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El Tartufo (Moliere) EL TARTUFO MOLIÈRE COMEDIA EN TRES ACTOS Y EN VERSO PERSONAS D.a GABRIELA. D.a JUANA. PALMIRA. DOROTEA. TARTUFO. D. RAMÓN. D. ANTONIO. MARTÍN. D. ENRIQUE. La escena pasa en Madrid y en casa de D. Ramón. Año 1667. ACTO PRIMERO ESCENA PRIMERA D.a GABRIELA. JUANA. PALMIRA. DOROTEA. D. ANTONIO. MARTÍN. GABRIELA. Sí, me voy. No te incomodes, Juana. JUANA. Usted nunca incomoda, mamá. GABRIELA. Escusa cumplimientos; dejadme; quiero estar sola. JUANA. ¿Tan pronto? GABRIELA. ¿Qué quieres, hija? No puedo oír ciertas cosas, y voy escandalizada de familia de una estofa que ya no respeta nada, pues no puedo abrir la boca

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El Tartufo (Moliere)

EL TARTUFO MOLIÈRE COMEDIA EN TRES ACTOS Y EN VERSO PERSONAS D.a GABRIELA. D.a JUANA. PALMIRA. DOROTEA. TARTUFO. D. RAMÓN. D. ANTONIO. MARTÍN. D. ENRIQUE. La escena pasa en Madrid y en casa de D. Ramón. Año 1667. ACTO PRIMERO ESCENA PRIMERA D.a GABRIELA. JUANA. PALMIRA. DOROTEA. D. ANTONIO. MARTÍN. GABRIELA. Sí, me voy. No te incomodes, Juana. JUANA. Usted nunca incomoda, mamá. GABRIELA. Escusa cumplimientos; dejadme; quiero estar sola. JUANA. ¿Tan pronto? GABRIELA. ¿Qué quieres, hija? No puedo oír ciertas cosas, y voy escandalizada de familia de una estofa que ya no respeta nada, pues no puedo abrir la boca

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sin que tilde mis consejos para llevarme la contra. Todos tenéis voz y voto en casa; cada persona tiene aquí en su cuerpo un rey; señores: esto es Andorra. DOROTEA. Yo... GABRIELA. Tu eres una doncella cabecilla y respondona que te metes sobre todo mucho en lo que no te importa. MARTÍN. Pero, abuela... GABRIELA. Tú, Martín, si quieres saberlo ahora, no eres mas que un majadero de cuatro suelas. No pocas veces le he dicho a tu padre que con ese aire que tomas de insolente libertino con ribetes de demócrata, vas a darle qué sentir. PALMIRA. Pues yo creo... GABRIELA. ¿Pues? La otra. ¿Eh? ¿Qué crees, tú y qué sabes? Si tú pareces la mosca muerta que no le rechinan los dientes bajo la toca; y Dios me libre del agua mansa como de gazmoña. JUANA. Sin embargo, madre... GABRIELA.

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A ti voy a decirte y perdona, que no imitas la conducta de la difunta Manola. ¡Aquella sí que era buena cristiana y hacendosa! Tú en lugar de dar ejemplo malgastas como una loca, y vistes como una reina, y te digo que te portas, cuando una mujer honrada que no quiere ser hermosa mas que para su marido, no sigue tanto las modas. A mí el lujo me da histérico. ANTONIO. Al fin y al cabo, señora... GABRIELA. A usted, puesto que es hermano de mi nuera, ofrezco toda mi estimación y respeto, pero sin reparandorias si yo fuera de mi hijo, pediría a usted la honra de no poner mas los pies tres leguas a la redonda de mi casa, pues las máximas de vivir que usted pregona son de las de manga ancha, a las que deben ser sordas nuestras almas timoratas. Y aunque ya me reconozca algo franca, en cambio tengo el corazón en la boca. MARTÍN. Lo que es Tartufo si que es... GABRIELA. Un hombre de bien si los hay de quien conviene aprender; y no sufro y me abochorna

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que un meco como tu eres discuta con él del dogma. MARTÍN. Lo que yo no sufriré nunca es una ley despótica que prohiba el divertirme si el santo varón no otorga. DOROTEA. Según él se explica, todo lo que se hace es falta gorda. GABRIELA. Pues todo lo que él reprueba reprobado está de sobra por la santa Ley de Dios, y a mi hijo es a quien toca obligaros a quererle. MARTÍN. Mi alma no será traidora por la voluntad de nadie; yo quererle? Antes la horca. ¡Oh! ¡Mi abuela! Soy muy libre, y si mis sospechas logra, a ese neo despreciable pienso hacerle mala obra. DOROTEA. En verdad que escandaliza el ver que en casa se aloja un pelón desconocido que al venir no trajo botas ni valía su levita seis cuartos por lo haraposa, y que hoy día reformado sea el page de la bolsa. GABRIELA. ¡Ya mejor la gobernaran sus órdenes piadosas!

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DOROTEA. Le cree usté un santo, y créame a mí, no es mas que un hipócrita. GABRIELA. ¡Deslenguada! DOROTEA. No me fiara de él sino con una cota de malla. GABRIELA. Os fio que es bueno; y a ninguno le acomoda porque os dice las verdades. Con el pecado se enoja para conducir las almas desde el redil a la gloria celestial. DOROTEA. Pero es chocante que de algún tiempo se oponga a que venga gente en casa. ¿También es pecaminosa una visita decente? Si permite mi señora (Señalando a Juana.) que me explique... está celoso hasta de su misma sombra. GABRIELA. Cuidado con lo que dices. No es él solo a quien le chocan las visitas que aquí vienen, que hasta los vecinos notan tantos coches a la puerta y lacayos, batahola

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natural, y otros excesos. No pasará de una broma, pero es malo dar que hablar. ANTONIO. ¿Y así piensa usted, señora, hacer callar a la gente? ¿Y no es una fuerte cosa, por lo que puedan decir de uno los idiotas, de reñir con sus mejores amigos? Y aun puesta en obra resolución semejante ¿qué se obtiene al fin? No hay contra la murmuración remedio. Obren ustedes, con honra mas que digan lo que quieran las malas lenguas con toda libertad. DOROTEA. Nuestra vecina, por mal nombre la Licoria, cree que con las ajenas cubrirá sus faltas propias. GABRIELA. Mas eso no viene al caso sobre la austeridad mona cal en que vive Tartufo. DOROTEA. ¿Que no viene? ¡Pecadora de mí! Vida mas austera que la suya ni una monja, ya se ve, no está en edad su cuerpo de trapisondas. Mientras bailar ha podido, bailó mas que una peonza, mas ¿qué hacer, al ver sus gracias marchitarse? Una gran vocación de renunciar al mundo que la deja, con la pompa de una alta sabiduría por volver mejor la hoja. De coquetas es la suerte

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dura de ver como tocan retirada los amantes. Sin otro remedio llora su soledad, lo censura ya todo, y nada perdona de lo que hacen los demás, no por caridad por sola envidia que se la come de que haya otros que coman lo que ella se comiera, GABRIELA. Cuentos de color de utopia para daros por el gusto ya os contará esa cotorra mucho mejor con la lengua que con el dedal. Y toda vez que no queréis callaros, yo también me entiendo a coplas y repito que mi hijo en su vida ha hecho cosa mas acertada acogiendo a ese ángel que en buen hora el cielo nos ha enviado para enderezaros todas vuestras almas descarriadas, por cuya salud importa que le oigáis, a más de que, lo que él reprende no es droga: esas visitas y bailes son invenciones que forja el espíritu maligno. Ni una frase piadosa surge en sus conversaciones de cumplidos, palabrotas sin sustancia y sutilezas, las que al prójimo reportan a menudo grave daño no distinguiendo a personas, mil extrañas chismerías allá en un instante toman cuerpo, que al hombre sensato la mollera le trastornan, y bien dijo el otro día el Rector de la parroquia que era aquella algarabía la torre de Babilonia, pues a un tiempo todos chillan, quien mas puede, y una historia relató que es la siguiente...

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(Señalando a Antonio.) Este ya lo echa a mofa. Busque usted quien le divierta, que yo no soy su bufona, caballero, y me separo de una asamblea tan docta hasta dar con la semana que no tenga viernes. ¡Hola! Antes no santigüe a alguno con el mas solemne sopla mocos. ESCENA II D. ANTONIO. DOROTEA. ANTONIO. No la acompañe porque está tan furiosa conmigo como prendada de Tartufo. DOROTEA. Si la boba no fuera sino esa buena mujer, pase, mas la droga es que mi señor la gana. En época no remota el señor con su talento se hizo un lugar y no floja renombranza le previene la Libertad española por su valor y saber, pero desde que se roza con Tartufo me parece que su alma se le embota; pues le llama su hermano, y le quiere cual no adora a su hijo ni a su hija ni a su madre ni a su esposa. Guardador de sus secretos y director de sus obras, le coge, abraza y obsequia

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mas que a ninguna señora; en la mesa el mejor sitio, traga como diez personas, y los mejores bocados en su buche los emboca, y el amo se lo celebra y si se atraganta o cosa así, dice: ¡Dios os valga! Y en fin que pierde la chola, con el tal que admira siempre y a propósito le nombra. Sus mas pequeñas acciones le parecen milagrosas y oráculos sus palabras. El otro, que es un hipócrita, con amaños le alucina y la libertad se toma de meterse ya con todos, y encendidos por la cólera sus ojos si alguna vez nos echa un sermón, arroja por la ventana las cintas las pomadas y las moñas. El otro día rompióme un pañuelo con sus propias manos, el picaronazo, porque envolvía en la cómoda un relicario, aduciendo que era un pecado de lo más horrible juntar con santos añagazas diabólicas. ESCENA III MARTÍN. D. ANTONIO. DOROTEA. MARTÍN. Tío Antonio: ya tenemos a mi padre aquí. ANTONIO. No es cosa de marcharme, pues, sin verle. MARTÍN.

