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1 Publicación libre – n°5 – Enero 2016 – www.issuu.com/elogioalasombra “Érase una vez, hace mucho tiempo, un viejo monje vivía en un monasterio ortodoxo. Su nombre era Pamve. Y una vez él plantó un árbol estéril en una ladera, como éste. Después le dijo a su joven pupilo, un monje llamado Ioann Kolov, que debería regar el árbol cada día hasta que regresara a la vida... En fin, temprano cada mañana, Ioann llenaba una cubeta con agua y salía. Él subía la montaña y regaba el árbol marchitado. Y en la tarde, cuando la oscuridad había caído, regresaba al monasterio. Él hizo esto por tres años. Y un día, el subió la montaña y vio que todo el árbol estaba cubierto de retoños. Digan lo que digan, un método, un sistema, tiene sus virtudes. Tú sabes, a veces me digo a mí mismo: si cada día, a exactamente a la misma hora, uno fuera a realizar el mismo acto, como un ritual, sin cambio, sistemático, cada día al mismo tiempo, el mundo cambiaría. Sí, algo cambiaría.” Sacrificio, película de Andrei Tarkovski “Que sus sueños se hagan realidad. Que puedan creer en ellos. Y que puedan reírse de sus propias pasiones. Y, sobre todo, que crean en sí mismos, y que sean inocentes como los niños, porque la debilidad es poder, y la fuerza no es nada. Cuando el hombre nace, es débil y flexible. Cuando muere, es fuerte y rígido. Como un árbol, mientras crece, es tierno y flexible. Y cuando se seca y endurece, muere. La rigidez y la fuerza son compañeras de la muerte. La debilidad y la flexibilidad expresan la frescura de la existencia. Lo que se vuelve rígido ya no vence.” Stalker, película de Andrei Tarkovski Compartir – Fotocopiar – Descargar

Elogio a la Sombra N°5 Enero 2016

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Elogio a la Sombra N°5 Enero 2015 "Elogio a la sombra", publicación libre, artesanal y ecológica. N°5, Enero 2015 https://elogioalasombra.wordpress.com

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Publicación libre – n°5 – Enero 2016 – www.issuu.com/elogioalasombra

“Érase una vez, hace mucho tiempo, un viejo monje vivía en un monasterio

ortodoxo. Su nombre era Pamve. Y una vez él plantó un árbol estéril en una

ladera, como éste. Después le dijo a su joven pupilo, un monje llamado Ioann

Kolov, que debería regar el árbol cada día hasta que regresara a la vida... En

fin, temprano cada mañana, Ioann llenaba una cubeta con agua y salía. Él subía

la montaña y regaba el árbol marchitado. Y en la tarde, cuando la oscuridad

había caído, regresaba al monasterio. Él hizo esto por tres años. Y un día, el

subió la montaña y vio que todo el árbol estaba cubierto de retoños. Digan lo

que digan, un método, un sistema, tiene sus virtudes. Tú sabes, a veces me digo

a mí mismo: si cada día, a exactamente a la misma hora, uno fuera a realizar el

mismo acto, como un ritual, sin cambio, sistemático, cada día al mismo tiempo,

el mundo cambiaría. Sí, algo cambiaría.”

Sacrificio, película de Andrei Tarkovski

“Que sus sueños se hagan realidad. Que puedan creer en ellos. Y que puedan

reírse de sus propias pasiones. Y, sobre todo, que crean en sí mismos, y que sean

inocentes como los niños, porque la debilidad es poder, y la fuerza no es nada.

Cuando el hombre nace, es débil y flexible. Cuando muere, es fuerte y rígido.

Como un árbol, mientras crece, es tierno y flexible. Y cuando se seca y

endurece, muere. La rigidez y la fuerza son compañeras de la muerte. La

debilidad y la flexibilidad expresan la frescura de la existencia. Lo que se vuelve

rígido ya no vence.”

Stalker, película de Andrei Tarkovski

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Santiago debe colapsar, por Rodolfo Schmal

www.elquintopoder.cl

La capital del Reino de Chile está sufriendo, ya no solo por el Transantiago, sino por el tren metropolitano (metro). Los problemas del Transantiago, si bien se han mitigado, o la población se ha adaptado a ellos, parecen estar contagiando al metro. En mi opinión, tales problemas no debieran ser resueltos, para que se agudicen y fuercen decisiones que de otra manera no se adoptan.

Como todo lo que se deja al libre mercado, salvo que exista capacidad de planificación urbana no capturada por intereses espúreos, la tendencia es a la conformación de megápolis de 5, 10 y más millones de habitantes a expensas de pequeñas ciudades y del desarrollo integral del país. Estas megápolis concentradoras de población demandan, entre otros, más y más transporte y seguridad pública. Esto es, inversión pública por más y más calles, subterráneos, policías.

De tiempo en tiempo, se nos anuncian ampliaciones de líneas existentes, o nuevas líneas del metro; o de aumentar la planta de carabineros. Todo esto, para mantener la sostenibilidad de Santiago. Desgraciadamente, por esta vía, los recursos destinados a sustentar la capital del reino son cada vez más significativos. Como los recursos tienen usos alternativos, el resultado es que todo peso que se destina a Santiago, es peso que se resta de regiones.

El resultado es lo que tenemos, una capital que tiende a absorber más y más recursos, que convive con regiones raquíticas, que por lo mismo van perdiendo y ganando atracción. Perdiendo, porque bajo el modelo de desarrollo que vivimos, centralizador, los mejores empleos tienden a concentrarse en Santiago, dado que allá está todo. Ganando, porque la vida en regiones tiende a ser más plácida, menos tensa, pero a costa de su despoblamiento por falta de trabajo.

En concreto, al país le haría bien dar vuelta la tortilla, esto es, hacer un alto, y tomar la decisión de hacer más atractivas las regiones y menos atractivo Santiago. Ver como un bien fortalecer asentamientos humanos en regiones y como un mal el crecimiento de Santiago. Visto así, deben aplicarse impuestos a quienes viven en Santiago y subsidios a quienes viven en regiones.

