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ensaio de idalia morejon sobre a poeta cubana maria luisa milanés
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ENSAYO
Elogio del folletínIdalia Morejón Arnaiz
|
Sao Paulo
| 07-03-2012 - 9:30 pm.
A los 26 años, María Luisa Milanés escribía en Bayamo su autobiografía cuando se suicidó.
El 9 de octubre de 1919 la ciudad de Bayamo fue testigo de un suceso trágico que derivó en
escándalo: María Luisa Milanés se hizo un disparo que tres días más tarde pondría fin a su vida. Este
hecho local pudo haber ocupado apenas un renglón en las estadísticas de suicidios si su protagonista
no hubiera sido también una escritora. Dejó inconclusa su autobiografía y sólo llegó a publicar
algunos poemas en la revista Orto, bajo el seudónimo Liana de Lux: sinuosidad, verdor que se
desprende silencioso en busca de una luz que para ella nacía y moría en la sombra.
María Luisa reedita en la poesía cubana el drama de la mujer sometida a las restricciones de su
tiempo, que escoge la muerte como forma de liberación. Cortó de golpe todos los vínculos con una
vida marcada por las desavenencias familiares, la infidelidad conyugal y la represión de su espíritu
creador. El 19 de septiembre de 1912 decidió casarse, en contra de la voluntad de sus parientes, con
un disputado galán de Bayamo. Pero el mismo que la rescató de la torre familiar no tardó en
convertirse en verdugo y carcelero de otra torre más alta: el matrimonio.
Inspirada fundamentalmente en los motivos de su infelicidad, los siete años que le siguieron
conforman su etapa de mayor creación poética, aunque la poesía la visitó siempre en su vertiente
más negativa y dolorosa. Su escritura es evasión y catarsis de una inquietud general; en ella no hay
esperanza ni ilusión. Del amor nos muestra solo su costado tanático; cada palabra es el testimonio de
una destrucción y su único deseo es de muerte:
¿Qué esperas ya? me impulsas a buscarte
En el silencio eterno que te envidio
Y a cada rato vienen a anunciarte
Las mariposas negras del suicidio!
Estaba tan triste María Luisa que hasta su deseo de morir se nota cansado. Morir y vivir, todo le
cuesta. Sin frescura ni ardor de vida, sus palabras son barrotes, mariposas negras posadas sobre la
flor de la poesía, derramando una sombra que la obliga a curvar el tallo, pesarosa.
Había estado escribiendo su autobiografía. ¿Qué es lo que una mujer de veintiseis años puede
mitificar de su vida en una ciudad de provincia, perdida en la vasta geografía del amor? Al calor de
agosto doraba María Luisa su pena, y al hacerlo tal vez buscaba alivio. Al escuchar el sonido de la
llave del esposo en la cerradura secaba sus lágrimas con la punta de un pañuelo y se apresuraba a
ocultar bajo la almohada las mariposas que había conseguido apresar durante el día: "doradas del
recuerdo", "de fuego de la gloria", "azules de añoranza" o, descoloridas, aquéllas "de un cruel
remordimiento". Tornasolada aunque monótona esta obsesión por las mariposas, "negras y
silenciosas" como heraldos vallejianos disecados por la entomóloga María Luisa. Todos estos
ejemplares se encuentran reunidos en un mismo soneto, y en su revolotear tratan de trasmitir al
esposo un sentimiento de culpa que lo lleve al arrepentimiento. Al menos eso es lo que desea la
escritora, esperando obtener en recompensa la oportunidad de perdonarlo: "Yo pasaré serena,
olvidando tu infamia,/ Alumbraré tus pasos con mis tristes sonrisas!"
Creyó que el mundo empezaba y terminaba en las fronteras de lo permitido, y muy apesadumbrada
debió sentirse, pues durante horas permanecía en la cama, acostada bocabajo mirando fijamente el
piso de cemento pulido hasta que, exasperada por su propia inmovilidad, se incorporaba agitada,
como quien ha olvidado algún asunto de interés, y corría hacia el piano con la esperanza de
encontrar sosiego.
Ella vive fermentada en el olvido. Es cierto que no escribió una obra de gran calidad, pero fue más
lejos, mucho más lejos. Algunos autores confiesan que la escritura es un conjuro contra la muerte,
una visitación menesterosa, pero en la actitud de esta mujer hay algo trágico y folletinesco, una lucha
dispareja entre sentimiento y razón, sueños y convenciones, en la cual la poesía es, más que testigo y
confidente, un aliado seguro.
La noche antes del disparo escribió sus Nocturnos, negros como la noche, oscuros como la muerte,
pero intensos, como solo es el vivir en esa hora. Su languidez es pasional —si acaso esto es posible
— pero pasión al fin, que busca la unión con el amado y, al no encontrarla, la sustituye por muerte.
