22
Piers Torday El último rebaño

El último rebaño - Ediciones Salamandrasalamandra.info/sites/default/files/books/previews/ultimo_rebano-1... · en torno a las luces, como la que hay ahora mismo en mi habitación,

  • Upload
    lehanh

  • View
    219

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Piers Torday

El último rebaño

Traducción del inglés de

Patricia Antón de Vez

Título original: The Last Wild

Ilustración de la cubierta: Thomas Flintham, 2013

Copyright © Piers Torday, 2013Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2015

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99

www.salamandra.info

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por

cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler

o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-9838-715-5Depósito legal: B-22.160-2015

1ª edición, septiembre de 2015Printed in Spain

Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1Capellades, Barcelona

Para mis padres

PRIMERA PARTE

La Academia Spectrum

13

Estoy sentado en una cama mirando por la ventana. Así empieza mi historia.

No parece gran cosa, ya lo sé. Pero dejadme que os cuente dónde está esa cama y qué se ve desde ella. La cama está contra la pared de una habitación apenas lo bastante grande para contenerla y es apenas lo bastante grande para un niño de mi edad (doce años, casi trece, y flacucho).

La ventana ocupa una pared entera y es de un cris-tal tintado especial que hace que la habitación esté siem-pre a la misma temperatura. La habitación está cerrada y se necesita una tarjeta electrónica para abrir la puer-ta. Si pudierais abrirla, os encontraríais en un largo pa-sillo absolutamente vacío excepto por las cámaras del techo y un tipo gordo, con chaqueta y pantalones mora-dos, sentado enfrente en una silla de plástico. Durmien-do, probablemente.

A ese tipo gordo lo llaman «celador». Y aquí los hay a montones. Pero yo diría que éste es el más gordo de todos.

El pasillo con las cámaras y el celador gordo está en la séptima planta de un edificio que parece un gran bar-co de cristal y metal puesto boca abajo. No importa adónde mires, todo son ref lejos: de ti mismo, de otras caras, de las nubes de tormenta. Las curvas paredes de

14

cristal descienden hasta el borde de un altísimo acanti-lado; en kilómetros a la redonda no hay más que hierba y barro, y abajo, rocas y el mar. El acantilado se encuen-tra al norte de la Isla, en plena Zona de Cuarentena, muy lejos de la ciudad y de mi casa.

El edificio se llama Academia Spectrum. O, por citar el nombre entero, Academia Spectrum para Niños Pro-blemáticos.

En general, se parece mucho a una escuela grande. Sólo que es la escuela más aburrida del mundo y nunca, jamás, puedes salir de ella.

Y ¿queréis saber qué se ve por la ventana?Pues al otro lado hay mar, cielo y rocas, ya lo sé, pero

ahora la luz del techo se refleja en el cristal y me da en los ojos. Y así, cuando miro hacia el cielo oscuro, lo único que veo en realidad es mi reflejo. Eso y el bicho peludo y gris que aletea en un rincón. A los de esta clase, con an-tenas y alas grises con lunares, los llaman «polillas». Lo espanto, pero sólo consigo que se ponga a dar vueltas en torno a la luz del techo.

Intento no pensar en el molesto revoloteo sobre mi ca-beza y sigo con mis prácticas. «Cama», «silla» (una, ator-nillada al suelo), «ventana», «mi reloj»; tengo montones de palabras para practicar con ellas. Veréis, conozco el significado de las palabras. Sé cómo se escriben. Pero no puedo decirlas. Soy tan incapaz de pronunciarlas como la polilla.

Al menos desde que murió mi madre.Miro otra vez mi reloj. El grueso reloj digital verde

que me dio ella. Fue el último regalo de mi madre. El que más me gusta de todos los que me hizo. Incluso papá me lo birló una vez, porque le parecía «chulo», y tuve que dar-le mucho la paliza para que me lo devolviera.

Tengo suerte de conservarlo, pues se supone que en la academia no podemos tener nada personal, pero di tantas patadas y mordiscos que no fueron capaces de quitármelo.

Pongo una imagen en la pantalla.

15

Una tarde de verano en nuestro jardín, detrás de nuestra casa en la ciudad. Apenas se ve el reflejo del sol en el río Ams por encima del muro de atrás y, mucho más allá, la silueta de unos altos edificios de cristal.