Actualmente, las empresas tienden a usar las regiones como espacios para extraer recursos y trasladarlos a la capital. Los impuestos que tales actividades generan, deben ser para las regiones donde tienen lugar.

Al país le haría bien dar vuelta la tortilla, esto es, hacer un alto, y tomar la decisión de hacer más atractivas las regiones y menos atractivo Santiago.

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Los recursos humanos más calificados tienden a concentrarse en Santiago, restándole fuerza a las regiones. Esto puede cambiar si se les subsidia cuando se instalan en regiones y se les castiga con impuestos cuando prefieren estar en Santiago. Así de simple.

Lo descrito está asociado al concepto de las externalidades que manejan los economistas. Externalidades negativas, cuando genero costos en terceros y que uno no paga; externalidades positivas cuando genero beneficios en terceros por los cuales éstos no pagan. En este caso, Santiago está generando externalidades negativas, que estamos pagando quienes vivimos en regiones.

En concreto, en su propio beneficio, a falta de decisiones políticas contundentes, Santiago debe colapsar si es incapaz de dejar atrás un modelo de desarrollo centralizador que está imposibilitando un modelo de desarrollo nacional, integrado, descentralizado.

Fotografía de Sebastião Salgado

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“El hombre que plantaba árboles” por Jean Giono

Para que el carácter de un ser humano nos muestre cualidades verdaderamente excepcionales, es necesario tener la suerte de poder observarlo a lo largo de muchos años. Si su comportamiento está desprovisto de cualquier clase de egoísmo, si la idea que lo guía es de una generosidad sin límites, si está muy claro que no busca ninguna recompensa y que además dejó en el mundo señales claramente perceptibles, estamos, sin duda, ante un carácter del que no te puedes olvidar.

Hace alrededor de cuarenta años estaba dando un largo paseo por unos

montes totalmente desconocidos por los turistas, en esa vieja región de los Alpes que se adentra en la Provenza.

Esta región está delimitada al sureste y al sur por el curso medio del río Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte con el curso alto del río Drome, desde su nacimiento hasta Die; al oeste con la llanura de Comtat Venaissin y las estribaciones del Mont-Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento de los Bajos Alpes, al sur de la Drôme, y un pequeño enclave de Vaucluse.

Cuando comencé mi largo paseo todo era un paisaje desértico, landas

desnudas y monótonas. Hacia 1.200 o 1.300 metros de altitud no crecían más que lavandas silvestres.

Crucé el país por su parte más larga, y después de tres días de camino me encontré en medio de la mayor de las desolaciones. Acampé al lado del esqueleto de un pueblo abandonado. No había encontrado agua desde el día anterior y me hacía falta encontrarla. Aquellas casas apiñadas, aunque en ruina, que parecían un viejo nido de avispas, me hicieron pensar que debió haber, hace mucho tiempo, una fuente y un pozo artesiano.

Y allí estaba la fuente, pero seca. Las cinco o seis casitas, sin tejado, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con el campanario desmoronándose. Estaban allí como están las casas en los pueblos habitados, pero toda la vida había desaparecido.

Era un hermoso día de Junio y lucía un enorme sol, más por encima de

estas tierras desnudas y altas en el cielo, el viento soplaba con una furia salvaje. Los ruidos en las casas esqueléticas semejaban a los de un león interrumpido en mitad de su comida. Necesitaba levantar el campamento, después de cinco horas de camino no había encontrado agua todavía, y no había ningún indicio de ir a encontrarla. Por todas partes la misma sequedad, los mismos hierbajos secos. A lo lejos, me pareció vislumbrar una pequeña silueta oscura, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario. A toda prisa me dirigí hacia allí. Era un pastor. Treinta ovejas acostadas encima de la tierra caliente reposaban a su lado.

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Me dio a beber de su calabaza y, un poco más tarde, me llevó a su cabaña, en una ondulación de la llanura. Sacaba el agua -excelente- de un agujero natural, muy profundo, encima del cual había instalado un rudimentario torno.

Este hombre era de pocas palabras. Es la costumbre de los solitarios, pero

lo noté seguro de sí mismo y confiado. Era algo sorprendente en este país desposeído de todo. No vivía en una choza, lo hacía en una casa de piedra, donde se veía claramente cómo con su esfuerzo fue reparando la ruina que se encontró al llegar. El tejado era sólido y sin goteras. El viento hacía el mismo ruido que hace la mar en las playas. Su casa estaba muy arreglada, los platos limpios, el suelo de madera barrido, su fusil engrasado, la sopa hervía en el fuego. Me di cuenta entonces de que también estaba bien afeitado, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que su ropa estaba repasada con tanta minuciosidad que los remiendos eran imperceptibles.

Compartió su sopa conmigo y, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me

dijo que no era fumador. Su perro, silencioso como él, era amistoso pero sin llegar a ser servil.

Parecía claro que iba a pasar la noche allí. El pueblo más cercano estaba

todavía a una jornada y media de camino. Además, conocía perfectamente el particular carácter de los pueblos de esta región. Había cuatro o cinco dispersos, lejos los unos de los otros, en las faldas de aquellos montes, en los claros de los bosques de robles albares, al final de los caminos donde pueden llegar las carretas. Donde viven los carboneros que hacen carbón de la madera. Son lugares donde la vida no es fácil. Las familias viven apretadas unas contra otras en un clima de una dureza extrema, lo mismo en invierno que en verano, restriegan su egoísmo por entre el lodo.