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Hará usted la buena obra de indicarle también algo sobre que temo se oponga Tartufo, que es su mentor, a que termine la boda de mi hermana con Enrique. Ya mi amor usted no ignora por la hermana de ese amigo, y si él llegara... DOROTEA. Ahora. ESCENA IV D. RAMÓN. D. ANTONIO. DOROTEA. RAMÓN. Buenos días, caro hermano. ANTONIO. ¿Ya de vuelta? RAMÓN. ¡Dorotea! ANTONIO. Pues me voy. Y estará fea la campiña hasta el verano RAMÓN. (A Antonio.) Aguarda y ten la bondad de dejar, por mi sosiego, que me informe, ya que llego, de si ha habido novedad. (A Dorotea.) ¿Eh? ¿Qué tal habéis pasado los dos días? ¿Dime, a ver,

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cómo va casa? DOROTEA. Anteayer la señora se ha acostado con dolor en la cabeza. RAMÓN. ¿Y Tartufo? DOROTEA. Lindamente: tan gordo y fresco y luciente con sus labios de cereza. RAMÓN. ¡Pobre hombre! DOROTEA Anocheciendo, la señora no probó de la cena, pues le entró un calenturón tremendo. RAMÓN. ¿Y Tartufo? DOROTEA. Ante su plato con fervor redujo a cero «media pierna de carnero dos gazapillos y un pato.» RAMÓN. ¡Pobre hombre! DOROTEA. Sin cerrar el ojo, la pobrecita, toda la noche bendita la tuvimos que velar.

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RAMÓN. ¿Y Tartufo? DOROTEA. Adormecido, de la mesa y satisfecho pasóse a mullido lecho,. hasta el día, de un ronquido. RAMÓN. ¡Pobre hombre! DOROTEA. Finalmente, tanto y tanto la rogaron que consintió y la sangraron, y ya está convaleciente. RAMÓN. ¿Y Tartufo? DOROTEA. ¿Pues? ¡Tartufo! Por volverla sangre tal, librado de todo mal echóse al alma, el muy bufo, tres vasos de vino así a la salud de su nombre. para almorzar. RAMÓN. ¡Pobre hombre! DOROTEA. La diré que está usté aquí. ESCENA V D. RAMÓN. D. ANTONIO.

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ANTONIO. Esa chica habla de chanza y no le falta malicia, mas debo hacerle justicia; tiene razón. ¿Qué mudanza se ha operado sobre ti de su imagen fiel trasunto, por un hombre, hasta tal punto que olvidaras... RAMÓN. Alto aquí. No sabes que estás diciendo. ANTONIO. Pues permite que me asombre; basta decir... RAMÓN. Es un hombre... si le fueras conociendo, te hechizaran a su modo arrobamientos sin fin ¡Oh! es un hombre... un hombre, en fin, y ahí está explicado todo. Goza un descanso profundo quien se eleva a tanta altura: como un montón de basura él contempla a todo el mundo. Yo soy otro con su calma; me enseña a nada poner afecto ni amor tener por nadie, despego al alma; y veré morir a hermanos, madre, hijos y a mi esposa lo mismo que si tal cosa. ANTONIO. ¡Sentimientos mas humanos! RAMÓN. Tal como se hizo mi amigo hecho hubieras lo que yo. Ni un solo día dejó

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de juntarse allá conmigo en la iglesia y a mi lado con dulzura y santo celo ambas rodillas al suelo hasta que hubo rezado. Sus dos ojos parecía le saltaban de la cara, y es de tanto que elevara la oración que a Dios decía, suspirando de ardor lleno los dos brazos levantaba y a cada instante besaba humildemente el terreno. Y exacto como una cita cuando iba ya a marcharme, corriendo avanzaba a darme en la puerta agua bendita. Si le daba en caridad algo, decía modesto: ¿A qué quiero todo esto? me basta con la mitad, Y si acaso rehusaba de volvérselo a tomar, yo mismo pude observar que a los pobres se lo daba, En casa, al fin, como ves, el cielo le deparó, y a su sombra prosperó. Riñe bien, gran interés toma por mi honra de esposo. me delata los galanes, que está de ella en sus afanes mucho mas que yo celoso. ¡No sabes donde ha llegado! por nada se escandaliza, cualquier cosa se la atiza como si fuera un pecado. El otro día acusóse, y a poco no se escomulga, de que matando a una pulga durante el rezo, enojóse. ANTONIO. Que te burlas imagino, Ramón, con esa monserga o eres loco o... RAMÓN. Esa jerga

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es la que usa un libertino. Lo eres, Antonio, el cinismo el alma te habrá infectado y ya te he pronosticado algún mal. ANTONIO. Siempre lo mismo decís todos. Pues no ven, al mundo desean ciego en la esclavitud y luego al que se atreva a ver bien libertino llamarle, y en no adorando bufadas decir que a cosas sagradas respeto tienen ni fe. No temo tus predicciones: Dios me ve y sabe mis votos; yo sé que hay falsos devotos como hay falsos valentones, que no hallándose movido por el cebo del honor siempre es el matón mayor el que mete mas ruido. El devoto verdadero a quien imitar debemos no se arroja a esos extremos. Pues, y preguntarte quiero: ¿por ti se confundiría o no harías distinción entre lo que es devoción y lo que es hipocresía? Ves alguna paridad entre antifaz y semblante, el vidrio y el diamante, la mentira y la verdad? En su mayoría son los hombres originales, mientras que los naturales límites a su razón reducen, lo sobrehumano llevan lejos al capricho tal vez, y esto sea dicho de paso, querido hermano. RAMÓN. Sí; tú eres en verdad un reverendo doctor, el mas entendido autor

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de toda la cristiandad, un oráculo, el Catón de nuestro siglo ilustrado; yo confieso que a tu lado los hombres zoquetes son. ANTONIO. No. Se reduce mi ciencia, sin ser doctor reverendo, a que entre lo falso entiendo y veraz la diferencia. Y pues no veo, en efecto, de amor santo, venerable, ningún héroe comparable al religioso perfecto, tampoco puedo ver nada que me sea tan odioso como el fervor engañoso de la virtud paliada por algunos charlatanes devotos de profesión que hacen de la devoción sacrílegos ademanes y juegan impunemente, abusando de buen grado, con lo que hay de mas sagrado en la tierra; siendo gente esclavos del interés, conviértenlo en mercancía y así compran su valía y dignidades después por el precio de guiñadas y trasportes afectados, ellos son aficionados con tácticas desusadas del camino hacer del cielo escabel de su fortuna; de fijo sabrán alguna forma de hermanar su celo, sus virtudes con sus vicios cuando piden opulencia y predican abstinencia, prontos, llenos de artificios rencorosos, exigentes, y para perder a un pobre la ley de Dios ponen sobre su venganza irreverentes; y temibles por su mal al fin nuestra bondad minan hasta que nos asesinan

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con un sagrado puñal. A ése suele parecerle cierto tipo neo, pero al devoto verdadero es muy fácil conocerle. Hay ejemplos vivos, hombre, mira que a la vista están: Mendo, Lope, Diego y Juan. nadie les niega ese nombre, y apellidarles no es dable fanfarrones de virtud; su devoción ya ves tú que es humana, soportable. En sus místicas palestras no todo son reprensiones y es respecto a sus acciones que ellos reprenden las nuestras. Hacia el bien siempre inclinados, no detestan por el mal al pecador tal o cual sino sólo a los pecados, ni se excusan con el cielo y en fin, tienen caridad. Nuestro hombre, a la verdad. no es de estos gran modelo. RAMÓN. ¿Va acabaste de hablar? ANTONIO. Sí. RAMÓN. (Yéndose.) Celebro. ANTONIO. Otra cosa, hermano. Sabes que diste la mano de tu hija, estando aquí mismo yo, al joven Enrique, y tu palabra empeñaste. RAMÓN.

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Sí. ANTONIO. Y que a dicha unión fijaste plazo a que se verifique. RAMÓN. Es verdad. ANTONIO. ¿Pues tantos días por qué pasan? RAMÓN. ¡Qué sé yo! ANTONIO. ¿Deshaces la boda o no? RAMÓN. Puede ser. ANTONIO. Y faltarías a tu palabra? RAMÓN. No creo decir tal. ANTONIO. Dicho u omiso te obligara un compromiso. RAMÓN. Según. ANTONIO. Habla. ¡Qué rodeo!

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Tengo para ti encargada una visita en memoria. RAMÓN. ¡Sea siempre en mayor gloria del Señor! ANTONIO. Mas ¿qué embajada llevaré? RAMÓN. La que te dé la gana. ANTONIO. ¿Pero convienes en decirme el plan que tienes formado cual sea? RAMÓN. Haré todo aquello que Dios mande. ANTONIO. La pregunta es formal: con Enrique quedas mal cuando su bien te demande, ¿o qué? RAMÓN. Con que ahur, amigo. ANTONIO. Ya presiento algún disgusto: ante su amor yo me asusto de pensar lo que le digo. ACTO SEGUNDO ESCENA PRIMERA

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D. RAMÓN. PALMIRA. RAMÓN. (Llamando.) ¡Palmira! PALMIRA. Padre. RAMÓN. Ven, hija, que tengo un pequeño asunto que comunicarte; acércate. (Mira por la escena.) PALMIRA. ¿Qué mira usted? RAMÓN. ¿Eh? Que alguno pudiera curiosear desde el gabinete oscuro. Ea, pues, ya estamos bien. Sabes que te quiero mucho por lo buena. PALMIRA. También yo. RAMÓN. Te creo, hija y seguro estoy que por merecerlo no me dieras ni un disgusto. PALMIRA. Complaceré a usted. RAMÓN.

