios por el pecado mortal, deja de participar en la

vida sobrenatural intratrinitaria que le hacía libre del pecado y del poder del demonio, y ya no

es hijo de Dios en el mismo sentido que cuando estaba en gracia: ha perdido la vida

sobrenatural y la libertad que tiene como hijo de Dios: la "libertad para la que Cristo nos ha

liberado" (Ga 5, 1). Por eso "deja de ser hijo para convertirse en esclavo". Con todo, en el

bautizado permanece siempre, en esta tierra, el sello indeleble de haber recibido la vida

sobrenatural; aunque no sea vida en sentido propio, es como un título para recuperarla.

Un bautizado conserva siempre el carácter bautismal, como señal indeleble de que participa

del sacerdocio de Cristo, porque fue hecho hijo de Dios por la gracia. Si después se aleja de Él

por el pecado mortal, si deja de participar en la intimidad de la vida divina, pierde su dignidad

de hijo, pero conserva ese carácter, que es como una señal de pertenencia, un título para

regresar a la casa del Padre y un incentivo para hacerlo, con la seguridad de no ser rechazado.

En muchos casos, puede conservar además la fe y la esperanza "informes" (sin la caridad). El

hijo pródigo de la parábola recibe de nuevo su inicial dignidad cuando se arrepiente y regresa

(cfr. Lc 15, 11 ss.). De él dice el padre que "estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15, 32). El

pecador contrito puede incluso alcanzar una intimidad con Dios mayor que antes. Lo que ha

perdido por el pecado lo recupera por una nueva infusión de la gracia sobrenatural,

ordinariamente a través del sacramento de la Penitencia.

La vida sobrenatural perdida se puede recuperar, y entonces se recupera con ella la

correspondiente relación filial con Dios: la filiación divina adoptiva. O sea, la filiación divina es

inseparable de la vida sobrenatural: se recibe o se pierde con ella. Pero la vida sobrenatural

también puede crecer o disminuir, se puede poseer más o menos intensamente al ser

participación de la Vida divina intratrinitaria que es la misma esencia divina (mientras que la

vida humana o se posee o no se posee: se puede tener más o menos salud, que es una

cualidad de la vida, pero en rigor no se puede estar más o menos vivo). Al crecer, aumenta la

semejanza con Dios, la conformidad con la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). Esa conformidad es

precisamente una semejanza con el Hijo (cfr. 2Co 3, 18), porque quien recibe la vida

sobrenatural es hecho "hijo en el Hijo".

En consecuencia se puede pensar que quien está más divinizado por la gracia, es también más

hijo de Dios "en el Hijo": que la filiación adoptiva crece o disminuye con la vida sobrenatural.

Las Cartas a los Romanos y a los Gálatas parecen apuntar en esta dirección cuando hablan de

diversos estados de la filiación divina ligados a los de gracia. Como observa Heinrich Schlier, el

Apóstol menciona "un triple modo de "ser hijos de Dios", o mejor: el estado de hijos de Dios

comprende tres momentos: 1º. el estado que comienza en el Bautismo de la fe (Ga 3, 26; Ga 4,

6); 2º. un estado que se actúa en nuestra existencia bajo la guía del Espíritu (Rm 8, 14); 3º. el

estado escatológico en su manifestación definitiva (Rm 8, 19.23)" 409. El primer momento de

la filiación, correspondiente a la infusión de la gracia en el Bautismo, se distingue del segundo

por el incremento de vida sobrenatural posterior al Bautismo. Por esta misma razón parece

que se puede hablar de un desarrollo de la filiación adoptiva dentro del segundo momento –la

existencia terrena del cristiano–, en la medida en que crezca su vida sobrenatural.

San Josemaría se refiere muchas veces al crecimiento de vida sobrenatural, expresándolo con

frecuencia en términos de crecimiento en caridad. Escogemos un texto en el que, citando a

santo Tomás, funda la posibilidad de un aumento ilimitado de caridad en el hecho de ser

participación en la Caridad infinita que es el Espíritu Santo:

Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí

mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado,

puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable

en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites:

siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su

propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de

la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es

decir, Dios– es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se

puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la

capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se

puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 410.