El continuo deseo, irracional y desmesurado, de escapar de este lugar. Los

hombres van a llevar el carbón a la ciudad con los carros y luego vuelven. Los más sólidos espíritus se rompen en estas condiciones de vida. Las mujeres cuecen a fuego lento su odio. Por encima de todo está la rivalidad, lo mismo da que sea por la venta del carbón que por el banco de la iglesia, las virtudes se enredan con las virtudes, los vicios con los vicios, los vicios con las virtudes. Y por encima de todo, el viento que sin descanso desquicia los nervios. Los suicidios son muy frecuentes, los locos son cosa común y casi siempre son asesinos.

El pastor que no fumaba se levantó a coger un pequeño saco y esparció

encima de la mesa un montón de bellotas de roble albar. Se puso a inspeccionarlas con gran cuidado, separando las buenas de las malas. Mientras tanto yo fumaba de mi pipa. Le pregunté si le podía ayudar. Me contestó que aquel era su trabajo. Entonces, viendo el cuidado que ponía no le dije nada más. Esto fue todo lo que hablamos. Cuando el montón de las buenas fue considerable, comenzó a hacer paquetes de diez. Mientras que los iba haciendo, todavía con más cuidado, iba separando las más pequeñas o las que estaban

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agrietadas. Cuando tuvo cien bellotas perfectas, se detuvo y nos fuimos a acostar.

Estar junto a este hombre te daba la paz. Por la mañana le pedí permiso

para descansar todo el día en su casa. Lo encontró de lo más natural, o, mejor dicho, me dio la impresión de que nada de lo que yo hiciese lo iba a molestar. En realidad no era que yo necesitase un descanso, estaba muy intrigado y quería saber algo más. Hizo salir al rebaño de ovejas y las condujo hasta los pastos. Antes de salir puso a remojar en un cubo el saco donde estaban metidas las bellotas que con tanto cuidado había escogido y contado.

Me di cuenta que llevaba de bastón una barra de hierro tan grueso como el

dedo pulgar y de alrededor de un metro y medio de largo. Lo seguí, haciendo como que daba un paseo por un camino paralelo al suyo. El sitio donde pastaban las ovejas era el fondo de un pequeño valle. Dejó el perro vigilando el rebaño y subió hasta el sitio donde yo estaba. Tenía miedo de que viniera a reprocharme mi entrometimiento pero no fue así: me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer. Subió doscientos metros más arriba, hasta el alto.

Llegué al lugar donde él quería, y se puso a clava la barra de hierro en la

tierra. Hacía un agujero y metía una bellota, después tapaba el agujero. Sembró los robles. Le pregunté si la tierra era suya. Me dijo que no. ¿Sabía de quién era? No lo sabía. Creía que eran tierras comunales, o a lo mejor, los dueños eran gente que no se preocupaba. A él tampoco le preocupaba conocer a los propietarios. De esta manera sembró cien bellotas con el mayor de los cuidados.

Después de comer a mediodía, volvió a seleccionar las simientes. Creo que

a fuerza de insistir con mis preguntas me contestó. Llevaba tres años sembrando árboles en aquella soledad. Sembró cien mil. De los cien mil veinte mil nacieron. De los veinte mil, calculaba que se perdiesen todavía la mitad, por culpa de los ratones y porque es imposible prever lo que nos puede traer la Providencia. Iban a quedar diez mil robles albares que iban a crecer en este lugar donde antes no había nada.

Fue en este momento cuando me interesé por la edad de este hombre.

Estaba bien claro que tenía más de cincuenta años. Me dijo que cincuenta y cinco. Se llamaba Elzéard Bouffier. Había tenido una granja en la llanura. Allí hizo su vida. Murió su única hija. Después su mujer. Entonces decidió retirarse a la soledad donde le tomó placer a vivir lentamente, con sus ovejas y su perro. Se dio cuenta de que el país moría porque le faltaban los árboles. Añadió que, no teniendo cosas más importantes que hacer, tenía que cambiar este estado de las cosas.

En aquel tiempo, y a pesar de mi juventud, como yo mismo estaba

haciendo una vida solitaria, debería haber sabido aproximarme a otras almas solitarias. Entonces dije algo que no debía. Mi juventud me llevaba a imaginar el

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futuro en función de mí mismo y a una particular forma de búsqueda de la felicidad. Le dije que, en treinta años, estos diez mil robles estarían magníficos. Me respondió sencillamente, que si Dios le concedía bastante vida, en treinta años, sembraría tantos, tantos, que estos diez mil iban a parecer una gota de agua en la mar.

Mientras tanto, estaba estudiando la reproducción de las hayas y había hecho al lado de su casa un semillero donde algunas ya habían germinado. Las plantitas, resguardadas de los corderos por una valla de zarzo, estaban hermosas. Pensaba también en los abedules para las partes más bajas donde, me dijo, una cierta humedad dormía a algunos metros de la superficie del suelo.

Al día siguiente nos separamos.

Al año siguiente, comenzó la guerra del catorce en la que estuve cinco años. Un soldado de infantería no podía ni siquiera pensar en los árboles. A decir verdad, aquel asunto no me había impresionado: lo consideré como un juguete, como una colección de sellos, y lo olvidé.

Volví de la guerra, y me encontré con una pequeña pensión de

desmovilización y con unos inmensos deseos de respirar un poco de aire puro. Fue así como, sin pensarlo, volví a tomar el camino de las comarcas desiertas.

El país no había cambiado. Sin embargo más allá del pueblecito muerto,

vislumbré a lo lejos una niebla gris que tapaba las cumbres como si fuese un tapiz. Ya desde el día anterior había vuelto a pensar en el pastor que sembraba árboles. “Diez mil robles, dije para mí, ocupan verdaderamente mucho espacio”.

Había visto morir a tanta gente en cinco años que no me fue difícil

imaginar que Elzéard Bouffier hubiese muerto, además de que a los veinte años uno ve a los hombres de cincuenta como unos ancianos a los que no les queda ya nada más que morir. No había muerto. Estaba de veras vivo. Había cambiado de oficio. Ya no tenía más que cuatro ovejas, pero a cambio tenía cien colmenas. Se deshizo de los corderos porque hacían peligrar sus plantaciones de arbolitos. Me dijo (y lo comprobé) que no le había hecho caso alguno a la guerra. Había seguido plantando sin distracción.