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Muy bien. ¿Qué me dices de Tartufo nuestro huésped, eh? PALMIRA. ¿Quién? ¿Yo? RAMÓN. Sí, y a lo que te pregunto, cuidado como respondes. PALMIRA. ¡Pobre de mí! Yo me asumo todo cuanto usted me mande. ESCENA II D. RAMÓN. PALMIRA. DOROTEA. (Dorotea entra de puntillas y se coloca detrás de D. Ramón, sin ser vista.) RAMÓN. ¡Ah! Esto es hablar maduro. Pues entonces di, hija mía, que es su persona un conjunto de perfecciones que adoras, y que rabias por el gusto de casarte con él. ¿Eh? PALMIRA. ¡Ay! RAMÓN. ¿Pues? PALMIRA. (¿A tanto me aburro?) RAMÓN. ¿Qué?

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PALMIRA. ¿Manda usted? RAMÓN. ¿Cómo dices? PALMIRA. Pero sepamos, por último ¿quién es ése, padre mío, que yo adoro y por el gusto de casarme yo con él estoy que rabio? RAMÓN. Tartufo. PALMIRA. Pero si no hay nada de esto, padre mío, yo lo juro, ¿a qué obligarme a que mienta? RAMÓN. Es que quiero, y no descuido, que esto sea una verdad, PALMIRA. ¡Qué! Usted quiere,.. RAMÓN. Quiero en nudo indisoluble juntártele y de esta manera junto, conforme tengo resuelto, con mi familia a Tartufo. Y pues tú sólo deseas... (Reparando en Dorotea.) Y qué haces tú aquí? Es mucho caso. DOROTEA.

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Y parece mentira, como dice todo el mundo, ese proyectado enlace. RAMÓN. ¿Es imposible? DOROTEA. Hasta el punto de que voy a no creerlo. ¡Bagatelas, don Raimundo! RAMÓN. Lo verás, pues. DOROTEA. Pues lo creo, mi señor, si bien yo dudo que proyecto semejante saliera de ese testuzo sin prever las consecuencias. RAMÓN. Te estás tomando a menudo, muchacha, unas libertades que no sé como las sufro. DOROTEA. No se enfade usted, que otros cuidadillos son los suyos en medio de los peligros que la ofrecen sin escrúpulo. Es preciso; si ha de ser: ella guapa y él un buho, ella rica y él un pingo... RAMÓN. Cállate que no es insulto la pobreza siendo honrada, y sabed que es linajudo. DOROTEA.

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Si será cuando él lo dice. Mas de nobleza el orgullo sienta mal con la piedad de quien se consagra al culto. RAMÓN. ¡Qué me has de enseñar tú a mí! (A Palmira.) No hagas, hija, caso alguno; yo sé lo que te conviene y a más soy tu padre. Hubo que dar mi palabra a Enrique, pero sé por buen conducto que es aficionado al juego y que es además presumo algo libertino pues no veo frecuente mucho las iglesias. DOROTEA. ¿Quiere usted que vaya a cada minuto como aquellos que van sólo para que los vean? RAMÓN. Punto en boca, que no he pedido tu parecer. DOROTEA. Si interrumpo es porque le quiero bien. RAMÓN. A que me quieras renuncio. DOROTEA. Pues le quiero aunque no quiera. RAMÓN. Basta ya.

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DOROTEA. Es un cargo... RAMÓN. ¡Chuto! DOROTEA. De conciencia tolerar que cometa usté un abuso. RAMÓN. Cállate, lengua de víbora... DOROTEA. ¡Y se pone usté iracundo siendo tan devoto! RAMÓN. ¿Callas? DOROTEA. Sí; mas sin hablar, no mucho menos piensa el pensamiento. RAMÓN. Bien; piensa como los mudos. Basta. (A Palmira.) Como iba diciendo yo que todo lo discurro... DOROTEA. (Si no puedo hablar, me muero.) RAMÓN. Sin ser un dandy Tartufo tiene un aire...

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DOROTEA. (De murciélago.) RAMÓN. Que aun dado el caso presunto de que no simpatizaras con sus otras dotes... DOROTEA. Justo: ¡le cayó la lotería! (D. Ramón se vuelve del lado de Dorotea y cruzado de brazos la escucha con atención.) Yo en su caso, si a disgusto mío, cargaban conmigo, le demostraría al chusco que una desposada tiene la venganza siempre a punto. RAMÓN. ¿Es decir que a mí no debe hacerme caso ninguno? DOROTEA. Yo no hablo con ustedes ¿a qué viene ese discurso? RAMÓN. ¿Pues qué haces? DOROTEA. Me hablo a mí misma. RAMÓN. A eso te conjuro. (Amenaza a Dorotea mientras habla con Palmira.) Hija mía: sí; tú debes desvelarte en darme gusto... y tenerme deferencia...

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que el marido que te busco... (A Dorotea que está muy tiesa.) ¿No te dices nada? DOROTEA. Nada. RAMÓN. Dite un término. DOROTEA. Ni uno tan siquiera. RAMÓN. Lo esperaba. DOROTEA. Libros a tu tia, ¡juro a Dios!... RAMÓN. Digo que el marido... DOROTEA. Del marido yo me burlo. (Echa a correr.) RAMÓN. Serpiente del paraíso. (No la llega al darle.) Hija mía: este churrullo de chica te hará pecar como a mí que con sus rudos dichos me amarga la bilis, y voy a ver si la endulzo.

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ESCENA III PALMIRA. DOROTEA. DOROTEA. Dígame usted, señorita, ¿ha perdido usted el uso de la palabra? PALMIRA. ¿Qué quieres a un padre tan absoluto que yo diga? DOROTEA. ¿Qué? Que el alma no ama por sustituto, que es usted la que se casa y no él ni yo, por cuyo motivo sólo a usted toca buscarse un novio a su gusto, y que si tanto le gusta su delicioso Tartufo, bien; que se case con él. PALMIRA. Es mi padre. DOROTEA. Ya. Por último: ¿ama usted a Enrique o no? PALMIRA. Tu preguntar es injusto, bien lo sabes. DOROTEA. ¿Y él a usted? PALMIRA. Que sí creo.

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DOROTEA. Pues pregunto: ¿qué la aguarda con el otro? PALMIRA. Darme muerte. DOROTEA. ¡Gran recurso! Ya no hay más que morirse para salir del apuro. Me da rabia oirla así. PALMIRA ¡Tu no sabes lo que sufro! Mi timidez... DOROTEA. El amor pide valor, sino justos lo pagan por pecadores. PALMIRA. Quieres tú que diga el mundo... DOROTEA. No, no, yo no quiero nada; si ya me despreocupo: antes viviera contenta siendo esposa de Tartufo. ¡Oh! ¡Tartufo! ¡Vaya! ¿Piensan ustedes hablar en turco? Un señor tan colorado, de noble raza y tan cuco hace la felicidad de cualquiera. Me figuro verla ya allá en su villorrio como se divierte mucho con los tíos y los primos, y que hace mil saludos elegantes de visita con la alcaldesa y... PALMIRA.

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¿Qué escucho? ¡Mísera yo! Tú me matas. DOROTEA. Digo que me congratulo de que esté tartufiada. PALMIRA. Ya sé yo el remedio único de mis males. (Quiere salir y la detiene.) DOROTEA. ¿Qué va a hacer? Señorita: no me burlo ya; consuélese usted, mas don Enrique quita el luto. ESCENA IV D. ENRIQUE. PALMIRA. DOROTEA. ENRIQUE. Se me acaba de decir una especie singular. PALMIRA. ¿Qué? ENRIQUE. Que te vas a casar con Tartufo, a no mentir. PALMIRA. Es una verdad que en esto está mi padre empeñado. ENRIQUE.

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Que tu padre... PALMIRA. Ha cambiado en verdad de bisiesto. ENRIQUE. ¿Formalmente? PALMIRA. Formalmente. Por esa boda delira. ENRIQUE. ¿Y deliras tú, Palmira? PALMIRA. Yo no sé. ENRIQUE. Eres consecuente. ¿Conque no lo sabes? PALMIRA. No. ENRIQUE. ¿No? PALMIRA. Aguardo que me aconsejes. ENRIQUE. Te aconsejo que no dejes a ese novio. PALMIRA. ¿Tú? ENRIQUE.

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Sí; yo. PALMIRA. Pues bien: queda ya admitido el consejo que me has dado. ENRIQUE. Mucho no te habrá costado. PALMIRA. Lo mismo que tu has sufrido al darlo. ENRIQUE. Por complacerte. PALMIRA. Yo lo digo por lo mismo. DOROTEA. (Retirándose al fondo del teatro.) (¿En qué para este embolismo?) ENRIQUE. ¿Y se ama de esa suerte? PALMIRA. Yo me atengo a aquel consejo que tu te has servido darme. ENRIQUE. Jamás has llegado a amarme. PALMIRA. ¡Ay de mí! De eso me quejo. ENRIQUE. Mas no me ha de faltar quien

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me quiera con alborozo... PALMIRA. ¡Ya se ve! En siendo buen mozo... ENRIQUE. Y en no siéndolo también mi pérdida repondrá otra alma que está pronta. PALMIRA. Pérdida de poca monta difícil no te será. ENRIQUE. ¿A quién me deja amaré? PALMIRA. ¡Bien dicho! Ya tengo gana de que me casen mañana. ENRIQUE. Si aquí estoy de más, me iré. (Hace que se va y vuelve.) PALMIRA. Vé. ENRIQUE. Mas cuenta que es por ti que a tanto me has obligado. PALMIRA. Bueno. ENRIQUE. (Lo mismo.) Y que sólo he imitado tu ejemplo.

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PALMIRA. Mi ejemplo, sí. ENRIQUE. (Se va.) No hables ya; te haré contenta. PALMIRA. Tanto mejor . ENRIQUE. (Vuelve.) Que quizás no has de verme nunca más. PALMIRA. Me alegro. ENRIQUE. (Se va hasta la puerta.) ¿Eh? PALMIRA. ¿Qué? ENRIQUE. ¿Llamas? PALMIRA. Cuenta que estabas soñando. ENRIQUE. Adiós, Palmirita. (Vase lentamente.)