El crecimiento en caridad (y en gracia santificante) implica un crecimiento en filiación divina,

porque ésta no es otra cosa que la relación con las tres Personas divinas que posee quien tiene

caridad, vida sobrenatural. La filiación adoptiva es una participación en el Hijo y la caridad una

participación en el Espíritu Santo: ambas son inseparables en el cristiano, como lo son el Hijo y

el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. La santidad en la gloria es, a la vez e

inseparablemente, plenitud de la filiación divina y plenitud de la caridad. Cuando el cristiano

crece en caridad, avanza también hacia la plenitud de la filiación cuyo inicio recibió en el

Bautismo; crece en lo más íntimo de su relación con Dios, en su ser hijo de Dios. La filiación

divina es una relación fundada en la comunicación de la vida sobrenatural y su realidad o

"intensidad" depende del grado de esa vida. Crecerá en la medida en que aumente la

conformidad con la naturaleza divina que deriva de la donación de vida sobrenatural, según la

correspondencia de cada uno a la acción del Espíritu Santo.

Ese crecimiento como hijo de Dios no se produce inexorablemente, como el crecimiento de un

hombre en edad. Sólo tiene lugar si el cristiano corresponde libremente al don del Paráclito

obrando como hijo de Dios. Es el mismo comportamiento de hijo de Dios lo que lleva a crecer

como hijo de Dios; es la libre correspondencia a la acción del Espíritu Santo, los actos de

caridad y de las demás virtudes informadas por ella, lo que lleva al desarrollo de la filiación

divina. Por eso, el "sentido" de la filiación divina, al ser como un instinto interior hacia una

conducta de hijo de Dios, es fundamento seguro para la intensificación de la filiación divina.

Entre los que son adoptados como hijos de Dios en el Bautismo unos obran como hijos suyos y

alcanzan así una mayor conformidad con Dios, llegando a ser más "hijos en el Hijo" que otros.

La filiación divina sobrenatural que surgió de las aguas bautismales no es una relación

"histórica" que ha quedado fijada de una vez para siempre por el Bautismo; es la participación

actual en el eterno nacimiento del Hijo generado por el Padre, cuya intensidad corresponde al

grado de participación también actual en la vida divina por la gracia y la caridad.

Concluimos aquí el primer aspecto del crecimiento del cristiano en identificación con Cristo: el

incremento o intensificación de su filiación adoptiva. Se trata del aspecto que corresponde al

presente capítulo. Los otros dos son el crecimiento en libertad y en caridad. Los hemos

mencionado sólo para hablar del primero, al que están indisolublemente unidos, pero serán

objeto de los dos capítulos siguientes.

En aparente paradoja, crecer y madurar como hijos de Dios requiere hacerse pequeños. "Si no

os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). San

Josemaría entiende que hacerse como niños ante Dios no tiene nada que ver con la inmadurez

humana. Muy al contrario, exige virtudes sólidas, virtudes de hijos de ese Amor, de esa

grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre; virtudes que

conducen a comportarse con la sencilla humildad de los niños.

Quasi modo geniti infantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación

de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina.

Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el

ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos

consideremos hijos pequeños!.

Somos hijos pequeños de Dios, "y como tales hemos de procurar vivir" –comenta Fernando

Ocáriz–, "evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que,

ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en

otro sentido: la plena identificación con Cristo –"la plenitud de la edad perfecta de Cristo" (Ef

4, 13)–, que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles".

Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como

se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños. Hay muchas maneras de actualizar esta

"infancia espiritual" y san Josemaría invitaba a que cada uno eligiera con libertad la que

resultara más adecuada a su modo de ser y a sus circunstancias. En todo caso, hay que

aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los

demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe (1P

5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la

especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en

reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos

abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios 417.

