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Una conversación sobre la vida, sobre la esencia del hombre. Una historia de amor atravesada por la búsqueda de la verdad. Un hombre y una mujer que se lanzan al abismo. Nicolás, hace años que solo ama lo desconocido; Alejandra, hace años que desconoce el amor.
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Capítulo 1
No eran ni las nueve de la mañana cuando Alejandra Marcos se vistió de fiesta,
decoró sus ojos con metódica dedicación y salió a la calle en dirección a ninguna parte.
Miraba los escaparates, aún con las tenues luces de emergencia, en un acto mecánico
de atención. Observó con detenimiento un pantalón gris, casi estilo militar, sin embargo,
de elegantes formas. Trató de verlo en su propio cuerpo, moldeando sus curvas con la
textura de la tela. Lo combinó al instante con varias prendas que ya hacían espera en
su armario, con el honor de no haber sido aún estrenadas. Su imaginación fluyó hasta
la combinación de los complementos que llegaban a su mente desde algún lugar
desconocido al que, en el fondo, catalogaba como un reino de dicha y amor propio.
Entró en una cafetería al final de la calle. Presentía ser objeto de miradas incluso
antes de abrir la puerta, por la certidumbre que otorga la experiencia. Las que menos
perdonaba: las de las mujeres que le recriminarían la pintura de primera hora. En
realidad, todas las opiniones ajenas le importaban más de lo que ella deseaba. Se
sentó en el primer sitio vacío que encontró junto a la barra, para no tener que mirar de
frente al resto de clientes del local.
- Un café con leche – hablaba en tono alto y claro, para marcar
territorio, tratando de desapercibir sus miedos. El camarero estaba de
espaldas a ella y se giró para atenderla, vestido con el traje del lunes, de
la incomodidad del que detesta su trabajo, algo que se percibe al instante,
como si se tratara de unas luces de neón de discoteca que llaman al
encuentro de una ayuda externa, una mano amiga que le diga que ya
queda poco y que pronto vendrá la buena vida desde un billete premiado
de lotería – por favor.
Se encendió un cigarrillo para entretener los incómodos minutos de la
observación y el silencio; esos que muestran a las personas en su más profunda
identidad y que, por eso, nos resultan tan insoportables. El tabaco en ayunas no le
hacía nada bien, así que, trató de no tragarse el humo y utilizar únicamente aquel
artefacto prendido como máscara de su timidez.
Justamente detrás de ella había dos chicas jóvenes sentadas en una pequeña
mesa redonda, de unos veintitrés años, ataviadas con traje de chaqueta y pantalón, que
charlaban nerviosas, entrecortadas, emitiendo esa conocida risa contagiosa que
produce la vergüenza de los primeros encuentros, aderezada con el toque de
nerviosismo que dan las entrevistas de trabajo. Atendió sin pretenderlo a una
conversación que le resultó, en cierto modo, conocida; y en algún punto, tediosa.
A unos metros más allá, también en la barra, dos adolescentes continuaban la
fiesta nocturna sin emitir palabra, con una copa de ron en la mano y el gesto del que
perdió el rumbo en un lugar al que ya no sabría volver.
El periódico del día asomaba bajo un folleto de las fiestas locales, a menos de un
metro de ella, en la barra. Por un momento sintió esa obligación de leerlo e informarse
de las cuestiones del mundo: de las políticas y las económicas, especialmente, que era
a las que más atención prestaba por su profesión. Al segundo se dio cuenta que estaba
de vacaciones y no sería necesario hacerlo; sin embargo, el tiempo pasaba tan lento
sintiéndose sola, que acabó cediendo a una tentación que más procedía de la
imposición del momento que de la curiosidad. Lo ojeó superficialmente, nada nuevo:
varios muertos en un atentado en Irak, debate sobre el estado de la nación, insultos
entre políticos que ejercían de titulares de primera línea, presentación de beneficios de
varios bancos, un par de sucesos locales y algo de sociedad. Cuando creyó haber
cumplido con su obligación cerró el diario, alzó nuevamente la taza de café y descubrió
que estaba vacía, que el último sorbo ya se lo había bebido sin ser siquiera consciente
de ello. Se arrepintió, como se arrepentía de cada segundo que le pasaba
desapercibido.
- ¿Qué le debo, señor?
- Uno cincuenta.