Premium.Ciudad del sur y capital de la Isla. Cuando en el res-

to del mundo empezó a hacer demasiado calor y se abrie-ron grandes grietas bajo el sol, todos, cientos y miles de nosotros, nos vinimos a vivir a esta roca fría y gris, la Isla. A veces desearía que también aquí hiciera calor. Nunca hace buen tiempo. Pero esta imagen, para mí, ha sido siempre la de mi hogar, la del sitio donde está mi padre, y el sitio al que algún día volveré, estoy seguro.

Sin embargo, ahora mismo me interesa más la per-sona que hay en el jardín.

Es mi madre, Laura, antes de ponerse enferma. Tie-ne el pelo largo y ondulado, del color de las monedas nuevas y relucientes, y se ríe de algo que papá o yo he-mos dicho.

Veréis, es que yo antes podía hablar normalmente, como los demás. Mamá y yo hablábamos un montón. Mi padre y yo no hablábamos tanto. Pero ahora es como si tratara de aprender la lengua más difícil del mundo. Dentro de mí, sé que puedo hacerlo; pero cuando intento hablar, no pasa nada. Y cuanto más lo intento, más me cuesta.

Aquí están decididos a hacerme hablar otra vez — el doctor Fredericks con sus pruebas—, pero no funciona. La gente sigue mirándome raro cuando se me pone la cara colorada, o a veces se ríe y se inventa lo que cree que voy a decir.

Preferiría intentar hablar con un bicho, gracias. Aquí los hay de sobra, desde luego. Polillas que aletean en torno a las luces, como la que hay ahora mismo en mi habitación, y arañas que acechan en los rincones o cuca-rachas que corretean alrededor de los cubos de basura. Son todos los insectos y las plagas inútiles que dejó a su paso el ojo rojo. La mayor parte del tiempo ni siquiera

16

nos molestamos en llamarlos por su nombre. Son bichos y punto.

Pues resulta que he intentado hablar con ellos. Se supone que no hay que acercarse a los bichos, aunque todo el mundo sabe que son los únicos que no pueden co-ger el virus. Así que no he informado sobre este que revo-lotea en mi habitación, porque me gusta tenerlo zumban-do por ahí mientras practico. No va a contestarme, pero al menos no se ríe ni se queda mirándome, y casi puedo fingir que me escucha.

Lo hago a menudo.A ver, bicho —me digo—, veamos qué crees que estoy

diciendo esta vez.Así que me dispongo a probar de nuevo con «cama»

— o al menos con la «c», o con un sonido que se le parez-ca—, cuando el altavoz escondido en el techo cobra vida de pronto y empieza a farfullar. Casi se ve salir la saliva por los agujeritos. El bicho se aleja, enfadado; le gusta tan poco como a mí.

—Llamada a... ejem... todos los alumnos. Tenéis la primera comida del día servida... eh... en el pa-patio. Disponéis de diez minutos.

Se oye un chasquido cuando la persona en cuestión vuelve a dejar el micrófono en su sitio y un murmullo cuando se olvida de apagarlo. Durante un minuto oigo una pesada respiración, hasta que por fin cae en la cuen-ta y presiona el interruptor.

Es el doctor Fredericks, el director.Puede ponerse todos los títulos que quiera, pero no es

más que un tipo feo con bata blanca que se peina de lado para tapar la calva y al que le huele el aliento a carame-los. Al día siguiente de que me trajeran aquí — me saca-ron de mi casa en plena noche—, me reuní con todos los chicos nuevos en el patio mientras él, plantado ante un atril y con la chaqueta ondeando bajo el aire acondiciona-do, nos leía las palabras que aparecían en una pantalla.

—Buenas tardes... ejem... niños y ni-niñas. Bienveni-dos a la Academia Spectrum. Os han mandado aquí por-

17

que vuestros padres no quieren saber... ejem... nada más de vosotros. Vuestras escuelas ya no os so-soportan más, así que nos han pedido ayuda. Porque la nuestra es una institución especial, que se ocupa de casos especiales como vo-vosotros. Y ahora voy a contaros... ejem... cómo funciona esto. — Sus palabras amplificadas reverberaban en las paredes—. Detrás de vosotros veréis el mar. Es el mar más sucio y co-contaminado del mundo, según dicen.

Nos miró a través de las gafas de culo de botella y se apartó un mechón grasiento mientras nos volvíamos para ver, al otro lado de la pared de cristal, las olas que arre-metían contra el acantilado.

Pero yo no me creía que mi padre no quisiera saber nada más de mí.