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PALMIRA. Adiós, Enrique. DOROTEA. (A Palmira.) Consentir no puedo el pique. Parecen tontos los dos. (A Enrique.) ¿Señor don Enrique? ¡Eh! ENRIQUE. ¿Qué hay, pues, Dorotea? Nada. (Signa que no.) DOROTEA. (Suelta a Enrique y corre hacia Palmira.) Señorita, ¿está enojada? PALMIRA. Déjame. DOROTEA. ¿A dónde va usté? Se resuelve lo peor. (Suelta a Palmira y corre hacia Enrique.) Venga usté acá, señorito. ¡Pues! Yo lo mando y chitito. (Les coge de la mano y les vuelve a la escena.) Yo lo arreglaré mejor. Acérquense más ahora. (A Enrique.) Venga acá esa mano. ENRIQUE.

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(Dando la mano a Dorotea.) ¿A qué? DOROTEA. (A Palmira.) Y acá déme la de usté. PALMIRA. (Dando la mano a Dorotea. ¿Qué haces? DOROTEA. Avance, señora. Se están amando ustedes mucho más de lo que piensan. (Hace que se den las manos Enrique y Palmira.) ENRIQUE. (A Palmira, todavía vuelta de espaldas.) Pues tus ojos no compensan... mírame al menos si puedes. (Palmira mira a Enrique sonriéndose.) DOROTEA. (Si va a decir la verdad son bien bobos los amantes.) ENRIQUE. Tantas penas como instantes me da tu informalidad. PALMIRA. Pero hay en la tierra toda ningún hombre más ingrato... DOROTEA. Quédese para otro rato:

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hora hablemos de la boda. PALMIRA. ¿Qué hay que decir? DOROTEA. Lo diré. (A Palmira.) Su padre se me imagina que se burla. (A Enrique.) Es chilindrina. (A Palmira.) Mas creo interesa a usté asentir en apariencia, mil percances se aseguran y con el tiempo maduran las brevas; conque paciencia y barajar porque luego una enfermedad vendrá de súbito que dará tiempo de que acuda el juego, o agorera predicción también puede que entretenga, o un espejo roto, y venga la terrible aparición de un muerto y sueños crueles a ver si contar acierta, y bueno será que vierta el salero en los manteles. Lo mejor de esos asuntos es que no puede una niña casarse si el sí no guiña. Mas, que no les vean juntos. (A Enrique.) Salga usted y contra el padre procure que los amigos le sirvan como testigos de lo ofrecido; a la madre de nuestra parte la haremos y al tio Antonio también. Ea; usted lo pase bien.

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ENRIQUE. (A Palmira.) Por siempre nos amaremos, Palmira, única esperanza... PALMIRA. Tuya soy, Enrique, tuya. DOROTEA. (No esperemos que concluya el amor cuando se lanza. ) Que hay bastante he dicho ya. ENRIQUE. (Se va y vuelve precipitadamente.) ¡Adiós! ¡Oh placer! Seré... DOROTEA. ¿Hacer qué hacemos? Usté por aquí: usté por allá. (Dorotea les obliga a separarse.) ESCENA V MARTÍN. DOROTEA. MARTÍN. ¡Mal rayo le parta! Y lléveme Dios si hay quien me detenga. ¡Voto va sanes! Por vida del otro... diablo. DOROTEA. ¿Quien echa ternos por áhi? MARTÍN.

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Yo te juro que voy a hacer una buena. DOROTEA. ¡Ay! señorito, por Dios, obre usted con más prudencia. Mi señor habló tan sólo, y antes las cosas se piensan que se hacen, del dicho al hecho suele haber trescientas leguas. MARTÍN. Le diré cuantas son cinco. DOROTEA. Bien, que hable, mas detenga su enojo con ese hombre y con su padre. ¡Qué priesa! Sabe usted que a la señora concede Tartufo cierta distinción y sobre de él tiene un ascendiente ella. ¡Así lo permita Dios y todo se desvanezca! Ahora bien; no es difícil que en una entrevista pueda inquirir, ya sonsacando sus intenciones secretas, lo que haya de la boda que a usted tanto le interesa, desazona y contraria, y verá a ver si le entera de los disgustos que sigan si no renuncia a la idea. Mire usted, yo no he podido verle ahora porque reza, mas no tardará en bajar y le aguardo hasta que venga. Váyase usted, por favor. MARTÍN. Que me esté en visita deja, mujer. DOROTEA.

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No, que lo que importa es dejarlos solos. MARTÍN. Cuenta que no le diré ni eso. DOROTEA. Vaya, que usted se chancea, señorito, pues no poco le conozco yo sus tretas; además que yo sé bien como un negocio se enreda. Váyase usted, señorito. MARTÍN. Me estaré como una piedra. DOROTEA. ¡Y qué pesado está usted! ¡Ay! que viene. Aquella puerta. (Martín se esconde tras de una puerta del fondo.) ESCENA VI TARTUFO. DOROTEA. (Sale Tartufo y al ver a Dorotea habla con los de adentro.) TARTUFO. Disciplinas y silicio recogedlos junto allá; si alguien pide por mí, ya le diréis que en el hospicio hacia los presos acuda, pues les llevo en caridad mis cuartejos, y rogad que por medio de su ayuda siempre os ilumine el cielo. DOROTEA.

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(¡Qué farsante!) TARTUFO. ¿Eres tú? DOROTEA. Dos palabras... TARTUFO. ¡Supremo Dios! (Sacándose un pañuelo del bolsillo.) Toma chica este pañuelo y no prosigas. DOROTEA. ¿Por qué? TARTUFO. Cúbrete las cosas estas porque ideas deshonestas dan al alma que las ve. DOROTEA. De la carne impresionable sois pues a la tentación; yo no siento la impresión tan pronto, y si fuera dable veros a vos, yo, desnudo de los pies a la cabeza, puedo daros la certeza de que así como en vos pudo, tentarme no lograría todito vuestro pelaje. TARTUFO. Más modestia en el lenguaje, o me voy, señora mía. DOROTEA. Yo soy quien voy a dejaros

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tras dos palabras deciros: mi señora fue a pediros y dice tiene que hablaros. TARTUFO. ¡Yo tendré el mayor placer! ¿Vendrá pronto? DOROTEA. (Se derrite.) Viene. (No es porra el convite.) Me voy, que tengo qué hacer. ESCENA VII JUANA. TARTUFO. TARTUFO. Con su bondad el Señor del alma y cuerpo os conceda la salud que desear pueda quien se inspira con su amor, por siempre jamás, amén. JUANA. Gracias por tan buen intento, pero tomemos asiento. (Se sientan en sillas.) TARTUFO. ¿Y ya se encuentra usted bien? JUANA. Muy bien; de la calentura ya cesaron las sesiones. TARTUFO. Muy poco mis oraciones valen porque a tanta altura hayan tal gracia alcanzado,

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no obstante, con insistencia pedí su convalecencia. JUANA. Vuestro afán es demasiado. TARTUFO. Para devolver a usté su salud, diera la mía. JUANA. Bondadoso en demasía, yo tengo para mí que es llevar muy adelante la caridad cristiana. TARTUFO. Mi señora doña Juana: nunca haré yo lo bastante por lo que usted se merece. JUANA. Por cuanto un asunto debo consultaros, ya me atrevo, puesto que nadie aparece. TARTUFO. Con igual gusto, encontrarme con usté a solas, señora, es un favor que hasta ahora no quiso el cielo otorgarme. JUANA. No creí que eso pasara de simple conversación aunque vuestro corazón nada se me reservara. (Martín entreabre la puerta por donde salió.) TARTUFO. Ni otra cosa yo creí, por lo tanto sólo quiero

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mostrar a usted cuan sincero es mi corazón en sí, disculpando mis enojos si hacia usted fueron esquivos, por los que a los atractivos acudieron de sus ojos en una y otra visita, no por celos, por efecto del prodigioso afecto que por usted me palpita, un espiritual impulso... JUANA. Yo doy fe a vuestro relato de que pasáis un mal rato por mi salud. TARTUFO. (Toma a Juana por la mano.) Sí; convulso estoy y es tal mi fervor... JUANA. Me apretáis. ¡Uy! Me hacéis daño. TARTUFO. Antes bien le haría. Extraño fuera a mi exceso de amor. (Pone su mano encima las rodillas de Juana.) JUANA. ¿Que hace esa mano ahí? TARTUFO. Nada; palpo ese vestido que es de suave tejido, muy fino, mucho, eso sí. JUANA. Quitad. Soy muy cosquillosa. (Juana retira su silla y Tartufo acerca la suya.)

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TARTUFO. (Manoseando el jubón de Juana.) Se trabaja hoy día, ¡vaya! Con perfección tal que raya en perfección milagrosa. Todo eso me maravilla y nadie ha visto un conjunto... JUANA. Sí, pero es otro el asunto, y no hagáis correr la silla, Se dice que mi marido falta a la palabra dada, que con vos quiere casada a su hija y la ha ofrecido, decidme ¿qué hay de verdad? TARTUFO. Que me dijo algo es cierto, pero suspira a otro puerto llegar mi felicidad; otra es la dicha que ansío. JUANA. Y eso que vos no ansiáis bienes de la tierra, vais... TARTUFO. ¿Soy yo pues de mármol frío? JUANA. Bien sé que vuestros amores sólo tienden hacia el cielo y que nada de este suelo os da dichas ni temores. TARTUFO. El amor a que nos atan las bellezas eternales no niega a las temporales un amor, como no matan al sentido los encantos

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de la gran obra divina: sus atractivos combina con los de usted que son tantos y ostentando su belleza que a las almas enamora, yo no puedo ver, señora, tan bella naturaleza sin admirar a su Autor que a sí mismo se retrata, y ante tal retrato cata mi pecho un ardiente amor. Al principio recelé que ese secreto volcán fuese lazo de Satán sólo por sorprenderme, tanto que ya resolví alejarme en la opinión que era usté a mi salvación estorbo, mas conocí por fin, hermosa adorada, que mi amor no era culpable, con el pudor conciliable sin renunciar su mirada. Yo confieso, sí, mi audacia al hacer de amor la ofrenda; dispense usted que lo atienda todo ahora de su gracia. Mi esperanza, mi quietud y mi eterno bienestar, en usted voy a cifrar mi infierno o beatitud. Del fallo que usted profiera depende o no mi reposo; si usted quiere soy dichoso, infeliz cuando usted quiera. JUANA. Declaración bien galante y no menos sorprendente; debiérais ser más prudente a mi ver en semejante ocasión, siendo un devoto que de tal tiene renombre... TARTUFO. Mas no deja de ser hombre un devoto, en mí lo noto. Si su voz divina escucho,