3.3.2 El camino de los hijos de Dios

Del nacimiento como hijos en el Bautismo a la plenitud de la filiación divina en la gloria hay

todo un camino que recorrer, un camino en el que debe realizarse el crecimiento que

acabamos de mencionar. Muchos, probablemente todos, lo recorren con avances y retrocesos;

algunos de modo más continuo, aunque quizá a ritmo diverso en los distintos períodos de su

vida; otros pasan gran parte de su existencia alejados de la casa del Padre y sólo al final

regresan contritos. En cualquier caso, el "caminante" es siempre un hijo de Dios (con vida

sobrenatural o llamado a recuperarla). Bajo esta perspectiva considera san Josemaría nuestro

peregrinaje por este mundo.

Tres aspectos se pueden distinguir en ese peregrinaje. El primero es el mismo terreno por el

que avanza el cristiano: las realidades temporales que ha de santificar. El segundo es el

esfuerzo necesario para recorrer ese camino de la santidad porque, como consecuencia del

pecado, la senda se ha hecho cuesta arriba. El tercero son los medios con los que cuenta para

avanzar hasta la meta del Cielo. Estudiaremos detenidamente estos aspectos en la Parte III.

Ahora queremos sólo apuntar cómo se ven desde el sentido de la filiación divina.

1) Ver las realidades humanas con la mirada de un hijo de Dios. El sentido de la filiación divina

hace descubrir en todas las circunstancias de la existencia de un cristiano corriente –el trabajo

y el descanso, la vida familiar y social– el lugar en el que ha de vivir la vida de Cristo. Estando

plenamente metido en su trabajo ordinario (...), el cristiano ha de estar al mismo tiempo

metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios.

Pero el trabajo y las demás ocupaciones son "lugar" de encuentro con Dios no como lo es un

telón de fondo en una obra de teatro, que no cambia mientras se desarrolla la acción. Son, al

contrario, un ámbito que el cristiano transforma al buscar la santidad, pues ha recibido el

mandato de perfeccionar el mundo. Quien se sabe hijo de Dios no ignora que la creación

"anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19); ve las realidades terrenas como parte

de la "herencia" que Dios Padre ha confiado a sus hijos para que tomen "posesión" de ella, lo

que significa devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y

original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas

medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo. Inspirado por el sentido de la

filiación divina, el cristiano mira al mundo como cosa propia que ha de ordenar a su Señor:

"todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22-23). San

Josemaría lo sintetiza con estas palabras: Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión

de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios (se refiere a

las actividades temporales).

2) Afrontar la lucha por la santidad con espíritu de hijos de Dios. En el camino hacia la plenitud

de la filiación divina, el cristiano ha de luchar para superar los obstáculos que derivan del

pecado. El sentido de la filiación divina mueve a luchar por agradar a nuestro Padre Dios,

planteando con rectitud el combate interior. Es una lucha por amor a Dios, no por amor

propio. Una lucha que confía en la ayuda paterna de Dios y en su misericordia. Puesto que

habrá derrotas, grandes o pequeñas, es necesario el espíritu de conversión. Precisamente la

conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos

volviendo hacia la casa del Padre. El sentido filial hace recordar a san Josemaría que Dios no se

escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del

Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y

pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y

se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia. El espíritu de penitencia ha de ser filial:

Debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo.

3) Poner los medios que Dios ofrece a sus hijos en la Iglesia. Para crecer en la identificación con

Cristo el cristiano ha de acudir a los canales por los que recibe la acción del mismo Cristo y del

Espíritu Santo en la Iglesia: primero, la participación en los sacramentos, principalmente en la

Eucaristía; en segundo lugar, la dedicación de unos tiempos a la oración, diálogo filial con Dios;

y en tercer lugar, la formación y la dirección espiritual, incluyendo aquí todos los medios

pastorales que sirven de cauce a la acción del Espíritu Santo para conducir a los fieles a la

identificación con Cristo. Dedicaremos a estos medios el capítulo 9º. Aquí solamente queremos

hacer notar que el fiel que tiene conciencia de su filiación divina, ve en ellos una necesidad

"vital". No son para él obligaciones superpuestas a sus deberes ni constituyen posibilidades

opcionales. El "sentido filial" le lleva a buscarlos con afán, a emplearlos y a cuidarlos con

esmero.