Seis años después, sigo sin creerlo.—De aquí sólo se puede salir de dos ma-maneras.

Por la puerta principal, como un miembro de la sociedad mejorado y en pleno rendimiento, o zambulléndose en el mar... ejem... desde este ma-maldito acantilado. Así que ya podéis ir aprendiendo a mo-modificar vuestra conduc-ta, ¡o más os vale aprender a bucear!

Pues yo todavía no he aprendido a hacer ninguna de las dos cosas.

Me pongo el chándal, las zapatillas de deporte y el reloj en la muñeca. Entonces se oye un pitido, y la luz de la puerta pasa del rojo al naranja y luego al verde, antes de que la puerta se deslice con un siseo. El celador gordo está ahí plantado con su traje morado lleno de arrugas y con la tarjeta que abre mi puerta colgándole de una cin-ta que lleva en la muñeca.

—Venga, Jaynes — murmura mientras se rasca el mentón barbudo—, que no tengo todo el día.

No me sorprende, con todo lo que te queda aún por dormir ahí sentado, me digo. He aquí una de las venta-jas de no poder hablar: nunca tienes que molestarte en contestar. Salgo al pasillo y espero.

Una por una, las puertas que hay más allá de la mía se abren tras un pitido, y por ellas salen los demás habi-

18

tantes del Pasillo 7, niños y niñas de mi edad, todos en chándal y zapatillas de deporte, como yo, despeinados y con caras inexpresivas. Nos miramos unos a otros, y en-tonces el celador nos señala en silencio el otro extremo del pasillo.

Siento su mirada clavada en la espalda cuando nos alejamos corredor abajo hacia el ascensor abierto.

En el patio hay mucho ruido, y se me mete en la ca-beza. Casi todo procede de la cola para que te sirvan la comida, ante un mostrador pulido junto a la pared sobre el que se alinean varios recipientes. Son cazuelas metáli-cas llenas de rancho rosa, de las que sirven unas muje-res de pelo gris y caras aún más grises, todas vestidas con unas túnicas moradas que llevan una gran «F» es-tampada en la pechera.

La «F» es de «Factorium», la mayor empresa de co-mida del mundo. O mejor dicho, la única empresa de comida del mundo desde que llegó el ojo rojo y mató a todos los animales. Hasta el último de ellos, a excepción de los bichos.

Facto empezó a producir alimentos en polvo para no-sotros. Y eso la ha convertido en la única empresa y pun-to, pues sus dirigentes lo controlan todo. Al principio, el gobierno les pidió que se ocuparan del ojo rojo, y al final acabaron ocupándose del gobierno. Ahora son ellos quie-nes dirigen el país, desde los hospitales hasta las escue-las. Incluida ésta. No sé por qué preparar comida o ma-tar animales tiene que hacer que también se te dé bien dirigir escuelas, pero lo primero que se aprende en un centro de Facto es a no discutir jamás con Facto.

—¡¿De qué sabor es hoy, señorita?! — vocifera Agi- to J., que de algún modo ha conseguido ponerse el prime-ro en la cola y agita su cuenco de plástico en el aire. Por eso lo llaman Agito, porque siempre está a la cabeza de todas las colas agitando algo. Ni siquiera sé cuál es su verdadero nombre.

Detrás de él se encuentra Brenda la Grandota, una niña gorda y con coletas que tiene que dormir en una cama

19

reforzada. La internaron aquí porque dejó a sus padres sin casa de tanto comer, incluso durante la época de es-casez de alimentos, y se puso tan grandota que ya no po-dían cuidar de ella.

El chico paliducho y con ojeras es Tony, que se metió en líos por andar robando latas de comida. Y ahí lo tenéis ahora, birlando discretamente unos auriculares de la bol-sa de Justine, que está aquí porque se enteraron de que formaba parte de una pandilla. Una pandilla de ladrones que se movían por todas partes en motocicleta y que no sólo robaban latas de comida, sino también cualquier cosa que les cayera en las manos, como reproductores de música y auriculares.

Ese crío con el que está hablando Justine, el del pelo pincho y la sonrisa de diablillo, es Maze, que tiene déficit de atención. La clase de déficit de atención que te hace perseguir a tu madre por la cocina con un cuchillo.

Y al final de la cola, detrás de todos ellos, estoy yo.Sé sus nombres. Escucho sus conversaciones. Sé por

qué están aquí.Pero no por qué lo estoy yo.