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si su angélica faz miro, muere el corazón de un tiro sin pensar poco ni mucho. Ya sé que este llano canto ajeno parece en mí, mas, señora, añado aquí que yo no soy ningún santo; y por si me condenara mi confesión inefable, no es mi culpa, es la culpable la hermosura de su cara. Desde que me hirió el fulgor de esa luz tan sobrehumana, yo la eregí en soberana de mi rebelde interior. Nada hallé que la venciera, nada, ayunos ni las heces de mi llanto, ni las preces, ni promesas que ofreciera. Harto ya mi pena atroz mis ojos han explicado, y pues la hora ha llegado de explicarme a viva voz: contemple usted piadosa la enorme tribulación de su esclavo, y devoción tendrá para usted, hermosa, si le envía usté un consuelo, aunque sea un nadie indigno para recibir el signo de su amor. Ningún recelo por su honra ha de tener quien me preste sus favores, no así los adoradores de oficio que a la mujer obligando a mil locuras, no hay cosa que les importe sino es por toda la corte publicar sus aventuras. Deshonran precisamente de aquel corazón el ara que se les sacrificara, esa atolondrada gente. Nosotros no y mas discretos nuestra fama procuramos no perder y así guardamos para siempre los secretos. Garantiza a la mujer que nos entrega su honor, sin escándalo un amor y sin temor un placer.

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JUANA. Yo aplaudo vuestra elocuencia, pero no se os ha ocurrido que yo diga a mi marido vuestro amor, y su paciencia en sabiendo tal noticia dé al traste con su amistad? TARTUFO. Grande de usté es la bondad por no serme a mí propicia. La carne es frágil, por eso no hay humano que resista el mirarla, a tener vista, que un hombre es de carne y hueso. JUANA. Otra hubiera conducido la cosa de otra manera tal vez, mas yo no dijera nunca tal a mi marido, como en desagravio exija que procuréis poner toda vuestra influencia en la boda de Enrique con mi hija, que renunciéis por vos mismo a la esperanza de haceros rico de ajenos dineros sacados al fanatismo, por dominio el más injusto y por... ESCENA IV MARTÍN. TARTUFO. JUANA. MARTÍN. (Sale del cuarto donde había entrado.) No, no, madre mía, esto debe difundirse, difundirse por la villa.

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Yo me estaba allí detrás, y pues el cielo me auxilia a confundir a un bribón que de más me perjudica, señalándome el camino de vengar su hipocresía, su orgullo y su desvergüenza. yo debo ir en seguida a delatar a mi padre tal cual es el alma indigna que le hace a usté el amor. JUANA. Basta con que se corrija, Martín y que a ejecutar mi propuesta se decida. No vuelvo atrás mi palabra, ni tampoco soy amiga yo de dar publicidades. Una mujer lleva a risa, pues es lo que se merecen, semejantes tonterías y no turba de su esposo la confianza tranquila. MARTÍN. Usted tiene sus razones, yo también tengo las mías para obrar de otra manera. Dejarlo ahí es bobería. Ya bastante me aguanté mientras en triunfo salían las tretas del santurrón trastornando a mi familia; ya bastante gobernó a mi padre que creía al muy maula y ha enredado junto con los de Palmira y de Enrique mis amores, y pues tomé la zorrica no la suelto de mi mano JUANA. Martín... MARTÍN. Deje usté y permita

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que me vengue, que al vengarme mi alma se regocija. El placer de la venganza, madre, aun no conocía. ESCENA IX D. RAMÓN. MARTÍN. TARTUFO. JUANA. MARTÍN. Voy a sorprender a usted. padre, con una noticia: pues mal le paga, en verdad, su buen amigo la íntima confianza que le tiene, bien clarito ya se explican los cuidados que se daba por usted, puesto que iba nada más que a deshonrarle: le sorprendí cuando hacia su declaración de amor a su esposa, mi querida madre, que como es tan buena y prudente, pretendía que me guardara el secreto, pero ante tan inaudita desvergüenza no he podido, que callando creería inferir a usté una ofensa y no quiero yo inferírsela. JUANA. Pues lo digo y lo repito, que por esas tonterías no creo que una mujer turbar deba la tranquila confianza a su marido, mucho más que no peligra su honor, pues toda mujer se defiende por sí misma. Es mi modo de pensar, y evitaras chillerías si te hubieses conducido, Martín, como te decía.

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ESCENA X D. RAMÓN. TARTUFO. MARTÍN. RAMÓN. ¡Cielos! ¡Qué escucho! ¿Es posible? TARTUFO. Es una verdad, hermano, soy un perverso inhumano, tan malo que no es creíble; soy el mortal más astuto más inicuo y execrable, soy en fin un miserable pecador. Cada minuto de mi vida es un portento de atroces iniquidades, de sucias obscenidades y de crímenes sin cuento; y el cielo dulce conmigo me envía en esta ocasión una mortificación en merecido castigo. Como a un reo va a acusarme; no tengo, podéis creerme, orgullo de defenderme: de casa podéis echarme como echa los malvados a la infamia el Tribunal; más merezco, criminal por negros de mis pecados. RAMÓN. (A Martín.) ¿Con falsía usted se atreve a empañar esa virtud? MARTÍN. De su alma hipócrita. RAMÓN. Tú cállate, cállate, aleve.

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TARTUFO. Dejadle, por Dios, hablar, que inocente le acusáis y mejor es que le oigáis para poderme culpar. Y ¿por qué me defendéis en un lance tan audaz? ¿De lo que soy yo capaz por ventura vos sabéis? ¿Cómo, hermano, en consecuencia os fiáis de mi exterior reputándome mejor porque tengo la apariencia? ¿Creéis por lo que se ve? Soy lo que dice Martín: por hombre de bien al fin paso, y soy muy malo a fe. (A Martín.) Ya sin consideración habla, hijo mío, lo quiero, y trátame de embustero, deshonrado y de ladrón y de infame y homicida. contradecirte no he, más merezco, y sufriré por las culpas de mi vida de rodillas tal vergüenza. RAMÓN. (A Tartufo.) Hermano, esto es demasiado. (A Martín.) Mira tú lo que has causado. MARTÍN. Aun puede que a usted convenza su falsa peroración. RAMÓN. (A Martín.)

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Cállate, pícaro. (A Tartufo.) Alzad, hermano, por caridad. (A Martín.) ¡Infame! MARTÍN. Puede... RAMÓN. Chitón. TARTUFO. No os turbéis, por Dios, os pido. Denme el más fiero porrazo antes que un leve arañazo sufra mi Martín querido. RAMÓN. (A Martín.) ¡Ingrato! TARTUFO. Dejádmele, hermano, por compasión, de rodillas su perdón si es preciso imploraré. RAMÓN. (Doblando también las rodillas y abracando a Tartufo.) ¿Cómo hacéis eso conmigo? (A Martín.) ¡Bribón! ¡Mira su bondad! MARTÍN.

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Es... RAMÓN. Sss... MARTÍN. Una calamidad que pase... RAMÓN. Silencio, digo. Ya la causa yo no ignoro que te induce a contrariarle: habéis dado en odiarle todos, hoy por hoy, a coro. No hay ardid que no se apure para que el santo varón se vaya, y esa es razón porque más os lo asegure. Palmira le voy a dar para que todos rabiéis. MARTÍN. Obligarla pretendéis. RAMÓN. Esta noche a más tardar. A ver quién manda en mi casa; y a ver como te le humillas y su perdón de rodillas pides al momento. MARTÍN. ¿Es guasa? A ese impostor... RAMÓN. ¿Aún le ofendes tras de negarte? ¡Eres malo! (A Tartufo.) No me detengáis: un palo, un palo.

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(A Martín.) Vete. ¿Pretendes? Vete de mi casa, digo, y jamás vuelvas MARTÍN. Me iré enseguida. pero... RAMÓN. Te desheredo: te maldigo. ESCENA XI TARTUFO. D. RAMÓN. RAMÓN. Que vaya a ofender allá a un varón tan excelente. TARTUFO. ¡Oh! ¡Perdona, Dios clemente. el suplicio que me da! (A Ramón.) Si pudiérais comprender al denigrarme ante vos, hermano, qué golpe... RAMÓN. ¡Oh, Dios! TARTUFO. No lo quisiérais creer. Ese fijo pensamiento

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de tan negra ingratitud roba a mi alma la quietud inquisitorial tormento... es el horror que me inspira tal, que el corazón me oprime y mi palabra dirime, y mi aliento, creo, espira. RAMÓN. (Corre vertiendo lágrimas hacia la puerta por donde ha salido Martín.) ¡Pillo! Estoy arrepentido de dejarte hueso sano. (A Tartufo.) Tranquilizaos, hermano. y recobrad el sentido. TARTUFO. Concluyamos ya por hoy concluyamos tan odiosa situación con una cosa que os diré, y es que me voy. RAMÓN. ¿Os burláis? TARTUFO. Se me odia y soy causa de contiendas, y a más os quitan las vendas que un fiel amigo os ponía. RAMÓN. ¿Y qué? ¿Les creo yo acaso? TARTUFO. Aunque hagáis hoy ese alarde, los celos vendrán mas tarde. RAMÓN. No, no, hermano, en ningún caso