Pagó sin esperar el cambio y sin recibir de vuelta siquiera un oportuno y elegante
gracias que hubiera, al menos, mejorado en algo la percepción ajena de aquel mutante
de cafetería. Salió de allí gobernada por el mismo automatismo con el que miraba los
escaparates minutos atrás y continuó paseando, olvidada ya de la conversación de las
chicas de la entrevista, del camarero hibernado, de las noticias, de sus miedos, e
incluso de su tedio vacacional y de sus infelicidades. Ahora sólo le importaba el frío, el
aire frío paseándose por sus mejillas, sonrosándolas y estirando su piel al unísono de
un canto mágico de percepción sensorial.
Entró en el Parque del Sirio, el lugar verde más grande de toda la ciudad. Un
inmenso campo urbanita rebosante de árboles, plantas floridas y radiantes, agua
puntualmente canalizada y algunos animales exóticos traídos de alguna parte del
mundo en la que, seguramente, resultarán de lo más común. Se sorprendió de que
hubiera gente tan temprano haciendo deporte. Lo cierto era que le sorprendía cualquier
cosa que tuviera que ver con aquel parque, o con cualquier ambiente fuera del asfalto
elitista, con sus vestidos de marca y sus caretas de oficina, que solía frecuentar. En
este ambiente, en el parque, hoy podía sustituir los leones del banco por los perros con
dueño y los perros sin dueño que se estaba cruzando en el camino; o las miradas de
invierno de los ejecutivos por las de deseo de los transeúntes.
Se sentó en un banco cercano a la Fuente del Peso, una de las más
impresionantes y emblemáticas de toda la ciudad, que había sido llevada justamente allí
para inaugurar con todos los honores aquel gigante natural. El lugar era un enclave
único para la acústica producida por el trinar de los pájaros: un delicadísimo dolby
surround inconmensurable. Imaginó una orquestación guiada desde la misma fuente
por uno de ellos, subido en lo alto de la balanza de piedra que coronaba la obra,
volando suspendido por el agua, con una pequeña batuta en el ala, dirigiendo a los
músicos convocados aquella mañana en el parque con el único instrumento de su
trinar. Sonrió para sí misma con el pensamiento, agradecida por la imagen que, esta
vez, había querido venir espontáneamente para sustituir a las desgastadas que
agolpaban su cabeza cada día.
Cerró los ojos solamente un segundo, o le pareció a ella un segundo, porque el
tiempo es una cuestión elástica directamente proporcional a la atención prestada; y en
aquel momento, Alejandra, ya agotada por haber pasado prácticamente toda la noche
en vela, quedó dormida con la cabeza a un lado y una incomodísima postura de la que
se acordaría el resto de la mañana en forma de intenso dolor de espalda. Ese día era
un regalo, era su día, su momento. No estaba dispuesta a cederle siquiera un segundo
a los preparativos, a los planes, a la desidia, a las preocupaciones… era su día, sí,
aunque no hiciera absolutamente nada. Era suyo, igual que los dueños se sienten
propietarios de sus perros; igual que los padres se sienten propietarios de sus hijos; al
igual que los Estados se sienten propietarios de las tierras: era suyo, sin serlo.
Cuando despertó habían pasado más de tres horas. El parque se había llenado
ya de mamás con sus carritos y niños correteando por todas partes recién salidos del
colegio. Se enderezó, sintiendo el dolor de cada articulación, y siguió caminando
nuevamente con el profundo deseo de convertir aquel día en objeto de disfrute
personal. Se sentía reconfortada y abrigada por la naturaleza, esa gran desconocida
para ella, siempre tan urbanita y tan poco adecuada para el campo. Acudiendo una vez
más al falsche Klamote alemán para elegir su vestuario, tuvo que quitarse los zapatos
de tacón para poder caminar por la hierba, ignorando intencionamente el camino de
arena que le hubiera permitido mantener intacto su exquisito glamour. Pensó que ese
recodo de tierra quedaba a un lado, como esas vidas paralelas que se crean cuando
elegimos una entre millones de opciones. Sintió ganas de salir corriendo, como los
deportistas de primera hora que le habían sorprendido; pero sustituyó el deseo por el
conformismo, como tantas veces hacía, y continuó caminando, aceptando, o más bien,
resignándose a su condición de encogida; encogida y sencilla, pero más que nada,
encogida. Cuando estaba en el instituto era una niña de primera fila, educada y bien
vestida, con excelentes calificaciones; y a pesar de haber intentado en varias ocasiones
ser tan rebelde como Sandra Morejón, no podía, nunca pudo. También se propuso en
un trimestre suspender dos asignaturas, para que no le dijeran empollona, y lo
consiguió. No le sirvió de nada. Solamente se llevó la decepción de su padre, que le
dolió en el alma. No le dijo nada, ni una mala palabra, sólo miró la hoja de calificaciones
y suspiró. Esa mirada de decepción le hizo más daño que el propio deseo de ser una
rebelde de ficción.