20

—Pollo con patatas — anuncia desde el otro lado de la ventanilla la señora gris de turno, que parece una enorme puerta con patas—. El sabor de hoy es pollo con patatas.

Se llama Denise, pero todos la llaman Denise Pelu-che porque tiene los brazos muy peludos. Se burlan de ella con cancioncitas tontas, aunque no me parece muy justo, ya que lo único que tiene peludo son los brazos. Pero no importa lo que Denise o cualquiera de esas mu-jeres digan — salchichas con puré, huevos con jamón o pastel de guisantes—, porque todo lo que sirven tiene exactamente el mismo aspecto: una bazofia rosa brillan-te que se te derrama del cuenco y siempre con el mismo sabor a patatas fritas de bolsa al cóctel de gambas.

«Factodelicia» quieren que la llamemos, pero nadie lo hace. Sólo es comida en polvo. Primero desaparecieron los animales de los que nos alimentábamos, luego las abejas, y después las cosechas y las frutas. Las hortali-zas estaban contaminadas, de manera que se impuso un racionamiento, y la comida fresca que quedaba se alma-cenó en gigantescos y profundos congeladores. Y enton-ces todo eso desapareció también. Vivíamos a base de latas. De un puré aceitoso con sabor a carne, pescado o verdura. Pero incluso las latas se acabaron. La gente em-

21

pezó a comerse lo que fuera, bichos, ratas y cucarachas incluidos.

Y un buen día — yo ya estaba aquí para entonces— nos sirvieron este rancho rosa y así quedó el asunto: se acabó la comida normal.

—Ya no hay — nos dijo Denise—, y no volverá a ha-ber. Es cuanto tenéis que saber.

Y de este modo, en lugar de comida, nos dan un sus-titutivo que «satisface todas vuestras necesidades nutri-tivas diarias».

Si te gustan las patatas fritas de bolsa con sabor a cóctel de gambas, claro.

—¡Jaynes! ¿Qué prefieres: comer o que te dé un ca-charrazo en esa cabeza hueca que tienes?

Denise Peluche me sirve un cucharón de rancho rosa en el cuenco, y me doy la vuelta para pasar ante los de-más, que siguen ahí de pie y ya están poniéndose mora-dos. Brenda la Grandota me sonríe cuando me acerco a ella, así que me detengo. Bren me cae bien; como la gen-te siempre se ríe de ella porque está gorda, ella no suele reírse de los demás.

—¿Va todo bien, Boceras? — me pregunta, y liquida la mitad de su dosis de rancho de una sola cucharada.

Me llaman Zanahorio Boceras porque, además de mudo, soy pelirrojo. Cuando se trata de apodos, soy un chollo, desde luego.

Me encojo de hombros y remuevo el rancho rosa de mi cuenco. De pronto me encuentro con un pelo pincho en la cara y con Maze mirándome desde abajo con malicia.

—Hola, Boceras. ¿Qué te cuentas?Evito su mirada y bajo la vista hacia el rancho rosa.—Estás muy calladito últimamente, ¿no?—Déjalo en paz — dice Bren con la boca llena de po-

llo con patatas.Pero Maze no le hace caso.—No. Sólo está fingiendo. ¿A que sí, Boceras?Niego con la cabeza, resignado a lo que va a pasar.

Maze deja su cuenco y se arremanga.

22

—Ya verás, Bren, voy a demostrártelo. Apuesto a que si le doy un buen mamporro en el brazo, Boceras chi-llará como un loco. ¿A que sí, Boceras?

Pues no, no lo haré.A) Porque no puedo hacerlo, yB) porque hoy no estoy de humor para esto.De modo que, sosteniendo el cuenco contra el pecho,

como un escudo, me abro paso entre él y los demás.A mi espalda oigo a Maze escupir asqueado en el sue-

lo y luego reírse, y aunque sea lo peor que puedo hacer, me resulta imposible no darme la vuelta. Todos me mi-ran fijamente.

—Mira que eres rarito... — dice Maze, y esboza su sonrisita de diablillo.

Debo recordar que hace mucho que dejé de intentar ser como la gente que habla. Así que niego con la cabe- za fingiendo que no me importa, haciéndome el duro, y doy media vuelta otra vez para marcharme con mi cuen- co a mi rincón.