Los robles de 1910 tenían ahora diez años y eran más altos que yo y que

él. El espectáculo era impresionante. Quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día caminando por su bosque. Tenía, en tres parcelas, once kilómetros de largo y tres en la parte más ancha. Cuando uno se acuerda que todo esto había salido de las manos y del alma de este hombre sin medios técnicos comprendía que los hombres pueden ser tan eficaces como Dios en tareas distintas a las de destruir.

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Había seguido con su idea, y las hayas que me llegaban al hombro, extendidas hasta donde llega la vista, lo atestiguaban. Los robles eran robustos y habían pasado de la edad en la que están a merced de los ratones; si la misma Providencia quisiera destruir lo ya hecho, tendría que echar mano de los ciclones. Me mostró orgulloso bosquetes de abedules que tenían cinco años, eso quiere decir de 1915, de la época en la que yo estaba peleando en Verdún. Los había colocado en las hondonadas donde sospechaba, con toda la razón, que había humedad cerca de la superficie del suelo. Los abedules estaban tan hermosos como muchachas en flor y crecían valientes. El trabajo realizado parecía funcionar como una reacción en cadena. Él no se alteraba; seguía tenazmente con su tarea, nada más. Bajando hacia la aldea, vi como el agua corría por los arroyos que, hace mucho tiempo, estaban secos.

Esta fue la consecuencia más importante que vi de su trabajo. Estos

arroyos secos, antiguamente, iban rebosantes de agua. Muchos de los pueblos entristecidos, antes mencionados, estaban edificados sobre las ruinas de antiguas villas galo-romanas, de las que todavía se ven las señales. Los arqueólogos en sus excavaciones encontraron varios anzuelos, en un lugar en el que a principios del siglo veinte eran necesarias cisternas para poder disponer de un poco de agua.

El viento diseminó las semillas. Y al mismo tiempo en que reapareció el

agua, volvieron los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y la esperanza de la vida.

Pero el cambio se iba haciendo de manera tan imperceptible que todo era

natural, sin sobresaltos. Los cazadores que subían a aquellos páramos persiguiendo liebres o jabalíes se iban dando cuenta de que los árboles brotaban, pero lo achacaban a la propia naturaleza. Así sucedió que nadie perturbó el trabajo de este hombre. Lo más probable es que si alguien lo hubiera sabido, hubiesen ido en contra de su labor. Pero, ¿quién se iba imaginar, en las aldeas o en las administraciones, una constancia y una generosidad parecidas?

Desde 1920, no dejé pasar un año sin ir a visitar a Elzéard Buoffier. Jamás

lo vi flaquear ni dudar. ¿Solo Dios sabe si el mismo Dios lo empujaba!. Nunca se quejó. Sin embargo, uno puede imaginarse que para realizar semejante proeza fue necesario vencer a la adversidad; que para asegurar la victoria le hizo falta pelear contra la desesperación. Un año, sembró diez mil arces. Todos murieron. Al año siguiente abandonó los arces y volvió con las hayas que se dieron todavía mejor que los robles albares.

Para darse una mínima idea de lo que era este carácter extraordinario, no

debemos olvidar que trabajaba en la soledad más absoluta; tan total que al final de su vida, perdió la costumbre de hablar. O ¿es posible que ya no lo considerase necesario?

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En 1933 lo visitó un guardabosques despistado. El funcionario le dejó bien claro que estaba terminantemente prohibido hacer fuego en el monte, para que no peligrase el desarrollo de este monte natural. Era la primera vez, le dijo el ingenuo hombrecillo, que se veía a un bosque nacer solo. En esta época, iba a plantar las hayas a doce kilómetros de su casa. Para ahorrarse el trabajo de ir y volver -ahora tenía setenta y cinco años- se propuso hacer una cabaña de piedra en el mismo lugar donde estaban sus plantaciones. La construyó al año siguiente.

En 1935, una delegación del gobierno fue a inspeccionar el “monte

natural”. Fueron un alto cargo de Aguas y Bosques, un diputado y distintos técnicos. Se dijeron muchas palabras sin ningún valor. Se decidió hacer algo y, gracias a Dios, no se hizo nada, sólo lo único que tenía sentido: el bosque fue protegido por el gobierno y se prohibió hacer carbón. Era imposible no quedar anonadado por la belleza de aquellos arbolillos jóvenes llenos de vitalidad que consiguieron enamorar al mismísimo diputado.

Un amigo mío era uno de los jefes de montes de la delegación. Le desvelé

el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos juntos a encontrarnos con Elzéard Bouffier. Lo encontramos trabajando, a veinte kilómetros del lugar donde se hizo la inspección.

El jefe de montes era mi amigo por algo. Era conocedor del valor de las

cosas. Supo guardar el secreto. Le ofrecí unos huevos que llevé para regalárselos. Partimos en tres trozos nuestra merienda y luego pasamos varias horas mirando el paisaje sin decir nada.

El lugar por donde fuimos estaba cubierto de árboles de seis a siete metros

de altura. Me acordé de cómo era el país en 1913: el desierto… El trabajo tranquilo y continuo, el aire puro de las alturas, la prudencia en el vivir y, por encima de todo, la serenidad del alma acabaron por darle a este anciano un aire de santidad casi solemne. Era un atleta de Dios. Me pregunté entonces, cuántas hectáreas iba todavía a cubrir de árboles.

Antes de marchar, mi amigo le hizo apenas una pequeña sugerencia sobre

algunas clases de árboles a las que les podía ir bien aquel terreno. No insistió gran cosa. “Por una buena razón, me dijo luego, este buen hombre sabe mucho más que yo”. Después de una hora de camino -la idea le había ido dando vueltas en la cabeza- me dijo: “sabe mucho más que todo el mundo. Encontró una muy buena manera de ser feliz”.