Se sentó en el primer lugar que encontró, un banco compartido, pero bendito
para su sufrimiento podal, ya castigado por el largo rato del paseo. Al otro lado del
asiento había un hombre mayor, de unos ochenta y tantos, vestido con un abrigo de
cachemir marrón de exquisito corte. Alejandra trató de mirar disimuladamente,
intentando averiguar la marca, como si se retara a sí misma a un juego infantil e
insignificante.
- Es de mi hijo- dijo el viejo sin cambiar un ápice su postura, rígida, de
brazos cruzados, mirando hacia delante.
- ¿Disculpe? – dijo ella avergonzada, presintiendo que había sido
descubierta en su curiosidad.
- El abrigo, es de mi hijo.
- Lo… lo siento, no quería ser indiscreta, me llamó la atención… - en aquel
momento tuvo casi la misma sensación que la que produce la desnudez en público. Esa
timidez ahogada por la apariencia de mujer ambiciosa y segura que tenía que dar en el
trabajo, le hacía incrementar más aún su inseguridad, por lo reprimida; y en la
satisfacción coartada de expresarse avergonzada iba creciendo, al tiempo, una ira
contenida que multiplicaba el fracaso de su introversión.
- La curiosidad mató al gato, señora.
Las palabras sonaban secas y cortantes desde una garganta castigada por los
años de adhesión al tabaco y otros vicios; tanto así, que Alejandra comenzó a sentirse
tan incómoda con la situación, que hizo ademán de levantarse, justamente al tiempo
que el viejo decidió unilateralmente continuar con la conversación.
- Antes había palomas en este lugar… No sé por qué se han ido. ¿Espera
usted a alguien?
- No.
- Ya ni las palomas quieren venir por aquí. Será por el aire de la ciudad,
que no se puede respirar tranquilo ni en los parques… igual de sucia que sus
habitantes, intoxicados de putridez mental, la misma con la que contaminan todo lo que
tocan, artistas de lo insalubre…- respiraba hondo para tener suficiente aire para poder
continuar – Nada les importa ya… no tienen sueños, no tienen fuego, no tienen vida…
están todos dormidos.
- ¿Y usted?
- Yo, ¿qué?
- Que si también está dormido… pregunto.
Esta vez el viejo hizo un giro de cabeza para observar a su interlocutora
desde la firmeza de una mirada fija, penetrante, tan intensa que nuevamente ella se
sintió avergonzada.
- ¡No se sonroje mujer! ¡Qué tímida que es! – sin contestar a la pregunta,
creyendo más en la retórica que en la conversación, continuó dilucidando acerca de los
hombres, absorto en sus propios pensamientos – no creo en el hombre contemporáneo,
señora, ni en el motor que lo mueve. No vaya a pensar usted que soy un pesimista por
eso, no, más allá, soy un inconformista- Se detuvo de nuevo, esta vez sólo como
silencio que mantiene la expectación- Son las prisas… la ausencia de silencio o el
férreo asirse a las pertenencias lo que más me disgusta, la necesidad impuesta por el
terrible egregor del poder. No existe saciedad, ni comprenden las visiones individuales,
tanto que promulgan el capitalismo… Son corderos dormidos, si… les vale más ser
oveja dormida que pastor despierto.
Después de estas últimas palabras quedó como extasiado, con la mirada fija en
ninguna parte, al frente de sí mismo, perdido en su propia decepción humana. Alejandra
quería levantarse de allí y seguir caminando, pero su eterna y paciente educación se lo
impedía; así que, sacó otro cigarrillo del bolso y le ofreció al viejo esperando una
negativa por su parte, con la sorpresa de ser aceptado de buena gana. Tomó entre sus
manos la presa regalada y olfateó con gusto el producto antes de sacar un mechero y
ejercer de galante caballero para encender el cigarro de la señora.
- Gracias – dijo Alejandra – llevo tiempo intentando dejarlo, pero me es
imposible – continuó, por decir algo.
- Ésa es la enfermedad contemporánea de la que le hablo, señora: si lo
quiere dejar, déjelo y déjese de palabras. ¿No se da cuenta de lo absurdo del
planteamiento? ¿In-ten-tar? Eso no existe, es pura imaginación; las cosas son o no son,
no se intentan, son.