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TARTUFO. Hermano: una mujer ¡oh! todo lo puede vencer de un marido una mujer sorprendiéndole. RAMÓN. No, no. TARTUFO. (Va a salir.) Dejad que yo ponga un dique a la sospecha. RAMÓN. ¡Que va mi vida! TARTUFO. Fuerza será pues que yo me mortifique; si tanto os empeñáis... RAMÓN. Pues. TARTUFO. No hablemos más. Así sea. Pero la amistad se afea y el honor no gana, esto es: reñiré con vuestra esposa y de vos ya me despido. RAMÓN. ¡No! Os colgáis de su vestido y se corrige la cosa. haciendo rabiar al mundo en cuanto os vean pegado a ella, siempre a su lado sin dejarla ni un segundo. Hay más: mal que pese a quienes se subleven, pues no quiero

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ya tener otro heredero que vos, de todos mis bienes he de haceros donación, que más os voy a querer que hijos, padres ni mujer. ¿Aceptáis proposición? TARTUFO. ¡Hágase su voluntad en la tierra y en el cielo! RAMÓN. (¡Pobre hombre!) Tengo anhelo de probaros mi amistad, y me tiene ya impaciente estender esa escritura. Vamos a la prefectura. ¡Y la envidia que reviente! ACTO TERCERO ESCENA PRIMERA D. ANTONIO. TARTUFO. ANTONIO. Digo que podéis creerme que el público ya no habla de otra cosa y no hace el caso por cierto vuestra alabanza; yo mi parecer clarito os diré en cuatro palabras, planteando la cuestión sin tratar de examinarla. Supongamos que Martín es un hereje, un canalla y que miente al acusaros: ¿pues? ¿La moral cristiana no perdona las ofensas y no estingue las venganzas? ¿Y podéis vos permitir que un padre, por vuestra causa se separe de su hijo? Con franqueza lisa y llana: dais un verdadero escándalo

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no poniendo en paz la casa. Sí; sacrificad a Dios la ira y haced que abra un padre a un hijo los brazos. TARTUFO. Yo, por mí, de buena gana; si se lo perdono todo, ni guardo la menor mala voluntad ni le acrimino, pues le quiero con mi alma; mas si entra por la noche yo salgo por la mañana. ¡Son altos juicios de Dios! Tras de dar tal campanada al vernos juntos el mundo ¡Dios sabe lo que pensara! Dirían que es mi amistad una política traza, que sintiéndome culpable eché mano de esa táctica, que amar finjo a mi enemigo con una caridad falsa y que espero la ocasión para ensangrentar mis garras en el silencio. ANTONIO. Esas son excusas algo tiradas por los cabellos. De juicios del cielo ¿por qué la carga os achacáis? ¿De nosotros necesita acaso para castigar al delincuente? Dejad a Dios las venganzas y practicad el perdón que prescribe su Ley santa. ¿Qué una acción es menos buena si la cree el mundo mala? Bien obremos, mal que digan. TARTUFO. Ya sé hacer lo que Dios manda: repito que le perdono, pero después de esa zambra Dios no manda que le olvide. ANTONIO.

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¡Oiga! ¿Conque a vos os mandan, caballero, que aceptéis de un amigo que os da casa, los bienes, cuando en conciencia no podéis aceptar nada? TARTUFO. Cuantos me conocen saben ya que el móvil de mi alma no es el interés. Yo huyo las vanidades mundanas, y a ser cierto que he admitido su donación espontánea, sólo fue por el temor de que esos bienes pararan subdivididos en manos que los gaste en cosas malas, en lugar de yo emplearles para el bien; en bien de alma y en bien del prójimo. ANTONIO. ¡Quiá! Desechad de mojigata los escrúpulos que pueden hacerle correr las lágrimas a un legítimo heredero. Sufrid pues pero con calma a que el otro con sus riesgos posea lo de su casa; vale más que lo malgaste que no que digan mañana que se los habéis robado. Yo admiro vuestra cachaza porque al fin el catecismo el séptimo tiene en planta, y si es que el cielo os prohibe mirar a Martín la cara, ¿no fuera mejor marcharos, la cabeza levantada, que no...? TARTUFO. Son, amigo mío, ya las tres y media dadas y cierto deber piadoso hacia mi cuarto me llama. Con vuestro permiso.

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ANTONIO. Bravo. ESCENA II JUANA. PALMIRA. DOROTEA. D. ANTONIO. DOROTEA. Señor don Antonio: haga usted el favor de hacer todo cuanto pueda para que no llegue a efectuarse lo estipulado, sin falta esta misma noche. ¡Viera usted como tiene el alma esa pobre señorita! Se desespera y da lástima. ESCENA III D. RAMÓN. D. ANTONIO. JUANA. PALMIRA. DOROTEA. RAMÓN. ¡Oh! Me alegro de encontraros reunidos en la sala. (A Palmira.) Yo te traigo aquí un contrato que va a hacerte mucha gracia. Ya adivinas ¿eh? lo que es. PALMIRA. (Suplicando.) Padre mío de mi alma: pido a usté en nombre del cielo que me ve y la mas sagrada cosa que en la tierra adore, que decline usted la patria potestad y que dispense mi deber de hija en gracia

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de que no pueda quejarme al cielo porque me haya por usted dado la vida. ¡No me quiera desgraciada! Si no he de pertenecer a aquel que mi pecho ama, no permita usted tampoco, y lo pido con mis lágrimas, pertenezca nunca a quien aborrezco y me da rabia. RAMÓN. (Conmovido.) (Eh; firme: corazón mío! ¡Lejos, tú, miseria humana!) PALMIRA. Que le tenga usted cariño, yo nada lo siento, nada; déle usted todos sus bienes y si por acaso faltan que le acrezca con los míos menos mi cuerpo y mi alma, y deje que en un convento de cortos días la carga por la austeridad conduzca. RAMÓN. ¡Lo que hacen las muchachas!: contrariad sus devaneos y antes preferible hallan calzar el velo nupcial con hábito de descalza. Siendo así que es al contrario, pues a mayor repugnancia mayor mérito contrae quien se resigne a arrostrarla. Mortifica tus sentidos en la boda proyectada sin romperme la cabeza más con tus estravagancias. DOROTEA. ¡Pues que!... RAMÓN.

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Cuéntale a tu tia lo que contarnos pensaras. ANTONIO. Si permites que un consejo... RAMÓN. No voy a pedirlo; gracias. Tus consejos aunque buenos no hacen maldita la falta. JUANA. (A Ramón.) En vista de lo que veo no acierto a decir palabra ante tanta obcecación y admiro ceguera tanta; pues lo que con ese hombre de pasarnos hoy acaba, ¿no lo desmientes acaso con esa frescura? RAMÓN. Basta. No niego las apariencias que tal vez tú misma causas, ni desapruebas al chico su pretendida jugada contra ese pobre hombre, que sé todo lo que pasa, ni te creo en lo que dices tan tranquila; a estar sin mancha, no sabrías qué decir. JUANA. Yo sé reirme a las barbas simplemente de tan locos pretendientes ¿qué más armas? Que una eche por respuesta mil denuestos y bravatas? No me gusta dar escándalo ni imitar a las beatas que no pueden comprender el honor sin una valla

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de abrojos y de zarzales, garfios y ruedas dentadas con que arañar al primero que se atreva a agasajarlas. No; ¡Dios me libre de una virtud tan endiablada! Yo no quiero saber tanto, y prudente menos sabia antes creo que una fría indiferencia se basta a dejar al corazón un amor sin esperanza. RAMÓN. Si te voy creyendo. JUANA. Incrédulo: ¿qué dirías si tu Juana te hiciera ver la verdad? RAMÓN. ¡Ver! JUANA. Con tus ojos. RAMÓN. Es cháchara. JUANA ¿Qué dirías de tu hombre de bien? RAMÓN. Diría que... nada, porque esto no puede ser. JUANA. Me va cargando esa danza: ¿quieres ser testigo? RAMÓN. Sí;

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y te cojo la palabra. JUANA. Dorotea: sube y dile que por él pide tu ama. DOROTEA. Señora; es tan zorrastrón que temo huela y no caiga en el garlito. JUANA. No temas, que lo tiene en la garganta quien tiene amor y a sí propio por amor propio se engaña. (A Antonio y Palmira.) Haced vosotros que baje y dejadnos en la sala. ESCENA IV D. RAMÓN. JUANA. JUANA. Acerquemos esa mesa y ponte debajo, anda, que importa esconderte bien. RAMÓN. Mas no quiero andar a gatas. JUANA. Pues es preciso que quieras no ser visto. RAMÓN. Digo, es gaita, la tal mesa.

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JUANA. No te metas en camisa de once varas. ¡Válgame Dios por el hombre! Tengo urdida yo una trama acá dentro de mi mente que después podrás juzgarla. Vamos; métete y observa sin mover ni pie ni pata. RAMÓN. ¡Habrá mayor mansedumbre! Como salgas bien... JUANA. Despacha. (A Ramón, que esta escondido detrás de un tapiz.) A ver como te conduces con discreción, que no vayas a escandalizarte luego por lo que yo diga o haga con sólo el fin de arrancar a un hipócrita la máscara. Entiéndelo bien y deja que dé pábulo a su llama, mas no permitas que lleguen las cosas ¿eh? sino hasta el punto que te parezca; quiero decir que por nada, si quieres a tu mujer la espongas a una desgracia; y no olvides que guardando mi honor el tuyo guardas, que en tu mano... Mas ya viene. Mucho ojo y que no salgas. ESCENA V TARTUFO. JUANA. D. RAMÓN (escondido.) TARTUFO. Me han dicho que tiene usté el gusto de hablarme a mí;