Fue gracias al jefe de montes que, no sólo el bosque, sino también la

felicidad de este hombre fueron protegidos. Para ello designó tres guardabosques y los aleccionó de tal manera que resistieron a todos los vasos de vino que les ofrecieron los leñadores.

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Su obra no corrió un riesgo serio hasta la guerra de 1939. Los automóviles funcionaban ahora con gasógeno, y no había suficiente madera.

Comenzaron a cortar por los robles de 1910, pero estas zonas estaban tan

lejos de todas las rutas que el negocio fue malísimo desde el punto de vista financiero. Abandonaron. El pastor no llegó a ver nada. Estaba a treinta kilómetros, continuaba apaciblemente con su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la guerra del 14.

Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía ahora ochenta

y siete años. Tomé el camino de aquel erial, pero ahora, a pesar de que la guerra había arruinado el país, un autobús hacía el trayecto entre el valle de la Durante y la montaña. Pensé que era este medio de transporte, relativamente rápido, el que me hacía irreconocibles los lugares de los viejos paseos. Me parecía también que el trayecto pasaba por parajes desconocidos. Necesité ver el nombre de un pueblo para asegurarme que estaba en la región que yo tan bien conocía, antes arruinada y triste. El autobús me dejó en Vergons.

En 1913, esta aldea de diez o doce casas tenía tres habitantes. Eran medio

salvajes, se odiaban, vivían de la caza con trampas y lazos; sólo un escalón por delante del estado físico y moral de los hombres prehistóricos. Las ortigas crecían alrededor de las casas abandonadas. Habían olvidado la esperanza. No les quedaba nada más que esperar a la muerte: una situación que no predisponía precisamente a una vida virtuosa.

Todo había cambiado. El mismo aire. En lugar de los brutales vendavales

que me habían recibido en otro tiempo, murmuraba suavemente una brisa cargada de fragancias. Un ruido parecido al del agua venía de las alturas: era el viento meciendo los árboles en el bosque. Por fin, la cosa más gratificante, oí el ruido del agua manando de una fuente. Habían hecho una fuente de la que brotaba agua en abundancia, y lo mejor de todo, habían plantado un tilo que debía tener cuatro años, bien robusto, símbolo verdadero de la resurrección.

Además Vergons mostraba las señales de un trabajo para el que se

necesita tener mucha esperanza. La esperanza volvió. Se retiraron los escombros, se derribaron los muros desvencijados y se reconstruyeron cinco casas. La aldea tenía veinticinco habitantes de los que cuatro eran jóvenes matrimonios. Las casas nuevas, recién enjalbegadas, estaban rodeadas de huertas donde crecían mezcladas pero ordenadas, las legumbres y las flores, las coles y los rosales, los puerros y las bocas de dragón, los apios y las anémonas. Se convirtió en un pueblo donde la vida era agradable.

Desde allí, hice el resto del camino a pie. La guerra de la que salíamos no

dejaba que la vida floreciese del todo, pero Lázaro había salido de la tumba. En las faldas de los montes, se veían campos de cebada y de centeno, al fondo de los estrechos valles divisé el verde de los prados.

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Sólo hicieron falta ocho años para que todo el país resplandeciese de salud y de bienestar. Donde estaban las ruinas que yo había visto en 1913, se veían ahora cuidadas granjas, encaladas, que mostraban la existencia de una vida feliz y confortable. Los viejos arroyos, alimentados por las lluvias y las nieves retenidas por los bosques, fluyen sin descanso.

Se canalizaron las aguas. Al lado de cada granja, en los bosquetes de

arces, el agua que desborda los vasos de las fuentes inunda los tapices de mentas frescas. Los pequeños pueblos se van reconstruyendo poco a poco. Gente que vino de las llanuras donde la tierra cuesta cara, vive ahora en el país, al que le han traído juventud, dinamismo y espíritu de aventura. En los caminos te encuentras hombres y mujeres saludables, jóvenes a los que da gusto verlos reír y que han vuelto a disfrutar de las fiestas campestres. Si se cuenta a los antiguos pobladores, irreconocibles desde que su vida cambió, y a los venidos de afuera, más de diez mil personas le deben la felicidad a Elzéard Bouffier.

Cuando reflexiono acerca de que un solo hombre, únicamente con sus

recursos físicos y morales se bastó para que saliese del desierto este país de Canaán, pienso que, aunque alguno lo dude, la condición humana es admirable. Pero cuando pienso en la cantidad de constancia, en la grandeza de alma que se necesita y el derroche de generosidad necesario para alcanzar este resultado, me entra un inmenso respeto por este anciano carente de cultura que llevó a cabo una tarea digna del mismísimo Dios.

Elzéard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en el hospicio de Banon.

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Poemas de Arseni Tarkovski

Soñé esto alguna vez, lo sueño ahora,

Sé que lo volveré a soñar de nuevo,

Todo se repetirá, todo reencarnará,

Y usted soñará todo lo que yo soñé.

Allá, lejos de nosotros, lejos del mundo,

La ola una y otra vez golpea la orilla

Y en ella hay estrellas, personas, pájaros,

Realidad, sueño y muerte… en la ola eterna.

No necesito fechas: fui, soy y seré,

La vida es el mayor de los milagros.

Solo, como un huérfano, en él yo vivo

Solo, entre espejos, cercado por reflejo

De mares y ciudades, vivo en la embriaguez.

Y la madre llorando toma al niño en el regazo.

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En el último mes del otoño,

Al final

De la amarga vida,

Colmado de tristeza,

Yo entré

A un bosque sin nombre y sin hojas.

Lo cubría por completo

El blanco cristal

Lechoso de la niebla.

Por las ramas claras

Lágrimas limpias caían

Como de árboles que lloran en la víspera

De este invierno vacío de color.