- Yo no lo veo tan sencillo.
-Yo, yo y yo. Yo, me, mi, conmigo- dijo utilizando la ironía para aderezar el
guiso - las cosas no son desde usted, querida, ¡qué manía este ego prejuicioso y
prepotente que cree ser origen de todas las respuestas!
Ese tono de superioridad y sequedad del viejo comenzaba a hacer mella en la ira
de Alejandra, que iba creciendo a medida que escuchaba una nueva palabra, y luchaba
consigo misma por mantenerse equilibrada, del modo que siempre se pedía ser. Es sólo
un viejo, no entres en su juego, se dijo, tratando de justificar así los auténticos motivos
de su silencio: el dolor de no tener siquiera una buena respuesta que ofrecer, increpar a
los argumentos de un hombre al que no tenía por qué seguir escuchando y al que
estaba soportando porque anteponía la fuerza de la cortesía y el respeto por la edad, a
ganarle la batalla al refunfuñar constante de un anciano solitario.
- Así es, señora, así funciona el mecanismo humano: primero va el orgullo,
lo sigue muy de cerca la ira ¿verdad?, hasta que nos encontramos con el miedo, la
inseguridad de sentirse acorralado, perdido, sin respuesta coherente con la que vencer
al contrario… No, señora, esto no es una batalla, esto es la vida.
- Y si la vida no es una batalla, ¿qué es entonces? – ella también
endurecía ahora su tono para, al menos, mantenerse en su sitio, después de haberse
sentido descubierta por el viejo en su más oscura intimidad: la de su propio
comportamiento.
- Un juego.
- Los juegos suelen ser divertidos…
- ¿Acaso no le resulta divertido vivir?
- Sinceramente, no. Y por lo que creo, a usted tampoco. Critica a la
sociedad y vive entre una humanidad a la que detesta, no creo que eso le resulte
divertido.
- Son dos cosas diferentes, querida, vivir es pura elección y disfrute,
mientras criticar es un ejercicio de la mente. Yo disfruto mientras mi mente critica…
- ¿Es que acaso su mente no es parte de usted?
- Exactamente, es parte, no soy yo – dio una profunda calada al cigarrillo y
exhaló con absoluto placer un humo espeso que se elevó con el impulso de su aliento y
el movimiento ascendente de su cabeza, haciendo más evidente aún el aire de soberbia
que lo envolvía – se estará, seguramente usted preguntando ahora mismo, qué hace un
viejo como éste, sentado en un parque, con un abrigo de mil doscientos euros encima y
creyendo dar lecciones sobre la vida y los hombres ¿verdad?
- En cierto modo sí – contestó Alejandra asintiendo absolutamente a una
cuestión que llevaba ya rato en su cabeza.
- En cierto modo, sí… – dijo él, deteniéndose a observar el trabajo de un
pequeño pájaro creando un nido en la copa del árbol que había frente a ellos. Pareció
que, por un momento, se había olvidado de la conversación. Alejandra creyó ver un
atisbo de emoción en su rostro al contemplar al pequeño ave tejer su hogar. De todos
modos, a pesar del excentricismo personal de aquel hombre, la conversación le estaba
alejando de sus pensamientos, al tiempo que la acercaba un poco más a sí misma, algo
que, paradójicamente, sentía habitualmente muy lejano. Se había buscado entre las
sombras de los demás, entre las emociones de otros, en las visiones de su propio
espejo que aparecían por todas partes con el orgullo de no pertenecerse. La pérdida de
los motivos, el laberinto de las elecciones, la búsqueda de sentido… y el
convencimiento de sentirse olvidada por la felicidad, persiguiendo un destino que
parecía desvanecerse a cada paso que daba, sin saber muy bien la dirección.
Sintió un cosquilleo en sus piernas, y al bajar la mirada encontró un pequeño
cachorro que frotaba el trasero en sus pantalones. Acarició su pelo largo y gris plateado,
casi brillante, que lo vestía en su pequeñez.
- Para ellos la vida sí es un juego... Ellos no tienen problemas - pensó en
voz alta.
- ¿Y qué nos diferencia de ellos, señora? – dijo el hombre cambiando ya
su éxtasis contemplativo en la naturaleza por la absoluta atención a la conversación con
Alejandra.
- La inteligencia.
-Mucho más que eso, diría yo: la conciencia. ¿Qué sería del hombre sin
conciencia? ¿Qué fue, de hecho, del hombre cuando no la tuvo? ¿No se plantea eso?