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¿por ventura es cierto? JUANA. Sí, que un secreto yo pensé revelaros, pero temo que nos sorprendan si abierta dejamos aquella puerta. (Tartufo va a cerrar la puerta y vuelve.) No por verme en tal estremo creáis que un motivo cual el de la última entrevista sea el que ahora me asista; es un lance original. Metiendo Martín ruido me ha metido mucho miedo y en ese fregado quedo en que vos me habéis metido. De improviso yo, turbada, quise en vano disuadirle pero nunca desmentirle, que saliera desairada. Con todo, gracias a Dios, no hay mal que por bien no venga, pues no hay peligro en que tenga mi esposo celos de vos. Y en dichosa aquiescencia, la tormenta en lontananza, puesta por su confianza, se salva la apariencia de juicios temerarios estando a cada momento juntos. En este aposento encerrado, solitarios y sin testigo, de más amor me autoriza con abriros mi corazón pronto, muy pronto, quizás os parezca demasiado. TARTUFO. Ese que oigo, a no dudar, es, señora, otro cantar, si mal no he interpretado. JUANA. No os enoje mi desdén

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y leedme al corazón, que a mostrar una pasión la mujer, no le está bien. Y en la natural defensa, porque al deseo va anexo el pudor, mi débil sexo se da un poco de vergüenza; más que en momentos combata y en que el grito del honor enmudezca al del amor por si le vence o le mata. Que en ciertos labios hay nos que quieren decir que sí; esto ¡ay! me pasa a mí! Entendedme como Dios os dé a entender: declarado me habéis vuestro amor, formal, ya veis si hiciera yo tal con quien nunca hubiese amado. Y mi empeño en deshacer vuestro proyectado enlace, ¿nada os dice? Eso se hace cuando se sabe querer. TARTUFO. Esas palabras, señora, dulzuras desconocidas brindan al alma, vertidas por la mujer que se adora. La dicha de complacerla va a ser mi filosofía, y creo que el alma mía se santifica al creerla. Mas permita que no deba tomarme la libertad, en tanta felicidad, de pedirla yo una prueba; y mis dudas, ¡oh! señora! borrarán constante fe, en tanto que gozaré de bondad tan bienhechora. JUANA. (Tose para advertir a Ramón.) ¡Jesús! ¡Qué prisa tenéis! ¿Aún más? ¿No es lo bastante corresponda un pecho amante? Conque no os satisfacéis

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sino pudiendo apurar todo el cáliz del placer. TARTUFO. Cuando no, me he de atrever al derecho de esperar; que obras son amores ¿digo algo? y no buenas razones, que mejor a mordiscones la fe de un gusto consigo. Mis doctrinas pongo en duda y antes que en mi dicha crea fuerza es que yo la vea y la toque ya en desnuda realidad, señora. JUANA. ¡Dios mío! ¡Qué amor tan tiránico! Y siento un imán satánico que me atrae hacia vos, irresistible ¡ay de mí! Una tregua, ¡por piedad! Y de mi debilidad no abuséis al verme así. TARTUFO. Pero si es que soy amado, ¿por qué no darme una prueba? JUANA. ¿Pero hay razón por que deba cometer ese pecado? TARTUFO. Si no hay tal. JUANA. ¡Mas tanto miedo nos metéis con tanta pena a que el Señor nos condena las impurezas! TARTUFO.

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Yo puedo, señora, con mis versículos hacer que queden inmáculos vuestros pequeños obstáculos, mis escrúpulos ridículos. Que aunque la fe religiosa prohiba ciertos instintos, no impide en casos distintos modificarse la cosa; que el borrar la mala acción constituye una ciencia, mal que pese a la conciencia cuando es pura la intención. Ya os contaré la verdad: nada temáis; vamos: sí; cargo yo sobre de mí la responsabilidad. (Juana tose mas recio.) ¿Esa tos? JUANA. Sí; ¡qué tormento! TARTUFO. (Le ofrece pastillas.) ¿Gusta usted? Es jaramago. JUANA. Por remedios que le hago, no hallo cura. TARTUFO. Es mucho cuento. JUANA. Cuento de cuentos será. TARTUFO. Fuera escrúpulos, señora. que el pecado no desdora si el escándalo no da. Solos ahí; está en un hilo

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que la ocasión no se trueque: no hay cuidado que se peque como se peque en sigilo. JUANA. (Repite la tos y golpea la mesa.) Tendré que ceder al cabo ante vuestra pretensión, ni hay para menos razón, si bien, cierto, no me alabo de verme a tanto obligada para merecer la fe de aquel que si nada ve ya no quiere creer nada. Mas si al crimen de la esposa sigue alguna consecuencia. caiga sobre la conciencia de quien tuerza... TARTUFO. Sí: esto es cosa... JUANA. La puerta que habéis cerrado abridla, hacedme el favor, por si está en el corredor mi marido. TARTUFO. No hay cuidado. Y aunque esté, como un chiquillo le tengo, que lo verá todo y nada creerá, y aun se reirá sencillo inter nos como un bolonio. JUANA. Con todo y así mirad bien allá fuera. ESCENA VI D. RAMÓN. JUANA.

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RAMÓN. (Saliendo de detrás del tapiz.) Es verdad. ¡Es un hombre del demonio! ¿Sueño? JUANA. ¡Calle! Ten paciencia y no salgas por tu vida, que hasta la fiesta concluída te engañara la apariencia. (Juana esconde a Ramón detrás de ella.) RAMÓN. Es un monstruo del infierno. ESCENA VII TARTUFO. D. RAMÓN. JUANA. TARTUFO. (Sin ver a Ramón.) Es completa mi alegría. Nadie vi, y el alma mía, señora. (Al tiempo que Tartufo llega a abrazar a Juana, esta se echa d un lado y aquel se encuentra con Ramón.) RAMÓN. (Deteniendo a Tartufo.) Muy bien: cuán tierno, cuán enamorado andáis. ¡Oh! ¡Con el bueno del hombre! Y permitid que me asombre de lo fácil que os dejais caer en la tentación.

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¡La jugarreta no es cosa! Mi hija os daba por esposa concibiendo una pasión por la mía, muy ladino. Primero llegué a dudar que me hiciérais comulgar vos con ruedas de molino, pero cambiado no habéis. JUANA. (A Tartufo.) Me obligaste a lo que he dicho por deber no por capricho mío. TARTUFO. (A Ramón.) ¡Oiga! Y vos creéis que yo... RAMÓN. No; pues bueno fuera que sin cumplidos ni gritas no os pusiera de patitas en la calle. TARTUFO. Mi plan era... RAMÓN. Al desierto predicáis, pues me basta de sermón. Falta que sin dilación os marchéis y no volváis a poner aquí los pies. TARTUFO. Y falta saber, por Dios, si el que ha de salir sois vos o soy yo o a ver quien es el casero: me parece que hay escritura formal y si no recuerdo mal

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la casa me pertenece. Si la echáis a pleito, tengo dinero con que salirme en castigo de inferirme una injuria, y así vengo a la justicia divina que al recibir tal afrenta permite que se arrepienta el falso que me acrimina. ESCENA VIII D. RAMÓN. JUANA. JUANA. ¿Qué querrá decir con eso? RAMÓN. Si supieras lo que dice vieras las ganas que tengo de reírme. JUANA. ¿Qué? RAMÓN. La culpa es mía al haberle hecho donación. JUANA. ¿Tú? ¿Donación? RAMÓN. Sí; ya no tiene remedio. Hay más, otra friolera que también me tiene inquieto. JUANA. ¿Cuál es?

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RAMÓN. De cierta cajita que conviene que miremos por si la ha dejado arriba. ESCENA IX D. ANTONIO. D. RAMÓN. ANTONIO. ¿A donde vas tan perplejo, Ramón? RAMÓN. ¡Ay! No lo sé, Antonio. ANTONIO. Lo que está aquí sucediendo presumo, y mi parecer es de que lo consultemos. RAMÓN. Mi Juana no encontrará la cajita en su aposento. ANTONIO. ¿Una cajita? Sepamos lo que sea este misterio. RAMÓN. Es un depósito que ese de cuya amistad reniego lo depuso entre mis manos encargando gran secreto por ser, dijo, unos papeles tan importantes que en ellos iban su suerte y su vida. ANTONIO. ¿Pues por qué al cuidado ajeno confiarlos? RAMÓN.

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Te diré: por el motivo muy serio de caso de conciencia. Tras que convicto y confeso me tuvo su intimidad se la devolví, al objeto de tener un buen efugio a mano en el caso adverso de una judicial pesquisa, para prestar juramento en contra de la verdad y en la conciencia, ileso. ANTONIO. O yo no lo entiendo bien o que entiendes mal, entiendo. Son donación y depósito despropósitos, si debo confesarte la verdad, cometidos de ligero. Te lleva él mucha ventaja: para mandarle a paseo debías tener prudencia, dando al asunto otro sesgo. RAMÓN. Mas ¿a quién no engaña un porte tan manso? ¡Ah! cuando recuerdo... Nada: que ya no me fío, pues me horroriza su aspecto, de ningún hombre de bien, y juro, por causa de ellos, de volverme yo más malo que un demonio del infierno. ANTONIO. Jamás, hombre; ten cuidado que al evitar un extremo al otro te precipites sin saber que es el opuesto. ¡Que no entre tu razón nunca adentro el justo medio! Ya conoces bien ahora el motivo de tu yerro pues bien; para corregirte ¿por qué quieres verte expuesto a un yerro mucho mayor? Y tomando por ejemplo

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el corazón fementido de un cualquiera mal sujeto, ¿lo confundirás con el de todos los hombres buenos? Y porque haya un santón que nos engañe fingiendo exteriormente con signos de austeridad, con el gesto, un fervor de que carece, ¿quieres tú que a tu modelo copien todos los devotos sin que uno haya sincero? Deja a tontos libertinos la admisión de tal criterio. La virtud distinguir sepas de lo que es sólo un remedo; no aventure tu juicio la apariencia del momento, y no olvides que lo justo está en el término medio. Si bien has de negar siempre al hipócrita el obsequio, nunca quieras inferir al virtuoso un atropello; y si fuera indispensable dar en uno u otro extremo prefiere antes bien pecar por el último defecto. ESCENA X MARTÍN. D. RAMÓN. D. ANTONIO. MARTÍN. Padre mío: ¿que es verdad que su amigo e ingrato deudo, beneficios recibidos con su alma de veneno torna en armas contra usted? RAMÓN. Sí, hijo mío, y lo que siento no es decible. MARTÍN.