Como conclusión del capítulo podemos decir que, en la enseñanza de san Josemaría, toda la

vida del cristiano –su orientación efectiva y radical a la gloria de Dios como hijos suyos en

Jesucristo, identificados con Él por el Espíritu Santo– tiene su fundamento en el "sentido de la

filiación divina".

Queda para los estudios de Historia de la espiritualidad averiguar si es la primera vez que se

propone esta doctrina espiritual, sólidamente fundada en la Sagrada Escritura y en la Tradición

de la Iglesia. Por nuestra parte podemos decir que no la hemos encontrado de modo explícito

antes de san Josemaría.

* * *

Algunas aplicaciones prácticas

1. Grandeza y humildad de los hijos de Dios

Se pueden aplicar al don de la filiación divina las palabras de san Pablo: "llevamos este tesoro

en vasos de barro" (2Co 4, 7). Es propio del sentido de la filiación divina reconocer la grandeza

de este don sin olvidar la bajeza de la propia condición. Sólo puede recibirlo y conservarlo

quien procura ser humilde.

La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser

constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una

sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor

divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento

se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en

derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria.

No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una

base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera

esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la

experiencia inesperada de la propia flaqueza.

Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una

nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos

lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de

belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá

el Señor. Es una consideración que me llena el alma (...).

Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro,

ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por

eso, es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios,

gracia de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma –a sus obras, a sus méritos, a su

excelencia– la grandeza espiritual que le ha sido dada.

¡Humildes, humildes! Porque sabemos que en parte estamos hechos de barro, y conocemos un

poquito de nuestra soberbia y de nuestras miserias... y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos

lo que estorba a nuestra fe y a nuestra esperanza y a nuestro amor!

2. Cultivar el sentido de la filiación divina

En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que

murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que

su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya

alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 431 Para tender a esta meta de

identificación con Cristo, san Josemaría recomienda insistir más que en quitar defectos, en

adquirir virtudes 432. Y como no se trata de una simple imitación exterior, sugiere a quienes

imparten dirección espiritual la siguiente línea de conducta con las personas a quienes

orientan: se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina

433. La dirección espiritual es un lugar privilegiado para fomentar el sentido de la filiación

divina: para enseñar a ver todas las cosas desde la perspectiva de un hijo de Dios en Cristo, y a

querer, sentir y obrar como Cristo (cfr. Flp 2, 5). Pero no hay que olvidar que el sentido de la

filiación divina es un don de Dios. Quien lo desea, ha de pedirlo con perseverancia. Y para

disponerse a recibirlo, san Josemaría recomienda un ejercicio diario que requiere empeño:

considerar frecuentemente nuestra filiación divina.

3. Hijos pequeños de Dios: valor de las "cosas pequeñas"

Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de

dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides 435. Reconocerse hijo pequeño

de Dios da un tono peculiar al sentido de la filiación divina. San Josemaría lo aplica a muchos

aspectos: pedir como hijos pequeños, confiar como hijos pequeños, levantarse tras las caídas

con la agilidad de los niños... En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti

infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos

porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –

cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres.

San Josemaría enseña a vivir una piedad de hijos pequeños, sencilla y recia, no "infantil". La

piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha

de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia

espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez

templada, un carácter firme y abierto. En particular, es propio de la piedad de hijos ofrecer

cosas pequeñas –sacrificios, detalles de piedad...–, que adquieren valor por el amor con que se

realizan. Se pueden encontrar numerosos ejemplos en tres capítulos de Camino: "Cosas

pequeñas", "Infancia espiritual", "Vida de infancia".