- No suelo pensar en esas cosas… no tengo tiempo para ello.
- El tiempo es la excusa para no pensar; el tiempo es el recurso animal del
hombre para no ejercer su conciencia. ¿Qué sentido tiene ser hombres, si no la
utilizamos? ¿Qué nos diferencia entonces de los perros? ¿Qué es más importante que
conocerse, que plantearse la propia existencia? ¿Es acaso nuestro motivo trabajar duro
detestando lo que uno hace para poder llenarse de comodidades que no da tiempo para
disfrutar? ¿Es más importante dedicar la vida a llenarse de preocupaciones en aras del
bien material? ¿Me está diciendo eso? ¿O quizás tampoco tiene respuesta para estas
preguntas? – esperó unos segundos para ver si el silencio era interrumpido con alguna
elocuencia, pero no llegaron las palabras y continuó – No me sirve el tiempo como
excusa, señora, el tiempo es sólo una percepción humana, un espejismo. Acaso el
miedo sería una mejor razón para no mirarse de frente, o el orgullo, o la desidia, o la
mera ignorancia, pero el tiempo no. Tengo ochenta y cuatro años, la piel llena de
arrugas y un cuerpo castigado por los vicios, pero fuerte como un roble, sano por
convicción, se podría decir; me duelen las cosas que les duelen a los viejos, sí; acepto
las enfermedades como parte de la vida; podría vivir sin un riñón, sin movilidad, sin
sentidos, sí, podría, se lo aseguro; pero no podría vivir nunca sin mi conciencia, eso sí
que me mataría.
Cuando las palabras enlazan la combinación correcta para la atención del
interlocutor, se logra un perfecto círculo en el que encaja la escucha con la exposición.
De este modo, Alejandra miraba al viejo con la sorpresa de haber comenzado a
admirarlo. No había conocido nunca a nadie con esa inquietud sobre la vida, ese deseo
acérrimo de preguntarse por algo tan simple como uno mismo. Su entorno se componía
de poco menos que elegantes y arrogantes empleados de banco; de las mujeres de los
amigos de su esposo, todas ellas amas de casa refinadas, dulcemente mantenidas para
su ocio abierto veinticuatro horas al día; de su familia, desarticulada por el correr del
tiempo y preocupada por las comparativas sociales. Ya casi no tenía amigos que no
fueran los de Enrique, los había ido perdiendo con el tiempo, con ese tiempo, para ella
tan importante, y del que ahora le habían dicho que era simplemente una idea. Ese
tiempo que había ido barriendo tantos esquemas, si es que alguna vez los tuvo. Le
hubiera gustado responderle al viejo, porque eso hubiera significado que alguna vez se
planteó unas cuestiones que, ahora, en el diálogo al mediodía en el parque, le
resultaban tan esenciales y tan desconocidas.
- No se aflija, señora, seguramente, no esté del todo perdida – así dijo, con
ese orgullo simpático y contradictorio que surge del acto irrepetible de consumir la
última calada a un cigarrillo, observando lo que al segundo será una colilla y que, en el
mismo instante en que uno la mantiene entre sus dedos, se convierte en néctar
exquisito para los pulmones gastados por el humo inquilino y okupa tan difícil de
desarraigar – gracias – dijo mirando a Alejandra, que parecía no comprender - por el
tabaco, digo, un placer.
- ¿Fuma usted a menudo?
- Sólo cuando me apetece… como ahora, mejor que sea un delicioso
complemento a una amena conversación – el tono de sus palabras se había relajado y
sonaba ahora un poco más amable que al principio. Incluso se diría que, en cierto
modo, sonaba a galantería. Su incisiva mirada de minutos atrás parecía haberse
decorado de una amabilidad serena y agradecida. – No vaya a pensar que he sido
descortés con usted, señora, no es esa mi intención, solamente que su ego me
incomoda, al igual que el de todos; es a él a quien me dirijo con más seriedad. ¿Ha
comido ya?
- No.
- Si tiene a bien, me gustaría entonces invitarla.
Alejandra dudó por un momento, que duró un instante, que no fue tiempo, que
fue una duda disipada por una sonrisa anciana y bondadosa y una mano envejecida,
tendida hacia ella. Pensó que era su día, hoy tenía el día para ella, y su mano se acercó
a la del viejo, y su cabeza asintió por su cuenta, como si no recibiera órdenes del
cerebro. Y aceptó.