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¿Si querrá ese fray o fariseo que le rompa yo el bautismo? ANTONIO Martín: modera tu genio inclinado a disparates Eres joven, ya lo veo; mas un digno liberal tolerante por más fuero no prodiga la violencia, violando sus derechos. ESCENA XI D.a GABRIELA. JUANA. DOROTEA. D. RAMÓN. D. ANTONIO. MARTÍN. GABRIELA. Quien quiera oír cosas lindas que venga a esta casa. RAMÓN. De ello soy yo testigo ocular; y de cual ha sido el precio de haber recogido a un hombre cuando no tenía un céntimo, tratarle como a un hermano, mostrarle siempre mi afecto; y tras de darle mi hija y de nombrarle heredero universal de mis bienes, intenta el infame, pérfido, seducir a mi mujer; todavía no contento me amenaza con perderme con los mismos mis dineros que le di, llevando trazas de no parar sino viéndome reducido al triste estado que él estaba al recogerlo. DOROTEA. ¡Pobre hombre! GABRIELA.

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Bah; hijo mío: con todo creer no puedo que él quisiera cometer unos pecados tan negros. RAMÓN. ¿Cómo qué? GABRIELA. Las buenas gentes son envidiadas. RAMÓN. Pero ¿a qué viene, madre?... GABRIELA. Viene, hijo mío, muy a cuento; pues, que nadie en esta casa le puede ver es muy cierto, y a centenares de veces repetido te lo tengo cuando eras pequeñito: siempre fue por los perversos la virtud escarnecida. RAMÓN. ¿Mas qué tiene que ver eso? GABRIELA. Que quién sabe las cosazas que te habrán contado. RAMÓN. Vuelvo a decir a usted, señora, que lo he visto yo con esos ojos ¿oye usted? Lo he visto, ver, lo que se llama verlo materialmente uno mismo. GABRIELA.

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¡Válgate Dios! Ya te entiendo; mas en la naturaleza aparece a veces negro lo que realmente es blanco, ni hay que dar cumplido crédito a todo lo que se ve y a lo que no se ve, menos. RAMÓN. ¡Hay para darse al diablo! GABRIELA. Así es como lo que es bueno puede interpretarse mal por las conjeturas... RAMÓN. ¡Cuerpo de Dios! GABRIELA. De los maliciosos. RAMÓN. ¡Conque es decir que yo debo argüir piadosamente de que se aplique un estrecho abrazo a mi mujer! GABRIELA. Digo que para estar en lo cierto importa indagar las causas, dar lugar a los efectos. RAMÓN. Ya; no me parece mal certificar el momento de... diría un desatino. GABRIELA. Digo en fin que no lo creo.

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RAMÓN. Pues no sé lo que me digo. DOROTEA. Mi señor: justo regreso de las cosas de este valle de lágrimas: hubo un tiempo en que usted creer no quiso y hoy no le creen... ANTONIO. Observo, cuando no hay porque dormirse, que se pierden los momentos preciosos en palabras sin sustancia. Vuelta al pleito MARTÍN. ¿Y usted piensa que echará adelante? JUANA. No lo creo. ANTONIO. No os fiéis tanto; si quiere, sabrá salir al encuentro con razones para todo, porque las cosas se han hecho de la manera peor posible. RAMÓN. No he sido dueño de mí mismo. ANTONIO. Yo quisiera que buscáramos un medio para arreglaros en paz y...

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RAMÓN. (Por Enrique.) ¿Quién es ahora? Bueno estoy yo para visitas. ESCENA XII D. ENRIQUE. D. RAMÓN. D. ANTONIO. MARTÍN. D.a GABRIELA. JUANA. PALMIRA. DOROTEA. ENRIQUE. A mi pesar, caballero, me he atrevido a incomodarle para un disgusto evitarle; ya sabe usted que le quiero. Un amigo me ha avisado que Tartufo en su egoísmo cita a usté y que viene hoy mismo el alguacil del Juzgado. RAMÓN. ¿Querrá una conciliación? ANTONIO. Pues te debes conciliar y ningún odio mostrar si se pone en la razón. ENRIQUE. De deshaucio es el juicio. RAMÓN. ¿Me echa de aquí? MARTÍN. Es atropello. ANTONIO.

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Mas tendrá derecho a ello cuando le es el juez propicio. RAMÓN. Aun puede que lo rehuya. ENRIQUE. Pero tiene presentada escritura autorizada por la que la casa es suya sin que usted se la dispute, y por artículos mil de Enjuiciamiento civil insta a que se le ejecute; y le acusa al Tribunal, y entrega con mucha habla cierta cajita y le entabla una causa criminal por haberla conservado un súbdito en su poder con todo y pertenecer, ha dicho, a un reo de Estado. ANTONIO. Mira por donde el garduño clava el diente. RAMÓN. Es una fiera. MARTÍN. Como si yo me sintiera comezón en ese puño de ir y administrarle un palo. ENRIQUE. Yo ignoro los pormenores de la causa, mas, señores. el entretenerse es malo ante un peligro inminente. Procede en la información un decreto de prisión contra usté; y lo conducente es en mi concepto, huir, pero huir a paso largo, que Tartufo tiene encargo al prenderle de venir.

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Como quiera, corra usté; ya le aguarda mi carruaje, oro traigo para el viaje y yo le acompañaré. RAMÓN. ¡Tan generosa atención, cielos! ¡Cuánto le agradezco! (A D.a Gabriela.) No lo ve usted? GABRIELA. ¡Desfallezco! DOROTEA. (A Ramón.) Si no tiene usted razón, ni su amor puede tildarse, que a muchos perdió el dinero y de él deja a usted ligero para que pueda salvarse. RAMÓN. Tú lo que debes hacer es callarte ya esa boca, que siempre lo mismo toca decirte. (A los otros.) Juana: a más ver. Y vosotros... ANTONIO. Anda listo; haremos lo conveniente. ESCENA XIII TARTUFO. D. RAMÓN. D. ANTONIO. MARTÍN. D. ENRIQUE. D.a GABRIELA. JUANA. PALMIRA. DOROTEA.

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TARTUFO. Pasito; bonitamente, señor compadre, por lo visto usted mucho se apresura, mas, según los aparejos, no ha de andar, cierto, muy lejos para hallar celda segura. RAMÓN. Quieres, vil, por concluir, tus infamias coronar. TARTUFO. Ya me podéis insultar, que he aprendido ya a sufrir con santa resignación. ANTONIO. Confieso que me edifica... MARTÍN. ¡Cómo con su Dios trafica! ANTONIO. Tan atroz moderación. (Martín hace que habla con el guardia, en la puerta del fondo.) TARTUFO. Todo vuestro enojo junto, ni un ápice hará torcer la senda de mi deber. PALMIRA. Vuestro empleo, ya es asunto. TARTUFO. Con él me honra la justicia. RAMÓN.

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¿Que no le has hecho el relato de tu atroz miseria, ingrato, por ver a quien ajusticia? TARTUFO. El rey mandó que viniera; y al sagrado mandamiento, sordo mi agradecimienco ciegamente obedeciera inmolando, al heroísmo, a mi amigo, a mi mujer y a mis padres y he de ver si me daba hasta a mí mismo. JUANA. ¡El impostor! DOROTEA. ¡Cómo sabe predicar lo que no cree! ANTONIO. Permitidme que os caree, pues, con una duda grave. Si esa teórica glosa practicáis ¿por qué, inhumano, a aquel que os tendió una mano le arrebatabais la esposa? O guardásteis tal falacia para el día que os acecha os sorprende y luego os echa? Y aunque os conceda de gracia no hablar del traspaso triste de unos bienes, me diréis: ¿de un hombre a quien hoy prendéis su favor ayer quisísteis? TARTUFO. (Dirigiéndose afuera.) ¡Hola! Guardia: lleve al preso, que no quiero discutir. MARTÍN.

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(Trae un papel.) Sí; y se hagan bien cumplir los trámites del proceso como lo manda el papel. TARTUFO. ¿Quién? ¿A mí? MARTÍN. Precisamente: que la ley al inocente no le trata como a él. TARTUFO. ¿Pero de qué soy culpable yo, señor? MARTÍN. Ya os lo dirá aquel guardia que está allá, si habéis menester que os hable. Pues señor: salvo el zurrado, si se vino a dar sotana, es decir, que fue por lana y volvióse trasquilado. Puesto que acusando a usté a sí propio se acusó; ¿cómo no? Al cielo escupió, y escupióse, ¡a se ve! Y ha servido de pretexo para que se descubriera que el acusado no era otro, con nombre supuesto, que el que tras de haber sufrido algo más de una condena, sólo aguarda la cadena del dolor y del olvido. El contrato ha sido en vano; y en nombre de la Nación se da una satisfacción al honrado veterano. RAMÓN. (A Tartufo, que se lo llevan.)

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¡Ah! gran tunante... ESCENA ÚLTIMA D. RAMÓN. D. ANTONIO. JUANA. MARTÍN. D. ENRIQUE. D.a GABRIELA. PALMIRA. DOROTEA. ANTONIO. Cuidado; hermano, eso fuera indino; deja ya que su destino fiero arrostre un desgraciado. ¡Ojalá su corazón al remordimiento entregue y a ser un buen hombre llegue! RAMÓN. Antonio: tienes razón. ANTONIO. Que Dios hace en su bondad cuando premia la virtud, sin bondad la esclavitud, con virtud la libertad. RAMÓN. Tu filosofía alabo. (Se abrazan.) Juana mía: hijos: madre... GABRIELA. Respiro, hijo mío. MARTÍN. ¡Padre! RAMÓN. Noble Enrique: yo no acabo de ser feliz si los dos no os unís. (Hace que Enrique y Palmira se den las manos.) ENRIQUE.

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Hasta la muerte. DOROTEA. ¿Quién lo creyera? JUANA. ¡Oh! ¡Qué suerte! RAMÓN. ¡Alabado sea Dios! FIN DE LA COMEDIA