Y ahí sucedió un milagro:

Al atardecer

El azul brilló en las nubes

Y un rayo vivo, como en junio, atravesó

Desde los días futuros mi pasado.

Y lloraron los árboles la víspera

Del trabajo noble y la abundancia,

De la ventisca alegre que aletea en el azul.

Los pájaros guiaban la ronda,

Como las manos que por el teclado

Urdían los acordes más sublimes.

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ESCRITOS EXTRANJEROS, por Nato

La Italia de 1945, el calor del verano en Toscana, y Pound era el único civil en el campo. Instrucciones de altos mandos decían que sería puesto bajo las condiciones de ''especial y permanente vigilancia para prevenir escape o suicidio. Sin contacto con la prensa. Sin trato privilegiado''. Así fue como le reubicaron en una de las llamadas ''células de la muerte''. Estas eran celdas en campo abierto, visibles por los cuatros lados y con techo de metal. Luces se direccionaban hacia ellas toda la noche, los ocupantes eran mantenidos en aislamiento y a los guardias se les prohibía hablar con ellos.

Para prevenir los suicidios, los prisioneros no usaban cordones, ni cama y dormían sobre el concreto abrigados con mantas. Eran alimentados una vez al día y usaban una lata en la esquina para liberar excrementos. No se permitían libros, excepto por la Biblia.

Meditatio

Cuando considero cuidadosamente los curiosos hábitos de los perros

me siento forzado a concluir que el hombre es el animal superior.

Cuando considero los curiosos hábitos del hombre

confieso, amigo mío, me siento confundido.

Ezra Pound

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Una vez al día, Pound era liberado de su celda para tomar una ducha y ejercitar camino a ella. Las noches frías, el polvo, la falta de privacidad y la aislación social hicieron a Pound llegar al colapso nervioso.

Los guardias estaban desconcertados, particularmente por la conducta de Pound, aunque errática y algunas veces bizarra, era pacifico, cortés y no intimidaba. Sin saber además de los detalles, ni del porqué Pound -ya cercano a los sesenta- era mantenido como un criminal duro.

El ojo que todo lo ve

Los perros pequeños miran a los perros grandes observan inconmensurables dimensiones

y curiosos aromas imperfectos.

Aquí está el grupo de hombres prudentes: los jóvenes contemplan a sus superiores, ellos consideran la mente de un anciano

y observan sus inexplicables correlaciones.

Dijo Tsin-Tsu:

Solamente es en perros pequeños y en la juventud Que encontramos un minuto de observación.

Ezra Pound

Viviendo en tales condiciones, Pound se las arregló para garabatear en papel higiénico algunos de los poemas que darían vida al Canto LXXXV.

Luego de tres semanas se había convertido en un famélico apático, que apenas se levantaba de su frazada. A mediados de Junio, los psiquiatras del campo lo examinaron, encontrando signos de pérdida de memoria, depresión, y desbalance generalizado. Pound fue llevado a una carpa piramidal, en la cual se le permitió leer, ser visitado por su esposa y escribir. Luego sería llevado a Washington vía Roma para enfrentar cargos de traición a la patria.

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“Sobre cosas que me han pasado” de Marcelo Matthey

16 de diciembre 1988

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Anoche, antes de acostarme, me puse a mirar el álbum de la mamá donde salen las fotos del viaje que hizo al norte con el papá, y también las fotos de su matrimonio. Vi las caras de algunas personas que ya han muerto y sentí la gran distancia que me separa de ellas. Después me puse a pensar sobre todo esto al lado de la mesa redonda.

2

Hoy observé con atención a dos personas que estaban en República, esperando la liebre, y luego a otras dos que conversaban en una esquina. Las miré como si fueran la obra de alguien. Me fijé en sus formas. Pensé en que esas personas eran algo concreto y que, por muy complicadas que fueran las descripciones que yo pudiera hacer de ellas, estaban allí, frente a mí, ahorrando toda explicación.

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Hoy día también he puesto atención en algunos lugares que ya conozco, pero mirándolos como si nunca los hubiera visto. En la carnicería, por ejemplo, me fijé en la ubicación de la fruta y miré unos paquetes.

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Hace poquito me fui caminando hacia Blanco, por la vereda este de Avenida España, así como lo había querido hacer ayer. Al llegar a Blanco, atravesé al otro lado y me puse a mirar por entremedio de las rejas del Club Hípico, hacia adentro. Se veían unas pocas luces.

De vuelta, me paré en una esquina de la primera cuadra, ahí donde hay una calle sin salida y una casa antigua bien bonita, de tres pisos, con un altillo chico. Se me ocurrió entrar a esa calle, por si acaso al caminar cerca de las personas que estaban allí podría aclarar algunas de las cosas que me interesan. Pero no entré y seguí caminando.

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En estos días, en las tardes o en las noches, antes de entrar a la pieza de adentro para cantar, me he parado a veces en el patio. Ahí miro los árboles, escucho el sonido de las hojas y las gallinas y siento el frescor.

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Fotografía de Andrei Tarkovski

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“Homeostasis, un continuo movimiento de adaptación”,

libro de Felipe Monsalve

Entrevista a Sergio Larraín

HAY QUE DEJAR DE BUSCAR

Nació en Santiago en 1931. Estudió ingeniería forestal en la Universidad de Michigan. Fue miembro de la agencia Magnum. Publicó tres libros de fotografías y realizó algunas pocas exposiciones fotográficas. Colaboró con sus imágenes en el libro Una casa en la arena, de Pablo Neruda. En 1980 se radió en Ovalle y abandonó la fotografía para dedicarse al estudio y práctica de la cultura y mística orientales. Falleció el 7 de febrero de 2013. Esta conversación se produjo el 8 de noviembre de 2011.