Mi rincón no es mío de verdad, claro está. Sólo es una parte del patio, bajo una de las pasarelas metálicas entre las aulas, donde hay más metal y hormigón que cristal y donde amontonan los barriles vacíos de Facto-delicia procedentes de la cocina, cerca de un sumidero. Es un lugar tranquilo y oscuro, un buen sitio si no quie-res que los idiotas con pelo pincho te molesten. Dejo el cuenco con su contenido rosa f luorescente en el suelo y pongo uno de los barriles boca abajo.

«Factorium es una empresa de Selwyn Stone», tiene grabado en el fondo. Pues vale. Nadie ha visto nunca a Selwyn Stone en persona. Probablemente, ni siquiera existe. Cuesta ver a la gente cuando está siempre al otro lado de la ventanilla tintada de un coche o desaparecien-do en el interior de un rascacielos entre montones de fo-tógrafos y guardaespaldas. Es el director de Facto, el tipo que inventó la comida en polvo. Ahora dirige la Isla entera y es quien se inventó todas esas normas nuevas. No toquéis esto, no comáis aquello, no viváis ahí... Bue-

23

no, pues ahora mismo no me importan lo más mínimo sus estúpidas normas, y para demostrarlo me siento en-cima de su estúpido nombre, cojo mi cuenco de rancho y espero.

Veréis, es que no voy a comérmelo yo.Bueno, quizá un poquito sí, pero es una bazofia. Voy

a dárselo a otro. A alguien que debería aparecer en cual-quier momento...

Y, en efecto, justo ahí, entre las sombras que hay junto al sumidero, veo aparecer dos antenas que se cur-van para tantear el aire. Dos antenas de un rojo anaran-jado y pertenecientes a un insecto más o menos tan largo como mi pulgar. Un insecto con la cabeza plana, un mon-tón de patas pinchudas y unas mandíbulas que mastican en silencio.

Otro bicho. Una cucaracha.Las antenas sondean el aire y, tras comprobar que no

hay nadie más por ahí, la cucaracha sale a descubierto con cautela, revelando un par de franjas blancas y gran-des en el caparazón.

Le sonrío. No puede devolverme el gesto, claro, por-que es una cucaracha. Pero le gusta acercarse a tomar bocaditos de mi rancho rosa, y dejo que lo haga. Estar con ella es bastante guay. No te da una patada en la pierna y te dice: «¿Y si te machaco la pata? ¿Chillarás entonces?» (No.) No te inmoviliza los brazos a la espalda mientras su amigo te mata a cosquillas diciendo: «¿Qué pasa, ni siquiera puedes reírte?» (Una vez más, no.) Y desde luego, nunca, jamás, se burla de ti ni te señala cuando tratas de pronunciar una palabra con todas tus fuerzas.

Lo único que hace es escuchar, digamos.Pongo un poquito de rancho en la cuchara y, tras

comprobar que nadie me mira, la dejo en el suelo junto a mis pies. La cucaracha se acerca correteando y empieza a lamerla.

Nadie sabe por qué las cucarachas no se contagiaron del ojo rojo. Mi padre solía decir que no le sorprendía que

24

hubiesen sobrevivido; por lo visto, si lanzaran una bomba atómica encima de todo, sólo sobrevivirían las cucarachas.

(Cuando tienes un padre científico pasa eso. No te hacen falta escuelas ni exámenes cuando su laboratorio está en el sótano y te deja verlo trabajar mientras mur-mura para sí. La cabeza se te llena de datos inútiles des-de el principio.)

Pero el ojo rojo no fue una bomba atómica, sino una enfermedad. En mi opinión, una enfermedad peor que una bomba atómica. «Se parece a... una gripe del reino animal», decía papá. Una gripe que hacía papilla los cuerpos y cerebros de los animales y que, justo antes de que murieran, les volvía los ojos de un rojo muy brillan-te, como si ardieran por dentro.

Mi padre pensaba que había empezado en alguna granja ganadera, pero la verdad es que nadie sabía de dónde había salido. Y, antes de que alguien pudiera ave-riguarlo, el virus se había propagado por todas partes. No sólo a los animales que nos comíamos, sino a todos los que había en el mundo: las fieras salvajes, las masco-tas, los que vivían en los zoológicos... Hasta que las jun-glas quedaron llenas de cadáveres, los pájaros caían del cielo y los peces f lotaban formando una capa plateada sobre el mar.