4. Apoyo firme en las dificultades

Para que el sentido de la filiación divina llegue a cumplir en la vida espiritual la función del

cimiento en el que todo se apoya, son especialmente importantes los momentos difíciles, por

las tentaciones o las contrariedades, en los que se experimenta la necesidad de un

fundamento sólido. "Cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y

dieron con ímpetu contra la casa, que no fue destruida, porque estaba fundada sobre roca"

(Mt 7, 25): Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina. Filiación divina: es la única

seguridad, un lugar donde echar el ancla, haya lo que haya en esta superficie del mar de la

vida. Y el resultado es alegría, fortaleza, optimismo, victoria siempre. (...) Para estar de pie, y

para levantarse, ésta es la consideración que nos hace más fuertes: soy hijo de Dios. Filiación

divina: para no perder la alegría, para no perder la serenidad, para sentirnos seguros; y para

volver si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria –o aun

cuando hubiésemos sufrido una derrota grande–, porque nos podemos descaminar, y de

hecho algunas veces nos descaminamos. El sentido de la filiación divina nos da una facilidad

grande para volver con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre.

5. Seguridad en la oración

Al querernos como hijos, (Dios) ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo,

que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa

familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! Para

estimular esta seguridad filial y esta audacia en la oración, san Josemaría recuerda con

frecuencia las palabras del salmo 2: "Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te

daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8). Es la

enseñanza de Jesús: "¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de

un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo

malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu

Santo a los que se lo pidan?" (Lc 11, 11-13). El sentido de la filiación divina lleva a pedir "en

nombre de Cristo", sabiéndose ipse Christus: "si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo

concederá" (Jn 16, 23). Por eso un hijo de Dios ha de tener una seguridad completa en la

oración. Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis (Jn 16,

23); si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros.

Saberse hijos de Dios en la Iglesia lleva a pedir con los demás. "Os aseguro también que si dos

de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre

que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí

estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20). No nos sentimos nunca solos. El sentido eclesial

(...) nos hace vivir instintivamente la realidad del Cuerpo Místico de la Iglesia. Ese mismo

"sentido" lleva a rezar por los demás miembros del Cuerpo, así como a pedirles su oración y a

confiar en ella.

6. La Santa Misa de un hijo de Dios

El momento cumbre de la jornada de un hijo de Dios es la participación en el Sacrificio

eucarístico. Piensa ahora en la Santa Misa: en cómo hemos de celebrarla o en cómo hemos de

oírla (...). Mira que sobre el altar Cristo se vuelve a ofrecer por ti y por mí. Y sentirás un deseo

grande de imitar su humildad, su anonadamiento en la Hostia; y te llenarás de acciones de

gracias, de adoración, de deseos de reparar, de peticiones. Y te ofrecerás, con los brazos

extendidos, como otro Cristo, ipse Christus, dispuesto a clavarte en el dulce madero, por amor

a las almas.

7. La alegría de los hijos de Dios

Una convicción esencial: –¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora

consideración. Y un dato de experiencia: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se

han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la

voluntad– al saberse hijo de Dios.

La conciencia de la filiación divina es fuente de una alegría profunda y estable: ¡Qué estén

tristes los que no son hijos de Dios!, exclama San Josemaría. Para un hijo de Dios, perder el

buen humor es una cosa grave. Nunca hay motivos para la tristeza, ni siquiera en los

momentos más duros o difíciles, porque "todas las cosas cooperan al bien de los que aman a

Dios" (Rm 8, 28). Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente,

infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te

conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. Omnia in bonum! ¡Señor, que

otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!

Incluso las miserias propias y ajenas entran en los planes paternales de la providencia.

¿Razones para vivir la alegría? Sentirnos hijos de Dios; hijos, además, de la Madre del Cielo. Y

no entristecernos nunca por nuestros propios errores, que hemos de procurar corregir,

luchando humildemente; sin entristecernos tampoco por los errores de los demás, puesto que

–con el ejemplo y con la oración– les ayudaremos a vencer en la lucha ascética.

Dios cuenta con la alegría de sus hijos para que el mundo acoja el Evangelio. La alegría de un

hombre de Dios, de una mujer de Dios, ha de ser desbordante: serena, contagiosa, con

gancho...; en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que

arrastre a otros por los caminos cristianos.