Libre de ansiedades y posturas estudiadas porque su yo no resultaba convincente. Libre de temores y
horas de un pesado silencio que ha preferido olvidar. Ya no espera el final de la película, cuando el
héroe la carga en brazos hasta la alcoba; cierra la novela antes de leer la última frase: "No es un
sueño, te amo". Cierra los ojos, pasa las hojas; el amor es un camino que se pierde en el horizonte,
no se esconde en almohadones de plumas ni brota elemental y salvaje de un par de mantas colocadas
sobre la hierba en un domingo de campo.
Tierra, colchón, bancos y rincones, topografía semi-urbana (íntima) de Eros; accidentes corporales
que tras las circunstancias disimulan su endeblez. La intensidad es un péndulo gigante que va del-
hombre-a-la-mujer-de-la-mujer-al-hombre dejando marcas de impiedad sobre los cuerpos y un día se
detiene, igual que un reloj. El amor es, en cambio, esa gotera que horada el oído, cuya humedad
estorba en días plomizos, pero no cesa, y un día nos ve morir mientras sigue cayendo, persistente.
Entonces ya no espera ni desea un final de cuerpos sudados, con el tabaco del esposo ardiendo en el
cenicero y las sábanas por el piso -visiones de un erotismo canónico que recobran su novedad sólo
en el candor de la adolescencia. Sin embargo, lo ama, y ciertas noches con gusto habría renunciado a
la muerte para permanecer a su lado.
Hay en sus poemas invocación y prefiguración del suicidio. En "Jam Noli Tardare" expresa un
"cansancio profundo" pero, impaciente, encuentra el impulso que necesita para buscar "el silencio
eterno". El mismo deseo de renunciar a la vida está contenido en el soneto "Sub Lumen", donde
describe con precisión el estado de enletecimiento general de todas sus funciones vitales y creativas:
No tengo ni siquiera cansancio que me embriague,
No tengo ya deseos en que mi mente vague.
Yace tranquila y muda mi férrea voluntad.
Callé todas las voces, ahogué todos los cantos...
Está poseída por un spleen pueblerino que se agota en los tejados de casitas idénticas, mas, como el
phenix, recupera cierto aliento de vida que "renace por la renunciación". En paradoja harto conocida,
María Luisa no acepta el pan con sabor a olvido que el esposo sirve en la mesa. De la cocina del
amor se escapan los vapores del hedonismo y la belleza para formar una nube frente a sus ojos.
Melancólica y distraída, recoge la vajilla y confunde los sabores: muerte dulce como la miel; amor,
almendras amargas que paladea mientras escribe: "En la angustia terrible, que mi labio no nombra,/
¿Pasaré por tu vida, cual nave por la sombra?"
Patética, aunque lúcida, es la duda de María Luisa. En la carrera de relevos que es el amor el esposo
es más veloz, pero ella más resistente. Así, no puede comprender "la perfecta hermosura de tu
frente,/ Donde jamás el pensamiento brilla!". Con altivez enseña el tobillo la escritora que no es
Dama ni Señora, apenas una mujer que sabe valorar la inteligencia por sobre la belleza. Ambas
seducen, pero mientras que la primera a-lumbra, da luz, la segunda des-lumbra, la quita. Algo le
molesta en la hermosura del amado que se contempla no como Narciso en las aguas del estanque, y
sí como un aventurero en la mirada femenina de toda una ciudad: el no reconocimiento de esa
mirada diferente que ella le ofrece, la literaria.
Esta noche al salir del baño, la corriente de aire que entra por la ventana del fondo la ha estremecido.
Cuánta suavidad, ahora que se suelta el cabello y deja caer la bata en mitad del pasillo, para que la
brisa cumpla su parte en el juego que es también el amor. Tanta quietud y una promesa podrían
seducirla; se siente una mujer plena, ha dejado de ser capullo. Sigilosa, se acerca al gran espejo
orientable que años atrás mandó colocar en el comedor y comprueba la autenticidad del milagro:
brillo en los ojos, temblor en las manos, calor en el vientre y un vuelco en el corazón. Pero dice: "Si
lo que veo proviene del espejo, entonces no es un reflejo, se trata más bien de un espejismo". Y
mientras descubre la sinestesia, su última oportunidad se deshace en el camino sin regreso, adonde
va consciente:
Colocad sobre mí las campanillas
Azules de la vega, las sencillas
Florecitas del campo, sin cultivo,
Que tanto quiero mientras tanto vivo.
Y colocad debajo mi cabeza
Unos versos de Nervo, con terneza,
Para que mullan mi tranquilo sueño
Y recojan así mi último empeño.
Que nadie me acompañe ni me llore,
Ni turbe mi silencio, ni profane
Mi soledad final; nadie me llame,
Que yo me voy, consciente y abstraída
En el silencio intenso de la noche,
Y alumbrarán los astros el derroche
Postrero de ilusión que haré en mi vida.
Idalia Morejón Arnaiz nació en Santa Clara en 1965. Su libro publicado más reciente es Política y
polémica en América Latina. Las revistas Casa de las Américas y Mundo Nuevo (Educación y
Cultura, México DF, 2010).
http://archivo.diariodecuba.com/de-leer/elogio-del-folletin