No quiero estar expuesto

Te abro la puerta de mi casa para que conversemos, nos conozcamos. Pero no quiero que me saques ninguna fotografía. Respeta mi petición, no me insistas. No quiero quedar expuesto, aquí me siento protegido. Lo que conversemos hoy úsalo para ti; lo que compartamos aquí, guardémoslo para nosotros. Si después algo te sirve para tu libro, lo usas, si no, no lo uses. La gente siempre quiere algo de uno, siempre quiere sacarte algo, alguna cosa donde ellos se puedan sentir beneficiados. Son pocas las personas que se comportan gratuitamente, generosamente, porque así les nace ser. El ser humano es mentiroso y manipulador, se ha acostumbrado de esa manera para obtener algo, para sacar algo; han desarrollado esa actitud del mentiroso. Te lo digo porque ya soy hombre viejo, y he visto muchas cosas. Es bueno protegerse, pero no te confundas, también hay que estar abierto, siempre abierto al universo, a la naturaleza, a los necesitados, a la divinidad. Pero no tengas las puertas abiertas para que entren las personas que se quieren aprovechar de ti. Vivimos en un mundo egoísta, de mucha envidia, pero tú no seas egoísta ni envidioso, sólo busca cuidarte. Sé generoso, siempre hay que ser generoso. No cargues nada, entrega todo. Quédate con lo necesario para vivir sencillamente. Despréndete de todo lo que no necesites y dáselo a quien sí lo necesita. Tampoco pongas demasiada atención en esto que te digo de la gente aprovechadora y mentirosa, eso es así, y probablemente seguirá siendo así por un buen tiempo más, tú sólo no estés cerca de ellas. También hay mucha gente buena; quédate con esa gente, y hazle el quite a los que no lo son; si los puedes ayudar, hazlo también. Siempre intenta ayudar, no importa si no lo logras, pero inténtalo con todo tu corazón. No pongas tu ego en ello. Haz el bien porque es lo que uno debe hacer, pero también busca protegerte.

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Fotografía

Lo místico te conecta contigo, con lo que te rodea. Te mantiene a raya el ego. Al ego no se le puede eliminar, por lo mismo tienes que estar atento a que no controle tu actuar. Si aparece, pierdes libertad, pierdes ser tú. El trabajo espiritual enseña a ver, reconocer, en ti y en el otro. Es importante aprender a observar, lo externo y lo interno. Cuando observas tu mundo interno aparece lo místico, ahí está la espiritualidad, ahí está la posibilidad de crecer, ahí está lo que somos. Trabaja la espiritualidad, te será de mucha ayuda para vivir, para entender la vida. Mis fotografías sólo hubieran sido un trabajo estético, un trabajo bien hecho, algo puramente bonito, si no hubiera hecho un trabajo interno. La fotografía es más que sólo un trabajo estético. Es una forma de expresión, es el resultado de tu mundo interno en composición con la luz. ¿Ves ese jarro que está en la mesa?; ¿ves cómo el rayo de luz que entra por la ventana rebota en la muralla iluminando la mitad de la flor? Esa es una imagen hermosa, una composición perfecta. Juntos hemos tomado una fotografía, hemos hecho el ejercicio fotográfico, sólo que no lo hemos registrado. ¿Te das cuenta? Sigo tomando fotografías, pero ahora sin registro. Pero existió el acto, el instante. No son necesarios los registros, recuerda que sólo existe el aquí y el ahora. Hay que liberarse de las imágenes, de todo tipo de imágenes: las de tu infancia, las de tu familia, las de ti mismo. Las imágenes te mantienen atrapado en el deseo, en el ego. Suelta todo y llegarás a la felicidad. Todo será bienvenido, y nada también.

Vivir

Cada persona debe tener su propio camino. Cada uno debe formar su propia vida. Cada cual debe formar su propia familia, como quiera hacer familia, pero es bueno formar tu propia familia. Cada familia debe tener su propio camino. No tomes en cuenta la de tus padres o la de tus amigos. Uno tiene que dejar atrás todas esas imágenes en las cuales creció, y en las que fue formado con creencias de otros. Cuando tú te haces adulto debes elegir cómo quieres vivir, formar tu propio camino. Elige la que quieras, pero que sea la que quieres, porque debes vivir como quieres vivir, así podrás ser feliz, crecer. También hay que dar amor sin esperar nada a cambio; eso ayudará a otros, te hará mejor persona y te sanará a ti de tus sufrimientos, de tus eternas búsquedas. Hay que dejar de buscar, el que busca siempre está vacío, nunca estará feliz, nunca estará tranquilo, nunca estarás en el aquí y el ahora. Tu mente estará confundida y deseando todo el tiempo distintas cosas. Hay que calmar la mente, bajar la velocidad en que se vive. Volver al comienzo, al principio de todo, a estar consciente de que se está vivo, de que no necesitas muchas cosas para seguir con vida. Disfruta el sol, el aire, la lluvia, los árboles, las aves, los animales. Aprovecha el privilegio de estar con vida, vive.

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El sufrimiento del otro

Uno debe ayudar al otro, pero el otro tiene que estar dispuesto a verse, a reconocerse, darse cuenta del karma que ha heredado. Porque todos traemos un karma de sufrimiento, un patrón de conducta. Y ese es un trabajo personal que hay que hacer, que hay que saber reconocer. Ni tú ni nadie podrá ayudar a un otro a que tome conciencia de sus problemas; cuando ese otro haya despertado, recién ahí podrá iniciar su propio camino de crecimiento, y ahí quizás uno podrá ayudarlo. Pero pocos tienen el coraje y la sabiduría para poder hacerlo, para poder reconocerse. En ese espacio uno puede ayudar a mostrar, incentivar a esa persona a que tome conciencia de sus actos, de su historia, de sus karmas, pero si esa persona no es capaz de verse a sí misma, nadie podrá ayudarla. Es verdad que todos pueden despertar, pero no todos son capaces de hacerlo. ¿Te acuerdas de lo que te decía en la mañana? Hay que vivir sin imágenes, eso te ayudará a vivir en plenitud. Abandona tu imagen, tus deseos. Tu ego. Son cosas que ponen una muralla de concreto entre tú y el universo. Entre tú y los demás, entre tú y tú mismo.