El virus mató a todos los animales del planeta.Bueno, a todos menos a los inútiles: los que no podía-

mos comernos, los que no polinizaban las cosechas ni aca-baban con las plagas. Sólo quedaron las plagas en sí: los bichos. Como esta asquerosa cucaracha que lame mi cu-chara de rancho. Aunque los bichos no puedan infectarse con el virus, se supone que no debemos tocarlos. Porque los humanos sí podemos contagiarnos. Por eso Facto de-claró zona de cuarentena el campo en general y obligó a todos a mudarse a las ciudades, donde pueden mantener-los a salvo. Y por eso nosotros vivimos bajo un barco de cristal puesto del revés. «Por si acaso», dice Selwyn Stone.

No me importa. Me agacho, tiendo la mano y dejo que el bicho se me suba a la palma.

25

Es muy grande. Quizá la mayor que haya visto nun-ca. Otros niños de aquí le tendrían miedo, pero yo no. Observo las sombras húmedas que me rodean, y luego el grupito que hay al otro lado del patio, riéndose y bro-meando ante su comida, y pienso que tal vez Maze haya dado en el clavo al llamarme «rarito».

Porque tiene razón. Lo soy. Aunque no por decisión propia, yo no pedí serlo, pero me he convertido en un crío raro de narices, mudo y con los bichos como únicos amigos.

Me llega una ráfaga helada del aire acondicionado, me estremezco y de pronto me siento muy solo. Más solo que nunca desde hace mucho tiempo. Como si ya ni si-quiera estuviera aquí en el patio, sino flotando en el es-pacio, a la deriva en el cielo. Es muy extraño, pero hay veces en que casi disfruto sintiéndome triste. Pienso conscientemente en todas las cosas tristes que han pasa-do: que los animales desaparecieran, y luego mamá, y que me separasen de mi padre para dejarme aquí tirado y abandonado. Como si me hubiesen hecho todo eso a propósito, sólo para que mi vida fuera una porquería, la peor posible. Entonces siento una oleada de algo cálido en el pecho y detrás de los ojos, porque odio esta vida, lo odio todo, incluso a mí mismo por sentirme así, y me pa-rece que estoy a punto de llorar cuando...

Oigo algo. Un ruido.Imperioso, penetrante y claro, es el ruido más extra-

ño que he oído en mi vida: un débil restallido, como el de una radio vieja en una película. Un ruido que, poco a poco, se transforma claramente en una palabra:

«¡Ayúdanos!»Ya está, sólo eso. Y se repite:«¡Ayúdanos!»Aquí no hay nadie más que yo. Los celadores están

dentro, supongo que durmiendo. Y en la otra punta del patio, donde sirven la comida, Brenda la Grandota pa-rece estar haciéndole a Tony una llave de cabeza para birlarle su cuenco de rancho, pero están muy lejos.

26

Y entonces la voz vuelve a hablar. Esta vez pronuncia más palabras, aunque tan débilmente que apenas pue-do oírlas:

«¡Kester! ¡Ayúdanos!»Quienquiera que sea el que habla tiene una voz muy

grave. No es una voz de niño, ni siquiera de hombre: es rasposa y retumba, como una piedra al caer por una tu-bería de metal.

«Por favor, tienes que ayudarnos.»Casi no parece humana.Y entonces, poco a poco, con el estómago encogido,

comprendo a quién pertenece la voz. Es la única respues-ta posible, por imposible que parezca. Me mira fijamen-te, con las antenitas de insecto balanceándose...

La cucaracha.No puede ser, debo de estar inventándomelo. Esto no

son unos dibujos animados. La cucaracha no tiene los ojos enormes, ni lleva sombrero, ni entona una canción. No va a concederme ningún deseo, seguro que no. Sólo es un insecto que está sobre la palma de mi mano.

Y, sin embargo, puedo oírla. Está hablándome.Agita las antenas con impaciencia, y, justo entonces,

una sombra cae sobre los dos. Es la de un celador que se alza imponente por encima de nosotros y me agarra con fuerza del cuello de la camisa para ponerme en pie; la cucaracha cae al suelo y corretea de vuelta al sumidero. Se detiene en el borde, me dirige una última mirada y se adentra en el agujero sin pronunciar una palabra más.

Pero ¿en qué estaba pensando? Las cucarachas no pueden hablar. Y yo tampoco. No ha cambiado nada.

Y, en ese instante, el celador pronuncia las palabras que cualquier niño de la Academia Spectrum siempre teme oír:

—El doctor quiere verte ahora.