El aquí y el ahora

El presidente Piñera, que es mi sobrino directo, y lleva mi misma sangre, es la expresión del mal en el poder, entendiendo ese mal como la expresión de lo utilitario, lo comercial, lo que representa a una sociedad intoxicada de energías sobreexigidas, mecanizadas y desconectadas con el uno y el otro. Es todo lo contrario a lo que dice Laozi, en el Tao Te King: “El sabio, cuando gobierna, rige su sabiduría en todos sus ministros, y así se conserva la unidad”; “mientras sea como el arroyo del mundo, la virtud eterna no lo abandonará y retornará a la infancia”. Pero estas personas que están en el poder se movilizan para que las sociedades se mantengan sin hacer conexión con la sabiduría ni con nada que les perjudique su forma de ver la vida, y la manera en que han organizado al pueblo. Imagino que ni él se da cuenta de esto, o quizás sí. Pero prefiero creer que son como unos bichos sin conciencia, sin capacidad de entender cosas que son tan elementales de comprender. Están enceguecidos con lo material, el dinero, el poder y todas esa tonteras de niño engreído, y han dejado de lado el amor, lo justo, la belleza, lo simple, el ahora, este instante.

No hay que preocuparse de los grandes temas, no tiene sentido. Los problemas planetarios hay que solucionarlos, pero mientras hay que aceptarlos tal cual son. No sacas nada con oponerte a lo inevitable, mucho menos sufrir por lo que sucederá; ¿te das cuenta? Lo que es, es; y lo que pasará, pasará. Suelta el control, no te opongas. No busques oponer resistencia. Aprende eso; cuanto antes, mejor. Sólo existe, vive; con eso ya tienes bastante trabajo. Recuerda, el aquí y el ahora, sólo eso somos, sólo eso existe. No hay pasado ni futuro, sólo el aquí y el ahora. Lo podrías repetir como un mantra cuando practiques yoga, te

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será útil. Haz yoga al amanecer, despiértate temprano. La tierra te ofrece su mejor energía electromagnética al amanecer, también en el ocaso. Pero el ideal es hacerlo a primera hora, cuando el cuerpo despierta.

Dignidad, conocimiento, virtud

Nuestros destinos se definieron cuando Chile construyó una sociedad de orden occidental, pasando por arriba de la sabiduría indígena, que era la gran reserva de dignidad, conocimiento y virtud, todo lo que ahora el país no tiene. Son ustedes los que deben volver al orden indígena. Ustedes que aún son jóvenes podrían aprender a ser más indígenas que occidentales. Occidente no tiene nada que les pueda ofrecer. “Quien no hace nada por vivir es más sabio que aquel que aprecia la vida. Ser un buen señor de sí mismo es no exigir demasiado de sí mismo”. Esto te lo dice el Tao Te King. También te dice: “Cuando el hombre nace es suave y flexible; cuando el hombre muere se vuelve duro y rígido; las plantas y los árboles nacen delicados y tiernos, pero al morir se vuelven secos y ásperos. Por eso lo duro y rígido son símbolos de la muerte, y lo suave y flexible son símbolos de la vida. Lo fuerte y poderoso debe estar abajo, y lo débil y tierno debe estar arriba”.

Ricos

Mi familia no directa forma parte de este mundo egoísta del que hemos hablado. No son personas a las que les importen los demás. Hay excepciones, siempre hay excepciones, pero se comportan como toda la gente rica que quiere mantener sus privilegios a costa de los demás. A la gente rica le cuesta ver, sentir; por lo que tienen muchos problemas psicológicos. Como no hay registro de sus problemas, no se dan cuenta de que muchos de sus sufrimientos son consecuencia de su condición, han heredado un karma por abusos y humillaciones que sus ancestros han cometido. Crecieron en la ambición, el poder, el deseo. Tienen vidas tristes. He visto historias de mucho sufrimiento, abandono. Pero no quieren ver, ocultan sus sufrimientos. Les gusta el alcohol, las drogas, las fiestas; los ricos tienen esa mala costumbre de estar rodeados de gente, de andar con la misma gente toda su vida, de ahí no salen. Buscan a otros como ellos, vacíos como ellos. Y como siempre, andan todos juntos, se arman enredos, envidias, rencores. Eso también les genera un karma importante. Me preguntabas por qué había tomado este camino de soledad en la montaña, bueno, de joven inicié un camino de búsqueda espiritual. Cuando no quise seguir viajando, ni sacando fotos, ni trabajando el ego, y quise regresar a Chile, no quería tener contacto con ese mundo manipulador y de abusos. Esa gente no te ayuda en nada, sólo produce más problemas. Y como necesito la soledad para meditar, para poder enseñar a otros a ser mejores personas, a los más pobres, que es donde hay más

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nobleza de espíritu, me vine a este lugar… Dejémoslo hasta aquí. Pienso que ha sido bueno para ti, también para mí, pero ya está bueno. No te sientas defraudado por no haber sacado fotos, recuerda que las imágenes no te sirven de nada. Es hora de que te vayas, se te irá el bus. Ayúdame a pararme y llévame a mi pieza. Déjame anotada tu dirección, te quiero mandar algunas cosas que te pueden ayudar para tu libro, si no, las guardas para ti o se las das a alguien que le pueda ayudar.

Fotografías de Sergio Larraín

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Matsuo Basho

Ah, este camino

que nadie recorre,

excepto el crepúsculo

Con cada ráfaga de viento,

La mariposa cambia de lugar

En el sauce

Choza pobre

Los llantos de un perro

Bajo la lluvia nocturna

Luna montañesa:

También iluminas

Al ladrón de flores

No tengo nada

¡salvo esta quietud,

esta frescura!